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CAPÍTULO 7 FUNCIONALISMO Y PSICOLOGÍA COMPARADA El funcionalismo disfrutó de su edad de oro al comienzo del siglo XX. La psicóloga Edna Heidbreder (1961) lo consideraba como el baluarte de la psicología norteamericana frente a las escuelas de Wundt y Titchener. De hecho, en los Estados Unidos la expresión «nueva psicología» casi llegó a ser sinónimo de funcionalismo. 1 En efecto, el funcionalismo fue un producto típicamente americano. Sin embargo, no constituyó una escuela en sentido estricto y no puede enten- derse sin tener en cuenta las influencias que recibió, algunas de las cuales —como el evolucionismo— procedían de Europa. No constituyó una escue- la de psicología en sentido estricto porque no tuvo un líder ni una doctrina sistematizada. Su unidad le venía dada por una determinada manera de entender lo psicológico —basada en el evolucionismo— y una concepción de la psicología como algo socialmente útil. En torno a eso hubo funcio- nalistas con perspectivas distintas y que trabajaron en diferentes áreas: la psicología genética (luego llamada evolutiva o del desarrollo), la psicología diferencial, la psicología social, la educación, la psicología comparada (que algunos autores convertirían en psicología animal), la psicometría, la psicología del trabajo, etc. A ello debemos añadir que dentro del propio funcionalismo había perspectivas más funcionales que otras, es decir, más proclives a teorizar lo psicológico en términos de funciones (o sea, de lo que los sujetos hacen) y no de estructuras o mecanismos (mentales o fisio- lógicos). No obstante, aquí supondremos que los funcionalistas más fieles a su propia perspectiva fueron los primeros, es decir, los que se alejaron del estructuralismo y el mecanicismo. 2 1 Aunque la psicología funcionalista moderna por antonomasia ha sido la norteamericana, a veces se consideran funcionalistas autores europeos como el inglés James Ward (1843-1925), el alemán Franz Brentano (1838-1917) o los franceses Pierre Janet (1859-1947) e Ignace Meyerson (1888-1983). Lo eran tomando el término en un sentido amplio: se oponían al mecanicismo y colocaban en un primer plano la acción a la hora de explicar los procesos psicológicos. En ocasiones, ofrecían teorías explícitas sobre lo que es una función psicológica (Pizarroso, 2009). 2 El mecanicismo puede entenderse en sentido biológico y psicológico, aunque a veces estos sen- 1

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Capítulo 7funcionalismo y psicología comparada

El funcionalismo disfrutó de su edad de oro al comienzo del siglo XX. La psicóloga Edna Heidbreder (1961) lo consideraba como el baluarte de la psicología norteamericana frente a las escuelas de Wundt y Titchener. De hecho, en los Estados Unidos la expresión «nueva psicología» casi llegó a ser sinónimo de funcionalismo.1

En efecto, el funcionalismo fue un producto típicamente americano. Sin embargo, no constituyó una escuela en sentido estricto y no puede enten-derse sin tener en cuenta las influencias que recibió, algunas de las cuales —como el evolucionismo— procedían de Europa. No constituyó una escue-la de psicología en sentido estricto porque no tuvo un líder ni una doctrina sistematizada. Su unidad le venía dada por una determinada manera de entender lo psicológico —basada en el evolucionismo— y una concepción de la psicología como algo socialmente útil. En torno a eso hubo funcio-nalistas con perspectivas distintas y que trabajaron en diferentes áreas: la psicología genética (luego llamada evolutiva o del desarrollo), la psicología diferencial, la psicología social, la educación, la psicología comparada (que algunos autores convertirían en psicología animal), la psicometría, la psicología del trabajo, etc. A ello debemos añadir que dentro del propio funcionalismo había perspectivas más funcionales que otras, es decir, más proclives a teorizar lo psicológico en términos de funciones (o sea, de lo que los sujetos hacen) y no de estructuras o mecanismos (mentales o fisio-lógicos). No obstante, aquí supondremos que los funcionalistas más fieles a su propia perspectiva fueron los primeros, es decir, los que se alejaron del estructuralismo y el mecanicismo.2

1 Aunque la psicología funcionalista moderna por antonomasia ha sido la norteamericana, a veces se consideran funcionalistas autores europeos como el inglés James Ward (1843-1925), el alemán Franz Brentano (1838-1917) o los franceses Pierre Janet (1859-1947) e Ignace Meyerson (1888-1983). Lo eran tomando el término en un sentido amplio: se oponían al mecanicismo y colocaban en un primer plano la acción a la hora de explicar los procesos psicológicos. En ocasiones, ofrecían teorías explícitas sobre lo que es una función psicológica (Pizarroso, 2009).

2 El mecanicismo puede entenderse en sentido biológico y psicológico, aunque a veces estos sen-

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Historia de la psiCología

En este tema, tras recordar las raíces históricas del funcionalismo, nos detendremos en cuatro de los funcionalistas que mayor preocupación mos-traron por la fundamentación teórica de la psicología: William James, John Dewey, James Mark Baldwin y George H. Mead. Dedicaremos asimismo un apartado a la psicología comparada, que tiene en común con el funcionalis-mo su intersección con el evolucionismo y, en algunos casos, una marcada sensibilidad funcional a la hora de entender la actividad de los animales.

LO QUE DA FORMA AL FUNCIONALISMO

El funcionalismo bebió de diversas fuentes. Algunas eran filosóficas, otras científicas y otras propias del entorno sociocultural en que se desa-rrolló. Desde un punto de vista histórico muy amplio, constituyó el último episodio de un ciclo cuyo inicio podemos retrotraer hasta el siglo IV a. C., cuando el filósofo griego Aristóteles definió los seres vivos por sus funciones (lo que hacen) antes que por sus estructuras o mecanismos (las partes del cuerpo) (Fernández et al., 1992). Pasando por Kant a finales del siglo XVIII y por Darwin en el XIX, ese ciclo llega hasta el funcionalismo, que hace girar la explicación psicológica en torno a las actividades de los sujetos en lugar de basarla en facultades mentales u órganos corporales. Desde un punto de vista histórico más restringido, el funcionalismo surgió como una manera de entender lo psicológico apoyada en el pragmatismo, el evolucionismo darwinista y el pensamiento social reformista.

El darwinismo

Ya hemos visto lo esencial del darwinismo. Ahora nos basta con sub-rayar que los funcionalistas eran darwinistas porque resaltaban el valor

tidos se mezclan. Hemos intentado que quede claro cómo lo usamos cada vez que aparece en el texto, pero conviene que se tenga en cuenta la ambigüedad. Biológicamente hablando, el mecanicismo implica considerar que los seres vivos son autómatas y todos los fenómenos vitales se explican por leyes físicas, basadas en relaciones causales. Psicológicamente hablando, el mecanicismo implica trasladar esa con-cepción a la mente o el comportamiento y explicar la actividad de acuerdo con leyes deterministas o, al menos, sin otorgar un lugar a la acción del sujeto y la posibilidad de que genere novedades imprevistas. En general, los conductismos y los cognitivismos, que trataremos en temas posteriores, constituyen ejemplos de psicologías mecanicistas, aunque en algunos casos (por ejemplo, en ciertas versiones del conexionismo) remiten la explicación psicológica a procesos neurofisiológicos de base, lo cual ejempli-fica la ambigüedad a la que aludíamos hace un instante.

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FunCionalismo y psiCología Comparada

adaptativo de la conciencia. Su punto de partida era que existen funciones psicológicas igual que existen funciones biológicas (crecimiento, reproduc-ción, alimentación, excreción, respiración, etc.). Recordar, pensar, percibir o sentir, por ejemplo, son funciones psicológicas. Los funcionalistas —cada uno con sus propios conceptos— suponían que las funciones psicológicas se caracterizan por formarse a través de la actividad adaptativa de los sujetos. Además, asumían que la mente o la conciencia existen porque la naturaleza las ha producido. En muchos casos, este era un argumento contra el reduc-cionismo mecanicista y la idea de que la mente es un mero epifenómeno, o sea, un subproducto de procesos neurofisiológicos: no podemos negar la existencia real de algo que ha sido fruto de la selección natural.

Darwin inauguró la psicología comparada moderna defendiendo la con-tinuidad psicológica entre los animales y el ser humano. Asimismo, con su teoría de la selección natural dejó planteado el problema del posible papel jugado por la actividad psicológica en la evolución biológica. ¿Es el com-portamiento un mero conjunto de instintos —un producto de la herencia— o bien desempeña alguna función evolutiva? ¿La conciencia es un puro epifenómeno o bien interviene en la adaptación al medio y, por tanto, en la selección natural? Tanto el funcionalismo como la psicología comparada intentaron responder a estas preguntas. Por tanto, no es que el funciona-lismo fuera el producto de la importación americana del evolucionismo inglés; el funcionalismo formó parte del evolucionismo, porque contribuyó a las discusiones en torno a la evolución y la selección natural.

El darwinismo proporcionó además algunas analogías útiles. Por ejem-plo, y como veremos después, al igual que Darwin recurría a la selección natural para explicar la evolución biológica, James señalaba que en la vida psíquica es la conciencia la que selecciona los contenidos mentales (ideas, imágenes, representaciones, sensaciones...). La idea de que lo psicológico tiene que ver con la selección está presente en muchos funcionalistas. Si el sujeto es activo y su actividad se dirige al mundo que lo rodea, el cual le plantea constantemente problemas y desafíos, el sujeto debe estar con-tinuamente eligiendo, seleccionando posibilidades de acción, adaptándose activamente. La concepción de la adaptación como algo activo estaba, de hecho, en el meollo de la discusión de gran parte de la psicología compa-rada. La cuestión era qué papel jugaba en la adaptación —y por tanto en la evolución biológica— lo que los animales hacen, es decir, su comporta-miento. Normalmente se suponía que la conciencia, la inteligencia, inter-

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viene cuando los instintos o los hábitos aprendidos ya no son suficientes porque hay novedades en el entorno.3

El pensamiento social

El funcionalismo eclosionó en un momento en que la sociedad estadou-nidense experimentaba un proceso de cambio acelerado. Se trataba de un proceso de modernización caracterizado por fenómenos como la expansión comercial, la industrialización, la inmigración y la mezcla de identidades culturales, el crecimiento de los suburbios urbanos, la proletarización de la mano de obra, la concentración de capitales y los oligopolios, la expansión y consiguiente burocratización de la administración pública, la emigración interior, etc. Esto generaba numerosos desajustes sociales e individuales. Las formas de vida propias de la sociedad agraria se resquebrajaban. La comunidad tradicional, que giraba en torno a la familia y el pueblo, cedía terreno en favor de escenarios urbanos masificados caracterizados por la novedad, el cambio y la pluralidad de valores e intereses. Las ciudades se erigían como los nuevos escenarios donde lograr el sueño americano de prosperidad y triunfo, pero también revelaban su lado oscuro de margina-ción y desarraigo. Las «casas de vecindad» retratadas por el fotógrafo Lewis Hine a principios del siglo pasado, por ejemplo, dan testimonio visual de las pésimas condiciones en que vivían las familias de muchos obreros indus-triales en las grandes urbes.

Igual que en otros países occidentales en la misma época, la alternativa a la comunidad próxima tradicional, de carácter rural, era lo que Benedict Anderson (1991) ha denominado una «comunidad imaginada», esto es, un Estado nacional. A diferencia de lo que ocurre con los vecinos del pueblo, la mayoría de los habitantes de un Estado nacional moderno nunca se

3 Dentro de un instante hablaremos del marco filosófico pragmatista del funcionalismo. Los pri-meros autores pragmatistas estadounidenses empezaron a reunirse en Cambridge en 1872, formando lo que llamaron el Club Metafísico (Menand, 2002). Pues bien, uno de sus líderes, Chauncey Wright (1830-1875), ejemplifica muy bien la conexión entre pragmatismo, funcionalismo y darwinismo, dado que adoptaba una actitud casi positivista y centraba su pensamiento en el evolucionismo darwinista, considerando que el principio de la selección natural demuestra que todos los comportamientos huma-nos se explican en última instancia por su utilidad. Wright se carteó con Darwin, llegaron a conocerse personalmente e incluso colaboraron en trabajos sobre plantas y sobre los instintos de los animales y su relación con la conciencia humana (Sini, 1972). Nótese asimismo la estrecha relación de estas cues-tiones con la psicología comparada, a la que nos referiremos al final del tema.

