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JEAN JACQUES VON ALLMEN EL CULTO CRISTIANO Su esencia y su celebración EDICIONES SÍGUEME Apartado 332 Salamanca 1968

Teologia del Culto Cristiano

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una teologia de la liturgia o culto cristiano

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JEAN JACQUES VON ALLMEN

EL CULTO CRISTIANO

Su esencia y su celebración

EDICIONES SÍGUEME

Apartado 332 Salamanca

1968

CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

I. PROBLEMAS DOCTRINALES

1. El culto, recapitulación de la historia de la salvación

2. El culto, epifanía de la Iglesia

3. El culto, fin y futuro del mundo

4. Las formas Litúrgicas

5. La necesidad del culto

II. PROBLEMAS DE CELEBRACIÓN

6. Los elementos del culto

7. los oficiantes del culto

8. El tiempo del culto

9. El lugar del culto

10. El orden del culto

Conclusión

NOTA PRELIMINAR Jean-Jacques Von Allmen, pastor de la iglesia reformada y profesor en la universidad Neuchatel, es una autoridad en el mundo del ecumenismo. Sus comunicaciones a los organismos del consejo mundial de las iglesias, sus artículos en diversas revistas (en particular en Verbun caro, dirigida por la comunidad de Taizé) y sus libros nos muestran una línea de estudio serio y profundo de estos problemas. Hoy presentamos al público de habla castellana el curso de liturgia tenido en dicha universidad suiza en el año 1960-1961. el autor ha ligerado notablemente el aparato critico y la estructura pedagógica de su trabajo al preparar la edición española. No debemos olvidar nunca que su primer público eran cristianos de la confesión reformada o calvinistas, como ordinariamente se llaman entre nosotros. Hay que considerar en este ambiente los reproches que hace a veces a la iglesia romana, aunque nos duelan particularmente por tocar algo tan intangible como el dogma. No debemos olvidar que se sitúa con ese mismo espirito ante su iglesia. Si su primera intención hubiera sido dirigirse a cristianos de todas las confesiones, todo esto hubiera sido mucho mas doloroso; pero, precisamente, el valor del libro radica en ver como piensa un reformado de puertas adentro. Nos llamara la atención su sincero espíritu crítico, aunque no siempre podamos estar de acuerdo con sus conclusiones. Quizás sea interesante hacer una breve reflexión sobre la terminología. Se ha usado “institución” por consagración “mesa santa” por altar, “coro” por presbiterio, etc. es decir en sitios donde nosotros, católicos hubiésemos usado un termino ya consagrado por el uso teológico o litúrgico, encontraremos otro menos corriente. Con esto queremos hacer notar que una gran dificultad en el dialogo ecuménico es el problema del distinto significado de la misma palabra, por corresponder a otra concepción teológica. Para no complicar más este conflicto, y dar una cargazón católica a conceptos reformados, no hemos usado el que nos parecía mas obvio, según nuestra mentalidad católica. Debemos tener presente que para K. Barth, la mayor dificultad para admitir el catolicismo es la “analogía del ser”. Según el Dios y el hombre o tienen nada en común, el es todo bondad, nosotros solo maldad, en esta perspectiva, palabras como sacramento y gracia tienen contenidos distintos en teología católica y reformada. No hay que olvidar esto en la lectura del libro. Como ultima observación, conviene tener presente el carácter de curso de este libro. Su concepción es mas propia del estilo hablado que del escrito, co todas sus ventajas e inconvenientes. Agradecemos al P. Manuel Sotomayor, profesor de historia de la Iglesia en la facultad teológica de Granada, sus atenciones al respondernos a las consultas que le hemos hecho para la traducción.

Granada, 20 de mayo de 1967 ANTONIO CHAPARRO

LUÍS BETTINI

INTRODUCCIÓN Al estudiar el culto litúrgico de la iglesia abordamos un tema que, entre nosotros, reformados, no está en el primer plano de las preocupaciones eclesiales. Más aun, se trata de un tema que suscita cierta desconfianza en nuestro ambiente y que es uno de los rasgos más típicos de nuestra conciencia confesional. Y, sin embargo, como dice Karl Barth con tanta razón, “el culto cristiano es lo más importante, urgente y grandioso que puede darse sobre la tierra”. En esta introducción comenzaremos tratando algo de la terminología litúrgica, luego examinaremos rápidamente el trabajo del estudio de la teología litúrgica, antes de exponer su plan y sus límites. Acabaremos con algunas referencias bibliografiítas fundamentales. El problema de la terminología litúrgica es complicado ya que esta ha variado a lo largo de los siglos, y principalmente porque es necesario ver si estas variaciones terminológicas han provocado o sancionado alteraciones en la misma doctrina del culto. Renuncio al estudio profundo del tema, contentándome con las breves indicaciones que siguen. Hay que notar en primer lugar que el nuevo testamento no usa una terminología específicamente litúrgica cuando habla del culto de la iglesia, con algunas notables excepciones y sin que Esto implique una negligencia o profanación del culto. Emplea términos aparentemente neutros, como “reunirse en nombre del señor” Mt 18,20) o “reunirse para la fracción del pan” Hech 20, 7; 1 cor 11,33). Notemos también. Cosa que no se hace con demasiada frecuencia, que el mismo termino de Iglesia lleva consigo un coeficiente litúrgico notable, ya que la Iglesia es, por su esencia, la asamblea, la reunión de quienes viven en la salvación realizada por Cristo, invocan su presencia y esperan su vuelta. Refiriéndonos al nuevo testamento, los términos mas propios para designar el culto Cristiano serian, pues, los de asamblea, fracción de pan, o, aun mas simplemente, iglesia. Sin embargo, ninguno de estos términos se impuso. Es verdad que el primero designaba corrientemente, hasta el siglo, IV, el culto. Pero a partir de la paz constantiniana, los términos litúrgicos resurgen y se extienden, junto con un vocablo específicamente cristiano: la misa (este lo trataremos mas adelante). La palabra misa fue eliminada parcialmente en el luteranismo y por completo en las iglesias reformadas y anglicana. Pero, ¿con que se podía sustituir? Se hizo el intento de restaurar el término de asamblea (coetus), pero sin éxito duradero. John Lasco recurrió, dato interesante, al vocablo corriente en las iglesias de oriente, y titulo el libro de oraciones publicas de la comunidad de refugiados de Frankfurt Liturgia saera (1554). Este se admitiría en la terminología occidental sin lograr desplazar las locuciones mas corrientes, como servicio divino, luego culte, entre nosotros; Gottesdienst en Suiza

alemana y Alemania, service y worship en Gran Bretaña, misa en la Iglesia romana, e Iglesia en todas partes. Ya que en adelante vamos a usar con mucha frecuencia el término liturgia, seria interesante ver si vale la pena justificarlo teológicamente. Quizás sea suficiente recordar que es neotestamentario, y que allí no designa solo, como en los setenta, el oficio sacerdotal de la antigua alianza (traducción de abodad) (Lev 1, 23; Heb 9, 21; 10, 11), sino también el cultote cristo (Heb 8, 6) y el de la Iglesia (Hech 13.2). Es evidente q en el nuevo testamento este término esta tomado de los setenta y, por eso, es innecesario justificarlo por razones de etimología o de semántica profana. Como cosa curiosa se puede decir que. En estos dos aspectos, el termino liturgia da dos indicaciones interesantes sobre el culto. Etimológicamente designa una acción del pueblo y no de el clero; reivindica, pues, una “desclerizacion” del culto. En su acepción profana antigua, designa un acto político, civil, por el que los ricos sustituyen, por su acción o contribuciones, a los pobres q no pueden pagar. Este término indicaría que la Iglesia, por medio de la liturgia, sustituye al mundo que no sabe ni puede adorar ni glorificar al Dios verdadero, y que así, por el culto, la Iglesia reemplaza al mundo delante de Dios y lo protege. Como el vocablo “misa”, el de “liturgia” atestiguaría también el compromiso necesario de la Iglesia en el mundo. Pero esto no es sino algo curioso, además de q el termino liturgia no funda el culto cristiano. Por otro lado, querer que en el terreno litúrgico coincidan las opciones teológicas fundamentales con la adopción o exclusión de algunos términos de exponerse a la vanidad de las logomaquias. Estas breves explicaciones pueden bastar respecto de la término logia litúrgica. ¿Cuál es el trabajo del estudio de la teología litúrgica, es decir de una teología del culto cristiano? No es la de crear el culto, sino que consiste en regular, probarlo y orientarlo para que sea lo mejor posible. El culto cristiano no vota originariamente de una construcción teológica realizada por peritos, sino que, por ser un encuentro del Señor con su comunidad, en la que actúa con su palabra y su sacramento por medio de el Espíritu Santo, es un hecho histórico eclesiástico, cuya escritura litúrgica es producto de la fe y de la obediencia de la cristiandad… La teología del culto proporciona un canon crítico para examinar y juzgar el culto cristiano de su figura histórica. Ante la liturgia, tiene una función crítica, no una misión constructiva creadora. Muestra a la litúrgica práctica, es decir a las instrucciones para una recta organización y observancia del culto, los caminos que la Iglesia puede seguir en el culto divino (J. Beckmann citado por W. Hahn). Por este hecho, la teología litúrgica presupone la existencia de el culto cristiano, e incluso de un culto concreto (para nosotros se trata de un culto

propio de la Iglesia reformada), y por eso implica conocimientos exegéticos, históricos y sistemáticos que le permitirían examinar críticamente el dato litúrgico de esa Iglesia, y también de dar directrices practicas, es decir a las instrucciones para una recta organización y observancia del culto, los caminos que la Iglesia puede seguir en el culto divino(J. Beckmann, citado por W. Hahn). Por este hecho, la teología litúrgica presupone la exigencia del culto cristiano, e incluso de un culto concreto (para nosotros se trata de un culto propio de la Iglesia reformada), por eso implica conocimientos exegéticos, históricos y sistemáticos que le permitirán examinar críticamente el dato litúrgico de esa Iglesia, y también el de dar directrices practicas, para que la forma de celebrar el culto coincida precisamente con las que exige el mismo. Nuestro trabajo va a consistir, pues, en establecer las grandes líneas en una doctrina del culto, para ver después como aplicarla concretamente. Aquí se plantea el problema del plan que vamos a adoptar, entre las diversas posibilidades que se presentan. Para que se comprendan bien que el propuesto por mi no es el único posible, cito a continuación otros, todos ellos validos. En primer lugar, están los planes construidos sobre el hecho de que el culto es el encuentro entre Dios y el pueblo, y que en el se trata de una acción de Dios y de la respuesta humana… es el adoptado por K. Barth y W. Hahn, entre otros. H. asmussen y R. Paquier le añaden una tercera parte en el que se expone el desarrollo del culto, el ordo litúrgico. Otros siguen su plan orientado principalmente por las diferentes disciplinas teológicas de las que depende la teología litúrgica. Así la ordenación de L. Fendt: estudio histórico, sistemático y practico de la liturgia; A. D. Muller sigue el mismo plan, pero cambia las dos primeras partes. O. Haendler propone un plan que examina el primer lugar la esencia de el culto, luego su forma, y, finalmente, sus actores. P. Brunner, en su obra fundamental Zur Lehre von Gottesdienst der im Namen Jesús verammenlten Gemeinde, que K. Barth saludaba viendo en ella un “trabajo excelente por su amplitud y su profundidad”, presenta, después de una introducción terminologiíta y metodología, su doctrina de culto en tres partes: en la primera la situación dogmática de el culto con relación a la historia de la salvación, al hombre que lo celebra, y al cosmos (Ángeles y cosas) que rodean al hombre; en la segunda parte, el examen de las razones y de la forma de culto como suceso salvìfico --- a quien encontramos, en los capítulos terceros y cuarto, el plan adoptado por K. Barth y W. Hahn---; finalmente, en la tercera parte, la exposición de una teología de la formulación litúrgica. El plan que yo propongo no tiene pretensiones teológicas y es, sobre todo, pedagógico. En la primera parte examinaremos los problemas doctrinales, en la segunda, los de la celebración. Cada parte tiene cinco capítulos que se corresponde mutuamente. En la primera examinaremos el culto como recapitulación de la historia de la salvación, como epifanía de la Iglesia, como fin y futuro de el mundo, o, si se prefiere, los caracteres esclesiologico y

soteriológico del culto, en el capitulo cuarto estudiaremos la necesidad y limites, para el culto., de lo que se podría llamar el advenimiento a las formas, y en el ultimo capitulo hablaremos de la necesidad de el culto. En la segunda parte se trataron los problemas de celebración de la manera siguiente: los elementos del culto, sus ministros, su día, su lugar y su orden. En una breve conclusión nos preguntaremos por las condiciones y los métodos de una renovación litúrgica. Este plan, creo, permitiría tratar el conjunto de la teología bíblica, pero no lo haremos. Me he puesto unos limites: por ejemplo, renuncio a hacer, en el capitulo, sobre la necesidad y los limites del avenimiento a las formas, una historia de culto y una teología litúrgica comprada, o a examinar los cultos anexos: del bautismo, de los actos eclesiásticos y del oficio divino; El capitulo sobre los ministros del culto, renuncio a hacer una sociología del culto o una psicología de el, es decir una psicoanálisis litúrgico, o incluso una ascética, examinando en particular las relaciones entre el culto parroquial y la vida espiritual de los cristianos. Nuestro tema será el culto dominical ordinario. Comentando la confesión escocesa, K. Barth afirma que todo el culto esta limitado por el bautizo y por la cena; el primero atestigua la voluntad de Dios sobre la existencia de la Iglesia, y la segunda sobre su permanencia. El culto, objeto de nuestro tratado, es el que permite a la Iglesia seguir siendo Iglesia. El último elemento de esta introducción lo construye una bibliografía básica. La que propongo, hay que decirlo, no pretende sino remitir a ciertas obras que me parecen importantes y que informan, por su parte, de otras publicaciones indispensables para quien se quiera ocupar de la teología litúrgica de una manera mas especializada. H. J. Graus, Gottesdienst in Israel einer Geschichet des alttestamentlichen Gottesdiensts zweite, vollig neubearbeitete Auflage. Munchen 1962. H chirat, la asamblea cristiana en tiempo de los apóstoles. Studium. Madrid en 1968.

* G. delling. Der Gottesdienst im Nenen Testament. Guttingen 1952. *O. Cullman. La foi es el culte de I’Eglise primitive. Neuchatel et paris 1963.

1. EL CULTO, RECAPITULACIÓN DE LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

En este primer capitulo tenemos que considerar tres problemas. Hay que comenzar con la afirmación del fundamento cristo lógico del culto de la Iglesia; a continuación hablaremos de la presencia de Cristo en el culto y la epìclesis; finalmente, con mas detalle, del sentido profundo de el acontecimiento litúrgico, que es recapitular la historia de la salvación.

1. El fundamento cristológico del Culto

Una lectura superficial del nuevo testamento es suficiente para darse cuenta de que la misma vida de Jesús de Nazaret es una vida en cierta manera “litúrgica” o, si se prefiere, sacerdotal. Incluso se puede decir que Jesucristo realizo con su ministerio la verdadera glorificación de dios en la tierra, el culto perfecto. Si

el titulo de rey – sacerdote según el orden de Melquisedec le conviene sobre todo después de su ascensión 1 eso no impide que se considere toda su vida con esta perspectiva litúrgica. Además. Es probable que el mismo Jesús comprendiera así

1 Dijo Yave a mi Señor siéntate a mi diestra… tu eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec (Sal 110, 1.4; Heb 5, 10; 6, 20; Hech 2, 34; Heb 1, 3 y 13; Rom 8, 34,etc)

Su ministerio: venido para destruir las obras del demonio (1 jn 3. 8) y para reconciliar a los hombres con Dios por su muerte (Rom 5. 10 .etc.), su vida entera solo tiene sentido gracias a esta liberación y reconciliación. Piénsese por ejemplo, en su manera de referí el salmo 110 a su propia pasión (Mc 12, 35 s. y par: 14,62 y par.) en la oración sacerdotal (Jn 17. 1- 26), o en el sentido profundo de la purificación del templo (Jn 2, 13s.) 22 piénsese, sobre todo, en la forma en que quiso, asumió e interpreto su muerte. Cuando en la carta a los hebreos se dice que Jesús se ofreció a si mismo (7, 27;9, 11), no se hace sino confirmar el testimonio de todos los evangelizas, a saber, que Jesús ni huyo de la muertes, ni fue sorprendido por ella sino que la previo y la quiso como el punto culminante de su ministerio; y esto hasta tal punto que se ha podido decir, con razón, que los evangelios son unas “ historias de pasión con una introducción extensa”.

El nuevo testamento entiende con este sentido sacerdotal la muerte de Jesús, aunque no lo presente en forma de tesis, fuera de la carta a los hebreos y quizás a los escritos jónicos. ¿Qué significaría, si no, la mención del velo del templo que se desgarra cuando Jesús expira ( Mc 15, 38 par)?3

Es interesante hacer dos observaciones sobre esto; primero, las alusiones a lo largo del testimonio que dan de la vida de Jesús. O. Cullman las ha estudiado en el cuarto evangelio. Se podría hacer lo mismo con San Lucas. Sus dos relatos de apariciones de Cristo resucitado, por citar solo esto, parecen describir el mismo orden del culto en la Iglesia naciente (Lc 24, 13- 35 y 36-56) 4; por tanto; parece que remiten conscientemente el culto cristiano ala vida de Jesús, donde encuentra su fundamento y su justificación. Segundo, es necesario notar, sobre todo, que el mismo plan de los evangelios sinópticos corresponden al orden litúrgico que se remonta sin duda alguna, a los tiempos apostólicos y que se ha hecho tradicional; asegurada ya la presencia de Cristo, una primera parte, el ministerio galileo, se centra en la predicación de Jesús sobre la llamada dirigida a los hombres y sobre todo a la elección ante la que estos se encuentran8esto se llamara mas tarde la misma de los catecúmenos),;

2 Según los padres, Jesús es el buen Samaritano. esto hace que nos preguntemos si Jesús, al narrar esta parábola, no quiso afirmar que el misterio del verdadero culto era el, y no el sacerdote ni el levita. 3 piénsese en la túnica sacerdotal, inconsútil, que llevaba (CF.JN 19.23). 4 piénsese también en las resonancias eucarísticas de los relatos de la multiplicación de los panes.

a continuación, una segunda parte, que explica, justifica y valora la primera, el ministerio de Jerusalén, centrada en la muerte de Cristo y en su resurrección escatológica, hasta que Jesús deja a los suyos, bendiciéndolos y enviándolos a ser sus testigos en el mundo (esto se llamara mas tarde la misa de los fieles).

No tenemos que entrar aquí en más detalles. Puede bastar con la afirmación del Nuevo Testamento nos presenta el testimonio histórico de Jesús, y, por tanto, su vida, como una liturgia; mas aun, como la liturgia que agrada a Dios en este sentido, el culto cristiano tiene su fundamento en el culto” mesiánico” celebrado por Jesús desde su encarnación hasta su subida a los cielos.

Este culto de Cristo, que culmina en el de la “única oblación que perfecciono para siempre a los santificados” (Heb 10, 14), tiene, sin embargo, una dimensión temporal mucho sino mas vasta. Si funda y justifica todo el culto cristiano, si lo instituye, en el sentido pleno de este termino, esto no es algo accidental para el mismo Cristo. Actualiza de la misma manera toda su obra, preparada antes de la encarnación, aprovechada desde la ascensión, y que se manifestara gloriosamente en la paresia.

San Pedro dice de Cristo. “cordero sin defecto ni mancha, ya conocido antes de la creación del mundo y manifestado al fin de los tiempos “por amor vuestro (1 Pe 1, 19 s)5. es decir, que “con el pecado original de el hombre comienza ante Dios y en Dios el ministerio de la ofrenda sangrienta de Jesucristo” (P. Brunner), es el culto celestial, del cordero sin defecto ni mancha, es en cierta manera el refugio a cuyo abrigo el mundo podría vivir ya sin sufrir la amenaza de aniquilación que Dios había pronunciado ante el pecado de Adán (Gen 2, 17), porque, por anticipación , ya era eficaz delante de Dios su manifestación histórica “al final de los tiempos”. Este culto que culmino con el sacrificio de la cruz y con la ascensión, Jesús lo usa en beneficio nuestro, si se atreve a decirlo, desde que entro en la gloria: el es el (Heb 4, 14) que penetro en el Santos de los Santos, es el (Heb 7,3), es quien comparece en nuestro lugar ante Dios (Heb9, 24; cf. 7, 25; Rom 8, 34); es el sacrificador soberano “ para siempre” (Heb 7,3) hasta el siglo futuro6 como gran sacerdote, Jesús ejerce un doble ministerio: el de el acto expiatorio realizado una vez por todas, y el de la prolongación y desarrollo de esta obra que dura hasta la eternidad.

Nos podemos preguntar si la “liturgia” de Jesús de Nazaret, la obra única del acto expiatorio, no encontrara su ultimo esplendor, su plenitud, en la parusìa; liturgia que protegía ya al mundo antes de la encarnación y que se desarrolla en el reino actual de Cristo, considerado también como una obra sacerdotal.

5 ¿se puede encontrar una idea analiza en Ap 13.8? lo HMEYER. Handbucbz. N. T., cree que <<según la posición>> (<<desde el principio del mundo>>) debe unirse a ________ (<< el cordero degollado>>). parece, mas bien, que se debe relacionar a (<< {cuyo] nombre no esta escrito en el libro de la vida>>), como en Ap 17,8. 6 ¿es preciso traducir << hasta la irrupción definitiva del siglo futuro >> o por <<los siglos de los siglos>>? dado que en la carta a los Hebreos se encuentran las locuciones _________(13.21)________(13,8)_______(1,8), parece que se justifica la primera traducción.

Se podría creer esto al leer en Heb 9, 28, la promesa de que Cristo, “que se ofreció una vez para soportar los pecados de todos, aparecerá por segunda vez, sin pecado, a quienes esperan para recibir la salud”. Sin embargo, hay que, notar que en esta segunda venida, el ministerio sacerdotal de Jesús no será expiatorio sino consagrante y santificador; no se extenderá al mundo entero, sino a quienes han aceptado la salvación concedida por su muerte en el Gólgota. Esta idea del ministerio sacerdotal santificador, en vez de expiatorio, de Cristo, aparecen otras veces en la carta a los hebreos (2, 10 s.; 10, 14). Parece relacionarse con el misterio que Jesús reconoce como suyo en la oración sacerdotal (Jn 17). Con prudencia sea quizás posible ver ahí una alusión al ministerio sacerdotal que el Hijo eterno de Dios habría desempeñado si la caída no hubiera trastornado la creación de Dios: habría venido, no para reconciliar a los hombres con el Padre, sino para permitir que estos se encontrasen para siempre junto a el, y así pudiera contemplar su gloria (Jn 17, 34).

Hablemos del fundamento cristológico del culto de la Iglesia. Es este el ministerio de Jesús, el culto que el ha hecho de su vida. Es el culto mesiánico, cuyo memorial es el culto eclesial, y al cual la Iglesia proporciona un eco eficaz. Pero no es suficiente ligar el culto de la Iglesia a la encarnación, a su institución histórica por la palabra, la vida, la muerte, y la resurrección de Jesús de Nazaret. Hemos visto, en particular en la carta de los hebreos y en la literatura jónica, que este culto terrestre es Cristo tiene su repercusión y su desarrollo en el cielo. La ascensión no es simplemente, como creemos con demasiada facilidad, un desfile real; están bien una procesión litúrgica: subiendo al cielo, Jesús entra en el santuario celeste. Al afirmar un fundamento cristo lógico del culto de la Iglesia, no es preciso, bajo pena de condenar el silencio una parte importante de la teología litúrgica neotestamentaria, unir el culto únicamente a la orden de Jesús: “haced esto en memoria mía”, hay que ver, también, por causa de las repercusiones celestes del sacrificio único, un eco de culto celestial y eterno en que Cristo Jesús desempeña el papel de soberano sacrificador.7

El culto de la Iglesia tiene un doble fundamento cristo lógico: el terrestre celebrado por la vida, muerte, y resurrección de Cristo, y el celeste, que Jesús celebra ya glorificado hasta el siglo futuro. O mas bien: el terrestre ofrecido por Cristo desde su nacimiento hasta su muerte, al que los sinópticos dan una estructura que el culto de la Iglesia tomara para si, es, en la espera de la gran liturgia eterna de el reino, el fundamento de el doble culto: el celeste de Cristo repercusión y valoración del ministerio jerosolimitano de Jesús, y el de la Iglesia terrestre. Recapitulación del misterio galileo y jerosolimitano de Jesús. Hay entre estos dos cultos recapituladotes un lazo teológico y otro cronológico, aunque el culto celeste no conozca la intermitencia del terrestre debidas al

7 En el Apocalipsis, cristo no solo ofrece el culto celeste, si no que también, y particularmente, lo recibe (5,2); cf. T. T. Torrance, liturgie el apocalypce: verbum caro 11(1957)28-48, espec. 36; cf. tambien R. STAELHIN, Die Gechischte des christlinchen Gottesdisenstes von der Urkirche bis zur Gegenwart. Kassel 1954,8 s.

reino de las semanas8. Esto aparece en el Apocalipsis: incluso en el cielo hay un templo (7, 15; 11, 19, 14, 17, 15,5,8) y un altar antes de que venga la nueva Jerusalén en la que no habrá mas templo (21. 22)

2. La presencia de Cristo en el Culto y en la Epícletes Jesucristo instituyo el culto de la Iglesia en la santa cena. Al partir el pan, dijo: “Este es mi cuerpo”, y a firmo que el cáliz de la nueva alianza era su sangre. Además, prometió estar con los suyos (Mt 28, 20) hasta el fin del mundo, y de estar con ellos (Mt 18, 20) cuando dos o tres se reunieran en su nombre. Vamos ahora a tratar muy rápidamente de esta presencia de cristo en el culto.

El mismo cristo, pues, había prometido esta presencia. La Iglesia no vive de ilusiones cuando se reúne en nombre de Cristo. No conmemora un hermoso recuerdo desilusionado, como lo hacía los discípulos el día de la pascua, antes de la aparición del resucitado. Por el contrario, revive en el culto el milagro de la venida de el resucitado entre los suyos: y si, como lo notábamos antes, las narraciones lucanas de la aparición del resucitado en la tarde de la pascua son como un espejo del culto de la Iglesia naciente, lo esencial es que no hay una alternativa entre una parte que se habla y otra en el que se come; lo esencial es la venida, la presencia y la acción del resucitado. Debido a esto, el culto cristiano no es el resultado de una ilusión, ni un ejercicio de magia, sino una gracia.

Una gracia por que la presencia de Cristo es salvìfica. Se nos da el, pan de vida que hace vivir eternamente 8Jn 6, 51,58), y nos une a el fortificado nuestra fe. Los medios por los que atestigua su presencia, de forma excelente, son la proclamación del evangelio y la comunión eucarística: “quien os escucha, me escucha a mi…” (Lc10, 16); “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. El culto es, pues, un acontecimiento salvìfico. En el próximo apartado trataremos de esto, reconociendo en el culto una recapitulación de la historia de la salvación.

Sin embargo, hay que precisar todavía dos cosas; si el culto es, según las palabras de A. D. Muller,” la forma mas visible, mas densa, mas central y mas clara de la presencia de Cristo.” Esta no es directamente aparente. Es cierto que en el culto de la Iglesia puede. Por su forma y por su disciplina, convencer al que no cree, de la presencia del Señor (1 Cor 14, 23 s), pero esta convicción se basa en la fe, incluso para los creyentes. Se trata de una presencia “sacramental”. Lo mismo que sin la fe tampoco se podía reconocer a Jesús de Nazaret al Cristo, al Hijo de Dios vivo, así también, sin ella, no se puede asegurar su presencia en el culto y completarlo. Se trata de un proceso espiritual análogo al reconocimiento de la palabra de Dios en la sagrada Escritura, o del reconocimiento del cuerpo inmolado de Cristo en las especies eucarísticas. Es decir, vamos a volver a esto, que la iglesia no dispone de esta presencia ni puede provocarla con un automatismo que pueda usar cuando le

8 compárese _______ de Heb. 7,3 y _________ de 1Cor. 11,25.

parezca. La segunda cosa que se debe precisar es que esta presencia es imperfecta y “espera alcanzar su plenitud en la parusìa”. El culto, aunque prefigure el reino de forma eficaz, aun no lo es. Su presencia cultural, con relación a la de Cristo en el banquete mesiánico, esta como rota. Esto se dice también cuando se afirma que solo es perceptible por la fe.

Si la presencia de Cristo en el culto es real, y de ella el fiel puede estar seguro como de todas las promesas del Señor, la Iglesia no puede disponer de ella. Depende de la libertad de Cristo; esto no significa que este pudiera cansarse de visitar su Iglesia o que podría desinteresarse de su promesa, o que su presencia en el culto de pendiera de cierta intermitencia dialéctica que sabotearía la fe, la esperanza y el amor de la Iglesia, amenazándola con una inquietud, una ilusión y una soledad, ¡ cuando celebra su culto, la Iglesia no espera a Godoy¡. “aquí no que espacio para una duda dialéctica; aquí reina una certeza inmutable” (P. Brunner). Pero la Iglesia no dispone de esta presencia. Ni la provoca, sino que la suplica, ¡ Maranatha¡ tocamos el corazón de uno de los problemas que se debe precisar desde los comienzos de la teología de la liturgia: el problema de la epìclesis.

Empecemos por considerarlo de una manera completamente general. ¿De que trata en la epìclesis? Se trata, el sentido etimológico lo indica, de una invocación9 dirigida a Dios como Señor libre y soberano. Con otra palabras, si el culto es epicletico, quienes lo celebran reconocen que el Señor al que sirven no esta disposición, sino que son sus ministros y no sus técnicos. No quiere decir esto que deben desconfiar del Señor como si fuera a suceder que el les fallase a las citas y olvidases sus promesas; significa simplemente que no disponen de su presencia, y que lo reconocen como Señor. Y esto es tan fundamental, no solo para la teología litúrgica, sino también para toda la vida cristiana que el Nuevo Testamento llama a los cristianos “ los de la epìclesis” (Hech 9, 14, Cf. 9, 21, 1 Cor 1, 2: etc). Por su carácter epicletico. El culto cristiano se abre a la acción libre y soberana de su Señor, sin manejarlo; por eso, se opone a todo magín. Por su carácter epiclectico, el culto reúne a la Iglesia en una actitud de espera, y de esperanza, completamente contraria a la prisa glotona y “auto justa” que san Pablo reprocha ala cena celebrada, o mas bien, falseada, por la Iglesia de corinto ( 1, cor, 17- 34).

La epìclesis litúrgica, manifesté, quizás en primer lugar por la llamada maranatha, tiene una larga historia en la que no insistiré. Tiene desde el siglo segundo, y esto no modifica su sentido una dirección cada vez mas acentuada hacia el Espíritu Santo, para que convierta el culto en un acontecimiento santifico prometido y deseado, y para que asegure la presencia real de Cristo y su comunión. Esta epìclesis encontró cada vez mas su lugar ordinario en un momento particular del culto: la celebración de la cena, aunque esta “localización sacramental” plantean problemas que no honran a la tradición primitiva, no quiere decir que Cristo, antes de la epìclesis no estuviera presente el culto: en los tiempos apostólicos también, en el maranatha no se 9 Nótese que el sustantivo___no se usa en el nuevo testamento ni en los padres apostólicos que solo emplean el verbo.

pronunciaba posiblemente al comienzo del culto, sino si no en el momento de la celebración eucarística10 aunque se sabia que cristo estaba presente al comienzo de la asamblea.

No podemos entrar en detalles que habría que discutir con minuciosidad de una historia de la epìclesis en el culto cristiano. No tenemos simplemente que es en la tradición litúrgica oriental, fijada en el siglo cuarto, donde se hace una oración de epiclesis después de las palabras de la institución, mientras que en la tradición occidental, roma o protestante nos conoce esta, oración se coloca a veces de las palabras de la institución11. Esta diferencia puede parecer mínima, y, a primera vista, se esta tentando de decir con R. Paquier que el problema de la epiclesis “no tiene una importancia primordial”. Sin embargo puedes se r que los ortodoxos tenga razón en cuanto creen en definitivas toda la diferencia que existe en oriente y occidente sobre la doctrina del Espíritu Santo aparece en el lugar donde se coloca la epiclesis. Si con el oriente cristiano, se la sitúa después de las palabras de la consagración, se indica que estas palabras no tienen en si misma y por si misma el poder de provocar la presencia real de Cristo: esta presencia, pues, no depende de el oficiante, sino de la libre gracia de Dios, así se consigue distanciarse del automatismo sacramental, y se rechaza la coincidencia incondicional entre la liturgia de la Iglesia y el y el cumplimiento de la salvación. Dios permanece libre. Si se omite esta oración, como sucede en el occidente cristiano, o si se la sitúa antes de las palabras de la consagración, existe la amenaza de que estas palabras, correctamente dichas por el celebrante, vayan a provocar la presencia de Cristo. Y no se puede negar que sea evidente el peligro de una aparición automática del cuerpo y de la sangre de Cristo, al decir de manera correcta la forma de la consagración, por mucho respeto que se tenga en la elección de los términos de su justificación teológica, y en la repetición de las palabras de Cristo.

La forma ortodoxa deponer la epiclesis después de las palabras de la consagración, incluso de ver en esa epiclesis el momento culminante de la liturgia eucarística no deja de proveerá cierto disgusto a quien estima que la presencia de Cristo en el culto de la Iglesia desborda su presencia real en los elementos eucarísticos. Con todo, esta colocación de una epiclesis en el momento en que los peligros de una desviación a la magia o hacia la idolatría son mayores, denota una seguridad de juicio litúrgico absolutamente ejemplar: al subrayar en ese momento de el culto que la presencia del Señor es la gracia de una suplica atendida mas que el resultado de el ejercicio del poder 10 San Pablo, en 1Cor.16,22, no la sitúa al comienzo de una carta si no al final, sabiendo que se leería en una asamblea cultural, si la didache(10,6) parece colocarla después del banquete, sin embargo la hace preceder de lo que puede considerarse muy bien a una invitación a comulgar: <<si alguien es santo, que se acerque; si no lo es, que se arrepienta>>; esto deja entender que este texto se refiere a un banquete comunitario antes de la comunión eucarística propiamente dicha. 11 Según el rito galicano del siglo VII, se decía una colecta post mysteria despides de las palabras de la institución no tenemos también que la tradición egipcia mas antigua colocaba la epiclesis ante de las dichas palabras Thomas Cranmer vuelve a hacer lo mismo en el Book of common Prayer, de 1549; igualmente, las disposiciones de Pfalz, Neoburg en 1543.

sacerdotal, se confiera al conjunto del culto su carácter verdadero la presencia de Cristo es real, pero no es lo que, en la peor hipótesis seria un truco. Es una gracia.

Evidentemente, la afirmación de la libertad del Señor, señalada por el lugar sorprendente en que los ortodoxos colocan la epiclesis, desfigura un poco la estructura del culto e introduce en el un elemento de contradicción se comprende así la protesta del P. Brunner: Pero se puede preguntar si esta situación ideológica de la Iglesia ortodoxa, que se niega a que todo marche sin mas, introduce incoherencia – piénsese, por ejemplo, en la negativa de la Iglesia ortodoxa a dar una estructura jurídica precisa y simple a la unidad de la Iglesia --, no es una reacción providencial contra un sistema, una doctrina, una estructura que corren el peligro de alterad la gracia e invertir los papeles de Dios y sus siervos. Colocar la epiclesis en el lugar donde molesta mas, no es simplemente, como se podría creer, recordar la obra de el Espíritu Santo, según un esquema trinitario, después de haber presentado la del Padre en el prefacio y la de el Hijo en las palabras de la consagración; es subrayar, que nosotros no disponemos de el Señor. Ni siquiera de sus promesas, y que durante el siglo el culto en la Iglesia corren peligro que se debe evitar a toda costa. Situada la epiclesis donde las ponen los ortodoxos, se muestran que, a pesar de toda la gloria del culto, y sobre este punto, ellos lo entienden bien, esto no es aun el reino. 3. el culto, recapitulación de la historia de salvación

Hemos visto que el culto de la Iglesia es posible únicamente por que Jesucristo a realizado por medio de su ministerio terrestre el culto suficiente y perfecto. Hemos visto también que el de la Iglesia es verdadero por que Jesucristo esta presente con absoluta libertad, como Señor en medio de los que se reúnen en su nombre. Ahora hay que ver lo que sucede en ese culto.

Lancelot Andrews (1555- 1626), obispo de Chi chéster. El y Chi chéster, proponían en un sermón de navidad la atrevida idea de que (porque hay una idea de todas las cosas celestes y terrestres de Cristo, también hay en el santo sacramento una recapitulación de todo en Cristo”.el culto seria así una recapitulación del acontecimiento importante la historia de la salvación, y, por tanto, implícitamente, todo ella.

La idea, como vamos a intentar mostrar, es justa. Sin embargo, puede uno preguntarse si el termino “recapitulación esta bien escogido. ¿No significa necesariamente recapitular, como la de Ef 1, 10, dar o devolver una cabeza a lo que no tenia o la tenia enferma, por tanto, en resumidas cuentas, dar así a lo que se “recapitula” una justificación, una razón de ser, una orientación, un cumplimiento?. En este sentido, no es el culto quien recapitula, sino Jesucristo quien realiza, justifica las historias de la salvación y le da una razón de ser. Ahora bien, nada seria una inversión Cristo- culto, que una “cefalización” de Cristo por medio del culto, cuando realmente sucede lo contrario. Con todo, recapitularle significa ordinariamente y sin mas complicaciones “resumir”,

“confirmar”, o incluso “repetir”, y en este sentido el termino le conviene perfectamente: el culto resume y confirma, siempre el nuevo, la historia de la salvación que encontró su punto culminante en la intervención de Jesús encarnado, y en este resumen y confirmación repetimos, Cristo continua su obra salvìfica por medio del Espíritu Santo. Esta recapitulación se refiera a toda la historia de la salvación tanto con el sentido teológico como con el cronológico.

Comencemos tratando el culto como recapitulación de la historia de la salvación en el sentido cronológico. En el primer lugar, ¿Cuál es la estructura cronológica de esta historia?. Se sabe que esta completamente dirigida por la obra de Jesús, por su muerte y resurrección

El centro de la economía salvìfica de Dios es la encarnación del Hijo eterno de Dios en Jesús de Nazaret, en su cruz y en su resurrección (P. Brunner).

La justificación es la referencia obligada. Es la meta de toda la historia del mundo. Orienta toda la vertiente del antiguo Testamento y toda la historia que precede el nacimiento de Jesús hasta mas haya de los limites de ella, hasta el ministerio de la creación del mundo. Pero orienta también, de forma absoluta, la vertiente del mundo. Pero orienta también, de forma absoluta, la vertiente del nuevo Testamento y toda la historia que continua después de la exención, hasta mas allá de sus limites, hasta el misterio del fin del mundo: esta historia no aporta nada nuevo sino que es el beneficio obtenido de la victoria. De cristo, en constante batalla contra el maligno que no quiere reconocer su derrota, hasta el día del triunfo definitivo, en la parusìa del Señor.

Decir que el culto recapitula la historia de la salvación en el sentido cronológico es decir que la resume y la confirma en su cualidad recapituladota.

El culto es en primer lugar una anamnesia de la obra ya realizada por Cristo. Al instituir en la eucaristía, es decir, el culto cristiano, Jesús dijo: (1 Cor 11, 24, s). la anamnesia o memorial palabra de la familia ZKR) es algo contrario a un ejercicio de memoria. Es una reactualizacion y un compromiso “recordar”, en el ambiente de la cultura bíblica, “es hacer presente y actual”. Gracias a ese “memorial”, el tiempo no se desarrolla según una línea recta, añadiendo irrevocablemente los periodos que los componen uno tras u otro. El pasado y el presente se confunden. Se hace posible una reactualizacion del pasado. Sobre esta doctrina “también” se funda el rito pascual; en Ex 12, 14, se dice que esta institución Le-Zikaron, es decir “para recuerdo” esto quiere decir que cada uno, al acordarse de la liberación de Egipto, debe saber que es el mismo acto objeto del acto redentor, sea cual sea la generación a la que pertenezca. Cuando se trata de la historia de la salvación, el pasado es actual. Así, igualmente, en la perspectiva del Nuevo Testamento, en cada celebración eucarística deben saber los fieles que ellos mismos son los objetos de el acto redentor de la cruz. Pero el culto, al ser una anamnesia no es solo una “reactualizacion del pasado”, sino que es, por parte de los que celebran la memoria de la muerte de

Cristo, un compromiso es también un servicio, una confesión de fe. “al que recordamos, lo reconocemos como aquel a quien confesamos” (P. Brunner)12. Por tanto el, culto (y por lo excelencia la cena) es lo que el Antiguo Testamento llamara, un signo que, por el poder de Dios, hace revivir lo que significa si es anamnetico, o lo provoca si es prefigurativo.

Pero el culto cristiano no recapitula solamente la vida, la muerte y la resurrección de Cristo al reactualizar. La historia de la salvación no pertenece al pasado solamente; también pertenece al futuro. No quiere decir esto que el futuro aporte complementos o correctivos al eje de toda la historia de la salvación, que es la encarnación del Hijo de Dios y muy particularmente su muerte y su resurrección. El futuro confirmara, manifestara y aprovechara la historia de la salvación al recapitular la historia de la salvación, el culto esta vuelto hacia el futuro. No es solo la representación de la muerte y de la victoria de Cristo también es una anticipación de su venida y el reino que establecerá entonces. No recuerda últimamente la cena del Señor con los suyos, prefigura también el festín mesiánico donde Cristo beberá con sus discípulos el vino nuevo en el reino de su Padre (Mt 26, 29). Con la celebración del culto, los fieles están invitados a recibir el signo de su pertenencia al reino futuro. Y como la representación del pasado no es un ejercicio de memoria, la prefiguración del futuro no lo es de la imaginación: en el culto, mas adelante veremos que es la obra del Espíritu Santo, el pasado y el futuro, el sucedo capital de la historia de la salvación y su manifestación gloriosa, esta realmente presente.

El examen de esta recapitulación cronológica realiza por el Espíritu Santo en el culto debemos tratar aun otra dimensión. No es que el pasado se haga presente, ni tampoco futuro. Existe un presente que se afirma, y este es en la historia de la salvación en el culto cueste que Jesucristo ofrezca al Padre en la gloria de la ascensión. No desligamos aquí de la línea temporal para meternos en el cuadro especial. En el culto, pasado y futuros se encuentran y se prefiguran, e igualmente el cielo toca la tierra y esta se eleva hasta aquel.

El culto de la iglesia es… una participación en el culto, que salva al mundo sin destruirlo, del crucificado- y glorificado ante el trono de Dios (P. Brunner).

S puede llamar al culto un fenómeno escatológico por se r recapitulados de la historia de la salvación en el sentido de que reactualiza el pasado, anticipa el futuro y glorifica el presente

Mesiánico por esto, a pesar de la ambigüedad de la celebración, el culto es un fenómeno de gloria, pues Cristo, que se entrego por el mundo, no permaneció en la muerte, sino que resucito, y esta presente entre los suyos, como en la apariciones del día de pascua. ¿Cómo refrenar la exultación del culto (Hech 2, 46; 16, 34, 1 Pe 4, 13)?. El culto, por que recapitula la historia de la salvación, es un acto de alegría; es un elemento absoluto fundamental de una teología

12 A. Michel, a.: TWNT 4, 686.

litúrgica cristiana. Sin duda también que proclama la muerte del Señor (1 Cor 11, 26), pero pro causa de la victoria que la ha coronado es mucho menos un duelo que una fuente inagotable de acción de gracias. Esto deberá dar sus frutos en la formación litúrgica general, y en este punto nuestra tradición litúrgica protestante tiene mucho que aprender.

Se plantea aun una pregunta. Hemos visto también que el culto se reactualiza el culto perfecto y suficiente ofrecido por Cristo, una ver por todas en la cruz, que anticipa la alegría innegable de la vida eterna y que permite a la Iglesia participar por el culto celeste que acompaña a la historia de la salvación. Nos podremos preguntar si la Iglesia restaurara también el culto primitivo, paradisíaco, que Dios había querido no solo al hacer el hombre el licurgo de el mundo encargado de guiar el mundo entero en la acción de gracias, en la adoración y en la alabanza, sino también fijando, de una manera supralapsaria, un día de culto, y quizás, también , si es preciso seguir aquí a Lutero un lugar del culto(el árbol. limite de bien y de el mal) y una forma del culto (Salmo 148).

Creo que se debe responder afirmativamente, ya que Cristo, nuevo. Anda, restauro y realizo, con su venida, el proyecto del creador; también por que restableció en su autenticidad antropológica a los que se encuentran en el su razón de ser, y, por tanto, en la orientación litúrgica fundamental que Dios quiso cuando creo al hombre a su imagen y semejanza. Al recapitular su historia de la salvación que culmina en Cristo encarnado, el culto cristiano vuelve a encontrar también, para devolver su sitio, el culto supralapsario donde no existían sacrificios, lo encuentran no de una forma simplemente, sino también prolectica. Pienso en lo que hemos dicho anteriormente sobre el culto no expiatorio, sino consagrante y santificador, presidido por Cristo para que Dios sea todo en todos.

Pero, lo mismo que el culto de la Iglesia no es sino una anticipación del festín mesiánico, de la alegría del reino, tan ambigua que solo es perceptible por la fe, así lo es también para la anamnesia del culto antes de la caída. En el culto de la Iglesia, el hombre vuelve a encontrar su honda orientación de licurgo real, y también el derecho de convocar a toda la creación para ofrécela al Señor en acción de gracias, la adoración y la alabanza (este es el problema del arte litúrgico que trataremos mas adelante); pero este redescubrimiento se encuentra constantemente comprometido por el pecado, de forma que solo es posible decir esto: el culto cristiano, porque se funda en la reconciliación de todas las cosas en Cristo, es la vanguardia extrema de esta búsqueda cósmica de la que habla san Pablo, de esa suspiro cósmico por una restitución de lo que Dios, en su amor, había hecho al principio (Rom 8,18s).

El culto no restaura el paraisote manera evidente, tampoco impone el reino: justifica su esperanza y da una muestra de el. Ofrece el día y el lugar donde el pasado de antes de la caída sobre vive aun y el futuro posterior al juicio florece ya. Por esto, no se puede decir que esta presencia sea demasiada ambigua para que no tratemos de expresarla. Por el contrario, el negarle una posibilidad de expresión es una muestra de que no se la quiere. Si se ama el reino de la

primitiva creación realizándolo, no se puede dejar de ofrecerle su mejor medio de expresión, es decir el culto de la Iglesia, aunque sea ambiguo e insatisfactorio. Este culto, volveremos a este punto con frecuencia, es la prueba mas hermosa que se puede dar del amor al mundo. Quienes no aman el culto no saben amar tampoco el mundo.

Hemos visto, con demasiada rapidez, que el culto es una recapitulación de la historia de la salvación en el sentido cronológico: en el se encuentra y se conjuga el pasado, el presente y el futuro mesiánicos. Pero el culto recapitula también la historia de la salvación en el sentido teológico. ¿Qué significa esto?

Para responder, es necesario recordar los elementos que componen la historia de la salvación. Adoptando el esquema tradicional, se puede dividir en tres puntos principales: una relación de la voluntad salvìfica de Dios, una reconciliación que se hace posible esa voluntad y una protección que defiende la eficacia de la misma. Por tanto, la historia de la salvación tiene un aspecto profético, otro sacerdotal, y otro real. Cuando se examina la historia de la salvación con un sentido teológico, hay que reconoce también que el punto capital culmina, que la justifica, explica y resumen por completo, es la obra de Cristo. El es el profeta por excelencia, porque a la vez es el Señor y es el siervo, el que manda revelación total de Dios. El es el sacrificador por excelencia, por que a la vez es sumo sacerdote y cordero el que manda y realiza lo mandado. El culto será la recapitulación de la historia de la salvación si es profético sacerdotal y real. El culto, en el que se proclama la palabra de Dios recapitula y resumen lo que Dios nos a querido enseñar por el mundo. El culto, en el que se celebra la santa cena recapitula y resume todo lo que Dios ha querido enseñar por el mundo, el culto en que el pueblo de Dios se presenta libre y gozoso delante de su Señor recapitula y resume todo lo que Dios ha hecho con quienes aceptan reconciliarse con el: hombres libres del temor de la muerte, desembarazados de la esclavitud y capaces, por tanto, de alegrarse como moisés y Maria, en la orilla del mar Rojo, por la derrota y el milagro del Señor (Ex 15). Solo menciono aquí este problema lo volveremos haber en los dos capítulos de la segunda parte al hablar de los elementos y de los ministros del culto.

Entre todos los problemas sistemáticos que habría que tratar aquí, solo me fijo en uno, de notable importancia: el de las relaciones entre el culto de la Iglesia y la permanencia de la historia de la salvación después de alcanzar esta su punto culminante y su cumplimiento en Cristo. No intentamos tratarlo afondo, sino simplemente señalar en que sentido creemos que debe resolverse. Esto es capital para lo que sigue.

La historia de la salvación se realiza plenamente en Jesucristo. Dios no tiene nada que decir y que hacer que no lo

Haya dicho o hecho ya en su Hijo encarnado. Entonces, ¿Por qué continua la historia de la salvación y como continua?

Esto llama siempre la historia de la salvación: esta claro que para le testimonio del Nuevo Testamento, la muerte de Cristo ha cumplido too y su ascensión a coronado para siempre esta realización total. Sin embargo en el momento mismo de su subida a los cielos, los Ángeles afirman que el volverá de nuevo (Hech 1,11). Por tanto, la historia de la salvación no se ha acabado. Va a seguir durante siglos o milenios que no le aportara nada nuevo, puesto que todo estará realizado. Si la historia de la salvación continua, como, prueba el hecho de haber prometido Jesús su regreso, quiere decir que su suceso central, la cruz y la resurrección de cristo, que había absorbido de cierta manera y centralizado el conjunto de la historia de la salvación desde la expulsión del paraíso desde la mañana del viernes Santo, debe llegar hasta el fin de su eficacia13; este suceso lo interrumpirá Dios cuando decida ponerle fin al mundo. Lo que se encontraba concentrado entonces únicamente en Jesús, en ese “bautismo” (Lc 12, 50) por medio de el cual sustituye al mundo entero en adelante debe extenderse y producir sus frutos.

La acción situar de toda su existencia humana en el cuerpo crucificado de Cristo debe transformarse, actualizarse y realizarse en la asistencia histórica, concreta, de cada individuo, en una inserción antológica real y personalmente admitida. (P. Brunner).

En este sentido según el modo ordinario de la revelación bíblica, provoca en el culto una forma parte de manera eminente, de esta. Por esto continua la historia de la salvación después de haber realizado en Cristo.

Pero ¿Cómo continua? Me párese que se responde con exactitud cuando se dice que es por medio de la anamnesia como se realiza. Entonces es preciso dar a este término toda su resonancia. Se trata de el acto por el que un hombre o un acontecimiento se “sitúa” en el suceso cordial del viernes santo o de pascua, y del acto por el que este suceso cardinal de la historia de la salvaciones “sitúa” a su vez en los siglos que le siguen, sobre tal hombre o tal acontecimiento. Por la anamnesia se beneficia uno de lo que ella hace, al mismo tiempo que se reactualiza eso mismo.

Lo que dios hizo, lo realizo de una vez por todas, teniendo en cuenta las otras veces en que su intervención se manifestara salvificamente. Nada más actual, en el plano de la fe, que lo hecho por Dios una vez por todas. Lo que describimos aquí es la obra del Espíritu Santo que, después de la resurrección, no consiste en provocar un nuevo ni en repetir el antiguo, como sino fuera suficiente; sino que consiste en aplicar con eficacia lo que Dios hizo en illic et tunc en Jesucristo al hic et nunc de la vida de un hombre determinado, de una

13 Lo que es suceso central no se dará nunca. respecto de esto seria suficiente para una historia de este mundo que no acabase nunca ; el fin del mundo no vendrá cuando el suceso central de la historia de la salvación se agote, como una pila eléctrica, si no cuando Dios decida<< abreviar lo s días>> (Mc. 13,20)

comunidad concreta o de un suceso, ¡el Espíritu Santo nos da a Cristo¡, y además, consiste también en referir con eficacia el hic et nunc de ese hombre, vida comunitaria o suceso, al illic et tunc de lo que Dios realizo en Jesucristo en el gólgota y en el huerto de José de Arrímate, el Espíritu Santo nos da a Cristo.

No tenemos que entrar en detalles de la historia de la teología liturgica y en particular de la eucaristía. Digamos solo que si no se vacía la anamnesia de su vida, ni se la convierte en un solo ejercicio de memoria, no es necesario para subrayar su carácter eficaz, su carácter de suceso escatológico, recurrir a una doctrina que amenazaría la unicidad del y del que multiplica el sacrificio, de Cristo cada vez que se celebrase. Pero digamos que el remedio contra toda perdida de la virtud de la anamnesia es una doctrina respetuoso del Espíritu santo. Cuando se le da un carácter eficaz de suceso escatológico, no se niega la presencia del Espíritu Santo. En cambio se niega cuando se pone en duda la uncida de la muerte y de la resurrección de Cristo. Al suponer que debe repetirse para seguir siendo eficaz y se cree que su unicidad no es suficiente para la salvación de todo el mundo. Quizás por el hecho que la Iglesia del oriente tenga una doctrina del Espíritu Santo mucho mas virulenta que la de la iglesia del occidente, ha escapado el dilema de esta ultima sobre la interpretación de la eucaristía.

Por tanto, la historia de la salvación continúa de manera eficaz bajo la forma de anamnesia, de su suceso central. Así se extiende por todo el mundo gracias a su poder y a la obra del Espíritu Santo, convirtiéndose en la realidad antológica de quienes se alegran y viven por eso mismo. Y por que el culto de la Iglesia – su culto bautismal y su culto eucarístico, los cuales conocen también la eficacia de la palabra predicada __ es el lugar privilegiado de esta aplicación, de esta reactualizacion, se puede decir que el culto cristiano es uno de los agentes mas importantes de la historia de la salvación. Pero el culto _ no solo por el, sino también de una forma excelente__ se continua la historia de la salvación. Estas es una de las razones que explican su necesidad; y también para referir los hombres y sucesos de hoy, de forma salvìfica, a esta obra pasada, para que puedan beneficiarse de ella. 3. EL CULTO EPIFANIA DE LA IGLESIA 1. La iglesia asamblea litúrgica

Hemos hablado del culto como recapitulación de la historia de la salvación y, por tanto, del ministerio del acontecimiento litúrgico. Ahora nos hace falta mostrar en este capitulo, sobre la base que hemos visto, un segundo aspecto fundamental de la doctrina del culto: a saber, la Iglesia, por medio de su culto, se hace ella misma, toma conciencia de si misma y se confiesa a si misma. El culto permite a la Iglesia aparecer como tal. En este sentido debe comprenderse el culto de la Iglesia en la perspectiva de qahal de Israel. Conocemos la importancia de este termino veterotestamentario en la

eclesiología cristiana: párese probable que si el nuevo testamento llama a la Iglesia no es por razones etimológicas sino porque los Setenta traducen generalmente así el termino hebreo qahal. Ahora bien que, el qahal Yahvé es la asamblea del pueblo salvado de Egipto y confirmado como pueblo santo de Sinaì (Dt 4, 10). Hasta tal punto que este encuentro solemne entre Dios y su pueblo se llamara de una cosa casi técnica “el día de la asamblea” (iomhaqahal Dt 9,10, 18, 16). Esta asamblea solemne se repeina en los grandes momentos de la historia de Israel. Después de la toma de Haai (Jos 8. 30s), en la dedicación del templo de Salomón (1 Re 8 – 2 Cro 6-7), cuando Moab y Amón amenazaban Terriblemente a Israel (2, Cro 20, 5s), en los grandes acontecimientos reformadores (2, Cro 29- 30: 2 Re 23, Neh 8-9), etc., y así cada vez, esta asamblea, en la que el pueblo de Dios se encuentra, tiene conciencia de si misma y aparece como tal: lleva los mismos elementos de la iniciativa y de la presencia de Dios, de proclamación de su palabra, y el sello de este encuentro por los sacrificios. Hay que tener esto presente cuando se encuentre en el Nuevo Testamento cuando se encuentre el término Iglesia. Posee, un claro coeficiente litúrgico aun cuando parezca haberlo perdido: la Iglesia es el pueblo perdido por Dios, mas halla de la muerte (aunque todavía este amenazado), para reencontrar a su Señor, para ser ella misma, para tomar conciencia de si misma, para confesarse en si misma en este encuentro. La palabra Iglesia, no es ni en primer lugar ni un termino jurídico ni sociológico, sino, de forma muy vigorosa, litúrgico. Esto aparece en forma muy evidente y constante en los capítulos “litúrgicos” de la primera carta a los corintios (ef. 11, 88, 22; 12. 28, 14. 4s 12, 19, 23, 28, 33 s.), y en otros sitios. La lectura del Nuevo testamento seria con frecuencia mucho mas clara si se tuviera en cuenta que la Iglesia es esencialmente el pueblo escatológico, reunido para encontrar al Señor y para ser el mismo en y por este encuentro. Como lo hace notar acertadamente P. Brunner. Se puede decir que el culto como asamblea de la comunidad cristiana en nombre de Jesús es el modo de apariencia mas central de la Iglesia sobre la tierra esa asamblea es la epifanía de la Iglesia. 2. el alcance del culto como Epifanía de la Iglesia

El culto por recapitular la historia de la salvación, permite a al Iglesia ser ella misma, tomar conciencia de si misma y confesar lo que es esencial. En otras palabras, para poder conocer la Iglesia y para adquirir una conciencia eclesial es indispensable dirigirse a ella y conocer su culto. El estudio de los textos dogmáticos, de las confesiones de fe, de las disciplinas

Eclesiásticas de la historia cristiana y de la espiritualidad personal, por muy importante que sea para conocer la Iglesia, no están sino en segundo lugar; la Iglesia aparece como tal de forma excelente en el culto. El da una prueba de si

misma, el es su centro; se acaba en el culto cuando se la busca con sinceridad y partir de el vuelve a encontrar el mundo para cumplir su misión.

Se comprende, pues, que el culto no sea un elemento marginal o adiaforico de la vida de la Iglesia y que el cuidado que concede a su culto no sea algo sin sentido. Los problemas litúrgicos son para ella, por el contrario, esénciale, porque en y por el culto da testimonio del grado de fidelidad y de salud que posee. Se ve esto particular en las grandes reformas de Israel, que son litúrgicas, (cf 2 Cro 29- 30, 2 re 23); del pasado al Antiguo Testamento es litúrgico: “sacramentos” cambian, el día del culto cambia y el lugar, porque el culto perfecto se celebro en predicación, el sacrificio y la glorificación de Cristo14. Por eso, la ausencia casi total de alucinaciones al culto por ejemplo en la constitución de Iglise reforme evangelique du Canto de Neuchatel es mucho menos un descuido excusable por razones de atavismo confesional que de ceguera teológica: seria algo parecido a olvidar el corazón en un curso de antropología anatómica.

Ahora bien, si el culto es el momento más importante de la epifanía de la Iglesia, debe permitir describirla. Para esto se debe recurrir a varios esquemas se puede decir, con K. Barht, que, por su culto y en el, la Iglesia aparéese como una comunidad de fe, de bautismo, de eucaristía y de oración; se puede decir, también con el canónigo A. G. Martimort, que la Iglesia aparéese como una comunidad que expresa la elección avocación, la unidad y la salvación de sus miembros ; se puede decir, es el esquema al que nos atendremos, que la Iglesia, por medio de su culto, es considerada una comunidad bautismal, nupcial, católica, diaconal y apostólica. Veamos este esquema con más atención.

Por su culto y en el, la Iglesia aparece en primer lugar y toma conciencia de si misma como comunidad bautismal. Esto quiere decir que el culto distingue la Iglesia del mundo. Por el culto, “sale sin pretensiones, pero con firmeza, del medio profano que esta ordinariamente sumergida” (K. Barth). Muestra que no pertenece al mundo, y que el culto no es una forma mundana de ser. Este establece una ruptura entre la Iglesia y el mundo, y por eso, contrariamente a la predicación misionera no es público: quien lo celebran, han pasado por el bautismo, han renunciado al demonio y a sus obras, al mundo y a su pompa, a la carne y a sus deseos. Israel quedo constituido qahal Yahvé, después de haber atravesado el mar Rojo. El culto cristiano muestra que la Iglesia no es una sociedad natural, sino el resultado de la elección promovida por Dios y realizada con la muerte y resurrección en Cristo de los que responde a la llamada del evangelio. Esto no los ha hecho olvidar los siglos de cristiandad pero es urgente tenerlo bien vivo: el culto se celebra en el perdón. En este sentido, es preciso decir también que el culto cristiano no es una forma mas entre las obras litúrgicas naturales de los 14 Seria interesante examinar la teología del templo elaborada por Jesús y los testimonios ofrecidos por el nuevo testamento.

hombres. Hace falta “salir del campamento” (heb 13.13) para poder presentar a Dios el culto que es grato. Pero esto no es suficiente. Decir que el culto hace aparecer a la iglesia como una comunidad bautismal, no es decir solo que por su culto la Iglesia se distingue del mundo y que ella proclama el fin de este trataremos esto con mas detención en el capitulo próximo, es afirmar que el culto transfigura el mundo a la vez que queda amenazado por el. En primer lugar, el culto transfigura el mundo. Será preciso volver varias veces sobre esta afirmación, fundamental de teología litúrgica. No trato aquí sino un aspecto, para decir, paradójicamente, que, si el culto hace aparecer ala Iglesia como comunidad bautismal esto significa también que la Iglesia esta presente en el culto, pero, causa de lo que acabamos de ver, esta presente mas allá de la muerte de si mismo. El bautismo, si hace morir, también resucita a lo que hace morir. El bautismo no provoca una solución de identidad: el resucitado de la mañana. “sacramento”, no se esta en la tierra prome De pascua es el mismo que había sido sepultado la tarde del viernes Santo. Sobre esto insiste todas las narraciones de la sepultura de Cristo: atestiguan así la calidad de la resurrección. La comunidad de bautizados que el culto hace parecer es una comunidad de hombres y mujeres niños que han renunciado al mundo, que “están muertos al pecado” (Rom 6, 11). Pero esta muerte no los ha aniquilado ni los ha falseado. Se encuentran en el culto, muertos y resucitados con ellos su lengua, su cultura, sus pasiones, sus estilos. Por eso, el culto cristiano es el lugar donde una nación o una época pueden, más profundamente que en otro sitio, confesar lo que son y ser orientados hacia su destino pascual. Pero este mundo que lo ha podido acarrear consigo a través del bautismo, este mundo que ella a condenado y que se le ha rendido puede convertirse para el culto de la Iglesia en una amenaza. Piénsese en el uso que le dio Israel a las joyas egipcias que había sacado de Egipto (compárese Ex 11. 2, 12, 35s y 32, 1s.). Dado que el bautismo no es aun el juicio final, sino en el desierto, lugar de la tentación, donde se puede perder la salvación (ef. 1 Cor 10, 1- 13). Es verdad que se ha abandonado Egipto y que Moisés ha entonado su cántico: también es verdad que Dios esta presente, igual que su ley, su representante y su alimento milagroso. Pero todo esto vive de la esperanza del cumplimiento; y en esta espera se puede invertir aun la metamorfosis bautismal, conformándose con el siglo presente (Rom 12,2). Al hacer aparecer a la Iglesia como comunidad bautismal, el culto muestra que no solo la Iglesia esta en ruptura con el mundo, sino que también permite encontrar un mundo exorcizado y calmado, y, finalmente, que la iglesia no esta nunca libre de recaídas. Estas ideas nos acompañaran constantemente. Vamos a encontrar una aplicación en seguida al decir que el culto permite a la Iglesia tomar conciencia

de si misma como comunidad eclesial; será preciso que nos detengamos en esto con mas detalle en el próximo capitulo. Todo lo que vamos a decir ahora no es mas que una explicación de todo lo ya dicho por que le culto hace aparecer ala Iglesia como comunidad bautismal y, al mismo tiempo, como comunidad nupcial, católica diaconal y apostólica. Se puede dudar sobre el adjetivo a elegir par designar exactamente el segundo carácter de la Iglesia que revela el culto. ¿Es preciso decir que el culto es una epifanía de la iglesia como comunidad eucarística?. Pero la eucaristía abarca demasiado en el conjunto de la iglesia, y por tanto, el conjunto del culto, para lo que se trata de subrayar ahora. Yo diría que el culto revela a la Iglesia como comunidad nupcial. ¿Qué se entiende al usar esta imagen bíblica y patriótica. Queremos decir que la iglesia, por medio de su culto, aparece como la esposa de Cristo. La esposa de Cristo es decir la que respondió si ala palabra del Señor, a su llamada. Es la que se compromete, por que Cristo se había comprometido, la que se da, por que Cristo se había dado. Al hacer que la iglesia aparezca como una comunidad nupcial, el culto se hace aparecer como comunidad esperanza. La esposa de Cristo, es decir la que ama a su liberador y a su esposo, la que le consagra su belleza y toda su belleza, su alegría y toda la alegría; la que sabe también que quien la vea debe reconocer en ella a su esposo, y que, por esto, se dedica también a honrar en forma radiante y gloriosa lo que el ha hecho por ella. Al hacer que la iglesia aparezca como comunidad nupcial, el culto la hace aparecer como comunidad de amor. La esposa de Cristo, es decir, y de forma polémica, la que no se adultera, la que n engaña a su liberador y esposo; la que sabe hacer la elección entre la palabra de quien la ama y de quienes la quieren seducir, y por tanto, la que se niega a darse a otros y a creerlos. La esposa de Cristo, la que no se alegra, por el retrasote quien espera, para justificar, por eso mismo, una complacencia en si misma o un compromiso con otras esperanzas distintas a la única que la justifica. La esperanza de cristo, la que se niega a vivir para si misma, hacer hermosa y gloriosa para si misma, a separarse, por su auto justificación, de aquel cuyo cuerpo es ella, de aquel a quien debe revelar al mundo. Todo esto lo trataremos de nuevo en la segunda parte para ver práctica y concretamente como puede y debe expresarse esto. El culto, el tercer lugar, hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica. El término católico es uno de los más hermosos y ricos de la eclesiología cristiana. No vamos a hacer aquí su exégesis, sino que nos vamos a hacer algunas anotaciones. Decir que el culto hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica, es reconocer primero que se sitúa más allá de las barreras sociológicas, y que se niega a sancionar los esquemas sociológicos de este mundo15. Hay sitio en ella para todos los llamados por Cristo. Como la posada en la que el buen samaritano dejo al herido, ella es un lugar de acogida para todos (Lc 10, 34).

15 Volvemos a encontrar aquí uno de los aspectos de la iglesia, comunidad bautismal.

Las mujeres tienen un sitio, como los hombres; los niños como los adultos; los jóvenes como los viejos; los prudentes como los tontos; los ricos como los pobres; los poderosos como los débiles; los judíos como los gentiles; los negros como los blancos: todos tienen acogida mas haya del orgullo, de la codicia, de la explotación y de la envidia. Lo que le mundo separa y confunde, ella distingue y une. Decir que el culto hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica, es reconocer también que permite a los bautizados ser sus miembros en toda su plenitud antropológica. En la Iglesia pueden ser ellos mismos, restituidos a esa humanidad gracias a la salvación y que, paradigmáticamente, se proclama por medio de las curaciones narradas en los evangelios. No se transforman en monstruos; no son todos oídos, o todos ojos, sino que están allí para escuchar la palabra de Dios y para responder a ella; están allí para mirar y para moverse. No hay que olvidar nunca que Jesús no solamente a curado a los sordos, y que la generosidad de sus curaciones repercute en la liturgia de manera evidente. Pero la catolicidad de la Iglesia que el culto revela no tiene sólo dos aspectos, el sociológico y el antropológico la iglesia atestigua su catolicidad, arreglando lo que divide a los hombres para llamarlos a la vez a la comunión y a la plenitud en Jesucristo. Es también arreglando lo que los divide en el espacio; une lo que está disperso, se opone a la yuxtaposición indiferente o belicosa de las ciudades y de las naciones. Une el mundo en la solidaridad, sin confusión. Pero negándose a admitir el olvido o el desprecio a los demás. Piénsese, para ver lo que significa esto, en las recomendaciones y en los ejemplos que nos ofrece el Nuevo Testamento de las intercesiones o acciones de gracias por las Iglesias lejanas, o en el servicio de noticias ínter- eclesiásticas que parece algo fundamental para la vida eclesial16. Es preciso, sin duda, ir más lejos: la catolicidad del culto que revela la Iglesia no tiene, en la línea del espacio, sólo una dimensión horizontal. Sino que también tiene otra dimensión vertical: el 16 Uno de los ejemplos mas llamativos es el de la vocación de san pablo: la iglesia de damasco había recibido ya la noticia de las intenciones policíacas el viaje de Saulo de Tarso (Hccin. 9,13 s.).

cielo y el descanso de los difuntos piden que se los admita en el culto, cuando veremos cuando trataremos de sus oficiantes. El culto que hace aparecer a la Iglesia en su catolicidad, revela también una cuarta dimensión de ésta: la catolicidad en el tiempo. Por su culto, la Iglesia atestigua que ella reúne los siglos, que se niega a permitir que caiga en el olvido lo que ha pasado o que se esfume en la ilusión de lo prometido. Está, como decía san Bernardo, ante et retrooculata; ve hacia delante y hacia atrás, y abarca el conjunto de la historia de la salvación. Es necesario tener presente nuestro primer capítulo sobre el culto. Recapitulación de la historia de la salvación; cuando la Iglesia aparece, por medio del culto, para ser ella, toda la historia de la salvación está presente de forma misteriosa, desde Abel hasta la parusía. Me parece legítimo mostrar la última dimensión de la catolicidad de la Iglesia que aparece en y por el culto: la Iglesia es católica un poco como lo era el arca de Noé. Quiero decir que la Iglesia es católica en el sentido de que Dios la ha convertido en garantía del mundo, y portadora de su futuro, porque en ella, ya hemos aludido a ello al mencionar el aspecto bautismal de la Iglesia que aparece en el culto, el mundo ha encontrado acogida, y porque desde ahora percibe y capta los suspiros de la creación para restituirle, sacramentalmente, el oficio litúrgico para el cual ha sido creada. El culto, pues, hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica en el sentido de que muestra en los planos sociológico, antropológico, espacial, temporal y cultural, que la Iglesia niega lo que divide y separa, después de consumada la separación bautismal, y que recibe todo aquello por lo que Cristo murió, todo lo que está destinado a la salvación. Se ve así que el adjetivo contrario a católico no es “protestante”, sino “diabólico”. El culto epifanía de la Iglesia católica, es para el mundo entero un exorcismo verdadero. También volveremos a ver este punto. En cuarto lugar, la Iglesia toma conciencia de sí misma como comunidad diaconal. En mi opinión esto quiere decir dos cosas: La Iglesia aprende por medio de su culto y manifiesta así que no es para sí misma, que no tiene su justificación en si misma. Es para Dios y los hombres como lo fue Cristo. Se encuentra, pues, doblemente orientada. Veremos esto en los capítulos 3 y 5. También por el culto la Iglesia toma conciencia de sí misma como comunidad diaconal porque el culto la permite aparecer no como un bloque, sino como un cuerpo con diversidad de miembros, distintos en sus funciones y en su importancia. El culto invita a los miembros de la Iglesia a ayudarse mutuamente en la obra de la salvación, a manifestar sus vocaciones particulares destinadas a edificar el conjunto del cuerpo: El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como

buenos administradores de la multiforme gracia de Dios (1Pe 4,10; 1 Cor 12) También aquí sólo apunto el tema, porque lo trataremos más adelante, en el capítulo de los oficiantes del culto, al examinar cuáles son sus funciones esenciales y cuáles accesorias, cómo se deben ejercer en el culto para la edificación común, y quiénes han de ser sus ministros. Naturalmente, veremos también en qué medida depende esta diaconía de la libertad de la Iglesia. Por su culto, la Iglesia confiesa lo que ella es: se presenta como comunidad bautismal, nupcial, católica, diaconal y, finalmente, como comunidad apostólica o misionera. Es preciso preguntarnos por qué la Iglesia, por y en su culto, aparece como comunidad apostólica. Se debe a que, usando las palabras de K. Barth, “sale sin pretensiones pero con firmeza, del medio profano en qué está ordinariamente sumergida”, es decir por su culto se distingue del mundo. Y esto de dos maneras: primero, porque no reúne a todos los hombres, sino a los bautizados: esto la orienta de forma especial respecto de los que no están bautizados aún. Por su existencia sola es, para los que no son sus miembros, una pregunta y una promesa. Pero la Iglesia se distingue del mundo por su culto, y por este hecho aparece como apostólica, no sólo porque no abarca a todos los hombres, sino además porque no está reunida de forma continua; hay un día de la Iglesia, es decir un día de culto, el domingo. La intermitencia del mismo enseña a la Iglesia que está aún en el mundo, que no ha llegado aún el gran sábado. Si la imagen no fuera demasiado audaz, diría que la Iglesia aparece, cada siete días, un poco como un cetáceo que sale a la superficie, a intervalos regulares, para respirar. El hecho mismo de esta intermitencia, de esta reunión no continua, sino esporádica, hace que la Iglesia aparezca en su alteridad respecto del mundo, y le plantea la pregunta de su razón de ser en y para él. ¿Cómo toma conciencia la Iglesia, en su culto y por el mismo, de ella como comunidad apostólica? Sin prejuzgar lo que examinaremos en el capítulo próximo, completamente consagrado a esta pregunta, podemos decir aquí que lo hace precisamente al ver que solamente es primicia de las criaturas (Sant 1,18), y no su conjunto, y sólo se reúne el primer día de la semana (Hech 20,7), y no todos los días. Con otras palabras, el culto es epifanía de la Iglesia como comunidad misionera, en el sentido de que obliga a enviar al mundo a lo largo de la semana a los que ha reunido el primer día de la misma. Esto nos permite abrir un breve paréntesis sobre el término misa, que, a partir del siglo IV, ha suplantado poco a poco en occidente a todos los demás para designar el culto y que, entre los luteranos, incluso ha resistido a la reforma. Su origen provoca ciertas dudas. Parece cierto, a pesar de algunas hipótesis, que viene del bajo latín, missa=missio=envió, despido; con otras palabras, el último acto o culto, la despedida solemne para enviar de nuevo a los fieles al mundo (Lc 24,46-53), habría dado su nombre a todo el culto, en cierta manera para subrayar su razón de ser en un mundo que no es aún el reino.

El culto, afirma A.D. Muller, quiere ser comprendido como misa, missio, envió. En él se enciende la luz que debe iluminar al mundo. El mismo A.D Muller dice que: el culto es la respuesta más concreta a la pregunta hecha para saber dónde está la Iglesia. No podemos desarrollar aquí todas las implicaciones de esta evidencia teológica. En particular, para evitar el tener que introducir en este tratado de teología litúrgica todo un tratado de eclesiología, es preciso que no examinemos las relaciones entre la Iglesia local ( la asamblea litúrgica) y la Iglesia universal, y el problema de la legitimación católica del ministerio ordinario de la Iglesia local, del litúrgico ( Rom 12,8; 1 Tes 5,12). Me conformo con hacer tres observaciones: 1. Es preciso que subrayemos la verdad de las afirmaciones de las

confesiones de fe del siglo XVI, que consideran a la Iglesia cristiana como el lugar donde se predica la palabra de Dios con pureza y donde se administra legítimamente los sacramentos; es decir para designar a la verdadera Iglesia, remiten a su culto17. Si obran así es porque saben perfectamente que la Iglesia mantiene su fidelidad en la predicación y en la vida sacramental, pero también porque saben que se juega en ellos su fidelidad. Y si las confesiones de fe reformadas acostumbran, con frecuencia, de forma muy explícita, a añadir una tercera nota, a saber para hablar por ejemplo, de la confesión escocesa de 1560 el cumplimiento severo de la disciplina eclesiástica, tal como se deduce de los preceptos de la palabra de Dios18, no arrancan la Iglesia de su situación litúrgica, sino que por el contrario, indican que la Iglesia no reconoce a cualquier advenedizo como capacitado para celebrar el culto cristiano. Hemos subrayado antes de tal forma que la Iglesia aparece por su culto como comunidad católica, que no hay miedo de precisar aquí que el culto “congregacionaliza” a la Iglesia. Al hacer esto insistimos en uno de los innumerables puntos en que la reforma se muestra fiel a la tradición patrística, conservada y estudiada también por las Iglesias ortodoxas.

2. Si en el culto la Iglesia confiesa de forma excelente lo que es, significa esto

que no lo hace en primer lugar por su catequesis, su estructura o su diaconía. No es que éstas sean despreciables o indiferentes; también son terrenos donde la Iglesia se juega su fidelidad, y sería una gran

17 << est autem ecclesia congregatio sanctorum, in qua evangelium pure docetur et recte administrantur sacramenta>> (Confeción de Augsburgo,c.7; cf. Die Bekenntnisschriften der evangelicsh-lutherischen kirchen. Göttingen 1930, 59 s.; cf. Ibia.; 279) 18 <<…disciplinae severa et ex verbi divini praescripto odservation>> (cf. W. NIESEL, Bekenntnisschriften und Kirshenordnungen der nach Gottes Wort Reformierten Kirche. Manchen 1958, 103; cf. Ibid., 72. 131. 251). Además en el texto de la Confesión de Augsburgo citado anteriormente se presupone esto, ya que se habla de una Congregatio sanctorum.

equivocación querer deshonrarlas en beneficio del culto. Pero se encuentran en un segundo lugar respecto del culto. Una catequesis que no intente recordar a los hombres su orientación profundamente litúrgica; unos misterios que se desinteresan de forma constante de las funciones del culto; una diaconía que no tenga la intención de mostrar hasta qué punto compromete la intercesión por los enfermos, los pobres, los afligidos y los cautivos, están desarraigadas, en cierta manera, y amenazan con convertirse en tendencias intelectualistas, juridicistas o socialistas.

