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Libro sobre el Teatro Opera Citi. Desde sus orígenes hasta su actual restauración. Realizado para el Citibank Fotografía y restauración: Rodrigo Vergara
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Orgullo de los argentinos
En los últimos años, en Citi tomamos un fuerte compromiso con el arte y la cultura, convencidos de la importancia funda-
mental de estas expresiones en la vida de la comunidad.
Nuestra convicción de posicionar a Citi en el mundo de la cultura tuvo dos pilares fundamentales: por un lado, asumimos
que la mejor manera de impulsar proyectos de artistas argentinos es dándoles apoyo a las distintas organizaciones y
muestras que promueven sus trabajos; asimismo, en el mundo del espectáculo deseamos jugar un rol esencial para que
los artistas argentinos muestren su talento escénico, con producciones internacionales del mismo nivel que en los mejo-
res escenarios del mundo.
Dentro de ese contexto, decidimos desarrollar una iniciativa que permitió poner en valor al Teatro Opera, para devolverle
el brillo de los años 30 y lucir su encanto Art Déco, al sumarle la mejor tecnología actual y rescatar una fachada única de
gran belleza.
El Teatro Opera Citi es hoy, nuevamente, uno de los escenarios más importantes del mundo, para el orgullo y disfrute de
todos los argentinos.
Juan Bruchou
Presidente de Citi Argentina03
Indice
El escenario de los grandes acontecimientos, por Mirtha Legrand
Un palacio de ensueño, por Pablo Sirvén
Vivencias de un espectador especializado, por Ernesto Schoo
Una dinastía coronada de estrellas, por Susana Freire
El guardián de la sala, por Olga Cosentino
Hacia el nuevo milenio, por Emanuel Respighi
La restauración de un clásico, por Martín Wain
Créditos y agradecimientos
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El escenario de los grandes acontecimientos
El teatro Opera es testigo de una Buenos Aires señorial, lujosa y de buen gusto que hoy cuesta reconocer. Vi allí películas
maravillosas y espectáculos en vivo de esplendor sorprendente, como la presentación de Marlene Dietrich, que me im-
pactó muchísimo, con su vestido pegado al cuerpo, cubierto por un tapado.
Don Clemente Lococo era un perfeccionista que concibió salas impecables, con acomodadores uniformados. Hasta llegó
a perfumar la vereda del Opera con un dispositivo que trajo de los Estados Unidos, donde estaba bien conectado con las
principales compañías de cine. Era muy buen anfitrión y siempre nos invitaba a un grupo de amigos a ver películas en el
Petit Opera, antes de sus estrenos.
La gran sala tiene un recuerdo imborrable para mí: el estreno de La cigarra no es un bicho, film en el que actué como
parte de un elenco descomunal. El teatro se vino abajo cuando Cacho Fontana nos presentó y saludamos al público desde
su escenario.
Frecuentar el teatro Opera fue, es y será siempre un gran acontecimiento.
Mirtha Legrand11
Por Pablo Sirvén
Un palacio de ensueño
Esplendor, leyenda y modernidad resumen los valores del teatro Opera, faro del espectáculo local que ilumina los gran-
des momentos de esparcimiento de los argentinos desde hace 140 años.
Su mágica historia de aplausos, risas y lágrimas, películas inolvidables y actuaciones colosales que ya atraviesa tres siglos
merecía ser contada y eso haremos (y mostraremos) a lo largo de este libro.
Desde la Gran Aldea, con sus carruajes y vida apacible hasta estos tiempos urgentes de tecnología apabullante, redes socia-
les y espectadores desprejuiciados, el Opera no cambia y siempre es fiel a sí mismo: distinción, excelencia, monumentalidad.
Orquestas y ballets de exquisita calidad y las mejores comedias musicales de todos los tiempos tapizan su fantástica
cronología de emociones y fantasías.
El ahora teatro Opera Citi es sinónimo de alegría y asombro, destino inevitable de las mejores expresiones del arte
escénico de los cinco continentes, figuras legendarias de todos los tiempos que vivamos y aplaudimos de pie. En la
penumbra de su sala, en contraste con el resplandor de su escenario, somos y seguiremos siendo felices sin distinción de
edades por sus sorprendentes y renovadas propuestas.
FOTO DERECHA. Frente del edificio después de la primera refacción
14
Nuestra muy porteña calle Corrientes comenzó a latir a puro ritmo del varieté cuando Buenos Aires aún se desperezaba
de su larga siesta pueblerina. El epicentro de esa fuerte impronta artística de calidad, se aposentó primero que nada en
esa calle todavía angosta, entre Suipacha y Esmeralda.
En un amplio terreno, propiedad de Carmen Díaz Vélez de Cano, comenzó la epopeya del Opera, que abarcó sucesivamen-
te distintos edificios y reformas de avanzada para sus respectivas épocas. El arranque no fue el más auspicioso: en cuanto
comenzaron las excavaciones estalló la peste de fiebre amarilla que dejó un saldo de más de 13 mil víctimas y un éxodo
masivo hacia las afueras de Buenos Aires.
Pero contra viento y marea las obras se terminaron gracias al tesón del empresario Antonio Pestalardo y el teatro que-
dó listo para competir con el Politeama y el viejo Colón, ubicado frente a la Plaza de Mayo. El puntapié inicial fue el 25
de mayo de 1872, en coincidencia con la fecha patria, y en el programa inaugural se representó la Opera Il Trovatore,
de Giuseppe Verdi, en una función no muy concurrida ya que aún persistía la psicosis por la fiebre amarilla y no pocas
familias todavía preferían mantenerse lejos de la ciudad.
Pero “la Opera” (por muchos años se la llamó así, en femenino), como Buenos Aires, sufrirá transformaciones imponentes
en los siguientes años. En 1880, Pestalardo se alejó del teatro y tomó su control Roberto Cano.
De su fachada original, de estilo italiano, obra de Ernesto Landous, años más tarde evolucionó hacia una fachada bien
francesa, cuando el belga Jules Dormal (uno de los constructores del Teatro Colón) le dio su impronta.
El inminente siglo XX, de los grandes inventos, ya se asomaba en el horizonte y brindaba un toque de modernidad al con-
vertir a la sala en la primera de América latina dotada de una usina propia generadora de electricidad.16
Un palacio de ensueño
Estilo francés con la impronta de Jules Dormal
17
El primer edificio, de estilo italiano, fue ideado por el empresario Antonio Petalardo e inaugurado en 1872, en una zona porteña que nadie imagi-naba como el futuro centro del espectáculo y el entretenimiento. Luego se reconstruyó ante la llegada del Siglo XX
No todo fue lírica; también hubo bailes de carnaval, galas solemnes, agasajos a embajadas y hasta muy concurridos tés.