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van a conocer personalmente —de ahí lo imaginario— pero se supone que comparten una misma identidad colectiva y se adhieren a ella por pertene-cer a la misma nación y tener los mismos derechos y obligaciones que sus conciudadanos. Lo que define la identidad personal ya no es la pertenencia a una familia, un pueblo, una comarca o una parroquia, sino la condición de ciudadano. La gestión de las comunidades imaginadas exigía (y exige) la participación de numerosos expertos que las dotaran de los símbolos de identificación adecuados —transmitidos mediante la enseñanza y los me-dios de comunicación— y ayudaran a controlar los conflictos. Para ello se consideraba necesario teorizar la relación entre individuo y sociedad y con-tar con técnicas que, basadas en esa teorización, permitieran administrar adecuadamente la vida social.

El pensamiento social norteamericano de finales del XIX y principios del XX cumplía esa función. Sus representantes eran por lo general intelec-tuales reformistas —aunque algunos adoptaban posiciones políticas más radicales, muy cercanas al socialismo— procedentes de ámbitos como la sociología, la religión, el trabajo social, el activismo en pro de derechos sociales y civiles, el periodismo, etc. A modo de ejemplo, podemos citar los nombres de la trabajadora social Mary P. Follet (1868-1933), el sociólogo Lester F. Ward (1841-1913), el educador Arland D. Weeks (1871-1936), de quien volveremos a hablar más abajo, y la socióloga feminista Jane Adams (1860-1935). En diversos grados, algunos autores importantes para la psicología participaron también en esa corriente, como Dewey o Mead (ambos, por cierto, colaboraron con Jane Adams). Además, muchos prag-matistas y funcionalistas desarrollaron teorías de la formación del yo que pretendían explicar la relación entre individuo y sociedad, como el filósofo Josiah Royce (1855-1916), los sociólogos Charles H. Cooley (1864-1929) y Charles A. Ellwood (1873-1946) o el filósofo y educador John E. Boodin (1869-1950) (Valsiner y Van der Veer, 2000), aparte de los propios Dewey, Mead y Baldwin.

Como reiteraremos más abajo, el pensamiento social de la mayoría de los funcionalistas —así como de los conductistas iniciales— era de orienta-ción progresista, a menudo basado en la defensa de lo público como garan-te para la igualdad y el ejercicio de la democracia. El funcionalismo cubrió la demanda de teorías científicas que justificaran la articulación entre indi-viduo y sociedad. Incluso cabe entender el trabajo de los funcionalistas más orientados a la teoría social como un esfuerzo por trasladar a la comunidad

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imaginada estadounidense la (supuesta) armonía social y los antiguos lazos de lealtad propios de las comunidades tradicionales. La psicología propor-cionaba una base sobre la que apoyar esa necesidad política de estabilidad social, sin la cual la construcción de la nación estadounidense —basada en la democracia— parecía imposible.4

Por lo demás, muchos aspectos de la concepción funcionalista del sujeto tenían raíces profundas en la cultura norteamericana y, en particular, en el mito de los orígenes de la nación estadounidense. Durante el siglo XIX tomó forma la imagen del pionero como figura gracias a la cual los colonos habían logrado asentarse en las tierras del este de Norteamérica, se habían independizado de Inglaterra y habían seguido expandiéndose hacia el oeste en pugna contra una naturaleza agreste y unos nativos igualmente salvajes (el género cinematográfico del western sería un fiel reflejo de esto). En 1893, el historiador Frederick Jackson Turner elevó a rango académico el mito de la frontera, según el cual la frontera oeste había constituido el escena-rio de esa lucha de los pioneros y ésta habría fomentado la forja del fuerte sentido norteamericano de la individualidad, la iniciativa y la democracia. El pionero era, pues, un individuo eminentemente activo que se adaptaba a un entorno hostil transformándolo para satisfacer sus necesidades y las de su familia. Para él, la naturaleza era al mismo tiempo una fuente de opor-tunidades y de peligros. Además, los pioneros vivían en pequeñas comuni-dades —tradicionales— donde todos se conocían y el apoyo mutuo revestía una enorme importancia. No había, por tanto, una oposición radical entre lo individual y lo colectivo. Los pioneros eran individualistas en el sentido de que, en ausencia de una estructura política a la europea (estatal) que los respaldara, tenían que buscarse la vida a la hora de organizar sus pueblos —al nivel comunitario— y sus hogares —al nivel familiar—. Sin embargo, para ellos la comunidad próxima (el vecindario, la parroquia, el pueblo) era importantísima, porque constituía una red de apoyo mutuo y la única estructura política de la que disponían. De hecho, el referente mítico de la democracia estadounidense ha sido siempre la toma de decisiones asam-

4 En este contexto, la relación entre feminismo y psicología ha merecido cierta atención historio-gráfica (García, 2005a). En ella se cruzaban pensamiento social, progresismo, funcionalismo y teorías sobre la relación individuo-sociedad. De hecho, algunas funcionalistas eran feministas. A este respecto recomendamos un vídeo sobre Mary Whiton Calkins (1863-1930) guionizado por Noemí Pizarroso en 2012 y disponible en el siguiente enlace: http://www.youtube.com/watch?v=pSItk8yGmO4 (acceso el 14/07/2012). Calkins era una funcionalista que definió la psicología como ciencia del yo e intentó inte-grar en ella componentes del estructuralismo (García, 2005b).

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blearia en aquellas pequeñas comunidades donde todos se conocían y las relaciones se establecían en un plano horizontal, sin jerarquías ni media-ciones burocráticas.

En esa tradición cultural americana hunden sus raíces dos señas de identidad del funcionalismo: la idea de la adaptación activa al entorno y la necesidad de conjugar lo individual y lo social.

El pragmatismo

El pragmatismo fue a la filosofía norteamericana lo que el funciona-lismo a la psicología: un producto típicamente americano. En realidad, a menudo es difícil distinguir el uno del otro. El funcionalismo era en cierto modo la versión psicológica del pragmatismo. De hecho, dos de los prag-matistas más conspicuos fueron también dos de los funcionalistas más conocidos: William James y John Dewey.

El pragmatismo exacerbaba la importancia de la acción y hacía girar en torno a ésta la cuestión de la validez del conocimiento. Para un pragmatis-ta no hay conocimiento que no esté ligado a su puesta a prueba y eventual corrección o rectificación según las consecuencias que produce en el mun-do. Esta idea fue esencial para los funcionalistas. En lenguaje psicológico equivale a afirmar que los contenidos de la conciencia se forman mediante la actividad. O lo que es lo mismo: las funciones psicológicas existen por y para la acción. Veamos cómo expresa filosóficamente esta idea Peirce, el padre del pragmatismo.

Charles S. Peirce (1839-1914) y la máxima pragmática

Charles Sanders Peirce había estudiado física y trabajó durante un tiempo en un organismo del gobierno federal dedicado a la investigación geodésica y costera. Aunque dio clases en la Johns Hopkins University (Baltimore), nunca consiguió un puesto estable de profesor. Su filosofía se basaba en un desarrollo de la idea kantiana de que algunas creencias humanas carecen de una base completamente segura sobre la cual asen-tarse. Por ejemplo, ante un diagnóstico dudoso un médico actúa mediante tanteos, sin contar con la certeza de que sus decisiones terapéuticas son las correctas. Sólo los resultados de la terapia irán dando pistas acerca de

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lo adecuado de esas decisiones. Kant definía este tipo de creencias como creencias pragmáticas. El médico actúa conforme a creencias pragmá-ticas. Peirce extendió esa idea a todo el conocimiento: no hay ninguna creencia, ninguna clase de conocimiento, cuya verdad esté justificada más allá de sus resultados prácticos. El pensamiento está al servicio de la ac-ción, y no hay creencia que no sea pragmática. A esto lo llamó «máxima pragmática», según la cual la única definición posible de algo es la que hace referencia a sus consecuencias prácticas. Lo que pensamos acerca de las cosas depende de nuestra experiencia práctica con ellas, y no hay nada en la definición de las cosas que vaya más allá de dicha experiencia. Así, cuando nos relacionamos con un objeto anticipamos, según nuestra experiencia previa, cómo va a comportarse ese objeto (p. ej., si prevemos que un alimento está duro lo mordemos con cuidado). En palabras del propio autor, la máxima pragmática consiste en «considerar qué efectos, que razonablemente pueden tener manifestaciones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de esos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto» (Peirce, 1887 y 1888, p. 87).

Mientras que para Kant la verdad era algo estático, Peirce pensaba que la verdad era cambiante. Si el evolucionismo darwiniano había demostrado la evolución de las especies, el pragmatismo aplicaba ese esquema evolu-cionista al conocimiento e intentaba mostrar que éste también evoluciona. La verdad no es fija. Al igual que los organismos en general se adaptan al entorno y lo modifican mediante tanteos, poniendo a prueba sus hábitos y transformándolos según sus consecuencias prácticas, los seres humanos ponemos a prueba nuestras ideas —que no son más que hábitos de pensa-miento, principios para la acción— y nos quedamos (o deberíamos quedar-nos) con aquellas que se muestran más eficaces para vivir.

A diferencia de lo que ocurre con James, la relevancia directa de Peirce para la psicología no suele destacarse en los manuales de historia de la disciplina. Sin embargo, contribuyó al desarrollo de la psicología experi-mental en su país (sobre todo con trabajos sobre percepción), ayudó a dar a conocer la obra de autores alemanes decisivos para la psicología (Wundt, Fechner, Helmholtz), fue profesor de psicólogos americanos destacados (como Cattell o Dewey) y, en general, participó en los debates intelectua-les sobre el significado de lo psicológico, la acción, el pensamiento, etc. (Morgade, 2002).

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A William James, en cambio, se le suele considerar el padre de la psicolo-gía americana y, más específicamente, el padre del funcionalismo. Aunque sus ideas psicológicas concretas quizá sonaran hoy como un ragtime en un gramófono, su espíritu penetró en la corriente principal de la disciplina. Se basaba en la experimentación —al estilo de la que se practicaba en el labo-ratorio de Wundt en Alemania— y en algo que no estaba en Wundt: la idea de que la conciencia se halla eminentemente ligada a la actividad.

La psicología de William James (1842-1910)

Tras doctorarse en medicina en la Universidad de Harvard, donde trabajó prácticamente toda su vida, James dio clases de fisiología, anatomía, psico-logía y filosofía hasta que en 1889 ocupó una cátedra de psicología. Al año siguiente publicó su famoso libro Principios de psicología, un manual con el que se formó toda una generación de estudiantes. En realidad, la versión ja-mesiana del pragmatismo tiene en su conjunto un cierto aroma psicológico. No en vano fue en los Principios de psicología donde comenzó a exponerla.

James entiendía el pragmatismo casi como una filosofía aplicada a la vida (Sini, 1972). Mientras que Peirce lo consideraba un método para ase-gurar la claridad de los conceptos filosóficos y científicos, James lo consi-deraba un principio de justificación de nuestras creencias: es válida aquella creencia que influya (para bien) en nuestra vida y, en último término, afecte a todo el conjunto de las experiencias vitales. Las verdades sólo son tales si son buenas para vivir. Además, puesto que las consecuencias prácticas de nuestras ideas son inciertas mientras no se comprueben, hemos de tener alguna fe en aquello que creemos o, como decía el propio James, alguna «voluntad de creer». Lo importante, en suma, es siempre la acción. Dado que ninguna verdad absoluta nos respalda, debemos actuar y comprobar cuán verdaderas son nuestras ideas enfrentándolas a la prueba del algodón de la acción, sin olvidar que también es en la propia acción donde toma-mos conciencia de cuáles son nuestras ideas —es decir, las descubrimos a medida que actuamos—.

La teoría motora de la conciencia. Respecto a la psicología, aquí vamos a centrarnos en la concepción jamesiana de la conciencia.5 Frente a los wun-

5 Una exposición más completa de la obra de James puede encontrarse en el cap. 9 de la Historia de la psicología de José M.ª Gondra (1997). Da cuenta de la pluralidad de sus intereses, que abarcaban desde la psicopatología hasta los fenómenos paranormales, pasando por el misticismo. James acabó ocupando una cátedra de filosofia en 1897. Cinco años antes se había distanciado de la psicología más

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dtianos y los estructuralistas, lo que le importaba a James no eran tanto los contenidos de la conciencia cuanto sus funciones. Y la principal función de la conciencia, la que constituye el fundamento o la característica más genérica de toda la vida psicológica, es la de seleccionar, la de elegir. Veamos cómo.

