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“El desarrollo de una especie animal no va más allá del desarrollo de su tipo físico, de sus
características anatómicas, fisiológicas, pero el hombre después de haber completado su
desarrollo como especie biológica sigue cambiando y aun desarrollándose. Comparte una
zona biológica con el animal y otra que es exclusivamente humana.” >Erich Kahler
De las ruinas de los conceptos de la humanidad e historia surgió una
literatura nueva que puede llamarse antropología moral. Su tema es éste:
¿Qué es el hombre y cuál es su función? Una pregunta tras de la cual hay
otras: ¿Existe una cualidad humana? O ¿desarrollarán los hombres (en el
supuesto de que sean una especie de animales más desarrollada)
cualidades animales cada vez más perfectas? ¿Están ligados los hombres
unos a otros por los lazos que supuso la cristiandad, o por una naturaleza
humana común, o debe negarse o ignorarse a ambos, y deben los
hombres (al no creerse atados más que por los lazos que ellos mismos
han hecho) romper aquellas ligaduras y con ellas su civilización? ¿Es cosa
de que se vaya todo al diablo?
Este es el problema medular de la catástrofe actual. Es la cuestión que
explica la causa de la guerra en todos sus aspectos: militar, político,
económico e intelectual. No existe otro problema tan urgente ni tan
aterrador como éste, que afecte tan en lo vivo a todo hombre, aun
cuando no se da cuenta de ello en el discurrir de su vida diaria. No es n
problema que planteen sólo los eruditos y los intelectuales, ni que se
plantee sólo a ellos, sino que de él depende la vida de la humanidad. Y
cuando volvemos los ojos hacia el pasado de ésta en busca de respuesta,
escudriñamos el futuro del hombre.
¿Qué es lo humano?
Visto a la luz de este problema fundamental - ¿Qué es el hombre y cual es
su función? – la historia no se ocupa de las sucesivas luchas por el poder,
ni de la suma de desarrollos de los hombres en determinados campos,
sino del desarrollo de un organismos específico, es ser humano, de
determinada cualidad, la cualidad del sur humano.
Primero debemos preguntar si existe una distinción clara entre el hombre
y el animal ¿tiene el hombre alguna característica especial? Si hay alguna
que haga humano al hombre, esta no nació súbitamente, sino, al igual de
UNIDAD 5: EL HOMBRE¿QUÉ ES LO HUMANO? Erich Kahler
Libro: Historia Universal del HombreEditorial: Fondo de Cultura EconómicaLugar: MéxicoAño: 1953
Ciencias Humanas FAUD / UNC / 2010
todo lo que tiene relación con la materia viva, en el curso de un largo
desarrollo. Pero hay un aspecto en el que todo el mundo reconocerá que
el hombre se diferencia del animal. El desarrollo de una especie animal
no va más allá del desarrollo de su tipo físico, de sus características
anatómicas, fisiológicas y biológicas. Pero el hombre, después de haber
completado su desarrollo como especie biológica, sigue cambiando y aún
desarrollándose; pues debe admitirse que el cambio desde el hombre de
Neandertal hasta Dante y Shakespeare, no puede por menos de ser una
clase de desarrollo. Así, pues, el hombre se desarrolla en dos zonas, la
biológica, que comparte con el animal, y en otra que es exclusivamente
humana. De modo que buscar una cualidad humana específica es lo
mismo que buscar lo que se desarrolla en esta nueva zona – la de la
historia.
Si encontramos lo que buscamos, si los hechos de la historia se pueden
interpretar como el desarrollo de una cualidad humana específica,
entonces la historia, a su vez, cobra coherencia y significado. Y si esto es
así, si la historia demuestra que el hombre tiene una naturaleza común,
entonces las normas de unidad que se desarrollaron en el curso de la
historia humana no son abstracciones impuestas de manera arbitraria,
fuera de la realidad humana y contrarias a la naturaleza del hombre, sino
inherentes a la existencia de una cualidad humana común, y por tanto
tiene una validez orgánica que se origina en la constitución básica del
hombre.
Hasta hoy la pregunta ¿qué es el hombre? Había recibido tres clases de
respuestas: la teológica, la racionalista (o idealista) y la biológica (o
naturalista). La primera, la teoría teológica, considera al ser humano
desde el punto de vista de su origen divino. El hombre es una criatura de
Dios hecha a su imagen y semejanza; es en parte material y en parte
espiritual. En esto reside su carácter de pecador y, al mismo tiempo, su
capacidad, concedida por Dios, para alcanzar la salvación por la voluntad y
la gracia. La historia del hombre es la historia de la preparación del
hombre para la salvación. Así, para esta doctrina, la existencia de una
cualidad característica del hombre, lo mismo que la lógica de la historia
humana, están fuera de toda duda. Pero se interpreta a ambos desde
fuera, arrancando de la premisa de la existencia de Dios, que está
comprobada por revelación.
Durante toda la Edad Media nadie puso en duda la validez de la teoría
cristiana del hombre, y desde entonces la han defendido con diferentes
versiones pensadores católicos y protestantes, de los cuales, en la última
década, el más brillante entre los católicos ha sido Theodor Haecker, en
su libro ¿qué es el hombre?, y entre los protestantes Reinhold Niebuhr en
La naturaleza y el destino del hombre.
La segunda teoría, la racionalista, tiene su origen en la opinión griega
romana sobre el hombre, que adoptó una forma nueva a partir del
Renacimiento. Esta teoría ve en la razón la característica específica del
hombre, ya sea una razón “especulativa”, es decir, puramente teórica y
desinteresada, como en la obra de Alfred Whitehead, o “pragmática”
(preocupada por fines prácticos y hacia éstos), como afirma, por ejemplo,
John Dewey, o el “espíritu” de la filosofía idealista alemana que hace
equivalentes al espíritu de la razón. Según la teoría racionalista, la razón
es virtud y orgullo del hombre. Es idéntica a derecho y bien, y por lo
tanto la historia humana aparece como un progreso rectilíneo o dialéctico
hacia una meta prefijada: el reinado y el perfeccionamiento de la razón.
En esta teoría la razón ha tomado, de hecho, la cualidad absoluta y
providencial de Dios.
La tercera teoría, la biológica o naturalista, considera al ser humano en
cuanto a su origen natural, es decir, como una etapa de la evolución
gradual de la naturaleza orgánica. Según esta opinión, el ser humano,
como una forma de naturaleza orgánica, no tiene más característica
esencial que su avanzada complejidad anatómica y fisiológica. El
intelecto, la razón, no es sino una manifestación de esta mayor
complejidad, que supone una diferencia de grado, pero no de clase, entre
el hombre y el animal.