3. Esta puede ser peligrosa o fácil. Si la Iglesia en y por su culto aparece como

es, en y por él ofrece la prueba de su fidelidad o infidelidad; por tanto, si es infiel, hay que reformar el culto cuando se quiere reformar la Iglesia. Se desconfía mucho entre nosotros de una reforma de la Iglesia que lo fuera al mismo tiempo del culto; se desconfía mucho de los movimientos que intentan reformar la Iglesia por medio del culto. Se teme que este cambio solamente sea formal, sin que toque el corazón de la Iglesia, como si ésta pudiera tener otro corazón distinto del culto. Es preciso, evidentemente, entenderse: no es el culto el medio de la reforma de la Iglesia; no podría ser la levadura de una reforma; piénsese en Josías, reformador al redescubrir el libro de la palabra de Dios (2 Re 22 s). pero si esta palabra debe reformar la Iglesia, debe tocar directamente el culto. En tiempos de Josías, el redescubrimiento de la palabra de Dios no provocó simplemente un estupor de arrepentimiento, sino que éste se concretó en una obra: la extirpación radical de la idolatría para devolver al pueblo, en una pascua inusitada, la gracia, la alegría y la belleza de su culto.

Una reforma de la Iglesia que se parase en el umbral del culto, que no llevara consigo un cambio litúrgico y que no se concretase en él, esterilizaría la palabra de Dios en vez de permitir que produjera su fruto. Por eso, no creo exagerado decir que si la renovación litúrgica que conoce nuestra época retrocede ante la inmensa empresa de una reforma litúrgica, si tiene miedo de acometerla, ahí estará nuestra condenación. No es una mejor catequesis, ni una reorganización de la Iglesia, ni una toma de conciencia de la llamada que dirigen a la Iglesia los cansados y abrumados, lo que justificara a la Iglesia de nuestra generación: es una forma litúrgica, porque ésta justificará también, de rechazo, la catequesis, la organización eclesial y la diaconía, salvándolas del peligro del intelectualismo biblicista, del juridicismo o del activismo social. 3. El culto, corazón de la comunidad local La lectura de los teólogos protestantes contemporáneos evidencia que el consenso es general; sin dudarlo, creen que el culto es el centro de la vida comunitaria cristiana, y esto es obvio. Así se significan dos cosas: En primer lugar, el culto es en cierta forma el criterio de la vida parroquial: es sano lo que es apto para encontrar su sitio en el culto, lo que soporta orientarse hacia él y lo que puede dar fácilmente fruto con vistas al mismo; es malsano lo que no soporta esta implantación u orientación. Una catequesis que no tenga la

meta de sostener a “los adoradores que el Padre busca” (Jn 4,23) estaría vaciada. Una organización parroquial que se desinteresase del culto sería parasitaria. Una diaconía que no quisiera aparecer como aceptadora de la intercesión de la Iglesia estaría profanada. Cuando se ve la agitación que sacude a tantas parroquias y que les hace confundir el insomnio con la vigilancia, se desearía, a veces, imponerles un año sabático, en el que no tendrían otra actividad que el culto parroquial, para que aprendan de nuevo a ver lo que deben hacer o no, teniendo en cuenta este centro. Probablemente podrían dejar muchas más actividades de las que creen al estar sumergidas en esa agitación. Pero decir que el culto es el corazón de la comunidad cristiana, no es recordar simplemente el criterio de lo que debe ser y vivir, sino que trae a la memoria el hecho de que si el cultos se para, la Iglesia muere. La Iglesia vive gracias a su culto. Este está efectivamente vivo con sus movimientos de diástole y sístole, como el corazón. Lo mismo que este órgano es una bomba aspirante e impelente en el cuerpo animal, el culto lo es para la vida parroquial. Desde el culto, misa, la Iglesia se extiende por el mundo para mezclarse como la levadura con la masa, para darle gusto como su sal, para permitirle ver como su luz, y la Iglesia viene hacia el culto, hacia la eucaristía, desde el mundo, como un pescador que recoge sus redes o un campesino que guarda la cosecha. Desde el culto y hacia él viven las actividades parroquiales que se justifican verdaderamente. Con frecuencia se tiene miedo del movimiento de sístole, como si fuera la Iglesia a replegarse sobre sí misma, a olvidar su misión en el mundo, a enfermar. Este temor que me parece vano por dos razones. Primero, por una razón psicológica: la Iglesia se moriría si no tuviese un culto que no fuera una misa, en el sentido que hemos visto, como un ser vivo moriría si tuviera un corazón que no pusiera en movimiento la sangre gracias a la diástole y la sístole. Con otras palabras, la evangelización es la pareja absolutamente obligada del culto, como éste lo es de aquélla. Pero el temor del movimiento de sístole me parece vano sobre todo por una razón teológica: cuando la Iglesia se reúne para el culto, cuando se convierte en una asamblea litúrgica, no se repliega en sí misma, sino que se acerca a Dios, para consagrarle, en la acción de gracias, en la eucaristía, lo que es y lo que tiene. Hay que dudar de la presencia de Dios en el culto para desconfiar de la vida litúrgica, lo mismo que de la victoria de Cristo sobre el mundo para desconfiar de la acción misionera. La Iglesia no puede tener una u otra: debe tener ambas.

3 EL CULTO, FIN Y FUTURO DEL MUNDO Hemos visto lo que sucede en el culto: la recapitulación de la historia de la salvación. Hemos visto la importancia del culto para la Iglesia: por el culto y en él es ella misma, toma conciencia de sí misma, se confiesa a sí misma, es decir, éste es, para la Iglesia, el lugar de su epifanía. Pero precisamente por recapitular la historia de la salvación y por ser el lugar de la epifanía de la

Iglesia, no es aún la exultación del reino que no podrá tener fin: el culto se celebra en este mundo. Hemos de ver en este capítulo si tiene alguna importancia para el mundo el hecho de que el culto se celebre en él, y si éste concierne de alguna forma al mundo. Hay que responder a esto con calma y seguridad, y, a pesar de todos los desaires que pueden venir de parte del mundo, para éste es de una importancia absolutamente decisiva la celebración del culto cristiano, ya que éste indica al mundo su límite y le ofrece también su verdadero futuro, si quiere entrar en esta pascua, en este paso, que es el culto. En este capítulo, pues, hablaremos del culto como amenaza y promesa para el mundo. Pero antes de entrar en materia, es preciso, hacer dos observaciones previas, y después de haberlas tratado, será preciso, muy brevemente, intentar ver la relación que hay entre el culto y la evangelización.

1. Dos observaciones previas Para que sea posible situar el culto cristiano con relación a la vida del mundo, es preciso poder distinguir entre la Iglesia y el mundo, entre lo sagrado y lo profano. Con frecuencia se teme esta distinción: se cree que era válida en tiempos de la antigua alianza, y que desempeña un papel real en las religiones paganas; pero se dice que la encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazaret y la reconciliación entre Dios y el mundo sellada por el sacrificio de la cruz han puesto fin a esa distinción y la han hecho completamente anacrónica. Se presenta como prueba el desgarramiento de la cortina del templo, cuando espiraba Jesús ( Mc 15,38 y par) y la destrucción del mismo templo años después. Sin embargo, hay que mantener esta distinción entre lo sagrado y lo profano, y en esto estriba la justa apreciación de la misión de la Iglesia en el mundo, como pueblo profético, sacerdotal y regio. Evidentemente, querer mantenerla según la manera judía es algo absurdo y anacrónico: la circuncisión ha quedado atrás, igual que la celebración del culto del templo de Jerusalén y la observancia del sábado. Pero la nueva alianza no ha suprimido todo esto, sino que lo ha reemplazado. El bautismo es el medio de entrada en el pueblo de la promesa, el cuerpo de Cristo es el sacramento de la presencia de Dios entre los hombres, y el domingo es el día de la asamblea de los fieles. El hecho de la existencia de un bautismo, una iglesia y un domingo prueba que continúa siendo necesaria la distinción entre lo sagrado y lo profano; renunciar a esto es poner en duda la necesidad del bautismo, la especificad de la Iglesia y la legitimidad del domingo: más aún, así se sitúa uno en una teología gloriae o se rechaza la doctrina de la encarnación. Situarse en una teología gloriae es colocarse más allá de la resurrección, porque en el reino todo será sagardo o profano, las dos palabras entonces serán intercambiables. En este sentido, la negativa a distinguir va contra el tiempo. O se duda de la doctrina de la encarnación, y se cree que el mundo venidero es demasiado débil, o demasiado despreciable, para suscitar aquí algo distinto a un deseo codicioso, o para promover los signos de su presencia

real. Por tanto, o se confunde el mundo y el reino, o se niega la posibilidad de poseer éste en el futuro. Se sucumbe así a la tercera tentación que sufrió Cristo en el desierto (Mt 4,8 s) o se niega que esta tentación pueda tener un alcance existencial. Con otras palabras, es no admitir el encontrarse donde Dios ha colocado la Iglesia: antes de la parusía, pero después de Pentecostés. Se niega la simultaneidad de los dos eones, afirmando que este siglo queda suprimido o bien que el siglo futuro es radicalmente incomunicable con éste, y que no se pueden situar cabezas de puente en él. Positivamente: si se hace necesaria una distinción entre lo profano y lo sagrado es causa de lo entrelazados que están estos dos siglos. ¿De dónde viene la desconfianza hacia esta distinción? Sin duda, de la tendencia de este siglo por asimilar todo lo que depende del venidero, y, por consiguiente, todo lo que lo discute. No quiere en su seno un pueblo de profetas, de sacerdotes y de reyes; un pueblo que lo juzga, que tiene la pretensión de sustituirlo en los asuntos esenciales, y de ser un vicario en el reconocimiento de su verdadero destino; un pueblo que quiere permanecer libre. El siglo presente intenta todo lo posible para disminuir y para naturalizar la gracia. Esta desconfianza viene, pues, de una profanación de la Iglesia, y del consentimiento de la Iglesia en ello. Esto aparece de una manera particularmente dolorosa en la degradación del milagro del bautismo a la categoría de una ceremonia folklórica generalizada, o en el consentimiento de la Iglesia a las pretensiones del estado para integrarla en su estructura ordinaria. Se desconfía muchísimo de la distinción entre lo sagrado y lo profano cuando no se encuentra disgusto en lo multitudinario. Esta desconfianza viene también de cierta impaciencia de la Iglesia: sabiendo que es católica, olvida que hasta la parusía su catolicidad debe pasar por la puerta estrecha de la santidad. Encargada de hacer conocer al mundo entero el amor de Dios a este mundo y la salvación que posee para el mismo, olvida que hay en él puercos y perros (Mt. 7,6), y entrega la gracia sin controlar la manera de recibirla. La certeza de la victoria de Cristo es tan enceguecedora que olvida el hecho de que el Señor será hasta su venida, para el mundo (Lc 2. 34): el mundo le parece tan vencido que eres que ha perdido todas sus posibilidades de revolución y todas sus garras (cf. Dt 21. 12), y que se ha convertido en un aliado del que no tiene que desconfiar. En vez de contradecirlo, va a poder santificarlo. No es casualidad que todas las recomendaciones de los padres sobre el bautismo de los recién nacidos sean posteriores a la conversión de Constantino, ya que tenían la esperanza de que no habría más persecuciones. Con otras palabras, la desconfianza hacia una distinción entre lo profano y lo sagrado suele venir de una baja en la tensión escatológica. Digo esto para recordar que no es sólo una falta teológica el impacientarse por esta distinción, también es una carencia evidente en la capacidad de poder descifrar los signos de los tiempos.

Todo, pues, lleva a creer que la historia contemporánea se va a encargar, de un forma completamente nueva, de recordar a la Iglesia que debe tomar coneciencia de su alteridad con relación al mundo, de su carácter sagrado. No hay que exagerar el peligro que puede correr la Iglesia por emplear esa distinción, encontrada de nuevo, para refugiarse en lo sagrado y complacerse en él. Temer demasiado ese peligro significa no tener confianza en el Espíritu que habita en la Iglesia. Si ésta no ha muerto por la identidad tan fuerte entre lo sagrado y lo profano que ha habido durante la época de la cristiandad en que se defendía lo sagrado por la ordenación al ministerio sagrado más que por el bautismo, por las especies eucarísticas más que por el culto, no hay que temer que muera al reaparecer, frente al mundo, como pueblo profético, sacerdotal y real. El pietismo es sospechoso en la época de la cristiandad. En la situación política precristiana o poscristiana, el “pietismo” es, para la Iglesia, algo indispensable para su misión en el mundo; no se debe al azar el hecho de que la Iglesia de nuestro tiempo manifieste su toma de conciencia de pueblo minoritario por una renovación a la vez litúrgica y misionera. La segunda observación previa se refiere al carácter público del culto. La Confesión helvética posterior da, aquí también el tono. En el c. 22, al tratar de “las asambleas sagradas y eclesiásticas”, dice:

Se requiere que las asambleas eclesiásticas sean públicas y muy frecuentes, y no ocultas, ya que la persecución de los enemigos de Jesucristo y de su Iglesia no lo impide. Pues sabemos que las de la Iglesia primitiva se celebraban en lugares secretos, en la época de la tiranía de los emperadores romanos. 19

Hay que precisar aquí varios puntos. No es su publicidad, sino su celebración, lo que hace del culto el fin y el futuro del mundo. La publicidad del culto es deseable, pero no aprueba ni desaprueba la validez del mismo. Además, el “culto” como tal no puede ser “público”, en el sentido pleno de esta palabra, sin falsearse. Quiero decir que la celebración del culto es, por derecho, comunitaria, y no se admite en ella a los bautizados. En este sentido, sólo puede ser una celebración “pública” cuando todo el “público” de una localidad esté bautizado, sin que haya entre ellos ningún excomulgado. Esta situación se va haciendo cada vez más excepcional, y mucho más, aún durante bastantes años, porque las divisiones confesionales no permitirán a todos los bautizados de un lugar celebrar todos el culto cristiano. Además, para que fuera una celebración “pública”, y por tanto, abierta a todos, sería necesario, en nuestras circunstancias, que no fuera una celebración comunitaria, sino un espectáculo al que se pudiera asistir sin participar en él. Hay que distinguir entre la proclamación del evangelio y la celebración del culto. La predicación debe buscar la publicidad (Mt 10, 27); debe impacientarse cuando las circunstancias políticas la obligan a la clandestinidad o a un

19 Cf. W. NIESEL, o. c., 21, 175, etc.

lenguaje en calve. A ella pertenece entrar en el mundo para buscarlo y para ponerlo en situación de responderle. El culto se celebra entre los que han creído en el evangelio: sólo los bautizados forman las comunidades. Según la tradición, la parte pública del culto es al mismo tiempo homilética, destinada a los bautizados y a los catecúmenos, más que en los creyentes y a los no creyentes. Esto debe haber sucedido ya en los tiempos apostólicos, porque los “no iniciados o infieles” que menciona San Pablo como huéspedes de esta parte homilética, lo son más bien de forma hipotética (1 Cor 14, 23 s.). La acción misional, por tanto, se realiza mucho más por la predicación pública que por la celebración del culto.20 En resumen, el culto no tiene necesidad de ser público, abierto a todos, para que se refiera al mundo entero. Incluso si se celebra en privado por dos o tres, Jesucristo está presente y, por esto, el culto de la Iglesia posee una trascendencia que alcanza a todo el mundo, siendo a la vez una amenaza y una promesa. A continuación vamos a examinar estos aspectos. 2. El culto, amenaza para el mundo El culto, negación de la autojustificación del mundo. El culto cristiano es el memorial del cuerpo y de la sangre de Cristo ofrecidos para salvar el mundo. El memorial del cumplimiento de todo lo que Dios quería, de la consumación de la historia.

Con la muerte de Cristo en la cruz, todo está realizado. En este cuerpo de Cristo, sangrante y desgarrado, Dios ha alcanzado su propósito. La historia del mundo ha llegado, en principio, a su término. Esta muerte en cruz, con su poder inusitado y explosivo, rompe los fundamentos más profundos de la historia de nuestro mundo y las cimas más altas de los tronos y potestades supraterrestres. Por su virtud, toda la historia se hace porosa, de forma que el último día l puede empapar por completo (P. Brunner).

Cada vez que la Iglesia se une para celebrar el culto, para “proclamar la muerte de Cristo” (1 Cor 11, 26), anuncia al mismo tiempo el fin del mundo y su derrota; se define contra la pretensión del mundo que quiere proporcionar a los hombres una razón de ser válida, y renuncia a él; por estar compuesta de bautizados, afirma que la vida adquiere su sentido sólo más allá de la muerte a este mundo, es decir en la resurrección con Cristo. El culto es la peor negativa que se puede dar a las pretensiones del mundo que se considera capaz de ofrecer a los hombres una justificación eficaz y suficiente. No hay nada más convincente contra el orgullo del mundo y contra su desesperanza que el culto de la Iglesia. 20 Cuando San Ireneo insiste en el carácter público de la enseñanza tradicional de las cátedras episcopales contra las tradiciones ocultas de los gnósticos, no quiere hablar de una publicidad “mundana”, sino de una publicidad en el interior de la Iglesia.

A título de ejemplo, se pueden mencionar aquí las doxologías que se escuchan en el culto. Tienen un carácter eminentemente polémico, cuando la Iglesia hace suya la oración dominical diciendo “te sea dada toda honra y gloria por los siglos de los siglos...”; cuando proclama que “a Dios único sabio, sea por Jesucristo la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Rom 16, 27); cuando afirma.

Digno eres, Señor Dios nuestro de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas (p 4, 11); o, salud a nuestro Dios, al que está sentado en el trono, y al cordero (Ap 7, 10);21

Cuando desde tiempos muy remotos terminan los salmos con la antífona la gloria y cuando en el momento del credo hace presente en cierta manera el bautismo, renuncia a Satanás y a sus obras, al mundo y a sus pompas, a la carne y a sus deseos, y consagra su vida, cueste lo que cueste, a servir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo contra los dueños de este mundo. Decir “gloria a Dios” es protestar contra las potencias y los poderosos que creen poder saciar la esperanza de los hombres, es negar sus pretensiones, y recordarles, con riesgo de represalias, que por su orgullo Jesús

Ha despojado a los principiados y a las potestades, y los sacó valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos en la cruz (Col 2, 15).

En este sentido, el culto cristiano, por su celebración, es un acto profundamente político: recuerda al Estado el carácter limitado y provisional de su poder, y cuando el Estado reclama para sí una confianza y una obediencia absoluta, el culto cristiano protesta contra esta pretensión de reivindicar un reino, un poder o una gloria que solamente pertenece a Dios. El culto, preludio del juicio final De doble manera es un preludio del juicio final. En primer lugar, porque se sitúa respecto del mundo como el reino se situará respecto de la gran asamblea que permitirá la separación escatológica. El culto es, aquí abajo, el lugar de reunión de los que han sido “trasplantados en el reino del Hijo” (Col 1, 13), los que han emigrado del mundo a la Iglesia. En efecto, el culto reúne, por adelantado, a quienes han sufrido el juicio final de forma sacramental, gracias al bautismo, que los asocia a esa anticipación determinante del juicio final que es la muerte y la resurrección de Jesucristo. La misma presencia de la Iglesia reunida en l alegría de su Señor es así, para el mundo, un preludio del juicio final. 21 Cf. También 1 Tim 1, 17; 6, 16; Jds 25; Ap 1, 5; 4, 8; 5, 9 – 10; 5, 12.13 b; 7, 12; 11, 15.17-18; 12, 10-12; 15, 3 b-4; 16, 7; 19, 1-2; etc.

También los es para quienes celebran el culto, pues el bautismo solamente es un trasplante sacramental. No quiere decir esto que carezca de eficacia y de realidad, sino que puede quedar comprometido o incluso anulado por la pereza de los que se benefician del bautismo (cf. 1 Cor 10, 1-13). También para los cristianos, la autojustificación sigue siendo una amenaza real, ya que si son santos, deben serlo de verdad, y hay que combatir continuamente para alcanzar la victoria. El cristiano también es un hombre que ha de interrogarse ante el culto. Conoce en sí mismo el antagonismo que existe entre la Iglesia y el mundo, aunque sea consciente de que el porvenir pertenece al hombre nuevo. Para quienes celebran el culto, éste preludia el juicio final de dos maneras: por sus elementos y por su estructura. Entre los elementos del culto, para ser breve, no citaré sino la predicación, la santa cena y las oraciones22. La predicación, también la parroquial, es un suceso escatológico por medio del cual interviene Dios haciendo que los hombres renuncien a sí mismos, o confirmando la renuncia ya hecha, confiando la vida éstos al único que puede salvar a todos de la perdición, a Jesucristo. Es verdaderamente, como lo hace notar J. Bengel comentando 1 Pe 3, 19, un “preludio del juicio universal”.

La comunidad reunida alrededor de la palabra apostólica del evangelio es el lugar donde uno se orienta hacia la vida eterna o hacia la muerte eterna (P. Brunner).

Contrariamente a lo que se cree con frecuencia, en la predicación ocurre algo de interés para los hombres. Les sucede algo. La predicación es un acontecimiento que se puede colocar paralelamente a un exorcismo: se expulsa a los demonios y se devuelve a Dios lo que le pertenece; como en el juicio final, elegirá para sí a quienes escaparon definitivamente de las asechanzas del demonio. También la eucaristía es un suceso escatológico, una prefiguración del futuro. Piénsese en las parábolas del banquete o en las nupciales, que muestran que se llega a la mesa del Señor por medio de un juicio. Además, el comulgar no es una garantía de salvación, como lo muestran el que Judas Iscariote participase en la institución de la cena y el invitado de la parábola que no tenía vestido adecuado (Mt. 22, 11 s.). Por eso, inmediatamente antes del banquete, se avisa a los comulgantes: “si alguno no ama al Señor, que se anatema” (1 Cor 16, 22; Didaché 10, 6; ef. 1 Cor 11. 28 s.) Si es indudable que el banquete eucarístico es el de que habla Ignacio de Antioquia (A Ef 20,2), este remedio no actúa de una forma automática y mágica; es una promesa con la que se puede contar en la fe, pero que hace beber y comer su condenación a quien no vea en ella una gracia; también se decide en la cena la suerte eterna de los hombres. Hablemos, finalmente, de la oración que hace también del culto un preludio del juicio final. La oración litúrgica es profundamente escatológica; apela al fin del mundo y amenaza al siglo presente, no sólo a los cristianos sino 22 Acabamos de hablar de la doxología y del credo. Dejo de lado el bautismo porque no es un elemento ordinario del culto parroquial.

al mundo entero:

Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

O incluso: (venga la gracia y pase este mundo).23 Orando así se demuestra, es verdad, la esperanza, pero se invoca también al juez y se pide ser juzgado; cada vez que se recita la oración dominical se corre el riesgo de que sea escuchada de una forma muy dolorosa para el que la pronuncia. Pero el culto no es un preludio del juicio final únicamente por elementos más importantes. También lo es por su estructura tradicional, por comprender dos momentos, igual que el fin del mundo: en el primero, la palabra invita a una decisión y efectúa una separación; y después de ésta, en el segundo momento, se participa de la alegría del banquete mesiánico; justo lo que se llamará más tarde misa de los catecúmenos y misa de los fieles. Aunque la fórmula de despedida al final de la primera parte se haya atenuado muchísimo a lo largo de los siglos, yendo desde una anatema hasta una bendición, el hecho de haber mantenido (en oriente incluso en la actualidad) una exclusión de los no bautizados y de los excomulgados en el momento de comenzar la celebración eucarística, es el signo de que el culto es el preludio del juicio final; también el culto es una amenaza por su desarrollo para quienes se niegan a morir y resucitar con Cristo y para quienes se niegan a confirmar con su vida la gracia recibida en el bautismo. Muestra de que la salvación no es algo que marcha por sí misma, sino que sólo se encuentra más allá de la conversión. El culto cristiano, Protesta contra los cultos no cristiano El culto cristiano es, finalmente, una amenaza para el mundo porque desenmascara la vanidad y la perversión de lo que busca el mundo para su justificación más íntima; la vanidad y la perversión de los cultos imaginados por este siglo. Veremos que el culto cristiano es el juicio y el perdón de los demás cultos. Hay que comenzar diciendo que es su juicio. No hay entre ellos escala ni nivel. Hay un abismo, y este precisamente exige que se mantenga la distinción entre lo profano y lo sagrado.

No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunidad entre la luz y las tinieblas? ¿Qué concordia entre Cristo y Belial? ¿Qué parte del creyente en el infiel? ¿Qué concierto entre el templo de Dios y los ídolos? Pues vosotros sois templo de Dios vivo, según Dios dijo: “Yo habitaré y andaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. Por lo cual, salid de en medio de ellos y

23 Didaché 10, 6. Las oraciones eucarísticas de la misma (c. 9 y 10) son muy típicas de este carácter prefigurativo del juicio que es el culto cristiano.

apartaos, dice el Señor, y no toquéis cosa inmunda, y yo os acogeré y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor todo poderoso (2 Cor 6, 14-18).

Solo es posible llegar al culto cristiano por la conversión, que no es una aceleración del proceso natural, sino una ruptura, una muerte y una renuncia. Esto no quiere decir que el culto cristiano no tenga relaciones con los cultos paganos, sino que su relación es la misma que existe entre la verdad y la mentira. “Evidentemente, la mentira no lo es sino respecto de la verdad. Es la realidad asesinada de la verdad…” (P. Brunner); por eso hay que desenmascararla. No es una verdad previa, provisional, preparatoria, sino lo contrario de la verdad. Por eso, el culto cristiano protesta por su celebración, con la que hay de más profundo, de más misterioso y de más determinante en el mundo, contra el culto pagano. 24 En el culto cristiano, celebrado en este mundo, hay una provocación a todos los no – cristianos, y por consiguiente, se proclama el señorío de Cristo y la derrota de Satanás. No se debe creer que solamente la predicación misionera del evangelio haga retroceder las pretensiones del demonio. La celebración del culto tiene el mismo efecto. Como Ignacio de Antioquia escribía a los efesios:

… Cuando os reunís, se abaten los poderes de Satanás y se disuelve su obra de ruina por la concordia de vuestra fe. Nada es mejor que la paz, en la que toda la guerra de los poderes celeste y terrestres (contra nosotros) se reduce a nada (A Ef 13, 1s.).

3. El culto, promesa para el mundo Jesucristo no es solamente el fin de nuestro mundo; si el mundo consiste en renunciar a sí mismo, al no querer ser su auto-justificación y su propia razón de ser, también es su futuro; “Jesucristo es nuestra esperanza”, dice San Pablo (1 Tim 1, 1; cf. Col 1, 27). No es únicamente quien condena y hace morir, sino también quien perdona y hace revivir. Si en el párrafo anterior era preciso invocar el viernes santo, aquí hay que tener presente el misterio pascual. Muy esquemática y brevemente queremos mostrar que la Iglesia hace por medio del culto lo que el mundo no puede hacer, ya que aquél es para ésta una promesa, y de ahí el perdón y el cumplimiento de los cultos no – cristianos. El carácter vicario el culto Comencemos con una afirmación profunda y verdadera de Otto Haendler:

… El culto celebrado hic et nunc de una manera específica por la Iglesia cristiana es la expresión concreta y vicaria (o sustitutiva) del sentido fundamental y de la actitud esencial de todo el cosmos, es decir la expresión dela adoración ininterrumpida del

24 Se ve, invirtiendo los conceptos, la importancia del culto como medio determinante de toda la existencia humana cuando tiene uno presente las repercusiones totalitarias de un culto pervertido; véase Rom 1, 24-32.

Dios vivo por el conjunto de la creación. La finalidad creadora de Dios era convocar al mundo entero para que, conducido y ofrecido por el hombre, encontrase la plenitud y la paz celebrando a Dios y conociendo su reposo (Gén. 1, 1-2, 4). La intención creadora de Dios era, en definitiva, litúrgica. Pero el hombre ha desorientado el mundo por su pecado, lo ha desviado de su verdadero origen y ha reducido a suspiros de angustia el culto que debería ser el suyo. Este trastorno del mundo Dios lo ha negado y por eso instituye en el tiempo la historia de la salvación; desde la prefiguración del fin del mundo que es el diluvio o la desaparición del ejército egipcio en el mar Rojo hasta la victoria del día de pascua y la venida del Espíritu Santo, pasando por todas las etapas, ascendentes y descendentes, del pueblo elegido, hasta el punto culminante de la encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazaret. A este respecto, es muy sintomático notar que Jesús devuelve no sólo la paz a los hombres, sino a todo el mundo; los animales salvajes se domestican (Mc 1, 13), los pájaros del cielo se integran en la providencia de Dios (Mt 10, 29), los lirios del campo, en su doxología natural, se visten con más gloria que Salomón (Mt 6, 28), la tempestad se calma (Mt 8, 23 s.), el pan y el vino se multiplican (Mt 14, 13 s.; 15, 29 s.; Jn 2, 1s.) y los tesoros de las naciones afluyen a sus pies (Mt 2, 11). Todos estos hechos afirman que “si Jesucristo es nuestra esperanza” (1 Tim1, 1), también lo es de toda la creación. Sólo que esta nueva orientación de los hombres y de las coas debida a Jesucristo no es sino muy parcial, y no aparece aún de forma manifiesta, ya que se mantiene oculta en el culto cristiano. Pero se encuentra ahí. El culto es también el momento y el lugar donde, aquí abajo, los hombres y el mundo encuentran su primera finalidad y descubren la última, que es celebrar la gloria de Dios. El culto es también el momento y el lugar en que los hombres y el mundo pueden llegar a ser lo que realmente debían. Pero hay que subrayar que el culto no es el momento y el lugar por sí mismo, sino que lo es por el mundo, sustituyéndolo; hace lo que toda la humanidad y toda la creación deberían hacer y es lo que toda la humanidad y la creación deberían ser. Así se entiende el carácter vicario del culto: sustituye al mundo porque puede realizar en Jesucristo una obra que él no puede hacer solo. Por eso, la iglesia debe el culto a Dios y también al mundo, para mostrarle el pasado que nunca debería haber perdido y el futuro que le está prometido. La ausencia del culto empobrecería de forma definitiva al mundo. Sin entrar en destalles, quiero añadir dos notas a esta afirmación. La primera es que estamos aquí en el mismo corazón de lo que la Escritura entiende por, la santa acción sacerdotal del pueblo de Dios. Es lo que ordinariamente se llama, de forma impropia, “el sacerdocio universal”. Esta doctrina, tan profundamente unida a la de la elección que se forja en el Antiguo

Testamento (Ex. 19, 6) y que el Nuevo cita varias veces (1 Pe 2, 5 y Ap 1, 6 y 6, 10) explica de una manera sacerdotal, mediadora, la misión, el lugar y el ministerio de la Iglesia para el mundo. Esto no tiene nada que ver con el problema de los ministerios en la iglesia, como si “sacerdocio universal” quisiera decir: sacerdocio de todo el mundo. Se olvida con mucha facilidad que se trata de una doctrina de la elección elaborada en el Antiguo Testamento. Esta acción sacrificadora real del pueblo de Dios se realiza principalmente en el culto, y por eso éste adquiere así un carácter mediador para el mundo y para la Iglesia que se encuentra reunida. La segunda nota es de orden más pastoral, cuando la iglesia celebra el culto, no se retira, mísera y temblorosa, hacia un pasado cultural ya enmohecido que únicamente importa a algunas viejas; cuando la Iglesia celebra el culto se vuelve hacia el futuro del mundo, se precipita hacia él, y gusta ya lo que él se puede saborear aquí abajo. Desempeña su papel de, de primicia de las criaturas (Sant. 1, 8). La imagen más exacta del futuro del mundo no nos la da Hiroshima, sino el culto de la iglesia.

Visto bajo el ángulo del fin, la glorificación de Dios, que comienza aquí en la tierra con el culto que el cristiano mismo celebra en la asamblea litúrgica, es el acontecimiento decisivo que Dios busca y que permanecerá, un suceso con la impronta de una validez para siempre, por cuyo medio el reino eterno de Dios penetra en este mundo que ha de perecer (P. Brunner).

El culto, expresión del misterio de la creación He dudado un poco en poner este subtítulo resplandeciente, pero, teniendo en cuenta todo, creo que esto es lo que se debe decir del culto; basándonos en la reconciliación conseguida por la muerte de Cristo, el culto de la iglesia es el lugar en que el misterio de la creación, hombre y cosas, encuentra su expresión más auténtica, en este mundo pervertido y desorientado por el pecado del hombre, como es obvio, antes de la manifestación del reino. Por eso, el culto es el lugar en que se vuelve a ordenar el mundo entero, donde encuentra de nuevo su sentido y llega a ser él mismo; esto se realiza en el culto cristiano que proclama la reconciliación del mundo por la cruz de Cristo y que la comulgar con la carne del Hijo de Dios “ofrecido por la vida del mundo” (Jn 6, 51).25 Por eso el culto de la iglesia es el lugar donde se recogen y desde donde irradian la vida social, el derecho, la medicina, la diaconía, y también el descubrimiento, la explotación y la expresión del mundo, es decir, la ciencia, la industria y el arte. Aquí.

Se hace realidad lo que es el primero, último y eterno sentido del ser de la criatura; acoger la gloria de Dios, para que incida sobre

25 Es extraordinario ver hasta qué punto el capítulo 6 del evangelio de San Juan da un alcance central para el mundo entero y toda su vida al sacrificio de Cristo y a su anamnesis eucarística; véanse a este propósito las dimensiones que Justino da a la eucaristía en su Diálogo con Tritón, c. 41.

sí misma como en un espejo y de ahí se extienda y llene el universo, siendo Dios todo en todos (P. Brunner).

El culto es también el lugar donde, sin duda, de forma esporádica y equívoca, pero real, comienza esta metamorfosis escatológica de que habla el apóstol cuando dice:

Todos nosotros a cara descubierta contemplamos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu Santo (2 Cor 3, 18).

El culto expresa el ministerio de la creación en primer lugar por medio de los hombres. Gracias a él, los hombres vuelven a ser de nuevo ellos mismos, porque se presentan ante Dios en la libertad que da perdón. Vuelven a encontrarse ellos mismos, porque encuentran de nuevo su verdadera vocación, su verdadero destino; por eso importa tanto diversificar los ministerios litúrgicos, como veremos al hablar de los oficiantes del culto, negándose a la monopolización de un solo pastor. Como lo hace notar K. Barth.

… en el culto, y sólo en el de forma directa, se hace verdaderamente sería la labor de la iglesia como representante provisional de la humanidad santificada en Jesucristo.

Provisional, porque no es la manifestación definitiva del reino. Pero sí, en primer lugar, son los hombres quienes se redescubren en el culto, esto sucede de forma solidaria con la creación que, también ella, encuentra en el culto de su expresión más auténtica en este mundo. Por eso, las cosas del mismo llaman a la puerta del culto pidiendo poder expresar en el que toda la tierra está llena de la gloria de Dios (Is. 6, 3). Por causa del abandono culpable del hombre en su papel de piloto y de liturgo del mundo, como se relata en la narración de la caída, el canto del mundo sólo es perceptible como suspiro de la creación. Pero en el culto, porque el hombre ha encontrado en Cristo, del cosmos, su función primitiva y ha descubierto su destino final, el suspiro de la creación puede convertirse de nuevo en su canto dejando los balbuceos, es preciso no amar el mundo para negarse a abrirle la puerta del culto cristiano; es preciso no tener piedad de él; es preciso despreciarlo basándose en un dualismo marcionista; es preciso dudar el poder santificador de la palabra y de la oración y de la posibilidad de transformar toda la creación en una acción de gracias (1 tim 4, 4 s.), para prohibir a sus formas, a sus colores, a sus acentos y a sus ritmos el acceso al culto de la iglesia. Hay algo fundamental en todo esto: el hombre no está invitado en el plan de Dios a unirse al culto de la creación en un panteísmo más o menos larvado, sino que la creación extrahumana pide poder celebrar su culto integrándose en el de los hombres regenerados. La idea tan corriente de que la naturaleza es el verdadero litúrgico, incluso del mismo hombre, de ahí que si éste quiere asociarse al culto verdadero, deba ir a los bosques y a las cumbres nevadas,

es completamente falsa, el hombres es el litúrgico del mundo, y la naturaleza le pide participar en su culto. El culto, expresión del ministerio de la creación. Antes hemos afirmado que el culto es para el mundo un preludio del juicio final. Ahora hay que decir que el culto es también para el mundo un preludio de la vida eterna. No es sólo una amenaza, sino también una promesa. No por fuerza dialéctica, sino por lo que ha sucedido en el corazón del misterio de las cosas que es la muerta y la resurrección de Cristo, porque Dios no quiere perder lo que condena, sino salvar lo que ha redimido. El culto cristiano Perdón y cumplimiento de los cultos no cristianos En el párrafo precedente hemos visto que el culto cristiano es una protesta contra los no cristianos, ya que hay entre ellos la misma incompatibilidad que entre la verdad y la mentira, es decir, hace falta renunciar a uno para poder penetrar en el otro. No se puede olvidar aquí lo que dijimos antes, peor hay que recordar al mismo tiempo que la protesta de la fe cristiana contra el mundo, la condenación del mundo por la fe, es una de las forma en que se presenta la misión; la iglesia no condena por el gusto de condenar, ni renuncia por el gusto de renunciar, condena y renuncia para revelar y llamar. Para revelar el fin de lo que condena, de lo que renuncia, y para manifestar que el mundo en cuanto tal, replegado en su propia justicia, no tiene otra posibilidad en el futuro que la predicción y también para llamar al mundo que se vuelva a encontrar en la justicia y en la plenitud, más allá de sí mismo, en la iglesia que es la garantía de su futuro. Por eso el culto cristiano no es simplemente una protesta radial contra los cultos no cristianos, es también una promesa que se les ofrece, porque no pueden obtener si no renuncian a sí mismos, pasando por el itinerario de la mortificación y vivificación del bautismo. Esta mata, pero también resucita y resucita precisamente lo que ha matado. En el bautismo no hay tampoco pérdida de la identidad entre el muerto y el resucitado, como no la hubo entre el muerto del viernes santo y el resucitado de la mañana de pascua. Cuando una nación recibe el evangelio y responde por medio de su conversión y consagración (lo hace regularmente de forma minoritaria, pero al hacerlo se convierte en un poder santificador para toda la nación), es esta nación y no otra la que responde. Tiene, pues, el derecho, pero no sólo el derecho, también el deber de responder al evangelio a su manera, según su propio carácter, teniendo en cuenta su propia cultura, y adquiere así un rostro que permite identificarla. Por causa de esta identidad, salvaguardarla a través de la muerte y de la resurrección bautismasles, mejor: condenada por esa muerte, pero justificada por esa resurrección, puede haber diversidad dogmática, teniendo en la base los mismos dogmas, diversas estructuras eclesiales, teniendo en la base los mismos medios de gracia. Aquí se origina la legítima diversidad de los cultos cristianos, de los que hablaremos más adelante.

Para ser breves, terminaremos con las tres consideraciones siguientes: El culto cristiano es, en primer lugar, el perdón de los cultos no cristianos. Al perdonarlos, los excluye, pues el perdón no justifica el pecado, sino que lo elimina. Una vez cristiano, hay que renunciar a los cultos paganos anteriores. Si Jesucristo, después de su triunfo en la cruz, tiene atados a los demonios que han pervertido el culto original para sacar provecho de ello, éstos no han muerto por muy deshonrados que se encuentren. Se interviene en un juego muy arriesgado cuando se quiere jugar con ellos, cuando se les hace pequeñas reverencias, como en el carnaval, y cuando se les concede cierta importancia, aunque sea banal, tomándolos como tipos mitológicos que permiten simbolizar la vida de los hombres: no sólo por la virulencia de los demonios, sino también por los deseos que estas manifestaciones hacen nacer por la “esclavitud egipcia”, por el tiempo en que no se estaba con Cristo. La sagrada Escritura no asimila por azar la recaída en estos cultos al adulterio, y es precio recordar que es posible cometer adulterio simplemente con los ojos. Pero el culto cristiano es también el cumplimiento de los cultos no cristianos. Estos no tienen nada que perder renunciando a sí mismos, muriendo en Cristo. Lo que ellos han pervertido va a nacer de nuevo, purificado, y se les va a devolver su intención profunda, su disponibilidad al don de sí mismos. Guardando las debidas distancias, porque el culto israelita es el único que no se pervirtió, siendo la primera etapa hacia el verdadero culto, y que, sin embargo, tuvo que renunciar a sí mismo, se podría decir que el culto cristiano perfecciona los cultos paganos como lo ha hecho con el de la antigua alianza, hay aún un límite entre quien ha admitido la elección y quien no la ha admitido y es el bautismo y no la circuncisión, hay un banquete de la alianza, pero no es la pascua judía, sino la eucaristía, hay en la tierra un lugar en que Dios está presente, pero no es el templo de Jerusalén, sino el cuerpo de Cristo; hay una garantía de la orientación del pueblo de Dios que prosigue su peregrinación a través de la historia, pero no es la ley, sino el Espíritu Santo, etc. Una vez más, para los cultos paganos el perfeccionamiento es mucho menos directo, es de segundo grado, si es que lo hay, siendo el de Israel de primero; pero, ya que Cristo es el recapitulador de todas las cosas, también los paganos perdonados encuentran en él su paz, con todo lo que son y tienen. Para acabar, es necesario decir que este perfeccionamiento de los cultos paganos por y en el culto cristiano, sigue siendo una empresa llena de riesgos mientras los demonios que suscitaban y satelizaban estos cultos sólo estén destronados. El reino es el único sitio donde no hay ya peligro de recibir las naciones y su gloria (Ap 21, 24). Durante este siglo la presencia, incluso perdonada de estos cultos, puede ser una trampa y una tentación (piense en las tentaciones que sufrió Israel por haber asumido plenamente la tierra que Dios le había dado). Por eso la Iglesia debe tener la libertad de recordar, por su severidad y exclusivismo, más el juicio final que el reino en los momentos de debilidad, precisamente cuando se desearía ofrecerles más sitio por causa de un impulso secreto o por enfriamiento en el amor a Cristo.

Pero puede haber también momentos en que, por solicitud ante los suspiros de la creación, la Iglesia tiene el derecho y el deber de perdonar estos cultos y permitirles que contribuyan a la plenitud de la adoración del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y poseer así un gusto anticipado del reino. 4. Culto y evangelización Puede uno preguntarse si lo que hemos visto hasta ahora y lo que vamos a ver a continuación no atestigua una ignorancia profunda de la situación en la que se encuentra hoy la iglesia y que es esencialmente misionera. ¿No exige esta situación que la Iglesia abandone las formas litúrgicas amadas o deseadas, para permitirle por el contrario dirigirse al mundo con más potencia y empuje? Hacer esta pregunta denota, en mi opinión, no simplemente la conciencia de un malestar evidente, sino, sobre todo, un desconocimiento profundo del destinatario del culto; pues ¿a quién se dirige el culto? ¿A Dios o al mundo? Evidentemente, si el culto se dirigiera al mundo, sería necesario adaptarlo sin discusión a lo que el mundo puede comprender. Pero el culto se dirige a Dios, y es preciso reconocer que la hipocresía homilética y la atrofia sacramental del culto tradicional de nuestra confesión nos lo han hecho olvidar. Hemos olvidado que la Iglesia está orientada doblemente, hacia el mundo en lo que henos llamado la diástole, y hacia Dios en la sístole, y es un error litúrgico profundo, P. Brunner llega incluso a llamarlo herejía, en un contexto un poco diferente, querer confundir esta dos orientaciones, como sería igualmente una herejía quererlas separar, teniendo en cuenta solamente a Dios o solamente al mundo. La Iglesia, cuerpo de Cristo, pueblo sacerdotal, ocupa en el mundo una función mediadora. Por eso, no se puede confundir el culto con la evangelización o con la diaconía, y por consiguiente, los pensamientos ocultos de la evangelización no tienen nada que ver, directamente, con la celebración del culto. Es indispensable que la iglesia intente buscar al hombre contemporáneo, ir a su encuentro, y andar a su lado, y hoy, incluso por partida doble. Pero no debe hacerlo por medio del culto. Este es algo distinto: es el lugar donde, finalmente, la iglesia reunirá en la adoración, la alabanza y la acción de gracias, a quienes ha alcanzado por medio de la evangelización. El culto de la iglesia no es el culto de los hombres en general, mientras dure este mundo es el culto de los bautizados, es decir, de los que el Evangelio han transformado convirtiéndolos y reuniéndolos en la Iglesia, y desde allí podrán a su vez afrontar el mundo y encontrar a Dios. Se objetará evidentemente que el culto de la Iglesia no deja de tener una relación profunda y viva con la evangelización, porque en el culto no sólo se ofrece a los fieles el signo de su salvación en la eucaristía, sino que también reciben la palabra de Dios en las lecturas y en la predicación. Aún cuando se trate de bautizados, el culto de la Iglesia tiene un aspecto de evangelización que no hay por qué poner en duda, es el aspecto que aparece en la primera mitad del culto, en lo que se llamaría misa de los catecúmenos, que no es exclusivamente de éstos, en el sentido de la Iglesia primitiva, quienes se preparan para el bautismo, también los fieles, siempre de nuevo, tienen

necesidad de reunirse y ser conducidos hasta el culto propiamente dicho, por causa de su presencia en el mundo como extranjeros y peregrinos. Si la iglesia romana no exige de sus fieles que participen en la misa de los catecúmenos26 y si, por tanto, considera que su presencia en el momento de la elevación es suficiente para que conste su obediencia cristiana, hiere terriblemente a la predicación litúrgica, que pierde sus exigencias por perder su necesidad, más aún, olvida una vez más, que la Iglesia, incluso en su culto, no es todavía el reino, y que el cristiano, hasta el más consagrado, debe luchar constantemente contra el mundo que intenta situarlo en el estado anterior al bautismo, entre los que tienen que aprender todo. Sin embargo, si es preciso que el culto tenga un momento en que la evangelización sea un cuidado consciente, como lo expondremos en detalle, más adelante, incluso entonces no es este cuidado la capital: en el culto, lo capital es permitir que la iglesia encuentre su orientación hacia Dios y la vida. Por eso, la iglesia debe, no en su culto, sino al lado de éste, absolutamente, proseguir el esfuerzo de evangelización por el que va en busca de quienes ella conduce hacia el Señor para vivan en su gloria. Si la situación de cristiandad nos ha hecho olvidar en gran parte la evangelización necesarias o la ha situado principalmente en el culto, el fin de la cristiandad no nos debe obligar a cometer el error inverso, y a olvidar que el culto es necesario, y necesario como tal. Además, no se puede negar que el culto en sí mismo, sin ninguna preocupación directa de evangelización, por el hecho de celebrarse y de ser un poder irradiador de alegría, paz, libertad, orden y amor, sea un poder de evangelización. No es cierto que la celebración del culto sea suficiente para evangelizar al mundo, ni hay que intentar justificarlo por esto, ya que lo que justifica el culto es Dios que lo suscita, lo hace posible y le agrada. Como bien hace notar K. Barth:

El culto eclesial es la obra de Dios, que se hace por sí misma ¿No es salvífico y consolador para el hombre de hoy, ese pobre hombre pragmático, saber que hay algo que ciertamente tiene su aspecto pragmático, pero que no puede basarse en razones de este tipo, sino que tiene su fundamento primario en el hecho de estar ordenado? Esto es el culto eclesial.

Pero si no e puede renunciar a la evangelización porque el culto tenga también un poder evangelizador, tampoco se puede negar que la sola celebración del culto exige en el mundo un signo que es para éste una pregunta sobre sí mismo y una promesa, como hemos visto en este capítulo, de esta forma, tiene un poder de evangelización que con frecuencia ni siquiera se sospecha. Por eso importa mucho que el culto cristiano se celebre con un máximo de exigencias teológicas y de fervor espiritual. 26 Téngase en cuenta que el original estaba escrito antes del concilio Vaticano II, donde se ha insistido notablemente en la importancia de la “misa de los catecúmenos” (cf. Const. Sacrosanctum concilium 35, 51 y 52 (N.T.).

LAS FORMAS LITÚRGICAS Hemos visto que el culto cristiano es una recapitulación de la historia de la salvación y una epifanía de la iglesia, a la vez que atestigua el fin y el futuro del mundo. Ahora vamos a intentar responder a la pregunta de si el culto puede hacerse “a la hora buena de Dios” o si, por el contrario, debe no sólo tomar formar, sino una determinada forma. Trataremos esto hablando de la necesidad y límites de las formas litúrgicas, de los diferentes estadios en que se expresa la litúrgica, y del rigor y de la libertad en la formulación litúrgica, finalmente, podemos hablar de las relaciones entre el culto y la cultura. 1. Necesidad y límites de las formas litúrgicas´

Si el culto es una recapitulación de la historia de la salvación, tienen que testimoniar que Jesucristo ha entrado en el mundo y lo ha salvado, que ha habido una navidad y una ascensión, después de la pasión y de las resurrección. Es preciso explicar todo esto. En primer lugar hay que hablar brevemente de la necesidad de las formas litúrgicas. Si se dijera que el culto tiene necesidad de formas sólo porque reúne a los hombres y no hay vida comunitaria sin que tenga cierta forma, es decir, si se quisiera fundar la necesidad de las formas litúrgicas en el aspecto sociológico de la Iglesia, se quedaría uno muy por debajo de lo que es preciso decir; de una parte, porque habría que considerar las formas litúrgicas como un mal necesario, y , por otra, porque no se tendría otro criterio para juzgar de las formas del culto que el de la mejor aceptación a las necesidades litúrgicas; en resumidas cuentas, las formas serían indiferentes y no serían reveladoras de la obediencia. Pero en teología litúrgica, el problema de las formas es un problema esencial, ya que el culto es una recapitulación de la historia de la salvación, y ésta culmina en la encarnación. Antes de ser un movimiento que se eleva, el cristianismo es un movimiento que desciende, hasta tocar el mundo, para penétralo, para tomar forma; sólo después de esto, habiendo tomado ya forma, en y con ella, el cristianismo comienza a subir. Es el mismo movimiento de que hemos hablado ya antes, cuando nos referíamos a la diástole y a la sístole; este movimiento de encarnación y de ausnción d elo encarnado ejemplifica de una manera esecnial que Dios no quiere salvar sólo a las almas, sino a los hombres y el mundo. “Quien ha comprendido el mensaje de la encarnación del Verbo, dice Asmussen, nunca… podrá querer encontrar lo cristiano en lo que tienen forma”. Si es necesaria la forma litúrgica, se debe a que es un eco de la encarnación.27 27 ¿Se puede decir que la Iglesia forma su culto como la Virgen María a Jesús en su seno? Intentaremos responder a esta pregunta en el capítulo sobre los elementos del culto (c. 6), al examinar la interpretación de su estructura.

Pero la encarnación es, como el encarnado, un signo de contradicción, (Lc 2, 34). Es escándalo, porque contradice todas las imaginaciones naturales que el hombre puede tener de Dios, materialistas y espiritualistas. Si las formas son necesarias, es que Dios nos ha mostrado con el nacimiento de su Hijo que no quería ésta sin el mundo, sin los hombres, sino, por el contrario, que los quería salvar. Y para conseguir esto, se encarnó, se ocultó entre nosotros haciéndose visible, audible y tangible en un hombre. Es preciso saber esto para comprender que si la forma litúrgica en necesaria, si es un eco de la encarnación siempre será escandalosa: no permitirá ver lo que expresa ante quienes no tienen fe; y ante quienes la poseen, les obligará siempre a permanecer en ella, a orar más que a ver, como observaremos que sucederá en el reino. La encarnación, con todo, no se limita a un escándalo; es también una llamada dirigida a todos los que la oyen, para encontrar en ella y por ella una esperanza, un futuro. Contrariamente a lo que se dice con tanta frecuencia, como excusándose de no ser espiritualista, Dios no se ha encarnado, al venir a visitarnos, por ser la forma menos escandalosa, la más adatada a nosotros; el docetismo se adaptaría mucho más a nuestros sueños y deseos que el mensaje de navidad. Dios se encarnó para tomar junto a sí y recuperar su creación y sus criaturas, para mostrar su solidaridad con el mundo y su amor hacia él, y para llamarlo a que encontrase de nuevo su verdadera orientación. Por tanto, podemos decir: si las formas son necesarias, es que Dios nos ha mostrado en la ascensión que el mundo y los hombres, la creación y las criaturas tendrían en adelante acceso a él sin tener que renunciar a su carnalidad, sino a su pecado. Renunciar las formas litúrgicas o desconfiar de ellas es, pues, discutir el mismo corazón de la fe cristiana: la presencia del Señor en Jesús de Nazaret y la salvación del mundo por su cruz, resurrección y ascensión. Pero hay que añadir ahora algunas notas sobre el límite de las formas litúrgicas. Hemos visto que son, por causa de la encarnación, no sólo legítimas, sino necesarias.

No se realiza una elección entre la presencia o ausencia de las formas, sino entre buenas y malas formas (W. D. Maxwerll).

Pero, ¿cuáles son las malas? ¿Las que carecen de gusto, de estilo, de coherencia y transparencia? Sin duda; pues no hay nada más hermosos que la verdad. Pero no nos sirve seguir aquí un criterio estético; es preciso recurrir a un criterio teológico par conocer el interior de los límites de la formulación litúrgica cristiana; esta formulación ha de ser, pues, legítima y necesaria. Existen dos reglas para hacer la elección, la primera es más objetiva, la segunda más existencial. Las formas litúrgicas tienen, en primer lugar, por límite el segundo mandamiento:

No te fabricarás escultura ni imagen alguna de lo que existe arriba en el cielo, o abajo en la tierra, o por bajo de la tierra en las aguas. No te postrarás ante ellas ni las servirás (Ex. 20, 4 s.).28

Esto no significa fundamental ni esencialmente que el culto cristiano deba separase por completo de toda celebración de los cultos paganos (esto es obvio, o al menos así debería ser, y es lo que exige el primer mandamiento), sino que quiere decir que la formulación debe coincidir con el límite de la misma revelación. En efecto, lo que el segundo mandamiento prohíbe no es hacer ídolos para representar otros dioses distintos del Dios verdadero, sino querer imaginar al Dios verdadero en vez de aceptar la imagen que él da de sí mismo. Es querer reemplazar la revelación por la imaginación humana. De ninguna manera se quiere decir con esto que Dios sea “imaginables”; la prohibición de las imágenes no quiere hacer una constatación de filosofía religiosa, diciendo cómo es Dios, es decir que se debe representar a Dios como trascendente y espiritual, sino que quiere decir cómo se revela Dios, y esto lo hace de forma distinta a las imágenes que los hombres harían de él; se puede afirmar ahora, después de la nueva alianza, que se revela en y por la imagen que nos h dado de sí mismo en Jesucristo (2 Cor 4, 4; Col 1, 15). Vemos también que lo limita la formulación litúrgica, también la hace necesaria: la encarnación del Hijo eterno de Dios. Para ser auténtica y legítima, la forma litúrgica deberá corresponder a lo Dios nos ha enseñado de sí mismo, de su mor y de su llamada, de su Zuspruch (promesa) y de su Anspruch (exigencia), como diría K. Barth enviando a su Hijo al mundo y colocándolo a su derecha después del combate y de la victoria. Hay que decir que este límite no es menos severo para la formulación dogmática, homilética y lógica que para la visual. Dado que el segundo mandamiento no presupone que Dios sea inimaginable, esto contradiría a toda la sagrada Escritura, no existe a priori el riesgo de infringirlo menos por la palabra que por los gestos o símbolos. Las formas litúrgicas, en segundo lugar, tienen también por límite su auto justificación; dejan de ser válidas desde que no quieren ser un eco del escándalo y de la llamada de la encarnación, para convertirse en una encarnación continuada, para ser en sí mismas salvación más que un medio de transmitir la realizada una vez por todas. Es decir, las formas del culto, por importantes que sean, no tienen ni e valor, ni el significado, ni el alcance, mi la importancia de la forma que Dios ha tomado, una vez por todas, al venir entre nosotros. Las formas litúrgicas sobrepasan su límite desde el momento en que quieran salvar por sí mismas, y se sitúen no en su plano, que es el de la necesitas praecepti, sino en el de Cristo, el de la necessitas medii.

Los contornos y las formas del culto cristiano no pueden de ninguna manera adquirir el mismo significado que el de la forma

28 Este mandamiento, una vez más, no es una negación divina de la formulación litúrgica. Piénsese en la precisión de los detalles de litúrgica formal, cundo reglamenta el culto del santuario (Ex, Lev, etc., o en la serpiente de bronce).

de Cristo. Todo lo que pasa en el culto cristiano se refiere otra cosa distinta de sí mismo, se refiere a Cristo encarnado (H. Asmussen).

Así, pues, tanto para la necesidad como para los límites de las formas del culto cristiano hay que tener en cuenta a Jesucristo. La forma litúrgica, limitada por el segundo mandamiento, no es necesaria sólo por causa de la voluntad de Dios que quiere atraerse su creación. Se podría decir que ella no es necesaria sólo por causa de la primera creación, sino que lo es también por causa de la segunda. En efecto, el Espíritu Santo que renueva todo y que transforma y cambia todo lo que toca (2 Cor 3, 18; Rom 12, 2), no es un provocador del caos; es Espíritu de paz (1 Cor 14, 32 s.) y de orden (1 Cor 14, 40). Como dice admirablemente P. Brunner:

Cuando las fuerzas del siglo venidero irrumpen en éste, el punto de impacto no se convierte en un lugar de caos, de delincuencia o de disolución, sino que se produce un nuevo nacimiento, una nueva creación, una nueva edificación, la nueva in-corporación de una nueva forma... la obra por excelencia del Espíritu es la metamorfosis escatológica, la re - creación de nuestra existencia corporal, como le sucedió a Cristo – hombre al resucitar. El Espíritu que obra en la Iglesia es el mismo que resucitó a Jesucristo de entre los muertos (Rom 8, 11). Ahora bien, este Espíritu no provoca nunca con su obra una espiritualidad informe; por el contrario, lo que sume cuando re-crea, posee una corporalidad pneumática.

Y ésta debe aparecer en el culto cristiano. Vemos así, después de todo lo dicho, que el advenimiento a las formas es indispensable para el culto cristiano, pues éste celebra la santísima Trinidad, al Padre creador que quiere conducir las criaturas a sí, al Hijo redentor que precisa, limita y justifica la formulación litúrgica, y al Espíritu Santo santificador que quiere transformar lo rescatado por Cristo en su nueva creación. Antes de hacer el inventario de los diferentes campos donde se desarrolla la formulación de la expresión litúrgica, puede ser interesante añadir una breve nota sobre la importancia teológica de la forma, no sólo en el campo de la teología litúrgica, sino en el de la dogmática, en eclesiología, derecho canónico, etc. ¿Por qué la forma? Porque expresa y protege aquello de lo que es a la vez soporte y remate. Así, el dogma es, al mismo tiempo, expresión y protección de la verdad; la estructura de la Iglesia, expresión y protección de la naturaleza de la misma, y la litúrgica formulada es también expresión y protección de la naturaleza del culto; debe expresar que éste es recapitulación de la historia de la salvación, epifanía de la Iglesia y fin futuro del mundo; pero debe proteger también la historia de la salvación para que pueda actuar, y a la Iglesia contra sus desviaciones y contra las tentaciones, para que sea lo más pura posible;

debe proteger también este límite del mundo que representa el culto, para que no pierda ni la virulencia de su juicio ni el atractivo de su promesa. Lo que aquí notamos nos hace comprender, lo trataremos más adelante, que la formulación litúrgica, por tener que expresar y proteger la naturaleza del culto, conoce ciertamente una gran libertad, pero a la vez, normas precisas que no puede transgredir sin comprometes la naturaleza del culto. Por esto se ve hasta qué punto en falso creer que las formas del culto solo sean, como se dice con desprecio, “cuestiones de formas”, y ni impliquen un juicio sobre la fidelidad de la Iglesia. Pero es evidente también que en esto se pone en juego la fidelidad de la Iglesia, mucho más frecuentemente de lo que se piensa de ordinario en nuestra Iglesia. 2. Los campos de la expresión litúrgica

Hay que examinar el siguiente problema: Dios, en el culto, quiere darse, y Dios, en el culto, quiere recibirnos. ¿Cómo se celebra este encuentro?, ¿Cómo quiere comunicarse con nosotros para darnos la salvación? Para responder a esto, lo más fácil es recurrir a las transformaciones operadas por Cristo en los hombres y que describen los evangelios: Jesús abre el espíritu y la inteligencia de quienes son tardos en comprender (Lc 24, 25-27; 24, 45; cf. Jn 12, 16, etc.), hace que los sordos oigan , los mudos hablen, los ciegos vean, los paralíticos se muevan, y ejerce su ministerio mesiánico tocando a los hombres y dejándose tocar por ellos29. Este recuento de los campos antropológicos que abarca la obra salvífica de Jesús nos da también los campos de la expresión litúrgica. No todos tienen la misma importancia: un paralítico o un ciego pueden dar culto a Dios más perfectamente que un sordo, un mudo o un ser humano incapaz de discernimiento intelectual. Esto no impide que, lo mismo que el hombre quedaría amputado si la salvación no le alcanzase por completo, también lo sea el culto sino ofrece al hombre entero la gracia de encontrar una expresión litúrgica. Un ciego, un sordo, un mudo, un manco, pueden vivir, pero un decapitado no. Igualmente, las narraciones de milagros en los evangelios son l promesa que abre vastos campos en los que se expresa el culto, pues los milagros evangélicos han demostrado que se podían santificar también. Estos campos de expresión litúrgica, mandada o permitida, se pueden reducir, en mi opinión y el “cinético”. El campo lógico es el de la formulación de las cosas que sean intelectualmente comprensibles. Se trata del esfuerzo que consiste, en primer lugar, en dar a las vocales, con la ayuda de las consonantes, una estructura y una orientación que las transforma en gritos y palabras; luego, en precisar el sentido exacto de los términos y su relación gramatical y sintáctica; después, en memorizar y fijar todo lo precedente, e introducir así una formulación lógica en un tradición que se transmite, que se enriquece, que se reduce, que se purifica, etc. Se podría llamar esto el campo de la “logolalia”, del hablar con palabras. Esta “logolalia” no es indispensable únicamente para la proclamación de la palabra de Dios (Lectura, predicación, absolución, bendición, etc.), sino también para las 29 Cf. Mt 9, 18; 19, 15 y par.; Lc 4, 40; Mt 8, 15; 9, 29; 20, 34; Mc 7, 33; 10, 13; Lc 7, 14; Mt 9, 20 s. y par.; 14, 36 y par.; Mc 3, 10; Lc 6, 19; 7, 39; 24, 39; Jn 20, 17; 27; 1 Jn 1, 1; etc.

oraciones, himnos, cánticos, confesiones, etc.; es indispensable también para permitir la compresión del sentido profundo de este encuentro Dios – Iglesia que es el culto 30. Un culto en el que la “logalalia” se transformase en gritos podría, en una situación límite, dar ciertos indicios de lo que celebra (piénsese en las vociferaciones tan expresivas de Charlie Chaplin en la Gran dictador, o en ciertas melodías sud-americanas), pero carecería de un vehículo, más aún, de un medio, en el sentido “mediador”, indispensable para mostrar que es un encuentro entre Dios y el Hombre. Hay que detenerse aquí un instante en el problema de la glosolalia31. Esta es una especie de grito, de canto o de gemido, de pasmo escatológico, que se hace oír a veces en los momentos culminantes de la vida espiritual, por ejemplo en una conversión (cf. Hech 19, 6 s.; 10, 46), porque lo que se quiere expresar escapa, como sucede a veces en el amor, en el terror o en el dolor, a la capacidad de las consonantes y se convierte en un grito, alarido, canto o balbuceo incoherente. La glosolalia no es necesariamente por sí misma un don del Espíritu Santo, sino un fenómeno de este mundo que el Espíritu Santo puede usar como ayuda. Se trata de un fenómeno psíquico que se puede provocar por medios humanos sin necesidad del Espíritu Santo: las torturas, las caricias, el terror, el odio, las técnicas para lograr el trance personal o colectivo pueden muy bien provocar la glosolalia, ese lenguaje más allá de nosotros mismos. Teológicamente hay que notar tres puntos. En primer lugar, es preciso decir que la glosollia se enfrenta con el problema de las lenguas de este mundo, de su confusión, de su opacidad recíproca y de su ineptitud, por causa de su número, para que los hombres se entiendan y comprendan; se podría decir: plantea el problema del carácter “diabólico” de las lenguas de este mundo, ya que separan en vez de unir. La glosollia en sí no se opone, pues, la “logolalia”, sino a la helenolalia, a la romanolalia, etc. Esta es una de las razones que no permiten elegir uh lengua de este mundo para convertirla en la lengua litúrgica privilegiada. Sin embargo, todo esto no permite superar milagrosamente l confusión babilónica, ya que, normalmente32 , la glosolalia tiene necesidad de ser traducida (1 Cor 12, 10; 14, 2, 9, 11, 13, 18 s., etc.). En segundo lugar, sin negar que la glosolalia pueda ser un carisma, lo que san

30 Volveremos a tratar más adelante el problema de las relaciones lex orandilez credendi, que aquí sólo se apunta. 31 No hay que identificar sin más xenoglosia, producida por un éxtasis, como parece haber sido la de pentecostés (Hech 2, 4.6.11) con la glosolalía, a pesar de su semejanza. Sobre la última, cf. La interesante colaboración de BEHM: TWNT 1, 721 – 726. 32 Cf. El relato bastante incoherente de Hech 2; no se sabe si hay que elegir la glosollia (v. 12-13) o la xenoglosia (v. 4 y 11; 6 y 8).

Pablo dice en los capítulos 12 y 14 de su primera carta a los corintios nos impide negarlo, es necesario darse cuenta de que el apóstol no cree que la glosolalia pueda ser un elemento conveniente de la liturgia comunitaria. En el Nuevo Testamento es válida principalmente en el plano de la piedad privada, y es interesante notar a este respecto que si otras Iglesias distintas a la de Corinto conocían este don, Éfeso, cesárea de Filipo y Jerusalén, sólo la de Corinto fue la única que quiso hacer de él un elemento ordinario de culto. Según san Pablo, se da ahí una tendencia malsana y peligrosa, porque, si la glosolalia puede ser un signo de la bendición de Dios, también puede ser un objeto de codicia humana. Existe una diferencia fundamental entre poder expresarse en la lengua de los ángeles33 y querer expresarse en ella: lo primero es una gracia que se debe personalmente gozar con humildad y discreción (cf. 1 Cor 14, 18), lo último es una codicia que sabotea la edificación de la Iglesia. Hay un último punto que notar; la Iglesia tiene el derecho de querer conocer no una lengua descompuesta, abstracta, no figurativa, en el mismo sentido de pintura o escultura abstracta, sino una lengua metamorfoseada por el Espíritu, comprensible pero a la vez arrebatadora, capaz de decir locuras. Es la lengua de los himnos y de los cánticos, que hierve, por ejemplo, en la carta los efesios o que permite a la Virgen María, aun antes de nacer su hijo, cantar ya, locamente, que Dios dispersó los que se enfríen con los pensamientos de su corazón, derribó los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes, y que lleno a los hambrientos de bienes y a los ricos despidió vacíos (Lc 1, 51 s.). Esta palabra – límite de los cánticos, de las doxologías, de las confesiones, es la verdadera lengua litúrgica, la lengua nupcial d la Iglesia que canta a su esposo y que se entrega a él; esta lengua es completamente distinta, y debe ser así, de la lengua eclesial que se dirige´a los hombres.34 El campo acústico. La formulación litúrgica no se dirige ni se refiere sólo a la capacidad de comprender; también se dirige a la voz y al oído, los ojos y los miembros. Pero si podemos establecer reglas bastante precisas para la expresión “lógica”, no sucede así con los campos acústico, óptico y cinético, y que los gustos cambian con las épocas, con el nivel de cultura y con los presupuestos raciales. Aunque sea evidente que la liturgia no es una registradora de los gustos sino principalmente una reformadora de ellos, no es posible canonizar la manera de formularse el culto en estos campos diferentes, a pesar de que se pueden deducir de la fe cristiana reglas generales de estética vocal, musical, pictórica, arquitectónica, escultórica, coreográfica, etc. Comencemos por un examen muy breve. Lo llamamos “acústico” porque, para la formulación litúrgica, el campo al que se refiere la voz es el mismo que el del oído. Este campo se subdivide en tres: el de a palabra hablada, el de la palabra cantada y el del silencio. 33 El plural de 1 Cor 13, 1 no quiere decir, sin duda, que los ángeles tengan diferentes lenguas, sino que existen las lenguas de los hombres, y l de los ángeles. 34 Esto justifica también una diferencia de tono entre las oraciones y la predicación

La palabra hablada se presenta en tres planos diferentes: lectura, proclamación y recitación: se leen las oraciones, se proclama la sagrada Escritura (por tanto, la palabra proclamada puede ser también leída), y se recitan el credo, el padrenuestro, los salmos, las antífonas. En cada uno de estos niveles, la palabra hablada debe encontrar su tono y su ritmo, para que sea audible y para que respete el carácter comunitario del culto cristiano. Es necesario, pues, no tener miedo de usar un tono distinto cuando se predica y cuando se lee una oración: cuando se predica, quien lo hace queda individualizado como testigo; cuando se lee, se es portavoz “neutro” de la comunidad. Todo esto debe prenderse, y no hay que temer aprenderlo... como si una técnica sobre esto tacase la sinceridad de la celebración. En particular, es necesario que nosotros, protestantes, aprendamos no predicar liturgia, sino a leerla, aunque se conozca de memoria. La palabra cantada se presenta también en tres planos diferentes: la cantada por la asamblea, la cantada por individuos y la cantada con ayuda de instrumentos. No trato aquí de ésta última, pues lo veremos más adelante en el capítulo 9, en el que hablaremos en particular del órgano. El canto, dice P. Gelineau, es la “forma normal e irremplazable de la expresión comunitaria”, y el culto cristiano ha conocido siempre el canto comunitario, aunque haya variado mucho su estilo a lo largo de los siglos. Pero al lado de éste se encuentra también el del oficiante u oficiantes35. Entre todos los puntos que se podrían tratar aquí yo noto solamente dos: La música que acompaña al canto lleva, sin duda, la emoción expresada por éste, pero lleva principalmente consigo las palabras del canto. Es sobre todo vehículo de lo que se dice y lo que se proclama: la gloria de la Trinidad y la victoria de Cristo36. Esta música tiene fundamentalmente una función diaconal; por eso, la mejor música litúrgica es la que permite contra la liturgia, los salmos y los cánticos bíblicos, sin que haya necesidad de modificar el texto. La mejor música sería, pues, l más cercana al canto gregoriano37 , adaptándolo a las características de cada lengua, ya que el canto gregoriano fue concebido para el latín. No se lo puede utilizar para cantar un texto escrito en otra lengua sin faltar a las leyes de la estética. Esto no condena en absoluto las otras músicas himnológicas que han tenido su importancia en la Iglesia: el salmo hugonote, la coral luterana, a lo que añadiría con gusto esas melodías “jordanianas” (en el sentido teológico de Jourdain) que son los negro – sprirituals (“I`ve got home on the other side”); pero no los cantos revivalistas anglosajones, que, en su conjunto, son una abdicación ante las responsabilidades culturales del culto cristiano.

35 No se trata aquí de los solistas que dan conciertos espirituales 36 “Jesucristo es cantado”, dice Ignacio de Antioquia (Ef 4, 1). 37 Sobre este problema consúltese el inagotable volumen 4 de Leiturgia, consagrados a los problemas himnológicos. Se podría incluso decir que el gregoriano es a los demás cantos lo que el icono es a la imagen.

El segundo punto a tratar es más bien una pregunta: ¿debe cantarse o hablarse la liturgia? Sabemos que una gran parte de la tradición litúrgica cristiana se inclina por lo primero. Se ha dicho incluso, exagerando, que se ha introducido la música en el culto cristiano por causa de la lectura bíblica. Se ha aportado numerosos argumentos para justificar esto: la Iglesia ha conocido sin duda, par sus oraciones, el tono de melopeyas tomadas del culto judío; más teológicamente, se ha dicho que la función principal de la música en la liturgia consiste en un poder ordenador, ya que “la palabra con un tono musical es capaz de ejercer mayor poder ordenador que la palabra hablada” (P. Bruner); se ha dicho, más pastoralmente, que el oficiante puede transformar menos la liturgia a su gusto cuando se canta que cuando se lee; se ha dicho también, quizás con razón, que los pastores protestantes se equivocan cuando creen que es más fácil hablar que cantar en público... Hay que ser conscientes de que nosotros, reformados, tenemos l tendencia a considerar sólo como canto litúrgico los cantos de asamblea, los salmos hugonotes, las corales luteranas, etc. De ahí surge una cierta confusión en el lenguaje. También hay que tener conciencia de que poseemos una noción de la vida litúrgica demasiado mezquina para poder apreciar una liturgia que no se hablada: nos parece ridícula. Se conoce la anécdota, inventada quizás, que afirma que Zwinglio, para mostrr la estupidez de los orciones cantadas, se dirigió cantando a las autoridades políticas de Zurich para pedir que se suprimieran la liturgia cantada en favor de la hablada. Notemos, pues, que lo que hemos dicho antes de la palabra hablada para las oraciones se sitúa de hecho entre l palabra hablada y la cantada; es preciso esperar también que una liturgia renovada y vivida pida por sí misma, poco a poco, una expresión cada vez más musical; y no hay que presionar este movimiento. Hemos adquirido la costumbre abusiva de cantar solamente un texto en verso (esto nos viene de la Reforma); no hay que seguir el ejemplo del siglo XVI y transformar en cántico el credo o el padrenuestro. Hay que comenzar por recitarlos. Queda por tratar el silencio litúrgico. Es un problema importante, no sólo por la tradición litúrgica de los cuáqueros, sino porque el silencio es uno de los misterios de la fe cristiana: el recogimiento en la paz de Dios, el silencio ante Dios que viene (cf. Sal 37, 7; Esd 41, 1; Lam 3, 26; Hab 2, 20; Sof 1, 7; Mc 4, 39; Ap 8, 1). Sí, pues, no es en absoluto una deplorable actitud el invitar l sacerdote en l celebración litúrgica romana u ortodoxa a que no use por algunas momentos la vox sonora, que todos pueden escuchar, e incluso la vox submissa, que sólo pueden oír quienes están en el altar, y emplee la vox secreta con la que se dice a Dios lo que sólo él debe oír; esto obliga, por otra parte, al fenómeno de las “ecfónesis”, en que el sacerdote sale del silencio lo mismo que un submarino sale a la superficie para señalar al pueblo en donde está Se trata de una actitud de receptividad, de apaciguamiento y de culminación, que hace pensar en que, quizás, la palabra y el canto sean una descomposición del silencio, como los colores lo son de la luz. Pero en este terreno, lo único que puedo hacer con seguridad es enunciar el problema. El campo óptico es el tercero de la formulación litúrgica. Sólo lo toco aquí

brevemente porque se verá con más detalle al hablar en el capítulo 9 del lugar del culto cristiano. Con relación l campo acústico, el óptico está, sin duda alguna, en segundo lugar, aunque sea verdad que “quien no ve mientras oye debe renunciar a algo importante” (H. Asmussen): Además, y esto no subraya lo suficiente entre nosotros, la encarnación de Dios en Cristo significa que él quiere algo más que hacerse oír: para esto no tenía necesidad de encarnarse (cf. Mt 17, 5; Lc 3, 22; Mc 9, 7; Lc 9, 35; Jn 12, 28; etc.), sino que quiere hacerse ver (Mc 16, 14; L 2, 26; 19, 3; 23, 8; Jn 6, 40; 12-21.45; 14, 9; 20, 20.29; 1 Jn 1. 1; etc.). No olvidemos las curaciones de los ciegos. Tampoco se puede decir, de una manera masiva, que el campo óptico esté reservado en la formulación litúrgica esencialmente a los actos con los que la Iglesia responde la obra de la gracia de Dios, ya que éste, para obrar, no sólo usa la palabra, sino otros signos como los elementos sacramentales y los gestos simbólicos que explican y precisan esos elementos; pero esto nos lleva al último campo de la formulación litúrgica. El campo cinético es el de las actitudes, de los gestos y de los movimientos. También aquí tenemos que precisar algunos puntos al hablar de los problemas de la celebración. La de debe conocer, en el culto, una apertura a los gestos. Nuestra resistencia reformada moderna a admitir esto se debe mucho más a una tendencia docetista que a un pudor espiritual. “L oración pública debe hacerse con un recogimiento de corazón muy particular”, dicen las ordenaciones eclesiásticas de Julich y Berg de 1671, precisando inmediatamente: “arrodillándose o estando en pie, o con otros gestos exteriores de humildad”38. Al hablar de la postura litúrgica de estar de rodillas, aunque se puede extender a todo el campo cinético, P. Brunner nota con gusto que entonces “el cuerpo del hombre queda asumido en la respuesta pneumática que da al acontecimiento de la revelación”, y no se debe despreciar esto. Es verdad que el gesto y el movimiento pueden quedar vacios de contenido, igual que la doctrina puede estar vacía de fe; pero sin la actitud, el gesto y el movimiento, la liturgia de la Iglesia corre el riesgo de vaciarse, bien por carecer de recipiente, bien por desmentir éste el contenido (igual que la de se agota al no estar limitada y contenida en una doctrina). Esta consonancia y sinfonía entre el sentimiento litúrgico (la fe, el arrepentimiento, la acción de gracias, la súplica y la adoración) y la expresión cinética del mismo no es, forzosamente, una fuente de hipocresía (aunque ésta pueda apoyarse en expresiones cinéticas), sino una necesidad litúrgica y conviene que lo volvamos a aprender.

Es curioso notar que se considera como un paso falso, en casi todas las Iglesias evangélicas, el estar de rodillas toda la asamblea o algunos fieles. Sin embargo, hay millares de fieles que desean poseer este derecho. Nos hemos convertido en prisioneros de un pudor falso, que tiene su causa en el hecho de no atrevernos confesar abiertamente nuestra fe.

38 W. NIESEL, o. c., 319.

Hace notar H. Asmussen con razón. Sigamos avanzando: ¿cómo se subdivide este campo cinético? En primer lugar, las posturas litúrgicas: de pie, sentado o de rodillas. De pie para invocar al Señor, para oír el evangelio, para confesar la fe, para saludar a un nuevo bautizado, para honrar la institución de la sana cena, para entonar cánticos. Sentado para las lecturas, a excepción de la del evangelio, y la predicción. De rodillas para las oraciones y la bendición39. Mientras no se restaure esta última postura, el juego y el ritmo de las actitudes litúrgicas tendrán siempre algo de artificial, y ya es hora de que nuestra Iglesia, que se dice capaz de sumisión, acepte mostrarlo por sus actitudes; no admitir el simbolismo cinético puede ser también una hipocresía mucho más profunda que lo contrario. Entre las posturas litúrgicas entrarían también las del oficiante respecto del pueblo: de frente a él, para absolver, leer, predicar y presidir la celebración eucarística; de espaldas a él, para orar en nombre del pueblo. Volveremos sobre el tema. En segundo lugar, los gestos litúrgicos.