Si en la platea se podían avistar a espectadores de la talla de Domingo Faustino Sarmiento o Julio Argentino Roca, a su
escenario se subían verdaderos portentos como los cantantes Enrico Caruso o Titta Ruffo, o el gran violoncelista Arturo
Toscanini, en su calidad de director de orquesta, sin olvidar que para el estreno de Manon estuvo presente nada menos
que su autor, el gran Giaccomo Puccini. Glorias mundiales como la célebre actriz dramática Sara Bernhardt o la mítica
Mistinguette se pasearon por su escenario porque con el paso de las temporadas y, al afianzarse el nuevo Teatro Colón, a
partir de 1908, el repertorio de la sala empezó a virar hacia comedias, dramas y espectáculos de variedades.
Florencio Parravicini hizo reír hasta sus cimientos, en tanto que Enrique Santos Discépolo la envolvió con sus célebres y
poéticos tangos, cantados por Tania, su compañera de la escena y de la vida.
El progreso determinó que el viejo Opera fuese demolido cuando la picota dejó atrás la estrechez de la calle Corrientes 18
UBICACIÓN DEL TEATRO OPERA
para transformarla en la ancha avenida que todos conocemos con su símbolo más emblemático, el Obelisco, en el medio
a partir de 1935.
Por entonces, el nuevo alma máter del Opera, Clemente Lococo, quiso regalarle a Buenos Aires una sala monumental
inspirada en el Radio City, de Nueva York y en el teatro Rex, de París. Convocó al arquitecto belga Alberto Bourdon, quien
trazó las líneas sobrias de un Art Déco tardío. “Un teatro de avanzada –opina el escenógrafo Alberto Negrín– cuya cons-
trucción acentuaba la verticalidad, pero complementada con curvas, aros y anillos. Los racionalistas también hicieron eso,
con el Empire State”.
Lococo quería que “el Opera” (ahora sí, ya definitivamente masculino) impresionara por fuera y por dentro. No era una
sala más: era “la sala”. Un lugar único para “ofrecer los mejores espectáculos del mundo en un palacio de ensueño”,
La estructura soñada por Clemente Lococo y construida por el arquitecto Alberto Bourdon le dio brillo a la recién ensanchada avenida Corrientes, con el flamante obelisco porteño como testigo privilegiado
21
Un palacio de ensueño
como le gustaba decir a Lococo, que no reparaba en gastos para que todo resplandeciera. Una dotación de cien personas
entre técnicos, vestuaristas, lustradores de muebles, proyectoristas, iluminadores y encargados de otros rubros ponían
en marcha cada día esa maquinaria de ilusiones.
A partir del 7 de agosto de 1936 su nombre es sinónimo de altísima calidad en materia de música y artes escénicas.
“Cuenta el nuevo cine-teatro –dijo ese día el diario La Razón– con una serie de innovaciones absolutamente inéditas para
nuestro público. Entre ellas, cabe adelantar, como un detalle sugestivo, la instalación en uno de los pisos superiores, de
una vasta ‘nurserie’ donde –al cuidado de niñeras especializadas– podrán ser dejados los niños de corta edad durante la
realización del espectáculo”.
Los grandes films de Hollywood y los más ambiciosos rodados en nuestro país son estrenados allí, a veces en multitudi-
narias premieres, con estrellas y flashes de fotógrafos.
La era Lococo se extendió durante largas décadas en las que el país y la industria del espectáculo fueron cambiando,
mientras que el Opera supo mantenerse siempre fiel a su estilo, sin perder nunca el apreciado imán para atraer a las
grandes figuras nacionales y del exterior.
Fruto de su importancia arquitectónica y de la relevante historia que cobija, el 21 de junio de 2011, la presidenta de la
República, doctora Cristina Fernández de Kirchner, rubricó el decreto N° 837 que declara al edificio del teatro Opera Citi
monumento histórico nacional.
Este libro pasa revista a las distintas etapas que jalonan esa historia y pretende capturar algunos de sus tantos momentos
maravillosos para que perduren en nuestra memoria y como testimonio para las generaciones venideras.22
Un palacio de ensueño
El edificio se inauguró en 1936 con El ensueño del Mississippi
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Círculos distintivos de una particular propuesta edilicia
24
Los frisos de espejos volverían a lucirse en 2010
Un palacio de ensueño
25
Programa de mano del ballet nacional de Guinea. Se presentó en 1968
26
Por Ernesto Schoo
Vivencias de unespectador especializado
“Un verdadero palacio de ensueño.” Así se anunciaba, a mediados de 1936, la apertura del flamante cine Opera, reem-
plazante del viejo teatro de ese nombre, en Corrientes (que a partir de ese año fue ensanchada, convirtiéndose en ave-
nida) entre Suipacha y Esmeralda. El antiguo Opera fue, entre 1886 y 1908 –fechas de clausura del primer Colón, el de
Plaza de Mayo, y la apertura del actual, frente a Plaza Lavalle–, la sala más suntuosa y elegante dedicada en Buenos Aires
al arte lírico. Con el nuevo Colón, la Opera decayó y finalmente la derribaron en 1935 para dar paso a Corrientes ancha. El
solar fue adquirido por el empresario cinematográfico Clemente Lococo, quien mantuvo el nombre original y encargó al
arquitecto belga Alberto Bourdon la construcción de un cine cuya traza se inspiró, dicen, en un modelo parisiense. Nada
que ver, sin embargo, con la arquitectura francesa tradicional: el Opera es un ejemplar único del Art Déco, movimiento
internacional lanzado en la Exposición de Artes Decorativas de París, en 1925, y que en este edificio porteño se apropia
también de una gran dosis de fantasía, entre futurista y oriental, ecléctica y multicolor.
En aquella Buenos Aires del 36, que celebraba con orgullo el cuarto centenario de su primera fundación, por Pedro
de Mendoza, la construcción del Opera intrigaba a los porteños. No era para menos: semejante coloso, de singular
apariencia, fue erigido en apenas nueve meses, incluyendo sábados y domingos, trabajando todos los días en tres 30
turnos. En Buenos Aires, Art Déco y Racionalismo (ediciones Mimi Böhm y Xavier Verstraeten, 2008), el arquitecto Fabio
Grementieri lo define, tras destacar lo óptimo de los materiales utilizados, como “estupendo ejemplo de Art Déco tardío”.
Los datos de la realidad deparan, a veces, la sensación de que existe una trama tejida expresamente para nosotros: cir-
cunstancias y situaciones anudadas a través del tiempo, a lo largo de nuestras vidas, en apariencia sin intervención de
nuestra voluntad y cuyo significado no alcanzamos a imaginar sino al cabo de muchos años. En aquellos días de 1936,
deslumbrado por los festejos de los cuatrocientos años de mi ciudad, a la que iba descubriendo de la mano de mi padre,
porteño de ley, yo no anhelaba sino conocer el Opera, del que todos hablaban maravillas. De la mano de mi padre, hacia
1930 recibí, en un cine de barrio, la impresión inaugural de la magia del cinematógrafo, con La quimera del oro (1925), de
Charles Chaplin; Carlitos, para los argentinos. El cine ya había dicho sus primeras palabras en 1927, pero Chaplin se nega-
ba a hablar y seguía haciéndolo cuando, diez años después, el Opera estrenaba su film más reciente, Tiempos modernos.