Esta teoría biológica tiene dos interpretaciones: la mecanicista y la
vitalista. Según la primera, la evolución orgánica avanza como una
máquina con propulsión propia: según la segunda, surge de un impulso
vital. Si bien estas dos variantes de la teoría biológica sostienen que la
razón no constituye una diferencia básica entre el hombre y el animal,
difieren mucho en cuanto a su evaluación de la razón. La variante
mecanicista admite que ésta es un adelanto, pero no tiene para nada en
cuenta los cambios que ha introducido en la estructura del mundo en e el
curso, más aún, en el hecho de la historia. La interpretación vitalista, por
el contrario, no considera la evolución racional como un progreso, sino
como una aberración, y la facultad racional del hombre como la fuente de
todo mal, como un distanciamiento respecto de la armonía de la
naturaleza, un debilitamiento de los instintos y los impulsos vitales. Esta
opinión fue presentada primero por Jean Jacques Rousseau como una
protesta contra la sobre valoración de la razón; es familiar a los conceptos
de Nietzsche y Bergson, quienes exaltaron los impulsos vitales y pusieron
en tela de juicio la razón. Su reversión de los valores anteriores fue
llevada a grandes extremos por Spengler, para quien el hombre es la
forma más perfecta del ave de rapiña. Es inevitable que para estos
pensadores la historia del hombre carezca de sentido.
¿Ofrece alguna de estas teorías una respuesta satisfactoria a la pregunta
de qué es el hombre? Si bien la opinión teológica ve una diferencia
esencial entre el hombre y el animal, interpreta esta diferencia desde un
punto de vista que se encuentra más allá de la existencia del hombre, e
incluso más allá del mundo conocido. Deduce la característica distintiva
del ser humano de una decisión divina, que es en sí misma un supuesto
de fe humana. Pero quienes no se contentan con la fe, han de buscar
dentro de nuestro mundo conocido nuevas pruebas de la cualidad
humana.
El punto de vista racionalista, al identificar la cualidad esencial del ser
humano con la facultad racional del hombre, ofrece por lo menos una
solución bastante amplia a nuestro problema. Mas ciertas investigaciones
recientes nos muestran que las raíces de la facultad racional del hombre
pueden encontrarse en los animales. Los experimentos de biólogos y
psicólogos modernos, por ejemplos los de Wolfgang Koehler con monos,
han demostrado que los animales son capaces de sacar conclusiones
sencillas y no sólo de utilizar instrumentos, sino de descubrir por si
mismos su empleo. La capacidad mental de ciertos mamíferos
corresponde a la de un niño de tres años. De modo que la razón no es
sino una forma más desarrollada de disposiciones que se encuentran en el
animal, y no puede considerarse como una facultad exclusiva del hombre,
como pretenden los racionalistas.
La tercera teoría, la naturalista, que niega cualquier diferencia esencial
entre el hombre y el animal en su aspecto mecánico, no tiene en cuenta
para nada hechos fundamentales que no podría explicar de manera
satisfactoria. Ignora los valores que se desarrollaron en la antigüedad y la
cristiandad, el dominio de sí, el domino de los deseos e impulso, el amor,
la caridad y la filantropía. No tiene en cuenta los logros de la
contemplación humana, de los esfuerzos del hombre para reflejar al
mundo y a sí mismo en el arte y en la especulación filosófica, para
formarse y re-crearse mediante la fuerza de su intelecto. Y cuando los
pensadores vitalistas han tomado en cuenta estas cosas, las han
considerado – con excepción de Bergson – como una perversión de los
instintos naturales, como una deformación insidiosa del poder de la
voluntad mediante la cual los débiles lograron dominar a los fuertes.
Pero aun si supusiéramos que la mayor parte de la historia humana fuera
un callejón sin salida, perversión y degeneración, entonces estas mismas
constituirían una característica especial del ser humano sin paralelo en los
animales. Es evidente que el arte y la especulación surgen de la
necesidad, del sufrimiento. Representan un refinamiento de los impulsos,
una sublimación, que implica una constitución física más delicada, un
debilitamiento de los apetitos robustos de la vida. Según la premisa que
se elija, se pueden evaluar esos procesos como la generación de una
nueva forma de vida, o como una degeneración de la antigua. En
cualquier caso, el hecho de que la creciente vulnerabilidad de la
constitución orgánica diera por resultado una nueva forma de dominar el
mundo exterior, una nueva esfera de vida que es claramente humana, no
puede desecharse por la invalidación de la vida intelectual que supone la
teoría naturalista. Así aún esta interpretación negativa de una cualidad
específicamente humana, presupone una diferencia esencial entre el
hombre y el animal. Al negar esta diferencia, la teoría naturalista se está
contradiciendo.
La característica exclusivamente humana que estamos buscando no se
encuentra en ningún funcionamiento parcial de la constitución humana,
sino más bien en un cualidad general del hombre que es el eje de todos
los diversos logros y manifestaciones de su civilización, una cualidad que
no puede localizarse automática o fisiológicamente, sin o que surge de
manera gradual de la totalidad compleja del organismo humano. Se trata
de la facultad del hombre de ir más allá de si mismo, trascender los
límites de su ser físico. Esta cualidad, que subrayaron primero Max
Scheler y Reinhold Niebuhr, no coincide con la razón, pues no sólo se
manifiesta intelectual sino también emotivamente. Esta facultad es la
que, por ejemplo, hace al hombre capaz de un amor autentico, basado en
la elección y que afecte a toda su existencia, de un amor que no tiene
para nada en cuenta la recompensa.
La facultad del hombre de rebasar su propio ser es idéntica a lo que se
entiende por la palabra “espíritu”. Las funciones de esta facultad son
dobles.
En primer lugar, permite e induce al hombre a discernir, desprendiéndose
de él, un se exterior, y antagónico que se reconocer en su propia órbita
independiente. O, para ser más exactos - pues el orden es más bien el
inverso - , el espíritu es en un principio la facultad de separa y discernir un
no-yo concreto de un yo concreto. Es la capacidad de objetivar y
subjetivar. Este acto de discernir y separar, de objetivación y subjetivación
(o auto objetivación) es el requisito previo para dar el paso siguiente, para
trascender en realidad los límites del yo, para entrar en una relación
consciente, supracorporal, con el no-yo. Al reconocer un no-yo como
entidad distinta, el hombre se coloca en el lugar del otro ser, llega a ser
capaz de sentimientos “vicarios” y trasciende así sus propios límites.
Estos no pueden trascenderse antes de haber sido reconocidos. Así, pues,
el espíritu no es solo la facultad de discernir y separar, sino, al mismo
tiempo, de establecer una relación entre un yo y un no-yo, la facultad de
rebasar los límites del yo. Es discernir y unir al mismo tiempo. Es la
esencia misma de un ser que se preocupa por algo más que de sí mismo.
Una persona lleva una vida espiritual en la medida en que se eleva por
encima de sus intereses personales, “prácticos”, en la medida en que es
capaz de desprenderse de su yo propio, como ella lo concibe y llegar a ser
más y más objetiva, de integrarse en una objetividad más alta y
comprensiva.