El gesto... es la actitud conveniente, continuada e intensificada... es un acto personal, con influencia en quien lo ejecuta; no expresa simplemente un encuentro, sino que lo provoca. Renunciar a los gestos es disminuir la intensidad del encuentro litúrgico entre Dios y su pueblo (O. Haendler).

Son numerosos tales gestos; unión de manos o elevación abriendo los brazos al momento de orar; gestos eucarísticos de la fracción del pan, de la bendición y elevación del cáliz, de la recepción humilde de las especies eucarísticas; gestos de bendición...Hay que nombrar también, aunque no nos detengamos en él, la señal de la cruz que ha sufrido entre nosotros una especie de cuarentena, que ya puede bastar. En tercer lugar, los movimientos; procesiones de entrada y salida de los oficiantes, movimiento para ir de la santa mesa la facistol o l ambón y regreso, procesión para la ofrenda de la colecta (¿unida a las especies eucarísticas?), acercamiento de los fieles para la comunión sin contar la forma de recogerse antes y después del culto: tenemos mucho que aprender aquí. Todo esto no es indiferente, sino que forma parte del culto y es expresión litúrgica. No quiero decir que deba haber un canon absoluto, sino que es necesario justificar teológicamente la forma de proceder. 3. Rigor y Libertad en la formulación litúrgica

39 La postura de rodillas era corriente en las Iglesias de la Reforma (cf. R. PAQUIER, o. c., 84-91, y W. MAXWELL. o. c., 85). Se sabe que en la Iglesia primitiva esta postura estaba en estricta relación con el año litúrgico, pero se abandonó este simbolismo casi en todas partes, y con razón: en principio, pues, el año eclesiástico no debe revolucionar, sino colorear la liturgia ordinaria.

El problema que se presenta hora es saber, después de lo que hemos visto, si l naturaleza del culto se puede proteger y expresar con numerosos formas cultuales, o si sólo se puede expresar y proteger con una sola forma; o más bien, si la expresión y protección del culto puede hacerse legítimamente de diversas maneras, pero dentro de normas precisas que sería necesario respetar. Para responder, examinaremos en primer lugar las normas de la formulación litúrgica y lego sus condiciones, y, en segundo lugar, trazaremos los límites de la libertad litúrgica, terminando con unas observaciones sobre l reformabilidad del culto. Las normas de la formulación litúrgica. El culto cristiano no se funda en una necesidad humana, sino en la voluntad de Dios. Es mucho menos una llamada que una obediencia. Por eso su formulación se somete a ciertas normas que deben respetar lo que hemos dicho de la necesidad y de los límites de las formas litúrgicas. ¿Cuáles son esas normas?. La primera, la más importante, la que ordena y justifica las otras, es la fidelidad bíblica. No quiere decir esto que el Nuevo Testamento define los contornos en cuyo interior se puede celebrar el culto cristiano como tale, con mayor o menor fortuna y con mayor o menor obediencia. Esos límites son: es preciso que la asamblea se reúna en nombre de Jesucristo, para celebrar su victoria e invocar su presencia. Hay que tener la intención de celebrar el culto cristiano. Es necesario asimismo que este culto permita a los fieles perseverar en la enseñanza de los apóstoles, ofreciéndoles l oportunidad de recibir el cuerpo de Cristo; debe recoger también las oraciones de la Iglesia y ofrecerlas a Dios; finalmente, tiene que ser un reunión de hombres y mujeres que no están yuxtapuestos, como en una sala de cine, sino comprometidos en una vida comunitaria. La primera característica, como hemos dicho, hace posibles las restantes. Para que el culto sea cristiano, debe desarrollarse dentro de estos límites; todo lo que se puede situar legítimamente dentro de ellos sin contradecirlos, puede reivindicar el derecho de ser una forma litúrgica cristiana, ya que tienen un poder de protección, y por tanto polémico, junto al de expresión.40 No todo queda dicho con esto. Sólo hemos puesto l base; ésta permite aplicar, justificar y controlar tres normas derivadas de la formulación litúrgica; la primera es el respeto a la tradición, que forma parte del carácter comunitario del culto bíblico que hemos nombrado hace poco. Cuando se celebra el culto, se está

40 El culto se sale de sus normas, se pervierte y pierde su sello cristiano cuando pide a la Iglesia que censure la doctrina de los apóstoles, o se adhiere a doctrinas que ellos ignoraban o contrarias a su enseñanza; o cuando falta la fracción del pan y el pueblo no comulga; o cuando no se dirige las oraciones a Dios, que se ha revelado en Jesucristo; o cuando la admisión l culto está sometida a otras condiciones distintas l bautismo, como, por ejemplo, prejuicios raciales, sociales, etc...

con la Iglesia de todo lugar y tiempo, y se compromete uno con esta comunidad. El respeto a l tradición litúrgica implica lo siguiente: En primer lugar, un sentimiento de gratitud por todo lo que Dios ha enseñado a la Iglesia en el pasado y por la manera de inspirarla y conducirla. Por eso se puede haber en el culto momentos, formas ya clásicas, que tienen, según la expresión de Otto Haendler, tal plenitud teológica y antropológica y tal monumentalidad litúrgica que nunca se llegarán a agotar por completo, ni a gastarse a pesar del uso constante. Se mantienen en el culto no por piedad filial o por falta de imaginación, sino porque su abandono sería una pérdida y no una liberación. Para los protestantes del continente es mucho más difícil comprender esto que para los anglicanos, los romanos y sobre todo los ortodoxos. En segundo lugar, respetar la tradición litúrgica quiere decir que se es libre respecto de la misma. Si una hermosa doxología de la antigüedad cristiana es de oro, es más una pieza que una cadena. El respeto de la tradición no impide que se renueve la formulación litúrgica sino todo lo contrario, ya que permite expresar de manera adecuada a nuestros tiempos lo que los padres expresaban cuando se reunían para celebrar la salvación cristiana. No se trata de decir o hacer algo distinto, pero no se puede ser arcaico. Aunque sea legítimo tener en el culto formas antiguas, como un sillón antiguo en el mobiliario, el culto no es un museo, y si permite el acceso otro siglo, no es a uno y transcurrido, sino al siglo venidero. Vamos encontrar de nuevo estos problemas; aquí sólo los señalo, sin negar que el culto pueda ser denominador común de las épocas de este mundo, tan diferentes entre sí. En tercer lugar, respetar la tradición litúrgica, someter el culto la norma de la tradicionalidad, significa comprenderlo en la perspectiva de la unidad cristiana y, por tanto, en la perspectiva del amor. Así, pues, el problema no es, para nosotros, formular el culto reformado, sino formular el culto cristiano. Carecen de esperanza las investigaciones sobre la confesionalidad del culto, que entre nosotros se manifiestan, quizás, en la erección de lugares de culto. Sin duda alguna, no es posible querer formular el culto sin tener en cuenta el hecho de que el culto se ha de celebrar en la división cristiana. Pero someter el culto la norma de la tradicionalidad es buscar, en todas las confesiones, un liberación de las normas de la confesionalidad, para que el culto sea un intento y una llamada a la unidad cristina. Esto no quiere decir que el culto no tenga derecho a ser polémico, oponiéndose al de otra confesión; en este combate no hay que dirigirse a los cristianos de los otros cultos, sino a lo que es herético o a menos peligroso para l pureza de la fe. “Abusus non tollit usum!”. La forma romana e celebrar la eucaristía nos debe hacer desconfiar de la misma eucaristía. En cuarto y último lugar, donde se respeta esta norma no se evita ciertamente la clericalización del culto; pero se la puede combatir con alguna posibilidad de éxito, porque el ministro que preside el culto no puede formularlo como quiere, sino que debe someterse a la manera de entenderlo de la Iglesia, pueblo sacerdotal. La pérdida de una liturgia tradicional, es decir eclesial, lleva

consigo, casi sin ninguna duda, el subjetivismo arbitrario del oficiante principal y una clericalización profunda del culto, como lo muestra el desarrollo litúrgico de las Iglesias luterana y reformada a pesar de la oposición de Calvino la multiplicidad de variantes. Pero dentro de las normas bíblicas del culto cristiano, no todas se refieren al pasado de la Iglesia, a la tradición, sino también al futuro, al reino. Nunca se insistirá demasiado en esto: la presencia del reino en el culto es una norma indispensable de la formulación litúrgica. El culto es, por excelencia, el sitio y el momento en que el futuro va brotar en el presente, y es preciso que pueda manifestarse, también en su forma, de la que habla con tanta frecuencia el Nuevo Testamento (cf. Hech 2, 46; 16, 34, etc.). Denis de Rougement exclamó en cierta ocasión: “Danzas. Advenimiento del alma a los gestos”. Se podría decir, parafraseándole: “Culto. Advenimiento del reino a las formas”. Esta presencia del reino, norma de la formulación litúrgica, se manifiesta sobre todo por el carácter nupcial del culto. Esto se ve en que los hombres tienen acceso al banquete mesiánico y se reconcilian, es decir se encuentran unidos más allá de lo que los separa en este mundo; también, por el papel de los símbolos litúrgicos que trataremos más adelante con detalle. Baste aquí notar que los símbolos en el culto tienen la función de manifestar, bien o mal, su carácter escatológico, y que un culto que desconfía de los símbolos está, sin duda alguna, amenazado con la pérdida de su dimensión de la esperanza, dejando de ser receptáculo del futuro. Es cierto que si el culto apenas tiene en cuenta entre nosotros las bodas del cordero, es que no se ha querido, por temor de la ambigüedad evidente de los signos, que se convierta para las Iglesias, me atrevo a decirlo, en un ensayo de sus adornos de novia. Inversamente, esto se manifiesta en el hecho de que una nueva toma de conciencia de la dimensión escatológica de la Iglesia ha llevado consigo, automáticamente, una apelación a los símbolos litúrgicos. Hemos visto que, sometiéndose a la norma litúrgica neotestamentaria, la formulación d ela liturgia ha de tener en cuenta el pasado y el futuro de la Iglesia. También hay que decir que el presente es, de manera derivada, norma de la misma formulación. Es decir, que la Iglesia confiesa el Hic et nunc de su peregrinación por medio de su culto. Tiene el derecho y también el deber de expresarse a sí misma mediante las oraciones, cánticos y símbolos que continuamente le inspira el Espíritu de Dios. Pero una vez más, el hic et nunc no debe ser confesional sino accidentalmente: lo que importa es que permita al genio de una nación y de una época reencontrarse y expresarse, ya perdonado, en el culto de la Iglesia. Por eso, a pesar de la unidad profunda que da el culto a la Iglesia, no debe ser uniforme. Por eso también, se puede formular legítimamente un culto malgache de distinta manera que el escandinavo, o un culto del siglo XX de distinta manera que uno del siglo III. Como lo hace notar muy bien Otto Haendler, es importante.

Que quien ora se sienta interpelado en su hoy y no en su ayer traído a la superficie por obra de un hechizo solemne.

Este hic et nunc, como el pasado de la tradición y el futuro del reino, no tiene el derecho de mandar en el culto y desviarlo. Pero las tres normas derivadas, las tres normae normatae de la formulación litúrgica deben poderse aplicar en la tensión y el equilibrio de sus relaciones recíprocas, al culto cristiano, basándose en lo que les es común, la norma bíblica, la norma normans. Condiciones de la formulación litúrgica. La formulación litúrgica está sometida a un cierto número de normas y a un cierto número de condiciones, que no son sine qua non, pero que tienen su peso. Estas son la intangibilidad, la simplicidad y la belleza. Ya que el culto es un acto comunitario, es preciso que el conjunto de la asamblea pueda celebrarlo, y para eso hace falta que toda ella lo comprenda. Esta inteligibilidad del culto se sitúa en tres planos: En primer lugar, es preciso que el pueblo comprenda lo que pasa en el culto. Vamos a tratar de nuevo este problema cuando hablemos de la simplicidad necesaria del culto. Notemos sólo que el culto es, quizás el mejor campo para ejercitar la catequesis. Lex orandi, lex credendi. Explicando el culto, se explica también la historia de la salvación, la naturaleza de la Iglesia y su misión en el mundo, por citar solamente los temas de los tres primeros capítulos. Es preciso confesar que, nosotros, reformados, carecemos absolutamente de experiencia; pero es preciso adquirirla. En segundo lugar, el pueblo tiene que comprender la lengua del culto; por eso tiene éste que abandonar las normas arcaicas para emplear la lengua corriente de los celebrantes. La Confesión helvética posterior afirma:

Por consiguiente, no hay que usar en las asambleas sagradas una lengua extraña, sino que se debe emplear en todo la lengua vulgar, la comprendida por todos los que participan en dichas asambleas.41

Se comprende, pues, que pueda existir un conflicto entre la voluntad de notar, gracias a la lengua litúrgica, la unidad de la Iglesia en el tiempo y en el espacio, y la voluntad de significar, por ese mismo medio, que el culto celebrado es el de la asamblea que lo quiere vivir. Recuérdese que en Jerusalén se instituyó un día de ayuno para pedir perdón por el escándalo de la traducción de los Setenta; por el contrario, los judíos celebraban en Alejandría una fiesta anual agradeciendo al señor el haber podido traducir los libros sagrados a la lengua de todos. Pero, a pesar de todo lo que se quiera decir, ya que la Iglesia apostólica no creyó que existía una lengua sagrada, el hebreo, sino que manifestó que toda lengua humana podía ser santificada para ser vehículo del evangelio, es preciso reivindicar como una condición seria de la formulación 41 Cf. W. NIESEL., o. c., 267.

litúrgica que ésta debe hacerse en la lengua corriente de quienes van a celebrar el culto, o l menos en una lengua que todos comprendan y sean capaces de usar42. Quien se niega a esto no quiere mantener la unidad de la Iglesia, sino la separación existente entre clero y laicado, ya que éste no conoce la lengua y aquél, sí; o entre los fieles cultos que conocen la lengua y los incultos que no la conocen. En tercer lugar, es preciso que el pueblo oiga lo que se dice en el culto. Se sabe que, partir del siglo IX, el oficiante comenzó a decir en silencio algunas oraciones de este tipo en el rito romano como en los ritos orientales. Es normal que cada uno, incluso el ministro, tenga ocasión de recogerse privadamente. Pero no lo es la exclusión del pueblo de ciertas oraciones que forman parte de la liturgia de la Iglesia. Esta exclusión quita al pueblo su carácter bautismal y por tanto su aptitud litúrgica: hace profano al pueblo de bautizados. Se puede llegar a comprender que esta costumbre se extendería en una época en que l tensión entre Iglesia y mundo sólo podía reflejarse en la tensión entre clero y laicado. Pero ésta no es nuestra situación; es normal que se despida los no bautizados en un momento dado del culto, pero los bautizados tienen el derecho de poder oír y, por tanto, asociarse al conjunto del culto cristiano. Segunda condición de la formulación litúrgica: la simplicidad. Sin duda que un culto celebrado en la ciudad puede ser legítimamente más elaborado que un culto celebrado en el campo, como veremos más adelante; también los fieles que viven en comunidad pueden tener un culto más rico en elementos y símbolos que el culto parroquial. Todo esto no impide que la simplicidad sea una condición importante de la formulación litúrgica. No hay que confundirla con la desnudez, con la negligencia formal ni con la impaciencia de inspiración docetista respecto de las formas. Es, más bien, una voluntad de orientación del culto hacia su centro. También se podría decir la voluntad de manifestar que el culto recapitula verdaderamente la obra de aquel en quien Dios ha recapitulado todo: por eso existe un orden, sencillez y severidad, contra todo barroquismo. Por eso se da también una gran vigilancia respecto de los símbolos, ya que sabe que su poder es su alcance. La simplicidad, la litúrgica, no es principalmente lo contrario a la complicación, sino a la dispersión litúrgica. Con otras palabras, el segundo requisito de la formulación litúrgica consiste en respetar l jerarquía que regula las relaciones entre los elementos del culto, en formular el culto de manera que aparezca l búsqueda continua de su momento culminante, de su “clave”, y también en mostrar que, alcanzado este punto culminante, queda saciado para apaciguarse frente al testimonio del mundo. Esta clave es la santa cena, hay que decirlo, aunque contradiga nuestras costumbres confesionales. Así pues, el culto será más simple cuanto mejor prepare la eucaristía y la haga alegre, más viva y más existencial. 42 Así sucede en ciertas regiones africanas o asiáticas, en las que se debe emplear el francés o el inglés, por ser las lenguas de comunicación supratribales. La lengua de los debates sinodales debe poder ser también la de los cultos sinodales.

Última condición de la formulación litúrgica: la belleza. He dudado en proponer esto, ya que pueda convertirse en una trampa (cf. Ez 16, 15; 28, 17), a la vez que provoque la codicia y produzca una colisión peligrosa entre esteticismo y liturgia. Sin embargo, creo que es preciso decir que la formulación litúrgica debe buscar la belleza, ya que está encuadrada en una preparación nupcial; también porque la Iglesia, cuya epifanía es el culto, está llamada a aparecer ante su Señor “gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido” (Ef 5, 27). Lo único que se exige es que esta belleza esté l servicio de l inteligibilidad del culto, y sea expresión de la simplicidad del mismo. C. F. Ramuz condenaba ciertos aspectos de la estética romántica porque ésta creía “que para hacer algo bello es preciso enriquecerlo”. Par hacer hermoso el culto, no hay que enriquecerlo, sino purificarlo. La verdadera belleza es una escuela de purificación, que combate la autojustificación; es gracia y armonía, severa con las volutas y excrecencias de ese defecto., Por eso, no intentará embellecer el culto, sino que mostrará que éste no puede dejar de ser bello si es verdadero. Por tanto, es preciso ser despiadado contra las “producciones estéticas” que quieren hermosear el culto; por ejemplo, con intermedios de conciertos o de óperas, con una arquitectura barroca, o con un retórica que se complace en sí misma, o con una redundancia ampulosa en las oraciones, o con una forma, horribile dictu, fashionable de administrar el bautismo, como me han dicho que se hace en algunas Iglesias presbiterianas de los Estados Unidos (el pastor bautiza al niño dejando gotear sobre su cabeza una rosa que había sumergido previamente en la fuente bautismal). Pero la belleza litúrgica no protesta sólo contra toda autojustifiación estetizante; también contra el descuido, la grosería y el desaliño litúrgicos. Tutear al Señor en el culto no quiere decir darle unas palmadas en la espalda, sino tratarlo con sumo respeto. Demás, el mismo hecho de ser el culto un encuentro entre el Señor y la Iglesia postula un ennoblecimiento de dicho encuentro y una glorificación del Señor que se hace presente. Quiero que se me comprenda bien cuando digo que la belleza es un requisito de la formulación litúrgica. Entiendo por eso que si se celebra el culto con fe, esperanza y amor, se engendra l belleza y se hace una crítica profunda de la vulgaridad y del esteticismo, que tiene su fin en sí mismo. El culto puede ser pobre sin dejar de ser bello, y con mucha probabilidad, no será bello si quiere ser rico. Pero pobre no significa mísero, triste ni barato. Pobre quiere decir despojado no de formas, ni de símbolos, sino de pretensiones y de autojustificación. Los límites de la libertad en la formulación litúrgica. La formulación litúrgica es la vez rigurosa y libre. Rigurosa, porque se trata del culto de la Iglesia cristina; libre, porque la liturgia es un juego escatológico, según l expresión de Romano Guardini, el más hermoso que puedan jugar los hombres en la tierra. Pero, para que este juego no degenere en orgía o en disputa, tienen necesidad de una libertad disciplinada; así sucedió en los orígenes y en los primeros siglos del culto cristiano, en una medida que

asombra quienes lo consideran como un tren que si saliese de las vías provocaría una catástrofe y a quienes lo entienden más bien como una exploración incoherente de sabanas con un vehículo para todo terreno. Según la expresión feliz de P. Brunner.

Se trata...de tomar en serio tanto la libertad de quienes están ligados al evangelio como el lazo, la atadura de quienes el evangelio ha liberado.

Dado lo que hemos visto en este capítulo, podemos comprender que si el culto quiere seguir siendo cristiano debe someterse a ciertas normas y condiciones. Pues l forma del culto está unida íntimamente con el contenido que debe expresar. Pero hay que hacer ver que esas normas y esas condiciones no son una camisa de fuerza, ni contrarias a su libertad. Pero ¿dentro de qué límites puede y debe aparecer esta libertad? Primero, en la autorización de diversidad de lugar y tiempo. No sólo respecto a la lengua litúrgica, sino también respecto a las preocupaciones que deben aparecer en la acción de gracias y en la súplica, y respecto del gusto en la música, duración y desarrollo del culto. Es el inmenso problema de las “ceremonias” que deben manifestar la diversidad de colores de la única inconsútil, sin romperla, para usar la comparación sorprendente que Gregorio de Elvira hacía entre la túnica de José y la de Jesús. Es verdad que la Reforma h insistido en esta libertad de las “ceremonia” a veces de manera excesiva, hasta el punto de hacer dudar de la existencia de un lazo inextricable entre la forma y su contenido; con todo, es preciso mantener que las preocupaciones, los gustos y la cultura de un lugar y de una época tienen el derecho absoluto de confesarse a sí mismos en la forma del culto. Los límites de esa libertad son los de la unidad de la Iglesia, respetando siempre las normas y las condiciones de la formulación litúrgica cristiana. Pero unidad no quiere decir uniformidad. Sin embargo, esta libertad en l formulación litúrgica nos interesa también, particularmente a nosotros., reformados, en su aspecto de autorización de diversidades personales ene l oficiante. Aunque sea exagerado decir con R. Paquier que esta libertad sólo es lícita cuando uno se siente “real y pneumáticamente obligado”, es preciso decir que las oraciones llamadas “de abundancia”, tan frecuentes entre nosotros, son mucho más un testimonio de orgullo pastoral y de pretensiones clericales que de obediencia las inspiraciones del Espíritu Santo. Es verdad que no se deben excluir a priori; pero es preciso que el ministro sea consciente de que está encargado de presidir el culto de la Iglesia y, por tanto, no tiene por qué hacer una exhibición de su propia fe; por eso, ordinariamente se limitará las oraciones prescritas por los formularios litúrgicos, a no ser que quiera introducir en el culto algunos momentos de oraciones libres, lo cual, sin ser recomendable por razones evidentes de pastoral43, no es impensable: pues, si quiere decir en público sus oraciones en vez de la Iglesia, no tienen el derecho de impedir los fieles que 43 Principalmente ésta: hay muchas probabilidades de que quienes oran en público sean los mismos que caigan, casi seguramente, en las trampas del orgullo espiritual.

digan las suyas, también públicamente. Pero ordinariamente se pedirá los liturgos que sigan lo que no es sólo tradición de las Iglesias de tipo “católico”, sino lo que fue también una buena disciplina de la Iglesia reformada en sus primeras generaciones: el pastor que preside el culto se limita a l formulación de las oraciones recibidas de manera oficial por la Iglesia, ya que los cristianos que asisten a la asamblea tienen derecho a participar efectivamente en el culto oficial de la Iglesia; no se congregan para unirse las fantasías del individuo que celebra. Quizá se responda que las oraciones recibidas oficialmente son malas, de dudosa teología, redundantes, arcaicas, demasiado complicadas, qué sé yo; con frecuencia esto es una realidad. Pero la Iglesia no sentirá la necesidad de hacer una revisión mientras no pueda contar con la disciplina de los liturgos. Además, todas esas preocupaciones sobre la disciplina litúrgica no se tranquilizarán válidamente mientras la liturgia esté solo en manos de los pastorees; sería necesario que los fieles pudieran participar en ella leyéndolas en un libro de oraciones públicas que estaría unido al salterio. La reformabilidad del culto El culto no es reformable en su totalidad. No se puede reformar la lectura bíblica en cuanto tal; lo que se puede cambiar es el leccionario. No se puede renovar, por ejemplo, la liturgia bautismal decidiendo bautizar sin la invocación de la Trinidad, o sin recurrir al agua; lo que se puede reformar es el simbolismo bautismal. No se puede cambiar, por ejemplo, la liturgia eucarística modificando las especies; pero sí, las oraciones que acompañan la eucaristía o el desarrollo de la celebración. Es decir, hay en el culto elementos que son reformables y otros que no lo son. En el culto es reformable, como veremos detalladamente al hablar de los elementos del culto y de la manera de estructurarlos, lo que se puede llamar su elemento sacrificial, por el que la iglesia recibe la gracia y responde a ella. No es reformable al elemento sacramental del culto, por el que la Iglesia se nutre con la gracia, ya que el Señor lo instituyó como vehículo de la misma: la palabra y los sacramentos. La reformabilidad del culto queda, pues, limitada por el acontecimiento litúrgico que debe ser respetado. Pero esta reformabilidad existe y se la debe defender con perseverancia. No para multiplicar los diversos intentos litúrgicos, ni para favorecer la agitación litúrgica, sino para que el culto sea cada vez más y mejor lo que debe ser. También la reformabilidad del culto está sometida estrictamente al respeto de las normas y de las condiciones de la formulación litúrgica que hemos presentado ya: la fidelidad bíblica, el respeto a la tradición, el respeto de carácter escatológico del culto, el respeto por el enraizamiento hic et nunc de la Iglesia en una cultura y en un tiempo determinado y el respeto por las condiciones de inteligibilidad, de simplicidad y de belleza. Pero esta reformabilidad del culto no está al alcance de cada uno en particular: está confiada a la Iglesia. También es indispensable que cada Iglesia tenga una

comisión litúrgica oficial, encargada de mantener la fidelidad del culto y de proponer a los sínodos las medidas que, incansablemente, permitirán que el culto sea, de la mejor forma posible, una de las dos expresiones capitales de la vida eclesial, siendo la otra la evangelización. 4. La recompensa de la formulación litúrgica “Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 35). Hay una añadidura en esta búsqueda del reino que es la formulación litúrgica. No es un fin, sino una gracia, y todo quedaría falseado si la formulación litúrgica buscase la añadidura; pero también se falsearía todo si no la recibiera como una recompensa gratuita, buena y hermosa como todo lo referente a la gracia. Esta es la capacidad el culto de inspirar la cultura o de provocar una nueva cultura. No se puede descuidar este aspecto del culto sin cometer un pecado de ingratitud y de docetismo. Cuando se celebra como el Señor quiere, el culto se convierte en un hogar cultural de importancia decisiva, porque posee el poder de purificación, de expresión y de compromiso. Sólo a título de ejemplo, y para fomentar investigaciones personales mucho más vastas que las indicadas aquí, no quiero dejar pasar la ocasión de ofrecer tres aspectos de este problema. En primer lugar, el culto es una escuela de gusto

La liturgia, afirma Max Thurian, es el lugar privilegiado donde se forja la expresión estética cristiana, en las dimensiones que le propone la simplicidad evangélica. La liturgia sola, vivida verdaderamente como una acción de gracias del pueblo cristiano, en palabras, en gestos, en formas y en colores, abre a la vida estética un campo de acción y le ofrece una i inspiración enriquecida sin cesar, que no es sólo religiosa, sino universal y cósmica; esto es tan cierto que en la liturgia, cuya trama la forman los salmos, toda la creación, con sus luces y sombras, se encuentra reunida en Cristo, en un sacrificio de alabanza. Por ser la liturgia una acción de gracias permite el desarrollo de la vida estética de la Iglesia. Pues el arte es esencialmente donde de sí bajo la forma de la belleza.

Pero si el culto forma el gusto de los fieles, forma también, el rechazo, el del mundo en que existe la Iglesia. La prueba es que “la historia del arte es impensable sin tener en cuenta su unión constante con la historia de la Iglesia”. (H. Asmussen). Por ser profundamente cristocéntrico, es decir por testimoniar el secreto de todas las cosas, su recapitulación en Cristo, el culto purifica la cultura humana de sus distorsiones, de su autojustificación, de su caos y de su desarmonía. Es lugar de reunión cultural, y cuando la iglesia se niega a acoger esta recompensa de su culto o cuando el mundo no admite dejase interrogar

por el evangelio e inspirarse en él, se presenta el desorden. La palabra se depura al convertirse en vehículo del evangelio y de la oración.

Cuanto más serio y sagrado es el ejercicio de la oración, tanto más queda ennoblecida la palabra, afirma H. Asmussen. La experiencia de quienes oran de verdad es que las palabras necesarias para orar se han de conquistar por medio de un esfuerzo creciente. Cuando se ora seriamente y con regularidad, la oración cada vez se dificulta más. Se habla a Dios con un lenguaje cada vez más depurado, más cuidado, en el que cada palabra va adquiriendo cada vez más peso. Pues se trata de decir, siempre de nuevo y en circunstancias siempre nuevas, que se pertenece a Dios, que se está desposeído de sí mismo, y que se le entrega uno en sacrificio, en cuerpo y alma, para el tiempo y para toda la eternidad.

La música se depura con los himnos, salmos, doxologías y alabanzas. Los colores también, al convertirse en una refracción simbólica de la luz deslumbradora del evangelio. La arquitectura se purifica al convertirse en construcción del lugar de encuentro vivo entre Dios y su pueblo, etc. ¿De dónde viene, pues, el hecho de que el culto se convierta también en el lugar privilegiado del peor gusto y más injurioso para la gracia y la esperanza cristiana? La respuesta es simple. El mal gusto invade el culto en dos situaciones: cuando la fe comunitaria de la Iglesia se empobrece para hacer sitio a la yuxtaposición de creencias individuales, cada una con reivindicaciones propias, nacidas de la soledad y del orgullo; o cuando la liturgia renuncia a formar la cultura ambiental soportándola con la excusa de acoger con amor los suspiros del mundo. En este caso, la fe no es un filtro, sino un embudo. Si el mal gusto se instala en el culto, quiere decir que éste se encuentra viciado, ya por haber perdido su cohesión comunitaria, ya por haber olvidado que no se puede tener acceso a la Iglesia sin haber muerto antes a uno mismo. En segundo lugar, el culto es el convocador del arte y su justificación. No vamos a poner aquí las bases de una filosofía cristiana del arte; pero ¿No es éste, en el fondo, una llamada de las cosas para poderse expresar litúrgicamente, encontrando su razón de ser en la alabanza para la que están hechas?

¿No es exacto decir que todas las artes llegan a una crisis, más aun, que están condenadas a la descomposición cuando abandonan su centro, que es fundamentalmente litúrgico? Y el culto de la iglesia, ¿No es el lugar donde las artes encuentran su juicio, y por consiguiente la posibilidad de reencontrar la realidad de su ser y de su función? El puesto que el arte reivindica para sí en el culto, ¿No es el lazo que integra, por un signo que es una promesa, la creación no humana a la alabanza eclesial del Señor? ¿No se ha de comprender el arte, en el culto, como el

signo de que éste recibe, escatológicamente, todas las criaturas no humanas, y por tanto se convierte en el signo de una profunda solidaridad entre los hijos de Dios y el resto de la creación? (P. Brunner).

Es necesario no amar el mundo para no permitir al arte que encuentre en el culto su verdadera vocación. Pero el culto no es sólo el lugar que permite al arte encontrar su función propia: es más, es el misterio donde el arte encuentra su justificación y su libertad. Esto no significa, en absoluto, que el arte se va a contentar, por cauda del culto, con ser “religioso”, será posible que haya otros poemas distintos de los himnos, otras músicas distintas de los cánticos, otros edificios distintos de los templos, otras coreografías distintas de las procesiones, otras pinturas distintas de los íconos, otras esculturas distintas de las de los ambones y facistoles, como es posible y necesario que hay lunes, martes, miércoles..., después del domingo, como hay trabajos y alegrías humanas, luchas e investigaciones, al lado del culto dominical. Pero de la misma manera que esos trabajos y esas alegrías se justifican y santifican gracias al culto, lo mismo que los días de la semana gracias al domingo, y todas las expresiones artísticas gracias a que el arte ha encontrado en el culto su tierra prometida, su origen verdadero y su verdadero destino. Finalmente, el culto es formador de cultura porque inspira la vida política y social, es el punto de referencia del orden y de la libertad, de la justicia y de la paz. Lo es porque celebra la verdadera jerarquía de las cosas, porque confiesa el señorío de Cristo y porque testimonia la gracia inusitada de que esa jerarquía no absorbe todo sobre lo que se extiende; por el contrario, lo funda y respeta su libertad. De ahí que sean posibles vocaciones diversas y mutuamente ordenadas, de ahí el cuidado de los débiles, el descubrimiento de los verdaderos derechos de los hombres, los intentos de entendimiento y reconciliación entre los hombres. Nunca se valorarán bastante los resultados que implica la intercesión de la Iglesia por la paz, por los necesitados y enfermos, ni los resultados de la misma. Por eso, el culto es para el mundo un factor de orden y de libertad, de justicia y de paz; no basta con decir que es un facto no descuidable, es un factor determinante. Evidentemente que el mundo ignora que uniéndose al culto de la Iglesia e junta a lo que presera y garantiza. Pero la Iglesia tiene el derecho de saberlo, no para abusar o aprovecharse de él, sino para dejar de alegrarse del servicio político y social que ofrece al mundo, directa e indirectamente. Pero, una vez más, no es la formación del gusto, ni la justificación del arte, ni la protección del mundo lo que busca la Iglesia en su formulación litúrgica. Por medio del culto busca celebrar por el Espíritu el amor del Padre manifestado en el Hijo. La Iglesia aprende, sorprendida, que Dios recompensa este intento permitiéndole se reformadora de cultura, y lugar de belleza y bondad. Sería una ingrata si no se alegrase por esto.

5. LA NECESIDAD DEL CULTO En esta primera parte en que examinamos algunos problemas de los principios litúrgicos, queda todavía por abordar uno: el de la necesidad de culto. Comenzaremos buscando argumentos que permitan justificar esa necesidad. Después, sólo después, expondremos algunas razones sobre la utilidad del culto. Este se justifica con frecuencia entre nosotros por su utilidad más que por su necesidad. Pero aquella, en sí misma, no justifica el culto; a lo sumo, lo aconseja. Para que los argumentos sobre la utilidad tengan alguna fuerza es necesario que nazcan de una necesidad y ya demostrada. Finalmente, habrá que tocar aquí el punto de la obediencia que piden de la Iglesia la necesidad y utilidad del culto. 1. Justificación de la necesidad del culto Por temor de ver que el culto pueda encontrar su justificación en sí mismo, o por olvido de la doble orientación de la Iglesia (hacia el mundo, en la evangelización y en la diaconía; hacia Dios, en la petición de gracias, la adoración y la intercesión) existe una fuerte tendencia en la teología reformada, particularmente en Alemania y Holanda, que no gusta de hablar de la necesidad del culto. El que se admite como necesario es el culto “indirecto”, el servicio al prójimo, y el que no se admite como tal es el “directo”, pasando éste a ser únicamente útil. En vez de refutar los argumentos que se presentan contra la necesidad del culto, prefiero enumerar las razones que existen en favor de la misma. Encuentro cuatro: el culto es necesario por estar instituido por Cristo, por ser obra del Espíritu Santo, por ser un modo de la realización de la historia de la salvación, y por no haberse manifestado aún en todo su poder el reino de Dios. Veamos estas razones por separado. El culto es necesario por estar instituido por Cristo, y ordenado por él Cuando la Iglesia celebra el culto, no inventa nada, sino que obedece. En el culto “no se nos pide expresar nuestras necesidades y posibilidades, se nos pide obedecer”. (K. Barth). Pero, ¿obedecer a qué orden? Esencialmente a la que Cristo pronunció en la última cena: “Haced esto en memoria mía...” (1 Cor 11, 24-25; Lc 2, 19). Esta constatación es de importancia capital porque nos recuerda dos cosas: primero, que el culto instituido por Cristo no es el homilético, sino el eucarístico; segundo, que la santa cena es ordinariamente el punto culminante del culto cristiano. La cena, es verdad, no es todo el culto; hay otros elementos litúrgicos que la preparan, la esperan y la viven. Pero éstos tienen en la cena su obligado punto de referencia. Con otras palabras, no se da sino una obediencia muy fragmentaria al reunirse para el culto, si éste no encuentra su plenitud en el momento de la comunión eucarística. No se trata en absoluto de desaprobar la predicación; tampoco de negar que Jesucristo instituyó también el ministerio de la palabra de una forma solemne, igual que el ministerio de los sacramentos (cf. Mt 28, 19; Jn 20, 23; Hech 1, 8, etc.) Pero el ministerio de la palabra no fue instituido directamente para el culto, sino para hacerlo posible, para reunir, por la misión, al pueblo que él quiere

hacer vivir gracias a su carne y a su sangre. Que el culto cristiano haya comprendido desde siempre la palabra leída y predicada como uno de sus elementos fundamentales e indispensables, y hay que entender al pie de la letra estos adjetivos, bajo pena de falsear la Iglesia, no quiere decir que la proclamación de la palabra en el culto pueda justificar plena y suficientemente el culto cristiano, como tendremos ocasión de subrayar. La presencia necesaria de la palabra en el culto es un testimonio de que la Iglesia está todavía in vía peregrinationis, y pobre de ella, si lo olvida descuidando o despreciando la palabra. Pero, como bien lo ha comprendido la tradición que separa la misa de los catecúmenos de la fe de los fieles, si éstos tienen que unirse siempre a aquellos para “permanecer en la palabra” (1 Jn 2, 14), se encuentran también, fundamentalmente, por su bautismo, en el reino del Hijo a quien se unen al recibir su cuerpo y su sangre. Su sumisión a la palabra muestra que están aún en este mundo; su acceso al banquete sagrado muestra que puede gustar ya el don celeste. Se desprecia e invalida su bautismo y se desobedece al Señor si se quiere impedir que comulguen, ya sea limitando la participación al celebrante, ya por no realizar nunca la celebración eucarística. Si, a causa de la situación ambigua de la Iglesia en el mundo, no es posible separar de otra forma distinta a la litúrgica la palabra y el sacramento, la catequesis y la comunión, ay que tener en cuenta que se falsea el culto y se desobedece si se lo reduce a la una o a la otra. Las dos son partes integrantes del culto; pero éste alcanza su culmen no en la palabra proclamada por la lectura y la predicación, sino en la cena, preparada por la palabra. El culto necesario, por estar mandado, es el eucarístico, precedido y hecho posible gracias a la palabra. Se tiene una prueba fortuita de esto en el hecho de que nunca el Nuevo Testamento designa el culto únicamente por la predicación. Celebrar el culto no se dice “ir a predicar”, sino “reunirse para la fracción del pan” (Hech 20, 7). El culto es necesario por estar suscitado por el Espíritu Santo El culto nace de la efusión del paráclito. La salvación provoca la alabanza (cf. Hech 10, 46, etc.). Negar la necesidad del culto es negar la obra del Espíritu Santo. Se podría decir también: es negar lo propio de la obra del Espíritu, que es dar a los hombres las prendas del mundo venidero (2 Cor 1, 22; 5, 5; cf. Rom 8, 23), trasplantarlos al reino futuro, que será una inagotable alegría litúrgica. El culto es también el lugar de a acción de gracias de los redimidos. Negar la necesidad del culto es despreciar la redención, es no querer alegrarse con la salvación; también es olvidar la finalidad profundamente litúrgica de la primera creación, restaurarla por Cristo. Esta necesidad del culto, provocada por el don del Espíritu, encuentra quizás su mejor ilustración en la acción de gracias inevitable de los hombres que, según los relatos evangélicos, son objeto de un milagro de Jesús: el paralítico curado regresa a su casa dando gloria a Dios (Lc 5. 25); la mujer enferma que Jesús cura un sábado se

endereza y comienza a dar gloria a Dios (Lc 13, 13); el samaritano de los diez leprosos, que comprendió todo lo que llevaba consigo su curación, regresa “glorificando a Dios” (Lc 17, 15); el ciego de Jericó, ya curado, sigue a Cristo, glorificando a Dios (Lc 18, 43). Esta alegría, esta acción de gracias no influye sólo sobre los sanados, sino también sobre los que comprenden, al ver el poder salvífico de Cristo, que todo va a comenzar de nuevo porque el perdón y la vida se han presentado ante la soledad y la desesperanza de los hombres para conducirlos a un futuro de esperanza (cf. Mt 15, 31; Lc 7, 16, etc.) Se vuelve a encontrar esta misma consecuencia litúrgica en quienes reconocen a Jesús como el mesías, y esto también es obra del Espíritu Santo, porque nadie puede decir que “Cristo es el Señor” sin su ayuda (1 Cor 12,3); piénsese en los pastores de la navidad (Lc 2, 20) o en el centurión que asiste a la muerte del Hijo de Dios (Lc 23, 47). El culto es la forma necesaria de la acción de gracias de quienes, por el Espíritu, viven de Cristo. El perdón restaura la aptitud litúrgica perdida por el pecado. Si no provoca el culto, quiere decir que no se le ha recibido; y quienes pretendan hacer con seriedad, incluso religiosamente, algo más inaplazable que aceptar la invitación al banquete, no tendrán parte en él ... Cuando se tiene conciencia del carácter escatológico de la obra del Espíritu, no se puede negar la necesidad del culto. El culto es necesario porque es una de las formas de la realización de la historia de la salvación Jesucristo murió una vez por todas para salvación del mundo. En él se encuentra suficientemente el fundamento de eta salvación. Pero por eso no están salvos automáticamente el mundo y los hombres. Para que esto suceda es necesaria la obra del Espíritu, que hace nacer al fe y mantiene la iglesia.

La inserción virtual de toda la existencia humana en el cuerpo crucificado de Cristo debe transformarse, actualizarse y realizarse en la existencia histórica, concreta, de cada individuo, en una inserción ontológica, real y personalmente admitida (P. Brunner).

Ahora bien, este paso de lo virtual a lo ontológicamente personal se hace no de forma exclusiva por el culto, pero también por él. No se hace exclusivamente por el culto, al menos por el comunitario, porque su primer modo es el engendramiento de la vida eterna por la palabra misionera, la predicación del culto en la asamblea no lo es sino de modo excepcional, y por el bautismo que sella esta palabra y atestigua que se la ha recibido. Pero esta transformación se hace también, o más bien, se actualiza y realiza por el culto. Este es, pues, un agente de la historia de la salvación. Si no se celebrara el culto, se agotaría la historia de la salvación. Con otras palabras, aquí se vuelve a tener en cuenta lo que hemos subrayado tantas veces: Dios es quien obra en el culto por medio de la palabra y del sacramento; por eso cuando se pone en duda la necesidad del culto, también se pone en duda que éste sea una obra de Dios. En un contexto en que se explica todo el culto a partir de los sacramentos del

bautismo y de la eucaristía, K. Barth nota lo siguiente, que no se podría aceptar sin algunas reservas:

Por el mandato divino del bautismo y de la cena, el culto eclesial está limitado y ordenado en su conjunto. El bautismo y la cena forman, en cierta manera, el espacio necesario del culto, por ser el único apropiado. Hágase lo que se haga, es necesario que provenga del bautismo: a saber, que la Iglesia es, es decir que Jesucristo, una vez por todas, murió y resucitó por todos nosotros, y le pertenecemos de forma innegable, siendo nuestro destino quedar justificados, santificados y glorificados en él. Hágase lo que se haga en el culto, es necesario que éste conduzca a la cena: esto lleva consigo la permanencia de la Iglesia e implica nuestra participación en su ser humano como ser unido a Dios, nuestro auténtico destino, objeto de su obra, realizado cada vez de nuevo. El culto eclesial es lo que sucede entre este punto de partida y esta meta como testimonio ofrecido a la gracia de Dios, como alerta, purificación y crecimiento de nuestra fe.

Brevemente, “en el bautismo se trata de que la Iglesia sea realmente la Iglesia... en la cena, de que siga siendo ella misma”. Así, pues, si se pretende que el culto sea facultativo, y que no exista necesidad real de él par que Dios pueda proseguir su obra salvífica, se desprecia la fuente de la gracia y se desprecia lo que Cristo ha dicho:

En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo, no como el pan que comieron los padres y murieron: el que come este pan, vivirá para siempre (Jn 6, 53-58).

Sin embargo, el culto no es necesario sólo para que no se interrumpa la historia de la salvación, y para que los cristianos la confirmen y realicen. Es necesario también para que siga siendo eficaz el carácter polémico de dicha historia. Ignacio de Antioquía, en el capítulo 13 de su carta a los efesios, da esta recomendación esencial para comprender la necesidad del culto:

Procurad reunirnos con la mayor frecuencia posible para celebrar la eucaristía divina y la alabanza. Pues cuando os reunís regularmente para esto44, los poderes de Satanás son

44 O ¿Para el culto? San Ignacio emplea aquí de Hech 1, 15; 2, 1.44.47; 1 Cor 11, 20; 14, 23, que designa en el Nuevo Testamento la asamblea litúrgica.

derrotados, y la amenaza de perdición que pesa sobre vosotros desaparece gracias a la concordia de vuestra fe.

Por el culto, el campo quitado por el Espíritu Santo al dominio del maligno queda ocupado y protegido; así sabe el mundo que si está condenado por la existencia de la Iglesia, aún no está perdido, sino llamado a cambiar de dueño, y a reconocer como señor a quien es su salvador. Así, pues, la Iglesia mantiene abierta, no exclusivamente, sino también por su culto, la herida que la resurrección de Cristo y la efusión del Espíritu Santo han producido en la auto-justificación del mundo, y en ese sentido prosigue la historia de la salvación. Hemos encontrado así lo que notamos más detalladamente cuando hablamos del culto como “fin y futuro del mundo”. El culto es necesario porque el reino de Dios no se halla establecido aún con todo su poder El culto en cuanto tal es necesario porque aún no es culto. Eso indica que estamos en una situación en que ya existe el reino, como la levadura en la masa, pero sin todavía haberse establecido definitivamente. Muestra que el domingo es algo distinto a los demás días de la semana, pero que aún no todo es domingo. Los que niegan la necesidad del culto o dicen que éste sólo consiste en servir y glorificar al Señor en el prójimo, cometen un importante erro cronológico: pecan por uno de los Dos extremos, actúan como si todo fuera reino o como si nada lo fuera aún. Desconocen la situación escatológica de la Iglesia en el mundo. La Iglesia demuestra, por el culto, que nuestro siglo ha sido visitado por el Señor y continúa siéndolo; que no estamos solos y perdidos en este mundo; y que se nos ofrece un lugar donde Dios nos espera para darse a nosotros y para permitir que nos presentamos ante él como éramos antes de la caída y como seremos después de la parusía. 2. Utilidad del culto Sólo después de haber fundado la necesidad del culto podemos hablar también de su utilidad. No es ésta la que lo hace necesario, pues entonces se pondría en duda si es realmente necesario. En su introducción a la misa alemana de 1526, Martín Lutero, que felizmente no ha dicho sino esto, nota lo siguientes: Brevemente, si establecemos órdenes litúrgicas, no es de ninguna manera para los que ya son cristianos, sino para los que no sienten esa necesidad. Esas órdenes litúrgicas no tienen su justificación en sí mismas, sino que se justifican por no ser nosotros aún cristianos y son ellas las que deben hacernos. Quienes los son de verdad, celebran su culto en espíritu. Si hay necesidad de órdenes litúrgicas, es a favor de quienes quieren ser cristianos, o deben fortalecer en la fe; lo mismo que un cristiano no necesítale bautismo, la palabra y el sacramento, en cuanto cristiano, ya que en cuanto tal lo tiene todo, sino en cuanto pecador. Si son necesarias las órdenes del culto, se debe

especialmente a los simples y jóvenes, que deben ejercitarse cada día en la Escritura y la palabra de Dios y educarse en ellas, para acostumbrarse a la Escritura y para ser Hábiles en poder testimoniar su fe, encontrándose a gusto en ella y poder enseñar con el tiempo a otros y ayudar al crecimiento del reino de Cristo. Es preciso leer, cantar y predicar, escribir y hacer oraciones a favor de ellos; para contribuir a esto yo haría tocar todas las campanas y todos los órganos y todo lo que puede resonar si fuera necesario. Esta afirmación imprudente de Lutero, que niega la necesidad del culto quedándose sólo con su utilidad pedagógica. Ha encontrado un eco considerable en el racionalidad. Esta se precipitó sobre esta idea para justificar así las excusas que buscaba para despreciar el culto, considerando que el culto verdadero, el interior, cosiste no en la liturgia, sino en el comportamiento moral honesto y en las obras sociales. No hay que hacerse ilusiones; esta idea racionalista es la que corresponde prácticamente a la opinión media de nuestras Iglesias: ir al culto no es obedece, sino satisfacer una necesidad. En resumidas cuentas, el culto no es para Dios, sino para nuestro provecho. Ahora bien, Quien no ve en el culto sino un medio para cumplir la obra misionera aún insuficientemente realizada, desarraiga el culto en vez de implantarlo. Porque lo que prueba el valor de una justificación de la necesidad del culto, es que dicha justificación debe permanecer válida incluso donde se puede considerar el problema de la evangelización (P. Brunner). Pero es preciso reconocer que si nosotros, protestantes, hemos podido justificar la necesidad del culto por su utilidad pedagógica (o psicológica o sociológica), eso proviene, sin duda, de su tendencia homilética que amenazaba con olvidar que el culto no es una lección para los hombres, sino una alabanza dirigida a Dios, con toda la preparación homilética que implica esta, estando ausente la iglesia como contrapeso e intención última. Es falso, pues fundar la necesidad del culto en su utilidad. Pero también lo sería no tener en cuenta esa misma utilidad, que es pedagógica, sociológica y psicológica. Comencemos por la utilidad pedagógica del culto. En efecto, el culto es la trama de la enseñanza de la Iglesia; las Iglesias de oriente son un ejemplo vivo de esto. En el culto se aprende a ser cristiano, a encontrar a Dios, a encontrar el mundo, a encontrar al prójimo. Se aprende la fe, la esperanza y el amor. Es, por excelencia, la escuela del cristianismo. En él se aprende la fe. Lex orandi; lex credendi. Como lo nota K. Barth, No se trata sólo de un dicho piadoso, sino de una de las frasees más inteligentes que se han pronunciado sobre el método de la teología.45

45 K. BARTH, Das Geschenk der Freibeit. Zollikon, Zürich 1953, 22

La fe se aprende por medio de la orientación, porque ésta da acceso al que es el objeto de la fe, y porque es mala teología la que no es capaz de traducirse en oración. En él aprende la esperanza. La intercesión impide que se desespere del mundo y de los hombres, y enseña a encontrarlos en la libertad e intrepidez cristianas. La alegría del culto impide desesperar de las cosas, de la creación, porque en el culto florece ya para su último destino auténtico: soli Deo gloria. En él se aprende al amor. La presencia de los hermanos, el respeto de la función litúrgica de cada uno, la eucaristía compartida por todos, hacen vivir la corporeidad de la Iglesia, arranca el orgullo de la soledad y enseñanza a ver en el prójimo, misteriosamente, aun miembro de cuerpo de Cristo, un cristóforo. El culto también tiene una utilidad sociológica. Reúnen a los hombres y les da la cohesión más profunda y la solidaridad más esencial que se pueda encontrar en este mundo: Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1 Cor 10.17). Pero el culto no tiene sólo una utilidad sociológica a causa de su virtud cohesiva para la Iglesia. Se encuentra también esa utilidad en el plano de la unión personal, pues imprime a nuestra vida un estilo, una forma de ser, una simplicidad, una ______ que nos separa de los desgarramientos y de los contradicciones del hombre natural. Esta utilidad sociológica se sitúa aún en el plano << cósmico >>, en el sentido de que el culto, como lo hemos indicado ya varias veces, une el mundo de la única forma que no lo masifica, es decir que lo hace en y por la acción de gracias, de manera que hasta se puede llegar a afirmar que el culto estabiliza el mundo, introduciendo en él un elemento que contradice su dispersión y combata su caos. Finalmente, el culto tiene una utilidad psicológica: ofrece a los fieles un refugio de paz y de alegría. Se ha querido excluir el culto como si fuera una huida ante los compromisos del testimonio, como si fuera un ponerse al abrigo de las tentaciones y de la responsabilidad que caracterizan necesariamente la vida cristianan. Esta acusación puede ser justa. Con frecuencia también: puede ser falsa, porque confunde la vigilancia de la Iglesia con las agitaciones de un insomnio. Si se me permite una comparación biológica, diría, sin ignorar en absoluto la ambigüedad de la misma, que el culto es tan necesario al testimonio como el sueño a la vida. Es preciso, pues, para poderse comprometer, poder quedar también libre de compromisos. Tampoco hay que olvidar que se está en misión y no en una cárcel. La presencia del culto permite a la Iglesia experimentar que permanece libre en el mundo. Es preciso ignorar por completo el hecho de que el culto es --- para emplear de nuevo in bonam partem lo que hemos visto anteriormente --- a la vez << misa >> y << eucaristía >>, para acusarlo de ser no un sitio de legítimo repos, el lugar milagroso de la

presencia de la ________ escatológica, sino, me atrevo a decir, un refugio para emboscados. Además, si la liturgia y la predicación son convenientes, esa confusión será simplemente imposible. Es preciso no tener en cuenta la situación escatológica de la Iglesia que, como lo hemos visto, hace necesario el culto, para acusarle de ser la arena donde el avestruz esconde la cabeza. Pero el culto, en el plano psicológico no es útil solamente como lugar de reposo, como sitio donde puede alimentarse y descansar quien tiene hambre y sed de la comunión de los santos, del perdón de los pecados, de la resurrección de la carne y de la vida eterna. Es útil también como el momento y el lugar donde se encuentra la ocasión de decir al Señor que se le ama, que se quieren cumplir sus deseos, de los que hablan los salmos con tanta frecuencia, y que se quiere consagrar uno a su servicio. Se desprecia a las personas si se quiere separarlas del servicio del templo: se obra entonces como los discípulos, que querían separar a los niños de Jesús, con el pretexto de que eran muy molestos. Nuestro cultos dejan muy poco a los privados de devoción, cuando la comunidad está reunida, ¿No sería posible aclimatar entre nosotros, en versión reformada, la costumbre de las Iglesias ortodoxas de hacerse a sí mismo el facistol para la lectura del evangelio, de arrodillarse ante todo el mundo para que el ministro coloque sobre nuestra cabeza el libro de la palabra de Dios? ¿No sería posible también entre nosotros, en versión reformada, la costumbre de encender un cirio del que ya otro fiel tiene encendido, para testimoniar así la voluntad de integración a una cadena de oraciones, con la conciencia de ser, por la gracia, luz del Mundo? Pero, al menos no se debe ignorar que el culto es un auxiliar indispensable de toda cura de almas auténtica. Se podrían añadir a estas razones que justifican la utilidad del culto a otras más. Pero las que he enumerado son suficientes para hacer comprender que no hace falta despreciar la utilidad del culto. Diciéndolo positivamente, es preciso tener mucho cuidados en mostrar que se es consciente de la utilidad del culto para la catequesis, la vida comunitaria y la cura de almas. Este cuidado se manifestará en la lucha contra todo lo que pueda hacer cansado el culto, contra la desidia, la incoherencia la incoherencia y la improvisación litúrgicas. Se manifestará también, espero que pronto, poniendo en manos de los files el libro de las oraciones públicas, para que también puedan ser ellos oficiantes. Quizás sería preciso manifestarlo también suprimiendo las parroquias demasiado pequeñas, para que las asambleas litúrgicas agrupen al menos cincuenta comulgantes, con vistas a la cura de almas, ya que es de capital importancia que los fieles que participación en el culto no tengan la impresión de formar parte de algo que va pareciendo46. Pero entrar aquí en detalles nos llevaría demasiado lejos. 3. la obediencia a la convocación y a la celebración litúrgica 46 << Ex conspectu mutuo laetitia maior oriatur >>, decía san Jerónimo (Comment Gál 4, 4-10: PL 26, 404

En la carta a los hebreos (10,24 s.) se recomienda lo siguiente: Miremos los unos por los otros, para excitarnos a la caridad y a las buenas obras; no abandonando nuestra asamblea, como es costumbre de algunos, sino exhortándonos, y tanto más cuanto que vemos que se acerca el día. Este consejo se oye a lo largo de la historia de la Iglesia, desde que san Ignacio de Antioquia escribía a los efesios (5.3): Quien no se une para el culto (_____________________________), peca de orgullo y se juzgados a sí mismo, porque estás escrito: Dios resiste a los orgullosos, Hasta hoy, pasando por lo que recomendaba la Confesión helvética posterior: Todos los que… desprecian… las asambleas sagradas…y se separan de ellas, desprecian la religión verdadera, y los pastores y el magistrado fiel deben abrigarles a no separarse por rebelión y a no despreciar tales asambleas. 47 Ya que no intentamos hacer un curso de ética litúrgica, no es posible detenernos largamente en el problema de la frecuencia del culto. Contentémonos con las tres observaciones siguientes: La obediencia litúrgica se impone por causa de la necesidad y la utilidad del culto, como también por causa de la salvación que nos h concedido nuestro Señor Jesucristo. Hemos visto que el culto es necesario por ser institución de Cristo, por ser obra del espíritu Santo, por ser agente de la historia de la salvación, y por no vivir aún en el tiempo del domingo eterno. Hemos visto además que el culto es útil para la vida eclesial en el campo de la catequesis, de la vida comunitaria y de la curva de almas. Estas razones son suficientes para justificar que la vida litúrgica no es un capricho para los fieles, sino que se impone como una gracia y no como una carga; por eso la vida litúrgica no está hecha de susurros, sino de cantos. En el pasaje muy logrado que Peter Brunner dedica al culto como obediencia en el Espíritu, hace notar: Lo que es esencial y determinante para cada uno de nosotros, lo que es esencial y determinante para el mundo entero sucede precisamente gracias al acontecimiento salvífico de la proclamación de la palabra y de la cena. Si esto 47. Confesión helvética posterior, c. 22 (cf. W NIESEL, o. c., 287).

deja de producirse, no será posible en ningún campo de nuestra vida servir a Dios de manera que le agrade, si este acontecimiento decisivo se extingue, también acaba por sucederle lo mismo a todas las demás maneras de servir a Dios en el mundo, haciéndose estériles. Diciéndolo negativamente, descuidar el culto es sabotear la obra de la salvación, y por eso Ignacio de Antioquia hablaba del orgullo de los que son perezosos respecto del culto de la Iglesia; por tanto, participando del culto se confiesa ser cristiano. De nuevo negativamente, no ir al culto es atentar a la plenitud del cuerpo de Cristo, es dividir la Iglesia y dispersarla. Estoy pensando aquí en un documento importante del siglo ll que se llama la didascalia de los apóstoles; esta obra hace al obispo la siguiente recomendación: Cuando enseñes ordena, y persuade al pueblo para que sea fiel y se reúna en la Iglesia, es decir en la asamblea litúrgica: que no falte, si no que sea fiel a esta reunión, para que nadie disminuya la Iglesia estando ausente, y no disminuya así en un miembro del cuerpo de cristo. Que nadie piense únicamente en los demás, si no también en si mismo. Cuando oye la voz de Cristo que dice: “quien no recoge con migo, desparrama”. Ya que sois miembro de Cristo, no os perdáis fuera de la iglesia sin formar asambleas. Pues vosotros tenéis a cristo por jefe, como el mismo enseña y confiesa. Así, pues, no despreciéis a vosotros mismos, y no privéis al señor de sus miembros, ni desgarréis ni depreciéis su cuerpo. No asistir al culto o es simplemente sustraerse de la eficacia de al historia de la salvación, si no que es pecar contra el cuerpo de Cristo; más aun, es negarse a ser integrado al cuerpo de quien nos ha salvado, renegando del señorío de Cristo, es desmentir y comprometer el don de nosotros mismos que hemos hecho a Cristo, y es sustraernos a su gracia. Es, pues, exactamente, hacer el papel del Diablo. La obediencia litúrgica se refiere a los dos puntos: obediencia a la convocación litúrgica y obediencia a la invitación de participar en la celebración litúrgica. No se trata simplemente de asistir al culto, se trata de participar en su celebración. Cada uno tiene que ocupar su lugar propio en la asamblea litúrgica y desempeñar su papel: escuchar la palabra en el momento de la lectura y de la predicación, confesar la fe de la Iglesia, sumarse a los cánticos de la Iglesia, asentir con el amén a las oraciones dichas en nombre de la asamblea y también aceptar la invitación a la mesa del Señor. El concilio de Antioquia (año 341) no temía ordenar la expulsión de la Iglesia, e imponer penitencias a. Quienes entran al a Iglesia y escuchan las sagradas escrituras, pero no se unen en la oración del pueblo y no participan en la eucaristía Procter aliquam insolentiam. Si se cree que es bastante con asistir al culto, se comete una obstrucción y un sabotaje litúrgico, lo mismo que una ingratitud con el Señor; por eso, es muy, deplorable que en la mayoría de nuestros templos haya galerías que, en vez de acoger a los participantes, solo parecen invitar a los asistentes, a espectadores que no quieren comprometerse. Habría que tener el valor de prohibir el acceso a las galerías mientras las naves de la Iglesia no estén enteramente llenas. Finalmente, hay que tener en cuenta los tres puntos siguientes:

Primero: hay que desarraigar de la opinión corriente, muy influenciada por el racionalismo, por medio de unas curas de almas y de una catequesis paciente, la idea de que el culto no es verdaderamente necesario, si no que solo tiene utilidad pedagógica o pastoral, y que por tanto, la obediencia cristiana no se refiere a la participación en el culto. Antes de irritarnos por la indiferencia litúrgica de tantos fieles, es necesario librarios de esa herejía que intenta que el culto sea ad libitum, y que mientras más fuerte sea, hablando espiritualmente, co mas facilidad se puede considerar uno dispensado del culto de la Iglesia. Pero para triunfar en esta extirpación de la herejía racionalista, es preciso también, por una pedagogía litúrgica, sobre la que tendremos ocasión de tratar al final del libro, de volver al culto su plenitud sacramental, y al pueblo la parte que le corresponde, colocando la alegría pascual en su sitio legitimo, solo lo que en la medida que el culto sea lo que verdaderamente debe ser, se podrá insistir pastoralmente en que los fieles deben participar en el, de forma regular. Además, mientras mas se acerque al ideal de lo que debe ser, esta insistencia será menos necesaria, por causa del poder de atracción que ejerce el culto sobre los fieles. no hay que maravillarse de que no sean atrayentes unos cultos troncados, incoherentes, confiscados a favor del credo, desconfiantes frete a todo signo de exuberancia es católica, si no ofrecen, y todos no lo hacen la seguridad de una predicación verdaderamente vitalizadota. Lo que es preciso decir en este último punto es más delicado, porque podría llevar a creer que no es necesario preocuparse por el progresivo abandono del culto. Si queda claro que es preciso intentarlo todo para enseñar a los fieles a ser obedientes en la convocación y en la participación litúrgica, no hay que esperar que el culto reúna efectivamente a todos los bautizados en nuestra situación actual. Con la relación a las exigencias del bautismo y con relación a las capacidades <<episcopales>> de nuestros pastores, bautizamos a demasiada gente. La disminución notable que debemos constatar no tiene que atormentarnos y llevarnos a lamentaciones estériles; debería, más bien, obligarnos a considerar nuestra práctica bautismal, para apresurar el día en que se vuelve a encontrar la situación normal de la Iglesia, en la cual el número de comulgantes coincida prácticamente con el bautizado. Así, más que quejarse por la descristianizacion, que es una vigorosa llamada a la iglesia, para que tome conciencia de sí misma, sería mucho mejor trabajar con paz y libertad, para dar al culto su plenitud llevando a la Iglesia a sus verdaderas dimensiones. Si la palabra misionera que puede dirigir con derecho a toda la población, no toda ésta, en cuanto tal, es capaz de recibir el bautismo. Es preciso dejar una interpretación del bautismo como signo de la gracia proveniente, sin que se le confunda con la palabra y el sacramento. Hemos llegado al final de la primera parte, que trataba de los problemas doctrinales.

En los tres primeros capítulos, hemos intentado dar una definición teológica del culto: recapitula la historia de la salvación, permite a la Iglesia aparecer tal corno es, y señala el fin y el futuro del mundo. Después hemos visto en el capítulo 4 que el culto cristiano que celebra la encarnación, pasión y glorifica-ción del Hijo eterno de Dios no puede prescindir de las formas, y que su formulación no es una concesión aflictiva, sino una gracia y una esperanza; de ahí que haya formas adecuadas e inadecuadas para la expresión litúrgica cristiana. Hemos terminado protestando contra la idea racionalista de que el culto no es esencial a la vida de la Iglesia y hemos intentado justificar teológicamente su necesidad. Podemos dirigirnos ahora hacia el examen teológico y práctico de los problemas de la celebración. II PROBLEMAS DE LA CELEBRACIÓN En esta segunda parte vamos a encontrar de nuevo cinco capítulos que, en el plano de la celebración, corresponden más o menos directamente a los capítu-los que hemos visto en el plano de los principios en la primera parte. Examinaremos así, poco a poco, lo esencial que se debe decir de los elementos del culto: de los oficiantes, del día, del lugar y del orden. Digo lo esencial, porque es obvio que es imposible intentar trazar aquí algo más que un esbozo de una teología litúrgica. Vamos a tratar de los problemas de la celebración. Tendremos que examinar más asuntos concretos y prácticos que en la primera parte. Sin embargo, ya que este libro no es un laboratorio litúrgico, será preciso que nos detengamos, incluso en el examen de los problemas, en la etapa del estudio teológico. Los capítulos se numeran a continuación de los de la primera parte. 6. LOS ELEMENTOS DEL CULTO En este capítulo tenemos que examinar antes que nada dos problemas: en primer lugar, el del inventario de los elementos del culto; en segundo lugar, el sometimiento a un examen crítico de las diferentes maneras de articular esos diversos elementos entre sí. Evidentemente, para realizar bien este programa de trabajo, sería necesario consagrar al estudio de la historia del culto un tiempo considerable; sólo dicho estudio nos permitiría ver cómo, poco a poco, se han construido los grandes monumentos litúrgicos de la Iglesia, lo que es esencial y accidental o únicamente decorativo, y cuál es el origen de desviaciones y alteraciones. Ahora bien, este estudio histórico no lo podemos hacer por falta de tiempo. Por eso, de manera global, yo me remito a los trabajos de historia litúrgica de A.

Baumstark, P. E. Mercenier, G. Dix, Rietschel-Graff, J. A. Jungmann, R. Stahlin y "W. Maxwell, mencionados en la bibliografía introductoria. Tendremos en cuenta la historia del culto, pero tangencialmente. 1. Inventario de los elementos del culto Se entiende por elementos del culto las formulaciones y las funciones por las que se realizan la recepción y la acción litúrgica y que provocan y expresan el acontecimiento cultural por su cooperación orgánica (0. Haendler). La tradición reformada, fiel también aquí a la auténtica tradición católica, cuenta con cuatro grandes tipos de elementos del culto: en la explicación del cuarto mandamiento, el catecismo de Heidelberg enseña que el cristiano debe frecuentar asiduamente las asambleas sagradas, sobre todo los días de descanso, para oir la palabra de Dios y para participar en los santos sacramentos, para invocar públicamente al Señor y para contribuir cristianamente a la asistencia de los pobres (pregunta 103: nótese el carácter «responsorial;» de esta enumeración); y la Confesión helvética posterior, en su c. 22, enseña: Las asambleas sagradas y las congregaciones eclesiásticas de los fieles son necesarias, tanto para anunciar legítimamente la palabra de Dios al pueblo y para hacer oraciones y súplicas públicas, como para celebrar los sacramentos como es debido (legitima): y paralelamente, para hacer la colecta de la Iglesia, para los pobres y para los demás gastos y necesidades propias de ella. Aunque se podría matizar esto un poco, retendremos esta cuádruple enumeración en la subdivisión de este capítulo sobre los elementos del culto: la palabra de Dios, los sacramentos, las oraciones, en sus diversas formas, y los testimonios litúrgicos de la vida comunitaria. La palabra de Dios. Todos los cristianos están de acuerdo en que ésta es un elemento esencial e indispensable del culto cristiano. Sin ella, el culto no sería un encuentro vivo y eficaz entre Dios y su pueblo, sino un monólogo o un diálogo de categoría humana solamente. No sería un milagro: la acción litúrgica eclesial no sería una respuesta, sino una búsqueda ciega, un deseo y una desesperanza; la eucaristía no sería esa coronación del culto que es realmente, sino, en el mejor de los casos, misterio sin descifrar, y en el peor, un acto mágico. Si colocamos la palabra de Dios en primer lugar entre los elementos del culto, no es para reducir el culto entero a ella, sino para subrayar que, sin ella, el culto cristiano estaría, en cierta manera, vacío de su sustancia y no se vería lo que lo distingue de un culto no cristiano. Todo el culto cristiano está en cierto modo sostenido y llevado por la palabra de Dios: ella es la trama de la liturgia, la luz que ilumina la eucaristía y la que asegura a los fieles que la presencia de Dios no es una ilusión, sino una

realidad. Pero en el culto, la palabra de Dios aparece de diversas formas. Peter Brunner ha enunciado seis: la lectura de la sagrada Escritura, la predicación, la absolución, el saludo y la bendición, la salmodia de la Iglesia y esas formas de proclamación indirecta de la palabra que son los himnos, las confesiones de fe, las aclamaciones doxológicas y ciertas oraciones como las colectas. Con el fin de aclarar, más que de simplificar, nos detendremos a continuación más particularmente en las tres formas mayores de la presencia de la palabra de Dios en el culto: la lectura bíblica, la proclamación litúrgica» de la palabra y la proclamación «profética» de la misma, es decir la predicación. Ya que estamos tratando de teología litúrgica y no de teología sistemática, se me perdonará el no detenerme en una teología de la palabra de Dios. La proclamación anagnóstica de la palabra de Dios. No podemos apenas detenernos en la historia de la lectura litúrgica de la Escritura. Recordemos solamente que se trata de una costumbre que la Iglesia tomó del judaismo (cf. Lc 4, 16); parece que éste conoció, antes de la era cristiana y al menos para la tora, un sistema fijo de perícopas que se habían de leer a lo largo de los sábados del año. La lectura de la Escritura parece que formaba también parte del culto ordinario de la Iglesia apostólica. Si el primero en testimoniarlo sin ninguna duda es Justino en su Apología —refiere que se leían «las memorias de los apóstoles, sin duda los evangelios, y los escritos de los profetas tanto cuanto el tiempo lo permitía» (c. 67), sin embargo, se encuentra ya en san Pablo la exhortación a leer sus cartas en las asambleas litúrgicas (cf. Col 4, 16) 48 es muy probable que el consejo dado 1. a Timoteo sobre la lectura (1 Tim 4, 13) no se refiera únicamente las cartas privadas de su compañero de trabajo, sino a la pública (Antiguo Testamento, y ¿fragmentos del evangelio?); pues al mismo tiempo le recomienda la exhortación y la enseñanza. Permite suponer también que la lectura litúrgica formaba parte integrante del culto cristiano desde sus orígenes, el hecho de que no se conozcan testimonios que presenten esas lecturas como una innovación; no parece que se pusiera nunca en duda la lectura de la Escritura en todo el tiempo que los documentos que poseemos nos permiten investigar. Se puede, por tanto, sin contradecir a la prudencia necesaria en toda conclusión histórica, que la lectura de la sagrada Escritura ha formado siempre parte del culto cristiano. Vamos a ver también que la Iglesia la organizó desde muy pronto.

48 La carta que debe leerse para todos, de la que habla 1 Tes 5, 27, ¿es la del apóstol, acabada con esta recomendación, o la enviada a las iglesias pagano-cristianas por el «concilio» de Jerusalén (Hech 15, 23)? Véase también 2 Tim 4, 13. ¿Se trataba de libros destinados a leerse durante el culto?

La reforma calvinista puso en duda esa tradición. No es que renunciara a la lectura bíblica, sino a una lectura bíblica por si misma, a una proclamación de la palabra de Dios en la forma de lectura, en favor de una que sirviera de trampolín a la predicación. J. F. Ostervald trabó en el siglo XVIII en un rudo Combate para reencontrar, para la Iglesia reformada, la proclamación de la palabra de Dios por medio de la lectura; esto se extendió bastante en las Iglesias reformadas de lengua francesa e inglesa, pero mucho menos en las de lengua alemana. Incluso en época reciente un joven teólogo suizo-alemán creía que sería expulsar los demonios por arte de Belzebú si se combatiera el subjetivismo del Predigtgottesdienst (culto de la predicación) intentando restaurar objetivamente la lectura bíblica; recuérdese, de paso, que en el Predigtgottesdienst, la predicación es temática, en vez de exegótica. La palabra de Dios, presente una vez por todas en Jesucristo y atestiguada por la sagrada Escritura, quiere presentarse hoy de nuevo. Es decir no quiere que se la recite, ni que se la ponga en circulación como carne o fruta seca, sino que quiere estar presente, hacerse; en otros términos, quiere que se la predique. Esta manera de pensar me parece no sólo inadmisible porque tiene contra sí toda la tradición cristiana primitiva (lo que no es decisivo, pero sí importante) o porque nada deja suponer que las cartas de San Pablo se predicasen en vez de ser leídas por sus destinatarios; me parece falsa por dos razones: primero, porque postula que esa especie de resurrección de las palabras escritas, que se provoca interpretándolas, sólo se puede hacer por la predicación, cosa que quita todo el valor a la lectura; segundo, porque esa forma de pensar confisca la Escritura en provecho de los predicadores, los únicos capaces de darle vida y que suplantan al Espíritu Santo, y condena, consecuentemente, la posibilidad de eficacia de toda lectura bíblica. Cuando sólo se quiere admitir la predicación de la palabra de Dios, rechazando la lectura bíblica, se clericaliza el culto y se hiere mortalmente a la lectura bíblica privada despojándola de toda promesa de bendición. Todo esto nos invita a reflexionar sobre lo que sucede cuando se proclama la palabra de Dios por medio de su lectura. No sucede algo esencialmente distinto a lo que pasa cuando se proclama dicha palabra por medio de su explicación y aplicación, aunque entre estas formas de proclamar la palabra de Dios haya diferencias que trataremos más adelante. Se podría resumir, quizá, lo que pasa entonces diciendo que se trata de una especie de resurrección de la palabra que se encontraba encerrada en esos lazos, en esas cadenas, en esa prisión de las letras del alfabeto. Ha dejado de llamarnos la atención por ser tan corriente el misterio de la escritura y de la lectura (misterio que se podría llamar pascual: misterio de muerte y resurrección); por eso, quizás existe tanto desprecio en la tradición reformada hacia la palabra proclamada únicamente por la lectura. Se olvida que el evangelio está encerrado en la letra de la Biblia y se le debe librar. Se olvida que leer la Escritura es introducirse en el mo-vimiento pascual49: vuelve a aparecer el Señor, que es la palabra, para

49 Véase como perspectiva 2 cor. 3,6

decirnos su voluntad y cómo nos ama, para enseñarnos quién es y quiénes somos, para interpelarnos y para hacernos vivir. Pero Cristo no reaparecerá automáticamente. Lo que se puede arrancar a la Escritura, interpretándola, puede ser también un cadáver, letra muerta. Por eso, tradicionalmente la lectura bíblica litúrgica está precedida de una epíclesis, de una invocación al Espíritu Santo, para que la palabra resucite en verdad fuera de sus letras y pueda realizar su obra de juicio y de salvación. Si la lectura sola no fuera capaz de ése milagro espiritual, si para hacerlo posible fuera necesaria la predicación, los apóstoles no hubieran escrito nada, y sólo hubieran confiado en la tradición oral. El mismo hecho de haber sepultado el testimonio que daban de Cristo por medio de esos signos-cierres, que son las letras, es una prueba de que la in-terpretación de esos signos, con la ayuda del Espíritu Santo, sería capaz de resucitar su testimonio y esto les permitiría a ellos mismos seguir vivos en la Iglesia: en la lectura de la palabra apostólica, aparece el mismo apóstol de Jesucristo, con su testimonio fundamental para la Iglesia hic et nunc en el seno de la comunidad, para alimentarla con esta palabra (P. Brun-ner). Pero ¿qué lecturas hacer?, ¿cómo elegirlas?, y ¿quién las elegirá? Hoy en nuestra Iglesia, decimos ordinariamente que es preciso elegirlas para que sean el texto de la predicación, y, por tanto, es el predicador quien las escoge. Ahora que la Iglesia ha reconocido el canon de las Escrituras, puede legitimarse esta forma de obrar, si se hace esto con disciplina y según un proyecto bien establecido, y si se tiene en cuenta, en la medida de lo posible, el año eclesiástico, aunque haya siempre algún peligro de arbitrariedad. Nótese que digo: ahora que la Iglesia ha reconocido el canon de las Escrituras, es decir ahora que ya está decidido cuáles son los libros que se pueden leer en el culto; es preciso reconocer que se debe en gran parte a la lectura litúrgica de la palabra de Dios la formación del canon50. Este remitirse a la canonicidad de la Escritura muestra que la Iglesia tiene perfectamente el derecho de elegir ella misma los textos que quiere ver proclamados en la lectura litúrgica, tanto más cuando esto le permite, por una parte, mostrar así lo que estima fundamental para la catequesis cristiana, y, por otra, ejercer un control útil* y necesario sobre la enseñanza de los ministros. La Iglesia (o el ministro que lo hace conscientemente) puede proceder de dos maneras en esta elección, ambas tradicionales y válidas, teniendo cada una sus ventajas y desventajas: la lectio continua, que lee un libro entero o una carta entera de forma continuada,

50Aunque es verdad que la tradición conoce algunos libros que se han leído públicamente sin ser considerados como canónicos (piénsese, por ejemplo, en el tiempo de la Reforma, en el catecismo de Heidelberg, cuya disposición en nueve lectiones préve su lectura litúrgica), conoce también otros libros canónicos que no se utilizan para la lectura pública.

la Iglesia primitiva usaba mucho este método y la reforma calvinista lo restauró, y la lectio selecta que escoge de la Biblia, aquí y allí, trozos que forman una unidad, las perícopas 51. El sistema de la lectio continua es más histórico, el otro es más sistemático. Normalmente ha prevalecido el último, y se usa en cuatro de las cinco confesiones que se declaran fíeles a la tradición primitiva: ortodoxos, luteranos, anglicanos y romanos. Entre nosotros, este método se extiende cada día más, prueba de esto son las listas de perícopas unidas cada vez más a nuestras liturgias, y hay que alegrarse por ello, con tal que no desbanque por completo a la lectio continua, que pone más en relieve la libertad de Dios. La historia de las perícopas muestra que la Iglesia nunca ha tenido cierta libertad y reformabilidad en la formación de las listas de perícopas. Hay, pues, muchas variantes locales, pero no podemos detenernos en detalles. En oriente, al menos hasta el siglo IV, en Roma hasta el V, y en los ritos galicanos hasta el VIl, había cada domingo, al menos, tres lecturas: una del Antiguo Testamento, otra de las cartas y otra del evangelio. Después, a excepción de la semana santa y ciertas fiestas, desapareció el Antiguo Testamento, menos los salmos, del leccionario dominical52; sería verdaderamente interesante medir las profundas repercusiones teológicas de esta supresión de la canonicidad del Antiguo Testamento, de esta «marcionización» de la Biblia, sobre la vida de la Iglesia y, en particular, sobre su doctrina de la elección y su conciencia de sentirse comprometida en la historia de la salvación. Los leccionarios reformados modernos, como también el anglicano, prevén que cada domingo se deben oír con justo título los tres tipos capitales del testimonio de la Biblia, el profeta, el apóstol y el Señor; esto debería respetarse escrupulosamente, incluso donde el pastor elija las lecturas bíblicas con vistas a la predicación. Es preciso que los fieles sepan que oirán cada domingo lecturas escogidas respetando las tres formas capitales del testimonio bíblico. Pero, ¿con qué orden hay que hacer esas lecturas? En rigor Se podría pensar que el último texto leído es en cierta manera el coronamiento de todos y será la base de la predicación. Pero esta forma de actuar impone una gradación artificial. Es preciso, pues, adoptar el orden que es a la vez tradicional y lógico: el Antiguo Testamento, epístola y evangelio, «corona de toda la Escritura», como decía Orígenes. Es normal subrayar también esta última lectura con mayor solemnidad. Sin duda alguna, se puede pedir al pueblo que se ponga de pie para escuchar la palabra de Cristo; en cambio, es difícil adoptar entre nosotros algo que se parezca a la «pequeña entrada» procesional de la Iglesia ortodoxa, y parece incluso imposible restaurar el beso dado por el lector al evangelio (Zwinglio mantenía este beso y sobre él pesa una reprobación decididamente exagerada por parte de los liturgistas).

