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SHEILA WALSH R EL ANHELO EN MÍ Cómo todo lo que ansías te dirige al corazón de Dios

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SHEIL A WA LSH

REL

ANHELOEN MÍ

Cómo todo lo que ansías te dirige al corazón de Dios

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U N O

El anhelo de ser elegidas

Por completo, cien por ciento elegidos, y completamente, cien por ciento conocidos. Todo lo bueno y todo

lo malo... ¡conocidos! Eso no le impidió darse todo por nosotros, y todavía sigue dándolo. Muchos no conocerán el poder de este privilegio sagrado hasta que hayan luchado lo suficiente en la vida

como para entender cuánto lo necesitan.1

—Mike Colaw

No me escogieron ustedes a mí, sino que yo los escogí a ustedes y los comisioné para que vayan y den fruto, un fruto que perdure. Así el Padre les

dará todo lo que le pidan en mi nombre. Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros.

—Juan 15.16–17

ÉL ERA TÉCNICO EN EL LABORATORIO DEL DEPARTAMENTO de física de mi escuela secundaria. No recuerdo su nombre, pero sí me acuerdo de su rostro, porque soñaba con él por las noches. Tenía el cabe-llo negro, largo, rozando el cuello blanco de su delantal de laboratorio, ojos grandes marrones y lo suficiente de una barba como para ubicarlo

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en mi fértil imaginación como un hombre misterioso. No era particular-mente alto, medía entre un metro setenta y siete y un metro ochenta, pero yo consideraba que Dios había puesto demasiado en cada centíme-tro masculino.

Dentro de mí sabía que estaba fuera de mi alcance. Él era, después de todo, técnicamente parte del «personal» y yo era tan solo una torpe estudiante del último año de secundaria. Tenía el cabello engrasado y acné en el mentón, que trataba de tapar con una crema Clearasil, un corrector color piel (lo cual seguramente hubiera funcionado bien si yo no hubiera nacido con el mentón anaranjado).

No obstante, me atrevía a soñar. Imaginaba que estaba caminando sola por el pasillo de la escuela, llevando mis libros, y que él se topaba conmigo, chocándome y haciendo que estos volaran en todas las direc-ciones. Luego, claro está, se deshacía en disculpas mientras se agachaba para recogerlos. Nuestros ojos se encontraban; me sostenía la mirada por unos cuantos segundos más de lo normal, y aunque mi rostro se rubori-zaba en una femenina y atractiva tonalidad rosada, él tomaba mi mano y me ayudaba a incorporarme.

—¿Irás al baile de los de último año? — averiguaría.—Sí, iré — respondería yo, con un leve temblor en mi voz, el cual

había decidido que a los hombres les resultaba atractivo.—¿Bailarías conmigo un tema? — me preguntaría.Aquí era donde me trababa un poco. ¿Debería responder: «¡Bailaré

todos los que tú quieras!», o «Trataré de guardarme un tema para ti»? No quería sonar como desesperada o demasiado disponible, pero tampoco desinteresada. No hay nada en la crianza bautista escocesa que prepare a una muchacha para los senderos del amor.

Durante los tres días anteriores al baile yo pasé tantas veces cami-nando por su laboratorio, toda cargada de libros, que tuve que tomar dos aspirinas de la enfermería de la escuela por el dolor de hombros que tenía..., pero todo fue en vano. Él ni siquiera apareció, mucho menos nos encontramos.

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Yo ni siquiera sabía si él estaría en el baile de los futuros egresados, hasta que escuché que Laura (el nombre está cambiado por razones obvias) mencionó el nombre de él mientras esperábamos en la fila del colectivo escolar. Laura era hermosa. Tenía un cabello largo, sedoso, color castaño; un par de ojos marrones muy sexis, y un mentón especta-cularmente impecable. Ella y yo habíamos estado juntas en varias clases, pero ni siquiera creo que supiera mi nombre. Yo no formaba parte de la multitud de gente bella que la veneraba como su líder. Solo pude captar fragmentos de su conversación en la fila del bus, lo suficiente como para enterarme de que «él» iba a asistir al baile de los mayores. Como una estúpida se me escapó: «¡Eso es fantástico!».