James se oponía tanto a las perspectivas materialistas y reduccionistas como a las dualistas y espiritualistas (Fernández y Sánchez, 1990). Para las primeras, la conciencia es un mero epifenómeno, algo secundario o deriva-do de la auténtica realidad, que es la realidad física: en última instancia, lo único real son los procesos neurofisiológicos, mecánicos. Para las segundas, la conciencia es una realidad (no física) separada e independiente de la ma-teria corporal (física) e influye en ésta interactuando con ella, tal y como había planteado el filósofo francés René Descartes en el siglo XVII.6 James concedía parte de razón a ambas perspectivas y les quitaba otra parte:

— Daba la razón al materialismo reduccionista en que los procesos neurofisiológicos funcionan por sí mismos, sin intervención de la mente o la voluntad, o sea, de acuerdo con leyes naturales entendi-das mecánicamente. En ese sentido, podemos comparar al cerebro con una centralita telefónica que se limita a conectar estímulos y respuestas. Ahora bien, según James la conciencia no es un mero epifenómeno. Sería imposible explicar nuestra actividad quedándose sólo en la mecánica del sistema nervioso. La conciencia influye en nuestro comportamiento. Además, la conciencia existe objetivamen-te porque forma parte de la naturaleza. Es útil adaptativamente en un sentido darwinista, tal y como indicamos más arriba.

experimentalista y había escrito que la psicología, entendida como ciencia natural, no era más que “la esperanza de una ciencia” (James, 1892, p. 468). Sin embargo, su paso a la filosofía y la variedad de sus intereses no sólo reflejaba una personalidad cambiante, sino que expresaba una actitud de exploración intelectual cuyo denominador común fue siempre la teorización de la forma en que el sujeto se relacio-na con el mundo. En ese sentido James nunca perdió su perspectiva psicológica.

6 Recordemos que Descartes postulaba una interacción entre mente y cuerpo, que concebía como dos sustancias distintas, una material (física) y otra espiritual (no física). Pensaba que la mente puede tener un efecto causal sobre el cuerpo. Ese planteamiento respaldaba la creencia de que nuestro com-portamiento está controlado por nuestra voluntad. Pero desde un punto de vista filosófico la interacción era problemática. Si mente y cuerpo son dos sustancias diferentes, ¿cómo pueden interactuar? A lo largo de la historia se han propuesto diversas soluciones a ese problema, entre las que destacan dos: 1) la negación de que lo mental exista (la mente es un mero epifenómeno, algo puramente subjetivo, colateral, que no puede actuar causalmente sobre el cuerpo) y 2) la idea de que mente y cuerpo son dos realidades paralelas y equivalentes que, aunque no interactúan entre sí, son como la cara y la cruz de una misma moneda, de modo que lo que sucede en una sucede en la otra. El punto de vista de James se encuentra muy cerca de esta segunda concepción (la del paralelismo).

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— Daba la razón al dualismo espiritualista en que la mente es activa. Ahora bien, según James los contenidos de la mente están inextrica-blemente unidos a los procesos neurofisiológicos. Lo psicológico y lo neurofisiológico no constituyen realidades sustancialmente distintas y, por tanto, no cabe hablar de interacción entre ellas. De hecho, hay por defecto una relación automática o instantanea entre cerebro y mente, en el sentido de que nada ocurre en la mente sin que ocurra al mismo tiempo algo en el sistema nervioso. Sin embargo, lo que ocurre en la mente no es exactamente un simple eco o reflejo de lo que ocurre en el cerebro, porque la conciencia interviene en el fun-cionamiento mental —no en el cerebral, porque en tal caso habría interacción entre una realidad física y otra no física—.

Según James (1890), lo que hace la conciencia es poner el foco de la atención sobre ciertos contenidos mentales y permitir así que sobresalgan entre los demás; es decir, los selecciona, los «elige». Y, puesto que todo contenido mental va ligado a un proceso neurofisiológico, los contenidos mentales seleccionados por la conciencia se convertirán en procesos neuro-fisiológicos que se traducirán en movimientos, en conductas. Gráficamente el proceso podría representarse según aparece en la figura 1.

Eso es lo que entiende James por función psicológica en su sentido más genérico: a través de la atención, la conciencia cae sobre un contenido mental y éste, al ir inextricablemente unido a un determinado proceso neu-romuscular (o glandular), desencadena ese proceso y el sujeto se comporta

de tal o cual manera (o siente tal o cual co-sa). Por tanto, la con-ciencia no determina directamente nuestro comportamiento, pe-ro sí indirectamente, mediante la selección de unas ideas en de-trimento de otras, lo que se traduce en la producción de unas determinadas conduc-tas y no de otras. Es

Conciencia

∆Idea

Mente .................................................................. [Corriente de conciencia]

Cerebro .............................................................. [Asociaciones mecánicas]

E R E R

Figura 1. La ta motora de la conciencia según James

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un proceso análogo a la selección natural darwiniana: igual que ésta «elige» a los organismos más aptos y los demás perecen, la atención selecciona de-terminadas ideas y las demás se quedan en un segundo plano, fuera del foco atencional, de modo que no se convierten en movimientos.

Cuando explica esa concepción suya de la función psicológica, James es-tá aplicando la llamada «teoría motora de la conciencia», que en diferentes versiones fue asumida por prácticamente todos los funcionalistas. A veces James y otros se referían a ella con la expresión de «ley (o respuesta) ideo-motora», que procedía de la hipnosis, donde se utilizaba para explicar el hecho de que ciertas imágenes mentales e ideas producen automáticamente reacciones corporales, movimientos (de ahí la expresión «ideomotora»).

La «corriente de conciencia». Además, el principal rasgo que oponía el funcionalismo al estructuralismo —la crítica al análisis de la mente en tér-minos de sus componentes elementales— tenía una estrecha relación con el planteamiento jamesiano sobre la conciencia. Si los contenidos de la mente existen sólo en la medida en que la conciencia los selecciona haciendo que la atención recaiga sobre ellos, entonces no podemos entenderlos como rea-lidades primarias, según hacía la psicología alemana. Como ya vimos, para autores como Titchener las sensaciones, las ideas o las imágenes mentales eran las unidades a partir de las cuales se erige toda la arquitectura psico-lógica. James, en cambio, creía que éstas no son realidades psicológicas primarias, sino derivadas. Aparecen en el análisis que realiza el psicólogo, quien las puede identificar sólo porque previamente la conciencia del sujeto las ha generado. La conciencia delimita sensaciones o ideas y, a continua-ción, el psicólogo las detecta. En sí misma, la conciencia es un flujo, un continuo. No está compuesta de sensaciones e ideas, sino más bien al revés: es ella la que, haciendo que la atención interrumpa o segmente dicho flujo, acota esos contenidos mentales y, con ello, los convierte en reales. La vida psíquica es una totalidad, no una suma de elementos. Se ha hecho famosa la expresión que utilizaba James para referirse a esto: «corriente (o flujo) de conciencia» (stream of consciousness).

La idea de la corriente de conciencia, aparte de distanciar a James de la tradición psicológica alemana, le permitía seguir protegiéndose contra las posibles acusaciones de dualismo o interaccionismo, es decir, de creer que la mente tiene un efecto causal directo sobre el cuerpo. La conciencia no produce las ideas, no genera directamente los contenidos mentales. Éstos

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existen por sí mismos en íntima conexión con los procesos neurofisiológi-cos subyacentes. Lo único que hace la conciencia, como ya hemos visto, es interrumpir su propio flujo mediante la atención y seleccionar unos u otros de esos contenidos. En última instancia, es al seleccionarlos cuando los convierte en realidades psicológicas. Antes de ser seleccionados (o si no se seleccionan nunca) no son más, en realidad, que procesos neurofisiológi-cos. Nos parece que son estados psicológicos y no neurofisiológicos porque tenemos experiencia subjetiva (introspectiva) de que existen. Es decir, lo que experimentamos son ideas, sensaciones, imágenes mentales y demás. Sin embargo, las experimentamos porque previamente la atención las ha acotado segmentando el continuo de la corriente de conciencia.

Para terminar, nótese que James concebía principalmente la actividad a escala individual y tomando como referencia el sujeto adulto. De hecho, afirmaba que la conciencia se encuentra ligada a un yo y existe un «yo pu-ro» en el que se deposita el sentimiento de identidad personal y se integran o unifican las experiencias vitales. Otros funcionalistas —como Dewey, Baldwin o Mead— pondrían un énfasis mayor en el hecho de que el sujeto se forma socialmente y a través de un proceso de desarrollo que comienza en el bebé recién nacido.

La autodefinición frente al estructuralismo: James R. Angell (1869-1949)

Puede que los historiadores no estuviéramos utilizando la etiqueta de «funcionalismo» si Titchener (1898) y James Rowland Angell (1907) no hu-bieran escrito sendos artículos titulados respectivamente «Los postulados de una psicología estructuralista» y «La provincia de la psicología funcio-nalista». El funcionalismo tomo conciencia de sí mismo oponiéndose a la nueva psicología importada de Alemania, y particularmente al estructura-lismo de Titchener. Si el funcionalismo hubiera sido una escuela en sentido estricto, el artículo de Angell tal vez se hubiera considerado su manifiesto fundacional. En realidad, este artículo constituyó más bien un acto de au-toafirmación o autorreconocimiento frente al estructuralismo.

La psicología norteamericana previa al funcionalismo estaba dominada por la denominada Escuela del Sentido Común, una corriente filosófica procedente de Escocia y creada en el siglo XVIII por autores como Thomas

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Reid (1710-1796). Esta corriente había representado una reacción contra el escepticismo de los empiristas británicos de finales del XVII y principios del XVIII. Sus seguidores también se oponían a la perspectiva crítica de Kant. Recurrían al sentido común para sostener que el mundo que percibimos es el mundo real, y defendían una psicología según la cual la mente humana está compuesta de diversas facultades encargadas de conocer directamente ese mundo real.

La versión del wundtismo que Titchener quería implantar en los Estados Unidos era la alternativa para una «nueva psicología», es decir, para una psi-cología diferente a la de la teoría de las facultades, propia de la Escuela del Sentido Común. Aunque durante unos pocos años convivió con el funciona-lismo, el estructuralismo de Titchener acabó desapareciendo o diluyéndose en él. El funcionalismo se convirtió así en la nueva psicología por antonomasia, como dijimos al principio, y el artículo de Angell le dio carta de naturaleza.

Angell fue profesor durante más de veinte años en la Universidad de Chicago, el principal bastión del funcionalismo. Su artículo procedía del discurso presidencial de la APA y era, en parte, una réplica a Titchener. En él recogía las características comunes de los psicólogos funcionalistas, que a su juicio eran tres:

1. Frente a los estructuralistas, pretenden definir lo psicológico en tér-minos de operaciones, de acciones, no en términos de contenidos estáticos. Los estructuralistas aislan artificialmente los contenidos de la conciencia y caen en una versión de la «falacia del psicólogo» consistente en atribuir a los estados psicológicos rasgos (tonos, sabo-res, colores...) que en realidad surgen del análisis a posteriori de los mismos.7 A los funcionalistas no les sinteresa el qué, sino el cómo y el porqué de lo psicológico. Les interesa cómo y bajo qué condiciones percibimos, pensamos, deseamos, etc.

2. Tienen una concepción evolucionista de la psicología. La concien-cia existe porque juega algún papel en la evolución biológica. Las funciones psicológicas son como son porque han servido y sirven para adaptarse al medio ambiente. Ahora bien, esa adaptación no es pasiva. La conciencia es un producto de la evolución pero también

7 La falacia del psicólogo, denunciada por James (1890, p. 160), se refiere al error metodológico de tomar por psicológicamente reales (es decir, presentes en la actividad del sujeto) entidades que son un mero producto de la elaboración teórica del psicólogo (es decir, una suerte de artificio conceptual).

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interviene activamente en la adaptación al medio. «Todas las filoso-fías, excepto el materialismo ontológico, presuponen que la mente juega un papel estelar en todas las adaptaciones al ambiente de los animales que la poseen» (Angell, 1907, p. 333). El materialismo on-tológico es la postura según la cual la mente o es un puro reflejo de la materia —por tanto, la adaptación es pasiva— o ni siquiera existe. Para un funcionalista, en cambio, la conciencia actúa cada vez que en el medio ambiente aparece una novedad a la que hay que adaptar-se. Por eso es algo que existe objetivamente. Aquí podemos percibir los ecos de la teoría motora de la conciencia de James, según la cual la conciencia, ante la novedad, interrumpe un proceso mecánico y lo guía en la dirección de una adaptación inteligente.

