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LUDWIG TIECK Las cosas superfluas de la vida (Des Lebens Uberfluss) 1

Tieck, Ludwig - Las Cosas Super Flu As de La Vida

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LUDWIG TIECK

Las cosas superfluasde la vida

(Des Lebens Uberfluss)

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En uno de los inviernos más duros que hayamos soportado se produjo, hacia fines de febrero, un tumulto extraño sobre cuyo origen, transcurso y apaciguamiento corrieron en la capital del Teino los rumores más extraños y contradictorios. Cuando todo el mundo pretende hablar y narrar sin conocer el objeto de su relato, es natural que también lo común adopte el colorido de la fábula.

El suceso tuvo lugar en una de las callejas más angostas del muy poblado suburbio. Ora decían que un traidor y rebelde había sido descubierto y tomado preso por la policía, ora que un ateo hermanado con otros ateos dispuestos a arrancar de raíz el cristianismo se había rendido a las autoridades luego de una resistencia porfiada; él quedaría encarcelado hasta que la soledad le hubiera inspirado mejores principios y convicciones. Pero previamente se había defendido en su departamento con viejos arcabuces de tiro doble y hasta con un cañón, y habría corrido sangre antes de que se rindiera de modo que tanto el contestatario como el tribunal del crimen estarían dispuestos a solicitar su ajusticiamiento. Un zapatero de inclinaciones políticas pretendía saber que el preso era un emisario que, en su carácter de jefe de muchas sociedades secretas, estaría vinculado íntimamente con todos los revolucionarios europeos; habría movido todos los hilos en París, Londres y España, así como en las provincias orientales, y faltaría poco para que en el extremo de la India estallara una rebelión gigantesca que luego avanzaría, como si fuera el cólera, hacia Europa y haría arder en llamas todas las materias inflamables.

Pero lo cierto es lo siguiente; en una casa pequeña se había originado un tumulto y alguien se ocupó de llamar a la policía mientras la gente armaba un buen alboroto; luego intervinieron algunos hombres de aspecto distinguido y después de un rato todo volvió a la tranquilidad sin que se comprendiera el motivo del tumulto. Era evidente que la casa había quedado en un estado de completo desorden y destrucción. Todos y cada uno interpretaron el asunto según se lo explicaron el capricho o la fantasía. Luego los albañiles y carpinteros arreglaron los daños.

En la casa había vivido un hombre desconocido para la vecindad. ¿Era un sabio? ¿Un político? ¿Un nativo del lugar? ¿Un forastero? Nadie, ni siquiera el más inteligente, sabía dar una información satisfactoria sobre este punto.

Lo cierto es que este hombre desconocido vivía muy tranquilo y retirado; nunca se lo encontraba en los paseos o lugares, públicos. No era nada viejo y su aspecto era saludable; su joven mujer, que junto con él rendía culto a la soledad, bien podía llamarse una beldad.

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Fue alrededor de Navidad cuando este joven, sentado en su piecita muy cerca de la estufa, le habló a su mujer: —Ya sabes, querida Clara, cuánto quiero y venero al Sietequesos1 de nuestro Jean Paul, pero si este humorista se hallara en nuestra situación, me resultaría problemático saber cómo se las arreglaría. ¿No es verdad, queridita, que ahora todos nuestros medios parecen agotados?

—Cierto, Enrique —respondió ella con una sonrisa acompañada de un suspiro—, pero si tú, el más querido de todos los hombres, sigues estando contento y sereno, no me puedo sentir infeliz en su presencia.

—Desdicha y dicha no son sino palabras huecas —replicó Enrique—; cuando tú me seguiste abandonando tu casa paterna, cuando dejaste magnánimamente por causa mía todas las consideraciones, nuestro destino fue sellado para toda la vida. Nuestro santo y seña se llamaba amar y vivir; no nos debía importar en absoluto cómo viviríamos en adelante. Y ahora me gustaría preguntarte desde lo hondo del corazón: en toda Europa, ¿quién puede considerarse tan feliz como yo?

—Es que nos faltan casi todas las cosas —dijo ella—, menos el uno al otro. Cuando me uní contigo sabía que no eras rico y a ti no se te escapaba que yo no podía llevar nada de mi casa paterna Así la pobreza se ha fundido con nuestro amor, y este piecita, nuestra conversación, nuestra forma de mirarnos y contemplar la mirada del ser amado, son nuestra vida.

—¡Así es! —exclamó Enrique y de pura alegría se levantó de un salto para abrazar efusivamente a la amada—; y si todo hubiera seguido su orden, ¡cuán molestos, eternamente separados, solitarios y dispersos nos hallaríamos ahora en medio de la turba de los círculos sociales! ¡Allí, qué miradas, qué conversaciones, apretones de manos y formas de pensar! De ese modo, sería posible domeñar a los animales e incluso a las marionetas para que hicieran cumplidos y pronunciaran esas frases hechas. Aquí estamos, pues, tesoro mío, como Adán y Eva en nuestro paraíso, y ningún ángel tiene la ocurrencia, totalmente superflua, de expulsarnos,

—Sólo que —dijo ella con alguna pusilanimidad—, la leña empieza a faltar del todo y este invierno es el más duro que he conocido hasta ahora.

Enrique soltó una carcajada. —Mira —exclamó—, tengo que reírme con malicia, pero todavía no es la risa de la desesperación, sino la que surge de mi perplejidad, porque no sé en absoluto de dónde sacar dinero. Pero los medios ya se hallarán; pues es inimaginable que nos muramos de frío con un amor tan caluroso, con sangre tan caliente como la nuestra! ¡Completamente imposible!

1 El abogado de pobres, Sietequesos en (Siebenkäss) es el protagonista de una novela homónima (1796-99) de Jean Paul. El personaje se ve sumido, también, en desesperante pobreza.

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Ella le sonrió amablemente y replicó: —Ojalá hubiera traído unos vestidos para venderlos o hubiera en nuestra pequeña casa unas jarras de bronce y almireces u ollas de bronce superfluas; entonces sería fácil hallar una solución.

—Así es —dijo él con tono travieso—; si fuéramos millonarios como ese Sietequesos, no sería ningún mérito comprar leña y mejores alimentos.

La mujer echó una mirada hacia la estufa donde, para el más pobre de los almuerzos, estaba cocinando pan remojado en agua, un plato que habría de ser rematado con un poco de manteca para postre.

—Mientras tú inspeccionas nuestra cocina —dijo Enrique—, y le das las órdenes pertinentes al cocinero, yo me dedicaré a mis estudios. Si no se me hubiera acabado la tinta, el papel y las plumas, con cuánto gusto volvería a escribir, también me agradaría leer alguna cosa, sea lo que fuere, con tal de tener un libro.

—Tienes que pensar, queridísimo —dijo Clara y lo miró socarronamente—, espero que las ideas todavía no se te hayan acabado.

—Queridísima mujer —contestó—, el gobierno de nuestra casa es tan extendido y pesado que requerirá tu entera atención; no te distraigas en absoluto, caso contrario nuestra situación económica podría resentirse. Y como me voy ahora a mi biblioteca, déjame tranquilo por el momento, pues tengo que aumentar mis conocimientos y ofrecer pasto a mi espíritu,

—Él es único —dijo la mujer para sí misma y se rió alegremente—¡Y es tan hermoso!

—Releeré, pues, mi diario —dijo Enrique—, lo empecé en tiempos pasados y me interesa estudiarlo al revés, es decir, comenzar por el final e ir preparándome paulatinamente para el comienzo, con el fin de comprenderlo un tanto mejor. Todo saber auténtico, toda obra de arte y todo pensamiento metódico siempre deben unirse en un círculo y vincular lo más íntimamente posible el comienzo y el fin, así como la serpiente se muerde la cola: símbolo de la eternidad o —mejor aún— símbolo del entendimiento y de todo lo acertado, como afirmo yo.

Entonces, a media voz, leyó en la última página: —Se conoce un cuento según el cual un criminal furioso, condenado a morir de hambre, se va comiendo él mismo; en el fondo no es más que la fábula de la vida y del hombre. En el primer caso, sólo permanecieron el estómago y la dentadura; en el nuestro sobrevive el alma, como llaman a lo incomprensible. Pero en cuanto a lo externo, yo, en forma parecida, también he mudado de piel y he muerto. Era casi ridículo que tuviera aún un traje de frac con accesorios, ya que no salgo nunca. En el cumpleaños de mi mujer me le presentaré con chaleco y

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en mangas de camisa, porque sería poco apropiado festejar a gente admitida en la corte vestido con un saco bastante gastado.

—Aquí termina la página y el libro se acaba —dijo Enrique—. Todo el mundo sabe que nuestros trajes de frac son una vestimenta estúpida y de mal gusto; todos critican esta monstruosidad, pero nadie pone manos a la obra, como yo, para deshacerse decididamente de estos trastos viejos. Lo cierto es que ahora no podré enterarme, ni siquiera por los diarios, de si otras personas pensantes han seguido mis atrevidos procedimientos.

Dio vuelta la página y leyó: —Se puede vivir también sin servilletas. Si pienso en cómo nuestra forma de vida ha pasado a ser cada vez más imitación, remedo y tapa agujeros, siento un verdadero odio hacia nuestra avara y mezquina centuria. Ya que está a mi alcance, tomo la decisión de vivir al estilo de nuestros antepasados mucho más generosos. Aparentemente, estas miserables servilletas fueron inventadas —y los ingleses coetáneos lo recuerdan aún con desprecio— para proteger el mantel. Por lo tanto, si es una magnanimidad no respetar el mantel, doy un paso más y declaro que ese mantel, junto con las servilletas, es superfluo. Ambas cosas serán vendidas para comer en la propia mesa limpia, al modo de los patriarcas, a la manera de… ¿y bien?, ¿de qué pueblos? ¡No interesal Muchos hombres comen sin tener mesa. Y, como queda dicho, no echo estas prendas de mi casa por parsimonia cínica, al modo de Diógenes, sino, por el contrario, con cierta sensación de bienestar, para no convertirme, como se hace en la época actual, en derrochador a causa de haber ahorrado con estupidez.

—Acertaste —dijo la esposa sonriéndose—, pero en ese entonces vivíamos aun opíparamente gracias a la venta de esas cosas superfluas. A menudo tuvimos hasta dos platos.

Los esposos se sentaron a la mesa para dar cuenta de la más modesta de las comidas. Quien los hubiera visto, los debería haber considerado envidiables por la alegría y aun la travesura que mostraban en su simple comida. Una vez terminada la sopa de pan, Clara, con expresión socarrona, sacó de la estufa un plato cubierto y sirvió a su esposo, sorprendido, unas papas. —¡Mira —exclamó el joven—, esto sí que es dar una alegría secreta a quien se ha hastiado con el estudio de muchos libros! ¡Esta rica manzana de la tierra ha contribuido a la transformación de Europa! ¡Que viva Walter Raleigh2, el héroe!... —Chocaron los vasos de agua y Enrique investigó si el entusiasmo no había producido una rajadura en el vaso. —Los príncipes más acaudalados de la antigüedad —dijo luego—, nos envidiarían el invento de nuestros vasos ordinarios. Tiene que ser aburrido beber en copones de oro, especialmente una agua como ésta; hermosa, pura, sana. En nuestros vasos flota la ola refrescante tan alegremente cristalina, tan unida al vaso, que uno de veras se

2 Sir Walter Raleigh (alr. de 1552-1618), el explorador inglés, emprendió varias expediciones a América.

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siente tentado a creer que liba el propio éter vuelto líquido... Ha terminado la comida, ¡abracémonos!

—Para cambiar —dijo ella—, podríamos correr nuestras sillas hacia la ventana.

—Nos sobra espacio -dijo el marido—, es una verdadera pista de carreras si la comparo con las jaulas que Luis XI hizo construir para la gente sospechosa. Es increíble la felicidad que significa poder levantar a gusto el brazo y el pie. Es cierto, cuando pienso en los deseos que nuestro espíritu abraza en ciertos momentos, veo que aún estamos encadenados; sólo el cielo sabe cómo la psique bajó de un salto a la vara enviscada que nos retiene pegados a ella y de la cual no podemos despegar para levantar vuelo, y nosotros y la vara ahora somos una sola cosa, de modo que a veces tomamos la prisión por nuestra mejor esencia.

—No te vuelvas tan reflexivo —dijo Clara y tomó la mano bien formada del marido con sus dedos finos y delgados—, más vale que mires las extrañas flores de hielo con las que el río ha adornado nuestras ventanas. Mi tía afirmó siempre que estos cristales revestidos de hielo compacto darían más calor a la habitación que los vidrios desnudos.

—No es imposible que así sea —dijo Enrique—, pero no dejaría de calentar la pieza sólo por esa creencia. Al fin y al cabo, las ventanas con sus témpanos de hielo se hincharán hasta empequeñecernos la pieza y entonces crecería en torno a nuestra piel el famoso Palacio de Hielo de Petersburgo. Mas, es preferible que vivamos como buenos burgueses y no como príncipes.

—¡Qué maravilloso dibujo —exclamó Clara—, el de estas flores, qué multiplicidad se ve! Sin saber nombrarlas uno cree haberlas visto en la realidad. Y mira, a menudo una cubre a la otra, y mientras hallamos las magníficas hojas parecen seguir creciendo.

—Los botánicos —preguntó Enrique—, ¿ya habrán observado, dibujado y anotado en sus libros científicos estas flores? ¿Será que flores y rojas se repiten según ciertas reglas o se transforman fantásticamente y son siempre nuevas? Tu aliento y tu dulce respiración han conjurado a estos espíritus de las flores o reaparecidos de un pasado apagado; y así como tú piensas y fantaseas dulce y agraciadamente, así un genio humorístico anota tus ocurrencias y sensaciones mediante esos fantasmas y espectros florales como usando unas letras de muertos en un álbum perecedero, y yo leo aquí lo fiel y lo apegada que me eres y cómo piensas en mí a pesar de que esté sentado a tu lado.

—¡Qué palabras galantes, mi estimado señor! —replicó ella muy amablemente—. Así como poseemos comentarios doctos y elegantes para las grandes líneas de las piezas shakespearianas, podría usted, en forma didáctica e ingeniosa, explicar el sentido de esas flores de hielo.

