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Sergi Pamies - Canciones De Amor Y De Lluvia (Trad)
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CANCIONES DE AMOR Y DE LLUVIA
Sergi Pmies
Traducido por Guillermo de Castro
PRIMERA CANCIN
Tengo una teora: Si te enamoras bajo la lluvia,
el amor perdura ms que si hace buen tiempo. En los
ltimos aos, y sin ninguna pretensin cientfica, he
preguntado a todos los que he conocido en que
condiciones meteorolgicas se haban enamorado.
En general, me lo explican sin reservas, con la
mirada saturada de nostalgia o con una contrariedad
que no se esfuerzan en disimular. Tengo setecientas
quince respuestas ordenadas cronolgicamente y,
con el rigor de un diletante, me aventuro a afirmar
que la lluvia es beneficiosa para este sentimiento. De
las respuestas tambin deduzco que nos apetece ms
recordar como conocimos un amor pasado que uno
vigente y que, de entrada, no damos ninguna
importancia a si llova o haca sol (aunque pueda
parecer que la nieve favorece el amor, la estadstica
no engaa: que nieve es una catstrofe). Soy
consciente que estos datos, aparentemente intiles,
pueden hacer pensar en una mana de coleccionista
desocupado, pero en momentos de desconcierto me
han ayudado a tomar decisiones. Hace aos que me
fui a vivir a una ciudad atlntica, y siempre que
llueve, me pongo la gabardina y salgo a dar vueltas
por las calles. Veo mujeres con bolsas de plstico en
la cabeza y calzado inadecuado, bajo los porches de
las plazas ms cntricas y bajo las marquesinas de
las tiendas de lujo, temblando despus de haberse
mojado hasta los huesos. Y veo a otras que, con una
heroica inconsciencia, salen a buscar taxis que nunca
se paran. Calado, las observo con atencin,
buscando un cruce de miradas revelador, esperando
que con la violencia de un relmpago, en amor nos
fulmine.
DOS COCHES MAL APARCADOS
1.- Joan Manel Serrat
Se acostumbra a hablar del final del amor como
una decadencia progresiva de los afectos. Yo, en
cambio, puedo situarlo con exactitud: domingo 5 de
setiembre de 2010, a las cuatro y cuarto de la tarde,
en el n 142 del paseo de San Juan, en Barcelona.
Acabamos de llegar de un viaje por el sudoeste de
Francia. Estacionados ilegalmente en el carril bus,
hemos calzado la puerta de la escalera para
descargar las bolsas y las cajas y llevarlas hasta el
ascensor. Mientras vigilo el coche el ndice de robos no ha dejado de crecer desde el siglo XI tu vas subiendo las cosas en diferentes tandas. Hemos
conducido desde primeras horas, alternndonos al
volante y compartiendo silencios de pareja veterana,,
de los que no hace presagiar nada bueno ni malo.
Durante el trayecto hemos intercambiado
comentarios estrictamente funcionales: cuando
volveremos a repostar o si nos conviene pagar los
peajes con tarjeta o en efectivo. Hace tiempo que
nuestras conversaciones no van ms all, tal vez
porque estemos escarmentados de que cada vez que
intentamos iniciar un dilogo espontneo, topamos
con una evidencia: lo que antes era una excusa para
el entendimiento, el deseo y la complicidad ahora
provoca resoplidos de impaciencia y frustracin.
Hay quien cree que cuando se llega a este punto, el
amor ya no existe. Discrepo. Afirmar que una pareja
que no tiene nada que decirse ha dejado de quererse
es demasiado simplista y, de cualquier modo, no era
ese el caso: el viaje no responda a ninguna
estrategia de reconciliacin. An no soy consciente
(ignoro que faltan once minutos para que el amor se
acabe), pero Burdeos ser uno de los ltimos buenos
recuerdos de una historia que habr durado diez y
nueve aos y seis meses. Ser un recuerdo marcado
por la compra de dos cajas de Chteau La Clotte y
por el perfeccionamiento de un aislamiento
hermtico a cualquier interferencia. La metfora del
vino aplicada a las fases del amor, que los
viticultores de la zona nos han repetido con una
insistencia cmica, pareca hecha a nuestra medida:
del vigor de la juventud a la complejidad madura; de
la llama y del fuego a la luz, ms serena, de la
experiencia. La geografa es una buena aliada para
digerir silencios y Francia es una fbrica de paisajes
que invitan a la introspeccin. Todo parece natural,
pero se intuye una preparacin escenogrfica que no
descansa nunca. Si conviene poner un castillo, ponen
un castillo. Si hay un valle con colinas y cosechas
poli cromticas, alguien se ha tomado la molestia de
construir una carretera con un gendarme que circula
sobre una velosolex anacrnica. Si con todo esto no
hay suficiente para impresionar al visitante, colocan
majestuosos campanarios, globos aerostticos y
rebaos de vacas que ren. Cuando llega la noche, el
espectculo se traslada a los platos de los
restaurantes y a unas guarniciones que son
patrimonio de la humanidad: patatas acharoladas con
bechamel, quesos, hgado de oca y grasa de pato,
horneadas como si fuesen tesoros de cermica
popular. Las devoramos con un respeto
arqueolgico, como si intuysemos que el recuerdo
de este placer podra ser el legado para los hijos que,
con buen criterio, hemos acordado no tener. Tendra
que existir un simulador para preparar el momento
de la decepcin definitiva. De la misma manera que,
antes de una misin, los cosmonautas ensayan en
una piscina que reproducen las condiciones de
ingravidez espacial, las rejas deberan someterse a
simulacros para aprender a encajar emociones tan
brutales como el final del amor. Retomo el hilo. Yo
vigilaba el coche. Tu debas estar arriba, en la
puerta del ascensor, entrando bolsas y cajas.
Llegando por la acera, de norte a sur, vi que con la
actitud informal de un domingo por la tarde, bajaba
Juan Manel Serrat, tu cantante preferido. Activado
por el instinto, combat el impacto de encontrrmelo
en un contexto tan inimaginable no es habitual que los iconos se reencarnen Despus de intentar avisarte por el interfono para variar estaba estropeado te llam en seguida. Tal vez estabas en el ascensor no hay cobertura o habas apagado el telfono, el caso es que no contestaste y que Serrat
pas de largo. Lo hizo sin mirarme, pero con una no
mirada profesional, de persona acostumbrada a ser
observada y abordada, que procura protegerse
fingiendo que no se da cuenta o acelerando el paso
cuando se cruza con alguien como yo. Es una actitud
comprensible: limita la eventualidad de ser saludado,
fotografiado, asesinado o cualquiera de las
reacciones habituales entre idlatras e idolatrados.
Se que crees que habra podido hacer algo ms, pero
ahora que ya no tiene solucin, te pido que intentes
entenderme. Si hubiese subido a buscarte, incluso
suponiendo que hubiese ido muy deprisa, Serrat
tambin habra pasado de largo (por no hablar del
riesgo de que alguien me robase el coche o que me
multase la Guardia Urbana, siempre ms atenta a la
infraccin que no al delito). Tampoco poda pararle
y decirle que te esperase con la excusa de que eres
su mas ferviente admiradora. Habra sido un ruego
demasiado invasivo. Por eso no reaccion y un rato
ms tarde, con el coche bien aparcado (admito que
encontrar un buen aparcamiento ha ido subiendo en
mi lista de prioridades), precisamente cuando
justamente haba abierto una botella de vino para
celebrar el final del viaje, te coment que acababa de
ver a Serrat delante de casa. En todos los aos que
hemos compartido, te he conocido muchas
expresiones, pero ninguna como aquella. La
secuencia empez con una pregunta que rezumaba
alarma y sorpresa, como si quisieses confirmar lo
que habas odo. Cuando te lo repet, dejaste la copa
y me preguntaste que porqu te lo deca entonces y
no en el momento (de verdad te creas que, si te lo
hubiese dicho en el momento, habra tenido tiempo
de correr y de perseguirle paseo de San Juan abajo?)
Contest que te haba intentado avisar y que te haba
llamado y, como seguas paralizada, te ped que lo
comprobases. En efecto, localizaste tu telfono, y
miraste el aviso de llamada perdida pero, en lugar de
atenuarse, el dolor y la decepcin se agravaron. Fue
justo en esa transicin de tus incrdulos ojos
movindose de la pantalla lquida a mi mirada ms preocupada que no arrepentida cuando entend que el amor se haba acabado para siempre. Que todo lo
que pudiese decir, todo lo que pudiese intentar hacer
para rectificar o para excusarme suponiendo que hubiese nada de que excusarse sera intil. No por la gravedad del hecho no es el momento de echarlo en cara, pero adoras a Serrat hasta mantener una
mitomana algo ridcula en una persona de cuarenta
y dos aos sino porque era el tipo de decepcin que el amor desprovisto del fuego y de la llama de la
juventud no puede combatir ni con todas las
cualidades, tericamente, ms perdurables de la
madurez.
2. Fu Manx
Cuando, despus de un vuelo turbulento, llego a
casa de mi hermano, el me dice Mientras estemos fuera, saca a pasear el coche de cuando en cuando. Es un turismo surcoreano, fuera de catlogo,
polvoriento, de esos que la Guardia Urbana amenaza
con retirar de la va pblica con avisos
intimidatorios. A pesar de tener garaje, el coche
acostumbra a dormir a la intemperie, delante de
casa, situada en la periferia residencial de una lejana
ciudad. He venido aqu porque mi hermano y mi
cuada se puedan ir una semana de vacaciones y
relevarlos de cuidar a nuestra madre. Ella, que
todava tiene momentos de lucidez y de buen humor,
ha desarrollado una teora sobre su vejez y el coche:
afirma que tienen en comn un desballestamiento
inminente. Desgastado por las exigencias de una
convivencia imprevisible, mi hermano ha convertido
el coche en un refugio. Escucha flamenco, fuma y
sale a dar vueltas aparentemente absurdas
(combinaciones aleatorias de rondas y de visitas a
tiendas de gasolineras). Que me confe las llaves es
un gesto inslito y, por eso, busco momentos
intempestivos para salir a dar vueltas y descubrir una
geografa que desconozco. No es una conduccin
fcil. Lo mismo que para tratar a nuestra madre hay
que estar preparado para los ahogos, los resbalones y
las desorientaciones. Para no modificar ninguna
rutina, me obligo a seguir el protocolo, basado en
eso que nombramos capacidad de sacrificio. Es un
sacrificio compartido, por un lado, por una asistenta
que acta desde el silencio insobornable en los momentos de calma, hostil cuando la situacin
degenera y por la otra, por mi cuada que ha asumido un liderazgo heroico y nada agradecido.
