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Todos Los Soles - Lautaro Vinkon

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Las decisiones pueden cambiar el mundo. Las decisiones pueden crear nuevas realidades, o realidades paralelas. Todos los mundos, es decir, todas las personas giran en torno a las decisiones, porque decidir es lo que determina al Ser Humano: ganar o perder, amar u odiar, vivir o morir. Lautaro Vinkon le da vida a «Todos Los Soles», la experimental conjunción de novela, cuento y poesía, donde se desarrollan, en ciertos momentos, reflexiones ensayísticas mezcladas con una filosofía sagaz. Historias cotidianas con la provincia de Buenos Aires como telón de fondo, donde los protagonistas entenderán que «todo en esta vida se une, lo bueno y lo malo. Como las ciudades, con sus arterias, sus venas, sus calles pavimentadas». www.facebook.com/vinkonlautaro losmundosrotos.blogspot.com

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LAUTARO VINKON

TODOS LOS SOLES

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TODOS LOS SOLES

© 2014 Lautaro Vinkon

Edición, diseño y fotografía a cargo del autor

[email protected]

www.facebook.com/vinkonlautaro

losmundosrotos.blogspot.com

Ilustraciones: Carlos Ricci

tierraabisal.blogspot.com

Prólogo: Muriel Debouvry

artesentreartes.blogspot.com

Buenos Aires, abril 2014

Este libro se encuentra bajo una Licencia Creative Commons

Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional

Se permite la reproducción parcial o total de la obra

sin fines de lucro y con autorización previa del autor

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A mi abuelo, que siempre tuvo historias más interesantes que las mías,

y que, por sobre todo, fue un verdadero hacedor de mundos…

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Todos los soles desaparecerán.

ISAAC ASIMOV y ROBERT SILVERBERG, Anochecer.

Existen otros mundos aparte de estos.

STEPHEN KING, El pistolero (La Torre Oscura 1).

A lo mejor el mundo no es más que una mota de polvo en el bolsillo de un

gigante y ahí fuera hay todo un mundo de gigantes del que no sabemos nada.

S. D. CROCKETT, Después de la nieve.

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Prólogo

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“Estos mundos se moldean a sí mismos, como flores que

crecen marchitas en las riberas.” Así empieza esta novela. O sería más

acertado decir, este es uno de sus comienzos. Porque la historia, es decir,

lo que todos entendemos por “historia”, nunca termina de empezar. Y así

la escritura se enreda sobre sí misma, como la serpiente que gira sobre sí

misma para morderse la cola. ¿Y acaso no es esa la idea: abandonar el

mundo a su propia materia? O mejor, liberar al hombre a su propio caos

original. Y después de ese intento, escribir una novela como Todos los

soles, donde si hay una dirección, es hacia lo impredecible, lo inesperado.

No el azar precisamente, porque el azar ya supone un cálculo, aunque el

azar sea uno de los elementos de esta novela, sino la evolución

impredecible de sus movimientos. Y entonces, la amalgama es perfecta,

porque si los personajes oscilan entre la muerte y la vida, entre la

figuración humana y lo espectral, la escritura no asume menos sus

contornos definidos. Tampoco lo llamaría estilo, sino encarnadura del

escritor dentro del hombre, labor de la letra dentro de una filosofía de lo

viviente. Aquí los senderos nos conducen a palabras semivivas que

intentan desbordar el orden de la razón. Y así, punto por punto, la obra

deviene una madriguera de lo real. Libre. La mente ha escapado a sus

propias trampas de paz.

Muriel Debouvry

Muriel Debouvry es Licenciada en Letras (Universidad de Buenos Aires). Participó

de programas de investigación sobre literatura, ciencia y arte en la UBA. Es integrante del

Equipo de investigación Estudios de Barroco Americano (EBA) del Instituto de Literatura

Hispanoamericano (UBA). Expuso sus trabajos académicos en diversos congresos a nivel

nacional e internacional. Desde hace años se dedica a su propia creación artística y

ensayística. Creó el Taller multidisciplinario Artes eNtre Artes.

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Algunos propósitos

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Yo y Los Mundos

Muchos mundos allá afuera. Muchas vidas, muchas miradas.

Muchas maneras de pensar. Y poco tiempo para relatarlo todo. Muchos

mundos adentro nuestro, envueltos en capas neuróticas. Muchas vidas,

muchas miradas. Muchas maneras de pensar; día a día, distintas

sensaciones. Y poco tiempo para relatarlo todo.

La escritura como una ventana; el arte como la puerta a esos otros

mundos. Silencios, palabras en papel.

Escribo para hallar la verdad multicolor, para comprender mi alma

y el entorno oxidado que nos rodea. Escribo para dejar de ser humano,

para entender al ser humano, para saber que soy humano. Escribo, luego

existo.

Encontrar otros mundos, amalgamándolos entre letras dispersas y

poesías entremezcladas. Encontrar las raíces de otros mundos, hacerlas

germinar, replegarse, reptar por las paredes maltrechas de los huecos de

nuestro cerebro. Los mundos existen, cobran vida y se contagian a otros.

Los mundos son.

Escribo porque hay otros mundos; hago lo posible para abarcarlos

todos porque hay poco tiempo para relatarlo todo.

Las mentes son esquizofrénicas como los mundos, múltiples y

diferentes pero parecidos en ciertas aristas. Todos unidos.

Escribo para crear; soy Dios en mis mundos y me hago Cristo al

mezclarme con ellos. Escribo por el placer de ser Creador, dador de vida,

Hacedor.

Y todos los mundos, aunque no los conozco, están ahí.

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Primer desdoblamiento

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Estos mundos se moldean a sí mismos, como flores que crecen

marchitas en las riberas. De una forma u otra, el pasado se diluye en el

presente; las vetas de vidas acabadas se labran un camino árido que

traspasa el oscuro amanecer de un mundo que se construye a sí mismo.

Vida sobre vida, muerte sobre muerte. Cenizas vuelan con el viento y

llegan al mar, perdiéndose y difuminándose entre olas celestes.

Lacrimosos, los ojos de María abarcan el paisaje, las vidrieras, los

reflejos y las luces. Se detiene en el revoltijo de café y leche en la taza.

La oscuridad fue disipada; la incertidumbre de ayer, segregada a

otro plano, separada de la matriz de desencuentros y pesares. Con el

viento gélido del sur vienen también nuevos augurios, nuevas decisiones,

comprensión y reconocimiento. Las propias fallas no serán compartidas,

y, a causa de ello, todo su ser se replegará sobre sí mismo, encarnando,

una vez más, una neurosis inacabada.

¿Qué es lo que cambió?, se pregunta. El futuro. Un futuro que no

debería estar ahí. Decisiones intempestivas que, desde el comienzo, han

creado una vorágine de confusiones maltrechas y remendadas con sueños

rotos. Arena que se pierde entre los dedos; el error consiste, ella lo sabe,

en querer reparar los hechos que edifican el presente. Las dudas detonan

en el corazón negro y esparcen las esquirlas de la desidia; acciones

incongruentes que se suceden una a una, golpe a golpe. Ola a ola.

Sobre la mesa, el libro dice, entre páginas húmedas y amarillas,

que el Ser Humano es, por sobre todas las cosas, impredecible; un volcán

de eventos incontrolables y azarosos envuelto en capas y capas de caos.

Regidos por libertades indeterminadas o sucumbiendo ante titánicas

fuerzas de controles masivos. Agolpándose los unos con los otros,

conformando etéreos grupos que se dispersan con la brisa marina.

María espera.

Estos mundos se moldean a sí mismos, como todos los mundos que

los rodean; epicentro de desastres naturales, los mundos no acaban, se

transforman, mutan. Él no vendrá, y ella, a través de la lluvia que moja la

vereda, lo sabe.

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El último día del invierno

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Réquiem

A través de los rastros que deja el pasado, las penas y los

corazones rotos colapsan el mundo. Si una lágrima vagaba por su mejilla

no podía percibirlo. El ambiente era tan frío, tan hostil, tan atípico, que

solo tenía tiempo para pensar en su próximo movimiento… En su

próximo movimiento y en la mancha blanca en la ventana de enfrente.

Apoyó su mano contra el vidrio, creando un halo de humedad alrededor

de ella, y miró el abismo que separaba ambos edificios: un profundo pozo

de negrura invadido por destellos y sonidos altisonantes, bocinas, gritos,

murmullos; una caída de diez pisos hacia la calle abarrotada de coches y

semáforos; veredas infectadas de personas que ocultaban secretos

atroces, que sonreían mostrando una máscara a punto de desgarrarse y

sacar a la luz sus primigenios deseos. Una vida repleta de mentiras,

falacias y pocas verdades.

