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Los Cuadernos de Cine TAMBIEN BEN-HUR SE LLAMABA ESCARLATA Manuel González Cuervo S i Terenci Moix opina en sus chismosas y por tanto instructivas Hollywood Sto- ries que la heroína más idónea para des- garrarle la camiseta a Brando en Un tran- v llamado Deseo no es la patética Blanche Du Bois de Kazan que le valiera a Vivien Leigh su segundo Osear sino la que hubiese podido inter- pretar Montgomery Clift en la escandalosa versión que, gracias a Dios, nunca se atrevió a estrenar Tennessee Williams ni a rodar cualquier Joseph Losey, puede que entonces no resulte más desca- bellado sostener la estrambótica idea (en desagra- vio, además, de la única e indiscutible Escarlata O'Hara -tengamos en cuenta que la Taylor, con su afición por los dramas de Williams y su poco aprecio hacia Monty, sólo tenía en 1939 siete os; que la Stanwyck, también como posible ri- val de la Leigh, cumplía ya por aquellas chas 32 temperamentales primaveras y que la Hayward nunca se hubiera molestado en disimular el delator iento a coñac con un todavía más sospechoso trago de colonia Cheautard' s-) de que las-insólitas calamidades padecidas por el apuesto pero trai- cionero príncipe Judá Ben-Hur y por quienes, me- nos nobles, nacimos con mucho retraso para asis- tir al no menos retrasado estreno de Lo que el viento se llevó pero con tiempo suficiente pa ver en su momento y en lugar de los desplantes de Escarlata los otros más sutiles desplantes de Ben-Hur, origeh de las peligrosas y despechosas tretas de Mesla en la carrera de cuádrigas de Antioquía, hubiesen mejorado mucho en el su- puesto caso de I que Lewis Wallace, militar, diplo- mático y literato, no hubiese llegado donde nunca se atrevió a llegar Tennessee Williams con lo que así William Wyler le habría podido encomendar el papel a Vivien Leigh en lugar de a Charlton Hes- ton. Porque aún siendo ambos dos solemnes, arro- gantes y vigorosos actores espectaculares; épicos tirando a míticos, siempre apoteósicos y exalta- dos; dos profesionales a prueba de escaramuzas navales, causas importantes, incandescentes arre- boles de estudio, pútridas enrmedades innom- brables, maquetas minuciosas, cavanas de es- clavos, pavorosos incendios, suntuosas mansio- nes, misterios del Rosario, retumbantes juramen- tos, prostíbulos refinados, grúas gigantescas, jar- dines modernistas, trucajes inexplicables, entra- das triunfales, guerras civiles, innumerables ex- tras, orgías paganas, inabarcables planos genera- 24 les, tremendas explosiones, escaleras aparatosas, experimentos cromáticos, competiciones olímpi- cas, multitudinarios bailes benéficos, arrebatado- res violines, paradas militares, colosales decora- dos de ctón-piedra, partos diciles, trompeterías atronadoras, sermones de la montaña, complica- das transparencias o abisales mazmorras; lo cierto es que Charlton Heston no es como Vivien Leigh y sin embargo a Ben-Hur, que por lo visto sólo amaba a su madre y a su hermana, le lta poco para llegar a ser Escarlata, enamorada únicamente de Tara. Madre, hermana y Tara caen en poder del invasor y el príncipe valiente y la sudista ca- prichosa, ambos vengativos, aviesos y cculado- res, no vacilan en urdir los más sibilinos planes reparadores: desde dar el espectáculo en pleno cuto misterio doloroso hasta trabajar y hacer trabajar sin descanso para aprovecharse de la ne- cesidad de soldados hambrientos, venderse al enemigo, casarse con el vulgar pero rico preten- diente de la hermana, robar y matar a cualquier insolente yanki entrometido, despreciar los stos y placeres imperiales, destrozar esperanzados co- razones, explotar a presidiarios por resultar más baratos que los negros y, ya el colmo, vestirse de señorita cortadora de magnolias a la luz de la luna para trastornar a Clark Gable o bien desnudarse en plan hercúleo y velludo galeote para engatusar al infeliz tribuno Quinto Arrio sorprendiéndole de tal guisa, con nocturnidad y alevosía, en su cama- rote privado. Fuera de estos tres casos que, con generosidad y sin tener en cuenta que Ben-Hur pertenece a la septuagésimo segunda generación después de Adán, podrían calificarse de atávicos, su verbo