Vivencias de un espectador especializado
Largas filas en la boletería, para ver a la inigualable Paulette Goddard en el film de Jean Renoir, Memorias de una doncella (1946). A la derecha, las bailarinas de June Taylor ensayan a las órdenes de la famosa coreógrafa
31
Y fue entonces cuando la madre de un compañero de colegio me invitó a verlo, con su hijo, en el “verdadero palacio de
ensueño”, una cita para la que me preparé como si fuese amorosa. Tanto, que la buena señora, al verme llegar, exclamó:
“¡Parecés un novio!”. Yo me había puesto mi mejor traje “de vestir”, el azul marino (de pantalón corto, claro), con camisa
blanca, corbata plateada, medias grises y zapatos negros, de charol.
Este reencuentro con Chaplin tuvo un marco esplendoroso. El Opera era, de verdad, un lugar soñado, un viaje a un país
de fábula: nos arrancaba de la vida cotidiana y nos transportaba a la noche de una ciudad ignota: en la bóveda nocturna
titilaban las estrellas y pasaban, serenas, las nubes. Alrededor, construcciones fantásticas: balcones, escaleras, torres de
cristal, vitrales de colores, estatuas clásicas. Un arco iris enmarcaba el vasto escenario, de cuyo tablado surgía un orga-
nista –impecable, pantalón negro y smoking blanco–, sentado frente al teclado en el que ejecutaba Dama española, un aire
de moda en la época: Lady of Spain, I adore you/Lady of Spain, I implore you… Tan sólo después de esta introducción y
del simultáneo alternarse de los colores del arco iris, comenzaba la proyección.
Lo singular de esta sala, distinta de cualquier otra de Buenos Aires, merece un comentario. Se trataba de lo que su crea-
dor, un arquitecto nacido en Rumania y nacionalizado norteamericano, John Eberson (1875-1964), denominó atmospheric
theatres, esto es, salas de cine que simulaban un lugar al aire libre, en una noche estrellada, fingiendo ser un patio de la
Alhambra, o la plaza de armas de un castillo medieval, o lo que la imaginación proveyese. La primera se había construido
en Wichita, Kansas, en 1922, y se calcula que hubo unas quinientas en el mundo entero, de las que muy pocas sobreviven.
Tan sólo dos en Sudamérica, una en Venezuela y otra la del Opera de Buenos Aires, pero esta última fue modificada en
1997 para adaptarla a la presentación de comedias musicales, y el efecto de ciudad en la noche se perdió. 32
Vivencias de un espectador especializado
El film Luces de la ciudad (1931), promocionado a lo grande con galera y bastón, símbolos del gran Charles Chaplin
33
Mucho más que a la exhibición de algún film memorable, mis recuerdos del Opera están ligados al music-hall y los musi-
cals. El más vívido es el de la noche de la presentación de Marlene Dietrich, en 1958. No sólo porque fue el mito viviente
más famoso que hasta ese momento visitó Buenos Aires, sino por las exigencias (que trascendieron al público) que im-
puso, con su sentido germánico de la disciplina. Sobre todo, el de la escrupulosa limpieza del tablado, a fin de que por él
se deslizara sin ensuciarse el voluminoso tapado blanco de piel que envolvía su célebre vestido sirena, “de paillettes y de
nada”, como ella lo definía. Hasta minutos antes de abrirse el telón, Marlene estuvo supervisando en persona la enésima
pasada de la aspiradora y los escobillones, mientras el público se impacientaba y sus promotores desesperaban. Fue, no
obstante, una noche triunfal, de las que el Opera conoció varias.
¿Quién que la vio podría olvidar a Joséphine Baker, en ese mismo escenario, transcurridos ya varios decenios del famoso
cinturón de bananas con el que se consagró, y treinta años después de su debut porteño? Esta vez la vestía, con elegancia
insuperada, Pierre Balmain. La voz, pequeña y bien timbrada, estaba intacta, quizás algo más grave, exacta en la pronun-
ciación francesa, y el colorido espectáculo resultó deslumbrante, no por el despliegue sino por la precisión y el encanto
visual. Edith Piaf es la otra figura inolvidable. Con ella, nada de plumas, ni de abalorios: tan sólo una mínima mujercita
desolada, vestida de negro, una voz única y toda la poesía y el dolor del mundo. Y su contrafigura: Yvonne De Carlo, pasado
ya su cuarto de hora, disfrazada de odalisca, sacudiéndose de arriba abajo al ritmo de algo indefinible y preguntándose de
pronto, encarando al público en insólito aparte (y en inglés): “¿Qué estoy haciendo aquí? Ni yo tengo la menor idea”. Majes-
tuosa, Ava Gardner avanza también hacia una platea extasiada y, tras ella, las vedettes emplumadas, enjoyadas y –para el
asombro porteño– topless del Lido de París y del Folies Bergère. En años recientes, refaccionada ya la sala, se suceden las
grandes comedias musicales, tal como se las representa en Nueva York y en Londres: La Bella y la Bestia, Los miserables,
El fantasma de la Opera, y La novicia rebelde. 75 años han pasado desde su inauguración y el Opera sigue siendo una caja
de resonancia donde se expande el tradicional amor de los porteños por los espectáculos de calidad. 34
Vivencias de un espectador especializado
Ruletas y fuentes de agua integraron el escenario de Placer en Las Vegas, un show con grandes coristas
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El Lido, famoso cabaret parisino, sorprendió con los topless
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Vivencias de un espectador especializado
El film musical Carnegie Hall (1947) llevó a la pantalla grande a artistas como Artur Rubinstein, Leopold Stokowski y Jascha Heifetz
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Vivencias de un espectador especializado
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Desde las marquesinas se buscó siempre inquietar a los transeúntes. Vivien Leigh en su papel de Cleopatra, Gary Cooper como Michael “Beau” Geste e Ingrid Bergman en un film de Alfred Hitchcock, algunas de las grandes figuras que tuvieron su lugar de privilegio
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Vivencias de un espectador especializado
Cuando la televisión comenzó a ganar espacio, el Opera respondió con técnicas nuevas: cinemascope, sonido estereofónico y pantallas enormes.Para lograr la mejor imagen posible de las películas, Clemente Lococo hizo traer fibras de carbono de Sudáfrica, en un jet privado
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Con dirección de Sam Wood, La Exótica (1945) atrajo multitudes por la química en la pantalla de dos grandes actores de la época
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Vivencias de un espectador especializado
Muy buena visibilidad desde todas las butacas y temperatura ideal en invierno y verano: 23ºC
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Vivencias de un espectador especializado
El encantador Charles Trenet, padre de la canción francesa, durante su show de 1953
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Vivencias de un espectador especializado
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FOTO MURAL
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Vivencias de un espectador especializado
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Vivencias de un espectador especializado
La increíble Jean Russell se presentó con el cuarteto argentino Mac Ke Mac’s
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Fiesta en Japón, un particular teatro de revista
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¡Corrientes, por la noche! Mientras las otras calles honestas duermen para despertarse a las seis de la mañana, Corrien-
tes, la calle vagabunda, enciende a las siete de la tarde todos sus letreros luminosos, y enguirnaldada de rectángulos
verdes, rojos y azules, lanza a las murallas blancas sus reflejos de azul de metileno, sus amarillos de ácido pícrico,
como el glorioso desafío de un pirotécnico.