Alzó la vista otra vez, atraído como un imán, y las ganas de

retirarse de allí fueron en aumento, como todas las noches. El rostro

enjuto, demacrado, con sus cabellos oscuros, mantenía la mirada en él,

como si con esa expresión pudiera hacerlo sentir culpable por lo

sucedido, por un hecho que podría haber sido fácilmente evitado. El

rostro no sonreía y no demostraba furia alguna, solo lo miraba; lo

estudiaba sin mover los ojos, sin pestañear, la representación perfecta de

una estatua; tenía plena conciencia de que era una mujer, incluso había

abrigado la esperanza de que quizá su vecina estudiara maquillaje y le

pareciera divertido sentarse en la ventana, por las noches, a observar a los

desconocidos con su mejor cara de póquer. Excepto que él tenía bien en

claro que la diversión y el terror van de la mano solo en un tren fantasma.

El rostro en la ventana del edificio de enfrente no era una mujer

cualquiera, no era una estatua; el rostro no era. El rostro era presa de los

vaivenes del azar, tal vez la menor brisa lo borrara de allí y jamás

regresaría. Al fin y al cabo, su desaparición sería tomada con agrado,

porque los ojos negros y las facciones blancas traían recuerdos de otros

tiempos, marcas de momentos mejores, aunque fugaces, de abrazos y

caricias…

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La puerta a sus espaldas sonó y el sudor frío recorrió su espalda. El

rostro se esfumó. Él quedó solo. El grifo del baño aún goteaba y recordó

que se había prometido arreglarlo. ¿Acaso importaba ahora? Había hecho

promesas que jamás cumpliría. Se dio la vuelta, quedando de espaldas a

la ventana y al risco urbano que se extendía más allá, y anduvo hasta la

mesa redonda en el centro de la sala a oscuras. Corrió la silla y tomó

asiento, a la espera de su último aliento. La puerta sonó nuevamente.

—¡Taborda, abrí! —se oyó del otro lado.

Fingió una sonrisa ante la mención de su apellido. No podía ser

menos, ahora lo buscaban a él, siempre lo había sabido. Debía reconocer

que las esperanzas lo habían acompañado hasta el último momento, pero

cuando el rostro comenzó a aparecer en la ventana… Tendría que

enseñárselo a su asesino; quizá, antes de enterrarse en la noche eterna,

pudiera obtener más respuestas de las que esperaba. ¿Un rostro en la

ventana de enfrente? Usted está loco. Y le reventarían la cabeza de un

balazo.

—¡Taborda, abrí!

Las conexiones ínfimas son producidas por experiencias que se

repiten segundo a segundo, como una marea interminable en el túnel del

tiempo. Las lágrimas se derramaron sobre el suelo y dejaron tras de sí

húmedas sombras en la oscuridad de la habitación. Todo lo que

intentamos corregir ya no tiene reparo, todo fue realizado de antemano,

premeditado por justificaciones mayores. La puerta sonó otra vez y el

momento de expectación llegó al oírse el chirrido de los goznes. Antes

también creí que sería para siempre. No quiero perder esto que tengo

con vos, hoy. Quizá alguien halle la forma de limpiar sus errores y

comenzar de nuevo, aunque la fina línea que separa el amor del egoísmo

es brumosa e imperceptible. Nada es para siempre.

Búsqueda

No encontré lo que estaba buscando. La lámpara del pasillo

oscilaba de un lado a otro, la puerta del departamento estaba entreabierta.

Por la pequeña abertura se colaba la oscuridad, disolviéndose en el

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corredor. Me acerqué, empujé lentamente la puerta con el pie —para no

dejar huellas— y, tras dos pasos, era uno con el cuarto. Oí los crujidos de

la carne descompuesta bajo mis pies; imaginé un tabique partiéndose ante

mis pisadas. El hedor del tiempo perdido ensuciaba las paredes. Sobre

mis zapatos percibí el tenue y escurridizo movimiento de la frágil muerte

acercándose. Lo sabía, alguien había muerto allí. ¿Un cuerpo o un alma?

No podía decirlo con exactitud. Encendí la linterna, barrí el comedor, y

me detuve a observar las cucarachas que corrían sobre las cajas de pizza

y ropas sucias. Ya no había cadáveres y seres extraños tomándome de los

tobillos, sino una persona que había huido de su propio pasado. Mi error

consistía en querer seguirle la pista.

Si el equivocado era yo, no había nadie para culparme por ello. No

comprendía cómo, pero García, alias El Vigilante, se había escapado sin

dejar rastros. ¿Rastros? Debería retractarme: había dejado los suficientes

rastros como para comprender que, muy en el fondo, seguía siendo

humano. ¿Por qué lo buscaban? Drogas, prostitución, robos… No me

habían explicado nada, solo que tenía que atraparlo, vivo o muerto, y

pagarían mi recompensa. Lo que quisiera averiguar, además de poseer su

foto y las inútiles direcciones, debería hacerlo por mi cuenta.

Cambio

El árbol, al lado del monumento de San Martín, estaba seco, flaco,

las ramas separadas unas de otras; un anciano con artritis hubiera tenido

mejor aspecto. El tronco nudoso se incrustaba en ese intento de maceta

gigante de cantos rodados que habían construido alguna vez a su

alrededor. Marrón sobre grises que iban quedando atrás, era tan fuerte

que el más poderoso viento no lo movería; las tormentas y las ráfagas

incontrolables, las lluvias, los relámpagos no lo asustaban. ¿Y quién diría

que se percataba de todo ello? Como todo ser que se preciara de serlo,

vivía. Vivía a su manera. Inerte, incomunicado, aislado de los demás;

unido por las raíces que reptaban por debajo de la tierra, podía sentir el

latido del mundo, un corazón rojo palpitando en sus últimos alientos,

entregando aire por veneno. Y así sería todo, inevitable. Entregar algo

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por algo; tiempo por tiempo, vida por vida. Y una rueda infinita

corriendo para atrás, enormes manecillas de un reloj huyendo del fin en

sentido contrario, evitando llegar al colapso. El árbol percibía todo

aquello y entregaba vida. Se acababan sus fuerzas, se agotaban sus días.

Y se entregaba por los otros de manera instintiva; tal vez sus acciones

hubiesen sido otras si su entrega estuviese determinada por la lógica de la

razón.

El suspiro del sol entre las nubes actuaba como profeta de mejores

tiempos. El último día del invierno presagiaba una temporada de colores

vivos, de buena fortuna, de jornadas de descanso. En fin, una temporada

de cambios, de renovaciones. Fernando había dejado atrás Florida y la

cueva donde le habían pagado por su trabajo… un trabajo a medias,

porque alguien lo había atrapado primero. Él era un buen detective, pero

ahora empezaba a sospechar sobre la naturaleza de aquellos que lo habían

contratado. En su mochila llevaba los billetes y el libro de Asimov.

Auriculares conectados al celular, sonaba The End de Kings of Leon. A la

derecha se alzaba la Torre de los Ingleses, en un intento de desgarrar los

nubarrones.

Esperaba para cruzar Santa Fe, abordaría la línea C, combinación

con la D, y estaría en casa en menos de media hora. Estaba cansado,

había sido un mes duro. El Vigilante hacía bien su trabajo y la mayoría

de sus crímenes no salían a la luz, por lo que Fernando tomó conciencia

acerca de la real manipulación del gobierno sobre los medios de

comunicación. La policía tampoco quería verse inmiscuida, y sabiendo

que todas las víctimas eran delincuentes buscados, nadie le daba

importancia. El Vigilante hacía su trabajo, aunque, tal como parecía, se

había topado con alguien que tenía contactos que pisaban fuerte. La

teoría plausible: un hermano, o quizá un padre, en busca de venganza —

no había que ser detective para llegar a dicha conclusión—. La carta

había aparecido por debajo de la puerta: Señor Taborda, lo espero esta

tarde, 3 en punto, en la esquina de Plaza Serrano. Llevo lentes negros.

Sus clientes no siempre eran tan suspicaces; así y todo, concurrió a la

cita. Como era de prever, tuvo que adivinar en qué esquina de la plaza se

hallaba el remitente. Lentes negros, el único rasgo distintivo. El hombre

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le entregó un sobre de papel madera y se marchó. Fernando supo al

instante que ese tipo no era su cliente, sino un simple intermediario, tal

vez contratado para esa única ocasión; cuantas menos pistas lo llevasen

con el verdadero cliente, mejor para ambos: para el detective y para aquel

que solicitaba su trabajo. De vuelta en su casa, revisó el contenido: la

carta donde se le explicaba la situación y la sutileza a la que debería

encomendarse, la foto del sospechoso y las direcciones. En la carta,

además, se le explicaba que, cuando el encargo estuviese resuelto, podría

llamar al número de teléfono que figuraba al pie y, así, recibiría otra

notificación donde figuraría el lugar y la fecha para retirar su

recompensa: una módica suma de $30.000 pesos.

