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Abril 2010 Número 472 ISSN: 0185-3716 Seymour Menton Carlos Monsiváis Jérôme Baschet Alison Latham (coordinadora) Eduardo Antonio Parra Alfonso Reyes J. B. Schneewind Ignacio Ramírez

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Abril 2010 Número 472

ISSN

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Seymour Menton ■ Carlos Monsiváis ■ Jérôme Baschet

Alison Latham (coordinadora) ■ Eduardo Antonio Parra ■ Alfonso Reyes

J. B. Schneewind ■ Ignacio Ramírez

número 472, abril 2010 la Gaceta 1

SumarioHistoria de un libro 3

Seymour MentonArmando Herrera retrata a las estrellas 4

Carlos MonsiváisEl hombre, unión de alma y cuerpo 8

Jérôme BaschetDiccionario enciclopédico de la música 14

Alison Latham (coordinadora)El festín de los puercos: Tomóchic 16

Eduardo Antonio Parra Einstein 20

Alfonso ReyesEl derecho natural:del intelectualismo al voluntarismo 23

J. B. SchneewindLa opinión pública 27

Ignacio Ramírez

Ilustraciones tomadas de los libros:Armando Herrera. El fotógrafo de las estrellasy El libro rojo.

Director general del FCE

Joaquín Díez-Canedo

Director de la GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

Jefa de redacciónMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialMartí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Tomás Granados, Nelly Palafox, Omegar Martínez, Max Gonsen, Mónica Vega, Heriber-to Sánchez.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónErnesto Ramírez Morales

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

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En diciembre de 2009, la noticia de que el Fondo de Cultura Económica pensaba sacar otra reimpresión de mi libro más exitoso, El cuento hispanoamericano, antología crítico-histórica, me obligó a reponerme las pilas. Por una parte, ¿qué cuentos indispensables podría agregar? por otra, me daría la ocasión de repasar la historia de este libro. Entre todos los cuentos leídos, analizados y enjuiciados desde la publicación en 2003 de la novena edición, ya tenía escogidos los dos cuentos más sobre-salientes: “La dilución” del venezolano José Balza y “Las mejo-res galas” de la mexicana Angelina Muñiz-Huberman. A prin-cipios de 2009, la Editorial Alfaguara de Caracas me comisionó un ensayo sobre la cuentística de José Balza, que había de servir de prólogo a una edición de su obra completa. Acepté la comi-sión con entusiasmo porque había conocido a Balza en el con-greso sobre el cuento celebrado en 1987 en Morelia. Quedé muy impresionado con la lectura de sus cuentos y entregué el manuscrito de mi ensayo a Alfaguara en el otoño de 2009, cre-yendo a la vez que “La dilución” era imprescindible para la nueva reimpresión de mi antología por la manera original, artística y sutil en que se denunciaba la situación caótica de Venezuela bajo Hugo Chávez situación que no se limitaba ni a Venezuela ni a la América Latina. En una situación análoga, en el mismo año 2009, ofrecí escribir un ensayo sobre El jardín de la cábala de Angelina Muñiz-Huberman para una colección de ensayos sobre autores judío-mexicanos, proyecto auspiciado por el grupo de mexicanistas de la Universidad de California. Aunque la gran mayoría de las piezas de ese libro no son cuen-tos sino breves ensayos poéticos, poemas en prosa, parábolas o alegorías, todos relacionados con la cábala, sí se destacan dos verdaderos cuentos: “Las mejores galas” y “El gabinete de los sueños”. Para la nueva reimpresión de mi antología, opté por el primero porque además de su calidad intrínseca, sirve de ejemplo de un cuento socio-histórico y por lo tanto, cabe bien den tro del último capítulo de mi antología, dedicado principalmen te al cuento histórico. Se trata de una mujer mal casada con un rico viejo que se enamora de un vendedor ambu-lante, estudiante de la cábala en la Polonia del siglo diecinueve o antes.

Como entre 1964 y 2010 se han vendido más de 400,000 ejemplares de El cuento hispanoamericano, a estas alturas me pregunto a qué se debe su éxito. Además de su valor intrínseco como una colección de cuentos excelentes que constituyen una historia de la evolución de ese género en Hispanoamérica, con mis comentarios analíticos que ofrecen un instrumento peda-

gógico a estudiantes de distintos niveles, a autores neófi tos y a lectores en general, hay que reconocer también ciertas circuns-tancias extrínsecas.

Más que nada, se publicó en la década de los sesenta, que presenció el auge del Boom, defi nido tanto por la alta calidad de las novelas de Carlos Fuentes, García Márquez, Julio Cor-tázar, Vargas Llosa, José Donoso, Lezama Lima, Severo Sar-duy y otros más como por su promoción comercial. Esa década también presenció el gran interés en la América Latina ocasio-nado por la Revolución cubana y la creación consiguiente de centros de estudios latinoamericanos en universidades de los Estados Unidos, de Europa y de otros países. Tampoco hay que olvidar que en la década anterior al Boom el cuento hispa-noamericano había ganado tanto prestigio como la novela con autores tan sobresalientes como Borges y Cortázar, Arreola y Rulfo, y Juan Carlos Onetti. Si no recuerdo mal, fueron Porfi -rio Martínez Peñaloza, especialista en el arte popular mexica-no, y Demetrio Aguilera Malta, cuentista, novelista y drama-turgo quienes me animaron a que le entregara el manuscrito de mi antología a Alí Chumacero, editor del Fondo de Cultura Económica que en ese momento empezaba a distinguirse como la casa editorial más importante de América Latina. La venta inicial de la antología también recibió un gran empujón de la reseña muy positiva escrita por Aguilera Malta y publica-da en una cadena de periódicos en todos los países hispano-americanos.

A principios de noviembre de 2003, se hizo una presentación de gala en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, luciendo un cartel enorme con un collage de las porta-das de las distintas ediciones de la antología desde la primera, diseñada por Alberto Beltrán, hasta la novena. Para el año 2014, espero asistir a la celebración tanto de la décima edición como del cincuentenario de El cuento hispanoamericano.

Quisiera agradecer a los directores del Fondo y a los direc-tores literarios por respaldar, durante más de cuatro décadas, mi empeño en actualizar la antología con cada nueva edición, sobre todo a Adolfo Castañón y a Joaquín Díez-Canedo, quie-nes, además me han estimulado tanto con la publicación de otros cinco libros: La Nueva Novela Histórica de la América Lati-na (1993), Historia verdadera del realismo mágico (1998), Cami-nata por la narrativa latinoamericana (2002, 2004), Un tercer gringo viejo: relatos y confesiones (2005) y la segunda edición actualizada de La novela colombiana: planetas y satélites (1978, 2007). G

Historia de un libroSeymour Menton

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Armando Herrera retrata a las estrellas*Carlos Monsiváis

En su estudio, Armando Herrera ob serva el ánimo de su clien-te o su clienta, con frecuencia sus amigos, y estudia el cúmulo de sus miedos y vanidades; nin gún artista está tan seguro de la eternidad de su público, ni dispone tampoco de un motivo úni-co de orgullo. Herrera está acostumbrado a las reacciones de las estrellas o de quienes desearían serlo, e incluso al empezar ya tiene el hábito de la cacería de facciones, transmitido por su padre don José María y afinado por su tenaz aprendizaje y do-minio del oficio en los distintos estudios fotográficos que va montando. Y al cliente o a la clienta lo que pida, siempre y cuando sus deseos no in terfieran con los niveles de exigencia y el profesionalismo de Herrera. Si quieren, se les pueden “re-bautizar” las facciones, que para eso, nos indica su hijo Héctor, están los “magos”, los retocadores de don Armando:

Con conocimientos de anatomía y buen gusto aplicaban los nega tivos; lo hacían raspando con una cuchilla —bistu-rí— la emulsión de la piel de plata; suprimían papadas, corre-gían narices chuecas y excesos de toda índole en los rostros, eliminaban la celulitis en los cuerpos desnudos, fabricaban embellecedoras pestañas que abanicaban íntimas miradas, complementando este trabajo con el maquillaje producto de afiladas puntas de lápices de variadas intensidades, que mo-delaron maravillosamente las luces mar cadas por Herrera en el momento de la toma.

Pero desde luego no es el aparato de “remodelación” lo que rige el trabajo de Herrera, sino su intención: formar una galería de retratos que le haga justicia a un momento toda vía enérgico y a su modo deslumbrante del espectáculo, muy particularmen-te del cine nacional. Son los años de la adora ción simple y pura, de los espectadores que, de inmediato, se convierten casi física-mente en extras de las películas, de los autógrafos como actas notariales de una aparición y, muy especialmente, de las fotos como vislumbres del cielo alter nativo.

Las facciones formativas

Gracias muy especialmente a la glorificación del rostro, el cine en el mundo entero reencauza la educación sentimental, reque-rida de una oportunidad genuina de valorar las faccio nes de los seres queridos. En el retrato del siglo xix el rostro es el aviso a

los contemporáneos: las características físicas y las poses dignas son el mensaje moral inalterable, la severi dad aspira al clasicis-mo, y el porte, el donaire y la dignidad son el legado a ese porvenir que a lo mejor no se va a enterar, anegado por la indis-ciplina facial y gestual. En el cine mudo, la función de los sem-blantes desemboca en el exceso porten toso de las divas, que se “divinizan” a sí mismas con aspavien tos y arrebatos, la persona-lidad surge de un rostro crispado o bañado en lágrimas o inun-dado por la fiereza de la virtud.

Tal es el cometido de las actrices italianas Francesca Bertini, Giovanna Terribili González, Pina Menichelli, com batientes en las termópolis de boudoirs y salones, que hacen de sus faccio-nes el más desesperado (y sublime) de los re cursos melodramá-ticos. Y en esos años, la presencia ines perada del cine soviético proporciona nociones opuestas del rostro, donde la clase social lo es todo y la pertenencia al pueblo es regeneración de la espe-cie. Serguei Eisenstein, por ejemplo, impone su idea: la nación es un montaje de fisonomías, de “vibraciones del alma colecti-va”. En el desfile de lo popular y lo proletario (o de lo zarista y lo burgués) los rostros son un índice clasificatorio: recios, can-dorosos, secos, hospitalarios, crueles, anhelosos, inexpresivos. El mon taje es también ambición enumerativa.

En América Latina las lecciones se toman de Hollywood. Por razones de vigor imperial y de calidad técnica, el cine norte americano es el modelo artístico y comercial. Y por la impor tancia que Hollywood le concede al rostro, se industria-lizan en el mundo entero los juicios y prejuicios al respecto, divul gados por la moda y garantizados por la novela popular. Un rostro bello es un argumento irrefutable; un rostro de “ras-gos desaseados” oculta un alma noble o le hace honor a la pre-gunta: ¿qué fue primero: la fealdad o la maldad? Vean estas facciones, se argumenta desde la pantalla, son las que inexo-rablemente le corresponden al enamoramiento, a la inocen cia desprotegida, al temple de ánimo, a la belleza estatuaria, a la mediocridad resignada, incluso a la catadura lombrosiana, que codifica el aspecto patibulario y, en rigor, hace de la fealdad extrema el delito punible, la confesión del vicio y la cri minalidad (en los personajes de Lon Chaney, por ejemplo).

Este determinismo se aproxima a la metopomancia, la disci-plina rarificada del siglo xix que se propone adivinar el porve-nir indagando en las líneas del rostro, y a todas las lec turas fisonómicas que toman muy en cuenta las enseñanzas del ro-manticismo y el simbolismo. Alguien escribió célebre mente: a partir de los treinta años cada uno es responsable de su rostro; el cine lo contradice: más bien, desde la infancia, los rostros se encargan de la suerte de sus propietarios. * Armando Herrera, El fotógrafo de las estrellas, fce, México, 2009.

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Si la virtud posee la fragilidad del acero tal y como la encarnan Lilian Gish y Mae Marsh en las películas de D. W. Griffith, en la trayectoria de los ídolos de Hollywood lo singular se vuelve lo idiosincrático, como ejemplifican Theda Bara, Rodolfo Va-lentino, Mary Pickford, Douglas Fairbanks, John Barrymore y Gloria Swanson. Valentino es la apostura ambigua, John Ba-rrymore el gran perfil; Pickford y Theda Bara las alternativas del carácter nativo y la índole “exótica”; Swanson, el ca pricho de la hermosura a la intemperie. El escritor James Agee com-para el rostro de Buster Keaton con el de Abraham Lincoln, “como uno de los primeros arquetipos de Norteamé rica: era fascinante, atractivo, casi hermoso…” Se identifican los ros-tros, las voces, los manierismos, los estilos de andar con exalta-ciones del carácter nacional. No otra es la fortuna de los inicios de Gary Cooper, James Stewart, John Wayne, Hen ry Fonda, los irrebatiblemente norteamericanos. Hay tam bién las apo-teosis de la masculinidad: Clark Gable, Spencer Tracy, y los que llevan a la comedia al paso rápido sobre los abismos: Char-les Chaplin, Buster Keaton, Harry Langdon, Harold Lloyd, W. C. Fields, Groucho, Chico y Harpo Marx. Y existen los rostros en los que se vierten y se manejan las actitudes más libres y creativas de las mujeres: Bette Davis, Barbara Stan wyck, Ka-therine Hepburn, Mirna Loy, Joan Crawford. En todos ellos, el espectador, lo sepa con detalle o no, ubica cualida des del arque-tipo platónico, la sacralización laica que llega al extremo con los publicistas que le imponen a la Esfinge el ros tro de Greta Garbo y a la Venus de Milo el de Buster Keaton.

Los casos culminantes: Greta Garbo, Marlene Dietrich. El crítico inglés Kenneth Tynan escribe: “Lo que uno, borra cho, ve en otras mujeres, lo observa sobrio en Greta Garbo…

Ella es la mujer que se vislumbra con la vibrante claridad de uno de los viajes químicos de Aldous Huxley. Observarla es al-canzar la percepción límpida y directa de algo que, como una flor o una mascada de seda, es bello en sí mismo de modo dis-creto. Nada se interpone entre ella y el observador, excep to las neurosis del segundo...” Con Dietrich y Garbo llegan al clímax la estrategia de luces y sombras y la gran operación del gla-mour, que, en pos de la trascendencia, moviliza a escenó grafos, maquillistas, peinadores, fotógrafos, el pequeño ejér cito que invierte el día entero en obtener de las diosas de la pantalla otra de las imágenes que le hagan justicia a un rostro calificable de esencial. Más que “cirugía plástica”, lo que hay aquí es la explo-ración de luces y sombras corregida de modo incesante, un ros-tro divinizable es el espacio de las tonalida des sin límite.

Revísense las fotos de Greta Garbo tomadas por Cecil Bea-ton, Clarence Sinclair Bull, Arnold Genthe, George Hoy ningen-Huene, George Hurrell, Nickolas Muray, Edward Steichen, Ruth Harriet Louise. Si las imágenes de Steichen son perfectas al iluminar y velar un rostro de algún modo in dependizado del cuerpo, la serie del infatigable Clarence Sin clair Bull, tomada a lo largo de años, ratifica, además de la hermosura de Garbo, la fuerza de una industria que se forta lece al promover a sus ídolos y que respalda económicamente sus canonizaciones. Lo mismo sucede con Marlene Dietrich, otro rostro sin edad, otra incur-sión en la melancolía como vínculo con el tiempo.