La calle que se quiere, que se quiere de verdad. La calle que es linda de recorrer de punta a punta porque es la calle
de vagancia, de atorrantismo, de olvido, de alegría, de placer.
Roberto Arlt, en sus Aguafuertes porteñas
Vivencias de un espectador especializado
55
Por Susana Freire
Una dinastía coronadade estrellas
Frente a los monumentales testimonios edilicios, creados por hombres visionarios ante un horizonte que parecía inal-
canzable, se piensa inmediatamente en las dinastías que acrecentaron el patrimonio cultural de Buenos Aires. Una de
ellas fue la de los Lococo, presidida por Don Clemente, un inmigrante que tuvo la valentía de perseguir un sueño que
finalmente se hizo realidad.
Junto con su padre y un tío, Don Clemente Lococo, desde Catanzaro, lugar donde había nacido, inició una serie de viajes
por América latina para buscar el lugar donde podría iniciar una nueva dinastía de calabreses. Al llegar a la Argentina
supo que Buenos Aires era el lugar señalado y sólo regresó a su Calabria natal en viajes de paseo. Fue a fines del siglo XIX
y no tardó mucho tiempo en conocer a una españolita, valenciana para mayores datos, con la que construyó su familia en
el barrio de Flores, enriquecida por sus cuatro hijos: Francisco, Clemente, José y Magdalena. No se equivocó con su pareja
que fue un gran soporte en la concreción de sus sueños.
El primer oficio del patriarca de los Lococo, en Buenos Aires, fue el de encuadernador de libros en una imprenta. Ya desde
joven le atraía el cine y se compró una cámara filmadora y proyectora de mano para entretener a sus hijos. A los 23 años sur-58
Una dinastía coronada de estrellas
Clemente Lococo y Luis Sandrini, figuras del espectáculo en diferentes roles
59
Don Clemente, en una de sus giras acompañado por su mujer, junto con los inolvidables Stan Laurel y Oliver Hardy
60
gió la primera oportunidad que iba a marcar su destino: tomó un pequeño cine, el desaparecido Buckingham I. Fue el primer
paso para recorrer un camino que lo llevó a acumular casi cincuenta salas y que llegó a controlar con la ayuda de sus hijos.
Si bien la iniciativa de Don Clemente se enfocaba en la pantalla grande (creó la productora EFA), hubo una propuesta que
le quitó el sueño y el humor durante varios meses. Un señor Iribarne le ofreció el predio del Opera, invitación que rechazó
por considerar que ya tenía suficientes salas para entretener a sus hijos. Pero, la oferta le seguía interesando y sólo se
decidió a encarar el proyecto cuando contó con el apoyo de toda su familia y la ayuda económica de inversores amigos.
Su hijo Francisco recordaba una anécdota: “Papá tenía una oferta por el viejo teatro Opera, en Corrientes 860, para edi-
ficar una nueva sala sobre él y no terminaba de decidirse. Así estuvo durante varios meses hasta que un día mi madre lo
enfrentó y le entregó unos aros de brillantes, una pulsera y un valioso anillo. «El resto lo pondrás vos, pero ya tenés lo
primero para comprar el Opera».”
Una vez conseguido el predio, cientos de problemas surgieron alrededor de la construcción: paros generales, huelgas.
Pero nada pudo detener el ímpetu de Don Clemente. El Opera, con tecnología de avanzada en cuestión de imagen y so-
nido, se inauguró el 7 de agosto de 1936 con el film El ensueño del Mississippi, versión del musical Show Boat. Estuvieron
desde el presidente Agustín P. Justo hasta diputados, senadores, gobernadores y la alta sociedad de Buenos Aires.
Pero ya no estaba solo; a esta empresa se sumaron sus hijos. Francisco, el mayor, se hizo cargo de la distribución de
películas para el extenso circuito Lococo y de manejar las inversiones, a veces millonarias, que demandaba la progra-
mación del Opera. Clemente hijo, empresario y pintor, fue el que asumió la tarea de diseñar la publicidad que podía atraer
Una dinastía coronada de estrellas
61
al público y seleccionar los espectáculos de alta cotización internacional, porque tenía un innato sentido universal del
espectáculo. Además, creó en el teatro una Galería de Arte, abierta a todos los artistas del país, y un “holiday room”,
donde el espectador pasaba gratísimos momentos en los intervalos.
El benjamín, José, se encargaba de la programación y control de las salas de la empresa familiar en Mar del Plata y tam-
bién dirigía la parte tecnológica de todo el imperio Lococo, que estaba provista con los más importantes adelantos de
mundo no importaba su costo.
Por estos aportes –que incluyeron la pantalla Cinemascope para el estreno de El manto sagrado, en 1953– engalanaron
el escenario del Opera figuras como Josephine Baker, Mistinguette, Louis Armstrong y los All Stars, el Lido de París, las
Folies Bergère, Edith Piaf, Los Plateros, Nat King Cole, Marlene Dietrich y Ava Gardner, entre muchos otros, quienes colo-
caron a la sala en el nivel universal de los grandes espectáculos.
Dijo Ulyses Petit de Murat: “Don Clemente, frente a nosotros, componía en aquella etapa el carácter del self made man,
ambicioso y tenaz, cuyas turbulentas aguas se aquietaban por la llegada del éxito, en oscuras encrucijadas de enconada
lucha, donde dejan alma y vida centenares, tal vez miles, por uno solo que alcanza a poner el pie de conquistador en la
tierra prometida a sí mismo.”
