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Sueños - Martín Fuentes

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Poesía colección Estampas Editorial Río Negro

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Page 1: Sueños - Martín Fuentes

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EDITORIAL ELECTRÓNICA RÍO NEGRO 2012

CC BY NC ND 3.0

texto: Martín Fuentes.

Imagen de portada:“Sin título” por Mauricio Ojeda.

www.colectivorionegro.cl

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Prólogo

Alguien dijo por ahí que los epígrafes son guiños que los escritores hacen a

sus lectores, pequeñas señales que nos ayudan a transitar por los caminos del

texto que se viene. En este caso, más que una señal, el epígrafe de Bolaño es

la avenida principal que nos transporta de un extremo al otro. Nada pasó y, si

pasó, mejor no decirlo, pues no lo entendí, dice García Madero sobre su 23 de

diciembre de 1975. Casi lo mismo vive el narrador de Sueños: un joven poeta

que repasa el espacio y el tiempo que experimentó a lo largo de una noche por

la ciudad de Santiago.

Al igual que el aprendiz real visceralista, este adolescente de diecisiete años se

adentra por las calles de una ciudad impersonal, desconocida; una ciudad que

lo extraña, que lo deja anonadado. El joven narrador camina por un mundo

a medio camino entre la vigilia y los sueños. Un mundo que excede las posi-

bilidades físicas de lo cotidiano. Un mundo escrito en direcciones y dimensio-

nes múltiples. Habla desde un presente, a ratos, distanciado del pasado en el

que ocurren los hechos; a ratos, colindante. Presente y pasado, vida y muerte,

sueño y realidad se entrelazan, intercambian los espacios de sus posibilidades.

Los unos invaden los planos de los otros. Los pasillos de esos mundos están

abiertos. Esa “cosa” genera una fuerte sensación de extrañamiento; la cual es,

de hecho, la misma que vive Juan García Madero cuando transita los pasillos

del “mero DF”. Esa sensación condiciona la percepción de cada paso andado

por el narrador. Esa sensación es la que modifica la idea de percepción de una

realidad, en apariencia, comprensible; pero en detalle, inasible, escurridiza. Ese

es el camino por el que el lector de este cuento de Martín Fuentes va a meterse

al transitar sus páginas.

Detalles, adelante.

Nico Aguirre

Colectivo Río Negro

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“Hoy no pasó nada. Y si pasó algo es mejor callarlo, pues no lo entendí.”

los detectives salvajes, roberto bolaño.

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Esta vez me levanté y creí que me levantaba de veras. ¿Era ahora el mundo real? Caí por un túnel onírico, pletórico en imágenes y sensaciones complejas, cargadas de simbolismos obsoletos e incom-prensibles, pero ahora, estaba seguro, transitaba por ese mundo al que llamamos, por motivos que nadie comprende pero que todos asumen, real. Tal vez esa denominación real, que paradójicamente es mucho más abstracta que cualquier otra cosa, sea una conven-ción social, un consenso, acordado entre todos los hombres, para hacer de la existencia una instancia mucho más cómoda, mucho más simple. A veces me parece mejor, pero entre una verdad im-puesta y una verdad propia, prefiero la verdad propia, esa verdad, que no es verdad sino que es un verso, que llevamos todos en el alma y que nos esmeramos en buscar. Yo quería encontrarla, desde siempre, pero de un tiempo a esta parte, ese verso se ha diluido, ha perdido consistencia. Lo sé porque lo cargo, no sé en dónde ni cómo llegar, pero sé que lo cargo.

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Siempre supuse que todo esto era un sueño, mas nunca lo creí fervientemente, como algunas personas solían creer en dios, en el socialismo o en aquellas cosas que requieren de una fe extrema para que se tornen reales. No. Para mí era una suposición vaga que me aterraba de repente, como a quien le atormentan los espejos. A pesar de ello, después de aquella noche, dudo absolutamente de todo, incluso de esa silueta oscura que me persigue, que se desliza sigil-osamente por las paredes. Intento, desesperadamente, rememorar los episodios de aquella noche extraña, los sucesos que me pudieron haber llevado a darme cuenta de que todo es tan efímero, tan tran-sitorio, como las ideas, pero me es imposible. Creo que mi memoria ha logrado erradicar aquellas imágenes aterradoras, esos sueños absurdos en los cuales mis metas, mis miedos, mi vida, se convertían en símbolos indescifrables, en sendas oscuras y nebulosas, aunque curiosamente familiares. Pareciera que la vida pende de un hilo de agua. Esto la gente lo intuye, pero no lo asimila, probablemente porque les da miedo o porque simplemente no les nace pensarlo. Muchas personas osan decir que saben de la fragilidad de la exis-tencia y tal vez sea cierto, pero desde ese día que nada es igual. De todas maneras, cada noche me mantengo despierto aullando, pro-curando que alguien oiga mis quejidos y acuda en mi rescate.