Había buscado y había hallado, pero no lo que esperaba. Le habían

pagado la mitad de lo pactado, y él, sin querer levantar sospechas, había

aceptado de mala gana. El Vigilante era un justiciero a su manera,

quitaba para que otros no quitaran. Asesinaba para que otros no

asesinaran. Buscaba el cambio, induciendo a la mejoría por métodos

poco ortodoxos. Un hombre fuera del tiempo, aislado de todo aquello que

existía; desarraigado por completo del pasado y del futuro.

Clavó la vista en el suelo y, sobre el cordón, vio un cuaderno. Se

agachó y lo tomó entre sus manos; limpió la tapa rosa, sucia de hojas

secas, y lo abrió: Si me encontrás, comunicate conmigo. Firmaba una tal

Ana, y más abajo figuraba el número de un teléfono celular. Mientras

esperaba a que el semáforo cambiara a verde, ojeó el contenido del

cuaderno: mapas conceptuales, párrafos sueltos, oraciones, rayas de

diálogo; eran los apuntes de una escritora. Fernando abrió la mochila y lo

arrojó dentro, apretado por la bolsa con billetes. El semáforo pasó del

rojo al amarillo y luego al verde. En sus oídos retumbaba la frase: This

could be the end. Se perdió entre la multitud y sus pasos se esfumaron en

el asfalto gris.

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Vigilia

Todos mueren, incluso aquellos que se creen inmortales. En la

vigilia somos eternos, perfectas representaciones de una flor que nunca se

marchitará. Pero, al despertar, retornamos a la mortalidad. La peor herida

es comprender que el mundo no se detendrá con nosotros; y desgarrados,

nos lanzamos a la certeza del deceso.

El Vigilante permanece en la vigilia, insomne, a la espera de

aquellos que cometen errores; los desarma, los castiga y carga con el

justo pecado por su error. Quitar vidas para no perder otras. El mundo no

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era mejor sin ellos, pero las manchas en el tapizado deberían limpiarse

una a una. Buenos Aires no reclamaba justicia, lloraba por justicia.

Mi espectro de la moral es ambiguo, desinteresado; no hago

justicia. Solo pienso en vivir: si debía quitar del medio a García, lo haría.

Si lo entregaba vivo, no me importaba lo que hicieran con él. Mi trabajo

es mi trabajo. No me ofrecieron mucha información al respecto, solo una

foto y algunas direcciones. Nada acertado para empezar una

investigación. Me las había ingeniado y estaba cerca. Al acecho, un

vigilante que vigila a otro.

Llamada

—¿Ana?

—Sí. ¿Quién habla?

—Hola, mi nombre es Fernando. Encontré tu cuaderno de notas.

Estaba en la plaza San Martín…

—¡Ay, qué bueno! No sabés el tiempo que estuve buscándolo.

¡Gracias!

—De nada, si querés…

—Revisé por todos lados, moví todos los muebles. Soy una

boluda, perdón, una despistada.

—No te hagas problema. Si querés nos podemos ver en algún lado.

—Dale. ¿Te queda bien el lugar donde lo encontraste?

—Hoy estaba de paso, pero bueno. No tengo nada que hacer. Nos

encontramos ahí, en la parada del 152. Decime día y horario.

—Mañana a las seis, ¿te parece?

—Perfecto. Voy a llevar, déjame pensar… Una remera azul.

—Dale. Yo una roja.

—Bueno, entonces, será hasta mañana.

—Hasta mañana.

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Encuentro

La ciudad es una colmena repleta de ideas a medio procesar, un

escupitajo de escombros untados de polvo erigidos sobre vidas acabadas

y truncadas por los pesares de los desencuentros. Capas tras capas de

miasma, rezumando olores y ruidos. Equivocaciones reparadas y errores

eternos, paseos sobre los recuerdos de muertos reducidos a huesos y

cenizas. Y entre la pesadumbre cotidiana se levantan compromisos a

primera vista; colisiones internas, inexplicables; sentimientos profundos

retumbando desde el origen de los tiempos. Seres hechos el uno para el

otro. Latidos puros y respiraciones agitadas.

Una sonrisa se dibujó entre la gente. Fernando la contempló de

arriba abajo: el jean no muy ajustado, la remera roja, el pelo castaño

hasta los hombros, ojos marrones. Y una sonrisa que sobresalía de entre

las demás personas que hablaban y gesticulaban. Ella miraba para todos

lados. Él se acercó y sonrió.

—Hola.

—Hola —respondió ella.

—Ya te estás riendo y todavía no me conocés…

—Es que cuando estoy nerviosa, me río sola.

Él abrió la mochila y le dio el cuaderno.

—Gracias.

—¿Querés tomar algo? ¿Un café? Pago yo… no te hagas

problema.

Fernando rió.

—No sé. No quiero abusarme.

—Yo invito.

Caminaron hacia la esquina del bar en Esmeralda y Santa Fe y se

sentaron en las mesas que estaban en la vereda. El olor al café y los rayos

del sol muriente cincelaban el comienzo de la noche.

—¿Escritora, no?

—Sí, algo así…

—¿Algo así?

—Sí. Digamos que soy escritora, pero no de best-sellers…

—Es mejor así.

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—¿Por qué?

—Porque los best-sellers son muy industriales, mucho material

trillado. Prefiero lo under, los autores desconocidos.

—¿Vos escribís? Tenés pinta de escritor.

—No. Pero soy un lector de primera. Fanático de los libros. De la

ciencia ficción.

—¿En serio?

—Sí…

—La novela que estoy escribiendo ahora es de ciencia ficción.

¡Qué casualidad! ¿Vos no habrás leído mi cuaderno y ahora estarás

tratando de engañarme?

—No. Lo abrí para ver qué había adentro. Pero no leí nada. Me di

cuenta de que sos escritora por el estilo de anotaciones.

—Sí… —Ana murmuró por lo bajo y sonrió.

—¿De qué se trata tu novela?

—Eso es algo que no deberías preguntarle a un escritor.

—Como quieras. De todas formas, no voy a robarte ninguna idea.

—¿Puedo confiar en vos?

—Por supuesto. Soy una tumba.

—Bueno. Hay un asesinato en una nave espacial. Los sospechosos

son los cinco tripulantes que quedan con vida. El muerto empezó a largar

espuma por la boca, intoxicado. A medida que corre el tiempo, van

saliendo a la luz las historias ocultas de los tripulantes que quedaron con

vida, hechos oscuros. Todos sospechan de todos. Pero, al final, ninguno

es el culpable: el muerto se había tragado una pastilla con veneno de

efecto retardado antes de subir a la nave. Se suicidó.

—Me contaste toda la historia.

—Sí. De todas formas, dentro de poco va a estar a la venta. Ya está

en manos del editor.

—Qué bien. Una escritora consagrada…

—No me hagas reír. ¿Sabés lo que me falta?

El café había desaparecido de las tazas blancas. La luna estaba en

lo alto, iluminando Retiro como un farol. Los dos se pusieron de pie, él

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pagó la cuenta. Cruzaron hacia la parada del colectivo 152, anaranjada a

causa de las luces de la plaza.

—Bueno —dijo él—, yo me quedo acá. Ahí viene el bondi. Vivo

en Palermo y me deja justo.

—Dale.

Se saludaron. Ana lo miraba y, cuando el colectivo frenó,

Fernando se dio vuelta.

—¡Ana!

—¿Qué?

—Tenés una sonrisa hermosa.

Ella se sonrojó.

—¿Estás muy apurado?

Las dos personas que estaban en la fila, por detrás de Fernando, se

impacientaron porque él no subía al transporte. Les dio paso y se acercó a

Ana.

—¿Por?

—¿Querés venir conmigo?

—Depende…

—¿De qué depende?

—De lo que vos quieras.

—Yo quiero que vengas.

Cercanía

Desmoronándose, parte a parte; lo que yo sabía estaba acabado.

García —El Vigilante— me había despistado. Tenía la certeza de que lo

estaba persiguiendo. Alguien que irrumpe en las puertas de la sociedad

sin ser visto y comienza a cagar en todos lados tiene que ser muy

inteligente o muy estúpido. Y El Vigilante no era estúpido, doy fe de

ello. Yo estaba cerca, incluso lo había visto de lejos al entrar en una

galería en Corrientes y Uruguay. Me planté en la entrada pero nunca

salió. ¡Dos horas estuve! Tenía sus trucos. Tal vez era mago, o maestro

de los disfraces. Un tipo hábil, no me caben dudas. O quizá no era él y lo

había confundido con otro hombre. Allí entraba el derecho a la duda,

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donde la lógica queda aparte. Nos movemos gracias a patrones

predeterminados, decisiones preestablecidas. ¿Qué sucede cuando eso

cambia, cuando no sabemos qué va a suceder después, cuando no

podemos ver la piedra que yace en el camino para evitar tropezarnos?

Caemos o caemos. Caemos y nos quedamos tirados en la banquina;

caemos y nos levantamos. Todo se reduce a las decisiones.

