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Una crónica a destiempo sobre el paso literario del escritor Francisco Umbral por el decimononico Café Gijón de la ciudad de Madrid (España). Un Madrid para el que se ha inventado una literatura que tuvo en ese Café su mejor metáfora, escritas en ese tiempo de la palabra de donde un escritor nunca vuelve.
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En el café Gijón ya nadie pregunta por Francisco Umbral
Las ciudades no sólo espacios urbanos de una convocada arquitectura sobre las
que el tiempo, o los tiempos, se mueven en cada momento otorgándole una
identidad, impregnándola de esa atmósfera única, determinada por la suma de
factores físicos y anímicos con los que transitamos cada instante, a través de los
cuales le asignamos un valor, la experiencia de haberla vivido. Es así, como las
ciudades van siendo depositarias de una plasticidad y una estética con que las
reinventamos tantas veces como en ellas concurra la emocionalidad que nos
asista y que vamos dejando adosada a una calle, clavada en una esquina, a un
paisaje, en una edificación o frente a un portal.
Es esa porción de la memoria que teje certezas y ambages que nutren a la ciudad
revelada que habita en nuestro interior, imposible mostrar el mapa de toda su
extensión, más que con nuestros sentidos. Quizá por eso Italo Calvino llamó a las
ciudades invisibles a aquellas que emergen para ser habitadas por nuestra
subjetividad, más allá de los millones de personas que puedan vivir en ellas, y nos
propone varias acepciones: “Las ciudades de la memoria. Las ciudades del
deseo. Las ciudades de los signos. Las ciudades sutiles. Las ciudades de los
intercambios (la de los no-lugares). La ciudad del cielo. La ciudad de los muertos y
la ciudad de los ojos”. Pudiéramos agregar a esa categorización, tantas ciudades
como emociones le asignemos al horizonte móvil de su geografía. Calvino también
nos deja un corolario sobre el vínculo ciudad: “hay ciudades que sólo existen para
que nos enamoremos de ellas”.
Así pasa con el París del mayo del 68, revivido como los colores de un
calidoscopio con todas sus combinaciones, por el escritor Alfredo Bryce
Echenique, en su novela “La vida exagerada de Martín Romaña”. Si al llegar a la
última página cerramos la novela y volemos a París buscando esa la ciudad de la
novela no la encontraremos. Tendríamos que tener la carga subjetiva de su
memoria y la posibilidad de convocar de cada una de sus nostalgias para poder
encontrarnos con ella.
Lo mismo sucede con el Madrid de Francisco Umbral y su célebre Café Gijón,
ambos forman parte de una ciudad literaria que fundó el escritor en la década de
los años 60. Por eso si usted va a Madrid, y se deja caer en el cruce entre Los
Cibeles y Colón, por el Paseo de Recoletos, en el número 21 de Villa y Corte de
Los Milagros, verá usted a pie de calle tres amplias galeras con sus translucidos
ventanales de cristal y madera –al genuino estilo de la belle epoqué-, sobre ellos
leerá la inscripción en grandes letras doradas, adosadas sobre un mármol, Café
Gijón.
Centro de tertulias decimonónico, abrió sus puertas en 1888, siempre fue el
reservorio de pintores, poetas y escritores, actores y gente aproximada a las
vanguardias culturales, también visitado por militares y políticos. Costumbrista,
irreverente y vanguardista, y algunos comunistas de la llamada izquierda exquisita,
cuando ser Comunista era algo serio. El Café ha jugado posiciones según la
época , a lo largo de su centenaria historia, pero quizás la mayor de ella para
efectos de esta crónica, fue en 1980 cuando el escritor Francisco Umbral publicó
la novela que consagró su nombre: “La noche que llegue al Café Gijón”, en la que
reseña los entretelones vividos entre los años 60 y 70, en medio de ese ambiente
de artistas e intelectuales y con la que da a luz a esa gran invención literaria que
Umbral testimoniaba que era Madrid.
