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Para Pascual y Andrés,porque, tras largas y duras negociaciones,

han ganado ellos. Y, a pesar de todo,les quiero

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CAPÍTULO PRIMERO

Después de esa interminable pendiente de mareos y angus-tias que había sido la travesía a bordo del André Lebon, unasorprendente quietud se apoderó de la nave cierto medio-día, obligándome al desagradable esfuerzo de entreabrir losojos, como si, de ese modo, pudiera averiguar por qué elpaquebote había dejado de batirse contra el oleaje por pri-mera vez en seis semanas. ¡Seis semanas...! Cuarenta díasinfames, de los cuales sólo recordaba haber estado en cu-bierta uno o dos, y eso con mucho valor. No vi Port Said,ni Djibuti, ni Singapur... Ni siquiera fui capaz de asomarmepor las ventanillas de mi cabina mientras cruzábamos el Ca-nal de Suez o atracábamos en Ceilán y Hong-Kong. El de-caimiento y las náuseas me habían mantenido tumbada enaquel pequeño lecho de mi camarote de segunda desde quesalimos de Marsella la mañana del domingo 22 de julio, yni las infusiones de jengibre ni las inhalaciones de láudano,que me atontaban, habían conseguido mejorar un poco miscongojas.

El mar no era lo mío. Yo había nacido en Madrid, tie-rra adentro, en la meseta castellana, a mucha distancia de laplaya más próxima, y aquello de subir en un barco y cruzarmedio mundo flotando y balanceándome no me parecíanatural. Hubiera preferido mil veces hacer el viaje en fe-

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rrocarril, pero Rémy siempre decía que era mucho más pe-ligroso y, ciertamente, desde la revolución de los bolchevi-ques en Rusia, atravesar Siberia suponía una verdadera lo-cura, de modo que no tuve más remedio que comprar lospasajes para aquel elegante paquebote a vapor de la Com-pagnie des Messageries Maritimes anhelando que el dios delos mares fuera compasivo y no sintiera el excéntrico deseode llevarnos al fondo, donde seríamos devorados por lospeces y el légamo cubriría nuestros huesos para siempre.Hay cosas que no las traemos al nacer y yo, desde luego, nohabía llegado al mundo con espíritu marinero.

Cuando la quietud y el desconcertante silencio del bar-co me reanimaron, contemplé las familiares aspas giratoriasdel ventilador que colgaba de las tablas del techo. En algúnmomento de la travesía me había jurado que, si llegaba aponer de nuevo los pies en tierra, pintaría ese ventilador taly como lo veía bajo los confusos efectos del láudano; quizáconsiguiera vendérselo al marchante Kahnweiler, tan aficio-nado a los trabajos cubistas de mis paisanos Picasso y JuanGris. Pero la visión brumosa de las aspas del ventilador nome proporcionó una explicación de por qué el barco se ha-bía detenido y, como tampoco se oía el zafarrancho propiode la llegada a los puertos ni las carreras alborotadas de lospasajeros dirigiéndose a cubierta, tuve rápidamente un malpresentimiento... Al fin y al cabo estábamos en los azarososmares de China donde, todavía en aquel año de 1923, peli-grosos piratas orientales abordaban los buques de pasajepara robar y asesinar. El corazón empezó a latirme confuerza y las manos a sudarme y, justo en ese momento, unosgolpecitos siniestros sonaron en mi puerta:

—¿Da usted su permiso, tía? —inquirió la voz apagadade esa sobrina recién estrenada que me había tocado enuna rifa sin haber comprado papeleta.

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—Pasa —murmuré, reprimiendo unas ligeras náuseas.Como Fernanda sólo venía a verme para traerme la infu-sión contra el mareo, cada vez que aparecía por mi cama-rote el estómago se me destemplaba.

Su gordezuela figura cruzó el dintel trabajosamente. Lamuchacha traía un tazón de porcelana en una mano y susempiterno abanico negro en la otra. Jamás se desprendíadel abanico como tampoco jamás se soltaba el pelo, siem-pre recogido en un moño a la altura de la nuca. Llamabamucho la atención el duro contraste entre sus lozanos die-cisiete años y el riguroso vestido de luto que nunca se qui-taba, escandalosamente anticuado incluso para una señori-ta de Madrid y, por supuesto, totalmente inadecuado paralos tórridos calores que sufríamos en aquellas latitudes.Pero, aunque yo le había ofrecido algo de mi propia ropa(unas blusas más ligeras, muy chics, y alguna falda más cor-ta, hasta la rodilla, según mandaba la moda de París), comobuena heredera de un carácter seco y poco agradecido, re-chazó de plano mi oferta, santiguándose y bajando la mira-da hacia sus manos, con un gesto categórico que daba porzanjada la cuestión.

—¿Por qué se ha parado el barco? —quise saber mien-tras me incorporaba, muy despacito, y empezaba a oler losagresivos aromas de aquella pócima que los cocineros delpaquebote preparaban rutinariamente para varios pasa-jeros.

—Hemos dejado el mar —me explicó sentándose alborde de mi lecho y acercándome la taza a la boca—. Es-tamos en un lugar llamado Woosung o Woosong, no sé..., acatorce millas de Shanghai. El André Lebon avanza lenta-mente porque estamos remontando un río y podríamoschocar contra el fondo. Llegaremos dentro de unas horas.

—¡Por fin! —exclamé, advirtiendo que la cercanía de

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Shanghai me aliviaba mucho más que la tisana de jengibre.Sin embargo, no me sentiría bien hasta que no dejara aqueldichoso camarote con olor a salitre.

Fernanda, que no retiraba el tazón de mis labios pormucho que yo me apartase, hizo una mueca que quería seruna sonrisa. La pobre era clavadita a su madre, mi insufri-ble hermana Carmen, desaparecida cinco años atrás duran-te la terrible epidemia de gripe de 1918. Además del carác-ter, tenía sus mismos ojos grandes y redondos, su mismabarbilla prominente y esa nariz terminada en una graciosabolita de carne que les confería a ambas un aire cómico apesar de que sus caras siempre lucían un gesto agrio que es-pantaba incluso a los más animosos. La gordura, sin em-bargo, la había sacado de su padre, mi cuñado Pedro, unhombre de barriga imponente y con una papada tan abul-tada que, para disimularla, se había tenido que dejar crecerla barba desde muy joven. Tampoco Pedro era un dechadode simpatía, así que no resultaba extraño que el fruto deaquel desgraciado matrimonio fuera esta chiquilla seria, en-lutada y tan dulce como el aceite de ricino.

—Debería recoger sus cosas, tía. ¿Quiere que la ayudea preparar el equipaje?

—Si fueras tan amable... —murmuré, dejándome caeren el camastro con un gesto de sufrimiento que, aunque enel fondo era bastante real, quedó un tanto amanerado por-que lo estaba exagerando. Pero, en fin... Si la niña se ofre-cía, ¿por qué no dejarla hacer?

Mientras ella revolvía en mis baúles y maletas, y recogíalas pocas cosas utilizadas por mí durante aquel penoso via-je, empecé a escuchar ruidos y voces alegres en el pasillo; sinduda, los demás pasajeros de segunda estaban tan impa-cientes como yo por abandonar el medio acuático y regresaral terrestre, con el resto de la humanidad. Este pensamien-

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to me animó tanto que hice un esfuerzo voluntarioso y, en-tre quejidos y lamentos, conseguí levantarme y quedar sen-tada en la cama con los pies en el suelo. Me encontraba muydébil, de eso no cabía ninguna duda, pero aún peor que lafatiga era recuperar la sensación de tristeza que el letargodel láudano había conseguido borrar y que, por desgracia,la vigilia me devolvía.

No sabía cuánto tiempo tendríamos que quedarnos enShanghai tramitando los asuntos de Rémy pero, aunqueen aquellos momentos pensar en el viaje de regreso me po-nía los pelos de punta, esperaba que nuestra estancia en estaciudad fuera lo más breve posible. De hecho, había concer-tado telegráficamente una cita con el abogado para la ma-ñana siguiente, con el propósito de acelerar las gestiones yresolver cuanto antes los temas pendientes. La muerte deRémy había sido un golpe muy duro, terrible, un trance quetodavía me resultaba difícil de aceptar: ¿Rémy, muerto?¡Qué absurdo! Era una idea totalmente ridícula y, sin em-bargo, tenía muy fresco en mi memoria el recuerdo del díaen que recibí la noticia, el mismo en el que Fernanda habíaaparecido en mi casa de París con su maletita de cuero, susobretodo negro y su cursi capotita de niña española aco-modada. Aún estaba intentando hacerme a la idea de queaquella mocosa, a la que no conocía de nada, era la hija demi hermana y de su recientemente fallecido viudo, cuandoun caballero del Ministerio de Asuntos Extranjeros apare-ció en la puerta, se quitó el sombrero y, dándome sus mássentidas condolencias, me entregó un despacho oficial alque venía adherido un cablegrama en el que se me anun-ciaba la muerte de Rémy a manos de unos ladrones que ha-bían entrado a robar en su casa de Shanghai.

¿Qué podía hacer? Según el despacho, debía viajar aChina para hacerme cargo del cuerpo y resolver los asuntos

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legales, pero también tenía que responsabilizarme, en cali-dad de tutora dativa, de aquella tal Fernanda (o Fernandi-na, como a ella le gustaba ser llamada, aunque no lo iba aconseguir de mí) cuyo nacimiento se había producido algu-nos años después de que yo rompiera definitivamente lasrelaciones con mi familia y me marchara a Francia, en 1901,para estudiar pintura en la Académie de la Grande Chau-mière —la única escuela de París donde no había que pa-gar matrícula—. No tenía tiempo para venirme abajo nipara compadecerme de mí misma: deposité en el montepíoun par de cadenitas de oro, malvendí todas las telas que te-nía en el estudio y compré dos carísimos pasajes para Shan-ghai en el primer barco que zarpaba de Marsella al domin-go siguiente. Después de todo, Rémy De Poulain era, almargen de cualquier otra consideración, mi mejor amigo.Sentía una punzada aguda en el centro del pecho cuandopensaba que ya no estaba en este mundo, riéndose, ha-blando, caminando o, simplemente, respirando.

—¿Qué sombrero quiere ponerse para desembarcar, tía?La voz de Fernanda me devolvió a la realidad.—El de las flores azules —murmuré.Mi sobrina se quedó inmóvil, observándome con la mis-

ma fijeza indefinida con que me observaba su madre cuan-do éramos pequeñas. Esa habilidad heredada para ocultarsus pensamientos era lo que menos me gustaba de ella por-que, de todos modos, y mal que le pesara, se le adivinaban.Así que, como yo había practicado aquel deporte durantemucho tiempo con su abuela y su madre, aquella niña notenía nada que hacer conmigo.

—¿No preferiría el negro de los botones? Le quedaríabien con algún vestido a juego.

—Voy a ponerme el de las flores con la blusa y la faldaazules.

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La mirada neutral continuó.—¿Recuerda que va a venir al muelle personal del con-

sulado para recogernos?—Por eso mismo voy a ponerme lo que te he dicho. Es

la ropa que mejor me sienta. ¡Ah, y el bolso y los zapatosblancos, por favor!

Cuando todos los baúles estuvieron cerrados y la ropaque había pedido dispuesta a los pies de la cama, mi sobri-na salió del camarote sin decir una sola palabra más. Paraentonces, yo ya me encontraba bastante recuperada graciasa la engañosa inmovilidad de la nave que, según pude ad-vertir por las ventanillas, avanzaba lentamente entre un den-so tráfico de buques tan grandes como el nuestro y un en-jambre de veloces barquichuelas con velas cuadradas bajocuyos sombrajos se cobijaban pescadores solitarios o, increí-blemente, familias enteras de chinos, con ancianos, mujeresy niños.

