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La tarea de ser contemporáneos de nosotros mismos Crisis de la temporalidad: nuevas sensibilidades Ester Jordana Lluch Nos invade la sensación de vivir una experiencia de crisis de la temporalidad, una crisis donde todas aquellas filosofías de la emancipación, de la utopía, del mañana, retornan más bien como imposibilidad, como insomnio de una razón que hemos dejado de habitar. Quizás Valery tenía toda la razón en afirmar que “El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que era”. La transformación de esa experiencia de tiempo, puede analizarse perfectamente por el lado de los efectos que produce en nosotros la técnica y cómo a través de ella nuestra experiencia de tiempo parece haberse acelerado. Sin embargo, puede también analizarse esa crisis interrogando el modo en que accionamos, producimos y reproducimos todo un conjunto de discursos en torno a la historia, a sus dinámicas, sus procesos y cómo en ese relato ponemos en juego todo un conjunto de expectativas políticas. Situados en esa perspectiva, podemos ver que en torno a la historia funcionan simultáneamente dos tipos de discursos que, si bien tienen sus momentos de confluencia y articulación, cabe separar, cuanto menos, genealógicamente. En primer lugar, la historia como un discurso histórico-político que se gesta, se trama y se relata en el seno de una lucha política y atravesado por ella. Por otro, la historia como una disciplina o como un saber sobre el pasado y que, en relación al mismo, se interroga sobre las relaciones que cabe establecer entre los hechos y los acontecimientos, sus efectos, sus engranajes o sus vínculos. Así pues, cabe al menos considerar la hipótesis de si esa “crisis de la temporalidad” que experimentamos, no tiene que ver tan solo con una modificación de la experiencia del tiempo, como con la crisis de un determinado conjunto de discursos en torno a la historia y sus modos de circulación. Vamos a interrogar esa doble inscripción de la historia como discurso de saber y como discurso de poder a partir de algunas elaboraciones que atraviesan el trabajo de Foucault. Así, pues, en primer lugar, cabe interrogar el espacio de emergencia de ese orden temporal con que caracterizamos la modernidad, a saber, ese modelo del tiempo histórico como un tiempo que discurre en una progresión y, respecto al cual, el futuro, emergiendo del presente, constituye su superación o su mejora. Una temporalidad orientada al futuro que emerge históricamente en el mismo gesto de fuerza de un presente que se afirma a sí mismo como ruptura respecto al pasado.

Ser contemporáneos de nosotros mismos

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Page 1: Ser contemporáneos de nosotros mismos

La tarea de ser contemporáneos de nosotros mismos

Crisis de la temporalidad: nuevas sensibilidades

Ester Jordana Lluch

Nos invade la sensación de vivir una experiencia de crisis de la temporalidad,

una crisis donde todas aquellas filosofías de la emancipación, de la utopía, del mañana,

retornan más bien como imposibilidad, como insomnio de una razón que hemos dejado

de habitar. Quizás Valery tenía toda la razón en afirmar que “El problema de nuestros

tiempos es que el futuro ya no es lo que era”.

La transformación de esa experiencia de tiempo, puede analizarse perfectamente

por el lado de los efectos que produce en nosotros la técnica y cómo a través de ella

nuestra experiencia de tiempo parece haberse acelerado. Sin embargo, puede también

analizarse esa crisis interrogando el modo en que accionamos, producimos y

reproducimos todo un conjunto de discursos en torno a la historia, a sus dinámicas, sus

procesos y cómo en ese relato ponemos en juego todo un conjunto de expectativas

políticas. Situados en esa perspectiva, podemos ver que en torno a la historia funcionan

simultáneamente dos tipos de discursos que, si bien tienen sus momentos de confluencia

y articulación, cabe separar, cuanto menos, genealógicamente. En primer lugar, la

historia como un discurso histórico-político que se gesta, se trama y se relata en el seno

de una lucha política y atravesado por ella. Por otro, la historia como una disciplina o

como un saber sobre el pasado y que, en relación al mismo, se interroga sobre las

relaciones que cabe establecer entre los hechos y los acontecimientos, sus efectos, sus

engranajes o sus vínculos. Así pues, cabe al menos considerar la hipótesis de si esa

“crisis de la temporalidad” que experimentamos, no tiene que ver tan solo con una

modificación de la experiencia del tiempo, como con la crisis de un determinado

conjunto de discursos en torno a la historia y sus modos de circulación. Vamos a

interrogar esa doble inscripción de la historia como discurso de saber y como discurso

de poder a partir de algunas elaboraciones que atraviesan el trabajo de Foucault.