51 Unicamente Prusia, según mis conocimientos, adopto de forma momentánea la lectio continua en el siglo XVI, dentro de la iglesia luterana. 52 La lectura liturgica del Antiguo Testamento se ha manenido en algunas Iglesias de la familia oriental, como las Iglesias nestoriana, jacobita y Armenia FR. HEILER, UrRIRche, OstKirche Manchen 1937,447,469,526).

No nos detendremos mucho en el problema de averiguar quién debe hacer la lectura bíblica. Trataremos esto al hablar, en el capítulo siguiente, de los oficiantes. Notemos simplemente que hay diversas tradiciones. Para algunas Iglesias —es el caso de la Iglesia anglicana y también, ahora, el de la romana— se mantiene la tradición judía de que todo hombre (también la mujer, si no hay hombres, en la Iglesia romana) puede ser llamado a hacer la lectura bíblica, con tal que sea apto para el culto, es decir que esté bautizado. Para otras, particularmente en la Iglesia primitiva, dicha lectura quedaba reservada a los ministros, a veces incluso sólo al obispo, o a los confesores de la fe. A mi parecer, la mejor solución, que a la vea muestra el mayor respeto posible para la lectura bíblica, consiste en tener regularmente tres lectores: el pastor y dos ancianos. Aquel no se reservará la lectura del evangelio, sino la de la perícopa sobre la que predicará, sea del Antiguo Testamento, de las cartas o del evangelio. Es obvio que esta lectura debe hacerse de frente al pueblo, con el tono de una proclamación pública solemne, no desde el ambón, sino desde un facistol que se encuentre cerca del altar. Ya que hay tres lecturas, parece inútil favorecer la costumbre de distinguir un «lado de la epístola» (a la izquierda) de un «lado del evangelio» (a la derecha), costumbre que se extendió en occidente en la edad media. Hay simbolismos que se convierten en parasitarios. Mientras que los ancianos que ofician no tendrán vestimenta litúrgica, los que leen sí, por respeto al oficio confiado. Como lo nota prudentemente el P. Francois Louvel. es una lástima ver a veces a hombres... que leen la Biblia públicamente llevando puesto un impermeable que ni siquiera está abrochado. 53 El problema de la lectura litúrgica plantea también el de la versión que ha de utilizarse. Contrariamente a otras Iglesias, y a pesar del esfuerzo de Ostervald, no poseemos una «eversión autorizada». En la espera de que algún día encontremos esta disciplina normal de pastoral, se leerá la Biblia en la versión que la Iglesia favorece, es decir la que entrega a los catecúmenos y a los matrimonios, o en la versión llamada sinodal, sin impedir otras versiones para el uso privado. Añadamos que convendría que se hallase esta versión en gran formato, volveremos sobre esto, en cada lugar de culto, y debe encontrarse sola: es inútil hacer del ambón un museo de Biblias antiguas, y es falso camuflar la vaciedad de la mesa santa exponiendo en ella una Biblia del siglo XVIII completamente inutilízame. Queda por tratar un último punto: ¿es preciso «desnudar» la lectura bíblica, ciñendose únicamente a la perícopa que se va a leer, o es necesario «revestirla» y solemnizarla por palabras introductorias, de conclusión y de unión? No se trata aquí de elegir según un punto de vista teológico, sino que es preciso tener en cuenta dos factores: primero, lo que llamaremos más adelante el nivel «social» de la liturgia (campesina, urbana o conventual); segundo, la presencia necesaria de una comunidad viviente, capaz de responder al Antiguo

53 Les lecteurs: LMD 60(1959) 117

Testamento con un «demos gracias a Dios» y con la antífona del gradual; a la epístola con «gloria a ti. Señor» y con la antífona del aleluya; al evangelio con «te alabamos, Señor» (capaz de convertir en antífonas las bellas oraciones que anteceden a la lectura del evangelio). Este revestimiento de la lectura bíblica con respuestas, oraciones preparatorias, gradual y aleluya, se sitúa en el plano de los oiáípopot, y un culto que no los conoce no se encuentra esencialmente comprometido ni en peligro. Puede bastar que se diga: «lectura del Antiguo Testamento. Está escrito en el libro..., en el capítulo...»; «lectura de la carta... Está escrito en la carta..., en el capítulo...»; «de pie para oir el evangelio. Está escrito en el evangelio según san..., en el capítulo...». Es inútil indicar los versículos, como caer en esa manía protestante de hacer frases antes o después de cada lectura. Si se sigue esta regla de simplicidad, se puede terminar el conjunto de las lecturas bíblicas con una fórmula como: «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la guardan», o «Señor, ¿a quién iríamos sino a ti? Tú tienes palabras de vida eterna». Por el contrario, como lo hemos notado ya, es preciso abrir las lecturas bíblicas con una oración de epíclesis. Esta debe revestir litúrgicamente dichas lecturas, para situarlas en su perspectiva teológica auténtica. La proclamación «clerical» de la palabra de Dios. Con este término un poco ambiguo54 se entenderán esos momentos en que el ministro, en el culto, por medio de una fórmula bíblica, anuncia y da al pueblo el saludo, la absolución y la bendición del Señor. Comencemos con algunas notas históricas muy breves. En esa especie de esquema litúrgico que forma la trama de la narración de la aparición del resucitado a los doce al final del evangelio según san Lucas, el Señor, apareciéndose de improviso, se dirige a sus discípulos con estas palabras: «la paz sea con vosotros» (24, 36), come con ellos y les abre el entendimiento para la comprensión de las Escrituras, y les encarga anunciar el perdón en el mundo entero (v. 47). Luego: Los llevó hasta cerca de Betania, y levantando sus manos los bendijo, mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo (24, 50 s.). Esto se reproduce en el culto, y por eso contiene el saludo y la bendición, y, en ciertas tradiciones litúrgicas, la absolución. No podemos entrar aquí en el examen de la historia de esos elementos litúrgicos, que es tan complicada y multiforme como la de cualquier elemento ordinario del culto. Notemos sólo que el saludo, en el culto dominical, no se encuentra directamente en ninguna de las grandes formas clásicas de la liturgia; la absolución, corno proclamación

54 Yo empleo este término por falta de otro mejor; pues esta proclamación se reserva a los que han recibido del Señor la autorización, reconocida por la iglesia, de ser ministros de la palabra, y en esto consiste su parte, xXfjpoc; (ct:. Hech 1, 17).

deprecatoria, sólo se encuentra en Calvino, pero todas las liturgias conocen una bendición final. Esto no significa que no haya numerosas excepciones. Sin querer poner en duda el valor de esa tradición, creo que está permitido examinar el problema teológicamente sin dejarse influenciar por la solución de la tradición litúrgica corriente. El saludo no se encuentra apenas en la tradición litúrgica en forma de saludo apostólico: «la gracia y la paz se os dé de parte de Dios, nuestro Padre, y de nuestro Señor Jesucristo», o en una fórmula análoga. Por el contrario, se la encuentra con facilidad en el umbral de la predicación. En algunos sitios, como en la liturgia romana o en la de Zwinglio, por ejemplo, el ministro comienza con las palabras: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», para subrayar que todo el culto se hace en la presencia, bajo la autoridad y con la eficacia del Dios tres veces santo. En otros sitios, en Calvino por ejemplo, se encuentra una exhortación que es a la vez una promesa: «Nuestro auxilio es el nombre del Padre que ha hecho el cielo y la tierra. Amén», como se realiza en la actualidad en la Iglesia de Ginebra. Digamos también que esta invocación-exhortación se encuentra en la liturgia de la Iglesia reformada de Francia después del saludo, en forma de llamada a Dios para que esté en medio de los suyos. ¿Qué pensar teológicamente del problema? Notemos que se trata de una invocación, de una especie de maranatha, y tiene su lugar más apropiado en el mismo dintel del culto. Esta invocación tiene, teológicamente, un alcance mayor de lo que se podría creer, pues afirma que Dios no se encuentra presente por necesidad, y que su presencia sólo puede ser el cumplimiento de una súplica. El hecho de encontrarse reunidos en la casa de Dios no es la prueba automática de que él se encuentre allí, pues no se le puede encarcelar en casas hechas por la mano del hombre. Pero este maranatha inicial, si subraya bien que el encuentro litúrgico que va a suceder, es una gracia y una anticipación de la presencia divina escatológica. Tiene una desventaja teológicamente hablando: puede hacer creer que la Iglesia precede al Señor en la asamblea litúrgica dominical, y que, por tanto, la iniciativa del culto se encuentra no en Dios, sino en la Iglesia. Este argumento que subraya la fidelidad de Dios y que se contrapesa a lo largo del desarrollo litúrgico por las oraciones de epíclesis y por el maranatha eucarístico, me parece de más peso que el que quiere, de golpe, subrayar la libertad de Dios. Por eso, como regla normal, el saludo que tiene su lugar en el umbral del culto me parece preferible a la invocación: es Dios quien comienza el diálogo litúrgico. De cualquier forma, hay que evitar la falta de lógica de la Iglesia reformada de Francia que invita a cantar «Seigneur, sois au milieu de nous», después de haber manifestado su presencia por el saludo. La absolución. Como absolución declarativa, proclamada al conjunto de los fieles, sólo se encuentra, antes del siglo XVII, en la liturgia de Calvino, con la forma siguiente: Cada uno de vosotros se reconoce pecador humillándose ante Dios, y cree que el Padre celestial quiere ser propicio en Jesucristo. A todos los que se

arrepienten y buscan a Jesucristo para su salvación, les anuncio la absolución en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. En las liturgias clásicas la absolución, si tiene lugar, se da en forma deprecativa. No me detengo en esto sino para recordar que este momento del culto, tradicional principalmente entre los reformados, es el resultado del esfuerzo de Calvino para poner fin a la penitencia privada sin comprometer por lo mismo su necesidad en la vida cristiana (la penitencia privada se convertiría así, como en la Iglesia primitiva, en una medida no de disciplina espiritual personal, sino de disciplina eclesiástica pública). Esta solución calvinista no tenía su razón de ser sino en la medida de estar apoyada en una disciplina eficaz y, en este caso, se justifica. Lo triste ha sido que esta solución se ha hecho tradicional en la Iglesia reformada sin la base de una disciplina que la justificara. A pesar de todo esto, y con la condición de que se intente encontrar de nuevo y con rapidez dicha disciplina que se nos ha ido, creo que es preciso arriesgarse a mantener en el culto comunitario esta absolución declarativa; pero teniendo en cuenta que la debe preceder la condición de arrepentimiento que se encuentra en la fórmula calvinista. Sin embargo, no conviene que suplante la posibilidad alternativa del confíteor; más adelante nos detendremos en éste. La bendición final. Todas las liturgias la conocen, aunque con formas distintas. La de san Juan Crísóstomo dice: La bendición del Señor y su misericordia vengan sobre nosotros por su gracia y su filantropía, siempre, ahora y por los siglos de los siglos. En la misa: La bendición de Dios todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros. Amén. El Prayerbook utiliza la que san Pablo empleaba en Fil 4, 7; Calvino, Zwinglio y Lutero eligieron la bendición aaronita (Núm 6, 24 s.), a veces con algunas pequeñas variantes: si Lutero escogió esa fórmula es porque tenía la idea de que Jesús la había utilizado en su ascensión. Las liturgias contemporáneas conocen y proponen numerosas variantes. En las liturgias tradicionales se usa siempre la segunda persona del plural55. No se trata, pues, de una exoptatio, sino de una donatio. 56 55 A excepción de Lutero, que conserva la segunda persona del singular, quizás por fidelidad escriturística. 56 «Ñeque vero haec benedictio inanis tantum sonus verborum est, aut verbalis quaedam imprecatio, qua alius alii bona dicit et comprecatur, ut cum dico: det tibí Deus sobolem pulchram et morigeram. Haec verba sunt tantum optativa,

quibus nihil aíteri confero, sed tantum exopto, estque benedictio puré eventualis et incerta. Haec vero benedictio patriarchae Isaac est indicativa et certa in futurum. Non est exoptatio, sed donatio boni, qua dicit; accipe haec dona, quae verbis promítto...» (M. LUTHER, W. A., 43, 524). Una Iglesia que no se atreviera a pedir la bendición sino de forma deprecatoria (es decir usando la primera persona del plural) y no tuviera el valor de bendecir directamente, daría muestra de muy poca fe y no obedecería a la obligación, de utilizar la autoridad, que posee (P. Brunner). De ordinario suele acompañar un gesto a esta bendición. En muchas confesiones se hace la señal de la cruz sobre la asamblea. Entre nosotros, y esto es. Sin duda, mejor, se hace por medio de un gesto de imposición de las manos, que es la forma bíblica, y la que usó Jesús cuando se separó de los suyos (Le 24, 50 s.). ¿Qué sucede en el momento de esta proclamación «clerical» de la palabra de Dios, en el saludo, la absolución y la bendición? Evidentemente, es un acontecimiento lleno de gracia. La palabra de Dios más aún quizás que en su proclamación «anagnóstica» o «profética», se presenta y obra con todo el poder del pr(¡ux divino. Asmussen no teme hablar aquí del «acontecimiento» de la bendición. Refiriéndose a la absolución, no al saludo ni a la bendición, P. Brunner hace notar que esta proclamación «clerical» de la palabra es lo que más se acerca al sacramento, y, por tanto, lo que subraya excelentemente el carácter sacramental de la palabra: se trata de Una concentración del evangelio en cuanto palabra que Solo puede situarse paralelamente a la concentración del evangelio que Se produce en la recepción del cuerpo y de la sangre de Jesucristo. Se pronuncia entonces la palabra creadora y eficaz de Dios, y por eso los momentos del culto en que se proclama dicha palabra son particularmente activos en el plano espiritual. La bendición está cargada de poder: por su medio, el mismo Dios, o un hombre representante suyo, hace venir a las personas, seres vivientes y cosas, la salvación, la prosperidad y la gloria de vivir, y este mismo poder se encuentra en el saludo y en la absolución 57. En ésta, por la liberación de los lazos del pecado, en aquél, por la emisión de la paz divina. Por eso, en la Iglesia, la paz no se da recomo la del mundo» (Jn 14, 27), es decir como un deseo, sino como una realidad. De la constatación del carácter «radiactivo» de la proclamación «clerical» de la palabra de Dios se concluye lo siguiente: primero, esta acción se reserva en el culto a quienes Dios ha elegido como ministros y embajadores; segundo, queda sin valor y falseada cuando no se hace en segunda persona del plural. Los ministros que

57 Esta absolución se da en privado o condicionalmente en comunidad.

transforman esta proclamación en una súplica en primera persona del plural no dan una prueba de verdadera humildad, sino por el contrario, son unos saboteadores que privan a los fieles de una parte de la gracia que Dios quiere concederles. Y Dios no ha elegido a sus ministros para sabotear su obra, sino para promover la historia de la salvación. La proclamación «profética» de la palabra de Dios. Lo que vamos a decir queda muy por debajo de lo que sería necesario para tratar bien esta tercera forma de la proclamación de la palabra de Dios en el culto de la Iglesia: esto no se debe a una reacción del malhumor contra la hipertrofia que ha adquirido en el culto reformado, hipertrofia no en sí, sino respecto de otros elementos del culto, en especial de la cena. Habría que desarrollar aquí todo un tratado de homiletica para tratar esto como se debe. Se podría decir justamente que no es por desprecio. Sino por respeto si no nos detenemos aquí en esta forma de proclamación de la palabra de Dios como se debe. El problema es tan Importante que se le consagra, con razón, una disciplina particular de teología práctica: la homilética. No podemos comenzar con una historia de la predicación en eI culto. Notemos solamente que la importancia, y no digo lugar, sino importancia, que se concede a la predicación cultural es quizás el barómetro más seguro para medir la voluntad de fidelidad litúrgica de una Iglesia. La atrofia o la hipertrofia homilética, la historia de la Iglesia conoce las dos, son una señal de enfermedad, mientras que todos los períodos de salud en la vida eclesial son también períodos de gran seriedad homilética. Cuando la Iglesia es fiel, veremos por qué, no separa la predicación del culto. ¿Cuál es la diferencia entre esta proclamación de la palabra y las demás? Es doble. La predicación es, en las manos de Dios, un medio fundamental para intervenir directa y proféticamente en la vida de los fieles y de la Iglesia, consolando, rectificando, reformando, examinando...; esta forma muestra que la palabra de Dios no puede convertirse en prisionera de la Iglesia, y las otras formas no lo muestran tan bien; queda claro así que ella siempre es exterior a la Iglesia, la alcanza desde fuera, y permanece viva. Viva vox evangelii. P.Brunner enseña también esto cuando hace notar que la predicación tiene en el culto «un carácter histórico-concreto, libre y pneumático». Impide la petrificación de la palabra de Dios en el illie et tune de su cumplimiento en Cristo, para reactualizarla en el Jüc et uunc de la situación determinada, y demostrar así que las otras reactualizaciones, y en particular la eucaristía, no son ilusión, sino una realidad. La segunda diferencia es que la predicación no es sólo el signo de la libertad de Dios, sino también el de la libertad del hombre; el culto, pues, es el momento en que el predicador puede testimoniar la verdad y la realidad de lo que el lector ha dicho. Introduce así en el culto un elemento de testimonio. De esta forma se presenta uno de los misterios más profundos del amor de Dios:

sí él se entrega a nosotros, es para entrar en nuestro interior y para invitarnos a que lo llevemos al mundo, tejido en nuestra carne. El misterio de la predicación es un reflejo de la concepción y nacimiento de Jesús, y no hay ejemplo más asombroso para la espiritualidad del predicador que el de la Virgen María, que recibe, forma y da al mundo a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, palabra eterna de Dios. Si la predicación es el único elemento que «desarrolla» salvíficamente la evolución ordenada del culto cristiano, al menos donde no son ordinarias ciertas manifestaciones carismáticas espontáneas, sin embargo no lo perturba cuando es consciente de su finalidad eucarística. La predicación de la palabra siempre tiene, en efecto, un fin sacramental, busca siempre un sacramento que la confirmará y la sellará, o mejor, que le ofrecerá la prueba de haber producido fruto58. Se busca el bautismo en la predicación no litúrgica de la evangelización: se busca la cena en la predicación litúrgica parroquial. Por eso, si el sacramento necesita la proclamación de la palabra de Dios para evitar la autojustificación de cierto carácter mágico, también la predicación necesita el sacramento para evitar la autojustificación del intelectualismo de la charlatanería. La predicación, pues, no es un elemento en sí y por sí del culto cristiano, sino un constitutivo indispensable y encarnado en el culto. No es el punto culminante del mismo, sino que lleva a la sagrada mesa. Por tanto, existe un serio peligro en el hecho de haber separado la homilética de la teología litúrgica, convirtiéndola en una disciplina particular: es verdad que se subraya así justamente su importancia, pero se corre el riesgo de encerrarla en sí misma, de absorber todo el culto o de aparecer como un elemento perturbador que se intentará disminuir o incluso quitar. Hemos visto que la proclamación «anagnóstica» de la palabra de Dios resucita en cierta manera a sus testigos para permitirles repetir, hic et nunc, su testimonio. Hemos visto que su proclamación «clerical» hace que actúe sacramentalmente. La eficacia de la palabra de Dios no disminuye cuando se realiza de forma «profética». No se trata de una simple meditación sobre la palabra, a pesar del carácter de testimonio humano que puede revestir; es una proclamación de esa palabra, es un milagro de Dios. «La predicación es la palabra profética de la iglesia que garantiza la presencia de Cristo» (A. D. Müller). Por eso. Lutero, y con él todos los verdaderos predicadores, podía decir, con la hermosa libertad de su obstinación:

58 Además, se puede decir lo mismo de las otras formas de la proclamación de la palabra.

Un predicador no tiene que decir un Pater o buscar el perdón de los pecados cuando predica, si es verdadero predicador, sino que debe decir con Jeremías, alegremente : «Señor, tú sabes, lo que ha pronunciado mi boca es justo, y esto te es agradable», y con san Pablo y todos los apóstoles y profetas, sin timidez alguna: «Haec dixit Dominus». quien ha dicho esto es el mismo Dios. E incluso: «.Yo he sido un apóstol y profeta de Jesucristo en esta predicación. No es necesario ni bueno pedir perdón, como si hubiera hablado injustamente, pues se trata de la palabra de Dios y no de la mía...». Quien no se pueda gloriar de esto cuando habla de su predicación, que renuncie a ella, pues entonces es un mentiroso y un blasfemo. ,59

Los escritos simbólicos de los reformados entienden esto cuando colocan en la predicación el poder de las llaves, y si se les puede reprochar algo, no es de haber reconocido a la palabra predicada esta eficacia, sino de no haber subrayado también explícitamente, aunque se encuentre implícito en ellos, que este misterio conviene también a las otras dos maneras ordinarias de la proclamación de la palabra de Dios. ¿Es necesaria la predicación al culto cristiano? Lutero tenía razón al decir: «Donde no se predica la palabra de Dios, es preferible no cantar, ni leer, ni reunirse» 60. Hay que dar la razón a esta demanda de Lutero cuando se trata del culto parroquial del domingo; es La consecuencia de una reivindicación general de la Reforma, que se ajusta a la práctica de la iglesia primitiva. Es preciso darle la razón con el mismo título, ni más ni menos, que a la exigencia de celebrar la eucaristía en el culto. Pero, ¿por qué esa necesidad? Brevemente, y como tesis, diré que la predicación es necesaria al culto porque aún no se ha manifestado el reino de Dios en todo su poder. En él no tendrá lugar la predicación. Se podría decir que la liturgia, con la eucaristía, testimonia que la iglesia participa en la historia de la salvación, mientras que la predicación testimonia que la Iglesia se introduce en el mundo gracias a dicha historia. O incluso, la eucaristía afirma la presencia de la alegría del cielo y alimenta la esperanza; la predicación, por su parte, afirma la permanencia del eón presente, es una llamada a la fe y la alimenta. Así, cuando la predicación devora todo el culto, la Iglesia olvida que el reino se ha acercado y que puede vivir con esa garantía; se encuentra, pues, «desescatologizada». Pero cuando la eucaristía devora todo el culto, la Iglesia olvida que el mundo dura aún, y queda «deshistorizada». De la misma manera que la eucaristía es un correctivo de una vida eclesial encerrada en el mundo, la Iglesia no se encuentra en ese estado, la predicación es el correctivo de una vida eclesial despreocupada del mundo, la Iglesia está aún en él. 59 W. A., 51, 517. 60 Von Qrdatung Gottcs Dicnsts ynn der Gemetne, ed. Ciernen, v, 2, 424.

La doble necesidad para el culto de la predicación y de la eucaristía es la señal más poderosa, quizás, de la situación dialéctica de la Iglesia; no es del mundo, por eso participa en el banquete celestial, pero está todavía en él, por eso tiene necesidad de las advertencias, enseñanzas, ánimos y consuelos de la predicación. Estas dos formas principales de la gracia atestiguan la tensión escatológica que vive la Iglesia en el culto. Por eso, si la predicación es un elemento provisional del culto, no lo es respecto de una situación histórica de la Iglesia en el mundo, sino respecto de la situación escatológica de la Iglesia en el reino. Cuando la Iglesia descuida la predicación en beneficio de la eucaristía tendrá necesariamente la tendencia de confundirse con el reino ya manifestado; en el caso contrario, al descuidar la eucaristía en provecho de la predicación, tendrá necesariamente la tendencia a no hacer justicia al reino que se anuncia ya en ella. J. A. Jungmann tiene toda la razón, por eso, cuando dice que para muchos la predicación interrumpe la liturgia en vez de hacerla avanzar. Con relación al culto del reino, es verdad que es un elemento extraño: pero esto lo ha querido Dios y la Iglesia debe quererlo igualmente, para reservar el culto de la caída en la autojustificación o del riesgo de convertirse en una ilusión. Si la eucaristía une la Iglesia con el futuro, la predicación lo hace con el presente. Es, pues, el correctivo más poderoso contra una de las tentaciones más fuertes del culto, y por eso la predicación no es sólo necesario, sino que merece también el respeto y los cuidados más esmerados. La santa cena Tratamos ahora del segundo elemento ordinario del culto cristiano. Se le podría llamar también «el sacramento de la palabra de Dios»; pero ya que hablamos aquí del culto parroquial y no del bautismal, sólo tratamos de la santa cena. Existe otra razón para hablar de ella, en vez de los sacramentos: este término, que es una ambigua traducción latina de jLyTcrjptnv, no se emplea en la sagrada Escritura para dar de forma explícita un denominador común al bautismo, a la cena y, eventualmente, a otros actos litúrgicos de la Iglesia; es mucho más vasto y abarca el conjunto de la revelación a partir de la teología patrística, como lo hace notar K. Barth con acierto. Lo mismo que antes no hemos ofrecido una teología de la palabra de Dios, ahora tampoco lo haremos con la eucaristía o los sacramentos. Esta obra depende más de la teología sistemática que de la práctica. Al hablar de la palabra de Dios, tuvimos en cuenta tres modos de proclamación en el culto. La santa cena no tiene formas diferentes de celebrarse, a menos de que quieran especificar en ella los momentos del memorial de la pasión de Cristo, la irrupción deJ ioyaxov y la comunión. A pesar de esto, es posible

distinguir estos tres momentos; con todo, no se los puede separar sin atentar contra la misma santa cena. En efecto, si se aísla el memorial, se corre el peligro de inclinarse hacia una concepción principalmente sacrificial de la cena; ésta puede celebrarse entonces sin que comulgue nadie más, fuera del oficiante; también puede celebrarse con una intención particular, como forma de convencer, me atrevo a decirlo, a Dios para que escuche una súplica concreta. Y si se aísla el momento de la comunión, existe la amenaza de convertir la cena en una simple comida fraterna, un ágape, en la que los elementos sacramentales no tienen valor propio; parece que sucede esto en la actitud de Zwinglio y así ocurre en el protestantismo liberal que nunca ha sabido qué hacer con los sacramentos y que los convierte en motivo de separación. Por último, si se quiere aislar el momento de la irrupción del futuro y de su gloria, se corre el peligro de no poder justificar la existencia de esos elementos que son el pan y el vino, y, por tanto, se corre el riesgo de disolver la vida sacramental en el silencio de los cuáqueros, en un éxtasis colectivo o en la mística. Por eso se hará bien, al menos en el plano de la teología litúrgica, otra cosa es en el plano de la sistemática, al considerar la santa cena como un todo que debe encontrarse con plenitud en cada celebración. Para limitar más nuestro tema, hay que decir que no haremos un examen de los elementos de la cena, el pan y el vino. Este problema se podrá encontrar en el capítulo 9, cuando hablemos de la santificación del espacio: además, sólo en el último capítulo nos detendremos en algunos problemas prácticos de la celebración. Lo que tenemos que tratar aquí es saber en qué medida la cena es un elemento del culto, es decir averiguar hasta qué punto la celebración de la cena es necesaria o no para que el culto de la Iglesia sea un culto cristiano. Para responder a esto no basta con reflexiones teológicas. Es preciso ver cómo la Iglesia ha solucionado este problema en su vida práctica. Hay que ver la historia eclesiástica para averiguar cómo se ha obedecido a la orden dada por Jesús en el momento de la institución de la cena: «Haced esto en memoria mía». Se dice de los primeros cristianos que perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración (Hech 2, 42). Esto quiere decir que ya era entonces una costumbre. Se refiere también, incidentalmente, que los cristianos de Tróade se habían reunido el primer día de la semana «para romper el pan» (Hech 20, 7), y según este texto, parece que existe un lazo automático entre día del Señor» y «fracción del pan». En la primera carta a los corintios, nada deja suponer que las asambleas no fueran, como norma general, eucarísticas. Por el contrario, el apóstol acusa a los corintios, en un contexto que habla de lo que sucede (c'jváoys::0</.'.) en sus reuniones, de haber corrompido la cena del Señor (xoo'axov osi~vov) por la forma de celebrarla. Todos estos indicios, y otros más, testimonian que la cena es parte integrante de cada asamblea dominical. Se ha negado esta deducción exegética

invocando un texto pagano del siglo II, la carta del gobernador Plinio el Joven al emperador Trajano, donde refiere lo que él ha aprendido del culto de la Iglesia por medio de las diaconisas torturadas. Hace distinción entre un culto «de la palabra» y una reunión con una comida que se hacía el mismo día 61. Con esa predilección que tienen con frecuencia los historiadores del cristianismo primitivo para sospechar de los textos neotestamentarios, y no de los profanos, se ha querido deducir del texto de Plinio que la Iglesia primitiva conocía dos clases de culto: uno «sinagoga» sin eucaristía, y otro «jerosolimitano», del mismo tipo que el del templo, con eucaristía. Esta idea lleva consigo inmediatamente una interpretación absolutamente sacrificial de la eucaristía, que se ha aceptado con bastante generalidad; Oscar Cullmann, que la combate, la designa como «uno de esos dogmas pseudocientíficos, repetidos a porfía en los manuales y que se acaban por aceptarlos sin preguntarse si resistirían al examen de los textos». Pero creo que Cullmann ha demostrado suficientemente la carencia de fundamento de este «dogma», al menos para los cultos del domingo. En efecto, no se tiene ningún testimonio en toda la Iglesia primitiva de domingos que hubiera celebrado la Iglesia sin la eucaristía. Hasta el siglo V, era obvio que el conjunto de los bautizados no excomulgados participasen de la eucaristía cada domingo. Pero, por diversas razones, y en particular por causa de un desequilibrio en el interior de la doctrina de la cena, la comunión de los fieles se hizo cada vez más rara; este desequilibrio favorecía en occidente, sobre todo, el elemento «memorial» de la eucaristía con perjuicio de su elemento de «comunión» y «escatológico»; en el siglo IX, la comunión se hizo anual, y esto amenazaba en convertirse en un abandono casi total, hasta tal punto que el concilio de Letrán exigió que los fieles comulgasen al menos una vez al año, en tiempo de pascua. La eucaristía se celebraba en todos los sitios cada domingo, pero el oficiante era el único que comulgaba. Como regla general, la comunión se había separado de la eucaristía. Esta fue la situación que encontraron los reformadores. En Europa central existía otro rasgo característico. En efecto, a partir de finales de la edad media, en particular en las iglesias catedrales, existía, al lado del culto eucarístico de la misa, un culto homilética. El pronaus, cuyo ministerio estaba confiado a unos sacerdotes que desempeñarían un papel determinante, en particular en la reforma suizo-alemana y alsaciana. Este culto sin eucaristía se convirtió en el sustento del culto reformado, al menos de tipo germánico. En la Reforma, Lutero mantuvo la eucaristía dominical, como también los anglicanos. Sólo los reformados renunciaron a ello. Es bastante delicado saber

61 ¿No lo comprendió mal Plinio? ¿No había ya entonces dos «medios tiempos» litúrgicos, y los no bautizados y los excomulgados se separaban, en un momento dado, de la asamblea? Me parece que no se ha considerado suficientemente esta hipótesis hasta ahora.

por qué. Quizás no sea muy aventurado presentar tres razones hipotéticas: renunciaron quizás porque sabían que una verdadera eucaristía implicaba la comunión de los fieles; por causa de costumbres seculares no era posible, sin más, pasar de una comunión anual a una cada semana. Provisionalmente se contentaron con obligar a comulgar al menos cuatro veces al año, en las grandes fiestas, con la esperanza de poder aumentar poco a poco el número de comuniones. Parece que Calvino aceptó a causa de esto, en Ginebra, con las reticencias que se conocen, el Diktat bernes, con sus cuatro comuniones a anuales, en navidad, pascua, pentecostés y primer domingo de septiembre. Esta primera razón político-pedagógica quizás era admisible también para los reformadores; era necesario, pues, que el culto reformado, por la proximidad geográfica de las parroquias romanas, apareciera como muy diferente de la misa, también en su exterior. Quizás renunciaron por causa de una segunda razón que dependería de un malestar psicológico. Al menos en la Suiza francesa, la Reforma llevó consigo, no en todas, sino en la mayoría de las parroquias, un cambio de ministro. No era problema que pudieran predicar hombres de cuya ordenación sacerdotal el pueblo de la Iglesia no tenía información precisa. En toda la edad media se habían conocido predicadores itinerantes, que no ejercían el ministerio parroquial ordinario. Pero según el pueblo, no según los ministros, ya que éstos no habían dudado nunca de su legitimidad, ¿era obvio verlos celebrar la cena? ¿No se corría el riesgo de pasar por usurpadores ante una comunidad que, al menos en el comienzo, no dejaba de sentir algunas nostalgias romanas? ¿No era necesario entonces que el peso de la fiesta (navidad, pascua de resurrección, y pentecostés en particular) aventajase al de la legitimación de los ministros. Valdría la pena hacer un estudio sobre este capítulo de la historia de la psicología religiosa. Quizás renunciaron por una razón mucho menos confesable, pero que, respecto de la tradición ulterior, no hay que descartar sin más: a saber, por causa de cierta indiferencia teológica o quizás filosófica respecto del mismo sacramento y de su necesidad. Piénsese en la idea, repetida varias veces en el pensamiento de Calvino, de que los sacramentos y los medios de la gracia en general atestiguan cierta condescendencia divina hacia la debilidad de nuestra fe, hacia nuestra incapacidad de ser criaturas espirituales; por eso los sacramentos debían aparecer no como algo que nos proyecta hacia el futuro, sino como algo que nos retiene en el pasado. Fue un malentendido, dice K. Barth, e incluso un «automalentendido» cuando afirma con dolor: Cómo se ha podido desconocer de esa forma a la Iglesia reformada, cómo se ha podido comprender tan mal a sí misma, que ha podido parecer que era una Iglesia sin sacramentos y hostil a ellos.

A pesar de todas estas razones, esto no impide que el culto reformado, aunque nunca han faltado vacilaciones 62, sea el único que ha excluido de su celebración dominical la eucaristía, entre todas las grandes tradiciones litúrgicas. Así, pues, a nosotros se nos plantea la necesidad de la cena para el culto de forma muy particular. Este problema se nos presenta con tanto más vigor porque afortunadamente ha dejado de ser académico para convertirse en existencial. ¿Es necesaria la cena para que el culto de la Iglesia sea un culto cristiano? Mencionemos en primer lugar dos respuestas negativas. La primera argumenta según la idea de que la cena no aporta nada distinto de la predicación. Así, pues, cuando se da la predicación, se da todo, porque se tiene lo esencial. Esta es, en el plano protestante, una discusión análoga a la que se da en la Iglesia romana sobre la necesidad de recibir las dos especies para comulgar verdaderamente. Sin llegar a decir, con un Lutero momentáneamente extraviado, que la predicación es la única ceremonia o el único ejercicio que Cristo instituyó para permitir a sus cristianos reunirse y ejercitarse y vivir en la unidad, 63

sin embargo, se pretende que por no ser el effectus verbi algo distinto al effectus rítus, baste la palabra para que el culto sea esencialmente lo que debe ser. Así se protesta con energía contra la idea de que faltaría algo esencial al culto cristiano, su elemento capital, si careciera de la cena. Se ve en esta actitud una desconfianza culpable respecto de la virtud de la predicacon. No se pregunta uno por qué se aumenta el culto ordinario con la cena, sino que se pregunta cuándo se le dará esa excrecencia sacramental, y se propone el jueves y viernes santos, el domingo de ayuno y el domingo de los difuntos. La segunda respuesta negativa que se puede dar a nuestra pregunta se basa en otro argumento, y yo confieso haberlo encontrado sólo en J. Dürr. Se quiere admitir entonces que el culto reformado, con la ausencia regular de la santa cena, está bien truncado; pero se alegra de ello al decir que así se libra el culto de su autojustificación e impide que la Iglesia se repliegue sobre sí misma. En cuanto truncado, por no estar completo y carecer de equilibrio, puede testimoniar el sentido profundo y el trabajo de un culto cristiano, mucho más que otro litúrgicamente más completo y «redondeado». 62 En los siglos XVI y XVII se hicieron tentativas para que los fieles no perdiesen la costumbre de la vida eucarística; en Basilea y en Escocia se podía comulgar cada domingo, pero cada vez en una parroquia diferente; en Estrasburgo se podía comulgar cada domingo en la catedral y una vez al mes en las parroquias de la ciudad y una vez cada dos meses en las rurales; las ordenaciones de Jülich y Berg precisan que los cuatro domingos ordinarios son el cupo mínimo; cf. W. MAXWELL, O. C, 105 y 117; W. NIESEL. O. C, 187 y 32L 63 W. A., ó, 231.

En efecto, la razón por la que un culto no puede ser un círculo cerrado en sí mismo, es porque la comunidad reunida se siente llamada a servir en el mundo y a servirle. De la misma manera que la comunidad debe estar abierta al mundo, igualmente el culto. Es verdad que estas líneas se encuentran en un contexto en que el carácter truncado del culto reformado no se refiere a la cena de forma directa, sino indirecta, por medio de la riqueza de las ceremonias litúrgicas. Por eso no hay que querer que diga más de lo que realmente afirma. Pero, lo prueba a renglón seguido, también se dice respecto de la ausencia ordinaria de la cena, y esto es grave. Se podría suponer, pues, que la presencia de la cena cierra el culto en sí mismo, lo condena a la autojustificación, y muestra, en resumidas cuentas, que Jesús que la ha instituido y ordenado no comprendía muy bien las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Además, la Iglesia sólo tiene una apertura: si está abierta al mundo en su ministerio apostólico, también lo está al cielo en su ministerio litúrgico. Sólo así puede salir de ella algo hacia el mundo, el evangelio, y algo hacia el cielo, la acción de gracias y la intercesión. Sucede lo mismo que con un bote de leche condensada, permítaseme usar la imagen: si se quiere que el contenido salga, es preciso abrir dos agujeros. Nos cuesta mucho trabajo comprender y vivir esta doble orientación de la Iglesia, y por eso no nos atrevemos a hacer verdaderamente ni una obra evangelizadora ni litúrgica: el domingo por la mañana se hace una especie de mezcla mal hecha por partida doble. Pero hay que responder afirmativamente a nuestra pregunta: ¿por qué es necesaria la cena para el culto? Intentaré dar tres respuestas. En primer lugar, simplemente, porque Cristo la instituyó y dio orden de celebrarla. Por tanto, es necesaria por simple obediencia, ya que es preciso no olvidar que el culto instituido por Cristo no es el pronaus medieval de la Europa central, que proporcionó la base del culto ordinario de esta Iglesia que se dice reformada «según la palabra de Dios», sino el culto eucarístico. Su orden de llevar el evangelio al mundo no es un mandato litúrgico, sino apostólico. Las otras dos razones son más teológicas. Hemos dicho al exponer el fundamento cristológico del culto que éste reflejaba las dos grandes etapas de la vida de Cristo: la de Galilea, centrada en la palabra, y la de Jerusalén, centrada en la cruz; citemos entonces la idea tan justa de M, Káhler, según la cual los evangelios son unas a «historias de la pasión con una introducción extensa». La historia de Jesús lleva a la cruz. Sin ella, su ministerio profético y doctoral está vaciado de su verdadera sustancia. Pero este ministerio profético y doctoral es necesario también para su ministerio sacerdotal, no sólo para hacerlo inteligible, sino para motivarlo y hacerlo posible. Se puede decir que la cena es necesaria a la predicación, al Wortgottesdienst, como la cruz lo es para el ministerio de Jesús. Este quedaría embotado, sin cabeza, y sería sectario y moralizante. Un culto sin cena es como un ministerio de Jesús sin viernes santo. Finalmente, si la cena es necesaria al culto se debe a que ella permite notar la diferencia entre la Iglesia y el mundo de una forma

que no es subjetiva, autojusta y moralizante, sino objetiva, al menos si no ha perdido completamente el sentido de la disciplina eclesiástica64. Todos escuchan la palabra de Dios, pero sólo quienes la han recibido y la guardan, pueden comulgar. Estoy convencido de que si en nuestra iglesia existe una confusión tan grande en la manera teológica de tratar las relaciones entre la Iglesia y el mundo, se debe a que la vida sacramental está muy atrofiada entre nosotros. Escuchemos a P. Brunner: La Iglesia acoge a los de fuera, y también, a su juventud no confirmada, en su culto principal tan lejos y durante tanto tiempo como le es posible. Permite que todos participen en la palabra eclesial. Edificante, de la anamnesis de Cristo. Pero, por causa de la institución de Cristo, debe trazar una frontera que manifiesta el carácter exclusivo de la anamnesis realizada por la celebración de la cena. La Iglesia también es un movimiento que va de la anamnesis de la palabra a la eucaristía: quienes no pueden franquear aún ese paso, deben poseer la conciencia de que les falta en su culto algo decisivo. La cesura entre los dos momentos del culto debe presentárseles como la interrupción de algo que aún no está completo. Pero quienes lo franquean, deben saber sin más que se encuentran en un movimiento anamnético que sólo se acaba en el momento de la cena, con la comida y la bebida. Así. pues, no se exagera al decir que la cena no sólo es necesaria al culto, sino que descuidarla es «un abandono de la misma, sustancia del culto», (A.D. Muller). Se puede seguir sin dudar a K. Barth cuando afirma que la cena es el culmen —die Spitze— del culto, es decir que el culto queda embotado y decapitado, cuando no se celebra la cena; o cuando afirma que un culto sin cena es teológicamente imposible y que el derecho de hacer esta ablación, esta amputación litúrgica, no lo hemos recibido de Dios, sino que más bien lo hemos usurpado. J. Dürr emplea una hermosa imagen, tomada de los signos de la escritura, para hablar del culto reformado. Dice que no termina en un punto, sino en dos puntos, como introducción a lo que va a seguir. Pero, después de estos dos

64 . No quiero decir que la cena garantice automáticamente el sostenimiento de la disciplina en la Iglesia. En la Iglesia sueca existe la cena, pero no la disci-plina, y, por tanto, esto desmentiría la afirmación anterior. Con todo, está claro que la disciplina puede desempeñar un papel no respecto del Wortgottensdiest, sino de la vida sacramental. Si la disciplina ha podido desaparecer entre nosotros, se debe en gran parte al hecho de que la vida sacramental estaba atrofiada; y si le cuesta tanto trabajo renacer, es porque le falta su referencia obligada.

puntos, 48 veces de 52 se queda uno con su hambre y su sed. Esta ausencia de la eucaristía, no hemos de temer subrayarlo demasiado, compromete también la plenitud del otro sacramento, el del bautismo, y le quita valor, porque trata a los fieles bautizados como si no lo fueran y estuvieran aún en período de catecumenado; les priva de su derecho a recibir el cuerpo y la sangre de Cristo. En todos los aspectos, la ausencia de la cena es un desprecio de la gracia. Pero si la cena es necesaria para que el culto de la Iglesia sea verdaderamente cristiano, ¿da ésta más que la palabra? Responderemos lo más brevemente posible a esta molesta pregunta. No da algo distinto de la predicación, porque da el evangelio y con él, la vida. Pero sucede algo distinto cuando se celebra la cena que cuando se proclama la palabra, y por eso no es posible consolarse de la ausencia de la cena diciendo que puede faltar, ya que no da algo distinto de la palabra. Sucede que quienes aceptan la invitación pueden mostrar que la aceptan, y demuestran en el plano de los hechos que acogen la gracia. En este sentido, sucede algo más que en la proclamación de la palabra: la comunión existencial que Dios espera, puede manifestarse, y el don de los fieles puede corresponder al don de Dios de forma visible creando un compromiso. Esto corta de raíz todo malentendido intelectualista del culto: el fiel se compromete con toda su persona. Es verdad que puede y debe suceder esto por la sola audición del evangelio; pero, en la cena, se produce una invitación a darse. En la liturgia de la Iglesia reformada de lengua francesa del cantón de Berna se dice: En comunión con tu Cristo, nuestro sumo sacerdote e intercesor, te presentamos, Dios, nuestro sacrificio de alabanzas y el homenaje de nuestros corazones, y nos consagramos juntos, nosotros y nuestros bienes, a tu servicio, como ofrenda viva y santa. Pero para comprender esto, es preciso admitir en la eucaristía un elemento sacrificial. Quizás, por combatir la hipertrofia de este elemento en la doctrina eucarística medieval, no lo hemos reducido simplemente a sus verdaderas proporciones, sino que hemos intentado arrancarlo; por eso, nos cuesta tanto trabajo comprender la necesidad de la cena, ya que ella no nos da algo distinto de la palabra. La cena no es sólo una «misa»; la palabra también lo es, al ser una carga de fuerza y de bendiciones para enviarlas al mundo en nombre del Señor. También es una «eucaristía», donde nosotros, los fíeles, estamos invitados a presentarnos delante de Dios para consagrarnos a él como sacrificio vivo y santo, para alabarle y bendecirle con el don de nosotros mismos. Por eso Dios quiere, por medio de su gracia, que el culto sea un cambio, de pena y de alegría, de miseria y de reconocimiento, un cambio de amor; la palabra, por tanto, no es suficiente para hacer del culto de la Iglesia un culto cristiano, sino que es preciso también que exista la cena además de los elementos que vamos a mencionar ahora. Las oraciones

Tampoco vamos a exponer ahora una teología de la oración, como tampoco lo hicimos anteriormente con la palabra de Dios y la santa cena. H. Asmussen hace notar que no se ha emprendido en la Iglesia un estudio de dicha teología: al menos él no la conoce, según afirma. Esta observación es inexacta, ya que toda teología auténtica es teología de la oración; no es posible ser un teólogo sin vida de oración, pues no lo es quien no conoce la historia y la técnica de la teología, sino quien sabe orar, según el pensamiento ortodoxo. También la oración es, como dice el catecismo de Heidelberg (pregunta 116), «la parte principal del reconocimiento que Dios exige de nosotros». Se dice que los primeros cristianos Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración (Hech 2, 42); esta oración ha regido la historia de toda la Iglesia de una forma que no se suele subrayar debidamente. Pues la historia de la Iglesia no es sino la del cumplimiento de sus oraciones, y en particular, de las mil variantes de la admirable plegaria de Hech 4, 27 s. En efecto, juntáronse en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para ejecutar cuanto tu mano y tu consejo habían decretado de antemano que sucediese. Ahora, Señor, mira sus amenazas, y da a tus siervos hablar con toda libertad tu palabra, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús. La oración, como la proclamación de la palabra, como la celebración de los sacramentos, y como la vida comunitaria de la que hablaremos más adelante, es un elemento fundamental para hacer que progrese la historia de la salvación. La oración es necesaria no sólo para la vida cristiana personal, sino para el culto. El Nuevo Testamento no cesa de exhortar a ella, y Jesús la ordenó. No es, pues, en primer lugar la expresión de una necesidad religiosa, ni una técnica por la que el hombre intenta mandar en Dios, sino que es principal mente una obediencia. Jesús, interrogado por sus discípulos sobre la oración, no les da una enseñanza sobre ella, se la da en otro sitio, cf Le 13, 1-8: les enseña una oración, el padrenuestro, y les ordena que la hagan suya (Le 11, 1-13; Mt ó, 7 s.), y muy pronto se introducirá en la vida de los cristianos65. Pero también se usará desde los comienzos (cf. Gal 4, 6; Rom 8, 15) en el culto de la Iglesia. Lo que caracteriza esta oración, como toda plegaria auténticamente cristiana, y en particular el maranatka, es su carácter escatológico: la Iglesia pide que le venga la gracia y que el mundo desaparezca66 , y que, en esta espera, pueda conocer, en Cristo, la alegría del reino. Se podría decir, quizás, que durante la semana la Iglesia ora por el domingo cuando pronuncia la

65 Cf. Dtdachf 8, 3. 66 Cf. Didacbé 10, 5.

oración dominical; y en ese día, con esa misma oración, pide a Dios que manifieste con poder lo que saborea anticipadamente el domingo. La oración no es así sólo una obediencia, sino un acto de fe y de esperanza que apresura la venida del día del Señor (2 Pe 3, 12). Esta oración es posible en Cristo. Se convierte incluso en el privilegio supremo de los cristianos, que Dios les ha concedido al transplantarlos... al estado de filiación. Sólo es posible en la familia de Dios... Los hijos son herederos. Los hijos, por serlo, se encuentran comprometidos de forma responsable con toda la economía de la familia. En la familia del Padre, los hijos tienen derecho a tomar la palabra. Dios autoriza a sus hijos a hablarle de sus asuntos por medio de la oración. Este permiso es la forma por la que Dios hace participar a sus hijos, desde ahora, en el señorío de su unigénito. Por tener el derecho a orar y por ejercerlo se manifiesta que la Iglesia es el pueblo real de Dios (P. Brunner). Con razón en el canon de la misa, hecho que otras liturgias también emplean, se hace preceder la oración dominical con un: nos atrevemos a decir... Esta oración mandada, posible en adelante, es, en el culto, la de toda la asamblea. Por eso, pertenece a la asamblea decir el amén que la cierra, en el caso de que la pronuncie en nombre de todos quien está encargado de decir las oraciones públicas, o. bien en el caso de que, excepcionalmente, uno de los fieles la haya dicho (cf. 1 Cor 4, 16). La Iglesia, compuesta de personas, ni intercambiables, ni masificadas, se presenta en el culto ante Dios como comunidad, y sus oraciones son las de todos, independientemente de su forma. Por eso, el culto parroquial sufre una grave amenaza cuando se convierte en un «conjunto de oraciones» de tipo individualista. No es que el culto no se pueda convertir en el lugar de expresión de las oraciones personales, sino que no es una exhibición de las diferentes clases de plegarias individuales: es una obra común. No se dice «Dios mío», sino «Padre nuestro». Esta oración ha conocido en la historia y conoce en la práctica numerosas formas. Con frecuencia se ha querido clasificar los diferentes tipos, y esto es normal; pero ese intento por clasificar debe ser sólo una ayuda exterior de clarificación intelectual, y ha de tener presente el carácter artificial por necesidad de dicha clasificación. De un tipo de oración a otro las fronteras son con frecuencia difíciles de trazar, por no decir imposibles. Si en lo que sigue presentamos los géneros mayores de la oración, téngase en cuenta que sólo es para proporcionar mayor claridad a la exposición, y no para imponer una de las muchas clasificaciones posibles con detrimento de otra que lo fuera también desde el punto de vista teológico. En lo que a nosotros respecta, consideramos

el contenido de la oración más que los móviles psicológicos: arrepentimiento, amor del prójimo, reconocimiento, etc. R. Raquier ofrece en su Traite de liturgie una clasificación que me parece aceptable y que yo voy a utilizar aquí. El se basa en el hecho de que San Pablo habla, en 1 Tim 2, 1, de oáyjaic, ÁpoosuTi, Evtsoqic, sx/aptrrtía; el primero de esos términos es, probablemente, un nombre genérico que clasifica las plegarias en oraciones de deseos, de súplicas e intercesión y de acción de gracias. Pero como esta enumeración no es exhaustiva, hablaremos también de las confesiones de fe y de los himnos, para terminar con una observación sobre la glosolalía. Con la rúbrica de poaEoyTj, comenzamos con las oraciones que, en la tradición litúrgica, llevan el nombre de colectas. Se trata de un término procedente de las tradiciones litúrgicas galicanas y de una oración que se desarrolló más en occidente que en oriente, porque aquél tiene una riqueza más grande para las oraciones del «propio» que el último, donde el «ordinario» tiene toda la primacía. Oración normalmente breve, concisa y precisa, recoge (colligere) tal o cual necesidad de la Iglesia y del mundo y la presenta a Dios, para que la atienda gracias a su Hijo. Esta oración, en la tradición litúrgica posterior al siglo IV, se somete a ciertas reglas «poéticas» precisas que le confieren su simplicidad, su desconfianza contra la verborrea, y su concisión; antes, y a veces después, el oficiante la improvisaba frecuentemente. Estas reglas dan, tradicionalmente, este esquema: (I) Da (II) nos, (III) te suplicamos, (IV) señor, (V) tu salvación; el cuarto elemento, es decir la mención del destinatario, se explicitaba frecuentemente con una frase, como en Hech 4, 24: «Tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos hay...». Oraciones de ese tipo se pueden repetir varias veces en el culto, y su «relativa predicación» las puede acercar a las confesiones de fe. La ivTSUÜj' es decir la demanda, la solicitación, la intervención en favor de, la intercesión, es más conocida en la tradición litúrgica bajo la forma de letanía67. Tradicionalmente, esta letanía o intercesión, lo que los alemanes llaman das allgemeine Kirchegebe, implica tres elementos principales con las diversas precisiones que se imponen, a saber, la intercesión por la Iglesia, sus ministros y miembros, por el mundo y sus autoridades, por todos los fatigados, y por todos los que se han convertido en el objeto de la venida del salvador. Tradicionalmente, esta oración se presenta de tres formas distintas: el oficiante las pronuncia solo, en forma de oración, para que el pueblo se asocie en el silencio; es la forma ordinaria en nuestra liturgia. O dos oficiantes la pronuncian: el diácono indica por quién, o por quiénes, o por qué se intercede,

67 XtToveúto = Xfoaojiotí, suplicar, insistir.

y el oficiante principal ora según el sentido indicado68. O quien está encargado de dirigir las oraciones del pueblo anuncia, Su forma de exhortación, el tema de la súplica, y el pueblo responde, después de, un instante de silencio, «Señor, ten piedad» O Kóf/.S, áXárpov; es la forma más tradicional y la extendida en oriente y en occidente a partir del siglo IV. Me parece que la última manera es la preferible, porque toda la comunidad interviene en la oración. La sóyapiatía, la acción de gracias, es la oración que se dice tradicionalmente en el momento del prefacio eucarístico, y que, en nuestras liturgias reformadas sin santa cena, se ha convertido en la oración llamada de adoración. Cuando forma parte del culto cristiano integral, es la oración que, después del sursum corda, proclama que es verdaderamente digno y justo, necesario y saludable, alabar al Señor y darle gracias, por todo lo que Dios ha realizado por la creación y la salvación del mundo. Por esta acción de gracias, que se precisa según la fiesta o la época del año eclesiástico, y que adquiere entonces una forma parecida a la confesión de fe, la Iglesia se alegra de poder participar desde ahora en el culto celeste. Por eso, con los ángeles y todas las potestades de los cielos, con los espíritus de los justos llegados a la perfección, y con toda la Iglesia que combate en la tierra, en común alegría, canta a la gloria de Dios el cántico eterno, alabando, proclamando y diciendo: Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo, llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Repito, una vez más, que sólo por comodidad he agrupado los tipos principales de oraciones según el esquema tradicional de la colecta, letanía y prefacio. Esto no quiere decir que un culto que reúna las oraciones de formas diversas, ponga en peligro su compromiso. Lo esencial es que deje lugar a esos tres tipos de oración y que admita las oraciones, intercesiones y acciones de gracias necesarias. Con esta enumeración no se acaban las oraciones que forman regularmente parte del culto cristiano. Antes de ocuparnos de las confesiones de fe y de los himnos, hay que seguir con dicha enumeración. En primer lugar está la corona de todas las oraciones, «colecta» de todas las colectas, de todas las letanías, de todas las eucaristías; es el ejemplo inagotable de oración que Jesucristo nos enseño en la oración dominical. Pero no es un tipo particular de oración, ya que las resume todas. En segundo lugar está la epíclesis, cercana a la colecta, la llamada al Espíritu Santo. Ya hemos subrayado bastante su Importancia decisiva para que no sea

68 El otelen diácono-oficiante principal puede invertirse.

necesario que nos detengamos de nuevo. Notemos únicamente aquí que se caracteriza por el hecho de que la Iglesia confiesa que nunca dispone de Dios, y así se declara sierva del Señor; además, por el hecho de que pido a Dios que escuche y atienda los actos del culto. Por eso, el objeto de su súplica se limita a los momentos del culto: la proclamación de la palabra y la presencia real de Cristo en la comunión. En tercer lugar están las oraciones que toman la forma de aclamaciones o doxologías, por las que la Iglesia celebra a su Señor, y responde a los salmos y a las oraciones (pienso en la antigua doxología que acompañaba a la oración dominical: por ellas supera su confesión de fe, si se puede decir esto, participa ni la epifanía del señorío de Cristo y muestra, esto es esencial, que es una Iglesia «protestante» mientras este mundo exista: una Iglesia que es testigo de la gloria de su Maestro, y que protesta contra todos los usurpadores que quieran sustituir o excluir a Dios. Por eso, las aclamaciones y doxologías, que ya se encuentran sembradas en todo el Nuevo Testamento, tienen una considerable virtud proléptica: celebran ya desde ahora como válida y manifiesta la victoria aún oculta del Señor. Desempeñan en este sentido un papel decisivo en la doctrina de la oración, ya que muestran que los cristianos confían en Jesús, teniendo presente lo que decía: Todo cuanto pidiereis orando, creed que lo habéis recibido, y se os dará (Me 11, 24). Muestran que, si los cristianos pueden ya orar como lo hacen, con esa formidable seguridad escatológica que posee cualquier oración cristiana se debe a que saben que Dios ha escuchado ya todas sus plegarias en Jesucristo. Si comparamos esta enumeración con la que sucede en los cultos ordinarios de la Iglesia reformada, veremos que falta una pieza fundamental: la confesión de los pecados. Se conoce el puesto eminente que ocupa nuestra tradición. No hay que tratar aquí detalladamente la historia del problema: Durante un milenio, la Iglesia universal no conoció la confesión de los pecados en el culto dominical, por ser ese día alegre y glorioso por causa de la resurrección de Cristo, y por considerarse la asamblea cristiana de los primeros tiempos como el pueblo santo y rescatado, la comunidad de sacerdotes y reyes que ya había conseguido la misericordia (R. Paquier). Según Delling, esta tradición del primer milenio parece conforme al Nuevo Testamento, aunque el padrenuestro, dicho en el culto, contenga una súplica de perdón69. Pero los documentos litúrgicos primitivos muestran que faltaba, en

69 El texto de la Didaché (14, 1) que habla de una confesión de los pecados antes de la fracción del pan no precisa si se hace de forma comunitaria y litúrgica o en privado, antes de reunirse en la asamblea cristiana, teniendo en cuenta Mt 5, 23, por causa de las palabras que siguen inmediatamente a este texto.

efecto, una confesión comunitaria de los pecados; no quiere decir esto que los cristianos no tuvieran que pedir perdón, sino que el culto, piénsese en la comunión eucarística y en el beso de paz, comienza más allá del perdón; por eso, la súplica y la obtención del mismo debía preceder al culto (cf. Mt 5. 23). También la confesión de los pecados se había introducido en el desarrollo mismo del culto en forma de oración preparatoria del culto propiamente dicho; bajo la influencia de Calvino, se colocó en su umbral para sustituir la confesión auricular y para que se sometiera a la penitencia indispensable los fieles que no tenían necesidad de intervención especial de la disciplina eclesiástica. Volveremos a tratar este punto, y ahora sólo notaremos lo siguiente: sin duda alguna, para poder celebrar el culto es preciso poder presentarse ante Dios; para que esto sea posible, hace falta que su misericordia nos haya blanqueado. El culto no puede celebrarse sin demanda y concesion del perdón. El perdón del bautismo no es suficiente mientras vivimos en este mundo; debe confirmarse siempre de nuevo con una respuesta a una penitencia siempre renovada, Notemos también que el momento de esta penitencia y de esta absolución no es necesariamente el culto parroquial. Este debería poder ser el momento en que los fieles, reunidos para la eucaristía, regresando del mundo al que el Señor los había enviado, se contentan con cantar su felicidad diciendo: «Señor. incluso los demonios se nos han sometido en tu nombre. » (Lc 10. 17). La confesión de los pecados, individual o comunitaria. debe tener, pues, su sitio antes del culto. Y si la piedad reformada carece con tanta frecuencia de exultación escatológica, y si desconfía tanto respecto de la alegría litúrgica, esto proviene, en gran parte, por comenzar el culto por estas palabras, según la enseñanza de Calvino, sin más preámbulo que una invocación: Hermanos míos, que cada uno de vosotros se presente ante la faz del Señor, con la confesión de sus faltas y pecados, siguiendo mis palabras con su corazón. Señor Dios, Padre eterno y todopoderoso, nosotros confesamos y reconocemos sin fingimiento, ante tu santa majestad, que somos unos pobres pecadores, concebidos y nacidos en la iniquidad y corrupción: inclinados a obrar el mal, inútiles para todo bien; y que por nuestros vicios, transgredimos, sin fin y sin cesar, tus santos mandamientos. Con lo cual nosotros merecemos, por tu justo juicio, ruina Y perdición. Además, si a continuación se suplica a Dios que su «gracia sustituya nuestra calamidad», el tono en que se va a cantar el culto no es ciertamente el de la (aX)víc/ct^ de las liturgias cristianas primitivas. Finalmente, notemos que una invitación al arrepentimiento, una toma de conciencia de nuestra indignidad para gozar de la presencia del Señor, un aprovechamiento litúrgico de la quinta petición de la oración dominical, aunque también la liturgia aprovecha las otras

peticiones, no se encuentra, es verdad, fuera de sitio en el culto; sin esto se corre el riesgo de inclinarse, sin contrapeso, hacia una exultación escatológica que se olvidará del hecho de que la Iglesia se encuentra aún en este mundo, sometida a los ataques del demonio. Si la Iglesia triunfante se encuentra ya también sobre la tierra, lo está de forma dialéctica. Por el contrario, volveremos sobre este problema, las razones por las que Calvino dio esta forma y esta importancia a la confesión de los pecados no se encuentran juntas; ésas son la negativa a la confesión auricular obligatoria y a la restauración de una disciplina pública en la Iglesia. Por eso, la confesión de los pecados puede encontrar legítimamente entre nosotros el carácter de plegaria preparatoria y de ayuda espiritual que posee en otras tradiciones. Esto no condena nuestra práctica corriente. Sin embargo, permítaseme hacer esta comparación, el culto cristiano se celebra en un salón y no en una lavandería, y hay que ponerse los vestidos de gala antes del banquete (cf. Mt 22, 11s.). Entre las oraciones, en el sentido amplio de la palabra, hay que contar las confesiones de fe, que P. Brunner llama tan justamente «el amén de toda la asamblea a la palabra profética y apostólica»: la Iglesia devuelve a Dios con sus palabras, en toda su plenitud, la palabra que el Señor le dirigió en el evangelio: en su plenitud, es decir que el credo no es sólo la respuesta de la Iglesia a la palabra proclamada parcialmente en ese culto, sino a todo el evangelio, aunque no se haya proclamado todo en ese culto concreto (no se puede leer la Biblia entera cada domingo): a saber, todo lo que se nos promete en el evangelio y en los artículos de la fe universal e indudable que todos los cristianos compendian en el símbolo de los apóstoles, usando las palabras del catecismo de Heidelberg, pregunta 22. Examinemos el asunto desde más cerca. Por medio de la confesión de fe, la Iglesia se compromete con Dios en el mundo. Por dicha confesión, la Iglesia se considera dispuesta a asumir todas las consecuencias que se originan de la misma. Todas, incluso la última: morir por la fe. Creo, en efecto, no quiere decir simplemente: «admito la existencia de lo que voy a enumerar», sino «esto es mi vida y renuncio a todo lo quo no voy a proclamar». Se podría decir que en el credo, la Iglesia se da a la palabra que recibe, como en la comunión eucarística se da a quien se entregó por ella. Por causa de lo que se afirma entonces, el texto no queda (ad libitum; es, con mayor o menor precisión, con mayor o menor amplitud, un texto de la Iglesia. Está en juego demasiado para que se pueda improvisar. Por eso, es preciso que digamos algunas observaciones sobre la formulación litúrgica del mismo. ¿Qué credo se utilizará? Comencemos diciendo los que no se emplearán. De ninguna forma esos cocktails de citas bíblicas que se han introducido en

nuestras liturgias reformadas recientes con el nombre de bíblica; primero, por una razón de principio: ordinariamente tienen la finalidad de silenciar toda una serie de afirmaciones bíblicas sobre el nacimiento de Cristo, su vuelta y la esperanza cristiana, o de invitar a la Iglesia a taparse los oídos cuando Dios le dice algo que irrita al racionalismo; segundo, por razones de forma: una confesión de fe no es un ejercicio de psitacismo irresponsable, sino una respuesta libre de hombres libres. Pero, si hay que renunciar a esos bíblica, hay que elegir prácticamente entre el símbolo de los apóstoles o el de Nicea 70. Tradicionalmente éste es el usado en el culto eucarístico, al menos hasta la Reforma; aquél comenzó entonces su carrera litúrgica ordinaria, al menos en las Iglesias protestantes del continente, sin desplazar al de Nicea. Encuentro buena esta tradición reformada por dos razones: el símbolo de los apóstoles no es polémico, sino un simple resumen de la palabra que funda y hace vivir a la Iglesia; también porque es la confesión de fe que dirige y orienta la enseñanza de los catecúmenos, y, por tanto, la expresión de fe que han hecho al momento de ser admitidos a la vida eucarística. Pero si considero oportuno el uso ordinario del símbolo de los apóstoles, esto no impide que el de Nicea se emplee ocasionalmente, que podría encontrar un sitio adecuado en los cultos que no reúnen a todos los fieles, sino a quienes desean, con espíritu de libertad cristiana, profundizar más en su fe y en su vida espiritual, como, por ejemplo, en los oficios vespertinos del domingo. Pero, ¿se elegirá entonces el texto original de ese símbolo o el modificado teológicamente por el occidente carolingio, es decir, se añadirá al símbolo admitido en común en el concilio ecuménico de Constantinopla de 381 el filioque introducido primeramente en España en el siglo VIII? Los anglicanos y los luteranos han aceptado ese añadido, y lo mismo sucede en la tradición litúrgica reformada, aunque nuestras confesiones de fe no hayan especificado qué texto reconocen. 71

Creo que haríamos bien renunciando a eso, ya que se trata de algo no admitido de forma verdaderamente católica por la Iglesia... y porque, quizás se ha debido a esa palabra, en definitiva, el cisma de la cristiandad occidental en el siglo XVI. La confesión de fe no es, en el culto, un momento en que la asamblea escucha el testimonio personal de su pastor, sino el momento cardinal en que la Iglesia, unida en la fe, la esperanza y el amor, responde a la palabra de Dios. Por eso 70 El Athanasiamtm no ha tenido nunca un valor litúrgico muy alto. 71 Sería interesante que un historiador de nuestra Iglesia examinase si el filioque desempeña un papel consciente y notable en nuestra tradición teológica. Si esto fuera así, sería el único caso en que nos enfrentamos con las Iglesias ortodoxas.

debe pronunciarse el credo en común, como el amén que cierra las oraciones. Desde que se ha comprendido esto, no hay que temer la monotonía que asusta a tantos liturgistas. Esta exigencia de recitación común es una causa más para preferir el inagotable y suficiente símbolo de los apóstoles. Sin embargo, la Iglesia no ha confesado siempre su fe por medio de un credo litúrgico y, por eso, se puede decir lo mismo de los prefacios eucarísticos que lo sustituyen válidamente. Pero si el credo, en cuanto tal, no ha formado siempre parte del culto cristiano, con todo, en éste siempre han existido confesiones de fe y los prefacios eucarísticos adoptaron la forma Tradicional del credo de Nicea o de los apóstoles, en oriente desde el siglo IV las liturgias mozárabes desde el VI y en la liturgia romana 1014. Es cierto que un culto no deja de ser Cristiano por el hecho de confesar la fe de otra manera; pero yo no encuentro ninguna razón válida para poner en duda la forma tradicional, y esto tanto menos porque las modificaciones surgirían, a pesar de las razones que se aducen, no por un aumento de fidelidad, sino por un querer minimizar la fe, que lleva finalmente a la supresión del credo en la liturgia. Hay que dar la razón a H. Asmussen cuando afirma: Las parroquias y las Iglesias en las que no se dice el credo,se encuentran generalmente más allá de los límites de la Iglesia cristiana. Porque la causa que motiva dicha omisión es... generalmente, no una causa formal, sino el hundimiento de la fe cristiana. Es posible incluir los himnos y los cánticos dentro del término general de oración. Pero, una vez más, es preciso reconocer el carácter necesariamente arbitrario y artificial, y por tanto, sólo ordenador y esclarecedor, de las definiciones que damos aquí. Pues se podrían colocar los himnos en los testimonios litúrgicos de la vida comunitaria, ya que los fieles se edifican y animan mutuamente gracias a ellos (cf. Col 3, 16: Ef 5, 19). Y en verdad, conocemos por experiencia, dice Calvino, que el canto tiene una gran fuerza y un vigor para mover e inflamar los corazones de los hombres, para invocar alabar a Dios con un celo más vehemente y ardoroso. Pero tratamos brevemente aquí los himnos y cánticos, ya que es difícil trazar la frontera entre himnos o cánticos, oraciones y confesiones de fe. La Iglesia los ha conocido siempre en su culto 72, y la importancia que pueden y deben tener en él queda comprobada

72 Para el Nuevo Testamento: cf. Rom 15, 9; 1 Cor 14, 15; Ef 5, 19; Col 3, 16; Sant 5, 13; Ap 5, 9; 14, 5: 15, 1-3; cf. también Mt 26, 30 y par.; una selección de himnos de la Iglesia primitiva se encuentra en el libro de A. HAMMAN

de Forma especial por el numero de himnos y cánticos que se citan en el Nuevo Testamento; en éste se citan un poco como en el Antiguo Testamento, lo que prueba que se consideraba esta forma de orar no tanto como salida del corazón, sino como inspirada por el Espíritu. Por eso, no hay que extrañarse de oir hablar de tnoch ~vgü|iaTíxái (Col 3, 16). La historia de la himnologia, en la que no podemos entrar aquí, muestra que ha conocido tiempos de gloria y de degeneraciones, de relajamiento y de reforma, pero, sobre todo, que la producción himnológica de una Iglesia es un espejo fiel de la vida eclesial; también, que puede ser un refugio dichoso cuando la dogmática se hunde o se petrifica: pienso, en particular, en el luteranismo alemán del siglo XVII. También existen diferentes clases de himnos: cánticos de aclamación y de confesión. Me refiero a los amén, aleluya, kyrie, sanctus, agnus Dei, gloria, etc.: los que Max Thurian llama cede meditación, lazo entre la lectura y la oración: salmos, cánticos bíblicos, y los que desarrollan dentro de la Iglesia el mismo filón de espiritualidad y que forman la mayor parte de nuestros salterios protestantes; y los que hacen progresar la acción litúrgica: cánticos de entrada, de ofrenda, respuestas, etc. De forma general, sin excluir las excepciones, los cánticos son uno de los elementos del culto que hacen notar de forma especial la esperanza escatológica de la Iglesia y anticipan incluso ese «nuevo cántico» que se escuchará eternamente en el reino (cf. Ap 5, 9; 14, 3; Sal 33, 3, etc.). Son señales de alegría (Sant 5, 13) y proclaman las victorias de Cristo (cf. Ap 15, 3). San Agustín diría en un sermón: «Se sabe que en el cielo sólo repetiremos sin cesar amén y aleluya, sin cansarse jamás» 73; en la tierra, por medio de los cánticos, la Iglesia está invitada a participar en esta alegría celestial74, lo que otorga con toda justicia a los verdaderos cánticos cristianos una exultación que hace aumentar el valor de la fe y de la vida concreta de la iglesia; P. Brunner, con una expresión que lo acerca al pensamiento tan justo de la iglesia ortodoxa, cree posible afirmar que el himno es la última forma de la teología, ya que permite hacer teología de la misma manera que se hará en la felicidad del reino. ¿Hay que colocar, pues, los cánticos en el mismo plano de la glosolalía, que es la posición extrema de un elemento aceptable del culto cristiano? Poseen la exultación y anticipación escatológicas; sin embargo, no hay que confundirlos,

Oraciones de los primeros cristianos. Rialp, Madrid 1956, 36 s., 46 s., 58-63, etc.; cf. también Office divin de chaqué jour. NeuChátel et París 1953, 254 s.; citemos también, como ejemplo de un buen trabajo himnológico, E. KAEHLER, Studien Zum Te Deum und zur Geschichte des 24. Psalms in der Alten Kirche. Gottingcn 1958. 26. Sermón 362, 29: PL 39, 1632 s. 74 «Alleluia enim vox perpetua est Ecclesiae, sicut perpetua est memoria passionis et victoriae eius Christi, decía Lutero.

ya que los cánticos son una forma necesariamente comunitaria de alegría pascual y favorecen la edificación mutua; en cambio, el poseedor de la glosolalía se edifica sólo a sí mismo (1 Cor 14, 4), a no ser que la traduzca. Esto no impide que los cánticos acepten algunas formas fácilmente descifrables de la glosolalía, en todas las Iglesias se canta aleluya en hebreo, ni que pasen cerca de ella, por causa de la alegría que desborda el corazón (cf Mt 12, 34); pero los cánticos ordenan esta exultación y la canalizan, y, sobre todo, hacen que todos los fieles participen en ella. Lo que hemos visto permite tener un criterio para juzgar el valor de los cánticos y para elegirlos: en ellos se trata de alabar al Señor y de participar en el cántico de los ángeles. Calvino hace notar: Hay que fijarse siempre en que el canto no sea ligero ni voluble, sino que tenga peso y majestad... Debe haber diferencia entre la música compuesta para alegrar a los hombres en la mesa y en su casa y los salmos que se cantan en la iglesia ante Dios y sus ángeles. Hemos hablado ya de la música litúrgica. No diré ahora que en el cántico palabras y música deban coincidir en el tono, sino que en ellos la música debe gozarse en la gracia de Dios y no en sí misma. El P. Gelineau observa que un cántico se gasta tanto más deprisa, cuanto con más riqueza está adornado, y resiste tanto mejor cuanta más sencillez posee los estucos barrocos se desmoronan colores palidecen, mientras que, la piedra de las catedrales permanece y se embellece a lo largo de los siglos 75. Los testimonios litúrgicos de la vida comunitaria Se dice de los primeros cristianos que perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión fraterna (itotvoivttt), en la fracción del pan y en las oraciones (Hcch 2, 42); el catecismo de Heidelberg, como eco fiel, habla de una contribución cristiana a la asistencia de los pobres, al lado de la predicación, de la cena y de las oraciones, cuando enumera los elementos del culto (pregunta 103). Pero esta ofrenda que, según el catecismo de Heidelberg, parece sellar las oraciones como los sacramentos la palabra de Dios, no es el único testimonio litúrgico de la vida comunitaria. Hay que añadir las exhortaciones y los estímulos mutuos,

75 El cuidado de excluir el jarabe de la limnología pietista y anglosajona no es propio únicamente de la Iglesia protestante..., y esto es un consuelo.

prueba de la unanimidad de los fieles, y los avisos y mandamientos, prueba de su obediencia. También tenemos que renunciar aquí a una teología de la vida comunitaria, como nos ha sucedido en los otros temas que hemos tratado. Si es posible, sin duda alguna, colocar la ofrenda en la perspectiva de la confesión de la fe, como signo sustitutivo de la autodedicación de los fieles al servicio del Señor, de ahí que sea legítimo ponerla en la mesa santa donde se encuentran las especies eucarísticas, también es posible ver en ella un signo de la unidad y fraternidad cristianas; su fin es ayudar a la Iglesia a vivir en ese clima. Piénsese en la importancia teológica que san Pablo concedía a la colecta hecha en las Iglesias que había fundado, en favor de los hermanos de Jerusalén; la consideraba tan importante que aceptó incluso arriesgar su vida para llevarla él mismo hasta dicha ciudad (cf. Hech 21, 4.11-14); 12. EL CULTO Piénsese también en la importancia teológica de la comunidad de bienes en la Iglesia de Jerusalén, descrita en los Hechos de loa apóstoles. El ofrecimiento de los bienes para servir a la unidad y fraternidad de los cristianos ha formado parte del culto cristiano de forma regular desde los orígenes76 hasta nuestros días. Su lugar no está en el comienzo del culto, sino en su desarrollo, y nada se opone, según mi opinión, a que el momento de realizar este acto comunitario sea cuando se llevan las especies eucarísticas a la mesa santa 77. Hágase la colecta en los bancos y colóquenla en ella dos ancianos o diáconos. Las exhortaciones y los estímulos mutuos son también testimonios litúrgicos de la vida comunitaria. Recordando, una vez más, el carácter arbitrario de la Idealización de algunos elementos litúrgicos, quiero mencionar aquí los siguientes: Las antífonas: el culto judío ya las conocía, y la liturgia cristiana las empleó desde el principio, haciendo y adaptando otras más. Si las antífonas son frecuentemente oraciones, sin embargo poseen algo especial, que es su carácter comunitario y fraterno, ya que en ellas uno toma a otro, en cierta manera, la palabra de la boca. Todos se sienten animados por un mismo Epíritu, se unen en un movimiento único de confesión y de alabanza... Sólo cuando una parte de la asamblea toma, alternativamente, 76 Cf. 1 Cor 16, 2; o el hermoso texto de JUSTINO, Apología 1, 67, 6. 77 Las Iglesias reformadas, durante mucho tiempo, han excluido esta colecta de la acción litúrgica, arrancando la caridad fraterna de su verdadero ambiente y amenazando con convertirla en una obligación profana; se debe esto al aspecto claramente sacrificial que el Nuevo Testamento reconoce en tales colectas (cf. Heb 13, 15-16; Fil 4, 18; Hcch 4, 35.37; 5, 2, donde los términos TÍOTJUI izapd TO'J; r.óoaz Küv '/TZoaxóXiov tienen un sentido sacrificial innegable

la palabra de la otra, la comunidad confiesa y celebra perfectamente a Dios con una misma boca, y no cuando toda la comunidad, junta y al mismo tiempo, confiesa y canta la mismas palabras. En esta dualidad de la alternancia, la unidad de la confesión y de las alabanzas encuentra una expresión insuperable. Quizás sea demasiado forzada esta afirmación de P. Brunner; pero, lodos los que conocen esta realidad por haberla practicado, saben que cae en su lugar apropiado. Las antífonas son una postura implícita contra la clericalización del culto, mucho más, quizás, que la oración dominical, el credo y el amén. Hay que reconocer también que donde se conservan, se ha privado menos al pueblo de otras participaciones litúrgicas, mientras que, contrariamente al buen ejemplo de Zwinglio, para quien las antífonas tienen un papel fundamental, éstas no han sobrevivido a la reforma de la Iglesia.78

Los estímulos de mutua ayuda espiritual que, en forma antifonal, se elevan de hermano a hermano en el culto, son como órdenes de maniobras; por ejemplo: «Levantemos el corazón — Lo tenemos levantado hacia Dios. Demos gracias al Señor, nuestro Dios — Es justo y necesario», o bien, el saludo «El Señor esté con vosotros — Y con tú espíritu», que son el preludio ordinario de las oraciones. Debido a su forma semita (cf. Gal 6, 18; Fil 4, 23; 2 Tim 4, 22; Flm 25), «que suena un poco a extraña a nuestros oídos modernos», R. Raquier teme que se la vuelva a introducir en nuestro culto, y prefiere conformarse con el saludo apostólico, añadiendo la respuesta eventual de un amén. Es preciso reconocer que nuestros oídos reformados se han desacostumbrado a este saludo; pero hay que preguntarse también si, al perder este saludo, no hemos perdido a la vez algo más: el ejercicio de un deber de estímulo fraternal en el momento en que se va a afrontar el rostro temible del Señor, y, al mismo tiempo, la prueba de un sentimiento de cohesión y de solidaridad espirituales. Porque en ningún momento del culto aparece tanto nuestra miseria espiritual como en la oración. Por eso, tenemos que preguntamos si el Espíritu Santo interviene en nuestra oración para presentarla ante el Padre, o si nuestra oración no es más que una lectura formalista sin más efecto que poner en movimiento un poco de aire. Para aclarar esto, es muy conveniente, que la comunidad y su liturgo bendigan mutuamente antes de la oración (P. Brunner). Creo que es preciso comprender dentro de esta perspectiva la generalización litúrgica del confíteor a partir de los siglos x y xi: no tanto como una plegaria común de confesión de los pecados, como en la tradición reformada, sino como una forma de servicio mutuo entre la asamblea y el liturgo, para poderse

78 Zwinglio justificaba por las antífonas la distinción de lugar entre hombres y mujeres en el culto.

presentar después ante Dios en la eucaristía con la alegría del perdón. El ministro se presenta ante la asamblea confesándose como pecador culpable, y suplica a sus hermanos que Dios le perdone. La asamblea responde accediendo a su petición y pide lo mismo a Dios; a su vez, pide al ministro el mismo favor, que éste se lo devuelve de la misma manera. Obtendríamos muchas ventajas si reencontráramos esta práctica, que no sería sino ocasional, pues es muy adecuada para limitar el orgullo clerical y proporciona un ejemplo de auténtica y mutua ayuda espiritual: además, esto nos permite medir hasta qué punto es prematura la acusación que hacemos con frecuencia a la iglesia de Roma de haberse convertido en una Iglesia completamente clericalizada, y en la que el laicado ha perdido sus deberes y sus derechos. El clericalismo ha triunfado entre nosotros, sobre todo en el culto, y no se puede uno consolar diciendo que el laicado ejerce todas sus funciones en la dirección y actividades de la Iglesia; esto, en vez de probar que se respetan los derechos de los seglares, más bien prueba que se ha arrancado la vida eclesial y su estructura del terreno que haría de ella algo distinto a una organización, es decir un órgano del Espíritu Santo. Es preciso mencionar aquí una medida caída en desuso desde la edad media, al menos en occidente, pero que se empleaba en los tiempos apostólicos 79 y que testimoniaba, de forma notoria, la unidad y la fraternidad de quienes celebraban el culto: me refiero al ósculo de paz, que tiene su sitio propio en la santa cena; el lugar concreto cambia en las diversas liturgias, antes del prefacio en oriente, después del padrenuestro en occidente, después del ofertorio en las liturgias galicanas. En su origen Fue sin duda un signo de reconciliación mutua y de unidad de una forma de comunicarse mutuamente la vida (cf.2 Re 4, 34). Por eso, antes de la edad media, no se transmitían los fieles el beso que el celebrante había dado al altar, al evangeliario, al cáliz o a la hostia, sino que se abrazaba de una forma cada vez más estilizada al vecino de la derecha y de la izquierda, respondiendo a la invitación de uno de los oficiantes a darse la paz de Cristo. Era posible hacer esto sin «molestar», ya que los hombres y las mujeres estaban separados en los lugares de culto. No es posible, sin duda, restaurar esta práctica por el momento, ni siquiera el domingo de resurrección; tampoco se la puede transformar en un estrecharse la mano, es preferible que se reduzca sólo a los oficiantes. Es una pena que sea así, porque esta costumbre muestra que todas las razones que tienen los hombres para oponerse en el plano del mundo desaparecen cuando se trata de encontrar a Cristo; con ella el orgullo humano queda profundamente destruido. Pero, incluso sin beso de paz, la Iglesia puede mostrar en su culto que sólo tiene un corazón y un alma (Hech 2, 32), y puede hacerlo patente gracias a los

79 Cf. Rom 16 , 16; 1 Cor 16, 20; 2 Cor 13, 12; 1 Tes 5, 26; 1 Pe 5, 14.

cantos, los amén, la confesión de fe, la oración dominical, la colecta en favor de los pobres y, sobre todo, la sagrada comunión (celebrada en reuniones pequeñas). El último elemento que testimonia la vida comunitaria son los avisos. Con frecuencia no se sabe dónde colocarlos; también con frecuencia, debido a un espiritualismo peligroso o a cierto temor de atentar contra la solemnidad del culto, se los teme, como si el culto tuviera vergüenza, de improviso, de reunir a hombres y mujeres que quieren casarse, que tienen hijos, que pierden a sus padres o a sus amigos; como si tuviera vergüenza de reunir a hombres y mujeres que desempeñan una misión apostólica en el mundo, y que deben recibir orientaciones sobre su testimonio mediante avisos o sobre la manera de prepararse, como las indicaciones sobre las actividades parroquiales. No hay que escamotear los avisos colocándolos antes de la invocación, que sería arrancar la vida parroquial de su centro, ni tampoco especificar demasiado: si el coro mixto organiza una función teatral. Esa suficiente decir que se distribuirá el programa a la salida, y no decir el título y autor de la obra. Es bueno dar esos avisos después de la homilía y antes de la gran oración de intercesión; son ellos prueba de que si la Iglesia se dispersa de domingo a domingo, no desaparece por eso, sino que continúa orando, escuchando la palabra de Dios, siendo su testigo, y viviendo y mu-riendo bajo la mirada del Señor. 2. Cómo articular Los elementos del culto entre sí A esta pregunta se puede responder de dos maneras. Históricamente, mostrando cómo ha procedido la Iglesia, y se acaba examinando los numerosos ordines litúrgicos tradicionales, proponiendo uno. Pero esta pregunta la remitimos al último capítulo. También se puede responder intentando interpretar teológicamente las articulaciones posibles, diversas y no contradictorias de dichos elementos, para calibrar así toda la riqueza de los mismos. Queremos ahora hacer esto. Hay tres tipos posibles de articulación, que no se contradicen, sino que se completan mutuamente. El primero de estos tipos facilita una interpretación formal de esta articulación. Comencemos por el aspecto más externo, que se refiere a la riqueza o pobreza en que se presentan los diferentes elementos del culto. Esto se podría llamar «el nivel social» del culto. Quiero decir que sus elementos diversos: la palabra, la cena, las oraciones o los testimonios litúrgicos de la vida comunitaria pueden aparecer con mayor o menor fausto o simplicidad. Por eso, el culto de un pueblo puede ser más sobrio que el de una gran parroquia o ciudad, cuyos medios son más importantes. Esta mayor riqueza no desaprueba, de ninguna manera, la sobriedad del culto rural, pero tampoco la favorece, ya que si éste no conoce las mismas tentaciones que un culto fastuoso de una iglesia de ciudad, tampoco está libre de tentaciones contra la liturgia.