Unión

Todo en esta vida se une, lo bueno y lo malo. Como las ciudades,

con sus arterias, sus venas, sus calles pavimentadas. Todo, una red

compuesta de puntos en el pasado, en el presente y en el futuro; pequeños

detalles que van quedando relegados y que, al final, son los hacedores de

las situaciones esenciales de nuestra existencia.

Una mano que sostiene a otra mano. Los labios húmedos que

chocan, dos bocas se besan. La remera roja cae en la oscuridad del

cuarto, una gota de sangre surcando una piedra de lignito. Un susurro

femenino. Antes también creí que sería para siempre. No quiero perder

esto que tengo con vos, hoy. Otro susurro, esta vez masculino. Nada es

para siempre.

Decisión

Nuestras decisiones se reflejan en grandes círculos concéntricos,

afectando a los demás, como las gotas de lluvia en los charcos de las

veredas; expandiéndose entre pequeños oleajes, entre pequeñas ondas

cristalinas que se unen con otras decisiones. Todo afecta al resto, nada

nos atañe solo a nosotros. Como el gato negro que mira y mira, y sigue

mirando; piensa, y gira en torno a una decisión: saltar de tejado a tejado,

surcar el abismo de seis metros que lo separa de su objetivo. Sus ojos

amarillos brillan en la noche y entre los movimientos se dispersan y se

pierden con el resplandor de las estrellas. Observa, premedita, calcula y

medita: saltar, llegar al otro lado o caer. ¿A qué le teme? ¿A no cumplir

con su objetivo o a la caída misma? Tal vez no se lastime con la caída,

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pero no sabe si tendrá las fuerzas para levantarse. ¿Acaso no había

sucedido antes, no había caído? Y ahora estaba de pie otra vez;

decidiendo. Camina con sigilo al borde del techo del edificio; abajo está

la calle, los autos, las luces, la gente. La ciudad. Toma carrera, cambia de

posición. Duda. Maúlla, rezonga. Echa las orejas para atrás, sus pupilas

se contraen. Ha tomado una decisión. La decisión. Salta.

Fernando lo observaba desde la ventana mientras Ana dormía.

Final

Le había seguido la pista durante varias semanas, hasta que todos

los puntos confluyeron en aquel depósito abandonado en Barracas. Iba

solo, como siempre; el frío que helaba Buenos Aires despeinaba mi

cabello y acercaba navajas a mi rostro. El óxido del techo de la fábrica se

mezclaba con el anaranjado relumbre de las farolas. En la entrada, temía

que el olor herrumbroso del moho adherido a las paredes de ladrillo

agrietado se mezclara con la pestilencia de mi sudor; por suerte, no fue

así: mi nariz estaba lo bastante tapada de mocos como para percibir algo

que me provocara náuseas. El invierno era duro pero ya estaba por

acabarse. De una patada, abrí la puerta y todas mis esperanzas sobre los

olores se vino abajo. El haz de mi linterna atravesó el interior oscuro y le

dio forma a siluetas siniestras que se disipaban a medida que mis pasos se

hacían más fuertes. El hedor ferroso de la sangre, de la carne quemada y

del plomo de las balas recién disparadas flotaba en el ambiente. El viento

gélido soplaba afuera y limpiaba el lugar. Alguien lo había encontrado

antes que yo. Alguien se me había adelantado. Alguien me había

ahorrado el trabajo de verlo, aunque sea una vez, a los ojos, y percatarme

de que su vida se desprendía, poco a poco, de su cuerpo inerte. Busqué en

la agenda de mi celular y llamé. Vivo o muerto, había cumplido con mi

trabajo.

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Caída

El día y la noche es una sucesión perpetua de soles que mueren y

lunas que renacen. Sobre los techos de San Telmo puede verse el alba en

todo su esplendor, oculto vagamente entre el humo de los autos; un

amanecer gris, el traspaso de un punto a otro, una cuerda floja entre lo

que es y lo que será.

—Gracias por venir.

—Gracias por invitarme.

Ana y Fernando bajaron por la escalera y salieron al pasillo que

daba a la calle. Lo traspasaron, apretados y riendo, y se detuvieron en la

vereda. Él era unos diez centímetros más alto y por eso ella lo

contemplaba desde abajo, su mirada marrón y su sonrisa pura. Estaban

tomados de la mano.

—¿Nos veremos otra vez? —preguntó ella.

—Si vos querés…

—¿Vos querés?

—Sí.

—No me dijiste tu apellido…

—Taborda.

—¿Fernando Taborda? Suena bien. Puede ser algún personaje de

novela.

Los interrumpió el ronroneo de un motor. La velocidad del coche

ni siquiera le dio tiempo a él a anotar la matrícula. El hombre que se

había asomado por la ventanilla trasera podía ser cualquiera, podía

cruzarlo en Retiro, en Paternal, en Caballito, en Once… El hombre

disparó y le acertó a Ana. Por instinto, Fernando se arrojó al suelo. El

coche siguió su camino por la estrecha calle empedrada.

Cuando la tomó entre sus brazos, Ana no respiraba, y la remera

roja se entremezclaba con la sangre. A través de los rastros que deja el

pasado, las penas y los corazones rotos colapsan el mundo.

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Resurrección

Las conexiones ínfimas son producidas por experiencias que se

repiten segundo a segundo, como una marea interminable en el túnel del

tiempo. Todo lo que intentamos corregir ya no tiene reparo, todo fue

realizado de antemano, premeditado por justificaciones mayores. Quizá

alguien halle la forma de limpiar sus errores y comenzar de nuevo,

aunque la fina línea que separa el amor del egoísmo es brumosa e

imperceptible. Nuestras decisiones se reflejan en grandes círculos

concéntricos, afectando a los demás, como las gotas de lluvia en los

charcos de las veredas; expandiéndose entre pequeños oleajes, entre

pequeñas ondas cristalinas que se unen con otras decisiones. Todo afecta

al resto, nada nos atañe solo a nosotros. Todo en esta vida se une, lo

bueno y lo malo. Como las ciudades, con sus arterias, sus venas, sus

calles pavimentadas. Todo, una red compuesta de puntos en el pasado, en

el presente y en el futuro; pequeños detalles que van quedando relegados

y que, al final, son los hacedores de las situaciones esenciales de nuestra

existencia.

El suspiro del sol entre las nubes actuaba como profeta de mejores

tiempos. El último día del invierno presagiaba nuevas decisiones.

Fernando esperaba para cruzar Santa Fe; clavó la vista en el suelo y,

sobre el cordón, vio un cuaderno. Se agachó y lo tomó entre sus manos;

limpió la tapa rosa, sucia de hojas secas, y lo abrió: Si me encontrás,

comunicate conmigo. Firmaba una tal Ana, y más abajo figuraba el

número de un teléfono celular. Mientras esperaba a que el semáforo

cambiara a verde, ojeó el contenido del cuaderno: mapas conceptuales,

párrafos sueltos, oraciones, rayas de diálogo; eran los apuntes de una

escritora. Abrió la mochila para guardarlo pero, ante la visión de la bolsa

con billetes, dudó y se arrepintió. Depositó el cuaderno en el cordón,

donde lo había encontrado. El semáforo pasó del rojo al amarillo y luego

al verde. En sus oídos retumbaba la frase: This could be the end. Se

perdió entre la multitud y sus pasos se esfumaron en el asfalto gris.

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La persecución

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Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.

JORGE LUIS BORGES, El otro.

No somos meros enjambres unidireccionales, somos más que eso.

En la gran ciudad perdemos y dejamos, también ganamos. Como

hormigas salidas del hormiguero, de alguna manera no intuimos a los

otros pero contribuimos con sus vidas, participamos en su existencia. Lo

que me lleva a pensar que estamos conectados de alguna manera. Tal vez

seamos menos que motas de polvo en un rayo de sol ingresando por la

ventana un sábado a la mañana; quizá, allá afuera, sobrepasando los

límites del ojo telescópico más agudo y avizor, haya gigantes con mentes

infantiles o enanos con mentes gigantes —como nosotros—. Pero aquí,

en un entramado de pensamientos, se alza una ciudad. Su nombre no es

Torón, es Buenos Aires. Donde suceden hechos raras veces explicables,

donde las luces nocturnas se mezclan entre los cuerpos de los

transeúntes. Pero anterior a la llegada de los aires noctámbulos, el

crepúsculo juega a las escondidas detrás del Obelisco, creando una

mancha entre negra y naranja sobre los edificios que acarician el cielo

nublado.