Así, pues, en primer lugar, cabe interrogar el espacio de emergencia de ese orden

temporal con que caracterizamos la modernidad, a saber, ese modelo del tiempo

histórico como un tiempo que discurre en una progresión y, respecto al cual, el futuro,

emergiendo del presente, constituye su superación o su mejora. Una temporalidad

orientada al futuro que emerge históricamente en el mismo gesto de fuerza de un

presente que se afirma a sí mismo como ruptura respecto al pasado.

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La Edad Media no se consideraba a sí misma como distinta a la antigüedad.

“Qué hay en la historia que no sea las alabanzas de Roma?” - se preguntaba Petrarca en

el siglo XIV. En efecto, la historia en seguía siendo la historia de Roma. Una historia

que, a través de toda una genealogía de estirpes y descendencias legitimaba al soberano

en su ejercicio y mantenía el sueño de la restitución del gran imperio. Los renacentistas

serían los primeros en efectuar una reelaboración del pasado calificando de medium

tempus el largo periodo que separaba el esplendor de la antigüedad clásica de su tiempo.

Sin embargo, la pregunta de qué había sido la historia más allá de cantar la historia de

Roma, sí tendría una respuesta positiva. Y la respuesta sería: Jerusalén. Lo que se había

opuesto a esa historia romana a lo largo de la Edad Media, la contrahistoria respecto a

los reyes y sus soberanías, había sido la Biblia.

Sin embargo, entre los siglos XVI y XVII en el marco de la crisis de la Iglesia

con la Reforma y la Revolución inglesa, aparece un relato histórico que va a romper esa

continuidad. A esa historia única de los soberanos y sus estirpes se le opone la historia

múltiple de los pueblos y las naciones. Un relato que funciona como cuestionamiento de

la autoridad del soberano al señalar que el origen de su reinado no es otro que el de la

conquista y de la guerra. Si el soberano ocupa ese lugar es porque, en su día, se ganó

una batalla que le situó en el poder. Su legitimación, por tanto, no es otra que la de la

fuerza misma. Foucault señala que esa historia no es, como se ha creído, una invención

burguesa, sino aristocrática. Los que van a hacerse con ese relato serán unos aristócratas

empobrecidos y desposeídos de poder respecto al rey. Más tarde, la burguesía

transformará ese relato convirtiendo esa historia en portadora de una universalidad.1 En

el marco de esa ruptura con el pasado aparecerá, en el siglo XVII, esa nomenclatura de

la historia que aún hoy escande nuestra periodización. Cellarius2 sustituye ese medium

tempus renacentista por medium aevum. En poco tiempo, tanto los historiadores

franceses como los ingleses la reafirmarán acuñando incluso la expresión dark age para

referirse a ella. La Edad Media había sido vencida en tanto que lo que estaba en juego

en esa pugna era esa posibilidad de ruptura con un pasado que impugnaba la legitimidad

real y abría en el presente una apertura.

La perspectiva explorada por Foucault nos sirve para formular la hipótesis de

que, más allá de esa descalificación del pasado, la emergencia de un nuevo relato

histórico-político constituye a la Edad Media como un campo historiográfico a

reelaborar. Podría hacerse inteligible desde ahí el modo en que el teatro y la literatura de

1 FOUCAULT, M., Defender la sociedad: curso en el Collège de France: 1975-1976, Buenos Aires,

FCE, 2001, 156. 2 GOFF J. L, y SCHMITT. J.-C., Diccionario razonado del Occidente medieval, Madrid, Akal, 2003.

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los siglos XVII y XVIII rescatan, paralelamente a esa descalificación, todo un conjunto

de historias medievales que lo que reafirman es justamente esa perspectiva belicosa que

había sido borrada por la historiografía soberana de las estirpes. Poco después, cuando

la burguesía enarbole su triunfo a través del racionalismo y se legitime desde lo

universal, la Edad Media volverá a ser un campo de batalla. Podemos ver la

continuación conflictiva de esa historiografía en la reivindicación de la misma efectuada

por los románticos. Y en respuesta a ello, Hegel. La historia a la vez como batalla, como

lucha y como superación. Y, desde él, Marx, retomando esa lógica para inscribir en ella

la lucha de clases.