Por otra parte, también el culto de un día de fiesta importante podrá tener más solemnidad que el del domingo 12 después de pentecostés, por ejemplo, y esto es normal. Tales diferencias «sociales» pueden distinguir legítimamente una Iglesia local de otra sin que sean un atentado contra la unidad cristiana: si los suizo-alemanes quieren retroceder ante la belleza del culto, que vivan en paz..., con tal de que no sospechen sin más de quienes reivindican la libertad de celebrar la presencia del Señor de forma distinta. Sin embargo, hay que hacer una recomendación: el nivel «social» del culto debe corresponder al nivel «espiritual» de la Iglesia que lo celebra; de otra manera sería mentiroso, impediría a la Iglesia que lo celebra confesarse a sí misma y dejaría de ser la epifanía de la misma Iglesia. Esto significa dos cosas: si la vida espiritual es pobre, un culto suntuoso se convierte en una fuente de ilusión llena de pretensiones o en una cárcel en la que los restos de vida espiritual se sienten muy a disgusto, incapaces de movimiento y de expresión, como David con la armadura de Saúl. Esto significa también que si la vida espiritual es rica, no es lícito querer continuar viviendo en una pobreza artificial y mentirosa, sin querer injuriar la gracia de Dios que reanima y fortifica la Iglesia; pues entonces, en vez de alegrarse de la gracia en la libertad cristiana, se obra como si ella fuera una trampa. No se tiene el derecho de permanecer pobre cuando no se es. Por eso, nuestra generación está llamada a reformar su culto y a revelar en él no su ingratitud, sino su acción de gracias por tantos beneficios recibidos; entre éstos se pueden contar el redescubrimiento de la palabra viva, de la fuerza del Espíritu, del poder vivificante del cuerpo y de la sangre de Cristo, y de la libertad de tratar como hermanos a los cristianos de las otras confesiones. En el plano de la interpretación formal de cómo articular los diversos elementos del culto, pero en una capa mucho más profunda, se encuentra la articulación clásica orientada por los dos momentos principales de la proclamación de la palabra de Dios y de la comunión eucarística, sin olvidar que el primero prepara segundo. Esta articulación, que convierte el culto en un acto con «dos» «medios tiempos», es completamente válida; es decir, es del todo sana la tradición que ha distinguido la «misa de los catecúmenos» de la «misa de los fieles». Como mucho. puede molestar algo la terminología, porque ha hecho creer en el catolicismo occidental, que cuando se es «fiel» y, por tanto, ya no «catecúmeno», puede uno contentarse legítimamente con la segundo parte del culto; no se tiene en cuenta así que el culto entero es el de los fieles, y a los catecúmenos sólo se los admite en la primera parte. Esta distinción, ya lo hemos anotado, refleja los dos momentos del ministerio de Jesús, el galileo y el jerosolimitano, y es un anticipo de los dos momentos del fin del mundo, el juicio final y el banquete mesiánico. Más adelante tendremos ocasión de tratar esto de nuevo.80

80 En el plano formal se podrían distinguir también los elementos fijos de los libres o improvisados, con toda la gama que iría desde una liturgia en que todo

estaría fijado, excepto el texto de la predicación, hasta una liturgia en que se improvisaría todo, excepto las especies eucarísticas. El segundo tipo de articulación facilita una interpretación escatológica del culto. De esta forma se examinan los elementos del culto para ver si son ya o aún no un testimonio de la presencia del reino. Se da uno cuenta entonces de que la distinción es mucho menos fácil, al fijarse en el complejo palabra-sacramento, ya que todos los elementos del culto revelan parcialmente la simultaneidad de los dos eones, pues ninguno es impermeable a la alegría del futuro y ninguno es refractario a las limitaciones y a los equívocos del presente. Si el Wortgottesdienst (culto de la palabra) hace que pese más en la balanza el platillo del aún no, y el Sakramentsgottesdienst (culto del sacramento) el del ya, sin embargo ninguno de los dos son puramente espera o alegría; en su mutuo equilibrio y en el equilibrio interno de cada uno, muestran juntamente dónde se sitúa la celebración litúrgica en la línea de la historia de la salvación; por eso deben permanecer unidos. Muestran así que importa mucho a la salud de la Iglesia que el culto lleve esos elementos. El último tipo de articulación, el más interesante teológicamente, permite distinguir cómo obra Dios en el culto. Se encuentran aquí varias proposiciones que no se excluyen mutuamente. En primer lugar, se pueden distinguir los elementos objetivos del culto: «aquellos en que la revelación tic Dios:, se acerca al hombre», de los subjetivos: «aquellos en que el hombre se acerca a la revelación de Dios» (O. Haendler). Esta distinción se encuentra en muchos autores, con diversas formas, y se acuerda uno con gusto de las palabras de Lutero con motivo de la dedicación de la iglesia de Torgau en 1544: Mis queridos amigos, tenemos que dedicar y consagrar ahora a nuestro Señor Jesucristo esta nueva casa, y esto no depende únicamente de mí. Vosotros también tenéis que coger el hisopo y el incensario para que esta casa se dedique exclusivamente a este fin: que nuestro buen maestro nos hable aquí con su santa palabra y que nosotros lo hagamos también por medio de la oración y de la alabanza. 81 Se dan así los elementos con que Dios se dirige a nosotros para dársenos, y aquellos con los que nosotros le respondemos para entregarnos a él; el culto, el Gottesdienst, implica la manera propia de Dios de servirnos (der Dienst Gottes an uns) y la nuestra de servir a Dios (unser Dienen im Gottesdienst). Sobre esto existen numerosas variantes; yo sólo citaré las cinco siguientes: Según L. Fendt, Dios nos sirve (elementos objetivos) por la irrupción de su reino y por la actividad de ese reino en Cristo y en el Espíritu Santo; nosotros 81 W. A, 49, 588.

servimos a Dios (elementos subjetivos) por la proclamación del evangelio en sus diferentes formas, la recepción de los sacramentos y las diversas clases de oraciones. Según K. Barth, Dios nos sirve por su obra que instituye y exige el culto (fundamento), el cual lleva a la Iglesia del bautismo a la cena (contenido) y que debe respetar los elementos elegidos por Dios: pan, agua, vino, palabra (forma); nosotros servirnos a Dios por la obediencia a esta voluntad de Dios (fundamento), por la audición (contenido) y por la sinceridad y la humildad (forma). Según O. Haenderl, que, por otra parte, apenas subraya como actua Dios también en los elementos subjetivos. Dios nos sirve por el símbolo, el sacramento y la palabra, y nosotros le Servimos por la meditación, los gestos, las oraciones y los cánticos. Según W. Hahn, Dios nos sirve dirigiéndose a nosotros y Suscitando nuestra respuesta, estando presente entre nosotros por medio de Cristo, obrando por el Espíritu Santo, y haciendo a la Iglesia una comunidad de servicio mutuo; nosotros servirnos a Dios por nuestra respuesta y colaboración, por la predicación, sacramento y la liturgia, y por la alegría de saber que el culto es el corazón de toda la vida parroquial. Según P. Brunner, Dios nos sirve con la palabra y la cena; y nosotros a Dios con la obediencia, la oración, la confesión y la tensión hacia el reino. Se ve así la gran diferencia que existe en la explicación legítima de los caracteres objetivos y subjetivos del culto. Si la distinción de los elementos objetivos y subjetivos no plantea ningun problema, otra clasificación, que se refiera al mismo tema, provoca cierto malestar; es la distinción entre los elementos sacramentales y sacrificiales. Esta distinción proviene del capítulo 24 de la Apología de la confesión de Augsburgo, que ofrece las siguientes definiciones: Sacramentum est ceremonia vel opus, in quo Deus no bis exhibet hoc, quod offert annexa ceremonial promissio... Econtra sacrificium est ceremonia vel opus. quod nos Deo reddimus, ut eum honore afficiamus. 82

Por poco que se respete con minuciosidad la explicación ulterior, según la cual el sacrificium de que se trata aquí no es de ninguna manera un sacrificium propitiatorium (excluido por la suficiencia y unicidad de la cruz), sino c'jyapiaxr/.ov 83, no tengo nada que objetar a esta distinción. El Espíritu Santo utiliza el Sacramento para darnos a Cristo y su salvación y el sacrificio realiza el camino contrario, es decir por el somos entregados a Cristo y redimidos para 82 Di e Bekkenntnisscbriften der evang. - lutberischen Kirche. Gottingcn 1930, 83 lbid.

La salvación. Por el sacramento, el Espíritu Santo establece el lazo de unión entre Cristo y nosotros; por el sacrificio, entre nosotros y Cristo. Y en los dos casos el Espíritu Santo está en la obra. Para usar un ejemplo, se dirá que la anunciación es el momento sacramental y el fiat el sacrificial del misterio de la encarnación. Con esta perspectiva se puede decir que los momentos sacramentales del culto son dos principalmente: cuando la palabra del evangelio regenera y lleva al bautismo, y cuando la misma palabra edifica y lleva a la comunión eucarística. Nos encontramos, pues, con tres elementos sacramentales típicos: la palabra del evangelio con su poder de regeneración y de edificación, el bautismo y la santa cena y, en el culto dominical ordinario, la proclamación de la palabra de Dios y la distribución de las especies eucarísticas. Y se puede decir que el momento sacrificial del culto se encuentra en la expresión que éste da a la fe, la esperanza y el amor: esto sucede en la confesión de fe, la oración, la alabanza y la colecta para los pobres. Si es preciso distinguir los elementos del culto en objetivos y sacramentales, y subjetivos o sacrificiales, esta distinción tiene límites precisos que no se deben franquear. En el culto nunca sucede que un elemento sea únicamente objetivo-sacramental o subjetivo-sacrificial: el servicio que Dios nos ofrece en el culto y el nuestro se penetran mutuamente, y lo que Dios hace en favor nuestro, no lo hace sino en, con y dentro del servicio que nosotros le hacemos (W. Hahn). Por eso, las diversas articulaciones descritas anteriormente, por legítimas que sean, son poco seguras. Pues, si es un hecho que un elemento o un acto concreto del culto dependen más o menos del sacramento o del sacrificio, nunca la distinción hecha puede llegar a constituir una separación. Pero, ¿cómo interpretar esta dualidad constante a pesar del acento diferente, sacramental o sacrificial? Se puede recurrir a tres explicaciones: K. Barth recurre a la cristología calcedoniana y explica esta dualidad constante en la perspectiva de las dos naturalezas: lo objetivo y subjetivo, lo sacramental y sacrificial, se encuentran en cada elemento del culto, a pesar de su acento diverso, «sin confusión, mutación, división y separación», y ellos mismos recuerdan el misterio de la zarza ardiente (Ex 3): lo sacramental es el fuego; lo sacrificial, la leña. También se podría aducir el ejemplo de la anunciación en el que la palabra eterna de Dios se hace carne en la virgen María. W. Hahn teme la interpretación calcedoniana porque el culto no puede repetir la unicidad absoluta y la unión perfecta Dios-hombre en Cristo. Por eso, recurre a la doctrina eucarística de la consubstanciación: in. cun et sub los elementos de nuestro servicio divino, el mismo Dios está actuando. Esto rechaza a la vez la falsificación del carácter verdaderamente humano del culto, culto transubstanciado, y la duda respecto de la realidad de la obra divina en y por el culto. Otra explicación es recurrir al tema nupcial. Creo que se describe así de forma mejor la unión inseparable de sacramento y sacrificio, a pesar del distinto

acento existente en cada elemento y acto del culto. Este es un tema fundamental en la teología litúrgica patrística y recuerda que en cada elemento del culto se encuentran el Señor y la Iglesia para darse y acogerse mutuamente. Pero si la distinción entre los elementos sacramentales y sacrificiales no debe llevar a una separación, sin embargo es útil, porque permite reformar el culto, hacerlo cada vez más fiel y conducirlo a la fidelidad: también porque permite actualizarlo, es decir expresar por medio de él que la Iglesia lo celebra verdaderamente lúe et nunc. En efecto, si la Iglesia no tiene ninguna libertad en lo que se refiere al aspecto sacramental del culto (pues no tiene el derecho de modificar el evangelio con añadiduras o supresiones, ni de suprimir la cena o inventar otros sacramentos, ni tampoco de elegir otros elementos sacramentales distintos al agua, pan y vino), con todo, es libre, libre en la obediencia al Espíritu Santo, en lo que se refiere al aspecto sacrificial. Por eso, el culto puede ser más o menos fiel, es decir puede recibir el sacramento con mayor o menor obediencia. Por lo mismo, puede variar según las diferentes culturas y épocas; así será una epifanía de la Iglesia de tal país o de tal siglo. El examen de las articulaciones posibles del culto, en resumen, permite encontrar indicaciones fundamentales sobre la naturaleza del culto. Este compromete al hombre en su totalidad, en su espíritu y en su cuerpo. Esto nos lo ha enseñado la distinción formal entre palabra y sacramento. Es el momento del encuentro entre el mundo venidero y el presente, el momento en que aparece con más claridad la simultaneidad de los dos eones, entre las dos venidas de Cristo. Esto nos lo ha enseñado la distinción temporal entre los elementos de este mundo y los del venidero. Es el momento del encuentro y de la unidad entre el Señor y su pueblo que se dan y reciben mutuamente en la libertad y en la alegría de la comunión. Esto nos lo ha enseñado la distinción teológica entre los elementos sacramentales y sacrificiales. Este último punto nos lleva directamente al objeto del próximo capítulo, en el que vamos a hablar de los oficiantes del culto 7. LOS OFICIANTES DEL CULTO Hemos recordado hace poco que el culto es el lugar y el momento de encuentro entre el Señor y su pueblo. Los oficiantes del culto son, pues, Dios y los fieles, según sus diferentes atribuciones litúrgicas. Este encuentro implica también otros actores: los ángeles y el mundo que suspira por ser orientado de nuevo para glorificar al Señor. Por tanto, estos cuatro integrantes litúrgicos son los que tenemos que describir ahora.

1. Dios

Es tan obvio, que a menudo se olvida en la nomenclatura de los oficiantes. Su orden es lo que hace que el culto no sea un anhelo. Su presencia le hace distinto a una ilusión. Su acción le convierte en algo no vanidoso. Su gloria le diferencia de la ceguera espiritual. Su amor hace que el culto sea distinto al onanismo espiritual. Su libertad le constituye como distinto al chantaje Espiritual. Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es, pues, a la vez el sujeto y el objeto del culto cristiano; el que en el culto sirve y es servido por él; el que ordena y recibe; quien habla y escucha; al que se implora y el que otorga. Todo lo visto hasta aquí presupone de tal manera esta presencia de Dios, su acción y su acogida, que solamente hay que afirmar esto: sin la presencia de Dios, sin su acción y sin su acogida, El culto cristiano llegaría a ser una farsa criminal, una mentira atroz un poder de seducción al que habría que combatir por todos los medios. Pero la Iglesia en la fe, y por intermitencias milagrosas en una convicción casi visual84, conoce que su culto no es ni criminal ni embustero ni seductor, porque sabe que Dios lo convoca al culto para entregársela y para asumirla a sí.

2. Los fieles

Los fieles, oficiantes del culto, son los bautizados. Nos convendrá tener en cuenta también dos categorías de «oficiantes parciales», los catecúmenos y los excomulgados. Los bautizados La gracia de poder celebrar el culto es para ellos juntamente un derecho y un deber. Para ellos exclusivamente, porque el culto lo es un acontecimiento escatológico en el que únicamente participan los que han sido trasplantados por el bautismo a una situación escatológica. Si, según la doctrina unánime del Nuevo Testamento, el bautismo no es necesario para oir la palabra de Dios, sí lo es en cambio, prueba de que el culto no se agota en su parte homilética, para comulgar el cuerpo y la sangre de Cristo: el Nuevo Testamento en ninguna parte presupone que se pueda pertenecer a la Iglesia y, por tanto, celebrar el culto sin creer en Jesucristo y sin haber sido bautizado en su nombre.85

84 La historia de la Iglesia nos enseña que el templo de Jerusalén (cf. Esd 6. I s.; Hech 22, 17 s.) No es el único lugar de culto en el que se producen visiones. 85 Una prueba entre cien es que toda la parénesis apostólica pide a los fieles probar su salvación por un comportamiento bautismal.

Los textos más primitivos de la tradición posapostólica también lo atestiguan86 y es la práctica constante de toda Iglesia 1). fiel: sólo el bautizado es apto para al culto y celebrante autorizado del mismo. Esto no quiera decir absolutamente que el culto esté reservado a una élite elegida entre gente de cultura refinada, susceptible de gustar el encanto de las evocaciones primitivas..,, o a una sociedad de perfectos... que han practicado una larga ascesis y han llevado una vida contemplativa. La asamblea litúrgica, por el contrario, piénsese en las cartas de san Pablo, «es una mezcla de lisiados, andrajosos y mendigos recogidos al azar de las encrucijadas y "forzados a entrar"»; pero la asamblea litúrgica precisamente por sus exigencias y, sobre todo, por la gracia operante que hay en ella es capaz de hacer santo a todo el que llega y da transformar en cortejo real y sacerdotal a esta inverosímil multitud de pordioseros. 87

Si los bautizados tienen el derecho de celebrar el culto, este derecho debe ser respetado. Lo será en la medida en que se cumplan las normas siguientes: La primera condición es que cada domingo la Iglesia celebre un culto que implique todos los elementos enumerados en el capítulo precedente. Es un desprecio a la gracia de Dios y una injuria a la dignidad litúrgica de los fieles el invitarlos a un culto mutilado. La Iglesia, en efecto, no tiene el derecho de sabotear los dones de Dios, escamoteándolos, ni de desvalorizar el bautismo de sus miembros arrojándoles a una situación catecumenal. Todo esto lo hace cuando no los invita a todos a comulgar en el banquete eucarístico y lo hacen exclusivamente los ministros, y cuando no pone de ninguna manera la mesa para nadie, cuando escamotea la proclamación profética do la palabra de Dios. He insistido suficientemente sobre este punto en el capítulo anterior, por lo que no hago nada más que recordarlo. Para respetar los derechos litúrgicos de los fieles es necesarios, en segundo lugar, que todos los bautizados, a excepción de los excomulgados, de los que trataremos más adelante, puedan ser los oficiantes del culto completo. Esto significa que nuestra práctica occidental que aparta de la comunión a una parte

86 «Que nadie coma ni beba de nuestra eucaristía sino los bautizados en el nombre del Señor. Porque a este propósito el Señor dijo: no deis las cosas santas a los perros» (Vidachc, 9, 3). «Sólo está permitido participar en la eucaristía a los que creen que nuestra enseñanza es verdadera y que han sido lavados por el baño que conduce al nuevo nacimiento por el perdón de los pecados y que, así, viven según la tradición de Cristo» (JUSTINO, Apología 66, 87 G. A. MARTIMORT: LMD 20 (1950) 157.

de los bautizados, no porque sean pecadores, sino porque son niños, es una práctica equivocada. No tenemos en la Escritura el menor indicio que permita asemejar un niño a un pecador; por el contrario, sí tenemos un testimonio explícito de que el pan de vida es también para los niños, ya que en la primera multiplicación de los panes había «aproximadamente cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños» (Mt 14, 21). Por esta razón, toda la Iglesia primitiva, práctica que mantienen las Iglesias orientales, admitía a la comunión también a los niños. Esta práctica se ha perdido en occidente, sobre todo a partir de la definición del dogma de la transubstanciación (no era necesario arriesgar que los niños que babeaban los elementos encáusticos, fuesen tachados de blasfemos que rechazan a Cristo), y la Reforma; al rechazar completamente la doctrina que ha comprometido la comunión de los párvulos, ha mantenido, sin embargo, su excomunión, lo que es un signo evidente de malestar a propósito del bautismo generalizado de los infantes y, también, la prueba de que se había alterado la tradición teológica del bautismo, identificando éste con la palabra. A ésta se la entendía, sobre todo, no tanto como demostración de la gracia recibida, sino como signo de la gracia preveniente. No me parece en absoluto legítimo salvaguardar la práctica generalizada del bautismo infantil impidiendo a todos los bautizados, hasta que tengan cierta edad, el acceso a la mesa del Señor, que es su derecho más estricto. Y si se corre el riesgo de autorizar el bautismo de los hijos de los cristianos, cosa que me parece totalmente legítima, es necesario correrlo también, permitiéndoles vivir del alimento de los bautizados; de otra manera, su bautismo está falsificado. Es inútil, pues, recurrir aquí a la práctica de ciertas iglesias de América, que acogen a los niños sólo para una parte del culto público, para después celebrar con ellos un culto que les está destinado en especial. Es también teológicamente falso hacer depender la admisión a la cena de una confirmación de bautismo, que se encuentra entonces devaluado. Es necesario dar la cena a los niños y es necesario exigirlo tanto más cuanto que ellos no tienen la posibilidad de reivindicar por sí mismos este derecho tan suyo. Desechar a los niños por ser niños es hacer de la asamblea litúrgica un club de burguesía decente, un cuerpo de guardia o una escuela para intelectuales. Es, por otra parte, introducir en la comunidad cristiana una distinción de clases. Ahora bien, si la subdivisión categorial de la comunidad eclesial se rige por el catecismo o la cura de almas, ella falsea la Iglesia cuando se la aplica a la liturgia, que debe reunir a todos los bautizados. El dar acceso a la eucaristía también a los niños, haría superfluos los cultos de la infancia y de la juventud; y antes que éstos continúen abasteciendo la noción racionalista de culto (es un medio pedagógico para hacer adulto al hombre; él concierne, pues, a los niños y a los adultos infantilizados) reuniendo principalmente niños cuyos padres no responden a la convocación litúrgica, no se tendría en el culto más que niños acompañados de sus padres. Si se quiere mantener la exclusión de los niños de la vida eucarística, es necesario también excluirlos del bautismo.

Para respetar los derechos litúrgicos de los bautizados, hay que permitirles también celebrar el culto en su plenitud antropológica. Todo culto es celebrado por hombres vivos. Y no pueden celebrarlo sino como seres plenamente humanos, con todo lo que hay en ellos; y esto tanto más cuanto que al culto encuentra una de sus características en su poder penetrativo en el hombre entero (O. Haendler). Jesucristo no ha curado solamente sordos, sino también mudos, ciegos y lisiados. Por tanto, es necesario que los bautizados puedan participar en el culto con sus oídos, voz, miradas, gestos, ya que por el bautismo es como llegan a ser verdadera y plenamente humanos. Esto no significa sólo que la lengua del culto sea la entendida por los oficiantes, sino también que sus miradas y sus actitudes 88 sean atraídas por el culto y encuentren en él su expresión. Según toda la antropología bíblica, la polarización sexual de los seres humanos forma también parte, y de un modo esencial, de su plenitud antropológica: son, pues, hombres y mujeres quienes celebran el culto, no seres asexuados89. No voy a afirmar que el respeto de esta diferenciación sexual en y por el culto sobreentiende que los elegidos resucitarán en cuanto hombres y mujeres: en el reino, al haber alcanzado cada uno su término, no podrán lograrle mediante decisiones tales como las del matrimonio (cf Mt 22, 30 y par.); pero el bautismo, esta resurrección sacramental, tampoco es una castración, puesto que el cuerpo de los fieles con su sexo es el templo del Espíritu (1 Cor 6, 12-20). Por lo demás, el resucitado, esposo de la Iglesia, gobierna su pueblo en cuanto hombre varón (dvV]p) (2 Cor 11, 2) 90. No podemos aquí entrar en detalles; contentémonos con algunas breves observaciones generales. Esta diferenciación sexual aparece en el plano litúrgico, sobre todo, en el hecho de que ciertas funciones litúrgicas le son tributarias, ya que algunas del culto público están reservadas a los hombres. Jamás se encuentra en el Nuevo Testamento a una mujer proclamando la palabra de Dios con la solemnidad que da una misión del Señor; jamás se les ve bautizar; jamás, tampoco, se supone que ellas presidiesen un banquete eucarístico. Los ministerios litúrgicos 88 ¿Hay que añadir su olfato? Es el olfato de Dios, me atrevo a decirlo, el que este dilectamente interesado en el culto (cf. Fil 4, 18; Ap 8, 3-5; Le 7, 37; Jn 12, 3); el de los fieles lo cstd indirectamente. 89 Me contento con algunas observaciones muy breves sobre este punto, dán-dome perfecta cuenta de que para justificarlas, haría falta una investigación exegetica e histórica, para lo que no tenemos tiempo ahora. 90 La única «consolación» que se puede sacar del tan enojoso dogma de la asunción de la virgen María es su afirmación implícita de que María fue llevada ti cielo en cuanto mujer.

de administración de los medios de la gracia no les están destinados y, de ninguna manera, por razón de un prejuicio relacionado con aquel tiempo, sino a causa de la doctrina de la creación que san Pablo recuerda a los corintios: la cabeza de todo varón es Cristo; y la cabeza de la mujer, el varón; y la cabeza de Cristo, Dios (1 Cor 11, 3). Se da un orden querido por Dios, según el cual, el hombre es el lazo de unión entre el Señor y la mujer. Por tanto, los hombres son los que deben ser consagrados y ordenados en este ministerio. No es su virilidad lo que les habilita para el ejercicio de estas funciones, sino su consagración. Pero su virilidad es condición para ser consagrados. El pensamiento bíblico es profundamente refractario a la idea pagana y romántica que se encuentra también en el sentimentalismo que preside en el detestable «domingo de las madres», según el cual la mujer es la mediadora de la gracia. Lo dicho no significa absolutamente una inhabilitación litúrgica de la mujer, sino que su feminidad le impide representar en el culto al Señor y obrar públicamente y con autoridad en su nombre. El culto, en efecto, no transtorna ni hace desaparecer el orden de la creación, sino que lo confirma y lo restaura: convendría, con Marción, oponer el salvador al creador para negarlo, y no es una casualidad que en la secta marcionita es donde las mujeres han recibido por primera vez la autorización de administrar los medios de la gracia. Esta diferenciación sexual que habilita a los hombres en algunos puntos para funciones litúrgicas que le son específicas, se ha manifestado muy pronto y aun quizás desde el origen, por el hecho de estar separados los sexos en la asamblea litúrgica: los hombres se ponían en un lado, las mujeres en otro: como, por lo demás, existía el lugar de los ministros, el de los catecúmenos, el de los penitentes, etc. Sin duda se trataba más bien de una medida de orden, destinado a mantener el decoro y a mostrar que la asamblea litúrgica no es una masa, sino una compañía orgánica y estructurada, que de una medida directamente litúrgica. Por esta razón, apenas se ha sacado provecho litúrgicamente de esta separación de sexos. Según mis conocimientos, sólo Zwinglio ha intentado en su liturgia eucarística justificar por ella esta medida de orden, al prever la mayoría de las antífonas para die man (los hombres) y die wyber (las mujeres). Pero si el decoro contemporáneo —sobre este punto se trata de prejuicios de una época— autoriza una asamblea en la que los hombres y las mujeres no se separan ya, esta indiferenciacion no autoriza una repulsa a mantener la regla bíblica y tradicional que quiere que el culto, precisamente porque permite al ser humano expresarse plenamente, reserve a sólo los hombres ciertas funciones litúrgicas o, más bien, ciertos ministerios necesarios en la celebración del culto. El día en que se redescubra que este don revelado respeta a la mujer en lugar de desvalorizarla, se habrá dado un gran paso para sacar a la Iglesia de su agitación feminista. Pero para llegar a este redescubrimiento, es necesario conceder al laicado, compuesto de hombres y mujeres, todas sus funciones litúrgicas y, además, desintoxicarse de la idea moderna, según la cual las dife-

rencias de vocación encierran juicios de valor sobre aquellos que están diferenciados de este modo. Respetar el derecho de los bautizados a participar efectivamente en la celebración litúrgica, es también reconocer que existen diferentes ministerios litúrgicos que deben poder expresarse sin que nazca el desorden y sin que unos absorban a los otros. La comunidad reunida en asamblea es un todo ordenado, en y por la variedad de dones y de servicios que en ella intervienen. Esta diversidad y esta ordenación deben aparecer en el culto: todos no deben hacer todo y uno solo tampoco debe hacer todo (P. Brunner). Además, la comunidad será tanto más viva litúrgicamente, cuanto esta diversificación, esta repartición de oficios litúrgicos, sean respetadas. A propósito de esto advirtamos, sin detenernos en ello, que el caso de la Iglesia de Corinto, con su ebullición carismática que amenazaba destruir totalmente el orden litúrgico, no es un caso ejemplar y, sobre todo, no es normativo de la situación litúrgica ordinaria de la Iglesia apostólica. Es un caso limite que provocaba en san Pablo las inquietudes que ya conocemos. No es, de ninguna manera, un caso óptimo que una comunidad cristiana local debiese buscar como la expresión más válida de su celebración litúrgica. Y, por esto, con todos los respetos que sea necesario tener con la licitud marginal de tal exuberancia litúrgica, me parece que en los tratados de liturgia neotestamentaria se da a esta situación un alcance mucho más normativo. Haciendo esto, se favorecen en las comunidades que no tienen esta efervescencia, complejos de culpabilidad y una conciencia inquieta, cuando por el contrario, deberían gozarse de ello. No para contentarse con un culto en el que el oficiante monopoliza toda la acción, sino acordándose, según la bella expresión de "W. Hahn, que «en los carismas, lo esencial no es su carácter entusiasta, sino su carácter escatológico». Luego este carácter escatológico no está devaluado si está ordenado y apaciguado. Este reparto de los oficios tiene un bello título en la carta de Clemente Romano a la Iglesia de Corinto. Se habla en ella de las liturgias propias de cada oficiante. El autor, después de haber sugerido una transposición cristiana de las diversas funciones litúrgicas de la antigua alianza, la del soberano sacrificador, del sacrificador, de los levitas y de los seglares (ó Xflíxoc, ávfipuwroc), añade esto: Que cada uno de vosotros, hermanos, permanezca en su rango (h> xü> ÍOKU

xcqyura) para presentar la eucaristía a Dios, estando de buena conciencia, con gravedad, sin transgredir la regla establecida para su liturgia (xov úipic(Uvov rr,- Ls'.xoupfiaq aÜTOü xavóvet) (I Cíem. 41, 1). Aunque este término parece haber desaparecido más tarde, la cosa ha persistido y se tiene un testimonio curioso de ella en el hecho de que en todo

occidente, al menos, ha sido necesario esperar al siglo x para que se reúnan en un solo volumen los diferentes «libretos litúrgicos»: el epistolario, el evangeliario, el capitulario que indicaba el orden de las lecturas que debían tenerse, el cantoral, el antifonario y el ordo en el que se encontraban las rúbricas. Estas diversas liturgias que en conjunto forman la liturgia, pueden distribuirse. En la historia se han conocido distribuciones muy diversas. No podemos entrar en estos detalles históricos. En el conjunto, sin embargo, se advierten tres «liturgias» principales: La del jefe de la comunidad, la del pueblo reunido y, entre ambas, de algún modo como su unión, la del diácono. Examinemos lo dicho un poco más de cerca. En primer lugar, la liturgia del jefe de la comunidad. ¿Cómo designarla? ¿7:poíaTá|i.£voc;, «el que está de pie delante» (Rom 12, 8; 1 Tes 5, 12) 91, o s~íax.o~oc;, es decir aquel en quien el Señor visita su pueblo?92. El término pastor, que es, además, un término mucho más episcopal que presbiteral, quizás sea el que mejor le convenga. Su función litúrgica, su «liturgia», me parece que es triple: primeramente, él es el representante delegado del Señor y, por esto, el sucesor de los apóstoles. Lo que hace, lo realiza en nombre de su maestro y con la autoridad de él. Su presencia en la celebración es uno de los signos de la presencia real de Cristo entre los suyos. Debido a esto, segundo aspecto de su «liturgia», legitima el carácter cristiano del culto que se celebra. No ciertamente de un modo absoluto, porque el Señor es libre, pero, no obstante, con una relatividad bastante convincente para permitir a los fieles tener confianza y saber que su asamblea no está sin eficacia. Esta legitimación del culto por la presencia del pastor, que ha sido subrayada, como sabemos, con gran vigor por Ignacio de Antioquía, se encuentra también explícita o implícitamente en los escritos simbólicos reformados que reservan al ministro legitime vocatus la administración de los medios de la gracia: la proclamación del evangelio y la celebración de los sacramentos, y que recuerdan, por no citar más que un texto, que cuando hoy la palabra de Dios es anunciada en la Iglesia por predicadores legítimamente nombrados, creemos que es la verdadera palabra de Dios la que ellos anuncian y la que los fieles reciben. Un elemento esencial de la liturgia del pastor es. Pues, de orden jurídico: porque él está allí, como representante del Señor 91 El Nuevo Testamento desconoce el presidente, el que está sentado delante. 92 Creo, en efecto, que el término t~iGxo::oe, deriva menos del verbo =«:3zoJr=ív vigilar, que de l.~:oxoTzr¡, la «visitación» (del Señor).

Y sucesor de los apóstoles, la convocación del pueblo es regulada y éste puede tener confianza de ser el verdadero pueblo de Dios viviente, de la verdadera gracia de Dios. Debido a esto, como no cesan de recordarlo las confesiones de fe de la Reforma y en plena conformidad con toda la tradición cristiana y con la Escritura, el ministerio es esencial a la Iglesia para que ella sea la Iglesia. Finalmente, el tercer aspecto de la liturgia del pastor consiste en su deber de dirigir la celebración del culto: no ciertamente para que él haga todo, sino para asegurar que todo se realiza como es debido y con orden y fruto. Tampoco debe, movido por una falsa humildad, ocultarse entre los seglares. Si él mismo es ciertamente miembro del pueblo de Dios, lo es en cuanto pastor, representante del pastor soberano (1 Pe 5, 4). Su liturgia propia consiste esencialmente en fijar el lugar y el momento de la celebración litúrgica, en convocar la asamblea y saludarla en nombre del Señor, en anunciarle la palabra de Dios, si no en su proclamación anagnóstica. Al menos, en lo que hemos llamado su proclamación clerical y en su proclamación profética, en instituir la santa cena y en regular la comunión 93, en consagrar lo obtenido en la colecta y en enviar de nuevo la asamblea al mundo con la bendición del Señor. Normalmente, él es también el portavoz de la asamblea ante Dios y, por tanto, el que pronuncia, al menos, algunas de las oraciones. En segundo lugar está la liturgia del pueblo, el cual no debe renunciar a la reivindicación de su liturgia por pereza, por falsa humildad o por rehuir el compromiso. Esta reivindicación es indispensable al culto y no podría, volveremos sobre el tema, ser confiada a liturgos vicarios, por ejemplo al pastor, a un coro. La tradición litúrgica, que respeta como es debido la liturgia del pastor, ha respetado mucho menos la del pueblo; de aquí la detestable clericalización del culto. Es necesario, por tanto, caer en la cuenta de que esta clericalización no es debida, sobre todo, y quizás ni primeramente, a una voracidad litúrgica de los pastores sino más bien a un decaimiento del compromiso litúrgico del laicado. Este se da cuenta, en efecto, de que la celebración del culto compromete totalmente y, a menudo, este compromiso le ha hecho retroceder y dimitir. Ahora bien, esta dimisión altera el culto: hace de él un espectáculo o una lección, cuando es una acción, un juego en el que todos los presentes intervienen. La división normal de la liturgia de los fieles consta de los elementos tipo siguientes, que pueden ser más o menos ampliados: la audición respetuosa de la palabra de Dios, la comunión eucarística, la participación en las oraciones por el amén, la recitación de la confesión de la fe, la ofrenda de la colecta, el canto y la participación de lo que hemos llamado los testimonios litúrgicos de la vida comunitaria: antífonas, sursum corda, salutación, confíteor. El clero, además,

93 Es el responsable de la «dignidad de los comulgantes» y, por tanto, de la disciplina eclesiástica.

también participa en esta «liturgia» en la que lodo el pueblo de Dios aparece como pueblo sacerdotal. En tercer lugar, la liturgia de los diáconos o de las diaconisas. Si la liturgia del pastor o la de los seglares son indispensables al culto, la liturgia diaconal no es sino muy deseable. La gran variedad histórica de la misa prueba, por otra parte, que ella está menos precisada que las otras dos. En resumen, se puede afirmar que la liturgia del diácono abarca los dos campos siguientes: el cuidado del orden, la «policía del templo» v la asistencia al pastor-liturgo. Si se insiste más en el primer campo, la liturgia del diácono le pondrá más bien del lado del pueblo, que es la tendencia oriental y galicana; si se insiste más en el segundo, su liturgia le pondrá más bien del lado del pastor, que es la tendencia romana. Según la primera tendencia, el diácono es responsable de la acogida hecha a los fieles que se congregan y de su colocación en el lugar del culto. Es también él quien interviene en caso de desorden, quien asegura que los comulgantes tienen el derecho de comulgar, el que indica a la asamblea lo que debe hacer, arrodillarse, rezar, levantarse, cantar, etc. Es también él. finalmente, quien debe aconsejar a los fieles los temas de intercesión. Origen de la oración litánica, para su oración personal. Según la segunda tendencia, repitamos una vez más que en la tradición la una no es exclusiva de la otra, el diácono participa en la proclamación de la palabra de Dios, en particular con ciertas lecturas bíblicas (sobre este punto, la tradición litúrgica conoce autorizaciones, retiradas de autorizaciones y restauraciones de las mismas) y por la distribución de las especies eucarísticas consagradas por el pastor. Son ellos mismos, además, los que han podido recoger los dones, en metálico o en especie, de los fieles. Esta liturgia puede confiarse también a las mujeres. Si se busca aplicar esta liturgia diaconal a la situación litúrgica de nuestra Iglesia, se advertirá que corresponde bastante a la que entre nosotros está ligada al ministerio de los ancianos. Deberá comprender los siguientes elementos: acogida y colocación de los fieles, participación en la lectura bíblica94 colecta de la ofrenda, distribución de las especies eucarísticas. 95

¿Hay que añadir aún a estas tres «liturgias» la del pastor, la del pueblo y la del diácono, una «liturgia» presbiteral? Los informes de la tradición sobre este punto son pobres en el período que precede a la episcopalización del presbiterado, generalizada a partir del siglo IV. Desde esta época, la «liturgia 94 Sería deseable que haya siempre, al menos, dos diáconos que lean dos de los tres textos a proclamar, a saber, los que no proveen el texto de la predicación; este último (ya sea el Antiguo Testamento, una epístola, o el evangelio) lo leerá el pastor. 95 Se podría añadir a ellos las invitaciones a la oración, las indicaciones concernientes a las actitudes, la designación de los cantos que se van a cantar..., si tales intervenciones diaconales ordenasen el culto, y no viceversa.

presbiteral» ha consistido cada vez más en asumir la «liturgia pastoral» en otro tiempo reservada al obispo. En el período preniceno, como se sabe, es, sobre todo, el colegio presbiteral, al que asiste el obispo mucho más como administrador eclesial que como liturgo, quien rodea al obispo en el lugar del culto. Tiene, pues, más lugar litúrgico que una función litúrgica. Y si en algunas ocasiones interviene en la liturgia es para extender, él también, las manos sobre las especies eucarísticas en el momento de su consagración. Esta costumbre, que se remonta al siglo segundo, proviene sin duda de las circunstancias en las que excepcionalmente un presbítero podía ser locum tenens del obispo en su ausencia, gozando entonces de lo que hoy llamaríamos una «delegación pastoral», Que lo permitía presidir un culto cristiano. Esto es, poco más o menos, todo lo que se sabe de «la liturgia presbiteral», antes de Identificarse casi enteramente con la «liturgia pastoral» o episcopal. Según nuestra estructura eclesial, cuya fundación no examinamos aquí, el colegio de los ancianos no debería tener otra « (liturgia» que la liturgia diaconal tradicional. El respeto de las diferentes «liturgias», respeto exigido por los derechos litúrgicos de los bautizados, tendrá, pues, por consecuencia desclericalizar el culto; y esto es de tal importancia, que es necesario hacer de ello una reivindicación esencial para mía renovación litúrgica, puesto que ella permitiría en gran parle salir de los falsos problemas levantados por la existencia de un clero al lado de un laicado. En efecto, ella permitiría, por una parte, no plantearse el carácter específico del clero (que el de institución divina: el Señor ha querido en su Iglesia una 5wtxoví«t distribuida en diferentes partes, xXijoot, Hech 1, 17) y, por otra parte, no desvalorizar el laicado en favor del clero 96" y mostrar que seglar no equivale a profano. Y si el desarrollo de la historia ha podido provocar una especie de concentración sacerdotal únicamente en el clero, ésta es paralela a la cristianización de occidente y ha favorecido la idea que las relaciones seglares-clérigos coinciden con las relaciones mundo-Iglesia. 97

Pero ahora nos encontramos en una situación en la que el carácter sacerdotal del pueblo de Dios puede refluir del clero sobre el conjunto de la Iglesia y, por tanto, sobre el laicado, puesto que es posible una diferencia entre Iglesia y mundo. Por esto, es el gran momento de dar su liturgia a los pastores, a los 96 En tiempos de la Reforma, se tiene una prueba flagrante de esta desvalorización del laicado en la liturgia de Estrasburgo, por ejemplo, donde se rechaza sistemáticamente la respuesta del pueblo a la salutación litúrgica o al sursum corda. 97 De donde, una separación cada vez más grande entre coro y nave (cuando no debe haber sino una distinción) y, también, las oraciones secretas del clero o, en oriente, la imposibilidad para el pueblo de ver cómo se preparan las especies eucarísticas.

fieles y a los diáconos: el clero no tiene necesidad sino de conservar y preservar a todas, y no de monopolizarlas. Es la razón por la que conviene mostrarse desconfiados respecto a lo que podía denominarse los «vicarios» de la liturgia del pueblo; vicariato que no sería entonces asumido por el clero, sino por el coro. Esta costumbre se extendió a partir del siglo quinto, tanto porque las distribuciones de la liturgia de los fieles se complicaban, como porque los fieles dudaban cada vez más comprometerse en la vida litúrgica. En principio, hay que darle la razón a H. Asmussen cuando escribe: «es inadmisible un coro como sucedáneo de la asamblea»; no sólo porque puede trastornar el desarrollo litúrgico ni porque impide a la comunidad confesar su mediocridad coral (que ella se atreva a confesar esta mediocridad e intente superarla, no callándose y delegando en unos buenos cantores, sino aprendiendo a cantar mejor), sino, sobre todo, por favorecer una dimisión litúrgica de la asamblea. Si se quiere mantener un coro, es necesario darle una tarea precisa: no la de reemplazar a los fieles en su liturgia propia, sino la de educarles para que cumplan su liturgia ellos mismos. Que se convierta, entonces, en agente principal de la vida litúrgica y de la celebración sagrada; que sirva para entrenar la asamblea en la liturgia. Si sirve para hacer callar a la asamblea, quizá sea muy bonito, pero es falso. Lo mismo hay que decir de los solistas que cantasen el credo o la oración dominical en lugar de la asamblea. Para que sean respetados, en el orden enumerado, los derechos de los bautizados a la celebración litúrgica, hay que tener presente su educación litúrgica. Llegaremos a ello, con proposiciones precisas, al final de este libro. Ahora, basta subrayar esta necesidad: formación litúrgica por la información de la doctrina y la historia del culto, por directivas de pastoral litúrgica, por sesiones de trabajo litúrgico destinadas a los pastores, a los «diáconos», a los coros, y por «laboratorios litúrgicos» capaces de realizar experiencias sin comprometer de golpe toda una vida parroquial; en definitiva y, sobre todo, por ejercicios parroquiales. Ha llegado el momento de no relegar para después una renovación litúrgica que, ciertamente, no provocará por sí sola la renovación de la Iglesia; pero que acoge y formula esta renovación y la inscribe así en la historia de la Iglesia y no solamente en la de la teología. Hemos hablado del derecho de todos los bautizados a celebrar el culto cristiano y según su orden. Pero no es sólo su derecho, es también su deber; y si se desea que este derecho sea respetado, es necesario que también lo sea el deber. De este problema hemos hablado ya en el capítulo 5, al tratar de la obediencia a la convocación y a la celebración litúrgica. Por eso. solo es posible hacer ahora una alusión y contentarse con subrayar que este deber será tanto mejor comprendido cuanto el derecho a la celebración, y a una celebración plena, sea mejor respetado. No se podría exigir demasiado a un pueblo cristiano que descuida sus deberes religiosos, si los responsables de la iglesia no comienzan por dar pruebas de que no mutilan el culto ni sustituyen al pueblo fiel en sus derechos: derecho a la palabra, a la comunión eucarística y

al compromiso comunitario en una celebración exultante de alegría pascual. Entre los bautizados, oficiantes del culto de la Iglesia, no hay que contar únicamente a los elegidos reunidos en tal o cual lugar, sino también con ellos, a los elegidos en todas partes y de siempre, porque el culto, siendo un acontecimiento escatológico. Si ciertamente debe respetar las cesuras que llevan en la vida de este mundo las distancias y los tiempos, no debe, sin embargo, dejarse limitar por ellas. Recapitulación de la historia de la salvación, se goza hic et nunc de la presencia de toda la historia de la salvación y se participa de ella. Ahora bien, esta historia no está interrumpida ni por el espacio ni por el tiempo. Está totalmente instaurada (ávaxEtpaXauíisasGai) (Ef 1, 10) en Cristo, el señor soberano, presente en el culto de la Iglesia. Porque Cristo está presente, también lo están, en el y con él, todos los que él ha salvado. El culto es. Pues, por excelencia, el momento de la verdadera comunidad: todos los que están ocultos con Cristo en Dios están en el culto, cuando Cristo lo está, y no carece de una profunda razón teológica el que, en las antiguas basílicas, pienso por ejemplo en la de san Apolinar el nuevo, en Ravena. Se recubriesen los muros de la nave con frescos o mosaicos representando a los santos. Nunca se tiene a Cristo sin sus miembros; cuando él está allí, también están con él todos los rescatados por él. El culto cristiano es el mentís más total a la soledad y a la derelicción humanas. Los elegidos de todas partes, en primer lugar: los de la familia parroquial retenidos por una enfermedad o un viaje y, también, los que en ese mismo día dominical están congregados en otros lugares para celebrar el mismo culto, ausentes de cuerpo, pero presentes en el espíritu. Nosotros y su espíritu estamos reunidos juntamente en virtud del poder que posee Jesús nuestro Señor (1 Cor 5, 3). Las liturgias no cesan de repetirlo en todas las confesiones y si aquí sólo cito algunas oraciones que figuran en las liturgias reformadas, es por indicar bien que el problema planteado de distancia y de separaciones espaciales por el culto no es propio de las confesiones de tipo católico: «Te alabamos particularmente con lodos los cristianos que se han reunido hoy», dice la liturgia de Ostervald de 1713; «Bendice, Señor, el culto que venimos a rendirte con toda tu Iglesia reunida en este santo día», dice la liturgia de Neuchátel de 1904; y. Según la liturgia jurasiana de 1955, se entona el sanctus «con los ángeles y todas las potestades de los cielos, con los espíritus de los justos que han llegado a la perfección y con toda la Iglesia que combate en la tierra...». Pero también, los elegidos de siempre: al celebrar el culto tal comunidad localizada en el tiempo y en el espacio aborda con todas las otras asambleas litúrgicas terrestres el monte Sión y la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celeste, a miríadas de ángeles, a la festiva asamblea y a la Iglesia de los primogénitos inscritos en el censo de los cielos, y al Juez, Dios de todos, y a los espíritus de los justos

llegados a la consumación, y al mediador de la nueva alianza, Jesús (Heb 12, 22 s.). La Iglesia participa ya en el culto que congregará eternamente a todo el pueblo de Dios, desde el justo Abel hasta el último bautizado. La Iglesia lo sabe y lo confiesa con razón en el momento que introduce la liturgia eucarística y en el que se acuerda delante de Dios «de aquellos de nosotros que duermen en su paz y en la fe en sus promesas de resurrección para la vida eterna», como también «de sus testigos de todos los tiempos, que le han glorificado en la tierra por su fe y por sus obras. Patriarcas, profetas, apóstoles y mártires»98 . La Iglesia se goza de ello también en el momento del prefacio eucarístico que convoca a los fieles para participar en el trishagion que entonan en el cielo los ángeles, las potestades celestes y los espíritus de los justos llegados a la perfección. como Iglesia, necesariamente localizada y datada en el espacio y el tiempo, es epifanía de la santa Iglesia católica y apostólica; asi su culto, también localizado y datado, es ya participación en el culto del reino que reunirá a los elegidos de todas partes y de siempre para vivir perpetuamente de la gracia de Dios, Padre. Hijo y Espíritu Santo, y para glorificarle. Si el culto verdadero es santo, porque reúne a los bautizados en la presencia del Salvador es, también, católico porque reúne delante del Señor el número completo de los elegidos. No se trata de esta oración por los muertos, que la Reforma ha rechazado a causa de la mercantilización detestable de la soteriología, favorecida por la edad inedia occidental: se trata de la oración con los vivos de todas partes y de siempre. El culto, por existir otros elegidos, oficiantes de él. Además de los que están reunidos hic et nunc, impide la ruptura de la unidad cristiana: mantiene la asamblea y la continuidad del pueblo de los rescatados. Junto a estos oficiantes del centro, los bautizados, el culto admite también oficiantes que podrían llamarse oficiantes marginales. Realidad que hemos olvidado notablemente en la cristiandad, porque, al estar formada toda la población por bautizados de hecho, si no de derecho, el carácter exclusivo de los cultos de la Iglesia se ha reemplazado por su carácter público y porque éste ha contribuido a hacer de los cultos cristianos, hablo muy esquemáticamente, espectáculos (tendencia católica) o lecciones (tendencia protestante), en lugar de permitirles ser un reencuentro que compromete plenamente al Señor y a su Iglesia, en una acción de autoconsagración recíproca. De este modo, si hay entre nosotros oficiantes marginales, no son los mismos que en la Iglesia primitiva: son bautizados entibiados por los cuidados y

98 Liturgie de l'Église reformee de langue francaise du Cantón de Berne, 116 (en segunda persona del singular).

las codicias de este mundo. Ellos no nos interesan directamente ahora, porque esto pertenece a la pedagogía y a la cura de almas litúrgicas, antes que al derecho litúrgico. Sobre este terreno, los oficiantes marginales son los no autorizados a participar en la celebración total del culto; los que, en un momento determinado, son excluidos de la celebración, lo cual implica que ésta no es enteramente pública. La predicación del evangelio es en su intención misma un acto público, ya que el secreto mesiánico duró hasta pascua y, desde este momento, lo que Jesús ha enseñado al oído debe ser proclamado sobre los tejados (Mt 10, 27; cf. 28, 19, etc.). Si el carácter público de la predicación del evangelio puede ser puesto en duda, no lo será sino por el mundo que desea hacer callar la predicación (cf. Hech 4, 17 s.; 5, 17-32, etc.), pero no por la Iglesia. Debido a esto, el culto de la Iglesia ha comprendido en todo tiempo una parte pública, la que se emparentaba con las proclamaciones de evangelización no-cultural y que se ha denominado más tarde la misa de los catecúmenos. Pero el culto no se agota en esta parte kerygmatica lo mismo que el ministerio de Jesús no se agota en su ministerio galileo. A partir de un determinado momento, el culto está reservado sólo a los bautizados: es su momento jerosolimitano. Entonces se realiza estando cerradas todas las puertas99 y se somete a la disciplina del arcano. Podemos preguntarnos si ésta no ha sido decidida por el mismo Jesús, ya que no tenía la rigidez que se encuentra en los cultos mistéricos. J. Jeremías ha mostrado que se remonta sin duda a la época apostólica 100 y conduce a la enseñanza escatológica, al misterio cristológico, razón del fin abrupto del evangelio de Marcos 16, 8, y a la eucaristía, razón de la ausencia de la narración de la institución en el cuarto evangelio, elección del término secreto de «fracción del pan» por el libro de los Hechos. 14. EL CULTO Recordemos que Jesús no quería que se diesen las cosas santas a los perros ni las perlas a los puercos (Mt 7, ó) 101 y para quien estaba claro que si la gracia se ofrece a todos, no se da más que a quienes piden con fe y arrepentimiento: la salvación no es jamás incondicional.

99 Pertenecía a los diáconos, en la Iglesia primitiva, el asegurar la exclusión de los no-bautizados y el cerrar las puertas. Estas puertas cerradas se las encuentra ya en el Nuevo Testamento, si no en Jn 20, 19, al menos, en Hech 12, 12 s. 100 Die Abendmahlsworle Jesu. Gottingen , 31960,118 – 131. 101 Aplicación de este dicho a la disciplina eucarística en la Didaché, 9, 5.

Luego los oficiantes marginales son los que participan sólo en el «momento galileo» del culto. No forman todavía parte o no forman tampoco parte de lo que se denomina los «oferentes» rmO'jéoovxE;. Estos oficiantes son de tres tipos. Están primeramente los catecúmenos, los candidatos al bautismo. No se sabe exactamente a qué fecha se remonta un catecumenado organizado, pero desde su organización los catecúmenos son (sin duda es necesario decir: permanecen) excluidos de la celebración eucarística y participan por obligación sólo en la primera parte del culto, la homilética. Si más tarde se les admitía al preludio de las oraciones o, al menos, no se les excluía sin orar por ellos, al comienzo eran excluidos aun para las oraciones, porque no es un acto privado de los ministros, sino un acto comunitario de los que, habiendo muerto y resucitado con Cristo, tienen en él acceso a Dios. Pues los catecúmenos no tienen todavía derecho a este acceso públicamente. Esta exclusión no es en la intención de la iglesia un signo de orgullo o de autojustificación. Más que irritarse por ello, se estaría más cerca de la realidad afirmando que lo sorprendente no es que se despida a los catecúmenos en un momento dado, sino más bien, que se les admita a este momento del culto cristiano, en el que éste, a causa de la permanencia del inundo presente, prosigue y profundiza la catequesis de sus miembros y los mantiene de alguna manera en situación de catecumenado o de penitencia. Antes que una segregación orgullosa se trata, pues, de una medida motivada por el amor: la Iglesia acoge en su culto a los no bautizados cuanto tiempo le es posible, para mostrarles cuál debe ser la verdadera orientación de su vida. Pero los que no han consentido todavía públicamente en esta orientación por el bautismo, a aquellos cuyo consentimiento esta todavía sometido a prueba, la iglesia no puede hacerles partícipes de este encuentro de autoconsagración mutua entra el Señor y la Iglesia, que es la eucaristía y la liturgia que la conduce y la expresa, porque el culto cristiano no es un espectáculo. En la edad media, el culto llegó a ser cada vez más público porque dejó de ser entendido como una acción comunitaria. Están, en segundo lugar, los penitentes. Sometidos a disciplina y, por tanto, excomulgados, son relegados por la Iglesia al mismo nivel que los catecúmenos: están obligados a asistir al momento «galilco» del culto, pero son excluidos de su momento «jerosolimitano». Se les retiran los derechos litúrgicos que les confiere el bautismo. Pero su envío al nivel catecumenal es muy importante para comprender el sentido de la excomunión. Esta tiene por finalidad, no el señalar a los penitentes que han perdido la salvación, sino invitarles a un nuevo compromiso parecido al que los catecúmenos aguardan, porque su primer compromiso ha sido puesto en duda por su fe o por su vida. Excluidos totalmente del culto serán expulsados de la vida; degradados al nivel catecumenal, son llamados todavía; y lo que el bautismo será para los catecúmenos, será la reconciliación solemne con la Iglesia para los penitentes. De aquí, que no carezca de una razón profunda el haber fijado la Iglesia

primitiva esta reconciliación en la época bautismal por excelencia, la época pascual. Añadamos que la Iglesia primitiva puso en el mismo plano que los penitentes y los catecúmenos a los energúmenos, es decir los posesos, en particular los epilépticos: su posesión les hacía ineptos para el culto de aquellos en los que inhabita el Espíritu Santo. Ignoro si en la época pascual se les sometía a un exorcismo o si debían contentarse para siempre con permane-cer en el dintel de la Iglesia terrestre, con la esperanza de ser contados entre los justos en la resurrección. Oficiantes marginales, pero en un grado mucho menor que los catecúmenos, los penitentes y los energúmenos, son los que san Pablo llama idiotas (1 Cor 14, 24), es decir los no creyentes venidos a la Iglesia por curiosidad o por interés, pero que no saben todavía si llegarán a ser candidatos al bautismo o no. Para ellos, la primera parte del culto corresponde menos a una catequesis catecumenal que a la evangelización extralitúrgica. Son, por tanto, admitidos, recuérdese a san Agustín yendo a Milán para oír la predicación de san Ambrosio, prueba todavía del esfuerzo de congregación humana, de acogida y de esperanza que significa el culto. Ellos, también, sólo son admitidos para el momento «galileo» del culto. Hemos visto que en el culto todos los oficiantes deben tener su liturgia propia. ¿Cuál es la propia de estos oficiantes marginales? Por el sitio que les está reservado en el lugar del culto, participan en un momento de la liturgia de los fieles: escuchan la proclamación de la palabra de Dios. K. Barth tiene razón cuando dice: No hay en el mundo entero acción más intensa, apremiante y movedora que la de escuchar la palabra de Dios: escucharla, como conviene, siempre de nuevo, siempre mejor, siempre más fielmente, siempre más fuertemente. Esta es, tradicionalmente, su liturgia102 . Para rezar, sobre todo la oración dominical, para confesar la fe, para recibir el cuerpo y la sangre de Cristo comulgando con un mismo pan y una misma copa, tienen que pasar el dintel o, más bien, el entierro bautismal, porque solamente en Cristo estos elementos mencionados de la vida litúrgica se apartan de la vanidad para convertirse en auténticos. Para comprender esto nos convendrá volver a aprender el sentido del misterio bautismal. Nos es necesario todavía añadir dos observaciones: La primera se refiere a la necesidad del momento «galileo» en la plenitud del culto. Tratando de los elementos del culto hemos notado el lugar esencial de la

102 Se podría decir también que su liturgia es el ser despedido antes del momento «jerosolimitano» del culto y, por consiguiente, ser la prueba viviente de la diferencia entre el pecado y la salvación, el mundo y la Iglesia.

proclamación de la palabra de Dios. Ahora bien, esta proclamación se sitúa, a la largo de toda la tradición litúrgica conocida, en el momento «galileo» del culto. Esto no significa que los bautizados no necesiten de ella; que su asistencia a la liturgia eucarística o aun a una parte solamente de la misma, en la cual, además, no comulgan, baste para cumplir con los deberes litúrgicos elementales del bautizado. Así lo ha creído la edad media occidental y contra esto se dirigen hoy, prudentemente, los mejores teólogos romanos. Si la tradición litúrgica sitúa la proclamación de la palabra de Dios en el momento «galileo» del culto sin, por lo demás, dispensar a los fieles de escucharla, al menos, donde esta tradición litúrgica es fiel a los orígenes, es porque éstos siguen siendo catecúmenos y penitentes, tanto como dure este mundo, todavía y también. Negar la necesidad de remitirse siempre de nuevo a la escuela de la sagrada Escritura, es negar la permanencia del siglo presente, es instalarse por orgullo o por impaciencia en el siglo venidero. Tampoco ha carecido de grave peligro llamar la primera parte del culto la misa de los catecúmenos y la segunda la misa de los fieles: esta denominación podía hacer creer que la misa de los catecúmenos era facultativa para los fieles. No estamos todavía en el reino: hasta llegar a él, los fieles tendrán que alinearse por su culto con los catecúmenos y con los penitentes. 103

Y, sin embargo, ya «gustamos las maravillas del poder propias de la edad venidera» (Heb 6, 15). Por esto, no está permitido reducir el culto de los fieles a aquel en el que se acoge también a los catecúmenos y los penitentes: no está permitido frustrar a los bautizados, negándoles la celebración y la vida eucarísticas. La Reforma calvinista ha condenado a los fieles a ser, 48 veces de 52, sólo catecúmenos o penitentes. Lo cual, de una parte, ha contribuido al desvanecimiento generalizado de una auténtica conciencia bautismal entre los reformados y, de otra parte, ha propinado un golpe terrible a la misma vida litúrgica. Se ha buscado en seguida reparar este golpe —pienso en J. F. Ostervald en el siglo XVIII, en E. Bersier en el siglo XIX. y en algunos otros esfuerzos litúrgicos contemporáneos— «liturgizando», más que lo que había hecho el siglo XVI, este solo momento «galileo» del culto que nos quedaba de ordinario; lo cual contravenía, además, a la buena tradición que despojaba al máximo la liturgia de este momento, puesto que él está abierto a quien no está habilitado para el culto cristiano. Este paso no era juicioso: para reanimar la liturgia reformada, la primera medida a tomar es la restauración de la eucaristía y de las comuniones semanales y el resto nos será dado por añadidura. Porque esta restauración hará de nuevo a todos los fieles -pocsspüvtsc, oficiantes en el pleno sentido de

103 O más bien, como hemos indicado, los fieles podrán invitar a esta parte de su culto a los que no están todavía bautizados o a los que han comprometido su bautismo con una conducta antibautismal.

la palabra; porque ella provocará, de modo no artificial, la alegría de la respuesta de la Iglesia a la gracia de Dios.

3. Los angelas, compañeros litúrgicos

En el prefacio eucarístico, la asamblea litúrgica, después de haber enumerado lo que Dios ha hecho por el mundo y su salvación, entona el sanctus «con los ángeles y todas las potestades del cielo». Al hacer esto, confiesa que participa en la doxología de los seres celestes descritos por el Apocalipsis (cf. en particular 4, 8); ella alcanza la Jerusalén celeste «donde se encuentran miríadas de ángeles» (Heb 12, 22). Pero, ¿quiénes son los ángeles? No podemos indicar aquí detalladamente el contenido y los límites de la angelología cristiana. Contentémonos, antes de hablar sobre su ministerio al final de este apartado, con anotar los dos puntos siguientes: En primer lugar, hay que decir con K. Barth que los ángeles, para la fe cristiana, son «esencialmente seres marginales»: ellos rodean, obedecen, no tienen la iniciativa. Son secundarios, pero reales. Seres creados, espíritus celestes de los que se puede decir, llegando al extremo límite de lo definible, que en ellos «la libertad del yo y la necesidad de ser coinciden». En este sentido, son criaturas perfectas que ya conocen la inalterabilidad propia de los resucitados. Por esto, Dios puede contar con ellos. Se conoce la definición de Andre Chamson: «llegar a ser hombre es hacer coincidir una vocación con una voluntad». Esta coincidencia no es tampoco un programa o un problema en los ángeles, es un hecho: ellos son, de este modo, en el cielo la imagen de lo que el hombre está llamado a convertirse. Pero no solamente el hombre: toda criatura. Porque, y es el segundo punto a mencionar aquí, los ángeles no sólo comprenden una categoría que se podría llamar «antropoidea», sino también categorías animales: serafines, querubines104. Están, por hablar con términos del Apocalipsis, los 24 ancianos y los 4 animales (Ap 4, 6-10). Como no vamos a hacer ahora una apología de la angeología, estas definiciones bastan para nuestro propósito, dejando bien claro que la Escritura unánimemente conoce y confiesa su existencia y nos llama así a desconfiar de nuestro espíritu racionalista, ciego y sordo a la plenitud del cosmos, poblado de tal manera corno no pueden imaginar nuestros sentidos de percepción ni los inventarios del mundo que hacen posibles nuestros aparatos registradores. El Apocalipsis de san Juan muy particularmente, pero no exclusivamente, nos muestra que hay un vínculo entre los ángeles y el culto de la Iglesia.

104 Lo que abre, paralelamente, a los animales un porvenir escatológico, una esperanza.

Este vínculo es doble. De una parte significa que el culto terrestre de la Iglesia es una participación en el culto de los ángeles en el santuario celeste; este último es ya el culto perfecto de las criaturas. Ciertamente el culto de la Iglesia terrestre, no es, en cuanto a su intensidad, a su pureza, a su plenitud, más que un reflejo sin brillo y roto de lo que tiene lugar en el cielo. El culto de los ángeles precede en todo punto al de la Iglesia terrestre. Pero este culto y el de la Iglesia no están separados por una cortina de hierro, ya que ellos tienen el mismo centro, el cordero inmolado; están en comunicación real. Es decir que la Iglesia terrestre está ya invitada a entrar en la alabanza angélica y a suplicar a Dios le permita unirse al sanctus de los ángeles en el cielo (P. Brunner). Esta participación del culto de la Iglesia en el culto celeste de los ángeles es importante no sólo por la alegría y la exultación que da, sino también porque permite comprender que el culto de la Iglesia terrestre no está cerrado en sí mismo, no tiene su razón de ser en él mismo. El culto de los ángeles, pues, no prefigura todo el culto de la Iglesia como el del mundo, celebrado ahora de modo vicario por el culto de la Iglesia. Vi y oí la voz de muchos ángeles en rededor del trono, y de los vivientes, y de los ancianos: y era su número de miríadas de miríadas, y de millares de millares, que decían a grandes voces: Digno es el cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición. Y todas las criaturas que existen en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y todo cuanto hay en ellos, oí que decían: Al que está sentado en el trono y al cordero, la bendición, el honor la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Y los cuatro vivientes respondieron: Amén. Y los ancianos cayeron de hinojos y adoraron (Ap 5, 11-14). 105

Pero los ángeles son nuestros compañeros litúrgicos. No es que nuestro culto se inserte inhábilmente en el de los ángeles. Y esta es la razón por la que ellos participan también en el nuestro, están en él. Cuando la Iglesia se reúne para el culto está «en la presencia de Dios y de sus ángeles», como dice Calvino. Por esta razón, las mujeres deben asistir a él cubiertas con velos (1 Cor 11, 10). Incluso se puede preguntar si cada comunidad local no tiene, como todo hombre (Mt 18, 10; Hech 12, 15), además un ángel particular enviado por Dios

105 ¿Habría que hablar de nuevo aquí de la glosolalía, tentativa humana de hablar «la lengua de los ángeles» (1 Cor 13, 1)? Lo que san Pablo dice, para poner en guardia contra la presencia de esta tentativa en el culto de la Iglesia, muestra en todos los casos, que nuestra participación en el culto de los ángeles debe permanecer como este «reflejo sin brillo y roto», del que habla P. Brunner.

para guardarla y dirigirla: pienso en los ángeles de las siete iglesias de las que hablan los primeros capítulos del Apocalipsis, que quizás sean estos ángeles guardianes; aunque quizá también se refiera o los obispos de estas iglesias o quizá sentí lo uno y lo otro, de suerte que, según Orígenes, habría «dos obispos por Iglesia, uno visible y otro invisible, que participan en la misma tarca».106

¿Puede precisarse cuál es la liturgia particular de estos oficiantes del culto terrestre, como son también los ángeles? Los padres no han dejado de hacerlo, pero la prudencia nos impide seguirles sin la mayor precaución. A veces se aventuran a contemplar revelaciones en las que, tal vez, incluso los ángeles desean sumergir su mirada (cf. 1 Pe 1, 12). No tenemos en suma más que un testimonio explícito: los ángeles tienen un ministerio particular en el momento de las preces, puesto que ellos las reciben para presentarlas a Dios (Ap 5, 8; 8, 3). Sin embargo, no está prohibido, creo yo, el pensar no sólo en la presencia de los ángeles, que es constante, sino en su intervención particular en los momentos en que su culto y el nuestro se aproximan más, por ejemplo en la confesión de la fe o en las aclamaciones doxológicas. Sin embargo, se trata aquí más de una participación de nuestro culto en el de los ángeles, que a la inversa. Pero me pregunto si un momento de culto, privilegiado por la asistencia de ángeles, no es el de la predicación, ya que la predicación es una función esencial del ministerio de los ángeles: están allí cada vez que hay que proclamar las grandes obras de Dios. Anuncian la navidad, anuncian la pascua 107; comentan la ascensión, anunciarán la parusía (Mt 13, 41; 24, 31, etc.). Y esperar, en el momento de la predicación, la ayuda de ángeles no es la menor de las consolaciones del ministerio pastoral. Sea lo que sea, la predicación de los ángeles, por ejemplo el gloria in excelsis de la noche de navidad «engloba todo lo que cristianamente puede y debe proclamarse» (H. Asmussen). Añadamos todavía una breve anotación sobre el ministerio de los ángeles. La carta a los hebreos les llama XetTOUp-fizá "veón.ata sic, o'.oxovtav a~oo~zk\ó\i.&vv. 3id toúq \i.éWo'j\ac •/Xr\novo\¡.eh a<nxY]ptav Y el apocalipsis, los súvoouXoi de los fieles encargados de dar testimonio de Jesús (19. 10). Es, pues, falso, y K. Barth tiene razón al subrayarlo, atribuirles ante todo una función litúrgica. Si ellos tienen una función litúrgica evidente es porque están muy particularmente al servicio 106 Homilía sobre Le l}. 107 Ellos no tienen un ministerio kerigmático en la pasión, sino el de ser con-soladores de Jesús (cf. Le 22, 43).

de la historia de la salvación y porque el culto de la Iglesia recapitula esta historia y la promueve. Son esencialmente, como su nombre lo indica, enviados. Poro, como Cristo, como los apóstoles, como toda la Iglesia, son enviados para regresar: para proclamar la obra de Dios, para cumplirla y para recoger el resultado de la misma y presentarlo a Dios en la acción de gracias. Como la Iglesia, ellos pasan, permítaseme decirlo, de la «misa» a la «eucaristía». Son, por este hecho, tipo de la doble orientación de la Iglesia: volcados sobre el mundo, enviados al mundo, para realizar en él la obra de Dios: y volcados sobre Dios, presentes ante Dios, para ofrecerle, en la acción de gracias, el fruto de la obra para la que han sido enviados. Como la Iglesia, su primer oficio no es más que para un tiempo, el que precede la parusía, y su segundo oficio es eterno. Pero como sucede en la Iglesia, el futuro es ya presente, su segundo oficio es ya actual. El culto responde a la misión, pero a causa de la simultaneidad de los dos eones el culto es ya posible en este tiempo de misión.