Laura y sus dos amigas se dieron vuelta para ver quién era la que había pinchado la burbuja dorada de su conversación con un arrebato semejante.

«Disculpen», atiné a decir. «Solo que creo que él es un técnico de laboratorio tan maravilloso, y eso debe ser cansador, así que debe ser bueno para él salir y divertirse un poco». Con cada palabra patética que se escapaba de mis labios y de mi mentón poblado de granos, las chicas se iban retrayendo lentamente. Por fortuna, la liberación llegó en la for-ma del bus escolar, el cual rugía un poco más fuerte que yo.

La noche del baile yo esperaba con entusiasmo la escena más román-tica de toda mi vida: estaba vestida y lista tres horas antes de la hora de partida. No sabía qué hacer conmigo misma, así que iba y venía de un lado a otro de la sala de estar, hasta que mi madre me suplicó que parara o si no iba a tener que cambiar la alfombra. Finalmente llegó el momen-to de irnos, y el papá de mi amiga Moira vino con su auto para llevarnos a las dos al salón de la escuela.

El comité social había hecho un trabajo fantástico transformando la sala donde cada mañana nos sentábamos para la reunión en una discote-ca extravagante con luces de colores y la necesaria bola de espejos. Las primeras dos canciones fueron rápidas, y la mayoría de los estudiantes bailaban juntos sin una pareja en particular. Pero luego comenzó una

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canción lenta. Los que no estaban de novios abandonaron la pista, dejan-do a unas nueve o diez parejas bailando bajo las luces tenues. Yo me retiré a una esquina y me apoyé contra una pared, sintiendo esa soledad que me era tan familiar, un sentimiento que conocía bien desde el suici-dio de mi padre, cuando era una niña. Yo tenía cinco años cuando él se ahogó, y una parte de mi ser se había estado ahogando continuamente desde entonces.

Miré por todo el salón buscando a Moira. En cambio, lo vi a él diri-giéndose hacia mi lugar. Miré para ver quién estaba parado al lado de mí. ¿Sería Laura o alguna de sus amigas? Pero ellas estaban paradas justo al otro lado del salón, y estaban mirando cómo se acercaba más y más a mí. El corazón se me salía del pecho con cada latido, y cuando llegó frente a mí me preguntó: «¿Quieres bailar?».

Creo que ni siquiera le contesté. Solamente tomé su mano extendida que me guiaba a la pista de baile. Recuerdo la canción que estaba sonan-do: «A Whiter Shade of Pale» [Una blanca palidez], una vieja canción de Procol Harum. Me sabía toda la letra. Simplemente perfecto. Apoyé mi cabeza sobre su hombro mientras bailábamos. Luego me retiré un poco y lo miré a los ojos.

Allí fue cuando todo cambió.Él dijo: «Lo siento. No puedo hacer esto».Me dejó allí y se dirigió hacia donde estaban Laura y sus amigas

reunidas, riéndose. Claramente había sido una apuesta, del tipo a-ver-si-bailas-con-la-chica-tonta.

Pensé en «hacer la gran Carrie»,* pero ahí nomás me escabullí y me escondí en el baño de mujeres hasta que Moira me encontró cuando su padre llegó a buscarnos para llevarnos a casa.

Todavía hoy, luego de transcurrir toda esta cantidad de años, recuer-do esa sensación horrible en la boca del estómago. Me sentí tan estúpida, y me enojé tanto. Estaba enojada con Laura, con sus amigas, con el

* La autora se refiere al personaje Carrie de la novela de terror de Stephen King, en la cual la joven se venga de todos los que la han atormentado. (N. de la T.)

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técnico de laboratorio (que cuando lo miré de cerca pude distinguir, dicho sea de paso, ¡que se había dejado crecer la barba para ocultar el acné en su mentón!). Pero más que nada estaba enojada conmigo misma.

¿Por qué había imaginado, remotamente, que alguien tan atractivo me hubiera elegido a mí?