Cuando el taxi se los lleva hacia la evasin
provisional de las vacaciones, nos quedamos solos.
Mi madre, son su reinado limitado por su silla de
ruedas; la asistenta, dispuesta a combatir cualquier
brote totalitario; el coche, precario pero digno; y yo,
convencido que todo ser un desastre. Pero la
realidad me contradice. Durante los dias que
pasamos juntos, compartimos una armona
equilibrada. Ms all de la desorientacin propia de
los noventa y dos aos, mi madre acta con
naturalidad, sin caer en rabietas. Adems de
celebrarlo, me aprovecho. Sentados en el jardn, le
pregunto por aquello que nunca ha querido explicar
(cuando mis hermanos y yo le preguntbamos,
adoptaba el rictus de escritora profesional y
contestaba: lo que queris saber lo encontrareis en mis libros). La lectura de los peridicos, liturgia fundamental para entender a nuestra familia, le
sugera comentarios como: Tanto como me haba gustado Gaddafi! De tanto en cuando nos atacan avispas gigantes, pero ella las espanta con un gesto
de desprecio ms disuasivo que cualquier
insecticida. En una de estas conversaciones de
jardn, mientras el atardecer resbala montaa abajo,
me explica, con pelos y seales, un episodio de la
guerra. Tiene diez y nueve aos y capitanea un
grupo de capitanes comunistas. Eso ya lo explicas en los libros, le digo para que, siguiendo las recomendaciones del neurlogo, evitar la memoria
automtica. Ella contina. Han recibido orden de
entrar en los cines para informar a la poblacin de
un pacto inminente de rendicin por parte del bando
republicano. Lo explica de una tirada, sin confundir
ni las fechas ni los datos, con una seguridad que me
hace sospechar que los recuerdos tambin siguen
una disciplina secreta Conozco el episodio. Igual
que cuando lo le por vez primera, vuelvo a imaginar
a mi madre jovencsima, interrumpiendo la
proyeccin para arengar a unos espectadores que, a
pesar de guerra, aun tienen nimos para salir de casa.
Le pregunto si recuerda que pelcula hacan (ella lo
haba escrito pero era un detalle que yo haba
olvidad), y abriendo mucho los ojos, respondi: Fu Manx. Este elemento hace que la ancdota me parezca todava ms real (tal vez porque, cuando
estalle la prxima guerra, me gustara que me pillase
dentro de un cine) La madre explica que desde el
anfiteatro, imitando a los oradores ms elocuentes de
ka poca, grit: Catalans! Te insultaron?, la pregunto. Aqu la madre duda, como si todava
tuviese la alternativa de elegir entre la verdad y la
conveniencia: La mayora se fueron y los pocos que ase quedaron decan: Ja has acabado, nena? Me doy cuenta que tengo ms simpatas por los
espectadores que no por ella, y que esto no debe de
ser normal. Me tendra que haber conmovido mas el
compromiso de los capitanes que no la resignacin
del publico. Han pasado setenta y cuatro aos y el
recuerdo aun le crepita en las pupilas, habitualmente
veladas por los medicamentos y la conciencia de la
propia invalidez. No dejar de pensar en Fu Manx
hasta el momento de irme, ordenando mentalmente
los recuerdos acumulados durante estas
conversaciones en el jardn (En Mjico, escriba cartas a Ramn Mercader con tinta simptica, Tu to custodi el recibo del Oro de Mosc) Y, como siempre lamentar la presencia de la historia
en maysculas, asfixiando la letra pequea de la vida
domstica. Me habra gustado hablarle de primos, de
juguetes, de excursiones, de cmo celebrbamos los
cumpleaos o la Navidad. Pero cada ancdota
arrastra pintores, cantantes, actores, una caravana de
comunistas de renombre que, por reaccin, refuerza
la simpata que siento por los annimos espectadores
del cine (y por Fu Manx). No puedo comentarlo
con nadie porque, ms que un interlocutor, la
asistenta es un pozo de silencio adicto a la
estridencia de las telenovelas. Su vida, imagino,
debe parecerse a estas historias melodramticas. La
nuestra, en cambio, tiene la presuntuosa pretensin
de ser carne de documental. Cuando saco el coche a
pasear, hablo en voz alta, como si fuese un terapeuta
y, a su manera, el motor me responde. El ltimo da,
mi hermano me telefonea para decirme que ya
vuelven. Para darle una sorpresa decido llevar el
coche a un tnel de lavado. Me atrae la promesa de
del jabn y de la cera, de los cepillos gigantes y de
las tiras, que a latigazos ensucian al principio, para
al final, aclarar. En punto muerto el coche no se
manifiesta, pero cuando pongo la primera para salir
del tnel, le noto dolorido y reticente. El retorno de
mi cuada y de mi hermano reactiva los caprichos de
mi madre. Cuando la salud es un arma, impone una
justicia doblemente cruel. No puedo ni quiero quedarme y, cuando nos despedimos, ella me coge
las manos con una fuerza que no se interpretar como
nuestro ltimo contacto. Subo a un taxi, y de reojo
veo la silueta, inusualmente reluciente, del coche
surcoreano. Una semana ms tarde mi hermano me
llama para decirme que mi madre ha muerto. Sus
ltimas palabras conscientes, comentando una
noticia de la seccin de deportes del peridico, han
sido: El Mourinho ese tambin es otro guapo. Vuelvo a coger el avin. En los servicios funerarios
arreglamos los papeles. Hemos de esperar un da
para poder acceder al crematorio. En teora
deberamos llevar las cenizas al pueblo, pero quien
sabe si para homenajear a la difunta, el coche decide
morirse en la curva ms cerrada de una carretera
rodeada de olivos. Hasta entonces mi hermano y yo
hemos contenido el llanto, en parte por pudor y en
parte, como escribi nuestra madre, Hay gente que llorar ros sin llorar. Otras, con los ojos secos, lloran
con el corazn y con el alma. A primera vista puede parecer que la muerte del coche nos ha afectado ms
que la de la madre. Pero en realidad la tristeza y la
contrariedad, - la de mi hermano y la ma no son por el coche sino por la tinta simptica, por los
libros, por lo que la madre haba considerado
importante no explicarnos nunca (y por el acierto,
que nunca le perdonar, de no haberlo hecho), por
estos aos de devastadora vejez y por la prioridad,
omnipresente, de la poltica. Una prioridad que ha
prevalecido hasta el final: reconsagrada capitana que
arengas a los incrdulos, que intentas contagiarles el
compromiso con las ideas enfrentndolas a la
soledad de un cine, donde en plena guerra, la gente
se evade para compartir un universo en el cual Fu
Manx es una amenaza, si, pero una amenaza de
mentira.
LA VIDA INIMITABLE
Que no llores en el momento de nacer fue el
primer indicio de una voluntad entonces solo embrionaria de pasar desapercibido. Pero en las semanas posteriores se dio cuenta que ser diferente
poda perjudicarle y se esforz en hipar de tanto en
tanto, con suficiente discontinuidad para no crear
alarma ni estrs. Los padres se lo miraban con
orgullo. Disfrutaban de las ventajas de tener un hijo
sin sufrir los inconvenientes. Coma bien, soportaba
los flashes de las cmaras, las afectuosas
onomatopeyas y los aludes de diminutivos. Cuando
le tocaba dormir, respiraba de manera enftica para
que nadie tuviese que acercarse a cada momento a
comprobar si segua vivo. Aprendi a hablar y a
andar para no decepcionar las expectativas de sus
alrededores. La escuela, que tanto libera a los padres
negligentes, inaugur un largo parntesis de calma.
Mientras los compaeros vivan las angustias de los
brazos enyesados y de los dficits de atencin pero
el se instal en una normalidad de crucero. No quiso
tener amigos para no robarles una energa que,
estaba convencido, les convena ms invertir en
algn otro. Cuando a la hora del patio todos jugaban
a preguntarse que personaje les gustara ser, el no
responda pero pensaba: El Hombre Invisible. Sin
arrastrar trauma alguno, cruz el puente entre la
infancia y la adolescencia. El acn, las poluciones
nocturnas y el complejo de Edipo formaban parte de
un paisaje que el rechazaba ms por prudencia que
por espritu de contradiccin. Era consciente de que
su actitud se poda confundir con un orgullo
malsano, pero no asuma las consecuencias. Llegar a
los diez y siete aos sin haber molestado nunca a
nadie fue, adems de una proeza, una satisfaccin. A
diferencia de la mayora de sus coetneos no prob
las drogas: intua que los parasos artificiales son tan
decepcionantes como los infiernos naturales. Acab
los estudios con un expediente acadmico
deliberadamente discreto, pensado para evitar a los
padres el trance del fracaso o del exceso de brillo. Si
tuvo novia de entrada fue por mimetismo y, ms
adelante, porque era ms fcil continuar que dejarlo
correr. En los momentos ms ntimos, procuraba ser
generosos, intenso y contorsionista, incluso cuando
no entenda el reparto Tamn poco equitativo de los
placeres. Cuando ella le dijo que prefera cortar el verbo estaba de moda contuvo el alivio que le provocaba la ruptura (para no herirla) y cualquier
reaccin dramtica (para no hacerla sentir culpable).
