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SERMON I LA SALVACION POR LA FE [*] Por gracia sois salvos por la fe (Efesios 2:8). SERMON II EL CASI CRISTIANO 1[1] Por poco me persuades a ser cristiano (Hechos 26:28). SERMON V LA JUSTIFICACION POR LA FE Mas al que no obra, pero cree en aquel que justifica al impío, la fe le es contada por justicia (Romanos 4:5). SERMON VI LA JUSTICIA POR LA FE Porque Moisés describe la justicia que es por la ley: Que el hombre que hiciere estas cosas, vivirá por ellas. Mas la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo). O ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para volver a traer a Cristo de los muertos). Mas, ¿qué? Cercana está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe, la cual predicamos (Romanos 10:5-8). SERMON I NOTAS INTRODUCTORIAS El señor Juan Wesley predicó este sermón ante la Universidad de Oxford el 11 de junio de 1738, diez y ocho días después de haber tenido la conciencia de una nueva vida. Consiste de tres partes: la definición de la fe, definición de la salvación y contestaciones a las objeciones. 1[1] Predicado en la iglesia de Santa María, Oxford, ante aquella universidad el día 25 de julio de 1741.

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SERMON I

LA SALVACION POR LA FE[*]

Por gracia sois salvos por la fe (Efesios 2:8).

SERMON II 

EL CASI CRISTIANO1[1]

 Por poco me persuades a ser cristiano (Hechos 26:28).

SERMON V 

LA JUSTIFICACION POR LA FE Mas al que no obra, pero cree en aquel que justifica al impío, la fe le es contada por justicia

(Romanos 4:5).

SERMON VI 

LA JUSTICIA POR LA FE  Porque Moisés describe la justicia que es por la ley: Que el hombre que hiciere estas cosas, vivirá

por ellas. Mas la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo). O ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para volver a traer a Cristo de los muertos). Mas, ¿qué? Cercana está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe, la cual predicamos (Romanos 10:5-8).

 

SERMON I

NOTAS INTRODUCTORIAS

El señor Juan Wesley predicó este sermón ante la Universidad de Oxford el 11 de junio de 1738, diez y ocho días después de haber tenido la conciencia de una nueva vida. Consiste de tres partes: la definición de la fe, definición de la salvación y contestaciones a las objeciones.

Durante muchos años había estado el señor Wesley tratando de obtener la salvación por medio de las obras de la ley; mas no pudiendo, a pesar de sus esfuerzos para conseguir su santidad por la oración, el ayuno y la práctica de buenas obras, encontrar la perla de gran precio, por último lo convenció Pedro Boehler, el moravo, de que la salvación viene por la fe y cuando el alma pone toda su confianza en Cristo

1[1] Predicado en la iglesia de Santa María, Oxford, ante aquella universidad el día 25 de julio de 1741.

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el Salvador. Como este sermón fue el resultado de su conversión, nos ha parecido conveniente dar su experiencia en sus propias palabras:

“Al día siguiente, pues, vinieron Pedro Boehler y otras tres personas, todos los que testificaron con su propia experiencia: que la fe viva en Cristo y la conciencia de estar perdonado de todos los pecados pasa-dos, y libre de transgresiones en la actualidad, son dos cosas inseparables. Añadieron unánimes que esta fe es el don, el don libre de Dios, quien indudablemente la concede a todas las almas que con fervor y perseverancia la buscan. Estando plenamente convencido, me resolví a buscar este don, con la ayuda de Dios, hasta encontrarlo, por los siguientes medios: (1) Negándome enteramente a confiar en mis propias obras, en las que, sin saberlo y desde mi juventud, había yo basado la esperanza de mi salvación. (2) Proponiéndome añadir constantemente a los medios usuales de gracia, la oración continua para conseguir esta gracia que justifica; plena confianza en la sangre de Cristo derramada por mí; esperanza en El; como que es mi Salvador, mi única justificación, santificación y redención.

“Continué, pues, buscando este don, si bien con indiferencia, pereza y frialdad y cayendo frecuentemente y más que de ordinario en el pecado, hasta el viernes 24 de mayo. Como a las cinco de la mañana de ese día, abrí mi Testamento y encontré estas palabras: ‘Nos son dadas preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas fueseis hechos participantes de la naturaleza divina’ (II Pedro 1:4). Antes de salir abrí otra vez mi Testamento y leí, ‘No estás lejos del reino de Dios.’ En la tarde me invitaron a ir a la catedral de San Pablo y oí la antífona: ‘De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica. Jehová, si mirares a los pecados, ¿quién oh Señor podrá mantenerse? Empero hay perdón cerca de ti, para que seas temido. Esperé yo a Jehová, esperó mi alma; en su palabra he esperado. Mi alma espera a Jehová más que los centinelas a la mañana; más que los vigilantes a la mañana. Espere Israel a Jehová; porque en Jehová hay misericordia, y abundante redención con él. Y él redimirá a Israel de todos sus pecados.’

“Con poca voluntad asistí en la noche a la reunión de una sociedad en la calle de Aldersgate, donde una persona estaba leyendo el prefacio de Lutero sobre la Epístola a los Romanos. Como a un cuarto para las nueve, al estar dicho individuo describiendo el cambio que Dios obra en el corazón por medio de la fe en Cristo, sentí en mi corazón un calor extraño. Experimenté confianza en Cristo y en Cristo solamente, para mi salvación; recibí la seguridad de que El había borrado mis pecados, mis propios pecados y salvádome de la ley del pecado y de la muerte.”

Así fue guiado el señor Wesley, paso a paso, hasta que obtuvo la gran bendición de sentirse perdonado y, habiendo el Espíritu Santo sellado esta verdad en su corazón, se entregó, bajo la divina influencia y por completo, al Señor por medio de su confianza en el Salvador de los hombres. Entonces pudo decir: “Su sangre fue por mí derramada; es mí Salvador.” A la par que define esta fe en el sermón siguiente describe también su efecto, que es la salvación. Ilustra esta conciencia de la salvación del pecado con su propia experiencia.

“A mi regreso a casa, se me presentaron muchas tentaciones que cuando oré, huyeron, mas para volver repetidas veces. Con la misma frecuencia elevaba yo mi alma al Señor, quien ‘me envió ayuda desde su santuario.’ Y en esto encontré la diferencia entre mi anterior condición y la actual: antes me esmeraba y luchaba con todas mis fuerzas, tanto bajo la ley como bajo la gracia y algunas veces, aunque no seguido, perdía; ahora salgo siempre victorioso.”

Cinco días después escribía: “Gozo de paz constante y ni un solo pensamiento intranquilo me asedia; me siento libre del pecado y no tengo ni un deseo impuro.” Dos días después añade: “Y sin embargo, el miércoles contristé al Espíritu de Dios, no sólo no velando en la oración, sino al hablar con dureza, en lugar de amorosamente, de uno que no está firme en la fe. Inmediatamente Dios escondió su- rostro de mi vista y me sentí atribulado, continuando en esta aflicción hasta la mañana del día siguiente, 1 de junio, cuando al Señor plugo, al estar yo exhortando a otro hermano, consolarme.”

SERMON I

LA SALVACION POR LA FE[*]

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Por gracia sois salvos por la fe (Efesios 2:8).

1.     Impulsos únicamente de gracia, bondad y favor, son todas las bendiciones que Dios ha conferido al hombre; favor gratuito, inmerecido; gracia enteramente inmerecida, pues que el hombre no tiene ningún derecho a la menor de sus misericordias. Movido por un amor espontáneo, “formó al hombre del polvo de la tierra y alentó en él...soplo de vida,” alma en que imprimió la imagen de Dios; “y puso todo bajo sus pies.” La misma gracia gratuita existe aún para nosotros. La vida, el aliento y cuanto hay, pues que en nosotros nada se encuentra ni podemos hacer cosa alguna que merezca el menor premio de la mano de Dios. “Jehová, tú nos depararás paz; porque también obraste en nosotros todas nuestras obras.” Son estas otras tantas pruebas más de su gratuita misericordia, puesto que cualquiera cosa buena que haya en el hombre, es igualmente un don de Dios.

2.     ¿Con qué, pues, podrá el pecador expiar el menor de sus pecados? ¿Con sus propias obras? Ciertamente que no; por muchas y santas que éstas fuesen, no son suyas, sino de Dios. A la verdad las obras todas del hombre son inicuas y pecaminosas, y así es que todos necesitamos de una nueva expia-ción. El árbol podrido no puede dar sino fruto podrido; el corazón del hombre está enteramente corrompido y es cosa abominable; se halla “destituido de la gloria de Dios;” de esa sublime pureza que al principio se imprimiera en su alma, como imagen de su gran Creador. No teniendo pues nada, ni santidad ni obras qué alegar, enmudece confundido ante Dios.

3.     Ahora pues, si los pecadores hallan favor con Dios, es “gracia sobre gracia.” Aún se digna Dios derramar nuevas bendiciones sobre nosotros y la mayor de ellas es la salvación. ¿Y qué podremos decir de todo esto, sino “gracias sean dadas a Dios por su don inefable”? Y así es: en esto “Dios encarece su caridad para con nosotros, porque siendo aun pecadores, Cristo murió,” para salvarnos; “porque por gracia sois salvos por la fe.” La gracia es la fuente, y la fe la condición de la salvación.

Precisa por lo tanto, a fin de alcanzar la gracia de Dios, que investiguemos cuidadosamente:

I. Por medio de qué fe nos salvamos.

II. Qué cosa es la salvación que resulta de esta fe.

III. De qué manera se puede contestar a ciertas objeciones.

I.      ¿Por medio de qué fe nos salvamos?

1.     En primer lugar, no es solamente la fe de los paganos. Exige el Creador de todos los paganos que crean: “que le hay, y que es galardonador de los que le buscan;” que se le debe buscar para glorificarlo como a Dios; dándole gracias por todas las cosas y practicando con esmero las virtudes de la justicia, misericordia y verdad para con los demás hombres. El griego y el romano, el escita y el indio no tenían disculpa alguna si no creían en la existencia y los atributos de Dios, un premio o un castigo futuro y lo obligatoria que por naturaleza es la virtud moral; porque esta es apenas la fe de un pagano.

2.     Ni es, en segundo lugar, la fe del diablo; si bien ésta es más amplia que la del pagano; pues no sólo cree en un Dios sabio y poderoso, bondadoso en el premio y justo en el castigo; sino que Jesús es el Hijo de Dios, el Cristo, el Salvador del mundo; lo confiesa claramente al decir: “yo te conozco quién eres, el santo de Dios” (Lucas 4:34). Ni podemos dudar que ese desgraciado espíritu crea todas las palabras que salieron de la boca del Santo de Dios; más aún, todo lo que los hombres inspirados de la antigüedad escribieron, pues que dio su testimonio respecto de dos de ellos al decir: “Estos hombres son siervos del Dios alto, los cuales os anuncian el camino de salud.” Todo esto cree el gran enemigo de Dios y de los hombres y tiembla al creer que Dios fue hecho manifiesto en la carne; que “pondrá a sus enemigos debajo de sus pies;” y que “toda Escritura es inspirada divinamente.” Hasta allí llega la fe del diablo.

3.     Tercero. La fe por medio de la cual somos salvos, en el sentido de la palabra que más adelante se explicará, no es solamente la que los apóstoles tuvieron mientras Cristo estuvo en la tierra; si bien creyeron en El de tal manera, que “dejaron todo y le siguieron;” aunque tenían poder de obrar milagros,

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“de sanar toda clase de dolencia y enfermedad;” más aún “poder y autoridad sobre todos los demonios;” y más que todo esto, fueron enviados por su Maestro “a predicar el reino de Dios.”

4.     ¿Por medio de qué fe, pues, somos salvos? En general y primeramente se puede contestar: que es la fe en Cristo, cuyos dos únicos objetos son: Cristo, y Dios por medio de Cristo. Y en esto se distingue suficiente y absolutamente de la fe de los paganos antiguos o modernos. De la fe del diablo se diferencia por completo, en que no es una cosa meramente especulativa o racional; un asentimiento inerte y frío; una sucesión de ideas en la mente; sino una disposición del corazón. Porque así dice la Escritura: “Con el corazón se cree para justicia.” “Si confesares con tu boca al Señor Jesús, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.”

5.     En esto se distingue de la fe que los apóstoles tenían mientras nuestro Señor Jesucristo estuvo sobre la tierra: en que reconoce la necesidad y los méritos de su muerte y el poder de su resurrección. Reconoce su muerte como el único medio suficiente para salvar al hombre de la muerte eterna, y su resurrección como la restauración de todos nosotros a la vida y a la inmortalidad, puesto que “fue entregado por nues-tros delitos, y resucitado para nuestra justificación.” La fe cristiana, por lo tanto, no es sólo el asentimiento a todo el Evangelio de Cristo, sino también una perfecta confianza en la sangre de Jesús; la esperanza firme en los méritos de su vida, muerte y resurrección; reposo en El como nuestra expiación y nuestra vida, como dado para nosotros y viviendo en nosotros; cuyo efecto es la unión y perfecta adhesión a El como nuestra “sabiduría, justificación, santificación y redención;” en una palabra, nuestra salvación.

II.    La salvación que se obtiene por medio de esta fe, es el segundo punto que pasamos a considerar.

1.     Y, en primer lugar, además de cualquiera cualidad que tenga, es una salvación actual; es algo que se puede obtener y que de hecho adquieren en la tierra los que participan de esta fe; pues no dijo el apóstol a los creyentes en Efeso, y en ellos a los fieles de todas las épocas, seréis salvos, (lo que habría sido cierto), sino: “Sois salvos por la fe.”

2.     Sois salvos (para comprender todo en una palabra) del pecado. Tal es la salvación por medio de la fe—la gran salvación predicha por el ángel antes que Dios mandase a su Unigénito al mundo: “llamarás su nombre JESUS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados;” y ni en esta ni en ninguna otra parte de las Escrituras se encuentra límite o restricción alguna. El salvará de todos sus pecados: del pecado original y actual, de los pasados y presentes; “de la carne y del espíritu,” a todo su pueblo o, como está escrito en otro lugar, “a todos los que creen en él.” Por medio de la fe en El están salvos de la culpa y el poder del pecado.