¿Por qué les había permitido que se burlaran de mí?¿Por qué me había expuesto a que me lastimaran una vez más?Me indigné conmigo y me sentí seria y profundamente sola.¿Alguna vez te has sentido igual?Te atreves a soñar por un momento que serás elegida, solo para sen-

tirte decepcionada una vez más, y ahora encima tienes que recordarte que nunca serás «esa chica».

A menudo me pregunto si es por esa razón que a las niñas pequeñas les atraen los cuentos de hadas. ¿Será porque siempre tienen finales felices?

¿Será porque la chica con la que nos identificamos siempre resulta seleccionada, aun si ella es la menos apta de todas, la que tiene que lim-piar las cenizas mientras que sus horribles y mezquinas hermanastras se alistan para el baile, y al final resulta ser la elegida? ¿O porque, después que la historia da un giro desastroso y luego que ella da un mordisco a la manzana envenenada, justo cuando todo parece perdido, llega el prínci-pe y la salva? Después vienen los créditos. En nuestra vívida imaginación, ellos tienen una vida perfecta.

Estas son las historias de nuestra niñez, pero parece que hoy necesi-tamos una historia que nos saque de la niñez y nos lleve a la vida adulta.

En 2005 la autora estadounidense Stephenie Meyer publicó el pri-mero de cuatro libros en su serie de romance fantasía sobre vampiros y hombres lobos. La heroína de la historia es una chica común y corriente llamada Bella Swan, que se enamora de Edward Cullen, un vampiro de ciento cuatro años. La serie vendió más de ciento veinte millones de copias y fue traducida a treinta y ocho idiomas. En 2008 el último de los cuatro libros, Amanecer, ganó el British Book Award [Premio británico al libro] como Libro infantil del año, y al año siguiente la serie completa

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ganó el Kids Choice Award [Premio de elección infantil] como Libro favorito.2

Piensa en ello por un momento. Una serie de libros sobre una chica común y corriente que es perseguida por un vampiro y un hombre lobo cautivó — en vez de asustar— los corazones y las mentes de millones de niños, niñas y jovencitas en todo el mundo. ¿Por qué razón?

¿Porque Edward estaba consciente de cada movimiento de ella, ya que la observaba día y noche y sabía si ella estaba en peligro? ¿Porque de todas las chicas que había conocido en sus ciento cuatro años como muerto viviente (¡oye, eso es un montón de muchachas!), la eligió a ella?

Cualquiera sea la razón, resonó profundamente y sacó provecho del anhelo del corazón de cada chica: ese deseo de ser seleccionada entre otras, elegida.

Ya sea Bella de Crepúsculo o Cenicienta, en lo profundo de nosotras anhelamos ser vistas y conocidas, amadas y escogidas. Si esa fuera la historia que en realidad vivimos, no tendríamos necesidad de cuentos de hadas o sagas de vampiros, porque los lectores no tendrían vacíos que llenar con cuentos fantásticos.

Ahora bien, no estoy sugiriendo que cada pequeña que le encanta ves-tirse como su princesa favorita de Disney está tratando de llenar un vacío. Eso es parte de la diversión y fantasía de la niñez. Esos cuentos infantiles simplemente pueden ser parte de las cosas normales de la vida. Pero, para algunas de nosotras, esas historias no hacen más que poner de manifiesto y profundizar el anhelo que existe dentro de un corazón quebrantado. Cuan-do hemos tenido una infancia feliz y buenos padres, nuestro radar interno busca esas cualidades admirables en un compañero. Queremos alguien con buenos límites y una autoestima saludable, alguien que pueda administrar un presupuesto, que respete a los demás y nos respete a nosotras.

Sin embargo, muchas de las que hemos sido heridas en lo profundo en nuestra niñez, tenemos una imagen distorsionada de cómo deben ser nuestros vínculos. El deseo innato de ser amadas y elegidas puede con-ducirnos a situaciones muy peligrosas. Simplemente no tenemos una idea

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clara de lo que es «normal». Y esa perspectiva desviada nos puede arras-trar por muchos caminos dolorosos.

