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Acostumbrada a reflexionar sobre los supuestos que aceptamos acríticamente en la vida diaria, la reflexión sobre la naturaleza de los valores ha despertado el interés de la filosofía, que ha asumido incansablemente la tarea de elaborar sistemas, en la aspiración de fundamentar la moral. Grandes capítulos de la filosofía pueden ser vistos como la historia de esta búsqueda, que retrata la incesante ambición humana de definir los valores, esto es, descubrir su esencia y expresarla por medio del lenguaje. El pensamiento contemporáneo se inicia a partir de la ruptura con esta tradición, que comienza a mostrar sus límites al ver socavada la confianza en la posibilidad de descubrir un soporte metafísico tanto para la ética como para la teoría del conocimiento. Proponemos abordar este problema a partir de los conceptos que se desprenden del giro lingüístico en general y del pensamiento de Wittgenstein en particular.
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II Jornadas de Epistemología Jurídica
Lima, 2014
Sociedad, valores y conflictos: una mirada desde Wittgenstein.
“Por supuesto, hay justificación. Pero la justificación tiene un límite” LW. SC 201
Cristina Bosso
UNT - CEW
I - Introducción.
A la base de nuestras concepciones del mundo y de la vida se encuentran los
valores; ellos constituyen el presupuesto de nuestro mundo humano, el fundamento de
las normas de convivencia, las pautas para la acción.
En nuestra vida cotidiana asumimos acríticamente una tácita aceptación de su
existencia, que se manifiesta claramente en nuestro lenguaje: nos encontramos así
hablando de lo bueno y lo malo, lo justo y lo bello, como si existiese un modelo de ellos
al cual ajustarnos. Subyace, en esta concepción, un potente supuesto metafísico
implícito en el pensamiento occidental: la confianza en la existencia de un modelo ideal,
susceptible de ser conocido, con el cuál contrastar nuestros juicios. Nuestro sentido
común se encuentra, así, viciado de un cuasi inadvertido platonismo, que nos induce a
creer que podemos determinar con certeza qué es lo justo y qué lo injusto. Pero los
conflictos que acechan a cada instante pronto nos llevan a cuestionar esta posibilidad.
Acostumbrada a reflexionar sobre los supuestos que aceptamos acríticamente en
la vida diaria, la reflexión sobre la naturaleza de los valores ha despertado el interés de
la filosofía, que ha asumido incansablemente la tarea de elaborar sistemas, en la
aspiración de fundamentar la moral. Grandes capítulos de la filosofía pueden ser vistos
como la historia de esta búsqueda, que retrata la incesante ambición humana de definir
los valores, esto es, descubrir su esencia y expresarla por medio del lenguaje. Es por ello
que ya en los albores de la filosofía, Sócrates no se conformaba con ejemplos de lo bello
o de lo justo: su búsqueda apunta a descubrir qué es lo bello, qué es lo justo, con la
pretensión de descubrir su naturaleza y determinar sus límites, lo que marca a fuego los
derroteros de la filosofía durante muchos siglos.
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El pensamiento contemporáneo se inicia a partir de la ruptura con esta tradición,
que comienza a mostrar sus límites al ver socavada la confianza en la posibilidad de
descubrir un soporte metafísico tanto para la ética como para la teoría del conocimiento.
Ciertamente, la pérdida de confianza en la posibilidad de descubrir un
fundamento firme para nuestras creencias posee consecuencias que comprometen
nuestro modo de estar en el mundo y nuestra vida en sociedad. Como sostiene Niznik, el
vacío dejado por la desaparición de las verdades universales constituye uno de los
problemas filosóficos más importantes de la vida del hombre contemporáneo y el
corazón de las angustias filosóficas. Es momento de buscar nuevas respuestas; es
momento de preguntarnos si resulta posible encontrar una manera de justificar los
valores lejos de la solidez de las respuestas que presuponían fundamentos
absolutos.
Proponemos, por lo tanto, abordar este problema a partir de los conceptos que se
desprenden del giro lingüístico en general y del pensamiento de Wittgenstein en
particular. Para ello, en primer lugar mostraremos de qué modo el análisis del lenguaje
nos muestra los límites de la posibilidad de descubrir un fundamento absoluto para los
valores. En segundo lugar rastrearemos la posibilidad de elaborar una justificación
diferente.
II – La vía del lenguaje y el fin de los fundamentos absolutos.
Durante muchos siglos se entendió al lenguaje como un medio transparente
capaz de expresar nuestros pensamientos o como un espejo capaz de reflejar el mundo,
sin reparar en mayor medida en la relevancia de su poder en la configuración de ambas
instancias.