Según decía la guía de viajes Thomas Cook que habíacomprado precipitadamente en la librería americana Sha-kespeare and Company el día antes de zarpar, estábamosremontando el río Huangpu, a cuyas orillas se encontrabala gran ciudad de Shanghai, cerca de la confluencia de estacorriente con la desembocadura del gran Yangtsé, el RíoAzul, el más largo de toda Asia, que cruzaba el continentede Oeste a Este. Aunque parezca extraño, a pesar de queRémy había vivido en China durante los últimos veinteaños, yo jamás había visitado este país. Ni él me había pe-dido en ningún momento que fuera, ni yo me había senti-do tentada por semejante viaje. La familia De Poulain teníagrandes sederías en Lyon, sustentadas por la materia primaque, en un principio, mandaba desde China el hermanomayor de Rémy, Arthème, que tuvo que volver a Franciapara hacerse cargo del negocio tras la muerte del padre. A

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Rémy, que hasta entonces había disfrutado de una vidaociosa y despreocupada en París, no le quedó más remedioque hacerse cargo del puesto de Arthème en Shanghai, esdecir, que con cuarenta y cinco años recién cumplidos, ysin haber dado jamás un palo al agua, se convirtió de la no-che a la mañana en apoderado y agente de las hilanderíasfamiliares en la metrópoli más importante y rica de Asia, lallamada «París del Extremo Oriente». Yo tenía entoncesveinticinco años y, con sinceridad, me sentí muy aliviadacuando se marchó, dueña de la casa y libre para hacer loque me diera la gana —que era exactamente lo que él ha-bía estado haciendo mientras yo estudiaba en la Acadé-mie—. Bien es verdad que, a partir de ese momento, tuveque depender exclusivamente de mis magros ingresos, peroel tiempo y la distancia sanearon la desquiciada relación en-tre Rémy y yo, convirtiéndonos en buenos amigos. Nos es-cribíamos mucho, nos lo contábamos todo y, qué dudacabe que, sin su puntual ayuda económica, me habría en-contrado en verdaderos apuros en más de una ocasión.

Cuando terminé de vestirme, el bullicio en el barco eraya considerable. Por el tipo de luz que entraba por las ven-tanillas de mi camarote deduje que serían, aproximadamen-te, las cuatro de la tarde y, por los ruidos, que debíamos deestar atracando en los muelles de la compañía naviera enShanghai. Si el viaje había transcurrido según lo previsto ysi la memoria no me fallaba, aquel día tenía que ser el jue-ves 30 de agosto. Antes de abandonar el camarote y subir ala cubierta, me permití añadir un último toque escandalosoa mi veraniego atuendo de viuda cuarentona, soltando lascintas de las solapas de mi blusa y anudándome al cuello elsuave y hermoso fular de seda blanca con bordados de flo-res que Rémy me regaló en 1914, tras volver a París conmotivo de la guerra.

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Cogí el bolso y, ante el espejo, me calé bien el sombre-ro sobre el pelo corto a lo garçon, me retoqué el maquilla-je, me puse un poco de colorete para que no se me notarantanto las ojeras y la palidez del rostro —por suerte, aquelaño se llevaban los tonos lívidos— y, con paso vacilante, meencaminé hacia la puerta y hacia lo desconocido: estaba nimás ni menos que en Shanghai, la ciudad más dinámica yopulenta del Extremo Oriente, la más famosa, conocida enel mundo entero por su incontrolada pasión hacia todo tipode placeres.

Desde la cubierta vi a Fernanda descendiendo por la pasare-la con firmes andares. Se había puesto su terrible capotita ne-gra y tenía exactamente el mismo aspecto que un cuervo enun campo de flores. La barahúnda era tremenda: cientos depersonas se agolpaban para abandonar la nave mientras queotros cientos, o quizá miles, se amontonaban en el muelle,entre los cobertizos, los edificios de las Aduanas y las oficinasque ostentaban la bandera tricolor francesa, descargando far-dos y equipajes, ofreciendo autos de alquiler, hoteles, trans-porte en esos carritos de dos ruedas llamados rickshaws, o,simplemente, esperando a familiares y amigos que llegaban,como nosotras, en el André Lebon. Policías vestidos de ama-rillo, con la cabeza velada por sombreros en forma de cono ybandas de tela en las piernas, intentaban poner orden en elcaos golpeando brutalmente con varas cortas a todos los chi-nos descalzos y semidesnudos que, cargando al hombro unaoscilante pinga de bambú con cenachos, vendían comida ovasos de té a los occidentales. Los gritos de los pobres culíeseran inaudibles entre el fragor humano, pero se les veía huirde la vara a toda velocidad para ir a detenerse pocos metrosmás allá y seguir con su actividad.

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Fernanda era perfectamente visible entre la multitud; nitodas las coloridas pamelas y sombreros del mundo, ni to-dos los brillantes parasoles chinos, ni todos los toldos detodos los rickshaws de Shanghai hubieran conseguido ocul-tar a aquella enlutada y rolliza figura que avanzaba entre lagente como un carro de combate alemán hacia Verdún. Nopodía imaginar qué la animaba a alejarse del buque contanta resolución, pero estaba demasiado ocupada tratandode no ser atropellada por el resto del pasaje como para in-quietarme por alguien que, además de hablar el francésperfectamente —había recibido la educación propia de lasmuchachas españolas de familia con posibles, es decir,francés, costura, religión, algo de pintura y algo de piano—,que además de hablar francés, digo, podía merendarse aun par de pequeños chinos con coleta en un abrir y cerrarde ojos.

Descendí por la pasarela y el fuerte olor a podredumbrey suciedad que subía desde el muelle me hizo sentir de nue-vo las agonías del mareo náutico. Como avanzábamos conmucha lentitud me dio tiempo a impregnar un pañuelo debatista con algunas gotas de colonia y a ponérmelo sobre lanariz y la boca, ocurrencia que fue rápidamente imitadapor otras damas de mi entorno mientras los caballeros seresignaban, con cara de póquer, a respirar aquel terrible he-dor fecal imposible de ignorar. Supuse entonces que el tufoprocedía de las aguas sucias del Huangpu, al tener tambiénalgo de efluvio a pescado y a grasa quemada, pero más tar-de descubrí que era el aroma habitual de Shanghai, un aro-ma al que, con el tiempo y sin remedio, terminabas acos-tumbrándote. Y, así, tras un buen rato, pisé suelo chino porprimera vez en mi vida con el rostro embozado tras unamáscara perfumada que sólo me dejaba los ojos al descu-bierto y cuál no sería mi sorpresa al encontrar allí mismo,

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al pie de la escalerilla, a mi diligente sobrina acompañadapor un elegante caballero que, cortésmente, se deshizo enamables saludos tras darme el pésame por el fallecimientode Rémy. Se trataba de monsieur Favez, agregado del cón-sul general de Francia en Shanghai, Auguste H. Wilden,quien tenía el inmenso placer de invitarme a almorzar al díasiguiente en su residencia oficial si, naturalmente, yo no ha-bía hecho otros planes y si me encontraba ya recuperadadel viaje.

Acababa de llegar y mi agenda empezaba a estar re-pleta: por la mañana, reunión con el abogado de Rémy y, amediodía, comida con el cónsul general de Francia. En rea-lidad, yo iba a necesitar al menos un par de vidas para es-tabilizarme sobre tierra firme, sin embargo, por razonesinexplicables, Fernanda parecía fresca, descansada y pletó-rica. Nunca, en el mes y medio que la conocía, había vistoa mi sobrina exudar tan intensamente algo parecido a laalegría. ¿Sería el hedor de Shanghai o, quizá, que las mul-titudes la alteraban? En fin, por lo que fuese, aquella niñapresentaba los mofletes encendidos y el rictus agrio de lacara se le había dulcificado muchísimo, sin contar con elvalor y la determinación que había demostrado al lanzarseella sola entre la multitud para localizar al agregado consu-lar (quien, por cierto, la miraba a hurtadillas con una ex-presión de estupor muy poco diplomática). Sin embargo,aquella agradable impresión resultó tan efímera como unrayo de sol en una tormenta: mientras resolvíamos los trá-mites y papeleos en las oficinas de la Compagnie con ayu-da de M. Favez, Fernanda volvió a ser sólo un rostro amu-rallado y una personalidad de metal sólido.

Un puñado de culíes cargaron en un abrir y cerrar deojos nuestros bártulos en el portaequipajes del espléndidoauto de M. Favez —un Voisin blanco descapotable con

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rueda de repuesto trasera y manivela de arranque platea-da— y, sin más demora, salimos del muelle con un encan-tador chirrido de neumáticos que me hizo soltar una ex-clamación de regocijo y puso una sonrisa satisfecha enel rostro del agregado mientras hacía circular el auto por ellado izquierdo del Bund, la hermosa avenida emplazadaen la ribera oeste del Huangpu. Ya sé que no parecía unaviuda que había llegado a Shanghai con el propósito dehacerse cargo del cuerpo de su marido, pero me dabaexactamente lo mismo. Peor hubiera sido aparentar unluto falso, especialmente cuando toda la colonia francesade la ciudad debía de saber a la perfección que Rémy y yovivíamos separados desde hacía veinte años y, con toda se-guridad, le conocían cien, o quizá mil, aventuras galantes.Rémy y yo nos casamos por interés; yo, para tener seguri-dad y un techo bajo el que cobijarme en un país extranje-ro y él, una esposa legal que le permitiera acceder a lacuantiosa herencia de su madre, que murió desesperadapor ver sentar la cabeza a su hijo libertino. Cumplidos losobjetivos, nuestro matrimonio fue una hermosa historia deamistad y por eso precisamente no pensaba vestir de ne-gro ni llorar a lágrima viva una ausencia que jamás habíasido otra cosa. Sólo yo sabía lo que me dolía perder aRémy y, ciertamente, no estaba dispuesta a manifestarlo enpúblico.

Mientras mis ojos saltaban de un personaje extraño aotro de los que transitaban por la populosa calle, M. Faveznos explicó que Shanghai, cuya población estaba compues-ta mayoritariamente por celestes, era, sin embargo, una ciu-dad internacional controlada por occidentales.

—¿Celestes...? —le interrumpí.—Así llamamos aquí a los chinos. Ellos se consideran aún

miembros del Imperio del Hijo del Cielo, es decir, del último

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emperador, el joven Puyi,1 que sigue viviendo en la CiudadProhibida de Pekín aunque no tiene ningún poder desde1911, cuando el doctor Sun Yatsen derrocó a la monarquía yestableció la República. Pero eso no impide que los chinos si-gan creyéndose superiores a los occidentales y por eso les lla-mamos, irónicamente, celestes. O amarillos. También lesllamamos amarillos —puntualizó con una sonrisa.

—¿Y no le parece un poco ofensivo? —me sorprendí.—¿Ofensivo...? Pues no, la verdad. Ellos nos llaman

bárbaros, Narices Grandes y Yang-kwei, «diablos extranje-ros». Quid pro quo, ¿no le parece?

En Shanghai existían tres importantes divisiones territo-riales y políticas, siguió explicándonos el agregado mientrasconducía a toda velocidad haciendo sonar la bocina paraapartar a personas y vehículos; la primera, la Concesión Fran-cesa, donde nos encontrábamos, una alargada franja de te-rreno a la que también pertenecía el muelle del Bund en elque había atracado el André Lebon; la segunda, la vieja ciu-dad china de Nantao, un espacio casi circular ubicado al surde la Concesión Francesa y rodeado por un hermoso bule-var construido sobre los restos de las antiguas murallas quefueron derribadas tras la revolución republicana de 1911; y,por último, y mucho más grande que las anteriores, la Con-cesión Internacional, al norte, gobernada por los cónsulesde todos los países con representación diplomática.

—¿Y todos mandan igual? —pregunté, sujetándomecontra el pecho el fular que el viento me lanzaba haciala cara.

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1. El nombre oficial del último emperador de China fue HsuanTung del Gran Qing pero en Occidente es más conocido por su nom-bre de pila, Puyi, gracias a la película El último emperador de BernardoBertolucci.

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—Monsieur Wilden tiene plena autoridad en la partefrancesa, madame. En la Internacional, se nota más el pesopolítico y económico de Inglaterra y de Estados Unidos,que son las naciones más fuertes en China, pero hay colo-nias de griegos, belgas, portugueses, judíos, italianos, ale-manes, escandinavos... Incluso de españoles —recalcó ama-blemente; yo era francesa por matrimonio, pero mi origense delataba sin ninguna duda gracias a mi acento, mi nom-bre (Elvira), mi pelo negro y mis ojos marrones—. Por otraparte, en estos últimos tiempos —continuó explicandomientras sujetaba el volante con mucha fuerza—, Shanghaise ha llenado de rusos, tanto de los rusos bolcheviques queviven en el consulado y sus inmediaciones, como de rusosblancos que han huido de la revolución. Éstos son los másnumerosos.