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Los Cuadernos de Cine

TAMBIEN BEN-HUR

SE LLAMABA

ESCARLATA

Manuel González Cuervo

Si Terenci Moix opina en sus chismosas y por tanto instructivas Hollywood Sto­ries que la heroína más idónea para des­garrarle la camiseta a Brando en Un tran­

vía llamado Deseo no es la patética Blanche Du Bois de Kazan que le valiera a Vivien Leigh su segundo Osear sino la que hubiese podido inter­pretar Montgomery Clift en la escandalosa versión que, gracias a Dios, nunca se atrevió a estrenar Tennessee Williams ni a rodar cualquier Joseph Losey, puede que entonces no resulte más desca­bellado sostener la estrambótica idea (en desagra­vio, además, de la única e indiscutible Escarlata O'Hara -tengamos en cuenta que la Taylor, con su afición por los dramas de Williams y su poco aprecio hacia Monty, sólo tenía en 1939 siete años; que la Stanwyck, también como posible ri­val de la Leigh, cumplía ya por aquellas fechas 32 temperamentales primaveras y que la Hayward nunca se hubiera molestado en disimular el delator aliento a coñac con un todavía más sospechoso trago de colonia Cheautard' s-) de que las-insólitas calamidades padecidas por el apuesto pero trai­cionero príncipe Judá Ben-Hur y por quienes, me­nos nobles, nacimos con mucho retraso para asis­tir al no menos retrasado estreno de Lo que el viento se llevó pero con tiempo suficiente para ver en su momento y en lugar de los desplantes de Escarlata los otros más sutiles desplantes de Ben-Hur, origeh de las peligrosas y despechosas tretas de Mesa'la en la carrera de cuádrigas de Antioquía, hubiesen mejorado mucho en el su­puesto caso de I que Lewis Wallace, militar, diplo­mático y literato, no hubiese llegado donde nunca se atrevió a llegar Tennessee Williams con lo que así William Wyler le habría podido encomendar el papel a Vivien Leigh en lugar de a Charlton Hes­ton.

Porque aún siendo ambos dos solemnes, arro­gantes y vigorosos actores espectaculares; épicos tirando a míticos, siempre apoteósicos y exalta­dos; dos profesionales a prueba de escaramuzas navales, causas importantes, incandescentes arre­boles de estudio, pútridas enfermedades innom­brables, maquetas minuciosas, caravanas de es­clavos, pavorosos incendios, suntuosas mansio­nes, misterios del Rosario, retumbantes juramen­tos, prostíbulos refinados, grúas gigantescas, jar­dines modernistas, trucajes inexplicables, entra­das triunfales, guerras civiles, innumerables ex­tras, orgías paganas, inabarcables planos genera-

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les, tremendas explosiones, escaleras aparatosas, experimentos cromáticos, competiciones olímpi­cas, multitudinarios bailes benéficos, arrebatado­res violines, paradas militares, colosales decora­dos de cartón-piedra, partos difíciles, trompeterías atronadoras, sermones de la montaña, complica­das transparencias o abisales mazmorras; lo cierto es que Charlton Heston no es como Vivien Leigh y sin embargo a Ben-Hur, que por lo visto sólo amaba a su madre y a su hermana, le falta poco para llegar a ser Escarlata, enamorada únicamente

de Tara. Madre, hermana y Tara caen en poder del invasor y el príncipe valiente y la sudista ca­prichosa, ambos vengativos, aviesos y calculado­res, no vacilan en urdir los más sibilinos planes reparadores: desde dar el espectáculo en pleno cuarto misterio doloroso hasta trabajar y hacer trabajar sin descanso para aprovecharse de la ne­cesidad de soldados hambrientos, venderse al enemigo, casarse con el vulgar pero rico preten­diente de la hermana, robar y matar a cualquier insolente yanki entrometido, despreciar los fastos y placeres imperiales, destrozar esperanzados co­razones, explotar a presidiarios por resultar más baratos que los negros y, ya el colmo, vestirse de señorita cortadora de magnolias a la luz de la luna para trastornar a Clark Gable o bien desnudarse en plan hercúleo y velludo galeote para engatusar al infeliz tribuno Quinto Arrio sorprendiéndole de tal guisa, con nocturnidad y alevosía, en su cama­rote privado.