Las sombras escarlatas se estiran hacia el este por la 9 de Julio en

una carrera determinada por la aparición de la noche. Esquivo a las

personas, golpeamos nuestros hombros. Cruzo Corrientes y las

parpadeantes pantallas, como flashes de enormes cámaras fotográficas,

me encandilan. Temeroso de perderle el rastro, estiro el cuello para ver

por encima del amontonamiento. La muerte del día, como fuego, lame las

nubes y las pinta de rosa y rojo. Nadie mira hacia arriba; yo lo hago por

momentos, calculando el tiempo de manera mental. Lo veo, casi, a una

cuadra de distancia. Atraviesa Lavalle. Paso por el kiosco de la esquina

de la peatonal, donde él estaba hace unos segundos, y a unos metros de

distancia, un muchacho demacrado, con ropas deportivas anchas, le roba

la cartera a una mujer y se pierde entre la gente. La mujer grita, aterrada.

Un hombre se acerca, habla con ella y la señora se lanza a llorar. El llanto

se pierde con el ruido de los colectivos en el metrobus. No hay policías,

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nadie que atrape al ladrón. No soy quién para entrometerme. Sigo mi

camino mientras las sombras se alargan aún más.

Pasamos por Tucumán y Viamonte. Casi lo alcanzo, él traspasa

Córdoba y el semáforo me frena justo cuando estoy por atraparlo. La luz

roja me detiene, y la verde le brinda el libre paso a los autos que se

dirigen hacia Callao. Me pierdo en los faroles direccionales del 106. Ese

número me trae recuerdos. No puedo pensar: del rojo al amarillo y luego

al verde. Caminamos como ovejas al corral. En la dirección opuesta, una

joven me guiña un ojo. Podría detenerme y seguirle el juego. Pero es solo

una suposición… podría, pero no. No puedo ahora.

Paso por el Pestana, con el techo de su entrada en forma de cúpula.

Paraguay queda atrás. Lo veo doblar a la derecha, en la esquina del

California Burrito Co. Veinte segundos después, realizo el mismo

movimiento. Ahora que se puede circular casi libremente por Marcelo T.,

hay menos personas y mayor visibilidad. El sol muriente en mi espalda;

mis sombras, al igual que mi objetivo, por delante. Abrigo la idea de

echar a correr y alcanzarlo; podrían confundirme con uno más de los

asaltantes de esta bella y torturada ciudad. Simplemente apuro mi paso.

La cerrazón aparece, dejando una suciedad bermellón en el oeste

como resabio del crepúsculo. Él dobla hacia la izquierda en Esmeralda.

Lo tengo a pocos metros, estamos por llegar a Santa Fe. En la esquina de

enfrente, un hombre y una mujer, en la vereda del bar, me miran y

continúan con su charla mientras el café se les disuelve en las tazas; ella

sostiene un cuaderno abierto, él la mira embelesado. Retorno a mis

pensamientos; toda esta persecución habrá valido la pena. Un acto de

justicia en una ciudad donde los días ajetreados se confunden con las

noches escabrosas. Donde las desilusiones de los falsos amores se

enlazan con los asesinatos sin sentido; donde el roce de una mano en el

subte es la causa para una relación efímera; donde las verdades se

confunden con las mentiras y el misterio se torna esquivo.

Soy el eco de una pizca de honor donde se alza una ciudad llamada

Buenos Aires.

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Le doy alcance. Él se da vuelta, estoy seguro de que se sorprende

al verme. Por su expresión, mi rostro le resulta familiar. A mí también el

suyo. No puede tener más de treinta y cinco, auguro.

—Disculpame —digo con la voz ronca—. En el bondi se te cayó la

billetera —me tomo mi tiempo para respirar—. Te vengo siguiendo

desde el Obelisco.

—No es mía —responde él.

—¿Estás seguro?

—¿De qué puedo estar seguro en esta ciudad? —Su mirada se

bambolea de un lado a otro— Esa billetera no es mía. Incluso esta vida,

tal vez, no me pertenezca.

Frunzo el ceño, pasmado.

—No sé de qué estás hablando…

—¡Vamos che! ¿Justo vos no sabés? Hablo de que quizá seamos

simplemente el reflejo de un sueño.

Me acuerdo de Borges, no sé si por la alusión al reflejo o por el

episodio enigmático. Sonrío nervioso, algo confundido. Él se da la vuelta

y se pierde entre la multitud. Quizá se encamina hacia la plaza San

Martín o a la Torre de los Ingleses. Yo me quedo parado, viendo sin ver a

la gente que transita alrededor mío. Abro la billetera: no hay dinero ni

identificaciones. La dejo caer al suelo y desaparecer entre las pisadas de

la muchedumbre. También desaparezco.

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Accidente

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Se caen los mundos y empiezan de nuevo. La reestructuración se

produce al verse destruidos los pocos factores que construyen el azar.

Restablecidas las cuerdas que vibran y dan forma a las realidades, las

decisiones se tornan dioses para los humanos. Aunque, sin pensarlo dos

veces, la aleatoriedad es la determinante entre el día y la noche, la luz y

la oscuridad, la vida y la muerte...

El sonido crepitante; la interferencia llegó como una flecha

clavándose en sus tímpanos. Laura acomodó sus anteojos y ajustó la

señal de la radio en el celular, pero el locutor ya no se oía. Bueno, sí lo

oía, pero era un eco distorsionado. El tipo estaba un poco loco, hablaba

del destino como ser supremo y después lo rebajaba como la peor mierda

del mundo. ¿Del mundo? De los mundos, diría el locutor. La

multiplicidad de realidades, la bifurcación de dimensiones, ese tema era

muy interesante… Pero para alguien que no tenía nada que hacer, no para

aquellos que llegaban tarde al trabajo porque la alarma no había sonado.

¿A qué despertador se le ocurriría agotar sus pilas un lunes por la

mañana? ¿Qué dirían en el trabajo? ¡Laura estuvo de joda todo el fin de

semana! Y el gerente, con su mirada inquieta, observándola de arriba

abajo, preguntando: “¿Laurita, pasó algo? Vení, pasá a mi oficina,

contame”. ¡Por Dios! ¡Cómo le miraba las tetas! Asco le daba… Asco.

Por favor, ese sí que era peor que el loco de la radio. El loco, así le

gustaba llamarlo. No locutor, no el tipo de la radio, sino el loco. Un loco

que le caía bien; porque sino, no lo seguiría escuchando todas las

mañanas. Había algo en él que la atraía, no su voz ni su supuesta

galantería. Algo más. Los mundos. Eso era algo que a ella le hacía

pensar, y las conclusiones de esos pensamientos, muchas veces (la

mayoría, quizá) le producían escalofríos. Cómo una decisión determinaba

el resto de los eventos próximos. Cómo cambiaba la realidad a partir de

tomar un camino o el otro. Y se preguntaba si esas dos, o más, realidades

podían convivir en líneas paralelas o en algún momento podían cruzarse.

¿Ella podría encontrarse con una Laura de otro mundo? ¿Qué sucedería

entonces? ¿Una de las dos desaparecería? ¿Podrían permanecer las dos

en un mismo plano? ¿O tal hecho nunca podría llegar a darse, nunca

cabrían dos Lauras en una misma realidad?

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Basta de reflexiones, así nunca llegaría al trabajo. Pasaban los colectivos

y dudó; tal vez el embotellamiento en la 9 de Julio fuera peor. Ah, no. El

metrobus… Ahora estaba el metrobus. Llegaría, sí, llegaría. El colectivo

estaba justo a media cuadra. Laura corrió, pero el chofer, (el muy hijo de

puta, pensó) cerró la puerta y arrancó. ¡Dale, nomás… hoy me

descuentan el presentismo! Se sacó los auriculares porque vio venir un

taxi. Se acercó al cordón y levantó la mano, pero una diminuta gota de

agua de un aire acondicionado cayó sobre los anteojos y ella perdió

visión. ¡La puta madre, aires acondicionados de mierda, parece que

lloviera hasta en verano! Mientras buscaba un pañuelo descartable en la

cartera, un hombre se le adelantó, subió al taxi y este arrancó. Pegó un

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grito (que se escuchó en la China, aseguraría ella más tarde) pero el

coche ya estaba en marcha. A través del cristal mojado, lo vio alejarse.

¿Por qué a mí? ¡No voy a llegar nunca!

El sonido crepitante; la interferencia llegó como una flecha

clavándose en sus tímpanos. Un estruendo atronador, cegando los demás

ruidos. La camioneta se había incrustado en el costado derecho del taxi:

blanco sobre negro y amarillo. El asfalto empezaba a teñirse de sangre:

rojo sobre gris. La gente se acercó corriendo, ella entre la multitud. El

conductor de la camioneta estaba muerto, había salido despedido por el

parabrisas y yacía en el techo del otro vehículo. El taxista se había

reventado la cabeza contra el vidrio pero, al parecer, el airbag le había

salvado la vida. El tipo que le había robado el taxi era un amasijo de

carne y… bueno, carne sanguinolenta con corbata (esa era la mejor

descripción).