Con Garbo y Dietrich se inician casi formalmente un descubri-miento y otra gran industria. El descubrimiento es la fotogenia, ya presente por ejemplo en el caso de Lilian Gish o de Gloria Swanson, y con énfasis de aturdimiento en las bellezas inespe-

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radas de Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, pero que se transparenta como fuerza independiente al implantarse el star system. Y la industria nueva se nutre del retrato de los ídolos. Ya esto existía desde luego, pero se necesitaban de modo específico, aportadas por el cine sonoro, imágenes aptas para la reve rencia, algunos dirían “nacidas para el nicho”. Las fotos, dis tribuidas para la publicidad y ya luego para la venta en tarjetas postales, entregan algo desprendido de los filmes pero con vida propia. Antes del Beta, el vhs y el dvd, las fotos de las primeras figuras y de quienes se evaporan en el camino, se coleccionan ardoro-samente, son souvenirs de la adoración a los que se vuel ve para ratificar las emociones o, en el caso de las pin ups de la segunda Guerra Mundial, para suscitar la felicidad cada que se necesita. Las decenas de miles de soldados que tienen en sus lockers o en sus mochilas fotos de Betty Grable o de Rita Hayworth son un homenaje al cine y a sus figuras sólo alcanzables por la posesión de esas tarjetas, de esas copias. En lugar de las estampitas pia-dosas las fotos donde toda la película de la imaginación ya corre a cargo de un solo lector de imágenes.

Armando Herrera trabaja en el apogeo de la industria de las imágenes de los ídolos. Sin embargo, sus fotos alcanzan con rapidez el nivel de indispensables, como sucede con varias de Pedro Infante, María Félix, Agustín Lara, Tin Tan y Ton golele.

Herrera capta y estimula el pacto entre los que ad quieren las fotos y las imágenes requeridas. El actor o la ac triz, los cantan-tes, los músicos que demandan el trabajo de Herrera saben lo que quieren o lo que creen que quieren: la promoción de sus rasgos, de su vestuario, de su lenguaje corporal y, si es posible, de su temperamento. Pero no están conscientes de lo que ya conoce Herrera: el papel de la foto genia, esa realidad engen-drada por las películas, pero ya no sujeta a ellas en todo. La fotogenia es un don al que los artis tas de la cámara contribuyen ampliamente pero de ningún modo determinan; es un conve-nio cuya explicación arraiga en el enigma.

Los poseedores de la fotogenia saben o intuyen sobera-namente de la cualidad a su cargo. María Félix, por ejemplo, se conoce a sí misma como belleza suntuaria y no quiere otra foto más sino una relación de complicidad: “Tú me miras y yo te subyugo”. Pedro Infante, siempre atento al close-up, el conduc-tor de su alma, no tiene una perspectiva tan cultivada de sí mis-mo: en algunas fotos es el Pedro Infante que llega hasta nues-tros días, el charro, el del perfil jactancioso; en otras lo rigen el convencionalismo y una creencia: basta con que las fotos mues-tren su apostura que es su carácter y ya no hace falta más. Con toda la sabiduría instintiva de Infante él es todavía anterior a la noción de fotogenia que también, y admirablemente, dominó Dolores del Río.

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Décadas de labor de Armando Herrera, de asistir al auge, la decadencia o la desaparición física o artística de sus retra tados. Algunos perseveran en la fama: Infante, María Félix, Tin Tan. Una leyenda que se esmera y no pierde actualidad: Yolanda Montez Tongolele. Elementos ya fijos de la cultura popular: Los Panchos. Actor excéntrico que persiste: Artu ro de Córdova. Si a Herrera se le da la oportunidad —“y pues que paga el clien-te”— logra fotos extraordinarias como la de Arturo de Córdova coqueteándole a su propia imagen, o como las de Tin Tan en-tregado a la recreación de su leyenda de pachuco, el sujeto más que singular, o en la de Resortes con unos pantalones casi a la altura de los hombros que esti mulan a la industria textil, o la de Miroslava en traje de luces o la de Jesús Martínez Palillo en algo que podría ser un ata vío de bailarín de flamenco o de prófugo de carnaval, o la de Gloria Marín como mujer liberada a punto del adulterio (si no para qué se libera). En un buen número de ocasiones la mediocridad o el convencionalismo de los retrata-dos desba rata sus pretensiones y ellos, para citar a un clásico prehis pánico, “como una pintura se van borrando”.

Una duda: ¿para qué necesitaría Pedro Infante esas fo tos don-de usa afrentosamente la elegancia, el caché (vocablo que se fue junto con los sastres de gran fama sectorial), las bufandas, las corbatas presumiblemente de seda que nunca usó en sus pelícu-las? Y, en sentido opuesto, los que mejor entendieron su com-

promiso consigo mismos han sido Ma ría Félix, Tongolele y Agustín Lara. Tongolele ha interpretado su rol de bailarina de fuego como el de la inalterable es tatua móvil, el símbolo sexual encumbrado por la coreogra fía; Lara avizoró su condición de símbolo y se ciñó siempre a ella: el cigarro, las facciones serena-das por el amor o por la cursilería o vaya uno a saber qué, y la sensación de la impor tancia del hecho poético de sus canciones; la Doña, también, experimentó con el personaje sin descanso, su arrogancia era la sencillez que se le reclamaba, su belleza era el mayor ofre cimiento al alcance de los lectores de fotos.

Desde la década de 1940 hasta su final, pasando por las céle-bres instalaciones de la calle Ayuntamiento, el Estudio de Ar-mando Herrera es imprescindible para los convenci dos de que su aspecto (su rostro) no necesita de la menti ra amable (del re-toque a fondo) que realce su rostro, para los deseosos no sólo del armisticio de una buena foto sino también seguros, y justa-mente, de que un retrato del “fotó grafo de las estrellas” les da ventaja. Herrera no discrimina, así sepa bien lo que cada uno aporta o disminuye, su labor es siempre profesional y con esto aludo a su respeto por la personalidad que cada cliente o clien-ta quiere representar y por la que él va descubriendo desde su cámara. No es culpa suya si los retratados no van más allá en sus pretensiones de elegancia, galanura, atractivo para todas las edades. Con el tiempo, las apariencias nunca engañan. G

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La persona, entre lo dual y lo ternario

La teología medieval ofrece cientos de casos del siguiente enunciado: el ser humano está formado por la conjunción de la carne, que es mortal, y de un alma, entidad espiritual, que es incorpórea e inmortal. Esto es lo que aquí denominamos con-cepción dual de la persona —aunque no necesariamente dualis-ta—. Esta representación no es una innovación del cristianismo pues aparece en la tradición platónica que tanto infl uyó en la teología cristiana. En el imperio romano, entre el alma y el cuerpo reina un “dualismo bené volo”, mezcla de jerarquía es-tricta y solicitud: así es en aquel entonces el “estilo de gobier-no” que prevalece entre ambos, según la elegante expresión de Peter Brown, quien invita a prestar atención a todos los matices que ad quiere la relación alma/cuerpo.

Sin embargo, hay diversos aspectos que parecen complicar la antropo logía dual del cristianismo medieval. En efecto, éste encuentra en la Biblia (en las concepciones judaicas y en san Pablo) una representación ternaria de la persona: “espíritu, alma y cuerpo” (I Tesalonicenses 5, 23). El alma (ani ma, psi-que) es el principio animador del cuerpo, que también los animales poseen, mientras que el espíritu (spiritus, neuma) que sólo al hombre ha sido dado, lo pone en contacto con Dios. Es por ello que san Pablo afi rma que “el hombre espiritual” está más elevado que “el hombre psíquico” (I Co rintios 2, 14-15). Esta trilogía, que retoma Agustín, recorre la teología hasta el siglo xii. Asimismo, Agustín y la tradición que en él se inspira distinguen en el alma tres aspectos, que dan lugar a tres géne-ros de visión: la “visión corporal”, que se forma en el alma por medio de los ojos del cuerpo y que permite percibir los objetos materiales; la “visión espiritual”, que forma en la imaginación imágenes mentales y oníricas, las cuales poseen la aparien cia de las cosas corporales, pero carecen de cualquier sustancia cor-poral; y, fi nalmente, la “visión intelectual”, acto de la inteligen-cia que puede alcan zar una contemplación pura, libre de cual-quier semejanza con las cosas corporales. Aun cuando Agustín mismo recurre con frecuencia a la oposi ción dual de los “ojos del cuerpo” y de los “ojos del alma”, un esquema de este tipo ins-tituye un aspecto intermedio entre la materia y el intelecto.

No obstante, los escolásticos del siglo xiii refutan estas pre-sentaciones ternarias. Tomás de Aquino afi rma con toda clari-dad que el espíritu y el alma son una sola cosa. Sin embargo, la

tripartición conserva un lugar limitado, pues la mayoría de los teólogos admite que el alma posee tres potencias: ve getativa (forma de vida que comparten las plantas), animal (que com-parten los animales) y racional (propia del hombre). Además, muchos autores, como Alberto Magno, aún insisten en la dua-lidad del alma —por un lado, principio animador del cuerpo, y por otro, entidad que tiene en sí misma su propio fi n—. Es evidente entonces que la noción cristiana del alma abar ca por lo menos dos elementos: el principio de fuerza vital que anima al cuerpo (el anima según san Pablo, las potencias sensitiva y animal según los escolásticos) y el alma racional que acerca al hombre a Dios. O bien la teología disocia estos dos aspectos y se inclina entonces hacia una antropo logía ternaria, o bien los reúne en la misma entidad, de tal suerte que el alma es un prin-cipio doble, asociado con el cuerpo carnal que anima y que, al mismo tiempo, comparte con Dios sus más altas cualidades. Es nue vamente la escolástica del siglo xviii, al concebir un alma única dotada de tres potencias, la que ofrece una de las solucio-nes más satisfactorias a esta contradicción.

Si el alma y el cuerpo constituyen dos principios cuya natu-raleza es tan diferente, ¿cómo puede existir contacto o inter-cambio entre las realidades materiales y espirituales? La mayo-ría de los teólogos atribuyen por ello al alma potencias sensibles, que le permiten alcanzar por sí misma e independientemente del cuerpo un conocimiento del mundo sensible. Pero Tomás de Aquino, con su radicalidad antropológica, niega la existencia de tales po tencias sensibles, lo que despoja al alma de toda ca-pacidad de contacto directo con el mundo material y hace más necesaria aún su unión con el cuer po. Otra cuestión delicada consiste en defi nir cuáles son las partes del cuerpo donde se encuentra el alma. La revolución que en el siglo xii condu ce al reconocimiento de que el alma es localizable (véase el capítulo iii) re futa severamente la idea tradicional según la cual el alma, que es espiritual y por lo tanto está desprovista de toda dimen-sión espacial, no puede estar contenida en ninguna parte loca-lizable del cuerpo. Aun así, no está contenida de manera senci-lla en el cuerpo, y Tomás de Aquino afi rma que el alma en vuelve al cuerpo en lugar de estar en él. Sin embargo, surge una dua-lidad de los centros anímicos. El corazón, que los eremitas del desierto egipcio percibían ya como el centro de la persona, “el punto de encuentro entre el cuerpo y el alma, entre lo humano y lo divino”, se benefi cia en la Edad Media de un fomento cada vez mayor que asegura su triunfo como lugar en el que se loca-liza el alma. Pero la cabeza, como sede del alma, resiste de tal modo que la rivalidad entre estos dos centros anímicos perma-nece muy activa. Sea como fuere, el alma también se encuentra

El hombre, unión de alma y cuerpo*Jérôme Baschet

* Jérôme Baschet, La civilización feudal. Europa del año mil a la colo-nización de América, México, fce, 2009.

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repartida en todo el cuerpo. Incluso Tomás de Aquino, pese a despojar al alma de sus potencias sensi bles, insiste en los espíri-tus animales, esos “vapores sutiles mediante los cuales las fuer-zas del alma se difunden por las partes del cuerpo”. Así se ex-plican todas las interferencias entre el alma y el cuerpo. El alma, en resu midas cuentas, habita el cuerpo en su totalidad y en algunos de sus centros privilegiados, cabeza o corazón, aun cuando por su naturaleza escape a los lí mites de tal localiza-ción.

Para terminar este examen de los elementos constitutivos de la persona humana conviene añadir todavía dos entidades, que por lo menos a partir del siglo xi se asocian indefectiblemente con toda vida cristiana. Cada ser recibe, desde el nacimiento hasta la muerte, un ángel guardián que lo cuida, y también —se le menciona con menor frecuencia— un diablo personal que se dedica de manera incesante a tentarlo. Sin duda estos dos espí-ritus se encuentran fuera de la persona, pero están tan estrecha-mente unidos a ella que las acciones del individuo y su vida entera serían incomprensibles si no se tomara en cuenta la ac-ción de estos dos representantes de las fuerzas di vinas y malig-nas. Así, tanto el ángel guardián como el diablo personal pue-den considerarse como apéndices de la persona cristiana, cuyo papel en el proceso de individuación cristiana merece evaluarse en su justa medida.

Entrada en la vida, entrada en la muerte

Hay dos momentos que dan toda su fuerza a la concepción dual de la per sona: el de la concepción, cuando se unen alma y cuer-

po; y el de la muerte, cuando se separan. El origen del alma individual sigue siendo durante mu cho tiempo una cuestión delicada para los autores cristianos. Al declarar que se trata de un “misterio insoluble”, Agustín no logra elegir entre las di-ferentes tesis que imperaban en aquel entonces: la teoría, adop-tada por Orígenes, de la preexistencia de las almas, creadas en conjunto durante la Creación y que forman una vasta ”reserva de existencias”, que esperan su encarnación conforme se vayan concibiendo los individuos; el “traducia nismo”, que defi ende Tertuliano, teoría según la cual los padres transmiten el alma que se forma a partir de su semen; y, fi nalmente, el “creacionis-mo”, que san Jerónimo admite, según el cual Dios crea cada alma en el momen to de la concepción del vástago y la infunde de inmediato en el embrión.

Durante los siglos de la Edad Media, esta última tesis se va imponiendo en un proceso lento e indeciso, que fi nalmente conduce, con los escolásticos de los siglos xii y xiii, a una elec-ción clara. Todavía se precisa, como lo hace Tomás de Aquino, que al embrión lo anime primero un alma vegetativa y luego una sensitiva, las cuales proceden de un desarrollo propio del cuerpo engendrado por el semen paterno, antes de que el alma racional, creación de Dios, se infunda en el embrión, donde remplaza al alma sensitiva (recu perando las potencias vegetati-vas y sensitivas de esta última). Por lo tanto, se advierte un tri-ple origen de la persona: el cuerpo, producto de la procrea ción; el alma animal, producto de la fuerza paterna; y el alma racio-nal, creación de Dios. Pero en el ser consumado, este triple origen se funde en una dualidad esencial. Sobre todo, es preci-so resaltar que el alma intelec tual, sustancia inmaterial e incor-

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pórea, no se debe a la generación. Los pro genitores no engen-dran la parte superior de la persona. Ésta sólo puede proceder de Dios, y los teólogos subrayan que nada del alma de los pa-dres se transmite a sus hijos. Así es cómo se descarta la idea misma del “tradu cianismo”, mientras que el “creacionismo”, al contrario de la teoría de la preexistencia del alma, singulariza el destino de cada alma, ligada a la con cepción del ser individual que acude a habitar. La decisión divina de crear al hombre a su imagen y semejanza, según el relato del Génesis, parece re-novarse así cotidianamente en la formación de cada alma indi-vidual (véase la foto viii.1). La concepción del origen del alma que se impone durante la Edad Media contribuye por ende a la individuación de la persona cristiana, la cual se realiza median-te una relación de estricta dependencia con res pecto a Dios.

