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Tan lejos de la última palabra José Alberto Gutiérrez

Tan lejos de la última palabra (fragmento)

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Tan lejos de la última palabra

José Alberto Gutiérrez

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Copyright © 2014 José Alberto Gutiérrez Todos los derechos reservados.

ISBN:1484884884 ISBN-13:978-1484884881

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A todos los que me hicieron ser lo que soy.

A mis padres, mis hermanos y a mis compañeros de viaje.

Especialmente, gracias a ti, por arriesgarte a nadar a contracorriente.

Se agradece lo bueno y se acepta lo malo, como estricta responsabilidad de uno.

… soy jardinero de mis dilemas

Jorge Drexler

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Volvió a repasar la idea. Realmente no era necesario; la tenía más que dominada, ya era parte de sí. Se imagino diseñando estrategias, midiendo tiempos y luego pensó “¿Por qué no?” Tomó una libreta y empezó a anotar. En una de las obligadas pausas, recordó uno de los sucesos que le habían ido llevando, casi de la mano, a elaborar su –para todos a los que se las había esbozado- loca propuesta. El caso tuvo cierta repercusión por la incipiente apertura de los medios electrónicos o tal vez, a su avasallante descubrimiento de lo benévolos que eran con el rating los sucesos de la nota roja, pertinente y discretamente sazonados con una pizca de amarillo. Los medios impresos ya habían desarrollado su labor, creando incluso productos para el consumo de la masa ávida de sangre. Respetables casas editoras de diarios “serios”, crearon pasquines a diestra y, ¿paradójicamente? siniestra. Escalofriantes imágenes con titulares no menos discretos que llamaban al morbo… y a las ventas. Sucedió en la Colonia Echeverría. La familia (tres hijas, la madre, una abuela y el padre), como muchas otras de la ciudad. Los hechos fueron

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descubiertos y las consecuencias trágicas. El jefe de la familia decidió que sus hijas (16, 12 y 9 años), además de ir a la escuela y ayudar a su madre en las labores del hogar, podrían muy bien echarle una mano a esta en el cumplimiento de sus obligaciones conyugales y comenzó (según las investigaciones de la desaparecida Procuraduría del Estado, desde que la mayor tenía 10 años) a visitar nocturnamente el cuarto de las niñas. Aparentemente, la madre se percató e hizo caso omiso, así, casi simultáneamente. El tiempo volvió costumbre las travesías que ya no se limitaban a la habitación, e incluso podían ocurrir en cualquier sitio de la miserable vivienda. Lo que causó la tragedia fue la denuncia de la abuela a una trabajadora social que acudió, fortuitamente, a la vivienda para afiliar a la familia a un novedoso y este si, efectivo programa de beneficios sociales (Básicamente, el abasto de leche –de dudoso valor nutricional- a precios subsidiados) Al empezar a indagar, la trabajadora social descubrió que el remedo de sultán, no contento con el menú de casa, salía frecuentemente a consumir, con el consentimiento o no de las

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otras partes, lo que el barrio le ofrecía. Dicha conducta era del todo desconocida de la madre que, indignadísima, decidió dar un escarmiento y poner fin a la trayectoria galanesca del esposo… asesinando, mediante un cuchillo de carnicero a las tres niñas, a su propia madre –por chismosa, declararía- e intentando cortarse la yugular. El hombre, devastado, ante la cama del servicio de Urgencias del Hospital Civil, solo atinaba a reclamar -¿Por qué?, ¿Por qué? La mujer salvó la vida y fue enviada ala penal. El tipo apareció muerto en los separos, abundantemente maltratado, con una fractura en el cráneo, tres costillas rotas y sodomizado con un tolete policial. La declaración oficial fue que el sujeto padecía desde tiempo atrás trastornos cardiacos y sufrió un infarto fulminante, tres días antes de ser trasladado nadie supo a donde. Desvaneció los recuerdos como exhalando el humo del cigarro que no había prendido y tomó otro trago de café. Frío. Imagino el mundo feliz huxleyano y se lamentó de la necesidad de que alguien tuviera que bokanowskyficar al país. Pero si era menester, habría que hacerlo.

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La mañana era clara, soplaba un ligero viento invernal que lograba colarse un poco, en las frías paredes del aula 17 del recinto escolar. Eran las siete menos cinco y 1973 agonizaba. No debía tardar. Se permitió divagar mientras esperaba, el café ya había perdido su carácter incendiario de paladares incautos y se dejaba dar pequeños sorbos. Su mente, hacia rato ya despierta, intentaba convencer al cuerpo de la urgencia de terminar de despertar. No le costó mucho trabajo. El jurista, pensador, filósofo y catedrático era un hombre de arraigadas costumbres y hábitos recalcitrantes, que a fuerza de rutinaria costumbre, habíanse tornado en tradiciones. -Buenos días, maestro. -Hola muchacho, como estas. -Bastante bien, gracias. ¿Usted como amaneció? -Bien también. ¿Leíste todo el material? Pasó saliva y un breve estremecimiento le recorrió las ideas. Esperó que el ilustre profesor no lo notara. –Si, por supuesto.

