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ALEJANDRO ROSSI Selección y nota introductoria de Lauro Zavala Universidad Nacional Autónoma de México Coordinación de Difusión Cultural Dirección de Literatura México, 2011

Selección y nota introductoria de Lauro Zavala rossi... · Cada libro de Rossi es, como el descri-to por uno de sus personajes, “un libro acumulativo, ... la vida entera se convierte

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ALEJANDRO ROSSI

Selección y nota introductoria deLauro Zavala

Universidad Nacional Autónoma de México

Coordinación de Difusión CulturalDirección de Literatura

México, 2011

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ÍNDICE

NOTA INTRODUCTORIA, LAURO ZAVALA 3

POR VARIAS RAZONES 5

UN PRECEPTOR 9

SIN CONTRADICCIONES 18

ENCUENTROS

BUSCAR POESÍA 20

LA INTRUSA 21

LA MALA LUNA 23

SOMBRAS DE BAROJA 25

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NOTA INTRODUCTORIA

Los textos narrativos de Alejandro Rossi lo conviertental vez en uno de los autores más representativos delnuevo cuento mexicano, precisamente por la dificultadde considerarlo cuentista en el sentido más tradicional.Nació en Italia, sus cuentos suelen ser publicados enEspaña, y es considerado por algunos críticos como elmejor cuentista venezolano. Sin embargo, Rossi vivedesde hace muchos años en México y aquí ha escritogran parte de su obra literaria.

Su Manual del distraído (1978), publicado sucesi-vamente en España (Anagrama), Venezuela (MonteÁvila) y México (FCE) reúne relatos, sorpresas, minu-cias, residuos y protestas radicalmente personales:relatos de la historia familiar contados con el fin demostrar su irrelevancia; sorpresas descritas con el orgu-llo de un coleccionista resignado; minucias cotidianasobservadas con sarcasmo por artistas y escritores; resi-duos de investigaciones más sistemáticas sobre filoso-fía o sobre el lenguaje; protestas por el empleo de untérmino anacrónico o por lo excesivo de ciertas expli-caciones. Algunos textos se balancean entre la anéc-dota y la epistemología (“Por varias razones”) o entreel cuento y las disquisiciones sobre el proceso de es-cribir un cuento (“Un preceptor”, “Sin sujeto”).

Esta coexistencia de elementos diferentes es tam-bién característica de sus libros de relatos: Sueños deOccam (UNAM, 1983), La fábula de las regiones (Edi-ciones del Equilibrista, 1988) y El cielo de Sotero(Anagrama, 1987). (Este último incluye los cinco rela-tos de Sueños de Occam, el primer relato de La fábulade las regiones y dos relatos inéditos.) En ellos, ladescripción de lo inmediato y el tratamiento de lo coti-diano se presenta con imágenes originales y ausenciade metáforas, y la anécdota se resuelve con la vague-dad de la incertidumbre, lo cual muestra a un verdade-ro escéptico, inteligente y lúdico. Basta leer “Un cafécon Gorrondona” o el fragmentario “Diario de guerra”

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para comprobar su declarado gusto por el juego, por lamoral, por la amistad y “sobre todo, por la literatura”.

La fábula de las regiones contiene tres relatos en losque se propone una mitología particular acerca delenfrentamiento entre la Nación y las Regiones. En esteespacio narrativo, los conjurados, generales y sobrevi-vientes de misteriosos levantamientos populares recuer-dan a sus héroes, mártires y benefactores con despreciopor los héroes oficiales.

En esta fábula memoriosa, más irónica ante la arro-gancia del centralismo que deliberadamente visionaria,los protagonistas creen en la patria, sin por ello aspirara comprenderla.

Leer la prosa de Rossi significa correr el riesgo deinstalarse en un mundo enrarecido, donde todo es vistodesde una perspectiva extrañamente distante, con elleve asombro que convierte en aventura irrepetible elsimple acto de cruzar una calle o visitar el consultoriode un dentista. Cada libro de Rossi es, como el descri-to por uno de sus personajes, “un libro acumulativo,desordenado, que, sin embargo, deja una incómodasensación de inmensidad”.

LAURO ZAVALA

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POR VARIAS RAZONES

No quiero engañar a nadie diciendo que soy un filóso-fo. Es una profesión que ignoro, respeto y no ejerzo. Si—más libremente— podría llamarme un pensador, esuna cuestión indecisa que exige una cierta discusión detérminos. La evitaré, por aburrida e inútil. Pero quesoy una persona que piensa, lo puedo jurar. Todo eldía, desde que me despierto, pensar es una actividadque practico con desesperación y desgano. Un vagónque se precipita por una montaña rusa. El más levecontacto con la realidad desencadena esa furia interior.Tengo, entonces, que pensar rápida y decididamente.Con lo dicho debe quedar claro que no soy un provo-cador: jamás he pretendido enredarme con el mundo oescarbar en la famosa realidad. Más bien lo contrario:saberla lejana e indiferente habría sido mi mayor deseo.Sí, una larga vigilia en blanco, mover los ojos, estirarlos brazos, masticar, pero sin pensar. O pensar sólo aratos, con toda la intensidad que se quiera, pero nocontinuamente. O pensar continuamente, pero sin esameticulosidad, sin ese detalle. ¿Y si fuera posible pen-sar como quien sigue con la mirada el vuelo de unamosca? ¿O como esas personas que ponen un disco, loescuchan con placidez bovina y luego vuelven a guar-darlo en un mueblecito insignificante y laqueado? Siestuviera en mi poder, pensaría poco, poquísimo y,sobre todo, de manera gruesa e imprecisa. Elegiría elmomento propicio y me dedicaría a pensar sin la menorexactitud, a lo bestia, dando brincos, revoleándolotodo, un miniaturista que embadurna la pared con unahoja de palma o construye un muñeco de barro inmen-so y desproporcionado. Bromeo, naturalmente, porquesé hasta la saciedad que vivir sin pensar es una contra-dicción. Y pensar sin hacerlo con ahínco, con perseve-rancia, sin voltear siempre hacia la derecha y hacia laizquierda, es un disparate. Considero que aquí está elaspecto triturante del asunto. Pero no podría ser deotro modo: pensar, en definitiva, es tomar en cuenta la

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ilimitada variedad de factores que intervienen en lamás pequeña de nuestras acciones. Empleo un lengua-je aproximativo y deliberadamente incorrecto porque,en rigor, no existen acciones pequeñas, desnudas decomplejidad. Mi experiencia —créanme— es defini-tiva: cualquier acción —pensada a fondo— es un pozoque conduce al centro de la tierra. Cuando se lograesta visión, ya no importa demasiado lo que sucede; lavida entera se convierte en algo denso y aventurero. Lahormiga recorre la circunferencia del reloj o el niño sepierde en la selva de una estampilla africana. Me mue-vo así en una épica constante en la que sólo faltan lascircunstancias adecuadas, las banderas, las lanzas. Nopercibo otras diferencias entre las angustias del grangeneral y las mías. Cuestión de suerte, de destino o deretórica. El biógrafo cuidadoso detectará, sin embargo,el mismo calvario y no se dejará engañar por la ausen-cia de exterioridades. El decorado, en definitiva, essólo el decorado. Lo que cuenta es esa concentracióninterior.