Veamos un ejemplo. Para un león, un venado no es más que una presa;
sólo sirve par proporcionar alimentos y satisfacer apetitos. Para un
hombre, un venado puede ser una presa, pero también es un venado, un
ser con existencia independiente. El hombre puede imaginarse a sí
mismo en el lugar de un animal, lo hace así cada vez que estudia sus
condiciones, necesidades y formas de vida especiales. Sin duda, a
menudo pretende con ello hacer que el animal sea una presa aún mas
útil; lo protege y lo cría para que le proporcione más o mejores alimentos,
a fin de que trabaje para él, o aun por el simple placer de cazarlo. Incluso
es capaz de una actitud tan paradójica como la de amar al animal que
mata. Aun cuando las finalidades que persigue el hombre sean iguales a
las del animal, su método es diferente. En la medida en que utilice al
animal como presa no diere de éste. Pero cuando protege, cría, estudia y
ama al animal, está reconociendo que éste tiene una órbita propia,
establece una órbita distinta de la suya, en la que él puede entrar
deliberadamente, creando una relación consciente y nueva. Esta actitud
es claramente humana y sólo es posible por la facultad de discernir y
trascender, la facultad del espíritu
El hecho de que el hombre trasciende y rebasa el yo se reconoce con
mayor facilidad cuando no solo sus métodos, sino también sus propósitos,
difieren de los del animal, como al lanzarse desinteresadamente al arte, la
filosofía y la ciencia. Cuando los métodos del hombre difieren de los del
animal, su facultad espiritual puede reconocerse como un hecho. Cuando
difieren sus propósitos, el espíritu ha llegado a ser reconocido como un
valor, a tal grado que se olvida o niega con frecuencia su realidad.
Queremos subrayar que si bien nos ocuparemos del espíritu como valor
en el lugar adecuado de este libro, en estos momentos no empleamos la
palabra espíritu con ningún sentido de valoración.
El espíritu surge de la totalidad de los organismos humanos. Su evolución
gradual solo se pone de manifiesto por los resultados que produce, por la
secuencia de objetivaciones crecientes que hacen del camino por donde
viaja la humanidad una senda conocida: la historia humana. El espíritu es
al principio una fuerza nueva, un nuevo ímpetu del hombre. Como
consecuencia de su actividad creciente, termina por convertirse en una
facultad perfeccionada del ser humano. Por último, su acumulación de
objetivaciones llega a constituir toda una esfera de vida que comprende
diversos campos tales como la religión, el arte, la filosofía y la ciencia. En
el curso de este desarrollo, el espíritu se transforma en un valor, un bien
por el cual vale la pena luchar, y esto precisamente a causa de que el
elevarse por encima de su yo corporal es una facultad del hombre. Es
más, al establecerlo como un valor, el hombre reconoce implícitamente
que el espíritu es su cualidad distintiva. Pero, como vimos antes veremos
más tarde, debe recordarse que el espíritu como un hecho puede también
actuar en un sentido contrario a sí mismo y a su significado como valor,
no hacía lo humano, sino hacia lo inhumano.
En consecuencia, el espíritu no significa algo que se encuentre fuera o por
encima del hombre, ya sea en sentido popular o teológico; no debe
confundirse con los espíritus, buenos o malos. Sobre todo no debe
confundirse con la razón, aunque ésta se haya desarrollado y
perfeccionado por el espíritu y sea parte de la evolución espiritual.
Como el espíritu surge del organismo humano como un todo, pues es un
ímpetu vital, abarca y mueve el organismo humano como un todo.
Abarca tanto la vida emotiva como la intelectual; forma y afecta a los
impulsos humanos y a toda la actitud vital del ser humano. La razón, por
otra parte, sólo es una facultad y función del intelecto. Es el acto
intelectual, que consiste en relacionar y concretar experiencias, en
reunirlas en una cadena de causa y efecto, es decir, en sacar conclusiones.
De esto surge otro acto: el de abstraer generalidades de conclusiones
individuales repetidas, y hacer así que estas últimas sean seguras y estén
disponibles para uso general. “Esta piedra corta porque tiene un filo”, es
un ejemplo del tipo más sencillo de conclusión. Cuando se dice:”todas las
piedras que tienen filo cortan”, el paso de “muchas” a “todas” es el gran
atajo, el paso de la repetición a la universalidad. Este acto de
generalización es una forma posterior y más alta de conclusión. Conduce
a una tercera aún más general y compleja, el concepto puramente
abstracto de causa y efecto como tal. Y este concepto es requisito previo
d todos los atajos complicados, la eliminación, descripción y creación de
repetición que constituye la lógica, la ciencia y la técnica.
De las aplicaciones prácticas de esta reunión de conclusiones,
generalizaciones y abstracciones provienen todas nuestras maneras de
proceder, las instituciones e instrumentos de la vida; así, la línea de
coligación es razón materializada, es la cadena materializada de causa y
efecto. Desde luego, este esquema de la estructura racional no debe
considerarse como una descripción del verdadero proceso evolutivo de la
razón, pues tal proceso tuvo lugar en una forma enteramente distinta.
La estructura es tal que la vida emotiva sólo puede perturbarla. La razón
no puede incluir a la vida emotiva; por el contrario, se impone a ella, y en
último análisis se opone a ella. Mientras que el espíritu es un educador
de la vida emotiva que la conforma y la sublima, la razón aparece como
un dictador que o tiene para nada en cuenta las emociones. Claro que
también la razón está incluida y determinada por la vida emotiva, como
ha demostrado el psicoanálisis en lo que respecta a los procesos psíquicos
del individuo. Pero esta demostración misma pone de manifiesto el
hecho de que esa influencia es ilegítima y contradictoria de la pretensión
y principio esencial de la razón.
El espíritu - la facultad del hombre de discernir y trascender - se
manifiesta de tres maneras, cada una de ellas esencial y exclusivamente
humana: la primera es lo que llamamos existencia, la segunda es la
historia, y la tercera es el comportamiento especial y actitud psíquica que
propiamente se denomina humanidad. Podría parecer tautológico llamar
humanidad a una característica del ser humano. Pero no lo es, porque
desgracia no se puede identificar a la especie hombre, y por tanto al
género humano, con la conducta que llamamos humanitaria. Esta
conducta es una característica exclusivamente humana, pero no es una
característica general de la Humanidad.
La existencia, que es la forma primaria y general en que se manifiesta el
espíritu, es el procedimiento básico de discernir y trascender, de
objetivación y subjetivación (o auto – objetivación), que concibe un no-yo,
o un yo, como una entidad exacta, finita. Existir es algo más que
simplemente ser. La palabra existencia se deriva del latín ex - sistere, ex -
stare, y significa estar – fuera, persistir – fuera. Significa “ser” pero de
una manera prominente, distinta y duradera. El animal vive sin darse
cuenta de sí mismo; sencillamente es. Sólo tiene un ser inmediato,
corporal, un ser en el instante, de momento a momento.
El hombre vive dándose cuenta de sí mismo, de un todo de vida personal
concebido y sentido constantemente, distinto tanto del mundo que le
rodea como de su propio ser corporal y de su ser en el instante. De modo
que vive fuera y también dentro de sí mismo, fuera y dentro del instante.
Su conciencia de sí mismo es una forma de discernir, y su vida fuera de sí
mismo y del instante es una forma de trascender. Ambas juntas le
permiten cambiar los instantes y fundirlos en una continuidad, una vida
consciente, en el cual forma un unidad perdurable, una personalidad, un
carácter; en una palabra, le permiten no sólo ser sino también existir.