Así era Don Clemente y éste fue el legado de un visionario que arriesgó y ganó, no sólo para él, no sólo para la familia,
sino para todo un público que, amante de los grandes espectáculos, incorporó al Opera dentro del imaginario porteño y
se lo apropió para convertirlo en un ícono de la cultura argentina.62
Una dinastía coronada de estrellas
El cineasta Luis Bayón Herrera con los protagonistas de El astro del Tango, Hugo del Carril y Amanda Ledesma. A la derecha, don Lococo
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Con Ella Fitzgerald y los Hot Seven
Louis Armstrong, “labios de acero”
Las crónicas de 1957 cuentan cómo la calle Corrientes se volvía intransitable dos horas antes de los shows
de Louis Armstrong en el Opera. “Labios de acero impulsó sus notas hasta las últimas filas, hasta la calle,
hasta el cielo, haciendo delirar al auditorio con las melodías más amadas, más conocidas, más cantadas”,
escribió César Pradines en el diario La Nación, cincuenta años más tarde de la noche del debut, en un
artículo-homenaje a aquel recital que marcó una época. Armstrong estuvo en la Argentina nada menos
que con Ella Fitzgerald y su selección de músicos denominada Hot Seven. El cuarteto Mac Ke Mac’s fue el
grupo invitado. Todos ellos vivieron momentos inolvidables también fuera del escenario, como los asados
compartidos en la casa-quinta de la familia Lococo.
Una dinastía coronada de estrellas
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En la quinta de la familia Lococo, el anfitrión brinda detalles de la carne al asador frente a Louis Armstrong y Ella Fitzgerald
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Una dinastía coronada de estrellas
Satchmo se divierte con los Mac Ke Mac’s, que fueron los teloneros de su show en el teatro
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Una dinastía coronada de estrellas
El gran trompetista norteamericano y un autógrafo para un músico local
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Louis Armstrong sale del teatro muy custodiado y sin perder la sonrisa
FOTO DERECHA. Louis, con el popular animador Héctor Coire
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El guardián de la salaPor Olga Cosentino
Su despacho del tercer piso es el que originalmente ocupaba el legendario Clemente Lococo, y fue testigo de la histo-
ria grande y de los incidentes menos pensados del Opera, desde que empezó allí como cadete, en los primeros setenta.
Y acaso desde antes. Porque el actual gerente José Alberto (“Beto”) Senabre es hijo y nieto de empleados de la dinastía
Lococo, fundadora –entre otras salas porteñas y marplatenses– de esta catedral del espectáculo que se levanta en el 860
de la avenida Corrientes.
Sentado tras el amplio escritorio, prolijos pantalón y camisa negros, sencillez ligeramente ceremoniosa en el trato, hoy
Beto Senabre muestra con discreto orgullo su fidelidad a la leyenda de la que es parte desde hace cuatro décadas. “Esto
está igual, sólo falta el retrato de doña María Magdalena, la esposa del fundador, que estaba ahí, a mis espaldas. Se lo
llevaron los hijos, cuando vendieron”, dice girando el sillón hacia la pared de atrás e iniciando desde allí un recorrido con
la mirada que abarca el entorno de su oficina, mientras enciende un cigarrillo con naturalidad pre-ecológica. Y lo cierto es
que el mobiliario, de compacta geometría, cuya restauración asegura vigilar para que ningún detalle traicione el original,
constituye un paisaje en el que lo único que falta es que se abra una puerta y entre, como ya ocurrió alguna vez, Marlene
Dietrich o Louis Armstrong o Jane Russell o Josephine Baker.74
El guardián de la sala
José Alberto Senabre, gerente del teatro
75
-¿Qué conoce de la familia Lococo, ya sea por experiencia propia o por relatos de terceros?
Entré a trabajar con ellos a los 16, como cadete, en el cine Iguazú. A los dos años me ascienden a acomodador. Pero
cuando me ofrecen ir a la boletería del Opera digo que no. ¿La verdad?, tenía miedo. Quien más, quien menos, todos le
tenían un respeto especial a este teatro. Hasta los empleados del Opera eran diferentes: bien vestidos, corteses, pelo
corto sin barba ni bigote. Como ahora. Pero me insistieron y al fin acepté. En cuanto a los Lococo, eran cultos y educados
pero testarudos. Los llamábamos Los Locos. Se cuenta que cuando Gardel actuaba en Paris, don Clemente Lococo padre
se empecinó en traerlo al Opera, aunque otro empresario, de la competencia, también lo quería contratar. ¿Qué hizo?
Se tomó un avión a Brasil y ahí hizo la conexión con el que traía al Zorzal a la Argentina. En el viaje lo conversó hasta
convencerlo. En Montevideo, la última escala, subió el empresario rival con la misma intención. Pero Gardel ya estaba
comprometido con Lococo.
Los grandes teatros como el Opera suelen tener en su anecdotario episodios vinculados con el poder político. ¿Conoce o vivió alguna
situación en ese sentido que merezca recordarse?
Sé que en la inauguración, el 7 de agosto de 1936, el presidente Agustín P. Justo ocupó la primera fila de los palcos altos,
junto a su esposa y varios ministros. Otra historia que contaban los Lococo tiene que ver con el Petit Opera, el microcine
que había en el subsuelo. Una vez vinieron invitados Perón y Evita. A ella le gustó tanto la sala que le pidió al presidente
que se la comprara. Cómo se resolvió la cuestión es hoy para mí un misterio, porque según con cuál de los Lococo se
hablara, la versión era diferente. Y como yo siempre fui apolítico, ellos jamás hablaron de política conmigo y nunca supe
ni quise saber qué pasó en realidad.
Pero usted debió ganarse la confianza de los Lococo para convertirse en el gerente que es hoy. ¿Cómo transitó ese camino?
Allá por los 80, Francisco Lococo, uno de los cuatro hijos del primer Clemente, me propuso manejar el teatro. Otra vez
tuve miedo al principio, hasta que acepté. Y muchos me ayudaron –como Pedro Alegre, el anterior gerente– para que 76
perdiera la timidez al tratar con grandes artistas. “Son seres humanos igual que vos”, me decía. Hoy creo que aquellos
temores están superados. Pero el nerviosismo es inevitable. En un show en vivo todo puede suceder.
De todos los imprevistos que han ocurrido, ¿cuál valora como un aprendizaje?
Tengo muy presente la vez que actuó Osvaldo Pugliese. Después de la función vino a esta oficina la esposa, Lydia Elman, y
me pidió que la acompañara a camarines con el dinero que debía cobrar su marido. Ahí don Osvaldo me preguntó cuánto le
correspondía por la recaudación y me dijo: “Haceme el favor, dividí esa cifra entre los diez de la orquesta y dale a cada uno
su parte”. Nunca había visto a un artista, una estrella como él, compartir de esa manera igualitaria su ganancia. Después
me enteré de la inclinación política que tenía. Bueno, ya dije que soy apolítico. Pero la actitud del maestro me impactó.
¿Puede evocar un momento especialmente feliz y uno que no le desearía a su peor enemigo?
Lo más lindo que ocurrió aquí fue el nacimiento de un bebé. Recién había empezado la función y veo a una chica salir de
El guardián de la sala
Mercedes Sosa, en su regreso del exilio; Alberto Cortez y sus cábalas; y Osvaldo Pugliese, muy generoso.