He oído que las teorías buscan afanosamente ejem-plos, dispuestas a todo tipo de concesiones con tal detenerlos de su lado. En mi caso abundan, lo cual talvez prueba que no soy un teórico sino, más bien, unconejillo de indias o una gallina espantada. Considére-se, para entrar en materia, un episodio del que todavíano salgo. Ayer deposité —o quizá abandoné— unacarta en el correo. Situación de fuerza mayor que yano pude posponer. Una carta a mi hermano solicitán-dole un préstamo. Ahora bien, un hermano, por másvuelta que se le dé, no es una institución benéfica; lalejanía geográfica atenúa ciertas reacciones demasiadohumanas, pero no es un gabinete de alquimia. La redac-ción de la carta debe, entonces, enfrentarse a esehecho. He aquí una circunstancia en que pensar esestrictamente necesario. Porque para desgracia nues-tra, una carta a un hermano puede escribirse de muchí-simas maneras: pensar —¡señores!— es descubrir esehecho espantoso. Me río de quienes aconsejan en estoscasos la espontaneidad, esa cosa inverosímil que yome represento como un perro trotando por una calle o

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un monito rascándose el escroto detrás de los barrotes.Ejercicio que no me ayuda y más bien me aleja delproblema. Uno de cuyos datos inquietantes es el esta-do de ánimo en el que se encontrará mi hermano cuan-do abra el sobre y desdoble la hoja de papel blanca,gruesa, lanosa, de lo mejor que hay en el ramo. Buscoresultados pragmáticos y, por consiguiente, es forzosoplanear, o sea, pensar. Sí, pensar, pensar lo más a fondoque se pueda. Enfrentarse, una vez más, a las innume-rables luciérnagas. Tener presente, por ejemplo, lareverencia, el silencio religioso que el lujo produce enmi hermano; mis cálculos son en el sentido de que esepapel abundante, lleno de pelusa, carísimo, desenca-denará imágenes heterogéneas, unidas todas ellas, sinembargo, por el común denominador del precio. Sina-gogas, alguna mujer palidísima, litografías autógrafas,clases de esgrima, árboles genealógicos, la leche mater-na, la Casa Blanca. No sé, todo es posible, cada quientiene sus propias jerarquías. Irrumpo, sin proponérme-lo, en una discusión milenaria, la de si es o no posiblepredecir la conducta de una persona. Entiendo quepara algunos nadie es más complejo que la figura deun triángulo; y existen quienes proclaman que sólo lavanidad nos hace creer superiores a un esquema.Quizá ambas posiciones se asienten en un insuperabletedio hacia el prójimo. Admito que la tesis contraria esaún más enervante: suponer impenetrable y misteriosala vida de mi vecina es una exageración que me niegoa compartir. Es una mujer escurridiza e ingrata, perono esencialmente inaccesible. Cuando menos lo esperome sorprende con una mirada lenta y pegajosa. Lasiento inconstante, altanera, desordenada y efusiva. No laentiendo y acumulo adjetivos que complican el proble-ma. Agrego, sin embargo, que me sobraría pacienciapara armar ese rompecabezas. La paciencia es unavirtud heroica que se sustenta siempre en algún fana-tismo y no prospera en los distraídos o en los mansos.La mía es la paciencia del racionalista que no cree nien geometrías ni en selvas impenetrables. Ser raciona-lista es renunciar a las exageraciones interesantes y alos asombros del auditorio. También supone abandonar

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la quiromancia y los consuelos del escepticismo.Represento una racionalidad laboriosa y modesta, sinéxtasis solares o nocturnas hipotecas del alma. Nadiepiense, sin embargo, que esta cautela dieciochescaestimula una vida serena. Implica, por el contrario, laseriedad desesperada del roedor. Reconstruir, sin dispo-ner nunca del tiempo suficiente, la prolija cadena demotivos y razones que llevarán a mi hermano a leercon benevolencia o con asco esa cuartilla premeditada,absolutamente científica, que le envié el otro día.Recuerdo manías, situaciones similares, asociacionesque para él son rutinarias, establezco las premisas parauna larguísima deducción cuyo final debería ser unarespuesta afectuosa y tranquila, que me llegará en unsobre rectangular, las estampillas bien colocadas a laderecha y en el centro mi nombre, nítido, como sifuera el de otro. No lo abriría de inmediato. Detestocomer rápido, apresurar los ritmos, dejar que las cosaspasen sin examinarlas. Es ya un hábito: me fijaría en eltamaño del sobre, porque sé que los cheques de mihermano son largos y él no acostumbra doblarlos. Elpeso es un dato ambiguo. Si se niega, lo más probablees que redacte una cuartilla para demostrarme que sudecisión, lejos de ser frívola, es difícil y compleja. Enese caso escribirá a mano para sugerir así intimidad,concentración, una reflexión hecha fuera de las horasde oficina, durante la noche —él, solitario, pensandoen su hermano. Si acepta, el cheque también vendráenvuelto en amonestaciones y, por tanto, la cartapesará casi lo mismo con dinero o con excusas. Eltacto puede ser revelador: seguramente el chequeestará engrapado a la carta adjunta y a veces la yemadel dedo descubre el metal. Pero eso depende del espe-sor del sobre. Ya no me engañan las cartas certifica-das: lo único que indican es la decisión de mi hermanode que nada suyo se pierda. Es su manera de darme aentender que sus máximas y sus moralejas también sonvaliosas y que nunca deja de hacerme llegar algoimportante y vital. Si me presta el dinero, sus medita-ciones serán abstractas, básicas, siempre alrededor delos principios fundamentales, la lucha por la supervi-