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—Cállate, corazón mío —contestó el marido—, no nos desviemos a esa región y no me trates de "usted" ni siquiera en broma... Terminado nuestro banquete estudiaré un poco más mi diario en forma retrospectiva. Si estos monólogos me enseñan en estos momentos algunas cosas sobre mí mismo, cuánto más habrán de hacerlo en mi vejez. Un diario, ¿puede contener otra cosa que monólogos? ¡Ah, sí!, un espíritu artístico muy profundo podría imaginarlo y escribirlo como diálogo. Pero muy raras veces escuchamos esa segunda voz en nuestro fuero íntimo. ¡Es natural! Entre miles, muy pocos son los hombres, capaces de entender y responder a un ser sensato, cuando la conversación se sale de los carriles acostumbrados.

—Muy cierto —observó Clara—, y por ello se ha inventado el matrimonio como la consagración más insigne. La mujer siempre posee en su amor esa segunda vez que contesta o el contrallamado pertinente del espíritu. Y créeme, lo que vosotros con vuestra petulancia varonil a menudo llamáis nuestra estupidez o miopía o falta de filosofía, incapacidad de penetrar en la realidad, esto es, con frecuencia, el auténtico diálogo de los espíritus, el complemento de vuestro secreto anímico o la consonancia armoniosa con él. Pero la mayoría de los hombres, es cierto, sólo disfrutan de un eco resonante y llaman son natural, tono del alma a aquello que es únicamente el sonido imitador y repetidor de flores retóricas incomprendidas. Este es a menudo su ideal femenino del cual se enamoran mortalmente.

—¡Oh ángel! ¡cielos! —exclamó el marido con entusiasmo—, así es, nos comprendemos; nuestro amor constituye el verdadero matrimonio y tú alumbras y completas esa región de mi interior donde se manifiestan la penuria o la oscuridad. Si los oráculos existen, no deben faltar tampoco el sentido y el oído para escucharlos e interpretarlos.

Un largo abrazo terminó y comentó esta conversación. —El beso —dijo Enrique—, también es semejante oráculo. ¿Es posible que hayan existido hombres capaces de pensar algo sensato mientras daban un beso cariñoso?

Clara soltó una carcajada, pero de pronto se puso seria. Entonces con voz algo desalentada y tono compasivo, dijo: —Cierto, así procedemos con los sirvientes y amas de casa, mozos de establos y caballerizos con quienes a menudo tenemos grandes deudas de gratitud. Si sentimos una exaltación espiritual, los despreciamos y nos reímos de ellos. Una vez mi padre saltó con su semental negro sobre una fosa ancha y cuando todo el mundo lo admiraba y las damas batían palmas, un viejo caballerizo que estaba cerca meneó muy serio la cabeza. El hombre era tieso y desgarbado y ofrecía con su trenza larga y su nariz roja un aspecto cómico. ¿Y vos? —lo increpó mi padre, rabioso—, ¿queréis censurarme otra vez? Más el hombre erecto no se dejó desconcertar y dijo tranquilamente: —Primero, excelencia, no le soltasteis bastante la rienda al caballo porque teníais miedo. Podíais haberos caído porque el salto no era bastante

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libre y largo. Segundo, el caballo tiene por lo menos el mismo mérito que vos, y tercero, si yo no hubiera practicado con el animal domándolo durante horas y días enteros, cosa que sólo puede hacerlo quien no tiene miedo de aburrirse y posee paciencia, no habrían dado resultado ni vuestro ánimo, ni la buena voluntad del semental. —Tenéis razón, viejo— dijo mi padre y le hizo entregar un gran regalo... Lo mismo sucede con nosotros. Sólo podemos fantasear, abandonarnos al sentimiento y a la intuición, soñar y tener grandes chispazos siempre que ese intelecto seco haya educado a todos esos corceles. Si el jinete y el caballo, que siguen siendo simples aficionados, intentaran ensayar el salto atrevido, se caerían ante el estrechamiento o la risa de los espectadores y terminarían en la zanja.

—Es cierto —contestó Enrique—, la historia actual lo confirma en la persona de varios entusiastas, o también poetas. Hay en día hay incluso poetas que montan desde el costado equivocado y, sin siquiera sospechar el error, intentan dar ese salto artístico. ¡Oh, tu padre!

Clara lo miró con ojos llenos de compasión, con una mirada que le resultó irresistible. —Es cierto, tu padre —dijo él, algo enfadado—, sólo con el tono se puede decir mucho. Y yo, ¿qué quiero? Si tú, por más que lo amaras, fuiste capaz de renunciar a él...

Ambos se habían puesto serios. Luego dijo el joven: —Seguiré estudiando.

Se dirigió otra vez a su diario y dio vuelta hacia atrás una hoja. Leyó en voz alta: —Hoy vendí al librero amarrete mi raro ejemplar de Chaucer, esa vieja edición valiosa de Caxton.3 Mi amigo, él querido y noble Andrés, Vandelmeer, me lo había regalado para mi cumpleaños, que celebramos juntos siendo jóvenes estudiantes universitarios. Lo había encargado en Londres a un precio muy caro y luego lo hizo encuadernar magnífica y lujosamente con adornos góticos según gusto especial. El viejo avaro, con lo poco que me dio a mí, seguramente lo habrá enviado en seguida a Londres para recuperar diez veces el precio. Ojalá hubiera sacado por lo menos la hoja en la cual había relatado la historia de este regalo e indicado al mismo tiempo nuestra dirección. Estos detalles llegarán ahora a Londres o a la biblioteca de un hombre rico, y este hecho me disgusta mucho. El que me haya desprendido así de este querido ejemplar vendiéndolo por debajo de su valor, casi, casi debería darme la idea de que realmente me he vuelto pobre o soy un indigente; pues, sin duda alguna, este libro era la posesión más cara que jamás tuviera, ¡y qué recuerdo de él, mi único amigo! ¡Oh, Andrés Vandelmeer! ¿Vives todavía? ¿Dónde estás? ¿Te acuerdas aún de mí?

—Cuando vendiste el libro —dijo Clara—, vi tu dolor, pero ¡nunca me has descripto en detalle a ése tu amigo de juventud!

3 Los famosos Canterbury Tales de Geoffrey Chaucer (alr. de 1340-1400) fueron impresos por William Caxton (alr. de 1422-1491), el primer impresor inglés.

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—Era un joven —dijo Enrique—, parecido a mí, pero algo mayor y mucho más serio. Nos conocimos ya en el colegio y bien puedo decir que me perseguía con su amor y me instaba muy apasionadamente a que lo aceptara. Era acaudalado y a pesar de su gran riqueza y de su educación mimosa, estaba muy bien dispuesto hacia los demás y desconocía el egoísmo. Se quejaba de que yo no correspondiera a su pasión, de que mi amistad fuera demasiado fría e insatisfactoria para él. Estudiamos juntos y vivimos en las mismas habitaciones. Pidió que yo le solicitara cualquier sacrificio, pues poseía todo en abundancia, mientras mi padre sólo podía socorrerme modestamente. Cuando volvimos a la capital proyectó ir a la India Oriental, pues era totalmente independiente. Su corazón lo empujó hacia esas tierras de grandes maravillas; allí quería aprender, contemplar y pagar su ardiente sed de conocimientos y lejanías. Luego me insistió, me rogó e imploró sin cesar para que lo acompañara; me aseguró que allí labraría, sin ninguna duda, mi felicidad, y él me socorrería porque allí había heredado grandes posesiones de sus antepasados. Pero mi madre murió y en sus últimos días pude recompensarle en parte el mucho amor que me había dado. Mi padre, por su parte, estaba enfermo y no pude compartir el entusiasmo de mi amigo; tampoco había adquirido todos esos conocimientos y aprendido los idiomas que él dominaba por su amor a Oriente. Ahí vivían aún parientes suyos que pensaba visitar. Gracias a unos amigos y protectores obtuve un cargo en el servicio diplomático, cosa que siempre había deseado. El patrimonio de mi madre me permitía establecerme decentemente en mi profesión y me separé de mi padre, para cuya recuperación había pocas esperanzas. Mi amigo insistió en que le confiara parte de mi capital; pensaba especular allí con el dinero y luego depositar la ganancia en una cuenta mía. Tuve motivos para creer que era un pretexto para poder hacerme alguna vez un regalo, sin que yo tuviera escrúpulos. Así llegué junto con mi embajador a tu ciudad natal, donde mi destino luego se desarrolló tal como lo conoces.

—¿Y nunca supiste nada más de ese espléndido Andrés? —preguntó Clara.

—Recibí de él dos cartas desde esas lejanas tierras —contestó Enrique—. Luego supe por un rumor no confirmado que había muerto allí de cólera. Así, perdí todo contacto con él; mi padre había muerto y yo dependía exclusivamente de mí mismo también con respecto a mi patrimonio. Sin embargo, gozaba del favor del embajador, en la corte no tenían de mí un mal concepto, podía contar con protectores poderosos... y todo esto se hizo humo...

—¡Así es! —dijo Clara—. Lo sacrificaste todo por mí y yo también he sido expulsada para siempre del círculo de mis seres queridos.

—Tanta más compensación debe darnos nuestro amor —dijo el marido—, y así ha ocurrido; pues nuestra luna de miel, como la

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llaman los nombres prosaicos, ya se ha extendido mucho más de un año.

—Pero ¡tu hermoso libro! —dijo Clara—; ¡tu espléndido poema! Si por lo menos hubiéramos podido guardar una copia, ¡cuánto nos deleitaríamos en estas tardes invernales!... Pero, es cierto —agregó con un suspiro— deberíamos disponer también de velas.

—Ten paciencia, Clarita —la consoló el marido—, charlamos y ello es, mejor todavía; yo escucho el tono de tú voz, tú me cantas una canción o sueltas una risa celestial. Nunca le escuché a nadie una risa de timbre parecido. En este son de regocijo y travesura hay un júbilo tan puro, una exaltación tan supraterrestre y al mismo tiempo un sentimiento tan fino e íntimamente conmovedor, que escucho hechizado mientras medito y reflexiono sobre el fenómeno. Pues, mi ángel delicado, hay casos y estados de ánimo en los que uno se asusta frente a un hombre conocido desde hace muchísimo y suele ocurrir que uno se estremezca cuando él suelta una risa que le sale verdaderamente del corazón y que hasta ese momento no le habíamos escuchado. Cosas así me sucedieron aun con niñas delicadas y que hasta entonces me habían gustado. Así como en algunos corazones descansa, desconocido, un ángel dulce que sólo espera al genio llamado a despertarlo, así duerme a menudo en el fondo oculto de personas graciosas y amables una disposición muy vulgar que despierta de sus sueños tan pronto como lo cómico invade con plena fuerza el dominio más recóndito de su ánimo. Luego nuestro instinto siente que en este ser hay algo para precaverse. ¡Oh, cuán significativa, cuán característica es la risa de los hombres! Me gustaría poder describir alguna vez la tuya, corazón mío.

—Pero cuidémonos —le hizo recordar ella—, de no volvernos injustos. La observación exacta de los hombres, fácilmente conduce a la misantropía.

—El que ese librero joven e imprudente haya ido a la quiebra —continuó diciendo Enrique—, y se haya hecho huno con mi magnífico manuscrito, seguramente nos ha traído suerte. Muy fácilmente, el trato con él, el libro impreso, los comentarios sobre éste en la ciudad, hubieran atraído hacia nosotros la atención de los curiosos. La persecución por parte de tu padre y el resto de tu familia no ha disminuido aún; acaso hubieran revisado de nuevo y con más detención mis pasaportes, hubieran sospechado que mi nombre era falso y sólo un seudónimo, y de este modo, considerando mi desamparo y el hecho de que atraje el rencor de mi gobierno a causa de mi huida, inclusive hubieran llegado a separarnos al uno del otro, te hubieran devuelto a tu familia y me hubiesen enredado en un proceso difícil de resolverse. Tal como están las cosas, ángel mío, somos felices y más que felices en nuestro retiro oculto.

Como había oscurecido y el fuego de la estufa se había consumido, los dos seres felices se fueron a su piecita angosta y se acostaron en su lecho matrimonial. Aquí no sentían nada que

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golpeara sus pequeñas ventanas. En torno de ellos revoloteaban sueños serenos: la dicha, el bienestar y la alegría los rodeaban dentro de un paisaje hermoso y cuando despertaron de la agraciada ilusión, la realidad les proporcionó un regocijo más íntimo aún: siguieron charlando en la oscuridad y no se apuraron para levantarse y vestirse porque los esperaban molestias y la helada de afuera Mientras tanto el día estaba ya claro, y Clara corrió a la modesta habitación para atizar las chispas por entre las brasas y encender el pequeño fuego en la estufa. Enrique la ayudó y se rieron como niños cuando tardaron en lograr su propósito. Al fin, luego de esforzarse mucho soplando e insuflando de modo que las caras de ambos habían enrojecido, prendió la astilla y los pocos leños, cortados finos, fueron colocados con maña para que calentaran la piecita sin despilfarro.

—Ya ves, querido esposo —dijo la mujer—, que nuestra reserva dura más o menos basta mañana. Y luego ¿qué?...

—Algo debe encontrarse —contestó Enrique mientras la miraba como si ella hubiera dicho una cosa totalmente inútil.

Había aclarado del todo, la sopa de agua fue para ellos el desayuno más delicioso, pues fue condimentada con besos y charlas y Enrique explicó a su mujer lo erróneo que era ese refrán latino: Sine Baccho et Cerere frigit Venus (Sin Baco y Ceres se enfría Venus). Así se les pasó el tiempo.

—Ya no veo el momento —dijo Enrique—, de llegar en mi diario al pasaje donde describo cómo debía raptarte de improviso, amada mía.