No tener que enfrentarse a las exigencias del amor le
pareca un acto de coherencia y, adems, le
desligaba del dilema de tener que elegir entre ser
infeliz con alguien a quien quieres mucho o ser feliz
con alguien a quien no estimas demasiado. Encontr
trabajo en una empresa donde todos intentaban
competir y donde nadie se daba cuenta de sus
ausencias (escondido en el almacn, leyendo libros
de historia,, de preferencia sobre la inimitable vida de Cleopatra y marco Antonio). Cuando se iba de
vacaciones, a lugares siempre distintos para no crear
ataduras, le gustaba seguir los itinerarios ms
convencionales e injertarse de la diversidad de un
mundo que, desde la terraza de un bus turstico o
desde la cubierta de un crucero, le ofreca infinitas
formas de anonimato. Cuando murieron sus padres,
combati la pena pensando que ya no les tendra que
molestar ms. Sin organizar despedida alguna, dej
el trabajo y acept la oferta de, a cambio de
alojamiento y de un sueldo simblico, registrar las
entradas y salidas de un coto privado de caza. La
situacin de la cabaa, encima de una pista forestal,
le permita contemplar la imponente montaa, un
lago sobre el que se reflejaban las nubes (sobretodo
las tempestuosas) y una vegetacin controladamente
salvaje. Cada quince das un hidroavin le llevaba
provisiones, pilas para la radio y, si alguien le haba
enviado, correo. Tal vez fuese el exceso de
aislamiento, el caso es que empez a tener la
impresin de ser un estorbo. Cuando contemplaba el
paisaje, adverta que los sustantivos y los adjetivos
que le llegaban a la mente no concordaban: bosques
transparentes y cielos frondosos en lugar de bosques
frondosos y cielos transparentes. Lo sntomas eran
tan evidentes que no necesit acudir a ningn
especialista para intuir el diagnstico. Si rechaz la
idea del suicidio fue por un lado, para no tener que
importunar a forenses, jueces, notarios y policas, y
de otro, porque pensaba que las muertes imprevistas
siempre dejan un rastro que alguien ha de limpiar. Si
hubiese podido, se habra lanzado al lago con una
piedra al cuello, o habra buscado las balas perdidas
de los cazadores con peor puntera. Pero se lo
impeda una manera de ser ni demasiado intrpida ni
demasiado cobarde. Envejeci ms deprisa de lo que
haba previsto, sin dar importancia a los cambios de
humor (de la euforia a la melancola, de la clera a
la indolencia), la caa del pelo y la expansin de un
cuerpo que se derrumbaba a ojos vistas. Un da en
que el sol fue especialmente implacable, se
concentr en la idea de volverse invisible. No tard
mucho en notar que, aunque de una manera poco
perceptible, recuperaba parte de la estabilidad
anmica perdida. Continu durante algunas semanas
hasta que, poco a poco, encontrando satisfaccin en
cada milmetro de mejora, consigui volverse
inicialmente borroso, ms delante traslcido y,
finalmente, invisible. De modo que cuando muri,
nadie ni siquiera el se enter.
LA LLAVE DEL SUEO
La historia empieza con un hombre que mira por
la ventana. El comienzo no es muy original: hace
pensar en La ventana indiscreta, de Alfred
Hitchcock. La pelcula sugiere que cualquier vecino
puede ser un asesino en potencia cuando, en
realidad, lo que acostumbra a haber detrs de todas
las ventanas son ausencias, deudas y rutina. El
hombre no se parece mucho a james Stewart y no
usa un teleobjetivo para ver con precisin. A pesar
de que este cuento pertenece a la tradicin de
hombres que, desde la ventana, espan a una vecina,
la mujer no es atractiva y no se pasea en ropa
interior por el apartamento.
El hombre sabe que a partir de las cuatro la mujer
se echar a llorar. Solo hace una semana que vive
aqu pero el primer da, mientras desembalaba las
cajas de la mudanza tuvo tiempo de observar la
fachada del edificio de delante. No detect nada
especial: tiestos con flores mustias, jaulas con
canarios moribundos, banderas descoloridas y, de
vez en cuando, alguien que sale a fumar un
cigarrillo. Pero en el momento de instalar las
cortinas, vio a la mujer: con los ojos cerrados,
temblando y moviendo los hombros de manera
acompasada y dramtica. Cuando aparecieron las
primeras lgrimas (el hombre se las tuvo que
imaginar porque estaba demasiado lejos para
distinguirlas), la respiracin se agit y, despus de
mover los brazos como si discutiese con alguien
situado en un ngulo visualmente inaccesible de la
habitacin, se sent para recuperarse.
La secuencia se repite cada da y dura entre nueve
y diez minutos. Aunque el hombre ha especulado
sobre cuales puedan ser la causa del llanto, no se le
ocurre pensar que la mujer pueda ser una actriz que
prepara una escena de una obra de teatro. De hecho,
este habra sido el desenlace del cuento. T, lector, y
el hombre que mira por la ventana deberais haber
descubierto que la causa del llanto no eran causados
por ningn drama sino por la disciplina en la
preparacin de un personaje. Pero la coordinacin
del argumento del cuento se ha desajustado porque
el autor no ha sido bastante competente y, cuando
aun no tocaba, tu te has enterado de una cosa que el
protagonista an ignora. Ahora que conoces el
elemento ms relevante de la historia de hecho el nico no sabes si has de dejar de leer o, rompiendo los convencionalismos, intervenir y explicarle al
hombre que la mujer llora porque est ensayando un
papel. Para introducir la intriga que, por negligencia
del autor, el cuento ha dejado de tener, piensas que
tambin podras esperar, a ver si el hombre es capaz
de deducirlo por si mismo. Picado por la curiosidad
la curiosidad es lo que ms te define como lector observas como especula con las posibles causas del
llanto: si la mujer no llorase cada da a la misma
hora, el hombre no dudara que padece una
decepcin; o que en el ngulo visualmente
inaccesible de la habitacin debe haber alguien
sentado en una silla de ruedas a quien ella se dirige
con rabia y vehemencia. Pero teniendo en cuenta
que hace ya una semana que el hombre vive aqu,
empiezas a dudar de la inteligencia del personaje.
Que t, lector, no le consideres bastante inteligente
hace que el hombre que mira por la ventana se
ofenda. En lugar de aceptarlo con deportividad, se te
encara e insulta. Te sorprendes. Te habas imaginado
un hombre pacfico, algo gris, probablemente porque
en otros libros del mismo autor los personajes eran
apocados e introvertidos. Pero precisamente porque
sus personajes acostumbran a se apocados e
introvertidos, al autor le ha apetecido que este sea
colrico y que, ahora mismo, te empuje y a gritos te
pida explicaciones. La discusin sube de tono. De
los empujones y los insultos pasis a los puetazos y
a los puntapis. De entrada, parece que el hombre te
aventaja por haberte dado el primer golpe pero t que ya has decidido que no leers nunca ms nada
de este autor: donde vas a parar reaccionas y te vuelves. Aplicando lo que aprendiste en cursos de
artes marciales, haces caer al personaje y le
inmovilizas, ejecutando lo que, si mal no recuerdas,
se llama la llave del sueo.
El autor, cuando es consciente que has decidido
no volverle a leer nunca ms, duda. Tal vez debera
crear una situacin imprevista y conseguir una
rpida reconciliacin. Digmoslo todo: tambin le
pasa por la cabeza sacrificarte y hacer que, a
consecuencia de un golpe fortuito y fatdico, te
mueras. A pesar de eso como no se fa de las
primeras impresiones, el autor hace una pausa y sale
a la ventana a fumar un cigarrillo. Cuando se vuelve
a sentar, ya ha decidido que el hombre que se muera
es el que mira por la ventana. T no recordabas que
la llave de sueo pudiese matar a nadie y te
horroriza que el personaje no respire. Le tomas el
pulso: nada. Intentas reanimarlo con masajes
cardiacos y un boca a boca tan apresurado como
torpe: tampoco. Entonces intentas entender que
haces en esta habitacin, sangrando por la nariz,
sudando, notando la adrenalina del pnico
circulndote por las venas y, en el corazn, un
redoble que no hace presagiar nada bueno. El autor
es consciente que matar a los personajes es un
recurso poco digno. A parte de consolarte pensando
que Hitchcock tambin lo haca, cree que ha de
solucionar tu situacin desesperado, caminando por la habitacin Y tambin la del hombre, que no podr mirar nunca ms por la ventana.
Como cada tarde la mujer haba previsto llorar a
las cuatro. Previamente haba calentado la voz y
estaba a punto de cerrar los ojos para concentrarse
en la escena que est ensayando. Justo entonces, en
una ventana del edificio de delante ha contemplado
la pelea. En todos los aos que hace que vive aqu
nunca haba observado nada especial: tiestos con
canarios amarillentos, jaulas mustias, banderas
moribundas y, de cuando en cuando, alguien que
sale a fumar un cigarrillo. Nunca habra imaginado
que vera a dos hombres pegndose. Y que en lugar
de abrir la ventana y pedir ayuda, se quedara
mirando, lo mismo que los conductores que, en un
punto de la carretera donde se ha producido una
accidente, frenan para entrever una vctima, un
zapato desparejado, un charco de sangre.
Como si asistiese a una representacin y no a una
escena real, la mujer ha visto como un hombre
atacaba a otro ms dbil y, al final, como desaparecan de su ngulo visual hasta que el ms
dbil t, lector se levantaba y sangrando por la nariz, se acercaba a la ventana. De pie, con los ojos
cerrados, la mujer ha visto como empiezas a
temblar, moviendo los hombros de manera
desacompasada y dramtica. Cuando aparecen las
primeras lgrimas (se las tiene que imaginar porque
est demasiado lejos para distinguirlas), tu continas
sollozando, cada vez ms fuerte. Aunque eso
tambin lo tiene que deducir porque las ventanas
estn cerradas y solo se oye el trnsito lejano de los
coches y, si aguzas el odo, la respiracin del autor.
INCINERACIN
En el comedor y en voz baja los dos hermanos
extraterrestres hablan de la madre, que duerme en la
habitacin de al lado. El somnfero que toma la hace
perder un poco el sentido de la realidad pero, en
cambio, la ayuda descansar de una tirada. Los
hermanos comentan las incidencias del da sin
dramatismo: estn resignados al deterioro de la
madre. Aunque les pesa profundamente son
conscientes de que, poco a poco, todo hemos de
pasar. Por vez primera hablan del entierro. Intuyen
que puede ser inminente. Como no es habitual que
estn juntos viven en galaxias diferentes aprovechan para ponerse de acuerdo respecto a las
ltimas voluntades de la madre que, de cuando en
cuando, deja or un ronquido intermitente, como si
quisiese intervenir en la conversacin. Cuando la
oyen, los hermanos no se atreven a reir pero se
miran con complicidad, como cuando eran pequeos
y nada de lo que hoy estn viviendo les pareca
imaginable. Incineracin, dice uno de los dos, y repite la voluntad materna de ser incinerada y
posteriormente enterrada en el cementerio del
planeta donde naci. El tono de la conversacin es
neutro, nada sentimental. Saben que cuanto ms se
mantengan en el territorio del pragmatismo, menos
sufrirn. Acuerdan enviarse poderes notariales
interestelares, repasar las cuentas corrientes y
hablarlo dentro de unos das, cuando ya sea
inevitable. Terminan la conversacin con un suspiro
y un abrazo, justo cuando suena ellos no pueden saberlo el ltimo ronquido de la madre.