Empezó a caminar, rumbo a su trabajo, todavía aturdida. Pensó en

la gota, pensó en los factores que habían influido sobre los

acontecimientos. Pensó que podría estar muerta en ese mismísimo

instante. Se puso los auriculares de nuevo, el loco seguía hablando. Y

todos los mundos seguían girando.

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El árbol muerto

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1

No había luna en el cielo, tal vez las estrellas fueran las únicas

valientes como para asomarse por entre las nubes. La parrilla, amurada a

la pared, se encontraba en la parte trasera de la casa; más allá había un

amontonamiento de árboles que podría ser considerado un pequeño

bosque. Las llamas que despedían las brasas lamían el aire con voracidad.

—¿Entonces qué vas a hacer? —preguntó Daniel.

—No sé. Si me voy, correré el riesgo de dejar todo esto atrás.

Un ruido entre las ramas desconcentró a Daniel.

—¿Oíste eso? —preguntó mientras giraba la cabeza hacia los

matorrales.

—¿El qué?

Cuando ambos aguzaron la vista, dos ojos rojos se perdieron en la

oscuridad.

2

No es que creyera que no los había visto. Estaban ahí. La oscuridad

no me asusta, pero tampoco es mi mejor amiga. Por lo menos, tengo la

certeza de que Daniel también los vio. La parrilla, las brasas ardiendo, el

farolito, las estrellas: la iluminación suficiente como para distinguir algo

entre la maleza. El viaje me preocupa, pero cuando todo lo que evité

durante mi vida apareció de golpe, moviendo los arbustos... Me quedo

por Dani: se peleó con la novia y él dice que el fin de semana es idóneo

para tomar distancia. El viaje también me servirá para tomar mi distancia

con ciertas cosas. Pero esos ojos rojos perdidos en la noche, ocultos en el

bosquecito. Tal vez no puedo dormir porque el colchón es muy duro. Sé

que, a la mañana, todo esto parecerá un sueño más.

3

No dormí bien. Soñé con el ruido de fuegos artificiales, pero en las

ventanas no había luces. En la playa no había luces. Explosiones, pero

¿dónde?

El sol se asomaba y cerré los ojos. Dos horas después me levanté.

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4

Estaba en la escalera cuando escuchó ruidos en la cocina. El frío se

colaba por la ventana de la planta baja y se arrepintió de los pantalones

cortos que llevaba puestos.

—Asesinaron al asesino de asesinos… Lo acabo de escuchar en la

radio —Daniel alzó la cabeza—. Buenas, ¿estás mejor? —preguntó

mientras ojeaba el diario. Acomodó el café en la mesa, disponiendo las

cucharas y las dos tazas alrededor de la jarra.

—¿Por?

—Una pregunta a la vez.

—¿Por qué debería estar mejor?

—Estuviste gritando hace un rato.

—Y no me despertaste...

—¿Cómo querías que te despertara si no dormiste en toda la

noche?

—¿Y vos cómo sabés eso?

—Pelotudo, te la pasaste tosiendo.

Marcos mostró cara de preocupación. Frunció el ceño.

—¿Qué es lo que gritaba?

—No sé, no entendí un carajo.

Ambos se quedaron mirando por el ventanal hacia las olas que se

peleaban más allá de los montículos de arena.

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No encuentro conexión con los gritos. Y tampoco con las

explosiones. A menos que los ojos rojos tuvieran algo que ver en todo

eso. Salimos de la casa y junto a la parrilla, donde el terreno linda con el

matorral, vi dos pisadas. Dani les pasó por arriba y las borró.

—¡Cuidado! —dije.

—¿Qué?

—Las pisadas.

—¿Dónde?

—Ya les pasaste por encima. Parecían las de un perro grande, un

lobo.

—¿Un lobo? En Las Toninas no hay lobos...

—¿Y los ojos de anoche?

—¿Qué ojos?

—Los que vimos cuando hacíamos el asado.

—No era nada. Efectos de la luz y el cansancio, ruidos... —me

miró esperando una réplica. No di el brazo a torcer. —¿Te asustaste?

—No...

—¿Entonces por qué gritabas?

—Dale, che. Ya está.

Salimos del terreno, cruzamos la calle y nos enterramos en las

dunas.

5

La arena se mezcla con el agua, el agua con el cielo. Dos manchas

entre lo dorado se acercan. Una tercera mancha, veloz, se une al dúo.

Daniel acarició al perro, el único habitante de la playa además de

ellos dos. Marcos se agachó y tomó un guijarro entre las manos. En las

piernas le quedaban los restos de espuma y arena húmeda a causa de una

ola imprevista.

—¿Estaría bueno ser como los perros, no?

Daniel lo miró perplejo.

—¿Ahora te agarró la filosofía? El que se peleó con la novia soy

yo.

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—Porque los perros no tienen noción del pasado ni del futuro —

Marcos hizo una pausa y tosió—. Están presos en un presente infinito,

gobernado por impulsos impredecibles.

—¿Qué decís, boludo?

—Que estaría bueno ser como los perros.

6

El domingo se pasó rápido. Dani me alcanzó hasta Uribelarrea,

después siguió hacia Capital. Lo conozco y sé que se va a arreglar con

Mica. En la autopista casi ni había autos. Pastos de un lado y del otro,

algunos postes de luz perdidos, bosques, y llegamos a los caminos de

tierra. Tengo dos bolsos, los saqué de la parte de atrás del auto y me bajé.

—Suerte —le dije.

—Gracias, cualquier cosa: me llamás...

Dani se fue y quedé solo.

El casero parece un tipo copado. La mujer también. Me contaron

que tienen un hijo que a veces viene a visitarlos; que tiene veinticinco,

tres años más que yo; que se llama Nicolás. Les dije que yo acababa de

renunciar a mi trabajo porque estoy en búsqueda de algo mejor para mí

(para mi interior, dije exactamente); que mi vieja y mi hermana están

allá, en Avellaneda; que soy escritor (aclaré las comillas con los dedos y

les conté alguna que otra cosita sobre mis novelas y mis cuentos); les dije

que visitaba Uribe porque allí habíamos hecho un viaje con mi familia y

el lugar me encantaba. No les mentí, excepto en lo último.

7

Qué fácil confundo una mota de polvo cerca de mi ojo, o mi reflejo

en el cristal de la ventana, con un fantasma. Qué fácil los sueños, aunque

no los recuerdo, me persiguen una vez despierto. La habitación es chica

pero acogedora. Estoy acá por las respuestas que nadie me dio y las

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preguntas que no paro de hacerme. Recuerdo haber oído, durante la

noche, los golpes en las paredes y las pisadas afuera.

Julio y Ana, los caseros, me esperaban con el desayuno. Les pagué

por adelantado. Mejor prevenir que curar.

8

A lo lejos, Marcos podía ver la iglesia y el edificio de la escuela.

Dejó atrás la cerca y se internó en el camino de tierra escoltado por

hileras de árboles a ambos lados.

9

Varios años atrás (2004), durante un viaje a Uribelarrea, el difunto

Germán Larrosa habló con su hijo.

—Marquitos, si algún día te sentís solo, dentro de este árbol vas a

encontrar la respuesta a todo aquello que te molesta.

Marcos lo miró sin comprender.

10

Con el sol apuntando hacia su muerte repetida, se arrodilló en el

pasto y apoyó su frente sobre el árbol muerto que yacía de lado sobre el

suelo. El cadáver del tronco ocupaba el sitio que había ocupado siempre.

En su interior, muchos años antes, alguien había depositado un cuaderno

con solo tres palabras anotadas.

11

Lo raro es que yo nunca lo hubiese imaginado. Y, a pesar de todo,

me siento atado a este lugar y a ese momento. Necesitaba volver y

comprobar que él me había dejado un mensaje, una señal, algo que

todavía nos pudiera conectar. El viaje me sirvió para distanciarme de mi

yo presente y tomarme de la mano con mi yo pasado. Me voy vacío, un

poco decepcionado. No hay nada. Absolutamente nada. Mi historia puede

servir, con suerte, para un cuento. Con mucha suerte, después de tantos

años, llegaré a completar más de una página.

Regresó a su casa y, por la noche, soñó con las ramas de un árbol

golpeando una ventana entornada. Despertó y se preguntó: ¿quién soy

yo?