4. El mundo y sus suspiros

Dios y los fieles son los oficiantes principales del culto de la Iglesia. Pero su encuentro no es sin testigos, ya que los ángeles están allí; no está sin localización, ya que tiene lugar en el tiempo y en el espacio de este mundo. Este está, pues, también presente en el momento del culto de la Iglesia. Vamos a consagrar a esta presencia del mundo en el culto los dos próximos capítulos, en los que hablaremos del tiempo y del lugar del cuito. Podemos ser muy breves ahora, pues hemos mencionado ya los problemas que surgirían aquí, hablando del culto como expresión del misterio de la creación y notando también que el culto convoca y justifica el arte. Contentémonos, pues, con mencionar los dos puntos que crean problema ahora. Se trata, en primer lugar, de recordar bien que no es la Iglesia quien participa en el canto, en la doxología del mundo, sino el mundo el que participa en el canto, en la doxología de la Iglesia. Ciertamente en el reino no se podrá hacer esta distinción, ya que el cosmos entero estará ocupado en la doxología del Señor. Entonces no será tampoco peligroso decir que la Iglesia entona el canto del mundo, cuando alaba a Dios. Pero mientras dura el siglo presente, en el que se puede decir que el hombre ha dividido el culto del mundo, se ha hecho sordo y ciego para la gloria de Dios que llena el universo (Esd 6, 3), en el que ha renunciado a ser el liturgo de la creación y, por tanto, a cumplir su vocación de criatura magistral (cf. Gen 1, 1-2; 4); no es la Iglesia la que está invitada a entrar en el culto del mundo, es éste el que está invitado a entrar en el culto de aquélla: el mundo se ha trastornado demasiado para conseguir alcanzar a Dios. Porque sólo los bautizados son capaces, al haber sido ellos mismos reorientados, de reorientar a su alrededor el mundo entero: ellos son los liturgos del mundo. Así es como el salmo 148, que ha convocado a la alabanza a los cielos y sus ejércitos, a los astros, abismos, meteorología, superficie de la tierra, las plantas, los animales, los pueblos y sus reyes, los hombres y los

niños, así es como reúne de alguna manera todas estas alabanzas en la de Israel: él levanta la fuerza de su pueblo; para todos sus santos alabanza, para los hijos de Israel, el pueblo a él cercano. ¡Aleluya! (Sal 148, 14). El culto de la Iglesia es así la esclusa a través de la cual pasa el culto del mundo entero, su llamada a la ayuda y su acción de gracias, y, por esto, el culto no puede arrancar a la Iglesia del mundo, sino, al contrario, la vuelve solidaria del mundo. De aquí, también, la acogida que la Iglesia reserva al mundo, el amor que lleva al mundo. Es en su culto y por su culto como ella los manifiesta no solamente, sino primariamente. ¿Cuál es, pues, la liturgia del mundo en el culto de la Iglesia? Se podría afirmar en una palabra, que consiste en el ofrecimiento que el mundo hace de su tiempo y de su espacio al culto de la Iglesia. El pide a la iglesia que asuma litúrgicamente el mundo, santificando el tiempo: el domingo y el año litúrgico, y santificando el espacio: el agua, el pan, el vino y el aderezo de piedras, de madera, de luz., de colores, de sonidos, de espacio y de movimientos que van a revestir los elementos sacramentales que Jesucristo ha escogido como signos de su acción y de su presencia. Y por este día del culto, pars pro toto, toda la historia reencuentra su orientación, todo el tiempo vuelve a tomar su sentido; y por los sacramentos, toda la creación se reanima y se explica. En los dos capítulos siguientes vamos a detenernos más detalladamente en esto. En este capítulo hemos hablado de los oficiantes del culto: los oficiantes esenciales, Dios y los bautizados, que se encuentran en él y los oficiantes «de acompañamiento», los ángeles y el mundo, testigos y sirvientes del encuentro litúrgico entre Dios y su pueblo. Hemos visto, al hablar de los bautizados, que los presentes en forma corporal no son los únicos presentes, ya que con Cristo vienen todos los que le pertenecen por ser imposible encontrar y tener a Cristo, sin encontrar y sin tener con él a toda la Iglesia. También hemos visto que no están ausentes en realidad, sino que son co-oficiantes, los miembros de tal congregación que, a causa de una enfermedad o de un viaje, no participan en el culto más que en espíritu. Su participación está extremadamente atenuada, pues no pueden unirse a los dos momentos fundamentales del culto, la audición de la palabra de Dios y la comunión sacramental. Se plantea ahora esta pregunta: ¿se puede ser oficiante del culto sin asistir a él directamente, pero participando en él, por ejemplo, gracias a una retransmisión radiofónica o televisada? Respondamos muy brevemente: Para cristianos impedidos legítimamente de darse al culto por la enfermedad, la edad o la distancia, no por la pereza, por las ocupaciones de este mundo o por el temor de comprometerse, es parcialmente posible por este medio una

participación litúrgica auténtica. Parcialmente, porque faltará entonces, de una parte, la comunión fraterna; de la otra, y sobre todo, la posibilidad de comulgar el cuerpo y la sangre de Cristo. Las retransmisiones difundidas por radio o por televisión no podrían usarse como sucedáneos de la antigua costumbre, según la cual, terminado el culto, los diáconos iban a llevar a los enfermos las especies eucarísticas que quedaban, para así asociarlos efectivamente al culto de la Iglesia. Tales retransmisiones litúrgicas son equívocas: por una parte, sirven a la edificación de la Iglesia por la consolación que ellas creen aportar a los fieles que no pueden participar en el culto. Por otra, sirven a la evangelización del mundo haciéndole conocer el mensaje y la liturgia de la Iglesia. Pero uno se puede preguntar si esta manera última de cumplir estas dos tareas es legítima. En el primer caso, ¿no se rebaja el culto a una lección o a un espectáculo? 108; en el segundo, ¿no se arrojan las perlas a los puercos? La buena tradición cristiana para la que el culto era una acción, no soportaba la presencia de no bautizados. La celebración litúrgica como espectáculo, como ejercicio folklórico, como documento cultural o como cartel publicitario le hubiese espantado; hubiese visto en ella un acto blasfemo y, sin duda, con razón. Pero entonces, ¿no se pueden utilizar estos medios modernos de difusión para el servicio del evangelio? Seguramente se puede; pero convendría utilizarlos de modo que no exciten la pereza o el desprecio. Por esto, me pregunto si no habría que suprimir la retransmisión radiada o televisada de los cultos: ella contribuye esencialmente a que permanezca el equívoco de la cristiandad occidental, aunque tal vez el vacío «religioso» de los programas del domingo por la mañana trajese rnás mundo al culto que las retransmisiones actuales. En segundo lugar, me pregunto si no tendría que haber en otros momentos emisiones cristianas, tanto de cura de almas como de evangelización y de catequesis. Pero para llegar a esta solución, será necesario que todas las confesiones la adopten de modo solidario; y de una parte y de otra se estima todavía demasiado este nuevo juguete, para renunciar a las distracciones que permite y que promete. 8) EL TIEMPO DEL CULTO

108 Como, según la disciplina romana, la asistencia obligatoria a misa no implica la comunión, la repulsa de considerar como suficiente la participación en la misa delante de un aparato de radio o de televisión queda motivada débilmente: la obligación de comulgar es la que motivaría de una maneta sólida esta repulsa.

EL vidente del Apocalipsis, describiendo la Jerusalén futura, menciona en dos ocasiones que «allí no habrá noche» (21, 25; 22, 4): un día eterno amanecerá iluminado para siempre por Dios y su gloria. Pero el tiempo de la liturgia de la felicidad eterna no es todavía el nuestro. No tenemos de él más que un signo proléptico en el culto de la Iglesia. Hay, así, un tiempo del culto. En el capítulo dedicado a este problema, tenemos tres campos para explorar rápidamente. En primer lugar, será necesario hablar del domingo. Nos volveremos después hacia el problema del año litúrgico, para terminar con algunas anotaciones sobre la capacidad del culto de santificar el tiempo, es decir de reivindicarlo para Cristo y de consagrarlo a Cristo.

1. El domingo109

Convendría disponer de mucho más tiempo para hablar del domingo, porque si se intenta descubrir el misterio, este día es como un resumen de todo lo que significa el culto cristiano: él también recapitula la totalidad de la historia de la salvación y

1. Mano se exagera, cuando se afirma con un teólogo anglicano con-temporáneo: «la observancia del día del Señor está ligada a las verdades principales de la fe cristiana». 110

El dato bíblico J.J Stamm nota que La historia del sábado en Israel es... la historia de una. toma de conciencia siempre más profundizada: se reconoce primeramente el alcance social del 109 Antes de comenzar a tratar este tema, con la brevedad obligada, me gustaría indicar expresamente algunas obras importantes para facilitar la comprensión del domingo: J. DANIÉLOU, Sacramentos y culto según los santos padres. Guadarrama, madrid 21964; Le jour du Seigneur. Robert Laffon, Paris 1948 (colaboraciones de Féret, D.miclou, Congar y Romano Guardini, entre otros); H. P. PORTER, The day of light, ¡be biblical and litúrgica mcaning of Sunday. London 1960; W. RORDORF, Der Sonntag. Abhandliint.cn Thcologie des Alten und Neaen Tatament. Zürtch 1962. 110 H. P. PORTER, o. c, 49.

sábado y, más tarde, su alcance para la historia de la salvación y para el cosmos entero. 111

Se puede decir otro tanto del domingo, aunque no fue su alcance social el que jugó el papel mayor ni comienzo. Pero si la loma de conciencia del alcance del domingo para la historia de la salvación y para el cosmos ha sido bastante lenta, si ha sido necesario esperar muchos siglos para que se elabore verdaderamente una teología del domingo, el Nuevo Testamento, sin embargo, contiene ya cierto número de elementos básicos de los que nos es necesario hacer un inventario. Estos trabajos remiten a la literatura patrística y a otros estudios técnicos. Hay que reconocer que sobre este problema, a ejemplo de los reformadores, los teólogos protestantes del continente no son ni elocuentes ni muy profundos. Parece que se interesan por el problema del domingo más por razones sociales que litúrgicas (tendencia más sabática que dominical); ast, por ejemplo, la obra colectiva de J. BECKMANN, C. WESTERMANN, E. LOHSE, Verlorcner Sonntag? Sruttgart, s. a. ((Me atrevería a decir que lo que K. Bartli dice del «Feiertag» en Dic Kirchliche Dogmatik. 3, 4, 51-79, me ha parecido claramente por debajo del interés de su enseñanza ordinaria? Me pregunto si no se deberá esto a no haber atendido suficientemente a lo que dicen los padres de la Iglesia, en esta parte de su obra. Para ello, es Importante comenzar por una breve observación sobre la actitud de Jesús con respecto al sábado. Recuérdese que el sábado era un día predilecto para su obra mesiánica: no sólo predica en sábado en las sinagogas112, sino que parece que lo prefiere a otros días para realizar sus milagros 113. Es el día por excelencia en el que, a imitación del Padre, él «trabaja» (Jn 5, 17), y en el que manifiesta la irrupción del mundo venidero en este mundo que pasa. Es el día del que él es el «dueño» (Mt 12, 1-8 y par.). ¿Por qué? De ninguna manera, como se ha pensado a menudo, porque hubiese querido oponerse al formulismo judío y a sus leyes minuciosas, sino porque ya para el Antiguo Testamento el sábado anunciaba el fin, el término perfecto de la creación, el cumplimiento de la alianza entre Dios y su pueblo, y porque en él se alcanzaba este término. La actitud de Jesús con respecto al sábado es, pues, manifiestamente escatológica y mesiánica: él muestra que la antigua alianza ha alcanzado su término y que una nueva economía comienza para la historia de la salvación. Las fiestas judías, en general, y el sábado, en

111 Le Décalcgue. Ncuchatcl-Paris 1959, 48. Con todo, puede haber dudas sobre esta prioridad social. 112 Cf. Me 6, 2 par.; Mt 4, 33 par.; 9, 35; Le 4, 15; Jn 5, 59 s.; 18, 20. 113 Cf. Mt 12, 9-14 par.; Me 1, 21 s. y par.; Le 13, 10 s.; 14, 1 s.; Jn 5, 1 s.; cf. 7. 23; 9, 14, etc.

particular, no eran «más que sombra de lo futuro, cuya realidad es Cristo» (Col 2, 16). Hay, pues, en la actitud de Jesús en lo tocante al sábado un hecho totalmente paralelo a su actitud con respecto al templo: pienso en la expulsión de los mercaderes o en las palabras sobre su cuerpo que se ha convertido en el nuevo templo (Jn 2. 21); él lo ha cumplido en su persona, lo asume y, dándole su plenitud, lo hace caduco: con Jesús comienza el séptimo día y la dváíraucic; escatológica. Por esto, me admiro de que en los debates exegéticos sobre la conciencia mesiánica de Jesús, su actitud con respecto al sábado no juegue un papel más importante, porque ella proporcionaría un argumento sólido a los que afirman, con toda razón, que Jesús se creía el Mesías. Que el séptimo día, el verdadero sabado, comienza con él, se atestigua de un modo curioso en su genealogía, narrada por Mateo. El evangelista hace nacer a Jesús, como para inaugurar una séptima era, después de seis veces siete generaciones. Y se tienen numerosos indicios de que el mismo Jesús es el descanso escatológico: pienso en las palabras con que Jesús promete el descanso al que venga a él (Mt 11, 28 s.) 114, o en el hecho de que el tiempo de su presencia es el de la presencia del esposo, donde el ayuno no tiene lugar (cf. Mt 9, 14 s. y par.; 11, 17) o, también, muy particularmente, en el hecho de que el tiempo de su presencia es el del perdón de los pecadores, aquél, por consiguiente, en el que los hombres, obedeciendo al impulso del verdadero descanso requerido por Esd 1, 13 s., pueden cesar de sus mismas obras para dejar obrar al Señor115. La realidad del sábado es Cristo. Pero si Jesús es la realidad del sábado, como es la realidad del templo y de los sacrificios de la antigua alianza y de la circuncisión, pone fin al sábado al realizarlo como pone fin al templo, a los sacrificios, a la circuncisión. En otros términos, el día del culto cristiano tampoco será el sábado, sino otro día. El sábado es realizado y rebasado. Si esto es así, mantener el sábado judío significaría caer en la antigua alianza, como si Cristo no hubiese venido. Y, en efecto, se ve que los cristianos se reunían desde el origen en otro día: el que sigue inmediatamente al sábado. Comencemos por citar los indicios más antiguos de este cambio de día de culto. Los textos que se presentan más a menudo a este propósito son: en primer lugar, se dice en Hech 20, 7, como una cosa natural que los fieles se reúnen «el primer día de la semana» (¡na tcóv oappaTíov). En este día también, los 114 Este texto precede inmediatamente al de las espigas atrancadas, fundamental para nuestro propósito. 115 Los padres emplearon mucho esta idea del reposo de las obras de los pecados por haber venido Cristo con su perdón.

cristianos de Corinto son invitados a hacer acto de unidad cristiana y de generosidad fraternal, cuando «cada uno ponga aparte en su casa lo que bien le pareciere |uav sapjjáxou» (1 Cor 16, 2), Es, sin duda, el mismo día, nombrado entonces por primera vez «día del Señor» (xupiax'Q. Y]¡c£pa), el día en que el vidente del Apocalipsis fue arrebatado para contemplar el culto celeste (Ap 1, 10). Encontramos, pues, en el Nuevo Testamento dos designaciones: el primer día de la semana y el día del Señor. Día del Señor o, por contracción, simplemente el «señorial» (o «dominical») (xuraicr/.Yj), se encuentra ya en dos textos primitivos: en la Didaché (14, 1) sin explicación teológica precisa, sino con mención expresa de que es el día del perdón y de su libertad, y en Ignacio de Antioquía (Magn 9, 1), el cual precisa que en este día «nuestra vida se levanta por Cristo y por su muerte», y pone este día de culto en relación expresa con la resurrección de Cristo y su carácter vivificante para los que creen en él. El pseudo-Bernabé relaciona este día con el octavo día, el del gran descanso, origen del mundo venidero, y afirma que los cristianos celebran para su alegría el octavo día, porque en él Jesús resucitó de entre los muertos y subió a los cielos después de una aparición (15, 9). En cuanto a Justino Mártir, le llama «el nombrado según el sol», el Sonntag (Apol 67, 1). 116

Aunque se tengan los testimonios explícitos más antiguos del día del culto cristiano, es necesario, sin embargo, mencionar también algunos testimonios implícitos probables, ante todo los dos siguientes: se da primeramente el caso de que Jesús, según el evangelio de Juan, se apareció por segunda vez ocho días después de pascua, o sea el primer domingo después de pascua (Jn 20, 26)117'. En segundo lugar, se da el hecho de que el quincuagésimo día después de pascua, que parece caer en domingo, los discípulos están reunidos y reciben el Espíritu Santo (Hedí 2,1). Es verdad que el libro de los Hechos de los apóstoles menciona que los fieles se reunían cada día (Hech 2, 46) 118. Aunque se tratase quizás de una tradición 116 se puede mencionar también en el status diez, el día fijado, del que habla plinio el joven (Epist., 10,96 7), que no precisa el día de culto, solo dice que había uno. 117 Puede uno preguntarse si la tercera aparición del resucitado en la orilla del mar de Tiberíades, no debe fijarse también en domingo, ya que los discípulos no descansan (por tanto, no era sábado) y tiene este último encuentro un carácter notablemente dominical (comida y misión, significadas por la pesca milagrosa). 118 No es posible situar en el mismo plano Hech 5, 42, que no habla del culto propiamente dicho (con fracción del pan), sino de la predicación «evangelizadora», no litúrgica.

inicial abandonada más tarde, de una especie de instalación en el gran sábado escatológico o aunque se trate tal vez también de una hipérbole, al menos, para lo que concierne a aquellos que no eran los apóstoles, sin embargo, el texto no es muy claro, porque la mención del «diariamente» podría referirse sólo a la frecuentación del templo para la oración y el testimonio. Pero sea lo que sea, muy pronto y en todos los casos, en las iglesias paulinas el primer día de la semana es oficialmente el día del culto cristiano. ¿Por qué este día? Existen diversas hipótesis. H. Riesenfeld se pregunta si este día no fue escogido primeramente en relación al sábado, para mostrar que éste no bastaba ya, porque Cristo lo había cumplido. Los cristianos acudían al culto judío primeramente para oir la lectura del Antiguo Testamento o para participar en los sacrificios y en las oraciones del templo. Luego se reunían en sus casas y se regocijaban de que Cristo les había dado lo que el sábado prometía; por esta causa, en sus casas, perseveraban en la doctrina de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y la oración cristiana. Hay, es claro, una relación entre la asistencia al culto judío y las reuniones cristianas propiamente dichas. No se abandonó desde el comienzo el templo y su culto para sustituirles un culto cristiano más o menos evolucionado, sino que se continuaba frecuentando el culto judío con la convicción de que era, por así decirlo, consumado en el seno mismo del nuevo pueblo de Dios, que se constituía alrededor de los dones nuevos: la recitación de las palabras de Jesús, la fracción del pan en su memoria, las oraciones dirigidas a Cristo resucitado y la enseñanza de los apóstoles. Esta hipótesis de H. Riesenfeld, si subraya con razón la especie de tránsito del judaísmo al cristianismo que representa la comunidad jerosolimitana, con todo no me parece convincente, porque ella no parece insistir suficientemente en el carácter innovador de la nueva alianza. Por esto, hay que darle la razón más bien a G. Delling que cree que los cristianos han escogido este día por dos razones internas: de una parte, uno de los elementos constituyentes del cristianismo es que reúne una comunidad: por esto las asambleas son necesarias. De otra parte, el cristianismo es en su esencia historia de la salvación, y el culto inserta en ella a quienes la celebran; también los puntos decisivos de esta historia se convierten en datos del culto cristiano. En otras palabras, la naturaleza misma de la salud venida con Cristo exigía cultos y días destinados a éste, primeramente porque la Iglesia postula su reunión, luego para hacer memoria de los datos capitales de la historia de la salvación. Esta hipótesis supone que la Iglesia ha escogido y fijado el día de su culto por necesidad interna. ¿No se puede ir más lejos y considerar que este día no ha sido escogido por la Iglesia misma, sino recibido? Seguramente no hay en el Nuevo Testamento una institución del domingo paralela a la institución del sábado en la antigua alianza. Pero, ¿no se puede suponer —según el testimonio joánico particularmente— que el mismo Cristo, al resucitar en el primer día de la

semana y al volver a venir entre los suyos un mismo día, designó, implícita o explícitamente, este día como el de su encuentro regular con la Iglesia hasta la parusía? Añadamos una última observación. Hemos visto que Jesús es el verdadero sábado, porque él lo realiza. Esta realización ha provocado en la Iglesia dos consecuencias; la segunda de ellas solamente tiene una incidencia directa en el día del culto. De una parte, con Jesús ha venido el verdadero descanso o una anticipación del mismo: es lo que subraya tan fuertemente el capítulo 4 de la carta a los hebreos. El descanso consiste para toda la Iglesia primitiva, no en consagrar un día a Dios, sino todos los días; y no en abstenerse del trabajo corporal, sino del pecado; consiste, por hablar como Pedro Viret, en descansar de nuestras obras para dejar que Dios se afane en nosotros. Desunes de la venida de Cristo estamos constantemente en el sábado. De otra parte, y es en donde vamos a detenernos, esta realización del sábado por Cristo ha provocado un cambio del día del culto: en adelante, el pueblo de Dios se reúne para rememorar la salvación no en el séptimo día, sino en un nuevo día llamado tanto primer día de la semana como día del Señor. El primer día de la .semana Hemos visto que los cristianos se reúnen el primer día de la semana (Hech 20, 7), es decir el día en que Jesús resucitó (cf. Mt 28, 1; Me 16. 1-2; Le 24. 1; Jn 20, 1). El día del culto cristiano es, pues, memorial de la resurrección de Cristo. Cada domingo es un día de pascua. En este día la Iglesia celebra el gran comienzo, la posibilidad de un porvenir distinto a la muerte, la victoria de Cristo sobre el imperio de Satán. Es un día de triunfo y de libertad. En este mundo de servidumbre y de muerte cada semana la pascua se proclama y se vive por la Iglesia plenamente. Es la afirmación central. La historia de la Iglesia ha conocido, por referencia a la pascua, un segundo memorial ligado al primer día de la semana: el memorial de este primer día del mundo en que Dios separó la luz de las tinieblas (Gen 1, 4-5) y, por tanto, el memorial de la creación del mundo. «El santo día del domingo es la conmemoración del Salvador. Es llamado señorial porque es señor de los días. En efecto, antes de la pasión del Señor no se le llamaba domingo, sino primer día. El Señor ha comenzado en este día las primicias de la creación del mundo; y el mismo día dio al mundo las primicias de la resurrección. Debido a esto, este día es el principio de toda beneficencia, de la creación del mundo, de la resurrección y de la semana», dice un autor del siglo quinto 119. La Iglesia lo recuerda en el prefacio

119 EUSEBIO DE ALEJANDRÍA: PG S6, 416.

eucarístico tradicional, al afirmar que el domingo no es el memorial solamente de la nueva creación, sino también de la primera. El día del Señor Hemos visto que el Nuevo Testamento llama al día del culto cristiano no sólo el primer día de la semana, sino también el día del Señor (Ap 1, 10). ¿Se da alguna diferencia de matiz entre estos dos términos? Sin querer urgir demasiado, parece posible decir que si el término «primer día de la semana» liga el domingo al pasado de la historia de la salvación, a su dato central, la resurrección de Jesús, y, a partir de ahí, también a su dato inicial de la separación de la luz de las tinieblas, el término «día del Señor» le liga más bien a su futuro. En efecto, el día del Señor, el día de Yavé del Antiguo Testamento, tiene una connotación escatológica evidente 120. El domingo es su presencia anticipada: él no es, pues, solamente memorial de la resurrección, sino también presencia anticipada de la parusía. Se trata de este octavo día del que habla el Pseudo-Bernabé (15, 9), de este día posterior al fin del mundo, que ha desempeñado un papel tan importante en la teología del domingo de los padres y que, en la tradición occidental sobre todo, ha influenciado tanto en el milenarismo y en la formación de una teología de la historia. Puede preguntarse uno si es posible interpretar también en este sentido el milagro de pentecostés, preludio, según la profecía de Joel 2, 28 s-, del «glorioso y gran día del Señor» (Hech 2, 20). El día de pentecostés, en efecto, resalta sin duda el misterio del octavo día, puesto que es el primer día que viene, una vez que el séptimo ha encontrado su plenitud en su propio múltiplo. Como día del Señor, el domingo aparece a la vez como memorial de pentecostés, día escatológico en que el Espíritu, prenda del mundo venidero, ha sido dado a la Iglesia, y como anticipación de la parusía. La importancia del domingo El domingo, después de lo que acabamos de ver, tiene una significación cuádruple: es memorial de pascua y de pentecostés Y, hacia atrás y hacia adelante, memorial de la creación primera y anticipación de la nueva, la pascua y pentecostés siendo en el tiempo, por lo demás, restitución de la creación primera en la alegria de su bondad y arras de la nueva creación en la ambigüedad, pero, sin embargo, en la realidad de su presencia ya testimoniada. Hemos notado, al comienzo de este libro, que el culto es recapitulación de la historia de la salvación. Vemos ahora cómo el día del culto cristiano es apto para permitir esta recapitulación y para significarla; y encontramos verificada la afirmación de H. B. Porter, mencionada al comienzo de este capítulo: «la observancia del día del Señor está ligada a la observancia de las verdades principales de la fe cristiana». Pero nos conviene, ahora,

120 Cf. 1 Cor 1, 8; 5, 5; 2 Cor 1, 14; FU 1, 6.10; 2, 16; 1 Tes 5. 2.4; 2 Tim 1, 12; etc.

explicar lo que hemos encontrado al hablar de la necesidad, de la ambigüedad y de la historia del domingo. G. Delling, citado hace poco, justifica la necesidad del día de culto por dos razones. Primeramente, porque la Iglesia es un pueblo y porque éste debe poder encontrar su epifanía al reunirse un día de culto; es pues, necesario por razones eclesiológicas esenciales, y los que ponen en duda la necesidad de esta reunión litúrgica están, por este hecho, tentados, si es que no han sucumbido ya a esta tentación, de atomizar la iglesia y de individualizar la vida cristiana. No hay Iglesia posible sin culto, porque Jesús ha prometido su presencia donde se reúnen en su nombre (Mt IR, 20). Partiendo de esto. Cristo envía la Iglesia al mundo, y en él Cristo recibe la Iglesia que acaba de regocijarse ante él, porque aun los demonios se someten en su nombre (Le 10. 17). Pero si es necesario para la Iglesia tener días de culto, porque ella es un pueblo, estos días no son ad libitum; no se trata sólo de un día de culto, se trata de tal día de culto, el domingo. Este día es necesario a la Iglesia porque le recuerda la victoria de Cristo sobre la muerte y la efusión del Espíritu Santo, porque le permite hacer cada semana el memorial de lo que le ha originado su existencia; y uno sabe que, según la mentalidad bíblica, la celebración de un memorial no es un ejercicio de memorización intelectual únicamente, sino una auténtica participación en lo que es el objeto del memorial. En el domingo se participa en la pascua y en pentecostés.121 Y, por esta razón, la Iglesia no podría aceptar que el mundo le diera otro día de culto, aun cuando é.slc escogiese otro dia de descanso. Admitamos, por ejemplo, que Francia decide fijar el día de descanso semanal en el que se dio el 14 de julio de 1789; o que Rusia lo fija en el que se dio el desarticulamiento de la revolución de octubre de 1917; o que tal república africana lo fija en el día que vio proclamada su independencia; o que la ONU lo fija universalmente en aquel que vio la proclamación de la carta de San Francisco en 1946, para servir cada semana de memorial de estos acontecimientos y para que los pueblos los gocen mediante el descanso. En estos casos, la Iglesia no tendría el derecho de cambiar su día de culto por estos días de descanso profanos. Porque entonces renegaría de su Señor, tanto como si hubiese mantenido el sábado judío. En estos casos, sería necesario, pues, que ella protestase manteniendo

121 Se participa también en la primera separación de la luz y las tinieblas, y se gusta ya el mundo venidero. Este último elemento desempeña, sin duda, un papel más inmediato en la teología neotestamentaria que el primero; sin embargo, no está unido al domingo como el memorial de la pascua y de Pentecostés, pues Jesús no prometió que vendría en domingo. Este elemento fundamental del culto cristiano podría manifestarse otro día de la semana; si ha contribuido a la teología del culto, no lo ha hecho directamente a la del domingo, si no es para darle, quizás, su nombre de «día del Señor».

su día de culto el domingo, aun cuando, como sucedió en los tres primeros siglos, éste no fuese ya día festivo. Aquí se tiene la prueba de que en el domingo el anuncio de la pascua supera absolutamente al día de descanso y que querer justificar el domingo «socialmente» por el descanso, antes que «litúrgicamente» por el culto, sería falso e inadmisible. Si fuese de otra manera, si el descanso superase el memorial de la victoria de Dios, la Iglesia naciente no hubiese adoptado otro día de culto distinto al sábado. Este cambio de día de culto en la Iglesia apostólica es la prueba más fuerte de que no se comprende verdaderamente el domingo, cuando el cuidado social del descanso semanal supera al cuidado pascual de la alegría semanal. Pero 'i domingo no es necesario sólo porque la iglesia es un pueblo encargado de reunirse para rememorar lo que la justifica. También lo es, por que el eón presente dura todavía y, por tanto, porque no ha amanecido aún el dia, en el que sin ningún género de duda el nombre del Padre sea santificado, venga su reino y su voluntad. El domingo es, pues, necesario a causa de la situación de la Iglesia en el mundo: por él, ella atestigua la presencia ya real del mundo venidero. No es sólo el carácter comunitario de la Iglesia, ni tampoco el memorial de la pascua y de pentecostés, los que exigen el domingo; es que todo día de la semana no es todavía domingo, es que el «octavo día» no ha amanecido aún con resplandor y triunfo. De este modo, negar la necesidad del domingo, día de culto, y por consiguiente, negar la necesidad del culto, es falsear la situación de la Iglesia, bien descuidando la presencia ya actual del reino venidero, lo que vacía a la pascua y a pentecostés de su realidad, bien descuidando la presencia todavía actual del pasado de la creación caída; es, pues, o no solidarizarse con el reino de Dios negando su presencia real, o no solidarizarse con el mundo que pasa negando su permanencia real. La Iglesia está ya segura de la actualidad del porvenir; pero no tiene todavía el descanso de modo diferente al descanso de su pecado, es decir no lo tiene en otra forma que la del perdón. Esto nos lleva a hablar de la ambigüedad del domingo. Es un día como los otros y, sin embargo, diferente de los otros. Como los otros, él tiene 24 horas de sesenta minutos. Como los otros, se sitúa en relación a las estaciones y a la luna, lo que muestra la forma de datar la pascua, pero es diferente de los otros, no tanto, insisto en ello, porque es un día en el que cesa o se atenúa el trabajo, sino porque es el día del encuentro del Señor con todo su pueblo: el día de la comunión cristiana y de la nueva alianza. Para comprender esta ambigüedad del domingo es necesario, quizás, recurrir a uno de los aspectos fundamentales de la doctrina de los sacramentos. El pan y el vino eucarísticos son pan y vino como los otros, sin embargo, son también diferentes, porque se vuelven a su verdadero destino, porque secretamente justifican y santifican todas las comidas de este mundo por la promesa del banquete mesiánico que hay en ellas. Pero el que no tiene la fe no ve en ellos sino pan y vino. Asimismo el domingo restituye eI tiempo a su verdadero destino de duración doxológica y secretamente, volveremos sobre este punto, justifica y santifica todos los otros

días. Pero no lo hace sino para quien tiene la fe. El domingo se sitúa así en este ambiente sacramental que ordena toda la vida eclesial, donde todo se refiere a la victoria de pascua para quien cree en ella; él forma parte, a pesar de la apariencia de su «materia», de estas parábolas que abandonan en su ceguera y en su sordera a los que el misterio del reino de Dios no ha sido revelado (Me 4, 11 s.). El es para los de este mundo tan inverosímil como el título de la cruz. Y lo seguirá siendo tanto cuanto dure él mismo, es decir tanto cuanto el mundo venidero esté oculto entre nosotros. Por esto, no hay que extrañarse de que los no cristianos no sepan qué hacer de su domingo y que este día les desconcierte. Por esto, también, se puede preguntar legítimamente si en nuestras circunstancias actuales no es una falta de amor para con el mundo continuar imponiendo el domingo a aquéllos, para quienes él no puede ser sino un día vacío, de fuga, de soledad y, a menudo, de suicidio. Es totalmente falso sospechar que el culto de la Iglesia es una huida para ella. La Iglesia no huye del domingo, sino el mundo. La Iglesia se recoge para dar gracias y para volver a encontrar la alegría, la paz y la fuerza, en vistas de su misión en el mundo. La historia del domingo, uno de los tests más sintomáticos para comprender la conciencia que la Iglesia ha tenido de sí misma a lo largo de los siglos, nos conduciría muy lejos si quisiéramos seguirla detalladamente. Contentémonos, pues, con destacar en grandes trazos que no se conoce tiempo en el que la Iglesia no haya celebrado el domingo; pero sólo a partir del siglo cuarto (es decir a partir del 7 de marzo del 321, cuando el emperador Constantino decreta que el día del sol sería día festivo) esta historia llega a ser verdaderamente interesante; porque, desde esta fecha, se establece una especie de concurrencia entre el domingo, día del Señor, y el día del descanso semanal. Para ver la lucha de los mejores teólogos de la antigüedad contra el deseo de sabatizar el domingo, hay que reflexionar Sobre la afirmación de Jean Daniélou que considera como un «drama» el hecho de que, antes del siglo cuarto, los cristianos han debido distinguir el día del culto y el día del descanso. No era un drama del todo. Este mas bien sobrevino después: en el momento en que se hizo la unión de del culto-dia del descanso, el domingo (día de alegría pascual) 122 fue atraído cada vez mas del lado de un «sábado» cristiano, dia de descanso social, a pesar de la protesta de cierto padres.

122 TERTULIANO, De corona, 3, pide que los fieles no se arrodillen el domingo; igualmente el concilio de Nicea (can. 20). Téngase también presente que el domingo no es un día de ayuno, ni siquiera en cuaresma y adviento.

Esta tensión entre el día de culto y el dia de descanso ha conocido diversas suertes y en el protestantismo, muy particularmente muy particularmente en el anglo-sajón y holandés de los siglos XVII y XVIII, el domingo se ha inclinado más hacia un legalismo sabático muy profundamente contrario a la teología dominical de la Iglesia naciente y de la Iglesia primitiva. De esta época, también, datan lodos los falsos problemas que embrollan aún hoy nuestra práctica: el de una santificación del domingo por el paro forzoso, antes que por la celebración del culto, y el de una «socialización » del domingo.

Nosotros vamos a concluir diciendo que no se han cumplido dos condiciones. La primera es que uno aprende que no es el mundo el que puede santificar el domingo por sus leyes protectoras: más bien, es el domingo el que santifica el mundo y los días del mundo por su culto. La segunda condición es que uno se da cuenta de que el paro forzoso no santifica el domingo, sino el culto y éste en su plenitud. Los lamentos protestantes a propósito de la profanación del domingo por el mundo no tienen ningún interés. Mucho más importante es la profanación del domingo por arrancarle su corazón: la celebración eucarística. A este respecto, sería interesante examinar históricamente si la legislación, el carácter sabático dado por el protestantismo al domingo, no se debe mayormente a la privación eucarística del domingo casi constantemente. Se celebraban cultos hasta mediados del siglo XVIII no solamente el domingo, sino también los días de semana, al menos en las poblaciones. Estos cultos entre semana, que comprendan de ordinario predicación, no se distinguían mucho de los cultos dominicales y esto contra el parecer Calvino que se sublevó hasta muerte contra el abandono de la eucaristía semanal. ¿No habrá que distinguir entonces de otro modo que por la celebrar eucarística el culto dominical de los cultos entre semana? Y es esta la razón profunda por la que esta distinción se ha he poco a poco en otro plano distinto al litúrgico: en el plano sor en tanto que la Reforma no ha querido jamás poner fin al mingo? Esto permitiría creer que la mejor manera de exorci el carácter sabático dado por el protestantismo al domingo sistiría en dar al culto del domingo su verdadera dimensión la celebración de la eucaristía. El domingo, en este caso, sería tampoco necesariamente el día del descanso (éste no depende de decisiones eclesiales, sino de decisiones «mundana.» sería el día de la comunión. Es verdad que entonces haría falta combatir la especie devaluación «católica» del domingo, interpuesta con la ayuda de la influencia monacal que también ha establecido un dia entre día del Señor y día de comunión, no porque quite la del domingo, sino por implantarla en otros o aun en todos días de la semana; esto falsifica también el domingo. La ficación «protestante» del domingo sitúa a éste en el mi nivel que los días de este mundo y compromete la tensión e teológica en la que vive la Iglesia en favor del eón prese; mientras que la falsificación «católica» del domingo pone ei mismo nivel los días que no son aún los del Señor, me at a decirlo, sino los de la luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Ve y compromete la tensión escatológica en la que vive la iglesia en favor del eón futuro.

Luego importa, como lo comprendía la Iglesia primitiva: que la tensión escatológica sea respetada por una neta distinción entre el día eucarístico y los días sin eucaristía. Esto no quiere decir que en el mundo actual está ausente el domingo 15. Aunque Calvino, por ejemplo, intentaba distinguirlos por el hecho dedicar en domingo sobre textos evangélicos en vez de perícopas del Antiguo mentó o de las epístolas (a veces hacía excepciones con los salmos). predicaciones recuerda su presencia; tampoco significa que el mundo Venidero lo está durante la semana, pues se da la devoción privada y los oficios. Pero lo que convierte el domingo en tal dia lo que le da su color, no es el paro forzoso ni tampoco, de suyo, la reunión del pueblo de Dios, sino la reunión de éste para la eucaristía. Ella convierte el domingo en domingo y cuando se olvida esto, el domingo está comprometido. Tal es la lección que se puede sacar, en principio, de la historia del domingo.

2. EL año litúrgico

Si el domingo es el día de culto por excelencia, la Iglesia desde la más alta antigüedad, ha dado a muchos domingos, como a las semanas que ellos abrían, un color particular, una intención memorial específica. Es lo que se llama el año litúrgico o eclesiástico que, sin estar enteramente exento de relaciones con las estaciones del año solar, no deja de mostrar que la Iglesia es algo distinto a una especie de aduladora de los ritmos de este inundo; por el contrario, pone en duda este mundo y sus ritmos. Comencemos por algunas observaciones muy breves sobre la historia de este año litúrgico. Desde luego se plantean dos preguntas: ¿cuándo se ha comenzado a celebrar no sólo el domingo en general, sino tal domingo o tal fiesta particular? Y la segunda: ¿cuál ha sido el domingo o la fiesta punto de partida del año eclesiástico? Es extremadamente difícil responder a la primera, y los eruditos están lejos de ponerse de acuerdo a este respecto. San Juan, cuando recuerda que «la pascua de los judíos estaba próxima» (2, 13; 11, 55), ¿presupone implícitamente que en el momento en que escribe hay una pascua de los cristianos que cae en otro día? Se duda en admitirlo, aunque los cristianos de Asia Menor, que entran en el siglo segundo en conflicto con la Iglesia de Roma a propósito de la fecha de la pascua, se refieren expresamente a la enseñanza de san Juan. San Pablo, cuando anuncia a los corintios que quiere permanecer en Efeso hasta pentecostés (1 Cor 16. 0), ¿presupone en ellos el conocimiento del calendario judío o alude a una celebración del pentecostés cristiano? Se está de acuerdo en general al pensar que solo puede tratarse de la fiesta judía. ¿Por qué, entonces, según los Hechos da los apóstoles, quien él, por ejemplo apresurarse por llegar a Jerusalén, a donde ya fundamentalmente para

encontrar la Iglesia, en Pentecostés (21) 16)? Es muy difícil responder con certeza a estas pregunta porque hay que esperar al siglo segundo para encontrar testimonios indudables de fiestas cristianas anuales. Ordinariamente se cree que la Iglesia naciente no conocía más que el memorial semanal y que hizo falta que se esfumase la espera de un parusía inminente, para que se pusiese a calcular en años. K. Hol afirma: El consentimiento es general: las fiestas mayores d los cristianos no eran fiestas anuales, sino fiestas semanale: La pequeña multitud que esperaba impacientemente la purusia del Señor no calculaba en años. Confieso ingenuamente que no he encontrado todavía un argumento que me persuada de verdad, histórica y psicológicamente, de que la Iglesia apostólica vivía en una espera inmediatamente de la parusía: la manera con que se organiza, la paciencia sorpréndente con que san Pablo prosigue su tarea misionera (c: Gal 1, 17 s.; 2. 1; Hech 27, 9 s., etc.) o asegura su sucesión (cf. Fil 2, 21 s.; cartas pastorales), la catequesis que la Iglesia organiza y tantas otras cosas, me hacen pensar que los apóstol no enseñaban de seguro una parusía inminente: y los testimonie de una cierta instalación de la Iglesia en el tiempo, lo que juzga prudente relacionarlo siempre con un enfriamiento de la esperanza cristiana, pueden jalonar bastante bien los pasos progresivos de una fidelidad en el orden de la subsistencia. Por esto, estaría tentado de creer que ni la Iglesia de Jerusalén las otras Iglesias apostólicas han podido dejar pasar la pascua Pentecostés de los judíos sin celebrar en ellas, de una manera particular, su pascua y su pentecostés. Por tanto, se debe admití que es preciso aguardar a los debates, no tanto sobre la fechas de pascua como sobre la tradición de la fecha de pascua, hacia la mitad del siglo segundo, para tener testimonios ciertos de una celebración del año litúrgico. Pero si es difícil responder a nuestra primera pregunta y saber con precisión cuándo comienzan la celebración de fiestas cristianas no semanales, sino anuales, es fácil, en cambio, responder a nuestra segunda, pregunta: la fiesta de la pascua ha sido ni punto de partida del año litúrgico. De cualquier modo, por esta fiesta el año ha recibido su domingo. Habría que disponer de tiempo para entrar en los detalles de la historia del año litúrgico que contrariamente a lo que se podría pensar, no ha atenuado la teología del domingo, sino, al contrario, ha contribuido a permitir que la Iglesia tomase siempre más profundamente conciencia de su misterio 123. Muy pronto, la celebración pascual anual se ha visto encuadrada por seis semanas de preparación (la cuaresma, que ha tomado toda su amplitud con la reglamentación del catecumenado prebautismal) y por siete semanas de exultación, que concluían en pentecostés, comienzo de una octava semana. Se ha empleado mucho tiempo en especificar, en esta «gran semana», el día de la ascensión y el de pentecostés. Al comienzo, la Iglesia celebraba, durante una semana de

123 Quizás sea el ciclo de navidad una excepción; véase más adelante.

semanas, la victoria de Cristo, su exaltación y la irrupción del siglo venidero por la efusión del Espíritu. 124

Creo que es muy importante, para comprender la teología pascual de la Iglesia primitiva, subrayar cuánto ha influido el ritmo semanal en la tradición litúrgica: la fiesta de pascua aparece flanqueada con una semana de semanas (sin domingo) de ayuno y de preparación y con una semana de semanas (con domingo) de alegría y gozo. Mucho más tarde, empezó la Iglesia a celebrar el nacimiento de Cristo. Antes de la segunda mitad del siglo cuarto no se celebraba la navidad, y se tiene la impresión de que la Iglesia empezó a hacerlo con una conciencia un poco dividida. ¿Dividida porque fue necesario elegir una fecha completamente inventada? esta elección fue Influenciada por el ritmo solar, puesto que después de haber vacilado a favor del 6 de enero, se Fijo finalmente en una fecha muy próxima al solsticio de invierno, día en que el sol invencible recomienza su curso de luz y de vida. ¿Dividida porque no era posible encontrar en la navidad un recurso semanal, pues navidad no se celebraba cada semana como lo era la pascua, a pesar del gran domingo anual de primavera? Es curioso ver cómo no se fijó la fiesta de la natividad un domingo, por ejemplo el primero después del solsticio de invierno, sino que se eligió una fecha fija separada del día de culto por excelencia. ¿Dividida porque no era tradicional celebra fechas de nacimientos? En la Iglesia primitiva las fechas de nacimiento, como se decía, no eran las del primer nacimiento sino las del nacimiento a la glorificación, por ejemplo las fecha; del martirio; no hay que olvidar que la sagrada Escritura no parece apreciar mucho las fiestas de cumpleaños, ya que sól cuenta el del Faraón y el de Herodes. Sea lo que sea, es útil recordar que la Iglesia ha esperado: casi cuatro siglos antes de celebrar la navidad en un día determinado; y lo es mucho más cuanto que la celebración de navidad es actualmente entre nosotros la fiesta cristiana por excelencia. Lo mismo que la pascua tenía de alguna maneras complemento litúrgico en la cuaresma y en la «gran semana así también se ha exaltado navidad con un tiempo de preparación (las cuatro semanas de adviento) y un tiempo de exultación (Ios días que separan navidad de la epifanía). Alrededor de estos dos grandes ciclos, el de pascua, anterior cronológica y teológicamente, y el de navidad, se ha cristalizado poco a poco todo año litúrgico, al capricho de una fortuna variable, algunas veces contradictoria y sobre la que la Iglesia no ha tenido nunca un intimidad. 125 124 Recordemos que e! concilio de Nicea, en 325, fijó la manera de calcular la pascua en el cristianismo. Es el primer domingo después del plenilunio que sigue al equinocio de primavera. 125 Por eiemplo, la fiesta de la Trinidad se celebra, en occidente el primer domingo después de pentecostés; en oriente, este domingo es la festividad de todo los santos.

Hay que añadir que, desde el siglo segundo al menos, aquel también es difícil fijar el terminus a quo, la Iglesia no celebra sino el domingo, pero indicaba además, por la práctica de ayuda 16. CULTO el miércoles, día de la traición de Jesús, y el viernes, día de su muerte, conmemorando así el conjunto del misterio de la salvación cada semana. Hacia el final del mismo siglo, por paralelismo a la fiesta anual de pascua, da una correspondencia anual a estos miércoles y viernes de ayuno, no celebrando el viernes santo, que no se hará hasta mucho más tarde, sino conmemorando ciertos mártires en los que Cristo continuaba sufriendo, siendo traicionado y condenado a muerte. Al fin del medievo, el aparato del año litúrgico había llegado a ser tan pesado y amenazaba de tal manera distraer de la verdadera fe, que la Reforma se dedicó a aligerarlo considerablemente. Tampoco aquí podemos entrar en muchos detalles. Señalemos solamente que esta estilización del año litúrgico ha sido muy diversa de una región a otra, de una Iglesia a otra: aquí más conservadora, allí más radical. Lutero, por ejemplo, aunque hubiese deseado ver las fiestas atraídas por el domingo más próximo, quería mantener todas las fiestas que se pudiesen relacionar directamente a la historia de la salvación, resumida por el símbolo de los apóstoles; por tanto, no sólo navidad, pascua, la ascensión, pentecostés, sino también la anunciación, la candelaria, la circuncisión de Cristo, la epifanía. Supo ser paciente también respecto a otras fiestas: en 1523 suprimió el corpus, la fiesta de la eucaristía, instituida en occidente a partir de 1264, mientras que el mismo año pedía tener paciencia antes de suprimir las fiestas del nacimiento de la Virgen, el 8 de setiembre, y la de su asunción, el 15 de agosto; sin embargo, en ciertas iglesias luteranas estas fiestas fueron mantenidas más tarde, lo mismo que la conmemoración de los apóstoles, de san Miguel y de ciertos santos. En cuanto al Prayer book, el propio prevé la celebración del ciclo de navidad y el de pascua ya tradicionales, la conmemoración de los apóstoles, incluida la conversión de san Pablo, de los evangelistas, de san Juan bautista, de san Miguel y de todos los ángeles y de todos los santos. En la Iglesia reformada se procede, en esto también, de la manera rnás violenta. Las ordenaciones del Palatinado sólo conservan la conmemoración del día de navidad, del día de año nuevo126, de pascua, de la ascensión y de pentecostés. Y las de Jülich y Berg en 1671, enumeran navidad, la circuncisión, antes que el día de año nuevo, viernes santo (es nuevo), pascua, la ascensión y pentecostés. Esta última lista corresponde a la que establece la Confesión

126 Lutero protestaba contra una celebración de este día que no fuera la de circuncisión del Señor.

helvética posterior, que rechaza expresamente la conmemoración de los santos y añade: Confesamos que no es infructuoso que en un tiempo y lugar conveniente la memoria de los santos se recomienda al pueblo en los sermones públicos y que el ejemplo de los santos se proponga para ser imitado. 127 Hay que notar, sin embargo, que en ciertos sitios se intentado suprimir enteramente el calendario eclesiástico, como en Escocia, o suprimir la fiesta de navidad, como en Neuchátel: pero el pueblo no aceptó tales derribos y, aun si las razones de oposición no eran quizás de una perfecta pureza teológica, hay que alegrarse de ello, porque el año litúrgico combate eficazmente un docetización del evangelio. Tenemos, en efecto, que preguntarnos sobre la legitimidad y una celebración del año litúrgico. A primera vista, parece que el Nuevo Testamento niega es legitimidad: san Juan hace subir a Jesús regularmente a Jerusalén salen los días de fiesta, para significar que él es su cumplimiento y, por consiguiente, su fin. San Pablo, al ver que los gálatas observan los días, los meses, las estaciones, los años, teme haber trabajado en vano entre ellos (Gal 4, 10), porque las fiestas, lo novilunios, los sábados, son sombra de lo futuro, cuya realidad es Cristo(Col 2, 16). A menudo se ha deducido de aquí un devaluación general del año litúrgico cristiano; pero, ciertamente, sin razón. Lo que el apóstol combate es una manera inactínica, es decir judía, de observar el año litúrgico; es no comprende que dicha celebración compromete la fe cristiana, y yo diré con gusto que el resultado de esta polémica explícitamente paulina e implícitamente joánica contra la observancia del año litúrgico judío y que la manera de celebrarlo es un test de la fe que uno confiesa y que tiene, por consiguiente, que manifestar lo que se cree. La legitimidad de una celebración del año litúrgico está, pues, sometida a una condición absoluta: que el ciclo de este año celebra a Cristo. Oigamos a A. D. Müller: El año litúrgico no puede ser sino un desarrollo de la revelación que llega a ser acontecimiento en Cristo, es decir que el año litúrgico no puede ser más que un año de Cristo. Pero para poder serlo, hace falta que este año litúrgico tenga en cuenta la cristología de las cartas a los colosenses y a los efesios, según la cual Cristo no es solamente el Jesús de la historia, sino también el Señor de la historia y la encarnación de todos los poderes creadores del cosmos... De este

127 W. NIESEL., o. c., 205.

modo, el año litúrgico sirve para desarrollar y realizar sobre la superficie tan vasta de la vida histórica y natural el conjunto de lo contenido en la revelación cristiana... En otras palabras, el año litúrgico no comprendería solamente las fiestas cristianas, sino que abarcaría igualmente la juventud, la maternidad, la enfermedad, la patria, las cosechas, el trabajo, el año nuevo y qué sé yo cuántas cosas más. Esto me parece totalmente falso y está precisamente en la línea de los «novilunios», que san Pablo no admite (Col 2, 16). Es falso, no porque Cristo no haya llegado a ser el Señor del cosmos, ni porque éste no tenga el derecho de pedir acceso al culto de la Iglesia para encontrar su verdadera orientación, sino por estas dos razones: en primer lugar, porque el culto cristiano celebra la historia de la salvación del mundo y, por tanto, el Jesús histórico, el único que nos permite comprender el Cristo cósmico; en segundo lugar, porque el cosmos no necesita ser celebrado, ya que está llamado, por el contrario, a entrar en la celebración que alaba y confiesa a Jesús de Nazaret como Cristo de Dios. Y este acceso del cosmos a la liturgia de Ia Iglesia es suficiente por el hecho de que el culto para ser él mismo tiene lugar en el tiempo, necesita pan, vino, sonido y luz. Además, el cosmos y sus fuerzas están también en el evangelio de la ascensión. El criterio, según el cual el año litúrgico no es legítimo sino en la medida en que ayude a celebrar la historia de la salvación realizada en Jesús de Nazaret, permite elegir y clasificar las fiestas cristianas. Entonces es legítimo celebrar el nacimiento de Jesús, su pasión, su resurrección, su ascensión y el envío del Espíritu Santo, con todo lo que gravita inmediatamente alrededor de estas fiestas: la anunciación, la circuncisión, la epifanía, el domingo de ramos. Es legítimo también que la Iglesia se prepare a estas fiestas y que se goce en ellas, es decir que los dos puntos culminantes del año litúrgico, pascua y navidad, estén precedidos y seguidos de semanas que permitan vivirlos bien. Pero el criterio que hemos seguido permite excluir, en consecuencia, ciertas fiestas introducidas abusivamente en el año litúrgico, creadas por nuestro orgullo y nuestro aburrimiento. No tiene que plantearse la pregunta mundana y descristianizada: «¿qué haremos el domingo?», como si la celebración de una pascua semanal se hiciese fatigosa y hubiera que imaginar, entonces, un domingo de las madres, un domingo de los enfermos 128, un domingo de las cosechas, un domingo de la patria y qué sé yo. En verdad, habría que tener valor para poner fin a este abuso, a este chantaje y a esta amenaza. ¡Si el mundo se aburre el domingo, la Iglesia no tiene que santificar este aburrimiento, prostituyendo este día! Aquí se plantea otra pregunta: esta reducción cristológica del año litúrgico ¿suprime toda conmemoración de los acontecimientos de la historia de la

128 ¡Los enfermos están presentes en todos los evangelios que relatan curaciones!

salvación acaecidos después de pentecostés, se trate de la conversión de Pablo, del martirio de Esteban, de la muerte en la fe de todos los santos o de la fijación de las 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittemberg (porque el domingo de la Reforma sería en extremo peligroso si se lo alinea con pentecostés, más bien que con la conmemoración de un santo)? Para responder a esta pregunta es preciso recordar que nunca se puede tener a Jesús sin tener con él a su Iglesia, pero que jamás esta le reemplaza. Por esto, me parece en principio que no en el domingo, sino entre semana, debería hacerse memoria nominalmente, en la devoción privada o en los oficios cotidianos, de los apóstoles, de los santos, de los mártires, de los profetas 129, de los reformadores, de los arcángeles y de los ángeles (San Miguel) y que en domingo debería bastar su mención en el memento y en el prefacio eucarísticos: efectivamente ellos están ahí en su verdadero lugar, exceptuándose el recuerdo, hecho a lo largo de la predicación, del ejemplo de aquel cuyo recuerdo se conmemorará en la semana que se abre, puesto que: no es infructuoso que en un tiempo y lugar conveniente la memoria de los santos se recomiende al pueblo..., y que al ejemplo de los santos se proponga para ser imitado. 130

Está claro que este recuerdo entre semana 131 no provocaría días festivos. Los abusos del medievo sobre este punto están ahora suficientemente olvidados, como para no tener que pedir con Lutero que los aniversarios de los grandes testigos de Cristo se trasladen a los domingos. Nos es necesario ver si es útil la legitimidad establecida del año litúrgico. En la medida en que comprendemos que se trata de una conveniencia de disciplina eclesiástica y no de una obligación de la que depende la salvación eterna, el año litúrgico es de una utilidad evidente, porque proporciona año tras año una repetición (repetitorium) de la historia de la salvación: da a las autoridades de la Iglesia la seguridad de que en todas las parroquias se proclama el fundamento de la salvación y de lo que justifica la existencia de la Iglesia; obliga a los pastores a procurar constantemente alimento en el evangelio para la fe y la vida de sus rebaños; ofrece a los fieles la oportunidad de gustar la plenitud del misterio de

129 La festividad de san Juan bautista no basta para mantener viva, en !a conciencia de la Iglesia, que la historia de Israel forma parte de la historia de la salvación. 130 Confesión helvética posterior; cf. W. NIESFX, O. C, 269. 131 Este recuerdo se encuentra reducido a la lista prescrita por el Prayer Book, por ejemplo; pero, ¿por qué no añadir el 31 de octubre, conmemoración de la Reforma?

la salvación y al mundo la ocasión de reflexionar ante los grandes llamamientos del amor de Dios. Si se prueba la utilidad de respetar el año litúrgico por lo que se acaba de enumerar, sin embargo, no se sigue que éste deba cristalizarse en las 52 semanas del año, para que cada domingo tome su aspecto y su contenido propio. Por esta causa, hay que afirmar que la Iglesia reformada ha prestado un gran servicio a la Iglesia, por muy viva que haya sido su reacción contra el año litúrgico, al negarse a seguirla en lo que no eran las fiestas y, por consecuencia, al negarse a alinearse con la reforma luterana y anglicana. Ciertamente, no es que la protesta reformada no haya provocado en este punto estragos tan graves como los que quería curar, pues de ella ha venido la incoherencia y la improvisación en la elección de los textos de la predicación reformada; pero ha mostrado que el quinto domingo después de epifanía o el decimoséptimo después de la trinidad no tenía derecho a un respeto, correspondiente al respeto que se debe al domingo de pascua o al de pentecostés. Es necesario que el año litúrgico no comprometa la posibilidad de la lectio continua, conocida en la Iglesia primitiva y restaurada por la Iglesia reformada. Y, por esto, me parecía acertado que la observación del año litúrgico se redujera a la del ciclo de pascua (de septuagésima o solamente del miércoles de ceniza a pentecostés) y a la del ciclo de navidad (del primer domingo de adviento a la epifanía) para permitir el abandono de la lectio selecta en favor de la lectio continua, entre temporadas y por decisiones eclesiales renovadas de año en año. 132

Una última observación: el domingo del año es la pascua. Es ésta el origen, el corazón, la justificación del año litúrgico. La Pascua «se pasea» de año en año entre marzo y abril, ya que, después de la decisión del concilio de Nicea, ésta cae en el primer domingo que sigue a la luna llena, el equinoccio de primavera. Se pregunta a menudo si no convendría «inmovilizar» la pascua y atribuirle un domingo fijo. Y no tienen que plantearse esta pregunta únicamente los beneficiados del turismo primaveral o las comisiones escolares que deben fijar vacaciones de pascua. Lutero ya lo pedía en su escrito Von Concilien uncí Kirchen de 1539, y hoy lo pide Richard Paquier, cuando propone que la pascua sea fija siempre «el primero o segundo domingo de abril, lo que evitaría en el calendario litúrgico inútiles

132 Este leccionario podría prever las perícopas evangélicas entre epifanía y cuaresma, los textos de las lecturas para el tiempo de pentecostés hasta finales de agosto, y los pasajes del Antiguo Testamento para setiembre y adviento. Es obvio que los textos propuestos irían acompañados de otros dos: del Antiguo Testamento y de las cartas cuando se predica sobre el evangelio, y así correlativamente.

complicaciones» 133. Tal medida me parecería desdichada por tres razones: en primer lugar, porque es bueno que la Iglesia no sacrifique demasiado a la racionalización que, al simplificar la vida del mundo, contribuye a hacerla enojosa; en segundo lugar, porque la carencia de fecha fija para la pascua introduce en el calendario eclesiástico, con el número de domingos después de epifanía y después de pentecostés, una cierta movilidad que le impide establecerse en algo fijo; finalmente, y sobre todo, porque gracias también a la movilidad de la fiesta de la pascua el cosmos puede entrar en la celebración de la salvación del mundo, ya que la luna y el sol tienen que decir su palabra para «indicar las estaciones, los días y los años» (Gen 1, 14), pues así ellos pueden contribuir a la adoración del Señor. La movilidad de la fiesta de la pascua hace vivir el año litúrgico y lo protege también contra cierto docetismo: no conmemora una idea intemporal, sino un acontecimiento que ha tenido lugar en los ritmos del mundo creado.

3. La santificación del tiempo

Lo que hemos dicho del domingo y del año eclesiástico nos introduce en un campo que rebasa de lejos el cuadro de una liturgia: el de la santificación del tiempo. Hacemos una rápida incursión en él. ¿Cómo definir la santificación del tiempo? Santificar el tiempo es reconocer que su punto de orientación, lo mismo que su punto culminante, es el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Es referirlo a este momento central y determinante, aunque esté cronológicamente próximo o lejano del mismo. Las treinta horas que separan el mediodía del viernes santo de la mañana de pascua son el polo misterioso, oculto y real de todo el tiempo, de toda la historia; no solamente de la historia santa, que va desde la elección de Abrahán al surgimiento de la Iglesia, sino también de la historia profana e incluso de la historia que rebasa la historia y que no se puede más que adivinar: la de la creación y la del fin del mundo. De suerte que toda la historia, la historia de Israel y la historia de la Iglesia, la historia de las naciones, la prehistoria y la escatología, para que nos abran su secreto debe ser interpretada cristológica-mente. Por su parte, el tiempo del culto sirve a esta santificación del tiempo, por dos razones: primero, porque el culto, celebrándose en el tiempo, reivindica a éste para Cristo, establece sobre él la pretensión señorial de Cristo; y, segundo, porque el culto, celebrándose en el tiempo, lo consagra a Cristo, lo somete a la pretensión señorial de Cristo. Por este movimiento, primero de reivindicación, luego de consagración del tiempo, participa el culto en la santificación del tiempo. Recapitulando la historia de la salvación, en cualquier momento que esto sea, él relación; el momento en que es celebrado al acontecimiento único y centra que justifica al tiempo.

133 Lutero tenía motivos menos plasmáticos: creía que era judaizar el calcular la fecha de la pascua por analogía al cómputo israelita.

Pero no sólo el momento en que se celebra es reivindicado entonces para Cristo y consagrado a Cristo y, por tanto, justificado por su referencia al momento central del tiempo: también es reivindicado, consagrado y justificado aquél, cuya primicia; es este tiempo del culto, según el esquema bíblico de la parte por el todo. Quiero decir que toda la semana se santifica por el culto dominical, como todo el año lo es por la celebración de la pascua y como todo el día lo es por estos momentos de oración diaria que la Didaché (8, 3) recomienda a los cristianos y en la tradición monacal serán las «horas». Este principio de la santificación riel todo por la reivindicación y la consagración, por la santificación de la parte, principio que está en la base misma de la doctrina bíblica de la elección y que da ésta un alcance misionero, nos interesa ahora directamente por dos motivos. Este principio muestra, en efecto, que basta un domingo a la semana y que si el domingo se celebra verdaderamente como tal, el lunes, el martes, el miércoles, etc., pueden no querer imitar el domingo, porque éste los ha santificado y les permite ser lo que son: distintos del domingo. Pues lo que hace del domingo un domingo es, en primer lugar, que en él se celebra la eucaristía. Si se la celebra el domingo no es necesario hacerlo también el miércoles o el viernes. La eucaristía dominical basta para toda la semana. Está bien que ella repercuta y se explicite en los oficios cotidianos privados o familiares o comunitarios. Pero no tiene necesidad de repetirse. Se duda del poder santificador del domingo cuando se da carácter dominical a otros días de la semana por la celebración de la eucaristía. No estamos todavía en el reino y hay que dejar que la semana sea algo distinto del domingo. Así, pues, si la cena constituye parte esencial del domingo para que éste no se falsifique, la cena dominical es suficiente para la vida de la Iglesia, y el celebrar la cena entre semana es contribuir a una falsificación del domingo. Pero no sólo la celebración de la cena, ya que ésta se sobreentiende siempre como el punto culminante del culto completo, que abarca todos los elementos enumerados en el capítulo 6. Lo que hace del domingo un domingo es que la cena se celebra en medio del pueblo de Dios, congregado para encontrar al Señor, recibirle y entregarse a él. Y esto nos lleva a pedir una santificación del tiempo no solamente por la comunión dominical, sino por la unicidad de la misma. La doctrina de la Iglesia ha sido atacada y alterada, cuando por razones de cura de almas, sin duda es decir por amor, ha comenzado a multiplicar los servicios eucarísticos del domingo o a defender, no antes de 1517, que es posible cumplir los deberes dominicales en otro sitio distinto a su parroquia. Si hay que reservar al domingo la celebración eucarística, ésta. Como quería la Iglesia primitiva, debería ser única en cada parroquia, y debería reunir el cuerpo eclesial que es una parroquia. Multiplicar los servicios de cena o no considerar como excepcional que se comulgue en otro sitio distinto a la parroquia, es hace pedazos el carácter esencialmente comunitario de la Iglesia,

es hacer pensar que la salvación individualiza, siendo así que personaliza a los fieles. La costumbre reformada de tener sólo un culto parroquia cada domingo, con excepciones de oficios eventuales, aunque estos deberían tener lugar más bien entre semana, es, pues, un; buena costumbre cristiana y hay que reforzarla, más que atenuar la, para salir al frente de la pereza o de la indiferencia de los feligreses. Por otra parte, la mejor manera de reforzarla consistir, en volver a encontrar para este culto parroquial la celebración re guiar de la santa comunión. 9 EL LUGAR DEL CULTO ABORDAMOS ahora un capítulo apasionante y complicado, ya que no basta dar algunas directrices prácticas para la instalación de los lugares del culto: se trata de examinar la legitimidad teológica de los lugares del culto. Me parece posible agrupar lo esencial de lo que hay que decir en tres apartados: comenzaremos hablando de la presencia de Cristo y de los signos de esta presencia; veremos después que el papel de los lugares del culto es recibir y exhibir armoniosamente estos signos de la presencia de Cristo; para terminar con una breve observación sobre el lugar del culto como principio de la santificación del espacio.

1. Los signos de la presencia de Cristo

En la nueva alianza el Señor no escogió un lugar para manifestar su presencia como designó, explícitamente o no, un día para que se conmemorase la salvación. Por otra parte, aun en la antigua alianza la cosa no está tan clara como podría creerse, cuando uno se contenta con pensar en el templo de Jerusalén y en todo lo que significaba. En efecto, el pueblo de Israel no estaba sin Dios cuando, antes de Salomón o durante el exilio, se hallaba sin templo. Y en la gran oración dirigida al Señor por Salomón en el momento de la dedicación del templo de Jerusalén está bien claro que el Señor reside en el cielo, que no puede convertirte en el prisionero del lugar donde se invoque su nombre ( 1 Re 8,27, 30, 31, 34, 36, 39, 43, 45. 49). Ciertamente, existen sitios privilegiados que llegan a ser lugar de culto: lugares de epifanía divina: Siquén, Betel, Maniré para la historia de Abrahán, etc., o lugar de elección divina, como Jerusalén. Pero Dios no está detenido allí: acompaña a su pueblo cuando este es nómada, verdad que constituye toda la teología del arca de la alianza; puede abandonar el templo y hacerlo destruir sin perder por ello su divinidad cuando su pueblo le engaña. La teología del Antiguo Testamento ya muestra que el lugar por excelencia de la presencia de Dios, y, por consiguiente el lugar del culto, es el pueblo que le invoca. El habita con su pueblo, donde quiera que éste se encuentre. Y si es exacto que existen lugares sagrados, no es para insinuar que Dios esté localizado en ellos, exclusivamente, sino para manifestar que Dios interviene, en el mundo y

reivindica la tierra entera; es para manifestar también que Dios llama a su pueblo para encontrarle en la tierra. La nueva alianza comienza por una concentración, por una reducción cristológica de la presencia de Dios. En Jesús de Nazaret «habita la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9), en él la palabra eterna de Dios «puso su tienda entre nosotros» (éaxTjvoicsv ev T|¡iív. Jn 1. 14): él es plenamente, totalmente el lugar de la presencia de Dios, el templo de Dios (cf. Jn 2, 19 s.). Para estar cerca de Dios hay que estar en Cristo, hay que entrar en su cuerpo por el bautismo, de suerte que el cuerpo de Cristo, nueva denominación del pueblo de Dios, de suerte que la Iglesia llegue a ser, después de pentecostés, el templo (cf. 1 Cor 3, 16 s.; Ef 2, 20-22; 1 Pe 2, 4-10, etc.), y no sólo la Iglesia en su carácter comunitario, sino cada miembro de la Iglesia por sí mismo: siendo cristóforo y pneumntóforo es un templo, un «lugar de culto», consagrado a hacer conocer, a reflejar y a alabar a su Señor (cf. 1 Cor 6, 19 s.). El verdadero templo de Dios es, pues, el cuerpo de Cristo, el cuerpo físico de Jesús, su cuerpo carnal, el que los apóstoles vieron y tocaron con sus manos. Sobre esta Verdad fundamental reposa, como sobre la piedra angular, todo lo que Pablo y Pedro han podido decir sobre la iglesia que es cuerpo de Cristo y templo de Dios. El lugar de culto, de este modo, es esencialmente el lugar donde se encuentra Cristo. Y Cristo se encuentra donde dos o tres están reunidos en su nombre (Mt 18. 20). También se podría decir: el lugar de culto cristiano es la Iglesia congregada. No es primeramente un edificio, sino una asamblea; y si edificios construidos por mano de hombre (cf. Me 14, 58; Hech 7, 48; 17, 24; Hcb 9, 11, 24) podrán convertirse en lugares de culto, es simplemente porque ellos están destinados a congregar al pueblo litúrgico. Pero el pueblo es el templo. Antes de proseguir puede valer la pena hacer dos observaciones marginales: Hay que recordar, en primer lugar, que según la enseñanza unánime del Nuevo Testamento, estas asambleas litúrgicas están siempre localizadas primeramente en una localidad, no en un edificio: se dan los amados de Dios que están en Roma (Rom 1, 7), se da la Iglesia de Dios tal como ella existe en Corinto (1 Cor 1, 2), etc. De alguna manera, estas localidades, en cuanto tales, son las que se convierten en lugar de culto, es decir lugar de la presencia de Cristo. Esto es importante para comprender el carácter reivindicador y consagrador del espacio que circunda, en una localidad, una asamblea litúrgica y el edificio de reunión. Es necesario saber que para el Nuevo Testamento la legitimidad de estas asambleas litúrgicas no está ligada a su dependencia de otra asamblea litúrgica. No son lugares de culto por referirse a otro lugar de culto particular.

No son por referenciar a la asamblea litúrgica de un lugar, como eran la sinagoga judía respecto del templo de Jerusalén. No son sinagogas, sino iglesias: y lo que hace de ellas lugares de culto no es la organización y la estructura de unidad que puedan darse, sino la presencia de Cristo en medio de ellas134. El lugar de culto cristiano es la asamblea en la que está presente Jesucristo, verdadero templo de Dios, por el poder del Espíritu. Después de estas observaciones demasiado esquemáticas de principio que acabamos de hacer, vamos a detenernos un poco más extensamente en los signos de la presencia de Cristo que convierten la asamblea litúrgica en un lugar de culto. En el momento de dejar a los suyos para entrar en la gloria. Jesús les dice: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo» (Mt 28, 20). ¿Cómo permanece él, la plena epifanía de Dios, presente entre los suyos? A esta pregunta se dirá, midiendo las palabras, que Jesús permanece presente entre los suyos, por el envío del Espíritu Santo que vivifica los signos instituidos o designados por Jesucristo, para testimoniar su presencia salvífica. La Iglesia está, pues, localmente, donde actúen los medios de la gracia que relacionan a la historia de la salvación y aseguran su duración. Tomemos uno a uno los diferentes términos de esta afirmación preliminar. Hemos de comenzar con la enumeración de los medios ordinarios de la gracia designados o instituidos por Jesucristo. Encuentro, sobre todo, cuatro: la palabra, el pan y el vino, los ministros, el prójimo. La palabra, ya que quien permanece en ella, permanece en Cristo y Cristo en el (Jn 5, 30; 8, 31; 15, 7; 1 Jn 2, 14; 2 Jn 2, etc.). El pan y el vino de la cena, puesto que son el cuerpo y la sangre de Cristo (Me 14, 22, 24 y par.; 1 Cor 11, 24 s.; cf. Jn ó, 51-58). Los ministros de Cristo, porque quien les oye, a él oye (Le 10. 16; Gal 4. 14: 1 Tes 4, 8; 2 Cor 5, 20. etc.). El prójimo, porque quien hace el bien u uno de estos pequeñuelos, lo hace al mismo Cristo (Mt 10, 42; 25, 35-40, 42-45, etc.). Se da, pues, lugar de culto donde la palabra de Cristo es proclamada, celebrada la cena, reconocido el ministerio, socorrido el prójimo; o, más bien, para saber dónde se encuentra el lugar del culto cristiano, hay que saber dónde

134 En un contexto no litúrgico, sino eclcsiológico, habría que examinar aquí el papel desempeñado por la asamblea litúrgica Je Jerusalén en la Iglesia naciente y la [elación y la diferencia teológicas que hay entre una iglesia y una parroquia.

se permanece en Cristo, es decir dónde se permanece en su palabra, dónde se le come, dónde se encuentran sus embajadores y dónde se da una preocupación por sus miembros. Para que haya lugar de culto en el sentido propio del término es necesario, sin embargo, que estos cuatro signos de la presencia de Cristo se encuentren normalmente juntos. Ciertamente, cada vez que se proclama la palabra de Dios en una casa privada, en una plaza pública, en un lugar cualquiera de reunión, quiere provocar una epifanía del Señor y, por consiguiente, tallar un trozo de este mundo para hacer de él un lugar reivindicado por el Señor: un lugar santo. Del mismo modo, cada vez que se celebra la cena, por ejemplo en una habitación privada junto a un enfermo, su celebración misma santifica el sitio en que se realiza. De igual manera, un tribunal, por ejemplo, donde comparece un ministro de Cristo para dar testimonio, se convierte por este mismo hecho en lugar de epifanía y, por tanto, lugar de culto; de un modo semejante, también, se encuentran transfigurados por esta presencia un hospital donde se cuida a Cristo en un enfermo, un asilo nocturno donde se le recibe en un pobre. Pero si todo esto es exacto y si nada de esto debe olvidarse, el lugar de culto, en el sentido pleno de la palabra, es la asamblea de la Iglesia para vivir y conocer el cuádruple signo de la presencia de Cristo. Pero la eficacia de los medios instituidos o designados por Jesucristo para testimoniar su presencia no está a la disposición de la Iglesia. No se da automatismo entre presencia o medio de la gracia y presencia real del Señor, porque Jesucristo no ha instituido o designado simplemente estos medios para asegurar su presencia: además de esto, él ha prometido, sobre todo, el envío del Espíritu Santo. Estos medios son eficaces por la virtud y operación del Espíritu. Son los lugares ordinarios de Impacto de la obra del Espíritu, pero no son trampas que se cerraran en torno al Espíritu. Porque el Espíritu es Dios y Dios es soberano. El no está a la disposición de la Iglesia. Esta no puede sino orar para que el Señor venga en medio de ella: ¡es el marañalftal; sólo puede suplicar al Espíritu Santo que venga ;i vivificar la Biblia, el pan y el vino, los hombres, para que renazcan a su verdadero ministerio, como nació de nuevo bajo la fuerza del Espíritu el gran ejército de la visión de Ezequiel (37, 1 s.). Una vez más vemos cómo no puede haber culto cristiano sin epíclesis. Pero si el Espíritu, vivificador de los medios de la gracia, es soberano, también es fiel. Cuando la Iglesia es lugar de culto por su reunión en nombre de Jesús, cuando en medio de ella se abre la Biblia, cuando se distribuye el pan y el vino, cuando se bendice o absuelve a los fieles, cuando los pobres son socorridos y conducidos a la presencia de Dios por la intercesión, la Iglesia no tiene que preguntarse si se la acoge favorablemente o no. Ella puede saber que Dios quiere acogerla, que él no es un tirano sádico y veleidoso que promete su presencia y no viene: Dios no es Godot. Y si por desgracia el Espíritu no responde a su llamamiento con la plenitud de su promesa o si responde con el silencio, no es que piense en otra cosa, que permanezca retirado o que esté de viaje o duerma fcf. 1 Re 18. 27), sino que la falta procede de la Iglesia: falta de fe (cf. Me 6, 5), falta de obediencia (cf. 1 Cor 11, 30 s.) y falta de pureza (cf.

Heb 12, 14 s.; Jos 7, etc.) que comprometen la eficacia del culto y hastían al Señor. Antes de proseguir, es importante añadir dos observaciones. La primera concierne al pan y al vino de la cena. 135 Respecto al pan, nos encontramos en presencia de dos tradiciones: la occidental romana, a la que han permanecido fieles la Iglesia anglicana y numerosas Iglesias luteranos, que utiliza pan no fermentado bajo la forma de hostias o de oblea; y la oriental, que se atiene firmemente al empleo del pan fermentado, por tanto, del pan ordinario. En el siglo XVI, la Iglesia reformada dudó: por una parte, se observa la preferencia del panis cibarius, el pan que se come ordinariamente; y, por otra, se ve por ejemplo a la Iglesia de Berna que impone las hostias en la Suiza francesa en 1538, medida aplicada a las Iglesias de su obediencia en 1605-1606 solamente, pero mantenida hasta hoy en ciertas Iglesias de la Suiza alemana. Generalmente, las Iglesias reformadas se han incorporado a la tradición oriental y utilizan pan ordinario. No tienen ninguna razón para cambiar sobre este punto. 136 Ciertamente, el empleo del pan ácimo no quita la validez a la eucaristía. Las razones, sin embargo, que se podrían dar para justificar el pan ácimo en lugar del fermentado no son convincentes. Es cierto que permiten más fácilmente la reserva del pan consagrado y que evitan también más fácilmente un desmenuzamiento del pan y, por consiguiente, que sus partículas no se pierdan; pero estas preocupaciones son menores, comparadas con la utilidad de mostrar que la cena es un banquete, donde el pan se rompe y reparte entre los comulgantes; y comparadas, también, con el alcance simbólico de la acción: tomar una oblea o una tableta de ácimo, es decir algo distinto de lo que comúnmente se entiende por pan, cuando se dice que el Señor cogió «pan» dificulta la comprensión y, es el argumento más importante, puede hacer creer peligrosamente que la salvación falsifica, altera, «transubstancia» lo que toma a su servicio, cuando, en realidad, escoge y transfigura precisamente el don de este mundo 137. Por esto, se utilizará pan fermentado ateniéndose a la tradición reformada y oriental. 135 Si tuviésemos que tratar no sólo del cuito parroquial ordinario, sino del conjunto de la liturgia, nos haría falta hablar también de otros «deméritos» sacramentales: el agua del bautismo y el aceite, que desempeñan en el Nuevo Testamento un papel que el protestantismo olvida, de ordinario, completamente. 136 Es difícil precisar el problema de si Jesús utilizó o no pan ácimo. Si la cena fue instituida en el momento de un banquete de Kiddush, Jesús debió utilizar pan fermentado; mientras que si el banquete era pascual, el pan era sin levadura. 137 Se trata de una especie de castración: pan sin levadura para la cena, vino sin alcohol para la cena, hombres sin mujer para el ministerio, etc.