—¡Oh cielos! —exclamó ella— ¡cuán extraña e inesperadamente nos sorprendió en ese entonces el momento maravilloso! Ya desde hacía algunos días había notado en mi padre un cierto malhumor; me habló en un tono diferente del usual. Antes le habían sorprendido tus frecuentes visitas; mas ahora ni siquiera te mencionó, sino que habló de los burgueses que a menudo desconocen su posición y quieren igualarse a toda costa a sus mejores. Como no contesté, se enojó y cuando por fin hablé, su malhumor degeneró en violenta ira. Me di cuenta de que tenía el propósito de discutir conmigo y luego noté que me vigilaba y hacía vigilar por terceros. Pasados ocho días, cuando yo estaba por hacer una visita, mi camarera leal me siguió corriendo por la escalera —pues el criado ya se había adelantado— y bajo el pretexto de arreglar algo en mi vestido, me dijo en secreto que todo estaba descubierto; que habían abierto mi armario, a fuerza y encontrado todas tus cartas, finalmente, que dentro de pocas horas me mandarían lejos, a casa de una tía en una región triste. ¡Cuán rápidamente tomé una decisión! Bajé frente a una bisutería para hacer unas compras y despedí al cochero y al criado diciéndoles que me buscaran dentro de una hora.

—¡Y qué sorpresa, qué susto, qué deleite fue para mí —exclamó el marido—, verte entrar de improviso en mi habitación! Volvía de una visita a mi embajador y estaba vestido correctamente; él había

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pronunciado unas palabras extrañas, en un tono muy diferente del usual; eran algo amenazadoras, en son de advertencia, pero no obstante amables. Felizmente, yo poseía varios pasaportes y así, sin hacer preparativos, subimos rápidamente a un coche de alquiler; luego en el pueblo tomamos la diligencia, cruzamos la frontera, nos casaron y nos hicieron felices.

—Pero —continuó ella el relato—, los miles de contratiempos en el viaje, en las malas posadas, la falta de vestimenta y de servidumbre, de las muchas comodidades a las que estábamos acostumbrados y que de pronto tuvimos que extrañar... y el susto cuando por casualidad supimos por un viajero que nos estaban persiguiendo, que estábamos en boca de todo el mundo y que no pensaban tenemos consideración alguna.

—Ah sí, querida mía —contestó Enrique— en todo el viaje fue nuestro día peor. ¿Recuerdas aún cómo para no despertar suspicacias, debimos reírnos con ese forastero parlanchín cuando se explayó con la descripción del raptor quien, en su opinión, era el dechado de un diplomático miserable porque no había hecho ningún preparativo inteligente ni tomado precauciones seguras; y luego cómo quisiste enojarte cuando más de una vez llamó a tu amado un diablo estúpido y a un gesto mío te esforzaste otra vez a reír y para colmo comenzaste tú misma a criticarnos, describiéndonos a mí y a ti como personas imprudentes e insensatas, y al fin, cuando se había alejado el parlanchín —con quien en rigor teníamos una deuda de gratitud, porque nos había puesto sobre aviso— cómo irrumpiste en fuertes llantos?...

—Así es —exclamó—. Sí, Enrique, fue un día tan divertido como triste. Nuestros anillos, varias cosas valiosas que llevábamos por casualidad, nos ayudaron a seguir viviendo. Pero el que no hayamos podido salvar tus cartas, es una pérdida irreparable. Y siento escalofríos de pura angustia cuando recuerdo que otros ojos fuera de los míos han leído tus palabras celestiales, todos estos tomos ardientes del amor, y que sólo, se habrán sentido, escandalizados por sonidos que eran mi deleite.

—Y es peor aún —continuó diciendo el marido— que yo, por estupidez y apresuramiento, haya dejado allí todas las hojas que tú, en diferentes estados de ánimo, me mandaste o me diste secretamente en la mano. En todos los pleitos —no sólo en los del amor— es siempre lo que queda escrito lo que descubre el secreto o empeora el caso. Y, sin embargo, no podemos dejar de pintar con tinta y pluma esos rasgos que dan significado al alma:. Oh, mi amada, a menudo había en estas cartas palabras cuya lectura hizo que mi corazón tocado por tu mano feérica se abriera tan poderosamente dentro de su capullo, que me parecía pronto a estallar con el florecimiento demasiado rápido de todos sus pétalos.

Se abrazaron y hubo una pausa casi solemne. Luego dijo Enrique: —Queridita, qué biblioteca tendríamos junto con mi diario si

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tus cartas y las mías se hubieran salvado de la persecución de Omar—4. Tomó el diario y leyó dando vuelta una página, hacia atrás.

—¡Lealtad!... Este fenómeno maravilloso que el hombre muchas veces pretende admirar en el perro, por regla general se observa demasiado poco en el propio género humano. Es asombrosa (y sin embargo, hay hechos cotidianos que lo prueban) la concepción extraña y a menudo confusa que mucha gente se forma de los llamados deberes. Cuando un criado hace lo imposible, tan sólo ha cumplido con su deber, y las clases encumbradas modifican y empequeñecen este deber tergiversándolo todo lo posible de acuerdo con su comodidad o egoísmo. Si no existiera el implacable trabajo de los galeotes, la coacción férrea de la guerra papelera y de los trámites, podríamos observar probablemente los fenómenos más extraños. Es innegable que en nuestro sigilo esta esclavitud laboral producida por los interminables expedientes, en su mayor parte es inútil y muchas veces incluso nociva... Pero imaginemos nuestra época egoísta y a nuestra generación sensual sin esta gran rueda obstaculizadora... ¿qué podría suceder, qué confusiones destructoras habría?

—Carecer de deberes es, en rigor, el estado hacia el cual pretende abalanzarse la llamada gente culta; lo llaman independencia, autonomía, libertad. No piensan que —tan pronto como vislumbran esta meta— van creciendo los deberes con los cuales hasta el momento ha cargado en su nombre, si bien muchas veces ciegamente, el Estado o la gran maquinaria indeciblemente complicada de la constitución social. Todos critican la tiranía y cada uno se empeña en volverse tirano. El rico no quiere tener obligaciones con el pobre, el hacendado con el subordinado, el príncipe con el pueblo, y cada uno de ellos se enoja cuando sus subordinados lesionan las obligaciones debidas. Por eso las clases humildes afirman que esa exigencia es obsoleta e inadecuada para los tiempos que corren, y pretenden negar y aniquilar con retórica y sofística los vínculos que posibilitan la existencia de los Estados y la formación de los hombres.

—Pero la lealtad... la lealtad auténtica... ¡cuán distinta es, qué cosa mucho más sublime que un contrato reconocido, una relación admitida de obligaciones! ¡Y cuán hermosa luce esa lealtad en los viejos y abnegados criados, cuando ellos, con amor no adulterado como el de los antiguos tiempos poéticos, viven única y exclusivamente para sus amos!

—En verdad, puedo imaginar que es una dicha muy grande cuando el criado no conoce cosa más elevada que su patrón, ni desea pensar en cosa más noble que su amo. Para él se han apagado para siempre los rompecabezas, los titubeos y cualquier pensamiento intranquilo. Su relación es como el día y la noche, el verano y el

4 Al conquistador Omar, el segundo califa (634-644) se lo acusa de haber incendiado la biblioteca de Alejandría.

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invierno, como la operación inalterable de la naturaleza; toda su comprensión descansa en el amor hacia el amo.

—¿Y los señores no tendrían obligaciones con semejantes criados? Las tienen para con toda la servidumbre, más allá del sueldo estipulado, pero con dichos criados tienen una deuda mucho mayor y del todo distinta y más elevada, es decir, deben sentir un amor verdadero y auténtico que responda a esa devoción incondicional.

—¿Y con qué compensaremos alguna vez y retribuiremos (pues ya no se puede hablar de pagar) lo que hace por nosotros nuestra vieja Cristina? Es la nodriza de mi mujer; nos encontramos con ella en la primera parada y nos obligó casi a la fuerza a que la lleváramos con nosotros. A ella le pudimos decir todo, porque es la reserva en persona; en seguida se adaptó también al papel que debía desempeñar en el viaje y aquí. ¡Y lo leal que es con nosotros y especialmente con mi Clara!... Vive en la planta baja, es una muy pequeña alcoba oscura y se gana el pan con los quehaceres casuales que realiza en algunas casas vecinas. No comprendíamos cómo hacía para atender el lavado de la ropa con muy pocos gastos y cómo siempre hacía compras bien baratas, hasta que al fin nos dimos cuenta de que sacrificaba para nosotros todo cuanto le era prescindible. Ahora trabaja mucho en otras casas sólo para poder atendernos y quedarse a nuestro lado...

—Ha llegado, pues, el momento en que debo expulsar de la casa a mi Chaucer impreso por Caxton, aceptando la vergonzosa oferta del librero amarrete. La palabra "expulsar" me ha conmovido, mucho cada vez que la oí pronunciar por mujeres humildes obligadas por la miseria a empeñar o vender sus vestidos más queridos. Suena casi como si se hablara de un niño... ¡Expulsar!... Así como hace Lear con Cordelia5 tengo que proceder yo con mi Chaucer... Pero ¿no hace tiempo que Clara vendió su único vestido elegante, ese que llevaba en la huida? ¡Ya lo hizo mientras estábamos en camino!... Por cierto, Cristina vale más que el Chaucer y ella también debe recibir parte del beneficio. Solamente que no querrá aceptarlo.

—Calibán, que admira a Esteban en su borrachera y mis aún a su vino gustoso, se arrodilla ante el ebrio y dice con las manos alzadas y en son de súplica: "¡Por favor, sé mi Dios!"6.

—Nos reíamos de ello y junto con nosotros se ríen muchos empleados del Estado, muchos hombres condecorados y nobles que suplican al ministro miserable o al príncipe borracho o a la cortesana repugnante: "¡Por favor, sé mi Dios!"... No sé manifestar en ninguna parte mi admiración, mi fe y la necesidad de adorar alguna cosa; me falta por completo un dios en quien creer y a quien quisiera servir y ofrecer mi corazón; pues sólo tú... tienes un vino rico que —así espero— durará.

5 Alusión al Rey Lear de Shakespeare.6 Alusión a La Tempestad de Shakespeare.

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—Nos reímos de Calibán y de su moral de esclavo porque en su caso, como sucede siempre en Shakespeare, se pronuncia, velada por lo cómico, una verdad perentoria. Nos reímos de esas palabras significativas porque en seguida notamos la verdad que convierte ante nuestra imaginación a miles de hombres en réplicas de aquel Calibán...

—"¡Por favor, sé mi dios!", así también Cristina le ha dicho a Clara, pero sin pronunciar las palabras, sólo pensándolas en su corazón sereno y honesto. Sin embargo, no lo ha hecho para recibir vino o dignidades, como hacen Calibán o esos hombres mundanos sino para que Clara le permita sufrir hambre y sed y trabajar para ella hasta las altas horas de la noche.

—Para un lector como yo no hará falta agregar que aquí hay cierta diferencia.

Ese día la emoción había interrumpido la lectura; fue una emoción que se intensificó con la entrada de la vieja nodriza, una mujer llena de arrugas, medio enferma y pobremente vestida. Vino para avisar que esa noche no dormiría en su pequeña alcoba, pero que a la mañana siguiente haría las pocas compras. Cuando salió, Clara la acompañó y siguió hablando con ella fuera de la habitación; mientras, Enrique golpeaba la mesa con la mano y exclamaba llorando: —¿Por qué no trabajo yo como peón? Si todavía estoy sano y fuerte. Pero no, no debo hacerlo; porque ella se sentiría miserable; ella también querría ganar algo, se atormentaría y buscaría ayuda por todos lados, nos condenaríamos los dos a ser infelices. Además, nos descubrirían sin falta. Y el hecho es que vivimos y somos felices.

Clara retornó bastante alegre y los dos seres felices tornaron su almuerzo modesto como si fuera una comida opípara.

—No padeceríamos miseria alguna —dijo Clara en la sobremesa—si nuestra reserva de leña no estuviera completamente agotada, y Cristina tampoco sabe remediarlo.

—Querida mujer —observó Enrique con toda seriedad—, vivimos en un siglo civilizado, en un país bien gobernado y no entre paganos y caníbales; debe haber posibilidades de solucionar el problema. Si estuviéramos en una selva talaría naturalmente, como Robinson Crusoe, unos cuantos árboles. Quién sabe si el bosque no se halla exactamente allí donde menos lo pensamos; si también a Macbeth lo vino a buscar el bosque de Birnam, aun cuando es cierto que fue para perderlo7. Sin embargo, muchas veces han surgido de pronto islas en el mar, y en medio de precipicios y rocas inhóspitas han crecido las palmeras; la zarza le arranca la lana a ovejas y corderos tan pronto como se le acercan demasiado, y el pardillo a su vez lleva los copos al nido para procurar a su cría un lecho abrigado.

Clara durmió más de lo acostumbrado. Cuando despertó, se extrañó de que fuera pleno día y más aún de que su esposo no

7 Alusión a Macbeth de Shakespeare.

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estuviera a su lado. Pero su sorpresa no tuvo límites cuando escuchó un ruido fuerte que sonaba como si una sierra cortara leña dura y resistente. Se vistió apurada para examinar a fondo ese suceso extraño. —Enrique mío— llamó entrando a la habitación —¿qué estás haciendo? —Corto la leña para nuestra estufa —dijo jadeando y levantó la mirada hacia su mujer, enseñándole una cara muy sonrosada.

—En primer lugar, dime: ¿de qué rincón del mundo desenterraste una sierra y este inmenso bloque de magnífica madera?

—Ya sabes —dijo Enrique—, que cuatro o cinco escalones llevan desde aquí al pequeño altillo vacío. Pues el otro día, cuando miraba por el ojo de la cerradura de un tabique, descubrí una sierra para cortar madera y un hacha que pertenecerán al viejo dueño de la casa o qué sé yo a quién. Uno ha sabido leer en el curso de la historia universal y así yo guardé memoria de estos utensilios. Esta mañana, pues, cuando tú estabas durmiendo dulcemente, subí allí en medio de una oscuridad semejante a la boca del lobo, rompí la puerta débil y miserable apenas cenada con un pequeño e insignificante pasador, y retiré estos dos instrumentos de asesino. Ahora bien, como conozco al dedillo la construcción de nuestra casa, disloqué de su ensambladura esta baranda larga, gruesa y pesada de nuestra escalera, con trabajo, esfuerzo y usando el hacha, y traje aquí esta viga larga y pesada que llena toda nuestra habitación. Observa, querida Clara, qué hombres más serios y excelentes fueron nuestros antepasados. Contempla esta masa de roble, hecha de la madera más hermosa y resistente, y pulida y barnizada que da brillo. Esta nos dará mejor fuego que la miserable leña de pinos y sauces que hemos usado hasta ahora.