El sucinto y simplista relato que acabamos de recorrer de modo tramposo nos

deja, en este punto, en aquello que sostiene la pregunta que formulábamos al inicio. Nos

muestra cómo lejos de una configuración de la historia misma, ese relato describe más

bien los distintos modos en que la historia ha servido como un arma política tanto de

lucha como de legitimación: la historia de Roma usada por la soberanía combatida por

la historia bíblica por el cristianismo; la historia de las naciones usada contra el

soberano convertida en historia universal que legitima el ascenso de la burguesía; la

reconciliación de esa historia belicosa y esa historia universal en la dialéctica hegeliana

y, por fin, la historia de la lucha de clases contra la burguesía que, desde el horizonte

marxista guiaba la posibilidad histórica de ascenso del proletariado, leitmotiv de la

acción política transformadora del siglo XX. Es en el seno mismo de ese relato

histórico-político donde una historia de horizontes transformadores y revolucionarios

nos deja hoy con la sensación de ausencia de un horizonte emancipatorio.

Ahora bien, esa misma ruptura histórico-política acontecida en el siglo XVII va

a ser condición de posibilidad de la aparición de otro discurso histórico. La historia va a

constituirse no solo en una disciplina de saber, sino en una lógica de ordenación de los

fenómenos en el seno de diferentes disciplinas. Así pues, se elabora una historia de la

vida, una historia del lenguaje, una historia de la economía, pero también una historia de

la medicina, del arte, de la filosofía, etc. El siglo XIX es el siglo que escribe lo que, para

nosotros, sigue constituyendo, en gran medida, el relato sobre nuestro pasado. A lo

largo del siglo XIX vemos cómo la historia toma una doble inscripción: por un lado,

como parte de un relato histórico-político que inscribe en la historia una lógica de

transformación de lo real, por otro, como un saber que se concibe como un

conocimiento objetivo de los acontecimientos. Y, en ese marco, se produce una

intersección importante. Ese furor histórico del siglo XIX no es tan solo un furor

cognoscitivo de redescubrimiento del pasado. La historia, en el siglo XIX funciona

como principio organizador, como dinámica lógica que trama hilos de continuidad de

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un modo particular. Está plenamente atravesada por un momento en que, en la

posibilidad o no del sujeto en el relato histórico se juegan, numerosas consecuencias

políticas. Si pensamos, simplemente, cómo hasta hace bien poco las historias de la

literatura estaban subsumidas en las respectivas filologías, sumamente importantes bajo

la perspectiva nacional, es fácil ver hasta qué punto esa particular batalla se inscribe en

la historiografía del siglo XIX. La cuestión es que, de modo paralelo, el siglo XIX

configura todo un circuito de reproducción de ese saber recién estrenado. Las

universidades y las escuelas se inscriben en una dinámica pedagógica organizada bajo

las mismas prácticas disciplinarias que tantas otras instituciones: las clases magistrales,

la distribución de los estudiantes, los exámenes, etc. Y creo que, hasta cierto punto, esa

reproducción de los programas de las disciplinas inicia un cierto automatismo que se

reproduce sin demasiada variación. Habría que hacer algún estudio al respecto pero creo

que sería posible aislar, dentro del propio discurso universitario y escolar, un relato que

se transmite y se reproduce de modo bastante ajeno a cualquier modificación que, en el

campo de la investigación, se haya producido sobre alguno de los hechos relatados. Así

pues, esa suerte de blindaje, de autonomía, de recorrido paralelo entre docencia e

investigación hace muchas veces que aquello que circula en los manuales y los libros de

texto, aquello que en escuelas y en universidades circula como relato sobre un autor o

una disciplina, adquiera unos tonos y unos enfoques que se reproducen con

independencia de lo que todo un conjunto de investigaciones no dejan de cuestionar o

incluso impugnar por otro lado. Así pues, no se trata, ni mucho menos, de un discurso

ideológico. Pero sí creo que parte de esa “crisis de la temporalidad” que

experimentamos tiene que ver con que muchos los discursos de nuestro saber,

reproducen un relato histórico que, lejos de permitirnos comprende el presente, nos aleja

de él.

Pero ese no es el único problema. En ese cruce de historias que vehicula el siglo

XIX, como decíamos, se entrecruzan un relato histórico-político cuya genealogía hemos

descrito sucintamente, con la inauguración de la historia como disciplina de saber. Si

bien puede decirse que entre ambos relatos hay cierto vínculo y cierta tensión en el siglo

XIX, un siglo después, presentan recorridos cada vez más alejados.