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vencia, la ferocidad de la vida, la necesidad de ser co-mo el resto de la tribu, duro y volitivo. Se acercará asía su tema preferido, una paradoja que lo entusiasma ylo excita, aunque la exponga mediante un estilo apa-gado, como si lamentara su existencia. Su formulación—lo siento— es la siguiente: la verdadera bondad —nola superficial, la pasajera, la inútil— se disfraza siem-pre de disciplina, severidad, mortificación. Mi herma-no, claro está, no es un profesor de ética, uno de esosmeticulosos que pretenden justificar cualquier consejo.Se encontró, hace ya varios años, con esa joya y quedóasombrado ante su complejidad, su riqueza, su carácterenigmático. No la explica, la coloca en la carta y allí ladeja, sin añadir palabra, seguro de que su presencia esdefinitiva. El propósito es dejarnos solos y deslumbra-dos. No quiero ser injusto, con otras personas es másseco: produce un texto mínimo que sólo dice: no. Esnatural, sin embargo, que conmigo sea distinto: ambosnacimos del mismo vientre. Es una idea fácil, aunquefundamental. Pensar será un vértigo, pero también esla vía maestra para valorar hechos simples y grandio-sos. En este momento siento un calor difuso y agra-dable dentro de mi pecho. Esperaré con confianza larespuesta de mi hermano y me prometo analizar conafecto y profesionalismo su famosa paradoja.

UN PRECEPTOR

No he olvidado al Conde Alessandri. Han pasado losaños —casi quince— y aún lo recuerdo con una fre-cuencia indebida. Sé, por otra parte, que sólo yo soy elresponsable de mis recuerdos y no la pobre vida deAlessandri. Volver ahora sobre ella quizá sea unainjusticia, porque no estoy seguro de lo que quiero.Carece de sentido narrar unas cuantas anécdotas quenunca fueron claramente graciosas o dibujar, con buenaretórica, un personaje más o menos extravagante. Estoyharto de este tipo de historias. No aspiro a demostrar

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que también yo poseo mi galería de monstruos. Larealidad no es extraordinaria porque una ramera lea aOvidio o porque un solterón acuoso estudie apasiona-damente a Malebranche en un mínimo pueblo sudame-ricano. Ignoro cuál deba ser la reacción adecuada frentea esas acciones, pero me niego a morirme de asombroy a entregarme a esa literatura de sobremesa. Es posi-ble que me falten capacidades para lograr el famosotono épico-grotesco y que, sin darme demasiada cuen-ta, esté insinuando una preceptiva cuya base son misdefectos. Todo esto es posible. Pienso, sin embargo,que Alessandri no merece ese estilo. Cuál sea el apro-piado, es una pregunta borrosa y académica. Supone—equivocadamente— que cada pedazo de mármolcontiene una sola estatua perfecta y que un determina-do episodio exige una prosa específica. La realidad yaestaría escrita y la literatura —cuando es convincen-te— sería una especie de eco fiel. Lo contrario parecemás cierto; la realidad, al pasar por la literatura, seorganiza y cambia. Por eso no es fácil escribir sobreAlessandri. Las horas que pasamos juntos, los mesesque compartimos en Oxford, las clases que me cobró,las conversaciones, los encuentros en la calle, lo queme dejó ver, lo que pude entrever a pesar de él, nadade todo esto es una pista segura. Allí nada está decidido.Siento que la historia comienza ahora. Al recordar dos otres hechos que son límpidos e indisputables: mi llega-da a la casa de la Sra. Fitzgerald, el cuarto con el lava-manos y la ventana grande hacia la calle. Una habita-ción cómoda, pero desgastada y lustrosa. Una telavieja. No tengo dudas sobre esta descripción y su obje-tividad se refuerza por esa levísima sensación de ascoque no me abandonó durante más de un año. Muchasotras cosas son apenas probables, materia de una discu-sión larga y minuciosa. El color preciso de las corti-nas, la forma de la lámpara, los pensamientos que mecruzaron cuando comencé a ordenar la ropa. Es difícilser ameno y verídico a la vez. Y, sin embargo, estoyconvencido de que los muebles, el techo alto, la chime-nea de gas y la toalla blanca alentaron una cierta actitud.Porque hubiese podido, claro está, rebelarme, buscar

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otro cuarto, pagar un precio mayor, no aceptar esacama baja y usada. No me quedé por modestia o resig-nación, sino por el gozo maligno de palpar la medio-cridad. Esta es una afirmación desagradable y altanera,pero explica, digamos, las amplias charlas con Papa-dakis. Nos encontrábamos en el comedor, a la hora deldesayuno. El griego era de Creta, empleado de banco,hablaba un inglés pésimo, olía a perfume y se pasabael peine con frecuencia. Estos detalles son claros y yome apoyo en ellos. No quisiera, sin embargo, multipli-carlos desordenadamente. Son útiles, son las guías ydebo elegirlos con cuidado. Analizar la manera comofumaba Papadakis, entrecerrando los ojos en un simu-lacro de intenso placer, es innecesario. Agrega unadimensión de bufonería que no ayuda gran cosa. Hay,desde luego, casos limítrofes: ¿es irrelevante señalar lacordialidad del griego? ¿Es posible, acaso, reconoceruna cualidad sin al mismo tiempo apreciarla? Pareceuna pregunta de examen cuando en realidad es la confe-sión de un afecto incómodo y difuso. Le tenía afecto yquizá se lo demostré mezquinamente. ¿Es éste esencial?¿Conviene, a estas alturas, perderse en recriminacionessentimentales? Lo único importante es escribir quePapadakis fue el primero en hablarme de Alessandri.