—¡Pero Enrique —exclamó Clara y batió palmas—… es arruinar la casa!

—Nadie nos visita —dijo Enrique—, nosotros conocemos nuestra escalera y ni siquiera subimos o bajamos; existe a lo sumo para nuestra vieja Cristina, que se sorprendería enormemente si le dijeran: Mira, viejita, pretenden talar uno de los troncos de roble más famosos en todo el bosque, un tronco que tiene el grosor de un hombre; luego el carpintero lo trabajará con gran artificio para que tú, viejita, al subir los escalones, puedas apoyarte en este magnífico tronco de roble... Cristina estallaría en carcajadas... No, semejante baranda es otra de las cosas completamente superfluas que hay en la vida; el bosque nos vino a ver porque se daba cuenta de que lo necesitábamos con máxima urgencia. Soy un hechicero; unos golpes con esta hacha mágica y el magnífico tronco se me rindió. Todo es consecuencia de la civilización; si aquí, como sucede en muchas viejas chozas, hubiere sido necesario recurrir a una soga o, como en los palacios, a un fierro para subir, esta especulación mía no tendría base y yo hubiera debido buscar e inventar otros medios.

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Cuando Clara hubo superado su sorpresa, se rió ruidosa y fuertemente; luego dijo: —Ya que está hecho, trataré de ayudarte en tu trabajo de leñador. Yo lo vi realizar muchas veces en las calles.

Colocaron el tronco sobre dos sillas puestas en los extremos de la habitación porque así lo exigía el largo de la madera. Luego para disminuir la distancia, entre ambos cortaron el bloque entre mitades. Fue un trabajo pesado porque ninguno de los dos estaba acostumbrado a hacerlo y la madera se resistía a los dientes de la sierra. Riendo y sudando a mares, la pareja progresó muy lentamente en su cometido, Al fin, la viga se rompió. Descansaron y se secaron la transpiración. Tenemos además la ventaja —dijo Clara luego— de que por el momento no hay que encender el fuego—. Se olvidaron de preparar el desayuno y siguieron trabajando durante toda la mañana hasta que partieron el tronco en tantas partes como era necesario para su óptima utilización.

—Nuestra pieza solitaria, ¡qué estudio de artista ha llegado a ser de improviso! —dijo Enrique en un intervalo—. Este tronco desgarbado que yacía en la oscuridad desapercibido para cualquier mirada, ahora ya está transformando en finos leños cúbicos que luego, por medio de la persuasión y el artificio, serán preparados para el fuego y puestos en condiciones de soportar las llamas del entusiasmo.

Agarró el primer cubo; el trabajo de rendirlo en trozos más pequeños y delgados fue aún más difícil que la labor con la sierra. Mientras tanto, Clara descansó mirando con extrañeza y alegría a su marido, quien luego de practicar y hacer algunos intentos inútiles, pronto adquirió habilidad y pareció a su esposa, aun en esta ocupación humilde, un hombre hermoso...

Quiso la suerte que durante estos trabajos, que hicieron retumbar las paredes, estuviera ausente el propietario de la pequeña casa, que vivía en la pieza de planta baja. De esta manera, nadie en la casa pudo darse cuenta del ruido provocado. Los vecinos no lo notaron porque numerosos talleres ruidosos se habían instalado en el barrio y muy especialmente en la calleja donde vivía nuestra pareja.

Al fin lograron reunir una reserva de astillas y trataron de encender la estufa. En ese día memorable el desayuno y el almuerzo se combinaron y la mesa fue muy distinta a la de días anteriores.

—¡No te pongas puntilloso, querido marido! —dijo Clara antes de tender un pequeño mantel—, nuestra Cristina trajo de su noche de lavado algunas cosas y la hace feliz repartirlas con nosotros. No tuve el coraje de rechazar su regalo y tú también lo aceptarás con amabilidad.

Enrique se sonrió y dijo: —Sí, hace mucho que la vieja es nuestra benefactora; trabaja de noche para socorrernos y ahora se priva ella misma para alimentarnos. Hartémonos, pues, para darle el gusto, y si ella muere antes de que podamos compensarla o si

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siempre nos resultara imposible, demostrémosle nuestro agradecimiento con nuestro amor.

La comida era, en efecto, opípara. La vieja había traído algunos huevos, un poco de verdura con carne y hasta un poco de café en una jarrita. Mientras comían, Clara relató que, entre esa clase de gente el lavado nocturno era de veras una alta fiesta, que siempre acudían en masa para este trabajo y pasaban muy entretenidas las horas de la noche. —¡Qué suerte —continuó diciendo— que para esa gente, se conviertan en deleite muchas cosas que nos parecen un tormento en la vida; algunos hechos que, de no existir este tierno compañerismo, podrían ser sumamente repugnantes y aun terribles! ¿Y no hemos experimentado nosotros mismos que también la pobreza tiene sus atractivos?

—Es cierto —agregó Enrique, quien se estaba deleitando con el gusto de la carne desde hacía mucho añorada—; si los glotones y los siempre hastiados conocieran el buen gusto y el suave condimento propios del bocado de pan reseco como sólo sabe apreciarlos el pobre y el hambriento, acaso le tendrían envidia y pensarían en hallar medios artificiales para degustarlos. Pero ¡qué feliz coincidencia es ésta de que luego de nuestra dura jomada de trabajo hayamos recibido semejante comida sardanapálica8. De este modo nuestras fuerzas se reponen para nuevas tareas. Pues bien, vivamos con alegría esta circunstancia; cántame algunas de esas dulces canciones que tanto me han deleitado siempre.

Ella hizo gustosamente lo que le pidió y mientras estaban sentados cerca de la ventana con las manos entrelazadas, observaron que las flores de hielo en los cristales empezaron a derretirse, posiblemente porque el frío riguroso amainaba un poco o porque el calor despedido por la fuerte leña de roble ejercía un mayor efecto sobre esas plantas de la helada.

—Observa querida —exclamó Enrique—, cómo llora de emoción la ventana fría y congelada, cómo se derrite ante tu hermosa voz. Siempre vuelve a ser realidad el viejo cuento milagroso de Orfeo9.

Era un día despejado, de modo que volvieron a ver el cielo azul. Era apenas una partícula, pero se regocijaron con el cristal diáfano viendo que unas nubecillas muy delgadas, finas y blancas como la nieve, flotaban con sus velas deshaciéndose a través del mar celeste y abrían, por decirlo así, sus brazos fantasmales como si se sintieran cómodas y a gusto en esa atmósfera.

La viejísima choza, o sea la casita en medio de la calle donde pululaba la gente, tenía un aspecto muy extraño. La habitación con sus dos ventanas y la alcoba dotada de una ventana, cubrían todo el espacio de la casa. En la planta baja solía vivir el viejo propietario

8 Referencia a Sardanápalo, el legendario rey de Asiria, considerado como vicioso y muy dado a los placeres de la vida.

9 El mito griego afirma que Orfeo con su canto hechizaba a plantas y animales y hasta hacía moverse a las piedras.

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rezongón, pero como era pudiente se había trasladado durante el invierno a otra ciudad para que lo tratara allí un médico amigo, pues sufría de gota. El constructor de esta casita debió tener una concepción extraña, casi increíble, porque debajo de las ventanas del segundo piso habitado por nuestros amigos, se extendía un techo de ladrillos bastante ancho, de modo que les resultaba completamente imposible mirar hacia la calle. En consecuencia, incluso en verano (cuando las ventanas podían permanecer abiertas) estaban aislados del contacto con la gente; y esto se debía además a la casa aún más pequeña situada en la vereda contraria. Porque ésa tenía solamente departamentos bajos; por lo cual no veían allí nunca las ventanas ni las personas asomadas a éstas, sino tan sólo el techo muy cercano y ennegrecido por el humo que se extendía mucho hacia el fondo mientras a la derecha y a la izquierda se alzaban las medianeras empinadas y desnudas de dos casas más altas que bordeaban esta casilla baja en ambos costados. En los primeros días de verano, cuando apenas se habían mudado a la casa, abrieron rápidamente las ventanas —como suele hacer la gente— cuando oyeron gritos y discusiones en la calleja muy angosta, pero no vieron nada fuera del techo de ladrillos delante de ellos y el de la casita de enfrente. Siempre se reían y Enrique solía decir que si el carácter del epigrama (según una vieja teoría) consistía en una esperanza defraudada, ellos habían disfrutado otra vez de un epigrama.

Difícilmente ha habido seres humanos que hayan vivido en una soledad tan absoluta como la que, vivió esta pareja en el suburbio ruidoso de una capital siempre agitada. Estaban tan separados del resto del mundo que parecía un acontecimiento cuando alguna vez un gato se paseara cuidadosamente sobre el techo y avanzaba con tanteos por la aguda cima de los ladrillos para retirarse más allá por una banderola a fin de visitar a un cuñado o a una cuñada. Para los espectadores asomados a su ventana era un suceso importante ver cómo en verano las golondrinas volaban desde el nido pegado en la brecha de la medianera y volvían gorjeando, charlando con su cría. Los dos jóvenes casi se asustaron de un acontecimiento muy significativo: cierta vez un muchacho, un deshollinador con su escoba, se levantó por encima de su jaula angosta y cuadrada e hizo oír unos tonos de una canción.

Sin embargo, la soledad era deseable por los amantes; así podían asomarse a la ventana abrazándose y besándose sin el temor de que los observara algún vecino curioso. A menudo su fantasía les sugería que esas tristes medianeras eran rocas en una maravillosa zona montañosa de Suiza y entonces contemplaban entusiasmados los efectos del sol vespertino, cuyo brillo rojo temblaba en las grietas que se habían formado en el revoque o en las piedras desnudas. Fueron capaces de recordar esas tardes con nostalgia y evocar luego todas las conversaciones mantenidas, los sentimientos abrigados, las bromas intercambiadas entre ambos.

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Y bien, por el momento habían hallado un arma contra el frío en caso de que perdurara o se hiciera más inclemente. Como al marido no le faltaba tiempo, tuvo él suficiente para hacer astillas cortando pequeñas cuñas que clavaba con golpes en el tronco para forzar así al leño a que cediera mejor y con más rapidez.

Luego de algunos días, su mujer, que lo contemplaba atentamente mientras tallaba cuñas le preguntó: —Enrique, una vez que esta, masa de leña apilada aquí se haya gastado... ¿qué harás?

—Corazón mío —contestó—, el bueno de Horacio (si no me equivoco) dijo alguna vez muy breve y concisamente: "Carpe diem"10, aprovecha el día que ahora se te presenta, entrégate totalmente a él, apodérate de este día que nunca volverá; pero no podrás hacerlo a la perfección si lo vives con precauciones y dudas, entonces ya has perdido el día presente, esta hora de la cual estás gozando porque todo lo arruinan las preguntas medrosas. Sólo cuando nos sumergimos del todo en este presente, adquirimos conciencia de él y podemos vivir y ser felices. ¡Repara en cuánto contienen estas dos palabras del idioma latino, que con razón ha sido llamado conciso y enérgico porque sabe expresar tanto con sonidos tan reducidos! ¿No conoces los versos de la canción?

Todas las preocupaciones sólo son para mañana.

—¿Acaso las preocupaciones le vienen bien al día de mañana? —agregó él.

—¡Seguro! —contestó ella—, si esta es la filosofía que hemos hecho nuestra desde hace un año y nos va muy bien con ella.

Así fueron pasando los días y este joven matrimonio en su felicidad no echaba de menos ninguna cosa, a pesar de que vivían como mendigos. Una mañana dijo el marido: —Anoche tuve un sueño extraño.

—Cuéntamelo, querido —exclamó Clara—; damos demasiado poca importancia a nuestros sueños que constituyen una parte trascendental de nuestra existencia. Si muchos hombres vincularan más profundamente estas vivencias nocturnas con su vida diurna, también su llamada vida real —de esto estoy convencida— les resultaría menos adormecida y envuelta en sueños. Además, tus sueños me pertenecen a mí porque son efusiones de tu corazón y fantasía, y me podría volver celosa al pensar en los muchos ensueños que te separan de mí; que tú, enredado en ellos, me puedes olvidar por horas enteras o que acaso te enamores —aunque fuera en la fantasía— de otra persona. Si el ánimo y la imaginación pueden

10 Horacio, el poeta romano (85-8 a. Cr.) escribió estas famosas palabras en el libro primero de sus Odas.

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desviarte de esta manera, ¿no se trata ya de una verdadera deslealtad?

—Sólo depende —contestó Enrique— del grado en que nuestros sueños nos pertenecen. ¿Quién sabría decir hasta qué punto revelan la secreta configuración de nuestro fuero íntimo? A menudo somos crueles, mentirosos y cobardes en el sueño, y hasta notoriamente infames; matamos con gusto a un niño inocente y, sin embargo, estamos convencidos de que todo esto resulta ajeno y repugnante a nuestro carácter auténtico. Los sueños son, también, de muy diversa índole. Si algunos son luminosos, acaso nos conduzcan a una revelación; pero habrá otros producidos por una descompostura del estómago o de otros órganos. Porque esta mezcla maravillosamente compleja de1 nuestro ser compuesto de materia y espíritu, de animal y ángel, permite en todas las funciones la existencia de matices tan infinitamente diferentes que sobre estas cosas resulta imposible decir nada en general.

—¡Oh, lo general! —exclamó ella—. Las máximas, las reglas fundamentales y como se llaman todos estos disparates; no puedo decir lo repulsivo e incomprensible que todas estas cosas me han resultado siempre. En el amor se nos aclara bastante ese presentimiento que ya alumbra nuestra infancia, en el sentido de que lo individual es lo único, la esencia, lo acertado, lo poético y lo verdadero. El filósofo, que lo unifica todo, puede hallar una regla para todo, lo puede insertar todo en su llamado sistema; nunca duda, y su incapacidad de tener una vivencia verdadera de alguna cosa, le da justamente esa seguridad de la que se vanagloria, esa incapacidad de dudar de la cual se enorgullece. Sin embargo, el pensamiento acertado debe ser también uno vivido, la idea auténtica ha de desarrollarse vívidamente a partir de muchos pensamientos y una vez que ha logrado su ser tiene que alumbrar y animar por reflejo a otros miles de ideas nacidas sólo a medias... Pero te estoy contando mis ensueños mientras sería preferible que me narraras el tuyo que, seguramente, será mejor y más poético.