Respecto al vino los reformadores, Lutero, Calvino y sus compañeros se separaron de lo que era costumbre general en la Iglesia cristiana, abandonando el uso del vino mezclado con agua para la cena. Esta costumbre, atestiguada explícitamente por vez primera por Justino mártir y que tal vez se remonte al mismo Jesús, ha tenido explicaciones diferentes en la tradición. San Cipriano veía en ella un símbolo de la Iglesia que se mezclaba con Cristo para mostrar que él la toma consigo. Ambrosio veía una alusión a la herida del costado de Cristo, de la que emanaba sangre y aguo. Entre los ortodoxos se piensa en las dos naturalezas de Cristo y en la presencia del Espíritu (el agua que se mezcla con el vino es caliente). Todavía se han dado otras explicaciones. Querer ahora incorporarse a esta tradición antigua y general, Max Thurian se pregunta si no haríamos bien con hacerlo, no me parece indispensable, ya que si no mezclamos agua al vino, no es por monofisismo, como los armenios. Esto crearía, en efecto, problemas que podrían aparecer como esenciales, cuando son muy marginales. Se tomará, pues, vino puro; pero, ¿qué clase de vino?, ¿vino tinto o vino blanco?. ¿vino sin alcohol o vino fermentado? El vino tinto parece preferible, sin que esto condene al vino blanco, porque muy verosímilmente los judíos lo utilizaban para la pascua y, sobre todo, porque añade al sacramento de la sangre de Cristo el poder simbólico; ahora bien, como norma general, es deseable que el simbolismo de la celebración sacramental sea lo más apto posible y lo es más, ciertamente, si se toma vino tinto. 138

El vino fermentado, en cambio, me parece casi de rigor. En primer lugar, porque es obvio que Jesús empleó vino verdadero y la Iglesia apostólica también, ya que en Corinto se bebía hasta el punto de embriagarse (1Cor 11, 21); en segundo lugar, porque tanto en este caso como en el pan importa que las especies sacramentales se elijan entre las cosas de este mundo; que no dé la impresión que la gracia sólo puede llegar a cosas castradas, disminuidas, falsificadas. Ciertamente, el uso del vino sin alcohol no es sin duda más nocivo que el del pan sin levadura. Creo que se perjudica a Dios al poner a su disposición cosas que no agradan y que no permiten gustar lo bueno que es el Señor (Sal 34, 9 1Pe 2, 3). Y si verdaderamente el argumento para no utilizar vino fermentado es evitar que la cena sea ocasión de caída para los ex-alcoholizados, debería considerarse una necedad teológica casi blasfema y una filantropía fuera de lugar, que se «rebaje» el vino con agua para incorporarse así a la tradición general, ¡que tolerará bien una interpretación más!

138 Se sabe que en la Iglesia romana se utiliza, de ordinario, vino blanco; mientras que en la Iglesia ortodoxa se prefiere el tinto.

En todo caso, habrá que guardarse de seguir la ordenación verdaderamente curiosa de Jülich y Berg de 1671: Los que por naturaleza tienen tal náusea del vino que no soportan ni el olor ni el sabor, recibirán de manos del ministro, junto con el pan, una bebida a la que estén acostumbrados. 139 ¡¿Té, por ejemplo?! 140

Así, se utiliza para los elementos sacramentales y su distribución lo que corresponde mejor a la institución de la cena, siguiendo el buen precepto del sínodo reformado de Herborn (1586): Ecclesia utatur iis ceremoniis tum quas praescripsit institutio Domini sine superstitione et quae ad aedifica-tionem ecclesiae faciunt. 141

Añado dos precisiones: esto significa, en primer lugar, que se utilizará pan y vino, y si es posible verdadero pan y verdadero vino, y no cualquier otro alimento y cualquier otra bebida. Evidentemente puede preguntarse si, en los lugares donde se desconozcan el pan y el vino, no sería legítimo encontrar en los alimentos del país los sucedáneos del pan y del vino y, por consiguiente, utilizar para la cena un alimento qui panis et. vini vicem sustinet et corpori roborando ac cordi exhilarando idoneus est.142

¿Hay que privar de la cena a los que no tienen pan y vino, sino mandioca y cerveza, pasta de fruta y leche? Creo que, en principio, hay que aclimatar el trigo y la vid en estos países, antes de tomar otras especies eucarísticas, o importarlos, como se importa el vino de la cena en los países escandinavos o en Inglaterra. Esto significa, en segundo lugar, que se permitirá a la Iglesia comulgar bajo las dos especies. Lo cual no quiere decir que una cena tomada bajo una sola especie no valga como cena del Señor. No se excluye que la Iglesia primitiva haya conocido cenas que sólo comprendían la fracción del pan. Lo fundamental es que todos los comulgantes tengan parte en toda la comunión y que no se

139 Cf. W. NIESEL, o. c, 322. 140 En la Iglesia primitiva, ciertas sectas, los encratitas, los ebionitas y los acuatianos tomaban agua en lugar de vino. La Iglesia protestó contra esto, como era debido. 141 Cf. W. NIESEL, o. c, 296. 142 Como lo propone Hermannus Witsius.

introduzca una diferencia entre el clero y el laicado, desde cualquier punto de vista «supersticiosa», como se había dicho en el siglo XVI. La conformidad de la celebración con la institución de la cena presupone, pues, que se sirva pan y vino y que todos los comulgantes tengan parte en ellos. La segunda observación que es necesario hacer, después de lo dicho sobre los signos de la presencia de Cristo y sobre la necesaria epíclesis, se refiere al respeto que la Iglesia debe a lo elegido por Cristo para testimoniar su presencia. Se trata de un campo tan amplio como delicado y que tiene inmensas ramificaciones. Tocamos el problema en su punto más delicado: ¿qué hacer con las especies eucarísticas una vez terminada la comunión? La práctica de la Iglesia primitiva, conservada en la Iglesia ortodoxa y reanimada por la Reforma, estima, expresado con la extrema brutalidad de la fuerza de este argumento, que extra usum a Christo institutum nihil habet rationem sacramenti. De ninguna manera quiere decir que no haya habido consagración real de las especies, según la bella definición de Bullinger: consagrar est Deo el sacris usibus dedicare, hoc est a communi tisú separare et iuxta ordinationem Dei sin guian et sacro usui destinare et addicere. Significa que, una vez terminada la celebración, el pan y el vino dejan de ser los signos de la presencia real de Cristo... «Fuera del acto de donación del pan, éste ya no es nada. Nada distinto de lo que era anteriormente, antes de que Cristo lo tomase y lo ofreciera. Continúa como una posibilidad permanente de ser aceptado por la voluntad de Cristo. El está a su disposición, pero no lo está nunca a la del hombre como cuerpo de Cristo» 143. Pero ¿y si queda pan y vino después de la celebración? No se puede olvidar, en efecto, que «ellos han sido realmente portadores del cuerpo y de la sangre de Cristo» y que «tienen derecho a ser respetados como una criatura asumida por Cristo en la unión sacramental» (P. Brunner). Ahora bien, este respeto estaría comprometido si se tratasen las especies con desprecio y si se las utilizase para actos mágicos. Se evitará, pues, tanto la profanación que cometió un pastor de Neuchatel que «reservó» las especies eucarísticas sobrantes como si fuera a hacer con ellos una sopa, como la costumbre romana de la reserva, porque la idolatría nos persigne demasiado cerca, para que debamos pagar con su amenaza el beneficio tan relativo de conservar en el pan un recuerdo de la permanencia dei ofrecimiento de Cristo. 144

143 FR. J. LEENHARDT, Ceci est mon corps. Neuchátel-Paris 1955, 59. 144 FR. J. LEENHARDT, Ibid., 60.

Se podrá, pues, consumir con los ancianos las especies consagradas. Para esto habría que conocer antes de la comunión cuánto pan y vino hay que preparar para que sobre lo menos posible, lo cual no es siempre fácil; o, también, corno se hacía en la Iglesia primitiva, llevar lo sobrante a los enfermos para permitirles participar también de la comunión parroquial. R. Paquier se pregunta si no habría que quemar lo sobrante, como había que quemar las sobras del banquete pascual (Ex 12, 10). Permítaseme una confidencia: yo acostumbraba a verter en el suelo, cerca de la iglesia, el vino que quedaba en la copa; y eI pan, después de haber dado un trozo a cada uno de mis hijos, lo desmenuzaba y uno de los niños iba a distribuirlo a los pájaros del cielo, haciendo una oración por ellos. No quiero alargarme; pero creo que aquí se nos ofrece una posibilidad de abordar la cuestión del entierro de los cristianos: su cadáver, que por el bautismo ha sido portador de Cristo y del Espíritu, tiene derecho a una sepultura y a una ceremonia de entierro decentes. También es éste un buen punto de partida para examinar el problema del respeto, con que en la Iglesia hay que rodear a la Virgen María. Ella ha sido portadora de Cristo y, por tanto, madre de Dios. Se sabe que la Reforma ha sido en este punto mucho más conservadora de lo que hubiese podido imaginar el protestantismo moderno. La Confesión helvética posterior, ¿no habla de María semper virgo? U. Zwinglio, ¿no publicó Eine Preáig vori der civig reinen ftfagt María, der Muter Jesu Christi, unseres Erlósers, en el que se halla verdaderamente muy próximo a la mariología de la Iglesia indivisa del primer milenio? No estoy seguro, por mi parte, de que la semper virgo no comprometa la realidad del nacimiento de Cristo y, por consiguiente, su humanidad; pero oreo, con los reformadores, que María no ha tenido nunca otros lujos, a excepción de Jesús; que su maternidad divina la ha marcado para siempre, la ha consagrado para siempre, me atrevo a decirlo, a no ser la madre más que de Jesús. Es dichosa por ludas las generaciones (Le 1, 40) porque ha dado al Hijo de Dios su carne y su sangre. En este clima de «beatitud» hay que ocuparse, creo yo, de los elementos sobrantes después de la comunión. Hemos observado que el lugar por excelencia de la presencia de Dios, y, por tanto, el lugar de culto por excelencia, es Jesús de Nazaret. Hemos notado también que desde la ascensión él Instituyó y designó un cierto número de signos de su presencia, que el Espíritu Santo vivifica, y una vez vivificados, constituyen, para hablar con propiedad, la Iglesia, el cuerpo de Cristo. Antes de precisar cómo los lugares de culto cristiano sólo se justifican en la medida en que son un lugar de acogida y de exhibición de los signos de la presencia de Jesucristo, hemos de recordar muy brevemente que el

cuerpo de Cristo, la Iglesia, asamblea litúrgica, no es el único lugar de culto, porque también está el lugar del culto celeste, el «templo que está en el cielo» (Ap 14, 17). Este durará lo que dure este siglo, antes de dar paso, después de la parusía, a la nueva Jerusalén, donde no habrá ya templo, pues «el Señor Dios omnipotente es su templo, como también el cordero» (Ap 21, 22). Este templo celeste, sean cuales fueren los orígenes de este término, recuerda a la Iglesia que ella no es aquí abajo la trampa, la prisión de Dios, sino lo que podríamos denominar «el sacramento del templo celeste». Por esto, en la oración dominical no se dice: «Padre nuestro que estás aquí», sino «que estás en los ciclos»; y en el credo se confiesa que el Señor omnipotente «está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso», puesto que «subió al cielo»; y, por esto también, desde la más remota antigüedad se clama antes de la eucaristía: «sursum cordal», «¡levantemos los corazones!». A lo que responde la asamblea: «los tenemos levantados hacia el Señor» (cf. Col 3, 1-4). Esto no desmiente de ninguna manera la realidad de la presencia de Cristo entre los suyos, y, por tanto, la realidad de un lugar de culto terrestre, ni favorece un dualismo cualquiera, sino que muestra que todo lo que podemos decir del lugar de culto terrestre de la Iglesia se sitúa en un ambiente sacramental y no tiende trampas a Dios. Un lugar de culto cristiano no será, pues, como un lugar de culto pagano «construido por manos de hombres» (Hech 17, 24; cf. 7, 48; Heb 9, 11, 24), un lugar teológicamente pretencioso, una celda de Dios o un sarcófago de Dios. Sólo podrá ser, en la humildad y en la acción de gracias, una especie de estuche que permita a la asamblea cristiana reunirse para invocar a su Señor y para gozarse de los signos de su presencia real. 2. El lugar de exilio, testigo de la presencia de Cristo Llegaríamos muy lejos si quisiéramos entrar en la exposición, aun esquemática, ríe una historia de los lugares de culto cristiano. Debemos contentarnos con unas observaciones muy breves. En primer lugar, está claro que la Iglesia, que por su misma naturaleza debe reunirse, ha tenido siempre lugares de reunión. No hablo ahora de los lugares de reuniones esencialmente misioneros, como el pórtico de Salomón (Hech 5, 12, 15; 3, 11; cf. sin duda también 2. 46; 5, 42) o las sinagogas de la diáspora (Hech 13. 14. 44: 14, 1; 17, 1 s., 10, 17; 18, 4, 19; 19, 8, etc.), o la escuela de Tirano donde san Pablo catequiza en Efeso (Hech 19, 9), sino de los lugares donde la Iglesia naciente se reúne «para la fracción del pan» (Hech 20, 7). Sin duda, se trataba de casas privadas145, como la de María, madre de Juan Marcos, en Jerusalén (Hech 12. 12), la de Lidia en Filipos (Hecb 16, 15), etc.

145 En Jerusalén debían ser bastante numerosas, ya que la comunidad cristiana contó muy pronto con cinco mil miembros (Hecb , 4; cf. 1, 15; 2, 41; 21, 20).

A propósito de esto, no deja de llamar la atención en la lectura de los Hechos de los apóstoles el cuidado que tiene san Lucas de hacer notar el nombre de los propietarios de las casas donde residieron Pedro y Pablo. También podemos preguntarnos si, entre estas casas privadas, donde la Iglesia se reunía para su culto en una «habitación alta» (y-spwov: Hech 1, 13; 20, 8; cf. 9, 37, 39), no había una que sobresalía de las demás y que sería precisamente la de María, madre de Juan Marcos, en la que Jesús habría instituido la cena, se habría aparecido a los discípulos la tarde de pascua (Le 24, 33), y en la que habría sucedido el acontecimiento de pentecostés. Podemos preguntarnos, finalmente, si la recomendación de hospitalidad hecha a los obispos (1 Tim 3, 2; Tit 1, 8) no deja entender que el domicilio de éstos debía servir de lugar de culto. Esta costumbre de reunirse principalmente en casas privadas, que eran a veces muy espaciosas, permaneció, de un modo bastante general, durante mucho tiempo, aunque en el año 138 el emperador Adriano permitiera a los cristianos la construcción de edificios de culto. Pero, aunque se conozcan o se adivinen entonces numerosas construcciones eclesiásticas (estos inmuebles fueron confiscados y devueltos a los obispos dos veces a Jo largo del siglo tercero) no se trata todavía de edificios destinados únicamente al culto, sino de «casas de iglesias», teniendo a menudo diversos pisos, que debían cubrir todas las necesidades de la comunidad: catequesis, caridad, vivienda del clero, etc., y no sólo para la reunión cultual, eucarística. Hoy se las llamaría «casas parroquiales» o «grupos parroquiales». Sólo más tarde, a partir del siglo IV, es decir a partir del momento en que el carácter «extranjero» de la Iglesia con relación al mundo comienza a esfumarse al darse un mundo cristiano, se empiezan a construir cada vez más edificios eclesiásticos destinados únicamente al culto. Su estilo variará a merced de la acentuación teológica de los diferentes elementos del culto, de las influencias estéticas profanas, de las consolidaciones o de los debilitamientos de la fe, entre la Iglesia de la natividad de Belén, que data de la primera mitad del siglo IV, y la que Le Corbusier construyó en Ronchamp. Antes de seguir adelante, quizá merezca la pena decir rápidamente una palabra acerca de la denominación de estos lugares de culto. ¿Se trata de iglesias o de templos? Estas cuestiones terminológicas no son absolutamente determinantes. Observemos solamente que habría que llegar a excluir muy pronto el término templo para que prevaleciera el de iglesia, por estas razones: Primero, porque la antigüedad cristiana repudió el término templo. Sólo los judíos o los paganos tienen un templo, mientras que los cristianos no tienen templo, al menos, construido por manos de hombres. Un «templo» ensombrecería a Jesucristo, el único catholicum Dei templum, como dice

Tertuliano. Un «templo», además, comprometería también el carácter sacramental de la asamblea litúrgica: en lo sucesivo no habrá ya en la tierra ningún templo, sino en el cielo, donde Cristo está presente delante de Dios para interceder en favor nuestro (cf. Rom 8, 34 Ap passim). Querer un templo en la tierra «es hacer bajar a Cristo» (Rom 10, 6), es falsificar la situación escatológica de la Iglesia y, por consiguiente, intentar meter al Señor en prisión. Por Último, también hay que repudiar el término templo por tazones a la vez confesionales y lingüísticas. Según toda verosimilitud, sólo en francés se llama con agrado «templo» al lugar de culto reformado, mientras el del culto romano es «la iglesia»; la razón de esta diferencia es que en el siglo XVIl y XVIII se quiso injuriar a los reformados asemejándolos a los paganos, que tienen templos. Por todas estas razones se hará muy bien llamando al lugar de culto cristiano la iglesia. Por otra parte podemos afirmar que, por una especie de «comunicación de idiomas», los mismos términos que convienen a la Iglesia espiritual, convienen también a la Iglesia física, al monumento. Por lo demás, el vocablo iglesia recuerda que lo importante es la reunión del pueblo de Dios para el culto, no el lugar donde se tiene la reunión. Este lugar es importante también, porque es servidor e intérprete del culto que celebra en él la comunidad allí reunida. Ahora vamos a enumerar los elementos de este lugar de culto, ver su disposición funcional, su sentido simbólico, etc. En su capítulo sobre «las asambleas sagradas y eclesiásticas». La Confesión helvética posterior habla de lugares de culto en estos términos felices: Que se elijan amplias y espaciosas casas, o templos, y que se expurguen de todas las cosas indecentes a la Iglesia: que se provean y se arreglen con todo lo requerido por la dignidad (decoro), necesidad y honestidad santas; que no falte nada de lo requerido para los servicios y usos de la Iglesia (ad ritus et usus ecclesiae necessarios). 146 Para no perdernos en detalles, recordemos de una vez que la tradición litúrgica ha conocido, de manera justificada, muy numerosos arreglos de los lugares de culto; recordemos que aquí no hay canon imperativo distinto del principio citado hace poco con los términos de la Confesión helvética posterior; recordemos, finalmente, que el dominio del lugar de culto es tal que en él debe poder manifestarse también la libertad cristiana y ese estado «sociológico» de la comunidad, del que hemos tratado en el capítulo 6. Para hacer el inventario de lo requerido para el servicio de la Iglesia, basta recordar cuáles son los elementos y los oficiantes del culto: hace falta que en un lugar de culto se pueda leer y predicar la palabra de Dios, que se puedan

146 W. NIESEL, o. c, 267.

celebrar los sacramentos; que los fieles, siguiendo sus funciones, puedan libre mente realizar sus «liturgias» propias. Hace falta, pues, cierto número de cosas, un cierto número de lugares donde disponerlas un cierto ambiente que permita a estas cosas y a su disposición convertirse en símbolos. «Lo requerido por la dignidad, necesidad y honestidad santa es, reducido al mínimo, un facistol para la lectura de la palabra una mesa para la celebración de la cena 147, fuentes bautismales y sedes o, al menos, emplazamientos para los diferentes oficiantes, entre ellos, una tribuna o ambón 148 para el predicador. En la tradición occidental, con una interrupción en Zürich durante la Reforma, se añade, de ordinario, un órgano si es posible, para dirigir el canto de los liturgos y de la comunidad. ¿Cómo disponer estos elementos requeridos? ¿Qué principio se adoptarán? Porque no es posible renunciar aquí a un orden consciente, a una voluntad que tiene necesariamente cierto valor simbólico. A menudo, se requiere que el principio más importante d la disposición sea un principio de tipo confesional, como construí una iglesia protestante o católico-romana, etc. Es inevitable ciertamente que el lugar de culto deje adivinar la confesión cristiana que se reúne allí: ya hemos visto que en el terreno litúrgico la uniformidad ni es tradicional ni deseable. Sin embargo, creo que es absolutamente falso construir una iglesia con el deseo de legitimar la división de la Iglesia: sería pecar tanto contra en verdad, corno contra la esperanza. El principio que guiará la disposición del lugar de culto no es, pues, la confesión que allí se retine, sino la doctrina del culto cristiano, a saber, que el culto es el lugar y el momento en que se recapitula la historia do la salvación, en que se desarrolla la epifanía de la Iglesia, en que el mundo encuentra su fin y su futuro. La recapitulación de la historia de la salvación exigirá emplazamientos precisos para hacer el memorial kerigmático y sacramental de esta historia. La epifanía de la Iglesia exigirá una traducción arquitectónica de la estructura de la Iglesia. El carácter escatológico del culto exigirá la presencia de símbolos. Comencemos por la traducción arquitectónica de la estructura de la Iglesia. Hemos visto en el c. 7 que hay diferentes oficiantes en el culto y que cada uno tiene su liturgia propia en él: la liturgia del pastor, la del diácono, la del laico y, más al margen, la de los ancianos y, eventualmente, la de los cantores o la del organista. 147 Es a la vez legítima y deseable la elección del lugar del culto parroquial como lugar de bautismo, aunque no sea primitivamente cristiano. 148 Habría que decir más bien una tribuna, porque la «chaire», catedral («chaire» es la palabra usada en el original), ha desaparecido como «mobiliario de predicación», desde que el predicador no se sienta ya para predicar la palabra de Dio

Esta distribución de los papeles litúrgicos provocará en traducción arquitectónica, lo que se llamará el coro 149 (lugar donde se realizará la liturgia del pastor, de los diáconos y de los ancianos), la nave (lugar donde se realizará la liturgia del laicado) y. eventualmente, la galería (donde se realizará la de los cantores y la del organista). La Iglesia se asemeja, entonces, a una especie de barco150. No quiero entrar en detalladas explicaciones para justificar esta disposición, que es la más tradicional. Me contento con estas breves observaciones: Con frecuencia se ha querido, entre los reformados en particular, que el lugar de culto simbolice el hecho de que, donde dos o tres están reunidos en nombre de Cristo, él está en medio de ellos. En ese caso, ¿alrededor de qué se agrupan los fieles? ¿de la mesa santa?, ¿cómo scouts alrededor de un fuego de campamento?, ¿en el anfiteatro, como espectadores alrededor de una escena?, ¿como estudiantes de medicina alrededor de un quirófano? Creo que a la larga esto es difícilmente soportable por estas razones: en primer lugar, porque la dualidad de los medio de la gracia, de los signos principales de la presencia de Cristo, la palabra y la cena, corren el riesgo de desequilibrarse: par; este género de disposición, sólo tendría que estar la mesa santa en segundo lugar, porque esta disposición atenúa la tensión escatológica haciendo creer que se ha llegado ya o, al contrario mundaniza la congregación que se encuentra en ese momento frente a sí misma 151: la eclesiología de Schclciermacher se inclina por esta disposición y uno se admira de que encuentre tanto defensores... entre los barthianos; por último, porque esta disposición atenúa el carácter de encuentro cara a cara entre el Señor, presente en la palabra y la cena, y su pueblo: Jesús corre el riesgo de dejar de ser el Señor, para convertirse en un buen compañero al que se rodea, como se hace con un campeón ciclista: después de su victoria.

149 Recordamos que no se debe confundir este vocablo, «coro» (choeur), con la significación normal que tiene entre nosotros: el conjunto de personas que cantan en la ceremonia litúrgica o el lugar en que se colocan o el sitio donde los canónigos cantan el oficio divino en las catedrales. Es una costumbre propia de España la colocación de dicho coro en el centro de la catedral. En muchas regiones europeas y en algunas iglesias españolas el «coro» se encuentra en lo que normalmente llamamos presbiterio. Por eso, la palabra «coro» del texto encontraría su equivalente en nuestro vocablo: «presbiterio» (N. T.). 150 Esta forma «náutica» del lugar de culto es subrayada ya por las Constitu-ciones apostólica (c. 2) del siglo IV. 151 Esta forma «náutica» del lugar de culto es subrayada ya por las Constitu-ciones apostólica (c. 2) del siglo IV.

Si la disposición en círculo o en anfiteatro me parece del favorable al culto, no significa necesariamente que el edificio de la iglesia deba ser particularmente estrecho y alargado. La única disposición de un pueblo «litúrgico» atestiguada por el Nuevo Testamento, es la de los cinco mil participantes en la multiplicación de los panes, estaba formada por hileras de cincuenta hombres (Le 9, 14) 152 Esto significa que los oficiante podrán estar cara a cara y que los que representan a Cristo podrá) verdaderamente encontrar el pueblo escatológico reunido. Por esta razón, la existencia de un coro y de una nave me parece deseable, recordando, sin embargo, que estos dos polos no son Esta forma «náutica» del lugar de culto es subrayada ya por las Constituciones apostólica (c. 2) del siglo IV. primariamente cosas..., sino personas o grupos de personas que significan el cuerpo de Cristo y manifiestan el rostro de la Iglesia». Por otra parte, de este modo se incorpora también la manera más antigua de construir los lugares de culto cristianos, donde el cara a cara ministros-pueblo jugaba un papel más determinante, según parece, que el emplazamiento de la mesa santa. Cuando se dice coro y nave, no se dice «santuario» y nave. A pesar de la tradición litúrgica que se ha adaptado, en el curso de los siglos, de la desafortunada reducción del sacerdocio cristiano a sólo los ministros y, por consiguiente, a pesar de la desafortunada mundanización del pueblo de los bautizados, hay que rechazar la idea de que en la Iglesia todos los bautizados no tienen acceso a la mesa del Señor, sino únicamente los ministros. No ignoro todas las seductoras interpretaciones simbólicas que se pueden dar sobre este punto, se pueden encontrar bellos símbolos para los peores abusos, lo que no obsta a que la ordenación en el ministerio no concede un privilegio con respecto a la salvación y la proximidad del Señor. El ministerio concede ciertamente el derecho de actuar en la Iglesia en nombre de Dios, derecho que debe y puede también respetarse, por ejemplo haciendo sentar los miembros del ministerio en el coro; pero no concede el derecho de aparecer ante Dios de una manera privilegiada. La ordenación, indispensable para tener el derecho de ejercer el ministerio, es una legitimación divina respecto del pueblo, no es una promoción a un estado litúrgico de mayor capacidad que el bautismo para aproximarse a Dios. Con relación al laicado, el ministerio no tiene ninguna prerrogativa, ningún privilegio, su lo concerniente a la salvación. No hay, pues, en la iglesia unos lugares más sagrados que otros, de los que puedan ser excluidos hombres y mujeres pertenecientes al cuerpo de Cristo por el bautismo; pero, hay una disposición exigida por el orden y el desenvolvimiento litúrgico. El lugar de culto en su totalidad es el santuario, sin que se degrade al laicado de su nobleza bautismal, y en él hay un coro y una nave. 153

152 Me 6, 40, cree que había unas hileras de cincuenta y otras de cien. 153 Viendo la construcción moderna de la Iglesia romana, podemos alegrarnos al comprobar que se comprende notablemente que la descristianización del mundo occidental permite que el carácter sacerdotal de la Iglesia refluya del

Empecemos por la disposición del coro. Desde allí resuena la palabra de Dios; allí se prepara la mesa del señor; se reúnen la confesión, las ofrendas y las alabanzas del pueblo; allí, también, se sitúan los ministros encargados de presidir el culto o de actuar en él en nombre de Cristo. Precisemos estos diferentes aspectos. El coro, fundamentalmente, es el lugar de donde viene la palabra leída y predicada. Para su lectura se utilizará un facistol: para su predicación, un ambón, un pequeño estrado o tribuna, a la que erróneamente se llama cátedra (chaire), pues este término significa sede, cátedra. Desde el siglo XI, aproximadamente, la tradición propone que se proclame el evangelio desde la derecha de la cátedra episcopal, situada al fondo del coro, en su eje, o sea a la izquierda del pueblo congregado en la nave. Y nada se opone a que se ponga la tribuna a la derecha de la mesa santa, junto al borde del coro. Entonces, se pondrá el facistol para las lecturas bíblicas a la izquierda de la mesa santa, paralelamente a la tribuna, o sea del lado llamado desde la edad media de la epístola. Me parece completamente superfluo, para hacer perdurar o para encontrar un simbolismo muy artificial, no leer el evangelio en el mismo lado que se leen la epístola y el Antiguo Testamento: para «engrandecer» la lectura del evangelio es preferible hacer levantar a la asamblea, más que desplazar al lector. Se pondrá, pues, normalmente, la tribuna en el extremo derecho del coro, visto desde la mesa santa, y el facistol para la proclamación anagnóstica de la palabra de Dios a la izquierda. Si, como es deseable, por razones de visibilidad y de acústica 154 se eleva el coro algunos escalones, se cuidará también de no levantar demasiado la tribuna. 155

Pero el coro no es solamente el lugar de donde procede la palabra. Es también el lugar donde Cristo invita a su mesa para darse a los suyos y donde los suyos se le ofrecen en sacrificio viviente y santo. Es, pues, el sitio donde se encontrará la mesa santa; y como la comunión es «el culmen» del culto, como se expresa K. Barth, la mesa se encontrará en el centro del coro, en el sitio hacia el que se dirigen naturalmente todas las miradas. El número de problemas que se plantean aquí es muy grande. Detengámonos en lo esencial.

ministerio, en el que se había refugiado casi enteramente, sobre el pueblo cristiano, desde este momento diferenciado de nuevo del mundo. En las Iglesias ortodoxas, no parece que esta misma comprensión haya liberado ya al iconostasio de la función de «escondrijo» sagrado que empezó a desempeñar desde et siglo VI o VII. 154 Se debe desconfiar de las razones simbólicas demasiado fáciles. 155 Se podría justificar también una tribuna muy elevada por fáciles razones simbólicas: es necesario que la palabra descienda del cielo..., pero es preferible que el predicador no se confunda con el que ascendió a los cielos.

Primeramente hay que pedir que la mesa santa tenga espacio alrededor de sí: esta era la tradición general, antes de que en el siglo XI, en occidente, se desplazase el altar al fondo del coro, donde se hallaba antiguamente la cátedra del obispo; es la tradición reencontrada por la Reforma y que los romanos, hoy, intentan recuperar y generalizar igualmente. Hace falta, en efecto, que el presidente del culto pueda colocarse cara al pueblo para instituir la cena y presidirla. Pero la mesa santa no es únicamente el lugar donde Cristo se da a los suyos en el pan y el vino; es también, el lugar donde el pueblo cristiano se da a su Señor en respuesta a la autoconsagración de Cristo: el lugar, por consiguiente, donde se depositan las ofrendas recogidas entre los fieles y donde los ministros dirigen la oración del pueblo: para hacer esto, realmente nada impide que ellos se pongan a la cabeza del pueblo, como los oficiales marchan a la cabeza de su tropa, es decir que ellos miren en la misma dirección que el pueblo, volviéndole la espalda. Aquí se puede preguntar si es legítimo denominar a la mesa santa, altar. Sobre esto las tradiciones varían: los romanos dicen, de ordinario, altar, lo mismo que los luteranos y, a menudo, los anglicanos. Los ortodoxos no se oponen a este término, pero hablan más bien de «santa mesa». Los reformados rechazan violentamente, de ordinario, el término altar, aunque es utilizado sin titubeos por algunos de ellos, y prefieren los de mesa del Señor, que es término bíblico (1 Cor 10, 21), mesa santa o mesa de comunión. Creo que no hay razones decisivas para introducir entre nosotros el término altar sustituyendo al de mesa santa. El hacerlo no sería una hazaña o una victoria ecuménicas. Creo, por otra parte, que debemos recordar que el Nuevo Testamento tiene una visión de la vida y del culto cristiano mucho más sacrificial de lo que desearía la mentalidad reformada tradicional, malsanamente dirigida contra todo lo sacrificial, porque sólo piensa en sacrificios propiciatorios que dañarían la unicidad de la muerte sacrificial de Cristo o porque olfatea inmediatamente la peor de las teologías de la misa romana. El renunciar al uso del término altar para permanecer fieles al vocablo antiguo de mesa del Señor no debe crear en nosotros ningún complejo de superioridad ni de inferioridad; pero creo que no debemos tampoco pensar que en este problema terminológico se trata de una opción teológica fundamental y exclusiva que, a menudo, se quiere ver entre nosotros, sin que los luteranos y los anglicanos lo hubiesen visto también. Sin embargo, si se quiere recurrir a este término, no habría que hacerlo como contrabandistas, sino explicando y justificando las razones, a mí parecer inútiles, pero quizás válidas, de este cambio. Después de haber tratado del emplazamiento de la mesa santa y de su nombre, vale la pena tal vez decir una palabra sobre su materia. Durante muy largo tiempo la mesa santa era de madera y ha podido seguir siendo así hasta hoy en ciertas Iglesias ortodoxas. La Iglesia reformada del siglo XVI volvió normalmente a esta práctica, pero después en muchas iglesias reformadas la mesa de comunión se construyó de piedra sin que hayamos tenido conciencia

de cometer un crimen al hacer este cambio. También aquí, lo mismo que para el término altar, debería reinar la libertad, quizás con preferencia por la mesa de madera; este es, al menos, mi deseo personal. Sobre la mesa santa no se depositará nada que no tenga su lugar legítimo y natural: las fuentes y las copas para la cena, los manteles, los adornos y, eventualmente, los candeleros apropiados, los libros de oraciones. Dos cosas particularmente no tienen nada que hacer allí: los ramos de flores, que transforman la mesa santa en velador de salón, y una gran biblia abierta, triplemente desplazada: en primer lugar, al ser inutilizable por razón de su versión anticuada; en segundo lugar, por parecer ser una torpe imitación del tabernáculo romano, adoptada con la ayuda de una Interpretación de la inspiración muy emparentada con la interpretación de la transubstanciación romana: tercero, por estar allí para camuflar la ausencia de una vida eucarística regularmente dominical en la Iglesia reformada. Mientras no se haya vuelto a la cena semanal, ha de seguir siéndonos molesto el vacío de la mesa santa. El coro es el lugar donde, desde la más remota antigüedad, se sientan los ministros de la Iglesia: el pastor que preside el culto, el colegio presbiteral que le rodea. Los diáconos que co-ofician. Primitivamente la cátedra del obispo era verdaderamente el centro de la asamblea durante toda la celebración litúrgica, y parecía incluso superar a la mesa santa, según una línea de pensamiento bastante ignaciana, hasta el punto que el roo?3Tc*¡i6vot; parecía ser lo que podría llamarse la primera garantía de la presencia de Cristo y de la autenticidad eclesial de la asamblea litúrgica. Creo que hoy la sensibilidad cristiana no soportaría ya fácilmente este predominio clerical. Y si es exacto que el arquitecto que diseña un santuario debe tener en cuenta al celebrante en su sede de presidente y prepararle un puesto no accesorio y facultativo, sino orgánico y permanente, este elemento no deberá estar, en mi opinión, al fondo, en el centro del coro, donde suele colocarse una cruz, sino en los laterales del coro y será preciso que éste sea bastante espacioso para que todos los ministros de la parroquia, pastor, vicarios, ancianos, diáconos, puedan encontrar allí no sólo un lugar, sino su lugar. Finalmente, podríamos preguntarnos si el coro no debe ser también el lugar de la celebración del bautismo. Si la disciplina de la Iglesia prevé, como lo prevé la tradición reformada auténtica, que los bautismos deben celebrarse en el momento en que la asamblea está congregada para el culto —y no en el momento de cultos particulares de bautismos que en ese caso podrían celebrarse también en otro lugar con agua corriente o en un baptisterio próximo a la Iglesia—, está bien que los bautismos se celebren en el coro y que se tengan, a este efecto, fuentes bautismales que podrían estar colocadas en la extremidad sur del coro, enfrente de la tribuna. De todas maneras, se evitará la «salsera», como Montaigne designa los jarros de bautismo que Utilizamos los reformados, en su Journal de voyage, 135, todavía muy corriente, y también se evitará hacer de la mesa de comunión el lugar del bautismo. No entro aquí en los detalles, por ocuparnos esencialmente del culto parroquial dominical que es eucarístico y no bautismal, y porque el problema

del bautismo es tan difícil de resolver que no es posible todavía fijar su emplazamiento ordinario. Hasta ahora hemos tratado del coro. Pasamos a la nave. No es el lugar desorganizado del «público», sino un lugar estructurado. Cuanto más haya comprendido la renovación litúrgica su liturgia propia la asamblea de los fieles, tanto más aparecerá esta estructura. Quizá entonces se vuelva a descubrir la vieja tradición, según la cual los hombres y las mujeres están separados: mujeres a la derecha de la entrada, los hombres a la izquierda, o los hombres delante y las mujeres detrás, según la colocación tradicional; no sólo por decoro, sino para que puedan cantar las antífonas alternativamente, como quería Zwinglio; o quizás, también se vuelva a descubrir por razones no solamente disciplínales, sino también litúrgicas: el emplazamiento de los catecúmenos, de los excomulgados y de los no-bautizados (?). Es preciso hacer todavía algunas consideraciones a propósito de la nave. En primer lugar, es necesario que desde la nave se pueda oír y seguir con los ojos el conjunto del culto para participar verdaderamente en él. De aquí, que se deban evitar en lo posible los pilares que separan una nave central de las laterales. En segundo lugar, es necesario que la nave, lo mismo que el coro, permita que los fieles se desplacen con facilidad, de manera que se eviten los embotellamientos, de un modo particular en el momento de la comunión eucarística. Debe estar previsto un pasillo central bastante amplio que permita también la entrada y la salida procesional de los ministros. En tercer lugar, hay que adaptar la dimensión de la nave al número de los fieles. Esto significa que por ahora no hay que construir lugares de culto demasiado grandes, sino más bien diseminar iglesias, según el grado de evangelización y urbanización de las ciudades; iglesias que reúnan comunidades en lugar de multitudes: es preferible, en un noventa por ciento de casos, celebrar dos o tres cultos en determinados días festivos que tener lugares desmesurados de culto. Por otra parte, en los lugares de culto demasiado grandes, debería ser obvio que se cerrasen con un cordón los últimos bancos, en tanto que todos los primeros no estén ocupados. Por último, podemos preguntarnos si hay que elegir bancos o sillas para los asientos de los seglares. La Reforma introdujo por todas partes asientos inmóviles, bancos, solución que parece también imponerse ahora en la Iglesia romana cada vez más, porque los bancos tienen la ventaja de «ofrecer, al menos, un lugar suplementario entre cuatro» y suprimir muchos ruidos. Si se elige esta solución, se cuidará al construirlos que no dificulten ni la genuflexión ni la «posición de pie, actitud litúrgica por excelencia». En el lugar de culto, de ordinario, se busca también colocar un órgano y un emplazamiento para los cantores. Muchos problemas se han debatido a este propósito: algunos opinan que el órgano debe estar lo más cerca posible de la mesa santa, pero nuestra tradición prevé más bien para los órganos una galería situada frente al coro; donde se puede, se las arreglan colocando

también los cantores en esta galería, lo que me parece la solución óptima. Hay que afirmar, por tanto, que esta cuestión del órgano y del emplazamiento para los cantores son un lujo y no una necesidad para un lugar de culto. Decir con E. Langmaack: «entre los elementos principales de un lugar de culto... se encuentra indudablemente el órgano» es mucho decir. Un lugar de culto no necesita un órgano para ser un lugar de culto cristiano. Toda la antigüedad ha desconocido un instrumento para acompañar y dirigir los himnos y las oraciones; y la Iglesia de oriente ha permanecido fiel a esta tradición. La antigüedad conocía el ógano para el uso profano y mundano. De Bizancio vinieron a occidente: el emperador de oriente Constantino V Coprónimo donó un órgano a Pipino el Breve en el año 757, y uno de sus sucesores donó otro en 812 a Carlomagno, que lo colocó en la catedral de Aquisgrán; hasta el siglo XV, prácticamente todas las catedrales, colegiatas y grandes iglesias de las ciudades de occidente hicieron construirlos. En tiempos de la Reforma, la Iglesia de Zürich, bajo la influencia de Zwingho «excomulgó» los órganos en 1527, para volverlos a construir en Grossmünster en 1598; todas las otras Iglesias los habían mantenido. No hay razones, creo, para ser tan radical como Zwinglio; tampoco las hay para oponerse en principio a una galería, con la condición de que no sirva, como casi siempre, para «desintegrar la comunidad cultual» (R. Paquier), es decir con la condición de que sea el emplazamiento de los cantores y no una especie de refugio para los «fieles» que no quieren participar, sino únicamente asistir al culto como espectadores y aficionados. Ciertamente no hay razones, pero tenemos que ser en este punto muy reservados y un poco obstaculizadores; a propósito de la galería para los cantores, porque hay que evitar al máximo las «liturgias vicarias»; a propósito de los órganos porque, a causa de las exigencias orgullosas de los organistas o de las estúpidas pretensiones parroquiales, se engullen en ello sumas de dinero absolutamente desproporcionadas en relación al servicio que los órganos prestan. En todos los casos, la belleza o aun solamente la decencia del lugar de culto, el mobiliario litúrgico, los adornos, deben estar por encima de las reivindicaciones y las pretensiones de todos los organistas que se creen un Juan Sebastián Bach. Es muy probable que, entre nosotros, los gastos exorbitantes de los dispendios parroquiales hechos con los órganos no sean nada más que una manifestación implícita de pobreza espiritual: se utiliza el órgano como compensación, semejante a lo que sucede en las parroquias romanas con los altares barrocos sobrecargados de dorados. Todas estas compensaciones permiten camuflar el vacío. ¿Hacen falta anexos al lugar del culto? En todos los casos se impone un anexo si la iglesia no está muy próxima a la casa parroquial: una sacristía donde los ministros se dispongan para celebrar el culto, para preparar las especies eucarísticas, revestirse sus ornamentos y donde regresan, una vez acabada la celebración. Es, también, el lugar adecuado para las entrevista con el párroco. Normalmente, se colocará de manera que dé sobre la nave más que sobre el

coro; no sólo para facilitar una entrada procesional de los ministros, sino también, para mostrar bien que los ministros no son actores que entran en escena ni personajes sagrados a quienes habría que preservar de toda contaminación con el laicado. Es importante también en la medida de lo posible, que se facilite la acogida de los fieles por la disposición del lugar del culto: un hall de entrada o porche y un cierto espacio delante de la iglesia, que permita, al mismo tiempo, aislarla de los ruidos y hacerla bien visible al mundo, lo que justifica la construcción de una torre o de un campanario, etc. A propósito de los anexos se plantea una cuestión de principio: ¿es legítimo que haya en una iglesia capillas-anexas para cultos particulares? La Iglesia primitiva no conocía nada de esto. En occidente, a partir del siglo sexto se comienza a hablar de altares laterales menores, introducidos para permitir la celebración de misas privadas y justificados más tarde con la ayuda de la disciplina romana que invitaba a cada sacerdote a celebrar cada día «su» misa. Hay que combatir esta desviación de «la ley antigua de la unicidad de altar», para hablar con palabras de P. Roguet, a pesar de las ventajas indiscutibles que puede aportar en los grandes lugares de culto. O. al menos, si se acepta el principio de capillas anexas para los oficios y celebración de actos eclesiásticos que reunirán poca gente, bastará con poner allí un facistol o un ambón, sedes y eventualmente un gran candelabro. No se pondrá mesa santa y no se celebrará allí la eucaristía, pues ya hemos visto que en principio, y es preciso defenderlo sin desmayar, hay que atenerse a una eucaristía parroquial cada domingo. Al abordar ahora el problema del alcance simbólico de los lugares de culto, tocamos un problema extremadamente delicado tanto desde el punto de vista de la teología sistemática, como de la práctica. No nos detendremos en el aspecto sistemático del problema, es decir, en definitiva, en el problema que concierne al lugar y al papel de la criatura en la revelación cristiana, sino para hacer unas breves afirmaciones preliminares con cuya ayuda proseguiremos nuestra investigación. Me parece que una teología del símbolo deberá tener en cuenta los elementos siguientes: Aunque una interpretación puramente etimológica no basta ciertamente, es necesario, acordarse, sin embargo, que el ati|j.pVí.ov es lo contrario de máfioXoc,: no es aquél el que separa, divide y arranca, sino el que hace juntarse, el que une y reconcilia. Esto significa que para el cristiano, en todos los casos, todo símbolo será profundamente alusivo a la reconciliación operada por Jesucristo: necesariamente debe hacer, por tanto, directa o indirectamente, referencia a Cristo. Como observa con razón Fr. Buchholz: un símbolo sólo es posible para nosotros, porque Cristo ha vencido al diablo, porque el symbolos ha deshecho el diabolos.

Esto no quiere decir que no haya podido haber símbolos antes de la encarnación, sino que ya entonces sólo eran válidos por referencia a Jesucristo, como ahora también pueden convertirse en simbólicos para un cristiano los acontecimientos o las cosas que la fe, y no la vista, refieren a Jesucristo. Una teología del símbolo deberá tener en cuenta también, y de un modo muy particular, que el símbolo posee, a causa de su referencia cristológica, una especie de carga del mundo venidero. Seguramente la presencia del viernes santo conservará miles de testimonios simbólicos, mientras dure este mundo; yo diría que la teología, en general, y la liturgia, en particular, no tienen que tratar de expresarlos de una manera especial, ya que aparecen automáticamente, desde que se busca expresar símbolos pascuales. Estos son, para hablar con propiedad, el objeto de la búsqueda y de la expresión eclesiales: si ciertamente el símbolo de los apóstoles relata, y con qué amplitud, el camino del anonadamiento de Cristo (fué concebido..., nació..., padeció..., murió..., fue sepultado..., descendió a los infiernos) es como parü cargar solo a Cristo con el conjunto de la miseria del mundo y para poder hablar luego no de pecados, sino de perdón de los mismos, no de perdición eterna, sino de vida eterna. Es, pues, normal, con la condición de no camuflar los símbolos del viernes Santos se imponen por sí mismos, que la Iglesia mediante su simbolismo, y muy particularmente mediante su simbolismo litúrgico, protestante, en cierta, contra este mundo que mata .a Cristo y persigue a la Iglesia y expresando esta protesta por lo que podría denominarse una «pascualización» o una «escatologización» del símbolo. Aquí también quisiera citar a Fr. Buchholz, que dice: el símbolo es una función que no puede comprenderse verdaderamente, sino a partir de la escatología, es decir como un anticipo de la forma definitiva del mundo que hace aparecer la vida de los hombres como un peregrinar que va desde la creación y la caída hasta la redención. Y si la Iglesia reformada se presenta en su culto tradicional como la menos pascual de las confesiones cristianas, es ciertamente porque su protesta contra el simbolismo litúrgico en el siglo XVI rebasó los límites y alcanza el carácter pascual del pueblo de Dios. Los símbolos exigen todavía un control serio. Nos hace falta subrayar esto, después de haber recordado el fundamento necesariamente cristológico y el alcance necesariamente escatológico de una doctrina cristiana del símbolo. En efecto, ellos tienen una tendencia muy poderosa a la perturbación, a la proliferación y a la autojuslificación. Piénsese en la acumulación de símbolos en la liturgia de las Iglesias orientales o en la de la edad media occidental, y en la autojustificación del culto que amenaza derivarse de ellos. Pues un símbolo que se convierte en su propia justificación deja de ser útil. Porque, ¿cuál es la utilidad de un símbolo?: la de «traducir» el amor y la victoria de Cristo; es, para nosotros cristianos, transparentar la realidad de la salvación de un modo

comprensible: es, se podría decir, la de dirigirse cristianamente a los ojos, como la voz que transmite la predicación cristiana se dirige a los oídos. Aquí también nos tenemos que acordar de que Jesús no curó solamente sordos. No es, pues, como quizás estaríamos tentados de hacerlo en razón de nuestros prejuicios confesionales, a causa de las relaciones entre la gracias y naturaleza, por lo que debemos ser muy prudentes con los signos sino que es en primer lugar, a causa de la doctrina cristiana de la justificación: la autojustificación no tiene carta de ciudadanía en la Iglesia, donde sólo es acogible aquello que encuentra su justicia, su razón de ser en Cristo. Pero hay aún una segunda razón por la que es preciso ser prudente con los símbolos: importa protegerlos contra ellos mismos al estilizarlos, al podarlos para que sean comprensibles, si no automáticamente, al menos fácilmente. Por esto, también, se cuidará de reducir su número. Referencia cristológica obligada, transparencia del mundo venidero, sólido control por parte de una Iglesia que debe impedir su autojustificación, su proliferación y su complicación, he aquí todo lo que, en principio, hay que decir con los símbolos. Y ahora podemos examinar lo que ofrece lo dicho referente al lugar de culto y a lo que ocurre en él. Comienzo por el alcance simbólico del lugar de culto en sí mismo. Ya hemos hablado de ello al admitir que el santuario cristiano debe recordar, por el juego entre el coro y la nave, la estructura de la Iglesia en ministerio y laicado. Pero, al menos, hay que decir todavía dos cosas a propósito del alcance simbólico del lugar de culto en cuanto tal. Es preciso hablar en primer lugar de su orientación. Muchos indicios dejan suponer que desde los tiempos apostólicos los cristianos se volvían para su oración hacia el este, hacia el levante, no hacia Jerusalén como los judíos. Por textos como Mt 24, 27; Le 1, 78 s.; 2 Pe 1, 19; Rom 13, 12; 1 Jn 2, 8; Ap 1. 16, etc. G. Delling cree que esta orientación es una especie de transcripción, en forma de gesto, del significado del nombre de Jesús, que se remonta a los tiempos apostólicos y que simboliza no solamente que toda oración cristiana se hace en nombre de este «sol levante que nos ha visitado desde lo alto» (Le 1, 78); más aún, que toda oración cristiana es verdaderamente escatológica, espera y esperanza del momento en que, como el sol, amanezca el día en que Cristo vuelva. Y si la tradición ha conocido iglesias, y aun iglesias famosas, cuyo coro está vuelto hacia el oeste, éstas no son sino excepciones que confirman la regla. Creo que es útil decir también una palabra sobre el alcance simbólico de las relaciones entre el exterior y el interior de una Iglesia. Es muy notable, se ve por ejemplo en Ravena, que en los tiempos antiguos se quería embellecer lo que no se ve desde el exterior. Lo mismo que el adorno que las mujeres cristianas deben buscar no es el exterior, consistente en arreglarse los cabellos, llevar objetos de oro o vestidos suntuosos, sino el adorno interior y

oculto en el corazón, la pureza incorruptible de un espíritu dulce y apacible (1 Pe 3. 3 s.); del mismo modo es simbólicamente válido que la búsqueda de la belleza está más subrayada en el interior que en el exterior de los lugares de culto, porque el interior tiene verdaderamente probabilidades de ser bello. Una búsqueda particular de belleza exterior corre el riesgo de dar al conjunto del edificio, exterior e interior, un aire pretencioso o de descuidar el interior o de favorecer la confusión, tan fácil y tan funesta entre lo bello y lo rico. Un elemento, en el que quizás no se insiste bastante, es el alcance simbólico de la autenticidad del material que se utiliza. El artificial, el relumbrón, tiene también un alcance «simbólico», pero simboliza exactamente lo que la Iglesia no tiene derecho a ser, de lo que está liberada y perdonada: la mentira. Hay que escoger, pues, material no adulterado: piedras naturales en vez de artificiales, madera en vez de productos de resina sintética, verdadera piel para recubrir los libros litúrgicos, lana, seda, lino para las vestiduras y los manteles, cera para las velas en vez de bombillas eléctricas simulando cirios, órganos de tubo antes que órganos electrónicos; lo mismo que se toma para la comunión pan verdadero y vino verdadero. La autenticidad del material no puede absolutamente respetarse siempre; sin embargo, hay que insistir para que lo sea al máximo, precisamente por razones de símbolos; puesto que la Iglesia detesta la mentira, debe combatirla bajo todas sus formas. Además, hay que mostrar, quizás de un modo muy particular hoy, que la salvación no falsifica ni adultera lo que ella alcanza, sino que, por el contrario, lo realiza y lo justifica. La generosidad, la simplicidad, la solidez de una encuadernación totalmente de piel inspira más confianza en el contenido de la sagrada Escritura que una encuadernación que imita la piel. Al evangelio no le gusta la mentira. Lo mismo habría que decir para todo lo que tiene relación con el lugar de culto. Si la Iglesia no ama la mentira, tampoco ama las tinieblas, puesto que sus miembros, habiendo pasado de las tinieblas a la luz (Hceh 26, 18; Ef 5, 8; 1 Pe 2, 9, etc.), es decir habiendo sido injertados en el que es la luz del mundo (Jn 8. 15; 9, 5, etc.), han llegado a ser «hijos de la luz» (Le 16, 8; Ef 5. 8; 1 Tim 5, 5; cf. Mt 5, 14, etc.). Esta luminosidad de la Iglesia, uno de los temas más frecuentes en el Nuevo Testamento, se encuentra simbolizada desde los primeros tiempos; por este hecho, el lugar de culto debe ser un lugar de luz o, más bien, un sitio que demuestre que se lucha allí contra las tinieblas. Creo que esto significa que, en principio, se cuidará que la luz del sol penetre profundamente en el lugar del culto o, como en la estancia superior de Tróade (Hech 20, 8), se asegurará, si el culto se celebra de noche, que la luz alcance sólo lo necesario para mostrar bien que el evangelio, horadando de alguna manera las tinieblas del mundo, crea un espacio luminoso atrayente. Sin embargo, el simbolismo de la luz no se agota con esta reivindicación de los lugares de culto iluminados e iluminantes. Sabemos, en efecto, por el Apocalipsis, que sin duda transpone en el culto celeste elementos del culto terrestre, que cada Iglesia debía tener un candelero o, más bien, un

candelabro156 que simbolizaba su vida, su existencia, delante del Señor, pues en eliminación de éste hubiese significado la extinción y, por tanto, la muerte de una Iglesia (2, 5; cf. 1, 12-13, 20, etc.). Por otra parte, la tradición ulterior conoce un uso de los cirios en la historia, en la que no tenemos que entrar ahora. Observemos solamente que san Jerónimo, en un escrito de 378, pide que se enciendan cirios en el momento de la lectura del evangelio, en señal de alegría; esto no significa todavía la procesión hecha antes de la lectura del evangelio con cirios que preceden el evangeliario, sino que los fieles mismos alumbran y llevan cirios: Observemos también quo miles del siglo XI o XII no se hubiese concebido la idea de depositar los candeleras o candelabros sobre la mesa santa: se los colocaba alrededor a más arriba, mientras que ahora es una costumbre casi universal. Personalmente creo que no tenemos que enorgullecemos de no tener candeleros sobre la mesa santa, no porque así somos fieles a la práctica de la Iglesia primitiva, sino porque la supresión de los mismos en el siglo XVI ha suprimido entre nosotros todo el simbolismo de las luces que conocía la Iglesia naciente. Por esto, creo que sería extremadamente deseable encontrar de nuevo este simbolismo. Podría hacerse de la manera siguiente: colocar una gran candelera detrás de la mesa santa y encenderlo durante todos los cultos. Simbolizaría a la vez la luz del mundo, la llama de pentecostés, la vida de la Iglesia congregada (ella tampoco tiene derecho a consumirse más que iluminando: in solviendo consumor) y la espera del día eterno. Y si la adquisición de tal candelero fuese muy costosa, no veo una razón urgente que prohiba poner uno más pequeño sobre la mesa santa. Puede ser que, entonces, se necesiten dos, por simetría: pero, en este caso, el simbolismo peligra con «mundanizarse» para significar, ante todo, la alegría festiva de «una cena de gala». Pero, ¿por qué no se intenta también regocijarse sencillamente en la santa cena, como los cristianos palestinenses del siglo cuarto: ad signum laetitiae demonstrandum? Cercano al simbolismo de las luces está el de los colores, ya que el blanco es el color litúrgico de fondo obligado. La historia de los colores litúrgicos está llena de sorpresas y de contradicciones: oriente, cuyo año litúrgico no ha sido nunca tan rígido como en occidente, no ha fijado jamás un orden preciso para el numero y el tiempo de los colores, y en occidente se ha tenido que esperar hasta el siglo XII para que el empleo de los colores se precise e incluso se prescriba. Ha habido siempre ciertas excepciones a la regla: Milán ha guardado hasta hoy mismo un orden propio y en el que el rojo juega un papel mucho más importante que en otros lugares. Por otra parte, el orden corriente es sólo una convención. Recientemente aún, el ordo romano ha cambiado el color del día de ramos para atribuirle el rojo.es, pues extraño que la hagan proposiciones

156 ¿Auyv.'ct tenía siete lámparas como el del Ex 25, 31-39 y ei de Zacarías 4, I s.?

divergentes respecto a los colores litúrgicos, y esto muy especialmente en las Iglesias que, como la nuestra buscan volverse a introducir. El simbolismo de los colores, que es evidente, pero a menudo contradictorio, no me parece que debe estar retenido por los colores litúrgicos, o al menos, la búsqueda de este simbolismo no debe llevar a la elección de los colores. Estos han entrado en el culto, sobre todo, por razones de belleza y de alegría que simbolizan primeramente. Pero para evitar un desbordamiento y. también, el mal gusto que amenaza a los cristianos, sobre todo cuando llegan a ser afortunados, me parece del todo prudente la decisión tomada por Inocencio III en el siglo XII: reducir los colores litúrgicos a cuatro y repartirlos a lo largo del año eclesiástico, para que simbolicen en lo sucesivo las estaciones litúrgica; y pongan ante los ojos el tiempo del año eclesiástico en que se encuentran. No veo, pues, ninguna razón para cambiar los colores tradicionales en occidente ni su distribución al por mayor. Se tendrá el blanco o, tal vez, el amarillo oro, su equivalente, que resulta mejor, para las grandes fiestas de Cristo: de navidad a epifanía y de pascua a la víspera de pentecostés; el violeta para el tiempo que prepara a las grandes fiestas: durante los cuatro domingos de adviento y los de cuaresma 157; el rojo para pentecostés y el verde para el tiempo que va desde la epifanía la cuaresma y desde trinidad a adviento. No encuentro razones para no utilizar los ornamentos rojos en otras determinadas ocasiones, como por ejemplo los domingos anunciados como domingo de bautismo 158, el domingo en que se confirman los catecúmenos, el de la Reforma, el domingo en que, entre nosotros, se sustituye la predicación del pastor por el testimonio de un seglar Pero debemos recordar la desconfianza que es preciso tener ante toda sobrecarga barroca del año eclesiástico. No veo tampoco razón para no elegir el violeta para el día de ayuno federal. En un signo de la alegría legítima que uno tiene por los colores litúrgicos, el ver en ellos un juego en vez de una ley rígida. Uno n acordará de que sólo los verdaderos juegos tienen reglas. Al pasar ahora al simbolismo de las vestiduras, permanecemos en el campo del juego permitido, de lo que se da además cuando uno sabe regocijarse en el mundo de la resurrección. No hay que ser como Judas Iscariote que pensaba que era una pérdida de su tiempo y de su dinero consagrar a Jesús una cosa tan inútil, tan gratuita y tan fútil como es el perfume (cf Jn 12, 5). Es preciso saber que este juego, corno el de los colores, sólo llega a ser legítimo cuando la Iglesia es fiel en lo esencial de su culto, cuando respeta todos los elementos de su culto: este juego se haría no sólo ridículo, sino falso y desplazado si debiese servir para camuflar una pobreza litúrgica, si no fuese simplemente 157 Mejor que desde septuagésima. 158 ¡Y no, cuando los padres de los niños que se van a bautizar fijan la del bautismo, según nuestro sistema!

una manera de exultación en la luz de la pascua. Pero está permitido ocuparse también de las vestiduras litúrgicas como expresión de la jfotXXiaou; litúrgica. Es difícil establecer la historia de las vestiduras litúrgicas cristianas. Primero, porque el Nuevo Testamento no es muy expresivo a este propósito: si conoce ciertamente un simbolismo de la vestidura, en particular, de las llevadas por Cristo (cf. Jn 19, 33: Ap 1, 13), si anuncia que los rescatados en el reino serán revestidos de blanco (cf. Ap 3, 4 s.; 4, 4; 6, 11; 7, 9, 13, 14; cf. 3, 18, etc.), si precisa que las mujeres deben llevar un velo en el culto (1 Cor 11, 6 s.), sin embargo, no deja sospechar que los ministros de la Iglesia primitiva hayan llevado un vestido litúrgico particular para celebrar el culto. Segundo, porque si en la Iglesia prenicena los ministros llevaban sus vestiduras civiles para celebrar el culto, esto era por ser las más bellas, y está claro que la antigüedad tenía una doctrina de la vestidura totalmente diferente a la nuestra. No se afirma, pues, lo mismo, cuando se dice que las vestiduras litúrgicas de la Iglesia primitiva eran vestiduras civiles, con aparato, que si se dice que las vestiduras litúrgicas de hoy deben ser las civiles ordinarias. Porque, según el sentimiento primitivo, que dura hasta el siglo XVIII, la vestidura no sumerge a uno en el anonimato, sino que permite, por el contrario, revelarlo, según el dicho de Georges Louis de Leclerc, conde de Buffon: «Un hombre sensato debe mirar sus vestiduras como formando parte de él, pues la forman efectivamente a los ojos de los otros, y penetran por cualquier causa en la idea total que uno se forma del que las lleva». Así, por ejemplo, si uno observa que los reformados, al contrario de los luteranos que han permanecido en este punto muy conservadores, durante largo tiempo, suprimieron las vestiduras litúrgicas romanas, no fue para que sus pastores vistieran de, nuevo como todo el mundo, nadie se viste como todo el mundo, sino para que llevasen constantemente su vestidura de estado, la toga de los intelectuales. Los reformados no han suprimido, pues, la vestidura clerical, sino la litúrgica. Pero esto no impide que las vestiduras litúrgicas tradicionales antes del siglo XVI, sean ex-vestiduras civiles, algunas veces un poco modificadas y mantenidas para el culto, cuando la moda había cambiado en la vida ordinaria. Y una vez consumado el divorcie entre la moda y las vestiduras litúrgicas se pusieron, en la edad media, a descubrir en todos estos vestigios de vestiduras civiles; de otro tiempo numerosos poderes simbólicos complementarios c contradictorios. No podemos entrar aquí en detalles. En cambio, y en espera de un estudio más profundo que queda por realizar, podemos hacer las observaciones de principie que siguen: Primeramente hay que admitir que en la Iglesia Cristian: en tres ocasiones se ha recomenzado una celebración del cuite con vestiduras civiles tan nobles como era posible, y dos veces al menos —aunque pueden ser las tres veces—, para distinguirá de las vestiduras litúrgicas: en tiempos de los apóstoles, comí protesta contra las vestiduras sacerdotales judías y paganas, en el siglo XVI reformado, como protesta contra las vestiduras litúrgicas del clero occidental, y

en el siglo XIX, protesta pietista revivalista contra la toga de los pastores reformados. Esta vestidura primitivamente civil, una vez pasada de moda fue mantenida como vestidura litúrgica, se «sacralizó» y adquirió ciertos poderes simbólicos. Esta regularidad hace supone que, si hoy se quieren suprimir las vestiduras litúrgicas para oficiar «de seglar», dentro de setenta años nuestras vestiduras de hoy se habrán convertido en vestiduras exclusivamente litúrgica. Por esto, a nivel de este juego del que tratamos aquí, creo que sería más juicioso aceptar el hecho de la existencia de vestiduras litúrgicas que tienen la ventaja de hacer desaparecer la Individualidad detrás de la función y, en ese caso, escogerlas con una intención de simbolismo sencillo y preciso, sin dejarse enredar por las costumbres confesionales sobre el vestido. Yo aconsejaría las siguientes vestiduras: Para el pastor: una toga negra (todas las vestiduras bíblicas son togas, ¡uno no se imagina a los resucitados en pantalones!), recubierta de vina especie de casulla blanca que no la oculte enteramente; sobre ella se coloca una estola con los colores litúrgicos. El simbolismo es claro: la toga negra representa el hombre viejo; la casulla blanca representa el vestido de la justicia y del perdón que le espera; pero ella no oculta enteramente la toga negra, porque el reino no está manifestado aún. Esta doble vestidura significa así, la tensión eónica en la que se encuentra la iglesia. La estola con los colores litúrgicos significa el yugo de Cristo que viene, sufre y muere; de Cristo que se encarna y que resucita, que envía el Espíritu Santo; de Cristo que reina y conduce a su Iglesia. Para manifestar que la celebración eucarística no está más cargada de gracia que la proclamación de la palabra de Dios, no se añadirá a la vestidura pastoral una pieza suplementaria para la cena. Para los ancianos o los diáconos que recogen las ofrendas, tienen ciertas lecturas y participan en la distribución de las especies eucarísticas, hay dudas: se les puede vestir como a los pastores (tal vez, reservando la estola para éstos), lo que simplifica las cosas, pues entonces, la Iglesia no tiene más que una sola vestidura litúrgica; esto combate un clericalismo orgulloso y simbólicamente va muy bien, pues los que no son pastores tienen tanta necesidad como ellos de la promesa de pureza que borrará la negrura de su primer Adán. También se puede imaginar otra cosa que tendría su poder simbólico, al menos en Suiza, donde cada municipio tiene sus escudos de armas y blasones: sería que los ancianos o los diáconos lleven una amplia esclavina del color favorito del escudo de armas del municipio donde se encuentra la Iglesia parroquial, a no ser que se lleve bordado sobre el lado izquierdo el emblema heráldico de dicho municipio. Esta sugerencia, que he hecho ya en otra parte, en cuenta ordinariamente en el ámbito protestante, más que en el romano, una sonrisa de conmiseración camuflada. La mantengo sin embargo, no sólo por la belleza que podrían tener las procesiones sinodales, sino por su poder simbólico: el pastor, por sus vestiduras, simbolizando la esperanza de la Iglesia; los ancianos y los diáconos simbolizando que esta Iglesia está verdadera mente localizada en este mundo.

A los seglares, les recomiendo para el culto vestidos de fiesta; hay ciertos momentos particulares de su vida cristiana en los que tienen derecho a vestiduras litúrgicas especiales: vestiduras blancas en el momento de su bautismo, en el de su confirmacion159, en el de su entierro. En estos días es simbólicamente posible recubrirlos por completo de blanco, olvidar un instante que el siglo presente dura aún. Simbólicamente también es más útil que esta vestidura toda blanca la vistan los seglares mejor que los clérigos. 160

Por último, no sólo los ministros y, algunas veces los seglares tienen que vestir hábitos litúrgicos: también los tiene que vestir la mesa santa, la tribuna y el facistol. Son posibles diferente soluciones. Para que la mesa santa permanezca mesa lo más posible se cubrirá con un gran mantel blanco que caiga a le lados, a lo largo del cual se podrá extender, colgando por delante y por detrás y con un largo proporcionado a la mesa, un tejido de color amarillo, rojo, violeta y verde, siguiendo el tiempo de año litúrgico161. Un tejido parecido y que tendrá tal vez bordados simbólicos puede colgar del atril del ambón o de la tribuna y del facistol. No tenemos todavía entre nosotros talleres de ornamentación; pero la comunidad de Grandchamp, ¿no encontraría una vocación suplementaria en este terreno? Además del simbolismo de la orientación, del material, de la luz de los colores y de las vestiduras, está también el de las actitudes, del que hay que decir una palabra. Hemos hablado ya de las actitudes litúrgicas al enumerar los campos 159 Las albas son preferibles a los «vestidos de comunión» y aun a los velos de las catecúmenas, porque suprimen las diferencias sociales entre los catecúmeno Por fortuna, gracias a ciertas parroquias de la Iglesia reformada de Francia, parece que la costumbre de las albas va penetrando entre nosotros. El vestido blanco de la que se va a casar, símbolo de la virginidad, no es directamente una vestidura litúrgica. 160 A este propósito, un consejo muy firme: no hay que modificar las vestidura: litúrgicas de los pastores antes de que los ancianos o los diáconos hayan reencontrado su liturgia propia y una vestidura litúrgica; una modificación sobre esto, < lugar de aparecer como un signo de libertad y de alegría, aparecerá como un medida clerical detestable. 161 También se pueden suprimir los colores litúrgicos en la mesa, sustituyéndolos con una colgadura de color litúrgico en el muro del fondo del coro. Es preferible, en mi opinión, no tener frontales que ocultan la parte delantera de la mesa de arriba abajo y que reducen el mantel a una tela con las dimensiones exactas de la tabla de la mesa santa o, al menos, con la anchura de la mesa. Sobre este aspecto también es necesario ser bastante libre para no dejar que la ornamentación romana, luterana o anglicana imponga sus soluciones.

de la expresión litúrgica. Si volvemos a ello es por estas tres observaciones: primero, es un buen simbolismo el levantarse para la lectura del evangelio. Cuando el Señor habla, no se permanece sentado. En segundo lugar, es igualmente un buen simbolismo el seguir la antigua tradición, según la cual no hay que arrodillarse desde pascua hasta pentecostés: es muy deseable particularizar también de esta manera la gran semana pascual. Por último, creo que sería excelente, desde un punto de vista simbólico, dar al liturgo cierta movilidad: que mire a la asamblea cuando se dirige a ella en nombre del Señor: absolución, predicación, invitación a la comunión, bendición, o como pastor del rebaño: admoniciones, preceptos, indicaciones litúrgicas, etc., y que mire en la misma dirección que la asamblea, hacia el este, cuando recibe o pronuncia las oraciones del pueblo. La anomalía teológica que consistente en rezar en nombre de la asamblea vuelto hacia el pueblo reunido, es bastante patente para que parezca posible explicar en estos tiempos en que a pesar de todo los reflejos confesionales se atenúan, que sería preferible obrar de otra manera..., sin dar pie para que las gentes continúen diciendo que el pastor les ha hecho una bonita oración. ¿Hay que añadir una observación sobre el alcance simbólico del incienso? Leyendo el Nuevo Testamento, que ve en él con (oda evidencia Un Símbolo de oración en la línea de Sal 141, 2 162, se podría hacerlo y, quizás, la Iglesia del siglo primero, sobre todo entre los judeocristianos que conocían bien su uso, no haya ignorado un cierto empleo litúrgico del incienso. Este desapareció completamente en los siglos segundo y tercero: los «incensadores», los lurificati, eran los apóstatas que quemaban incienso delante del César y sus emblemas; pero se le vuelve a encontrar a finales del siglo cuarto más, sin duda, por desodorizar o «contra-odo-rizar» los lugares de culto que con una intención litúrgica. Vuelve a aparecer también en las procesiones, por analogía a los desfiles mundanos, donde se llevaba incensarios delante del personaje principal del desfile. A partir del siglo X ó XI, en occidente, oriente lo hizo más tarde, se generalizó el uso del incienso durante la celebración eucarística. Si la Reforma reformada lo ha rechazado completamente, no ha sido así ni entre los luteranos ni entre los anglicanos. De manera general, el simbolismo del incienso ha desempeñado en la tradición litúrgica un papel mucho menos importante que el de la luz y no hay que lamentarse por ello: el olfato es el menor de los sentidos. Si verdaderamente, para llevar hasta las últimas consecuencias la invitaciones neotestamentarias a vivir los símbolos litúrgicos, se quisiese volver a introducir el incienso, creo que entonces habría que utilizarlo exclusivamente según las alusiones apocalípticas, es decir en cuanto símbolo de las oraciones, y renunciar a la re incensación» de los personajes y de las cosas para exaltarlos según el ceremonial profano antiguo.

162 Cf. en particular Ap 5, 8; 8, 3, 4; Le t, 10; con un cierto coeficiente sacerdotal en Fil 4, 18 y, sobre todo, Mt 2, 11. Cf. También Mal 1, 11.

En este párrafo queda un último punto por mencionar. Digo mencionar, porque tratarlo nos entretendría por mucho tiempo. Se trata de la legitimidad o de la ilegitimidad de las imágenes en el lugar del culto. Primeramente, es necesario reconocer que, a pesar de los reformadores reformados —los otros reformadores, aquí también han sido mucho menos radicales—, nosotros tenemos imágenes Cada vez en un mayor número de iglesias: vidrieras casi siempre, linces también, a menudo frescos 163. Es un hecho casi generalmente admitido ahora, pero admitido sin que hayamos elaborado una doctrina a este respecto o sin que hayamos modificado en este punto la enseñanza decididamente iconoclasta de nuestros padres. Hay, por este hecho, una especie de divorcio entre lo que pretendemos teológicamente y lo que soportamos o aun favorecemos prácticamente. Este divorcio es peligroso. Lo que yo quisiera decir aquí acerca de las imágenes es, sobre todo, lanzar un llamamiento para que tengamos el valor de enfrentarnos con el problema, después de la terapia que nuestra Iglesia ha debido soportar por purgación violenta y por ayuno. Calvino decía: «la existencia de imágenes en una iglesia es un incentivo para la idolatría» 164. Si él no se equivoca, hay que volver a empezar la lucha iconoclasta en nuestros lugares de culto; pero si se equivoca o. al menos, si generaliza indebidamente, hay que decir por qué. Hay, en efecto, poca honradez espiritual al dejar penetrar las imágenes en nuestros lugares de culto, cuando nuestra doctrina las excluye. Las razones por las que el problema de las imágenes debe ser planteado con serenidad entre nosotros, me parece que son las siguientes: En primer lugar, nos hace falta atrevernos a plantear este problema porque nuestra posición tradicional nos ha aislado confesionalmente. Sin duda, podemos citar sin dificultad numerosos padres iconoclastas y recordar también que la primitiva 163 Si Cristo se representa crucificado desde el siglo V (aunque hasta el siglo XI con la libertad victoriosa que tienen aún hoy los crucifijos ortodoxos), sin embargo, sólo a partir de finales del siglo XI se coloca un crucifijo en la mesa santa, en occidente. Esta costumbre ha sido mantenida por los luteranos. En las iglesias reformadas se extiende cada vez más la cruz desnuda y monumental, Lutero defendía la legitimidad del crucifijo: «Si no es pecado, sino bueno, tener la imagen de Cristo en el corazón, ¿por qué va a ser pecado tenerla ante los ojos?» (M. LUTHER. W. A., 18, 83). Pero en el caso de que sea e! Cristo que anuncia ya la resurrección (cf. Me 8, 31; 9, 31; 10, 34 y par., donde cada anuncio de la pasión es al mismo tiempo un anuncio de la resurrección), como los crucifijos del primer milenio o los crucifijos ortodoxos, antes que la sensualidad mórbida de los crucifijos occidentales generalizados desde el siglo XIII y de la que es un ejemplo muy extremado el retablo de ísenhcim de Grünewald. Personalmente prefiero las grandes cruces desmidas, 164 Instiltition 1, U, 13.

Iglesia no tenía imágenes: la Reforma reformada no ha sido la única manifestación iconoclasta de la historia de la Iglesia. En principio, por tanto, nuestra posición puedo sor perfectamente buena. Pero puede ser también una posición judaizante y arcaizante. Nuestra actitud exige un examen nuevo, en razón misma del aislamiento en que nos ha colocado. Cuando uno se encuentra solo en la comunión de la Iglesia esto no es con seguridad un signo de obediencia, ni de desobediencia, sino que es seguramente una invitación a examinar desde muy cerca esta soledad, a escuchar con cuidado los problemas o los ataques de aquellas cosas de las cuales uno se encuentra aislado. Por esta razón, por ejemplo no podemos contentarnos, sin obstinación orgullosa, con el acceso de mal humor de Calvino el condenar el VII concilio ecuménico, el II de Nicea (787), que justificó el empleo de las imágenes165. Nos es necesario, pues, volver a la historia de la iconoclastia en la Iglesia del primer milenio e igualmente examinar, a nivel del siglo XVI, las razones profundas de las divergencias sobre este punto entre los reformadores; finalmente, hay que situar este problema en los debates teológicos contemporáneos. La segunda razón por la que es preciso atreverse a replantear en público, es decir, en vista de las decisiones dogmáticas y canónicas, el problema de las imágenes es precisamente porque en este problema no va implicado sólo la necesidad que siempre tiene el hombre de expresar por el arte su interpretación del mundo y de lo que acaece en él; ni tampoco va implicada la ayuda que puede significar el arte religioso para los iletrados, puesto que en nuestras comarcas, al menos, no existen ya 33; sino que está en juego un problema dogmático y muy particularmente implicaciones de la doctrina de la encarnación y de la escatología. Creo que para abordar este último problema, el punto de impacto más interesante sería descubrir el sentido de la profunda diferencia que existe en este punto, al menos en la práctica, entre el oriente cristiano y la Iglesia romana, entre los 33. Hoy, esto significa repetir con Gregorio Magno: «Picona in ecclesiir adhiberur, ut hi qui litteras nesciunt, saltcm in parietibus vídendo legant quac legere in codicibus non valent» {Eptst. 10}: PL 77, 1027). iconos y las estatuas. Uno no puedo deshacerse de la impresión de que occidente, ¿con un fin pedagógico?, ha «desescatologizado» el icono y, como consecuencia, ha sensualizado casi toda su imaginería; mientras que el icono no se inscribe sólo en la línea de la encarnación, sino también, neumáticamente, en la linea de la esperanza cristiana 34, ya que él es la tentativa inverosímil de hacer transparente ya lo que el Espíritu quiere transfigurar.35

165 Cf. Institution 1, 11, 14-16.

Por fortuna, comenzamos a tener en occidente una literatura que permite abordar directamente el problema del icono y creo que haríamos bien con prestarle la mayor atención... No sería esto sólo por el hecho de que los iconógrafos están perfectamente de acuerdo con Calvino contra la imaginería occidental ante la imposibilidad de representar a Dios Padre. Sobre la base de tales búsquedas, sería posible tal vez decir si nuestro iconoclasmo teológico no nos orienta en definitiva hacia un cierto docetismo o si no es testigo involuntario de un cierto docetismo, del que nos cuesta mucho deshacernos, y que conduce no sólo sobre las repercusiones de la encarnación para la naturaleza, sino también y consecuentemente, sobre la esperanza de resurrección que peligra desgarrarse en una espera un poco dualista de la inmortalidad del alma solamente. Pero nuestro aislamiento en este asunto y las implicaciones cristológicas y escatológicas que lleva consigo no son las únicas razones por las que no hemos de temer el replanteamiento del problema. Se impone también por razones de cura de almas. El hombre moderno occidental está absolutamente intoxicado de imágenes que le vienen, en particular, de la publicidad. Está también atormentado por la abstracción y la descomposición. Tiene necesidad de purificación, de descanso, de encontrar lo que recapitula, justifica, perdona las cosas. 34. A este respecto, no carece de interés el constatar que la imagen entró en la vida litúrgica cristiana, para protestar contra la muerte a partir de la fe: se decoraban los baptisterios y los cementerios antes que las iglesias. Tampoco está carente de interés el notar que las imágenes se sensualizan o se convierten en estatuas, a partir del segundo milenio, o sen a partir del descenso sensible de la tensión escatológica en occidente. 35. ¿No es un poco el icono una imposibilidad vencida, como —según la doc-trina barthiana— la predicación del evangelio? Este es el problema que nosotros, reformados, debemos plantearnos: las imágenes litúrgicas: ¿no podrían ayudar a esta catarsis?, ¿no podrían llamarnos Cuera de la erotización y de lá sensualización del mundo contemporáneo?, ¿no podrían ellas recogernos en lo que justifica y recapitula todas las cosas (Ef 1, 10) y así concretizarnos, recomponernos? También aquí está claro que indiscutiblemente el icono ortodoxo, antes que la imaginería pedagógico-desescatologizada romana, podría ayudar a hacer nuestra cura de almas, porque da testimonio de algo diferente que es mucho menos el producto de nuestra codicia, que la ilustración de una promesa. Por estas tres razones, creo que haríamos bien en volver a plantear este problema con toda la sencillez y, también, con toda la confianza que da la libertad cristiana.