Fuera de estos tres casos que, con generosidad y sin tener en cuenta que Ben-Hur pertenece a la septuagésimo segunda generación después de Adán, podrían calificarse de atávicos, su verbo

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amar no admite otros implementos aunque se em­peñen durante toda la película en demostrarnos lo contrario. Ciertamente es más pesada la O'Hara intentando convencernos de que no puede vivir sin su primo Ashley. Más discreto el de Hur, en cambio, apenas se esfuerza en insinuarse ante su dulce y tierna esclava Esther a quien concede la libertad con el único fin de que más tarde actúe de

· mediadora milagrera y con la que intercambiapromesas sin ninguna convicción, por mucho queella se luzca con frases maravillosas: Cuando era

tu esclava -le viene a recitar con inútil embeleso en un romántico atardecer- me sentía libre y ahora que me haces libre, me siento tu esclava. Pero ni el primo ni la esclava significan gran cosa para quienes, vanidosos e interesados, más que amar les gusta ser amados y aún más, traicionar a quien los ama; lo que quiere decir que no les basta con quererse a sí mismos hasta el agotamiento sino que también necesitan un amante celoso, primero, de Ashley y Esther, y segundo, de ese amor que ellos mismos se autoprofesan y que con tanta cautela saben disfrazar de Tara, madre y hermana. Rhett Butler y Mesala hacen entonces su aparición.

Se sabe que todos los aspavientos que incesante e infructuosamente derrocha el desdichado Mesala no valen lo que una rotunda alzada de cejas de Rhett Butler mientras saborea un grueso habano, esboza su sonrisa inefable y sostiene un abanico de naipes. También es de sentido común que John Wayne maneja mejor las bridas que Gable, que Bogart le gana en la forma de agarrarse desespe­radamente a una botella y que nadie sabe invitar a las chicas a bailar tan bien como lo hace Henry

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Fonda en Pasión de los fuertes. Pero como Rhett es indiscutiblemente el mejor a la hora de prender una flor en el ojal, subir las escaleras borracho, despechugado y con una mujer en brazos, apo­yarse en el pasamanos, destrozar de una patada una puerta o elegir del ropero de su esposa un vestido apropiado para una determinada fiesta; es inútil que Mesala estruje su limitado talento lírico cuando en lugar de entrenarse como auriga o en el manejo del látigo y en vez de ejercitar su puntería con vistas a un poético lanzamiento de lanzas o de

mantenerse al tanto de los últimos y más sofisti­cados modelos de cuádrigas griegas, lo que debe­ría de haber aprendido es a estrellar oportuna­mente un vaso de whisky en un chabacano retrato al óleo de Escarlata. Conque lógicamente, Mesala lleva todas las de perder después de que el judío, pretextando lo de siempre, se niegue a secundar sus planes de los que los regalos, abrazos, brindis, miradas y lanzas del encuentro habían supuesto tan sólo un anticipo.

El único pecado cometido por Rhett, a pesar de no conocer ni importarle más causa que la suya, igual que Escarlata, es un error tan comprensible y disculpable como tremendo y del que encima es consciente. Mucho relámpago de los mares y mu­cho decir que Dios proteja al que realmente se enamore de Escarlata y es él quien termina loca­mente enamorado de la irlandesa presumida, de­jado de la mano de Dios y a merced de sus desde­nes y zalamerías. Menos mal que Rhett sabe triun­far donde Mesala, y no digamos Quinto Arria, fracasan estrepitosamente: el aventurero se ríe de Escarlata con cínica elegancia (¿Ha empezado ya la guerra?, o bien: Sé lo mucho que este anillo

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significa pará usted) y le desbarata sin esfuerzo sus estudiadas representaciones, ya obligándola a abandonar su expresión de señorita remilgada, ya descubriéndole su aliento a coñac o sus manos de destripaterrones; siendo como es mucho mejor ac­tor que ella, cosa que demuestra al dejarla plan­tada con carro, negra, Melania y niño y al simular la borrachera la noche dei Ku Klux Klan. Lo mismo que reconoce sus méritos y exclama ¡Qué gran mujer!, es también capaz de imponerse cuando la ocasión lo requiere y obligarla a cumplir sus deberes de esposa o a acudir a la fiesta de Melania, pidiéndole luego disculpas (Estaba muy borracho y trastornado por tus encantos) para llevarle acto seguido la contraria poniendo a su hija el nombre de Bonnie en lugar de Eugenia Victoria. Sabe ser agudo y lúcido si Escarlata escucha tras la puerta (En el Sur sólo tenemos algodón, esclavos y arrogancia) y sabe a su vez escuchar sin ser visto cuando Escarlata se suelta la melena melodramática con Ashley, no le im­porta pagar 150 dólares en oro por bailar con ella y sin embargo le niega los 300 que hacen falta para salvar a Tara y, por fin, aparte de tener amigas tan insustituibles como Belle con las que cambiar im­presiones y consolar reveses, sabe elegir el mo­mento y la forma más oportunos para proponer matrimonio o abandonar la escena definitiva­mente.