—De hecho me haces avergonzar —dijo Enrique ruborizándose—, porque esta vez das demasiado valor a mi talento onírico. Convéncete, pues, tú misma:

—Me hallaba aún con mi ex embajador allí en la gran ciudad y en el ambiente elegante. Estábamos a la mesa y se hablaba de un remate que se realizaría pronto. Apenas mencionaron durante la comida la palabra remate, fui presa de una angustia indecible cuya causa desconocía... En mi temprana juventud había sentido la pasión de presenciar remates de libros y si bien resultó casi siempre imposible adquirir las obras que amaba, me alegró no obstante escuchar las ciertas e imaginarme la posibilidad de que llegaran a ser posesión mía. Era capaz de leer los catálogos de los remates como si fueran escritos de mis poetas predilectos y este entusiasmo tonto no fue sino una de las muchas locuras que empañaron mi juventud; en verdad, estaba muy lejos de ser lo que se llama un joven formal y

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sensato, y en mis horas solitarias pensé con frecuencia que nunca llegaría a ser un hombre racional y útil

Clara soltó una carcajada, luego lo abrazó besándolo fuertemente. —No —exclamó— hasta el momento, gracias a Dios, no ha sucedido ninguna cosa así. Pienso tenerte también a raya para que nunca caigas en semejante vicio. Más ¡sigue con tu sueño!

—Lo cierto es —continuó narrando Enrique— que no me había asustado sin motivo del remate, pues, como suele suceder en los sueños, de pronto me hallé en el salón de ventas y, para estupor mío, figuraba yo entre las cosas que debían ser ofrecidas en subasta pública.

Clara se rió otra vez. —¡Oh —exclamó— qué bonito! Sería un recurso muy nuevo para mezclarse con la gente.

—A mí no me resultó nada agradable —contestó el marido—. Había dispersos por doquier viejos cachivaches y muebles, y en medio de ellos estaban sentados ancianas, haraganes, escritores miserables, panfletistas, estudiantes degenerados y comediantes; y todas estas cosas debían ser adjudicadas al mejor postor, y yo estaba rodeado de esas antiguallas polvorientas. En el salón vi sentados a varios conocidos míos: algunos de ellos contemplaban las cosas y los hombres en exposición con mirada de rematador y me asusté como si me llevaran para ajusticiarme.

—Ese hombre serio se sentó, carraspeó y comenzó su cometido agarrándome del brazo para ponerme en venta. Me colocó delante de él y dijo: "Los señores ven aquí a un diplomático aún bastante bien conservado, algo encogido y andrajoso, roído en algunas partes por gusanos y polillas, pero todavía aprovechable como biombo para protegerse contra las llamaradas y el calor excesivo de la chimenea o para usarlo como cariátide y apoyar sobre él, por ejemplo, un reloj. También es posible colgarlo fuera de la ventana para que indique el tiempo. Incluso parece haber conservado una pizca de inteligencia y cuando las preguntas no son demasiado profundas sabe contestar en forma regular sobre asuntos de todos los días y conversar sobre ellos. ¿Cuánto ofrecen por él?

—No hubo respuesta en el salón. El rematador exclamó: '¿Pues, señoras y señores? También podría ser ujier en una embajada; hasta sería posible colgarlo como araña en la entrada: llevaría a gusto las velas en sus brazos, piernas y cabeza. Es un hombre muy agradable y servicial. Y en el caso de. que los patronos poseyeran un órgano casero podría accionar los fuelles. El estado de sus piernas todavía es —como pueden comprobarlo— regular'... Pero esta vez no hubo respuesta. Me sentí presa de la más honda humillación y mi bochorno no tuvo límites, pues algunos de mis conocidos me miraron socarrona y maliciosamente, se rieron y los demás se encogieron de hombros como si me tuvieran una compasión llena de desprecio. En este momento mi criado entró por la puerta y avancé un paso para darle un encargo, pero el rematador me hizo retroceder con un empujón y

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dijo: '¡Quieto, viejo mueble! ¿Conocéis tan poco las obligaciones de vuestro oficio? Aquí vuestro deber es quedaros quieto. ¡Vaya la broma si las piezas de remate se independizaran!...' A otra nueva oferta nadie contestó. El bribón no vale nada, se oyó decir desde un rincón. ¿Quién hará una oferta por este inútil?, dijo otro. Empecé a sudar sangre y agua. A mi criado le hice una señal con los ojos para que ofreciera un modesto precio por mí; pues, —así pensé con menor o mayor razón— una vez que el hombre me hubiera comprado y yo consiguiera salir de ese condenado salón, ya me las arreglaría afuera con mi criado, pues nos conocemos bien: yo le devolvería los gastos y además le daría una propina. Pero o no tenía dinero consigo o no entendía mi gesto; incluso pudo haber ocurrido que todo este procedimiento le fuera desconocido e incomprensible. Lo cierto es que no se movió de donde estaba. El rematador estaba de mal humor, hizo una señal a su ayudante y le dijo: 'Buscadme en la pieza a los números 2, 3 y 4'. El hombre robusto trajo a tres tipos andrajosos y el martillero dijo: 'Como no quieren ofrecer nada por este diplomático, lo combinamos con estos tres periodistas: un redactor caduco de un semanario, otro que es corresponsal y este crítico de teatro... ¿cuánto ofrecen por la pandilla completa?'.

—Un viejo cambalachero, luego de haber colocado la mano por un rato sobre la frente, exclamó: '¡Doce peniques!' El martillero preguntó: '¿Doce peniques, pues? ¿Nada más? Doce peniques a la una'... levantó el martillo. Entonces un sucio muchachito judío exclamó: 'Dieciocho peniques'. El rematador repitió la oferta a la una, a las dos, ya estaba llegando "a las tres" para que el martillo me adjudicara junto con esos, tipos al joven israelita, cuando se abrió la puerta y tú, Clara, entraste con gran fasto en medio de una numerosa comitiva de damas nobles y llamaste con voz de mando y postura orgullosa: '¡Alto!' Todos se asustaron y sorprendieron y mi corazón se emocionó con la alegría. '¿Quieren rematar a mi propio marido?', dijiste enojada, '¿cuánto han ofrecido basta ahora?'. El viejo rematador hizo una profunda reverencia, colocó una silla para ti y dijo poniéndose muy colorado; 'Hasta ahora nos han ofrecido 18 peniques por vuestro señor esposo'.

—Tú dijiste: 'Yo haré una oferta sólo por mi esposo y exijo que esas otras personas sean apartadas. ¡Dieciocho peniques por ese hombre incomparable! ¡Es inaudito! Sólo para comenzar pongo mil táleros'... Me llené de alegría pero también de susto, porque no me imaginaba de dónde ibas a sacar esta suma. Sin embargo, esta angustia me fue quitada pronto porque otra dama bonita ofreció nada menos que dos mil. Entonces surgieron entre las mujeres ricas y nobles una gran rivalidad y ansia de poseerme. Las ofertas se fueron siguiendo con creciente rapidez; al rato mi valor había subido a diez mil táleros y no mucho más tarde fueron veinte mil. Yo me enderecé más con cada oferta de mil, conservé una postura distante y erguida y luego fui dando grandes pasos detrás de la mesa y de mi rematador, quien ya no se atrevió a pedirme que me mantuviera quieto. Orgulloso lanzaba miradas despreciativas a esos conocidos

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que momentos antes habían murmurado lo de bribón e inútil. Todos me contemplaron con reverencia, especialmente porque la competencia entusiasta de las damas en vez de atenuarse fue creciendo. Una anciana fea pareció empeñada en no perderme; su nariz colorada se ruborizó cada vez más y fue ella quien hizo subir mi valor a cien mil táleros. Hubo un silencio mortal, solemne: ¡En nuestro siglo nunca se ha dado parecido valor a un hombre! Ahora comprendo que es demasiado valioso para mí. Cuando volví la mirada me percaté de que este juicio provenía de mi embajador. Lo saludé con expresión condescendiente. Para ser breve, mi valor ascendió a doscientos mil táleros y algo más, y por este precio fue adjudicado finalmente a esa anciana fea de la nariz roja.'

—Cuando el asunto al fin estaba decidido, se originó un gran tumulto porque todos querían ver de cerca la pieza extraordinaria. No sé decir cómo sucedió, pero el hecho es que la elevada suma me fue entregada a mí en contra de todos los principios que reglamentan los remates.

—Pero cuando se trataba de llevarme afuera, tú te adelantaste y exclamaste: '¡Todavía no! Ya que han vendido en remate público a mi marido con desprecio de toda costumbre cristiana, quiero someterme al mismo destino duro. Me coloco, pues, por libre decisión bajo el martillo del señor rematador. El viejo se inclinó y se encorvó, tú te presentaste detrás de la larga mesa y toda la gente contempló admirada tu hermosura. Empezaron las ofertas y los caballeros jóvenes enseguida hicieron subir mucho tu precio. En un principio me abstuve de intervenir, en parte por sorpresa, en parte por curiosidad. Cuando la suma ya había llegado a los miles, hice oír también mi voz. Aumentamos cada vez más y mi embajador desplegó un ansia tal que yo casi pierdo el autodominio; pues me pareció vergonzoso que ese hambre entrado en años me quisiera robar de esta manera a mi legítima esposa. Él notó mi desagrado, pues me miraba constantemente de soslayo y de reojo, con mirada maliciosa. Fueron entrando cada vez más caballeros ricos y si no hubiera tenido en mis bolsillos esa suma enorme, habría debido darte por perdida. Me lisonjeó bastante poder exhibirte mi amor en mayor medida de lo demostrado por ti, pues a poco de haber hecho tu oferta de los mil táleros, me abandonaste silenciosamente a la suerte del remate, cediéndome a esa dama de la nariz roja que de pronto pareció haber desaparecido, pues no la vi más en ninguna parte. Ya habíamos superado con mucho los cien mil táleros, tú siempre me hacías amables señas con la cabeza por encima de la mesa y como era poseedor de un fuerte capital, mis ofertas cada vez más subidas sembraron la desesperación entre todos mis rivales. Yo los miraba con una sonrisa traviesa y burlona. Al fin, todos se callaron molestos y tú me fuiste adjudicada. Triunfé, fui contando la suma... pero... ¡ay de mí! en mi delirio no había observado cuánto había recibido por mí mismo, y ahora al pagar faltaron muchos miles. Mi desazón sólo inflamó la burla de los demás. Tú te retorciste las manos. Nos llevaron a un calabozo oscuro y nos cargaron con pesadas cadenas. Como

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alimento nos dieron pan y agua y yo me reí al pensar que esto debía ser un castigo... Y pensar que aquí donde vivimos realmente, desde hace meses es nuestra comida cotidiana y nosotros la consideramos apta para un banquete. Así, en el sueño todo se confunde, el tiempo anterior y el presente, la cercanía y la lejanía. El carcelero nos contó que los jueces nos habían condenado a muerte por defraudación artera del erario real y las entradas públicas; además, habíamos abusado de la confianza del público y hecho tambalear el crédito estatal. Sería un fraude horrible ofrecerse a un precio tan elevado y hacerse pagar con tan fuertes jumas que de tal manera serían sustraídas a la competencia y el aprovechamiento general. Sería una actitud completamente reñida con el patriotismo, según el cual cada individuo sin excepción debe sacrificarse por el todo, por lo cual nuestro atentado debía considerarse ni más ni menos que como alta traición. El viejo rematador sería ajusticiado también junto con nosotros, pues había participado en la conspiración y contribuido a elevar enormemente las ofertas de los postores: nos había ofrecido a los posibles compradores contrariando la verdad y con exagerados elogios, considerándonos maravillas de la creación. Ahora se había descubierto que habíamos deseado producir la bancarrota general del Estado, de común acuerdo con los poderes extranjeros y los enemigos del país. Pues si se pensaba gastar tan inmensas sumas por unos individuos que para colmo carecían de méritos, era evidente que nada sobraría para los ministerios, las escuelas y universidades y ni siquiera para las cárceles y los asilos. Cuando nosotros nos retirábamos, diez aristócratas y quince señoritas encumbradas se habían hecho poner en remate y esta plata también había sido quitada al tesoro nacional. Con ejemplos tan malos y nocivos se perdería el aprecio de la virtud, pues los individuos sobrevaloraban sus virtudes tasándose tan alto. Todo esto me pareció bastante sensato y me arrepentí de que por culpa mía pudiera originarse semejante confusión.

—Cuando nos llevaban para ajusticiarnos... desperté y me encontré en tus brazos...

—De hecho, la historia da para el análisis —contestó Clara—; puesta a una luz algo deslumbrante, es la historia de mucha gente dispuesta a venderse lo más caro posible. Este extraño remate, es cierto, se realiza en todas las instituciones estatales.

—También a mí me resulta digno de reflexión ese sueño estúpido —replicó Enrique—, pues el mundo me ha abandonado a mí y yo he hecho lo mismo con el mundo, hasta un grado tal que nadie estaría dispuesto a tasar mi valor en alguna suma considerable. Mi crédito en toda esta ciudad extensa no llega a doce peniques; soy expresamente lo que el mundo llama un inútil. Y, sin embargo, ¡tú, criatura preciosa y espléndida, me amas! Y si por otra parte reflexiono sobre la construcción burda y simple de la hiladora más perfecta y costosa en comparación con el milagro que son mi circulación sanguínea, mis nervios, el cerebro; si pienso en que este

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cráneo que para la mayoría no vale su sustento, es capaz de tener ideas grandes y nobles y acaso hará una invención flamante, cómo me reiría al pensar que todo el oro del mundo no equivaldría a esa organización no-reproducible incluso para el hombre más inteligente y orgulloso. Cuando nuestras cabezas se acercan la una a la otra, cuando los cráneos se tocan y los labios se rozan para producir un beso, resulta casi incomprensible la mecánica artificialmente ensamblada que para ello se necesita; y luego, ¿has pensado en el modo en que se enlazan y activan mutuamente los huesos y la carne, la piel y las linfas, la sangre y los humores para procurar el deleite del beso a los nervios, a la sensación fina y al espíritu menos explicable aún? Si se quiere estudiar la anatomía del ojo, ¡con cuántas cosas extrañas, raras y repugnantes se topa la observación para detectar en esta flema brillante y en estos cuajos lácteos la divinidad de la mirada!