La historia brota de las mimas raíces que la existencia. Como veremos
más adelante, al desprender del instante en que vive físicamente primero
el pasado y después el futuro, el hombre discierne la dimensión de
tiempo como cosa distinta de su presente corporal. De este modo llega
gradualmente a distinguir su yo temporal, su tiempo de vida personal,
primero de la vida de su casta y después de la vida de toda la humanidad;
es decir, llega a concebir primero la genealogía y luego la historia. Llega a
ser capaz de sacar conclusiones del pasado para la formación del futuro,
de plantear y transformar no sólo su vida propia sino la de generaciones
futuras. Y el concepto de historia, es decir, la unidad de la humanidad en
la dimensión del tiempo, induce al hombre a adaptar su vida a finalidades
ideales, universalmente humanas.
La humanidad, una actitud especifica del hombre hacia sus semejantes, se
basa en su facultad de discernir y trascender, en su facultad de concebir a
otro ser humano como una existencia distinta e independiente y, al
mismo tiempo, a colocarse a sí mismo en el lugar de ese otro ser. Esto
lleva a la sublimación de impulsos eróticos; al amor, en el sentido más
amplio de la palabra, a la verdadera amistad; en otros términos, a toda
clase de relaciones desinteresadas, establecidas espiritualmente.
Conduce eventualmente a una actitud de miramiento por los semejantes,
de respeto por los derechos y la dignidad del ser humano; y, en fin, al
concepto y al postulado de una unidad del género en el espacio, de una
comunidad humana real.
Importa, pues, tener muy presente que todo el desarrollo del animal
hasta las finalidades humanas más elevadas no es sino un desastre de la
facultad primaria de discernir y trascender, aquellos actos del espíritu que
hacen humano al hombre. El espíritu como valor deriva su impulso del
espíritu como hecho.
El tema que he escogido para mi lección magistral es la relación entre
técnica y sociedad, entre innovación y transformación social. Un tema sin
duda que no resulta nuevo y sobre el que ya existe una copiosa literatura.
Desde siempre, pero sobre todo desde el siglo XVIII hasta nuestros días,
se han ocupado de dicho tema filósofos, científicos, historiadores,
economistas, sociólogos, antropólogos, pero también técnicos, ingenieros
e inventores. Además, recientemente los medios de comunicación se han
apropiado del tema y lo han tratado, según el humor del día, en términos
apocalípticos o triunfalistas.
Pero ¿cuál es el motivo que me ha llevado a elegir como tema de mi
intervención un asunto del que ya tanto se ha hablado? ¿Por qué he
creído necesario volver a proponer aquí y ahora-un tema sobre el que,
con razón o sin ella, se tiene la sensación de que ya se ha dicho todo? Y
más concretamente: ¿cuáles son, en la relación entre técnica y sociedad,
los aspectos que justifican querer profundizar aún más en el tema?
Estoy convencido de que este tema, prescindiendo de las opiniones (o de
las reservas) sobre si es nuevo o no, debería ocupar un lugar central en
nuestros esfuerzos para prever (y eventualmente proyectar y guiar) la
evolución futura de una sociedad democrática. Porque una cosa debe
quedar clara: en el nuevo milenio que acaba de iniciarse no va a ser
posible avanzar a ciegas, esto es, sin haber entendido hasta el fondo qué
tipo de impacto van a ejercer las nuevas tecnologías en el orden global del
mundo en que vivimos. Es inútil, sin embargo, ignorar que, para alcanzar
semejante objetivo, aún son muchas las dificultades por superar. Algunas
de éstas son ciertamente de naturaleza objetiva, mientras que otras son
subjetivas. Entre estas últimas quizás la principal es la idea, muy
difundida, de que la técnica es un factor exógeno, es decir, que afecta al
“mundo en que vivimos” desde el exterior, sin vínculos de ningún género,
en absoluta autonomía.
Pero una visión autónoma de la técnica lleva, fatalmente, a un
determinismo tecnológico exasperado, a la creencia de que todas las
transformaciones que tienen lugar en la sociedad dependen de
innovaciones en el ámbito de la técnica. De este modo no se tiene en
UNIDAD 5: EL HOMBRE
Lección magistral con motivo de la investidura como Doctor Honoris Causa Lugar: Universidad Nacional de CórdobaAño: 2001
Ciencias Humanas FAUD / UNC / 2010
cuenta algo bastante obvio: que la técnica no existe, por así decirlo, en
estado puro, fuera de la sociedad, sino que se sitúa en su interior y se ve
fuertemente condicionada por las dinámicas sociales, económicas y
culturales.
En breve: no es la técnica sino la sociedad la que, para bien o para mal,
cambia el mundo. Y cuando la técnica, como por ejemplo en el caso del
medio ambiente, “nos plantea problemas”, los problemas, a bien mirar,
no son de la técnica sino de la sociedad.
“Todo es técnica”. Con esta afirmación el historiador Fernand Braudel
aludía probablemente a que en toda acción humana siempre hay, en
mayor o menor medida, un elemento artefactual, protésico, en el que se
recurre a un dispositivo instrumental destinado a potenciar nuestras
acciones operativas y comunicativas. Creo que, desde este punto de vista,
la afirmación de Braudel es correcta. O, más bien, parcialmente correcta.
Mucho más ajustado a los hechos habría sido decir: “Todo es técnica, ya
que todo es sociedad”.
Una de las ideas que, en los últimos tiempos, ha tenido más éxito, en
particular en los medios, es la de que la sociedad industrial, y todo lo que
ésta comporta, ya ha cumplido su ciclo histórico y se ha visto reemplazada
por una sociedad postindustrial. Aunque no sea mi intención asumir aquí
una actitud deliberadamente polémica, tengo que confesar que el
escenario planteado no me parece creíble. Soy de la opinión que la fase
actual del desarrollo de la sociedad capitalista es hiperindustrial y no
postindustrial. Y esta vez el problema no es meramente terminológico,
sino sustancialmente y de orden, metodológico.
La noción de “postindustrial” (y lo mismo vale para de postmoderno) es
engañosa en relación a los procesos que actualmente está viviendo
nuestra sociedad. De hecho lo que está sucediendo actualmente no
marca, como algunos sostienen, ni el final de la industria ni el de la
modernidad, sino, como observa Anthony Giddens, su radicalización. En la
práctica esto significa una radicalización de los presupuestos en que se
basa la producción industrial y la modernidad.
Creo poder afirmar que es precisamente con esta radicalización, con sus
promesas y sus riesgos eventuales, con la que tendremos que
confrontarnos en el futuro. Y no nos olvidemos de otro hecho; que no hay
que ver semejante radicalización tan sólo como causa y efecto de una
radicalización de la técnica, sino también de la sociedad.