Si la concepción une alma y cuerpo, la muerte cristiana los separa. La iconografía muestra profusamente al alma que, bajo la forma de una fi gura desnuda, sale de la boca del moribundo (véase la foto viii.2). Lógicamente es una imagen transpuesta del parto, puesto que morir cristianamente sig nifi ca nacer en la vida eterna. De hecho, las concepciones del alma se ligan ínti-mamente a la importancia que el cristianismo medieval confi e-re al más allá. Desde el momento en que toda vida humana se mide con la vara de la retribución tras la muerte, el cristianismo no se satisface con la inmortali dad impersonal que caracteriza, por ejemplo, al mundo de los muertos en la Grecia antigua, ni acepta que la muerte disgrega, aunque fuera parcial mente, las entidades que componen a la persona, como sucede a menudo en el caso de las religiones politeístas (e incluso, por ejemplo,

en las concep ciones actuales de los pueblos mayas). Las repre-sentaciones cristianas, por contrario, deben asegurar, más allá de la muerte, la fi rme continuidad de la persona, de forma que la retribución en el más allá se aplique efectivamen te al ser que, en el mundo terrenal, se ganó sus rigores o regocijos. Esto su-pone por lo menos una unidad indefectible del alma y sobre todo una iden tifi cación lo más estrecha posible entre el alma y el hombre a quien ésta animaba. De hecho, el cristianismo me-dieval lleva al extremo esta asimila ción —y no solamente por-que sigue la tradición neoplatónica según la cual el hombre es su alma—. Sin embargo, la individualización del alma tiene sus límites y, en el siglo xii, el monje Guiberto de Nogent explica que, en el otro mundo, ningún alma puede designarse por su nombre personal. Se le reconoce, sin duda —pues no desapare-ce en el anonimato de los muertos—, pero ha perdido un as-pecto fundamental de su identidad singular; pertene ce desde entonces a la comunidad ampliada de los muertos, en cuyo seno todos deben alcanzar un conocimiento mutuo generalizado. Las concepcio nes medievales oscilan por lo tanto entre dos po-los: el alma separada no es ni un vago espectro impersonal ni una persona en el sentido estricto del término.

En suma, las concepciones medievales de la persona no se reducen a una dualidad simple. En ellas se advierte la tensión entre una representación dual omnipresente y una tentación ternaria que afl ora en ciertas ocasiones. Uno de los aspectos que están en juego es el estatuto que se otorga al prin cipio de la fuerza vital (espiritual, pero dedicado a la animación del cuer-po), así como a la función de interfaz entre lo material y lo es-

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piritual (imá genes mentales de las cosas corporales, potencias sensibles del alma u otras modalidades de la percepción de las realidades materiales). Pero la evolu ción de las concepciones medievales deja ver un deslizamiento de lo terna rio hacia for-mulaciones más binarias. Por lo tanto, hay que subrayar la complejidad de la persona cristiana y, a la vez, reconocer que el proceso histórico suele privilegiar la estructura dual. Si la dua-lidad alma/cuerpo no basta para explicar a la persona cristiana, defi ne por lo menos su estructura fundamental, como bien lo subrayan las representaciones de la concepción y de la muerte.

Las nupcias del alma y el cuerpo

Es insufi ciente defi nir a la persona mediante la dualidad cuerpo y alma, pues un enunciado así no dice nada del “estilo de go-bierno” que se estable ce entre ambos. Ahora bien, esta relación es tan importante al menos como los términos que la compo-nen. La tradición neoplatónica, que retoma san Pablo y que se encuentra en la obra de numerosos autores de la alta Edad Me-dia, como Boecio y Gregorio Magno, identifi ca al hombre con su alma y considera que el cuerpo es un vestido transitorio e innecesario, un instrumen to al servicio del alma y exterior a ella, incluso una prisión que impide el libre desenvolvimiento del espíritu. Pero, aunque con frecuencia se reto men tales me-táforas, la dinámica de las concepciones medievales debe ana-lizarse sobre todo como algo que rebasa este dualismo neopla-tónico. Re chazando la defi nición del alma como prisión del cuerpo y subrayando la unidad de la persona humana, Agustín da un impulso decisivo a esta diná mica, que fl orece particular-mente a partir del siglo xii y da lugar entonces a magnífi cas formulaciones. Para la sabia abadesa Hildegarda de Bingen (1098-1179), la infusión del alma es el momento en que

el viento viviente que es el alma entra en el embrión, lo for-talece y se extiende por todas sus partes, como el gusano que teje su seda: allí se instala y se encierra como en una casa. Llena con su aliento todo ese conjunto de la misma manera en que el fuego ilumina en su totalidad la casa donde se en-ciende; gracias al fl ujo de la sangre, el alma mantiene húme-da permanentemente a la carne, de la misma manera en que los alimentos, merced al fuego, se cuecen en la marmita; el alma fortalece los huesos y los fi ja a las carnes para que éstas no se caigan: de la misma manera en que un hombre cons-truye su casa con maderos para que ésta no se destruya.

Por consiguiente, el alma no desciende a una siniestra pri-sión, sino a una casa que habita con regocijo, cuanto más por-que la ha construido en función de sus propias exigencias. La abadesa concluye entonces que el lazo del cuerpo y el alma es un hecho positivo, que Dios desea y Satanás detesta.

Los maestros en teología de los siglos xii y xiii también ex-presan el ca rácter positivo de este vínculo, pues indican que Dios ha favorecido la ade cuación del cuerpo y el alma estable-ciendo entre ambos una relación de conmensuración y dotando al alma de una aptitud natural para unirse al cuerpo (unibilitas). Para el obispo de París, Pedro Lombardo, el estatuto de la per-sona humana muestra que “Dios tiene el poder de conjuntar las natu ralezas dispares del alma y el cuerpo para realizar un en-samble unifi cado por una profunda amistad”. Lo que defi ne al hombre no es pues ni el alma ni el cuerpo, sino la existencia de

un conjunto unifi cado, formado por estas dos sustancias. En cuanto al tema de la amistad entre el cuerpo y el alma, éste no hace más que extenderse, tanto en la literatura moral, donde el gé nero de los Debates del cuerpo y el alma subraya la tristeza que sienten al separarse, como en la especulación teológica en la que, a mediados del si glo xiii, san Buenaventura analiza la in-clinación del alma a unirse al cuerpo.

Tomás de Aquino lleva esta dinámica a su grado extremo. De acuerdo con el hilemorfi smo de Aristóteles (doctrina fun-dada en la articulación de las nociones de materia y forma), el hombre ya no se piensa como la unión de dos sustancias. El alma no es una entidad autónoma asociada con el cuerpo, sino la “forma sustancial” del cuerpo. La interdependencia del alma- forma y del cuerpo-materia es total:

Contra todo dualismo, el hombre está constituido por un solo ser, donde la ma teria y el espíritu son los principios con-sustanciales de una totalidad determina da, sin solución de continuidad, por su mutua inherencia: no dos cosas, no un alma que posee un cuerpo o que anima a un cuerpo, sino un alma encarnada y un cuerpo animado, a tal grado de que, sin el cuerpo, al alma le sería imposible tomar conciencia de sí misma [Marie-Dominique Chenu].

A Tomás no le basta afi rmar que la unión con el cuerpo es natural y be néfi ca para el alma, sino que llega al extremo de desvalorizar radicalmente el estado del alma fuera del cuerpo, puesto que éste es necesario no solamente para la plenitud de la persona humana, sino también para la perfec ción del alma misma, que sin él es incapaz de llevar a cabo totalmente sus facultades cognitivas. Juzga que el estado del alma separada es imperfecto y contra natura, y afi rma por primera vez que el alma es una imagen de Dios más semejante cuando está unida al cuerpo que cuando está separada de él.

La empresa tomista se caracteriza así por un doble aspecto notable. Formula de la manera más tajante posible la dualidad del cuerpo y el alma, distinguiendo radicalmente sus respectivas naturalezas y eliminando cual quier mezcla o punto de contacto entre ambos (como, por ejemplo, las po tencias sensibles del alma). Pero la acentuación de esta dualidad no busca más que dejar atrás el dualismo, reconociéndole al cuerpo y a su unión con el alma el más alto valor. Es así, en la medida misma en que el cuerpo y el alma se distinguen más claramente en términos de sus respectivas natura lezas, que se acrecienta su interdependen-cia y su unión se hace más nece saria. El pensamiento tomista aparece, pues, como el grado extremo de una dinámica intelec-tual y social que atraviesa los siglos centrales de la Edad Media. Sin duda, el tomismo no es en absoluto la doctrina ofi cial de su tiempo; y su condena en 1277, proclamada por el obispo de Pa-rís, Esteban Tempier, quien ataca varios de sus aspectos, mues-tra que este pensamiento rebasa en parte la capacidad de recep-ción de la institución eclesial. Sin em bargo, es indudable que revela una profunda dinámica histórica.

El cuerpo espiritual de los elegidos resucitados

Así, el alma separada, en su imperfección, desea su cuerpo y se impacienta con los reencuentros que la escatología cristiana le promete, como preludio del Juicio Final. La resurrección del cuerpo es en efecto un punto esencial de la doctrina cristiana,

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que sin duda se encuentra entre sus aspectos más originales —y más difíciles de aceptar (véase la foto vii.3)—. Basada en el Evangelio, mencionada en el Credo y defendida por todos los teólogos me dievales, la doctrina de la resurrección general de los cuerpos, al fi nal de los tiempos, no es objeto de ningún cuestionamiento (más que para los herejes, entre otros los cáta-ros). Sin embargo, tiene sus difi cultades admitir que los cuer-pos de todos los muertos se formarán de nuevo y saldrán de sus tum bas para reunirse con sus almas, y los cristianos de los pri-meros siglos du daron entre una concepción espiritual y una interpretación material de los cuerpos resucitados. Valiéndose de la autoridad de san Pablo, quien men ciona la resurrección de un “cuerpo espiritual” y afi rma que “la carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos” (I Corintios 15, 50), au-to-res como Orígenes o Gregorio de Nisa conciben para los resucitados un cuerpo etéreo, semejante al de los ángeles, sin edad ni sexo. Por el contra rio, siguiendo a Agustín, la tradición medieval occidental admite la plena materialidad de los cuer-pos resucitados. La carne que resucita entonces es realmente la de los cuerpos terrestres individuales, recreados con todos sus miembros, incluidos los órganos sexuales y digestivos de los que los espiri tualistas querían despojarlos. De allí se deriva una obsesión casi maniática por la integridad de los cuerpos resuci-tados, a los que no debe faltarles ni una mota de polvo y los cuales, incluso si sufrieron mutilaciones o fueron devorados por animales, deberán reformarse por completo. Esta exigencia hace que un pensador tan serio como Agustín argumente que el conjunto material de las uñas y los cabellos que se cortaron en el curso de la vida también deberán reincorporarse al cuerpo

resucitado (pero transformán dose, pues si no éste produciría una fealdad espantosa). Esta concepción puede parecernos ex-traña, pero no sorprendería a los tzotziles de Chenalhó (Chia-pas), donde la costumbre exigía que cada quien conservara en una bol sa todas las uñas y los cabellos que se hubiera cortado desde su nacimiento (en este caso, no para benefi cio de un im-probable cuerpo resucitado, sino para evitarle al alma del muer-to el penoso trabajo de recolectar sus excre cencias corporales).

Admitir la concepción material de la resurrección obliga a considerar la expresión paulina del “cuerpo espiritual” como una verdadera paradoja: lejos de transformarse en espíritu, el cuerpo resucitado conserva la plena materialidad de su carne; pero puede decirse, al mismo tiempo, que es espi ritual, puesto que adquiere cualidades nuevas que normalmente pertenecen al alma. Por lo tanto, el cuerpo glorioso de los elegidos se vuel-ve, al igual que el alma, inmortal e impasible, y así escapa a los efectos del tiempo y de la corrupción. Los planteamientos teo-lógicos dedicados a las bienaventu ranzas del cuerpo de los ele-gidos, sobre todo en la obra de Anselmo de Can torbery, subra-yan igualmente su perfecta belleza, puesto que se conserva eternamente en la fl or de la edad (la de Cristo en el momento de su muerte) y con proporciones armoniosas (los defectos del cuerpo terrenal se eliminan). La claridad (claritas) lo vuelve lu-minoso como el sol, incluso transparente como el cristal. Ade-más, el cuerpo glorioso, dotado de libertad y agilidad, tiene el poder de hacer todo lo que quiera y de desplazarse como desee, sin el menor esfuerzo y tan rápidamente como los ángeles. El mundo celestial no es pues ese orden inmóvil y hierático que uno se imaginaría fácilmente, puesto que el movimiento se

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considera una cualidad que conviene a la per fección del cuerpo. Finalmente, el cuerpo glorioso experimenta cierta vo luptuo-sidad (voluptas), que resulta del ejercicio de los cinco sentidos y se manifi esta en cada uno de sus miembros. Son evidentes las limitaciones que los clérigos atribuyen a la sensualidad paradi-siaca, pero por lo menos el reconocimiento de cierta actividad de los sentidos subraya su necesaria participación en la perfec-ción de la persona humana. En resumen, la doc trina medieval lleva muy lejos la redención del cuerpo, que se juzga necesa ria para la plena bienaventuranza del paraíso (ese “lugar de deleite con los santos”, como decían los dominicos en el siglo xvi, a cuyo cargo quedó la evangelización de los tzeltales de Chiapas). Con su materialidad encarnada y con la totalidad de sus miem-bros, el cuerpo, con sus virtudes de belleza, fuerza, movimiento y sensualidad, encuentra un lugar legítimo en la so ciedad per-fecta de Dios. Esta rehabilitación del cuerpo se basa, sin embar-go, en dos exclusiones: si bien el cuerpo glorioso está completo (y, por lo tanto, sexuado), es un cuerpo sin funciones sexuales ni alimentarias, lo cual elimina dos aspectos que remiten al hom-bre a su efímera condición mortal y a su necesaria reproduc-ción, y que los clérigos juzgan incompatibles con la naturaleza espiritual del cuerpo glorioso. La cocina y el sexo no tienen lu-gar más que en el infi erno.

Para terminar este análisis, conviene aún subrayar que la relación entre cuerpo y alma es equivalente a la que une al hombre con Dios. Como lo in dica Hildegarda de Bingen, al fi nal de los tiempos “Dios y el hombre no harán más que uno, como el alma y el cuerpo”. A imagen de la unidad gloriosa de los cuerpos espirituales, los elegidos admitidos en la sociedad celestial se reúnen en Dios; son de nuevo plenamente a su “imagen y semejanza”, según la relación que se instauró con la Creación, pero que enturbió el pecado original. Como hemos visto, la visión beatífi ca, comprensión perfecta de la esencia divina, supone la unión total con Dios, la cual, según recono-cen los teólogos, tiende a la casi divinización del hombre. Estas concepciones de la beatitud celestial escandalizaron particular-mente a los paganos del Impe rio romano: la asunción de lo humano hasta el mundo divino y la glorifi ca ción de los cuerpos

de los elegidos, quienes comparten entonces el “super cuerpo” otrora privilegio de los señores del Olimpo (Jean-Pierre Ver-nant), les parecieron —al igual que la Encarnación de Dios— mezcolanzas escanda losas de lo humano y lo divino. Sin embargo, esto nos permite entender que las relaciones entre el cuerpo y el alma, por una parte, y entre lo humano y lo divino, por otra, constituyen dos aspectos estrictamente correlaciona-dos de la antropología cristiana.