LA LIBRETA
He comprado la libreta en la que escribo esta
historia en una papelera. El hombre que me ha
atendido tena mala cara y, justo cuando me iba a
cobrar, se ha puesto a llorar. Los dos nos hemos
sentido incmodos. El, porque no dejaba de sollozar
y de decir: Me sabe mal. Yo, porque no saba si irme o quedarme a consolarle. El se ha ido
tranquilizando poco a poco. Yo he adoptado una
actitud comprensiva y de respeto y me he alejado
algo del mostrador. Mientras tanto, el se enjugaba
las lgrimas y los mocos con kleenex que echaba
directamente al suelo. Me he preguntado cual deba
ser el motivo de su llanto, tan aparatoso e
incontenible. Me ha inquietado la posibilidad de que,
a partir de una cierta edad, tengamos ms razones
para llorar que para rer. El ha soltado un suspiro de
alivio antes de intentar una mueca que se ha quedado
entre la sonrisa protocolaria y el desconsuelo
absoluto. Nos hemos quedado en silencio durante
unos segundos; el, avergonzado y yo, consciente de
que no debe ser fcil enfrentarse a una situacin
como esta. Al final, me ha devuelto el cambio le haba dado un billete de diez pero, en lugar de irme, me ha parecido que, por cortesa, tena que
preguntarle si se encontraba bien. El ha contestado
que si, pero los dos sabamos que no era verdad. He
cogido la libreta y he salido de la papelera pensando
que, si hubisemos sido mujeres, probablemente no
nos habramos contenido tanto y habramos
compartido intimidades, y yo habra acabado
sabiendo porque lloraba y el tal vez me hubiese
explicado una de esas historias tristes sobre las
cuales lo admito prefiero no escribir. En aquel momento he recordado que he comprado una libreta
porque me he dejado en casa la que llevo
habitualmente y, de repente, se me ha ocurrido una
idea para un posible cuento. Y que he entrado en la
papelera con la intencin de anotarla rpidamente
pero, con todo lo que ha pasado, ya no recordaba
nada. Entonces para consolarme y recurriendo a la justificacin que usan las personas que empiezan a
perder la memoria, pero que no lo acaban de admitir
me he repetido que solo olvidamos las cosas que no tienen importancia, he entrado en un caf y he
empezado a escribir esta historia.
AUTOBIOGRAFICO
Para que no parezca que siempre hablo de mi, me
invento un personaje de cuarenta aos, le atribuyo
virtudes que no tengo y un inters por, pongamos
por ejemplo, la poltica o el budismo. Le decoro la
casa con muebles de anticuario que yo no me puedo
permitir y le regalo el privilegio de un matrimonio
aparentemente feliz. De todo lo que he escrito hasta
ahora, la palabra que ms me interesa es
aparentemente, que introduce una sombra de duda
que no debera pasar desapercibida al lector. A partir
de ahora la historia ya no tiene nada que ver
conmigo y, por tanto, nadie la podr calificar de
autobiogrfica. Se que las convenciones de la ficcin
permiten este pacto entre el autor y el lector. Que,
cuando el que escribe rehye las referencias
personales y mantiene un tono fantasioso, el lector
tiende a adoptar una generosa voluntad de evasin
(si el autor se emperra en entrometerse o en acaparar
la luz de todos los focos, en cambio, el lector se
vuelve ms exigente). Pero ya hemos quedado en
que no quiero hablar de m. Vuelvo pues al
matrimonio. Como que en los cuentos conviene ir al
grano, describo a la mujer con una sola frase, para
que quede establecida su personalidad. Tiene la belleza inapelable de las mujeres frioleras y
fumadoras, escribo. Es una manera de describirla con una pirueta efectista que, en otro escritor, me
hara fruncir el ceo. Que mis intereses de escritor
contradigan mi criterio de lector, no me preocupa: es
precisamente lo que me propongo, romper moldes y
ver hasta donde me pueden llevar estos personajes..
Sin perder de vista el aparentemente que he dicho al
principio, valoro la continuacin que, hoy por hoy,
me inclina hacia un posible crimen pasional o, en
segunda instancia los planes B acostumbran a ser ms convincentes que los planes A hacia un desenlace esttico. Por desenlace esttico entiendo
que no acabe de pasar lo que, de entrada, pareca
que haba de pasar. Adelanto pues. El matrimonio ha
terminado de cenar y hablan del prximo fin de
semana. Fuera no llueve, aunque cuando lo he
pensado por primera vez, diluviaba y haba un perro
inquietante que ladraba desesperadamente. Como no
me fo de nada que en una novela o un cuento pueda
parecer inquietante solo por el hecho de que el
narrador diga que es inquietante y menos todava si la afirmacin se subraya con el efecto
dramatizador de la lluvia he preferido prescindir del perro y del mal tiempo. Tambin habia pensado
que el fin de semana debera ser montono, con
momentos de una serena compenetracin y, como
elemento perturbador, la rueda pinchada de un
coche, que activase una discusin que desembocara
en una guerra de reproches cruelmente agresivos (al
estilo de Quien teme a Virginia Wolf?, pero sin
alcohol). A pesar de eso ahora me tienta mas la idea
de que la monotona acabe de modo desconcertante.
En una orga sadomasoquista, por ejemplo,
ambientada en un castillo, con toda la parafernalia
de este medievalismo decadente que, en general -
Tinto Brass y el marqus de Sade han hecho mucho
dao caracteriza al gnero. Tendra que escribir el episodio con un estilo asptico. El sexo no debera
transmitir sensualidad. Imagino la descripcin como
la preparacin de un pollo: cortes y movimientos
contundentes, patas, cabeza, alas, hgados,
esqueletos y mollejas. De modo que despus de una
elipse que debera ahorrarme explicar toda la
sobremesa, har subir a los personajes al coche (no
es necesario que se pinche la rueda), ambos
pensando en cosas montonas pero insinuando que
tal vez no lo sean tanto. Para la escena de la orga no
me documentar. Tampoco tendra la necesidad de
que fuese realista, solo que se ajuste a la idea que la
mayora de los lectores tienen de una orga. Tendr
que centrarme ms en la confesin del hombre que
no en la descripcin de la mujer en plena orga. El
lector deber entender que, en realidad, el hombre
odia las orgas. Que solo participa por amor (a su
mujer, se entiende). Y este sentimiento de sacrificio
lo tendr que hacer explotar cuando la mujer
(vestida o desnuda, atada o desatada, amordazada o
encadenada, colgada de un sofisticado sistema de
cadenas, cuerdas y poleas) est siendo sometida a las
vejaciones que proceden. Y entonces el marido
tendr que rebelarse y decidir que no puede
continuar fingiendo que participa de este delirio de
golpes y latigazos. Y har que el la libere a ella
(manipulando nerviosamente las cadenas, los nudos
o lo que demonios haga servir la infantera
sadomasoquista), y le diga alguna cosa como: Me niego que hagas todo eso, pero dicho con la gracia que se supone que los escritores hemos de tener para
que las situaciones sean crebles y emocionantes. Y
aqu tengo la duda de cmo reaccionar la mujer.
Le dir al marido que sino le gustan las orgas ya
puede irse? Le confesar, emocionada y
abrazndolo (hasta donde permita el abrazo, las
cuerdas, la faja y el bozal de cuero), que ella
tambin lo haca por el, porque crea que no poda
vivir sin humillaciones y los dilogos grotescos, que
si eres mi esclavo, que si ahora te quemar los pezones con un Camel sin filtro? Y de tan lejos como habr llegado, se que entonces preguntar, se
que entonces me preguntar si tiene algn sentido
inventarse una historia como esta. Y pensar que,
para que nadie diga que los escritores siempre
hablamos de nosotros, a veces acabamos escribiendo
cosas bien extraas.
EL TIEMPO
Vestido con una chaqueta de camuflaje y botas
latas, andas sin hacer ruido. Observas todo lo que se
mueve con mirada de experto. No tienes miedo. En
el zurrn llevas una pistola y un pual, a pesar de lo
que mas te gusta es usar el fusil, que te permite
avanzar con el can abrindose paso entre ramas y
zarzales. En casa tienes fotografa y recuerdos de
estas salidas: una imagen con las manos araadas
despus de haber estrangulado un da o, colgada a la
pared, una serpiente disecada, tan inexpresiva como
en el momento de dispararle dos balas entre el
mircoles y el jueves. No sabes que encontrars pero
tienes suficiente experiencia para intuir el peligro.
Te reconforta volver a vivir esta sensacin de
inminencia. La descubriste hace muchos aos,
cuando con trabajos eras capaz de matar una hora o
una tarde (despus llegaron los das, las semanas y
los meses) A medida que avanzas sitas la escopeta
en posicin de disparar. Notas la frialdad del
barboquejo, la dureza del gatillo y te preparas para la
fuerza, siempre sorprendente, del retroceso. Adivina
el aliento de la presa mientras calculas sus
dimensiones. De nuevo, reconoces la
responsabilidad u el riesgo, el vrtigo de sabe que en
aquel paisaje definitivamente ntimo, notando la
humedad de la tierra bajo tus botas, o disparas y
matas al tiempo o el tiempo te mara a ti.
SEGUNDA CANCION
El hombre siente que dentro de si acumula ms
amor del que es capaz de dar. No debe ser grave, piensa. Por suerte le gusta ms dar que recibir. Por
eso procura ser generoso y lo hace con una
intensidad que sorprende a las personas queridas.