3. Practican una especie de psicofísica no cuantitativa. No establecen un corte entre lo fisiológico y lo psicológico. Toman la distinción entre mente y cuerpo como una distinción puramente metodológica, es decir, que no supone la existencia de dos realidades independien-tes —mental y corporal, psicológica y fisiológica—. Aunque dice que entre los funcionalistas hay a este respecto sensibilidades diferentes —excepto el epifenomenismo, que niega el papel jugado por la men-te—, Angell subraya que, a su juicio, la distinción entre lo mental y lo corporal no es primaria (no existe en el niño recién nacido, por ejemplo), sino producto de la reflexión, del análisis.

Angell añadía que la psicología no es una ciencia que tenga un objeto predefinido («es lo que nosotros hacemos de ella») y que en todo caso es arbitrario identificar ese objeto con la conciencia individual. De ahí la nece-sidad de «habitar en regiones que a primera vista no son propiamente men-tales». Entre ellas mencionaba la lógica, la ética y la teoría social. Dewey, Baldwin y Mead se adentraron en esas regiones.

FUNCIONALISMO Y PSICOLOGÍA GENÉTICA

James Mark Baldwin (1861-1934) y la perspectiva genética

«Genética» se refiere aquí a génesis (origen y desarrollo), no a genes. En cierto sentido, la psicología funcionalista es en sí misma genética por naturaleza, en tanto en cuanto se ocupa del desarrollo de las capacidades

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(funciones) psicológicas. Pero probablemente fue Baldwin quien más lejos llevó esa identificación.

Baldwin trabajó como profesor en las universidades de Lake Forest (Illinois), Toronto, Princeton y Johns Hopkins (Baltimore), y pasó los últimos veintidós años de su vida en París, donde dio clases en la Escuela de Altos Estudios. Su obra constituyó quizá el esfuerzo más ambicioso por elaborar un sistema teórico psicológico de corte funcionalista y genético, tomando es-te último término —insistimos— como referido a la génesis y no a los genes.8

En efecto, si algo cruzaba toda la obra de Baldwin era la perspectiva ge-nética. Desde su punto de vista, ningún tipo de actividad psicológica podía entenderse reduciéndola a causas subyacentes o mecanismos biológicos o ambientales que la produjeran. La actividad psicológica posee una lógica propia, de manera que la única clase de explicación psicológica que tiene sentido es la que se fija en el desarrollo secuencial, a lo largo del tiempo, de las diversas formas de actividad del sujeto, desde las más simples (refle-jos, percepción...) hasta las más complejas (reflexión, pensamiento...). Las funciones psicológicas más complejas se construyen sobre las más simples pero no se reducen a ellas, sino que implican transformaciones, novedades. Estas novedades son correlativas a novedades que surgen en el medio al que se está adaptando el sujeto. Desde luego, la adaptación no es pasiva, sino condicionada por lo que el propio sujeto hace. Y, especialmente en las es-pecies superiores, como la humana, la actividad no es solitaria, sino social: los individuos actúan tanto como interactúan entre sí.

La lógica genética. La lógica genética poseía, para Baldwin, dos senti-dos. En primer lugar, se refería a lo que acabamos de indicar: que lo psico-lógico tiene un funcionamiento específico, irreductible, que debe estudiarse de acuerdo con su desarrollo a lo largo del tiempo. En segundo lugar —y aquí es donde el propio Baldwin (1906-11) utilizaba la expresión «lógica genética»—, se refería al conjunto del conocimiento humano interpretado en clave psicológica. Baldwin es uno de los padres del constructivismo (al que dedicaremos el último tema) y como tal pensaba que la realidad es una construcción; en concreto, una construcción realizada —objetivada— a través de la actividad de los sujetos. Pues bien, la lógica genética es la expo-sición completa de todos los resultados objetivados de la actividad humana

8 Recomendamos el vídeo sobre este autor guionizado por José Carlos Loredo Loredo en 2012 y dis-ponible en el siguiente enlace: http://www.youtube.com/watch?v=xPn1h2UVea8 (acceso el 14/07/2012).

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a lo largo de la historia, plasmados en el arte, la ciencia y los demás produc-tos culturales. Además, para Baldwin, la secuencia histórica de surgimiento de esos productos de la actividad colectiva se reproduce parcialmente en el desarrollo de cada sujeto individual, es decir, en la ontogénesis. Aquí Baldwin estaba utilizando una versión moderada de la teoría de la reca-pitulación, que había sido sistematizada en 1866 por el biólogo alemán Ernst Haeckel (1834-1919). Según esta teoría, la ontogenia (u ontogénesis) resume la filogenia (o filogénesis). Dicho de otro modo, el desarrollo mor-fológico de cada individuo atraviesa las mismas etapas que a lo largo de la evolución atravesó la especie a la que pertenece. Muchos autores de finales del siglo XIX aplicaban la teoría de la recapitulación a la psicología y supo-nían que el desarrollo psicológico individual seguía los mismos pasos que había seguido el de la especie humana.

Huelga subrayar que Baldwin era antimecanicista. Consideraba que el mecanicismo confunde las explicaciones psicológicas con las físicas y con-lleva, por ende, la desaparición de la psicología. El único formato posible de la explicación psicológica es el que describe la génesis de las funciones psicológicas.

Baldwin elaboró su versión del funcionalismo tomando ideas del evolu-cionismo y confrontando las suyas propias con las de autores como William James. Su perspectiva genética incorporaba asimismo ideas de algunos autores franceses como Théodule Ribot (1939-1916). En lo tocante a la ontogénesis, tal perspectiva fue afinada gracias a la observación del com-portamiento de su hija Helen, nacida en 1889. Baldwin resaltaba el hecho de que los niños pequeños se relacionan con su entorno de una forma muy directa, a través de la acción. Al comienzo de su carrera, interpretó ese he-cho mediante un principio muy similar al de la teoría motora de la concien-cia: la «dinamogénesis», según la cual los contenidos mentales tienden a convertirse inmediatamente en acciones (Baldwin, 1891). Este principio se relacionaba con las ideas de psicólogos franceses como Pierre Janet (1859-1947), quienes la usaban —no necesariamente con el mismo nombre— para explicar fenómenos psicopatológicos y de sugestión e hipnosis.

La reacción circular. Pero Baldwin fue poniendo un énfasis cada vez mayor en que la dinamogénesis no es un principio estático. Evoluciona y se transforma conforme el niño crece. Baldwin (1895) teorizó ese hecho recurriendo al concepto de «reacción circular», que unas décadas después

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sería bastante conocido gracias al uso que haría de él Jean Piaget, a quien trataremos en el último tema. Mediante la reacción circular Baldwin defi-nía lo que es una función psicológica en un sentido genérico. Básicamente, una reacción circular es una acción que se repite hasta que se satisface una necesidad del organismo. Si esa necesidad queda satisfecha, la acción cesa aunque el estímulo que la produce permanezca; si no, se mantiene aunque el estímulo desaparezca (un ejemplo de esto lo tenemos en el bebé que sigue succionando unos segundos después de que se le quite el pezón). No hay, por tanto, una relación mecánica o simétrica entre estímulo y respuesta. Pero, además, tanto filogenética como ontogenéticamente las reacciones circulares se desarrollan y van ganando en complejidad. Las acciones no se repiten idénticas a sí mismas, sino con variaciones. Las variaciones per-miten al sujeto entrar en contacto con nuevas dimensiones de los objetos y ello, a su vez, sugiere nuevas variaciones. Este proceso de desarrollo se vuelve cada vez más complejo y pronto incluye una relación jerárquica en-tre diferentes tipos de reacción circular. Las distintas acciones se coordinan entre sí y unas se ponen al servicio de otras, como cuando el bebé, una vez adquirida cierta habilidad en el seguimiento visual, el movimiento de las manos y el gateo, coordina esas tres acciones al servicio de una nueva: des-plazarse para agarrar un juguete alejado.

La reacción circular, pues, consiste en tanteos que el sujeto realiza y que se van modificando y enriqueciendo según tres condiciones: las consecuen-cias que provocan en el mundo, las necesidades o el propósito del sujeto en ese momento y el sistema de acciones que éste pone a prueba (o sea, la coordinación entre unas acciones y otras). Como veremos, las derivaciones conductistas del funcionalismo —al igual que hacían los autores más meca-nicistas en el momento en que Baldwin escribía— perderían de vista las dos últimas condiciones —las necesidades y propósitos del sujeto y su sistema de acciones completo— y se quedarían sólo con las consecuencias ambien-tales de cada acción particular. También perderían de vista la perspectiva genética y se quedaron con un sujeto estático, sin historia individual ni sociocultural.

La imitación. Baldwin (1897) subrayaba que el ser humano no actúa en solitario. En realidad, es la relación con los demás lo que permite que uno acabe percibiéndose a sí mismo como un sujeto individual entre otros que también lo son. Se trata de un proceso que comienza al poco tiempo de nacer. Al principio de la ontogenia el sujeto no se distingue a sí mismo

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con claridad ni de los objetos ni de otros sujetos. Es sólo a través del trato con los demás como el niño pequeño acaba siendo consciente de que él es un yo y los demás también lo son, cada cual con sus estilos de acción característicos (su personalidad, por así decir). Por tanto, el yo se forma socialmente. Baldwin afirmaba que ese proceso se basa en la imitación, pero no la entendía como copia pasiva, sino activa. No es hacer lo que otro hace, sino reconstruirlo individualmente y, por tanto, con modificaciones. Para Baldwin, la imitación era la versión social de la reacción circular: si en la reacción circular el estímulo que cataliza la respuesta es un objeto, en la imitación es un sujeto. El niño no busca un objeto sino una acción: intenta reproducir lo que otro acaba de hacer. Ha de hacerlo por sí mismo, ponien-do a prueba sus acciones, tanteando, dándose cuenta de si los resultados que obtiene son los mismos que había obtenido el modelo... Además, así surgen las innovaciones, porque el sujeto, al imitar al modelo ajustándose a él, introduce cambios que a menudo dan lugar a resultados inesperados y mejoran la ejecución original de dicho modelo. Esta es la base psicológica del progreso social: cada sujeto recibe una «herencia social» (un conjunto de hábitos, destrezas, actitudes, conocimientos, valores, etc.) que cons-tituye el bagaje con el que cuenta a la hora de actuar, y al actuar genera novedades (nuevas formas de acción) que, si se extienden entre el número suficiente de personas y se institucionalizan, terminan por formar parte de la herencia social de la siguiente generación.

La selección orgánica. La idea de herencia social también le servía a Baldwin para subrayar que la actividad de los sujetos interviene en la evolución biológica. La ontogénesis repercute en la filogénesis porque las habilidades que cada sujeto recibe de sus mayores le permiten sobrevivir y modificar el entorno según sus necesidades, lo que le protege contra la acción descarnada de la selección natural. Los individuos más aptos no son más aptos por razones puramente biológicas, sino por razones psicosocia-les: porque sobreviven gracias a lo que han aprendido. Este hecho quizá sea más evidente en el caso de la especie humana, pero Baldwin lo extendía a todas las especies animales. Aunque haya animales cuyo comportamien-to social sea mucho menos acusado que el nuestro, siguen contando con sistemas de acciones que les permiten adaptarse activamente al entorno y no estar sometidos como marionetas a las variaciones del mismo, que a veces podrían ser letales (y en ocasiones lo son, cuando los sujetos perecen hagan lo que hagan). Es el comportamiento —los sistemas de acciones de

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los sujetos— el que permite a los organismos sobrevivir, adaptarse. Tal era el fundamento de la denominada teoría de la «selección orgánica» de Baldwin (1896). Esta denominación hacía referencia al hecho de que son los organismos y no sólo el ambiente los que seleccionan, porque a través de su actividad condicionan quiénes perecen y quiénes sobreviven y, en consecuencia, quiénes se reproducen. Por lo tanto, incluso aunque no haya herencia social sigue habiendo selección orgánica. De hecho, y desde un punto de vista filogenético, la selección orgánica es la que ha permitido el surgimiento y expansión de la herencia social, porque es la que ha permi-tido la supervivencia de ciertas especies y el progresivo enriquecimiento de sus sistemas de acciones, incluyendo la imitación y la colaboración.