En suma, lejos de defi nir su separación como un ideal, el cuerpo glorio so propone a la cristiandad medieval la perspecti-va de una articulación del cuerpo y el alma. Pero aún hay que precisar que esta relación es fundamen talmente jerárquica, pues el cuerpo glorioso se caracteriza por su obediencia absolu-ta a los dictados del alma. Si se dice que es espiritual es porque está sometido completamente al alma. San Buenaventura, al evocar el deseo mutuo de reunirse que comparten alma y cuer-po, descarta la idea de una unión igualitaria, precisando la exis-tencia de un “orden de gobierno” según el cual el cuerpo obe-dece enteramente al alma. La redención del cuerpo sólo es posible a expensas de su total servidumbre, según la dialéctica muy cristiana de la humillación y la glorifi cación. Paradójica-mente, el cuerpo glorioso es un modelo de la soberanía del alma, de la dominación del alma sobre el cuerpo; y es solamen-te en este marco que cobra sentido la insisten cia en el aspecto corporal de la resurrección. El cuerpo de los elegidos per-mite pensar una relación de lo corporal y lo espiritual que no sea ni mezcolanza ni estado intermedio (¡nada de sincretismo aquí!) ni total disyuntiva (que conduciría de nuevo al dualismo). El “cuerpo espiritual” se defi ne como la unión de dos principios en el seno de una misma entidad —pero es una unión jerárquica (el alma domina al cuerpo) y dinámica (mediante tal sumi sión, el cuerpo se eleva y se vuelve copia del alma)—. Ésta es la imagen ideal a la que debe tender el hombre desde su vida terrenal, actuando de manera que el alma domine al cuerpo y lo ayude a progresar hacia las reali dades espirituales, en lugar de que el cuerpo imponga su ley y su peso al alma y la envilezca con el deseo de las cosas materiales. G

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fuga (lat., it.: fuga; al.: Fuge; fr., in.: fugue). Literalmente signi-fi ca “huida” o “escape”. En música, el término se refi ere a una composición en la que tres o más voces (muy raramente sólo dos) hacen entradas sucesivas en imitación, como una especie de “persecución” entre las voces. Más que una forma fi ja, la fuga es un estilo de composición. Todas las fugas tienen as-pectos en común y existe una terminología universal para des-cribir la intervención de las voces individuales, las partes y los recursos técnicos específi cos de la fuga.

El tema principal se denomina “sujeto” y es expues to por la voz que entra primero. Una vez presentado el tema com-pleto, la segunda voz entra con el sujeto trans puesto a la dom-inante; esta entrada en la dominante se denomina “respuesta”. La tercera voz entra con el su jeto original pero en una octava distinta, y así sucesivamente. Esta sección inicial de la fuga se denomina “exposición” y concluye una vez que todas las voces han presentado el sujeto y la respuesta. Un recurso común es la alternancia de la misma versión del tema entre las voces, de manera que en una típica fuga a cuatro vo ces, cuando la so-prano y el tenor llevan el sujeto, la con tralto y el bajo llevan la respuesta o viceversa. Asimismo, es frecuente que las entradas alternen la secuencia de sujeto y respuesta. En ocasiones, la exposición fi nali za con una presentación adicional del tema denominada “entrada recurrente”.

A la entrada de la segunda voz (con la respuesta), la prim-era voz desarrolla un contrapunto; de la misma manera, la segunda voz presenta un contrapunto a la en trada de la ter-cera voz (sujeto) y así sucesivamente. Cuan do el contrapunto de la exposición es idéntico en cada voz, se le denomina “con-trasujeto” regular; cuando el su jeto (o respuesta) o el contra-sujeto hacen las veces de bajo sin incurrir en errores gramati-cales, se dice que el contrapunto es invertible. Al contrapunto adicional se le denomina “contrapunto libre”, pero dicho ma-terial puede repetirse idéntico, como si se tratara de un se-gundo contrasujeto. La exposición de una típica fuga a tres voces podría representarse como se muestra en la Tabla 1. En ocasiones aparece un puente entre las entradas sucesivas, casi siempre entre la segunda voz (respuesta) y la tercera (sujeto).

La respuesta puede ser “real” o “tonal”. Una respuesta real es aquella en la que el sujeto se traspone idéntico a la domi-nante; una respuesta tonal es la que presenta el sujeto con al-

gunas modifi caciones. La respuesta tonal suele emplearse cuando al inicio del sujeto o cerca del mismo destaca una nota de dominante; la respuesta a esta nota no se hace en la super-tónica de la tonalidad original (transposición exacta) sino en la tónica; de tal manera, si la nota inical de una fuga en do mayor es sol, en la respuesta tonal se convertirá en do y no en re. Del mismo modo a un salto interválico de la tónica a la dominan-te (do-sol), corresponderá una respuesta tonal con salto de la dominante a la tónica (sol-do, en lugar de sol-re). Existen ejem-plos de respuestas tonales en las fugas en re# menor, fa menor y fa# mayor del Libro I de El clave bien temperado de J. S. Bach. También se requiere una respuesta tonal cuando el sujeto fi -naliza en la tonalidad de la dominante. Por otra parte, una res puesta real modulará a la tonalidad de la supertónica, tona-lidad muy alejada de la tónica a la que el sujeto re gresará; para que la respuesta real pueda fi nalizar en la tonalidad de tónica original, es preciso realizar un ajuste. Las fugas en mib mayor y sol# menor del Libro I de El clave bien temperado de Bach tienen sujetos modulantes de este tipo.

Después de la exposición, muchas fugas continúan con una secuencia de episodios y entradas intermedias alternadas, es-tas últimas en tonalidades vecinas, que con cluye con una en-trada fi nal en la tonalidad de tónica. La primera fuga del Li-bro I de El clave bien temperado es excepcional, pues no contiene episodios. Los episodios suelen basarse en material temático del sujeto, del contrasujeto o de ambos que, desarro-llados de maneras diferentes, preparan una modulación que conduce a la siguiente entrada del sujeto. Las entradas inter-medias pueden incorporar elementos contrapuntísticos toma-dos de la exposición o bien introducir otros nuevos.

En ocasiones, después de la exposición, el compositor ge-nera interés acortando la distancia entre las entradas sucesivas del sujeto. Este recurso de superposición de las voces se deno-mina “stretto” (it., “cercano” o “comprimido”); aparece con extraordinaria frecuencia en la fuga en do mayor del Libro I de El clave bien temperado de Bach. Otros recursos técnicos son la *inversión, la *disminución, la *aumentación y, menos co-mún, la *retrogradación.

Algunas veces, uno o más contrasujetos pueden aparecer

Diccionario enciclopédico de la música*Alison Latham (coordinadora)

* Alison Latham (coordinadora), Diccionario enciclopédico de la música, Traducción de Federico Bañuelos, Yael Bitrán, Juan Arturo Brennan, Alejandro Pérez-Sáez, fce, México, 2009.

Tabla 1

1a. voz sujeto contrasujeto contrapunto libre2a. voz respuesta contrasujeto3a. voz sujeto

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simultáneamente con el sujeto al comienzo de una fuga. Di-cha fuga suele denominarse fuga doble, triple, etc., pero esta nomenclatura es más correcta para desig nar una fuga en la que los sujetos independientes (segundo, tercero, etc.) van apareciendo en el curso de la misma y pueden subsecuente-mente combinarse con el primer sujeto.

La fuga en do menor del Libro I de El clave bien temperado de Bach ilustra algunos de los rasgos caracterís ticos de una fuga (Ej. 1; véase las páginas anteriores). La exposición inicial en ocho compases comienza con el sujeto en la voz central. La voz soprano entra en el tercer compás con una respuesta tonal (la cuarta nota es do’’, no re’’) mientras que la voz central continúa con el contrasujeto. Aparece un puente de dos compases (deri-vado del sujeto y del contrasujeto) antes de la entrada del sujeto en el bajo en el séptimo compás, mientras que la voz soprano continúa con el contrasujeto regular. Las tres líneas contrapun-tísticas de los compases 7-9 (contrasujeto, voz libre y sujeto) reaparecen en contrapunto invertido en cada una de las entra-das intermedias, no sin ciertas modifi caciones; se emplean to-das las permutaciones posibles excepto una. Un episodio de dos

compases prepara la entrada intermedia de la voz soprano en la tonalidad relativa mayor. En el segundo episodio, la soprano invierte la línea del bajo del pri mer episodio. La entrada inter-media de la voz contralto en el compás 15 presenta el tema en la dominante menor bajo la forma de “respuesta”, y en el tercer episodio desarrolla el contrapunto del puente (compases 5 y 6). En el compás 20, una entrada intermedia en la tónica prepara el cuarto episodio, que desarrolla y amplía el material del pri-mer episodio. Tanto la entrada del bajo en el compás 26 como la de la soprano en el compás 29 tienen efecto de entradas fi na-les. La ruptura dramática del compás 28 y el pedal de tónica conclusivo conducen al fi nal de la fuga. GMT/AVJ

fuga coral (al.: Choralfuge). Fuga para órgano que toma como sujeto la primera línea (o dos líneas) de una melodía de coral (véase coral de órgano). Compositores como Pachelbel escri-bieron fugas corales en Alemania desde fi nales del siglo xvii.

Fuga “gigante”. Sobrenombre del coral para órgano Wir gläu-ben all an einen Gott bwv680 de J. S. Bach, de la parte tercera del Clavier-Übung, llamado así por los gran des saltos del bajo ejecutado en la pedalera. G

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comandantes preparan el ataque fi nal. Una incursión completa destinada a borrar de la tierra y de la memo ria de los hombres un pequeño pueblo en un rincón de México que se atrevió a levantarse contra el Supremo Gobierno.

No hay nadie aquí, piensa y su pensamiento se interrumpe al advertir que ha pisado una mano yerta. Asqueado, sin saber si aún pertenece a algún cadáver o se trata de un despojo suel-to, retira el pie y desvía sus pasos. Nadie, salvo las ánimas de los difuntos. Ánimas en pena, se dice mientras recuerda cómo los vio morir uno a uno desde la loma desde donde contempla-ba el combate como soldado de reser va, y piensa: como maldi-tos héroes, como seres mitológicos. Caían apretando el win-chester con las manos, la boca masticando espuma colorada, valerosos aun en el instante de la muerte, sin dejar de dis parar ni al sentir que la metralla de los federales despedazaba su cuerpo, satisfechos de haberse llevado por delante por lo menos a unos cuantos enemigos. Carajos tomoches, se dice el subteniente con admiración, con rencor, con vergüenza. ¿Tanto valor para esto? Echa una ojeada a las sombras que envuelven el pueblo destruido e imagi na en ellas las mandíbu-las de los puercos triturando los miembros de los cadáveres. Horror, asco que en un segundo se convierte en despre cio hacia los enemigos. Nada, ni siquiera Teresa Urrea, su famosa santa de Cabora pudo ayudarlos contra una fuerza tan grande, pien sa. ¿Qué fue del gran poder de Dios? Ilusos pendejos.

En un ademán inconsciente, aunque lleno de orgullo, acari-cia el cañón de su fusil en tanto se pregunta cuántos soldados habrán parti do al otro mundo a causa de sus disparos. Por lo menos tuve mi bauti zo en combate, se ufana. Ya no soy un simple soldado de banqueta. Pero está a punto de soltar el arma cuando un bulto negro pasa arrastrándo se a su lado antes de desaparecer en la oscuridad, dejando en el silen cio una este-la de gruñidos. Ah, cabrón, murmura el subteniente sin tiempo de disparar. Se detiene. Aguza el oído. Entre los tamborazos del pecho sólo alcanza a percibir el jadeo intermitente de la noche: lloviz na, viento, croar de sapos, chirriar de insectos invisibles, ladridos, gru ñidos remotos. Sacude con una mano las sombras que ciñen su cabeza y atrás distingue el rumor de sus compañeros de patrulla, el cencerro agudo de alguna cabra que palpita en latidos cortos y rápidos. Más allá adivina el chis-porroteo del agua sobre las fogatas del campamento, un canto desafi nado, el gemir melancólico de una armónica. Visualiza a sus compañeros al calor del fuego y entonces el frío de la sierra se le viene encima. Es un frío que no había sentido en mucho rato, ocupado como estaba con su miedo. Un frío que paraliza, que vuelve sólidas las sombras, que sofoca los sonidos. Un frío

El festín de los puercos: Tomóchic*Eduardo Antonio Parra

Es el infi erno, piensa el subteniente. Lo piensa mientras las pri-meras gotas de llovizna se estrellan en su quepis. El infi erno. ¿En qué otro sitio podría existir un hatajo de puercos caníbales? En vano rasca su memoria buscando imágenes seme jantes a la de este pueblo en llamas. Peor que el infi erno. Puercos del infi erno, se dice una vez más y procura borrar sus pensamientos, apartar-los de sí, para que no estorben su misión. El olor a lodo y humo que lo vino siguiendo desde el cuartel se enre da ahora con el fuerte tufo de la sangre, de piel y cabelleras chamus cadas, de la carne descompuesta. Y entonces el mismo pensamiento, obsesi-vo, giratorio, ocupa de nuevo su mente cuando recuerda ciertas lecturas, los cuentos de su abuela, las descripciones de los curas durante los sermones. El infi erno. ¿Cuántos muertos hay entre las ruinas, hundidos en el zoquete, en los bosques aledaños? El subte niente sacude la cabeza, estornuda en silencio, escupe al lado sin detener su avance. Camina despacio, con el fusil listo para el disparo, los oídos atentos al ruido de la noche. Pisa con tiento y trata de mirar entre las sombras. Pero las sombras lo tienen cercado, se embarran pesadas y viscosas en su cuerpo, le aplastan los hombros y la cabeza, estorban sus movimientos y entumen sus miembros. Al abrir la boca, el subteniente mastica su consistencia terrosa. Por eso escupe otra vez, para librarse de las sombras que tan sólo se rompen un poco más allá, en los restos del incendio de la iglesia: ese horno donde se que maron vivos muchos de los rebeldes. Ese infi erno.

Su misión es explorar los restos del poblado. Debe asegu-rarse de que no haya enemigos fuera de los muros de la casa de Cruz Chávez. Pero el subteniente sabe que ya casi no resta ninguno. ¿Cuántos se rían capaces de sobrevivir a ese sitio? Todos vieron, él mismo vio a los que se rindieron horas antes con el fi n de salvar la vida. ¿Y cuán ta vida les queda?, se pre-gunta. Era una masa de moribundos. Sedientos, muertos de hambre. Como procesión de fantasmas rumbo a los tribunales del juicio fi nal. Las familias de los caídos, dijo alguien. Viudas y huérfanos con los ojos amoratados y las bocas ávi das, abier-tas, como si quisieran morder el aire para sentir algo en el estómago. Al verlos, el subteniente creyó que la lucha había termina do, que con el triunfo el ejército se cubría de gloria. Gloria, sí. Mas pronto llegó la decepción. Aún hay rebeldes en el pueblo, dijo un superior. Están atrincherados en casa de Cruz Chávez. Por eso, mien tras el subteniente y un grupo de infantes peinan los escombros de Tomóchic, allá en la loma los

* Gerardo Villadelángel Viñas (compilador), El libro rojo, continua-ción, 1 1868-1928, fce, México, 2009.