—Oh, cállate —dijo ella—; todas éstas son palabras impías.

—¿Impías? —preguntó Enrique lleno de sorpresa.

—Cierto, no sé darles otro nombre. Puede ser el deber del médico librarse, en aras de la ciencia, de la ilusión que nos ofrecen la apariencia y la intimidad encubierta. También el investigador abandonará la ilusión de la belleza únicamente para caer en otra ilusión que acaso titule saber, conocimiento, naturaleza. Pero cuando la mera indiscreción, la curiosidad impertinente o la burla socarrona destruyen todas esas redes y ensueños corpóreos donde se hallan aprisionadas la belleza y la gracia, entonces digo que tal procedimiento es una chanza impía, suponiendo que exista semejante cosa.

Enrique permaneció quieto y ensimismado. —¡Puede que tengas razón! —dijo luego de una pausa—. Todo cuanto ha de embellecer nuestra vida depende de nuestra indulgencia en el sentido de que no alumbremos demasiado el agraciado crepúsculo donde todo lo noble flota en suave armonía. La muerte y la putrefacción, la aniquilación y el perecer no son más verdaderos que la enigmática vida empapada de espíritu. Aplasta la reluciente flor con su dulce aroma y la mucosidad en tu mano no será flor ni naturaleza. En este divino sopor en el cual nos mecen la naturaleza y la existencia, en este sueño poético no debemos pretender despertarnos con la ilusión de encontrar la verdad más allá de ellos.

—¿No recuerdas el bonito verso? —dijo ella—. Ese que dice:

como el hombre sólo puede decir: aquí estoy, los amigos se regocijan con indulgencia.

—¡Es muy cierto! —exclamó Enrique—. Aun el amigo más íntimo, el amante tiene que amar con indulgencia al amigo amado y soñar con él lleno de indulgencia el secreto de la vida e impulsado por el íntimo amor recíproco no debe querer destruir la ilusión de la apariencia. Pero hay tipos muy burdos, los cuales bajo el pretexto de vivir por la verdad y de rendir homenaje sólo a ella, quieren tener

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amigos para poseer algo que no necesita ser tratado con indulgencia. Estos tipos no sólo hurgan en el interior del llamado amigo con sus chistes de mal gusto y sus bromas inoportunas; también sus flaquezas, debilidades humanas y contradicciones forman el objeto de sus observaciones siempre en acecho. Pero la base de la existencia humana, las condiciones de nuestro ser las constituyen vibraciones tan finas y suaves que nuestros camaradas del puño duro al tocarlas con grosería las llaman simples flaquezas. Pronto habrá de resultar que todas las virtudes y talentos por los cuales en un principio se ha respetado y buscado al amigo se convertirán en debilidades, faltas y tonterías, y si el espíritu más noble al fin se resiste y no quiere tolerar más este mal trato, entonces es, según fallo de la gente ruda, vanidoso, terco, porfiado, es un hombre que tiene sentimientos demasiado mezquinos para poder aguantar la verdad; y finalmente se disuelven unos vínculos que nunca debieron haberse atado. Pero si eso es lo que sucede con la naturaleza, los hombres, el amor y la amistad, tampoco será distinto con esos objetos místicos que son el Estado, la religión y la revelación. La noción de que existen algunos abusos que reclaman ser corregidos, todavía no da el derecho de tocar el secreto del Estado mismo. Entonces, ante esta poderosa y sobrehumana composición y tarea por cuyo medio el hombre, dentro de una sociedad en ordenación múltiple, tiene el deber de convertirse en un hombre auténtico; esa santa inhibición ante la ley y la superioridad, ante el rey y la majestad, cuando se la acerca demasiado a la luz de una razón apresurada, a menudo nada más que petulante, suele ofrecer el espectáculo de una revelación que se evapora en la nada, en el capricho. ¿Es otra la situación de la Iglesia, la religión, la revelación y los santos misterios? También en estos casos deben flotar alrededor del sagrario un suave crepúsculo, una delicada sensación de indulgencia. Porque es sagrado y de naturaleza divina, no hay cosa más necia que alumbrar ese sagrario con la insolente burla de la negación e insinuar al infradotado exento de la capacidad de crecer, que el piadoso tejido es un engaño prosaico, confundiendo a los débiles en sus mejores sentimientos. Es increíble cómo en nuestros días se ha perdido la noción de totalidad de lo indivisible, que sólo pudo originarse mediante la influencia divina. En todo caso, tal como sucede en la poesía, en las obras de arte, en la historia, en la naturaleza y en la revelación, siempre se admira o critica esto o aquello, es decir, nada más que el detalle. He aquí la paradoja: se critica el detalle que, dentro del todo —cuando se trata de una obra de arte— puede ser de otro modo que como es. El ansia y el poder de aniquilar son, empero, exactamente lo contrario de todo talento y finalmente se convierten en la incapacidad de comprender algún fenómeno en su plenitud. Decir siempre "no" equivale a no decir nada.

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Así se le fueron pasando días y semanas a la pareja solitaria, empobrecida y, sin embargo, feliz. Se sustentaban con la alimentación más pobre, pero como estaban seguros de su amor, ninguna privación y ni siquiera la miseria más oprimente eran capaces de perturbar su sosiego. Mas, para seguir viviendo en ese estado hacía falta la extraña despreocupación de estos dos seres humanos que eran capaces de olvidarlo todo en aras del presente y del instante. El marido comenzó a levantarse más temprano que Clara; luego ella escuchaba que martillaba y aserraba y encontraba delante de la estufa los leños ya preparados que necesitaba para prender fuego. Se sorprendió de que estas astillas, desde hacía algún tiempo, tuvieran una forma, un color y una consistencia muy diferentes a los leños acostumbrados. Pero como siempre hallaba suficiente reserva, omitió hacer cualquier observación ya que le resultaban mucho más importantes las conversaciones, bromas y relatos durante el llamado desayuno.

—Ya los días son más largos —comenzó a decir él— pronto el sol de primavera brillará sobre el techo de la casa de enfrente.

—Así es —dijo ella—, y ya no faltará mucho para el momento en que percibiremos el aroma de tilos, que nos llegaba desde el parque.

Ella buscó dos pequeñas macetas llenas de tierra en las cuales cultivaba unas plantas. —Mira —continuó diciendo—, ahora están brotando el jacinto y el tulipán que ya habíamos dado por perdidos. Si prosperan lo consideraré como un vaticinio de que también nuestra suerte pronto volverá a mejorar.

—Pero mí queridita —dijo él algo ofendido—, ¿qué nos falta? ¿No tenemos hasta ahora fuego, pan y agua en abundancia? A ojos vistas el tiempo se está volviendo más apacible, necesitaremos menos leña y luego vendrá el calor estival. Ya no nos queda nada para vender —es cierto— pero algún medio habrá de presentarse para que yo gane algo. Piensa al menos en la suerte que hemos tenido: ninguno de nosotros, ni siquiera la vieja Cristina, se ha enfermado.

—Mas, ¿quién nos responde de la más leal de las criadas? —contestó Clara—. Hace mucho tiempo que no la veo; tú siempre la despachas de mañana temprano cuando todavía duermo; recibes de ella el pan que ha comprado y la jarra de agua. Yo sé que a menudo trabaja para otras familias; es vieja y su comida muy precaria; si debido a ella aumenta su debilidad, puede enfermarse fácilmente. ¿Por qué hace tanto que no sube a vernos?

—Pues —dijo Enrique no sin algún dejo de confusión, que Clara notó también y que debió llamarle la atención—, pronto habrá una oportunidad, espera algún tiempo más.

—¡No, queridísimo! —exclamó ella con su vivacidad típica—; me quieres ocultar alguna cosa, tiene que haber sucedido algo. No me vas a retener, ahora mismo bajaré yo para ver si está en su piecita, si se siente mal o está disgustada con nosotros.

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—Hace tanto que no pisas esa escalera fatal —dijo—; está a oscuras, podrías caerte.

—No —exclamó—, no me retendrás, conozco la escalera; ya me orientaré en la oscuridad.

—Pero como gastamos la baranda —dijo Enrique— que entonces me pareció un lujo, temo ahora que no te puedas agarrar... Podrías dar un traspié y caerte.

—Los escalones —replicó ella— me son bastante conocidos, son cómodos y aún los pisaré a menudo.

—¡Estos escalones —dijo él con cierta solemnidad— no los pisarás nunca más!

—¡Hombre! —exclamó ella y se plantó derecho delante de él para mirarlo de hito en hito—: ...En esta casa hay gato encerrado; digas lo que quieras, bajaré rápido para ocuparme yo misma de Cristina,

Se dio vuelta para abrir la puerta, pero él se levantó aprisa y la abrazó exclamando: —Niña, ¿quieres romperte el pescuezo a propósito?

Ya que no era posible encubrirle la situación, él mismo abrió la puerta; fueron al descanso y mientras siguieron avanzando, el esposo abrazando a su mujer, ella vio que ya no había escalera para bajar. Extrañada batió palmas, se inclinó y miró hacia abajo; luego se dio vuelta y cuando regresaron a la pieza cerrada, se sentó para contemplar detenidamente a su marido, quien afrontó su mirada escrutadora con una mueca tan cómica que ella soltó una gran carcajada. Después se dirigió hacia la estufa, asió uno de los leños, lo contempló detenidamente desde todos los lados para decir al fin: —Ah sí, ahora comprendo por qué los leños tienen una forma tan distinta a los anteriores. ¡Quiere decir, pues, que hemos llegado a quemar también la escalera!

—Así es —dijo Enrique, que ahora estaba tranquilo y sereno— ya que lo sabes, te parecerá bastante sensato. No comprendo tampoco por qué te lo he callado hasta ahora. ¡Por más que uno se haya despojado de todos los prejuicios, en alguna parte quedan fijos un pedacito y una falsa vergüenza totalmente inútiles! Pues primero eres el ser humano que me es más familiar en el mundo; segundo, eres el único, porque mi trato reducido a lo más indispensable con la vieja Cristina no cuenta; tercero, el invierno seguía siendo duro y no era posible conseguir leña; cuarto, la precaución era casi ridícula, ya que estaba directamente a nuestros pies una leña óptima, la más dura, más seca y mejor aprovechable; quinto, no necesitábamos en absoluto la escalera; y sexto, ya está prácticamente quemada a excepción de unas pocas reliquias. Pero no te imaginas lo difícil que fue aserrar y astillar estos escalones viejos, encorvados y resistentes. Me hicieron sudar a mares, de modo que luego la pieza me pareció a menudo demasiado calurosa.

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—Pero, ¿y Cristina? —preguntó ella

—Oh, está muy bien —replicó el marido—. Todas las mañanas le bajo una soga a la que ata su canastita; la alzo y luego hago lo mismo con la jarra de agua y así la vida en nuestra casa se desarrolla ordenada y pacíficamente... Cuando nuestra hermosa baranda estaba llegando al fin de su exterminio y aún no había perspectivas de la llegada del verano, me puse a pensar y se me ocurrió que nuestra escalera muy bien podía darnos la mitad de sus escalones; pues no era más que un lujo, un excedente innecesario, lo mismo que la gruesa baranda, la existencia de tantos escalones que servían únicamente para evitar pequeñas molestias. En el caso de que uno levantara más el pie, como debe hacerse en algunos casos, el maquinista de la escalera bien puede arreglárselas con la mitad. Cristina, quien con su mirada filosófica comprendió enseguida lo acertada que era mi afirmación, me ayudó a romper el primer escalón; luego, mientras ella iba detrás de mí, hice lo mismo con el tercer escalón, con el quinto y así sucesivamente. Cuando terminamos esta labor de filigrana nuestro cincel se presentó bastante bien. Yo aserré y corté, y tú, en tu candidez, prendiste el fuego con estos escalones tan hábil y eficientemente como antes habías hecho con la baranda. Pero nuestro calado tuvo que soportar una nueva amenaza del incansable frío invernal. ¿Qué podía ser esta ex escalera sino una especie de mina de carbón? Era preferible que entregara su hulla del todo y de una vez. Bajé, pues, al pozo y llamé a la vieja y muy sensata Cristina. Sin preguntar nada estuvo enseguida de acuerdo conmigo; ella permaneció abajo y yo saqué el segundo escalón con un gran esfuerzo porque ella no podía ayudarme. Luego de depositarlo en el cuarto extendí la mano hacia el abismo y se la alcancé a la buena vieja en señal de despedida eterna, porque esta escalera de antes ya no debía vincularnos ni reunirnos jamás. Al final la destruí, pues, completamente, lo cual me costó bastantes esfuerzos; siempre alcé los escalones ganados sobre los restantes escalones superiores. Ahora has admirado, mi adorable niña, la obra terminada y comprenderás que por el momento debemos contentarnos más que nunca con nuestra mutua compañía. ¿Pues cómo harían las señoras en sus reuniones para hacerte llegar sus noticias hasta aquí arriba? No, yo soy suficiente para ti y tú para mí; la primavera está llegando, colocaremos tu tulipán y tu jacinto en la ventana y aquí estaremos.

…donde con multicolor fausto estival nos sonríen en terrazas que suben a las nubes los alegres jardines de Semíramis do murmuran las fuentes juguetonas! ¡En el largo verano nos dará su rocío una vida de amor paradisíaca! Sobre la más elevada de las terrazas quiero sentarme a tu lado bajo la bóveda de rosas que irradian sus destellos oscuros,

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y a nuestros pies, los techos de Babilonia bajo el rigor solar…

—Me imagino que nuestro amigo Uechtritz11 escribió este poema presintiendo nuestra situación. Pues fíjate, allí estarán los techos bajo el rigor solar, tan pronto como en julio vuelva a brillar el astro rey, lo cual no puede dejar de suceder. Si tu tulipán y tu jacinto han abierto sus botones, tendremos aquí real y visiblemente los legendarios jardines colgantes de Semíramis12 y serán más maravillosos que ésos; pues quien no tiene alas no puede llegar hacia ellos, a no ser que le demos una mano preparándole, por ejemplo, una escalera de cuerdas.

—En verdad —replicó ella—, estamos viviendo un cuento fantástico; llevamos una vida tan maravillosa como sólo puede ser descripta en Las Mil y una Noches. Pero ¿cómo será en el futuro? Porque ese llamado futuro alguna vez se deslizará en nuestro presente.