Y es que Francisco Umbral, a lo largo de su carrera como escritor nunca dejó de
inventarnos un Madrid, que según él es un género literario también creado por
muchos otros escritores, como entelequia de sus emociones, cada una de ellas es
homologadas por su nombre y a la que sólo le dan cabida a las cosas que
nombran, las que reconocen; las otras quedan existentes en el silencio, son las
que existen a la sombra, como un vago telón de fondo. Pero en todas y en cada
una Umbral nos reinventa al Café Gijón, o viceversa, cada vez que reinventa al
Café Gijón, nos inventa a Madrid.
Al Umbral de los últimos tiempos para nada le importaba el peso de los años, los
fue arrastrando con estoicismo en la última década de su vida, cuando ya
convertido en viejo tótem literario, lo efímero de la moda lo condenó al ostracismo,
dejando su literatura al olvido. Hoy Francisco Umbral es más que un autor de
culto, sólo para pocos, para coleccionistas de glorias literarias. En los últimos
tiempos, fue espaciando sus visitas al Café Gijón hasta hacerse invisible. El Café
Gijón fue su nudo gordiano por más de treinta años, allí depositó el reino de la
palabra, al que veía emerger en medio de la amplitud del verbo y su espíritu
semántico noche tras noche cuando sus habituales comensales iniciaban la larga
travesía de las tertulias literarias, las que a veces se extendían hasta el amanecer
con buen café y lámparas encendidas.
Si Camilo José Cela fue el gran escritor de la post guerra republicana española,
Francisco Umbral fue el gestor de la prosa donde se reflejó mejor a esa otra
España que emergió en medio del crepúsculo de su dictadura y posteriormente el
declive y muerte no sólo del Caudillo, generalísimo Francisco Franco, “Caudillo de
España por la Gracia de Dios”, sino de una época que se apagaba con todas sus
luces, enterrándose con su muerte en el año 1975, y daba paso a una Nación
rejuvenecida tras los 40 años de letargo en la que la mantuvo el régimen
mesopotámico del franquismo.
Así la nación íbera, pasó con toda sus ansias de sensualidad, su irreverencia, su
desdén al orden y al mando, de un momento aciago y trémulo a otro desinhibido,
temerario y despampanante, como quien pasa de la escritura cuneiforme al
ordenador en una sola clase. España salió en busca de su nuevo sentido y de un
destino que tuvo una de sus mejores prefiguraciones en la literatura de Francisco
Umbral, cabecilla de esa nueva intelectualidad en cierta medida influenciada por
los escritores iconoclastas de la generación “Beat” norteamericana, los ecos
irreverentes del incomprendido movimiento hippie, y la intelectualidad del mayo
francés, con su pensamiento arrollador y deconstructivista. Toda una mezcla a la
que Umbral junto colocó el factor altisonante de su nuevo verbo hispano, caustico,
líquido, pero sobretodo libre y que le permitió escribir su mejor literatura.
Hubo un tiempo en que la prosa más respetada en España fue la de Francisco
Umbral, y aunque La Noche que llegué al Café Gijón no es su mejor novela, en su
propia opinión, es la que mejor habla de él, de su lenguaje, de su estilo.
Cabalgando entre memorias y anécdotas a veces ciertas otras elucubradas,
muchas nacidas de esa mixtura que surge a medio camino entre realidad y
fantasía; pero también llena de esas frases perpetuas que están hechas para
quedarse girando como un cometa errante en el espacio de las ideas, habitadas
por la indescifrable fantasmagoría que está detrás de su semántica y que lucha
por manifestarse. Párrafo a párrafo, la novela de Umbral teje dos leyendas la del
Café Gijón y la de él como el escritor que tiene como tarea reinventarse la
literatura moderna española, no sabemos si lo logró de un todo, pero por lo menos
mostró el camino. Por eso “La Noche que llegué al Café Gijón” no sólo es un libro,
también se trata de un país, de una época y de una literatura.
Pero el primer Madrid que nos presenta Umbral en su novela es la que sale a su
paso cuando apenas es un recién llegado de provincias, es el Madrid de la década
del 60, que él llama “en ese entonces la ciudad era un resumen de muchas
Españas”, y es allí en el Café Gijón frente a una máquina de escribir portátil
Olivetti –hace lo que muchas veces admiró ver al notable Alonso Paso escribir sus
comedias en medio de la osmosis cultural del café-, donde le surgen todas esas
Españas que parecen converger en una sola de compleja metamorfosis cifrada en
su página en blanco.