Bastante tardíamente la filosofía descubre la importancia que posee del lenguaje
en nuestro trato con el mundo. La atención que éste genera traerá aparejado un profundo
viraje que lo coloca en el centro de la escena, dando lugar a un proceso que se conoce
como el “giro lingüístico”, que transformará los destinos de la filosofía, inaugurando
una vía alternativa a los transitados caminos tradicionales, que resuelve la encrucijada
entre empirismo y racionalismo por la vía de la indagación conceptual.
La profunda investigación a la que somete Wittgenstein al lenguaje nos lleva a
advertir la infundada confianza en la posibilidad de capturar la esencia de la realidad,
que ha sostenido a la filosofía en la creencia en que podemos decir lo que las cosas son.
En su famosa obra Investigaciones Filosóficas Wittgenstein nos ofrece algunos
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iluminadores ejemplos a partir del análisis del significado de algunos conceptos.
Orientados por sus ingeniosas descripciones, prontamente caemos en la cuenta de que
éstos engloban una variedad de significados diferentes, entre los que resulta imposible
señalar un elemento que los caracterice. Para ejemplificar su planteo, Wittgenstein
utiliza el concepto de juego y muestra como éste aglutina elementos diversos en una
complicada red de parecidos que se entrecruzan y se superponen de diversas maneras.
¿Qué es lo común entre ellos, qué es lo que nos permite caracterizarlos? Resulta difícil
decirlo: una definición que pusiera el acento sobre uno de sus aspectos dejará
necesariamente fuera algunas actividades que también pueden ser entendidas como
juegos en el marco de una definición diferente. No parece haber, entonces, una esencia
de juego, susceptible de ser atrapada por medio de una definición; lo que consideremos
esencial dependerá, en cada caso, de las características que nos interese resaltar.
Wittgenstein da cuenta así de que dentro de la aparente uniformidad de los
nombres reside una variedad de objetos emparentados de diferentes maneras. Como los
cabos que conforman una cuerda, en la suma de todos ellos reside su fuerza; pero al
igual que no existe un cabo que recorra toda la cuerda, no existe tampoco un significado
que sea el significado. Advertimos así que un concepto no constituye una unidad, no
resiste una definición unívoca, ni se sustenta en la forzada igualdad de los elementos
que se reúnen bajo ese nombre; aluden a una gama oscilante de sentidos, lábilmente
relacionados por aires de familia, cuyos límites y reglas de uso se van fijando de
acuerdo a nuestras necesidades.
Por ello, como había señalado Wittgenstein en la Conferencia sobre ética,
pretender hablar sobre valores absolutos carece de sentido. Según sostiene, podemos
afirmar que algo es bueno solamente cuando hemos establecidos criterios que nos
permitan juzgarlo. En oposición a Moore, quién pretende descubrir la naturaleza real del
objeto denotado por la palabra “bueno”, para Wittgenstein esta tiene sólo significado en
la medida en que su propósito haya sido previamente fijado, esto es, que satisface un
estándar determinado. Por ejemplo, un camino es bueno cuando nos conduce a nuestro
destino del modo más directo en algunas ocasiones, o cuando nos permite admirar los
mejores paisajes. Para Wittgenstein, el lenguaje da cuenta de la tendencia propiamente
humana de pretender ir más allá de estos límites para pretender hablar de lo
absolutamente bueno, aquello que todo el mundo reconocería como tal. Pero esto es
sólo una quimera, algo inhallable para los seres humanos.
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Liberados de las trampas del lenguaje, abandonamos la confianza en la
posibilidad de una fundamentación metafísica para advertir que los valores no poseen
otra entidad que la que nosotros mismos le otorgamos. De no ser así, fácilmente
podríamos reconocerlo y mostrárselo a los demás; no requeríamos de argumentos ni
justificación alguna. Nuestra experiencia del mundo nos muestra, en cambio, las
dificultades que tenemos a la hora de buscar un acuerdo; a diario nos enfrentamos con
la imposibilidad de encontrar soluciones objetivas en cualquiera de las cuestiones
importantes para la vida de los hombres. Conflictos de valores asedian tanto la mesa de
café con los amigos como los modelos políticos y las relaciones internacionales.
Los valores no poseen tampoco un fundamento empírico, ya que no se
encuentran en el mundo de los hechos. Como había señalado ya Wittgenstein en el
Tractatus, el mundo en sí mismo es éticamente neutro: no es bueno ni malo.