Quisiera asentar que la información fue gradual: enun principio supe que en la casa vivía un Conde. Locual no me emocionó, aunque me dejó un poco perple-jo que lo llamaran “Count”. Seguramente tuve asocia-ciones obvias, un hombre viejo, coqueto, gentil, pobrey, sin duda, exigente. Supongo —además— que memolestó la unción con la que se referían a él la Sra.Fitzgerald y el griego. Aquí estoy —creo— sobre terre-no firme, porque sé que aún soy celoso y competitivo.Por consiguiente no podían gustarme esos tonos dul-zones. Luego me enteré de que era inglés no obstanteel apellido italiano. Digo estas cosas con el deseo dellegar a una conclusión: me convertí en alumno deAlessandri movido por la curiosidad. Como si la pau-latina acumulación de datos hubiese creado una ten-sión insoportable. Un noble de origen indeciso, unprofesor privado, un diamante recluido en el sótano de

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la Sra. Fitzgerald. Sin embargo, nada de esto es cierto:nunca creí que en el departamento de abajo viviera unsanto o un artista tímido. Si hubo curiosidad, ésta fuemínima. Jamás me angustié por no haber visto aún elrostro del Conde. Y tampoco es verdad que le pedí citaporque Papadakis me convenció de su bravura didácti-ca. El griego, ya lo comenté, sólo era pintoresco yamable. ¿Fijé, entonces, un horario de clases por algu-na otra consideración práctica? Me gustaría dar unarespuesta sencilla y rápida. La cercanía, el precio ade-cuado, la búsqueda de un interlocutor modesto peroútil. Si ésta fuera la respuesta, yo podría postularmecomo una persona clara y tranquila, que pondera ydecide. Es una imagen agradable, aunque también escómica. Quizá esté sobre una pista falsa: encontrar unarazón extraña y resplandeciente detrás de una accióntan opaca. No discuto que haya habido motivos, pero alo mejor fueron múltiples, banales, sin importanciaalguna. Una constelación minúscula y dispersa. ¿Paraqué reconstruirla, para qué embarcarme en un proyectoa la vez imposible y superfluo? Más vale olvidar lasexégesis y concentrarse en unas cuantas emocionesineludibles. Reconocer, por ejemplo, que me da vergüen-za haber sido alumno de Alessandri. En primer lugar,porque me fastidia pensar que Papadakis y yo tuvimosel mismo profesor. Podría decir que es una vanidadinocente, pero yo sé que ese hecho bobo confirma mipertenencia a esa casa. Y siempre he sentido una espe-cie de bochorno por haber acudido —en una ciudadcélebre— a un pedagogo tan oscuro e incierto. Es unareacción convencional, que delata debilidad. Estoy deacuerdo. El Conde, por otra parte, no enseñaba mal.Gozaba, sobre todo, corrigiendo la pronunciación. Alcabo de un par de semanas esos ejercicios fonéticos sehabían transformado en una parodia de los diversosacentos. Yo alimentaba esa vena con palabras y frasesrecogidas en las aulas universitarias y en las reunionesacadémicas. Nos reíamos a carcajadas, nos reíamoslibremente, sin freno, a fondo. El conde me recibía conjovialidad, saludaba mezclando expresiones italianasabsurdas, y alguna vez se le escapó una historia vieja y

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confusa acerca de sus relaciones con la universidad.Me quedó la impresión de que había habido un equí-voco y de que aún esperaba una respuesta. ¿Éramosamigos? La pregunta es correcta, pero muy complica-da. Fuera de las clases no nos veíamos y es verdad queel Conde, en ese periodo, trabajaba mucho. Algunavez me lo encontré en la calle, cargado de pequeñospaquetes de comida. Se las arreglaba para darme lamano y balbucear esos saludos extraños multilingües.Sonreía y le costaba despedirse. Una amistad no semide, naturalmente, por la frecuencia de las visitas. Loque he escrito hasta ahora evoca un hombre cordial, uncaballero amable y la descripción —si no me equivo-co— supone una persona entre los cincuenta y sesentaaños. Alguien, en todo caso, cuyo trato es relativamen-te fácil. Pero el Conde —aunque me pese— no es elpersonaje de una viñeta. Cuando saludaba, reteníademasiado la mano, sin importarle mis intentos —máso menos corteses— de separarlas. Era grueso, no muyalto, fuerte —no superaba los cuarentaicinco—, elcuello corto y la cabeza grande de medallón, queechaba hacia atrás con alguna gallardía. Tal vez sumejor gesto. La ropa siempre apretada, a punto de re-ventar, y ésa es la imagen física de una vitalidad exce-siva y desagradable. Cualquier acción estaba cargadade una intensidad incomprensible. Alessandri servía elcafé como si celebrara algo, una despedida definitiva oun encuentro excepcional. Una atmósfera de desbor-damiento inminente. Era amable conmigo, era toleran-te con mis bromas, pero me rodeaba de una atenciónpegajosa y ávida. Igual que si me mirara desde muycerca. Sobre estos rasgos del Conde no vacilo, porqueno es difícil recordar lo que nos disgusta. Tengo presen-te esa manera de hablar rapidísima y sibilante que usa-ba para atacar. El griego —que se fue una madrugadaasustado y quejoso— seguramente escuchó ese tonoraro y sucio. Ahí están, entonces, los defectos y, sinembargo, no he avanzado casi nada. Para aclarar elasunto ¿será necesario escribir que me simpatizabael conde? ¿Que debo confesarme para continuar estetexto? Estas preguntas —sólidas aunque infinitas— no

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me ayudan. Habrá que regresar a lo que puedo contro-lar. Hechos simples y solitarios. Una enumeración deciego.

II

Antes de insistir sobre el Conde Alessandri convieneprecisar algunas cosas. La primera parte concluye conuna serie de preguntas que podrían antojarse grandilo-cuentes. Una especie de escalera retórica que escamo-tea el final. “¿Qué debo confesarme para continuareste texto?” Parece que aludo a un hecho decisivo eincomunicable: una verdad molesta pero necesariapara organizar la narración. La realidad es más abu-rrida: no guardo ningún secreto y pido disculpas por latorpeza literaria. Agrego que no pretendía ser miste-rioso o elegantemente policiaco. Si hablo del Conde esporque mi trato con él fue a la vez emocionante y trivial.O monótono y memorable. ¿Vale la pena definirlo?Quede claro, entonces, que no me comprometo a nin-guna revelación pasmosa. El conde, al final de estaspáginas, no será un hijo de Mussolini o el autor de unsoneto inolvidable. El problema que planteaba esapregunta un poco sórdida es otro: si ignoro mis emo-ciones, es imposible contar la mínima historia deAlessandri. Descubrirlas es el motivo de este relato.Por eso no puede ser franco, o directo, o decidido. Poreso es necesario que se apoye en datos marginales yquizá tediosos, el color de una cortina, los rasgos físi-cos de una determinada habitación, mis reaccionesfrente al griego y a la Sra. Fitzgerald. Esas minuciasson mis aliados. Mejor dicho: no tengo otros. Meconsta, por ejemplo, que interrumpimos las clases alcabo de unos meses. Probablemente aproveché lamudanza del conde para suspenderlas. Ya dije que noera un mal profesor y sería un ingrato si no lo recono-ciera. Pero me molestaba esa satisfacción excesiva alrecibir, cada semana, sus honorarios. Acercaba elcheque a los ojos deteniéndolo con las dos manos yestoy seguro de que recorría todas las líneas. Sin dejar