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Espacio vacío

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Espacio vacío

Lugar desconocido

Diarios viejos

Vidas viejas

Mudo de ropa

De piel cambio

Como la serpiente

Eterno retorno

Al infierno

Saboreo la miel

Y esto que soy

Vibra y siente

Esto que soy

Desde un cactus

La vida aguarda

Entre espinas

De cielo raso

El verde del sol

Entre las hojas

Del verano infinito

Abrir mis alas

Graznar al viento

Quebrar tu voz

Que prende el fuego

De las estrellas

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Nada de nada

En mi cabeza

Quemadas las cenizas

Dispersas entre retazos

Del olvido

A la matriz retorno

Y enfoco

El lente

Te quiero así

Desnuda

Entre las olas

Entre las nubes

Celeste y azul

La ruta levanta

El asfalto partido

Una línea amarilla

Divide

Horizontes

Una caja encontré

Entre humedades

Palabras

Silencios

Caricias

Deseos

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Caída libre

Brisa gris

Ramas rotas

Tentado

Sigo

Te veo en la bruma

Y la marisma

Alza la cadencia

Fantasmas desaparecen

Cuando los miro

Sonríen y me dejan

Fantasmas

Viaje sin sentido

Hago

No comprendés

Sí, vos

Sí, vos

Es poesía y no la entiendo

Y la cuarta barrera

Despedazo

La silla tambaleándose

La mesa crujiendo

Mis dedos caminan

Sobre teclas marchitas

Son ideales

Nada más

Nada menos

Nada

Todo

Son ideales

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La pluma negra

La tinta azul

Mi sangre azul

Y no soy príncipe

Pero regreso

Nunca me alejé

Nunca estuve fuera

Siempre adentro

Adentro mío

Los mundos

Gotean

Sus inviernos sobre mí

Y soplan sus secretos

Emplazan mi alma

En derruidos cementerios

Adornados con guirnaldas

De rosas y sombras

Cualquiera de ellos soy

Todos ellos soy

Todos los mundos soy

Ninguno

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El doble

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El mundo desdoblado frente a sus ojos; se mira, pero su imagen se

distorsiona, cambia, es otro. Otros. Muchos. La imagen del espejo le

devuelve una diapositiva en la que no se reconoce, una instantánea de la

que intenta huir. Los años han pasado como vidas, haciendo estragos en

su cuerpo, en su alma y en su corazón. Desde los oscuros días en

Barracas, el olor del Riachuelo tiñendo los ataques a los galpones

abandonados, los crepúsculos vistos desde las ventanas rotas de las

fábricas. Se veía en otro tiempo tomado de la mano de aquella chica sin

nombre, en la plaza Quinquela Martín, besándola mientras los pájaros

volaban hacia sus nidos, aguardando la inminente llegada de las estrellas.

También había pasado noches enteras en la fábrica a la vuelta de su casa,

acompañado de otra chica y de sus amigos, jugando al truco. Le sonríe al

espejo porque no puede evitar percatarse de su aspecto misterioso:

recuerda la noche en la que jugaron al juego de la copa y un fantasma

golpeó los fierros en el fondo de la fábrica.

¿Cómo había llegado hasta ahí? A robar por el simple hecho de

tener más que los demás. A taparse el rostro con una media y amenazar

con un cuchillo a los peatones durante las noches. A llevar un arma en

cada incursión en la ciudad. Y le llegaba la cara de terror de aquella

anciana cuando el revólver se disparó sin previo aviso. Sus dos

compañeros, sus amigos de andanzas, se escaparon, corriendo y

golpeándose contra el marco de la puerta de la casa. Él había quedado

paralizado, una estatua envuelta en sudor frío, con el cuerpo desangrado

de la vieja a sus pies. Su novia de turno se olvidó de él. Cuando fue a

parar tras las rejas, su madre enfermó y murió. Ya no le quedaba nada

por lo que salir y querer sonreír otra vez.

Ahora, afuera, el mundo se desdobla. Como los libros que leía en

la cárcel, la imagen del espejo presenta distintos caminos. Su vida

también era así; en última instancia, la vida de todos era así. Distintos

caminos, distintos finales. Aunque, en fin, la última instancia de todo es

la muerte. Mundos girando, cambiando, segundo a segundo. ¿Si saltara

por la ventana en este mismo momento? ¿Si decidiera reventarse la cara

contra el espejo, colisionando así los dos reflejos? ¿Cuantos caminos,

cuantos finales, cuantos mundos? Cada decisión genera otra realidad,

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otro mundo, otro final. Por lo menos, eso era lo que decía el locutor de la

radio. Tal vez, aún, tuviera la oportunidad de escapar, de no verse

inmiscuido en todo ese asunto, porque, a pesar de todo, había un único

final para él. Lo había pensado y, sin embargo, el hombre que se hacía

llamar García parecía confiable, alguien manejado por una justicia

superior, pero justicia al fin. No podía negarse, García lo había rescatado,

lo había librado del tormento de la cárcel. Ahora estaba en deuda, y esa

deuda se pagaba con una sola moneda: la vida.

Suena el teléfono. Le da la espalda al espejo, observa su imagen

distorsionada por el rabillo del ojo. Levanta el auricular.

—Matías, ¿estás listo?

La voz del hombre es gruesa, decidida. Su salvador, su verdugo.

—Sí. ¿El lugar y la hora que acordamos?

—Exacto. Hasta entonces.

El vacío aparece del otro lado de la línea, García ha cortado la

comunicación.

Él se mira en el espejo. ¿Se parece al asesino de asesinos? ¿Es un

doble digno? Puede quedarse, renunciar a su trato, salvar su vida. Puede

cumplir con su deber, con su trato, morir. Hay dos caminos, o tal vez

más. Todo se desdobla. Los mundos se desdoblan. Su imagen se

distorsiona. Ahora es el otro.

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Salir del juego

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Día 1: Si divido el día en dos, luego tomo cada parte y la fracciono

en doce, y cada una de esas doce en sesenta y esos sesenta en sesenta,

obtengo el mismo día, con sus veinticuatro horas. Puedo pensar mil

maneras de evitar o forzar al tiempo, sin embargo, no puedo apurar la

velocidad de los sucesos. Debería esperar a que todo se recomponga, que

se acomoden las ideas. No es tan fácil; y menos cuando no puedo

recordar los pequeños detalles. Y allí reside el drama: en los detalles sin

importancia, los detalles pasajeros.

Para empezar, no soy detective. No soy bueno siguiendo pistas. Y

sé que esto no es una novela de Agatha Christie. Soy corrector literario,

mi querido Watson. Ergo, conozco muchas historias, las muchas formas

que tiene un crimen para ser resuelto, las desperdigadas pistas que puedo

hallar en cualquier sitio. Pero estoy falto de la astucia de Holmes, de

Lönnrot, o de Marlowe. Trabajo en mi casa, seis de los siete días de la

semana: los viernes voy a la editorial a entregar el material corregido.

Los trabajos me llegan por email, los escritores me llaman previamente.

No me muevo mucho, y, a pesar de eso, no supero los setenta kilos.

Me levanto a la mañana, desayuno mi café con leche y galletitas.

Miro las noticias, intento acomodar el poco desorden del comedor

mientras lidio con Mona, que se escabulle por todos lados. (Mona es mi

perra, y era cachorra cuando me mudé a este barrio y la rescaté de la calle

—vale aclarar, hace tres años—). Luego, en mi cuarto, prendo la

notebook y comienzo con mi trabajo. A la una de la tarde almuerzo y

continúo corrigiendo. Después de mi respetada merienda, a las seis, me

dedico a leer o a acabar con algún videojuego. Esa es mi rutina de lunes a

jueves. Los viernes, ya lo dije, estoy en la editorial. Los sábados hago las

compras, por la mañana, y entre el almuerzo y la merienda, corrijo. Antes

de la obligada pizza del sábado a la noche, voy a comprar helado, haga

frío o calor, a la heladería que está a tres cuadras, pasando la remisería.

No me acuesto muy tarde: no tengo muchos amigos y no siempre pasan

buenas películas en la tele. El domingo me despierto entre las siete y las

ocho; cuando casi está terminando el invierno, como ahora, el sol recién

está despuntando. A las ocho ya estoy listo para ir a comprar las facturas

a la panadería.

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Hasta acá quería llegar. Tomar nota sobre mis movimientos, y

tener en cuenta que, como yo vigilo a los demás, los demás, quizá, me

estén vigilando a mí. Por eso no quiero dar un paso en falso. Volvía por

Sarmiento, con la bolsa en la mano, doblé en Caxaraville hacia la

izquierda, y una vez más, en Nazar, a la derecha. A la vuelta de la

esquina encontré a dos ancianas frente a un bulto en el suelo y el hombre

que vive en la casa abriendo la puerta.

—Buenos días, ¿qué está pasando? —pregunta el tipo.

Me acerco más y veo una masa informe, sanguinolenta, en el suelo.

El tipo me mira.

—¿Qué pasó? —titubeo.

—Es un perro —me dice una de las viejas, llamada N.

—Sí, nos dimos cuenta —la interrumpe el tipo, creo que se llama

ED—. ¿Qué hace eso en mi vereda?