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Los pasillos y escaleras, también escenarios de historias emotivas
la sala y entrar al baño. A los quince minutos entra una empleada y encuentra a la chica pidiendo ayuda. Cuando llegó la
ambulancia ya había nacido un varoncito. Y lo más difícil que me tocó vivir fue cuando tuve que salir al escenario, frente al
público, para suspender una función. Se había organizado un ciclo de recitales con Mercedes Sosa, Víctor Heredia y León
Gieco. Al día siguiente del debut llegan León y el Negro Heredia pero la señora Sosa no llegaba. ¡Había sufrido el primer
ACV! Con la sala llena, salimos con Víctor y León a explicarle a la gente. Yo estaba de traje. Hablamos cinco minutos, el
público escuchó y se retiró sin problemas. Cuando salimos de escena, uno de los muchachos me dice: “Beto, andá a cam-
biarte toda la ropa, estás empapado”. Cuando se trabaja en vivo la tensión es permanente.
Cada teatro tiene sus leyendas, apócrifas o no, asociadas a mitos y supersticiones…
¡Ah, no!, yo no creo en la mala onda. Me enojan las supersticiones. Pero hay artistas que creen. Como Alberto Cortez. Fue
antes de que existieran los tickets de computadora; las entradas, de colores distintos para cada espectáculo, se enrollaban
y se ponían en tableros. Cuando llegó el cantautor a la conferencia de prensa y vio las entradas impresas en amarillo nos
obligó a cambiarlas. “No, Albertito, por favor”, le rogaba yo. “No toco”, amenazó. Hubo que hacerle caso. También hay
quienes creen en fantasmas. Pero si ahora, con la sala vacía, usted se para en el escenario, va a sentir que el piso tiembla
bajo sus pies. ¿Qué pasa?: dos líneas de subte. El ruido no llega por el aislamiento acústico, pero la vibración se siente.
Y a la noche, después de unas horas con el teatro vacío, la sala cruje. Es por los cambios de temperatura que dilatan o
contraen los materiales. Ningún misterio. Pero hubo serenos que renunciaron por el terror que eso les provocaba.
¿Usted no tiene ninguna cábala?
No. Bueno, no sé si será una cábala, pero nunca cierro la caja fuerte hasta que termina la última función. Es que si se
suspende el show, hay que devolver el dinero. Además, todos los días me persigno al entrar y al salir del teatro. Pero eso
es porque soy creyente.
El guardián de la sala
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Hacia el nuevo milenioPor Emanuel Respighi
FOTO. Cecilia Figaredo y su gran versión de Felicitas
La política económica de la década del noventa moldeó la cultura del entretenimiento como ningún otro aspecto. La
paridad de un peso igual a un dólar erigió a la Argentina como tierra fértil para que las más destacadas piezas teatrales y
los músicos más importantes del planeta comenzaran a presentarse por aquí con una asiduidad jamás vista. El país volvía
a ser un destino obligado para las grandes producciones internacionales. La condición económica, además, decantó en
que diferentes grupos trasnacionales se vieran interesados en la adquisición de salas y espacios culturales que histórica-
mente se habían desarrollado bajo gestiones empresarias de tinte familiar. El Teatro Opera no iba a quedar exento a un
proceso que modificó radicalmente el mapa del espectáculo en la cartelera porteña.
Hacia fines de 1997, y luego de más de seis décadas bajo su administración, la familia del empresario Clemente Lococo
decidió venderle el Teatro Opera a una sociedad conformada por la Corporación Interamericana de Entretenimiento (CIE)
y el empresario y fundador de Rock&Pop Daniel Grinbank. El acuerdo, que incluyó las otras cuatro salas que Lococo
gestionaba en distintos puntos del país, marcaría el inicio de una nueva etapa para el legendario Opera. Atrás había que-
dado el tiempo en que entre las familias Lococo, Cordero Lautare y Coll Saragusti dominaron el negocio de la exhibición
cinematográfica desde sus comienzos: la globalización cultural fue el germen para que los multicines irrumpieran con 82
pequeñas y muchas salas de proyección de películas. Así, las grandes salas de antaño fueron rediseñadas, o convertidas
en espacios para espectáculos teatrales o musicales. La nueva gestión llegó con la idea de aplicarle este último sentido al
Opera, poniéndole punto final a su rica historia como espacio de difusión del séptimo arte.
Bajo la idea de emplazar en el centro porteño una sala apta para la presentación de los grandes musicales de Broadway,
CIE-R&P encaró su administración con una obra de remodelación del teatro que demandó medio año de intensos trabajos.
Con el cuidado de no modificar los sobresalientes aspectos de su arquitectura Art Déco, que vuelven único al teatro, las
tareas de refacción incluyeron la ampliación de la caja del escenario –pasó a tener una superficie de 25 por 18 metros–
para posibilitar la puesta en escena de superproducciones musicales, la automatización de la sala con la construcción
de pasarelas, puentes y escaleras para un aceitado funcionamiento escenográfico, una nueva nivelación de plateas y
pullman que optimizó la visibilidad de los espectadores y la circulación general, reformas en el aspecto acústico para
Hacia el nuevo milenio
Charly García, Luis Alberto Spinetta y los Illya Kuryaki & The Valderramas, en shows legendarios antes del desembarco del grupo CIE-R&P
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Libro Opera citi
mejorar la audición en todo el teatro, y la recuperación del Petit Opera en el subsuelo, entre otros detalles. Las reformas
realizadas llevaron a que las 2500 localidades con las que contaba desde 1936 se redujeran a 1852 butacas. El cruce entre
la tradición y la modernidad convirtieron a la sala en una de las más bellas y mejor equipadas de América latina.
El primer acercamiento del público a las nuevas instalaciones se produjo el 29 de agosto de 1998, con el concierto que
brindó la cantante islandesa de rock Björk. Sin embargo, fue el 26 de noviembre cuando la sala fue reinaugurada oficial-
mente, con el estreno en Argentina de La Bella y la Bestia, la multipremiada obra de Disney que por entonces era un éxito
en Broadway. Fue en esa exquisita puesta –que tuvo a Juan Rodó y Marisol Otero como protagonistas– donde el renovado
teatro lució su envidiable capacidad lumínica, sonora y escenográfica, que inmediatamente fue acompañada por un pú-
blico que se volcó masivamente a las boleterías para disfrutar lo mejor de Broadway en plena calle Corrientes. La Bella
y la Bestia fue la primera de una serie de comedias musicales que desde entonces enriquecen la oferta cultural porteña.
Luego del musical de Disney vendrían otros que justificaron el acondicionamiento de elite de la tradicional sala, como
Los Miserables (2000), Chicago (2001), Dracula (2003), Peter Pan (2005), Aladin (2006), El Fantasma de la Opera (2009), una
nueva reposición de La Bella y la Bestia (2010), La Novicia Rebelde (2011) y Mamma Mía! (2012).
No sólo con comedias musicales el Opera mostró todo su esplendor y se reposicionó como uno de los espacios más so-
fisticados del espectáculo. Durante esos años se convirtió, también, en una de las salas musicales locales ideales para la
presentación de cantantes y grupos musicales internacionales, dada su particular mezcla de intimidad y calidad sonora.