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de sonreír lo doblaba varias veces y lo escondía en unabilletera. Luego, entre avergonzado y jubiloso, meestrechaba la mano. Llegué a sentir que la existenciadel Conde dependía de la puntualidad de esos pagos.Sin duda una exageración, aunque tal vez más de larealidad que mía. Choco aquí con limitaciones insupe-rables. He descrito —procurando ser fiel— unas cuan-tas acciones del Conde: he distinguido sus movimien-tos corporales de mis sensaciones y de esa manera hecontribuido —muy a mi pesar— a la ilusión de queson dos áreas ajenas y excluyentes. Muy a mi pesar—repito— porque, en rigor, no tengo pruebas de queel Conde vigilara una a una las letras del cheque. Si lodigo es porque ya acepté que era desconfiado y quemezclaba la cortesía con los hábitos de un cambista.La conclusión —tan dramática— de que me responsa-bilizaba de su vida es, más bien, una premisa. Si noestuviese ahí no hubiera escrito que me apretaba lamano con el agradecimiento de un pariente pobre.Porque Alessandri —es justo decirlo— jamás me cuchi-cheó nada acerca de su situación financiera. Cuandomenos en esa primera etapa de nuestro trato. La segun-da se inició bastante tiempo después. Un encuentro enel Correo a mediodía. Saludó con afecto y —comosiempre— con un cierto desorden verbal. Llevaba unabrigo cruzado, elegante, muy viejo. Se azoró cuandole hice una broma sobre su intensa actividad epistolar.Tal vez una estupidez de mi parte, porque yo sabía queAlessandri contestaba regularmente a las ofertas detrabajo publicadas en los periódicos y en algunas revis-tas especializadas. También sabía que insertaba anun-cios ofreciendo sus servicios. El Conde, que carecía deamigos, abundaba en corresponsales anónimos, lasecretaria de una institución, el empleado de un bancoque le aclaraba una duda, alguna casa comercial queincluía una cuenta atrasada. Lo esencial, supongo, erarecibir algo, aunque fueran folletos imposibles sobreun crucero en la Polinesia. Yo fui testigo de sus gestosrápidos y profesionales: abría las cartas de un solo tajoy en ocasiones comentaba, con coquetería, cómo lofatigaban negocios o dependencias gubernamentales

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importantes. Manierismos tristes, arañazos para mante-ner la figura erguida, comedia ingenua y transparente.Sí, todo esto es cierto, pero me parece que yo tambiénestoy construyendo un personaje, es decir, un conjuntode propiedades seleccionadas con esmero y supuestaastucia. Aquí, sin duda, actúa la vanidad y hasta eldesprecio: por un lado “rescato” —como acostumbrandecir— la vida de Alessandri, soy su salvador, su profe-ta o, para decirlo con abundante hipocresía, su memo-rialista. Por otro lado asumo que el Conde es impre-sentable en público tal como es. Intervengo yo, entonces,y ordeno, sustraigo, borro y recalco. La actividadcreadora. Una actividad respetable —de acuerdo—,pero fácilmente injusta. ¿Qué culpa tiene Alessandride que a mí me atrajeran los detalles sórdidos o lasmezquindades de la supervivencia? ¿O de que yo mefijara tanto en las uñas sucias, en los cuellos raídos, enlas probables mentiras? ¿Por qué debe cargar el Condecon los resultados de mi formación literaria? Sin embar-go, ya no dispongo de otros materiales. Debo asentar,por consiguiente, que ese día del Correo el Conde meinvitó a cenar. Lo dijo así, de golpe, y luego repitióvarias veces que sí, que me invitaba a cenar. No hayque olvidar su timidez, pero tampoco su avaricia. Pasa-do el primer susto me agarró del brazo y caminamosjuntos unas cuadras. Contó que se había cambiado auna casa amplia, había alquilado el piso de abajo y yaestaba en marcha el proyecto de un Colegio. “St. Mar-garet.” Ninguna razón especial para el nombre: era elde la calle. Declaró que tenía un alumno, un muchachode Nairobi que él preparaba para ingresar a la Univer-sidad. Lo conocería la noche de la cena. Claro quevivía con él. El Conde cocinaba, impartía las leccionesy lo llevaba a correr por el parque. Estudio y deporte,la división clásica de cualquier colegio respetable. Unanuncio hizo el milagro. Una familia lejana lo leyó ydecidió enviar a un adolescente. Tal vez pensaría queel precio era modesto para un instituto privado conbuena comida, enseñanza especializada, ambiente fami-liar, juegos y, sobre todo, conocimiento de los jóvenesde ultramar. Nada estrictamente falso, acaso algunos

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adjetivos demasiados categóricos. Comprendí el opti-mismo del Conde, su tono fanático y victorioso.

Compré dos botellas de vino y quizá por venganzaelegí las más baratas. ¿O fui nuevamente víctima deuna visión literaria ya cristalizada? Alessandri perte-nece al universo del fracaso, las pensiones y los maloslicores. Estampas gruesas y cómodas. Abrió la puertade inmediato y al verlo pensé que estaba nervioso.Celebró exageradamente el vino y se enredó en unaenumeración de sus virtudes inexistentes. La sala eraamplia, pero el exceso de muebles dificultaba los movi-mientos. Me presentó al pupilo, un chico alto, huesu-do, con los ojos muy móviles. Le hice unas cuantaspreguntas y respondió en buen inglés. Un africanoserio, educado, temible. La satisfacción del Conde eraclara. La reunión comenzaba bajo augurios favorables.No intentaré, claro está, transcribir las minucias de unaconversación en el fondo tediosa y ritual. No soy untaquígrafo y no creo que el fastidio posea una justifi-cación metafísica. Es suficiente indicar que el Colegio,además de la habitación central, contaba con un dor-mitorio pequeño, una cocina y un baño. El Condedormía en la sala. Tenía que limpiar, comprar la comi-da, enseñar materias áridas y olvidadas. Fue necesarioadquirir manuales sencillos, de los que no requierenprofesor, leerlos durante la noche y explicarlos al díasiguiente. Por el momento insistía en lengua e historia.Las disciplinas básicas, las verdaderas maestras. Lodecía con seriedad o quizá con una ironía impercepti-ble. La única queja que escuché fue en relación con elapetito insaciable del africano. Pero no le importabaprepararle el desayuno, tenderle la cama, ocuparse desu ropa. No creo que lo considerara humillante osimplemente estúpido. El Conde, para mi desconsuelo,no estaba dispuesto a bromear sobre la situación.Sonreía, pero éste era un Colegio, él era el Director yen el otro cuarto dormía su único alumno. Acepté elinvento desganadamente y procuré que no me abruma-ra con anécdotas escolares. La cena —¿necesito escri-birlo?— fue un fiasco: comida de colegio, sobria, sana,apenas una copa de vino. Me retiré temprano. El conde