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Estaba agotado, como si hubiera atravesado caminando mil países distintos, sin saber por qué; lo cual cansa más, ya que al tener uno una meta que conquistar, ignora incluso el cansancio, en pos de la consecución del objetivo. Mi vida, en cambio, se había construido siempre desde la resignación y la negación, al igual que la vida de todos los hombres. La sensación de derrota permanente (derrotado por qué…) era el mal del siglo XXI, pero los hombres no lo sabían. Los hombres ignoran que están derrotados. De hecho, muchos hombres son altaneros, son desafiantes. Yo ya sabía que arrastraba los lastres de la vergüenza y de la deshonra. Me parecía un comportamiento sumamente pueril el de los hombres, muy infantil, como si creyeran de verdad que el mundo valía la pena.

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Estaba caminando por un pasillo oscuro, escuchando las voces de mis seres queridos. Pronunciaban mi nombre, seguido de expre-siones de cariño y aliento. Yo, que nunca había compartido la afición por las adulaciones, proseguía mi tránsito por el pasillo sin sombra. Me costaba respirar, pero no me sentía mal. De hecho, creo que es-taba mejor que nunca. Cuando ya mi caminata se hizo insostenible, caí al piso, cual caería una copa de cristal en un pozo de arena. Con una profunda sensación de alivio, sin respirar, sentía cómo se acer-caban mis conocidos, cómo me rodeaban esos seres invisibles, me entregaban su preocupación. Yo nunca antes había estado mejor. Ha sido uno de los grandes placeres que he tenido a lo largo de mi existencia. Una lástima fue cuando raudamente abrí los ojos para percatarme de que me encontraba en mi departamento, no en mi cama, sino en la terraza, fumando. Pude divisar el gran Santiago por última vez, pues después se derrumbó. En realidad no se derrumbó, se hundió, desapareció, como las rosas, como el cielo, como la vida.

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Lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba, lloraba… Como buen triste, tras llorar, dormí.

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“Sin título” por Mauricio Ojeda (50x70 Tinta y Gouche sobre papel murillo)

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Me subí al autobús, sin saber que aquél iba a ser mi último viaje, mi último día en Santiago. Hubiera preferido haber sabido que nunca más volvería, pues así me hubiera despedido de mi familia, a la cual ya tenía bastante olvidada. En realidad, nada importaban mis padres, mis hermanos. Tampoco importaban mis compañeros, ni Laura. Todo ello quedaba en el olvido, aquel depósito sin fondo en el cual dejamos lo que no queremos, o lo que no nos sirve, que es lo mismo.

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***Ignoraba la hora del día, el tiempo e incluso si seguía vivo o no. No disponía de fuerzas, ni siquiera para moverme. Con los ojos fijos en aquel techo con la pintura descascarada y mohosa, realicé un esfuerzo sobrehumano con la finalidad de dirigirme al baño. Una grata sorpresa fue para mí cuando logré darme cuenta de que mis extremidades funcionaban a la perfección. Un alivio, pues, no podía estar muerto, como había conjeturado anteriormente. Al interior de aquel pequeño, reducido y pútrido baño, basándome en mis nece-sidades puntuales de aquel minuto, quise lavarme los dientes, pues, como usted bien sabrá señor lector, el hálito constituido sobre la base de la juntura de grandes cantidades de alcohol y de una dot-ación infinita de cigarros, era casi tan fuerte como el impacto de una bala de acero en pleno corazón. Miré de reojo el espejo, aquel opaco cristal, repugnante, amarillento. Además de esa tonalidad desagrad-able, las marcas de hileras de agua que alguna vez corrieron por efectos de la gravedad, lo adornaban por completo.