Artistas de los más variados géneros musicales pasaron por la sala, desde Franco De Vita hasta Björk, pasando por León
Gieco, Catupecu Machu, Mayumaná y el excepcional pianista Bruno Gelber, que se presentó junto a la Orquesta Filarmónica
de Buenos Aires, entre otros. En cuanto a la danza, todavía se recuerda la presentación de Manon que marcó la última
Hacia el nuevo milenio
FOTO IZQUIERDA. Iñaki Urlezaga, en Carmina Burana, octubre de 2008
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visita de la bailarina italiana Alessandra Ferri a Buenos Aires, o la despedida de los escenarios de Julio Bocca con “Adiós
hermano cruel”, junto a Eleonora Cassano y el Ballet Argentino.
Luego de la decisión de CIE-R&P de liquidar todos sus activos en el país, en 2007 el teatro pasó a manos brasileñas: un
grupo inversor encabezado por Fernando Alterio, asociado con Gavea Investments, se hizo de la sala. Los nuevos dueños,
a través de la productora Time For Fun (T4f), mantuvieron el modelo artístico-comercial de su antecesor, introduciéndole
una variable que el tiempo iba a imponer: el sponsoreo de parte de distintas compañías de actividades culturales. Así,
marcas como Unicenter, Las Palmas del Pilar, Abasto Shopping, Aeropuertos Argentina 2000, Peugeot, Citi, Speedy, Visa
y Claro, entre otras, acompañaron los espectáculos con diversas iniciativas y beneficios, promoviendo el acercamiento
del público al teatro y permitiendo financiar presentaciones que sin su aporte hubieran sido imposibles de realizar en el
emblemático y único “teatro a cielo abierto” de la calle Corrientes.
Catupecu Machu y un recorrido conceptual de cuatro actos; el grupo israelí Mayumaná, y los protagonistas de El Fantasma de la Opera
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Hacia el nuevo milenio
Slava Polunin, uno de los clowns más destacados del mundo
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La restauración de un clásicoPor Martín Wain
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Decir que el Opera ilumina Buenos Aires desde que fue construido es mucho más que una alegoría a la calidad de sus
espectáculos. Su edificio original, inaugurado en 1872, ofreció una hilera de soles de noche para carros y transeúntes
que circulaban por la empedrada Corrientes. La segunda versión, reconstruida por Jules Dormal, fue una de las prime-
ras edificaciones en contar con luz eléctrica en toda la ciudad; con usina propia, proporcionó incluso energía a los fes-
tejos por la Revolución de Mayo, en su primer centenario. Décadas más tarde, el teatro soñado por Clemente Lococo le
dio brillo a la recién ensanchada avenida, con su belleza Art Déco y originales carteles que engalanaron su marquesina.
Pero la fachada se deslució con los años y las obras de refacción presentadas en 1998 no alcanzaron a descubrir un edi-
ficio que había sido uno de los más hermosos de la ciudad. Con la llegada de Citi Argentina, que adquirió por tres años
los derechos de imagen del teatro a partir de 2010, se puso en marcha una nueva reforma. Reaparecieron entonces los
frisos de espejos, ocultos durante años, y las dos coronas superiores del edificio, escalonadas y telescópicas. La fachada
emblemática reaparecía frente a los porteños.
La restauración estuvo a cargo del prestigioso arquitecto Alberto Negrín, responsable de la escenografía de obras
internacionales como Cabaret en los teatros Nuevo Alcalá de Madrid, Carré de Amsterdam y Folies Bergère de París.
La restauración de un clásico
Desde las madrugadas veraniegas de 2010 se trabajó en la recuperación de la fachada, cubierta durante años
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Negrín y su equipo trabajaron en la recuperación extrínseca del legendario Opera y parte de su interior, para resaltar
detalles inigualables de la edificación diseñada por Lococo y el arquitecto belga Alberto Bourdon.
El banco encontró en las artes escénicas un rubro de mucha afinidad con sus clientes. Con nuestra llegada al Opera,
buscamos profundizar esa relación y contribuir con la comunidad en tiempos del Bicentenario argentino. Nos propusi-
mos recuperar el teatro y hacer un aporte en el rubro en que los clientes más nos identifican.
La restauración permitió que cada centímetro del frente quedara nuevamente iluminado. Y mediante líneas formadas
por luces de neón, se acentuó el sentido vertical de las molduras. También se redujo el ancho de la marquesina, que fue
extendida hacia los pisos superiores, para mostrar al edificio más esbelto.
La restauración de un clásico
Una producción original de La Bella y la Bestia, el inigualable musical de Broadway, se anticipó en las marquesinas
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Además de recuperar la fachada, trabajaron con el espacio cubierto, especialmente en los foyers, para resaltar elementos
y espacios que reflejan lo mejor de una época, como estructuras de mármol proveniente de Bélgica, Africa y el interior
del país. También los zócalos plateados en las puertas, todo enmarcado por formas curvas que le dan un toque distintivo
y original. El lujo se distingue nuevamente en el hall, las dos escaleras principales de 4,60 metros cada una, los pisos, las
paredes y la boletería.
El teatro reabrió sus puertas en marzo de 2010, con la obra La Bella y la Bestia. Después de la polémica causada por el
retiro del nombre de la marquesina, los dueños de la sala, Time For Fun (T4f), decidieron reinstalar el cartel original, pre-
cedido por el nombre del banco auspiciante. De esa manera, quedó denominado Teatro Opera Citi y fue declarado así mo-
numento histórico nacional, además de monumento de interés histórico-artístico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Para reintegrar los frisos verticales se limpió, restauró o reemplazó cada uno de los pequeños espejos
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Apoyamos a la productora para recuperar la imagen del teatro y tener una presencia muy fuerte en los mejores espectáculos
del mundo. Hay pocas salas que pueden albergar los shows del Opera Citi. Fue importante recuperarlo.
La incursión de la entidad financiera es parte de una tendencia mundial conocida como naming rights. Se trata de un
formato de patrocinio que tiene ejemplos muy conocidos, especialmente en estadios, teatros y competencias deportivas
de toda índole. En este caso, se puso en valor un edificio histórico.
Buscamos acompañar el estilo de vida de los clientes en el campo de la cultura. El primer acuerdo había sido con el Mal-
ba, que se mantiene hace años. Y desde 2009 hemos auspiciado a más de 55 obras teatrales. Cuando vemos una buena
respuesta, sumamos obras, contenidos, productoras… Hay muchos beneficios en cine y nos sentimos muy cómodos en el
campo del teatro. Con el Opera Citi dimos un paso muy fuerte.
La restauración de un clásico
El edificio es uno de los mayores exponentes del Art Déco en
la ciudad y el único cine-teatro en América del Sur decorado
según las normas de los llamados Atmospheric theatres o
“salas atmosféricas” creadas por el arquitecto John Eberson
en los años 20.