Ciertamente, lo valioso, lo que realmente importa, el significado de la vida o de aquello
que hace que la vida merezca vivirse no se encuentra en el mundo empírico. Es el
hombre quien introduce esta dimensión, que trasciende la mera descripción de los
hechos para añadir en el mundo algo que no estaba en él. Como señala Tomasini
Bassols, los valores hacen su aparición expresando la posición del sujeto frente al
mundo.1
Comenzamos a advertir la complejidad de la relación entre lenguaje, sujeto y
mundo, que se entretejen en una intrincada trama en la que el lenguaje se nos aparece
condición de posibilidad del pensamiento y mediador de nuestro trato con el mundo. Es
a partir de él que estructuramos nuestro pensar y configuramos un modo de concebir el
mundo. Imposible salir de él para ver las cosas tal cual son: percibimos la realidad ya
filtrada por las categorías del lenguaje. Es en este sentido en el que podemos afirmar,
con Wittgenstein, que el lenguaje es el límite de nuestro mundo.
Es el sujeto quien construye los conceptos y fija sus límites, el que les da sentido
y los pone en funcionamiento a partir del uso. A partir de ellos introduce valoraciones,
preferencias y jerarquías, en el intento de trascender el mundo de lo puramente material
para construir un mundo nuevo de sentidos, para ajustarlo a nuestra medida, para
hacerlo habitable, para crear un mundo al lado del mundo: el mundo humano,
constituido por una constelación de valores y sentidos.
Se diluye así la ilusión de descubrir algo así como la verdadera naturaleza –esto
es, la esencia– de la belleza, el bien o la verdad. A mi juicio, esta es una de las
1 Alejandro Tomasini Bassols, Explicando el Tractatus, Bs. As., Editorial Gramma, 2011, pág. 121.
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consecuencias más notables del proceso de transformación que atraviesa a la filosofía,
que consiste en asumir que no podemos dar cuenta de lo que las cosas son sino sólo de
cómo las concebimos.Hablaremos entonces de los valores sin mayúsculas, dirá Rorty,
porque no son nombres de objetos o entidades sino propiedades de nuestras oraciones,
acciones o situaciones.2
Es allí, cuando nos topamos con el origen humano de nuestros valores, cuando
se hace necesaria su justificación diferente, que deje de lado la búsqueda de
fundamentos absolutos, para ensayar la posibilidad de justificar de sistemas de valores
desde otro lugar.
III – En busca de una nueva fundamentación.
La pérdida de confianza en la posibilidad de descubrir un fundamento absoluto
para los valores nos coloca en una situación mucho más complicada a la hora de buscar
un acuerdo, ya que diluye la posibilidad de descubrir un modelo en el cual apoyarnos
para intentar solucionar los inevitables conflictos que se desprenden de la confrontación
entre sistemas de valores diferentes. Como sostiene Scavino, el vacío dejado por la
desaparición de las (supuestas) verdades universales deberá ser ocupado por una nueva
ética de la convivencia.
Algunos conceptos del Wittgenstein tardío nos orientan a la hora de pensar este
problema. Me interesa señalar, en este caso, el nuevo modo de concebir el lenguaje que
este autor propone y sus consecuencias a la hora de pensar el problema que nos ocupa.
Para Wittgenstein, el lenguaje es una forma de vida. Esta idea, a mi juicio,
resulta sumamente sugerente, ya que nos lleva a advertir que el lenguaje se encuentra
inmerso en la trama de la vida. Desde este punto de vista lenguaje y mundo no son dos
instancias diferentes que se ponen en relación sino dos caras de la misma moneda, en la
cual inevitablemente una presupone a la otra.
En un incesante proceso de realimentación, nuestros conceptos obtienen su
significado en el marco de la praxis, a la vez que ésta adquiere sentido a partir del
lenguaje, en el que se sustenta una interpretación del mundo y un sistema desde donde
valorarlo. Como sostiene Gertrude Conway, los significados no están determinados por
los objetos a los cuales se refiere: son producto de una forma de vida.3
2 Richard Rorty, Consecuencias del pragmatismo, Madrid, Editorial Tecnos, 1996, pág. 203 Gertrude Conway, Wittgenstein on foundations, USA, Humanities Press Inc, 1989.
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El lenguaje nos es entonces un medio para hablar del mundo, para argumentar o
para comunicarnos con nuestros semejantes: el lenguaje constituye un sistema en el que
se esconde y se devela una concepción del mundo, un sistema de valores, una forma de
vida. El lenguaje es, por ello, a la vez condición de posibilidad y límite de nuestro
mundo humano, que se estructura en base a conceptos. “Sociedad”, “justicia”, ley”, por
sólo pensar en algunos ejemplos, son conceptos en base a los cuales se organiza nuestra
vida, que se desprenden de la praxis social y vuelven a su vez sobre ella para
organizarla en base a estructuras que –según advertimos ahora– son de naturaleza
lingüística. Los valores, así, no pueden estar desconectados de una forma de vida, no
pueden ser considerados entidades que subsisten con independencia del ser humano ni
tampoco como contenidos de la conciencia, sino que deben ser entendidos en su
relación con la dimensión práctica.