Coloqué el dentífrico sabor menta en el cepillo ya roñoso, cuando me miré, por vez primera desde hace ya mucho tiempo, al espejo. A simple vista, era igual. Aquella imagen idéntica pero invertida no me llamó la atención. No obstante, a medida que me lavaba la boca, no me era fácil ignorar el peso de los ojos de mi reflejado ser sobre mí. No podía dejar de pensar en aquel escudriñador malicioso, el cual buscaba intimidarme con el peso de sus ojos, que no eran mis ojos por cierto. Quise enfrentarlo levantando mi cara, mas no encontré nada, salvo un espejo ya café y una imagen difusa, y en el fondo de un estudiante de derecho que ya hace días que no se presentaba a clases. También vi un exánime sujeto que se cepillaba los dientes con vehemencia. Me reí, debo admitirlo. Creí que esa paranoica sen-sación de ser perseguido por ojos ajenos, era ridícula, por no decir absurda. Escupí el menjunje de saliva y dentífrico, cuando escuché una voz lejana y rasposa diciendo mi nombre lentamente. La llamada

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se vio complementada de unos leves golpes, similares a los de una piedrita golpeando un vidrio. Tal vez no un vidrio, sino un espejo.

El palpitar del corazón me trajo el recuerdo del galopar de los caballos que mi padre cuidaba en el sur. Los latidos aumentaban al paso de los segundos y la voz no cesaba. ¿Acaso me estaba volviendo loco? Levanté mi rostro una vez más, pero ahora no vi a un chico endeble, sino a un idealista y alocado joven provinciano que había sido enviado a Santiago para estudiar derecho, siendo su pasión las letras. En apariencia era igual al ser de en frente del espejo, mas sus ojos poseían una fuerza vital que parecía haberle sido secuestrada al más poderoso de los astros. Era un par de ojos vigorosos que logra-ban atravesar la tonalidad grisácea de aquel vetusto portal. ¿Me estaba enfrentando acaso conmigo mismo? No, no. Eran efectos de la resaca pensé, no era posible que el reflejo cobrase vida e intentase reivindicar su derecho a existir. Señor lector, no cometa mi error, y tome en cuenta el lenguaje de las imágenes invertidas, el sonido de los espejos melancólicos y dobles, pues, cuando ya ni usted soporta el caos de su vida, su cuerpo le intentará decir que cambie, a través de señales. Tal vez de ahí surja la autoflagelación. O también, puede que de esa grieta milenaria surja un reflejo perseguidor.

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***Cerré el libro, contento, pues ya lo había finalizado. Fuera el libro que fuera, la verdad es que ya no posee importancia. Algunas imágenes, a estas alturas trilladas, se me vienen a la mente, tales como el río del tiempo, el hombre como parte de un todo, la unidad del universo, etc. Mis pesados párpados se caían como rocas en un vaso. Apagué la luz e intenté dormirme. Aquel momento, anterior al sueño pero posterior a la vigilia, es magnífico: desahogo consciente de las vicisitudes de la cotidianidad asfixiante, imaginaba cuanta cosa quisiera. Imágenes reconfortantes se paseaban frente a mis ojos agotados, marchitos. En ese entonces, como todo joven, yo soñaba con cambiar al mundo. Anhelaba profundamente construir un país bien diferente de lo que ya existía. Tenía un sueño que me motivaba, un sueño que yo protegía cual se protege una estatua, un monumento o un museo.

De un momento a otro, desperté. Estaba con la mano izquierda en el aire, como si alguien me la hubiera estado sosteniendo, reci-tando una serie de versos, o palabras, que ya no recuerdo y que, si recordara, a nadie le interesaría, pues a nadie le podrían importar los balbuceos de un sonámbulo. Inquieto quedé pues nunca antes había tenido una experiencia similar, intenté despojarme de mi Yo una vez más (pretensión que ahora me parece absurda, pues cuando uno duerme realiza el más importante de los viajes internos), pero me fue inútil. Me remití a mis lecturas de aquella época y pude recordar unos versos de Borges que planteaban que el sueño era una muerte a diario y que la vigilia era un sueño en el cual soñábamos que no soñábamos. Interesantes ideas, pero no recomendables antes de irse a dormir, pues lo único que hacían era evaporar cualquier cansancio.

