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32 Escape LA VIDA DE LAS COSAS El mecenas de la calle Pimienta C uando comenzó, José Gal- ván era un niño que solía ta- conear en las casetas de las famosas ferias de su Sevilla natal rodeado de gente, al ritmo de las palmas que retumbaban como una lluvia gruesa. Por aquel enton- ces (en los 60) traducía el flamenco a su manera. “Aprendí sin profesor —contaba hace algún tiempo en un documental—. Bailaba como me salía de adentro”. Con las propinas que recogía un camarero, a veces le alcanzaba para tomarse un refresco y recuperar el aire. Y la pista se des- pejaba cada vez que su hermana y él ensayaban sus zapateos. Lo ha- cían con ropa de calle: provenían de un entorno modesto y sus pa- dres no disponían del capital sufi- ciente para adquirir la vestimenta típica de los bailaores. “En la casa teníamos otras necesidades”, re- cuerda hoy en su academia, un ta- blao tradicional que queda en una callejuela llamada Venecia. Su primera indumentaria oficial fue el obsequio de un admirador cuando todavía era un muchacho imberbe. Aquel enigmático señor le entregó su tarjeta personal durante una presentación y le dijo que le compraría un traje, que lo buscara al día siguiente en la calle Pimienta. Esa noche, José no pudo dormir. Y horas después acudió a la cita pun- tual junto a su hermana y su cuñada, la única mayor de edad de aquella pequeña comitiva que solía movili- zarse a pie porque casi nunca había plata para montar en transporte pú- blico. Aquel mecenas —Guillermo MacLean: el embajador boliviano en España en aquella época— les vistió a los tres de pies a cabeza, les entregó 1.000 pe- setas —un auténtico dineral en aquel mo- mento—, les acercó hasta su barrio en un Mercedes de lujo. “Y muchos vecinos co- rrieron a vernos”, cuenta Galván con su acento castizo, sin hacer pausas, aspiran- do las jotas y las ges y comiéndose el final de algunas palabras. Era la primera vez que un coche así transitaba por aquel lu- gar. Todo un acontecimiento. “Como dice el refrán, sin traje no pue- des salir a ninguna parte”, recita ahora José. Lleva encima una chompa marrón, un deportivo viejo y unos tenis, pero su porte es el de un profesional, y no oculta las canas que han brotado en su cabeza tras más de tres décadas dedicado a la enseñanza. A su alrededor, hay una tari- ma, sillas plegables, un par de alumnas, un reloj, imágenes suyas, de su mujer y de sus herederos, cerámicas y paredes- espejo (como si en aquel rincón todos estuvieran presos de su propio reflejo). Un bailaor sin su atavío —sin sus zapa- tos pulidos, sin sus botas de pisador ex- perto, sin su sombrero calado, sin su faja correctamente amarrada, sin su ca- misa, sin el pantalón ceñido, sin la chaqueta entallada— es como un rey destronado: un ángel caído. Y aquel traje que el embajador le rega- ló a José cuando más lo requería re- sultó casi profético. “El lanzamiento de mi carrera”, enfatiza. Primero, co- mo cantaor, para la radio —se estre- nó a través del auricular de un teléfono de los de antaño—. Y años después, cuando mudó de voz, sobre las tablas, al lado de figuras como Lo- la Flores, Juanita Reina o Farruquito. Esencia gitana En el 72, su mujer —que además era su pareja artística— se embarazó. Y siguió bailando hasta más allá del sexto mes de gestación a pesar de la tripa que la delataba. Lo dejó porque le decían que terminaría echando al niño por la boca. Y cuando el bebé nació, pusieron punto final a sus gi- ras y José se colocó como pulidor de suelos. “Pero estaba amargao”, cuen- ta en un video. Y en el 77 armó su es- cuela, una suerte de fábrica con esencia gitana que ha nutrido a elen- cos de media península ibérica y que mantiene abierta con la colabora- ción de José Antonio, su sombra, su tercer hijo, su Sancho Panza. A su primer hijo —Israel—, José solía rajarle el balón de fútbol para que dejara de entrenar con sus ami- gos y centrara todas sus energías en el flamenco. A su única hija —Pasto- ra— la inscribió en el conservatorio para que se alimentara con otro tipo de conocimientos. Y hoy ambos re- volucionan los escenarios con un es- tilo fresco y a ratos polémico. Israel describe a su hermana en El País como una bailaora antigua, pero con más técni- ca. Y a él, en el mismo diario, lo consideran un tipo raro, un vanguardista: la cucaracha en la que se transforma Gregorio Samsa en La metamorfosis de Franz Kafka. De aquel traje primigenio con el que empezó, José Galván sólo conserva al- gunas fotografías en blanco y negro ma- noseadas. Su madre lo guardaba en un baúl y seguramente se lo acabó entre- gando a algún conocido de la familia. Gracias a aquel atuendo de tonalidades grises —asegura—, visitó Italia, Perú, Ja- pón, Estados Unidos. Y su gran dolor es no haber mostrado aún en Bolivia su me- tralla vital, su maestría innata. TEXTO: ÁLEX AYALA UGARTE FOTOS: FAMILIA GALVÁN José Galván, reconocido bailaor de flamenco, en una foto vieja junto a su hermana. En ella viste el traje que le regaló un embajador boliviano en los 60. De aquel traje primigenio con el que empezó, Galván solo conserva algunas imágenes en blanco y negro

TEXTO: ÁLEX AYALA UGARTE FOTOS: FAMILIA GALVÁN El ...... · callejuela llamada Venecia. ... la única mayor de edad de aquella ... la Flores, Juanita Reina o Farruquito. Esencia