—Mira, corazón de mi corazón —dijo el marido—: entre nosotros, la prosaica eres tú. Fue en otoño cuando el viejo propietario malhumorado viajó a esa ciudad lejana para ver si su amigo médico podía aliviarle su sota. En esos momentos éramos tan inmensamente ricos que pudimos darle no sólo el alquiler de tres meses, sino incluso anticiparle el pago hasta Pascuas de Resurrección, lo cual aceptó con agradecimiento y sonrisa satisfecha. Por lo menos de su parte no tendremos problemas hasta pasadas las Pascuas de Resurrección. El invierno riguroso ha llegado a su fin, y ya no necesitamos mucha leña: en el peor de los casos, nos sobran aún los cuatro escalones que conducen al desván y allí duerme aún un futuro seguro para nosotros en la figura de algunas puertas viejas, las tablas del piso, los tragaluces y varios utensilios. Por eso ten confianza, mi querida, y deja que gocemos con gran alegría de la suerte que nos permite vivir completamente aislados del mundo sin depender de nadie y sin necesitar a persona alguna. Es una situación siempre anhelada por los sabios y sólo unos pocos elegidos tienen la suerte de conocerla...

Pero las cosas sucedieron de manera distinta de lo previsto. Ese mismo día, cuando apenas habían terminado su modesta comida, pasó un coche delante de la pequeña casa. El carruaje se detuvo y bajaron algunas personas. La extraña construcción en saliente del techo impidió que la pareja supiese la identidad de los recién llegados. Los bagajes fueron depositados en el suelo —esto sí lo pudieron percibir— y del marido se apoderó el angustioso presentimiento de que acaso fuera el malhumorado propietario, quien había superado el ataque de gota antes de lo calculado.

Se escuchó claramente que el recién llegado se instalaba en la planta baja y ya no pudo haber duda de quién era. Bajaron unas

11 Friedrich von Uechtritz, autor dramático y novelista (1800-1875). (Nota de la trad.)12 De Semíramis, la reina legendaria, se afirmaba que había fundado Babilonia y los jardines

colgantes.

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maletas y las introdujeron en la casa. Estaba escrito que Enrique debería enfrentar ese mismo día una lucha. Escuchó lleno de aprensión y permaneció detrás de la puerta entornada. Clara le echó una mirada interrogativa, más él, con una sonrisa, meneó la cabeza en señal de no y se quedó callado. Abajo había un silencio total; el viejo se había retirado a su habitación.

Enrique se sentó al lado de Clara y dijo con voz algo reprimida: —De hecho es desagradable que sólo pocas personas posean tanta fantasía como el gran Don Quijote13. Cuando a éste le tapiaron el aposento de los libros explicándole que un encantador se había llevado no sólo la biblioteca, sino también el aposento entero, comprendió lo que ocurría de inmediato, sin albergar la menor duda. No era lo bastante prosaico como para preguntar a dónde se había ido una cosa tan abstracta como el espacio. ¿Qué es el espacio? Una cosa incondicionada, una forma de la percepción. ¿Qué es una escalera? Un ente condicionado pero una comunicación, una oportunidad para llegar arriba desde abajo (y cuán relativos son incluso los conceptos de arriba y abajo). El viejo nunca aceptará que allí donde ahora hay un hueco antes no había una escalera; seguramente es demasiado empírico y racionalista como para conceder que el hombre auténtico y la intuición más profunda de las transacciones usuales no necesitan de esa aproximación pobre y prosaica, de esa vulgar jerarquización de conceptos. ¿Cómo podré explicárselo a él desde un punto de vista más elevado para que lo acepte en el suyo, tan inferior? Él quiere apoyarse en la vieja experiencia de la baranda y al mismo tiempo subir pausadamente por un escalón tras otro para llegar a la altura de la comprensión; nunca sería capaz de aceptar nuestra contemplación inmediata, ya que entre nosotros hemos destituido todas esas proposiciones triviales relativas a la experiencia o al estado de cosas sacrificándolas, según la vieja doctrina parsi14 al conocimiento más puro mediante el paso por las llamas que calientan y purifican.

—Ah, sí! —dijo Clara sonriéndose—; entrégate nomás a tus fan- tasías y chistes; éste es el verdadero humorismo del desasosiego.

—El ideal de nuestra contemplación —continuó diciendo él— nunca se confundirá del todo con la turbia realidad. La concepción vulgar, lo terrestre, jamás dejarán de estar empeñados en subyugar y dominar lo espiritual...

—¡Chitón! —dijo Clara— abajo se están moviendo otra vez.

El viejo criado, que era el factótum de la pequeña casa, acudió desde su piececita. —Ayúdame a subir por la escalera —dijo el propietario—. Estoy como embrujado y enceguecido, no puedo encontrar esos escalones grandes y anchos. ¿Qué puede ser?

13 Referencia al episodio que narra Cervantes en la primera parte, cap. 8, de Don Quijote, obra que el propio Tieck había traducido al alemán. (Nota de la trad.)

14 La doctrina parsi con su fe en la fuerza purificadora del fuego, fue difundida por los llamados parsis o guebros.-

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—Bueno, venga conmigo, señor Emerico —dijo el hosco sirviente—, usted todavía está un poco mareado por el viaje.

—Ese —observó Enrique desde arriba —se extravía en una hipótesis que no le resultará.

—¡Caramba! —gritó Ulrico— aquí me he golpeado la cabeza; estoy también medio atontado; es casi como si no le gustáramos a la casa.

—Pretende explicárselo como milagroso —dijo Enrique—; tan arraigada está en nosotros la tendencia a la superstición.

—Extiendo la mano hacia la derecha y hacia la izquierda, -dijo el propietario—, la alzo hacia arriba... casi creo que el diablo se ha llevado toda la escalera.

—Es casi —dijo Enrique— una repetición del Don Quijote; pero su espíritu inquisitivo no se dará por satisfecho; en el fondo, es también una hipótesis equivocada, y el llamado diablo a menudo sólo es introducido porque no entendemos una cosa o porque lo que entendemos nos hace rabiar.

Desde abajo se oyeron unos murmullos, y luego unas blasfemias en voz baja; Ulrico, el sensato, se había alejado silenciosamente para buscar una vela encendida. Ahora la alzó con puño fuerte y alumbró el espacio vacío. Emerico miró hacia arriba lleno de estupor, permaneció un rato boquiabierto, paralizado por el susto y la sorpresa y luego gritó con todo cuanto daban sus pulmones: —¡Caracoles! ¡Maldita la gracia! ¡Señor Brand! ¡Señor Brand, usted allá arriba!

Ya no hubo escapada posible. Enrique salió afuera y se inclinó sobre el abismo y vio a la luz incierta de la trémula vela, dos figuras demoníacas en la penumbra del corredor. —Ah, muy estimado señor Emerico— llamó amablemente hacia abajo—, sea usted bienvenido; es una hermosa señal de su buena salud el que llegue más temprano de lo que se había propuesto. ¡Me alegro de verlo tan bien!

—¡Su servidor! —replicó aquél... —Pero de eso no se habla. Pues bien, ¿qué ha sido de mi escalera?

—¿Su escalera, estimado señor? —contestó Enrique—. ¿Qué me importan sus cosas? Antes de salir, ¿usted me la dio acaso para que la guardara?

—No se haga el sonso —gritó el otro—... ¿Dónde ha quedado esta escalera? ¿Mi gran escalera hermosa y sólida?

—¿Aquí había una escalera? —preguntó Enrique—. En verdad amigo, salgo muy poco, casi le diría que no salgo, de modo que no tomo nota de cuanto sucede fuera de mi habitación. Estudio y trabajo y no me fijo en todo lo demás.

—Ya hablaremos, señor Brand —exclamó el propietario— semejante malicia me paraliza la lengua y el habla, pero, ¡pronto

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hablaremos en forma muy distinta! Usted es el único inquilino; en los tribunales ya me explicará qué significa todo esto.

—No se enoje de tal manera —dijo Enrique—; si le interesa escuchar la historia, puedo satisfacerlo ahora mismo; porque recuerdo ahora, es cierto, que antes había aquí una escalera y, confieso también que la he gastado.

—¿Gastado? —gritó el viejo y pataleó—. ¿Mi escalera? ¿Usted me está demoliendo la casa?

—En absoluto —dijo Enrique— su pasión le hace exagerar las cosas; su habitación abajo está intacta y la nuestra aquí arriba está igualmente sana y sin tocar; sólo ha desaparecido —gracias a mi empeño y trabajo e incluso a mis grandes esfuerzos físicos— esta pobre escalera para advenedizos, esta institución de socorro para piernas flojas, este recurso y puente de los asnos para visitas aburridas y personas malas; en fin, esta comunicación para intrusos molestos.

—Pero esta escalera —gritó Emerico hacia arriba —con su valioso pasamano indestructible, con su baranda de roble, sus veintidós escalones anchos y fuertes, eran una parte integrante de mi casa. Viejo como estoy ¿cuándo se ha oído hablar de un inquilino que gaste las escaleras de la casa como si fueran cepilladuras o tiras de papel?

—Me gustaría que tomara asiento —dijo Enrique— y me escuchara, con tranquilidad. Por estos sus veintidós escalones subía, corriendo a menudo un hombre fatal, quien lograba con su charla que me desprendiera de un valioso manuscrito que él quería imprimir, pero luego se declaró en quiebra y puso pies en polvorosa. Otro librero usó estos sus escalones de roble sin cansarse jamás y se apoyó siempre en su firme baranda para hacerse más cómoda la subida; se iba y venía, venía y se iba hasta que, aprovechándose con crueldad de mis apuros, insistió en que le vendiera por un precio más que ínfimo, por un verdadero precio bochornoso, la valiosa edición príncipe de Chaucer, y se la llevó en sus propios brazos. ¡Oh, señor, cuando se tienen experiencias tan amargas, uno realmente no puede encariñarse con una escalera que facilita sobremanera qué semejantes tipos penetren en los pisos altos!

—Pero ¡qué ideas condenadas! —gritó Emerico.

—Guarde su ecuanimidad —dijo Enrique elevando un poco la voz—. Usted quiso conocer el asunto en su conexión lógica. Me habían engañado y estafado; por grande que sea nuestra Europa, sin contar siquiera a Asia y América, yo no recibí remesas de ninguna parte, era como si todos los créditos se hubieran agotado y vaciado todos los bancos. El invierno sumamente duro y despiadado requirió leña para encender la estufa; pero yo no tenía dinero para comprarla en la forma común. Entonces se me ocurrió pedir este empréstito que ni siquiera puede llamarse forzoso. Al hacerlo, mi estimado señor, yo no creía que usted iba a volver antes de los días calurosos del verano.

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—¡Qué disparate! —dijo aquél—. ¿Creía usted, pobretón, que con el calor mi escalera volvería a crecer sola como hacen los espárragos?

—Así como tengo reducidos conocimientos de la flora tropical, conozco demasiado poco la naturaleza de una planta como es la escalera, para afirmar tal cosa —contestó Enrique—. En cambio, necesite urgentemente la leña y como yo no salía ni tampoco mi mujer, y nadie venía a vernos, porque conmigo ya no se podía ganar nada, esta escalera formaba decididamente parte de las cosas superfluas de la vida, del lujo huero, de las invenciones inútiles. Si es una conducta noble —como afirman muchos sabios universales— limitar sus necesidades y bastarse a sí mismo, entonces esa construcción completamente, inútil para mí me ha salvado de morirme de frío. ¿No leyó usted nunca cómo Diógenes tiró su copa de madera luego de haber observado que un paisano, sacaba agua, con la palma de la mano y bebía de ella?...

—Hombre, usted habla como un chiflado —dijo Emerico—. Yo vi a un hombre que ponía el pico directamente bajo la canilla y así tomaba agua; en consecuencia, su Moisés Diógenes podía haberse cortado también la mano... Pero, Ulrico, vete corriendo a la policía. Debemos colgar el asunto en otro clavo...

—No se apresure —exclamó Enrique-; tendrá que comprender que yo, al quitar la escalera, he mejorado esencialmente su casa,

Emerico, que ya estaba avanzando hacia la puerta de entrada, volvió otra vez. —¿Mejorado? —gritó con el mayor de los enconos—. Pues, ¡esto sería para mí algo completamente nuevo!

—El asunto es muy simple —le contestó Enrique— y cualquiera puede comprenderlo. Su casa no tiene seguro contra el incendio. Ahora bien, desde hace tiempo he tenido malos sueños de accidentes por el fuego; además hubo algunos incendios aquí en la vecindad. Tuve una noción segura, incluso hablaría de clarividencia, de que nuestra casa sufriría el mismo percance. ¿Puede haber (así le pregunto a cada entendido en construcciones), puede haber una cosa más inconveniente que una escalera de madera? La policía debería prohibir efectivamente semejante construcción peligrosa. En todas las ciudades donde se hace mal uso de ella, la escalera de madera constituye, cada vez que estalla un incendio, el peor de los males. No sólo conduce el fuego a todos los pisos, sino que a menudo imposibilita la salvación de la gente. Como yo sabía a ciencia cierta que en breve habría un incendio aquí mismo o en la vecindad, he sacado con mis propias manos y con muchos esfuerzos y grandes sudores esta escalera miserable y fatal para atenuar lo más posible la desdicha y los daños. Por ello había contado incluso con su gratitud.

—¿Ah sí? —gritó Emerico hacia arriba—; si me hubiera ausentado por más tiempo, ese bonito señor me habría gastado toda mi casa con la misma charlatanería. ¡Gastado! ¡Como si estuviera permitido gastar las casas de esta manera! Pero ¡espera unos

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segundos, pícaro!... ¿Ya llegó la policía? —preguntó a Ulrico qué había vuelto.

—Vamos a colocar —gritó Enrique hacia abajo— una gran escalera de piedra y su palacio, hombre estimado, saldrá ganando, al igual que la ciudad y el Estado.

—Estas fanfarronadas se acabarán pronto —contestó Emerico, y se dirigió enseguida al jefe de policía, que había entrado junto con varios agentes.

—Mi inspector —dijo dándose vuelta hacia él—. ¿Supo usted alguna vez de semejante atentado? ¡Romper en mi casa la escalera grande y hermosa y en mi ausencia quemarla en la estufa como si fueran astillas!