Tambin es consciente que no puede concentrar todo
el amor en una sola persona. La mujer que quiere,
por ejemplo, le da a entender que tal vez est
haciendo demasiado. Preocupado, el hombre se
distancia un poco, pero entonces ella le dice que ya
no le reconoce y que ha llegado el momento de
dejarlo. El hombre compensa la tristeza de la
separacin invirtiendo todo el amor que hasta
entonces daba a una sola mujer en otras mujeres,
que, por lo general, no le corresponden. Esto, que
quizs sera frustrante para algn otro, a el ya le va
bien: as no ha de esperar nada de vuelta y puede
colocar los excedentes del amor que, de una manera
monstruosa, contina generando. Procura reciclar
parte de este sentimiento a travs de los hijos,
aunque en seguida comprende que si les contina
queriendo de un modo excesivo, dejarn de necesitar
el amor que les ha dado hasta ahora. Pronto, el
equilibrio se rompe. Ya no tiene la energa de antes.
Respira con dificultad, sobretodo cuando ha de ir
arriba y abajo intentando regalar amor sin criterio
alguno, desaprovechndolo. Para recuperarse, tiene
que dormir ms y sumergirse en una espiral de
pesadillas. Una noche en la que casi no se puede
mover, nota como el amor se le coagula en la sangre
y que, literalmente, le asfixia. Estirado en una
ambulancia que, con un hilo de voz, a conseguido
pedir por telfono, recuerda los tiempos en que era
capaz de amar de una manera natural, sin ser
consciente. La sensacin de pnico contrasta con la
quietud que le rodea: la inmovilidad del aire, el tacto
del pijama, la indiferencia profesional de los
enfermeros y la presencia de una muerte inminente.
Si todava le quedasen energas, al hombre le
gustara negociar con la muerte y regalarle todo el
amor que tiene a cambio de vivir un poco ms.
Aunque sea sin amor.
EL COLOQUIO
A la hora del coloquio una chica del pblico le
pregunta porque es misgino, porque en los libros
que escribe las mujeres siempre mueren o engaan a
los hombres. El tono de la pregunta deja ver ms
curiosidad que hostilidad. Mientras piensa la
respuesta, el escritor bebe agua y deja que el
interrogante flote sobre el auditorio como una mosca
borracha. Durante la conferencia se ha fijado en la
chica. Lleva unas gafas de cristales redondos que
hacen juego con una cara angulosa pero atractiva. El
modo de recogerse el pelo en una cola desastrada y la eleccin de la ropa transmiten una explcita
voluntad de no ser mirada. Sino corriese el riesgo de
ser malinterpretado, el escritor le contestara que
intenta escribir sobre las mujeres con la misma
libertad con la que escribe sobre cualquier otra
realidad. En un escenario con menos gente, afirmara
que siempre le ha sorprendido la capacidad de las
mujeres para transformar la propia incoherencia o
sus errores en pruebas de flexibilidad y de
inteligencia. Si hubiese de servir para algo, el
escritor confesara que esto siempre le ha
desconcertado y que, aunque no sea partidario de
generalizar, ha llegado a pensar que los causantes de
tantos malentendidos deben ser el amor y el sexo,
esos cepillos de carpintero que, en lugar de alisar las
aristas de las relaciones arrasan los estmulos. Ante
un auditorio como el de hoy, el escritor intuye que
esos comentarios seran bien recibidos. La
sinceridad, incluso cuando es impuesta, acostumbra
a despertar simpata. Explicara que malinterpretar
las expectativas de las mujeres no solo le afecta a el
sino tambin a otras personas. A los hombres, por
descontado, pero tambin a las mujeres, que se
lamentan de no ser entendidas sin plantearse que
quizs no sea tan fcil y que, en cualquier caso,
deberan aspirar a una recproca comprensin, de ida
y vuelta. Aadira que, con el tiempo, ha aprendido a
no sorprenderse por nada con la coartada de que no
entiende a las mujeres. Es un recurso demasiado
fcil, es consciente de ello y, como muestra de buena
voluntad, estara dispuesto a admitirlo. Por el atajo
de la complicidad, repasara su historial sentimental
y confesara que, en momentos de desorientacin,
busc respuestas que no encontr en los divanes de
los sicoanalistas ni en los rincones ms visitados de
los locales de intercambio. Como primera
conclusin, dira, que le queda el consuelo que
ninguna de las mujeres con que ha tratado se entiende un trato relevante le ha acusado de misgino. A diferencia de usted, seorita, le dira
a la chica, buscando en el humor espacio para el
entendimiento. En realidad al escritor le gustara
contestar que, mas que misoginia, lo que tal vez
esconce esta conducta debe ser una capacidad
misantrpica para entrar en el mundo de los dems,
tambin en el de las mujeres. Porque, en general,
intenta hablar de lo que conoce. Y, cuando en la vida
extraliteraria ha conseguido entrar en el mundo de
las mujeres, ha descubierto que, para no
decepcionarlas, tena que cambiar, y que cambiar
habra supuesto renunciar a buena parte de aquello
que, conciente o inconscientemente, le haba
permitido aun no sabe como entrar. Pero ahora los ojos de la chica son su nico interlocutor.
Esperan la respuesta sin la malicia que al escritor le
gustara ver. Si as fuese, podra responder con
sarcasmo o con un aforismo de, pongamos por caso,
Oscar Wilde (dicen que otro misgino). La aparicin
de Wilde no debe ser casual, intuye. Piensa que si
fuese abiertamente homosexual, tal vez no le
reprocharan que sus personajes acten con una,
digamos, tendencia a ignorar a las mujeres. No
porque le parezcan menos interesantes que los
hombres, matizara en seguida, sino por que, como
el es un hombre, le debe ser ms fcil meterse en la
piel de personajes masculinos. No es tanto un acto de misoginia sino de egolatra aadira con irona antes de aclarar que la acusacin segn la cual en
sus libros todas las mujeres mueren o engaan a los
hombres es falsa. Podra citar a personajes
femeninos ( cierto que secundarios) que ni mueren
ni hacen sufrir a nadie y que, adems, tienen una
incidencia positiva (o por lo menos no negativa) en
el desenlace. Hilara ms fino an: estas mujeres, se
preguntara en voz alta, tal vez estn no por razones
de funcionalidad narrativa sino porque
deliberadamente o no, las coloca para que se
entienda que su voluntad no es la de ser misgino (ni
tampoco dejar de serlo). Mientras la chica observa,
el escritor piensa que si dijese todo eso, estara
dejando entrever un punto de reaccin molesta,
quien sabe si el indicio del fundamento de la
acusacin. El caso es que no recuerda haber escrito
conscientemente ni una sola frase misgina. De
acuerdo que prefiere los personajes masculinos, y
que? El escritor tiene un amigo que escribe obras de
teatro con protagonistas femeninos. Siempre le dicen
que es admirable como capta la sicologa de las
mujeres. Pues yo no la capto, ya ves, afirmara sin ningn tono desafiante. Tambin explicara que,
cuando ha probado inventar personajes femeninos, le
han quedado tan postizos que, incluso cuando el
resultado era literariamente aceptable, lo destrua
para no fingir que entenda lo que no entiende.
Aceptando la provocacin de la pregunta, afirmara
que tampoco las quiere entender. (ni no entender) a
las mujeres. Pero ahora en la mirada de la chica le
parece detectar un cambio de registro que, si fuese
una pelcula, podra ilustrarse con unos acordes de
piano. Y sabe que este comentario podra ser
malinterpretado. Y que, entonces, sentira un gran
cansancio y se preguntara sino ser ms fcil
aceptar que buena parte de las relaciones entre
hombres y mujeres tienen un componente de rechazo
y de atraccin, de animalidad y de teatro. Que
determinadas relaciones funcionan con elementos de
dominio mental o fsico (en las dos direcciones). Si
es una hereja admitir que puedes llegar a los
cuarenta y cinco aos y no haber entendido nada de
las mujeres, o tener la conviccin que lo poco que te
ha parecido entender no te gusta, lo mismo que no te
gusta el bacalao (pero este ejemplo tambin se lo
ahorrar, por si acaso). Lo retira mentalmente,
porque justo en el momento en que la chica sonre le
hace pensar que, en otro tiempo, le era muy difcil
obtener sonrisas as. Que se hizo escritor
precisamente porque escribir le abra las puertas en
la percepcin que los otros tenan de el y en los otros tambin inclua a las mujeres Y cuando una mujer le sonrea de manera distinta de cuando era operario en una planta de envasado de mortadela entonces se senta un poco decepcionado. No de las
mujeres en general sino de aquella en particular.
Estuvo tentado de explotar aquella sospecha de
misoginia. Esto tambin se lo dira a la chica, que
expectante, ahora se sube el puente de las gafas. Le
dira:Pens en hacerme misgino profesional, lo mismo que hay escritores que explotan una aversin
que debera preocuparles ms que enorgullecerles. Pero no lo hizo. Porque subrayar la incapacidad de
entender la sicologa femenina le pareca un recurso
abyecto. Y no me refera a una abyeccin moral sino
literaria. Crea que, cuanto ms se alejase de los
sentimientos y de las propias convicciones, menos
verosmil sera. Y si, al final, la impresin que
transmita era que solo escriba sobre machos sin
esperanza en un mundo de cueles mujeres, asumira
las consecuencias. Y si la consecuencia es que, de
tanto en cuando, - tal vez demasiado a menudo, de
acuerdo alguien le pregunta porque es misgino, lo considerar un derecho del lector y una servidumbre
del oficio. Por eso despus aclararse la garganta y de
beber otro sorbo de agua, el escritor sonre y,
mirando fijamente a los ojos de la chica, le dice:
Por favor, podra repetirme la pregunta?
HUMOR
No es justo que pueda dar mi cuerpo a la ciencia
y no a las letras. Para darlo a la ciencia solo necesito
no padecer ninguna enfermedad infecciosa y tener
vigente el documento nacional de identidad. Si lo
acabo haciendo tengo pocas alternativas se que no tendr ningn problema y que contribuir a las
prcticas de los estudiantes de la facultad de
Medicina. Circulan muchas historias macabras sobre
el uso que se hace de los rganos donados y sobre
piscinas de formol. Algunos mdicos me han
hablado con una sonrisa cmplice, como si
aceptasen que la juventud y la vida de estudiante
implican un grado considerable y terrorfico de irresponsabilidad. No me preocupa que mis rganos
acaben sirviendo para asustar a un principiante de
primero de carrera o como un elemento de atrezzo
de una ceremonia de iniciacin de batas blancas.