La disciplina histórica se aleja de esas lógicas de la historia que animaban aquel

relato histórico-político. Vistas las cosas de cerca, la historia, ni avanza linealmente, ni

progresa, ni su transformación responde únicamente a la acción directriz de los sujetos.

La historia aparece en una multiplicidad de procesos que, si bien se articulan los unos

sobre los otros, funcionan con una relativa autonomía, de modo que, bajo ningún

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concepto, la acción humana puede modificar la totalidad de esas relaciones ni

domeñarlas para dirigirlas en un sentido determinado.

Así pues, ese conflicto entre ambos relatos que se gesta en el siglo XIX queda

absolutamente expuesto en el XX. Y los términos de lo que está en juego en ese

conflicto son claros. Pensada por el lado del saber, la historia parece arrancar al sujeto

de ese espacio central en que se había colocado a través del discurso histórico-político.

Ahora bien, como hemos visto, lo que está en juego en ello es, ni más ni menos, la

posibilidad de afirmar la capacidad de intervención del sujeto en su propio tiempo, la

posibilidad de transformar la realidad, de rebelarse contra la dominación, de que la

historia no sea el discurso escrito por los poderosos. Así pues, desde un punto de vista

político, todo cuestionamiento de esa centralidad del sujeto, será tildado de reaccionario

o contra-revolucionario. Por el otro lado, cuando la historia se efectúa por el lado

histórico-político, aún bajo los a priori que proyectan en ella todo un conjunto de

relaciones lógicas de continuidad, causalidad o linealidad, va a reivindicarse como un

saber objetivo. Esa historia no se escribe bajo desde la afirmación de una perspectiva

señalando “he aquí nuestra historia y, en tanto que es nuestra, impugna la perspectiva de

que la historia sea como ustedes dicen”, sino que se reivindica como un saber objetivo.

El siglo XX constituye el momento de eclosión de ese conflicto en tanto que, a

mediados de ese siglo confluyen un recorrido de la disciplina histórica lo

suficientemente amplio como para mostrar que esa lógica moderna no puede servir

como leitmotiv del análisis histórico y, por otro, una crisis de esa lógica política que

lleva a denunciar el “fin de los grandes metarrelatos”3.

Ante esto, cabrían algunas posiciones. Una de ellas habría sido decir, “bien,

asumamos, pues, que todo relato de saber histórico no puede dejar de ser un relato de

poder, que la historia es un relato atravesado por las luchas de poder político, en tanto

que el relato sobre la memoria histórica lo escriben los vencedores, en tanto que todo

documento de cultura es documento de barbarie4, asumamos la historia como mera

narración, como mero relato y asumamos que no hay saber posible sobre la historia que

no sea relativo”. Otra de ellas sería decir, “asumamos que la historia como espacio de

saber histórico no tiene por función dar instrumentos histórico-políticos, abandonemos

toda esa carga que se proyecta sobre el saber histórico que busca en él una “enseñanza”

del pasado, un “ejemplo” de lo que puede acontecer o repetirse. Limitémonos a efectuar

descripciones locales y parciales renunciando a una falsa inteligibilidad que establezca

relaciones entre los procesos que permitan responder al sueño de que es posible

3 LYOTARD, J.-F., La condición postmoderna: informe sobre el saber. Madrid: Cátedra, 1989.

4 En alusión a la expresión de W. Benjamin.

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conducir la historia hacia un lugar mejor”. Nuestra “crisis de la temporalidad” puede

leerse también desde ese conflicto.

Por un lado, nuestra concepción sobre la historia sigue produciendo y

reproduciendo en nuestros discursos y nuestras enseñanzas una noción de la misma que,

contra el propio saber de los historiadores, sigue utilizando esa nomenclatura de lo

antiguo, lo medio, lo moderno y lo contemporáneo. Lógica que, si bien se dirá que hoy

carece de ninguna carga peyorativa, arraiga en ese relato histórico-político gestado en la

modernidad. Por otro, nuestra percepción política nos confronta a una historia sin relato

emancipatorio, sin un horizonte revolucionario preñado de esperanzas teleológicas.