La Confesión helvética posterior, hablando de los lugares de culto, afirma lo siguiente, en su e. 22: Pues como (sicut autem) creamos que Dios no habita nunca en templos hechos por mano de hombre, así sabemos que los lugares dedicados a Dios y a su servicio (loca Deo cultuique eius dedicata) no son nunca profanos, sino sagrados a causa de la palabra de Dios y del uso de las cosas santas en el que ellos se emplean; y que quienes los frecuentan deben conversar allí con toda modestia y reverencia, acordándose de que están en un lugar santo, en la presencia de Dios, y de sus santos ángeles (utpote qui sint in loco sacro, coram Dei conspectu et sanctorum angelorum eiusj). En este párrafo sobre los lugares de culto, la cuestión de consagración y de santidad debe retenernos todavía un instante. Los lugares de culto son sitios santos, puestos aparte para un oficio específico: ser el teatro de la presencia de Dios, el lugar del encuentro entre el Señor y su pueblo. Normalmente, su emplazamiento no está designado por Dios mismo 36 —están, pues. 36. No hay que confundir un lugar de culto, edificado por U UesU « un emplazamiento elegido por ella, y los sitios que Dios parece «unificar con su libertad soberana: no pienso sólo en los lugares de epifanía de los que habla el Antiguo Testamento o en la totalidad de la «tierra santa», sino en los sitios de particular radiación teológica como Ginebra en el siglo XVI, o de particular radiación «escatológica» como Bad Boíl en la segunda mitad del siglo XIX. en otro nivel distinto al del agua del bautismo, el pan o el vino do la cena—, sino por una decisión de la Iglesia que los concibe, los quiere, los construye y los santifica para el servicio divino, es decir los «dedica a Dios y a los usos sagrados: en otras palabras, los separa del uso ordinario para destinarlos y dedicarlos, según la voluntad de Dios, a un uso particular y sagrado», por recoger los términos de H. Bullinger, el sucesor de Zwinglio. Tales consagraciones son tan obvias como que nosotros estamos en este siglo. No sólo tenemos testimonios de ello en el Antiguo Testamento, particularmente en la consagración del templo de Jerusalén (1 Re 5 s.), sino que tenemos también los testimonios de que la Iglesia las conocía, desde el momento en que pudo construir libremente lugares de culto. Y el hecho de que entonces esas consagraciones no hayan suscitado reacción muestra que sin duda se las practicaba ya antes. Por lo demás, ¿cómo no iba a suceder así cuando el bautismo demostraba que hay efectivamente una diferencia entre el mundo y la Iglesia? La liturgia bautismal postulaba la consagración de las iglesias, en un nivel inferior ciertamente y con consecuencias diversas también. No hay, pues, que extrañarse si más tarde estas liturgias de consagración han alcanzado una amplitud y encontrado una profusión de significaciones simbólicas que parecen

tal vez vacías o arcaicas hoy. Pero un examen profundo de ellas permitiría desempeñar una teología del lugar de culto seguramente válida. En esta materia hay que evitar toda superstición, como se hubiese dicho en el siglo XVI. Ciertamente, la consagración de un lugar de culto no lo transforma mágicamente en un espacio tabú. Una consagración no es tanto una reivindicación eclesial, como la ofrenda del lugar al Señor de toda la tierra y el llamamiento, la epíclesis del Espíritu, para que venga libremente a limitar este espacio ofrecido: lo cual significa que en rigor el Espíritu Santo puede no proceder a la limitación y no aceptar la ofrenda de este espacio. Pero sobre estas reservas y cautelas anticipadas, hay que decir también que no se podría tolerar que se hiciera cualquier cosa en un lugar de culto, mientras permanece como lugar de culto, mientras no se le haya desacralizado mediante una liturgia de consagración «a contrapelo». Por esto no carece de peligro el sistema que aboga por que el municipio político sea el propietario de la iglesia en vez de la parroquia. Por esto, también, debería combatirse la costumbre de utilizar para conciertos los lugares de culto protestantes. En algunas ocasiones, hay en el protestantismo una especie de rabia antisagrada que raya en la blasfemia: para mostrar que Dios es libre, se «profana» o envilece lo que él se ha dignado escoger para atestiguar su presencia. En este movimiento, se dan algunas veces como una especie de provocación: si hay un Dios, ¡que él nos impida provocarlo y profanarlo! Pero, como es natural, Dios no actúa como después del retorno del arca a BetSemes (1 Sam 6, 19 s.). Obra igual que cuando se le escupía y se le golpeaba con varas, o cuando se le decía que bajase de la cruz. Se contenta con sufrir, ¡tan tardo es a la cólera! Por esto, es mejor no hacernos los libertinos y los «fuertes» (cf. Rom 14) en los lugares de culto. La recomendación de la Confesión helvética posterior sigue siendo válida, muy particularmente para los reformados como nosotros: «quienes los frecuentan deben conversar allí con toda modestia y reverencia, acordándose que están en un lugar santo, en la presencia de Dios y de sus santos ángeles». 3. La santificación del espacio Hemos visto que el domingo y el año litúrgico santifican el tiempo, es decir lo reivindican para Cristo y lo consagran a él, siempre según este movimiento «misa-eucaristía» que hemos encontrado tantas veces. Del mismo modo, un lugar de culto cristiano santifica el espacio: reivindica para Cristo el territorio a partir del cual se le ve (de aquí las torres) y a partir del cual Se le oye (por eso las campanas) y lo consagra y atrae el Cristo. El lugar de culto establece, por consiguiente, en este mundo un signo que es, para los otros edificios y para el espacio en general, una pregunta pero también una promesa. Por esto no hay temer, allí donde sea posible, hacer parecer el lugar de culto, subrayar su visibilidad. Ciertamente no está permitido sacrificar a un romanticismo medieval y hablar de campañas que indican las ciudades y que son, con respecto a las casas que las rodean, como una gallina que

protege y reúne a sus polluelos. Todo esto ha pasado por el momento. Por el contrario es conveniente que estemos preparados a tener que camuflar de nuevo los lugares de culto. Esto no cambia nada de lo que decimos aquí, porque si el lugar de culto no podrá ya provisionalmente dar su estilo a la semana, no dejara de ser, sin embargo, el sitio en que los cristianos aprenderán a conquistar y ocupar el espacio, aunque esto no sea si no el de su habitación. Por esto, a causa de este alcance al mismo tiempo misionero y sacerdotal de los lugares de culto a causa de su importancia para el mundo, es legitimo dedicarles el cuidado teológico y afectivo al que tienen derecho, como hemos intentado hacerlo en este capítulo: lo mismo que un cristiano es para todo hombre un llamamiento y una posibilidad (hay incluso que decir: una promesa) de resurrección, y lo mismo y lo mismo que un domingo es para toda una semana una promesa de eternidad, también un lugar de culto es para este mundo una promesa de los nuevos cielos y de la nueva tierra. Por usar la bella expresión de F. Louvel, es una <<realidad de espera>>. Por eso, también es bueno orientarlos hacia el levante. 10. EL ORDEN DE CULTO En esta segunda parte, donde hemos esperado los elementos del culto, situado sus oficiantes, preciso el día y el lugar donde el ordinario se celebra, nos queda por ver en que orden celebrarlo. En esta cuestión no es indiferente porque el orden del culto forma también parte también de la lex orandi que manda la lex orando o, al menos que la influye y la enriquece. Pero para llevar bien esta tarea haría falta que pudiésemos abrir aquí un gran paréntesis sobre la historia del culto y sobre las reglas de la liturgia comparada. No tenemos tiempo para ello. Abordaremos, pues, directamente las enseñanzas de esta historia, para examinar después ciertos problemas principales plateados por el orden del culto.

1. Las enseñanzas de la historia de culto

Si comenzamos por intentar hacer un inventario-resumen de las enseñanzas generales de esta historia, creo que podamos constatar lo siguiente: No hay iglesia sin culto. El culto es uno de los elementos esenciales de la vida de la Iglesia (el otro es le evangelización del mundo). Por tanto, lo mismo que es posible decir: la Iglesia es misión, también lo es decir: la Iglesia es culto. Porque la iglesia necesariamente posee una doble orientación: hacia Dios en el culto y hacia el culto en el apostolado. Al apoyarse en La historia del culto, es la historia de la Iglesia la que se nos revela; al menos, la mitad de la historia de la iglesia. Antes de ser un objetivo de interés para los historiadores de la liturgia o para los maestros de ceremonias y los jefes de protocolo religioso, el culto es, pues, una expresión de la vida misma de la Iglesia. Las referencias que poseemos sobre el culto en la Iglesia naciente son

bastante raras, ciertamente no porque el culto no hubiese desempeñado un papel importante, si no porque <<la reunión cultual es el centro obvio, la condición natural en cuya atmosfera se vive toda la vida cristiana, y lo es porque no tiene necesidad de ser predicado y descrito>> 1. Pero a pesar de su rareza, a pesar también de su impresión, estas referencias muestran que la vida de la Iglesia por el culto y en el culto esta ordenada por un rito en dos tiempos: testimonio apostólico y comunión de cuerpo y de la sangre de Cristo. La historia del culto muestra que este ritmo se ha mantenido generalmente en la Iglesia durante quince siglos. Es cierto que han sufrido golpes, fraudes que han sido extremadamente graves. Pero, a pesar de estos muchos golpes, a pesar de ciertas atrofias y ciertas hipertrofias, el ritmo de esta vida litúrgica, palabra-eucarística, hasta permanecido hasta la reforma. El culto es una vida y esta vida es un ritmo. La tercera enseñanza de la historia del culto es que la forma que toma para vivir esta vida, para marchar este ritmo, puede variar. Variar en el tiempo: el culto del siglo III se distingue en bastantes puntos del siglo VII; variar también en el espacio: el culto de las Iglesias de Egipto diferente en ciertos puntos del culto de las Iglesias de la Galia, etc. Estas variaciones no comprometen necesariamente la unidad profunda del culto y, por tanto, a la Iglesia, aunque frecuentemente lo que les distingue es mucho más que un matiz. Pero estas variaciones permiten a una época, a 1 Notemos a este propósito que si la Iglesia de Corintio hubiese celebrado correctamente la eucaristía y que si San Pablo, por consiguiente, no hubiese tenido que intervenir en su primera carta, los más serios cruditos afirmarían que en tiempos de San Pablo la Iglesia pagano-cristiana, no celebraba toda la eucaristía. una comarca hacer la confesión de si misma por el culto; y esta confesión es no solo legítima, sino necesaria, puesto que el culto no es únicamente la epifanía de la Iglesia en sí, sino también la epifanía de tal Iglesia situada en el tiempo y en el espacio. Ciertamente, dos grandes familias litúrgicas se destacan muy pronto para venir a parar, hacia el fin del primer milenio., a la encabezada en el oriente por la liturgia de san Juan Crisóstomo, que ha absorbido bastante regularmente las otras tradiciones litúrgicas orientales; y a la encabeza en occidente por la misa romana, nacida más bien de la fusión de algunas tradiciones litúrgicas occidentales. Esta dualidad que ponía prácticamente fin de la diversidad procedente, ha sido el mantenimiento de tradiciones litúrgicas propias de Egipto (liturgia de san Marcos), en Siria ( la de Santiago), en Galia (misa galicana), en España (misa mozárabe), junto a la misa santa liturgia de oriente y la misa romana. Aunque, tal vez, la permanencia practica de esas diversas tradiciones litúrgicas, en el plano teológico le diversidad litúrgica era de ordinario admitida, hubiese impedido o al menos atenuado los fraudes y las alteraciones que se han introducido en la celebración litúrgica de oriente y, sobre todo, de

occidente. En efecto, si la historia de culto prueba la legitimidad de las diversas litúrgicas, capaces de atestiguar la autenticidad de las diferentes respuestas <<sacrificarles>> dadas al evangelio en el espacio y el tiempo, ella enseña también que el culto no está al abrigo de torceduras, de parásitos, de neurosis, de hipertrofias. Su historia no es la historia rectilínea de una obediencia que va profundizándose. Tiene necesidad de una norma para no caer en los extravíos del auto justificación. El culto, en su aspecto <<sacrificial>>, debe ser la reformable, ya que está sujeto a los embates de maligno. Con la condición, sin embargo, de que esta reforma se haga, en principio, según las normas y las condiciones de la formulación litúrgica que hemos señalado. No podemos entrar aquí en detalles sobre la historia del culto fuera de la Reforma: sabemos que Lutero se mostro en conjunto muy conservador, pero que mas una comarca hacer la confesión de sí misma por el culto; y esta confesión es no solo legitima, sino necesaria, puesto que el culto no es únicamente la epifanía de la Iglesia en sí, sino también la epifanía de tal Iglesia situada en el tiempo y en el espacio. Ciertamente, dos grandes familias litúrgicas se destacan muy pronto para venir a parar, hacia el fin del primer milenio., a la encabezada en el oriente por la liturgia de san Juan Crisóstomo, que ha absorbido bastante regularmente las otras tradiciones litúrgicas orientales; y a la encabeza en occidente por la misa romana, nacida mas bien de la fusión de algunas tradiciones litúrgicas occidentales. Esta dualidad que ponía prácticamente fin de la diversidad procedente, ha sido el mantenimiento de tradiciones litúrgicas propias de Egipto (liturgia de san Marcos), en Siria ( la de Santiago), en Galia (misa galicana), en España (misa mozárabe), junto a la misa santa liturgia de oriente y la misa romana. Aunque, tal vez, la permanencia practica de esas diversas tradiciones litúrgicas, en el plano teológico le diversidad litúrgica era de ordinario admitida, hubiese impedido o al menos atenuado los fraudes y las alteraciones que se han introducido en la celebración litúrgica de oriente y, sobre todo, de occidente. En efecto, si la historia de culto prueba la legitimidad de las diversas litúrgicas, capaces de atestiguar la autenticidad de las diferentes respuestas <<sacrificarles>> dadas al evangelio en el espacio y el tiempo, ella enseña también que el culto no está al abrigo de torceduras, de parásitos, de neurosis, de hipertrofias. Su historia no es la historia rectilínea de una obediencia que va profundizándose. Tiene necesidad de una norma para no caer en los extravíos del auto justificación. El culto, en su aspecto <<sacrificial>>, debe ser la reformable, ya que está sujeto a los embates de maligno. Con la condición, sin embargo, de que esta reforma se haga, en principio, según las normas y las condiciones de la formulación litúrgica que hemos señalado. No podemos entrar aquí en detalles sobre la historia del culto fuera de la Reforma: sabemos que Lutero se mostro en conjunto muy conservador, pero que mas Tarde el culto luterano, en Alemania al menos, se ha descompuesto considerablemente ante la revolución litúrgica moderna; sabemos que el culto reformado de expresión germánica tiene su origen formal no en la liturgia tradicional de la misa occidental sino mas bien en la plática,

esta especie de reunión homilética dominical que se extendió, a partir de finales de la edad media, en las comarcas del sur de Alemania; mientras que el culto reformado de expresión francesa toma su forma mucho más en el esquema tradicional de la misa, aunque normalmente no se celebra la cena. Es como si Calvino hubiese encontrado allí una manera suplementaria de protestar contra el destete eucarístico impuesto por la Iglesia por las autoridades civiles, dejando << en blanco>> en el desarrollo litúrgico el lugar de la cena y de las acciones que les concernían directamente. Pero lo que caracteriza todas estas liturgias es que ellas han suprimido el ritmo de la vida litúrgica tradicional al renunciar a la eucaristía semanal. Evidentemente habría que matizar: los luteranos, al comienzo, mantuvieron la eucaristía semanal, hubiera o no comulgantes 2.,los anglicanos la preveían también, pero no querían celebración sin que hubiera por lo menos cinco o seis comulgantes, de manera que en la mayor parte de las parroquias campesinas, hasta el siglo XIX, la vida sacramental se atrofió tanto que entre los reformados, solo se previa servicio de cena en la grandes fiestas; lo cual, es preciso subrayarlo, no impedía que los fieles comulgasen, en conjunto, tres o cuatro veces más que los romanos, para quienes, desde el siglo XIII, solo es obligatoria una comunión anual. Si intentamos resumir las enseñanzas que la Reforma aporta a la historia del culto, podemos decir lo siguiente: El estallido del ritmo palabra-sacramento—aunque este estallido no fuese querido por razones teológicas (jamás los reformadores hubiesen imaginado que se les podría acusar de haber querido suprimir los sacramentos) y solo estuviera indicado en

2. según mis conocimientos, solo la Iglesia danesa ha mantenido esta práctica hasta how. También solo en ella, los niños pueden comulgar si les acompañan adultos.

La vida de la Iglesia—provocó un nuevo tipo de Iglesia, la Iglesia <<protestante, tipo totalmente ignorado por toda la tradición procedente. Se puede, sin embargo, salir de este tipo << protestante>> sin renegar del proyecto fundamentalmente de los reformadores, puesto que ellos querían solo reformar la única Iglesia cristiana. Una prueba de ello es la renovación litúrgica de esos últimos decenios en el luteranismo, en el anglicanismo y en las Iglesias reformadas. Pero hay que saber que esta nueva tentativa de continuar el proyecto litúrgico de la Reforma implica una pregunta tan seria sobre la tradición litúrgica <<protestante>> como no lo había sido en el siglo XVI la pregunta sobre la misa romana. Una cuestión fundamental se plantea entonces al orden litúrgico, sobre la base de las enseñanzas de la historia de culto ¿este orden del culto será<<protestante>> o será tradicional? En otros términos: ¿este orden del culto respetara o no el ritmo palabra-sacramento, propio del Nuevo Testamento y de los quince primeros siglos? Todo lo que hemos visto hasta aquí permite

dar una respuesta clara: hay que renunciar al orden del culto <<protestante>> para reencontrar el orden del culto tradicional. No tenemos derecho si es que queremos ser una Iglesia reformada según la palabra de Dios, a confirmar nuestro particularismo litúrgico confesional en lo que tiene de más notorio, o sea en la ruptura de ha sufrido el ritmo ordinario del culto cristiano; no tenemos derecho a permanecer en un culto en el que el pueblo de los bautizados no se reúne ya para obedecer a la orden << haced esto en memoria mía>>; no tenemos derecho a continuar celebrando nuestro culto sin reintegrar en él la santa cena o sin reintegrarlo a la santa cena. Tenemos miles de derechos litúrgicos, pues la diversidad litúrgica es plenamente legitima: tenemos derecho a reemplazar el confiteor por un sistema de penitencia y de absolución comunitarias; a renunciar a los graduales; a establecer una lista propia de perícopas o a no establecerla de ninguna manera; a suprimir el canto, aunque tal vez la himnología sea nuestra aportación más valida a la historia del culto cristiano; a colocar la oración dominical en un lugar diferente al que tiene en otras Tradiciones; a preferir el símbolo de los apostolados al de Nicea, por ser aquel el credo catequético; a renunciar a toda oración formulada de antemano, para solo proponer a los oficiantes unos esquemas de oraciones o incluso para renunciar del todo a fijar el momento y el contenido de las oraciones en el culto; tenemos derecho a revestir los oficiantes a nuestro antojo o renunciar a toda vestidura litúrgica; tenemos derecho a hacer arrodillar a los fieles entre pascua y pentecostés o a no hacerlo en ninguna ocasión; a renunciar al año eclesiástico para intentar dar a cada culto el aspecto de una recapitulación pleromática de la historia de la salvación. Seriamos, sin duda, estúpidos si quisiéramos ejercer la mayor parte de estos derechos, pero los tenemos y el ejercerlos en la libertad antes que en una obstinación orgullosa no comprometería en nada nuestra eclesialidad. Pero no tenemos derecho, sin acarrear un golpe a la eclesialidad de nuestra confesión, a considerar la eucaristía como un elemento no constitutivo sino facultativo de culto. Estas observaciones preliminares imponen absolutamente lo que tenemos que decir del orden del culto. En otros términos, nos entretendríamos en hacer estética arqueológica que sería tanto más necia cuanto se creería más astuta, si intentásemos ordenar ahora un culto que careciese de su base, de la eucaristía. En nuestra Iglesia hay que procurar ante todo la curación de nuestra vida litúrgica por la restauración de su ritmo primitivo y normal, palabra y sacramento, y todo lo demás se nos dará por añadidura. No que sea preciso despreciar los principios o las sutilezas del orden del culto, sino que este orden forma parte de la diversidad permitida. La fidelidad a la Iglesia no influye, pues, sobre él. En cambio, esta fidelidad está en juego en lo que pertenece al ritmo fundamental del culto.

3. El orden del culto

Comencemos recordando algunos principios. Toda la historia del culto cristiano, ya se trate del culto tradicionalmente católico o del más revivalista, muestra que no se puede prescindir de un orden del culto. Dicho de otra manera, no se acabaría en la libertad, sino en el desorden. Pero si está claro que hace falta un orden –por respeto a Dios a quien se sirve (cf.1 Cor14, 40)--, la historia muestra que existe un buen numero de ellos. Algunos están sin duda más adaptados que otros al acontecimiento litúrgico; algunos son más inteligentes que otros; algunos son más fervientes que otros. Pero los unos y los otros son legítimos en la medida en que se respeten los elementos y los oficiantes ordinarios del culto. A propósito de este orden del culto, importa recomendar los puntos siguientes: Es absolutamente necesario que el culto este abierto a Dios para que Dios intervenga en el de una manera salvífica; y también lo es que no encuentre su justificación en sí mismo, es decir que es absolutamente necesario que sea epiclético. Para hablar sobre el culto, hay que estar libre de codicia. Seguramente nosotros tenemos todo el derecho a pedir prestados elementos litúrgicos a otra tradición y luego integrar estos elementos en nuestra tradición propia. Pero que tales prestamos se hagan para acrecentar nuestro fervor, más que por miedo a singularizarse o por codicia. No porque una práctica litúrgica sea ortodoxa o romana o anglicana o reformada es válida. Y si se quieren tomar elementos de otra confesión, que sea con la libertad que da la fraternidad, que sea porque se retiene lo que es bueno (1 Tim 5, 25) y no porque uno se deja satelizar por tal o cual tradición prestigiosa. Hay un punto en nuestro culto del que nosotros, reformados, debemos avergonzarnos: es el que Karl Barth llama <<la dislocación insensata de la predicación y del sacramento>>, que hace de este último no un elemento regular del culto, sino <<una excepción solemne>>. Pero no debemos avergonzarnos de tener a menudo un orden del culto que no es verdaderamente muy particular. Cada vez que el culto cristiano se celebra, se hace una proclamación de la muerte del Señor, en la espera de su retorno (1 Cor 11, 26). Esto repercute de varias maneras sobre el orden del culto: En primer lugar, el pasado del que el culto es memorial, no es el de la arqueología cristiana, sino el de la muerte de Cristo. No hay que menospreciar la tradición litúrgica—lo que hemos dicho hasta aquí muestra que no las menospreciamos--, pero a la hora de calificar la validez de un culto no se ha de acudir principalmente a la Tradición apostólica de Hipólito o a los Eucologios de Serapión de Thmuis. En segundo lugar, el futuro que el culto esperaba y prefigura no es la consolidación institucional de la ideología reinante – la Aujklärung, el socialismo, el maximismo, el existencialismo, etc. —sino el retorno de Cristo. No hay que menospreciar la inserción del culto en un tiempo dado y en un lugar dado, pero no hay que calificar la validez de un culto por el baremo de su <<modernismo>>. Por lo demás, lo mismo que le ocurre a la predicación,

cuando quiere ser moderna, tiene todas las probabilidades de dejar de ser actual. Por último que esta proclamación sea comprensible, estilizada, evidente, desembarazada de volutas, de sobrecargas de excrecencias barrocas. Es quizá una exigencia de la inserción necesaria del culto en el mundo actual. Hay que desconfiar de lo que <<complica>> el orden del culto. Y a este propósito me permito una breve observación concerniente a los cantos llamados <<espontáneos>>, es decir a los responsorios cantados. No hay que lamentarse de su presencia, pero no hay que creer que sea la única manera de ofrecer al laicado una liturgia propia. En nuestra Iglesia se tiene a veces esta impresión y si se quiere acrecentar la participación litúrgica de los fieles, se piensa que es preciso ofrecerles o imponerles <<cantos espontáneos>> suplementarios, cuando sería más justo ofrecerle la recitación de la oración dominical, del credo y el amen, que les permite asumir las oraciones hechas en su nombre. Como este libro no va a ser preludio directo al trabajo de una comisión litúrgica encargada de establecer un orden del culto, no es problema establecer en lo que se sigue un orden de culto optimum y de justificarlo, hay que recordar una vez más que la diversidad valida de los órdenes del culto es una enseñanza de la historia del culto que es preciso respetar. Una vez más hay que recordar que si debemos situar nuestro culto es un ambiente tradicional y ecuménico, y que si sobre ciertos puntos tenemos mil razones para tomar elemento a otras tradiciones culturales, nuestra tradición litúrgica, al menos tal como se está revigorizando después de una o dos generaciones, es un punto de partida valido para establecer un orden del culto. Por otra parte, aun ese dato confesional está todavía muy diversificado como lo prueba por ejemplo el lugar de la oración dominical en algunas liturgias oficiales reformadas contemporáneas de lengua francesa: la liturgia ginebra (1945) la coloca al final de la misa de los catecúmenos, lo mismo que la liturgia de la Iglesia reformada de Francia (1955); mientras que la liturgia del Jura bernés (1955) la coloca en la misa de los fieles. Para lo que sigue, partimos, pues, del dato corriente para examinar algunos problemas mayores a propósito de cada uno de los medios tiempos de culto. Algunos problemas planteados Por el medio tiempo <<galileo>> del culto Recordemos que el nudo o el corazón de esta primera parte del culto es el acontecimiento salvífico de la proclamación, anagnóstica y profética sobre todo, de la palabra de Dios. En esta parte se sitúa la lectura de la escritura y la predicación. Yo quisiera abordar aquí brevemente tres problemas entre todos los que se presentan.

El primero concierne a la necesidad o no necesidad de un momento de humillación. Es inútil entrar en detalles: observemos solamente que durante el primer milenio la confesión de todos los pecados no tenia su puesto regular en el culto mismo, sino antes de él. Se venía al culto limpio por el perdón, lo que daba este un estilo verdaderamente <<eucarístico>>, un poco en el ambiente, tan ejemplar para el culto cristiano, del retorno junto a Jesús de los setenta enviados por el al mundo (ef. Lc 10, 17s.) Se sabe también que en la liturgia occidental, a partir de comienzos del siglo XI entra, con la forma del confiteor, una confesión de los pecados o, más bien, una intersección mutua par: que el perdón de Dios cubra el pecado reconocido y confesada con contrición. Se sabe, finalmente, que Calvino y la tradición litúrgica que el inspiro reemplazaron el confiteor por el misterio mismo de la pertenencia con absolución declarativa dada a toda la comunidad. Por mi parte, creo que en principio esta presencia de la humillación en el culto es perfectamente válida. Si no se la tenía, como en la tradición antigua u ortodoxa, habría que ponerla antes del culto. Sin embargo, hare las anotaciones siguientes: En primer lugar, para manifestarse el carácter jubiloso de la semanas que va desde pascuas hasta pentecostés y para manifestar que decididamente seria tomar nuestro pecado demasiado a lo trágico, el insistir en el este tiempo en que se celebra de un modo muy especial la victoria sobre el maligno, creo que sería legitimo renunciar durante este periodo a este momento de humillación. En segundo lugar, hay que observar que de todos los elementos propiamente reformados del culto, este es el que soporta menos la repetición en el q está más amenazado por un cierto automatismo (se reprocha con razón la manera como muchos cristianos romanos practican el sacramento de la penitencia): cada domingo, uno confiesa de nuevo sus pecados y, sobre todo, se recibe la absolución, sin que cree el menor problema. Y esta enfermedad verdaderamente no se cura variando los textos de la ley, sobre cuya base uno se arrepiente, variando las oraciones o utilizando unas veces formulas absolución deprecativas en primera persona del plural, y otras, formulas de absolución declarativas en segunda persona del plural, por ejemplo en el día de navidad y en el día de pascua, para renunciar entonces a un momento particular de humillación hasta pentecostés 3. Para, por último, volver a utilizar el confiteor lo otros 3. si no se puede admitir la idea de esta supresión momentánea y pascual del momento de la humillación, al menos, hay que renunciar a ello en el día de pascua. Se podría también en ese día hacer proceder el culto por un momento de humillación, que liberaría para el júbilo pascual Domingos. El confiteor, en efecto, me parece notable el punto de vista eclesiológico, en general, y desde el punto de vista litúrgico, en particular. Desde el punto de vista eclesiológico, porque es un arma muy fuerte contra el

clericalismo, ya que el jefe de la congregación confiesa delante de ella que es un pecador, que se arrepiente de su pecado, que tiene necesidad del perdón de Dios y de la intercesión de sus hermanos: es decir que el jefe de la congregación comienza a situarse exactamente en el mismo plano que los seglares, que quieren seguir su ejemplo. Esto exige, está claro, el confiteor dialogo, según la fórmula tradicional y, también, a mi parecer, que el ministro se ponga, para este momento del culto, de rodillas volviéndose hacia la asamblea de sus hermanos. Desde el punto de vista litúrgico, el confiteor me parece notable no solo porque muestra el carácter de ayuda mutua espiritual que reviste el culto cristiano, sino también porque atestigua que para celebrar el culto hay que estar perdonado: esto, por otra parte, está también demostrado por la práctica tradicional reformada de la confesión de los pecados. Observemos que, quizás, nada anula la tradición reformada, según la cual, esta confesión de los pecados se hace con relación a un llamamiento de la ley, y me parece lógicamente preferible seguir aquí lo que ha llegado hacer el orden tradicional y que se encuentra también en el Prayerbook anglicano, a saber, hacer este llamamiento de la ley antes del momento de la humillación, la ley revelándome mi pecado, antes que seguir la formula puramente calvinista de la ley cantada por el pueblo después de la absolución, la ley enseñándome como marchar en la salvación. Las liturgias reformadas actuales, al menos las de lengua francesa, acostumbradas a colocar en la parte <<galilea>> del culto, el credo, la intercesión, y en algunas veces, la oración dominical. Esto proviene sin lugar a dudas de esta astucia calvinismo, revelada por W. Maxwell, que protesta a su modo contra la prohibición política de una celebración eucarística regular tomando elementos de la misa de los fieles para colocar en la misa de Los catecúmenos. Hay que preguntarse si un retorno regular a los dos momentos del culto no debería liberar el momento <<galileo>> de estos elementos tradicionales <<jerosolimitanos>>. Pienso que hay que responder resueltamente que si, por estas tres razones: La primera, y me parece muy importante, porque no es solo la comunión del pan y del vino lo que está reservado exclusivamente a los bautizados, es decir a los que verdaderamente se comprometan en la vida de la fe, es toda es toda la celebración eucarística lo que está reservado. Para poder confesar la fe, para poder pronunciar la oración dominical, para poder interceder en el nombre de Cristo, hay que estar en Cristo, lo mismo que para poder aproximarse a la mesa santa. Es la razón principal por la que es preciso volver a situar estos elementos en el momento <<jerosolimitano>> del culto. Segunda razón, es deseable hacerlo para que la primera parte del culto sea lo más acogedora posible a los de fuera, sea lo más <<galilea>>., lo mas misionera posible; que no obligue directamente, por una partición litúrgica comprometedora, a los que no están comprometidos, sin lo cual, los elementos

litúrgicos a que nos referimos no serán ya actos litúrgicas que requieren un pleno don de si, sino solo formulas que se recitan sin poner en ellas el corazón, sin jugarse en ellas la vida. Por esto, no hay que <<litúrgica>> el medio tiempo <<galileo>> del culto. Tercera y última razón. Es deseable devolver al medio tiempo <<jerosolimitano>> estos elementos, para no descarnarlo o para no amputarlo. Ellos se integran mas armoniosamente en el acontecimiento eucarístico; allí pueden adquirir todo su sentido y su plenitud. La oración dominical es mucho más ella misma cuando la eucaristía va a ser las primicias de acogida favorable; el credo es mucho mas el mismo, cuando no es más una recitación doctrinal, sino que se inserta en la ofrenda comunitaria y fraternal que la Iglesia hace de sí misma en el momento de la comunión; la intercesión esta mejor en su lugar, cuando, antes de la comunión, la asamblea reunida tal domingo en tal sitio reúne de alguna manera la iglesia entera y el mundo entero para ofrecerlos, exponerlos, presentarlos al perdón y a la gracia de Dios. Por lo demás, si se priva al medio tiempo <<jerosolimitano>> de estos elementos, que le convienen mucho mejor que al medio-tiempo galileo», te estará tentado a llenar los vacíos" dejados por enseñanzas, informaciones y exhortaciones que amenazan racionalizar y moralizar la celebración y eucarística y, por consiguiente, entorpecerla y arrebatarle su estilo y su aire. Entre los numerosos problemas que se podrían todavía señalar aquí, toco un tercero, menor: ¿los ruegos, las comunicaciones, los anuncios, tienen su lugar en la primera o en la segunda parte del culto? En la situación eclesiológicamente ambigua en que nos encontramos, son más razones de eficacia que razones teológicas las que cuentan aquí. Teológicamente, sería recomendable situar estos anuncios lo más cerca posible de la intercesión y de dirigirlos a los que verdaderamente están comprometidos en la vida eclesial y, por tanto, reservarlos para la segunda parte del culto. Prácticamente, es importante que estos anuncios alcancen la mayor gente posible y, por esto, es lícito situarlos en la primera. Pero, ¿en qué momento? En cualquier caso, hay una solución que me parece absolutamente falsa, aunque se hace frecuentemente: es el situarlos en el umbral de la liturgia, antes de la invocación. Es falso, primeramente, porque da la impresión de que estos anuncios, que reflejan las alegrías, las penas, los proyectos, los deberes de la parroquia, son indignos del culto. Habría, entonces, que excluir también las intercesiones. Es falso, también, por razones de simple conveniencia: en el momento en que la Iglesia está reunida para celebrar su culto, se comienza por dar anuncios, y la torpeza llega de ordinario hasta colocar al comienzo de los anuncios lo que indica el destino de la ofrenda. El lugar que me parece más a propósito es después de la predicación, en el momento en que se invita también a la celebración eucarística. Por otra parte, poner estos anuncios no en el margen del culto, sino en el culto, tendrá sin duda por consecuencia que ellos estarán tamizados... y que se podrá anotar el

precio de entrada para el guateque del coro mixto, en un cartelito colocado en el porche de entrada, sin tener necesidad de repetirlo en el anuncio. Algunos problemas planteados por el medio-tiempo «jerosolimitano del culto Recordemos que el núcleo de este segundo momento del culto es la celebración eucarística con su carácter de memorial del sacrificio único de Jesucristo, con su carácter nupcial de comunión, de mutua autoconsagración del Señor a la Iglesia (Ef 5. 25) y de la Iglesia al Señor (Rom 12, 1; 1 Cor 6, 13, etc.), con su carácter de exuberancia escatológica que le da la presencia real del resucitado. Recordemos también, como acabamos de ver, que tal vez sea este el momento de la confesión de fe litúrgica de la Iglesia, de su intercesión y de su «audacia» para decir «Padre nuestro...». Y todo esto, porque la Iglesia entera está de ese modo como recogida en el culto de tal congregación, justifica también el que el momento eucarístico sea de cualquier manera el lugar riel censo de la Iglesia; el momento y el lugar en que ella toma conciencia de que la congregación celebrante no es más que la aparición, la epifanía en un lugar y en un tiempo dados de una cosa infinitamente más vasta: la santa Iglesia católica. Por esto, se justifica aquí el memento de los vivos y de los difuntos y la proclamación de la solidaridad con los ángeles y las potestades y con su culto celeste, del que hemos baldado al examinar el problema de los oficiantes del culto. Nos detendremos ahora a analizar dos problemas, quizá más técnicos que teológicos baldando con propiedad: el de la ofrenda y el de la manera de comulgar. «Ninguno comparecerá ante mí con las manos vacías», dice el Señor en las prescripciones pascuales de la antigua alianza (Ex 23, 15), y a pesar del romanticismo con que se ha podido rodear el carácter de mendicidad del que se presenta delante de Dios, esta recomendación del libro del Éxodo sigue siendo válida, cuando uno se presenta delante de Dios no por primera vez, ni para volver de nuevo a él en el arrepentimiento, como el lujo pródigo, sino cuando uno se presenta a él por el culto. Quizás no sea muy «protestante» el decirlo así; pero si no se acepta esto, se debería entonces suprimir la ofrenda en el culto, lo que no se piensa hacer. Hagámoslo, pues, con una buena conciencia y sabiendo lo que hacemos. Esto es lo que hicieron los magos (Mt 2, 11) o los dos primeros poseedores de talentos (Mt 25, 14 s.) o la mujer que ungió a Jesús (Mt 20, 6 s. y par.; Jn 12, 1 s.) o José de Arimatea que ofreció su tumba (Mt 27, 57 s, y par.) o los reyes que llevan su gloria a la nueva Jerusalén (Ap 21, 24): una acción de gracias (lo que el tercer poseedor de talentos o los malos viñadores no han querido realizar), una especie de «devolución» material para responder a lo3 dones espirituales (cf. 1 Cor 9, 11).

A propósito de tales ofrendas (¿dominicales? Cf. 1 Cor 16, 2) le agrada especialmente al apóstol usar la terminología sacrificial (cf. 2 Cor 8-9; Fil 4, 18, etc.), y no deja de tener su importancia. Esta ofrenda forma parte, de una manera o de otra, del culto ordinario de la Iglesia cristiana. Primitivamente consistía esencialmente en done3 naturales: sobre todo pan y vino, que se utilizarían parcialmente para la comunión, pero a partir del siglo XI la ofrenda se convierte en especies. De un modo general, así sucede todavía hoy. No podemos entrar en los detalles de una teología de la ofrenda ni de un examen de los recursos de la Iglesia y de la manera óptima de reunirlos. Contentémonos con las observaciones siguientes: Aunque sea sin duda técnicamente imposible, lo prueba toda la historia de la Iglesia, que la generosidad eucarística de los fieles baste para dar a la Iglesia los recursos financieros que ella necesita para el mantenimiento legítimo de los ministros, para sus obras de evangelización y de diaconía y para sus cargas inmobiliarias, es, sin embargo, la eucaristía la que debería regular la política de ingresos y gastos de la Iglesia. Y por esta razón, es importante dar a este momento un alcance ejemplar para el conjunto del problema de las finanzas de la Iglesia. Prácticamente, creo que lo más digno y lo más simple es que los ancianos o los diáconos hagan pasar bolsitas por los diferentes «sectores» de la Iglesia, para después llevarlas conjuntamente al pastor que las recibe y las consagra con una oración a su nuevo fin, devolviendo todo a uno de los ancianos que lo deposita donde no estorbe el desenvolvimiento de la eucaristía. Colocarlo sobre la mesa santa no me parece indispensable. La colecta puede perfectamente hacerse durante el canto de algún himno. Alguien dirá que de esta manera, a los que no participan más que en la parte «galilea» del culto, se les privará del acto litúrgico de la ofrenda. Pero, ¿por qué no? Este acto, en este punto también la tradición litúrgica primitiva es plenamente válida, concierne en primer lugar a los que tienen el derecho a celebrar el culto entero y, por tanto, a comulgar. En todos los casos, cuando se reintroduzca entre nosotros la eucaristía semanal, habrá que situar la colecta en la parte eucarística del culto, aunque se abandone la funesta costumbre de la «colecta a la salida en favor de una colecta integrada en el culto antes de reencontrar la eucaristía semanal. En cuanto a los que asistan sólo a la primera parte del culto, podrán, si lo desean, depositar sus dones en un cepillo colocado a la salida de la Iglesia. Es necesario partir de un determinado número de presupuestos: en adelante se presupone, primeramente, que la eucaristía no se celebra sin que haya invitación a la comunión y a la comunión efectiva. Toda la Iglesia primitiva conoció así la eucaristía, y la Reforma calvinista y anglicana ha tenido perfectamente razón al renunciar a servicios eucarísticos que no fuesen al mismo tiempo servicios de comunión; se presupone también que, normalmente y en principio, se quedan a la parle eucarística del

culto los que tienen intención de comulgar, preferentemente a los que tienen derecho a ello sin tener intención. Esto para evitar, a pesar del afecto que los reformadores tenían por la noción agustiniana del «Verbum visible», que se vuelva a reanudar la orientación que ha hecho admitir la posibilidad de una participación de la eucaristía puramente espiritual; esto ha hipertrofiado el carácter sacrificial o lo ha rebajado al rango de espectáculo; se presupone que prácticamente comulgan todos los oficiantes-participantes e igualmente se presupone que se comulga bajo las dos especies de pan y de vino y en este orden, tomados separadamente el uno del otro mejor que por la in, tinción del pan en el vino, costumbre que se extendió en oriente para la comunión de los seglares a partir del siglo cuarto y como es costumbre también de los luteranos de los países bálticos4; por último, se presupone que la liturgia comprenderá las palabras de la institución, la fracción del pan, la acción de gracias sobre la copa y que no buscará su fidelidad a la institución de Cristo en una reproducción servil y arcaizante de la última cena, donde los convidados estaban recostados a la manera oriental, porque «nosotros no estamos en condiciones de convertir la cena en una copia conforme a la narración bíblica» (H. Asmusscn). Presuponiéndose todo esto, abordamos algunos problemas prácticos de la celebración. En primer lugar, ¿con qué orden se comulgará? Normalmente, quien comulga el primero es el que preside el servicio. Vienen después los que van a ayudarle a distribuir las especies, lo mismo que los otros miembros del clero. Después viene el pueblo. Aquí, igualmente, puede darse un orden: en las constituciones apostólicas, en el capítulo 8, después de haber hablado de la comunión del obispo, de los presbíteros, de los diáconos, de los subdiáconos, se enumera la de los lectores, cantores, ascetas, diaconisas, vírgenes, viudas, niños; después el resto del pueblo. Esta regla es corriente también en las Iglesias de la Reforma: el primero en comulgar es el ministro que preside, vienen después sus ayudantes y los otros ministros y sólo después el pueblo, comulgando los hombres, de ordinario, antes que las mujeres. En la época de la Reforma se conoce también, durante un período que parece haber sido breve, el sistema según el cual el ministro presidente comulgaba o podía comulgar el último, sin duda para que él consumiese si no todas las hostias o todo el pan, al menos, todo el vino que habían sido consagrados. Creo que no hay nada que objetar a la tradición ordinaria en este punto y que pertenece efectivamente al pastor del rebaño ser el primero en comulgar.

4. Con rigor, se puede comulgar por intención en tiempos de epidemia, para no sucumbir a la tentación de renunciar a la copa común en favor de copas individuales

La humildad, aquí, no podría ser sino falsa: el pastor no es el criado de su congregación, sino el ministro de Cristo; no es haciéndole cortesías como la servirá mejor, sino conduciéndola.

En segundo lugar, ¿quién distribuirá las especies? En la Iglesia primitiva, de ordinario, junto al ministro-presidente, es decir el obispo o presbítero que le representaba, había diáconos (¿y diaconisas?) que participaban en la distribución de las especies a los comulgantes, y si esta costumbre ha caído generalmente en desuso, en oriente porque se ha cesado de distribuir las especies eucarísticas separadamente y en occidente porque se ha privado al pueblo de la comunión de la sangre de Cristo. Ha sido restituida en la Reforma, donde se ve ordinariamente a un diácono distribuir la copa, mientras el pastor distribuye el pan. En todas las partes donde el presidente del culto participa en la distribución, parece haber allí cierta superioridad para el pan: no distribuye la copa, sino el pan. Esto no significa que los diáconos o los ancianos sólo tuviesen el derecho de distribuir la copa (la presidencia y la consagración cuentan más que la distribución); pero la tradición presupone que la distribución del pan forma parte de la «liturgia» del pastor, y no hay motivos para oponerse a ello. Así, normalmente, el pastor no sólo presidirá el servicio eucarístico, sino que distribuirá también el pan, mientras que un anciano o un diácono distribuyese la copa. Pero puesto que la comunión no se toma sino se recibe, el ministro que preside, una vez instituida la cena ¿debe comulgar él por sí mismo o debe pedir a un diácono le dé el pan y la copa? Normalmente, el ministro comulgaba por sí mismo; existe, sin embargo, en las más antiguas costumbre romanas una tradición, según la cual, el obispo de Roma coge él mismo el pan, pero recibe la copa de las manos del diácono principal. Esta tradición me parece digna de imitación, y ¿por qué no también para el pan? Por esto, sería quizás deseable, una vez instituida la cena, que un diácono comenzase por dar el pan y el vino al pastor, antes que éste distribuyese las especies a los diáconos o a los ancianos. ¿Cómo se efectuará la distribución de las especies a los seglares? Una primera pregunta se formula aquí: los seglares ¿van a la comunión, es decir se desplazan ellos para comulgar, o la comunión viene a ellos, que permanecen sentados en sus bancos o en sus sillas? Según toda verosimilitud, es más conforme a la tradición litúrgica que los fieles no se desplacen, sino aguarden en sus sitios a que vengan los diáconos a traerles las especies. Esta costumbre, para la que fácilmente puede encontrarse una explicación simbólica, abandonada en diversos lugares ya en el siglo cuarto, ha sido restaurada en particular por Zwinglio y recogida también por ciertas Iglesias anglo-sajonas no-conformistas. Pero nada impide que uno prefiera a esta manera de distribuir las especies la que se ha extendido prácticamente por todas partes y según la cual los fieles se desplazan para ir a comulgar y avanzan, ¡por el pasillo central!, hacia la mesa donde les invita y les espera su Señor. Pero, cerca de la mesa ¿qué harán?, ¿circularán, desfilarán, yendo del ministro que tiende el pan al que tiende la copa?, ¿se pondrán a la mesa en los bancos que la rodean, como ocurre en la mayor parte de las Iglesias reformadas del otro lado del Rin?, ¿formarán, alrededor de la mesa, un

semicírculo o delante de la mesa una fila, siendo cada participante servido alternativamente por el ministro que distribuye el pan y el que distribuye la copa? Esta última manera, llamada tablee, propuesta o recomendada entre otras por la liturgia de la Iglesia Reformada de Francia (1955) o la del Jura bernés (1955), me parece la mejor por estas razones: contrariamente a la primera, no obliga, por la prisa o la presión de los que siguen, a una comida ambulante de las especies eucarísticas y mantiene, por consiguiente, el recogimiento; contrariamente también a la primera, no aísla al comulgante, sino le recuerda, lo que puede ser pastoralmente de importancia muy grande, que si él comulga con su Señor, es en cuanto miembro de un pueblo, es decir, que él comulga también con sus hermanos. Contrariamente a la segunda, no hipertrofia el carácter de cena de la eucaristía y evita también el embarazo a la vez litúrgico y teológico en que se encuentra el ministro presidente: ¿debe o no debe instituir la cena de nuevo para cada grupo de comulgantes y, por tanto, volver a consagrar las especies que ya lo habían sido para el grupo precedente?; contrariamente a la segunda, por último, no engaña (si me atrevo a hacer intervenir un argumento tan poco litúrgico), porque uno no se espera una comida como ocurre cuando se pone a la mesa: uno se contenta allí, pues, de muy buen gusto con un bocado de pan y un trago de vino solamente. ¿En qué actitud se comulgará, al descartarse la comunión estando sentados? En algunas Iglesias se comulga de rodillas. Esta costumbre la conocían también los primeros reformados, aunque no se imponía n los comulgantes, que podían también comulgar de pie. Y se extendió en la Iglesia occidental, en oriente se comulga de ordinario de pie, a partir del siglo XI; ella está, pues, ligada con toda evidencia a la doctrina de la transubstanciación. La tradición reformada-primitiva, anglicana y luterana muestra que este origen teológico no es una razón decisiva para no admitir la postura de rodillas, la mejor actitud de recogimiento. Pero puede ser que también aquí el origen de esta actitud deba hacernos precavidos: se comulgará, pues, con preferencia de pie, en la actitud pascual; tal vez se puede recomendar la comunión de rodillas durante el adviento y la cuaresma. ¿Se sirven las especies o se las recibe? Hemos visto que no es necesario querer arcaizar para la celebración eucarística. Creo, por tanto, que aquí es legítimo buscar con una cierta intransigencia una expresión simbólica propia para mostrar que no se toma la comunión, sino que se nos da (éSoiXEV, Me 14, 22 y 23 y par.). Se recibirán, pues, las especies con la reverencia requerida. La manera cómo se hará, podrá variar: lo más simple y que corresponde también a la tradición, es que el comulgante ponga sus manos en cruz, por ejemplo, la izquierda encima, en ella recibe el pan y lo lleva a la boca con su mano derecha. A partir del siglo vut en occidente, se deposita el pan o la hostia directamente en la boca del comulgante. Para la copa, el comulgante la cogerá con las dos manos (el diácono o el anciano también la lleva con las dos manos) para beber y la devuelve después. Aquí también, se evitará lo que podría hacer creer que el estado clerical autoriza una manipulación eucarística prohibida al estado del laicado: es la institución, no la distribución de la cena, lo que está reservado al ministerio pastoral. Por esto, el comulgante tiene el derecho de

servirse con sus manos lo mismo para el pan como para la copa con la condición de que lo haga con respeto. ¿Hay que recordar que a la unicidad del pan debería corresponder la de la copa (cf. 1 Cor 10, 6 s.) y, por tanto, que la adquisición o la utilización de copas individuales es desaconsejable como particularmente funesta al carácter comunitario de la comunión? 5. Por fortuna, esto es ya casi innecesario, al darse la clara toma de conciencia del carácter comunitario de la vida eucarística. ¿Hay que acompañar la distribución de las especies eucarísticas con una palabra? Según lo que se ha dicho en el momento de la institución de la cena, esto podría parecer superfino y, en efecto, ciertos órdenes de cultos protestantes o renuncian a una palabra que acompañaría la distribución o la desaconsejan o, en ese caso, aconsejan decir una sola palabra para toda la tablee, lo que me parece una solución muy aceptable. Se puede entonces hacer cantar a la asamblea un cierto número de cánticos, ¡de pascua preferentemente a cantos de viernes santo!, o leer ciertos textos bíblicos, como por ejemplo Jn 6, Is 55. O, para continuar una tradición muy extendida en la iglesia primitiva, el salmo 34. Por el versículo 9. Pero nada impide que se diga a cada comulgante una palabra de distribución. La tradición litúrgica ecuménica es en esto muy rica: algunas de estas palabras son confesiones de fe más que palabras de catequesis, como por ejemplo, aüi\ia ypicrcoü.

5. Como, por lo demás, también es funesto a su carácter sagrado: las copas individuales recuerdan demasiado a la de los aperitivos y su empleo llega a ser particularmente detestable, cuando todos ¡os comulgantes esperan a tener su copa llena, antes de que la beban simultáneamente, una vez dada ¡a orden {skal). La tradición medieval conoció pipetas eucarísticas, llamadas pugillaris o calamuc o ¡istula que no debían favorecer más la paz, la alegría y el recogimiento de la comunión que las copas individuales. ¿Se introdujeron en la celebración por las mismas razones deplorables que las copas individuales: el temor de los microbios, es decir, la confusión entre la higiene y la soteriología y, tal vez, sobre todo, ei temor de tener que llevar a sus labios ¡a copa en la que habla bebido tal persona de una clase social inferior? O ¿se adoptaron para tener todas las garantías de que ninguna gota de vino eucarístico se perdería?

v ";|i'/yptcrtoü OTTipiOvjfjs en las Constituciones apostólicas, c 8 o la bella formula de la liturgia de Calvino: Tomad, comed el cuerpo de Jesús que lia sido liberado de la muerte por vosotros; éste es el cáliz del Nuevo Testamento de la sangre de Jesús, que ha sido derramada por vosotros.

Otros palabras son oraciones o ruegos, como por ejemplo la fórmula actual de distribución de la misa romana: «Corpus Domini Nostri Jesu Christi cuslodiat auimam tuam in vitam aetornam» 6. Algunos. Asmusscn por ejemplo, piensan que «nunca, tal vez., se pueda hablar tan abiertamente a alguno como en este momento» y proponen, por tanto, que esta palabra intente ser una palabra de cura de almas. Es una de las razones por las que se extendió entre nosotros la costumbre de decir un «versículo» al mismo tiempo que se daba el pan. Otras dos razones probables de esta costumbre hay que buscarlas en lo que contribuye a debilitar el protestantismo moderno: una especie de magia de la palabra, gracias a la cual se cree escapar de otras magias más peligrosas, lo que desvirtúa la palabra y el sacramento, y un terror delante de lo que, siendo respetado, podría llegar a ser maquinal y dejar de ser sincero, a pesar de lo que decía el buen protestante Alexandre Vinet: Hay más inconveniente en decir a cada persona un pasaje distinto que repetir el mismo. La repetición de una ¡rase sacramental es grave, imponente y no lo gasta. Hay que desaconsejar vivamente esta última manera de actuar, no sólo porque muy a menudo se «cae» mal con el versículo que se dice, sino también y, tal vez sobre todo, porque se desvía la atención del comulgante de la carne y de la sangre que se le dan para que resucite en el último día (Jn 6, 54). Si se me

6. Hay que recordar que el autor afirma esto antes del concilio ecuménico Vaticano II, Actualmente se dice: «El cuerpo de Cristo». Tampoco conviene olvidar esto en otras afirmaciones concretas sobre !a liturgia de la Iglesia católica romana

Permitiese ter impertinente, yo diría que esta «intinción» del pan en la palabra es tan nociva al pan como a la «intinción» de azúcar en licor de guindas: no es el azúcar el que produce el gusto, sino el licor. Igual en este momento: no es la palabra la que debe contar, sino el pan. Uno se atendrá, pues, si quiere decir entonces una palabra, a una palabra de confesión de fe eucarístico o a una palabra deprecativa, sin temor de decir siempre la misma o de alternar regularmente con tres fórmulas como mucho. Así, encontrando palabras de esta clase, se podrá enseñar a los comulgantes a responder amén, en vez de «gracias» cuando reciben el pan y se les tiende la copa.7

Una palabra todavía sobre el momento siguiente n la comunión. Los comulgantes han vuelto a sus sitios. De ordinario, se recogen entonces en una oración personal y silenciosa. Por distintos lugares, se ha mantenido la costumbre de hacer esta oración de rodillas. Es el vínico momento, donde la presencia de la piedad en los gestos no ha sido enteramente corroída por el

racionalismo y las diferentes formas del protestantismo liberal. El fastidio es que los bancos de nuestras iglesias no prevén esta postura, de manera que para esta oración es preciso ponerse en cuclillas, volviendo la espalda a la mesa santa, donde se sigue dando la comunión. Simbólicamente es penoso, ¡y también estéticamente! No creo, pues, que haga falta dejar esta postura de rodillas para reencontrar una práctica más corriente. Su típica utilidad es la de mostrar que todavía uno puede arrodillarse; pero no muestra cómo hay que hacerlo. No es, pues, a partir de aquí como se intentará recuperar la postura de estar de rodillas.

7. No hay ninguna razón para justificar nuestra costumbre de acompañar distribución del pan con una palabra, pero sí la hay para decirla, cuando se la copa.

El transito del momento «galileo» Al momento «jerosolimitano»

¿Hace falta una cesura entre los dos momentos del culto? Esta cesura, al menos según el testimonio sinóptico, existe con toda evidencia en el ministerio de Jesús: el mismo ministerio se prosigue, pero en otro clima. Esta cesura, después del testimonio unánime neotestamentario, se la volverá a encontrar en la parusía: se hará el juicio donde serán anatematizados los que no aman al Señor (cf. 1 Cor 16, 22) y tendrá lugar, una vez «la puerta cerrada» (cf. Mt 25, 10), el festín de las bodas del cordero. Igualmente, toda la tradición antigua conoce una cesura entre la misa de los catecúmenos y la misa de los fieles, entre el momento del culto ordenado hacia la proclamación del evangelio y su catequesis, y el momento del culto ordenado hacia la fruición de los bienes evangélicos: todo el tiempo necesario el culto de la Iglesia ha sido profundamente acogedor, pero a partir de cierto momento, la Iglesia a causa de la institución de Cristo, debe trazar un límite, que hace, visible el carácter exclusivo de la anamnesis cumplida por la santa cena (P. Brunncr). Tal vez, se podría decir que de uno al otro de los momentos del culto, la «densidad escatológica» cambia: en la primera parte del culto, el mundo venidero penetra en el mundo presente, intenta convencerlo, llamarlo, reconquistarlo; en la segunda parle, no hay más que la acción de la gracia para la llegada de este mundo, para la salvación realizada por la pasión y la resurrección de Cristo y por el Espíritu Santo, una especie de empapamiento del máximo de plenitud escatológica que puede contener el esquema pasajero del mundo presente (cf. 1 Cor 7, 31). La Escritura y la tradición antigua justifican, pues, plenamente una cesura entre el momento «galileo» y el momento «jerosolimitano», entre el momento «judicial» y el momento «nupcial» del culto. Esto no crearía sin duda ninguna dificultad, si la práctica bautismal correspondiese a la de la Iglesia apostólica y a la de la Iglesia primitiva; es decir, si no se hubiese caído en el error funesto, explícito o no, de confundir el

bautismo con la palabra misionera y, por tanto, de ver en el bautismo no el sello de la gracia recibida por la fe, sino el símbolo de la gracia preveniente. Por esto no estamos ya en la situación do la Iglesia primitiva, es decir que los que renuncian a comulgar podrían prácticamente también recibir la comunión: no son catecúmenos (son bautizados), no son penitentes (no hay ninguna disciplina verdadera), no son energúmenos (el racionalismo actúa como si él nos hubiese desembarazado de ellos), y no son idiotas (prácticamente no quedan, cf. 1 Cor 14, 23). Los fieles mismos querrían desertar de la misa de los fieles. Se comprende, pues, la impaciencia de los pastores que muestran disgusto contra una cesura entre los dos momentos del culto o que piden, a quienes quieren marcharse de él, lo hagan de la manera más sobria y discreta posible y que no se les dé la bendición. Teológicamente, esta solución es exacta: quiere respetar de un modo absoluto los derechos de los bautizados y enseñarles al mismo tiempo a gozar de ellos y a cumplir sus deberes. Y tal vez la impaciencia, teológicamente justificada, de tantos pastores contra esta cesura sea una estupenda lección para que la Iglesia vuelva a examinar su práctica del bautismo. Pero si teológicamente esta solución es correcta, no sería defendible en el caso de que volviésemos a encontrar la eucaristía en cada parroquia, es decir la comunión semanal. Pero, ¿qué solución encontrar que no sea demasiado falsa? Creo que es necesario renunciar a la práctica ortodoxa que ha mantenido una despedida de los catecúmenos, energúmenos, etc., con la bendición correspondiente, y a la práctica romana que ha abandonado la despedida y, por tanto, la cesura, pero al precio de una falsificación casi regular de la eucaristía, porque no lleva consigo ya necesariamente la comunión del pueblo y porque basta asistir al momento de la transubstanciación para haber celebrado válidamente el culto. Para evitar que no se socaven en la cena los elementos de comunión y de alegría escatológica en favor del único elemento sacrificial, es necesario salvaguardar el principio, indiscutido en la Iglesia primitiva, de que los asistentes a la eucaristía son también los que participan en ella en cuanto comulgantes; o, al menos, hay que estar muy vigilantes a esto propósito. Por esta razón, una despedida de los fieles antes de la cena me parece, en suma, menos grave que una eucaristía celebrada como un espectáculo delante de los fieles que en su mayoría no desean comulgar. En la medida en que no se resuelva de una manera teológicamente válida la práctica del bautismo 8, en esa misma medida no habremos reencontrado una disciplina eclesiástica efectiva; creo que el problema que nos preocupa aquí no podrá encontrar una solución verdaderamente satisfactoria en el plano teológico y en el pastoral. La cesura es necesaria; pero hasta que se resuelvan, al menos en principio, los dos problemas mencionados, no será el acto de disciplina eclesiástico que debería ser; no será sino una invitación,

teológicamente detestable, a una «autodisciplina» que permitirá a cada bautizado decidir si quiere comulgar o excomulgarse él mismo. Pero, ¿cómo regular esta cesura necesaria en estas circunstancias deplorables? Se dan aquí diversas soluciones que parecen posibles a limine. Se halla, en primer lugar, la solución que ha gozado del favor del protestantismo del siglo pasado y que en muchas parroquias cuesta trabajo que muera: se termina, en suma, el culto antes de la eucaristía; se mantiene, pues, el orden del culto ordinario, sin cena, desde la invocación a la bendición, para añadir en ese momento un apéndice eucarístico —en favor de algunas personas que viven aun en las épocas de la magia y de la superstición y en favor de algunos puros que harán al Señor la gracia de su presencia en su reino, según el punto de vista en que uno se coloque— que comienza de nuevo por una invocación, la humillación, etc. Esta solución, que hace de la eucaristía «una excepción solemne» (K. Bartb), está por fortuna

8. Lo falso no es tolerar el bautismo infantil, sino aceptar la permanencia de su generalización en el mundo actual que, normalmente, ha quitarlo a la Iglesia todo derecho efectivo sobre el conjunto de las poblaciones que ella sigue recibiendo sin poder ser ya responsable de él.

condenada y desaparece onda ves mil rápidamente, La solución, en que la cesura se indica por una «gran» bendición, se mejora un poco cuando el servicio eucarístico se concibe como último toque de la primera parte del culto más que como un apéndice. Otra solución consiste en invitar a los no-comulgantes a desaparecer discretamente, sin bendición, durante el canto de un himno o inmediatamente después. Esta solución, que desde el punto de vista teológico es justa en nuestras comarcas, donde uno está cierto, poco más o menos, de que todos los asistentes al culto son bautizados y, por tanto, podrían comulgar, me parece inaceptable pastoralmente. Primero, porque juzga intrusos a todos los que salen, cuando ciertamente no lo son, al menos, para la primera parte del culto; segundo, porque hay tantas secuelas de una catequesis desviada e incluso falsa en el pueblo de la Iglesia, que no está permitido castigar las víctimas de ellas, cuando no se puede ya o no se quiere averiguar los culpables. Hay, pues, que marcar la cesura entre las dos partes del culto por una bendición. Pero, ¿con qué forma? No, por cierto, con la forma general, solemnemente rechazada hace poco. Encuentro dos formas aceptables. Se puede, por ejemplo, después de haber advertido a la asamblea que el acceso a la mesa santa es libre, decir simplemente, y sin extender las manos con el gesto ordinario de bendición, una fórmula como ésta: «Que Dios todopoderoso Padre, Hijo y Espíritu Santo esté con los que salen y con los que permanecen». Pero, ¿no se podría también, siguiendo viejas tradiciones disciplinarias de la Iglesia, dar la bendición sólo a los que salen? Se les pediría en ese caso y únicamente a ellos, levantarse y se podría recurrir al gesto tradicional de las

manos extendidas para bendecir primeramente a los catecúmenos, encomendándoles al Espíritu Santo que ilumina, y para bendecir después a los que no pueden o no quieren comulgar, encomendando su fe y su vida al Espíritu Santo que fortifica y purifica.9

9. Aunque, desde luego, la prudencia pastoral podrá recurrir a una

severidad mayor, si la mayor parte de la asamblea coge la costumbre de huir de la eucaristía y, por tanto, de la gracia de Dios: ¿cómo bendecir, en efecto, a los que abiertamente menosprecian la gracia?

El ordinario y el propio Los términos de ordinarium missae y de proprium de tempore o de sanctis han llegado a ser usuales en la historia del culto de la edad media en occidente. Pero lo que ellos ocultan: que el culto comprende normalmente elementos fijos y elementos variables, se remonta al origen mismo de la Iglesia, a la unidad y a la diferencia entre palabra y cena. Así, la predicación y la cena están en el origen mismo del hecho de que tengamos en el culto cristiano unos elementos que permanecen invariables y otros que cambian siempre. A este respecto, el sacramento era el principio de lo que permanece en el seno de todo cambio; mientras que la palabra era, en el culto, el principio de lo que cambia en el seno de todo lo que permanece. Esta distinción entre el ordinario y el propio se encuentra confirmada y justificada por la adopción del año litúrgico (proprium de tempore) y la memoria de los grandes testigos del evangelio (proprium de sanctis). Ciertamente este no es el momento oportuno para hacer una historia del juego entre ordinario y propio. Recordemos solamente, a muy grandes trazos, que en la tradición antigua las Iglesias de oriente, por lo demás, hasta hoy, han sido mucho más reservadas respecto a los propria que las de occidente, en particular que las Iglesias galicanas y mozárabes; la Iglesia de Roma, y su tradición victoriosa, adoptan a este propósito una tensión o un juego muy equilibrados. En la Reforma, los luteranos y los anglicanos han permanecido, grosso modo, en la línea romana, mientras que los reformados —sea prueba de ello por ejemplo su retorno a la Lectio continua o su desconfianza hacia dar gran importancia al año litúrgico — han reducido al máximo el propio en favor de un ordinario rígido. Es probablemente una de las razones por las que, con el triunfo del individualismo a finales del siglo XVIII, la tradición litúrgica reformada fue mucho menos capaz que la de los luteranos o los anglicanos de mantener un verdadero ordinario, consecuencias que nosotros sufrimos todavía hoy en la acumulación no de propria auténticos, sino de variantes —ni de tempore ni ríe sanáis, sino de psychologia, de theologia— para el ordinarium. Lo que sabemos de ver muestra, de una parte, que no existe una regla absoluta para delimitar lo que forma parte del ordinario y del propio. Y, de otra, que es prudente que la tensión entre la eucaristía y la predicación se acompañe y se precise por una tensión entre un ordinarium y un proprium litúrgicos: no se excluye efectivamente que, si las Iglesias de oriente parecen

replegadas en su liturgia sin apertura al mundo y la Iglesia reformada parece enteramente absorbida por su orientación sobre el mundo, ambas de hecho y no de derecho, esto provenga, al menos parcialmente, del hecho de que las primeras descuidan el proprium en favor del ordinarium, mientras que la segunda, después de haber comenzado de la misma manera, ha terminado por cansarse de tal manera del ordinario, que lo ha hecho estallar en mil variantes que, en principio, no tienen gran cosa que ver con un proprium de tempore. De un lado una Iglesia que parece un bloque, del otro, una Iglesia desparramada, desmenuzada, porque tal vez no han conocido o querido conocer esta especie de respiración que proporciona el respeto de un ordinarium aireado por el proprium. Como lo nota con razón K. F. Müller: Lo mismo que lo que está fijo en el culto asegura y protege lo que es variable contra la arbitrariedad y las excrecencias, así también lo que es variable preserva contra la parálisis lo que está fijo. Pero el proprium no debe estar para evitar lo que nuestros reformados quieren impedir ante todo en el culto: la monotonía. En efecto, este temor enfermizo es la prueba de que conocemos bastante mal lo que es el culto y de que lo reducimos a lo que en él escuchamos y entendemos. Ciertamente, no por no fatigar a Dios que escucha, sino por no fatigar a los fieles que escuchan en lugar de rezar, nuestras liturgias reformadas son casi siempre no liturgias en el sentido normal (es decir, libros de oraciones públicas que los seglares también pueden utilizar y conocer), sino más bien florilegios de textos litúrgicos variado: para el uso de los pastores... Esto no contribuye particularmente a confirmar nuestra pretensión de ser, contra la Iglesia de Roma que es clerical, pero donde Cada fiel tiene su misal, ¡la Iglesia del sacerdocio universal! Una cierta monotonía o más bien, una cierta repetición litúrgica no es del todo nociva al culto. Por el contrario, la oración dominical es la prueba más concluyente, tanto en su origen corno en su empleo por la cristiandad, de que la repetición de una misma fórmula de oración no contradice de ninguna manera la vitalidad, espiritual de la misma. Más bien, se podría incluso decir lo contrario (P. Brunncr). Es, pues, normal que haya una diferencia y una tensión entre el ordinario y el propio. Pero en ese caso es preciso dar al propio otro sentido que el de combatir el templo de una asamblea que parece no asistir al culto más que para escuchar. Se le dará este sentido durante los períodos «culmen» del año litúrgico (adviento, desde navidad hasta epifanía, la cuaresma, la pasión, la semana de las semanas entre pascua y pentecostés) por medio de un proprium de tempore; y durante los períodos de color verde, por un proprium de tempore, si se sigue el año litúrgico con una rigidez, en mi opinión peligrosa, o por un proprium de praedicatione, pero reservado entonces a la primera parte del culto y afectando al salmo de entrada, las lecturas bíblicas, la oración de colecta y los cantos; la segunda parte del culto continúa invariable en principio.

Este juego entre el ordinario y el propio no debe impedir que haya también oraciones libres y espontáneas en el culto. Las primeras tradiciones litúrgicas cristianas las conocían evidentemente, aunque es cierto que nunca existió en la época apostólica y sub-apostólica la constante improvisación litúrgica que el romanticismo protestante desearía probar. No hay que ser fetichistas con estas oraciones libres: no valen más que las otras. Tampoco hay que tenerles fobia: pueden valer tanto como las otras. Lo mejor, tal vez, es prever para ellas un Jugar «en blanco» en la letanía para interceder libremente en el prefacio de la oración eucarística, para dar gracias libremente. Y si estos momentos «en blanco» destinados a las oraciones libres del oficiante o de los fieles10 no se han utilizado, que n se tenga la impresión culpable de no haber celebrado un culto en espíritu y en verdad. La apertura y el cierre del culto ¿En qué momento comienza el culto?, ¿en el momento en que la asamblea reunida invoca la presencia del Señor, como si no estuviese todavía allí, o en el momento en que el ministro, en el nombre del Señor, saluda a la asamblea que él estaba esperando? ¿En qué momento termina el culto?, ¿en el de la bendición final? Las tradiciones litúrgicas varían sobre estos puntos y esta variedad muestra que no es posible fijar con precisión el momento en que el culto comienza y finaliza. Pero es posible dar algunos consejos para que el comienzo y el fin del mismo tengan dignidad. Recójase uno en cuanto llegue a la Iglesia, si es posible de rodillas. Y hágase otro tanto antes de abandonar la Iglesia. No me parece que se deba imponer el deseo de ayudar este recogimiento por una «entrada» y una «salida» de órgano. Sería deseable que la primera y última acción comunitaria fuesen cantos de alabanza: el primero, cantado de pie por la asamblea en el momento de la entrada de los oficiantes, que también cantarán, antes de la invocación o la salutación y un último canto, igualmente de pie, después de la bendición en el momento de la salida de los oficiantes, que también cantarían. Esto contribuiría ciertamente a facilitar una mejor comprensión y a hacer amar esta alegría del cielo en la tierra que es el culto de los bautizados, congregados en el nombre y para la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

10. Aquí también es preciso respetar los derechos del laicado. No existe razón por la que sólo el pastor que preside el culto tenga el derecho de hacer públicamente la demostración de sus estados de alma, de sus efusiones espirituales o de sus preocupaciones personales en oraciones improvisadas. Si el pastor tiene este derecho, los fieles lo tienen también, porque elios son también «kuJlíihig» («capaces de culto»). Quizás la mejor manera de poner freno a las oraciones libres o arbitrarias de los pastores, consistiría en invitar al lateado a usar el mismo derecho: en ese caso se habría conseguido el asegurarse que

normalmente vale más el atenerse juiciosamente al ordinario y al propio.

debilitado en su culmen, porque no acaba en la eucaristía; en segundo lugar, porque no permite a los diferentes oficiantes y muy particularmente al laicado. Celebrar su liturgia propia; por último, porque desconfía de la libertad, de la exuberancia y de la belleza del mundo que viene. Es necesario, pues, sacramentalizar, deselericalizar y pascualizar nuestro culto. No se puede hacer todo a la vez; por tanto, es importante saber por dónde comenzar. La respuesta es clara: es necesario comenzar por lo que marcha peor y al mismo tiempo tenga las repercusiones más graves. Hay que comenzar por sacramentalizar el culto. Hace ya 400 años que los mejores de entre nosotros reclaman la eucaristía semanal y protestan contra la amputación de nuestro culto. Uno se da cuenta de una manera cada vez más evidente, hasta qué punto esta privación de la vida sacramental decapita nuestro culto y falsifica nuestra Iglesia. Hay que comenzar por ahí: dar a nuestro culto lo que le justificaría plenamente, la santa cena. Es importante que quienes no desean la muerte de la Iglesia reformada según la palabra de Dios, sino su renacer con las otras confesiones en la unidad cristiana, reclamen encarnizadamente, como hambrientos que piden socorro, que se les dé la comida del Señor y que se dirijan a las autoridades de las Iglesias para pedirles (ésta es, tal vez, la última probabilidad de salvación de la Iglesia reformada) que introduzcan de nuevo la cena semanal, por una acción concertada y voluntaria, cuyas etapas podrían recorrerse en seis años como máximo 1. Haciendo esto, no harían sino recordar a estas autoridades la obligación de obedecer a Jesucristo. Evidentemente esto no será fácil, porque esta obediencia hará brillar en el gran día lo dividida o desorientada que está nuestra obediencia y, por tanto, porque provocará una muy 1. Por ejemplo: cuatro años para que todas las parroquia; tengan, al menos, una cena mensual, además de las cenas en días de fiesta: cuatro años para habituarse espiritualmente y catequéticamente a esta primera etapa; cuatro años para permitir a las parroquias-piloto, de la ciudad y del campo, acumular experiencias sobre el retorno a la vida eucarística ordinaria, es decir semanal; y cuatro años para beneficiar a todas las parroquias con las experiencias de las parroquias-piloto. fuerte oposición en el pueblo de le Iglesia. Esto no es una razón para desanimarse... Un buen educador no acepta fácilmente como infranqueables las barreras que descubre entre sus educandos. Por allí hay que comenzar. Pero conviene saber que al hacerlo, la desclericalización y la pascualización seguirán y, sin duda, mucho más rápido de lo que pudiera imaginarse. En efecto, si la Iglesia ha podido dirigirse contra los ensayos de desclericalización y de pascualización que se han realizado por

los diversos movimientos litúrgicos, es que éstos no habían comenzado resueltamente por la sacramentalización, al menos, entre nosotros. Si se comienza por lo que no podrá aparecer como una reivindicación laical o como una voluntad clerical de comprometer los seglares en una acción que éstos eran muy felices al verla asumida sólo por los clérigos «que son pagados para eso», o por lo que no podrá aparecer como una búsqueda estótico-catoiizante, sino que aparecerá como una simple obediencia a Jesucristo, todo el resto se seguirá. Pero al seguir este «resto» (la desclericaiización y la pascualización), lo mismo que el principal (la sacramentalización) darán a nuestra Iglesia otro semblante: ella volverá a ser no por cierto romana, sino católica. Esto hay que saberlo; y está bien, tal vez, porque uno lo sabe o. al menos, lo presiente y porque se contenta con oír a todos nuestros grandes doctores, desde Juan Calvino a Karl Barth, reclamar la cena semanal sin dar curso a su reclamación. Creo que sí, para no volver a ser católicos en el sentido pleno de este término, no queremos obedecer a Jesucristo y encontrar de nuevo la cena semanal con sus inevitables consecuencias litúrgicas, eclesiásticas, misiológicas, muy pronto llegará el día en que se nos quitará aun lo que tenemos (cf. Me 4, 25 y par.). Conclusiones Hemos hablado de la naturaleza del culto (recapitulación de la historia de la salvación, epifanía de la Iglesia, fin y futuro del mundo), del deber ineluctable de su formulación v de su necesidad. Después hemos tratado estos hechos en la perspectiva de la celebración litúrgica para examinar alternativamente los elementos, los oficiantes, el día, el lugar y el orden del culto. ¿Cómo concluir, cuando queda todavía tanto por decir, cuando uno se da cuenta de que lo hecho hasta aquí es sólo el esbozo de una reflexión y de una búsqueda litúrgicas que deberían ahora afinarse, precisarse, matizarse también y, sobre todo, extenderse? ¿Sería necesario mostrar las repercusiones de la vida litúrgica dominical en la misión de la Iglesia en el mundo o en la necesidad cristiana o en la espiritualidad cotidiana, comunitaria y personal? ¿Habría que subrayar la necesidad de una educación para la liturgia, a fin de que nuestra Iglesia vuelva a encontrar pronto las riquezas inesperadas, inagotables de una educación por la liturgia? Quizás importe, sobre todo, ver ahora lo que se debe hacer para que todo lo que hemos aprendido a presentir, a esperar, no haga de nosotros unos soñadores incapaces y codiciosos o unos derrotistas ingratos y ásperos. En efecto, hay que hacer algo. El culto que hemos aprendido a descifrar se encuentra mal. Se expresa mal en lo que celebramos. Se expresa mal, sobre todo, por dos razones: en primer lugar, porque esta, de ordinario.