Estaba en un auto, conversando con una bella mujer. Era muy hermosa, casi como el invierno. No logro recordar muy bien cuál era la temática del diálogo, sin embargo, discutíamos acaloradamente. Ella era vigorosa y defendía con pasión su postura, casi siendo

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intransigente, pertinaz. Yo, como siempre lo he hecho, me dedicaba a observar, a escuchar su voz meliflua pero enérgica y, cuando ella se callaba, rebatía, pero no pacíficamente, casi gritándole. El tiempo fluía y fluía, a veces se detenía, pues había atochamientos. Más que un río, el tiempo es una autopista, pero no una autopista expedita y de buena calidad, sino que una carretera antigua, eterna, por la cual intentaban desplazarse los tiempos de todos. Se iniciaban en la nada y culminaban, como todas las cosas que creemos que valen la pena, en el infierno. No existían atajos, era una sola la carretera, rodeada por un paisaje extraño, violáceo y melancólico, más violáceo que nada. En esta ocasión, nuestros tiempos estaban detenidos, ávidos por avanzar, pero detenidos al fin y al cabo.

- Jorge, ¿por qué me vienes a hablar?- Porque estoy muerto. Tú también estás muerta. Te han destrozado con un hacha.

Un cadáver sangriento no es algo que se ve todos los días. Supe de inmediato que era un sueño, o creí saber que era un sueño. Supe que no sabía, y que sólo lo creía, cuando me desperté e intenté gritar vanamente pues abría la boca y no emitía ningún sonido. Trémulo, me aferré a las sábanas mientras sentía cómo el cuerpo me bullía, cómo la sangre parecía hervir, cómo pequeñas burbujas de muerte me recorrían el cuerpo. La muerte habitaba en mi boca en ese momento. Pude gritar por fin, gritar como lo hacen los hombres libres, no los que siempre lo han sido, sino como los esclavos que han podido romper las cadenas, como los que han logrado afrontar al mismo demonio y vivir para contarlo. El grito había sido tan fuerte que había roto el encantamiento. Sabía que me encontraba en mi hogar. Sabía que me encontraba en mi habitación, consumida por la oscuridad. Sabía que me encontraba acostado, no queriendo moverme siquiera un centímetro. Respiré hondamente, intentando calmarme y seguí durmiendo, una vez tranquilo.

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Desperté una vez más, en el patio de mi hogar. Hacía mucho frío. Nunca me había sentido tan indefenso en mi vida. El pasto estaba mojado, yo también, pero no me preocupaba aquello, sino que me encontraba inmóvil, no al estilo de una roca inerme, sino que estaba siendo digerido lentamente por el suelo. Me estaba tragando la tierra. Por fin estaba volviendo a ser uno con el mundo, uno con el todo. Por ese entonces, yo todavía creía en el alma. Creía que al morir, nuestro espíritu lograba escapar de la cárcel corporal y emerger hacia los cielos. Lo recuerdo y, mientras transcribo estas palabras, río, no porque me esté feliz, sino que con desdén, con desprecio, por las creencias idiotas que puede llegar a tener la gente. El punto es que mientras era consumido por la tierra fértil, creía que mi alma abandonaba mi cuerpo y que después me transformaría en algo, tal vez en un árbol, o si no en un ave. Evoqué, una vez más, al maestro Borges, gracias a quien logré percatarme de que aquella experiencia no era más que un intrincado sueño: primero leía a Borges en ese entonces como quien lee la biblia a diario, por lo cual, no vivía en un mundo aparte, sino que el sueño se regía por la misma autopista temporal por la cual mi vida transitaba. Segundo, Borges planteaba que lo que le sucede a un hombre les sucede a todos los hombres. De todas las personas que conozco, por muy deleznables que sean, jamás había escuchado algo así. Ni en las empolvadas enciclopedias, ni en los vastos manuales de historia aparecía algo similar a un patio que fagocitara a un hombre. Cerré los ojos.

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Abrí la puerta y era un salón repleto de espejos. ¿Acaso una canti-dad inmensurable de espejos, o uno sólo, infinito y perfecto como una esfera? Me vi a mí mismo serializado. Una y otra vez mi ser se creaba y se destruía en frente de mis débiles ojos. Ver aquel extraño espectáculo me dejó sin habla, sordo del oído izquierdo, manco, cojo. ¿Era el juego de los espejos amantes? Una vez más me fui destruyendo, lentamente. Quería correr, pero no podía. La razón: de algunas lecturas, había adquirido la idea de que todo escritor debía soportarlo todo, absolutamente todo. Como aspirante, bastante mediocre, a poeta, quise soportar el flagelo físico de la reflexión infinita, mas los espejos fracturaron mi persona y lo atraparon en cárceles imaginarias durante tiempos imaginarios.