Podemos describir un proceso de selección orgánica de la siguiente manera. Desde que nacen, los organismos aprenden comportamientos que les permiten sobrevivir y, en consecuencia, incrementan la probabilidad de que se reproduzcan más y transmitan sus genes (esto último lo decimos no-sotros, no Baldwin, pues cuando él formuló su teoría no existía el concepto moderno de gen). Aunque los comportamientos aprendidos no se transmi-ten a través de los genes —no hay efectos lamarquistas, no hay herencia de los caracteres adquiridos—, sí pueden perpetuarse por otros medios, ya sea la reconstrucción individual recurrente, ya sea la imitación (y la herencia social potencia el efecto de la imitación). De este modo, el comportamiento de los animales —sus hábitos, sus acciones— es la clave para determinar quiénes sobreviven y, en consecuencia, qué variaciones genéticas (de genes) se heredarán y acabarán dando lugar, por mutaciones, a transformaciones morfológicas y al surgimiento de nuevas especies; porque sólo en los indi-viduos que hayan sobrevivido podrán surgir dichas variaciones genéticas —que en sí mismas son aleatorias, pues no hay efectos lamarquistas—.9

9 Imaginemos, por ejemplo, una especie de peces en una situación de escasez de alimentos. Algunos de ellos aprenden a cazar insectos en la orilla del mar durante las mareas bajas. Llamémosles cazado-res. Otros aprenden a descender a profundidades más bajas para capturar algún tipo de invertebrados. Llamémosles buceadores. Otros se mantienen a la profundidad habitual. Llamémosles conservadores. Supongamos ahora que en esa especie de peces surgen (aleatoriamente) mutaciones genéticas que favore-cen la transformación de las aletas pectorales en patas y el estrechamiento del cuerpo. A los conservadores les da igual, porque no les sirven para nada. Acaban extinguiéndose debido a la inanición. En cambio, tanto los cazadores como los buceadores se benefician de las mutaciones. A los cazadores les resulta más fácil sobrevivir si poseen patas, que les impiden quedar encallados. A los pescadores les resulta más fácil sobrevivir si su cuerpo es estrecho, porque ello les permite nadar mejor con la presión alta. Las mutacio-nes se propagan y, tras varias generaciones, los cazadores también han experimentado mutaciones en las branquias que les facilitan respirar fuera del agua. Los peces cazadores se convierten así en una especie anfibia. Por su parte, los peces buceadores se acaban convirtiendo en algo parecido a lenguados.

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La teoría de la selección orgánica de Baldwin siempre ha estado pre-sente de un modo u otro en la biología evolucionista, y desde hace más de dos décadas viene experimentando un revival (Weber y Depew, 2003). Hoy se utiliza para explicar diferentes fenómenos evolutivos relacionados con el comportamiento y el desarrollo. No obstante, su vínculo con una psicología funcionalista de carácter genético se ha debilitado (Sánchez y Loredo, 2005).

La psicología de John Dewey (1859-1952)

Al principio de su carrera, Dewey trabajó en la enseñanza primaria y se-cundaria y después fue profesor en las universidades de Michigan, Chicago y Columbia. Aunque fue sobre todo un filósofo —uno de los pragmatistas más importantes—, también escribió con profundidad sobre psicología, educación y política, y desempeñó el cargo de presidente de la American Psychological Association en 1899. Estuvo influenciado por el evolucionismo darwiniano y por las ideas de autores como Kant, Hegel y William James.

Arco reflejo y psicología. En historia de la psicología, a Dewey se le suele recordar por su crítica a la concepción asociacionista del arco reflejo, es decir, de la relación entre estímulo y respuesta o sensación y movimien-to. La crítica la expuso en un artículo que se hizo famoso, «The reflex arc concept in psychology» (Dewey, 1896), aunque a decir verdad los funciona-listas más mecanicistas y los conductistas no le hicieron demasiado caso. En ese artículo, Dewey criticaba la separación —propia de perspectivas mecanicistas, asociacionistas y elementalistas— entre estímulo (sensación) y respuesta (movimiento). Según él, el comportamiento no consiste en un conjunto de respuestas automáticas a unos estímulos recibidos pasivamen-te. No hay una asociación mecánica entre estímulos y respuestas, ante todo porque los estímulos y las respuestas ni siquiera existen como realidades independientes. Explicar la actividad psicológica, pues, no es identificar las asociaciones entre estímulos y respuestas. Los estímulos y las respuestas no son eslabones de una cadena asociativa. No son elementos o realidades psicológicas primarias, sino dimensiones de una función, y como tales só-lo cabe distinguirlas a posteriori. En última instancia, son la misma cosa vista desde dos perspectivas diferentes: aquello que la función asimila es el estímulo, y la propia función repitiéndose y transformándose es lo que llamamos respuesta.

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Así pues, para Dewey el arco reflejo es en realidad un circuito o una cir-cunferencia, porque sus extremos se unen. Y no es reflejo, sino funcional. Acotar un segmento de esa circunferencia —un arco— exige identificarlo como estímulo o como respuesta, pero uno y otra se definen recíprocamen-te. Una estimulación física sólo se convierte en estímulo psicológico cuando es funcionalmente relevante, es decir, significativo para lo que el sujeto está haciendo en ese momento. Y un movimiento corporal sólo se convierte en una respuesta en sentido psicológico cuando incluye algún propósito, o sea, un determinado uso del estímulo, orientado a conseguir algo.

La concepción deweyana del circuito funcional constituía su definición de lo que es una función psicológica en sentido genérico. Aunque había matices relativamente importantes que los diferenciaban —el propio Dewey los men-cionaba en su artículo—, esa concepción era muy similar a la de la reacción circular de Baldwin. En ambos casos se trata de una función repitiéndose y transformándose, enriqueciéndose: los estímulos cambian a medida que las respuestas dan lugar a nuevos resultados, y las respuestas se transforman y amplían a medida que asimilan e identifican nuevos estímulos.

Las ideas psicológicas de Dewey, pues, le alejaban del mecanicismo y le acercaban a la psicología genética (Cahan, 1992; Fallace, 2010). Al igual que Baldwin, ponía en un primer plano el desarrollo como clave para entender la actividad, las funciones psicológicas. Sin embargo, no profundizó en la psicología genética y se quedó lejos del grado de elaboración y amplitud con que Baldwin la planteó. Las ideas psicológicas de Dewey se hallaban en un manual que escribió en 1887 y en algunas publicaciones sobre el pensamiento y sobre la naturaleza humana (Dewey, 1891, 1922, 1933). Su manual de psicología tenía una estructura similar a la que tendrían los Principios de psicología de James, aunque era mucho más breve. Tras una introducción metodológica y conceptual, abordaba uno por uno los distin-tos dominios de las funciones psicológicas: percepción, memoria, imagina-ción, pensamiento, intuición, sentimiento y voluntad. Por otro lado, Dewey contemplaba la actividad psicológica de acuerdo con una estructura que era muy característica de los funcionalistas y de los psicólogos comparados de la época. Se trataba de una estructura tripartita en la que se distinguían los instintos, los hábitos y la inteligencia. Los instintos son comportamien-tos heredados, innatos, o las dimensiones innatas del comportamiento. Los hábitos son comportamientos aprendidos y estabilizados. La inteligencia es el comportamiento consciente orientado al afrontamiento de situaciones

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novedosas, en las cuales los hábitos ya no sirven y, por tanto, deben rees-tructurarse o enriquecerse con otros nuevos. Esta idea de la inteligencia —o el pensamiento— como motor de cambio y adaptación activa al entorno era típica de Dewey.

Individuo y sociedad. Uno de los temas que más preocupaban a Dewey era la relación entre individuo y sociedad. Deseaba respaldar psicológi-camente algún tipo de armonía entre ambos. Con ello evitaba el indivi-dualismo, esto es, la concepción de los sujetos como seres aislados que compiten entre sí y cuyo comportamiento se guía por intereses egoístas y por la maximización del beneficio propio. El darwinismo social de Herbert Spencer, constituía un ejemplo de ese tipo de individualismo, que servía para justificar las desigualdades sociales, la concentración de riqueza y la ausencia de control democrático de la economía. Dewey creía que ese in-dividualismo se basaba en una concepción de la naturaleza humana cientí-ficamente insostenible, según la cual cada sujeto nace siendo un individuo con intereses específicos, de manera que las relaciones con los otros sujetos son algo posterior o derivado. Dewey sostenía que un sujeto no nace siendo un individuo, sino que llega a serlo gracias a su relación con los demás. En realidad, para él la distinción misma entre individuo y sociedad era falaz: la sociedad no existe sin los individuos, pero éstos tampoco existirían sin aquélla. Y, a su juicio, la naturaleza humana no es algo prefijado y estático, sino en desarrollo.

Ahora bien, Dewey (1929-30) no adoptaba una perspectiva colectivista, que subordinase los intereses individuales a los del grupo, la nación o el Estado. Al individualismo de autores como Spencer lo denominaba «viejo individualismo» y lo hacía para oponerlo a un «nuevo individualismo» que en su opinión se hallaba mejor fundamentado psicológicamente. El nuevo individualismo que Dewey promovía se basaba en que, dado que el yo se forma merced a la interacción social, lo que beneficie a la sociedad benefi-ciará al individuo. Como buen progresista, deseaba una sociedad con unas garantías de bienestar y participación mínimas. Sólo así podría expresar todas sus potencialidades la naturaleza humana. Sería una sociedad radi-calmente democrática donde todo el mundo pudiera ampliar por igual su experiencia y construir nuevas y más enriquecedoras formas de vivir.

Al igual que otros autores, Dewey recurría a la psicología y las ciencias so-ciales como herramienta para proponer reformas de acuerdo con una agenda

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política progresista. Pero, a diferencia de quienes pensaban (y siguen pen-sando) que la psicología es una ciencia axiológicamente neutral de la que se derivan técnicas de bienestar personal, era consciente de que toda teoría psi-cológica va ligada a una política, porque las intervenciones de los psicólogos en la sociedad y sobre los individuos promueven quiérase o no determinados valores, determinadas opciones vitales en detrimento de otras (Brinkmann, 2004). En cierto modo, Dewey realizó un notable ejercicio de honestidad in-telectual haciendo explícitos sus valores y su orientación política.

FUNCIONALISMO Y PSICOLOGÍA SOCIAL: GEORGE H. MEAD (1863-1931)

A George Herbert Mead se le suele recordar como uno de los padres del interaccionismo simbólico, una corriente sociológica y de psicología social según la cual las relaciones sociales y el comportamiento humano han de entenderse de acuerdo con los significados que las personas otorgan a las cosas y a la conducta de las demás personas. Fue profesor de la Universidad de Chicago y, junto con Baldwin y Vygotski (a quien trataremos en el últi-mo tema), uno de los más importantes teóricos de la formación social del yo. Escribió sobre psicología, filosofía, política, estética y sociología. En este epígrafe vamos a exponer sus ideas psicológicas siguiendo de cerca el resumen que Julio Carabaña y Emilio Lamo (1978) hicieron de su obra más conocida (Mead, 1934).

Como buen funcionalista, Mead tenía una concepción activa del sujeto. No lo concebía como un puro producto del ambiente, sino como alguien ca-paz de transformarlo. Para él, sujeto y ambiente se modifican mutuamente. Ninguno de los dos son realidades predefinidas, sino que se construyen re-cíprocamente. En esa construcción son decisivas las funciones psicológicas, que parten de la base de instintos y hábitos que, no obstante, operan siempre coordinados con la inteligencia. Tal y como planteaba Angell, la conciencia entra en juego cuando aparecen novedades. Desde la perspectiva de Mead, ese papel jugado por la conciencia equivalía al del comportamiento inteligen-te: la inteligencia consiste en un comportamiento consciente que se pone en marcha ante situaciones novedosas, para las que no sirven las acciones rea-lizadas con anterioridad. Como vimos más arriba, esta era una idea muy co-mún entre los funcionalistas y entre los psicólogos comparados de la época.