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de infi erno que, al hacerse patente de pronto, se adhiere como escarcha a la angustia del subte niente que continúa con la vista fi ja en el lugar por donde desapareció el bulto negro. Tranquilo, Heriberto, se dice. Debió de ser un animal. Quizás un perro. Pero piensa: o un puerco. Intenta normalizar su res piración, su latir enloquecido. Aspira profundo y esta vez sus fosas nasales se llenan del olor a cansancio y angustia que proviene de su propio cuerpo entumido y sudoroso. El aroma de mi vida, sonríe con amargura.

Todos los alzados han muerto o esperan la muerte en casa de Cruz Chávez, se repite una vez más, como si memorizara el informe que dará a sus superiores al regresar al campamento. Enseguida añade para sí: tranquilo, no fue más que un puerco. Prosigue su avance. Hunde las botas en el lodo. Abre los oídos pero un silencio enorme, semejante al que minutos atrás pro-vocaba su miedo, ha vuelto a cegar sus tímpanos. Lo reconoce: es el silencio que ocupa los rincones de Tomóchic, el que cae con las gotas de llovizna, se agita con el viento en las hojas de los árboles, crepita en el fuego, tiembla en los movi mientos y calla en las bocas de los infantes a su espalda. El silencio de la angustia. Volvió a cundir, ahora lo sabe, cuando pensó que pudo haber sido un puerco lo que pasó a su lado.

Los avistaron por vez primera desde la loma la tarde del día ante rior. Una de las soldaderas dio la voz. Vengan a mirar, gritó, no van a creer esto. Deambulaban entre los escombros de las casas. Grandes, gordos, hambrientos, salvajes como jabalíes. Andaban en grupos, se disgregaban y volvían a juntar-se. De tanto en tanto hacían un alto para enterrar el hocico en el lodazal. Buscan bellotas, a lo mejor algu na mazorca o de

perdida un olote, explicó un cabo. No seas buey, lo atajó la mujer, fíjate bien. Y todos se fi jaron. Al principio batallaron para distinguir, por la distancia, pero con un esfuerzo poco a poco alcanzaron a ver cómo el más grande de los puercos, semejante a un toro negro, luchaba con algo a ras del suelo. Las otras bestias se arri maron a él. ¿Habrá encontrado una raíz?, se preguntó el subteniente.

¡Están tragándose a un cristiano!, gritó el cabo. ¡Puercos cabrones! Y de pronto todo el puesto de observación vibró de ansiedad, de movi miento, de voces. ¿Es uno de los nuestros?, preguntó un soldado. ¡Eso qué importa! ¡Es un cristiano! ¡Claro que importa! ¡Si se trata de un soldado federal la cosa es más grave! El asco atenazó al subteniente. Asco provocado por el espectáculo que apenas atisbaba en la hondu ra del valle y acentuado por los comentarios de los hombres a su alre dedor. Aun así, salió corriendo a su tienda de campaña para buscar un catalejo. Volvió cuando el puesto de observación ya reventaba de militares. Mientras escuchaba los insultos de la tropa, vio a través del tubo cómo un grupo de cerdos se cebaba en un cadá-ver: arrancaban trozos, se los disputaban hocico con hocico igual que hienas, se lan zaban tarascadas unos a otros con el fi n de ahuyentarse. Las bestias cobardes rehuían la pelea, pero pronto hallaban otro cuerpo caído para hozar en él. La discu-sión sobre si se trataba de federales o rebeldes siguió por un rato, hasta que un capitán le puso fi n. Se trata de tomoches, dijo. No cabe duda. ¿Cómo puede estar tan seguro, mi capi-tán? Miren bien, respondió. Ahí, donde hay más tumulto. Los anima les más chicos no son puercos. Son perros. Están defen-diendo los cadáveres de sus amos.

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Tranquilo, Heriberto, se repite con insistencia y avanza otros dos pasos rumbo al incendio de la iglesia, donde las som-bras se desdibu jan agitándose entre rescoldos rojos. Tiembla de frío, de aprehensión. Los dientes le castañetean y sólo puede evitar el ruido apretando mucho las mandíbulas. Una idea atroz le ronda la cabeza: si la bala de un rebelde me tumbara, ¿cuánto tardaría en llegar el primer puerco? Tiembla de nuevo; ahora con un estremecimiento larguísimo, intenso. Las bestias no esperarían su muerte. Ni siquiera se tomarían el traba jo de rematarlo. Comenzarían a comérselo aún vivo. Llega hasta el muro de una de las viviendas derruidas y pega la espalda a los adobes. No piensa moverse más. El miedo lo hace jadear. El rostro, el cuello, todo su cuerpo está empapado, pero no a causa de la llovizna, sino por el sudor sucio, amargo, que desdibuja los otros olores en torno suyo. Incluso el olor de los cadáveres. ¿Para esto te entraste en el ejército, Heriberto?, se pregunta. ¿Para esto dejaste los libros? Eres un imbécil. Deseabas vivir el heroísmo y hasta ahora sólo has visto cómo caen los verdaderos héroes asesinados por ti y por tus compañeros de armas. ¿Esto es la gloria? Quizá. ¿Y entonces el miedo que no te permite moverte, que te inutiliza para cualquier otra cosa que no sea jadear mientras piensas en la muerte? Carajo, malditos tomo-ches. Malditos puercos. Por un segundo, en su mente, alzados y bestias son la misma cosa: emisarios de este infi erno vivo en que se ha convertido el pueblo de Tomóchic. Un infi erno que en cualquier momento puede extender sus garras para jalarlo al abismo. ¿Cómo librarse de él? ¿Cómo conju rarlo? Mientras distingue las sombras de los infantes de su patrulla arrimándose al mismo muro, el subteniente se imagina sentado en su escri-torio, abierto junto a él uno de sus libros favoritos, la pluma entre sus dedos rasgando un pliego de papel en blanco. ¿Por qué soy mili tar?, se pregunta. Si lo que yo deseo es escribir. Malditos tomoches. Malditos puercos.

A unos pasos sus subordinados murmuran entre sí. No los ve con claridad, pero puede oír sus voces entrecortadas, el crujir de sus esqueletos. Hablan de los puercos. Todos temen a los puer-cos más que a los rebeldes. Les tenemos miedo porque somos como ellos, piensa el subteniente y ese pensamiento lo llena a un tiempo de ver güenza y satisfacción. Aunque amarga, es una idea que lo distrae de su angustia. Sí, se dice, como puercos nos lanzamos sobre los restos de Tomóchic, de los que no vamos a dejar nada. Nosotros, y los gene rales, y los caciques, y la Iglesia, y los extranjeros dueños de las minas, y el presidente Díaz. Somos puercos que devoramos el cadá ver de este pobre pueblo después de verlo defenderse hasta morir. No soportamos a los héroes. Nos dan miedo. Hay que borrarlos de la memoria de los hombres. Ésas fueron las órdenes de don Porfi rio. Debemos cumplirlas. Mi subteniente, dice entonces el soldado junto a él, aquí no hay nadie. ¿Por qué no nos volvemos? Quiere respon-der que sí, que hay que regresar a la seguridad del campamento, a la loma, lejos de este infi erno de ruinas, ánimas en pena, res-coldos de incendios, bestias caníbales y deshonor, mas en cuan-to separa los labios siente que un gemido está a punto de brotar de su garganta. Toma aire, repasa dos veces en la mente sus palabras y, cuando cree que ya posee de nuevo voz, repite la ordenanza: no vamos a retirar nos hasta que nos den la instruc-ción. Fue apenas un bisbiseo, pero al terminar de pronunciarlo el subteniente nota que a su alrededor el silencio adquiere con-sistencia, espesura, profundidad. Como él, los soldados callan porque, lo sabe, están recordando la escena del día anterior.

Perros y cerdos se enfrentaban con furia sobre los cadáveres de los alzados. Hasta la loma llegaban los ladridos furiosos, un tanto débiles por la lejanía, y de vez en vez el chillido de un marrano cuan do alguno de los canes le arrancaba una oreja o la cola, o lograba prensarle una pata. El subteniente seguía el zafarrancho a través de su catalejo. Los perros sangraban, heri-dos en todo el cuerpo, pero continuaban peleando con gallardía digna de admiración. Sin embar go, luego de unos minutos sucumbieron ante el tamaño, la fuerza y la superioridad numé-rica de sus contrincantes. Igual que sus amos, se dice el subte-niente mientras observa a sus subordinados que, en posi ción de fi rmes, tratan de confundirse con el muro de adobe. Después la carnicería fue espantosa. Los hocicos de los puercos cayeron sobre los vientres aún palpitantes de los perros moribundos, los reventaron a mordidas, arrancando tripas y órganos hasta que sólo quedaron res tos de esqueletos entre los charcos de lodo. Cuando acabaron con los canes, se fueron ansiosos a seguir con los cuerpos de los amos. El pri mer militar a quien la ira enlo-queció fue el subteniente. Sacó la pisto la y disparó el cargador completo sobre aquella grotesca comilona. Los demás lo imita-ron. Pero la distancia era mucha y las balas nomás levantaban chisguetes ocres lejos de los puercos, que masticaban la carne humana sin inmutarse. De pronto una bestia se vino abajo. Pegó un chillido que retumbó en el valle y comenzó a revolcar-se en el zoquetal. Cuando intentaba levantarse, otro puerco se le fue encima. Enseguida llegaron más. Los chillidos se multi-plicaron y la escena se tornó un caos de fauces, pataleos y mor-didas que los militares tuvie ron que dejar de ver para buscar un parapeto, porque desde la casa de Cruz Chávez los últimos tomoches comenzaron a responder un fuego que esta vez no iba dirigido a ellos. La confusión de la guerra, piensa ahora el sub-teniente. Después de tanto tiroteo lo único que logramos sacar en claro es que los puercos, como nosotros los humanos, devo-ran lo que tienen enfrente, incluso a ellos mismos.

Un lejano toque de corneta que se desgaja en ecos múltiples sobre el valle lo rescata de sus recuerdos. ¿Es la orden para volver al cam pamento? No pudo reconocerla. El subteniente se vuelve hacia sus subordinados y sólo distingue cinco bultos chaparros hechos bola con tra el muro. Comprende que se están ocultando cuando escucha pisa das del otro lado de las ruinas de la vivienda. ¿Puercos? ¿Enemigos? Aferra el cañón de su fusil, mas no se mueve. La corneta vuelve a lan zar sus notas a la profundidad de la noche. Sí, es la orden esperada. Carajo, justo ahora, cuando no puede cumplirla, ni siquiera moverse. En este instante no siente admiración por los alzados. Su inconciencia al enfrentarse al ejército federal ya no le despierta respeto, sino odio. De no ser por ellos, Heriberto, no estarías aquí, en medio de la Sierra Tarahumara, aterrorizado por los rifl es de esos mestizos cazadores de pieles rojas y por los puer-cos. Estarías en el cuartel, en la ciudad de México, leyendo o escribiendo. Las pisadas se oyen cada vez más cerca, chacua-lean en el lodo, avanzan, se detienen, avanzan de nuevo. El subteniente escucha latir los corazones de sus subordinados, pero no el suyo. ¿Y si se tratara de otra patrulla del ejército? No, esa voz que susurra es de mujer. Son los rebeldes. Salieron de casa de Cruz Chávez a buscar un poco de comida para morir de bala y no de hambre. El subteniente hunde la espalda en los adobes mientras siente cómo un duro oleaje le asciende por la garganta con el sabor de la hiel. Cuidado con los tomoches, se dice. No se expongan a sus rifl es. Tienen punte ría de apaches,

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recuerda la voz del general. Sus piernas están a punto de no sostenerlo más. El miedo es una hoja metálica que gira, doloro-sa, en el estómago. Deja la espada, Heriberto, y toma la pluma, escu cha dentro de su cráneo. Malditos fanáticos, piensa. Mal-dita santa de Cabora que los azuzó contra el gobierno.

Cuando, tras haber permanecido engarruñados durante una eternidad, sus subordinados comienzan a erguirse entre tronidos de hue sos, a rodearlo, a estirar sus manos hacia él y tocarlo para comprobar que sigue vivo y está consciente, el subteniente com-prende que el peligro ha pasado. Los tomoches se fueron, dice un miembro de la patrulla. Han de estar ya de vuelta en casa de Cruz Chávez. Ya nos tocaron la orden varias veces, mi subteniente, dice otro. Vámonos. Dos hombres lo toman de los brazos y comienzan a caminar rumbo a las afueras de lo que era el pueblo.

Entonces, con un remanso de ali vio, al subteniente le llega la certeza de que no morirá en Tomóchic, de que los cerdos no se cebarán en su carne inerte, de que regresará a la capital y algún día escribirá un poema épico que recuerde la matanza. Sí, como Troya para Homero, este pueblo en llamas se con vertirá en mate-ria de su obra. Sólo tiene que dejarse conducir por sus subordi-nados, caminar, caminar con zancadas cada vez más largas igual que ellos, subir la loma dando el santo y seña, y llegar sano, ente-ro, vivo, al campamento para rendir su informe a los superiores: no, mi general. Ningún vivo en lo que resta de las casas, ni en la igle sia, ni entre los escombros. Los sobrevivientes se concentran en casa de Cruz Chávez, donde aguardan nuestro ataque para que por fi n los quitemos de penar. Lo único que vimos en Tomó-chic fueron puercos. Sí, mi general, nomás puercos. G

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1. Sin negar el éter (como se niega el fl ogisto y los espíritus animales que privaban antes de Lavoisier), puesto que algo sir-ve de soporte a los rayos del Sol, Einstein comienza por pres-cindir de esta noción, quinta rueda del carro electromagnético que sólo lo embaraza. Consideramos la luz sin su vehículo, sólo

en relación al objeto que la envía y al que la recibe. Lo único que resulta de Michelson es que, en la Tierra, un rayo de luz se propaga con igual velocidad de este a oeste y viceversa: dos cañonazos opuestos. Sólo que, al revés del cañonazo, cuyo pro-yectil aumenta en velocidad si el blanco avanza hacia él o dis-

Einstein*Alfonso Reyes

* Alfonso Reyes, Einstein. Notas de lectura, fce, México, 2009.

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minuye si el blanco huye (y así el juglar recibe, sin romperlo, un huevo lanzado al plato que tiene en la mano, alejando éste para disminuir el choque), el rayo de luz conserva su velocidad: el límite infranqueable de 300 000 km/seg, tan infranqueable como lo es en temperatura el cero absoluto: –273ºC. Lo que probaría que la mecánica y la óptica ceden a leyes diferentes. FitzGerald-Lorentz pretenden conciliarlas con la contracción.

2. Einstein va a hacer posible la teoría de la contracción, rectifi cando las nociones de medida en tiempo y en espacio. ¿Qué es una medida longitudinal? La imagen en la retina limi-tada por dos rayos extremos que llegan a ella simultáneamente. Claro, si la regla-medida es fi ja. No tanto si da en moverse, pues la velocidad de la luz no es infi nita como creyeron los clásicos: la imagen espontánea de un objeto rígido no es nece-sariamente idéntica cualquiera sea la velocidad del objeto o del observador. Un vagón entre dos estacas que lo limitan no pare-ce ya quedar o caber dentro de ellas si pasa a enorme velocidad teórica, contra lo que creían Galileo y Newton. El extremo de-lantero se aleja del ojo con la misma velocidad con que el pos-terior se acerca. (Claro, para un observador normal, colocado frente al centro de las estacas). Si los dos rayos ópticos me lle-gan a un tiempo, es que el de atrás ha partido después del de-lantero: y cuando veo el del frente coincidir con la estaca que le corresponde, es que veo al de atrás más acá ya de su estaca. De suerte que el vagón en reposo llenaba un espacio mayor que la imagen del mismo en marcha.