—En París ha ocurrido lo mismo.M. Favez giró la cara hacia mí un instante, se rió, y, lue-

go, volvió a mirar rápidamente hacia la avenida, tocando labocina y maniobrando con pericia para no chocar contraun tranvía atestado de celestes con sombreros occidentalesy largas vestiduras chinas que viajaban, incluso, colgadosde las barras exteriores del vehículo. Todos los tranvías deShanghai estaban pintados de verde y plata, y exhibían vis-tosos rótulos publicitarios con extraños caracteres.

—Sí, madame —concedió—, pero a París han ido losrusos ricos, la aristocracia zarista; a esta ciudad sólo han lle-gado los pobres. En realidad, la raza más peligrosa, si se mepermite decirlo así, es la nipona, que lleva mucho tiempointentando apoderarse de Shanghai. De hecho, han creadosu propia ciudad dentro de la Concesión Internacional. Losimperialistas japoneses tienen grandes ambiciones sobreChina y, lo que es peor, también tienen un ejército muy po-deroso... —De repente se dio cuenta de que, quizá, estaba

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hablando demasiado y sonrió con turbación—. Aquí, Mme.De Poulain, en esta hermosa ciudad que es el segundopuerto del mundo y el primer mercado de Oriente, vivimosdos millones de personas, ¿sabe?, de las cuales sólo cin-cuenta mil somos extranjeros y el resto, amarillos. Nada essencillo en Shanghai, como ya tendrá oportunidad de com-probar.

Fue una lástima que sólo viéramos el corto tramo delBund que pertenecía a Francia porque, aquel primer día, ycomo M. Favez torció pronto a la izquierda entrando en elBoulevard Edouard VII, no pudimos disfrutar de las mara-villas arquitectónicas de la calle más impresionante deShanghai, a lo largo de la cual se encontraban los hotelesmás lujosos, los clubes más espléndidos, los edificios másaltos y los bancos, las oficinas y los consulados más impor-tantes. Todo ello frente a las aguas sucias y malolientes delHuangpu.

La Concesión Francesa constituyó una sorpresa muyagradable. Yo temía encontrar barrios de calles estrechas ycasas de tejados con cuernos, al modo chino, pero resultóser un lugar encantador, con el aire residencial de los arra-bales de París, lleno de preciosas villas de fachadas blancasy jardines con exquisitos macizos de lilas, rosales y alheñas.Había clubes de tenis, cabarés, plazoletas jalonadas con si-comoros, parques públicos en los que se veían madres co-siendo junto a los cochecitos de sus bebés, bibliotecas, uncinematógrafo, panaderías, restaurantes, tiendas de moda,de cosméticos... Podía haberme encontrado en Montmar-tre, en los pabellones del Bois o en el Barrio Latino y nohabría advertido ninguna diferencia. De vez en cuando,aquí o allá, se divisaba desde el auto alguna casa china, consus ventanas y puertas pintadas de rojo, pero eran las ex-cepciones en aquellos agradables y limpios barrios france-

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ses. Por eso, cuando el vehículo de M. Favez se detuvofrente a los portones de madera de una de esas residenciasorientales sin que él nos hubiera comentado nada acerca deun recado o alguna tarea que tuviera que hacer antes de de-jarnos en casa de Rémy, me quedé un poco desconcertada.

—Ya hemos llegado —declaró alegremente mientrasapagaba el motor y salía del auto.

Bajo uno de los dos globos rojos de papel con caracte-res chinos que colgaban a los lados de la puerta, se veía unacadenilla que salía del interior de la casa por un agujero enel muro. M. Favez tiró de ella con energía y regresó paraabrirme la portezuela y ayudarme galantemente a salir delvehículo. Pero, aunque su mano permanecía tendida, espe-rando, una fulminante parálisis se había apoderado de micuerpo y no era capaz de moverme. Jamás, en veinte años,Rémy me había comentado que vivía en una casa china.

—¿Se encuentra bien, Mme. De Poulain?Los portones se abrieron lentamente, sin ruido, y tres o

cuatro sirvientes nativos, entre los que había una mujer, sa-lieron a la calle haciendo reverencias y murmurando, en suextraña lengua, frases que, por el contexto, debían de sersaludos y cumplidos. El primer movimiento que fui capazde realizar no fue, sin embargo, el de coger la pacientemano de M. Favez sino el de volver la cabeza hacia el asien-to de atrás para mirar a mi sobrina en busca de un poco decomprensión y complicidad. Y sí, Fernanda tenía los ojosabiertos como platos, expresando así la misma horrorizadasorpresa que sentía yo.

—¿Qué ocurre? —preguntó el agregado, inclinándosecon solicitud.

Me repuse como pude de la turbación y puse, al fin, mimano en la de M. Favez. No tenía nada en contra de las ca-sas chinas, naturalmente, pero no era lo que esperaba de

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Rémy, tan sibarita y refinado, tan francés, tan atento a lascomodidades y al buen gusto europeo. Cómo había podidoadaptarse a vivir en una antigua y vulgar residencia de ce-lestes era algo que escapaba a mi entendimiento.

La sirvienta china, una mujer diminuta y delgada comoun junco, de una edad tan imprecisa que lo mismo hubierapodido decir que tenía cincuenta como setenta años —mástarde descubrí que este fenómeno obedece al hecho deque los celestes no encanecen antes de los sesenta—, dejóde dar órdenes a los tres hombres que estaban cargando elequipaje para inclinarse ante mí hasta casi besar el suelo.

—Mi nombre es señora Zhong, tai-tai 2 —dijo en per-fecto francés—. Bienvenida a la casa de su difunto esposo.

La señora Zhong, ataviada con una casaca corta de cue-llo alto y unos calzones amplios del mismo color azul conel que parecían uniformarse todos los celestes y hacerlesvestir a juego con su calificativo, volvió a inclinarse cere-moniosamente. Tenía unos ojos que parecían ranuras de al-cancía y el pelo negro azabache recogido en un moño simi-lar al que llevaba Fernanda, aunque ése era todo el pareci-do entre ambas porque hubieran hecho falta dos o tres se-ñoras Zhong para ocupar el espacio físico que llenaba misobrina, que continuaba sentada en el auto sin decidirse asalir.

—Vamos, Fernanda —la animé—. Tenemos que entrar.—En España todo el mundo me llama Fernandina, tía

—repuso fríamente, hablándome en castellano.—Por favor, no pierdas la educación ante M. Favez y la

señora Zhong, que desconocen nuestro idioma. Te ruegoque bajes del auto.

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2. Tratamiento que usaban los criados chinos para dirigirse a susamas.

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—Yo me despido de ustedes en este momento, madamey mademoiselle —apuntó el agregado ajustándose elegante-mente el frégoli—. Debo pasar por el consulado para con-firmar a M. Wilden que mañana almorzará usted con él.

—¿Nos deja ya, M. Favez? —me alarmé.Mientras Fernanda descendía del Voisin, el agregado se

inclinó ante mí y tomó mi mano, llevándosela ligeramente alos labios a modo de despedida.

—No se preocupe, madame —susurró—. La señoraZhong es de absoluta confianza. Ha estado siempre al ser-vicio de su difunto marido. Ella la ayudará en todo cuantonecesite.

Se incorporó y me sonrió.—Mañana vendré a buscarla a las doce y media, ¿le pa-

rece bien?Asentí y el diplomático se volvió hacia la niña, que se

había puesto a mi lado.—Adiós, mademoiselle. Ha sido un placer conocerla.

Espero que disfrute de su estancia en Shanghai.Fernanda hizo un gesto vago con la cabeza, ladeándola

no sé cómo, y a mí me vino de golpe a la mente la imagen desu abuela, mi madre, cuando se sentaba en el salón grandede la vieja casa familiar de la calle Don Ramón de la Cruz, enMadrid, los jueves por la tarde, para recibir a las visitas en-vuelta en su hermoso mantón de Manila.

El Voisin desapareció a toda velocidad por el fondo dela calle y nosotras nos giramos hacia la entrada de la vi-vienda con la alegría de un condenado a garrote vil. La se-ñora Zhong sostenía una de las hojas del portalón parafranquearnos el paso y no sé por qué le vi en aquel mo-mento un aire de guardia civil español que me inquietó.Quizá le confundí el pelo con el tricornio, pues los dos erandel mismo color y tenían el mismo brillo acharolado. Lo

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raro era que me estaba acordando de cosas de España quehabía olvidado desde hacía más de veinte años o que, porlo menos, no había vuelto a recordar y, eso, sin duda, se de-bía a la presencia de esa niña huraña y cejijunta que habíatraído de vuelta mi pasado guardado en su maleta.

Entramos en un patio inmenso, lleno de exuberantesarriates de flores, estanques de agua azul verdosa decoradoscon rocalla y enormes árboles centenarios desconocidospara mí, algunos de ellos tan grandes que ya había visto susramas asomarse a la calle por encima del muro. Un ampliocamino en forma de cruz conducía desde la puerta haciatres pabellones rectangulares de un solo piso con hermosossoportales llenos de plantas a los que se accedía por unasanchas escaleras de piedra; los pabellones, de paredes blan-cas y grandes ventanas de madera tallada con formas geo-métricas, tenían unos horribles tejados de esquinas cornudashechos con loza vidriada de un color verde tan brillante querefulgía con las últimas luces de la tarde.

La señora Zhong nos guió con pasos menudos hacia elpabellón principal, el que estaba enfrente, y recuerdo ha-berme preguntado, observándola, cómo es que no teníaesos pies deformes tan característicos de las mujeres chinasde los que hablaban todos cuantos habían estado en aquelpaís. Rémy me explicó una vez, mientras vivió en París conmotivo de la guerra, que era costumbre china, a partir delos dos o tres años de edad, vendar los pies a las niñasde manera que los cuatro dedos menores se doblaran bajola planta del pie. Cada día, durante años, en un monstruo-so ritual de llantos, gritos y dolor que llegaba a provocar lamuerte de algunas desgraciadas, se apretaba el vendaje unpoco más para impedir el crecimiento de la extremidad yaumentar su deformación, con objeto de convertir a la niñaen una «Azucena de oro», como eran denominadas por la

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elegancia que, para el hombre amarillo, poseían esas pobresmujeres condenadas a caminar para siempre con un movi-miento oscilante, ya que, para ello, sólo podían utilizar loque les quedaba de talón y el dedo gordo, teniendo que ex-tender los brazos y sacar el trasero si no querían perder elequilibrio. Esos pies espantosos, llamados «Pies de loto» o«Nenúfares dorados», le producían a la víctima dolorespara toda la vida, pero, incomprensiblemente, provocabanla más encendida sensualidad en los varones chinos. Rémyme había dicho también que, desde el fin del Imperio, esdecir, desde que el doctor Sun Yatsen había derrocado a lamonarquía, la costumbre de vendar los pies había sidoprohibida, pero, con todo, de eso sólo hacía once años y laseñora Zhong era lo bastante mayor como para que hubie-ran podido aplicarle tan horrible tortura.

Sin embargo, allá iba ella, con sus pies pequeños perosanos embutidos en unos calcetines blancos y unas curiosaszapatillas de fieltro negro, sin empeine, abriéndonos pasohacia la casa que ahora, si no había más sorpresas durantela entrevista con el abogado de Rémy, había pasado a sermía. Naturalmente, mi intención era venderla, igual quetodo su contenido, ya que eso me reportaría unos ingresosque me hacían mucha falta. También contaba con que Rémyme hubiera dejado algo de dinero, no mucho, pero el sufi-ciente para permitirme vivir con holgura algunos años, has-ta que pasara la moda de los cubismos, dadaísmos, cons-tructivismos, etc., y mis cuadros se cotizasen en el mercadode arte. Yo admiraba el trazo audaz de Van Gogh, el colorardiente de Gauguin, el genio creativo de Picasso..., pero,como me dijo un marchante en cierta ocasión, a diferenciade ellos, mi pintura era demasiado figurativa y, por lo tanto,accesible al gran público, de manera que jamás conseguiríaentrar en el panteón de los grandes. Bien, no me importaba.