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—ignoro si con premeditación— destruyó las palabrasy las imágenes que yo había preparado. Hace quinceaños decidí armar un cuento. Ahora es otro. Reconoz-co con lealtad el fracaso de los cronistas.

SIN CONTRADICCIONES

Estoy harto de que me saludes. Ayer volvió a ocurrir.Nos encontramos en una cuadra enana a una hora infa-me y estruendosa, en un lugar —quiero precisar—donde es posible, por ejemplo, adelantar el paso paraque la cabeza del transeúnte más próximo oculte latuya. Con esa abundancia de tiendas basta detenerseun instante y fingir que te atrae una joya espléndida ouna nueva edición de Homero. Levanta las cejas, sonríemisteriosamente o abre un poco la boca para que sepa-mos que estás abstraída. Si todo lo que ves te repugna,fija la mirada en algún punto mínimo, en algo tanpequeño que haga olvidar la figura de la cual formaparte. Refúgiate en una mancha de color. No es nece-sario pensar en nada. La percepción pura —o boba—es suficiente. Te aconsejo acciones simples, que nochocan con ninguna ideología. Pero si algún principiobásico —abstracto y tirano— te impide ejecutar esosactos que a nadie asombrarían, que no te comprome-ten, acude a un recurso a la vez más confuso y elemen-tal: deja de caminar, agarra la cartera con las dos manos,súbela hasta la altura del cuello, ábrela y hunde la caraen ella. Todos se irán por la interpretación más inocen-te. Sabes de sobra que camino rápido, tratando deaparentar una prisa que casi nunca tengo y no megusta —eso te consta— mirar pausadamente a nadie.El problema se reduce, entonces, a una cuestión desegundos. Confiésalo: es tan fácil pasar de largo.Agrega, además, la dificultad que siempre ha habidoen localizarme, carezco de exageraciones físicas, calvasrelucientes, jorobas, gorduras bestiales, manos enormes,labios leporinos. Para describirme hay que acercarse

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y sólo así podrán las frases recoger las minucias cor-porales que me distinguen. Concluyo que te encuentrasen un callejón sin salida: sé franca y admite que hasestado saludándome, sí, saludándome, sin que puedasalegar ni obligación, ni fatalidad, ni circunstanciasfavorables. Las cosas no quedarán aquí.

Estoy seguro de que me saludaste. No tengo dudasde que ayer descubriste mi cara en esa cuadra breveque los dos, como un milagro, volvimos a cruzar elmismo día, a la misma hora, por la misma acera. Esinútil negarlo. No tenías prisa, caminabas con indolen-cia, venías de regreso, satisfecha y solitaria. Por esomirabas a la gente. Sin maldecir a nadie, sin furores,los ojos tranquilos, casi al borde de la estupidez. Enesa cuadra sólo hay una agencia de viajes, una cosapequeña y trivial, que no suscita concentracionesinstantáneas. ¿Te das cuenta, ahora, de que no estoyinventando, de que no hablo sin fundamento? Yoavanzaba lentamente, la cara levantada, los brazoscaídos. Movimientos normales, típicos de quien paseacon la conciencia tranquila. Te concedí, entonces, todaslas facilidades. Yo sé que me viste de lejos, de mediadistancia, de cerca, de frente y de perfil. La prueba queofrezco es un dato íntimo e indemostrable: después devernos sentí una especie de restauración inequívoca.Creo en la realidad externa, pero no me limito a losbultos y a los volúmenes. Comprendo, claro está, queno fueras explícita. No era el caso, en esa cuadra tandesprotegida, que te abandonaras a efusiones o a mira-das fijas. Fuiste sobria, no avara y yo acepto esa estra-tegia tuya, púdica y arrogante. Te propongo un trato: siadmites que has estado saludándome una y otra vez alo largo de esa brevísima cuadra, yo declararé abier-tamente que esos gestos tuyos —tan esenciales y rigu-rosos— me producen una agitación incontrolable.

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ENCUENTROS

BUSCAR POESÍA

Ayer cené con J. También vinieron otros amigos.Estábamos todos en la sala, charlando y bebiendo. Depronto me paro, porque me siento ansioso o, más bien,por esas intolerancias que no domino. Me levanto delsillón y me coloco frente al librero de J. Veo allí latraducción que hizo Quasimodo de los Cármenes deCatulo. Un pequeño tomo a la rústica que compré aprincipios del año sesenta y que en la primera páginalleva, en tinta verde, mi nombre y la fecha. Se lo prestéa J. hace mucho y nunca quiso devolvérmelo. Con eltiempo, aunque con esfuerzos, me resigné a la idea deque ya no era mío. Pero en ese instante recordé la esce-na que con tanto gozo J. había improvisado la semanaanterior. Encontró, entre mis libros, la traducción deKavafi editada por Mondadori. Sin decirme nada, laocultó en una mesa, debajo de su sombrero. Luego,mientras comíamos, comentó que había queridopedírmela prestada cuando —¡oh sorpresa!— descu-brió su nombre en la primera página. ¡Era suyo!Reconstruyó varias veces, con un entusiasmo antipá-tico, ese mínimo proceso de buscar el libro ajeno yencontrar el propio. Como si se tratara de una pequeñaparábola intensa y significativa. Cuando llegó miturno, pensé, satisfecho, en las venganzas de la poesía.Regreso a mi asiento con el libro en la mano y yo tam-bién expongo mi asombro ante el misterio de ese cicloque ahora se repite. J. escucha con un desgano pocoelegante. Pero no insisto en la victoriosa recuperacióndel ejemplar. Un elemental precepto dramático desacon-seja el énfasis. Con llaneza comento alguna otra traduc-ción y subrayo las virtudes de Quasimodo. Logro queJ. coincida conmigo. Pasamos al comedor y dejo ellibro sobre un mueble. Después de la cena nuevamenteme detengo frente al librero y cuando estoy por bajarun tomo de John Russell sobre Francis Bacon, se acerca