—Se asentará en la crónica municipal, —dijo el jefe con arrogancia— y el tipo imprudente, el bandido de la escalera irá a parar a la cárcel o a la fortaleza. ¡Esto es peor que un robo! Además, tendrá que indemnizarlo. ¡Baje usted, señor criminal!

—Nunca —dijo Enrique—, los ingleses tienen mucha razón al decir que su casa es su castillo y la mía aquí es del todo inaccesible e inexpugnable, porque he levantado el puente levadizo.

—¡Esto tiene arreglo! —exclamó el jefe—. Hombres, traed una gran escalera de bombero; luego subiréis y si el delincuente se resiste lo bajaréis atado con sogas para que sea castigado.

En estos momentos, la planta baja de la casa ya estaba repleta de gente de la vecindad; el tumulto había atraído a hombres, mujeres y niños, y muchos curiosos se habían reunido en la calleja para averiguar qué era lo que pasaba y ver cómo acabaría el asunto. Clara se había sentado cerca de la ventana; estaba cohibida, pero no había perdido el autodominio porque notaba que su esposo conservaba la serenidad y no se hacía mala sangre por la situación. Pero no se imaginaba cómo terminaría todo. Enrique, a su vez, vino a verla un momento para consolarla y buscar algo en la habitación. Dijo: —Mira, Clara, ahora estamos tan asediados como nuestro Gotz en su castillo de Jaxthausen15; el corneta repugnante ya me ha pedido que me rinda incondicionalmente y le contestaré enseguida, pero con modestia y no como hizo mi gran modelo de antaño.

Clara le sonrió amablemente y dijo sólo estas pocas palabras: —Mi destino es el tuyo; pero creo que mi padre, si me viera ahora, me perdonaría.

Enrique salió de nuevo y cuando vio que efectivamente intentaban traer la escalera, dijo con tono solemne: —Señores, piensen bien lo que hacen; desde hace semanas estoy preparado para todo, para lo extremo. No permitiré que me tomen preso, y me defenderé hasta perder la última gota de sangre. Aquí tengo dos escopetas de tiro doble, ambas cargadas con balas; y hay más

15 Referencia al Götz von Berlichingen de Goethe.

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todavía, este viejo cañón es una pieza peligrosa, llena de cartuchos y plomo picado, vidrio pulverizado y otros ingredientes por el estilo. En la pieza están acumulados polvo, balas, cartuchos, plomo y todo lo necesario; mientras yo tiro, mi valiente mujer volverá a cargar las armas, las que sabe usar como cazadora que es, y entonces, si quieren verter su sangre, vengan, aquí los espero.

—Este es un demonio de primera —dijo el jefe de policía —hace mucho que no he visto a un criminal tan resoluto. Qué facha tendrá, pues en esta guarida oscura no se ve absolutamente nada.

Enrique había puesto en el suelo dos palos y una vieja bota que debían hacer las veces del cañón y de las escopetas de doble tiro. El policía dio una señal para que retiraran la escalera.

—El mejor consejo sería, señor Emerico —agregó luego—, matar de hambre al degenerado: así tendrá que rendirse.

—¡Gran error!, —gritó Enrique hacia abajo en tono alegre—estamos provistos con fruta seca, ciruelas, peras, manzanas y galletas. Tenemos comida para varios meses. El invierno prácticamente ha pasado y en caso de que nos falte la leña, queda el desván; allí hay puertas viejas, sobran tablas e incluso se pueden utilizar partes prescindibles de la armadura del tejado.

—¡Escuche a este tipo pagano! —exclamó Emerico—. Primero me demuele la casa desde abajo y ahora quiere atacar el techo.

—Excede todos los ejemplos —dijo el agente de policía. Muchos de los curiosos se regocijaron con la tenacidad de Enrique; además, les agradaba que el propietario avaro tuviera esta disgusto—. ¿Hemos de hacer venir a las fuerzas militares con escopetas cargadas?

—¡Ah no, inspector, por el amor de Dios! Entonces arrasarían completamente mi casita y luego de haber reducido al rebelde, yo me quedaría mirando la luna.

—Así es —dijo Enrique—; además, ¿se ha olvidado acaso de lo que dicen los diarios desde hace muchos años? El primer tiro de cañón, dondequiera que se origine, agitará a toda Europa. Señor agente de policía; ¿quiere usted cargar entonces con la inmensa responsabilidad de que desde esta choza, desde la calleja más angosta y oscura de un pequeño suburbio, se vaya desarrollando la inmensa revolución europea? ¿Qué pensaría de usted la posteridad? ¿Cómo podría usted responder de esta ligereza ante Dios y su rey? Y sin embargo, usted ya ve aquí el cañón cargado capaz de obrar la transformación de todo el siglo.

—Es un demagogo y carbonario —dijo el jefe de policía—, se nota bien en sus palabras. Es miembro de las sociedades prohibidas: por lo insolente que es, cuenta con ayuda extranjera. Puede ser que en medio de esta turba ruidosa de papamoscas tenga varios compinches disfrazados que sólo esperan nuestro ataque para sorprendernos a espaldas con sus fusiles asesinos.

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Cuando estos haraganes oyeron que la policía les tenía miedo, armaron un buen alboroto de pura malicia. La confusión creció y Enrique llamó a su esposa diciendo: —Quédate contenta, estamos ganando tiempo y seguramente podremos capitular si no es: que viene un Sickingen16 para redimirnos.

—¡El rey, el rey! —se escuchó gritar fuertemente desde la calle. Todos pegaron un salto hacia atrás, empujándose los unos a los otros; porque en la calle angosta trató de avanzar un carruaje lujoso. En la parte de atrás permanecerían de pie unos lacayos de librea con galones, un cochero elegante y eficiente conducía los caballos, y del coche bajaba un señor ricamente vestido que lucía condecoraciones.

—¿No vive aquí un tal señor Brand? —preguntó el hombre- —¿Y qué significa este gentío?

—Vuestra Alteza —dijo un modesto tendero—; allí dentro quieren iniciar una nueva revolución y la policía la ha descubierto; enseguida llegará un regimiento de guardia porque los rebeldes no quieren rendirse.

—¡Resulta que es una secta, Excelencia —exclamó un vendedor de fruta—, quieren abolir todas las escaleras por impías y superfinas.

—¡Ah no, no! —lo interrumpió a gritos una mujer—. Dicen ser descendientes del Santo San Simón17, el rebelde; éste dice que toda la leña y toda la propiedad deben ser comunes y ya han traído la escalera de bomberos para tomarlo preso.

A pesar de que todos quisieron dejarlo pasar, el forastero tuvo dificultades para entrar por la puerta de la casa. El viejo Emerico fue a su encuentro y ante sus preguntas le explicó la situación con gran cortesía, diciendo que todavía no se habían puesto de acuerdo sobre la mantea de aprehender al gran criminal. El forastero avanzó ahora por el patio oscuro y llamó con voz fuerte:

—¿Es cierto que aquí vive un tal señor Brand?

—Así es —dijo Enrique— ¿quién ha llegado ahora para preguntar por mí?

—¡Venga la escalera! —dijo el forastero—, para que pueda subir.

—Lo impediré a todos y a cada uno —exclamó Enrique—. Aquí arriba nada tiene que hacer un forastero y nadie habrá de molestarme.

—Pero ¿si devuelvo el Chaucer? —exclamó el desconocido—. ¿La edición de Caxton con la hoja que lleva la letra del señor Brand?

16 Franz von Sickingen, es en el Götz de Goethe, el cuñado del protagonista que viene en su auxilio en muy peligrosa situación.

17 Claude Henri Saint-Simon (1700-1825), escritor revolucionario francés que postuló la intervención del Estado en la distribución de las riquezas.

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—¡Cielos! —gritó éste—. Me haré a un lado, que suba el forastero, este ángel bueno... ¡Clara! —llamó a su mujer, lleno de alegría pero con lágrimas en los ojos—. ¡Nuestro Sickingen ha llegado de veras!

El forastero habló con él propietario y lo tranquilizó completamente; despidieron y recompensaron a los agentes de policía, pero lo más difícil fue alejar al populacho excitado. Al fin, cuando pudieron lograrlo, Ulrico trajo con esfuerzo la gran escalera y el noble desconocido subió solo al departamento de su amigo.

El forastero miró sonriendo la pequeña habitación, saludó cortésmente a la mujer y luego se arrojó en los brazos de Enrique, quien estaba extrañamente conmovido. Sólo logró pronunciar las palabras: "¡Andrés mío!". Clara comprendió que este ángel salvador era ese amigo de juventud, el muy citado Valdelmeer.

Se repusieron de la alegría, de la sorpresa. El destino de Enrique conmovió profundamente a Andrés. Ya se admiraba por la extraña emergencia y el recurso utilizado, ya por la belleza de Clara y ambos amigos no se cansaron de reavivar y evocar episodios de su juventud y de regocijarse con esos sentimientos y emociones.

—Pero ahora hablemos sensatamente —dijo Andrés—. El capital que me confiaste en ocasión de mi viaje, ha dado tantos intereses en la India que puedes llamarte en estos momentos un hombre rico; puedes vivir, pues, independientemente cómo y dónde quieras. Movido por la alegría de volver a verte pronto, desembarqué en Londres porque allí tenía que arreglar algunas transacciones monetarias. Fui a ver también a mi librero para elegir un regalo bonito que satisficiera tu afición por lo antiguo. Mira —me dije a mí mismo— aquí alguien ha hecho encuadernar su Chaucer con el mismo gusto personal que ideé en ese entonces para ti. Tomo el libro y me asusto; porque es el tuyo. Ya sabía bastante y demasiado de ti, pues sólo la miseria, había podido obligarte a deshacerte del libro siempre y cuando no te lo hubieran robado. Al mismo tiempo encontré, afortunadamente para los dos, al comienzo del libro, una hoja escrita de tu puño y letra donde te llamabas un pobre infeliz y firmabas con el nombre de Brand, indicando la ciudad, la calleja y el departamento donde vivías. Si este querido y caro libro no me hubiera revelado nada de ti, ¿cómo habría podido encontrarte con el nombre cambiado y en tu voluntaria reclusión? Recíbelo pues, por segunda vez, y venéralo porque este libro es, por un milagro, la escalera que nos ha vuelto a reunir... Abrevio mi estada en Londres y vengo volando a esta ciudad.. y oigo del embajador, quien desde hace ocho semanas fue enviado aquí por su príncipe, que has raptado a su hija.

—¿Mi padre está aquí? —exclamó Clara palideciendo.

—Sí, señora mía —continuó diciendo Valdelmeer—, pero no se asuste; él no sabe todavía que usted vive en esta ciudad... El viejo está arrepentido de su dureza, se acusa a sí mismo y está desconsolado porque ha perdido todas las huellas de su hija. La ha

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perdonado desde hace mucho y me contó lleno de emoción que se ignora por completo tu paradero y que a pesar de sus asiduas investigaciones en ninguna parte ha podido descubrir el menor rastro tuyo... Esto se entiende únicamente, amigo mío, cuando sé lo retirado que has vivido, casi como un ermitaño de la Tebaida18, o como ese Simeón estelita19, de modo que no ha llegado hasta ti ninguna noticia, ningún diario para decirte que tu suegro vive muy cerca y —cuánto me alegra poder agregarlo— está reconciliado contigo. Vengo directamente de él pero sin haberle dicho que abrigaba la esperanza casi certera de verte hoy mismo. En caso de que tú seas encontrado junto con su hija, desea que vivas en sus querencias, ya que seguramente no querrás volver a tu carrera anterior.

Ya no hubo más que alegría. La perspectiva de poder vivir otra vez decentemente y con recursos holgados, fue para el matrimonio lo que los regalos de Navidad para los niños. Con agrado se desprendieron de la obligada filosofía de la pobreza, cuyos consuelos y amargura habían probado hasta las heces.

Valdelmeer los llevó primero en coche a su departamento, donde les consiguieron enseguida ropa decente para presentarse bien ataviados ante el reconciliado padre. No hará falta decir que no se olvidaron de la vieja Cristina. Ella, a su manera, se sintió tan feliz como sus patronos.

Luego se vio gran actividad de albañiles en la pequeña calleja. El viejo Emerico supervisó riendo la restitución y construcción de su nueva escalera que, a pesar de las advertencias de Enrique, volvió a ser de madera. Había recibido una indemnización tan rica y generosa por su pérdida que el viejo colector de dinero a menudo se frotó las manos lleno de alegría, y hubiera alquilado gustosamente su departamento a un inquilino aventurero de disposiciones parecidas...

Tres años más tarde, el viejo encorvado recibió con muchas perplejas reverencias a una pareja aristocrática que llegó en un carruaje suntuoso. El mismo los acompañó por la nueva escalera al pequeño recinto habitado ahora por un pobre encuadernador. El padre de Clara acababa de morir y ella había concurrido con su esposo desde sus tierras lejanas para ver por última vez al moribundo y recibir su bendición. Tomados del brazo, ambos se asomaron a la pequeña ventana, miraron hacia el techo rojo y marrón y observaron otra vez esas medianeras tristes sobre las que jugueteaban los rayos del sol. Este escenario de su miseria pasada y, a la vez, de su dicha infinita, los conmovió hondamente... El encuadernador estaba ocupado justamente en encuadernar para una biblioteca circulante la segunda edición de la obra que le había sido birlada de mala fe al empobrecido autor.

—Es un libro muy bien recibido —dijo el encuadernador mientras seguía trabajando—, y verá otras ediciones más.

18 Los primeros ermitaños cristianos se retiraron a los desiertos de la Tebaida egipcia.19 Simeón Estilata es el nombre de tres santos que pasaron su vida sobre una columna.

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—Nuestro amigo Valdelmeer nos está esperando —dijo Enrique y luego de haber hecho un regalo al encuadernador, subió con su esposa al carruaje. Ambos meditaron sobre la esencia de la vida humana y las necesidades, cosas superfluas y secretos de la existencia…

Trabajo de digitalización y escaneode materiales realizado por personal

de SeDiCI para la cátedra deLiteratura Alemana de la

Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educaciónde la UNLP.

Visítenos en: http://sedici.unlp.edu.ar

UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA

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