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Yo sólo quería captar el movimiento sorprendente de unacabeza, la perfección de un rostro, la armonía de un cuerpo.Extraía mi inspiración de la belleza, de la magia, allá dondelas encontrara, y deseaba plasmarlas en el lienzo con la mis-ma fuerza y emoción con que yo las sentía, de manera que,quienes contemplaran mis obras, encontraran en ellas unmotivo de placer que les dejara dentro sabor y aroma. Elúnico problema era que esto no estaba de moda, así queapenas conseguía llegar a fin de mes; por eso tenía la certe-za de que Rémy, que lo sabía, me habría dejado un pellizcosuficiente en su testamento. Lógicamente, no contemplabala posibilidad de heredarlo todo porque, con absoluta segu-ridad, la poderosa familia De Poulain jamás consentiría queuna pobre pintora extranjera se convirtiera en copropietariade las sederías. Pero, bueno, la casa sí porque, incluso paralos De Poulain, habría resultado poco elegante privar a unaviuda del hogar de su marido.

—Adelante, por favor. Pasen —nos pidió la señoraZhong empujando las dos hojas de la hermosa puerta demadera labrada que daba acceso al pabellón principal.

Las dimensiones interiores de aquella edificación eranmuchísimo más grandes de lo que se dejaba adivinar desdefuera. A derecha e izquierda de la entrada se distribuíanamplias estancias separadas entre sí por paneles de made-ra, tallados también con formas geométricas como las ven-tanas y, como éstas, cubiertos por detrás con un finísimopapel blanco que dejaba pasar una luz ambarina muy ma-tizada. Pero lo más extraño eran las puertas que había enel centro de estos paneles, si es que a esos vanos redondos,a esos grandes agujeros con forma de luna llena, se les po-día llamar puertas. Debo admitir, sin embargo, que el mo-biliario era realmente hermoso, con incrustaciones y tallas,y lacado en una gama que iba del rojo chillón al marrón

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oscuro, de manera que destacaba muchísimo contra las pa-redes blancas y el suelo de baldosas claras. La sala hacia laque nos condujo la señora Zhong —la última de la dere-cha— estaba llena de mesas de todas las clases, formas yalturas. Encima de algunas había bellísimos jarrones deporcelana y figuras de dragones, tigres, tortugas y pájarosde bronce; sobre otras, macetas con plantas y flores; y enotras más, velas de color rojo, gruesas por arriba y estre-chas por abajo, que descansaban directamente sobre la ta-bla, sin un platillo o candelero que protegiera la pieza. Medi cuenta de que toda la decoración de esta y de las otrasestancias por las que habíamos pasado estaba dispuesta deuna forma curiosamente simétrica, muy extraña para unoccidental, sin embargo, esta armonía se desgarraba deforma deliberada con, por ejemplo, determinadas pinturaso caligrafías en las paredes o con un aparador cubierto decuencos de cerámica que parecía fuera de sitio por acci-dente. Todavía tardaría algún tiempo en descubrir que,para los celestes, cada mueble era una obra de arte y quesu disposición en las habitaciones no tenía nada de casual,ni siquiera de estético; toda una compleja y milenaria filo-sofía se escondía detrás de una simple decoración domés-tica. Pero, en aquellos momentos, para mí, la casa de Rémyera una especie de museo de curiosidades orientales y pen-saba que, si bien las chinoiseries todavía seguían estandomuy de moda en Europa, en tal acumulación producían unagudo vértigo.

Un sirviente sin coleta y tocado con un bonete aparecióde improviso portando una bandeja en la que había unastazas blancas con tapadera y una pequeña tetera de arcillaroja realmente bonitas que dejó, con aire sonámbulo, sobreun velador grande colocado en el centro de la sala. La se-ñora Zhong nos señaló un canapé junto a la pared y se in-

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clinó para coger del suelo una mesilla cuadrada y de patasmuy cortas que puso justo en el centro del asiento, en elpreciso lugar en el que yo iba a sentarme, de manera quequedé separada de Fernanda por aquella especie de mesa-taburete y sin saber qué decir ni qué hacer mientras la se-ñora Zhong nos servía un aromático té que despertó mismuy maltratados jugos gástricos haciéndome sentir, repenti-namente, un hambre atroz. Pero, para mi desgracia, los chi-nos no toman el té con pastas ni tampoco le añaden leche oazúcar, así que lo único que podía hacer con aquel líquidocaliente era lavarme el estómago y dejármelo muy limpio.

—Tai-tai —me llamó la señora Zhong, inclinándose res-petuosamente—, ¿cómo debo llamar a la joven señora?

—¿A la niña...? —repuse mirando a mi sobrina, quecontemplaba su taza de té como si no supiera qué hacercon ella—. Llámela por su nombre, señora Zhong: Fer-nanda.

—Me llamo Fernandina —objetó mi sobrina mientrasseguía con su infructuosa búsqueda del asa de aquella taza.

—Escucha, Fernanda —le dije con voz seria—. En Es-paña existe la tonta costumbre de llamar a las personas conel diminutivo de sus nombres: Lolita, Juanito, Alfonsito,Bernardino, Pepita, Isabelita... Pero fuera de allí se consi-dera una cursilada, ¿lo entiendes?

—Me da lo mismo —replicó en castellano, para enfa-darme aún más. Decidí ignorarla.

—Señora Zhong, llame Fernanda a la niña, le diga ellalo que le diga.

La sirvienta se inclinó de nuevo, aceptando la orden.—Su equipaje ha sido llevado a la habitación de mon-

sieur, tai-tai, pero si desea usted otra cosa le agradeceríaque me lo dijera. A Mlle. Fernanda la he alojado en una al-coba vecina a la suya.

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—Me parece muy bien, señora Zhong. Le agradezcomucho su ayuda.

—Ah, tai-tai, hoy ha llegado una carta para usted —aña-dió dando un pequeño pasito adelante y extrayendo delbolsillo de su calzón un sobre alargado.

—¿Para mí? —No podía creerlo. ¿Quién, que yo cono-ciera, podía escribirme a la casa de Rémy en Shanghai?

Pero el sobre llevaba membrete y, además, uno muy sig-nificativo, y, en su interior, había una nota impresa en unpapel muy elegante en la que se nos invitaba a Fernanda ya mí a cenar la noche del viernes, 31 de agosto, en casa delcónsul general de España, don Julio Palencia y Tubau, encompañía de su esposa y de los miembros más ilustres de lapequeña comunidad española de Shanghai, que estaríanencantados de conocernos.

O a mí se me acumulaba el trabajo o es que nadie, enaquella ciudad, tenía la menor consideración hacia los via-jeros recién llegados. Yo deseaba acercarme hasta el ce-menterio francés en el que estaba temporalmente enterradoRémy y había creído que podría hacerlo después de hablarcon su abogado pero, por lo visto, no iba a ser posible por-que los cónsules de mis dos países, el adoptivo y el natal,estaban empeñados en conocerme lo antes posible. ¿A quétantas prisas?

—Habrá que confirmar de algún modo nuestra asisten-cia —murmuré, dejando el sobre en una esquina de la me-sita y destapando mi taza de té para dar un sorbo.

Fernanda alargó el brazo y se apoderó de la nota. Unasonrisa —esta vez, una auténtica sonrisa— apareció en sucara y me miró con ojos esperanzados.

—Iremos, ¿verdad?Al devolverle la mirada, me di cuenta de que la niña su-

fría del mal que enferma a todos cuantos abandonan forzo-

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samente su país por largo tiempo: la añoranza de un lugary de una lengua.

—Supongo que sí. —El té estaba realmente bueno, in-cluso sin azúcar. El contraste entre la porcelana blanca y elprecioso color rojo brillante de la infusión era toda una ins-piración. Me hubiera gustado tener cerca mi paleta y mispinceles.

—No podemos rechazar una invitación del cónsul deEspaña.

—Lo sé, pero mañana tengo muchos compromisos ypor la noche me encontraré muy cansada, Fernanda. Inten-ta comprenderlo. No es que no quiera ir, es que no sé sitendré ánimo cuando llegue el momento.

—La cena estará lista dentro de una hora —dijo la se-ñora Zhong.

—Permita que le diga, tía, que las obligaciones...—... están por delante de las diversiones, ya lo sé —la

atajé, terminando la vieja y conocida frase.—Si se encuentra muy cansada, se toma un choco-

late y...—... y me recupero en seguida, también lo sé, porque el

chocolate resucita a los muertos, ¿verdad?, ¿era eso lo queibas a decir?

—Sí.Suspiré profundamente y dejé la taza en su platillo con

un gesto parsimonioso.—Aunque te resulte tan difícil de creer como a mí, Fer-

nanda —dije, al fin, mirándola de nuevo—, venimos de lamisma familia y nos han criado con las mismas ideas, lasmismas costumbres y los mismos ridículos latiguillos. Asíque no te olvides de que todo cuanto vayas a decir ya lo heoído yo antes muchas veces y no me sirve de nada, ¿deacuerdo? ¡Ah, y otra cosa! Tomar un chocolate para repo-

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nerse, por muy española que sea la tradición, puede resul-tar un tanto problemático en China. Será mejor que te va-yas acostumbrando al té.

—Muy bien, pero, se encuentre usted como se encuen-tre mañana por la noche, tía, al consulado español hay queir —insistió, terca y con el ceño fruncido.

Fijé la mirada en un hermoso tigre de bronce que teníalas fauces abiertas, mostrando los colmillos afilados, y lasgarras delanteras alzadas y listas para el ataque. Durante unsegundo me sentí transfigurada en ese animal y, con susojos, miré a mi sobrina... Luego, volví a suspirar profunda-mente y bebí té.

Cuando la señora Zhong entró por la mañana en mi habi-tación para despertarme, apareció con una vela en la mano,de un modo espectral. La casa disponía de iluminación degas y, en uno de los pabellones, en su despacho, Rémy ha-bía hecho instalar una potente araña eléctrica bajo la querodaba un gran ventilador. Pero si el estudio de Rémy eraimpresionante, con su colosal escritorio de madera de al-mendro rojo con guarniciones de bronce, sus estantes lle-nos de extraños libros chinos plegables —sin tapas, sólopapel cosido—, sus colecciones de pinceles para escribir ysus caligrafías en todas las paredes, el dormitorio aún eramás extraordinario, con un armario de color rojo intensoincrustado de nácar, una cómoda decorada con exóticascharnelas y pasadores y, delante de un monumental biom-bo lacado y pintado con un paisaje campestre que estaba alfondo y que ocultaba una bañera de estaño y lo que la se-ñora Zhong llamó un ma-t’ung —que no era otra cosa queuna silla con orinal—, una enorme y pesada cama con do-sel clausurada por paneles trabajados tan primorosamente

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que parecían lienzos de puntillas y a la que se accedía poruna gran abertura circular cubierta con unas preciosas cor-tinas de seda. Estas cortinas eran tan delicadas que, una vezacostada, podía ver sin problemas toda la habitación a tra-vés de ellas, pero, además, dejaban pasar la brisa nocturnay, al mismo tiempo, servían de magníficas mosquiteras, loque me permitió descansar, por fin, sin ser molestada porlos insectos. Otra cosa distinta es que pudiera dormir, queno pude, porque mi mente, presumo que alterada por el lu-gar, se dedicó a recordar morbosamente momentos lejanosen el tiempo pero terriblemente cercanos por el dolor queme producían. Mi juventud había quedado atrás y, con ella,aquel Rémy encantador con el que me casé, aquel divertidoseductor al que tenía que llevar a la cama todas las madru-gadas, cuando volvía a casa ebrio de Pernod, champagne yCointreau, con olor a tabaco y a perfumes femeninos, im-pregnados en su ropa quién sabe en qué cabarés y music-halls del París de los primeros años del siglo. El amanecerme pilló con los ojos llenos de lágrimas.