3.     Primeramente, de la culpa de los pecados pasados; puesto que siendo todo el mundo culpable delante de Dios, por cuanto si Jehová mirase a los pecados, “¿Quién, oh Señor, podrá mantenerse?” y “por la ley existe” solamente “el conocimiento del pecado,” mas no el libramiento de él; y por el cumplimiento, de “las obras de la ley, ninguna carne se justificará delante de él,” mas “la justicia de Dios por la fe de Je-sucristo, para todos los que creen en él,” y están “justificados gratuitamente por su gracia, por la redención que es en Cristo Jesús; al cual Dios ha propuesto en propiciación por la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, atento a haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados.” Cristo ha destruido “la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición,” “rayendo la cédula...que nos era contraria…quitándola de en medio y enclavándola en su cruz.” “Ahora pues, ninguna condenación hay para los que” creen “en Cristo Jesús.”

4.     Y estando salvos de la culpa, están libres del temor; no del temor filial de ofender, sino del miedo servil; de ese miedo que atormenta, del miedo del castigo, de la ira de Dios a quien ya no consideran como un señor duro, sino como un padre indulgente; porque no han recibido “el espíritu de ser-vidumbre...mas habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos, Abba, Padre, porque el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu que somos hijos de Dios.” Están asimismo libres del temor, si bien no de la posibilidad de caer de la gracia de Dios y perder sus grandes e inestimables promesas; de manera que tienen “paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo,” se glorían en la esperanza de la gloria de Dios y “el amor de Dios está derramado en sus corazones por el Espíritu de Dios que les es dado.” Están persuadidos, por tanto, (si bien no constantemente ni con la misma plenitud)

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que: “ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura los podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro.”

5.     Más aún: por medio de esta fe están salvos no sólo de la culpa, sino del poder del pecado. Así lo declara el apóstol cuando dice: “Sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados y no hay pecado en él; cualquiera que permanece en él, no peca” (1 Juan 4:5, etc.). “Hijitos, no os engañe ninguno: el que hace justicia, es justo, como él también es justo. El que hace pecado, es del diablo. Cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado, porque su simiente está en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios.” Y en otro lugar: “Sabemos que cualquiera que es nacido de Dios, no peca; mas el que es engendrado de Dios, se guarda a sí mismo, y el maligno no le toca” (1 Juan 5:18).

6.     El que por medio de la fe es nacido de Dios, no peca: (1) con pecados habituales; porque todo hábito pecaminoso es pecado que reina, pero el pecado no puede reinar en los que creen; (2) ni voluntariamente; porque mientras permanece en la fe, su voluntad se opone por completo a toda clase de pecado y lo aborrece como veneno mortal; (3) ni por deseos pecaminosos, pues que constantemente desea hacer la santa voluntad de Dios y con el auxilio de la gracia divina, ahoga en su nacimiento cualquier pensamiento impuro; ni (4) peca por debilidades, de obra, palabra o pensamiento; puesto que sus debilidades no tienen el asentimiento de su voluntad, sin la cual no pueden en justicia reputarse como pecados. Así es que: “el que es nacido de Dios no hace pecado” y aunque no puede decir que no ha pecado, sin embargo, ahora ya “no peca.”

7.     Esta es pues la salvación que por medio de la fe se adquiere aun en este mundo; salvación del pecado y sus consecuencias, según lo expresa a menudo la palabra justificación que tomada en su sentido más lato significa libramiento de la culpa y del castigo, por medio de la expiación de Cristo que el alma del pecador se aplica a sí misma en el momento de creer, así como del poder del pecado por medio de Cristo, formado en su corazón. De manera que todo aquel que de este modo está justificado o salvo por la fe, ciertamente ha nacido otra vez. Ha nacido otra vez del Espíritu a vida nueva “que está escondida con Cristo en Dios,” y como un niño recién nacido, recibe gustoso “la leche espiritual, sin engaño, para que por ella” crezca, siguiendo con la ayuda de Dios, de fe en fe, de gracia en gracia, hasta que por último llegue a ser un “varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo.”

III. La primera objeción que por lo general se presenta a lo anterior, es ésta:

1.      Que la predicación de la salvación o la justificación por la fe solamente, es predicar en contra de la santidad y las buenas obras; a lo que se puede prestamente contestar:

“Eso sería cierto si predicásemos, como algunos lo hacen, una fe aislada de las buenas obras; pero la fe que enseñamos es productiva de buenas obras y santidad.”

2.      Conviene, sin embargo, considerarla más detenidamente y con especialidad ya que no es una objeción nueva, sino tan antigua como los tiempos de Pablo, puesto que desde entonces se preguntaba: “¿luego deshacemos la ley por la fe?” A lo que luego contestamos: que todos los que no predican la fe, necesariamente la invalidan, ya sea directa y abiertamente por medio de limitaciones y comentarios que destruyen todo el espíritu del texto, o de un modo indirecto al no señalar los únicos medios de ponerla en práctica; mientras que nosotros, en segundo lugar, “establecemos la ley” no sólo al demostrar toda su amplitud y sentido espiritual, sino también invitando a todos a esta fuente de vida, para que “la justicia de la ley se cumpla en ellos.” Los que confían en la sangre de Cristo únicamente, usan de todos los medios por El establecidos para hacer aquellas “buenas obras, las cuales Dios preparó para que anduviésemos en ellas;” tienen y hacen palpable su genio puro y santo, semejante a la mente de Cristo Jesús.

3.      Mas la predicación de esta fe, ¿no desarrollará el orgullo en los hombres? A lo que contestamos, que muy bien puede darse el caso y, por lo tanto, se debe amonestar muy fervientemente a todos los creyentes con las palabras del gran apóstol: “por su incredulidad” las primeras ramas “fueron quebradas, mas tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, antes teme; que si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará. Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios. La severidad ciertamente en los que cayeron; mas la bondad para contigo, si permanecieres en la bondad; pues de otra manera tú también

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serás cortado.” Y mientras que permanezcan en la fe, se acordarán de aquellas palabras de San Pablo anticipando y contestando esta misma objeción. “¿Dónde, pues, está la jactancia? Es excluida. ¿Por cuál ley? ¿De las obras? No, mas por la ley de la fe” (Romanos 3:27). Si el hombre se justificara por sus obras tendría de qué gloriarse; mas no hay gloria para el que “no obra, pero cree en aquel que justifica al impío” (Romanos 4:5). El mismo sentido tienen las palabras que anteceden y las que siguen al texto. “Empero Dios, que es rico en misericordia, por su mucho amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo; por gracia sois salvos; y juntamente nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros, las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros” (Efesios 2:4-8). Ni la fe ni la salvación vienen de vosotros: “es don de Dios,” don gratuito, inmerecido; la fe por medio de la cual sois salvos, lo mismo que la salvación que os ha dado, son por su gracia y misericordia. Que creéis, es una manifestación de su gracia, y que al creer seáis salvos, es otra. “No por obras para que nadie se gloríe,” puesto que todas nuestras obras, nues-tra justicia que teníamos antes de creer, no merecían de Dios otra cosa sino la condenación; tan lejos estábamos de merecer, por nuestras propias obras, la fe que nunca se recibe como premio de buenas obras. Ni es la salvación el resultado de las buenas obras que hacemos después de creer, porque entonces es Dios quien obra en nosotros, y que nos dé un premio por las obras que El hace, sólo manifiesta lo infinito de su misericordia, pero no nos deja nada de qué gloriamos.

4.      A pesar de todo esto, ¿no se corre el peligro, al hablar de esta manera de la misericordia de Dios que salva y santifica sólo por la fe, de inducir a los hombres a pecar? Ciertamente que lo hay y muchos continúan en el pecado “para que la gracia abunde,” mas su sangre sea sobre sus cabezas. La bondad de Dios debería impulsar al arrepentimiento y esta es la influencia que ejerce en los corazones sinceros. Sabiendo que El perdona, le piden fervientemente que borre sus pecados por medio de la fe en Jesús; y si ruegan con instancia y no desmayan, si lo buscan por todos los medios que El ha establecido, si se rehúsan a “ser consolados” hasta que El venga, El vendrá y no se tardará. El puede llevar a cabo mucho en poco tiempo. Multiplicados ejemplos tenemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles, de esta fe que Dios infunde en los corazones de los hombres súbitamente, semejante al rayo que rasga los cielos. Así, en la misma hora en que Pablo y Silas empezaron a predicar, se arrepintió el carcelero, creyó y fue bautizado, como también lo fueron tres mil personas por Pedro el día de Pentecostés; todos los que se arrepintieron y creyeron al escuchar su primera predicación. Bendito sea el Señor que hoy día existen muchas almas, pruebas vivientes de que es “grande para salvar.”

5.     Considerada esta misma verdad bajo otro punto de vista, ofrece una objeción muy diferente de la anterior. “Si no pueden los hombres salvarse a pesar de sus buenas obras, muchos se darán a la desesperación.” Sí, por cierto: perderán la esperanza de salvarse por sus propias obras, sus propios méritos, su justicia. Y así debe ser, porque ninguno puede confiar en los méritos de Cristo, hasta no haber completamente renunciado a los suyos propios; y los que tratan de “establecer su propia justicia” no obtienen la justicia de Dios, puesto que mientras confían en la justicia que pertenece a la ley, no se les puede dar aquella que pertenece a la fe.

6.     Pero se dice que esta es una doctrina poco consoladora. El diablo habló como quien es, el padre de la mentira y el embuste, cuando sugirió a los hombres semejante idea. Es la doctrina consoladora por excelencia, “llena de consuelo,” para todos los pecadores que se han destruido y condenado a sí mismos. “Todo aquel que en él creyere no será avergonzado...porque el mismo que es Señor de todos, rico es para con todos los que le invocan.” Aquí hay consuelo tan alto como los cielos, más fuerte que la misma muerte. ¿Qué? ¿Misericordia para todos? ¿Para Zaqueo, el ladrón del público? ¿Para María Magdalena, una miserable pecadora? Parece que escucho a alguno que dice: “Entonces también para mí, aun para mí hay misericordia.” Y así es, pobre alma, a quien nadie ha consolado. Dios no despreciará tu oración; tal vez muy presto te dirá: “confía hijo, tus pecados te son perdonados;” de tal manera perdonados, que ya no te dominarán más, sino que el Espíritu Santo dará testimonio con tu espíritu de que eres hijo de Dios. ¡Oh las buenas nuevas, nuevas de gran gozo para todo el pueblo! “A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad, y comed.” Cualesquiera que sean vuestros pecados, aunque fueren como la grana, rojos como el carmesí y más que los cabellos de vuestra cabeza, volveos a Jehová, el cual tendrá misericordia; al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.

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7.     Cuando ya no hay más objeciones que presentar, se nos dice que no se debería predicar la salvación por la fe como la doctrina principal o mejor dicho, que no se debe enseñar. Pero ¿qué dice el Espíritu Santo? “Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo;” de manera que el tenor de nuestra predicación es y deberá ser: “cualquiera que crea en él será salvo.” “Ahora bien, pero no a todos.” ¿A quién entonces debemos predicar? ¿A quiénes exceptuamos? ¿A los pobres? De ninguna manera, supuesto que tienen derecho especial a que se les predique el Evangelio. ¿A los ignorantes? Tampoco. Dios ha revelado estas cosas a los humildes y a los ignorantes desde el principio. ¿A los jóvenes? Mucho menos. “Dejad a los niños venir a mí y no los impidáis,” dijo Cristo. ¿A los pecadores? Menos que menos. “No he venido a llamar justos, sino pecadores a arrepentimiento.” Si hemos de exceptuar a algunos, será a los ricos; a los sabios; a los de buena reputación; a los hombres morales quienes ciertamente se substraen siempre que pueden de la predicación. Sin embargo, debemos brindar la palabra del Señor puesto que el solemne mandato dice: “Id...predicad el Evangelio a toda criatura.” Si algún alma se opone, en todo o en parte, a esta predicación, causando su propia ruina, cúlpese a sí misma, por lo que toca a nosotros, “Vive Jehová, que todo lo que Jehová nos revele, eso anunciaremos.”

8.     Muy especialmente debemos predicaros en la actualidad, que “por gracia sois salvos por la fe,” porque nunca ha sido tan necesaria esta doctrina como en nuestros días, y sólo ella puede impedir el desarrollo entre nosotros del romanismo, cuyos errores es imposible atacar uno a uno. La doctrina de la salvación por la fe los ataca de raíz y todos caen cuando ésta queda establecida. Llama nuestra Iglesia a esta doctrina la roca eterna y la base de la religión cristiana, que primeramente hizo huir al papado de estos reinos; y sólo ella puede evitar que vuelva. Sólo esta enseñanza puede detener ese desarrollo de la inmoralidad que se va extendiendo por toda la nación. ¿Podéis vaciar gota a gota el océano? Pues mucho menos podréis por medio de persuasiones, destruir los vicios que nos afligen; pero procurad “la justicia que es de Dios por la fe,” y veréis cómo todo se puede. Sólo esto puede hacer enmudecer a aquellos que se glorían en su vergüenza y abiertamente “niegan al Señor que los rescató.” Aquellos que hablan tan elevadamente de la ley como si la tuviesen grabada por Dios en sus corazones; quienes, cualquiera, al escucharlos, diría que no están lejos del reino de Dios; pero sacadlos de la ley y traedlos al nivel del Evangelio; empezad por explicarles la justicia de la fe, presentadles a Cristo como “el fin de la ley para todo el que cree,” y veréis que aunque parecían casi cristianos, quedan confundidos y confiesan ser “hijos de perdición,” tan lejos de la salvación (Dios tenga misericordia de ellos) como lo más profundo del infierno está de lo más alto del cielo.

9.     Es por esto que el demonio ruge siempre que se predica al mundo “la salvación por la fe;” y por esto movió el infierno y la tierra para destruir a aquellos que primeramente la predicaron. Por esta misma razón, sabiendo que la fe sola puede desmenuzar los fundamentos de su reino, llamó a todas sus fuerzas y empleó todos sus artificios, mentiras y calumnias para asustar a Martín Lutero que la revivió. Y no es de asombrarse, porque como dice aquel santo varón de Dios: “¡cómo no se enfurecería un hombre fuerte y soberbio, bien armado, a quien marcase el alto y venciese un niño, tan sólo con una pequeña varita en su mano!” especialmente si sabía que ese niño lo vencería y hollaría bajo sus plantas. Así es, Señor Jesús. Siempre tu fuerza “en la flaqueza se perfecciona.” Ve pues, criatura que crees en El y “¡su mano derecha te mostrará cosas terribles!” Aunque seas débil como un recién nacido, el enemigo fuerte no podrá estar delante de ti; tú prevalecerás sobre él, lo derribarás y hollarás bajo tus pies. Marcharás adelante bajo el gran Capitán de la salvación, “conquistando y a conquistar,” hasta que todos tus enemigos sean destruidos y la muerte sorbida en la victoria.