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Lo miró elevando los ojos por encima de la montura de sus anteojos de carey, escudriñando desde antes las verdaderas respuestas. -¿Y?, ¿que te parece? -Bien. La fundamentación está muy bien elaborada, los marcos conceptuales son todos pertinentes. En mi entender, la idea (parece que es una central, solamente) queda prolijamente descrita. -A ver, mi querido. No estoy esperando que me califiques. Las capacidades que me interesan de ti, no son las literarias. Doy por descontado que sabes redactar y analizar textos. Necesito tu enfoque de hombre de leyes. Su opinión profesional, abogado. -Maestro, me parece un proyecto bien cimentado, pero que se aleja bastante de nuestra idea occidentalizada y actual de Justicia. Por más técnica que le ponga (dudó en emplear esas palabras pero no localizó otras)… matar es matar. No hay modo que, jurídicamente, ello se justifique. Los conceptos de pena o castigo y crimen o delito, están sustentados históricamente y cimentan, con todas las fallas que seguimos tratando de superar, nuestra estructura como sociedad.

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-Nuestra estructura como sociedad. Concepto bonito… y vacío. Déjame decirte algo, mi joven amigo. Nuestra sociedad vale madres. Como se que debes entender, tu presencia esta mañana no obedece a ningún llamado de auxilio de mi subconsciente, no estoy buscando redención y mucho menos perdón por pensar las (para muchos) idioteces que pienso. Seguro conoces la teoría darwiniana de la evolución de las especies. Pues, como ciertamente debes haber leído ya, yo creo que la naturaleza se equivoca. El más “fuerte” no siempre es el más apto. El fuerte es quien encuentra las condiciones propicias o es capaz de allegárselas, no siempre por los mejores medios. Ese es el error. No estoy diciendo, con ello, que los “débiles” sean los que deban prevalecer. Es un tema de conceptos. Seguro estoy que “buenos” y “malos” carecen de muchísima fuerza ética y filosófica, pero juguemos con ellos. ¿Te parece? No espero la respuesta de Santana, dio otro sorbo a su café y siguió. -Cuando vas manejando y te pasas un alto, tú sabes que violentaste una regla. Quebrantaste la Ley. Está claro para todos que UNO NO SE PUEDE PASAR LA LUZ ROJA. Tú sabes que no

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puedes robar la cartera al comerciante deshonesto, aunque creas que se lo merezca. No puedes propasarte con una mujer, aunque su conducta o apariencia parezcan justificarlo. No puedes faltar a clases porque el maestro no llega a tiempo. No debes dar vueltas prohibidas, no puedes meterte en las filas. Cuando se incurre en esas conductas (que evidentemente son solo algunos incompletos y burdísimos ejemplos) estás violando la Ley. Ahora, multiplica esos, llamémosles “Momentos de Verdad”, por todos y cada uno de nosotros. Decisiones. Y casi siempre, erróneas. Eso, mi amigo, es el sustento de esa “sociedad” de la que hablas. Todos “decimos” que hay que cumplir las reglas, observar la Ley. Pero todos estamos siempre listos, para, a la primera oportunidad, romperlas. Si nos descubren, abundan los argumentos. Uno de los más comunes; “Todos lo hacen”. “No sabía que no se podía”, “no creo que sea tan importante”, “no pasa nada”, etc., etc., etc. Estamos atrapados en nuestro propio y mezquino juego. Una doble o múltiple moral dependiendo del momento, de los actores y por supuesto, si soy protagonista o espectador.

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El joven estudiante encendió un cigarro. Se disculpó de inmediato. -¿Puedo, maestro? -Preferiría que no, si me concedes el favor. Lo apagó de inmediato. El erudito lo observó con un dejo de impaciencia, como recriminándole la digresión e inquiriéndole si podía continuar. No esperó la respuesta. -Estamos en un torbellino de conductas desviadas, una vorágine de “pequeños” crímenes que, sin darnos cuenta (y aunque lo notemos) van minándonos de a poco. Nos estamos perdiendo o quizás estamos perdidos desde hace mucho. La inacción u omisión es igual de grave y requiere acciones perentorias. Entiendo la magnitud de lo que se plantea. Ahora requiero de tu capacidad de abstracción, de tu juicio objetivo y ¿por qué no?, un poco de tu benevolencia. Sé perfectamente que te ha quedado claro el concepto y la estructura, voy a ponértelo en palabras llanas. En concreto. Imagina conmigo. Aquel sujeto que, sabiendo (la autoconciencia de lo que esta bien y lo que esta mal es prácticamente innata y soporta incluso, los ambientes adversos, socialmente hablando, mas abyectos que tu y yo podamos imaginar. Evidencias sobran) que lo que hace o