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El acto. Igual que Baldwin o Dewey, Mead teorizaba la coordinación entre individuo y sociedad recurriendo a la psicología. Para él, el sujeto individual se forma sólo en el seno de un grupo social, y la psicología, en-tendida como psicología social, se ocupa de explicar la interacción entre ambos y la acción del sujeto dentro de su grupo. Además, el método de la psicología ha de ser tan objetivo como el de los conductistas, en el sentido de que debe fijarse en el comportamiento, pero -a diferencia del conductis-mo- no ha de basarse en un punto de vista mecanicista que elimine los pro-pósitos, las intenciones, lo mental, etc. De hecho, el planteamiento teórico de Mead también recibió el nombre de «conductismo social».

A la hora de estudiar el comportamiento con un enfoque no mecanicis-ta, Mead recurrió al concepto de «acto», en cuyo significado se aprecian connotaciones comunes con las ideas de otros funcionalistas acerca de la conciencia o la actividad adaptativa. Un acto es:

«un impulso que mantiene el proceso vital mediante la selección de ciertas clases de estímulos que necesita. De tal modo, el organismo se crea su am-biente. El estímulo es la ocasión para la expresión del impulso. Los estímu-los son medios; la tendencia es la cosa real. La inteligencia es la selección de los estímulos que liberarán y mantendrán la vida y ayudarán a reconstruirla. El propósito no tiene que estar ‘a la vista’, pero la manifestación del acto incluye la meta hacia la cual se dirige el acto. Esta es una teleología natural, en armonía con una manifestación mecánica» (Mead, 1934, p. 53 n.).

En esta definición aparecen dos ideas que ya hemos encontrado en James, Baldwin y Dewey: 1) que la conciencia o la inteligencia (o, en este caso, el acto) son procesos eminentemente selectivos, y 2) que estímulos y respuestas (actos) se definen recíprocamente, no existen por sí mismos. Los estímulos no son más que mediadores de la actividad, instrumentos de los que el sujeto se vale para llevar a cabo sus acciones, las cuales además son inherentemente propositivas, dirigidas a un fin (teleológicas). Los objetos incorporan ya su funcionalidad. Por ejemplo, un pianista no percibe un piano como un mero estímulo físico, sino como algo que ya forma parte de sus hábitos, de su sistema de acciones: un piano es algo para tocar música.

El gesto. Desde un punto de vista social, y siguiendo con el argumento de Mead, un acto supone una coordinación de acciones individuales. Su fun-damento y su origen —filo y ontogenético— es el gesto, que es una acción que funciona como un estímulo para la acción de otro sujeto, quien a su vez

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emite gestos que reobran sobre el otro. La referencia de un gesto, su signifi-cado, no radica tanto en el estado psicológico de quien lo emite cuanto en su efecto sobre quien lo recibe. Además, el gesto es en cierto modo algo objetivo, porque quien lo emite se hace consciente de su efecto y el significado del ges-to es compartido, sirve para todos. Por tanto, es gesto es un símbolo. Todos conocen su significado y se atienen a él. Ahora bien, el emisor del gesto no reacciona a éste igual que el receptor. Por ejemplo, un león no se asusta de su propio rugido. Esto implica que el gesto permite suspender la acción, dife-rirla. El comportamiento no consiste en reacciones automáticas o mecánicas a los estímulos, sino que los gestos suspenden esas reacciones y permiten el control del comportamiento. Finalmente, el gesto es el fundamento de la adopción de roles sociales, puesto que quien lo emite sabe cuál será su efecto previsible en quien lo recibe y, de este modo, cada uno desempeña una fun-ción diferente en la relación social, que sin embargo es cambiante: los roles se modifican, se hallan sometidos a procesos de desarrollo y transformación.

Lenguaje y pensamiento. Según Mead, el lenguaje y el pensamiento lle-van aún más lejos el carácter simbólico de la acción gestual. Gracias a ellos, no es necesario emitir directamente gestos. Basta con pensarlos. Es como si los gestos, en vez de hacerse manifiestos, se interiorizaran. Ahora bien, dado que los gestos se definen por la interacción social, el pensamiento es consti-tutivamente social. Expresado de otro modo: si la acción gestual consiste en una influencia recíproca entre un sujeto y otro, y si el pensamiento es una suerte de acción gestual interiorizada, entonces el pensamiento es de natura-leza social. Pensar es como mantener una conversación consigo mismo. Pero las herramientas mediante las cuales se mantiene esa conversación proceden de las interacciones sociales, ya que los significados de la acción gestual se basan en éstas. Además, el hecho de que las acciones gestuales sean simbóli-cas y su significado sea compartido hace que la propia conciencia que cada sujeto tiene de sí mismo sea también de índole social. La interacción entre los sujetos, que tiene lugar a través de las acciones gestuales, funciona como un juego de espejos en que los sujetos se reflejan y se ven a sí mismos. El sentido del yo no procede del interior, sino del exterior, de las respuestas que los demás sujetos dan a las acciones que uno realiza. Es así como uno se da cuenta progresivamente de que es un yo distinto a los demás yoes. En cada yo se refleja la estructura de las interacciones sociales. Dicho de otro modo: puesto que uno no se puede percibir a sí mismo pero sí puede percibir a los demás, el único modo que uno tiene de percibirse a sí mismo es haciendo

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una equivalencia con lo que percibe en los demás, una equivalencia que le permite darse cuenta de que él es como los demás. Mead otorgaba una im-portancia esencial al lenguaje como medio a través del cual cada sujeto se convierte en persona, esto es, en alguien con conciencia de sí mismo y de su rol social. El lenguaje potencia la función simbólica de la acción gestual: amplía las posibilidades de verse a sí mismo como desde fuera, adquiriendo conciencia del lugar que uno ocupa en el juego de interacciones.

El «otro generalizado». Mead llamaba «otro generalizado» al conjunto de disposiciones funcionales de todos los sujetos en los cuales uno se refleja. Las disposiciones funcionales son aquello a lo que antes nos referimos con el ejemplo del pianista: la estructura de las acciones del sujeto, inextricablemen-te ligada a los objetos sobre los cuales recaen esas acciones, objetos que no son meras cosas físicas sino invitaciones a la acción. El otro generalizado es la comunidad a la cual pertenece el individuo, entendida como el conjunto de actitudes —valores, sentimientos, creencias, hábitos, etc.— que el individuo toma de dicha comunidad y hace suyos. Al igual que otros funcionalistas, co-mo Dewey, Mead buscaba un principio de armonización entre el individuo y la sociedad, y el concepto de otro generalizado es ese principio. Mead suponía que el individuo es activo: aunque se forma socialmente, no es un mero refle-jo de su entorno social. Sin embargo, y precisamente porque se forma social-mente, no puede existir sin ese entorno. De ahí la necesidad de que ambos se coordinen, se articulen. El otro generalizado garantiza esa coordinación. Por lo demás, el otro generalizado tiende a universalizarse. Puede extenderse desde la comunidad próxima —la familia o el vecindario— hasta una comu-nidad más amplia, equivalente a la nación e incluso a la Humanidad. Y en Mead encontramos algo que ya encontrábamos en Dewey: la concepción de la democracia como un instrumento para la universalización del otro gene-ralizado. La democracia es un sistema político en el que la igualdad y las di-ferencias individuales se armonizan: consciente de su unión inextricable con los demás, cada cual se responsabiliza de la vida en común y al mismo tiempo ésta permite la libre expresión de la singularidad de cada cual.

FUNCIONALISMO, PROGRESISMO Y CIUDADANÍA

El progresismo americano fue un movimiento algo difuso y heterogé-neo que a principios del siglo XX influyó en medidas legislativas puestas en marcha por los presidentes Theodore Roosevelt (republicano) y Woodrow

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Wilson (demócrata). Entre ellas estaban la regulación de la jornada laboral, del trabajo infantil y del derecho de huelga, así como otras destinadas a extender la educación pública, frenar los monopolios, proteger a los consu-midores, preservar el medio ambiente y extender derechos civiles y servi-cios públicos. Los progresistas reaccionaban contra fenómenos típicos del capitalismo de entonces, ligados a lo que se solía denominar «la cuestión social» (la existencia de grandes masas de clases bajas depauperadas y los conflictos sociales consiguientes). Eran fenómenos como la corrupción, la plutocracia, la exclusión social, la explotación laboral, la pobreza, el anal-fabetismo, las desigualdades... Aparte de razones morales, los progresistas tenían razones políticas para desear reformas. La cuestión social hacía peligrar la democracia estadounidense. Una democracia requiere que la gente participe en los asuntos públicos, pero esa participación era imposi-ble pedírsela a las grandes masas del proletariado industrial, que bastante tenían con buscarse la vida.

Dewey fue uno de los máximos representantes del progresismo e incluso el progresista por excelencia. Otro progresista, apenas conocido, fue Arland D. Weeks (1871-1936), un autor poco relevante desde el punto de vista teórico e institucional pero enormemente representantivo de lo que era un intelectual progresista norteamericano de su tiempo. Se da la circunstan-cia de que Weeks (1917) escribió el único libro de la época en cuyo título aparecen en el mismo sintagma las palabras «psicología» y «ciudadanía»: Psicología de la ciudadanía.10 Este libro refleja a la perfección la manera en que muchos reformistas sociales acudían a la psicología y la ciencia mo-derna —especialmente el evolucionismo y la sociología— para justificar sus propuestas de reforma social. A lo largo de sus páginas, el autor reclamaba una gestión científica de la sociedad, basada en los conocimientos de la época sobre la naturaleza humana, entendida ésta según el típico esquema funcionalista de los instintos, los hábitos y la inteligencia, al que ya hemos aludido. Weeks planteaba una especie de utopía democrática en la que todos los ciudadanos estuvieran formados para elegir a quienes debían to-mar las decisiones políticas basándose en criterios científicos y de puesta a prueba y corrección de las reformas, igual que los sujetos ponen a prueba y

10 Recomendamos escuchar el siguiente programa de radio: Lafuente, E., Castro, J. y Loredo, J. C. (2012). El ciudadano a la sombra: la Psicología de la Ciudadanía de Arland D. Weeks (1871-1936). Emisión de Radio UNED (RNE, Radio 3) el 16 de febrero, disponible en http://www.canaluned.com/#-frontaleID=F_RC&sectionID=S_TELUNE&videoID=8723 (acceso el 13/07/2012).

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corrigen sus acciones según las consecuencias de las mismas. De diferentes maneras, los funcionalistas y los conductistas llevaron a efecto esa utopía.

LA PSICOLOGÍA COMPARADA

La psicología comparada es el estudio de las actividades de todos los seres vivos, esto es, del ser humano y los demás animales. El adjetivo «comparada» denota la intención de relacionar y contrastar las capacidades psicológicas de las diferentes especies. Como es de suponer, el motor de la psicología com-parada moderna fue el darwinismo. Aunque la comparación entre la mente animal y la humana tenía una larga tradición histórica, con Darwin cobró un nuevo impulso. Se suponía que la continuidad evolutiva entre animales y seres humanos debía ser también una continuidad psicológica.

La psicología comparada se fundó en Gran Bretaña a partir del darwinis-mo y, tras cruzar el Atlántico, fue uno de los ingredientes que contribuyeron al surgimiento del funcionalismo norteamericano. No en vano constituía un intento de dilucidar la relación entre evolución y psicología, que era una de las preocupaciones del funcionalismo. Básicamente, la psicología compara-da pretendía hacer con la psicología lo mismo que los biólogos hacían con la anatomía o la fisiología: definir los niveles de complejidad de su objeto de estudio —estructuras orgánicas en un caso y funciones en otro— tal y como han ido desarrollándose a lo largo de la evolución. Con ello contribuían a que las actividades psicológicas dejaran de considerarse cosas (facultades, dadas de una vez por todas y que, por tanto, se poseen o no se poseen) y se conside-rasen actividades o procesos (funciones, construidas progresivamente y que, por tanto, se pueden poseer en diversos grados). Esto favorecía la defensa de la continuidad entre los animales y los humanos. Por ejemplo, si la inteligen-cia no es una cosa sino un conjunto de funciones, entonces carece de sentido pensar que los seres humanos la poseemos y los animales no la poseen. Lo que hay que analizar es, más bien, cómo ha surgido evolutivamente y en qué grado o de qué manera son inteligentes unas u otras especies. Así lo plantea-ban algunos psicológicos comparados.

A continuación trataremos brevemente a algunos de los principales psi-cólogos comparados clásicos.11

11 Para ampliar información recomendamos el libro de Robert A. Boakes (1984), en el cual nos hemos basado en gran medida.