Leí que los depredadores sexuales pueden percibir cuando una joven-cita está herida y necesita afecto, casi como si emitiera una señal de radar de que está buscando amor y aceptación (y tomará cualquier cosa que se le ofrezca y que tenga la forma de «amor»).

El anhelo de ser elegidos es muy primitivo. Cuando una joven tiene una relación sana con su padre, cuando sabe que es amada y cuidada, entonces ese deseo instintivo toma su lugar junto a cualquier otro deseo y necesidad en la vida. Pero, cuando esa necesidad no se suple durante la niñez, el anhelo de ser elegida se convierte en una fuerza impulsora en la vida. Cuando yo era una niña pequeña no me sentía cubierta, me sentía expuesta, desprotegida. Era el preludio perfecto para luego tomar deci-siones desesperadas.

R

Acababa de terminar de liderar la adoración con Graham Kendrick y su banda en el escenario principal del mayor festival británico de arte cris-tiano, el Greenbelt. Era un día de agosto inusualmente caluroso y pega-joso. Algunos amigos y yo cruzamos el campo que alojaba el escenario en una punta y los puestos de venta en otra. Necesitábamos desesperada-mente algo frío para beber.

De pronto oí un ruido de motor de auto y pensé: ¿Qué clase de idiota está manejando por el campo?

Se hizo evidente cuando de pronto el automóvil se estacionó al lado de nosotros. El conductor me miró y me dijo:

—¿Puedo hablar contigo por un instante?Miré alrededor. ¿Me estaba hablando a mí?Se rio y salió del auto, pisando sobre el campo embarrado. Observé

las punteras de sus zapatos. El hombre me tendió su mano, dijo su nom-bre — lo llamaré John— y añadió:

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—Soy un ejecutivo de la industria discográfica— y procedió a men-cionar unos cuantos artistas con los que había trabajado.

Ahora sí presté atención.—Tienes una voz hermosa — dijo.Pude sentir mi rostro ruborizándose.—Gracias — respondí, notando su acento escocés.Regresó a su auto, con los zapatos llenos de barro.Yo corrí a contarles a mis amigos.—¿Quién era el tipo del auto rojo — me preguntó uno.—Alguien con más dinero que sentido común — le respondí—.

¡Imagínate manejando un auto como ese a través de un campo enlodado como este!

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No volví a verlo por varias semanas durante mi primer concierto como solista, algo que me aterraba. Graham Kendrick — muy famoso por escribir poderosas canciones de adoración— era mi jefe en Juventud para Cristo de Gran Bretaña. Había escrito algunos temas exclusivamente para mí. Yo había estado mucho más cómoda en el único rol que conocía bien, el de voz de apoyo, pero él me alentó a pasar al frente y ver cómo Dios podía usarme en el primer plano. Mi concierto debut tuvo lugar en Inglaterra, en un campamento de verano que habíamos organizado por un par de semanas cada año en el otoño, para ser anfitriones de una convención cristiana muy conservadora. Siendo parte del personal de Juventud para Cristo, yo era vista como segura y me llevaron para «entre-tener a los jóvenes». Tenía grandes dudas en cuanto a cuán entretenida podría llegar a ser, pero la noche demostró ser un evento que cambió las vidas de muchos en varias maneras.

El salón del concierto pronto se llenó de gente, ya que los rumores de una banda (todo lo contrario a la usual guitarra acústica y pandero) habían corrido como reguero de pólvora. La banda resultó fenomenal.

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Me encantaban las canciones que había escrito Graham. Me sorprendió que me gustara tanto cada simple minuto de ellas. Para el tema final la muchedumbre estaba de pie, gritando y aplaudiendo para que siguiéra-mos cantando un poco más. Fue emocionante y agotador a la vez. Esa noche experimenté un profundo sentido de propósito. Finalmente había hallado un medio para comunicar el amor de Dios en una forma que tenía sentido para mí. Pensé en todas las tardes que había caminado sola por la playa, cantándole a Dios, contándole sobre mi dolor y mis pregun-tas, pero, a la vez, profundamente sobrecogida por su ardiente e incansa-ble amor. Ahora podía cantarles esa verdad a viva voz a otras personas. Era maravilloso.