Fernanda desayunó conmigo. Su hosquedad habitual sehabía pacificado un tanto y mostró mucho interés por sa-ber qué íbamos a hacer hasta que M. Favez viniera a bus-carme a las doce y media. Cuando le señalé que me mar-chaba sola porque los asuntos que tenía que tratar con elabogado de Rémy eran personales, se limitó a preguntarmesi podía emplear la mañana buscando una iglesia católicadentro de la Concesión Francesa para poder asistir a misamientras estuviéramos en Shanghai. Me mostré conforme,siempre y cuando saliera acompañada por la señora Zhongo por algún otro criado de confianza, pero le recomendéque aprovechara el tiempo sobrante leyendo alguno de loslibros de la biblioteca de Rémy, sobre todo porque no lahabía visto tocar uno desde que la conocía (misal y devo-

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cionario al margen). De hecho, su reacción fue de total es-cándalo:

—¡Libros franceses!—Franceses, ingleses, españoles, alemanes... ¡Qué más

da! El caso es que leas. Ya tienes edad suficiente para co-nocer el pensamiento y la obra de gentes que han visto elmundo desde puntos de vista diferentes al tuyo. Debes ali-mentarte de vida, Fernanda, o te perderás muchas cosas in-teresantes y divertidas.

Pareció quedar realmente impresionada por mis pala-bras, como si jamás hubiera escuchado ideas de semejantecariz. La verdad es que, la pobre, había crecido en un en-torno muy estrecho y corto de miras. Quizá ahí estuviera laclave del asunto y todo consistiese en enseñarle algo tansencillo como la libertad. De hecho, había dado pruebassuficientes de florecer espectacularmente cuando volabapor cuenta propia.

—Y ahora me voy —dije, echando la silla hacia atrás yponiéndome en pie—. Mi entrevista es dentro de mediahora. Espero que tengas suerte y encuentres la parroquia.Ya me contarás más tarde.

Me había puesto una falda ligera de algodón, una blusaveraniega sin mangas y una pamela blanca para evitar el ra-diante sol que caía a plomo sobre Shanghai. Mientras atra-vesaba el jardín en dirección a la calle, pude ver, a través delas hojas abiertas del portalón, un pequeño rickshaw juntoal que permanecía la señora Zhong parloteando en su len-gua con el culí descalzo que haría de tiro del cochecillo. Encuanto ambos me vieron, la voz de la señora Zhong se hizomás aguda y apremiante, de modo que el culí se apresuró aocupar su puesto, listo para llevarme hasta la calle Millot,en la que tenía su despacho el amigo, abogado y albaceatestamentario de Rémy, André Julliard.

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Me despedí de la señora Zhong, rogándole que cuidarade Fernanda hasta mi regreso, y emprendí aquel trepidan-te viaje a través de las calles de la Concesión Francesa vien-do la espalda esquelética y sudorosa del culí, su cabeza ra-pada —menos por un redondel de pelo erizado, probableresto de una coleta— y escuchando su respiración jadeantey el palmoteo de sus pies desnudos sobre el pavimento. Porlas avenidas circulaban y se adelantaban entre sí autos,rickshaws, bicicletas y ómnibus disfrutando sus ocupantesno sólo del maravilloso olor de Shanghai sino también, yafortunadamente, de una grata vista de las villas y de lastiendecitas situadas a ambos lados de la calle.

La pequeña y estrecha calle Millot estaba junto a la vie-ja ciudad china de Nantao y el despacho de M. Julliard seencontraba en un inmueble oscuro que olía a papel húme-do y a madera vieja. El abogado, que aparentaba unos cin-cuenta años y llevaba la americana de hilo más arrugada delmundo, me recibió cortésmente en la puerta y me introdu-jo en su oficina tras pedirle a su secretaria que nos sirvieraunas tazas de té. El despacho era un cuartito acristaladoque permitía ver las dependencias y escritorios exterioresentre los que deambulaban las mecanógrafas y los jóvenespasantes chinos que trabajaban para M. Julliard, quien, trasofrecerme un asiento con su acusada pronunciación meri-dional (exagerando las erres al estilo español), circunvalósu vieja mesa llena de múltiples quemaduras de cigarro y,sin más preámbulos, extrajo de un cajón un voluminoso le-gajo que abrió con gesto lúgubre.

—Mme. De Poulain —empezó a decir—, me temo queno tengo buenas noticias para usted.

Se alisó con una mano el bigote canoso, amarillo de ni-cotina, y se caló en el puente de la nariz unos quevedosque, seguramente, habían conocido tiempos mejores. A míel corazón se me había disparado en el pecho.

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—Aquí tiene una copia del testamento —dijo, alargán-dome unos papeles que cogí y comencé a hojear distraída-mente—. Su difunto esposo, madame, era un buen amigomío, por eso me duele tanto verme en la obligación de de-cirle que no fue un hombre previsor. Le advertí muchas ve-ces que debía poner orden en sus finanzas, pero ya sabe us-ted cómo son las cosas y, sobre todo, cómo era Rémy.

—¿Cómo era, M. Julliard? —pregunté con un hilillode voz.

—¿Cómo dice, madame?—Le he preguntado que cómo era Rémy. Usted ha di-

cho que yo lo sabía, pero empiezo a pensar que no sé nada.Me ha dejado atónita con sus palabras. Siempre vi en él aun hombre bueno e inteligente y, sin duda, con recursos.

—Cierto, cierto. Era un hombre bueno e inteligente.Demasiado bueno incluso, diría yo. Pero sin recursos,Mme. De Poulain, o, mejor dicho, con unos recursos cadavez menores que él gastaba sin medida. En fin, me disgus-ta hablar así de mi viejo amigo, ya me comprende, perodebo informarla para que... Bueno, Rémy no ha dejado otracosa que deudas.

Le miré sin comprender y él lo leyó en mi cara. Puso lasdos manos sobre los papeles del legajo y me observó com-pasivamente.

—Lo lamento mucho, madame, pero usted, como espo-sa de Rémy, va a tener que hacer frente a una serie de im-pagos que ascienden a una cuantía tan grande que casi nome atrevo a mencionarla.

—¿De qué está hablando? —balbucí, sintiendo un pesoenorme en el centro del pecho.

M. Julliard suspiró profundamente. Parecía abrumado.—Mme. De Poulain, desde que Rémy volvió de París su

situación económica no fue, digamos, buena. Contrajo deu-

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das por importes muy elevados que no podía satisfacer, asíque se comprometió con préstamos bancarios y anticiposde la sedería que tampoco devolvió. Eso sin contar con queentregó pagarés que nunca amortizó y que han ido pasan-do de mano en mano por cantidades cada vez mayores. Escierto que en Shanghai todo se arregla con una firma y quehasta un cóctel se paga a plazos, pero Rémy fue más allá. Alfinal, la situación era tan grave que su familia mandó a uncontable desde Lyon y, por desgracia, lo que este empleadodescubrió en los libros de caja no fue muy agradable, demodo que al hermano mayor de Rémy, Arthème, no le que-dó más remedio que enviar a otro apoderado para que sehiciera cargo del negocio. Quiso que Rémy volviera a Fran-cia pero, dado el... mal estado de salud de su esposo, ma-dame, resultó imposible. Al final, tanto para ayudar a Rémycomo para prevenir daños mayores, puedo asegurárselo,Arthème retiró a su hermano de la empresa familiar, asig-nándole una cantidad mensual para que pudiera subsistirdignamente el tiempo que le quedaba de vida.

Pero ¿qué estaba diciendo aquel hombre? ¿De qué ha-blaba? ¿Acaso Rémy no había muerto a manos de unos la-drones? Sentí que dejaba de oírle, que su voz se apagaba, yescuché los primeros zumbidos sordos en el interior de micabeza. Me asusté. Aquello era el preludio de una crisisnerviosa, de uno de mis habituales trastornos de ordenneurasténico. Yo siempre había sido muy intrépida de pen-samiento y de deseo pero excesivamente cobarde ante eldolor físico o moral y ahora el instinto me avisaba de quealgo terrible se cernía sobre mí. Tenía el pulso desbocado yempecé a pensar que iba a sufrir un ataque al corazón.«Calma, Elvira, calma», me dije.

—De hecho —continuaba explicándome el abogado—,Arthème pagó una parte importante de las deudas de Rémy,

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pero se negó a satisfacerlas todas, lógicamente. El caso esque su esposo, Mme. De Poulain, continuó endeudándosehasta el último día.

—Ha dicho usted... ¿qué le pasaba a Rémy?, ¿cuál erasu estado de salud?

M. Julliard me miró con preocupación y lástima.—¡Oh, madame! —exclamó, sacando un pañuelo no

muy limpio del bolsillo de su chaqueta de hilo y pasándo-selo por la cara—. Rémy estaba bastante enfermo, madame.Su salud se había deteriorado mucho. Este testamento esde hace diez años y en él la nombra a usted heredera de to-dos sus bienes, excepción hecha de su participación en lashilanderías familiares por razones que ya se podrá imaginar.La situación era entonces muy distinta, claro. Pero las co-sas cambiaron y Rémy no modificó su última voluntad a pe-sar de mis sugerencias al respecto. Estaba muy enfermo,madame. Lo malo es que, según la ley francesa, usted here-da el patrimonio, sí, pero también las deudas pendientes.

—Pero ¿por qué? —dejé escapar casi en un grito.—Lo dice la ley. Usted era su esposa.—¡No, no estoy hablando de eso! Me refiero a por qué

no sabía yo todo esto, a por qué jamás me dijo que estabaenfermo, que tenía deudas... ¿Es que no murió asesinadopor unos maleantes que entraron a robar en su casa? Llevausted un rato dando vueltas sin decirme realmente nada.

El jurisconsulto se echó hacia atrás en su asiento y allí sequedó durante unos minutos, mirando a través de mí comosi yo no estuviera, sin pestañear, perdido en sus pensamien-tos. Al final, tras retorcerse las guías del bigote repetidamen-te, se inclinó de nuevo sobre la mesa y, contemplándome conmucha tristeza por encima de los quevedos, me dijo:

—Cuando la banda de ladrones entró en la casa, Rémyestaba nghien, madame. Por eso pudieron con él.

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—¿Nghien? —repetí a duras penas.—En estado de necesidad..., de necesidad de opio,

quiero decir. Rémy era adicto al opio.—¿Adicto al opio? ¿Rémy...?—Sí, madame. Siento ser yo quien se lo comunique,

pero su esposo, en los últimos años, derrochó su fortunaen opio, juego y burdeles. Le pido por favor que no vayaa pensar mal de Rémy. Era un hombre excelente, ya losabe usted. Estas tres aficiones corrompen en general a to-dos los hombres de Shanghai, sean chinos u occidentales.Muy pocos escapan. Es esta ciudad... Siempre es culpa deesta dichosa ciudad. Aquí la vida consiste en eso, madame,en eso y en hacerse rico si queda tiempo. Todo el mundoderrocha el dinero a manos llenas, sobre todo en las apues-tas. He visto caer a muchos hombres prominentes y desva-necerse muchas fortunas. Llevo tanto tiempo en Shanghaique nada me sorprende. Lo de Rémy estaba cantado, y dis-cúlpeme la expresión. Sé que usted me entiende. Antes dela guerra ya se veía venir. Luego, perdió el control. Eso fuetodo.

Me pasé la mano por la frente y noté que tenía sudorfrío en la palma. Mi crisis nerviosa, quizá por la enormepena que sentía en aquel momento, se había detenido. Real-mente, si era sincera conmigo misma, Rémy había tenido elúnico final posible para él, y no me refería a su muerte vio-lenta, injusta a todas luces, sino a esa caída en picado haciala destrucción personal. Era el hombre más divertido, ama-ble y elegante del mundo, pero también era débil, y el des-tino había tenido la mala ocurrencia de ir a colocarle en ellugar más inadecuado para él. Si en París desaparecía du-rante días y volvía a casa en unas condiciones lamentables,¿qué no iba a sucederle en Shanghai, donde, por lo visto,era fácil y común dejarse llevar sin control por las apeten-

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cias y los placeres? Un hombre como él no podía resistirse.Lo que no conseguía entender era de dónde había sacado,teniendo tantas deudas, el dinero que me mandaba de vezen cuando a través del Crédit Lyonnais. El sueldo que laviuda del pintor Paul Ranson me pagaba por dar clases ensu Académie no daba para muchas alegrías, así que, en oca-siones, le pedía ayuda en mis cartas y, casi a vuelta de co-rreo, tenía a mi disposición una suma generosa en la ofici-na del Crédit del Boulevard des Italiens.