“A Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo.” A quien, con el Padre y el Espíritu Santo sean dados toda honra, majestad, poder, dominio y gloria, por siempre jamás. Amén.

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SERMON II 

NOTAS INTRODUCTORIAS  El señor Wesley predicó este sermón primero en Londres y un mes después en Oxford. No es

peculiar a ninguna época ni de ningún lugar el tipo o carácter que describe; si bien no cabe duda que los metodistas de Oxford ofrecían la mejor oportunidad de describir la vida del “casi cristiano.” La sinceridad, el celo, el cumplimiento escrupuloso de los deberes diarios y la incansable diligencia en llenar sus obligaciones, eran las cualidades que combinadas, formaban el carácter que por desprecio llamaron “metodista.” A pesar de todo esto, declara el autor de este sermón que todas estas cualidades pertenecen solamente al “casi cristiano.” Sin la verdadera santidad, esta apariencia de piedad está destituida de todo poder. Es evidente que el señor Wesley no se olvidó de los elementos de la religión genuina peculiares al carácter que aquí presenta, como puede verse en el sermón noveno, en que contrasta esta misma forma-lidad con la enemistad e indiferencia naturales en el hombre. Nada puede hacer más enfática la apreciación tan profunda que tenía de lo importante que es esta crisis del alma, conocida bajo el nombre de conversión, como el hecho de presentar aquí todos los auxilios de la gracia, anteriores a dicha conversión, como estériles sin esa suprema experiencia que transforma al hombre casi converso en verdadero cristiano.

 La peroración dirigida a sus oyentes, al traer a la memoria su experiencia entre ellos, es característica

del predicador: muéstrase enteramente libre de esa porfía orgullosa que engendra la seguridad de las pro-pias opiniones; de esa falsa consecuencia que induce a los hombres a sostener un error simplemente porque antes lo habían abrazado como una verdad. Habla de sí mismo como de otro individuo y usa de su propia experiencia para amonestar a otros en contra del error. Hay algunos ejemplos de la desaprobación propia muy diversos de los que el señor Wesley ofrece aquí, y son los de ciertas personas recientemente convertidas, que hacen enfática, y aun exageran su vida perversa pasada, a fin de hacer el contraste con su modo de vivir actual más pronunciado y notable. Esta práctica si no de condenarse, es peligrosa. Silos conversos han de mencionar los pecados nefandos de esta vida, deberán hacerlo con dolor profundo y un sentimiento de humildad muy diferente de toda clase de alarde, puesto que de otra manera se corre el peligro de dar una impresión muy diferente de la que se intenta: los oyentes tal vez no experimenten un sentimiento de gratitud por la salvación de un gran pecador, sino más bien una duda de la sinceridad del que habla y de la realidad del cambio.

 En el caso del señor Wesley, las alusiones que hacía a su propia experiencia eran pertinentes y

hechas con un espíritu de verdadera humildad; mientras que los cargos que se hacía a sí mismo eran esfuerzos por servir a Dios, que sobrepujaban a las pretensiones más exageradas de los que le escuchaban. El contraste es muy marcado. Si le hubiese faltado celo y rectitud, ¿cuál no habría sido la condenación de aquellos que despreciaban todas estas cosas, las cuales constituyen la verdadera vida cristiana?

 Contiene este sermón la sustancia de las “reglas Generales de las Sociedades Unidas” que se

publicaron en 1743, casi dos años después de predicado este sermón.

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SERMON II 

EL CASI CRISTIANO2[1]

 Por poco me persuades a ser cristiano (Hechos 26:28). Existen muchas almas que hasta este punto llegan: pues desde que se estableció en el mundo la

religión cristiana, ha habido un sinnúmero, en todas épocas y de todas nacionalidades, que casi se han decidido a ser cristianos. Mas viendo que de nada vale ante la presencia de Dios, el llegar tan sólo hasta este punto, es de la mayor importancia que consideremos:

 Primero, lo que significa ser casi cristiano.Segundo, lo que es ser cristiano por completo. 1. (I). 1. El ser casi cristiano quiere decir: en primer lugar, la práctica de la justicia pagana; y no

creo que ninguno ponga en duda mi aserción, supuesto que la justicia pagana abraza no sólo los preceptos de sus filósofos, sino también esa rectitud que los paganos esperan unos de otros y que muchos de ellos practican. Sus maestros les enseñan: que no deben ser injustos ni tomar lo que no les pertenece sin el consentimiento de su dueño; que a los pobres no se debe oprimir ni hacer extorsión a ninguno; que en cualquier comercio que tengan con ellos, no se ha de engañar ni defraudar a ricos ni a pobres; que no priven a nadie de sus derechos y si fuere posible, que nada deban a ninguno.

2. Más aún: la mayoría de los paganos reconocían la necesidad de rendir tributo a la verdad y a la justicia y aborrecían, por consiguiente, no sólo al que juraba en falso, poniendo a Dios por testigo de una mentira, sino también al que acusaba falsamente a su prójimo calumniándolo. En verdad que no tenían sino desprecio para los mentirosos de todas clases, considerándolos como la deshonra del género humano y la peste de la sociedad.

 3. Además: esperaban unos de otros cierta caridad y 

misericordia; cualquier ayuda que se pudieran prestar sin detrimento propio. Practicaban esta benevolencia, no sólo al prestar esos pequeños servicios humanitarios que no causan al que los hace gusto ni molestias, sino también alimentando a los hambrientos; vistiendo a los desnudos con la ropa que les sobraba, y en general, dando a los necesitados lo que no les hacía falta. Hasta tal punto llegaba la justicia de los paganos; justicia que también poseen los que casi son cristianos.

 (II). 4. La segunda cualidad del que casi es cristiano, es que tiene la apariencia de piedad, de esa

piedad que se menciona en el Evangelio de Jesucristo, que tiene las señales exteriores de un verdadero cristiano. Por consiguiente, los que casi son cristianos no hacen nada de lo que el Evangelio prohíbe: no toman el nombre de Dios en vano; bendicen y no maldicen; no juran jamás, sino que sus contestaciones son siempre: sí, sí; no, no; no profanan el día del Señor ni permiten que nadie lo profane, ni aun el extranjero que está dentro de sus puertas; evitan no sólo todo acto de adulterio, fornicación e impureza, 2[1] Predicado en la iglesia de Santa María, Oxford, ante aquella universidad el día 25 de julio de 1741.

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sino aun las palabras y miradas que tienden a pecar de esa manera; más aún toda palabra ociosa, toda clase de difamación, crítica, murmuración, “palabras torpes o truhanerías,” ευτραπελια, cierta virtud entre los moralistas paganos; en una palabra, se abstienen de toda clase de conversación que no “sea buena para edificación” y que por consiguiente, contrista “al Espíritu Santo de Dios con el cual estáis sellados para el día de redención.”

 5. Se abstienen de beber vino, de fiestas y glotonerías, y evitan hasta donde les es posible, toda clase

de contención y disputas; procurando vivir en paz con todos los hombres. Si se les hace alguna injusticia, no se vengan ni devuelven mal por mal. No injurian, no se burlan ni se mofan de sus prójimos por razón de sus debilidades. Voluntariamente no lastiman, ni afligen, ni oprimen a nadie, sino que en todo hablan y obran conforme a la regla: “Todas las cosas que quisierais que los hombres hiciesen con vosotros, así también haced vosotros con ellos.”

 6. En la práctica de la benevolencia, no se limitan a obras fáciles y que cuestan poco esfuerzo, sino

que trabajan y sufren en bien de muchos, a fin de proteger eficazmente a unos cuantos por lo menos. A pesar de los trabajos y las penas todo lo que les viene a la mano lo hacen según sus fuerzas, ya sea en favor de sus amigos o ya de sus enemigos; de los buenos o de los malos, porque no siendo “perezosos” en este o en cualquier otro “deber,” hacen toda clase de bien, según tienen oportunidad, a “todos los hombres;” a sus almas lo mismo que a sus cuerpos. Reprenden a los malos, instruyen a los ignorantes, fortifican a los débiles, animan a los buenos y consuelan a los afligidos. A los que duermen espiritualmente procuran despertar, y guiar a aquellos a quienes Dios ya ha movido, al “manantial abierto...para el pecado y la inmundicia,” a fin de que se laven y queden limpios; amonestando también a los que ya son salvos por la fe a honrar en todo el Evangelio de Cristo.

 7. El que tiene la forma de la santidad usa también de los medios de gracia, de todos ellos y siempre

que hay la oportunidad. Con frecuencia asiste a la casa de Dios y no como algunos, quienes se presentan ante el Altísimo cargados de cosas de oro y joyería, mostrando vanidad en el vestido y, ya sea por sus mutuas atenciones, impropias de la ocasión, o su impertinente frivolidad, demuestran que no tienen la for-ma ni el poder de la santidad. Pluguiese a Dios que no hubiera entre nosotros algunas personas de esta clase, que entran al templo mirando por todas partes y con todas las señales de indiferencia y descuido; si bien algunas veces parece que piden la bendición de Dios sobre lo que van a hacer; quienes durante el culto solemne se duermen o toman la postura más cómoda posible, o conversan y miran para todas partes, como si no tuvieran nada serio que hacer y Dios estuviese durmiendo. Estos no tienen ni la forma de piedad; el que la posee, se porta con seriedad y presta atención a todas y cada una de las partes del solemne culto; muy especialmente al acercarse a la mesa del Señor, no lo hace liviana o descuidadamente, sino con tal aire, modales y comportamiento, que parece decir: “Señor, ten misericordia de mí, pecador.”

 8. Si a todo esto se añade la práctica de la oración con la familia, que acostumbraban los jefes del

hogar y el consagrar ciertos momentos del día a la comunión con Dios en lo privado, observando una conducta irreprochable, tendremos una idea completa de aquellos que practican la religión exteriormente y tienen la forma de piedad. Sólo una cosa les falta para ser casi cristianos: la sinceridad.

 (III). 9. Sinceridad quiere decir un principio real, interior y verdadero de religión, del cual emanan

todas estas acciones exteriores. Y a la verdad que si carecemos de este principio, no tenemos la justicia de los paganos, ni siquiera la suficiente para satisfacer las exigencias del poeta epicúreo. Aun ese mentecato en sus momentos sobrios, decía: 

Oderunt pecare boni, virtutis amore;Oderunt pecare mali, formidini pœnœ.

 “Por amor a la virtud dejan de pecar los buenos; mas los malos por temor del castigo.” De manera que si un hombre deja de hacer lo malo, simplemente por no incurrir en las penas, no

hace ninguna gracia. “No te ajusticiarán.” “No alimentarás a los cuervos colgado de un madero,” dijo el pagano y en esto recibe su única recompensa. Pero ni aun según la opinión de ese poeta es un hombre inofensivo como este, tan bueno como los paganos rectos. Por consiguiente, no podemos decir con verdad de una persona, quien, guiada por el móvil de evitar el castigo, la pérdida de sus amistades, sus ganancias o reputación, se abstiene de hacer lo malo y practica lo bueno, y usa de todos los medios de gracia, que

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casi es cristiana. Si no tiene mejores intenciones en su corazón, es un hipócrita. 10. Se necesita, por lo tanto, de la sinceridad para este estado de casi ser cristiano; una intención

decidida de servir a Dios y un deseo firme de hacer su voluntad. Significa el deseo sincero que el hombre tiene de agradar a Dios en todas las cosas; con sus palabras, sus acciones, en todo lo que hace y deja de hacer. Este propósito del hombre que casi es cristiano, afecta todo el tenor de su vida; es el principio que lo impulsa a practicar el bien, abstenerse de hacer lo malo y a usar los medios que Dios ha instituido.

 11. En este punto, probablemente pregunten algunos: “¿Es posible que un hombre pueda ir tan lejos

y, sin embargo, no ser más que casi cristiano?” “¿Qué otra cosa además se necesita para ser cristiano por completo?” En contestación diré: que según los oráculos sagrados de Dios y el testimonio de la experiencia, es muy posible avanzar hasta tal punto y sin embargo, no ser más que un casi cristiano.

 12. Hermanos, grande “es la confianza con que os hablo.” “Perdonadme esta injuria” si declaro mi

locura desde los techos de las casas para vuestro bien y el del Evangelio. Permitidme pues, que hable con toda franqueza de mí mismo, como si hablase de otro hombre cualquiera; estoy dispuesto a humillarme para ser después exaltado; y a ser todavía más vil para que Dios sea glorificado.

13. Durante largo tiempo y como muchos de vosotros podéis testificar, no llegué sino hasta este punto; si bien usaba de toda diligencia para desterrar lo malo y tener una conciencia libre de toda culpa; “redimiendo el tiempo;” me aprovechaba de todas las oportunidades que se presentaban de hacer bien a los hombres; usaba constante y esmeradamente de todos los medios de gracia tanto públicos como privados; procuraba observar la mejor conducta posible en todos lugares y toda hora y, Dios es mi testigo, hacía yo todo esto con la mayor sinceridad puesto que tenía vivos deseos de servir al Señor y resolución firme de hacer su voluntad en todo; de agradar a Aquel que se había dignado llamarme a pelear “la buena batalla” y a echar mano de la vida eterna; sin embargo, mi conciencia me dice, movida por el Espíritu Santo, que durante todo ese tiempo yo no era más que un casi cristiano.

 II.Si se pregunta: ¿qué otra cosa además de todo esto significa el ser cristiano por completo?

contestaré: (I). 1. En primer lugar, el amor de Dios quien así dice en su Santa Palabra: “Amarás pues al Señor tu

Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de toda tu mente, y de todas tus fuerzas.” Ese amor que llena el corazón, que se posesiona de todos los afectos y desarrolla las facultades del alma, empleándolas en toda su plenitud. El espíritu de aquel que de esta manera ama al Señor, de continuo se regocija en Dios su Salvador; su deleite está en el Señor a quien en todas las cosas da gracias; todos sus deseos son de Dios y permanece en él la memoria de su nombre; su corazón a menudo exclama: “¿A quién tengo yo en los cielos?” “Y fuera de ti nada deseo en la tierra.” Y ciertamente, ¿qué otra cosa puede desear además de Dios? A la verdad que no el mundo ni las cosas del mundo: porque está crucificado al mundo y el mundo a él; “ha crucificado la carne con los afectos y concupiscencias;” más aún, está muerto a toda clase de soberbia porque “la caridad...no se ensancha;” sino que por el contrario, como el que vive en el amor, así “vive en Dios, y Dios en él” y se considera a sí mismo menos que nada.