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***¿Cuál es el precio del oficio literario? Era la pregunta que me aque-jaba por aquel momento. Durante esos grises días yo tenía diecisiete años y confiaba todavía en que un mundo mejor podía ser posible. Claro, como todo joven, esa convicción me había definido desde siempre, no obstante, por aquellos años, yo ya había dejado de creer en la lucha revolucionaria y solamente creía en las utopías reales, en aquellas que sí se pueden construir, es decir, en las obras de arte. No tengo claro si la mimesis que planteara Aristóteles fuera ejercida por la literatura, en base al mundo. Yo creo que el mundo imita a la literatura, pero no toma moldes, sino que plagia des-caradamente, hasta el más mínimo detalle, hasta la más retorcida y bizarra imagen que pueda construir algún escritor. Puede que ahí haya radicado mi postura sobre escribir. Entonces, pongamos que el precio del oficio literario es aceptar el compromiso ético que uno tiene al momento de la creación. Pongamos también que la misión número uno de aquellos valientes hombres que se dediquen a la lit-eratura, es destruirla, para fundirla con un mundo real que también es nuestra labor destruir, para que de las ruinas emerja ese mundo quimérico que tanto queremos. Como usted bien se habrá dado cuenta, señor lector, yo era demasiado joven, demasiado inocuo, casi tonto, por lo que en vez de escribir y plasmar en letras lo que veía en el mundo, lo acumulé en mi cerebro. Quién iba a decir que un día todas mis creaciones se rebelarían en mi contra, atacándome en mi punto más débil: mi subconsciente. La verdad es que los sueños sí son adversos, pues no sólo le permiten a uno realizar una introspección efectiva, sino que implica la confrontación de tu ser con tus objetivos irrealizables o con tus frustraciones. Hoy, dudo si escribo, si no escribo, a quién me dirijo. Pero es requisito del oficio dudar, incluso de la existencia propia, así que creo que no es un impedimento muy serio.

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Caminando por una ciudad anónima (como lo son todas las ciu-dades, al fin y al cabo) doblé una esquina. Al doblar la esquina, mientras caminaba, sentía, o creía sentir, que estaba descendiendo, pero no era yo quien descendía, sino que era la vereda, la cual en realidad, evidentemente, no bajaba. Me detuve un momento para prender un cigarrillo e intentar comprender el bizarro fenómeno geográfico del hundimiento urbano. Caminaba al lado mío una per-sona sin rostro a la cual interrogué, desesperadamente, en busca de una respuesta. Ignoro si habrá tenido oídos para oír a un solo individuo, o bien, si era sordo, ciego, mudo, alegre. El hecho es que siguió caminando, con el mismo rumbo, con el mismo paso acel-erado. ¡Qué curioso y qué extraño! Lo atisbé un momento para ver dónde iba, sin embargo, había desaparecido. Su desvanecimiento me hizo darme cuenta de que en la ciudad nadie existe, ni siqui-era los ciudadanos, pues habitar en una urbe implica renunciar a tu existencia, implica vivir una vida impropia, cómoda, pero impropia finalmente. Ese anonimato urbano, enfermedad que había conta-giado ya a todas las metrópolis, era la destrucción del individuo. La aparente calma que había alcanzado se derrumbó en un solo instante, casi tan rápido como se destruye el coraje, al ver como la calle terminaba en un acantilado, por el cual se lanzaba la gente, y se desintegraba al saltar. Obviamente, salté.

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El último sueño de la noche (lo recuerdo bien, porque mi padre me gritó que guardara silencio) fue de breve duración y dudo, verdade-ramente, que alguna carga simbólica haya tenido: me encontraba, encima de una vieja carabela española, navegando por un maloliente mar de mierda viscosa y oscura. Llegado a un punto, en medio de ese infinito océano de excremento, anclé el barco y salté, ya no recuerdo si con el propósito de matarme o no. Sólo puedo rescatar dos cosas de esto: (1) Busco algún psicólogo competente, que me ayude a esclarecer el contenido bizarro de esta proyección extraña e incoherente. (2) Ignoro si morí, o si hasta el día de hoy, me encuentro zambullido en esos peculiares mares.

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