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La restauración de un clásico
“Un cartel tapaba todo el frente –cuenta Alberto Negrín–.
Estaba en malas condiciones. Nuestro equipo puso espejo
por espejo y con el trabajo sobre la fachada logramos recu-
perar la verticalidad del edificio y el estilo de la época”
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Líneas verticales, curvas, aros, anillos… El gran refugio cultural de la avenida Corrientes recuperaba su esplendor
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REPARACIÓN DE AROS
Se refaccionó toda la luz de la garganta central
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El piso del hall se pulió y las barandas de acero se limpiaron hasta recobrar su brillo original
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La restauración de un clásico
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Balcones cromados y hermosas réplicas de esculturas clásicas griegas, símbolos del teatro de ensueño
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La restauración de un clásico
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La Afrodita de Fréjus, uno de los tesoros del teatro
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La restauración de un clásico
Artemis de Versalles, porteña por adopción
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Los carteles en los foyers se actualizaron sin perder la estética original
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La restauración de un clásico
La iluminación potenció detalles propios del edificio
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Recuerdo de los tiempos cinematográficos, un proyector original se mantiene en exhibición
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En el segundo piso, el bar americano integra un sector que se conoció como Holiday Room
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La restauración de un clásico
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La restauración de un clásico
En el Petit Opera se repararon los cielos rasos y corrigie-
ron las luces de la garganta. También se colocó un elegante
vitraux. El lugar tiene un mural de Clemente Lococo hijo,
que estaba tapado con bastidores y telas, y ahora quedó
a la vista 115
La mexicana Genoveva Petitpierre supervisó el vestuario, maquillaje y peluquería de La Bella y la Bestia
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La restauración de un clásico
Hubo más de 40 artistas en escena y 200 cambios de vestuario. Desde los sombreros hasta los zapatos, todo se pintó a mano
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La imagen recuperada. “Durante décadas, la publicidad de los espectáculos dejaba la fachada a la vista. Ponían inmensos
carteles, pero el edificio siempre se lucía. Con la modernidad, llegaron los afiches de plástico y comenzó a taparse todo”,
resume Negrín, que primero debió quitar el caño oxidado con una lona tensa que los porteños vieron durante años al pasar
por el frente del edificio.
El trabajo de iluminación fue fundamental. La inclusión de leds rojos, verdes y azules permite ahora elegir el color de la
fachada que se desee. “Es una tira de luces con mucha potencia. Se trata de un sistema RGB, de manera que se puede
programar la luz de diferentes colores. Lo hicimos con el asesoramiento de Philips; me ayudaron a lograr un barrido
sin sombras”, agrega Negrín, quien había trabajado en el Opera para diferentes espectáculos, como Peter Pan y Aladín.
También hizo la puesta para shows como los de Mercedes Sosa, Jairo y otros artistas y colaboró con la de Los Miserables.
“El escenario del Opera es divino. Tiene dos subsuelos enormes, con un montacarga que hicimos en tiempos de CIE, para que
pudieran alternarse dos espectáculos. Y para el espectador es genial. Muy ancho, desde cualquier ubicación se ve perfecto.”
La restauración incluyó el salón del primer subsuelo, donde funcionaba el Petit Opera, un cine con capacidad para unas 120
La restauración de un clásico
40 personas donde se organizaban proyecciones para la prensa y exhibidores. También se realizaban allí funciones pri-
vadas, como las que aún se recuerdan con Evita y Juan Perón. El trabajo en este salón, ambientado con muebles de los
años 30 y accesorios Art Déco originales, incluyó un gran plafón dorado. “Reparamos los cielos rasos y corregimos todas
las luces de la garganta. Es una garganta muy linda, dorada y violeta. El lugar tiene un mural de Clemente Lococo hijo,
que estaba tapado con unos bastidores y telas, y ahora quedó a la vista”, detalla el arquitecto, ganador a lo largo de su
carrera de premios ACE, María Guerrero y Estrella de Mar, entre otros.
En el foyer principal se pintó y reparó toda la luz de garganta. Ahí había una araña, que se cayó en tiempos de Don Lococo,
quien la habría donado a la Basílica de Luján. “Aun sin lámpara, la garganta es preciosa y también la reparamos –continúa–.
En la sala no se tocó nada, queda eso por hacer. El pullman, por ejemplo, tiene unas gargantas extraordinarias que, con una
luz difusa, se destacarían como en otros tiempos. Pero la imagen del teatro quedó mucho mejor.”121
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“Las luces se encienden, calle Corrientes, se llena de gente, que viene y que va. Salen del cine, ríen y lloran, se aman, se pelean,
se vuelven a amar...” Moscato, pizza y faina, de Memphis la Blusera
La restauración de un clásico
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Nunca duerme. El periodista Roberto Gil, en su programa de
radio llamado Calle Corrientes, transmitido por LR4 Splendid
en la década del 50, la bautizó como La calle que nunca duer-
me, denominación que sigue vigente. Con la restauración del
teatro recuperó gran parte de su esplendor124
La restauración de un clásico
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Bajo las marquesinas, las luces de la entrada se combinan con las
RGB de la fachada, que se pueden programar en diferentes colores
La restauración de un clásico
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La restauración de un clásico
El techo iluminado permite apreciar la garganta reparada
del foyer 129
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La restauración de un clásico
Brillo actualizado. “Sus amplias y señoriales escaleras de
acceso, su brillante y técnicamente perfecto sistema de ilu-
minación, el aire acondicionado que mantiene una tempera-
tura agradable y constante a través de todas las estaciones
del año, el bar anexo que brinda al visitante la posibilidad de
un grato momento de estímulo y descanso, la música funcio-
nal que puebla de suaves armonías su ambiente y, finalmen-
te –refinamiento único en salas de nuestra ciudad– la grata
fragancia de un perfume constantemente difundido en su
ambiente pone su toque excepcional a este conjunto de ca-
racterísticas poco comunes”, escribió el destacado periodis-
ta José de España en 1961, para el 25º aniversario del Opera.
En 2012, el Opera Citi vive una nueva época de esplendor
para celebrar el 75º aniversario de su actual edificio y los 140
años de su emplazamiento original. 135
La Bella y la Bestia (2010), con Martín Ruiz y Magalí Sánchez Alleno. A la derecha, una escena de la obra
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Mamma Mía! El extraordinario musical con canciones de ABBA ha sido visto por más de 50 millones de personas en todo el mundo,
y brilla en la cartelera porteña en la temporada 2012
La restauración de un clásico
Créditos
Coordinación generalPablo Sirvén
Fotografía y restauraciónRodrigo Vergara
DisenoLuciana Burak
Coordinación de producciónMartín Wain
Agradecimientos
Mirtha LegrandAlberto NegrínBeto SenabreMatías GalanPato BatelliniTodo equipo de T4f y del Teatro Opera Citi
Departamento de Marketing de Citi
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