Es posible poner en entredicho o incluso rechazar esta tesis, pero no creo
que la realidad a la que se refiere diste mucho de la que todos los días
tenemos ante nuestros ojos. No hay que excluir que alguien, en un
momento de delirante optimismo, pueda sostener que nuestra sociedad,
lejos de radicalizar sus contradicciones, está intentando, con éxito,
eliminarlas definitivamente. Pero se trata de una ilusión. Es una ilusión,
acariciada por muchos, de que la mejor manera de salvaguardar lo
existente es ocultar sus problemas. Dicha ilusión se basa en la creencia de
que es suficiente con acicalar al mundo, para que resulte más aceptable,
de que es suficiente proclamar que no hay problemas, para que éstos se
esfumen de golpe. De más está decir que existe también el otro lado de la
medalla. Aludo a la actitud diametralmente contraria a la mencionada, es
decir la tendencia a ponerse siempre en el lado de los problemas y no en
el de las soluciones, la propensión a un continuo (y algo maniático) interés
por los aspectos problemáticos de los fenómenos.
Si en el caso anterior se prometían soluciones milagrosas a problemas de
los que paradójicamente se negaba la existencia, ahora en cambio, se
privilegian los problemas y se descarta a menudo la búsqueda de
soluciones por considerarla poco clarividente o demasiada pragmática. Si
realmente queremos, como parece, rehuir de los riesgos intrínsecos de
ambas actitudes, yo sugeriría, ante las complejas cuestiones relativas a la
radicalización de la técnica y de la sociedad, recurrir a un enfoque que
favorezca lo concreto, tanto en la fase de identificación de los problemas,
como en la búsqueda de soluciones.
Hoy en día, el éxito de esta actitud orientada hacia lo concreto, depende
de la posibilidad de superar la vieja dicotomía entre las “dos culturas”, es
decir, de la posibilidad de construir un puente entre la cultura
humanística y la cultura técnico-científica. Me apresuro a añadir, sin
embargo, que el término “dos culturas”, acuñado como es sabido por un
novelista y científico británico a finales de los años 50, jamás me ha
gustado. Siempre lo he considerado restrictivo y, en más de un sentido,
engañoso. Así que cuando en mi exposición me refiera a “cultura técnico-
científica” y a “cultura humanista” lo haré sólo por comodidad, ya que,
bien mirado, estas dos presuntas culturas no son más que dos aspectos o
facetas que caracterizan una misma cultura, y sólo una. Pero si es así,
¿cómo se explica entonces la necesidad de tener que construir puentes
para colmar la distancia que separa las dos orillas? En resumidas cuentas,
¿por qué sigo admitiendo, en la práctica, la existencia de dos orillas?
El legendario Dr. Samuel Johnson, maestro excelso del sentido común,
desaconsejaba negar la existencia de cosas que de hecho existen. Se
puede hacer, decía, pero sin duda alguna no es prueba ni de prudencia ni
de lucidez. Por lo tanto, demos por sentado, aun estableciendo todas las
debidas distinciones, que hay, dos orillas.
Reconocer esto, sin embargo, no significa aceptar que a esas dos orillas
corresponden, como se cree, dos culturas recíprocamente hostiles y
siempre antitéticas, sino más bien dos modos diferentes de comportarse
de los sujetos que se encuentran en una u otra orilla y que no es raro que
demuestren una actitud de intolerancia con los que residen en la otra
orilla. Pese a ello sería un grave error explicar esta diversidad (y la
consecuente conflictualidad) sólo con motivos de naturaleza
comportamental, olvidando que hay aspectos mucho más objetivos que
tienen que ver, en especial, con las diferentes posiciones acerca de la
manera de afrontar la adquisición, el desarrollo y la profundización del
saber. Aludo, por ejemplo, a la tendencia a privilegiar el arquetipo del
especialista en el área técnico-científica y del generalista en el área
humanista.
En los intentos de definir el papel y las características de estos dos
arquetipos siempre se ha usado y abusado de metáforas. El especialista,
por ejemplo, ha sido definido como un estudioso de saberes verticales
mientras que el generalista lo era de saberes horizontales o transversales.
Confieso que yo mismo, en cierta ocasión, cediendo a la fascinación de las
metáforas, me atreví a comparar al especialista con un espeleólogo, es
decir, con alguien que explora la profundidad y la extensión de una
caverna de dimensiones relativamente limitadas y al generalista con un
circunnavegante, es decir con alguien que viaja por doquier impulsado tan
sólo por su curiosidad e intentando establecer vínculos entre sus
eventuales descubrimientos.
En el fondo se trata metáforas descriptivas sin ningún juicio de valor
implícito. No se afirma que el especialista-verticalista-espeleólogo sea una
figura más seria o respetable que el generalista-horizontalista-
circunnavegante, o viceversa. En tono de broma (aunque no demasiado)
el físico Niels Bohr define a un especialista como “un hombre que ha
cometido todos los errores que se podían cometer en un campo muy
restringido”.
Siguiendo la estela de Bohr se podría añadir que un generalista, por el
contrario, es un hombre que ha cometido todos los errores que se podían
cometer en múltiples campos. Si esta interpretación fuera correcta, se le
debería reconocer al especialista la capacidad de cometer globalmente
menos errores que los que comete un generalista. Este razonamiento, sin
embargo, sólo convence en parte. De hecho, algún generalista mal
predispuesto y con conocimientos de la teoría de las probabilidades,
podría plantear la cuestión de manera diferente y argüir con razón que, si
bien es verdad que quien actúa en múltiples campos, ciertamente corre el
riesgo de cometer mas errores, también lo es, que éste también puede
tener la posibilidad, al menos en teoría de cosechar más éxitos.
A pesar de que estas consideraciones, y otras semejantes, resultan
estimulantes, no resultan de gran utilidad al tema que nos ocupa. Y ello
por el sencillo motivo de que las nociones mismas de especialista y
generalista están perdiendo lentamente el significado que han tenido en
el pasado. Se puede decir, con ánimo provocador, que hoy en día, en
algunos campos, los mejores especialistas son los que lo son cada vez
menos, es decir, los que se muestran abiertos a establecer vínculos
transversales con otros especialistas.
Por otra parte los generalistas puros del pasado, con su pretensión de
querer ser los únicos depositarios de la espiritualidad y la creatividad
humanas, con su desdén por los conocimientos especializados, corren el
riesgo de verse excluidos de la circulación de ideas y de experiencias. .
Si aún queda espacio para una nueva figura de generalista, y yo creo que
sí que lo hay, ésta deberá nacer, a mi parecer, de una fuerte
contaminación con el saber técnico-científico. Poco antes he expresado
mis reservas sobre la tendencia a anteponer los aspectos
comportamentales, a los relativos al contenido, cuando se examinan las
posibles causas o motivos del fenómeno del que estamos discutiendo
aquí. Sin embargo, observando, mejor las cosas, se constata que muy a
menudo dichos aspectos ejercen una influencia considerable en los
contenidos, ya-que al proporcionarnos una versión distorsionada e
incluso caricaturesca de las posiciones adversas nos alejan de una
interpretación objetiva de los hechos. Quisiera detenerme en algunos
ejemplos. Es bien sabido que una de las críticas más frecuentes que se
hacen a no pocos exponentes de la cultura técnico-científica es su escaso
interés o incluso su altanera indiferencia por la reflexión teórica.