3. Esta contracción, en el sentido de la velocidad del objeto, también acontece si se trata del movimiento del observador, por el principio de la relatividad clásica. Esta contracción no aparece ya como un resultado negativo de la experiencia Mi-chelson, sino como su consecuencia. Dos aviones lanzan sendas bombas, uno a 5 000 m y el otro a mucha mayor altura. La de éste segundo parte con mayor velocidad inicial, y luego ambas se igualan y llegan juntas, como si hubiera un cernedor que fi ltrara el exceso de una de las dos velocidades y las igualara. (Resistencia del aire.) Así sucede con los rayos de luz de los dos extremos de la regla en movimiento. ¿Hay también un campo de resistencia por el éter, en el espacio? El físico sólo se ocupa del foco y del objeto iluminado, no del intermedio.

4. La aparente contracción FitzGerald-Lorentz no se debe al movimiento de los objetos respecto del éter, sino al movi-miento de los objetos y su observador unos respectos a otros, a movimientos relativos en el sentido clásico. En virtud de la pe-queñez de tal contracción para las velocidades habituales, la mecánica clásica (que se bastaba por sí para explicarla) simple-mente no lo percibió. Aquella mecánica es aproximadamente cierta. Luego, falsa. La redondez de la Tierra no vino a cambiar la aplicación de la plomada del albañil. Así, locomotoras y avio-nes no tienen que mudar sus formas de máquinas en vista de la velocidad. Pero una es la práctica y otra la ciencia. Descubiertas después las velocidades enormes de rayos catódicos y radio, la contracción resultó ya apreciable.

5. Recapitulando: los objetos aparecen deformados en el sentido de su movimiento, y no en el perpendicular. Su forma depende de su velocidad respecto al observador. Para la mecá-nica clásica, las dimensiones son relación entre objetos. Para

Einstein (principio de la relatividad especial o restringido) esta misma relación es relativa y función de la velocidad del obser-vador: relatividad en segundo grado. El espacio resulta así rela-tivo. En el ejemplo del vagón y las estacas, el observador en-cuentra el vagón contraído, y el viajero encuentra contraído el espacio de las estacas. Y ambos tienen razón. a) Las deforma-ciones debidas a la velocidad son recíprocas. b) El observador ve siempre los objetos no ligados a su propio movimiento más pequeños (nunca mayores), que los ligados (manera de egocen-trismo). También el tiempo, la distancia en tiempo, resulta re-lativo: el segundo es el tiempo que la luz emplea en recorrer 300 000 km. (La luz es el mejor reloj, junto con la electricidad, por su velocidad siempre igual.) La duración de una fracción de tiempo que dura el rayo de luz entre dos espejos se me acorta si el sistema está en movimiento, del cual yo no participo, luego se me agranda la duración de fenómenos que ese proceso mide. Y recíprocamente, para el observador embarcado en el proceso mismo. Claro que esto sólo se percibiría a velocidades fantásti-cas. (¿Y no hay una relatividad concomitante en el tiempo psi-cológico, según mida placeres o dolores, etcétera?) Moverse es vivir más uno mismo y ver vivir más a los otros.

6. Antes de la era relativista:

Tres dimensiones: larguraGeometría: � anchura altura longitudGeografía: � latitud altitud ascensión, rectaAstronomía: � declinación distanciaAdemás, la fecha: el Tiempo

[se] presentía que el espacio dependía del tiempo, pero no que eran funciones inseparables. Pues «forma» depende de «velocidad», de la velocidad que se emplea al recorrerla. Y el tiempo de velocidad depende de la velocidad del observador. El tiempo se vuelve cuarta dimensión: el continuo espacio-tiem-po. Lo presintió Diderot en su Enciclopedia, de 1777 (artículo: «Dimensión»), pero creyendo sólo que la dimensión tetra era el producto del tiempo por la extensión, y no porque una dis-minución de tiempo no se compensa con aumento de espacio: ¡al revés! Tiempo y dimensión au mentan y disminuyen a la vez, al revés de la velocidad del observador. Si es difícil ya represen-tarse las tres dimensiones (el relieve resulta del sentido de la acomodación muscular), más aún lo será llegar a representarse intuitivamente las cuatro dimensiones. Pero hay atisbos. La «UrPlanze», de Goethe, es un esquema de cuatro dimensiones; idea que se ve, como lo decía el escandalizado Schiller. El buen ajedrecista prevé simultáneamente las sucesiones. El don pro-fético, los relámpagos de la premonición, etcétera, las teorías de los sueños de Dunne, en Experimentos con el tiempo. Pero lo que importaría es intuir el continuo como actualidad, no sólo como futuridad.1

1 Véase «Los estudios y los juegos» en mi libro Quince ponencias.

Tres dim

ensiones: espacio

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7. Hasta aquí, Einstein resulta negativo: los nervios que sos-tenían nuestra realidad sensible resultan ser alucinaciones y au-tosugestiones. Ahora Einstein va a reconstruir. Con las nocio-nes clásicas: la representación depende del observador. Con el continuo tetradimensional: la representación va a ser indefor-mable por lo relativo a lo absoluto. La fórmula de la contrac-ción muestra que una distancia en tiempo y una en espacio es-tán en razón de una hipotenusa y un cateto, siendo el otro invariable (la velocidad-luz, de 300 000 km/seg). Éste es la base independiente. Y la altura del triángulo es la razón inversa de la velocidad del observador. Esta base es el intervalo, «conglome-

rado» de espacio-tiempo, resultante constante de estos dos vectores variables. Es la representación «impersonal» del Uni-verso, única parte directa y realmente visible de la realidad, en que los elementos analíticos espacio y tiempo son los fantasmas que decía Minkowski. Si algo hay más allá, es incognoscible para el hombre. El intervalo es la noción conquistada, que aca-so resista a las futuras rectifi caciones, aunque nada nos enseña sobre la realidad en sí, sino sólo sobre las relaciones entre las realidades. Por ejemplo: habrá que reconciliar un día el tiempo físico con el tiempo psicológico y la «durada real» de Bergson, por ahora puesta provisionalmente de lado. G

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La creencia de que la acción humana debería ser guiada por leyes naturales aplicables a toda la gente, cualquiera que sea su raza, sexo, ubicación o religión, se originó fuera del judaísmo y del cristianismo. Una vez que fue acogida por el pensamiento cristiano, la idea del derecho natural llegó a ser un elemento central en la manera europea de concebir la moralidad. En este capítulo señalo brevemente los orígenes de la teoría del dere-cho natural y examino su exposi ción clásica en la obra de santo Tomás. Acto seguido, tras presentar algunos de los puntos prin-cipales en que los críticos han disentido de santo Tomás, paso a examinar la perspectiva sobre la moralidad que presentan los dos principales fundadores de la Reforma protestante, Lutero y Calvino, para quienes el volunta rismo era de importancia pri-mordial. Las diferentes interpretaciones cristianas en materia de derecho natural fueron mucho más signifi cativas para la evolución de la fi losofía moral moderna que los escritos éticos de Platón o de Aristóteles.

1. Los orígenes de la teoría del derecho natural

El concepto del derecho natural es por lo menos tan antiguo como los estoicos. Evolucionó conforme la ciudad-Estado iba dejando de ser la forma política do minante en la vida medite-rránea y fue transmitido a los romanos a través de la escuela estoica. En Roma la idea vino a tener un contacto provechoso con la propia práctica jurídica. La ley romana abarcaba porme-norizadamente todas las transacciones de los ciudadanos roma-nos. Conforme Roma fue expandiéndose, aumentó el trato co-mercial que sus ciudadanos efectuaban con los extranjeros. Durante estas transacciones inevitablemente surgieron proble-mas legales; sin embargo, no podía esperarse que quienes no eran romanos estuvieran al tanto de los intríngulis técnicos de la ley romana, la cual no tenía por qué interesar les. Para en-frentarse a esos problemas los juristas desarrollaron una serie de reglas y procedimientos menos complejos que los de la ley romana. El derecho de gentes (jus gentium), como se le llamaba, tenía por objeto incorporar las ideas comúnmente aceptadas sobre la honradez y el trato justo que pudiesen ser aceptadas en todas partes por cualquier persona civilizada. Tendría que ser lo sufi cientemente sencillo para que cada cual pudiese entenderlo y servirse de él. De este modo, casi llegó a ilustrar lo que los

estoicos concebían como los principios supremos para toda la gente. El término “derecho natural” (jus naturale) era el equiva-lente latino del término fi losófi co griego que los estoicos em-pleaban para el derecho de gentes.

El transmisor más leído en materia de derecho natural fue Ci-cerón.1 Sus escritos, si bien distan mucho de ser originales, dieron a conocer la doctrina es toica (y de hecho gran parte del legado fi losófi co griego) por todo el Occidente civilizado. Siguiendo las enseñanzas del estoicismo, Cicerón identifi caba el dere cho natu-ral con los dictados de la recta razón.2 La razón habla con los acentos de la naturaleza mostrándonos leyes eternas e inmutables aplicables a todos. Es la legislación de los dioses, que los gober-nantes humanos no pueden alterar. Las ideas de jus gentium y de jus naturale se fusionaron, una proporcionando especi fi cidad y contenido a las abstracciones fi losófi cas y la otra incrementando la equi dad y la universalidad de la práctica existente.

Las ideas acerca del derecho natural encontraron un lugar vital en la evolu ción del pensamiento cristiano tocante al go-bierno de la acción. San Pablo apor tó el motivo para incorpo-rarlas en uno de los pasajes más citados del Nuevo Testamento y que más infl ujo han tenido en el tema: Romanos 2.14-15:

En efecto, cuando los Gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las pres cripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza.

Una vez que la Iglesia, tras los primeros siglos de persecucio-nes y clandestini dad, se hubo transformado en una organización de largo alcance y gran rique za, poder, complejidad y responsa-bilidad, se vio obligada a ensanchar sus re gulaciones internas. Los juristas eclesiásticos se inspiraron en los antecedentes y prác-ticas de los juristas civiles romanos, y al igual que ellos encontra-ron nece sario, pasados algunos siglos, codifi car los fallos y pro-

El derecho natural:del intelectualismo al voluntarismo*J. B. Schneewind

* J. B. Schneewind, La invención de la autonomía una historia de la fi losofía moral moderna, Traducción de Jesús Héctor Ruiz Rivas, fce, México, 2009.

1 Véase De Re Publica, iii.xxii.33, y De Legibus, i.vi.18-19. Para un excelente estudio general, véase Watson, en Long, 1971.

2 Cicerón, De Re Publica, iii.xxi.33: “La ley verdadera [es] la recta razón, conforme con la natura leza, común para todos, inmutable, eterna”. De Legibus, i.vii.23: “Entre quienes es común la razón, lo es también la recta razón; y siendo ésta la ley, hay que pensar que los hom-bres estamos unidos con los dioses también por una ley”. Para breves ensayos sobre la recta razón, véase Frankena, 1983, y Bärthlein, 1965, que es más pormenorizado.

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cedimientos que habían ido acumulándose sin mucha supervisión precisa o coherente. Hubo varios in tentos para codifi car el dere-cho canónico. La obra decisiva, el Decretum, fue compilada alre-dedor de 1140 por Graciano, un monje de Bolonia. Permaneció como autoridad durante siglos (Dante le otorgó a Graciano un lugar en el Pa raíso). En ella se dio el paso crucial de identifi car el derecho natural con las di rectivas contenidas en la Biblia y con el derecho común a todas las personas, el derecho que les es dado reconocer por instinto natural.3

2. Santo Tomás y su moralidad del derecho natural

Santo Tomás de Aquino confi rió a este enmarañado legado un orden fi losófi co claro y cristiano. En su Summa Theologica da

cuenta del derecho que contiene la visión de un universo jerár-quico con variadísimas clases de seres creados. Dios creó todas las cosas para que funcionaran armoniosamente entre sí, y él controla la creación con su ley eterna para asegurarse de que ésta cumple con su propó sito. Y por lo tanto, nada puede ocu-rrir fuera de su voluntad o en contra de ella. (ST, i.22.2, 3.1.103.3, 4, 7, 8). Dios —según nos dice santo Tomás— es el soberano supremo de su universo, y es quien da órdenes a soberanos su-bordinados, cu yos planes deben todos emanar de los suyos (ia.iiae.93.3 A). Porque Dios mis mo es el bien supremo, hizo todas las cosas para que fueran buenas y buscaran lo bueno, cada una de la manera que le es propia. Lo que defi ne la forma apro piada para el funcionamiento de cada clase de cosa es la ley que dirige todas las cosas que poseen tal naturaleza con el objeto de que logren el fi n o meta que les es confi ado por mandato divino.

Santo Tomás defi ne el derecho natural como “una ordena-ción de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad” (ia.ii.ae.90.4 R). Como todos los se-res creados, nosotros los humanos somos inducidos a ir en busca de aquello que consideramos bueno. Sin embargo, nosotros, al

3 Véase Martens, 1994, para algunas de las complejidades que conlleva la interpretación del texto de san Pablo. Para Graciano véase Welzel, 1962; Berman, 1983, pp. 143-151; Haggenmacher, 1983, pp. 324-325, 470-475, y Kelley, 1990, pp. 118-120.

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igual que los ángeles y contrariamente a los seres inferiores, te-nemos la capacidad de conocer nuestra fi nalidad y las leyes que nos muestran lo que hemos de ha cer para lograrlo. Nuestras leyes son el efecto que en nosotros produce la ley eterna de Dios, y nuestro fi n es la unión con Dios mediante la contempla-ción (ia.iiae.3.7, 8).4 Únicamente este logro del intelecto teórico puede brindarnos la dicha que necesariamente buscamos, ya que esto es lo único que realiza plena-mente el máximo poten-cial de nuestra naturaleza, satisfaciendo así nuestros deseos. Nos es necesaria la gracia libremente otorgada por Dios para alcan-zar la dicha entera, y sólo podemos esperarla en la otra vida. Pero por lo pronto podemos tratar de lograr rectitud en la vo-luntad, que también es necesaria para alcanzar la dicha terrenal (ia.iiae.4.4). Si bien la salvación no ha de obtenerse solamente mediante la conducta moral, la moralidad no deja de desempe-ñar un papel esencial para lograrla (ia.iiae.100.12, 106.2).

Las virtudes morales, sostiene santo Tomás, son hábitos que nos permiten controlar las pasiones y los deseos que tienden a apartarnos de nuestro verda dero bien. Como los hábitos tienen que ver con la práctica, estas virtudes deben guiar se por los principios de la razón práctica; y los principios de la razón que tienen que ver con lo bueno son las leyes de la naturaleza. Pu-diéramos de he cho decir, con Aristóteles, que la virtud trae consigo un término medio, porque cuando nos desviamos por defecto o exceso de lo que requiere la razón, caemos en el vicio

(ia.iiae.61.4, 63.2, 64.1). Sin embargo, santo Tomás difi ere de Aristóte les cuando sostiene que las leyes de las virtudes pueden formularse y emplear se en el razonamiento práctico. Hay leyes que contienen preceptos para todas las virtudes y de ese modo proporcionan gobierno racional cuando sea que lo necesitemos (ia.iiae.65.3; cf. ia. iiae.94.3). Santo Tomás no invoca la perspi-caz idea de Aristóteles sobre el agente virtuoso como nuestro guía defi nitivo. Para él, las virtudes son básicamente hábitos de obediencia a las leyes.