 (II). 2. En segundo lugar, otra de las señales del verdadero cristiano, es el amor que profesa a sus

semejantes, pues que el Señor ha dicho: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Si alguno preguntase: “¿Quién es mi prójimo?” le contestaríamos: todos los hombres del mundo, todas y cada una de las criaturas de Aquel que es el Padre de los espíritus de toda carne. No debemos exceptuar a nuestros enemigos ni a los enemigos de Dios y de sus propias almas, sino que los debemos amar como a nosotros mismos, como “Cristo nos amó a nosotros;” y el que quiera comprender mejor esta clase de caridad, que medite sobre la descripción que Pablo da de ella. “Es sufrida, es benigna;...no tiene envidia” no juzga con ligereza; “no se ensancha,” sino que convierte al que ama en humilde siervo de todos. El amor “no hace sinrazón…no busca lo suyo sino sólo el bien de los demás y que todos sean salvos; “no se irrita,” sino que desecha la ira que sólo existe en quien no ama; “no se huelga de la injusticia, mas se huelga de la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera.”

 (III). 3. Aún hay otro requisito para ser verdaderamente cristiano, que pudiera considerarse por

separado, si bien no es distinto de los anteriores, sino al contrario, la base de todos ellos es: la fe. Excelentes cosas se dicen de esta virtud en los Oráculos de Dios. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios,” dijo el discípulo amado. “A todos los que le recibieron, dióles potestad de ser

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hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre.” “Y esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe.” El Señor mismo declara que: “El que cree en mí, aunque esté muerto vivirá.”

 4. Nadie se engañe a sí mismo. “Necesario es ver claramente que la fe que no produce

arrepentimiento, amor y buenas obras, no es la viva y verdadera, sino que está muerta y es diabólica; porque aun los demonios mismos creen que Jesucristo nació de una virgen; que hizo muchos milagros y declaró ser el Hijo de Dios; que sufrió una muerte penosísima por nuestras culpas y para redimirnos de la muerte eternal; que al tercer día resucitó de entre los muertos; que subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre y que el día del juicio vendrá otra vez a juzgar a los vivos y a los muer tos. Estos artículos de nuestra fe y todo lo que está escrito en el Antiguo y Nuevo Testamentos, los demonios creen firmemente, y sin embargo, permanecen en su estado de condenación porque les falta esta verdadera fe cristiana.”3[2]

 5. “Consiste la verdadera y única fe cristiana,” usando el lenguaje de nuestra Iglesia, “no sólo en

aceptar las Sagradas Escrituras y los Artículos de nuestra fe, sino en tener una plena seguridad y completa certeza de que Cristo nos ha salvado de la muerte eterna. Es una confianza firme y una certidumbre inalterable de que Dios nos ha perdonado nuestros pecados por los méritos de Cristo, y de que nos hemos reconciliado con El; lo que inspira amor en nuestros corazones y la obediencia de sus santos mandamientos.”

 6. Ahora bien, todo aquel que tenga esta fe “que purifica el corazón” (por medio del poder de Dios

que reside en él) de la soberbia, la ira, de los deseos impuros, “de toda maldad,” “de toda inmundicia de carne y de espíritu;” y por otra parte lo llena con un amor hacia Dios y sus semejantes, más poderoso que la misma muerte, amor que lo impulsa a hacer las obras de Dios; a gastar y gastarse a sí mismo trabajando en bien de todos los hombres; que sufre con gozo los reproches por causa de Cristo, el que se burlen de él, lo desprecien, que todos lo aborrezcan, más aún, todo lo que Dios en su sabiduría permite que la malicia de los hombres o los demonios inflijan sobre él; cualquiera que tenga esta fe y trabaje impulsando por este amor, es no solamente casi, sino cristiano por completo.

 7. Mas ¿dónde están los testigos vivientes de todas estas cosas? Os ruego, hermanos, en la presencia

de ese Dios ante quien están “el infierno y la perdición... ¿cuánto más los corazones de los hombres?” que os preguntéis cada uno en vuestro corazón: ¿Pertenezco a ese número? ¿Soy recto, misericordioso y amante de la verdad, siquiera como los mejores paganos? Si así es, ¿tengo solamente la forma exterior del cristiano? ¿Me abstengo de hacer lo malo, de todo lo que la Palabra de Dios prohíbe? ¿Hago con todas mis fuerzas todo lo que me viene a la mano por hacer? ¿Uso de los medios instituidos por Dios siempre que se ofrece la oportunidad? ¿Y hago todo esto con el deseo sincero de agradar a Dios en todas las cosas?

 8. ¿No tenéis muchos de vosotros la conciencia de encontraros muy lejos de ese estado de mente y

corazón; de que ni siquiera estáis próximos a ser cristianos; de que no llegáis a la altura de la rectitud de los paganos; de que ni aun tenéis la forma de la santidad cristiana? Pues mucho menos ha encontrado Dios sinceridad en vosotros, el verdadero deseo de agradarle en todas las cosas. No habéis tenido ni la intención de consagrar todas vuestras palabras y obras, vuestros negocios y estudios, vuestras diversiones a su gloria. No habéis determinado ni siquiera deseado, hacer todo “en el nombre del Señor Jesús” y ofrecerlo todo como un sacrificio espiritual, agradable a Dios por Jesucristo.

 9. Mas suponiendo que hayáis determinado y decidido hacerlo, ¿será bastante el hacer propósitos y

el tener buenos deseos, para ser un verdadero cristiano? En ninguna manera. De nada sirven los buenos propósitos y las sanas determinaciones a no ser que se pongan en práctica. Bien ha dicho alguien que “el infierno está empedrado de buenas intenciones.” Queda por resolver la gran pregunta: ¿Está vuestro corazón lleno del amor de Dios? ¿Podéis exclamar con sinceridad: “¡Mi Dios y mi Todo!”? ¿Tenéis otro deseo además de poseerlo en vuestro corazón? ¿Os sentís felices en el amor de Dios? ¿Tenéis en El vuestra gloria, vuestra delicia y regocijo? ¿Lleváis impreso en vuestro corazón este mandamiento: “Que el que ama a Dios, ame también a su hermano”? ¿Amáis pues a vuestros semejantes como a vosotros mismos? ¿Amáis a todos los hombres, aun a vuestros enemigos y los enemigos de Dios, como a vuestra propia alma, como Cristo os amó a vosotros? ¿Creéis que Cristo os amó y se dio a sí mismo por vosotros?

3[2] Homilía sobre la salvación del hombre.

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¿Tenéis fe en su sangre? ¿Creéis que el Cordero de Dios ha “quitado” vuestros pecados y los ha tirado como una piedra en lo profundo del mar? ¿Creéis que ha raído la cédula que os era contraria, quitándola de en medio y enclavándola en la cruz? ¿Habéis obtenido la redención por medio de su sangre, aun la remisión de vuestros pecados? Y por último, ¿da su Espíritu testimonio con vuestro espíritu de que sois hijos de Dios?

 10. El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que está en medio de nosotros, sabe que si algún

hombre muere sin esta fe y sin este amor, mejor le fuera al tal hombre el no haber nacido. Despiértate, pues, tú que duermes e invoca a Dios; llámale ahora, en el día cuando se le puede encontrar; no le dejes descansar hasta que haga pasar todo “su bien delante de tu rostro,” hasta que te declare el nombre del Se-ñor “Jehová, fuerte, misericordioso, y piadoso; tardo para la ira, y grande en benignidad y verdad; que guarda la misericordia en millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado.” Que ningún hombre os engañe ni os detenga antes de que hayáis obtenido esto, sino al contrario clamad de día y de noche a Aquel que “cuando aun éramos flacos, a su tiempo murió por los impíos” hasta que sepáis en quién habéis creído y podáis decir: “¡Señor mío, y Dios mío!” orando sin cesar y sin desmayar hasta que podáis levantar vuestras manos hacia el cielo y decir al que vive por siempre jamás: “Señor, tú sabes todas las cosas; tú sabes que te amo.”

 11. Pluga al Señor que todos los que aquí estamos reunidos sepamos no solamente lo que es ser casi

cristianos, sino verdaderos y completos cristianos; estando gratuitamente justificados por su gracia por medio de la redención que es en Jesús; sabiendo que tenemos paz con Dios por medio de Jesucristo; regocijándonos con la esperanza de la gloria de Dios y teniendo el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado. 

SERMON V 

NOTAS INTRODUCTORIAS  En este y los siete sermones siguientes explica el señor Wesley las doctrinas evangélicas que forman

la base de la enseñanza metodista. Bajo dos aspectos presenta la justificación por la fe: (1) Es un acto de la misericordia de Dios quien perdona bajo la condición de que el agraciado tenga fe. (2) Es un don de justicia o rectitud de relación para con Dios recibido por nosotros mediante la fe. El sermón VI define los pasos anteriores a la recepción de este estado de gracia. Tenemos estos mismos principios en el sermón VII en su carácter subjetivo; en la experiencia del individuo. Dedica los sermones VIII y IX a discurrir sobre los dones del Espíritu regenerador o el Espíritu de adopción que acompaña al acto de la fe o confianza. Contienen los sermones X, XI y XII la doctrina del doble testimonio de esta gracia.

 Consideraba el señor Wesley el grupo de doctrinas incluido en estos ocho sermones, como: articulus

stantis vel cadentis eclesiae: artículos con los que la Iglesia permanece y sin los cuales cae. Publicó en 1739 un tratado sobre la “justificación por la fe” escrito por el doctor Barnes, y en 1743 su “Amonestación a los Hombres Racionales y de Religión;” que contenía una clara exposición de la misma doctrina. En estos sermones, impresos en 1747, simplemente definía las doctrinas y enseñaba las mismas verdades fundamentales que su experiencia de nueve años había confirmado. No eran simples dogmas que pudieran aceptarse sin sentir influencia en la vida espiritual o rechazarse sin hacer daño al alma, Eran verdades esenciales de cuya aceptación dependía el nacimiento y el desarrollo de la religión en las almas.

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 El veinticinco de junio de 1744, el señor Wesley celebró su primera conferencia, a la que asistieron

su hermano, cuatro clérigos y cuatro predicadores laicos: diez personas. Consistió el primer trabajo de esta conferencia en la discusión de esta doctrina y se aprobaron las siguientes proposiciones:

 1. “Estar justificado es estar perdonado y ser recibido en la gracia de Dios”2. “La fe es la condición de la justificación.”3. “El arrepentimiento y obras dignas de arrepentimiento deben preceder a esta fe.”4. “Fe es la evidencia o persuasión divina de las cosas que no se Ven; la vista espiritual de Dios y las

cosas de Dios. Primeramente el Espíritu Santo convence al pecador. ‘Cristo me amó y se entregó por mí.’ Esta es la fe por medio de la cual queda justificado o perdonado desde el momento que la recibe. Inmediatamente el mismo Espíritu da testimonio: ‘Estás perdonado; en El tienes redención por su sangre.’ Esta es la fe que salva, por medio de la cual el amor de Dios se derrama en los corazones.”

5. “Ninguna persona que goza del privilegio de escuchar el Evangelio puede entrar al cielo sin esta fe, cualquiera que sea el modo como se salven los paganos.”

 Durante la Conferencia de 1745 estas proposiciones se revisaron con esmero y se explicaron de la

manera que sigue:Pregunta,—“¿Es la firme persuasión del amor de Dios que perdona, esencialmente necesaria para la

salvación, por ejemplo de los papistas, cuáqueros, o en general, de aquellos que nunca la han oído predicar?”

Respuesta. —“ ‘La caridad todo lo espera.’ No sabemos hasta qué punto la ignorancia servirá de disculpa a dichos individuos.”

Pregunta.—“¿Hemos tomado debidamente en consideración el caso de Cornelio? ¿No gozaba del favor de Dios cuando ‘sus oraciones y sus limosnas subían en memoria a la presencia de Dios,’ es decir, antes que creyese en Cristo?”

Respuesta.—“Parece que gozaba del favor divino hasta cierto grado, pero no nos referimos a los que no han escuchado el Evangelio.”

Pregunta.—“Mas ¿no eran aquellas obras suyas ‘grandes pecados’?”Respuesta.—“No lo eran, ni las hacía sin la gracia de Cristo.”Pregunta.—“¿Cómo podemos sostener entonces que las obras hechas antes de tener la conciencia del

perdón de Dios, son pecados y como tales, abominación en su presencia?”Respuesta.—“Las obras de aquellos que han escuchado el Evangelio y no creen, no son hechas como

‘Dios desea y manda que sean hechas;’ sin embargo, no podemos decir que sean una abominación en la presencia del Señor cuando las hace uno que teme a Dios, y con tal motivo hace lo mejor que puede.”

 Prevalecía en aquel entonces y por muchas partes, la enseñanza romanista respecto a la justificación.

Según los decretos del Concilio de Trento, la santificación precede a la justificación y las buenas obras forman, por consiguiente, la base de la santificación intrínseca; nombre que el sistema católico romano da a la justificación. La penitencia es una especie de sacrificio personal, en el cual el pecador asume el oficio y la obra de Cristo, sufriendo el castigo de sus culpas y agotando de esta manera la ira de Dios, de lo que resulta su justificación. A fin de contrarrestar éste y otros errores, el señor Wesley define esta doctrina lo mismo que la Iglesia Anglicana, como sigue:

 1. “Ninguna obra buena, propiamente llamada, puede existir antes de la justificación.”2. “No puede existir anteriormente ningún grado de la santificación.”3. “Así como la causa meritoria de la justificación es la vida y muerte de Cristo, de la misma manera

el estado es la fe, y solamente la fe.”4. “La santidad interior y exterior es la consecuencia de esta fe y el estado ordinario y natural de la

justificación final.” 

SERMON V 

LA JUSTIFICACION POR LA FE 

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Mas al que no obra, pero cree en aquel que justifica al impío, la fe le es contada por justicia (Romanos 4:5).