Pero intuyo que, en manos de estudiantes de letras o
de simples aficionados a la literatura incluso de poetas el espectculo seria ms imprevisible. La medicina es una actividad seria y responsable. Las
letras, en cambio, son una vocacin que, como
escribi el maestro Manganelli, acaba siendo voltil,
misteriosa y frvola. Precisamente por eso preferira
dar mi cuerpo a las letras y acabar alimentando la
imaginacin de un perturbado o la capacidad de
fabulacin de alguien que, ante unos rganos
cedidos de manera altruista (y un poco temeraria),
tal vez conseguira sacar algn provecho inmaterial,
un brote de sana o insensata inspiracin, un poco de
ficcin.
DOS RADIOFONISTAS
I.- VOSOTROS, EN CASA, TAMBIN PODEIS JUGAR.
El hombre vive con su madre en una urbanizacin
medio desierta. Empezaron a construirla los
primeros aos de la burbuja inmobiliaria, cuando las
promesas de los promotores an coincidan con las
creaciones futuristas hechas por ordenador. Muchas
familias invirtieron el dinero que no tenan en
cincuenta y cuatro chalets con zonas comunitarias y
de comercio. De la tierra prometida ltimo crculo de un conjunto de periferias concntricas ha quedado una topografa virtual que perdura en las
charlas. Cuando alguien habla de las pistas de tenis, la piscina o el centro comercial, hace referencia a realidades que figuraban en los planos y
en las maquetas pero que nunca se construyeron.
Cohesionados por la euforia de la indignacin, los
vecinos se organizaron para exigir el cumplimiento
de las clusulas y contratos. Pero pasado un tiempo
hubieron de rendirse a la evidencia: la debilidad de
los derechos es inversamente proporcional a la
fortaleza de los deberes. Humillados por un largo
proceso de inanicin administrativa, la mayora de
los estafados abandonaron. El hombre es de los
pocos que an resisten, en parte porque confa en
una especie de justicia compensatoria y en parte
porque se alimenta con el combustible del rencor.
Cree que abandonar equivaldra a renunciar a todo lo
que se ha invertido hasta ahora. Todo quiere decir
mucho dinero pero tambin las hijas y la mujer, que
le abandonaron despus de haber intentado,
intilmente, apoyarle. De los que eran en un
principio solo quedan la madre invlida por la osteoporosis y por ataques de pnico y una asistenta sin la que no se habra podido mantener
atrincherado, enarbolando la bandera de la
resistencia, incluso cuando, cada dos por tres, los
ladrones de cobre se llevan los cables elctricos y
telefnicos de la zona.
Ahora el hombre, la madre y la asistenta estn
dentro del coche, camino hacia la sucursal bancaria
ms prxima. Cada seis meses tienen que cumplir la
formalidad de presentarse, en persona, para
justificar el cobro de la pensin de la madre. El lo
podra solucionar presentando una fe de vida pero en
las actuales circunstancias, le es ms complicado ir a
la capital para tramitarla que no organizar esta
peregrinacin burocrtica once kilmetros por una carretera infernal Una vez ante la sucursal no hace falta que la madre baje del coche. El apoderado se
acerca a saludarles y oficializa el trmite con un
estrecharse las manos. La secuencia es absurda pero
el hombre la acepta por necesidad. Volviendo hacia
casa, se cruzan con el camin de los ladrones de
cobre. Se sitan a lado y lado de la carretera,
desafiantes, conscientes que les ampara toda la
impunidad del mundo. El hombre no sabe lo que
hara sino fuese acompaado por la madre y la
asistenta. Tal vez se enfrentara o pensara en avisar
a la polica (que como siempre se limitara a
lamentar que existiese urbanizaciones cono esa).
Una vez en casa acelera las operaciones de
intendencia. Por experiencia sabe que hoy no habr
ni telfono ni Internet (a veces los robos incluyen los
cables de fibra ptica y afectan al servicio elctrico)
y que debern conformarse con velas y el transistor
de pilas, que tiene el poder de atenuar el pnico de la
madre. Ms tarde, en una de las pocas emisoras que
les llegan sin interferencias, un locutor inicia un
concurso y promete dos entradas dobles para un
espectculo sobre hielo. El hombre no se fija en las
preguntas, solo percibe que mientras espera las
llamadas de los oyentes, el locutor repite: Vosotros, en casa, tambin podis jugar. Fuera, el cielo se oscurece y los pocos faroles que aun funcionan
continan mal sntoma apagados. Por los ventanales ve pasar el camin cargado de cables,
enrollados como si fuese churros gigantes acabados
de frer, con los ladrones fumando y riendo,
insultndose con una cordialidad penitenciaria (sabe
que se insultan porque hablan la misma lengua que
la asistenta y, un da, ella le explic lo que decan),
subiendo hacia la zona del no-centro comercial. El
hombre se acerca al sof donde se sienta la madre y,
durante un rato, escuchan juntos como la radio
insiste: Vosotros, en casa, tambin podis jugar. El locutor lo repite como si hablase para hacer
tiempo, como si se esforzase en que no se le note el
pnico. El pnico de darse cuenta que nadie le
escucha, que nadie le llamar, que todos los
telfonos de la comarca, del pas y del mundo han
dejado de funcionar.
2.- SEOR POLLO
Poco antes de morir, el locutor se fue a vivir a
casa de su hermana. Estaba bastante enfermo para
saber que el crculo se cerraba y era lo
suficientemente lcido para resistirse con una
dignidad elegante y testimonial. Como la
enfermedad no le permita salir a la calle, bajaba al
vestbulo y sentado al lado del conserje, vea pasar
las horas y la gente. Aprovechaba la amplitud
seorial de este espacio para fumar contraviniendo
las rdenes de los mdicos. Si el conserje le
comentaba los peligros del tabaco, el locutor
responda: Mejor ser esclavo de tus vicios que de tus virtudes lo deca con una voz condenada por los tratamientos, que ya no se pareca a la que, durante
tantos aos, haba iluminado la ciudad.
Poco antes de morir, el locutor haba perdido la
energa que en sus mejores momentos le impulsaba a
declamar: Soy una silla! o en cumplimiento de un acuerdo con el patrocinador, en gritar: Soy don Pollo El personaje se hizo tan popular que , fuera del estudio, cuando le oan la voz los taxistas, los
camareros, los palmeros y las putas le identificaban
en seguida Ahora, en cambio, pareca un pollo de
una explotacin industrial a punto de ser sacrificado.
El conserje le daba conversacin y el le responda
satisfecho de escucharse, aunque sin tenerse que
poner los auriculares, se daba cuenta que haba
perdido el tono, el empuje y el carisma. Si alguien le
reconoca e insista a veces la gente es cruel y le haca repetir el nombre de uno de sus programas, el
se avena, La ciudad es un milln de cosas, deca y
se le nublaban los ojos no de nostalgia sino de
impotencia.
Arrastrado por la popularidad y la capacidad de
administrarla, el locutor se dejo llevar por el xito,
forzando la salud y preservando un espritu de artista
que sacaba de quicio a los colaboradores y a los
directivos y que le haca parecer ms informal de lo
que en realidad era, dice la leyenda que a final de
mes se funda el salario en fiestas maratonianas
celebradas en un hotel enfrente de la emisora,
Cuando la industria de la radio cambi para volverse
ms, el locutor empez a estorbar Incapaz de
gestionar el propio talento dinamitaba los guiones
pero si el oyente eras bastante indulgentes con los
excesos, poda vivir momentos de una creatividad
que en manos de cualquier otro, habran sonado
cursis o artificiales La misma intensidad que le hizo
triunfar le hizo perder. Con la escusa de ser
bohemio, combata la lgica de la responsabilidad.
Fuera de los estudio hua, pintaba y se convenca
que el silencio de la pintura compensaba la
verbosidad incontinente del seor Pollo.
Poco antes de morir, el locutor saludaba a los
vecinos que entrbamos y salamos del edificio. Yo
le reconoc por la barba blanca, la mirada de una franqueza que desarmaba y sobretodo por la manera, personalsima, a pesar de ale enfermedad,
de decir Buenos das. Sorprendido porque el seor Pollo hubiese ido a parar al vestbulo de casa,
record las veces que le haba odo co la oreja pura
prtesis pegada al transistor. Rememor mentalmente la organizacin de los conciertos
benficos, los dilogos con el pianista del estudio.
Las viudas que llamaban para decirle que queran
suicidarse y sus respuestas salvavidas: Suba a la azotea, mire la luna y vuelva a llamarme para
contarme como se encuentra. O ya, en la poca del declive, recordaba la entrevista que le hizo a un
escritor debutante. Para no seguir el cuestionario
tpico, el locutor anunci: A los que me demuestren que han ledo este libro y que me llamen
ahora, les regalo una maceta. Y como no llamaba nadie y notando la vergenza del escritor cambi de estrategia y, a gritos, anunci: A los que llamen ahora, les regalo el libro de nuestro invitado y dos
macetas, y la centralita de la emisora se colaps. Era de una humanidad invasiva. Era catico en su
modo de ser generoso y generoso e su modo de ser
catico. Era posesivo en sus afectos y malediciente
en sus odios. Era seguro en la indiferencia y creativo
incluso cunado le convena no serlo. En el estudio, y
con la voluntad de subrayar su lado ms crata, se
desentenda de la actualidad y cuando encendan el
piloto rojo y el cigarrillo (perteneca a la generacin
de radiofonistas que enriquecieron la antena con el
sonido del encendedor y del tabaco consumindose),
haca una pausa que multiplicaba la expectativa y
como si sufriese un calambre de vitalidad, gritaba:
Soy don Pollo! Y la ciudad le agradeca aquella
energa a fondo perdido con una sonrisa ntima y
fiel.
Poco despus de morir, se habl del locutor
procurando no hurgar en las heridas de las malas
pocas, ni en la ingratitud de los que le haban
utilizado o abandonado (por falta de paciencia o por
prudencia; porque todo tiene un lmite y el no se
acababa nunca; porque la bohemia asusta por lo que
tiene de amenaza y de tentacin). Los peridicos y
las radios le glosaron con comentarios generosos y
con aquella prisa que parece deear que llegue la
prxima necrolgica para borrar el dolor de la
anterior. En el vestbulo qued en conserje, hurfano
de aquella voz que tanto le haba acompaado en las
ltimas semanas. Adis al olor de tabaco. Adis a
las ancdotas de cuando, en el estudio, pona el
micrfono sobre un ladrillo (Me sirve para respirar mejor y recordar que nunca hay que perder los
orgenes) Adis al hilo de voz revolviendo recuerdos de mujeres a quien haba querido, de
amigas que ms all de lo razonable, le haban
ayudado a reparar viejos agravios (que el digera con
una mezcla autodestructiva de dependencia y
rencor).