M. Julliard interrumpió el hilo de mis pensamientos.—Ahora, Mme. De Poulain, tendrá usted que saldar las

deudas de Rémy o exponerse a pleitos y embargos. De he-cho, ya hay algunos litigios en marcha que no van a dete-nerse con su muerte.

—Pero ¿y su hermano? Yo no tengo nada.—Como ya le he dicho, madame, Arthème pagó gran

parte de los débitos hace algunos años. Los abogados de laempresa, así como monsieur Voillis, el nuevo apoderado,me han comunicado que la familia se desentiende de cual-quier problema relacionado con Rémy o con usted, a la queme han pedido que comunique la conveniencia de no soli-citarles ninguna ayuda ni hacerles ninguna reclamación.

El orgullo me hizo dar un respingo.—Dígales que no se preocupen, que para mí no existen.

Pero le repito, M. Julliard, que yo no tengo nada, que nopuedo hacer frente a esos pagos.

De nuevo sentía crecer el ritmo de los latidos de mi co-razón y de nuevo el aire encontraba problemas para entraren mis pulmones.

—Lo sé, madame, lo sé, y no imagina cómo lo lamento—murmuró el abogado—. Si usted me lo permite, voy aproponerle algunas soluciones en las que he estado pen-sando para que pueda afrontar esta situación.

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Empezó a remover enérgicamente los papeles del lega-jo de tal manera que terminaron por inundar su mesa.

—¿Y los criados, M. Julliard? —le pregunté—. ¿Cómovoy a pagar a los criados?

—¡Oh, no se preocupe por eso! —exclamó, distraído—.Los amarillos trabajan por el techo y la comida. Así son lascosas aquí; hay mucha miseria y mucha hambre, madame.Quizá Rémy le diera una pequeña cantidad de vez en cuan-do a la señora Zhong porque la apreciaba mucho, perousted no está obligada... ¡Ah, ésta es! —Se interrumpió, sa-cando una hoja del desordenado montón—. Bueno, vea-mos... Ante todo, madame, tendrá que vender las casas, tan-to la de aquí como la de París. ¿Tiene usted alguna otrapropiedad con la que pudiéramos contar?

—No.—¿Nada? ¿Está segura? —El pobre hombre no sabía

cómo insistir y yo apenas podía respirar—. ¿Alguna pro-piedad en su país, en España? ¿Una casa, tierras, algún ne-gocio...?

—Yo... No. —Mi garganta emitió un leve silbido y meagarré con desesperación al borde del asiento—. Mi fami-lia me desheredó y hoy lo tiene todo mi sobrina. Pero nopuedo...

—¿Quiere un poco de agua, madame? ¡El té! —recordóde pronto. Se levantó de golpe y se dirigió corriendo hacia lapuerta. Poco después tenía entre mis manos una bonita tazachina con tapadera que desprendía un aroma delicioso. Dipequeños sorbos hasta que me encontré mejor. El abogado,lleno de preocupación, se había plantado a mi lado.

—M. Julliard —supliqué—. No puedo disponer denada en Europa y no voy a pedirle ayuda a mi sobrina. Nome parecería correcto.

—Muy bien, madame, como usted diga. Quizá, con un

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poco de suerte, consigamos sacar lo suficiente con las casasy su contenido.

—¡Pero no puedo perder la casa de París! ¡Es mi ho-gar, el único que tengo!

¿A los cuarenta y tantos años iba a empezar de nuevo?No, imposible. Cuando me fui de España era joven y po-seía empuje y energía para afrontar la pobreza, pero ahoraya no era la misma, los años me habían restado brío y nome sentía capaz de vivir en alguna buhardilla inmunda deun barrio peligroso.

—Tranquilícese, Mme. De Poulain. Le prometo queharé todo lo que pueda para ayudarla. Pero las casas hayque venderlas, no queda otra solución. ¿O podría ustedreunir trescientos mil francos en las próximas semanas?

¿Cuánto había dicho...? No podía ser. ¿Trescientos mil...?—¡Trescientos mil francos! —grité horrorizada. La mo-

neda francesa y la española iban más o menos a la par, asíque estábamos hablando, nada más y nada menos, que de...¡trescientas mil pesetas! ¡Si yo sólo ganaba quince duros almes en la Académie! ¿Cómo iba a conseguir esa cantidad?Además, después de la guerra, la vida en París se habíavuelto insoportablemente cara. Hacía mucho tiempo quenadie podía comprar en sitios como Le Louvre o Au BonMarché. La gente hacía verdaderas economías para sobre-vivir y los pocos que aún tenían dinero habían visto muymermadas sus rentas.

—No se preocupe. Venderemos las casas y organizare-mos una almoneda. Rémy era un gran coleccionista de artechino. Seguro que conseguimos acercarnos al total.

—Mi casa de París es muy pequeña... —musité—. Val-drá unos cuatro mil o cinco mil francos nada más. Y, eso,porque está cerca de L’École de Médecine.

—¿Quiere que me ponga en contacto con un abogadoamigo mío para que se encargue de la venta?

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—¡No! —exclamé con la poca fuerza que me queda-ba—. Mi casa de París no se vende.

—¡Madame...!—¡Que no!M. Julliard se batió en retirada, apesadumbrado.—Muy bien, Mme. De Poulain, como usted diga. Pero

vamos a tener problemas. Por la casa de Rémy podríamosconseguir unos cien mil francos, más o menos, y con la al-moneda, si todo va bien, otros treinta o cuarenta mil. To-davía faltará muchísimo dinero.

Tenía que salir de aquel despacho. Tenía que llegar a lacalle para poder respirar. No debía quedarme allí ni un mi-nuto más si no quería sufrir una crisis nerviosa delante delabogado.

—Déjeme unos días para pensar, monsieur —dije, po-niéndome en pie y sujetando mi bolso con fuerza—. En-contraré una solución.

—Como usted quiera, madame —repuso el abogado,abriéndome con solicitud la puerta de la oficina—. La es-taré esperando. Pero no deje que pase mucho tiempo. ¿Po-dría firmarme ahora los papeles para empezar a organizarla venta y la subasta?

No podía entretenerme ni un segundo.—Otro día, M. Julliard.—Muy bien, madame.Cuando alcancé la calle, tuve que apoyarme contra la pa-

red un momento para que las piernas no me dejaran caer. Elculí de mi rickshaw dejó de dormitar en cuanto me vio y selevantó del asiento para coger los varales, dispuesto a volveral punto de origen, pero yo no podía caminar, no podía re-correr los escasos dos metros que me separaban del vehícu-lo. Estaba asustada, acobardada; sentía que todo se hundíabajo mis pies, que mi vida entera se tambaleaba. Iba a perder

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todo cuanto tenía. Podría vivir un tiempo en casa de algunaamiga o alojarme en alguna pensión barata de Montparnasse;podría mantenerme con la venta de mis cuadros y con mi tra-bajo en la Académie, pero no podría costearme otra vivien-da. Me tapé los ojos con las manos y empecé a llorar silen-ciosamente. Perder mi casa, aquel bonito apartamento detres habitaciones en las que entraba a raudales una poderosaluz del sureste que yo consideraba indispensable para conse-guir la pureza de línea y de color en mis pinturas, me provo-caba una angustia terrible, un miedo insoportable. Rémy, consu muerte, me quitaba todo cuanto me había dado en vida.Estaba igual que veinte años atrás, antes de conocerle.

Durante el camino de regreso, entre llantos intermina-bles, me vine abajo por fin. Nada iba a ser fácil durante laspróximas semanas y la vuelta a París se convertía en otrapesadilla. Con todo, de repente me di cuenta de que aúnexistía otro problema con el que no había contado: acos-tumbrada a estar sola, a pensar siempre de manera indivi-dual, había olvidado que ahora tenía una sobrina a mi car-go que debía seguirme a donde yo fuera hasta su mayoríade edad y a la que tenía que sostener y alimentar mientrasestuviera bajo mi tutela. Sentí como si la vida me odiara yhubiera decidido hundirme en el barro pisándome con unabota de hierro. ¿Cómo podían acumularse tantos proble-mas al mismo tiempo? ¿Quién me había echado una mal-dición? ¿Es que no tenía bastante con la ruina económica?

Llegué a tiempo a la casa para cambiarme de ropa y vol-ver a salir. Tuve que zafarme de la señora Zhong y de Fer-nanda, que aparecían como sombras en mi camino, y creoque, a pesar de mis esfuerzos, mi sobrina se percató de quealgo pasaba. Me encerré en la habitación de Rémy y, tras la-varme la cara con agua fría, recompuse mi aspecto ponién-dome un vestido de muselina de color verde y una pamela

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a juego, más adecuada para el mediodía. Hubiera dadocualquier cosa por no tener que salir, por meterme en lacama y quedarme allí para siempre, dejando que el mundose hundiera, pero el maquillaje de mi rostro y los retoquescon el lápiz labial me apremiaban más que la huida de larealidad; el cónsul general de Francia en Shanghai me esta-ba esperando para comer y quizá, sólo quizá, M. Wildenpodría ayudarme. Un cónsul siempre tiene poder, informa-ción y recursos para afrontar cualquier situación incómodaen un país extranjero y yo era una viuda francesa en Chinacon muchos apuros. A lo mejor se le ocurría algo.

A las doce y media en punto, M. Favez se presentó enla puerta de la casa al volante de su maravilloso Voisin ca-briolé.

—Tiene usted mala cara, Mme. De Poulain —comentópreocupado mientras me ayudaba a subir al auto—. ¿Se en-cuentra bien?

—No he podido descansar, monsieur. La cama china demi marido ha resultado bastante incómoda.

El agregado soltó una alegre carcajada.—¡Nada como una blanda cama europea, madame!Bueno, en realidad, nada como tener mucho dinero en el

banco para no preocuparse por las deudas de juego, opio yburdeles de un golfo como Rémy. Empezaba a sentir un afi-lado rencor hacia aquella cigarra jaranera que tanta gracia mehabía hecho siempre. Era un estúpido redomado, un imbécilsin cerebro incapaz de dominar sus apetencias. No me sor-prendía lo más mínimo que su hermano hubiera decididoapartarle de los negocios; sin duda, la empresa hubiese que-brado con su mal hacer y sus desfalcos. Existe una línea quepermite al ser humano divertirse e, incluso, propasarse enesta diversión, sin que se produzcan efectos irreparables en suvida cotidiana, en su trabajo y en su familia. Rémy no cono-

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cía esa línea. Para él, lo primero era lo que demandaba sucuerpo, lo segundo, también, y lo tercero, más de lo mismo.¿Alcohol?, alcohol; ¿mujeres?, mujeres; ¿juego?, juego;¿opio?, pues opio, y todo hasta caer exhausto, hasta el límite.

El cónsul Wilden y su esposa, la encantadora Jeanne,fueron realmente amables conmigo. Él era un hombre demi edad, inteligente, elegante y profundo conocedor de lacultura china. De hecho, llevaba dieciocho años en el paísy había vivido en ciudades de nombres tan exóticos comoTchong-king, Tcheng-tou y Yunnan. Jeanne y él se esforza-ron mucho por consolarme cuando, llorando, les expliquélo que me había comunicado el abogado de Rémy por lamañana. Su trato con mi marido había sido siempre muycortés, me contaron, y, desde que llegaron a Shanghai en1917, le habían visto en repetidas ocasiones con motivo dela celebración en el consulado de las fiestas nacionales fran-cesas y de las Navidades. Rémy era para ellos un caballeroamable y divertido, con el que Jeanne siempre se reía mu-chísimo por la gracia que tenía para contar chistes y parahacer un comentario agudo en el momento preciso. Sí, cla-ro que conocían sus problemas económicos. La comunidadextranjera era muy pequeña y todo se acababa sabiendo. Elcaso de Rémy, sin ser el único, había sido muy comentadopor la gran cantidad de amigos que tenía. Él cuidaba mu-cho su red social y siempre estaba dispuesto a ayudar acualquiera que lo necesitara. Cientos de personas acudie-ron al funeral, afirmaron los Wilden, y toda la colonia fran-cesa había sentido terriblemente su muerte, sobre todo porcómo se había producido.