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De Darwin a George J. Romanes (1848-1894). El método «anécdotico»

El biólogo británico George John Romanes, amigo de Darwin, fue el primer continuador de éste en el estudio de la inteligencia animal. Darwin mismo había realizado observaciones sobre el comportamiento de los ani-males y había usado la distinción entre instintos, hábitos e inteligencia, aunque nunca llegó a publicar las notas tomadas a partir de esas obser-vaciones. Fue Romanes, profesor en el University College de Londres y miembro de la Royal Society, quien prosiguió con ellas. De hecho, la in-tención de Romanes era recopilar todas las observaciones posibles sobre el comportamiento animal —de Darwin y de otras personas «de reconocida competencia»— para sistematizarlas y realizar a partir de ellas inferencias teóricas sobre la mente de los animales, hasta llegar a elaborar una teoría de la evolución psicológica, o sea, una psicología comparada completa. Sin embargo, la cantidad de datos era tal que los publicó solos en un libro titu-lado Inteligencia animal (Romanes, 1882). Lo hizo con recelo porque temía que se recibiera su libro como uno más de los que en la época describían anécdotas —a menudo inverosímiles— sobre las habilidades de animales domésticos y salvajes.

El recelo no era infundado. Que publicara dos años después un libro más teórico (Romanes, 1884) no impidió que el nombre de Romanes pasara a la historia de la psicología ligado a la etiqueta de «método anecdótico», más bien peyorativa. En efecto, en Inteligencia animal Romanes se basada en observaciones casuales y dispersas, procedentes de la vida cotidiana y no de situaciones controladas con un cierto rigor metodológico. En ese senti-do, su método era anecdótico. Por ejemplo, recogía la información de una mujer cuyas hermanas pequeñas daban diariamente azúcar a una tijereta que subía cada mañana por la misma cortina «con la aparente intención de obtener su desayuno» (Romanes, 1882, p. 229).

Además, muchos rechazaron las ideas de Romanes sobre la mente animal porque, según ellos, caían en el antropomorfismo, esto es, en la atribución de características psicológicas humanas a los animales. Romanes afirmaba que, en la medida en que la conducta de un animal se pareciera a la humana, era legítimo inferir que poseía capacidades mentales complejas. No cabía hacer otra cosa si se adoptaba una perspectiva evolucionista, puesto que tanto los animales como los seres humanos formamos parte de la misma cadena

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evolutiva. Ese era su punto de vista teórico, pero sus críticos relacionaban el antropomorfismo con el método anecdótico y suponían que, sin una meto-dología rigurosa, la antropomorfización de los animales es poco menos que inevitable. Ciertamente, a veces Romanes incurría en excesos como afirmar que los perros y los monos eran capaces de ser hipócritas.

Ahora bien, Romanes no se limitaba a recolectar ciegamente anécdotas sobre las supuestas hazañas de perros y gatos, muy populares en la época, sino que hasta cierto punto cuidaba la fiabilidad de sus fuentes de informa-ción y procuraba dar prioridad a los datos confirmados por varios observa-dores independientes. En cuanto al antropomorfismo, el primatólogo Frans De Waal (2001) ha reivindicado el valor heurístico del antropomorfismo moderado, basado en el hecho de que es inevitable realizar conjeturas so-bre los procesos psicológicos de los animales, ya que vivimos en el mismo mundo que ellos y formamos parte de la misma naturaleza. El fundamen-to de esas conjeturas es nuestra relación práctica con los animales, que históricamente fue intensa en situaciones de caza y crianza. Como se ve, el argumento conserva un eco del que empleaba Romanes, para quien no había otro modo de interpretar las actividades de otras especies que el de considerarlas insertadas en el mismo proceso de evolución biológica al que nuestra propia especie se halla sometida.

El canon de C. Lloyd Morgan (1852-1936)

El británico Conwy Lloyd Morgan, profesor de la Universidad de Bristol, realizó un trabajo de observación más sistemático que el de Romanes, de quien fue discípulo. En lo metodológico, introdujo los diseños experimenta-les en el estudio del comportamiento animal, a fin de asentarlo sobre bases más firmes que las del método anecdótico. En lo teórico, aplicó el concepto de «ensayo y error» a la hora de explicar dicho comportamiento.

A Morgan se le suele recordar por formular un principio de parsimonia conceptual que expresó en forma de canon, es decir, de regla o modelo que pretendía servir como guía epistemológica a la hora de hacer psicología comparada y, especialmente, a la hora de interpretar el comportamiento de los animales de acuerdo con las categorías típicas del funcionalismo: instin-to, hábito e inteligencia. ¿Cómo saber si un determinado comportamiento es fruto del instinto, el hábito o la inteligencia? Morgan deseaba ofrecer un

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criterio para responder a esta pregunta sin caer en el antropomorfismo y sin atribuir gratuitamente, por tanto, capacidades intelectuales superiores a los animales. Ese criterio pasó a la historia como el «canon de Morgan». Según este canon, «en ningún caso podemos interpretar una acción como resultado del ejercicio de una facultad psíquica superior si se la puede in-terpretar como resultado del ejercicio de otra que se mantiene en un nivel inferior de la escala psicológica» (Morgan, 1894, p. 53).

Aunque el canon de Morgan se contextualizaba dentro de una crítica tanto al antropomorfismo como al reduccionismo mecanicista, las deriva-ciones más mecanicistas del funcionalismo y la psicología animal conduc-tista se apropiaron a menudo de él usándolo como arma arrojadiza contra quienes se mantenían fieles a la psicología comparada más clásica o cer-cana al funcionalismo, a los que acusaban de atribuir capacidades intelec-tuales a los animales sin contar con base científica para ello (Costall, 1993; Fernández et al., 1994). No en vano el propio Morgan, en la segunda edición del libro en que había expuesto su canon, introdujo una cláusula en la que rechazaba expresamente su interpretación reduccionista (Morgan, 1903).

En cuanto a la idea de ensayo y error, se trataba de un concepto que, con ese u otros nombres (Baldwin solía hablar de «intentarlo otra vez»), era omnipresente en el funcionalismo y la psicología comparada. Se refería al hecho de que la actividad psicológica consiste en una puesta a prueba y corrección de hábitos. Ahora bien, esto también podía entenderse de dos maneras, una más funcional y otra más mecánica. Según la interpretación funcional, los ensayos son tanteos. Parten de un sistema de acciones en marcha y dependen de los propósitos del sujeto. Por lo tanto, difícilmente puede hablarse de errores en sentido estricto. Un comportamiento quizá sea erróneo para un observador externo (por ejemplo, para un humano que sabe cómo se abre una portilla y observa a un perro intentarlo), pero para el sujeto es una forma de acercarse al objetivo. Según la interpretación mecanicista, en cambio, el ensayo y error es un proceso ciego, donde los ensayos no son más que respuestas azarosas que casi siempre fallan y a veces, sin embargo, tienen la suerte de acertar, en cuyo caso quedan selec-cionadas por el ambiente, sin que la actividad del sujeto propiamente dicha intervenga para nada (el perro intentando abrir la portilla sería como un autómata desprovisto de inteligencia que se mueve sin ton ni son hasta que acierta por casualidad; carecería de propósitos, de un sistema de acciones funcionales).

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La concepción del ensayo y error que manejaba Morgan (1900) estaba más cerca de la interpretación funcional. Obviamente, no la expresaba tal y como acabamos de hacerlo nosotros, de una manera así de explíci-ta, pero sí consideraba el ensayo y error como una forma de inteligencia práctica irreductible a un puro mecanismo de asociación automática entre estímulos y respuestas. Eso sí, a su juicio esa inteligencia práctica no era de índole racional, pues la racionalidad la reservaba a los humanos. De hecho, Morgan describía una gradación de tipos de actividad psicológica de menor a mayor complejidad, desde las propias de los organismos más simples hasta las específicamente humanas. En última instancia, el canon debería servir para asignar a cada cual lo suyo, es decir, para ubicar a cada individuo en el nivel evolutivo de complejidad psicológica correspondiente a su especie, ni más ni menos.

¿Mecanismo o función? Jacques Loeb (1859-1924) frente a Herbert S. Jennings (1868-1947)

Jacques Loeb fue un biólogo alemán que, tras trabajar en las univer-sidades de Wurzburgo y Estrasburgo, se trasladó a los Estados Unidos en 1892 para ser profesor en la Universidad de Chicago. Más tarde se iría a la de California y, después, al Instituto de Investigación Médica Rockefeller de Nueva York. Tomó de la botánica el concepto de «tropismo» y lo aplicó al estudio del comportamiento animal, especialmente al de los organismos «inferiores», esto es, microorganismos como las amebas o los paramecios, que en la época se llamaban infusiorios porque los primeros que se obser-varon procedían de infusiones de heno. Los tropismos son movimientos automáticos y estereotipados de las plantas en respuesta a la estimulación física (por ejemplo, los fototropismos consisten en que la luz hace que el desarrollo celular del tallo sea desigual según la orientación de la planta y ello provoca que éste se incline hacia la fuente de estimulación lumí-nica). Loeb afirmaba que los microorganismos actuaban por tropismos, con movimientos fijos, no modificables. Afirmaba asimismo que todo el comportamiento animal y humano podría explicarse reduciéndolo a tro-pismos. Este autor defendía abiertamente una concepción mecanicista de la biología y la psicología. Manifestaba su esperanza de que «el conjunto de todos los fenómenos vitales [pudiera] ser inequívocamente explicado en términos físico-químicos», de modo que «nuestra vida social y ética

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[quedara asentada] sobre bases científicas y nuestras normas de conducta [se armonizaran] con los resultados de la biología científica» (Loeb, 1912, p. 3). Como vemos, Loeb estaba identificando ciencia con mecanicismo y estaba apostando por una explicación mecanicista de la vida que incluyera tanto los hechos biológicos como el comportamiento de los animales y el ser humano, y que además nos dijera conforme a qué valores y criterios morales debemos vivir.

El zoólogo norteamericano Herbert Spencer Jennings, que siendo estu-diante había asistido con mucho interés a un curso de John Dewey, trabajó en diversas instituciones de enseñanza antes de recalar en la Johns Hopkins University el año 1906. Descontento con la perspectiva reduccionista de Loeb, recurrió a un concepto de ensayo y error similar al de Morgan y lo aplicó al estudio de animales «inferiores», en concreto invertebrados y unicelulares como los paramecios. También recurrió al concepto de re-acción circular de Baldwin, que hemos visto más arriba. Jennings (1904) mostraba que el comportamiento los organismos más simples incluía pro-cesos de ajuste contextual al entorno —o sea, aprendizaje— en función de la estimulación encontrada en él (gradientes de concentraciones químicas, intensidades lumínicas, presencia de otros microorganismos...). Los para-mecios ponían a prueba diferentes movimientos y los más exitosos adapta-tivamente los repetían con mayor frecuencia. Además, a veces conservaban ese aprendizaje durante un tiempo, lo que les ahorraba tener que probar de nuevo todos los movimientos, erróneos y exitosos.

Desde luego, Jennings no creía que los paramecios pensaran. Lo que ha-cía era ser fiel al espíritu de la psicología comparada tal y como lo describi-mos hace un momento, cuando señalamos que los psicólogos comparados intentaban dejar de concebir las funciones psicológicas como cosas y pasar a concebirlas como procesos cuya complejidad varía a lo largo de la esca-la filogenética. Desde este punto de vista, y de acuerdo con la concepción funcionalista de las actividades psicológicas que también hemos resaltado anteriormente, Jennings mostraba que un mismo principio genérico de lo que es una función psicológica —el ensayo y error o la reacción circular— se podía emplear para describir multitud de fenómenos comportamentales distintos, incluyendo los de los organismos más simples. Para Jennings, en definitiva, los paramecios no son inteligentes en el sentido en que lo somos los humanos, pero sí poseen los rudimentos —las bases filogenéticas— de la inteligencia.

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Jennings y Loeb representan bastante bien la diferencia entre una pers-pectiva funcional y otra mecanicista y reduccionista. Jennings interpretaba la actividad de los animales más simples acudiendo a conceptos que tradi-cionalmente se reservaban para la actividad de los animales «superiores» e incluso para la humana en exclusiva. Loeb, en cambio, hacía un recorrido inverso: buscaba los fenómenos vitales más simples, que más fácilmente se pudieran describir en términos mecánicos, y extendía ese principio ex-plicativo a todos los animales, incluyendo el ser humano. Entre Jennings y Loeb hubo una enconada discusión que se saldó a favor del primero, quien mostró que, cuando menos, el comportamiento de los unicelulares era algo más complejo de lo que parecía.