  1. De qué manera el pecador ha de justificarse ante Dios, el Supremo Juez, es un asunto de

tremenda importancia para todos los hombres. Contiene la base de toda nuestra esperanza, puesto que mientras estemos en enemistad con Dios, no podrá haber verdadera paz ni verdadero gozo en esta vida o en la eternidad. ¿Qué paz puede existir cuando la voz de la propia conciencia continuamente nos está acusando, y mucho más Aquel que es mayor que nuestro corazón y que sabe todas las cosas? ¿Qué felicidad puede haber ya en esta vida, ya en la otra, mientras la ira de Dios permanece en nosotros?

 2. Y sin embargo, cuán pocos entienden esta cuestión tan importante. ¡Qué ideas tan confusas

tienen algunos respecto a este asunto! A la verdad, no sólo confusas, sino a menudo erróneas y tan contrarias a la verdad como la luz lo es a las tinieblas; nociones absolutamente opuestas a los Orácu los de Dios y a toda la analogía de la fe. Así es que, echando una base falsa, no pueden edificar después; ciertamente no con “oro, plata o piedras preciosas” que resistirían la prueba del fuego, sino sólo con “paja y hojarasca” que no son aceptables a Dios ni útiles a los hombres.

 3. A fin de hacer justicia, en cuanto de mí dependa, al asunto de tan gran importancia que vamos a

tratar; de evitar que aquellos que con toda sinceridad buscan la verdad, se distraigan con vanas pláticas; de aclarar la confusión de ideas que abruma las mentes de algunos, y presentarles grandes y verdaderas concepciones de este gran misterio de santidad, me esforzaré en demostrar:

Primero. La base general de la doctrina de la justificación.Segundo. Qué cosa es justificación.Tercero. Quiénes son justificados.Cuarto. Bajo qué condiciones son justificados. I. En primer lugar, debo presentar la base general de esta doctrina de la justificación. 1. El hombre fue criado a imagen y semejanza de Dios, santo como Aquel que lo creó es santo;

misericordioso como el Creador de todas las cosas es misericordioso; perfecto como su Padre que está en los cielos es perfecto. Así como Dios es amor, el hombre también existiendo en amor, existió en Dios y Dios en él. Dios lo creó para que fuese una “imagen de su eternidad,” una semejanza incorruptible de la gloria de Dios. Era por consiguiente, puro como Dios es puro; limpio de toda mácula de pecado. No conocía el pecado en ningún grado o manera, sino que estaba interior y exteriormente limpio y libre de pecado, amaba al Señor su Dios con todo su corazón, y con toda su alma, y con todo su entendimiento.

 2. Siendo el hombre justo y perfecto, Dios le dio una ley perfecta, la que por su naturaleza requería

perfecta obediencia en todas las cosas, y sin la menor interrupción desde el momento en que Adán empezó a ser un alma viviente hasta que su prueba concluyese. No había disculpa por ninguna falta, ni podía haberla, pues siendo el hombre competente para desempeñar lo que de él se exigía, tenía la habilidad de llevar a cabo toda buena obra.

 3. Pareció bien a Dios, en su infinita sabiduría, añadir a la ley del amor que estaba grabada en el

corazón del hombre (contra la cual éste tal vez no podía pecar directamente), otra ley positiva: “Mas del fruto del árbol que está en medio del huerto...no comeréis de él” y añadió la pena que traería la desobediencia: “Porque el día que de él comieres, morirás.”

 4. Tal era, pues, el estado del hombre en el paraíso. Debido al amor infinito y no merecido que Dios

le profesaba, era puro y feliz; conocía y amaba a Dios teniendo comunión con El, lo que en sustancia constituye la vida eterna. Debería continuar para siempre en esta vida de amor si obedecía a Dios en todo y por todo; pero si lo desobedecía en alguna cosa, lo perdería todo. “El día que de él comieres,” dijo Dios, ‘morirás.”

 5. El hombre desobedeció a Dios; comió del árbol del cual Dios le había mandado diciendo: “no

comerás de él,” y ese día fue condenado por el justo juicio de Dios. La sentencia que se le había anunciado empezó a cumplirse. En el momento que probó el fruto, murió. Su alma murió, puesto que quedó separada de Dios, y el alma separada de Dios no tiene más vida que el cuerpo separado del alma.

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Su cuerpo, asimismo, se volvió corruptible y mortal; de manera que la muerte se posesionó también de esta parte del hombre y estando ya muerto en espíritu, muerto para con Dios, muerto en pecado, se apresuraba hacia la muerte eterna; a la destrucción del cuerpo y del alma en el fuego que nunca se apagará.

 6. Así, por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y la muerte pasó a

todos los hombres que estaban contenidos en él, pues fue el padre y representante de todos nosotros. Así pues, por la ofensa de uno, todos están muertos, muertos para con Dios, muertos en pecado, habitando en cuerpos mortales y corruptibles, que pronto se han de disolver y bajo sentencia de muerte eterna, “porque como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores,” así por esa ofensa de uno, vino la culpa a todos los hombres para condenación (Romanos 5:12, etc.).

 7. En esta condición se encontraba toda la raza humana cuando “de tal manera amó Dios al mundo,

que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” Cuando se llegó el cumplimiento del tiempo, fue hecho Hombre, segundo Padre universal representante de la raza humana y como tal, “llevó nuestras enfermedades,” y “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.” “Fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados.” “El castigo de nuestra paz fue sobre él;” derramó su sangre por los transgresores, y llevó nuestros pecados al madero, para que por la oblación de sí mismo una vez ofrecida, el género humano quedase redimido, habiendo hecho “un sacrificio, oblación y satisfacción entera, perfecta y suficiente por los pecados de todo el mundo.”

 8. Debido pues a que el Hijo de Dios “ha probado la muerte por todos los hombres,” Dios

“reconcilió el mundo a sí, no imputándole sus pecados” pasados. “Así que, de la manera que por un delito vino la culpa a todos los hombres, para condenación, así por una justicia vino la gracia a todos los hombres para justificación.” De manera que, por amor de su amado Hijo, por lo que ha hecho y sufrido por nosotros, Dios ahora promete perdonarnos el castigo que nuestros pecados merecen, volvernos su gracia, y dar a nuestras almas muertas la vida espiritual perdida como arras de la vida eterna, bajo una sola condición en el cumplimiento de la cual El mismo nos ayuda.

 9. Esta es pues la base general de la doctrina de la justificación. Por el pecado del primer Adán, que

era no sólo el padre, sino el representante de la raza humana, perdimos todos el favor de Dios; nos convertimos en hijos de la ira, o, como dice el apóstol: “vino la culpa a todos los hombres para condenación.” De la misma manera, por medio del sacrificio por el pecado que el segundo Adán ofreció, como representante de todos nosotros, Dios se reconcilió a todo el mundo de tal modo que le dio un nuevo pacto. Una vez cumplida la condición de éste, ya no hay condenación para los que están en Cristo Jesús, sino que estando justificados por su gracia, somos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna.

 II.1. Pero, ¿qué cosa es ser justificado? ¿Qué cosa es la justificación? Esta es la segunda

proposición que prometí desarrollar. De lo anteriormente expuesto se desprende que no significa ser justo o recto literalmente; eso sería santificación, que indudablemente es, hasta cierto grado, el fruto inmediato de la justificación, pero, no obstante, un don de Dios distinto y de diferente naturaleza. La justificación significa lo que por medio de su Hijo Dios ha hecho por nosotros. La santificación es la obra que lleva a cabo en nosotros por medio de su Espíritu. De manera es que, si bien el sentido lato en que algunas veces se usan las palabras justificado o justificación, implica la santificación, por lo general Pablo y los demás escritores inspirados la distinguen una de la otra en el uso general.

 2. No se puede probar con las Sagradas Escrituras esa doctrina forzada de que la justificación nos

libra de toda acusación, especialmente de la que Satanás hace en nuestra contra. En toda la exposición bíblica de esta materia, no se toma en consideración aquel acusador ni su acusación. No puede negarse que sea el principal acusador de los hombres, pero el apóstol Pablo no hace mención de este hecho, en todo lo que respecto a la justificación escribió a los romanos y a los gálatas.

 3. Mucho más fácil es, además, el suponer que la justificación significa quedar libre de la acusación

que la ley presenta en contra de nosotros, que probarlo claramente con el testimonio de las Sagradas Escrituras; especialmente si esta manera de expresarse, tan forzada y poco natural, no quiere decir poco más o menos esto: que si bien hemos quebrantado la ley de Dios y merecido por lo tanto la condenación del infierno, Dios no aplica el merecido castigo a los que están justificados.

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 4. Mucho menos que esto, significa la justificación que Dios se engaña en aquellos a quienes

justifica; que los cree ser lo que en realidad de verdad no son; que los considera diferentes de lo que son. No significa que Dios se forma respecto de nosotros un juicio contrario a la verdadera naturaleza de las cosas; que nos cree mejores de lo que realmente somos, creyéndonos justos, siendo nosotros injustos. Ciertamente que no. El juicio del Omnisciente es siempre conforme a la verdad. No puede en su infalible sabiduría pensar que soy inocente, justo o santo, simplemente porque otro hombre lo sea. No puede de esta manera confundirme más con Cristo que con David o Abraham. A quien Dios haya dado inteligencia, que pese estas cosas sin prejuicio y no dejará de persuadirse que tal doctrina de la justificación es contraria a las Sagradas Escrituras y a la razón.

 5. La enseñanza simple y clara de las Sagradas Escrituras respecto a la justificación, es el perdón, la

remisión de los pecados. Es ese acto de Dios el Padre quien, por medio de la propiciación hecha por la sangre de su Hijo, manifestó su justicia, “atento a haber pasado por alto los pecados pasados.” Esta es la sencilla relación que Pablo da de la justificación en toda la epístola, y de esta manera la explica él mismo con más particularidad en éste y el capítulo siguiente. Uno de los versos que siguen al texto dice: “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón al cual el Señor no imputó pecado.” Al que esté justificado o perdonado, Dios no le imputará pecado para condenación. No lo condenará con tal motivo ni en este mundo ni en el venidero. Todos sus pecados pasados de palabra, obra y pensamiento están borrados y no serán traídos a la memoria, ni mencionados; son como si jamás hubieran sido. Dios no aplicará al pecador el castigo que merece, porque su amado Hijo ha sufrido por él; y desde el momento en que se nos acepta por medio del Amado, y quedamos “reconciliados por su sangre,” nos ama, nos bendice, cuida y guía como si jamás hubiésemos pecado.

En verdad el Apóstol en un lugar parece dilatar mucho más el sentido de la palabra cuando dice: “Porque no los oidores de la ley son justos...mas los hacedores de la ley serán justificados,” donde parece que se refiere a la sentencia de justificación que en el gran día del juicio habremos de recibir. Lo mismo dice nuestro Señor Jesucristo: “Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás conde-nado,” probando con esto que “toda palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio.” Difícilmente encontraríamos otro ejemplo de este uso de la palabra en los escritos de Pablo. Ciertamente que con este sentido no la usa en el tenor general de sus epístolas y mucho menos en sus palabras que hemos tomado por texto y donde evidentemente habla no de aquellos que han concluido la carrera, sino de los que cabalmente están para emprenderla, que van a correr con paciencia la carrera que les es propuesta.

 III. 1. Mas este es el tercer punto que hemos de considerar, a saber: ¿Quiénes son los que están

justificados? Y el Apóstol nos contesta claramente: “los injustos.” Dios “justifica al impío,” a los impíos de todas clases y grados y sólo a los impíos, pues los justos no tienen necesidad de arrepentimiento, y por consiguiente no han menester perdón. Solamente los pecadores necesitan ser perdonados; el pecado es el único que ha menester remisión. El perdón, por consiguiente, encuentra su único objeto en el pecado. Nuestra iniquidad es el objeto del perdón misericordioso de Dios; de nuestras iniquidades no se vuelve a acordar.

 2. Parecen por completo olvidar esto quienes pretenden enseñar que el hombre debe estar santificado

antes de ser justificado; especialmente los que dicen que debe existir primero una santidad universal u obediencia, y venir luego la justificación (a no ser que se refieran a la justificación del día postrero, lo que nada tiene que ver con el asunto). Tan lejos de la verdad está semejante proposición, que no sólo es imposible, porque donde no hay el amor de Dios no puede existir la santidad (y no hay amor de Dios fuera del que resulta de la conciencia de su amor para con nosotros), sino que es un absurdo, una contradicción. No es al santo al que se perdona, sino al pecador y como tal. Dios justifica a los impíos, no a los justos; no a los que ya están santificados, sino a los que necesitan santificación. Bajo qué condiciones lleva a cabo esta justificación, muy pronto pasaremos a considerar; pero es evidente que la base de dicha justificación no es la santidad. El hacer semejante aserción equivaldría a decir: El Cordero de Dios quita sólo los pecados que ya estaban borrados.

 3. ¿Busca el buen Pastor tan sólo a los que ya se encuentran en el aprisco? No. Viene a buscar y a

salvar a las ovejas perdidas; perdona a los que necesitan de su misericordioso perdón. Salva del castigo y al mismo tiempo del poder del pecado a los pecadores de todos grados y clases; hombres que hasta ese

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momento eran impíos por completo; en quienes no existía el amor del Padre y en quienes, por consiguien-te, nada bueno existía, ninguna disposición buena o cristiana, sino por el contrario, todo lo que era malo y abominable: soberbia, ira, amor al mundo, los frutos naturales de la mente carnal que es enemistad para con Dios.

 4. Aquellos que sufren, a quienes el peso de sus pecados abruma y es intolerable, son los que tienen

necesidad de médico; los que son culpables y gimen bajo el peso de la cólera de Dios, son los que necesitan de perdón. Los que ya están condenados no sólo por Dios, sino aun por sus propias conciencias, como si fuera por un millar de testigos, de su iniquidad y transgresiones de pensamiento, palabra y obra, son los que claman y ruegan al que “justifica al impío,” por medio de la redención que es en Cristo Jesús; los impíos, aquellos que no obran lo bueno, que no hacen nada recto, santo o vir tuoso, antes de ser justificados, sino que continuamente obran la iniquidad. Sus corazones son por necesidad, perversos, has-ta que el amor de Dios se derrame en ellos, pues mientras el árbol esté corrompido, el fruto también lo estará; porque el árbol maleado lleva malos frutos.