—¿Ya le han contado los detalles? —inquirió Jeannecon cierta preocupación.

—Esperaba que lo hicieran ustedes.Fueron tan delicados que se abstuvieron de comentar el

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estado de Rémy la noche de la tragedia. No mencionaron lapalabra nghien ni hablaron del opio; se limitaron a narrar-me los hechos de la manera más piadosa posible. Por lo vis-to, diez amarillos del miserable barrio de Pootung —situa-do en la otra orilla del Huangpu, frente al Bund—, se cola-ron en la Concesión Francesa con la intención de robar y,probablemente, al ver la casa china de Rémy, pensaron queles sería más fácil entrar en ella y moverse por su interior sindespertar a los propietarios, que, a esas horas, cerca de lastres de la madrugada, debían de encontrarse profundamen-te dormidos. Todo esto figuraba en el informe de la policíade la Concesión que obraba en poder del cónsul y del queestaba dispuesto a darme una copia si yo así lo deseaba. Pordesgracia, Rémy permanecía despierto en su despacho, qui-zá estudiando alguno de los objetos de arte chino a los queera tan aficionado, ya que, desparramadas por el suelo, seencontraron múltiples obras de su colección, casi todas degran valor según el informe. Rémy debió de enfrentarse va-lerosamente a ellos porque el despacho presentaba el aspec-to de un campo de batalla. Despertados por el ruido, loscriados de la casa acudieron armados con palos y cuchillospero, al oírles venir, los ladrones se asustaron y huyeron endesbandada, dejando a Rémy muerto en el suelo. El ama dellaves, la señora Zhong, aseguró que no se habían llevadonada, que no faltaba nada en la casa de su amo, así que, des-pués de todo, Rémy había conseguido su propósito de de-fender la vivienda y sus propiedades.

—¿Qué desea hacer con los restos de Rémy, Mme. DePoulain? —me preguntó de improviso, aunque no sin deli-cadeza, el cónsul Wilden—. ¿Quiere llevarlos a Francia odesea dejarlos aquí, en Shanghai?

Le miré desconcertada. Hasta esa misma mañana tenía laintención de darle sepultura en Lyon, en el panteón de su fa-

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milia, pero ahora ya no estaba tan segura. El traslado debíade costar una fortuna y no estaban las cosas para gastos ocio-sos, así que quizá fuera mejor que se quedara donde estaba.

—La tumba de Rémy en el cementerio de la Concesión espropiedad del Estado francés, madame —me aclaró M. Wil-den, con gesto contrito—. Tendría usted que comprarla.

—No estoy en condiciones de hacerlo, como ya supon-drá —precisé, dando un sorbo del café que nos habían ser-vido después de comer—. La situación financiera me ata depies y manos. Quizá usted podría ayudarme, señor cónsul.¿Se le ocurre alguna manera para salir de este atolladero?¿Qué me aconseja que haga?

Auguste Wilden y su esposa se miraron a hurtadillas.—El consulado podría regalarle la parcela de terreno

del cementerio —comentó él—, pero tendría que ser justi-ficado como un detalle de nuestro país hacia la prestigiosafamilia De Poulain.

—Se lo agradezco, monsieur.—En cuanto a los problemas económicos con los que se

ha encontrado usted, madame, no sé qué decirle. Creo quelos consejos de su abogado son prudentes y acertados.

—¿Por qué no le pide ayuda a la familia de su difuntoesposo, querida? —inquirió Jeanne, dejando la taza en elplatillo.

—Sus abogados han expresado con claridad que no se-ría una buena idea.

—¡Lamentable! —exclamó el cónsul Wilden—. De ver-dad que lo siento, Mme. De Poulain, sería una gran feli-cidad para nosotros poder ayudarla, pero como cónsul deFrancia no estoy en disposición de hacer nada más. Esperoque lo entienda. Adquirir para usted la tumba de Rémy esun gesto que puedo permitirme porque era un destacadomiembro de nuestra colonia y un notable ciudadano de

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nuestro país, pero cualquier otra actuación quedaría fuerade mis competencias y podría ser malinterpretada tanto porla embajada de Pekín como por el Ministerio de AsuntosExtranjeros y, de seguro, por la comunidad francesa deShanghai. Espero que tenga mucha suerte, madame. Jeanney yo le deseamos lo mejor y, si cree que podemos favore-cerla en alguna otra cosa, no dude en decírnoslo, por favor.

Abandoné el viejo caserón del consulado con paso fir-me, revestida de una entereza que estaba muy lejos de ex-perimentar. Sin embargo, tras mis lágrimas iniciales, no qui-se que los Wilden apreciaran el temblor de mis manos ni lavacilación de mis piernas una vez que me habían expuesto,con la delicadeza que proporcionan los muchos años deejercicio de la diplomacia, la imposibilidad de auxiliarmemás allá de lo políticamente indicado. Con la compra de laparcela en el cementerio, el gobierno francés quedaba bienante una familia tan influyente y respetada como los DePoulain, sin contar con que sería una iniciativa muy apre-ciada por los poderosos sederos de Lyon y que, a mí, enverdad, me sacaba de un aprieto. Es decir, un detalle bara-to del que se obtendrían buenos réditos sociales, económi-cos y políticos. Pero en cuanto a mis problemas para pagarlas deudas de Rémy no se había dado ni un solo paso ade-lante. Montada en el rickshaw que me devolvía por segun-da vez en aquel día a la casa que yo había tomado por unafuente de ingresos para mi maltrecha economía y que habíaresultado ser una propiedad efímera que no me iba a pro-porcionar más que disgustos, pensé que en los momentosde auténtica desgracia, en aquellas ocasiones en que la vidate supera y no puedes con el peso de los problemas, resultaperjudicial confiar en que alguien va a echarte una manoporque, cuando no es así, te tambaleas y caes. Sin duda, lomás inteligente era no pedir a nadie más de lo que puede

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dar y ése era el caso de los Wilden que, a fin de cuentas, yahabían hecho bastante quitándome un grave problema deencima. Estaba entrando en un callejón muy negro del queno sabía cómo iba a salir y lo peor de todo era que aún te-nía muchas horas por delante para seguir tragándome miangustia porque esa noche nos esperaban a Fernanda y amí en el consulado español, donde no podía ni imaginarqué diantre se me habría perdido.

No quise probar la merienda que la señora Zhong pre-paró a media tarde; tampoco quise salir de mi cuarto ni vera nadie hasta la hora de arreglarme para la cena. No me en-contraba bien y el esfuerzo de hablar me superaba. A pesarde lo que le había dicho al abogado, intenté pensar en so-luciones para conseguir los ciento cincuenta mil francosque faltaban para saldar las deudas pero no las encontré,ya que la única realmente buena —huir a España y escon-derme en algún pueblo perdido— resultaba de todo puntoirrealizable. Mi país estaba muy atrasado. Sólo las grandesciudades como Madrid o Barcelona se encontraban a niveleuropeo en cuanto a higiene y cultura pero el resto agoni-zaba de hambre, suciedad e ignorancia. Además, ¿dóndeiba una mujer sola por aquellas tierras? En el resto delmundo civilizado, la mujer había conquistado un nuevo pa-pel en la sociedad, mucho más libre e independiente, peroen España seguía siendo un objeto, en el mejor de los casosde adorno, dominado por la Iglesia y el marido. Allí mequedaría sin alas, sin aire para respirar y aquello que vein-te años atrás me había obligado a salir corriendo acabaríaconmigo para siempre. ¿Una mujer pintora...? María Blan-chard y yo, Elvira Aranda, éramos el ejemplo de lo que po-dían hacer las mujeres pintoras en España: marcharse.

Alrededor de las siete, mi sobrina entró en la habitaciónpara recordarme que debíamos irnos. Me levanté de la cama

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bajo su mirada escrutadora y me dispuse a arreglarme. Fer-nanda permaneció inmóvil en la puerta siguiéndome con losojos hasta que ya no pude resistirlo más:

—¿Es que tú no tienes que vestirte? —le pregunté de-sabridamente.

—Estoy lista —respondió. La observé con atenciónpero no advertí ningún cambio significativo. Iba igual quesiempre, con su vestido negro y anticuado, su moño y elsempiterno abanico en la mano.

—¿Estás esperando algo?—No.—Pues vete, anda.Pareció dudar un momento pero terminó por marchar-

se. Ahora pienso que quizá estaba preocupada por mí peroen aquel momento me sentía abrumada por la pena y nopodía comprender lo que ocurría a mi alrededor.

Después de ondularme el pelo y perfumarlo con Quel-ques Fleurs, me vestí con un traje de noche encantador deseda marrón que tenía unos grandes lazos de tul en los cos-tados. Frente al espejo, el resultado era espectacular, paraqué voy a negarlo, y es que, a fin de cuentas, se trataba demi mejor vestido, copiado de un modelo de Chanel y hechocon una pieza de seda que me había regalado Rémy. Satis-fecha, me ajusté los finos tirantes sobre los hombros des-nudos y, tras calzarme los zapatos de color barquillo, puseen línea recta la costura de las medias. Resultaba extrañopensar en todo lo que había sucedido a lo largo del díamientras contemplaba mi imagen. Sin duda, ponerse guapaproporciona salud porque yo me encontré mucho mejorcuando, por fin, me sujeté la onda de la frente con una hor-quilla en forma de delicada libélula multicolor.

Aquella noche fue la primera vez que abandonamos laConcesión Francesa. Cruzamos la verja pasando por delan-

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te del puesto de guardia a bordo de dos rickshaws y entra-mos en la llamada Concesión Internacional, en la que losautos más grandes y modernos —modelos norteamericanosen su mayoría— circulaban a toda velocidad por las callescon los faros encendidos. Debo decir que en Shanghai seconduce por la izquierda, al modo inglés, y que son los im-presionantes policías sikhs, enviados por los británicos des-de su colonia de la India, los que dirigen el tráfico. Estossúbditos de la corona inglesa, de abultados turbantes rojosy anchas barbas oscuras, utilizan unos largos bastones pararealizar su trabajo, bastones que, llegado el caso, se con-vierten en sus manos en armas muy peligrosas.

El consulado español no estaba muy lejos. En seguidanos encontramos frente a una moderna villa de estilo me-diterráneo y frondoso jardín, iluminada como uno de esosbrillantes farolillos chinos, en la que flameaba de un mástilsituado en el primer piso la bandera de España. Dos o trescoches muy lujosos dormían estacionados a un lado delparque, señal de que otros invitados ya habían hecho actode presencia. Mi sobrina, curiosamente, estaba hecha unmanojo de nervios —no paraba de abrir y cerrar el abani-co con golpes secos— y, en cuanto descendió del rickshaw,empezó a parlotear en nuestra lengua de manera incontro-lada. Esto me alegró y me di cuenta, conmovida, de que enun día tan raro y aciago como aquél cualquier pamplinapueril servía para levantarme el ánimo.

El cónsul de España, Julio Palencia y Tubau, resultó serun hombre extraordinario,3 de gran personalidad y cariño-

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3. Julio Palencia (1884-1952), como embajador español en Bulga-ria, se enfrentó valerosamente a las autoridades nazis durante la Segun-da Guerra Mundial para impedir el exterminio de los judíos de estepaís. Gracias a sus esfuerzos, más de 600 personas salvaron la vida.