Para santo Tomás, debido a que “la voluntad no puede ten-der hacia algo a no ser bajo la razón de bien”, la voluntad es guiada necesariamente por lo que el intelecto le muestra que es bueno (i.82.2R1; ia.iiae.8.1). En la práctica lo mis mo que en teoría, los prolegómenos del conocimiento deben ser evidentes por sí mismos. El principio básico evidente que rige la razón práctica es que “el bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse”. Ello evidencia de manera bastante general la natura-leza del bien y del mal, sin restringirse al bien y al mal morales. También revela una tendencia natural contenida en todas las cosas, y no solamente un imperativo totalmente externo a la conducta en sí. De ahí que en el caso de seres de naturaleza compleja como nosotros exista más de una ley. Vemos lo que las leyes son para nosotros aplicando el precepto básico a las varias facetas de nuestra naturaleza. Tendemos naturalmente a pre-servarnos y a pro pagar la especie, a ir en busca del conocimien-to de Dios y a vivir en sociedad. Nos es posible escoger cómo responder a nuestras tendencias naturales, y el precepto en cuestión nos dice que tornemos éstas hacia el bien (ia.ii.ae.94.2). 4 Para un estudio magistral sobre este tema, véase Kirk, 1932.

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Así, el precepto nos dice que nos preservemos, que adoremos a Dios y que nos comportemos de manera sociable. Por natura-leza siempre estamos impelidos, por lo menos en cierto grado, a actuar como la ley de la naturaleza nos lo dicta, si bien tam-bién hay otros motivos que nos mueven. Cuando Cristo resu-mió las leyes, nos dijo que amáramos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mateo 22.37-39). No es de sorprender que santo Tomás piense que las leyes de la naturaleza vienen a decir lo mismo: nos enseñan a amar adecuadamente.5

Nos es posible conocer las leyes porque sus semillas están implantadas na turalmente en esa parte de la conciencia que santo Tomás llama la sindéresis (ia.iiae.94.1R2; i.79.12).6 Pero aunque cada cual tiene algún conocimiento de la ley más bási-ca, no todos son igualmente aptos para llegar a tener total con-ciencia, sin recibir ayuda, de las consecuencias que derivan de ello. “La verdad —como dice santo Tomás— es la misma para todos los hombres, pero no todos la cono cen igualmente” (ia.iiae.94.4, 93.5). Hay dos razones que explican esta desigual dad. Una es la naturaleza pecaminosa que heredamos de Adán. La razón hu mana, apegada a “la costumbre de pecar”, puede cono-cer los principios y aun así no ser capaz de un juicio apropiado en casos concretos (ia.iiae.99.2; cf. 94.6). Otra es que algunas de las conclusiones que pueden sacarse de las leyes de la naturale-za requieren tanta consideración de las circunstancias que “no todos son capaces de hacer esto cuidadosamente, sino sólo los sabios” (ia.iiae.100.1).

Los hombres pueden elaborar leyes para sí mismos, pero ningún edicto hu mano que contravenga las leyes de la natura-leza puede contar como una ley de verdad (ia.iiae.95.2). No obstante, no debemos extender demasiado nuestra idea sobre la elaboración de las leyes. Y sobre todo, no debemos malinter-pretar lo dicho por san Pablo en Romanos 2.14-15. Allí no se dice que tengamos que gobernarnos a nosotros mismos. “Na-die —dice santo Tomás—, estrictamente hablando, dicta una ley para sus propios actos” (ia.iiae.93.5). Conociendo las leyes de la naturaleza, por muy imperfectas que sean, participamos de la ley eterna de Dios. Pero san Pablo quiere decir que la ley está dentro de nosotros no sólo “en cuanto reside en su princi-pio regulador, sino también en cuanto se en cuentra […] en el sujeto regulado” (ia.iiae.90.3). Nuestra participación de la ley eterna evidencia que nosotros no nos gobernamos. Es otro el que nos gobierna.

La moral sustantiva que Tomás de Aquino vincula con la ley de la naturaleza es la ley del Decálogo complementada por el mandamiento de amor. Puesto que esta parte de sus ideas pro-viene de las Escrituras, no podía ser objetada. Pero todo lo de-más sí, y gran parte de ellas lo fue. Si bien sus críticos medieva-les concordaban con él en que hay leyes de la naturaleza que estructuran un uni verso armonioso encaminado hacia el bien de todos y cada uno de sus miem bros, sus opiniones sobre la voluntad y la relación de ésta con el bien diferían profunda-mente de las de Tomás de Aquino. G

5 Para una exposición crítica muy útil sobre el derecho básico y su aplicación, véanse los ensa yos de Donagan y Grisez, en Kenny, 1969. Véase también la reelaboración ulterior de la visión de Grisez, en Grisez, Boyle y Finnis, 1987.

6 Véase d’Arcy, 1961, pp. 1-100, para un repaso crítico sobre la historia del término técnico synte resis, también llamado synderesis (sin-déresis), así como del término anterior, syneidesis (sinéidesis). Véase tam-bién Greene, 1991.

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Mientras el órgano ofi cial se esfuerza en persuadir a la opinión pública, que la opinión pública está por el gobierno, nosotros daremos sobre la opinión pública en general nuestra opinión pri-vada, dejando a cada uno en particular que opine sobre la misma opinión y sobre el gobierno, como se le antoje.

Francia, España y Portugal, cuando expulsaron a los jesuitas;

México, cuan do se hizo independiente; el ejército, cuando ha establecido una dictadura mili tar; el ilustre ayuntamienito de esta capital, cuando ha promovido una procesión; la joven de Iztacalco, que oculta el fruto de amores ilícitos, han obrado, se-gún todos ellos dicen, respetando la opinión pública: de donde podemos inferir que la opinión pública, unas veces es el voto de

La opinión pública*1

Ignacio Ramírez

1 Don Simplicio, 18 de abril de 1946, t. ii, núm. 32, pp. 1-2; en OC, i, pp. 277-279.

* Ignacio Ramírez, La palabra de la Reforma en la República de las Letras. Una antología general, fce, flm, unam, México, 2009.

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muchas naciones, otras, el de una sola; ya el de una corporación, ya el de una ciudad, ya el de un pueblo muy mez quino. Como los jesuitas no estaban por su destierro; como España se opuso a nuestra Independencia; como las juntas departamentales pro-testan contra algu nos planes; y como en Maravatío se ignora la crónica escandalosa de Iztacalco, podemos también asegurar que hay opiniones públicas diversas, que las hay con trarias, y fi nalmente, que algunas de ellas no tienen ecos más lejanos que la voz de un pollino del rancho donde suenan; y aun un rebuzno del asno de don Sim plicio tiene más oyentes que la opinión del puritano.

Siendo esto así: ¿se deberá respetar la opinión pública? ¿Cuál, de tantas, de berá respetarse?

Cuando el voto particular se confunde con el voto común, es inútil pregun tar si seguirá la misma corriente. El fanático Carlos II no tenía que violentarse para complacer a los fanáticos españo-les, quemando brujas y judíos; ni Morelos, a la cabeza de los in-surgentes, combatía forzado por la patria; ni el padre Goriot defi ende contra su conciencia todos los partidos a su tiempo.

Pero si la opinión particular se opone a la pública, ¿qué hare-

mos? Indagar dónde está la fuerza: mientras Napoleón fue más fuerte, esclavizó a la Europa; cuando la Europa fue más fuerte, encadenó a Napoleón. Hoy nuestro gobierno es fuerte y enérgi-co; él mismo lo ha dicho.

No olvidando, pues, que hay muchas clases de opinión pú-blica, y que no siempre donde hay más número hay más vigor, podremos comprender fácilmen te, por qué los gobernantes ya desprecian las hablillas del vulgo, y ya se embria gan con sus aplausos; ya escuchan como oráculo del pueblo a una clase, y ya sa crifi can a esa misma clase, porque otro oráculo lo manda; y en todos estos casos no obran sino conforme a sus intereses. Siempre es la nación su deidad, pero de la misma nación sacan la víctima y el simulacro, como el salvaje que de un mismo ár-bol hace sus ídolos y su leña.

Pero suponiendo, lo que algunas veces sucede, que el poder obre con su con ciencia, y que la opinión pública se encuentre dividida, ¿la opinión de la mayoría de la nación merecerá la preferencia? ¿Qué, cuando un pueblo necesita una fuen te, un camino, esperará que la mayor parte de la nación pida un cami-no y una fuente? ¿Deberá un departamento pedir la aprobación

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de los demás, o de sus representantes para satisfacer sus nece-sidades?

Si se debe escuchar la voz de los hombres instruidos, ¿qué mortal hay omnis cio en todas las necesidades de los pueblos y de los hombres? ¿Quién más ins truido que el mismo interesa-do? Cuando un niño tiene hambre, él lo sabe mejor que nadie; y muchas veces ya una clase, ya una ciudad, pide pan, cuando la ma yoría de la nación duerme en la abundancia. Está muy bien, que cuando Tampi co quiera lo que daña a Guanajuato, se con-sulte con éste; pero si lo que demanda el primero no menosca-ba los intereses del segundo, sujetarlo a esa aprobación injusta es el abuso más dañoso de las leyes sociales. Que los casados se vigilen mutuamente con una exageración ridícula, pase; pero entre dos departamentos no debe haber celos matrimoniales.

Pero si la esencia de todo gobierno general es representar el voto de la mayo ría de la nación, y muchas de sus atribuciones no necesitan el voto de la mayoría, es claro que debe despojarse de ellas para cederlas a los interesados, y que persis tir en con-servarlas es pretender el ejercicio de una infl uencia funesta para los gobernados, y solamente digna del orgullo que se creería capaz de empuñar el cetro del mundo, si tuviera fuerza para sostenerlo, porque ignora que no es lo mismo esclavizar que gobernar.

A los indios2

Las elecciones para el Congreso del estado se acercan, y voso-tros, hijos de razas generosas y desgraciadas, debéis trabajar por el triunfo de los liberales puros: si aspiráis a recobrar la dicha y esplendor que disfrutasteis en los tiempos de Nezahualcóyotl; sin los rasgos de barbarie, que mancharon la cuna de vuestra socie dad, y con todos lo recursos en que abunda la ilustración del siglo, podéis reco brar el perdido imperio de la América. Cortés no existe y no existirá ya otro Cortés, ¿por qué vuestra libertad no ha despertado? Considerad que no sólo se os opri-me, sino que vuestros enemigos se avanzan a asegurar que no pertenecéis a la especie humana.

Elegid diputados que trabajen por vosotros. No todos vues-tros deseos pue den cumplirse inmediatamente; pero entre las cargas que os fatigan, hay algunas de que os aliviarán con em-peño vuestros amigos los puros. Los puros son los únicos parti-darios que os aman, pues los santanistas os quieren para solda-dos de su jefe, los monarquistas quieren reconquistaros, y los moderados os quieren vender como han hecho en Yucatán con vuestros hermanos. Todo indio debe ser puro, porque los indios son desgraciados y los puros quieren que todos los des graciados mejoren su suerte.

Vuestros enemigos os quitan vuestras tierras, os compran a vil precio vues tras cosechas, os escasean el agua aun para apagar vuestra sed, os obligan a cuidar como soldados sus fi ncas, os pagan con vales, os maltratan, os enseñan mil erro res, os con-fi esan y casan por dinero, y os sujetan a obrar por leyes que no cono céis; los puros os ofrecen que vuestros jueces saldrán de vuestro seno, y vuestras leyes de vuestras costumbres, que la nación mantendrá a vuestros curas, que tendréis tierra y agua, que vuestras personas serán respetadas, que vuestros ayun ta-

mientos tendrán fondos para procurar vuestra instrucción y proporcionaros otros benefi cios.

Nunca deis vuestro voto sino a un puro. Ved con suma des-confi anza a los dueños de las haciendas, a sus mayordomos, a los eclesiásticos, a todos los ricos, a todos los que se dejan que les beséis la mano, porque la mayor parte de éstos tienen inte-rés en que permanezcáis pobres e ignorantes. Pedid consejo a los pu ros. Conservad la paz con vuestros enemigos, sin que por eso os entreguéis en sus garras.

En el estado no hay industria ni comercio, y así todos sus gastos deben salir de su riqueza territorial, que es bastante para cubrirlos, porque importa muchos millones de pesos y cada año pudiera aumentarse, si los hacendados fueran un poco más in-teligentes y laboriosos. Para los gastos públicos se necesita me-nos de un millón, y éste no puede salir de los pobres, mientras que entre los ricos se gasta el doble en vanidades.

El hacendado tiene capital y ganancias, mientras el indio, por lo común, tiene sólo un mezquino salario, que ni entre las ganancias, ni entre los capitales puede califi carse.

El rico, si pierde sus ganancias, queda con su capital; el po-bre, si pierde su salario, perece en la miseria.

El rico puede cambiar su capital, el pobre no puede venderse.Ya se preparan millares de recaudadores para arrancar a los

esposos, a los padres y a los hijos del seno de sus familias, o para obligarlos a huir a los bosques y a convertirse en ladrones y en asesinos, para que los hacendados no paguen ni la contribución irrisoria del tres al millar. Los puros ofrecen sacar legalmente el dinero de donde lo hubiere.

Pertenecemos a las clases abatidas y es la mejor garantía que podemos daros, ¡oh indios!, para ayudaros en vuestras justas pretensiones; no volváis a contar con el puro que cuando llegue al poder no cumpla religiosamente sus compromisos.

No desesperéis por vuestro actual abatimiento, pues debéis saber que más allá de los mares por donde veis salir el sol, existen muchos pueblos, que se en cuentran tan miserables como voso-tros y que, no obstante, se esfuerzan por al canzar la ventura.

Los rusos son los indios del zar, los italianos son los indios del papa, los es pañoles, los alemanes, los franceses son los in-dios de sus caciques y ya no quie ren serlo, que busque nuestro actual Congreso indios en otra parte.

Paz, prudencia, constancia, ¡oh indios!, y confi anza en los puros, y si a noso tros nos sobreviene alguna desgracia, sabed que somos mártires, porque somos vuestros defensores. Voso-tros podéis hacer mucho, ¿no fuisteis los compañeros de Hidal-go? ¡Volved los ojos al Monte de las Cruces y alentaos!

Aurora boreal3

Este hermoso y sorprendente meteoro que de tiempo en tiem-po aparece sin tener un periodo determinado es, sin duda algu-na, uno de los espectáculos más sublimes y bellos que pueden contemplar los ojos del hombre.

2 Temis y Deucalión, Periódico Político, t. i, núm. 2, 6 de abril de 1850, pp. 1-4; en OC, iii, pp. 400-403.

3 La Sombra de Robespierre, San Luis Potosí, 22 de agosto de 1859. Reproducido en: Manuel Muro, Historia de San Luis Potosí, t. iii, San Luis Potosí, Imprenta Moderna de Fernando H. González, 1910, pp. 253-260; en OC, vi, pp. 393-398, donde se lee: “Escrito con moti-vo de la aurora boreal que en agosto de 1859 apareció en la ciudad de San Luis Potosí, donde se encontraba entonces Ramírez”.