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esta a punto de hacer es incorrecto y a pesar de ello, lo realiza, debe ser castigado. El tamaño de la falta es irrelevante por ahora. Definitivamente, se corre un riesgo y es el de “juzgar” mal. Entiendo cabalmente esto. Pero, sigue imaginando conmigo. ¿Que pasaría cuando, ejecutada la “sentencia”, los allegados, los cercanos y los espectadores, comprendan – ¡sin ninguna duda!- el motivo? La idea es generar un reflejo condicionado (pavloviano, si quieres, pero efectivo): A fulano lo mataron por andar haciendo mal. Ese, mi buen amigo, es el reto. Elegir. Estudiar. Y lo más importante… actuar. Y bien. El joven Pablo no pudo evitar contemplar la idea de dejar al profesor hablando solo y salir, solo para convencerse que significaría su fin, académica y tal vez, literalmente. -¿Ha imaginado que implementar esta teoría o mecanismo sería sumamente peligroso? -Muchacho, estamos a punto de embarcar, desde un puerto sumamente inseguro y a punto de desplomarse, hacia aguas turbulentas y no contamos con ninguna, enfatizo, ninguna garantía de regresar a salvo. Nuestra única

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brújula es nuestra inclaudicable voluntad de hacer lo necesario, lo correcto.

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Rom aceleró. La mentada fue en automático. La repitió por el retrovisor, solo con los ojos. Tomó la Calzada y aceleró aún más. La gritería fue unánime: -¡Ora, baboso, no traes animales! Él solo atinaba a asirse con fuerza del final del tubo, cuyo principio se bamboleaba tétricamente sobre las cabezas de los que, ingenuos, intentaban sostenerse del oxidado pedazo de fierro. Mientras, Romualdo García (el ROM, pa’ los cuates) prendía el cuarto cigarro de la vuelta. Ya lo habían multado tres veces y suspendido dos días por lo mismo, pero el no era ningún dejado, no. En la siguiente parada, subieron dos señoras, un viejito y un muchacho con su morral. Este estaba primero, pero dejo que subieran las mujeres y el anciano, así que le tocó viajar casi volando, apenas en el estribo. Como la ruta donde ROM trabajaba estaba amparada, sus operadores no se sentían obligados a viajar con las puertas cerradas. Poco importaba que el amparo que los dirigentes

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habían tramitado y logrado fuera para otra cuestión. (Eran de las pocas rutas que podían competirle al Metrobus) Lo inevitable parecía cada vez más inevitable. Se arrimó hasta la puerta delantera como pudo y alcanzó a decir antes del frenón que casi lo estampa contra el parabrisas delantero: -Amigo, cierre la puerta. Se le va a caer el chamaco. -Pos pa’ que se suben si ya no caben. Además, ¿tú que? ¡Mendigo metiche! ¡No te metas en pedos ajenos! Fue como una señal para accionar algún mecanismo turbo cargado de “oravasavercomosilotiromecae”… y lo logró. En una de las vueltas (prohibidas, ¿hay de otras?) el chamaco cayó. No fue un gran golpe pues El Rom alcanzó a frenar y solo fue el catorrazo. Lo malo fue que al querer levantarse y volverse a subir, Rom no lo vio (bueno, no vio ni siquiera cuando se cayó) y todo se juntó. El joven no calculó el brinco hacia arriba y volvió a caer, justo cuando la unidad reanudó su marcha. Su pierna derecha se enredó en la llanta.

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Cuando el camión se detuvo, cuatro cuadras adelante, Rom solo dijo:-¡y luego dicen que siempre es culpa de uno! y recogió el dinero, sus cosas y algunos papeles para, hasta eso sin mucha prisa, simplemente huir. El escenario no le era del todo desconocido. De hecho, acababa de romper el record de la ruta e incluso de la ciudad, en accidentes fatales: seis. Cuando llegó a un teléfono, tomó un poco de aire antes de marcar al delegado. No supo por donde le llegó el golpe. Atontado, sacudiendo la cabeza para despejarse, iba a abalanzarse contra su agresor. Lo detuvo en seco el cañón del arma entre sus ojos. -¿Qué traes, pues compa? ¡Ya estuvo! ¿Quién eres o que pedo? -¿No te dije que le cerraras? -Ah, ¡eres el pinche metiche! Pos no le cerré ¿y que? ¿Me vas a quebrar? Haz de ser muy cabron, güey! -Solo dime algo: ¿que sienten? ¿Qué no son gente también? ¿Nunca andas en camión? -¡Que te valga madre, pendejo! ¡Así soy de cabrón! ¿Cómo ves?

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Romualdo García (a) El Rom, con seis muertes en su haber, infinidad de infracciones, las más graves por “trabajar” bajo la influencia del alcohol y en dos ocasiones de drogas, 42 años, padre de tres hijos, con ingreso a la línea en el ’97, nunca creyó que le iban a disparar y por las causas que lo harían. Murió equivocado.