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sísimas maneras, hijo de la famosa actriz española María Tu-bau y del dramaturgo Ceferino Palencia. Pero aún habíamás: su hermano, llamado también Ceferino, estaba casa-do con mi muy admirada escritora Isabel de Oyarzábal,4 aquien había tenido el inmenso gusto de conocer dos añosatrás, en el curso de una interesantísima conferencia quedio ella en París. Entre otras muchas actividades igualmen-te loables, Isabel era la presidenta de la Asociación Nacio-nal de Mujeres Españolas, entidad que luchaba por la igual-dad de derechos en un país tan difícil como el nuestro. Erauna mujer cultísima que tenía la firme convicción de queera posible cambiar el mundo. Fue una alegría para mí des-cubrir este parentesco del cónsul, lo que me llevó a simpa-tizar rápidamente con él y con su esposa, una elegante damade origen griego. Y mientras yo departía con ellos y con al-gunos de los invitados (empresarios españoles que habíanhecho grandes fortunas en Shanghai, acompañados por susmujeres), Fernanda estaba disfrutando de lo lindo en com-pañía de un sacerdote de barbita quijotesca y cabeza abul-tada y completamente calva. La distribución de los invita-dos en la mesa les permitió seguir conversando sin parar. Setrataba, según supe, del padre Castrillo, superior de la mi-sión de los agustinos de El Escorial y distinguido hombrede negocios, que había sabido utilizar el dinero de su co-munidad adquiriendo terrenos en Shanghai cuando no cos-taban ni un céntimo para venderlos a precio de oro en añosposteriores, convirtiendo así a los agustinos en propietariosde muchos de los principales edificios de la ciudad.

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4. Sería imposible, por extensa, ofrecer una biografía de Isabel deOyarzábal (Málaga, 1878-México, 1974), periodista, escritora y la se-gunda mujer diplomática del mundo —primera española— con el car-go de embajadora de la República en Estocolmo.

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Otro personaje singular que asistía a aquella cena eraun irlandés calvo y cincuentón que deambuló a mi alrede-dor buena parte de la noche. Se llamaba Patrick Tichborney el cónsul me lo presentó como un lejano familiar políticode su esposa. Tichborne tenía una gran barriga de bebedory la piel atezada de un campesino y, puesto que era perio-dista, trabajaba como corresponsal para varios periódicosingleses aunque, sobre todo, lo hacía para el Journal de laRoyal Geographical Society. Estuvo toda la noche siguién-dome, dando vueltas a mi alrededor y escapando torpe-mente en cuanto nuestras miradas se cruzaban. Tan pesadose puso que llegó a incomodarme y poco faltó para que lehiciera alguna observación al cónsul.

Acababa de terminar una charla muy interesante con laesposa de un tal Ramos, el acaudalado propietario de seisde las mejores salas de cinematógrafo de Shanghai, cuandoTichborne se me acercó, rápido como una exhalación. Elresto de invitados estaba ocupado en otras conversacionesasí que me temí lo peor y puse, a modo de defensa, un ges-to áspero en la cara.

—Si me permite unos minutos, Mme. De Poulain...—farfulló en francés. El aliento le hedía a alcohol.

—Usted dirá —repuse haciendo un mohín de desagra-do—. Pero dese prisa.

—Sí, sí... Tengo que ser muy rápido. Lo que voy a de-cirle no puede escucharlo nadie más.

¡Oh, oh! Mal había empezado el irlandés.—Un amigo de su marido necesita hablar urgentemen-

te con usted.—No entiendo tanto secretismo, mister Tichborne. Si

quiere verme, que deje su tarjeta en mi casa.El hombre empezó a impacientarse, echando miradas

furtivas a derecha e izquierda.

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—El señor Jiang no puede ir a su casa, madame. Ustedestá siendo vigilada de día y de noche.

—¿Qué dice? —me indigné; había conocido muchasformas en las que un hombre aborda a una mujer peroaquélla era la más descabellada de todas—. Creo, misterTichborne, que ha bebido usted demasiado.

—¡Escuche! —exclamó él, aferrándome nerviosamentepor el brazo; me zafé con un gesto brusco e intenté alejar-me en dirección al cónsul pero Tichborne volvió a sujetar-me, obligándome a mirarle—. ¡No sea necia, madame, estáusted en peligro! ¡Escúcheme!

—Como vuelva a insultarme —declaré gélidamente—,se lo comunicaré al cónsul de manera inmediata.

—Mire, no tengo tiempo para tonterías —afirmó, sol-tándome—. A su marido no lo mataron unos ladrones,Mme. De Poulain, sino los sicarios de la Green Gang, laBanda Verde, la mafia más peligrosa de Shanghai. Entraronen su casa buscando algo muy importante que no encon-traron y torturaron a su marido hasta la muerte para que lesconfesara dónde estaba. Pero Rémy estaba nghien, mada-me, y no pudo decirles nada. Ahora van a por usted. La es-tán siguiendo desde que bajó ayer del barco. Volverán a in-tentarlo, no lo dude, y su vida y la de su sobrina corren ungran peligro.

—¿De qué está hablando?—Si no me cree —repuso, altanero—, interrogue a sus

criados. No acepte la versión oficial sin investigar. Averigüe laverdad con una buena vara en la mano; los amarillos no ha-blarán si no es por miedo. La Banda Verde es muy poderosa.

—Pero ¿y la policía? El cónsul de Francia me ha dichohoy que en el informe...

El irlandés soltó una carcajada.—¿Sabe quién es el jefe de la brigada policial de la Con-

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cesión Francesa, madame? Huang Jin Rong, más conocidocomo Surcos Huang porque tiene la cara picada de viruela,y Surcos Huang es también el jefe de la Banda Verde. Élcontrola el tráfico de opio, la prostitución, las apuestas ytambién la policía que vigila su casa y que escribió el infor-me sobre la muerte de su marido. Usted no sabe cómo sonlas cosas en Shanghai, madame, pero va a tener que apren-derlo rápidamente si quiere sobrevivir aquí.

De pronto, la angustia que había llevado conmigo todoel día desde que había hablado con el abogado por la ma-ñana volvió de una forma exagerada. Notaba otra vez losahogos y las palpitaciones.

—¿Habla usted en serio, mister Tichborne?—Mire, madame, yo siempre hablo en serio menos

cuando estoy borracho. Debe usted encontrarse con el se-ñor Jiang. Es un respetable anticuario de la calle Nankingal que le unía una gran amistad de muchos años con su ma-rido. Como a usted la están siguiendo, el señor Jiang nopuede ir a su casa ni usted a su tienda. Tienen que encon-trarse en algún lugar donde los chinos tengan prohibida laentrada, de ese modo sus perseguidores se verán obligadosa permanecer fuera, como ahora, esperando a que ustedsalga.

—Pero si los chinos no pueden entrar, el señor Jiangtampoco.

—Sí, si entra por la puerta de atrás y acompañado pormí. Le hablo de mi Club, el Shanghai Club, en el Bund. Yovivo allí, en el hotel, en una de las dos habitaciones que laRoyal Geographical Society posee para uso de los sociosque viajan a esta zona de Oriente. Introduciré al señorJiang hasta mi habitación por las cocinas y usted ingresaránormalmente por la puerta principal. Le advierto que es unclub masculino por lo que no podrá visitar los salones ni el

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bar. Tendrá que dirigirse a mi cuarto aparentando que metrae este libro. —Sacó, con disimulo, un pequeño volumenencuadernado en piel del bolsillo de su chaqueta que, afor-tunadamente, tenía las dimensiones justas para caber en mibolso—. Diga que viene para que se lo dedique. Lo escribíyo. Los huéspedes del hotel reciben muchas visitas femeni-nas de toda clase: secretarias, empresarias americanas, ven-dedoras rusas de joyas..., así que no levantará demasiadassospechas y su reputación no peligrará, sobre todo despuésde habernos conocido esta noche aquí. No se le ocurratraer ningún objeto que los sicarios de la Banda Verde pu-dieran confundir con una pieza de arte. El señor Jiang estáconvencido de que lo que buscan es algo así. Podrían ma-tarla en plena calle para robársela.

Intenté reflexionar sobre toda aquella catarata de infor-mación pero no terminaba de entender qué era lo que el talseñor Jiang podía querer de mí.

—El señor Jiang —me explicó precipitadamente el ir-landés mirando fijamente por encima de mi hombro; el ges-to de su cara fue muy claro: alguien se acercaba— está con-vencido de que, si pueden descubrir qué quiere la BandaVerde, usted y su sobrina dejarán de estar en peligro entre-gándoles lo que sea que buscan. Él tiene algunas ideas alrespecto... ¡Naturalmente que puedo dedicarle mi libro,madame! —exclamó con un tono alegre que no había em-pleado hasta ese momento; la esposa del cónsul apareció,sonriente, en mi campo de visión—. Pase mañana, a la horade comer, por mi hotel y estaré encantado de firmarle suejemplar.

—Vengo a rescatarla, Elvira —dijo, guiñándome un ojo,la elegante esposa de Julio Palencia; su castellano tenía unpoco de acento—. Patrick puede llegar a ponerse muy pe-sado.

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Luego, en inglés, le pidió a su remoto familiar políticoque le trajera una copa de champagne. Él le respondió enfrancés, con retintín:

—Ha leído mi libro, querida. De eso hablábamos.La esposa del cónsul tuvo la prudencia de no preguntar

nada al respecto mientras me llevaba amablemente hacia elgrupo más numeroso de invitados que, en ese momento,sostenía una sorprendente conversación sobre el peligro depronunciamiento militar que vivía nuestro país en aquellosdifíciles momentos. Yo siempre había seguido con un cier-to interés las cosas que ocurrían en España, como la aper-tura de los primeros grandes almacenes al estilo de los deParís o la construcción de la línea inaugural de metro enMadrid, pero la política nunca me había interesado dema-siado, quizá porque era tan confusa y problemática que nome sentía capaz de entenderla, aunque me preocupabanmucho los recientes atentados y las revueltas. Lo que no mepodía imaginar era que los militares intentaran, otra vez,hacerse con el poder. El cónsul Palencia mantenía un ecuá-nime silencio mientras Antonio Ramos, el de las salas de ci-nematógrafo, y un tal Lafuente, arquitecto madrileño, mos-traban su preocupación por la inminencia de un golpe deEstado.

—El rey no lo consentirá —afirmaba Ramos, vacilante.—El rey, mi querido amigo, apoya a los militares —ob-

jetó Lafuente— y, sobre todo, al general Primo de Rivera.La esposa del cónsul intervino para zanjar la espinosa

cuestión.—¿Qué les parece si encendemos el gramófono y pone-

mos algún disco de Raquel Meller? —preguntó en voz alta,con aquel ligero acento suyo.

No hizo falta más. El entusiasmo recorrió a los invita-dos que lanzaron exclamaciones de júbilo y se precipitaron,

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poco después, a bailar alegremente los mejores cuplés de laartista. Fue entonces cuando empecé a sentir el cansanciodel día, aunque mejor sería decir la extenuación. De re-pente estaba agotada hasta el punto de no poder mante-nerme en pie, así que, cuando le llegó el turno a La Viole-tera y todos empezaron a cantar a voz en cuello aquello de«Llévelo usted, señorito, que no vale más que un real», de-cidí que era hora de marcharme. Recogí a Fernanda, queseguía de cháchara con el padre Castrillo, y nos despedi-mos del cónsul y de su esposa, dándoles las gracias portodo y asegurándoles que volveríamos a visitarles antes demarcharnos de China.

Mientras cruzábamos el jardín en dirección a la calleempecé a sentir una cierta preocupación por lo que me ha-bía dicho Tichborne. ¿De verdad ahí afuera había secuacesde la Banda Verde? Daba un poco de miedo pensarlo.Cuando dejamos atrás las verjas, miré disimuladamente entodas direcciones pero sólo vi un par de menudas viejecitasharapientas vencidas bajo el peso de los cestos que acarrea-ban con las pingas y unos cuantos culíes dormitando en susvehículos a la espera de clientes. El resto eran europeos. Encualquier caso, esa noche haría que todos los criados, sinexcepción, se quedaran de vigilancia tras asegurar bien laspuertas.

Fernanda y yo montamos en los rickshaws escuchandotodavía, en la distancia, la voz aguda de la Meller que lle-gaba a través de las ventanas del consulado y lo cierto esque resultaba una experiencia extravagante en aquel deco-rado oriental. Tiempo después, cuando escuché los insufri-bles maullidos de gato que los celestes consideran el másexquisito de los cantos operísticos descubrí que la Mellertenía, en realidad, una voz realmente hermosa.

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