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La luz de la aurora común (permítasenos expresar así) es también hermosísima: esas franjas de brillantes colores que preceden al nacimiento del sol, y refl ejando en las nubes las ti-ñen de oro y de escarlata, de un tinte verde dulcísimo y de un violeta apacible, hacen al hombre que se eleve espontáneamen-te a su Creador y bendiga y alabe a la Providencia que por me-dio de una mensajera tan bella anuncia al hombre el nacimien-to del día.

A los primeros matices que colorea el éter, todos los habi-tantes del campo sacuden el sueño, y aun los mismos animales, las aves principalmente saludan llenas de gratitud, con tiernos cánticos, la venida de la luz.

Las fuentes murmuran con más dulzura; las fl ores desplegan sus hermosas hojillas, frescas con el rocío de la mañana; la me-nuda yerba de los prados oscila en tenue movimiento acariciada por la brisa matinal; los árboles se mecen blandamente y la pal-ma que se levanta enhiesta en la tendida loma, saluda con sus soberbios abanicos al viajero que pasa cerca de ella.

Todo es animación, todo es vida y movimiento, cuando, so-bre las altas cejas de las montañas o en el dilatado horizonte de una llanura, aparece con toda su magnifi cencia el astro del día.

Y sin embargo, un espectáculo semejante, y si se quiere más bello por su novedad (hablamos de la aurora boreal), que he-mos visto aparecer estas noches, ha sido en los pueblos igno-rantes, la fuente de multitud de absurdos y preocupaciones.

No parece sino que cuando Dios quiere manifestar al hom-bre toda la grandeza de su sabiduría, éste se empeña en cerrar los ojos, creyendo que es anuncio de un castigo terrible lo que es sólo un efecto de su misericordia.

En efecto, sin el auxilio de la luz que presta la aurora boreal a los habitantes del polo, aquellos infelices tendrían una vida menos llevadera, puesto que, según la posición de los puntos que habitan, tienen seis meses de obscuridad, de noche; y si bien tienen igual tiempo de día, o de luz, ésta es tan débil que no compensa la obscuridad precedente.

La ignorancia de los pueblos, como hemos indicado antes, ha creído ver en la naturaleza, muchas veces, indicios de la cólera divina: un cometa, por ejemplo; ¿qué otra cosa son los cometas, sino cuerpos que como los planetas concurren a for-mar el todo de la armonía del Universo? Y, no obstante, el que apareció en tiempo de Carlos V, hizo a este monarca abdicar su corona, y retirarse a la soledad de los claustros: así el fana-tismo toma por pretexto las cosas más comunes para cegar a los pueblos y arrancarlos al camino de la luz para sumirlos de nuevo en la obscuridad, atribuyendo a la revelación y al mis-terio la explicación de acontecimientos que están al alcance de la razón.

Expliquemos, pues, brevemente las causas que producen la aurora boreal.

La causa de las auroras boreales es el paso que hace la elec-tricidad al través de las regiones superiores de la atmósfera; y lo que ocasiona los colores diversos, en tan agradable como sor-prendente meteoro es la densidad diversa de las capas de la at-mósfera, pues el aire más enrarecido produce una luz blanca, el aire más seco produce una luz roja, y el más húmedo produce rayas amarillas. Algunas veces este fenómeno viene acompaña-do de sonidos sordos, semejantes a un chirrido: pero otras apa-rece sin ruido alguno.

Para que se pueda tener todavía una idea más extensa, véase a continuación lo que copiamos de la Enciclopedia moderna:

Meteoro más o menos brillante, que aparece casi siempre en la parte septentrional del fi rmamento, distinguiéndose del crepúsculo, en invierno por su posición, y en estío por su refulgor, su blancura, su radiación particular, y con frecuen-cia por el arco luminoso que le acompaña. Las auroras bo-reales se ven generalmente todo el año, pero mejor todavía en la época de los equinoccios; sin que se les pueda designar ni señalar una época fi ja de presentación. Es lo regular que aparezcan poco tiempo después de ponerse el sol, durante una o muchas horas, reapareciendo algunas veces en la mis-ma noche o varias noches seguidas.

Pudiera admitirse que comienzan a presentarse a los 45o de latitud sobre poco más o menos, y que de este punto de partida resultan más numerosas al paso que aumenta la altu-ra polar.

La aurora boreal fue observada por los antiguos, para los cuales era un objeto de terror y de superstición. Los cronistas de la Edad Media nos hablan de sangrientas armadas vistas en el cielo, como de un presagio de grandes estragos de afl ictivos acontecimientos entre los humanos. Gassendi fue el primero que observó este fenómeno como debe hacerlo un fi lósofo, ha-biendo repetido varias veces su observación, y con más especia-lidad el 12 de septiembre de 1621, y entonces fue cuando des-cubrió el meteoro, dándole el nombre de aurora boreal.

A contar desde esta época se han multiplicado las observa-ciones, formando tablas de las auroras boreales observadas des-de los tiempos más remotos. Fröbe ha publicado una que alcan-za hasta el año de 1739, en la cual se deja ver que des de el año de 583 de nuestra era hasta entonces, se contaban 783 auroras boreales en que se había designado con exactitud el día, mes y año de su aparición.

He aquí la descripción que Mr. Poullet, uno de los más cé-lebres físicos de nuestros días, hace de este fenómeno meteoro-lógico:

Si la aurora boreal debe aparecer en cuanto comienza a po-nerse el sol, distínguese una luz confusa hacia el norte, y en breve varios destellos de luz se elevan por encima del hori-zonte: son anchos, difusos e irregulares, dejándose ver que en general tienden hacia el cenit. Después de estas aparien-cias ya muy variadas, que son como el preludio del fenóme-no, se perciben a grandes distancias dos gruesas columnas de fuego, la una al orto y la otra al ocaso, que suben lentamen-te por encima del horizonte. Mientras que se elevan con ve-locidades desiguales y variables, cambian sin cesar de color y de aspecto: varias líneas de fuego de más o menos intensidad en su brillantez recorren su longitud o las envuelven tortuo-samente, pasando su refulgor desde el amarillo al verde os-curo o al púrpura con destellos. Por último, la cima de estas columnas se inclina recíprocamente, tienden la una hacia la otra, y se reúnen para formar un arco, o más bien una bóve-da de fuego de una inmensa extensión. Ya formado el arco se sostiene majestuosamente en la bóveda cerúlea por espacio de horas enteras: el espacio que comprende es en general bastante claro, pero en cortos intervalos se ve atravesado por luces difusas y diversamente coloradas. Por el contrario, en el arco mismo, se ve incesantemente rastros de fuego de un vivo resplandor que se lanza hacia afuera, surcan al cielo ver-ticalmente a modo de centellas fusiformes, pasan más allá

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del cenit y van a concentrarse en un pequeño espacio a corta diferencia circular, que se llama la corona de la aurora bo-real. Ya formada esta corona, el fenómeno es completo: la aurora ha extendido en el cielo los pliegues de su ígneo man-to y se la puede contemplar en toda su majestad. Después de algunas horas, y a veces apenas transcurridos algunos instan-tes, la luz se debilita poco a poco; sus destellos se hacen me-nos vivos y menos frecuentes, la corona va desapareciendo, el arco resulta apenas perceptible, y por último sólo se pec ben inciertos resplandores que van cediendo lentamente y antes de mucho se extinguen.

¿Cuál es la altura a que llegan las auroras boreales? Esta cuestión ha excitado por mucho tiempo la curiosidad general, pero presenta tales difi cultades, que toda la molestia que hasta el día se han tomado algunos sabios para resolverla con acierto no ha conducido a ningún buen resultado. Según diferentes apre ciaciones, resulta que las auroras boreales se extienden en altura por un espacio de 1 a 150 millas geográfi cas. Si se des-echan las antiguas medidas como menos exac tas, y se adoptan las de Potter, se tendrán los dos extremos, 1 y 50 millas geo gráfi cas.

Los testimonios que afi rman la existencia de un ruido cual-quiera durante las auroras boreales, son tan numerosos y de tal importancia, que apenas parece posible poner en duda la ver-dad de este hecho, y sin embargo, no falta quien establezca una opinión muy contraria. Considerando la cuestión de un modo general, los que admiten un ruido cualquiera tienen a su favor una apariencia de verdad pues pueden decir que no sostienen que toda aurora boreal deba ser acompañada del ruido que mencionan, sino que este ruido se verifi có cuando los observa-dores lo han llegado a oír.

La aurora boreal está en íntima relación con el magnetismo terrestre, como lo comprueban las observaciones más moder-nas. Algunos físicos, en verdad, han negado que este fenómeno ejerza su infl ujo sobre la aguja magnética; pero la mayor parte de los observadores han demostrado esta infl uencia con una evidencia tal, que se puede considerar en el día como un hecho cierto.

El 29 de marzo de 1826 Mr. Arago observó en París varios movimientos anó malos en la aguja imantada, y estos movi-mientos le hicieron sospechar la presencia de una aurora boreal en más altas latitudes; y su conjetura quedó plenamente justifi -cada por la observación simultánea de una aurora boreal, que Dalton hacía por aquel entonces en Manchester. Otros hechos que se han publicado acerca del particular, de tal modo mere-

cen la más plena confi anza, que ya no es posible dudar por más tiempo de la infl uencia que las auroras boreales ejercen sobre la brújula, a pesar de las notables contradicciones de Brenster. No se ha de creer que el meteoro que nos ocupa sea extraño al polo austral, pues co rres pon de a los dos polos, y debiera ser más exactamente designado con el nombre de luz polar.

Cook refi ere algunas observaciones de auroras australes y, antes de este navegante, al doblar Frézier el Cabo de Hornos en 1712, había percibido una al través de las nieblas tan comu-nes bajo estas latitudes. Más tarde este fenómeno ha sido ob-servado por otros muchos navegantes en el mar Austral.

Entre las numerosas hipótesis propuestas para explicar la causa de las auroras boreales, sólo indicaremos la de Halley. Este sabio atribuía la formación de la aurora boreal a la materia magnética que se infl ama con las limaduras de hierro. La opi-nión de Halley, en cuanto a la infl uencia del fl uido magnético sobre la aurora boreal, hubiera adquirido mayor importancia, si se hubiesen conocido en su tiempo las preciosas observaciones que han servido para establecer cierta analogía entre las auroras boreales y el magnetismo. He aquí en qué términos se ocupa de ellas Mr. Poullet:

La cima del arco de la aurora boreal se halla siempre en el meridiano magnético del lugar de la observación, o al me-nos no parece desviarse de él de una manera sensible. La corona de la aurora boreal se halla siempre en la prolonga-ción de la aguja de inclinación en que se observa; así pues, si en París se dejase ver una aurora boreal completa, la corona iría a formarse hacia el sur como a 30° más allá del cenit, en un plano vertical inclinado como a 22° con respecto al me-ridiano terrestre.

La aurora boreal desvía de sus posiciones ordinarias a las agujas de inclinación y declinación y produce estos cambios aun en los lugares donde no puede ser vista. En general, desde la mañana del día en que la aurora boreal debe aparecer en al-gunas regiones de los polos, la aguja de declinación de París se desvía hacia el occidente, así como por la tarde se inclina hacia el oriente cuyas desviaciones suelen elevarse a 12° o a 15°. A Mr. Arago es a quien debemos esta observación fundamental que ya había anunciado desde 1825. Forzoso es confesar, en conclusión, que de las alteraciones de la aguja en nuestros cli-mas, podemos sacar partido para predecir las auraras boreales visibles entre los puntos que ocupan los habitantes de las regio-nes polares. G

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Víctor L. Urquidi

Ciudad de México. El Colegio de México. Camino al Ajusco 20, colonia Pedregal de Santa Teresa, delegación Tlalpan, C. P. 10740. Teléfono: (01-55) 5449-3000, extensión 1001.

Antonio Estrada

Durango, Durango. Aquiles Serdán 702, colonia Centro Histórico, C. P. 34000. Teléfonos: (01-618) 825-1787 y 825-3156. Fax: (01-618) 128-6030.

Efraín Huerta

León, Guanajuato. Farallón 416, esquina Boulevard Campestre, fraccionamiento Jardines del Moral,C. P. 37160. Teléfono: (01-477) 779-2439. [email protected]

Elena Poniatowska Amor

Estado de México. Avenida Chimalhuacán s/n , esquina Clavelero, colonia Benito Juárez, municipio de Nezahualcóyotl, C. P. 57000. Teléfono: 5716-9070, extensión 1724. [email protected]

Fray Servando Teresa de Mier

Monterrey, Nuevo León. Av. San Pedro 222 Norte, colonia Miravalle, C. P. 64660. Teléfonos: (01-81) 8335-0319 y 8335-0371. Fax: (01-81) 8335-0869. [email protected]

Isauro Martínez

Torreón, Coahuila. Matamoros 240 Poniente, colonia Centro, C. P. 27000.Teléfonos: (01-871) 192-0839 y 192-0840 extensión 112. Fax: (01-871) [email protected]

José Luis Martínez

Guadalajara, Jalisco. Av. Chapultepec Sur 198, colonia Americana, C. P. 44310. Teléfono: (01-33) [email protected]

Julio Torri

Saltillo, Coahuila. Victoria 234, zona Centro, C. P. 25000. Teléfono: (01-844) 414-9544. Fax: (01-844) [email protected]

Luis González y González

Morelia, Michoacán. Francisco I. Madero Oriente 369, colonia Centro, C. P. 58000. Teléfono: (01-443) 313-3 992.

Ricardo Pozas

Querétaro, Querétaro. Próspero C. Vega 1 y 3, esquina avenida 16 de Septiembre, colonia Centro, C. P. 76000. Teléfonos: (01-442) 214-4698 y [email protected]

ARGENTINA

Gerente: Alejandro ArchainSede y almacén: El Salvador 5665, C1414BQE, Capital Federal, Buenos Aires, Tel.: (5411) 4771-8977.Fax: (5411) 4771-8977, extensión [email protected] / www.fce.com.ar

BRASIL

Gerente: Susana AcostaSede, almacén y Librería Azteca: Rua Bartira 351, Perdizes, São Paulo CEP 05009-000.Tels.: (5511) 3672-3397 y 3864-1496.Fax: (5511) [email protected]

CENTROAMÉRICA Y EL CARIBE

Gerente: Carlos SepúlvedaSede, almacén y librería: 6a. Avenida 8-65, Zona 9, Guatemala. Tel.: (502) 2334-16 35. Fax: (502) 2332-42 16.www.fceguatemala.com

CHILE

Gerente: Óscar BravoSede, distribuidora y Librería Gonzalo Rojas: Paseo Bulnes 152, Santiago de Chile.Tel.: (562) 594-4100.Fax: (562) 594-4101. www.fcechile.cl

COLOMBIA

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Gerente: Marcelo DíazSede y almacén: Vía de los Poblados 17, Edifi cio Indubuilding-Goico 4-15, Madrid, 28033. Tels.: (34 91) 763-2800 y 5044.Fax: (34 91) 763-5133.Librería Juan RulfoC. Fernando El Católico 86, Conjunto Residencial Galaxia, Madrid, 28015.Tels.: (3491) 543-2904 y 543-2960. Fax: (3491) 549-8652.www.fcede.es

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