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J. y me susurra en un tono manso y pesuasivo: “Lléva-telo, así lo ves con calma”. Y agrega que él nunca ponedificultades para prestarme libros. Todos, yo lo sabía,estaban a mi disposición. Le doy —es más pequeñoque yo— una palmada en la nuca. Poco después comen-zamos a despedirnos. Naturalmente, me acuerdo delCatulo. Lo busco, no lo encuentro, le pregunto a J.,asegura que no sabe dónde está, insiste en que llegó elascensor, organiza las salidas en dos grupos, quisieraque yo bajara en el primero, me niego, voy al dormito-rio, revuelto algunos libros, al lado de su cama obser-vo la edición de Kavafi, sigo buscando, entreveo eldesenlace pero caigo en la tentación y de nuevo le pre-gunto. J. tiene las pupilas contraídas por el gusto, casime empuja hacia el ascensor, bajamos, no dice unapalabra y ya en la puerta de la calle me doy cuenta deque en el desorden final también he olvidado el librosobre Bacon.

LA INTRUSA

Envidio a quienes afirman que una voz interior losinvade y les dicta, casi a contrapelo, los versos inmor-tales y los magníficos epítetos. Aunque he estado aten-to al menor murmullo, creo no deberle a esa intrusa nisiquiera un sustantivo. Pero es la responsable, estoyabsolutamente seguro, de un episodio ridículo e impo-sible. La sesión comenzó como tantas otras, le informécuál era la muela enferma y desde cuándo me dolía. Eldoctor, un pelirrojo muy joven lleno de pecas, meescuchó con una atención y un cuidado que yo juzguéexcesivos. ¿Por qué me miraba así? Tal vez, me dije,pronuncié mal una palabra o quizá le inquietan losextranjeros. Me rogó —ése es el verbo justo— queconservara la calma, que no había ninguna razón paraperder la serenidad. Agregó que mataría al nervio, sí,lo mataría y enfatizó —con una precisión innecesa-ria— que en quince minutos estaría muerto. Sonreíe hice un gesto indefinido con la mano, una manera

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elegante de indicarle que aceptaba el diagnóstico yque, por favor, procediera. Creo que le gustó mi acti-tud, porque abrió la ventana y me invitó a admirar elpaisaje. Paisaje urbano, quiero decir, una especie deplaza en la que pude observar diez o doce autobusesparados. El cielo, lo concedo, era azul. Nos quedamosen silencio. Unos minutos más tarde, listo ya paraponerme la inyección, me preguntó si me agradabaOxford. Dada la situación, hubiera sido suficientelevantar las cejas o asentir levemente con la cabeza.Pero quise hablar y mi respuesta fue: “Yes, father”.Me quedé inmóvil, lo admito, tan perplejo como él.Cerré los ojos y abrí exageradamente la boca. Entró laaguja y decidí que era conveniente quejarme. El doctorno recogió el guante y permaneció callado. Entoncesme enjuagué la boca en forma ruidosa y descarada.¿Qué otra cosa podía hacer? También fingí que suce-día algo en la plaza, enderecé el cuello y adopté unaexpresión risueña e interesada. Ninguna reacción.Cerré de nuevo los ojos y recordé que los pelirrojosson imprevisibles, una raza intermedia, escurridizoshipócritas. Allá ellos. Al final, pobre, no le quedó másremedio que hablar y en un tono cobarde me preguntósi sentía dolor. Y yo contesté: “Yes, father”. Confiesoque me alarmé. En ese momento hubiera querido discu-tir el asunto con franqueza, hacerle ver que yo estabade su lado. Pero no me dio tiempo. Sin casi mover loslabios quiso saber si el dolor era muy fuerte. Ambosescuchamos la respuesta: “No, father”. Nos despedi-mos rápido, apenas me dio la mano. Mejor así, porquela tenía húmeda.

LA MALA LUNA

Estaba sentado, me parece, en la cuarta fila de la orques-ta y cuando lo descubrí fue en el primer encore. Yotenía un buen asiento y me acompañaba una amiga nibonita ni fea, de ésas que, desde el primer compás,estiran el cuello como una jirafa atenta. Admiro esa

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tensión, pero prefiero una actitud, digamos, menosinmóvil. Lo agradable es el cuchicheo en la penumbrade la sala, el comentario cómplice, la broma secreta.Mi amiga no oye y, si yo insisto, mueve la mano deuna manera francamente antipática. Una mano huesu-da, con dedos —es el momento de decirlo— demasia-do largos. Lo interesante es la nariz, aunque soy inca-paz de describirla. Y, por otra parte, no quiero ahorahablar de ella, es una amiga más, todavía falta mucho.En fin, reconozco que si no hubiese estado un pocoimpaciente, tal vez no me habría fijado en el tipo, teníael pelo muy rubio y no pasaba, estoy seguro, de lostreinta años. Digo estas cosas para ayudar a los curio-sos, porque en realidad lo que me llamó la atenciónfue, en primer lugar, la cara tan roja y, luego, que movie-ra la cabeza de un modo irracional. La volteaba hacialos costados con la desagradable violencia del fanáticoy, claro, después venían esas melodramáticas caídashacia adelante. Lo seguí mirando sin ninguna simpatíay no me sorprendió que también hiciera los gestos dequien habla solo. ¿Qué decía? Nada agradable a juzgarpor la progresiva agitación de las manos y las muecasde la boca. La desesperación —pensé— del que sabeque ya no convence a nadie. ¿Para qué, entonces, insis-tir con esa furia? ¿Por qué no imitar a sus compañerosque con absoluta concentración ejecutaban la músicaordenada por Kleiber? ¿Por qué esa resistencia a llevar-se el clarinete a la boca? El clarinete, todos coincidi-mos, es un instrumento decoroso y, sin duda, útil. Algoinfantiloide, es cierto, pero ésas son cosas que se pien-san antes. No le sacó, lo juro, una sola nota. ¿Quédecía? ¿Sería uno de esos maniáticos que recitan sussiempre violados derechos laborales? ¿Protestaba porel encore? ¿Sería un supernumerario? Lo peor ocurrióen el tercero, provocado, aunque sea en pequeña medi-da, por los insensatos aplausos de mi amiga, quien, depie, arqueaba el cuerpo sin recato alguno. Exageracio-nes bobas, de acuerdo, pero no me gustan. ¿Quiénquería que la viera? Kleiber se plantó de nuevo en elpodio e inició, con elegancia y sentido del humor, unaserie de valses. Para el clarinetista fue como una bofe-