Wittgenstein no reconoce otro fundamento para el significado que la praxis, la
roca dura de la vida en sociedad. Introduce el concepto de juego de lenguaje que,
además de mostrar el vínculo entre el lenguaje y la praxis, posee la ventaja de permitir
dar cuenta de la fragmentación que advertimos tanto en los lenguajes como en la forma
de vida humana, sin pretender diluir las diferencias bajo la apariencia de una forzada
unidad. Desde aquí podemos ver que cada juego de lenguaje, cada forma de vida, posee
sus propias reglas de funcionamiento, que encuentran su justificación internamente en la
medida en que resultan útiles para algún ámbito de acción importante para los seres
humanos. De este modo, la ciencia, por ejemplo, constituye un juego de lenguaje con
reglas propias que da cuenta y otorga sentido a determinadas praxis. Sus reglas no son
válidas ni pueden extrapolarse a otros juegos, por ejemplo, para la poesía, que da cuenta
de otra esfera, irreductible a la anterior, en la que se revelan otros aspectos del ser
humano. Arte, filosofía, ciencia, política, economía, religión, pueden ser pensados
como juegos de lenguaje autónomos, cada uno con sus propias reglas, cada uno de los
cuales revela un aspecto de lo humano irreductible a los demás, que conviven en una
sociedad, complementándose, completándose, pero también, confrontándose y
oponiéndose.
Este concepto nos permite entender el origen de numerosos conflictos como el
choque de intereses entre sistemas que se sostienen en valores diferentes la dificultad
para encontrar un marco común desde dónde resolverlo. Se me ocurre, por ejemplo,
pensar en los conflictos que se generan en la actualidad entre defensores del medio
ambiente frente al deterioro de la flora y la fauna de nuestro planeta que se produce
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como consecuencia de la transformación de zonas vírgenes de la naturaleza en áreas
productivas. Advirtamos que aunque utilicen los mismos términos, les otorgan
significados diferentes, justifican sus acciones en sistemas de valores diferentes,
defienden, por lo tanto formas de vida diferentes. Para el primer grupo “Naturaleza”,
por ejemplo, representa el hábitat de nuestra especie que hay que preservar, en tanto el
segundo la entiende en primer lugar como una fuente de recursos económicos. Cada una
de ellas se sustenta en una concepción del mundo cuyos valores se encuentran
justificados en el marco de su sistema, constituyen juegos de lenguaje diferentes, que se
enfrentan con muchas dificultades a la hora de alcanzar un acuerdo ya que, de acuerdo
con el análisis que venimos haciendo, podemos advertir que no hay un sistema de
valores libre de supuestos, que nos ofrezca un paradigma infalible para resolver los
conflictos a los que los diferentes juegos de lenguaje y formas de vida nos enfrentan.
El conflicto se nos aparece así como inevitable en el mundo humano, en el que
permanentemente rivalizan diferentes interpretaciones del mundo, justificadas
seguramente cada una de ellas en un sistema de valores ¿Se trata de una visión
pesimista? No lo creo así; a mi juicio encontramos aquí una acertada descripción del
mundo que nos toca vivir, que posee la virtud de no plantear utópicas alternativas de
inalcanzable unidad. Reconocer las diferencias puede ser el primer paso para intentar
resolverlas. Este es el desafío del mundo contemporáneo, que nos reta a convivir con
concepciones diferentes.
A partir del giro inguítico se desarrollarán diferentes respuestas que buscan
desarrollar nuevas estrategias para la solución de conflictos sin apelar a la imposición de
concepciones hegemónicas. Algunas de ellas apuestan a la rescatar una universalidad de
nuevo cuño, como es el caso de Jurguen Habermas, por ejemplo, quien propone una
“ética del discurso”, en la búsqueda de desarrollar una normatividad universal que no
tendría por qué impedir un pluralismo de formas de vida. Otras, como la de Richard
Rorty, en cambio, apuestan a la aceptación de la diversidad de interpretaciones sin que
el acuerdo sea una meta a alcanzar necesariamente.
En este sentido, la propuesta de Wittgenstein abre una vía que nos orienta, como
siempre, en dirección contraria a cualquier tipo de dogmatismo; reconocer el límite de
nuestras justificaciones trae aparejada la posibilidad reconocer y aceptar las diferencias,
de discutir y confrontar desde una posición más abierta, en tanto rechazamos cualquier
imposición que pretende imponerse apriorísticamente, y tal vez, a partir de allí, a
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construir juegos de lenguaje más abarcativos en los que se puedan generar discusiones y
acuerdos productivos.
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