 5. Mas alguno dirá: “Un hombre, antes de ser justificado, puede dar de beber al sediento, vestir al

desnudo, y estas son buenas obras.” Ciertamente, puede hacer todo esto aun antes de estar justificado. Estas cosas son en cierto sentido buenas obras; son buenas y provechosas para los hombres; pero no se sigue de esto que tengan alguna bondad intrínseca o que sean meritorias para con Dios. Todas las obras buenas, usando el lenguaje de nuestra iglesia, siguen después de la justificación y son, por consiguiente, buenas y aceptables a Dios en Cristo, porque son el fruto de una fe viva y verdadera. Por una razón semejante, las obras hechas antes de la justificación no son buenas en el sentido cristiano, pues que no son el resultado de la fe en Jesucristo (aunque resulten de cierto grado de fe en Dios), sino que son hechas no conforme a la voluntad de Dios y como El manda, y tienen la naturaleza del pecado, por más extraño que esto parezca a algunos.

 6. Puede ser que los que dudan de esto no hayan considerado en todo su peso la razón que aquí se

aduce, y por la que no deben considerarse como buenas las obras hechas antes de la justificación. El argumento es el siguiente:

Ninguna obra es buena, a no ser que se haga conforme a lo que Dios ha ordenado y mandado.Ninguna obra hecha antes de la justificación es conforme a lo que Dios ha ordenado y mandado.Luego: Ninguna obra hecha antes de la justificación es buena. La primera proposición es axiomática, y la segunda— que ninguna obra hecha antes de la

justificación es conforme a lo que Dios ha ordenado y mandado—aparecerá clara y evidente, si tomamos en consideración el mandato de Dios de hacer todas las cosas en amor, en caridad; en ese amor a Dios que produce amor a todos los hombres. Pero ninguna de estas nuestras obras es hecha en amor mientras el amor del Padre (de Dios nuestro Padre) no exista en nosotros, y este amor no estará en nosotros mientras no recibamos “el espíritu de adopción, por el cual clamamos Abba, Padre.” Por consiguiente, si Dios no justifica a los injustos y a los que en este sentido no hacen obras buenas, entonces Cristo ha muerto en vano; entonces, a pesar de su muerte, ninguna carne viviente será justificada.

 IV. 1. Mas ¿bajo qué condiciones son justificados los injustos y aquellos que no hacen buenas obras?

Bajo una sola y es: la fe. “El que cree en aquel que justifica al impío.” “El que en él cree, no es condenado,” mas ha pasado de muerte a vida. “La justicia (o misericordia) de Dios, por la fe de Jesucristo, para todos los que creen en él...al cual Dios ha propuesto en propiciación por la fe en su sangre, para manifestación de su justicia,” y (consecuente con su justicia), El justifica al que es “de la fe de Jesús.” “Así que, concluimos ser el hombre justificado por la fe sin las obras de la ley,” sin previa obediencia a la ley moral, que ciertamente no podía obedecer antes de ahora. Es evidente que se refiere esto a la ley moral solamente, si juzgamos por las palabras que siguen: ¿Luego deshacemos la ley por la fe? En ninguna manera, antes establecemos la ley.” ¿Qué ley establecemos por la fe? ¿La ley del ritual? No. ¿La ley de las ceremonias mosaicas? Tampoco. ¿Cuál pues? La gran ley invariable del amor, del amor santo a Dios y a nuestros prójimos.

 2. La fe en abstracto es una “evidencia” o “persuasión,” de las “cosas que no se ven,” que los

sentidos de nuestro cuerpo no pueden descubrir como pertenecientes a lo pasado, a lo futuro o a lo espiritual. La fe justificadora significa no sólo la evidencia y persuasión de que Dios “estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí,” sino una confianza y seguridad de que Cristo murió por mis pecados, de que

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me amó, y se dio a sí mismo por mí. Cualquiera que sea la edad del pecador creyente, ya en la infancia o en la noche de la vida, cuando cree, Dios lo justifica; Dios por amor de su Hijo lo perdona y lo absuelve, aunque hasta entonces no haya en él nada de bueno. Ciertamente Dios le había dado arrepentimiento, mas esto no era sino una persuasión íntima de la falta de todo bien, y la presencia de todo mal. Y cualquiera cosa buena que en él se encuentre desde el momento en que cree, no es intrínseca, sino el resultado, el fruto de su fe. Primeramente el árbol debe ser bueno y luego el fruto también será bueno.

 3. No puedo describir esta fe mejor que en el lenguaje de nuestra iglesia. “El único medio de

salvación (de la cual la justificación es una parte) es la fe; es decir: la seguridad y certeza de que Dios nos ha perdonado y perdonará nuestros pecados, que nos ha devuelto su gracia, por los méritos de la pasión y muerte de Cristo. A este punto debemos estar seguros de no vacilar en nuestra fe en Dios. Al acercarse Pedro al Señor sobre el agua, vaciló y estuvo en peligro de ahogarse. De la misma manera, si vacilamos o empezamos a dudar, debemos con razón temer hundirnos como Pedro, mas no en el agua, sino en las profundidades del infierno” (Segundo Sermón sobre la Pasión).

“Ten, por consiguiente, una fe segura y constante no sólo en la muerte de Cristo que es aplicable a todo el mundo, sino en el hecho de que ofreció un sacrificio completo y suficiente por ti, un perfecto lavamiento de tus pecados de manera que puedes decir con el Apóstol, que te amó y se dio a sí mismo por ti. Esto es hacer que Cristo sea tu Salvador, apropiarte sus méritos.” (Sermón sobre el Sacramento, Primera Parte).

 4. Al afirmar que esta fe es la condición de la justificación, quiero decir que sin ella, no existe esta

última. “El que no cree ya es condenado,” y mientras no cree, permanece su condenación y “la ira de Dios está sobre él.” “No hay otro nombre debajo del cielo;” sino el del Señor Jesús, ni otros méritos además de los suyos, por medio de los cuales el hombre se pueda salvar. Por consiguiente, el único medio de tener parte en estos méritos, es la fe en su nombre. Así es que mientras estamos sin esta fe, “somos extranjeros a los pactos de la promesa,” estamos “alejados de la república de Israel” y sin Dios en el mundo. Cualesquiera virtudes, así llamadas, que el hombre posea, de nada le valen, hablo de aquellos a quienes se ha predicado el Evangelio, porque ¿qué derecho tengo de juzgar a los que no han recibido el mensaje del cristianismo? Cualesquiera obras buenas, así llamadas, que haga, de nada sirven—aún es hijo de la ira, permanece bajo la maldición, hasta que crea en Jesús.

 5. Es la fe por consiguiente, la condición necesaria de la justificación, y la única condición

necesaria. Este es el segundo punto que debemos examinar con cuidado. Desde el instante que Dios da esta fe (porque es un don de Dios), al injusto que no hace obras buenas, esta fe le es imputada por justicia. Antes de este momento no tenía el creyente ninguna justicia, ni siquiera la justicia pasiva que es la inocencia. Mas “la fe le es imputada por justicia” desde el momento en que cree. Dios no cree que el creyente sea algo diferente de su ser esencial, sino que a Cristo, “que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros;” es decir, lo trató como un pecador castigándolo por nuestros pecados. De la misma manera, nos reconoce como justos desde el momento en que creemos en El, es decir, no nos castiga por nuestros pecados, sino que nos trata como si fuésemos inocentes y estuviésemos libres de toda culpa.

 6. Indudablemente que la dificultad en no aceptar esta proposición de que la fe es la única condición

de la justificación, depende de que no la entienden bien. Queremos decir que es la única condición sine que non, sin la cual no hay salvación; que es el único requisito, indispensable, absolutamente esencial para obtener el perdón. Así como por una parte, aunque el hombre tenga todos los demás requisitos, si no tiene fe no puede ser justificado, de la misma manera, y por otra parte, aunque le falten las demás condiciones, si tiene fe, está justificado. Supongamos que un pecador de cualquier grado o condición, sumergido en la más completa iniquidad—que ha perdido por completo la habilidad de pensar, hablar u obrar bien, y cuya naturaleza depravada lo hace digno del fuego del infierno—al sentirse sin ayuda ni amparo, se acoge por completo a la misericordia de Dios en Cristo, lo que no puede hacer sino impulsado por la gracia de Dios, ¿quién puede asegurar que ese pecador no queda perdonado en el mismo instante? ¿Qué otra cosa, además de su fe, necesita para quedar justificado?

Si desde el principio del mundo se ha dado semejante caso, y deben haberse dado millares de millares, claramente se deduce que la fe, en el sentido que le hemos dado, es la única condición de la justificación.

 7. No atañe a las pobres criaturas pecaminosas que diariamente recibimos tantas bendiciones—desde

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el agua que satisface nuestra sed hasta la gloria inaudita de la eternidad— bendiciones que son la expresión de la gracia—gratuitas y no el pago de alguna deuda—pedir a Dios las razones que tiene para obrar así. No tenemos derecho de preguntar al que no da cuenta de sus caminos; de decirle: “¿Por qué hiciste que la fe fuese la única condición de la justificación? ¿Por qué decretaste: el que cree, y solamente el que cree, será salvo?” Este es el punto que Pablo hace tan enfático en el capítulo noveno de esta epístola; es decir; que las condiciones del perdón y la aceptación debe dictarlas quien nos llama, y no no-sotros. Dios no hace ninguna injusticia al fijar sus condiciones conforme a su santa voluntad y no a la nuestra. El puede decir: “Tendré misericordia del que tendré misericordia,” a saber: de aquel que creyere en Jesús. “Así es que no es del que quiere, ni del que corre” el escoger la condición con la cual será aceptado, “sitio de Dios que tiene misericordia,” que no acepta sino la de su amor infinito y su bondad sin límites. Por consiguiente, tiene misericordia del que tiene misericordia, y al que quiere, es decir, al que no cree, “endurece,” lo abandona a la dureza de su corazón.

 8. Podemos, sin embargo, concebir una razón humildemente, por lo que Dios ha fijado ésta como

la única condición de la justificación: “Si crees en el Señor Jesucristo, serás salvo,” que es el designio de Dios de evitar que el hombre fuese otra vez tentado por la soberbia. La soberbia había destrui do a los mismos ángeles de Dios; había destronado “la tercera parte de las estrellas del cielo.” En gran parte debido a esta soberbia que el tentador despertó al decir: “seréis como dioses,” Adán cayó e introdujo el pecado y la muerte en el mundo. Fue un ejemplo de la sabiduría, digna de Dios, el imponer tal condición de reconciliación para él y su posteridad, para que quedásemos humillados y abatidos en el polvo de la tierra. Tal es la fe. Está especialmente adaptada a este fin; porque el que se acerca a Dios por medio de esta fe debe fijarse en su propia iniquidad, sus culpas y miseria, sin acariciar la menor idea de que exista en él algo de bueno, de virtud o de justicia. Debe acercarse como pecador que es interior y exteriormente, que ha consumado su propia destrucción y condenación, que no tiene nada qué presentar ante Dios sino iniquidad, ni otra cosa qué alegar fuera de su pecado y miseria. Solamente así, cuando enmudece y se reconoce culpable ante la presencia de Dios, es cuando puede mirar a Jesús como la única y perfecta propiciación por sus pecados. Sólo de esta manera puede ser hallado en él, y recibir “la justicia que es de Dios por la fe.”

 9. Y tú, inicuo, que escuchas o lees estas palabras, vil, desgraciado, miserable pecador, te amonesto

ante la presencia de Dios, el Juez de todos los hombres, a que con todas tus iniquidades te acojas a El inmediatamente. Cuidado, no sea que destruyas para siempre tu alma al querer alegar tu justicia poco más o menos. Preséntate como pecador perdido, culpable y merecedor que eres del infierno, y entonces hallarás favor en su presencia y sabrás que justifica al impío. Tal como ahora eres, serás llevado a la sangre del esparcimiento, como un desgraciado, pecador, miserable y condenado. Entonces, mira a Jesús. Allí está el Cordero de Dios que quita los pecados de tu alma. No alegues obras ni bondad, humildad, contrición ni sinceridad. El hacer tal cosa sería negar al Señor que te ha comprado con su sangre. Alega solamente la sangre del Pacto, el precio que ha sido pagado por tu alma orgullosa, soberbia y tan llena de pecado. ¿Quién eres tú que ahora mismo ves tu injusticia interior y exteriormente? Tú eres el hombre de quien se trata. Te amonesto a que, por medio de la fe, te conviertas en hijo de Dios. El Señor te necesita. Tú, que sientes en tu corazón que no mereces otra cosa, sino ir al infierno, eres digno de proclamar sus glorias; la gloria de su gracia gratuita que justifica al impío y a aquel que no obra bien. ¡Oh, ven pronto! Cree en el Señor Jesús y tú, tú mismo, te reconciliarás con Dios.

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SERMON VI 

NOTAS INTRODUCTORIAS  Este sermón es complementario del anterior y pone de manifiesto la enseñanza que, según el Señor

Wesley, sólo distaba un ápice del calvinismo. No lo es, sin embargo, y es importante el hacer claramente la distinción. A fin de mostrar los puntos en que el señor Wesley y los calvinistas estaban de acuerdo, damos aquí el tenor de una conversación. El célebre Carlos Simeón, ministro de la “escuela evangélica” en la Iglesia Anglicana, fue presentado al señor Wesley el año de 1787. El señor Simeón tenía veintiocho años de edad y el señor Wesley ochenta y cuatro.

 —Me dicen, señor Wesley, —dijo el joven ministro, —que es usted arminiano en creencias; a mí me

llaman calvinista y habremos de discutir; mas antes de entrar en combate, suplico a usted me permita ha-cerle algunas preguntas, hijas no de la curiosidad, sino del deseo de instruirme. Dígame usted señor, ¿se cree usted una criatura depravada, y tan depravada que jamás habría usted tenido la idea de acudir a Dios, si el Espíritu no hubiese movido su corazón?