En adelante, el conserje tendra que hacer un
esfuerzo por recordar la expresin del locutor
cuando, despus de hacer una pipada terminal, se
sorprenda pudiese perderse tan dentro por el
laberinto de los pulmones y encontrar la salida. O la
facilidad con la que regalaba cuadros que nunca
firmaba. Lo comentamos en el vestbulo, el conserje
y yo. Y sin haberlo acordado, nos quedamos
mirando la pgina de necrolgicas, compartiendo un
silencio de funeral, pensando que todos los locutores
deberan morir hablando, sorprendidos de que un
hombre tan bohemio, imprevisible y poco previsor
hubiese dejado preparada la esquela que mejor le
defina: La ciudad es un milln de cosas. Hoy entre ese milln est mi muerte. Soy Luis Arribas Castro.
Don Pollo.
TERCERA CANCION
Revolviendo los libros de la estantera he
encontrado la cuenta del restaurante donde comimos
el da que me dejaste. No es la clase de papeles que
me gusta conservar y por eso me ha extraado
descubrirlo extraviado entre las pginas de la
biografa de Louis de Funs. He recordado que
insististe mucho en pagar, probablemente porque
haba preparado la escena y debas creer que habra
sido indigno que, adems, te tuviese que convidar
yo. Que me llevase la cuenta tambin me ha
sorprendido. Quiere decir que a pesar de la dureza
del momento, me pareci importante conservarlo, tal
vez como la prueba documental de una decepcin la eleccin de un restaurante como territorio neutral
me doli casi tanto como el veredicto que,
rehuyndome la mirada, pronunciaste Me ha hecho sonrer ver lo que comimos. Aunque el documento
no especifica lo que pedimos cada uno, es fcil
deducirlo. De primero, no hay duda. Te facturaron
dos ensaladas de tomate, queso y organo. De
segundo, unos raviolis de langostinos y puerros
(para ti) y un filete a la plancha (para mi). Que no
tomsemos ni vino ni postres me hace suponer que
estbamos a dieta (si fuese posible volver atrs,
nunca ms hara rgimen: es uno de los factores ms
devastadores de destruccin de las parejas). El
restaurante an existe. No he vuelto porque no me
gusta. Es el tpico negocio hijo de los Juegos
Olmpicos donde, siguiendo un ritual muy propio de
esta ciudad, se juntan la hipocresa de los clientes,
que hacen ver que se come muy bien, y la falta de
escrpulos de los propietarios que fingen que saben
cocinar. Y tambin porque, aunque han pasado
muchos aos, no quiero arriesgarme a encontrarte y
tener que saludarte, preguntar como te va todo y que
tu, un poco incmoda, me tengas que presentar a tu
marido apretn de manos caluroso, ninguna dieta a la vista o peor an, a los hijos, clavados a ti, que deberamos haber tenido.
NUEVA YORK, 1994
(Notas para un cuento)
Hemos comprado comida india para llevar. En las
paredes del restaurante hay fotos del dueo del local
al lado de Robert de Niro, Richard Pryor y Bruce
Willis. Sospecho que debe de haber una empresa que
comercializa este tipo de fotografas, probablemente
trucadas. El conserje polaco del edificio donde
vivimos una amiga de Silvia nos ha dejado su apartamento durante unos das nos mira con recelo cada vez que entramos o salimos, especialmente a
mi (es imposible que nadie pueda desconfiar de
Silvia).
Hace meses que intentamos engendrar un hijo.
Calculamos los das de mxima fertilidad, las fases
de la luna, la temperatura basal y las ventajas de
determinadas posturas. Hacemos el amor con una
disciplina atltica, mecanizados por la trascendencia
del objetivo. Por la maana escucho una emisora
hispana de radio. Me fascina la locuacidad de los
locutores y la informacin del trfico: conectan con
una reportera que, en helicptero, sobrevuela los
puntos de acceso a la ciudad. Sospecho que, como
las fotografas del restaurante, el helicptero es de
mentira.
Desayunamos en un caf griego. Habamos
acordado ir cada da a un sitio distinto, pero como el
primer da a Silvia le gust mucho el camarero se miran con una apetencia recproca, reforzada por el
estallido de los huevos y el tocino sobre la plancha lo hemos convertido en ritual. Esta noche hemos de
ir a cenar a casa de Siri Hustvedt y Paul Auster. No
he querido pensar hasta ahora porque estaba
convencido que la cita se anulara. Silvia es la
editora de Hustvedt en espaol y, hace unas horas,
han hablado por telfono para ponerse de acuerdo.
Como ellos viven en Brooklyn y nosotros estamos
en Manhattan, nos han recomendado llamar a una
compaa de taxis privados. Me he pasado la tarde
fingiendo una calma que no tengo y revisando las
vas de acceso a Brooklyn.
Ayer sufr una bajada de tensin o una subida de
azcar aun no distingo los sntomas de cada cosa mientras comamos en un restaurante frecuentados
por mafiosos. No llegu al segundo plato: acab
taquicrdico. Ahora me doy cuenta de que todo este
nerviosismo tiene que ver con la inminencia de la
cena. Cmo he de comportarme si no se suficiente
ingls ni para intervenir en la conversacin ni para
seguirla? Cmo volveremos de Brooklyn? A que
hora? Silvia y Siri se conocen y tienen intereses
comunes pero, Qu har si Paul Auster Paul Auster! me dice alguna cosa? Y lo que es ms importante, podemos confiar en que el taxista no
nos matar?
El estado nervioso se ha ido agravando primero en
el taxi como he entrado es una espiral de histeria, hemos acabado llamando a los Auster para que nos
recomiende una compaa de confianza; deben haber
pensado que somos idiotas y despus, en Brooklyn, donde hemos llegado mucho antes de la
hora prevista. Para no ser inoportunos, hemos
paseado por Park Slope y Silvia me ha propuesto
identificar, entre la gente, un posible hijo de los
Auster. A veces lo hacemos: buscamos parecidos
entre los viandantes. Es un juego inofensivo que,
igual que la literatura, reconvierte las especulaciones
en creatividad y me aleja de esta hipocondra de la
tragedia (los hay que exageran enfermedades
inexistentes; yo sufro por catstrofes que solo son
reales en mi imaginacin).
Sentados en un caf buscamos el aire acondicionado para resguardarnos del bochorno contamos cinco hipotticos Auster junior. Al final,
nos presentamos en la casa, Silvia con su sonrisa que
la identifica y una botella de vino; yo, sudando, y
con una bola de nervios en el estmago. Valoro el
privilegio de cenar con dos escritores que admiro,
pero tambin soy consciente que esto no resuelve
mis atrofias de sociabilidad ni la incertidumbre sobre
la hora de vuelta, ni la inquietud de saber si el taxista
ser o no un asesino.
A los que no son sufridores tal vez les cueste
entenderlo. Es un trastorno que no tiene que ver con
la realidad sino con la ficcin. Acompaas a alguien
a su casa porque sospechas que los taxistas son
sicpatas que destripan a los clientes. Pero cuando
llegas te percatas que, puestos a hacer, mejor
acompaarlo hasta el ascensor, o hasta la puerta y, a
pesar de que durante unos minutos crees que ya
puedes estar tranquilo (ya tienes lo que queras: has
visto como entraba en casa y como cerraba con
doble llave), no puedes evitar llamarle ms tarde y
preguntarle si todo va bien (nunca se sabe; podra
haber habido un sicpata oculto en el interior). Esto
multiplicado por todas las personas que frecuentas,
es extenuante. Por eso he aprendido a establecer un
cierto autocontrol (anoto el nmero de la licencia de
los taxistas en lugar de acompaar a todo el mundo a
todas partes) y a aplicar una jerarqua de
sufrimientos que, a veces como esta noche no funciona.
Hay parquet, luz y un perro recogido de la calle,
tan hospitalario como los anfitriones. Se comportan
con una naturalidad que se agradece, sin dejar de
atender a los asuntos domsticos. Nos presentan a la
hija pequea y al hijo adolescente (no se parece a
ninguno de nuestros juniors) Que irn a cenar a una
pizzera para que podamos estar ms tranquilos. La casa est decorada con una equilibrada voluntad
de orden, calidez, buen gusto y comodidad. Salimos
al jardn, con rotundas moscas, de Brooklyn. Mi
ingls es tan defectuoso que durante la cena callo,
escucho y sonro, cazando frases al vuelo que
probablemente malinterpreto. Como Auster tambin
habla francs, tiene la deferencia de cambiar de
idioma, pero no se que es peor, si sufrir por no
entender nada o sufrir por no saber que decir. El se
debe dar cuenta porque a medida que pasan los
minutos, es cada vez ms cordial.
Auster enciende puritos holandeses y habla de
cosas interesantes, como del rodaje de Smoke y, en
estos das, de Blue in the face, su primera
experiencia como cineasta. Se le nota la energa y el
entusiasmo propios de los momentos creativos.
Explica ancdotas de William Hurt Siri y Silvia ponen los ojos en blanco: deduzco que Hurt es como
un camarero griego pero elevado a la mxima
potencia de la bondad y de los problemas matrimoniales de Harvey Keitel, de la generosidad
de Ang Lee. Yo, entretanto, sudo y especulo sobre
si, en el momento de asesinarnos, el taxista usar
una pistola o un machete.
Devoramos una ensalada de ingredientes
deliciosos pero no identificados, un filete de atn y
helado Hagen Dazs de vainilla. La conversacin se
alarga y, de modo precario, consigo contener la bola
de nervios. Constato que Auster es la
personificacin del carisma y de la cordialidad.