Por reflexión teórica no entendemos sólo la de tipo más genérico sino
también, y sobre todo, la que guarda estrecha relación con la labor
cotidiana del científico y del técnico. Dicha actitud, muy común, se explica
al menos en parte por su idea, de evidente procedencia neopositivista, de
que la reflexión teórica es una infructuosa especulación entorno a falsos
problemas. Y se considera, como consecuencia, que dejarse tentar por
ella significa, en resumidas cuentas, distraerse de la propia labor
investigativa. En breve: que es una pérdida de tiempo.
Quedaría por entender cómo se han podido desarrollar esos prejuicios
contra la teoría, cuando, como se sabe desde hace tiempo, los más
avanzados progresos técnico-científicos de nuestros días han sido, sin
duda alguna, el resultado de la investigación empírica pero también, y no
en menor medida, de la más abstracta especulación teórica.
Nuevamente nos encontramos ante una subversión exasperada y falseada
de un discurso en principio correcto. De hecho es justo reconocer que
nuestra época, tanto si nos gusta como si no, es la de la primacía de la
práctica. O aún mejor: la de la primacía de las prácticas. No cabe duda
alguna de que, en la sociedad actual, nosotros somos actores y
espectadores de un vasto sistema de prácticas. No sólo de prácticas
sociales, políticas, culturales, productivas, comunicativas, administrativas
e institucionales, sino también, y no en último lugar, de prácticas
científicas y técnicas. A pesar de ello, la primacía de la práctica (o de las
prácticas) no debe confundirse, que quede bien claro, con la primacía de
quienes renuncian a pensar en las implicaciones de su propio quehacer.
Hay buenas razones para creer que, si bien tienen un presente, los
prácticos de este tipo lo que no tienen es futuro.
A mi parecer estos expresan un pragmatismo cerrado, o sea, un
pragmatismo que se cierra al mundo, mientras que en las sociedades
altamente complejas del futuro será necesario: un pragmatismo abierto,
es decir un pragmatismo que se abra al mundo. Todo lleva a pensar que
las mujeres y los hombres prácticos del nuevo siglo no serán obtusos
practicones, sino mujeres y hombres dotados de una atenta conciencia
crítica.
De esta exigencia, a decir verdad, ya era plenamente consciente, en el
lejano siglo XVI, el gran literato y médico Rabelais. Por boca de su
personaje Gargantúa, deseoso de brindar sabios consejos a su hijo
Pantagruel, Rabelais pronuncia su famosa e incomparable sentencia: “La
ciencia sin conciencia es la ruina del alma”. Indudablemente hoy en día
los efectos perversos de una ciencia huérfana de conciencia no acabarían
sólo por arrumar el alma de sus cultivadores (lo que sería un mal menor),
sino muchas otras esferas de nuestra vida.
Me doy cuenta, sin embargo, de que abogar a favor de la conciencia (y
aún peor: de la conciencia crítica) no encuentra hoy excesivo seguimiento.
Al contrario, es objeto de mal disimulado fastidio. Y ello porque se tiene la
sospecha de que bajo la invocación a la conciencia se esconde otra cosa:
la tendencia de algunos, se dice, a complicar inútilmente las cosas, a
turbar la calma de quien, para bien o para mal, tiene la difícil tarea de
operar en la realidad.
A decir verdad, la sospecha está en parte justificada. Porque la conciencia
es, por su propia naturaleza, desasosiego, y su tarea es trastornar y no
preservar la tranquilidad, es decir, que su tarea consiste en plantear
incansablemente preguntas, enunciar dudas y pedir explicaciones. La
conciencia, por tanto, siempre es crítica. Bien mirado, la intolerancia para
con la conciencia puede no ser más que la intolerancia con la crítica.
Cualquier crítica, en cualquier campo. Por eso no debe maravillarnos que
entre las muchas “sociedades post” que hoy se nos anuncian, también
figure la “sociedad post-crítica”. Para expresarlo sucintamente: una
sociedad en la que no habría nada que criticar y en la que habría que
aceptarlo todo. Hay otro aspecto que, desde siempre, ha sido objeto de
disputa entre los exponentes del área técnico-científica y los de la
humanista. Es lo que se llama, muy a menudo, la “cuestión de la técnica”.
Para los primeros, con pocas, rarísimas excepciones, no hay duda sobre la
naturaleza de la técnica. Detrás de la técnica no hay ningún misterio que
develar. Ésta expresa y se resume totalmente en la inmediatez de su
función. Para entenderla, no se necesita ningún tipo de tesis auxiliar. Es,
en definitiva, autoevidente.
Para los segundos, al contrario, la técnica es cualquier cosa excepto
autoevidente. En realidad, está repleta de significados celosamente
escondidos que el filósofo, en plena autonomía, tiene el derecho deber de
sacar a la luz e interpretar.
Y de este modo se explica que la técnica, ese reino que hasta hoy se había
caracterizado por la más descarnada concreción, se haya convertido de
repente en objeto de exquisitos ejercicios hermenéuticos y de
arrolladores interrogantes ontológicos.
Personalmente estoy más cerca del primer modo de entenderla técnica,
pero con algunas distinciones que me parecen de rigor. Estoy de acuerdo,
y sin reservas, en que no hay nada arcano en la técnica, pero esto no
significa, e insisto en ello, que deba suspenderse necesariamente la
reflexión sobre ésta. Creo que es justo desconfiar de cierta filosofía
especulativa que habla de misterios que desvelar y en la que, por debajo,
es fácil entrever un ambiguo enconamiento contra la técnica y una otoñal
nostalgia por presuntos paraísos preindustriales. Por otra parte, sería
equivocado creer que la técnica, por el hecho de ser autoevidente, deba,
considerarse también autorreferente, es decir como una realidad que se
mira a sí misma, y sólo a sí misma, indiferente a la dialéctica de las ideas,
a los problemas de la sociedad y a las enseñanzas de la historia. Olvidando
precisamente que la técnica siempre ha sido, hoy como ayer, un
prodigioso factor dinamizador de las ideas, de la sociedad y de la historia.
¿Pero de dónde proviene esta exigencia de superar la autoreferencialidad
de la técnica, de buscarle una contextualización de amplio espectro? Pese
a que las razones son múltiples, me parece que la principal quizás haya
que buscarla, en la naturaleza proyectiva, o mejor “proyectual” de la
técnica.
A veces se olvida, o no se tiene lo bastante presente, el hecho más bien
obvio de que la finalidad última de la técnica es proyectar objetos
técnicos, es decir, contribuir a la creación de la parte artificial de nuestro
medio ambiente. Hay que añadir, sin embargo, que la técnica, entendida
en estos términos, precisamente por el hecho de participar en la
producción de cosas artificiales asume de hecho no pocas
responsabilidades para con el mundo. Con el mundo artificial y con el no
artificial.