Al abandonar el escenario esa noche, el hombre del auto rojo depor-tivo y de cero sentido común se acercó y me dijo:

—Estuviste increíble.—¿De veras?Él se acercó más.—Quiero que firmes contrato con mi compañía discográfica — pro-

puso.—Bueno, eso será un poco difícil — respondí—. Yo estoy con Juven-

tud para Cristo, así que no puedo hacerlo.En vez de oír lo que yo estaba tratando de comunicarle, me dijo:—Puedo hacer que las cosas sucedan.Yo tenía una fuerte convicción de que estaba en lo cierto.

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Cuando finalmente regresé a mi pequeña cabaña esa noche, reprodu-je en mi mente los hechos (un poco de trabajo mental para una chica como yo). Nunca había sido elegida para nada, pero esa noche la multitud había votado y había elegido a la persona menos indicada. O sea, yo.

¿Te suena conocido? Parece ser la forma en que Dios obra.

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Hermanos, consideren su propio llamamiento: No muchos de ustedes

son sabios, según criterios meramente humanos; ni son muchos los pode-

rosos ni muchos los de noble cuna. Pero Dios escogió lo insensato del

mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para

avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y despre-

ciado, y lo que no es nada, para anular lo que es. (1 Corintios 1.26–28)

A menudo me pregunto qué tan en serio tomamos ese pasaje en la iglesia. Tendemos a mirar a los más expresivos y con dones más vistosos, pero Dios usa una escala de valores diferente a la nuestra para medir una vida. Él mira el corazón. Si tan solo tomas las dos últimas oraciones del pasaje anterior — «Pero Dios escogió lo insensato del mundo para aver-gonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es»— se ve exactamente la historia de la vida de David, el pastorcito que Dios eligió para reinar sobre Israel.

Nada en su vida hasta el momento hacía creer que sería el escogido. Su propio padre no lo captó y luego, otra vez, tampoco lo vio Samuel, el profeta de Dios.

Antes de encontrarnos con David en las Escrituras, se nos da un panorama de lo que sucede cuando la gente de Dios piensa que sabe lo que necesita aun más que el mismo Dios: estamos pisando terreno resba-ladizo.

¿Alguna vez lo has hecho? ¿Has orado y luego estuviste profunda-mente agradecida de que Dios no haya respondido esa oración del modo en que tú se lo habías pedido?

Yo sé que sí lo hice.David no fue el primer rey, ni el que la gente eligió. No fue el que

ellos deseaban. Puedes leer la historia completa en 1 Samuel 8—10, pero déjame darte la versión en forma de apuntes.

Antes de que Israel tuviera un rey gobernaban los jueces. Algunos era buenos, otros no tanto. Samuel fue el último de los jueces. Era un

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hombre mayor cuando los ancianos de Israel vinieron a su casa en Ramá. Habían venido para hacerle una especie de intervención. Y esta es la razón: Samuel se estaba poniendo viejo y continuaba siendo juez en Ramá y las ciudades aledañas, pero había nombrado como jueces a dos de sus hijos holgazanes, en el límite sur de Israel. Si debería haberlo hecho o no, es cuestionable porque se nos dice a lo largo de todo el libro de Jueces que era Dios el que elegía a un nuevo juez. Agreguémosle a eso el hecho de que sus hijos recibían sobornos y torcían la justicia, y ahí tenemos un pequeño cuadro de todo lo que rodeaba a esta reunión con Samuel. Los ancianos pusieron las cartas sobre la mesa: «Tú has enveje-cido ya, y tus hijos no siguen tu ejemplo. Mejor danos un rey que nos gobierne, como lo tienen todas las naciones» (1 Samuel 8.5).

Si lo pensamos bien, es bastante lastimosa esta declaración tripartita:

1. Tú estás muy viejo.2. Tus hijos son un caso perdido.3. Queremos ser como las otras naciones.

Israel, el pueblo elegido de Dios, quería ser como todos los demás. Samuel estaba devastado ante el hecho de que el pueblo demostrara tamaña deslealtad. Y no solo eso, sino que él llevaba el dolor de sus pro-pios hijos rechazando todo lo que siempre les había enseñado.