Creo que el trabajo de Foucault permite salir simultáneamente de esa aparente

aporía. En primer lugar, en tanto que nos muestra que, en el centro de esa paradoja se

sitúa una suerte de a priori todavía más profundo en nuestra cultura que hace de esa

escansión dos elementos irreconciliables: si un discurso es un discurso de saber, lo es

por ser ajeno al poder; si un discurso es efecto de un poder, no puede ser válido como

saber. ¿Acaso necesitamos la legitimidad de un discurso histórico para actuar

políticamente? ¿Acaso necesitamos la garantía o la promesa de la revolución para

intervenir sobre nuestro presente? ¿No es ese discurso de la falta de horizontes

emancipatorio el que, justamente, nos tiene atrapados? No necesitamos convencernos de

que la teleología revolucionaria es posible. Que la lógica de la lucha de clases haya

perdido potencia política para caracterizar el mundo en que vivimos no es

necesariamente efecto del triunfo ideológico de la burguesía. La historia es un relato

siembre abierto y en tensión, una perspectiva siempre a elaborar, ningún relato histórico

está dado de una vez y para siempre. El conocimiento de la historia nunca sirve

instrumentalmente como ejemplo ni guía de acción, la mirada sobre el pasado para “no

repetir errores” presupone una continuidad y una identidad de los sujetos históricos, sus

problemas, sus relaciones con la realidad que habitan y en el seno de la cual combaten.

Esa concepción no deja de anclarse algo que Nietzsche había denunciado y combatido

en su día: «La idea de una transformación del modo de ser mediante el conocimiento

es el error común del racionalismo, con Sócrates a la cabeza»5

Así pues, el trabajo de Foucault se sitúa en esa encrucijada para habitarla. Y el

modo de hacerlo es justamente, modificar la relación entre historia y ontología. No hay

un conocimiento del ser que nos permita transformarlo, sino un ser en transformación

5 Carta a Paul Deussen de febrero de 1870. En NIEZSCHE, F., Obras completas. Volumen I. Escritos de

juventud. Madrid: Tecnos, 2011. Para una elaboración de esta cuestión en torno a Nietzsche, véase

Morey, M. “El filósofo como artista”. Disponible en línea en: http://www.macba.cat/es/video-morey-

sobre-nietzsche-1a-sesion [consultado el 20 de Marzo de 2015]

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cuya historia es necesario actualizar constantemente. Y si esa historia es necesaria es

justamente porque permite abrir, en el seno de eso que somos, una posibilidad de

transformación.

La dimensión histórica del ser, que eso que somos sea el efecto de todo un

conjunto de prácticas, de modos de pensar, de modos de relacionarnos, de modos de

concebir nuestra relación con la realidad, con la verdad… comporta inscribir una

pluralidad de temporalidades en esa dinámica ontológica. El presente aparece así como

un tiempo heterocrónico, donde el trabajo genealógico abre, en el seno del mismo, un

hilo de historicidad que arranca aquello que somos del espacio de lo dado.

Nuestro presente, eso que llamamos actualidad, es la síntesis, siempre efectuada

de esa heterocronía. Y cuando atendemos a ella nos damos cuenta de hasta qué punto

somos, ontológicamente, aquello que, en acto, mantenemos vivo y vigente de entre toda

esa multiplicidad. Así pues, una multiplicidad siempre conflictuada de prácticas,

lógicas, discursos, verdades que nos hacen ser lo que somos. Y tan solo inscribiendo en

esa ontología la fragilidad de lo temporal, cuestionando justamente los procesos que nos

hacen ser lo que somos, podemos efectuar esa transformación.

El presente en tanto que diferencia, en tanto que actualidad, respecto a ese modo

de ser histórico va a acompañar, a lo largo de nuestra historia, una verdad particular.

Una verdad que no es de orden epistemológico y no apunta al conocimiento del ser de

las cosas y la naturaleza, sino una verdad. Esa verdad que, llevando al extremo aquello

que somos, nombrando ese «ethos» histórico, permite introducir a través de una relación

de actualidad, la alteridad ontológica que va a ser, para Foucault, la condición de

posibilidad de toda transformación posible. Por tanto, una relación de alteridad con el

propio presente que hace que ser contemporáneos de nosotros mismos se nos imponga

como una tarea siempre por realizar. Tarea a través de la cual podemos alcanzar el

límite de lo que nos hace ser lo que somos, sea para abrir la posibilidad de ser de otro

modo, como para que esa interrupción efectúe la posibilidad de dejar de ser lo que ya no

somos. Por tanto, en el presente se inscribe siempre una apertura, una grieta, una brecha,

en el seno de la cual alcanzar ese límite. Un límite ontológico, a partir del cual no

sabemos qué ser ni cómo serlo. ¿Y qué otra tarea podrían tener el arte o la filosofía sino

tratar constantemente de alcanzar ese límite que permita a la vez dar cuenta de lo que

somos y efectuar en ese mismo gesto la posibilidad de ser de otro modo?