Proyectar objetos técnicos puede significar, y a menudo es así, introducir
en el mundo cosas superfluas y nocivas. Pero no sólo algunas cosas,
muchas de ellas, tienen una función letal. No podemos (ni debemos)
olvidar, por ejemplo, que los objetos técnicos hoy más innovadores son
aquellos destinados, directa o indirectamente, a sembrar destrucción,
exterminio y muerte. Aludo, está claro, a los armamentos y a los
instrumentos y aparatos a su servicio. Estos últimos llamados, un poco
abusivamente, “inteligentes”.
Por otro lado, hay que admitir que proyectar puede ser también un acto
de esperanza, de confiada expectativa de que mediante los objetos
técnicos sea posible contribuir a mejorar la calidad de nuestra vida. Más
con los "actos de esperanza", como se sabe, hay que proceder con
cautela, porque no siempre las cosas se desarrollan como previsto. Para
expresarle con palabras tomadas en préstamo de Bertold Brecht, muy a
menudo nos hemos puesto, a correr detrás de la esperanza y la esperanza
se ha puesto a correr detrás nuestro.
Hace treinta años publiqué un ensayo en italiano con un título
significativo: La speranza progettuale. En este ensayo, escrito durante los
años que siguieron a los acontecimientos convulsivos del 1968, yo me
oponía a la tendencia nihilista entonces dominante, en cuanto trataba de
redefinir los objetivos de la protesta juvenil, en términos, precisamente,
de esperanza como proyecto.
No se me oculta que la idea de esperanza como proyecto si no se quiere
degradarla a-la categoría de mera retórica, a una especie de sermón
sentimental de las “bellas almas”, ella debería ser siempre, y siempre de
nuevo, sometida a un análisis crítico. Porque mientras la esperanza del
creyente se adscribe en la fe religiosa y por tanto se coloca, digámoslo así,
fuera de la historia, la esperanza de los laicos, y yo me incluyo entre ellos,
está profundamente enraizada en la historia y por tanto está sometida
obligatoriamente a una revisión permanente de sus presupuestos.
Muy a menudo surgen hechos, situaciones o cambios que se oponen o
menoscaban (volviéndola incluso obsoleta) la esperanza. En estos casos,
nos vemos obligados a ponderar de manera diferente nuestros deseos y
aspiraciones. Y ello sin duda no resulta fácil. Sobre todo cuando se trata
no sólo de volver a formular genéricamente nuestra esperanza, en
términos más o menos en sintonía con las demandas del presente, sino
también de proponer una versión actualizada de la esperanza como
proyecto, es decir, de una esperanza, que adquiere concreción operativa,
mediante proyectos específicos. Pero si esto es así, surge una pregunta:
¿en qué se diferencia la nueva esperanza de la que yo mismo teoricé hace
treinta años? En todo y en nada. En todo, porque el contexto técnico-
científico, político, social y cultural ha cambiado drásticamente, en estos
últimos treinta años. En nada, porque nos topamos, siempre con la misma
dificultad al identificar en términos plausibles nuestras expectativas.
Cada vez que intentamos volver a definir nuestras expectativas, de
delinear los contornos de nuestra esperanza, tendemos, casi sin darnos
cuenta, a caer en el terreno de la utopía. Y eso depende sobre todo de
que, en los albores del nuevo milenio, la tentación utopista es
omnipresente.
La llegada del año 2000, presunta fecha bisagra entre dos épocas, ha
reavivado el afán de utopías, la demanda de escenarios que nos permitan
soñar un mundo diferente, que sea mejor que el actual. Desde siempre las
utopías, sobre todo las grandes utopías, han desempeñado un papel
importante. Sin ellas, no cabe duda de que la historia habría sido un
desierto árido e inhóspito. Pese a ello, las utopías, como nos enseña la
historia, en algunos casos han surtido efectos funestos. Llevando al
extremo, este razonamiento, se puede afirmar que las utopías son buenas
siempre que no se hagan realidad. Con esto no quiero sugerir que haya
que cortarle las alas a la utopía por principio, sino que tenemos que ser
conscientes de sus riesgos. Existen utopías en las que el aspecto
consolatorio prevalece sobre el ideal. Se trata de utopías falaces, de
utopías destinadas sólo a fomentar el autoengaño, es decir a hacer que
nos hagamos ilusiones de que ciertos objetivos ya están al alcance de la
mano, cuando no lo están en absoluto.
En el fondo, muchas de nuestras prospecciones, de nuestros escenarios
del futuro, no son más que profecías consolatorias. Expresiones de un
deseo de aplacar, en el plano imaginario, no pocos de nuestros temores e
incertidumbres ante un futuro que se yergue ante nosotros huidizo y en
cierto sentido amenazador. Pero, como se sabe, los engaños, y sobre
todo los autoengaños, tienen vida breve. Ninguna utopía basada sobre el
engaño, ni siquiera la más cautivante, puede impedir que, a la larga, su
verdadera índole salga a la luz con toda su crudeza.
Llegados a este punto, la situación se vuelve más clara. Pero ni siquiera
así somos capaces de saber con antelación si los elementos positivos
acabarán por prevalecer sobre los negativos o no. Se me objetará, y con
razón, que siempre ha sido así. De hecho, escrutar el futuro siempre ha
consistido en interrogarse sobre la credibilidad de nuestras previsiones
positivas o negativas al respecto. Con todo hay una diferencia: nunca
como en la actualidad el riesgo implícito en nuestras previsiones ha sido
tan elevado. Nunca como en la actualidad no saber sopesar con exactitud
los aspectos positivos o negativos de nuestras previsiones ha podido
provocar daños tan irreparables. Pero lo que vuelve más arduas
semejantes valoraciones es que dichos aspectos aparecen íntimamente
unidos unos con otros. Hasta el punto de que, en. ciertas condiciones
resultan indistinguibles--
Veamos un caso concreto. Actualmente, entre las muchas hipótesis
circulantes sobre nuestro futuro, hay una que goza de particular
credibilidad. Me refiero al escenario que conjetura una influencia
altamente positiva de parte de algunos recientes formidables progresos
científicos y tecnológicos en los campos de las telecomunicaciones, de la
informática, de las biotecnologías, de las neurociencias, de la medicina y
de la robótica.
No hay duda que, al menos algunos de esos progresos abren, en efecto,
perspectivas muy prometedoras para nuestro futuro. Pero la credibilidad
de tales perspectivas se esfuma, o al menos resulta muy ofuscada, cuando
se intenta presentarla nada menos que como una estrategia destinada a
liberarnos de todos los males dramáticamente presentes hoy en día en
nuestra sociedad.
Es difícil intuir en qué hechos evidentes se basa una hipótesis tan
ambiciosa. En realidad, en el estado actual de nuestros conocimientos,
nada nos autoriza a pensar que la miseria, la violencia, la marginación, el
desempleo, la contaminación, el terrorismo, el racismo, la violación de los
derechos humanos y los conflictos armados pueden desaparecer
solamente mediante el recurso a los nuevos progresos tecnológicos
mencionados anteriormente.
Considerar que esto es plausible es una demostración de candorosa,
patética ingenuidad. O de premeditada mala fe. ¿Pesimismo? No.