Algunas de ustedes pueden estar viviendo eso ahora mismo. Cómo disfruta el enemigo torturando a los padres que han sido fieles al Señor y sus hijos parecen serle infieles. Nuestro hijo, Christian, está a punto de terminar la universidad mientras escribo esto, y es un buen chico, pero sé que habrá momentos en la vida cuando precisaré resistir los tormentos del enemigo y pararme sobre la verdad de que nuestro Dios es soberano y mi hijo está en sus planes, no en los míos. Nada le sucederá a tu hijo hoy o mañana, que no haya pasado por las manos misericordiosas de Dios, aunque a veces te parezca una misericordia muy severa y te haga llorar a raudales.

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Hay muchas lecciones que podemos aprender de la infidelidad del pueblo de Dios. Ellos exigieron tener un rey, pero ya tenían un gran Rey. Siempre habían tenido un Rey divino en Dios, pero ahora querían algo que tuviera sentido para ellos, algo que pudieran ver con sus ojos.

Me pregunto si a veces soy muy distinta a ellos.La Palabra de Dios está repleta de promesas; contiene más de tres

mil. Pero cuando atravieso un tiempo difícil en mi vida quiero señales tangibles de que Dios va a venir a rescatarme.

¿Te has sentido así?Anhelamos amor y aceptación. Sabemos que Dios nos ama, pero no

podemos verlo a Él con nuestros ojos, o sentir sus brazos alrededor, o escuchar su voz audible diciéndonos que nos ama. Entonces buscamos esa clase de amor y aceptación en alguien más.

Si pudiera retroceder el tiempo y hablarme a mí misma aquella vez que quedé avergonzada debajo de esa bola de espejos en el baile, o pudie-ra encontrarme conmigo misma corriendo por ese campo lleno de lodo, o pudiera interrumpir la ovación después de mi primer concierto, me hubiera dicho: «Sheila, eres la elegida. Has sido elegida por Aquel que nunca se arrepentirá de haberte elegido. Eres amada cuando la multitud te aclama y también cuando las luces se apagan y todos se van a casa».

Pero no podemos hacer eso, ¿verdad? Como T. S. Eliot escribió, seguimos encontrándonos con nosotros mismos, en el mismo lugar otra vez, solo que con un poco más de entendimiento.

Regresemos a los hijos de Israel. Dios le dijo a Samuel: «Si es eso lo que la gente quiere, que tengan su rey».

Cuando miraron a su alrededor, los israelitas vieron que otras nacio-nes tenían un rey que era un líder y guerrero fuerte que los llevaba a la batalla. Entonces ellos también quisieron un rey-guerrero victorioso. No solo eso, sino que también querían un rey que luciera como tal. Y eso fue exactamente lo que tuvieron con Saúl. Él era alto, morocho y apuesto, pero ese día cuando gritaron a coro: «¡Larga vida al rey!», no tenían ni idea de en lo que acababan de meterse.

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Saúl empezó bien, pero al poco tiempo mostró lo defectuoso que era su carácter en realidad. La vida es así. Todos podemos poner buena cara por un tiempo, pero agrégales bastante presión y un poco de estrés, y todas nuestras heridas y deficiencias saldrán a la superficie. El rey de Israel demostró ser un hombre tacaño, egoísta, mezquino y violento. Pero a los ojos de Dios, Saúl se había constituido en su propia ley. Tres veces Samuel lo atrapó en serios actos de desobediencia hacia Dios.

Ofreció un sacrificio que no tenía derecho a ofrecer. Se le había dicho que debía esperar a Samuel (ver 1 Samuel 13).

Hizo que los hombres que estaban con él tomaran un voto imprudente que casi le cuesta la vida a su propio hijo Jonatán (ver 1 Samuel 14).