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LA VIDA DE LAS COSAS

El mecenas de la calle Pimienta

Cuando comenzó, José Gal-ván era un niño que solía ta-conear en las casetas de las

famosas ferias de su Sevilla natalrodeado de gente, al ritmo de laspalmas que retumbaban comouna lluvia gruesa. Por aquel enton-ces (en los 60) traducía el flamencoa su manera. “Aprendí sin profesor—contaba hace algún tiempo en undocumental—. Bailaba como mesalía de adentro”. Con las propinasque recogía un camarero, a veces lealcanzaba para tomarse un refrescoy recuperar el aire. Y la pista se des-pejaba cada vez que su hermana yél ensayaban sus zapateos. Lo ha-cían con ropa de calle: proveníande un entorno modesto y sus pa-dres no disponían del capital sufi-ciente para adquirir la vestimentatípica de los bailaores. “En la casateníamos otras necesidades”, re-cuerda hoy en su academia, un ta-blao tradicional que queda en unacallejuela llamada Venecia. Su primera indumentaria oficial

fue el obsequio de un admiradorcuando todavía era un muchachoimberbe. Aquel enigmático señor leentregó su tarjeta personal duranteuna presentación y le dijo que lecompraría un traje, que lo buscaraal día siguiente en la calle Pimienta.Esa noche, José no pudo dormir. Yhoras después acudió a la cita pun-tual junto a su hermana y su cuñada,la única mayor de edad de aquellapequeña comitiva que solía movili-zarse a pie porque casi nunca habíaplata para montar en transporte pú-blico. Aquel mecenas —GuillermoMacLean: el embajador boliviano enEspaña en aquella época— les vistió a lostres de pies a cabeza, les entregó 1.000 pe-setas —un auténtico dineral en aquel mo-mento—, les acercó hasta su barrio en unMercedes de lujo. “Y muchos vecinos co-rrieron a vernos”, cuenta Galván con suacento castizo, sin hacer pausas, aspiran-do las jotas y las ges y comiéndose el finalde algunas palabras. Era la primera vezque un coche así transitaba por aquel lu-gar. Todo un acontecimiento.“Como dice el refrán, sin traje no pue-

des salir a ninguna parte”, recita ahoraJosé. Lleva encima una chompa marrón,un deportivo viejo y unos tenis, pero suporte es el de un profesional, y no ocultalas canas que han brotado en su cabeza

tras más de tres décadas dedicado a laenseñanza. A su alrededor, hay una tari-ma, sillas plegables, un par de alumnas,un reloj, imágenes suyas, de su mujer yde sus herederos, cerámicas y paredes-espejo (como si en aquel rincón todosestuvieran presos de su propio reflejo). Un bailaor sin su atavío —sin sus zapa-

tos pulidos, sin sus botas de pisador ex-perto, sin su sombrero calado, sin su faja

correctamente amarrada, sin su ca-misa, sin el pantalón ceñido, sin lachaqueta entallada— es como unrey destronado: un ángel caído. Yaquel traje que el embajador le rega-ló a José cuando más lo requería re-sultó casi profético. “El lanzamientode mi carrera”, enfatiza. Primero, co-mo cantaor, para la radio —se estre-nó a través del auricular de unteléfono de los de antaño—. Y añosdespués, cuando mudó de voz, sobrelas tablas, al lado de figuras como Lo-la Flores, Juanita Reina o Farruquito.

Esencia gitanaEn el 72, su mujer —que además erasu pareja artística— se embarazó. Ysiguió bailando hasta más allá delsexto mes de gestación a pesar de latripa que la delataba. Lo dejó porquele decían que terminaría echando alniño por la boca. Y cuando el bebénació, pusieron punto final a sus gi-ras y José se colocó como pulidor desuelos. “Pero estaba amargao”, cuen-ta en un video. Y en el 77 armó su es-cuela, una suerte de fábrica conesencia gitana que ha nutrido a elen-cos de media península ibérica y quemantiene abierta con la colabora-ción de José Antonio, su sombra, sutercer hijo, su Sancho Panza.

A su primer hijo —Israel—, Josésolía rajarle el balón de fútbol paraque dejara de entrenar con sus ami-gos y centrara todas sus energías enel flamenco. A su única hija —Pasto-ra— la inscribió en el conservatoriopara que se alimentara con otro tipode conocimientos. Y hoy ambos re-volucionan los escenarios con un es-tilo fresco y a ratos polémico. Israel

describe a su hermana en El País comouna bailaora antigua, pero con más técni-ca. Y a él, en el mismo diario, lo consideranun tipo raro, un vanguardista: la cucarachaen la que se transforma Gregorio Samsaen La metamorfosisde Franz Kafka.De aquel traje primigenio con el que

empezó, José Galván sólo conserva al-gunas fotografías en blanco y negro ma-noseadas. Su madre lo guardaba en unbaúl y seguramente se lo acabó entre-gando a algún conocido de la familia.Gracias a aquel atuendo de tonalidadesgrises —asegura—, visitó Italia, Perú, Ja-pón, Estados Unidos. Y su gran dolor esno haber mostrado aún en Bolivia su me-tralla vital, su maestría innata.

TEXTO: ÁLEX AYALA UGARTE FOTOS: FAMILIA GALVÁN

José Galván, reconocido bailaor de flamenco, en una foto vieja junto a suhermana. En ella viste el traje que le regaló un embajador boliviano en los 60.

De aquel traje primigenio con elque empezó, Galván solo conservaalgunas imágenes en blanco y negro