Ni el torpe de Mesala ni nosotros pudimos lle­gar a sospechar, allá cuando Ben-Hur aún no tenía nada que ver con la nostalgia, que el verdadero nombre del príncipe judío era Escarlata. Tuvieron que venir amigos como Rhett Butler a decirnos que las mujeres, excepto Belle, son traidoras, hi­pócritas y crueles para que cayésemos en la cuenta. Algunos, los viejos cinéfilos, cayeron a tiempo; nosotros, un poco tarde y Mesala, nunca. Así se explica la osada equivocación del romano al enfrentarse a Escarlata con sus mismas armas, condenándola a galeras, encerrando para siempre a sus dichosas madre y hermana e intentando des­cuartizarla bajo las· ruedas de su cuádriga; tra­tando de ser en definitiva todavía más cruel, trai­dor e hipócrita que ella y consiguiéndolo con la providencial ayuda de una teja desprendida por casualidad justo encima de la cabeza del procura­dor imperial Valerio Grato.

Los viejos cinéfilos, y que el amigo Nacho Gra­cia me perdone, no tuvieron estos problemas y disfrutan ahora con nostalgia de la enésima repo­sición de la saga sudista; nosotros tardamos algún tiempo en amar a Howard Hawks y Mesala, como era de esperar por su error, no tuvo más consuelo que revelarle a Escarlata la trágica verdad sobre su madre y hermana ... antes de morir vergonzo­samente derrotado en la arena del circo.

Tengo aquí delante un album de 216 cromos a todo color de las más destacadas escenas de Ben-Hur, completado el 25 de febrero e de 1961, que hojeo con nostalgia de vez en cuando para no olvidar la lección.

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NUEVO VIAJE AL PAIS DEL VIENTO

José Ignacio Gracia Noriega

e on la periodicidad de los monzones, con la fuerza narrativa del viento, retorna esta vieja saga sudista donde se nombra lo que se llevó el viento en su paso alu­

cinado por el viejo y profundo solar del Sur. Se fueron con él las fiestas y los trajes brillantes, «Los tres Robles», y muchas familias, todo·lo que amaba Ashley Wilkes, y Tara hubo de ser recons­truida desde las raíces de la tierra. «Lo que el viento se llevó», el film más taquillero del mundo, lo que no es poco, ahora se está convirtiendo en el pilar fundamental de la nostalgia. Cuando la cá­mara muestra en un picado a Clark Gable. son­riente y con toda la experiencia del aventurero en sus ojos, acodado en el arranque de la escalera como si estuviera en la barra de un bar, algunos espectadores, los más sensibles, rompen a aplau­dir. Aplauden al viejo y entrañable Gable, al mí­tico Rhett Butler, y a la escalera. Pues «Lo que el viento se llevó» es la historia de una escalera. En ella (en la de «Los tres Robles») se apoya Gable cuando ve por primera vez a Scarlett O'Hara; por ella sube y baja Scarlett dando saltitos, rompiendo corazones a jóvenes lechuguinos y provocando las iras de sus novias. En la escalera de Tara, Scarlett mata a un merodeador yanky con el revólver que le había proporcionado Butler; y esa es la escalera por la que, subiéndola al regreso de Londres, Clark Gable le pregunta a Scarlett, que aguarda en lo alto: «La señora Butler, supongo», y Scarlett, pretendiendo agredirle, pierde pie, cae y aborta. Al final de la escalera hay un crepúsculo rojizo y Scarlett se dice: «Tengo que recuperarle. Lo pen­saré mañana».

Como en toda historia mítica, los personajes, las situaciones y los objetos, son arquetipos, y por lo tanto, se repiten infinitamente. Thomas Mit­chell, el viejo Gerald O'Hara, se desnuca al saltar su caballo una valla, persiguiendo a un capperbat­ger interpretado por Victor Jory, que para colmo había sido capataz de Tara y hombre de conducta moral más que dudosa: ¡un capataz convertido en el nuevo dueño de Tara!, ¿cómo iba a soportar tal ofensa la sangre irlandesa de Gerald O'Hara? Y años más tarde, saltando otra valla con su poney, muere su nieta y naufraga el matrimonio de Scar­lett y Rhett Butler. En la fiesta más brillante de Atlanta, el capitán Butler, celebrado como un hé­roe porque burlaba el bloqueo nordista para ven­derle a las damas puntillas francesas mientras los caballeros sudistas, lejos, se aprestaban para ser derrotados en Gettysburg, puja más alto que nadie