Desobedeció directamente una instrucción específica de Dios de matar al rey Agag. Este acto final de resistencia le costó todo, y dio lugar a estas trágicas palabras: «Mas Jehová se había arrepentido de haber puesto á Saúl por rey sobre Israel» (1 Samuel 15.35, rva).

La desobediencia de Saúl destrozó el corazón de Samuel. Se lamentó tan profundamente y por tanto tiempo que Dios finalmente tuvo que intervenir diciendo: «¡Basta ya!». A Samuel debe haberle parecido que el mundo se venía abajo. Pero él vivió para ver que, al margen de cuánto le fallemos a Dios, Él nunca nos falla.

Se nos introduce la persona de David en 1 Samuel 16, pero nos encontramos con su carácter antes de eso. En la última conversación que Samuel tuvo con Saúl, le dijo esto: «Pero ahora tu reino tiene que termi-nar, porque el Señor ha buscado a un hombre conforme a su propio corazón» (1 Samuel 13.14, ntv).

¡Qué recomendación tan increíble de parte de Dios, una carta de referencia del Altísimo! No puedo pensar en nada más que desee en la vida que eso: ser conocida como una mujer conforme al corazón de Dios.

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Dios le dio instrucciones a Samuel de ir a Belén, donde Él ya había elegido un rey de entre los hijos de Isaí. ¿Recuerdas quién era Isaí? Era el nieto de Rut y Booz. La historia de Rut es la antítesis de los hijos de Israel. Ella no era israelita, sino que se emparentó con esa nación. Luego, incluso después de que su esposo muriera, se negó a abandonar a su sue-gra. En cambio, viajó con ella a Belén diciendo: «Tu pueblo será mi pue-blo, y tu Dios será mi Dios» (Rut 1.16). Esa fidelidad apasionada había «chorreado» a través de los años y luego se encontraría también en la vida de un adolescente que cuidaba las ovejas de su padre.

Esto fue lo que Dios le dijo a Samuel que hiciera:

«Lleva una ternera [...] y diles que vas a ofrecerle al Señor un sacrificio.

Invita a Isaí al sacrificio, y entonces te explicaré lo que debes hacer, pues

ungirás para mi servicio a quien yo te diga». Samuel hizo lo que le mandó

el Señor. Pero cuando llegó a Belén, los ancianos del pueblo lo recibieron

con mucho temor. (1 Samuel 16.2–4)

Esos eran días cuando para el pueblo era alarmante ver en la ciudad al profeta de Dios. Según el escritor y profesor G. Frederick Owen, «el pueblo ya hacía tiempo que estaba apartándose de Dios».3 Pero se había corrido la voz de que el rey que ellos habían elegido se había vuelto loco. Ahora aquí estaba el vocero de Dios, apareciendo sin que nadie lo hubiera invitado.

—¿Vienes en son de paz? — le preguntaron.

—Claro que sí. He venido a ofrecerle al Señor un sacrificio.

Purifíquense y vengan conmigo para tomar parte en él.

Entonces Samuel purificó a Isaí y a sus hijos, y los invitó al sacrificio.

Cuando llegaron, Samuel se fijó en Eliab y pensó: «Sin duda que este es

el ungido del Señor».Pero el Señor le dijo a Samuel:

—No te dejes impresionar por su apariencia ni por su estatura, pues

yo lo he rechazado. La gente se fija en las apariencias, pero yo me fijo en

el corazón. (1 Samuel 16.4–7)

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Aunque en el momento en que Samuel vio al hijo mayor de Isaí pen-só que había encontrado a su hombre, Dios le dijo que no. Eliab era aquel que cualquiera hubiera elegido (era el mayor, era fuerte y de buen aspec-to), pero Dios le dijo a Samuel que Él ya lo había rechazado. No había pasado la inspección del corazón.

Después Isaí ofreció a los otros seis hijos que estaban con él, pero cada una de las veces Dios dijo que no.

Finalmente Samuel preguntó si esto era todo o si había más hijos.«Queda el más pequeño — respondió Isaí—, pero está cuidando el

rebaño» (v. 11).¿No es interesante que Isaí no pensara que valía la pena traer a David?