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tada. Yo lo veía más colorado que nunca y estoy segu-ro de que levantó la voz. ¿De qué se quejaba? ¿Por quéahora increpaba a sus colegas? Nadie le hacía caso,por supuesto, la misma historia de siempre, se dirían.¿Sería un purista en desacuerdo con un programa tanabierto? Dios lo sabrá, pero el bárbaro no sólo insulta-ba, sino que comenzó a seguir el ritmo burlonamente,meciéndose casi, como si estuviese escuchando unapueblerina banda militar. ¿Qué pretendía? ¿Qué queríadecirnos ese pobre muchacho? ¿Que las palabras tienenun límite? ¿O era, simplemente, el inevitable bufón queencontramos en todo grupo? Kleiber —honor a quienlo merece— se hacía el desentendido mientras lo envol-vía en una irresistible marea musical. El clarinetistagimoteaba, sí, pero Kleiber lo arrastraba como a unniño caprichoso. Cuando llegó el estruendo final yaeran manotazos de ahogado. Terco y enrojecido, nodejó, sin embargo, de fastidiar. Se pasó de la raya, medije, no se lo perdonarán. El clarinete, sobra decirlo,sin tocar. ¿De qué se trataba? ¿De qué se trataba? Yocreo —¿para qué meterse en otras explicaciones?— queesa mañana se había subido a la pirámide de la Luna yque nuestro sol inclemente lo achicharró. Mi amiga alfin se cansó de aplaudir y me confesó, con su voz nasal,que estaba realmente exhausta. ¿Querrá algo?

SOMBRAS DE BAROJA

Durante los últimos años del bachillerato seguí, casisin fallar, una rutina sencilla: al terminar las clases treso cuatro amigos nos íbamos a un café a beber un ino-cente vaso de Toddy, hacíamos bromas, no hablába-mos de nada y ni siquiera prendíamos un cigarrillo.Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, pero sólounos unían los tedios y las desdichas colegiales. Ahoraque lo pienso, me escandaliza un poco nuestra falta deintimidad. Sólo recuerdo los nombres, no sé nada deellos. Quizá presentíamos que pronto dejaríamos devernos. Después caminábamos juntos unas cuadras y

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yo me iba a la librería. Poblet, el dueño, era un españolde baja estatura, fuerte, los ojos muy alertas, nervioso,el trato más bien seco, siempre de pie, conversando aráfagas y con las manos en los bolsillos. Me agradabaque fuera así. En parte porque ese trato vagamentebrusco me hacía sentir mayor, dos camaradas que, sintantas vueltas, intercambian información. Pero tambiénporque yo vivía inmerso en las novelas de Baroja yexigía que Poblet se pareciera a esos personajes solita-rios e impacientes. Entre esos estantes me quedabahasta las ocho de la noche, sacando libros, leyendosolapas, descubriendo autores, siempre asombrado deque Poblet me permitiera tanta libertad. Carecía deafanes pedagógicos y jamás pretendió imponerme unalectura. Si me lo preguntaran, sería incapaz de decircuáles eran sus gustos literarios y salvo un caso tam-poco recuerdo comentario alguno sobre los libros queyo compraba. La mayoría eran de autores españolesy yo suponía que, aunque no lo demostrara, eso debíahalagarlo. Un deseo, lo admito, incongruente con mivisión barojiana. En esos libreros sagrados di porprimera vez con Borges y con Gómez de la Serna ytengo el orgullo de haberlos devorado sin que nadieme los recomendara y sin saber nada de ellos. ¿Loshabía leído Poblet? Lo ignoro, aunque desearía que no,para sentir que me trató tal como él era; sería una triste-za averiguar que con otros sí discutía apasionadamen-te. Y la hipótesis de un lector atento pero decidido acallar sus opiniones, me repele por torpe y egoísta.Digamos, entonces, que no los conocía. Al año defrecuentar la librería me sentaba en un sofá polvorien-to pero cómodo de la segunda sala. Un privilegio quegocé inmensamente porque así podía aparentar, frentea los demás clientes, ser un erudito joven y cruel. Fueallí cuando Poblet, al verme hojear La forja de unrebelde de Barea, dijo, para mi sorpresa, que así eramuy fácil arreglar las cosas, dejando la mujer y loshijos y marchándose con una fulana. Me quedé mudoy nunca más habló del asunto. Es posible que ése fuerael momento de mayor intimidad. ¿Me habré equivoca-do y Poblet era un tipo aburridamente convencional?

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Luego me fui de Buenos Aires y regresé al cabo dedos años. Reanudé las visitas, y el trato, sin ser efusi-vo, era muy cordial. Creo que nos tomamos un vermouthy me contó —satisfecho pero sin arrebatos— que enuno de sus viajes Ortega y Gasset había visitado lalibrería. Se refería a él como “Don José”. Durante losdieciocho años que estuve ausente de Buenos Airesnunca olvidé a Poblet. Cuando volví —sólo por un parde semanas— estuve contemplando el aparador, perono entré. Lo mismo sucedió en otra ocasión. Llegué ala librería, espié por la puerta, pero no entré. Al añosiguiente, en otro viaje, me animé. Lo vi de inmediato,me acerqué y comencé a hablar con mucho afecto. Meinterrumpió con una cortesía incómoda, asegurándomeque no sabía quién era yo. Insistí, naturalmente, espe-rando el delicioso instante del reconocimiento. Mencioné—y supuse que ése sería el toque definitivo— que mehabía vendido la colección de Sur. Sí, sí, es verdad, lahabía tenido, pero no recordaba al comprador. Creoque ya estaba bastante harto y por eso me invitó a queviera la librería. Simulé hacerlo. Pero cuando iba apasar a la segunda sala se acercó para decirme que nopodía entrar allí, que esos libros no estaban a la venta.Me despedí levantando un poco la voz, adiós, señorPoblet. Las sombras amargas de Baroja.

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Alejandro Rossi, Material de Lectura,serie El Cuento Contemporáneo, núm. 96,

de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM.Cuidó la edición Irlanda Villegas.