—Tal me creo—dijo el veterano.—Y ¿desespera usted por completo de alegar ante Dios cualquiera buena obra que haga usted, de

manera que espera la salvación únicamente por medio de la sangre y los méritos de Cristo?—Ciertamente. Sólo por medio de Cristo.—Pero, señor, supongamos que ya Cristo ha salvado a usted, ¿no tiene usted que salvarse a sí mismo

después, por medio de sus buenas obras?—No. Debo ser salvo por Cristo desde el principio hasta el fin.—Concediendo pues, que la gracia de Dios lo convirtió a usted primeramente, ¿no tiene usted que

sostenerse, de un modo o de otro, por su mismo poder?—No.—Entonces, estará sostenido por Dios a toda hora y a cada instante, como el niño que descansa en

los brazos de su madre.—Así es.—Y ¿ha puesto usted todas sus esperanzas en la gracia y misericordia de Dios para poder llegar al

reino celestial?—No tengo más esperanza que El.—Pues entonces, señor, con permiso de usted retiro mis armas, porque en esto que usted ha

declarado creer, consiste mi calvinismo; esa es mi elección, mi justificación y mi perseverancia final. En sustancia es todo lo que creo y acepto y, por tanto, si usted gusta, en lugar de buscar términos y frases para discutir, nos uniremos cordialmente, pues que estamos de acuerdo en estas cosas.

Muy satisfactorio es este resultado si podemos perdonar las pretensiones de un joven de veintiocho años de edad que se atrevió a examinar de esta manera a un anciano de ochenta y cuatro. Esto demuestra la ignorancia del señor Simeón de los escritos de Arminio, quien enseña todo lo que en la anterior conversación se llama calvinismo, con mayor claridad y de una manera más consecuente que Calvino en sus obras. ¿En qué consiste la diferencia entre estos dos sistemas? En esto principalmente: según Arminio, todos los hombres que escuchan el Evangelio son movidos a creer por la gracia preveniente; mientras que según Calvino sólo los elegidos reciben este toque. Así es que, según Arminio, los que creen

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deben su salvación tan sólo a la gracia; y la perdición de los demás es debida a su propia incredulidad. Dios es glorificado por la salvación de los que creen, mientras que el pecador que se condena no puede culpar a nadie sino a sí mismo. El calvinismo enseña que la elección de unos cuantos y la condenación de muchos es la obra exclusivamente de Dios.

  

SERMON VI 

LA JUSTICIA POR LA FE  Porque Moisés describe la justicia que es por la ley: Que el hombre que hiciere estas cosas, vivirá

por ellas. Mas la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo). O ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para volver a traer a Cristo de los muertos). Mas, ¿qué? Cercana está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe, la cual predicamos (Romanos 10:5-8).

  1. El Apóstol no contrapone el pacto dado por Moisés al que Cristo dio. Si alguna vez nos hemos

figurado semejante cosa, ha sido por falta de meditación, pues tanto la primera como la última parte de estas palabras fueron dichas por Moisés al pueblo de Israel respecto al pacto que existía en aquel tiempo (Deuteronomio 30:11, 12, 14). Dios estableció el pacto de la gracia con todos los hombres por medio de Jesucristo, tanto antes y bajo la dispensación judaica como después que Dios se manifestó en la carne, el cual pacto Pablo pone en contraste con el pacto de las buenas obras, hecho con Adán en el paraíso; pero que por lo general se supone, y especialmente por los judíos de quienes el Apóstol escribe, que fue el único que Dios hizo con el hombre.

 2. Estos son de los que tan cariñosamente habla al principio de este capítulo. “Hermanos,

ciertamente la voluntad de mi corazón y mi oración a Dios sobre Israel, es para salud. Porque yo les doy testimonio que tienen celo de Dios, mas no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios,”—de la justificación que procede de su mera gracia y misericordia, perdonando gratuitamente nuestros pecados por medio del Hijo de su amor, por medio de la redención que hay en Jesús—”y procurando establecer la suya propia”—su propia santidad anterior a la fe en Aquel que justifica al impío, como la base de su perdón y aceptación—”no se han sujetado a la justicia de Dios” y, por consiguiente, sumergidos en el error de su vida, están en peligro de morir espiritualmente.

 3. Ignoraban que “el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree;” que por medio de

la oblación de sí mismo una vez ofrecida la primera ley o pacto—que en realidad no fue dado por Dios a Moisés, sino a Adán en su estado de inocencia—era sin disminución alguna: “haz esto y vivirás.” Ignoraban también que Cristo al mismo tiempo obtuvo para nosotros este pacto mucho mejor de: “Cree y vivirás,” cree y serás salvo, salvo en esta vida de la culpa y del poder del pecado, y por consiguiente, de sus consecuencias.

 4. ¡Cuántos hay que ignoran esto, aun entre aquellos que se llaman cristianos! ¡Cuántos hay que

tienen “celo de Dios,” pero que aún procuran establecer su propia justicia como la base de su perdón y para ser aceptados, y que se rehusan con vehemencia a sujetarse a la justicia de Dios! Ciertamente el deseo de mi corazón y mi oración a Dios, hermanos míos, es que seáis salvos. A fin de quitar de vuestro

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camino esta gran piedra de tropiezo, voy a procurar mostraros: primero, qué cosa es la justicia que es por la ley, y “la justicia que es por la fe.” Segundo: la torpeza de confiar en la justicia que es por la ley y la sabiduría de someterse a la justicia que es por la fe.

 I. 1. La justicia que es por la ley dice: “Que el hombre que hiciere estas cosas, vivirá por ellas.”

Haz estas cosas constante y perfectamente y vivirás para siempre. Esta ley o pacto (llamado por lo general el pacto de obras), dado por Dios al hombre en el paraíso, exigía una obediencia perfecta en todas sus partes, completa, como la condición para que pudiese continuar por siempre jamás en la santidad y felici -dad en que fue creado.

 2. Exigía el cumplimiento por parte del hombre, de toda justicia interior y exterior, negativa y

positiva; no sólo que se abstuviese de toda palabra ociosa y evitase toda mala obra, sino que tuviese todas sus afecciones, todos sus deseos, y aun sus pensamientos en sujeción a Dios; que continuase siendo santo, como Aquel que lo creó es santo, tanto de corazón como en sus costumbres; que fuese limpio de corazón, como Dios es puro; perfecto como su Padre que está en los cielos es perfecto; que amase al Señor su Dios con todo su corazón, y con toda su alma, y con todo su entendimiento; que amase a todas las almas que Dios ha criado, como Dios lo ama a él; de manera que por medio de esta perfecta benevolencia, pudiese vivir en Dios, que es amor, y Dios en él; que sirviese al Señor su Dios con todas sus facultades y que en todas las cosas procurase la gloria de su Creador.

 3. Estas eran las exigencias de la justicia que es por la ley para que quien cumpliese con todos sus

requisitos pudiera vivir. Exigía además, que esta completa obediencia a Dios, esta santidad interior y exterior, esta conformidad de corazón y de vida con su santa voluntad, fuese perfecta en grado. Ninguna disculpa podía admitirse, absolutamente ninguna excusa, por haber faltado en un solo punto, grado o tilde a la ley exterior o interior. No bastaba obedecer todos los mandamientos que se referían a las cosas exteriores, a no ser que se obedeciese cada uno de dichos mandamientos con todas las fuerzas del alma, del modo más completo y la manera más perfecta. Según las exigencias de este pacto, no bastaba amar a Dios con todas las facultades y todo el entendimiento; era preciso amarlo con toda la energía y potencia del alma.

 4. Otra cosa más exigía irremisiblemente la justicia que es por la ley, y era que esta plena

obediencia, esta perfecta santidad de corazón y de vida, no debería interrumpirse jamás, sino continuar desde el momento en que Dios creó al hombre y sopló en él aliento de vida, hasta el día en que con-cluyese su prueba y fuese sellado para la vida eterna.

 5. La justicia pues, que es por la ley, habla de esta manera: “Oh tú, hombre de Dios, permanece

firme en el amor, en la imagen de Dios en que fuiste creado. Si quieres permanecer vivo, guarda los mandamientos que están escritos en tu corazón. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón. Ama a todas sus criaturas como te amas a ti mismo. No desees otra cosa sino a Dios. Busca a Dios en cada pensamiento, cada palabra, cada obra. No te apartes de El con ningún movimiento del cuerpo o del alma. El es el centro de tus deseos y el objeto de tu alta vocación; que todo tu ser, todas tus facultades de alma e inteligencia, cada instante de tu existencia, alaben su santo nombre. Haz esto y vivirás, tu luz alumbrará, tu amor aumentará más aún, hasta que seas recibido en la casa de Dios, en los cielos para reinar con El por toda la eternidad.”

 6. Mas la justicia que es por la fe dice así: “No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? esto es

para traer abajo a Cristo,” (como si Dios exigiese que hiciésemos alguna cosa imposible, antes de aceptarnos); “o ¿quién descenderá al abismo? esto es para volver a traer a Cristo de los muertos,” como si quedase todavía por hacer alguna cosa por medio de la cual podáis ser aceptados. Mas ¿qué dice? “Cercana está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de la fe, la cual predicamos;” el nuevo pacto que Dios ha hecho con el hombre pecador por medio de Jesucristo.

 7. La “justicia que es por la fe” significa ese estado de justificación, cuya consecuencia es nuestra

salvación actual y futura si permanecemos fieles hasta el fin, que Dios ha concedido al hombre caído por los méritos y la mediación de su único Hijo. En parte esto fue revelado a Adán poco después de su caída, en la primera promesa que se le hizo y en él a su simiente, respecto de la simiente de la mujer que había de herir la cabeza de la serpiente (Génesis 3:15). Con algo más de claridad se lo reveló el ángel a Abraham, diciendo: “Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has

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rehusado tu hijo, tu único, bendiciendo te bendeciré, y multiplicando multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo, y como la arena que está a la orilla del mar; y tu simiente poseerá las puertas de sus enemigos; en tu simiente serán benditas todas las gentes de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz” (Génesis 22: 16-18). Moisés, David y los profetas que vinieron después recibieron mayor luz, y por medio de ellos, en sus respectivas generaciones, multitudes del pueblo de Dios; pero, sin embargo, la gran mayoría de estas generaciones ignoraba la gran profecía, muy pocos la entendían con claridad. Las ideas de la vida y de la inmortalidad no fueron para los judíos de la antigüedad tan claras como lo son para nosotros por medio del Evangelio.

 8. Este pacto no dice al hombre pecador: sé obediente hasta la perfección y vivirás. Si tal fuera la

condición, de nada le aprovecharía todo lo que Cristo hizo y sufrió por él; sería como si se le exigiese que subiera al cielo “para traer a Cristo abajo,” o que descendiera al abismo, es decir: al mundo invisible, “para volver a traer a Cristo de los muertos.” No exige que se haga ninguna cosa imposible (si bien para el hombre aislado y sin la ayuda de Dios, sería imposible hacer lo que de él se requiere); eso sería burlarse de la debilidad humana. Hablando estrictamente, nada nos exige el pacto de la gracia que hagamos, como cosa indispensable o absolutamente necesaria para nuestra justificación; simplemente que creamos en Aquel que por amor de su Hijo y la propiciación que éste hizo, “justifica al impío que no obra” y cuenta su fe por justicia. Abraham creyó a Jehová y “contóselo por justicia” (Génesis 15:6). “Y recibió la circuncisión, para que fuese padre de todos los creyentes no circuncidados para que también a ellos les sea contado por justicia” (Romanos 4:11). Y no solamente por él fue escrito que (la fe) le haya sido así imputada, sino también por nosotros a quienes la fe será imputada por justicia; fe en lugar de la perfecta obediencia, para ser por Dios aceptados, “a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro; el cual fue entregado por nuestros delitos, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:23-25), para asegurarnos la remisión de nuestros pecados y la vida eterna, a todos aquellos que creemos.

 9. ¿Qué dice, pues, el pacto del perdón, del amor no merecido, de la misericordia que perdona?

“Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo.” El día en que creyeres ciertamente vivirás. Dios te concederá de nuevo su gracia, y en agradarlo encontrarás la verdadera vida; serás salvo de su maldición y de su ira; resucitarás de la muerte del pecado a la vida de la santidad, y si permaneces fiel creyendo en el Señor Jesús no probarás jamás la segunda muerte, sino que habiendo sufrido con el Señor, vivirás y reinarás con El por los siglos de los siglos.

 10. Ahora te está cercana la palabra; la condición para obtener la vida es bien clara, fácil, y siempre

está a la mano. Está en tu boca y en tu corazón, por la obra del Espíritu de Dios. En el momento en que “creyeres en tu corazón,” en aquel a quien Dios “levantó de los muertos,” y “confesares con tu boca al Señor Jesús” como tu Señor y tu Dios, “serás salvo” de la condenación, de la culpa y del castigo de tus pecados pasados, y tendrás el poder de servir a Dios en verdadera santidad todos los días que te queden de vida.

 11. ¿Qué diferencia hay, pues, entre “la justicia que es por la ley” y la “justicia que es por la fe;”

entre el primer pacto, de las obras y el segundo, de la gracia? La diferencia esencial, inmutable, es ésta: el primero supone al hombre que lo recibe, ya puro y feliz, creado en la imagen de Dios y gozando de su favor; y señala la condición para que pueda continuar en amor y felicidad, en la vida e inmortalidad. El otro pacto lo supone pecaminoso y desgraciado, habiendo perdido la imagen gloriosa de Dios, constantemente bajo la ira de Dios y apresurándose, por medio del pecado, que ha causado la muerte de su alma, a la muerte del cuerpo y eterna; le señala la condición para poder obtener de nuevo la perla de gran precio que ha perdido—el favor y la semejanza de Dios, la vida de Dios en su alma—y recibir el amor y conocimiento de Dios que es el principio de la vida eterna.

 12. Además, para que el hombre pudiese continuar en el favor de Dios, en su conocimiento y amor,

en santidad y dicha, el pacto de las obras exigía del hombre perfecto una obediencia no interrumpida y perfecta de todas y cada una de las partes de la ley de Dios; mientras que el pacto de la gracia, para que el hombre pueda obtener otra vez el favor de Dios y con él la vida, sólo exige la fe: fe en Aquel quien, por medio de Dios, justifica a los que no han sido obedientes según el pacto de las obras.

 13. Más aún: el pacto de las obras exigía de Adán y de todos sus descendientes que ellos mismos

pagasen el precio de las futuras bendiciones que habían de recibir de Dios; pero en el pacto de la gracia,

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viendo Dios que no tenemos nada con qué pagar, nos perdona todo, con la única condición de que creamos en Aquel que pagó el precio por nosotros; que se dio a sí mismo como propiciación por nuestros pecados y los pecados de todo el mundo.