Robert M. Yerkes (1876-1956) y la primatología

Roberts Mearns Yerkes, que trabajó en la Universidad de Harvard y el Boston Psychopathic Hospital, fue el padre de la primatología en Norteamérica —la primatología no es más que psicología comparada aplicada a primates—. Elaboró su perspectiva cuando las versiones más mecanicistas del funcionalismo estaban ganando terreno. De hecho, aunque tenía en común con ellos su actitud experimental, discrepó de ideas importantes de autores como Thorndike y Watson, que eran re-presentativos de esas tendencias mecanicistas y les trataremos más ade-lante. Frente a ellos, que reducían toda la complejidad de las funciones psicológicas a un principio de aprendizaje único y general —como la ley del efecto o el condicionamiento—, Yerkes defendía la existencia de una escala filogenética de funciones psicológicas de complejidad creciente, en un sentido similar a Morgan. Reconocía en los animales funciones re-lativamente complejas, como las que permiten asociar imágenes e ideas o realizar juicios simples. Para estudiar estas funciones diseñó diversos aparatos en los que sometía a diferentes a animales a pruebas y tareas que debían resolver.

En 1929, Yerkes fundó en Florida un centro para estudiar la conducta de los primates, el Laboratory for Primate Biology. Su concepción de la psicología comparada en general y de la primatología en particular era, en cierto modo, utilitaria (Gómez-Soriano, 2006): los animales eran para él modelos con los que contrastar la especificidad psicológica humana. No

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le interesaban por sí mismos, sino como vía de acceso al estudio de la na-turaleza humana. Eso sí, paradójicamente eso le llevó a defender a capa y espada la psicología comparada frente a los recortes de fondos con que su universidad la castigaba en favor de la investigación con sujetos humanos. Él argumentaba que ambas, psicología animal y humana, debían ir de la mano porque sin la primera no se entendía la segunda.

La primatología fue seguramente una de las áreas donde se mantuvo algo del espíritu de la psicología comparada clásica frente al predominio de la psicología animal conductista durante las décadas centrales del siglo XX. A diferencia de la psicología animal conductista, centrada en el labo-ratorio y casi en una sola especie —la rata blanca—, la primatología siguió utilizando la observación de los animales en su medio natural y, al menos, abría el espectro de especies a los simios. Desde los años sesenta rebrotó e incluso se popularizó merced al trabajo —auspiciado inicialmente por el paleoantropólogo anglo-keniata Louis Leakey (1903-1972)— de Jane Goodall (1971), Diane Foosey (1983) y Biruté Galdikas, quienes estudia-ron in situ el comportamiento social de —respectivamente— chimpancés, gorilas y orangutanes.

DERIVAS FUNCIONALISTAS

¿Cuál fue el destino del funcionalismo? Algunos historiadores creen que nació en 1896 y nunca murió (Sahakian, 1975). La psicología norteameri-cana se habría vuelto funcionalista a finales del siglo XIX y nunca habría dejado de serlo. El conductismo y la psicología cognitiva, que dominarían la escena académica norteamericana desde más o menos 1930 y 1960 res-pectivamente, habrían sido los continuadores naturales del funcionalismo, así como la psicología animal conductista habría sido la continuadora na-tural de la psicología comparada.

A nuestro juicio, esa valoración historiográfica es un tanto sesgada. Ciertamente, el conductismo constituía una posible salida del funciona-lismo, pero no la única posible, ni la más científica. Las diferencias entre conductismo y funcionalismo eran tan grandes como las semejanzas. Para apreciarlo mejor, vamos a detenernos un momento en un autor que estaba a medio camino entre uno y otro. Se trata de Edward L. Thorndike, el fun-cionalista que abrió las puertas del conductismo.

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La psicología animal de Edward L. Thorndike (1874-1949)

Como hemos apuntado, muchos funcionalistas pensaban que no tiene sentido reducir los procesos psicológicos complejos a leyes simples que expliquen toda la actividad en términos mecánicos. Creían en la existencia de principios psicológicos genéricos subyacentes a nuestra actividad, pero no creían en la existencia de leyes generales a las cuales pudiera reducirse toda la complejidad del comportamiento humano, ni probablemente el animal. La diferencia es sutil pero muy importante. Un principio psicoló-gico genérico es, por ejemplo, la reacción circular de Baldwin, que puede entenderse como el formato básico de cualquier función psicológica, pero tal formato se especifica en situaciones muy diversas y a muy diversos nive-les. Por ejemplo, tanto la succión del bebé como el descubrimiento de una ruta de navegación son genéricamente funciones psicológicas (reacciones circulares), pero son también especificaciones muy diferentes de lo que es una función psicológica, pues en un caso la función es básica y poco desa-rrollada y en otro caso es compleja y producto de un largo periodo histórico de evolución tecnológica y desarrollo cultural. Usualmente el formato bási-co de la función psicológica se identificaba con los comportamientos más simples del recién nacido o de ciertos animales, de modo que a partir de esos comportamientos el sistema de funciones psicológicas se va haciendo progresivamente más complejo, rico y potente, amén de compartido por grupos humanos más amplios. En eso consiste la génesis (el desarrollo) y por basarse en ella hemos calificado a Baldwin y Dewey de psicólogos ge-néticos. Thorndike, en cambio, representaba la tendencia contraria dentro del funcionalismo, más mecanicista; una tendencia en la que también se incluía John Watson, el padre del conductismo. Thorndike sugería que una misma ley general explica toda clase de actividades psicológicas, y además se trataba de una ley entendida en un sentido mecánico, es decir, que fun-ciona al margen de la actividad de los sujetos. En realidad, se supone que explica tal actividad.

Edward Lee Thorndike, que siendo estudiante se sintió deslumbrado por los Principios de psicología de James (Lafuente, 2004), fue profesor en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Sus investigaciones más cono-cidas tienen que ver con el aprendizaje de los gatos en unos dispositivos que denominaba cajas problema o rompecabezas («puzzle boxes»), unas jaulas de madera de las que sólo se podía salir accionando un mecanismo que

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abría la puerta. Los gatos eran introducidos en la caja y, con un recipiente de comida a la vista colocado fuera de ella, debían aprender a accionar el mecanismo de apertura para obtener el alimento. A Thorndike le interesaba averiguar si los animales aprendían de una forma inteligente o bien, como el creía, por un puro proceso de ensayo y error, entendido en términos mecanicistas y asociacionistas. Comprobó que los gatos cada vez tardaban menos en salir de la caja. Según él, los gatos realizaban movimientos (res-puestas) al azar y alguno de estos movimientos, aleatoriamente, accionaba el mecanismo de salida. Thorndike pensaba que el éxito accidental de los movimientos era el que hacía más probable que se repitieran en la siguiente ocasión, y por eso los gatos tardaban cada vez menos en liberarse. Para dar cobertura científica a este fenómeno, formuló dos leyes que se basaban en una concepción asociacionista de la actividad psicológica (él decía cone-xionista, porque en vez de asociaciones hablaba de conexiones). Esas dos leyes son la ley del efecto y la ley del ejercicio, que consideraba aplicables a cualquier actividad humana o animal.

La ley del efecto establece que, manteniéndose constantes otras con-diciones, los movimientos que vayan seguidos de satisfacción tenderán a quedar más estrechamente conectados con la situación en que se pro-dujeron, de modo que, si esta situación se repite en el futuro, será más probable dichos movimientos se repitan. Es el efecto del comportamiento (el éxito accidental) el que hace que tal comportamiento quede fijado en el repertorio del sujeto. La ley del ejercicio es complementaria a la del efecto. Se limita a recoger el hecho de que la fijación del comportamiento exitoso depende también del número de veces que el sujeto se someta a la situación de aprendizaje. Las asociaciones entre estímulos (la situación) y respuestas (los movimientos) se fortalecen con la práctica, con el ejercicio.

Para los psicólogos más cercanos a la sensibilidad teórica de James, Baldwin, Dewey o Mead, lo que hacía Thorndike era, en el fondo, desvirtuar el funcionalismo, porque explicaba todo el comportamiento, incluyendo el humano, mediante un único principio general, formulado en clave asocia-cionista y mecanicista: la ley del efecto. Ponía en primer plano los mecanis-mos de asociación automática entre estímulos y respuestas en detrimento de las funciones, lo cual iba en contra del espíritu del funcionalismo. De las tres dimensiones de la actividad que solían contemplar los funcionalistas —instinto, hábito e inteligencia—, Thorndike se quedaba sólo con las dos primeras: instinto y hábito.

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Asimismo, para los psicólogos comparados que adoptaban una perspec-tiva más funcional, Thorndike era un psicólogo comparado un tanto sui generis, porque reducía la pluralidad y complejidad de las actividades de los animales a un sólo proceso —el ensayo y error— que se repetía incesan-temente en toda la escala filogenética y en cualquier situación de aprendi-zaje. Aunque reconocía el mérito del trabajo de Thorndike con animales y le consideraba un buen psicólogo comparado, Morgan (1900) llegó a decir que los gatos que metía en sus cajas, más que sujetos experimentales, eran víctimas. Si bien valoraba su intento de analizar las condiciones en que se podían atribuir capacidades psicológicas superiores a las diferentes espe-cies animales, Morgan creía que los diseños experimentales de Thorndike carecían de validez ecológica, porque colocaban a los animales en situa-ciones artificiales, constreñían sus posibilidades de acción y, por tanto, les impedían comportarse con normalidad.12

La rebelión conductista

Como indicamos hace un momento, es un lugar común presentar el conductismo como la salida natural del funcionalismo (así lo hace Leahey, 2004). Se trata de una interpretación según la cual el conductismo supuso un progreso científico respecto al funcionalismo, al que depuró elimi-nando la conciencia, la mente, los propósitos, etc. Sin embargo, las cosas no fueron tan simples. Pese al efecto propagandístico del «manifiesto conductista» que John B. Watson publicó en 1913, el conductismo nació

12 Recomendamos un vídeo sobre la ley del efecto de Thorndike guionizado en 2005 por Ricardo Pellón, Andrés garcía y Enrique Lafuente, disponible en el siguiente enlace: http://www.uned.es/psico-4-psicologia-del-aprendizaje/video_La%20Ley%20del%20efecto.html (acceso el 27/06/2012). Es complementario de otro guionizado en 2002 por Ricardo Pellón, Enrique Lafuente y Gabriel Ruiz, sobre los inicios de la psicología animal de corte experimental, disponible aquí: http://www.uned.es/psico-4-psicologia-del-aprendizaje/video_Ratas%20en%20el%20laberinto.html (acceso el 27/06/2012). Aunque ambos videos están elaborados desde una sensibilidad historiográfica que parece legitimar el conductismo como la vía más científica para desarrollar el funcionalismo, exponen de manera clara algunos de los hitos históricos y los problemas conceptuales de la psicología del aprendizaje animal. En algunas secuencias del primero se puede apreciar el comportamiento de los gatos en la caja problema. Los gatos se encuentran repentinamente en un entorno desconocido donde se les exige que, para ob-tener comida, realicen acciones que no se parecen en nada a las que habían realizado antes. Además, algunas de sus conductas —por ejemplo, olisquear o rascar el lomo contra la caja— se consideran erro-res a pesar de que son bastante habituales en su especie, sobre todo en situaciones estresantes como la de estar hambriento y encerrado. Por último, se considera que acaban abriendo la caja por azar y no se tienen en cuenta los numerosos tanteos previos que realizan con las patas y otras partes del cuerpo.

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plural (Wozniak, 1997). No hubo una sola versión del mismo, sino varias y no todas ellas fácilmente compatibles entre sí. Además, el conductismo tomó sus propias opciones teóricas, que no suponían un avance respecto al funcionalismo, sino un cambio de intereses acorde con el escenario so-cioinstitucional de la Norteamérica posterior a la Primera Guerra Mundial, cuando el progresismo de principios de siglo estaba en declive y triunfaba una versión más tecnocrática del mismo, según la cual la psicología era sen-cillamente que una ciencia aplicada (González, 1994). No parecía quedar ya lugar para las discusiones teóricas sobre la conciencia, la adaptación, la evolución mental, la formación del yo o la ciudadanía. En cierto modo, los conductistas eran unos jóvenes profesionales llenos de ambición rebelán-dose contra una psicología que, a su juicio, estaba lastrada por la excesiva teorización y por el contacto con la filosofía y las ciencias sociales.

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