Hustvedt, quizs porque no entiendo casi nada de lo
que dice, parece ms tensa (el azulsimo color de sus
ojos se le oscurece con sbitas nubes de cansancio,
que atribuyo a nuestra mejor dicho: a mi presencia). Cuando por la lgica del protocolo,
parecera que haba llegado el momento de irse,
Auster nos sorprende al preguntarnos: Os gustara
ver el material de Blue in the face que hemos rodado
hasta ahora?.
El privilegio de estar cerca del admirado escritor
(y de admirarle an ms porque se comporta de una
manera que invita a no idolatrarlo), de escucharle, de
compartir ancdotas y vino, de espantar las mismas
moscas, de inspirar el tabaco que el espira, de tener
la oportunidad de ver juntos un trabajo indito, nada
de eso es suficiente para evitar que, con una
conviccin suicida, yo responsa con un no rotundo.
No, repito. Es una respuesta tal maleducada que Silvia ha de rescatarme y, en un tono de voz que da a
entender que no he dicho lo que si he dicho, me
corrige:Sera fantstico.
Todos hacen ver que no me han odo y me miran,
perro incluido, como el conserje polaco. Subimos al
primer piso, a una especie de videobiblioteca
desordenada pero acogedora, con un sof y una
pantalla de televisin. Auster pone la cinta VHS y
comenta las escenas. Silvia le corresponde con
agradecimiento, atencin y complicidad. Yo creo
que tardaremos una hora ms en irnos y en el taxista
(que nos matar). Mientras tanto en la pantalla veo
imgenes que en otra vida seguro que me habran
gustado (reconozco a Lou Reed pero como no le
entiendo, no puedo imaginar que est diciendo que
Nueva York no le da ningn miedo especial, a
diferencia de Suecia, que si que le da, porque en
Suecia todo el mundo va borracho, y todo funciona,
y estas cosas le dan miedo, pero Nueva York, en
cambio, no). Y el taxista que me imagino es
entonces Robert de Niro, Richard Pryor, Harvey
Keitel e incluso William Hurt, con los ojos en
blanco y usando el machete con una destreza cruel.
La bola de nervios gana la batalla. Pienso en lo
que debe faltar para que acabe la pelcula y en mi
incapacidad de saborear este momento. Soy
conciente que dentro de unas horas o maana, me lo
reprochar con rabia, vergenza y frustracin. Y que
entonces querr volver atrs demasiado tarde y agradecer la generosidad de los Auster y la paciencia
de Silvia, a quien espero ser capaz de darle el hijo
que tanto desea (no lo comento porque es un
pensamiento inconfesable pero estoy convencido de
que si en lugar de ser yo, el padre tuviese que ser
Auster, Hurt o Keitel por no hablar del camarero griego ya hace semanas que estara embarazada).
Cuando salimos el bochorno se ha disipado un
poco. El taxi de la compaa de confianza nos
espera, conducido por un sudafricano melanclico y
silencioso. El camino de vuelta es plcido.
Atravesamos un puente monumental, sin atascos ni
helicpteros. Nada de lo que vemos parece formar
parte de un decorado sino de un escenario vivo en
que cada luz tiene sentido, historia y coherencia.
Busco la mano de Silvia pensando que tiene motivos
para rechazarla. Pero ella la aprieta con fuerza, como
si quisiese transmitirme una confianza que no me he
ganado pero que necesitaremos para acabar lo que
hemos empezado. Pero antes hemos de llegar sanos
y salvos al apartamento. Hemos de cruzar el
vestbulo (nunca hemos vuelto tan tarde y no se si
tendremos que enfrentarnos a la mirada reprobadora
del conserje polaco o a la indiferencia narcotizada
del suplente jamaicano). Hemos de subir en el
ascensor (con la doble puerta y la reja corrediza, de
una lentitud terrorfica). Y hemos de comprobar que
no haya ningn sicpata en el interior.
BUFANDA
Tiene noventa y dos aos. Est tejiendo una
bufanda por lo menos lo intenta Durante mucho tiempo, hacer media ha siso una manera de relajarse
sin dejar de ser productiva ni caer en una ociosidad
que ira contra sus principios. Enfila puntos, no
acierta movimientos que antes eran automticos,
deshace con los dedos lo que ha tejido con las
agujar, no sigue el orden adecuado, digmoslo
claro,: no solo no avanza sino que, a menudo
retrocede. A ratos confunde las lanas, mira de
derecha a izquierda, sin pedir nada (aun dosifica las
demandas de ayuda), hasta que se da cuenta que lo
que busca lo tiene entre las manos. A pesar de que le
falla la vista y el tacto, continua. De tanto en tanto,
contempla lo poco que ha conseguido tejer no sabe
que, mientras ella duerme, su nuera le rectifica los
errores con una satisfaccin que mas tiene que ver con la sorpresa que con el orgullo. Aplana el
extremo nunca acabado ni comenzado de la bufanda
con una caricia experta, como si, a travs de lo que
le queda de tacto, evaluase su propia habilidad.
Coordina tres puntos seguidos. Se encala. Coge la
bolsa donde guarda las madejas de lana Pingouin y murmura. Vuelve. Hace aos era capaz de hacer
media mientras escuchaba la radio, mantena una
conversacin y, de reojo, vigilaba lo que teja. Hacia
ir las agujas con una habilidad prodigiosa y,
entonces, hablaba del marxismo, de las diversas
versiones de Just a gigol, de poesa feminista, de la
malvada belleza de Alain Delon, de la zarzuelas
Cans de amor i de guerra o de la tortilla de
alcachofas que hara para cenar, de las radionovelas.
En cambio, ahora, la capacidad de control se ha
deteriorado y la sensacin que transmite es de
impotencia. A pesar de eso, parece ms preocupada
por los hechos que no por las emociones. La
voluntad de mantenerse ocupada prevalece sobre
cualquier otra consideracin. Para recuperar el ritmo
hace una pausa, y comenta como ser la bufanda y
de que manera los colores elegidos - un centelleo
trenzado de naranja, amarillo y rojo favorecern a la nieta para la que lo est tejiendo. Cuando los
obstculos se acumulan no abandona y, contrariada
y huyendo de la compasin encuentra la excusa
pertinente: Esta lana es muy fastidiosa porque la
mezcla de colores desorienta y nunca sabes donde
clavas la aguja O en el mismo tono que adoptaba cuando aun le hacan entrevistas, responde:Me gusta hacer media porque tienen ritmo Que ponga a prueba los sentidos que mas le fallan es la expresin
de un carcter marcado por la obstinacin. Es una
cualidad muy valorada aunque tambin hemos de
admitir que hay una obstinacin irreflexiva, que
transforma la voluntad en una especie de fanatismo.
Mientras mueve las agujas, parece distanciarse de la
racionalidad. Reducida al mbito de esta bufanda, la
obstinacin ha dejado de ser un recurso para vencer
los obstculos y ahora solo es una manera de
conseguir que el tiempo pase ms deprisa.
TODOS LO HACEN
Nota el cansancio en las cervicales. Se le cierran
los ojos. Combate el sueo con el efecto del caf que
se ha tomado antes de salir de casa. Ha aparcado a
cincuenta metros de la discoteca donde ha quedado
en recoger a su hija. Mira el reloj, enciende la radio
y escucha las noticias de las cuatro. El paisaje no le
tranquiliza: arriba y abajo, adolescentes y jvenes
que gritan, cantan, ren, se pelean, beben, fuman,
vomitan, hacen ruido con los tubos de escape o,
despus de trastabillar, se caen a plomo. La
negociacin para decidir la hora de vuelta ha sido
desagradable. El se ha sentido culpable de no haber
sabido imponer su principio de autoridad. Ella se ha
sentido infeliz de tener un padre tan carca. Para
disuadirla le ha recordado que solo tiene diecisis,
sin pensar que ella los vive como si fuesen muchos y
que, por eso mismo, tendra que dejarla salir, como
mnimo hasta las seis. El argumento ms repetido
por ella ha sido el de siempre: todos lo hacen.
Hacerle entender que eso no es ninguna garanta ha
sido intil y, al final, han pactado que volver a las
cuatro y que el la ir a buscar. Ahora, viendo el
gento que hay por la calle una avenida del polgono transformada en atraccin noctmbula tiene que admitir que tal vez si que todo el mundo lo
haga. Retrasa el momento de telefonearla. Est
convencido que saltar el buzn de voz y sonar la
frase que menos le gusta or: Est apagado o fuera de cobertura. Sino estuviese tan cansado y no tuviese tanto sueo, empezara pensar en represalias
proporcionales a la indisciplina cometida (cada
minuto que pasa tiene ms claro no respetar lo que
han pactado). En situaciones como esta, la
experiencia no le sirve de nada. Hace treinta aos,
cuando el tenia diecisis, la severidad de los padres
le pareca injusta pero natural. Discutirla solo era
una opcin testimonial, una oportunidad para
desfogarse gritos, portazos y, al final, acatar la disciplina. Pero en las decisiones de hoy ya no
intervienen ni la arbitrariedad ni el espritu rebelde,
solo los caprichos de la inmediatez y la estupidez de
los horarios. La mayora de padres que conoce lo
aceptan con resignacin como si fuese una epidemia
inofensiva e incluso simptica. Le horroriza que con
solo diecisis aos, su hija quiera hacer lo mismo
que el no hizo hasta los treinta. Pero a base de
discusiones extenuantes no descarta sumarse a la
indiferencia mayoritaria. Ahora lo nico que quiere
es que no le haya pasado nada y que salga de la
discoteca. Para no perder la calma, le deja un
mensaje de texto: Estoy fuera, aparacado en la esquina. Enviar. Es un texto sobrio, que no destila ni reproches ni amenazas. El corazn se le acelera.
Si su hija no sale o no contesta en seguida, sabe que
la taquicardia se agravar, lo mismo que la
capacidad para maginar tragedias (aludes humanos,
violaciones, comas etlicos) Se frota los ojos. Bosteza. Enciende la radio y recorre el dial sin
encontrar ningn consuelo, ni tan solo en la emisora
Radio Ol. Con el mvil en la mano, espera la
respuesta. Mira la gente que cruza la calle, rebaos
de minifaldas, tacones, flequillos, crestas
engominadas y pantalones calculadamente cados.
Enva un mensaje, y otro. Al final, la llama. Lo tiene conectado, piensa, sin saber si esto le preocupa ms o menos. Cada tono que ella deja
sonar sin contestar se le diluye en la sangre como un