 14. El primer pacto, por consiguiente, exigía lo que los hombres no tenían, ni remotamente podían

tener: la obediencia perfecta, que está muy lejos de aquellos que son concebidos y nacidos en pecado. Mientras que el nuevo pacto exige algo que está al alcance de todos, a la mano; parece decir: “¡Tú eres pecador! ¡Dios es amor! Tú, por causa de tu pecado, has caído del favor de Dios; sin embargo, con El hay misericordia. Ven pues ante Dios con todos tus pecados y se desvanecerán como la nube que se evapora; si no fueras pecador no habría necesidad de que El te justificara; acércate pues, lleno de confianza, con toda la certeza de la fe. No temas, cree solamente; Dios es justo y justifica a todos los que creen en Jesús.”

 II. 1. Si todo lo que hemos dicho es cierto, fácil cosa nos será demostrar, en segundo lugar, como nos

propusimos, la torpeza de confiar en “la justicia que es por las obras,” y la sabiduría de someterse a “la justicia que es por la fe”

 La torpeza de los que confían en “la justicia que es por la ley,” cuya condición es “haz esto y

vivirás,” se hace muy patente por lo que sigue: su principio es erróneo; su primer paso es una gran equivocación, porque mucho antes de poder alegar derecho a estas bendiciones, se suponen estar en el mismo estado de pureza de aquel con quien se hizo pacto. Y ¡qué vana es esta suposición! El pacto fue hecho con Adán, es cierto, pero cuando éste era aún inocente. ¡Qué débil debe ser ese edificio fabricado sobre una base tan movible! ¡ Qué torpes son los que edifican en la arena, quienes nunca han considerado, según parece, que el pacto de las obras no fue dado al hombre “muerto en transgresiones y pecados,” sino cuando vivía en Dios, no conociendo lo que era el pecado, sino siendo puro como Dios es puro; que se olvidan de que ese pacto no fue dado para recobrar el favor de Dios y la inmortalidad una vez perdidos, sino para que esos dones continuasen y aumentasen hasta entrar a la vida eterna!

 2. Ni consideran los que de tal modo tratan de establecer “su propia justicia según la ley,” qué

clase de obediencia y justicia requiere la ley como indispensables. Plenas y perfectas deben ser en todas sus partes, de otra manera no satisfacen las exigencias de la ley. Pero, ¿quién puede rendir semejante obediencia y vivir de una manera consecuente con ella? ¿Quién de vosotros cumple con todos los requisitos y las tildes de los mandamientos de Dios? ¿Quién de vosotros no hace algo de lo que Dios prohíbe hacer, o deja de hacer algo de lo que El manda? ¿No habláis palabras ociosas, sino sólo las que son buenas para edificación? ¿Hacéis todo, ya sea que comáis o bebáis, para la gloria de Dios? Mucho menos podéis cumplir con los mandamientos de Dios que se refieren a lo espiritual, según los cuales todos los impulsos y la disposición toda de vuestra alma debe ser “santidad al Señor.” ¿Podéis amar al Señor con todo vuestro corazón, a todo el género humano con toda vuestra alma? ¿Oráis sin cesar? ¿En todo dais gracias? ¿Tenéis a Dios siempre en vuestros pensamientos? ¿Sujetáis todos vuestros afectos, deseos y pensamientos en obediencia a Dios?

 3. Debéis considerar además, que la justicia que la ley exige consiste no solamente en obedecer

todos los mandamientos de Dios, negativos o positivos, interiores y exteriores, sino que este cumplimiento debe ser en grado perfecto. La voz de la ley respecto de todas las cosas es: Servirás al Se -ñor tu Dios con todas tus fuerzas. No disculpa cansancio de ninguna clase; no perdona ningún defecto; condena cualquiera imperfección en la obediencia e inmediatamente pronuncia la maldición sobre el ofensor; su único criterio son las leyes inmutables de la justicia y dice: No sé mostrar misericordia.

 4. ¿Quién pues, podrá comparecer ante tal juez que es severo para mirar a los pecados? Qué

débiles son los que pretenden presentarse ante el tribunal de la justicia, siendo así que ante el gran Juez “no se justificará ningún viviente,” ninguno de los descendientes de Adán. Porque, suponiendo que podamos ahora guardar todos los mandamientos con todas nuestras fuerzas, si alguna vez hemos faltado en uno solo, esto bastaría para echar por tierra todas nuestras pretensiones a la vida eterna. Si alguna vez hemos ofendido en un solo punto, la justicia concluye; puesto que la ley condena a todos los que no practican la obediencia sin interrupción y de una manera perfecta. De modo que, según la terrible senten-cia, no hay para aquel que ha pecado en cualquier grado, “sino una horrenda esperanza de juicio, y hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios” de Dios.

 

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5. Al pretender el hombre obtener la vida eterna por medio de su propia justicia—el hombre que fue engendrado en iniquidad y a quien su madre concibió en pecado, que por naturaleza es mundano, sensual y pecaminoso, enteramente corrompido y abominable; en quien, mientras no se halla gracia, “no existe nada bueno;” que no puede pensar nada bueno; que es todo pecado, una completa masa de iniquidad y quien comete el pecado con la misma frecuencia con que respira; cuyas transgresiones de palabra y de obra son mayores en número que los cabellos de su cabeza— ¿no comete la mayor de las locuras? ¡Qué torpeza! ¡Qué necedad la de este gusano inmundo, culpable y desgraciado, el soñar que pueda ser aceptado por medio de su propia santidad, que podrá adquirir la vida por “la justicia que es por la ley”!

 6. Al mismo tiempo, las mismas razones que demuestran la torpeza de confiar en “la justicia que

es por la ley,” prueban igualmente la sabiduría de someterse a “la justicia de Dios por medio de la fe.” Fácil cosa sería desarrollar este aserto basándolo en las consideraciones anteriores, mas sin tener que hacerlo, vemos claramente que al rechazar la idea de que tenemos santidad por nosotros mismos, obramos conforme a la verdad y a la naturaleza real de las cosas. No hacemos más que reconocer en nuestro corazón, lo mismo que con nuestros labios, nuestra verdadera condición; confesar que venimos al mundo con una naturaleza corrompida y pecaminosa; más corrompida de lo que se puede concebir o expresar con palabras; que estamos propensos a todo lo malo y opuestos a todo lo bueno; que estamos llenos de soberbia, orgullo, pasiones, deseos ilícitos, afecciones desordenadas y viles; que amamos el mundo y los placeres más que a Dios y la virtud; que nuestras vidas no han sido mejores que nuestros corazones y nuestras costumbres impías y criminales, de tal manera que nuestros pecados actuales de palabra y de obra son tan numerosos como las estrellas del cielo; que por todas estas razones desagradamos a Aquel cuya pureza no le permite “ver la iniquidad,” y que no merecemos sino su indignación e ira—la muerte que es la paga del pecado; que no podemos con nuestra propia justicia, la que verdaderamente no tenemos, ni con nuestras obras, que son como el árbol en que crecen, aplacar la ira de Dios o evitar el castigo que tan justamente merecemos; que si quedamos abandonados a nosotros mismos, solamente nos volveremos peores, nos sumergiremos más y más en el pecado con nuestras malas obras y nuestra naturaleza carnal hasta que, habiendo llenado la medida de nuestras iniquidades, atraigamos sobre nosotros con presteza nuestra completa destrucción. ¿No es éste el verdadero estado en que nos encontramos? El reconocer, pues, todo esto en nuestro corazón y con nuestros labios, es decir, el no pretender que tenemos santidad, “la justicia que es por la ley,” es obrar conforme a la naturaleza real de las cosas y, por consiguiente, con verdadera sabiduría.

 7. Más aún, la sabiduría de someternos a “la justicia que es por la fe” consiste en que esa es la

justicia de Dios; quiero decir, es el método de reconciliación con Dios que El mismo ha escogido y establecido, no sólo como el Dios infinitamente sabio, sino como el Soberano del cielo y de la tierra y de todas las criaturas que ha creado. ¿Será justo que el hombre diga a Dios: “Por qué haces esto?” Sólo un loco, falto de todo juicio, podría argüir con Aquel que gobierna todas las cosas. Por consiguiente, la verdadera sabiduría consiste en someterse a todo lo que El ha decretado y decir respecto a este solemne asunto como en todos los demás. “El Señor es: hágase su voluntad.”

 8. También se puede y debe considerar el hecho de que al ofrecer Dios al hombre el medio de

reconciliarse, lo hizo movido por su amor, misericordia infinita y gratuitamente, cuando pudo habernos abandonado a nuestra propia suerte, con lo cual nos habría aniquilado para siempre. Por consiguiente, no cabe duda de que hay sabiduría en aceptar cualquier método que, movido por su tierna misericordia y su infinita bondad, El se digne señalar para que los que se han separado de El y por tanto tiempo han permanecido rebeldes en su contra, puedan aún encontrar el remedio.

 9. Un punto más debemos mencionar. Hay sabiduría en tratar de obtener no solamente lo bueno, sino

lo mejor, y eso por medio de los mejores medios. Lo mejor que podemos tra tar de adquirir es la felicidad en Dios. Lo mejor que la criatura caída puede tratar de encontrar es recobrar el favor y la semejanza de Dios. Pero el mejor y único medio que el hombre tiene en la tierra para volver a obtener el favor de Dios, que es mejor que la vida misma; o la imagen de Dios que es la verdadera vida del alma, es someterse a “la justicia que es por la fe,” creer en el Unigénito Hijo de Dios.

 III. 1. Quienquiera que seas, oh alma, ansiosa de salvarte, de ser perdonada y reconciliarte con Dios,

no digas en tu corazón: “Primero debo hacer tal o cual cosa; debo dominar el pecado; evitar toda palabra u obra mala y hacer bien a todos los hombres. O primero debo ir a la iglesia y recibir la Santa Cena, oír

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más sermones y decir más oraciones.” ¡Ay hermano mío! te has separado por completo del camino; ignoras aún “la justicia de Dios” y estás pretendiendo establecer tu propia justicia como la base de la reconciliación. ¿No sabes que no puedes hacer otra cosa sino pecado hasta que no te reconcilies con Dios? ¿Por qué pues, dices: Primero, debo hacer esto y después creer? Cree primero. Cree en el Señor Jesucristo que se ofreció a sí mismo como propiciación por tus pecados. Echa primero este buen cimiento y después todo lo que puedas hacer bien.

2. Ni digas en tu corazón: No puedo ser aceptado porque no soy suficientemente bueno. ¿Quién es o ha sido alguna vez suficientemente bueno como para merecer la aceptación de Dios? ¿Ha existido alguna vez o existirá antes de la consumación de todas las cosas, un solo descendiente de Adán que sea bastante bueno para merecer dicha aprobación? Con respecto a ti, no eres nada bueno; no existe en ti nada que sea digno de llamarse bueno; ni jamás lo serás hasta que no creas en el Señor Jesús. Por el contrario, serás peor y peor cada día. Mas, ¿hay alguna necesidad de ser peor de lo que eres? ¿No eres suficientemente malo? Ciertamente que lo eres y Dios lo sabe; tú mismo no lo puedes negar. No te demores pues. Todo está listo. Levántate, lávate de tus pecados. La fuente está abierta. Ahora es cuando te debes lavar en la sangre del Cordero hasta que quedes limpio; ahora El te rociará con hisopo y serás purificado: te lavará y quedarás más blanco que la nieve.

 3. No digas: No siento bastante contrición, no siento lo suficiente mis pecados. Lo sé. Ojalá y

tuvieras mayor sensibilidad y estuvieses mil veces más contrito de lo que estás; pero no por esto te demores. Tal vez Dios te dará esa sensibilidad, esa contrición; pero ciertamente no antes, sino después de que creas. No llores mucho sino hasta que ames mucho y sepas que se te ha perdonado. Mientras tanto, mira a Jesús. ¡Mira cuánto te ama! ¿Qué más podía hacer por ti de lo que hizo?

 Oh Cordero de Dios¿Qué pena ha habido

Como tu pena?¿Qué amor ha existido

Como tu amor? Míralo, fija en El tu mirada, hasta que te mire y ablande tu endurecido corazón. Entonces se abrirán

las fuentes y tus ojos derramarían lágrimas en abundancia. 4. No digas: Debo hacer algo más antes de acercarme a Cristo. Si el Señor se tardase en venir,

bien harías en esperar su venida, en esforzarte con el fin de cumplir hasta donde te alcancen tus fuerzas, con todo lo que te mande; pero no hay la menor necesidad de esperar. ¿Cómo sabes que el Señor tardará en venir? Tal vez aparecerá repentinamente como el alba de la mañana. No te demores. Espéralo de un momento a otro. Ya se acerca. Ya se acerca. Ya está llamando a la puerta.

 5. ¿A qué esperar hasta que sientas más sinceridad en tu corazón para que tus pecados sean

borrados? ¿Para que seas más digno de la gracia de Dios? ¿Aún pretendes establecer tu propia justicia? Tendrá misericordia de ti, no porque lo merezcas, sino porque no le falta compasión; no porque seas justo, sino porque Jesucristo se sacrificó por tus pecados.

Además: Si hay algo de bueno en la sinceridad, ¿por qué pretendes poseerla antes de tener fe, sabiendo que la fe es el manantial de lo que es bueno y santo?

Y sobre todo, ¿hasta cuándo te olvidarás de que todo lo que haces, todo lo que tienes, antes de que tus pecados te sean perdonados, de nada te sirven en la presencia de Dios para obtener tu perdón, sino por el contrario, que debes desechar todas tus obras, despreciarlas y hollarlas bajo tus plantas, para poder obtener la gracia de Dios? Hasta que hagas esto, no podrás suplicar como un simple pecador, culpable, perdido, desgraciado, quien no tiene nada que alegar, nada que ofrecer a Dios, fuera de los méritos de su muy amado Hijo quien te amó y se dio a sí mismo por ti.

 6. En conclusión. Quienquiera que seas, oh hombre, sobre quien pesa la sentencia de muerte, que

sientes en ti mismo que mereces la condenación del pecador, no te dice el Señor: “Haz esto;” obedece plena y perfectamente mis mandamientos “y vive;” sino “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo.” “Cercana está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de la fe, la cual predicamos.” Ahora pues, en este instante, en tu estado actual, tal como eres, pecador, cree el Evangelio; porque será propicio a tus injusticias, y de tus pecados, de tus iniquidades, no se acordará más. 

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