Sencillamente es tomar buena nota, con objetividad, de la naturaleza de
los problemas con los que tenemos que enfrentarnos. Es preciso convenir,
en efecto, que no es prueba de objetividad pintar el futuro todo de rosa.
Esto nos lleva a perder contacto con el mundo real y nos entrega
indefensos a sus insidias, ya que quienes se obstinaron en proporcionar,
cueste lo que cueste, una versión halagüeña del futuro obstaculizan la
posibilidad de hacer frente a sus problemas con conocimiento de causa.
Pero no es tampoco prueba de objetividad pintar el futuro sólo en tonos
oscuros. De este modo se infunde ansiedad, desasosiego y consternación
y se favorece, al final, la resignación. A fuerza de turbios pronósticos se
acaba por enturbiar nuestra capacidad de juicio y por entristecernos más
de lo necesario. Y esto en un mundo, como el actual, que ya de por sí no
es ni placentero ni acogedor. Baste pensar a cuanto está hoy acaeciendo
en el campo internacional, a la secuencia de eventos atroces y de
represalias no menos atroces.
Aunque el momento no sea, como vemos, muy favorable, debemos
esforzarnos en guardar las distancias tanto de los exultantes profetas de
sublimes y cautivadoras arcadias virtuales, como de los tenebrosos
profetas de desventuras, con su sombría y taciturna visión del futuro.
Creo que esta actitud de equidistancia crítica, de rigurosa, intransigente
objetividad, debería necesariamente resultar de una vasta y articulada
convergencia entre el área técnico-científica y el área humanista.
En la práctica, se trataría de una convergencia de conocimientos
operativos y de valoraciones ideales. Por este camino, es probable (no
digo seguro) que podamos crear las bases de un mundo diverso, un
mundo más justo, libre y solidario del presente. Al menos, así me lo
auguro.
“Entre lo global y lo local”
El conjunto de los productos, los servicios y la comunicación que
representa la “interfase” entre las empresas (instituciones), los clientes
(sujetos) y la sociedad, es un terreno fundamental de diálogo entre las
cuestiones de la globalización. Un terreno en el que se deciden las
características, los posibles atributos o no-atributos, del contexto donde,
en el futuro, tendremos que vivir y trabajar. Y un terreno en el que tal vez,
es posible promover y establecer un nuevo y más fecundo dialogo entre
lo “local” y lo “global”.
Es posible decir a la “Globalización, como la intensificación de las
relaciones sociales mundiales que unen lugares entre si, haciendo que los
acontecimientos locales sean modelados por acontecimientos que se
producen a miles de kilómetros de distancia y viceversa” (Giddens, 1994).
Hay globalización cuando existe una red de interacciones “densas”,
rápidas y de amplio alcance. El paso de un mundo no globalizado a uno
globalizado se presenta como una discontinuidad causada por la
imprevista e imprevisible combinación de micro-transformaciones. Se
plantea la globalización porque muy diversos actores han podido explorar
y experimentar nuevas oportunidades. Porque se ha abierto un nuevo
“campo de lo posible” en donde no estar condicionados, como antes, por
las limitaciones de la proximidad física.
Corrientes materiales e inmateriales representan los factores de
globalización. Corrientes continuas de personas, cosas, dinero, imágenes
UNIDAD 5: EL HOMBRELA LOCALIZACION EVOLUTIVA COMO ESCENARIO DEL PROYECTO – Ezio
Revista Experimenta nº 31. Ediciones de diseñoLugar: MadridAño: 2000
Ciencias Humanas FAUD / UNC / 2010
e ideas en un movimiento continuo que genera un cambio continuo,
interactúan a escala planetaria. Fuerzas que impulsan hacia un mundo
cada vez mas interconectado. Y es precisamente el número de estas
fuerzas lo que hace que la globalización no produzca solo homologación,
sino también nuevas formas de localización al generar combinaciones
distintas logrando así una gama infinita de formas que caracterizan los
contextos locales específicos. Cualquier contexto local al sufrir una
combinación determinada de factores de transformación, se convierte en
el lugar de una forma de globalización particular y localmente
determinada.
El proceso de globalización se actualiza localizándose, es decir,
presentando características específicas para cada contexto especifico.
Ahora bien, cómo y porqué se genera ese especial conjunto de
convergencias y divergencias entre los factores de globalización que
caracteriza un contexto especifico. Una posible respuesta se halla en la
contraposición entre las dos formas de coordinación de la actuación
social: las “redes”, relaciones de intercambio y comercio (factores de
globalización) y los “mundos-de-vida”, colectivos que se han formado una
identidad común (dimensión local de la experiencia).
Es posible identificar una serie diversificada de factores de localización:
- los factores biológicos, relativos a la dimensión física de los seres
humanos y a su necesidad de situarse en un ecosistema, mas o menos
artificial pero vivible.
- Los factores antropológicos, relativos a la naturaleza social de los seres
humanos y a su inevitable necesidad de formar parte de una comunidad.
- Los factores culturales, relativos a la especificidad de las tradiciones, los
conocimientos y las habilidades de una comunidad en un determinado
lugar, y que pueden actuar como fuerzas de resistencia frente a la
homologación o como recursos culturales locales que se introducen en los
circuitos globales.
Sin duda estos factores de localización tendrán características, fuerzas y
tendencias evolutivas distintas, creando sinergias y separaciones que, en
última instancia, interactuando con los factores de globalización,
representarán los aspectos caracterizadores de cada manifestación
concreta de los procesos de globalización. No solo lo global genera nuevas
formas de lo local sino que también lo local, con su diversidad, genera y
transforma lo global, representando, a largo plazo, el requisito necesario
para su existencia. Lo local, como las raíces, condiciona pero a la vez,
alimenta las corrientes globales.
Es preciso introducir en el debate sobre la globalización, la cuestión de la
calidad del habitar. Puesto que los seres humanos hacen lo que hacen
partiendo de su experiencia como habitantes de un lugar, ningún debate
sobre los procesos de globalización puede prescindir de la evaluación de
la habitabilidad de los contextos locales que esta genera. Y viceversa.
El habitar un lugar no puede prescindir de dos premisas fundamentales: la
existencia de un contexto físico y la de un contexto social biológica y
socialmente adecuados. A partir de ahí se podrá evaluar los procesos de
globalización y las transformaciones que estos inducen en la habitabilidad
de los lugares analizando si conducen a procesos de “localización
involutiva”, hacia el consumo y la degradación de los recursos
medioambientales y sociales existentes; o si, al contrario, conducen a
procesos de “localización evolutiva” es decir que hacen evolucionar,
regenerando esos mismos recursos.
La expresión “localización evolutiva” se refiere a un proceso de
globalización que, al localizarse, se convierte en un proceso de
regeneración, es decir, un conjunto de actividades cuyo resultado es un
buen aprovechamiento de los recursos ambientales y sociales existentes.
Al hablar de regeneración no se trata de “congelar” lo existente,
defendiéndolo de cualquier posible contaminación, sino de facilitar su
evolución hacia formas nuevas y distintas, pero no por ello menos salidas
y llenas de posibilidades que las del pasado.