Después de todo, ¿quién era él? Tan solo un niño que vigilaba el rebaño. Pero mientras pastoreaba en silencio, Dios lo veía.

Ahora déjame preguntarte: ¿cuántas oportunidades ministeriales crees que David había tenido allí en la pradera? Ninguna que nosotras hubiéramos notado, pero a Dios no se le pasó por alto ninguna. Él había oído los salmos que David les cantaba a las ovejas. Había visto el valor cuando David arriesgó su vida para recuperar a un cabrito de las garras de un oso, o una cabra de la boca de un león. Él discernió el corazón de David y supo que este adolescente que cantaba en la oscuridad y peleaba en la luz sería quien Él ungiría como rey de Israel.

Espero que esto te anime a ti tanto como me anima a mí. Si tiendes a mirar a otras mujeres y compararte con ellas, esta historia puede ser un llamado a despertar. Aun dentro de la iglesia o las organizaciones parae-clesiásticas, a menudo discernimos equivocadamente. Nos atrae el caris-ma más que el carácter. Pero el carisma se resquebraja bajo la presión, mientras que el carácter no.

David nunca pidió ser elegido. Había estado escondido, sirviendo a Dios con todo su corazón, cuando la elección de Dios corrió como aceite sobre su cabeza. Yo, por otra parte, tenía una necesidad desesperada de ser vista y elegida. Cuando la necesidad viaja en el asiento del conductor, puedes terminar encontrándote al costado del camino, bajo la lluvia, con

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olor a cigarrillo todo a tu alrededor. Como yo, y como una señorita a la que llamaré Mary.

Nunca supe cuál era su nombre verdadero, pero yo me sentí identifi-cada con su testimonio. Estábamos sentadas una enfrente de la otra, esperando para tomar un vuelo. Le pregunté si podía cuidarme la valija mientras yo iba a comprar una botella de agua, y cuando regresé, se había cambiado de lugar para sentarse al lado mío.

«Yo leí uno de sus libros», dijo. «Creo que tenemos algunas cosas en común».

Me contó que su padre era un hombre bueno, pero que cuando ella era niña siempre estaba ocupado, estaba allí, pero no lo estaba. «Incluso cuando teníamos fechas especiales, las olvidaba», me contó. «Siempre había una buena razón, así que ni siquiera podía enojarme. Creo que terminé por acostumbrarme a ello».

Dijo que a lo largo de toda la secundaria y la universidad había deseado encontrar a alguien que fuera diferente, pero una y otra vez ele-gía muchachos que nunca mantenían su palabra. «Debes pensar que era una tonta. Siempre sentía que no era tan bonita o no era lo suficiente-mente delgada. No estaba a la altura de las demás».

En ese momento la aerolínea comenzó a llamar para abordar el vue-lo y no pudimos terminar la conversación. Para cuando aterrizamos, y yo estaba dirigiéndome a recoger el equipaje, ella ya se había marchado. Oré bastante por Mary ese día. Oré pidiendo que ella pudiera saber que Dios cumple cada compromiso con sus hijas, aun cuando nosotras lo olvidemos.

¿Te has encontrado alguna vez en la posición de Mary?¿Te han puesto tus anhelos alguna vez en ese lugar?¿Alguna vez te encontraste pensando que nunca nada cambiaría?Quiero detenerme aquí y reconocer que es doloroso, pero no quiero

dejarte aquí. Como hija del Dios Altísimo, ¡todo puede cambiar! Sola-mente lleva algún tiempo y algún compromiso de tu parte comenzar a pensar de una manera diferente.

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Aquí, al final del capítulo, quiero que hagas algo por mí. Por qué no buscas una de esas fichas y escribes en ella:

El Dios que me creó me ha elegido como

su hija muy amada. Por ese motivo, puedo

tomarme con calma cualquier otro rechazo.

Ahora colócalo en algún lugar donde puedas verlo todos los días, y léelo una y otra vez, hasta que comiences a creerlo más que a la mentira de que no eres digna de ser elegida. El Dios del universo ya te ha escogi-do y te dice: «¡Tú eres mía!».

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