El Madrid del Café Gijón, es la ciudad tomada por el ojo literario de Umbral, la que
se reconstruye en la ascesis de su verbo, de quien ve en ella un perpetuo acto
literario que tira por todos lados, porque el Umbral que llega una noche al Café
Gijón, está incapacitado de conocer alguna otra ciudad porque es joven y febril
marcado con un único propósito: hacerse escritor y hace Madrid su mejor disculpa
para escribir.
En ese tiempo el Café Gijón era el Santo Sanctórum de la literatura, ese era el
lugar donde se colocaba tarde a tarde, con su portátil en mano, aunque a veces no
la llevara consigo. “La disyuntiva era estar en el Café, o en la puta calle”, dirá
Umbral años después, al rememorar su recurrencia diaria de ir al Café Gijón. Claro
en la calle estaba la soledad, el monólogo, la intemperie. Elementos que entonces
Umbral juzgó insuficientes como para alentarle a iniciar el camino que lo llevaría a
escribir 120 libros.
Pero Heráclito vuelve a tener razón una vez más. El Café Gijón ya es otro café,
donde ya nadie nombra a Francisco Umbral, esa especie de dios demiurgo que le
otorgó su existencia literaria y con ella, la posibilidad de hacerse metáfora de calle.
Platón decía que el transcurso del tiempo es la imagen en movimiento de la
eternidad. Ese tiempo terminó por derrotar a Francisco Umbral, porque casi todos
han dejado de comentarle, menos aún preguntan por él. De ir al Café Gijón y
sentarse en una silla frente a la barra, o en una mesa compartida, bastarían para
hacer algo de arqueología de ambiente, tratar de palpar esa vieja identidad
literaria con que nos embriagó Umbral y que hoy hay que ir a buscar con lupa
como si fuera un tesoro escondido.
Pero si de algo se alimentó Umbral en el café Gijón fue su persistencia creadora.
Siempre pasó a nado la única playa que conoció, un campeón en solitario. Era lo
único que estaba facultado para hacer y hacerlo bien, incluso imitando a los
dioses, porque literatura y utopía siempre van de la mano, buscando crear “un
espacio habitable” ese mismo que hablaba Julio Cortázar, quien una vez entró en
un bar de españoles en Estocolmo llamado Cronopios, y se enamoró tanto de esa
palabra que la incorporó como concepto avant garde, librepensador, contestatario,
inconforme, hedonista, el equipaje pret a porte de su literatura, algo de eso hizo
Umbral con el Café Gijón.
El Café es ahora un monumento, una atracción turística. Hace poco leí un
reportaje del diario El País, que el espacio donde ahora se reúnen los escritores e
intelectuales, se limita a una sola mesa, y no van todos los días, asisten sobretodo
los jueves. Por las noches dejó de ser el paso obligado de los trashumantes
literarios, la metamorfosis de la metrópoli cambiante lo ha convertido 126 años
después en un Bar de “Ambiente”.
Ya no es necesario que alguien recuerde a Francisco Umbral, no hace falta ni
nombrarlo en un lugar que ya no es el de él, donde ahora se cifra otra realidad. No
importaría si mañana por la tarde lo vieran entrando de improviso con su elegancia
estatuaria, su sempiterna bufanda alrededor del cuello, su cabello peinado al estilo
de Joan Manuel Serrat, su mirada despectiva a todo lo que no sea culto e
intelectualmente elaborado. Su sorna hacia todo lo mal escrito. De seguro Umbral
sería tomado por un personaje estrafalario, algo demodé, por aquello que
pudiéramos llamar incomprensión del momento, pero Francisco Umbral murió
hace ocho años su segunda muerte, la definitiva. La primera comenzó cuando vio
declinar su influencia como escritor, perder su ascendencia sobre una juventud
que ya no le interesaba oírle hablar, y con él empezó a desvanecerse, en esa otra
muerte con la que también muere el Café Gijón que él inventó.
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