—Pará —le digo. Me acerco al cadáver (es evidente que es un

cadáver, el pobre animal ni se mueve). Lo miro con detenimiento: la boca

la tiene atada con un cable, la cabeza reventada a golpes, igual que el

lomo y las patas. Le ataron la boca para que no se pudiera quejar y no

alertara a nadie. Hay pedazos de vidrio marrón en el suelo. Es el Negro,

el perro callejero de la cuadra, que vivía acá, según los vecinos, desde

hace más de diez años. Y ahí está el primer hecho fallido que me juega

mi memoria: cuando iba a comprar las facturas, no me fijé si el Negro

estaba por los alrededores. Ahora lo recuerdo pidiéndome una medialuna

los domingos a la mañana. ¿Por qué me acuerdo de esto ahora y no

cuando salí de casa? Hubiera evitado semejante desastre, ya que es

evidente que el Negro no estaba en ese estado cuando pasé por ahí unos

diez minutos antes.

—¡Che, bajen la voz! —dice otro vecino, de la vereda de enfrente,

saliendo de la casa en jogging y campera. Su nombre es G. —Mi hijo

recién llegó de laburar, ¿pueden respetar? —G se acerca y queda

petrificado— ¿quién le hizo esto al Negrito? —pregunta.

Qué extrañas que son las personas: pasan de la furia con los

humanos a la compasión por los animales en un santiamén.

—No sabemos —dice N.

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Los tres hombres nos miramos.

—Voy a llamar a la policía —dice ED.

Se mete en la casa y a los quince segundos sale la esposa, vestida

con el camisón, totalmente desinhibida. Se pone a llorar y se mete

adentro de nuevo. Las personas van saliendo de sus casas y se acercan.

Veo caras conocidas y otras no tanto. No pude distinguir en ese momento

quiénes faltaban. Lo único que sé es que todos son de Nazar al 2000.

—Se me cagaron de risa —exclama ED cuando sale de nuevo—.

“Tírenlo en un descampado, maestro” me dijeron.

—Era de esperarse —responde NE, el chapista de la cuadra.

—No podemos dejarlo acá —dice G.

—Dame un segundo y te ayudo —dice ED entrando otra vez.

Las personas se dispersaron. N y la otra anciana son las últimas en

irse. G me mira.

—Voy a mi casa y vuelvo —le digo a G moviendo la bolsa con las

facturas.

—Dale —responde.

No tengo tiempo para perder. Entré, dejé la bolsa en la mesa, la

acaricié a Mona (diciéndome por dentro: “qué suerte que a vos te tengo

conmigo”) y salí.

Lo levantamos con una sábana vieja y lo enterramos en el baldío, a

dos cuadras de casa, donde hace muchos años había una canchita de

fútbol (todavía hay medio arco tirado en el pasto seco). Un pedazo del

vidrio marrón que estaba en el suelo quedó enganchado en la sábana: lo

quité y lo guardé en mi bolsillo.

—Y bueno che, son cosas que pasan —dice ED, tratando de

encontrarle una explicación a semejante crueldad—. Siempre hay algún

hijo de puta suelto.

Volví a casa, apenado. Una señora estaba barriendo la vereda.

Maníaca, pensé, ¡si esa vereda está limpia! Pero así es la gente de barrio.

Entré a casa y me agaché para abrazar a Monita. ¿Qué haría si a

ella le pasara algo? Por eso vive adentro, conmigo, y no sale al jardín

delantero: me pueden decir paranoico, pero escuché que en Córdoba

están envenenando a varios perros y tampoco es que quiera arriesgarme.

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Yo no tenía mucha hambre, algo que cambió hacia el mediodía.

Comí unos fideos con tuco y me eché una siesta.

Mi cabeza no para de maquinar, dale y dale con el pobre Negro

muerto. Pero sé que hay algo que no puedo descifrar…

Me levanté y acá estoy. Siguiendo mis pasos hacia atrás. Tratando

de recordar los detalles pasajeros. Acabo de dejar el pedazo de vidrio al

lado de mi notebook. Leí unas buenas historias de detectives (ya sé, me

falta la astucia), pero conozco las dos preguntas básicas: ¿quién lo hizo?

¿Y por qué lo hizo?

Día 2: Cabos sueltos, detalles que se me escapan de los dedos

como arena. Yo, al filo del risco, a punto de descubrir las uñas de la

verdad.

Hoy es lunes, me tomé el café (sin leche). Mona todavía está

durmiendo en mi cama. Parece que no durmió. Mis gritos la despertaban.

Anoche soñé algo insólito: estaba parado al borde de un precipicio, el

cielo azul arriba, el mar azul abajo. Las olas golpeando contra los

peñascos. El viento empujándome. Desde tierra firme viene corriendo

una jauría. Un nene parado delante de mí, me mira fijo a los ojos y habla

en cámara lenta.

—Quiiiieeeeroooo saaaaliiiir deeeel juuuueeeegoooo.

El nene viene corriendo y me empuja. Me doy de cara contra las

rocas, allá abajo. Pero me despierto.

Freud se está cagando de risa en su tumba. Yo, un boludo que

solamente sabe cómo se escriben las palabras, tratando de encontrarle

una relación a mi sueño con la muerte de un perro callejero.

Día 3: Ya es tarde, recién terminé la merienda. El sol se está yendo

poco a poco. Tengo una corazonada: ¿qué hacían las dos viejas al lado

del cadáver del Negro? ¿Y si vieron algo?

Anoche tuve el sueño de nuevo. Me voy a lo de N, tal vez ella sepa

algo.

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En resumen, pongo lo que hablamos después de que me hizo pasar

y me sirvió un vaso de soda.

—Solamente venía porque quería saber si usted, el domingo a la

mañana, vio algo antes de encontrar al Negro…

N pensaba. Más desmemoriada que yo, supongo. Al fin y al cabo,

mi falta de memoria se debe, según un médico que me revisó hace años,

a mi trabajo: leer, leer y leer. “Terminás perdiendo el sentido de la

realidad. Igual, si querés, andá a un psicólogo”. “No, gracias”. La

memoria de la anciana, si está resquebrajada, se debe al paso del tiempo.

—Ahora que lo decís, nene, me parece que sí. Cuando salí de casa,

antes de encontrarme a M (aclaración: la otra vieja que vive a dos casas),

y de juntas encontrar al Negro muerto, pasaban tres muchachos por la

calle. Uno siguió de largo, los otros dos no sé dónde se metieron.

—¿Muchachos? ¿De mi edad?

—Ay, qué tonto que sos. Para mí son todos muchachos.

N no tenía mucho para decir, pero algo es algo. Me ayudó. Por lo

menos sé que había alguien en la calle.

—¿Y vos por qué estás averiguando?

—Porque el Negro me caía bien.

A los ojos de la anciana debo de haber parecido un héroe. ¿O un

pelotudo con aires idealistas?

Me despedí.

Día 4: Miércoles. En la mitad de la semana. Anoche me desperté

gritando de nuevo.

—Saaaaliiiir deeeel juuuueeeegoooo —decía el nene.

Los perros ladraban. Podía oír mi corazón, a través de mi pecho, en

el sueño.

Abrí los ojos, en la oscuridad de mi pieza. Prendí el velador y noté

que estaba todo transpirado. Mona me miraba. Pobrecita. Soportar a un

loco como yo. Empecé a toser, apagué la luz y me dormí. Si soñé con

algo más, no me acuerdo.

Hoy tengo dos novelas cortas que me mandaron, las tengo que

corregir antes del viernes de la semana que viene. Una cosa o la otra: los

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detalles en la memoria de la gente se lavan con el tiempo. Por eso, esta

tarde me voy a la casa de G, para preguntarle a su hijo qué vio cuando

venía de trabajar la mañana del domingo.

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Arranqué con la primera novela. Es rara, un asesinato en una nave

espacial. Los sospechosos son los cinco tripulantes que quedan con vida.

El muerto empezó a largar espuma por la boca, intoxicado. Resulta que,

en el medio, nos vamos enterando de cosas ocultas de los tripulantes que

quedaron con vida: gula, avaricia, pecados. Al final, todos quedan al

desnudo, pero ninguno es el culpable: el tipo muerto se había tragado una

pastilla con veneno de efecto retardado antes de subir a la nave. Bla bla

bla, ciencia ficción, suspenso.

Merendé y fui a lo de G.

En pocas palabras, el hijo de G, que debe de tener unos veinte

años, pudo dejarme en claro que, cuando él entró a su casa el domingo

por la mañana, el Negro pasaba caminando por la calle. El hijo de G

llegó de trabajar después de que yo pasara a comprar las facturas y antes

de que N saliera de su casa y viera al Negro muerto. Lo que deja un

margen de acción de cinco minutos para la torturante muerte del perro. Y

un misterio sobre los “muchachos” que dice haber visto la vieja.

Día 5: Soñé de nuevo. Salir del juego, me dice el nene. Pero,

después, se transformó en un pibe de casi un metro ochenta. Quiero salir

del juego, decía. Pero me daba la espalda. Me caí contra las rocas una vez

más.

La voy a llamar X porque no sé el nombre. La mina que estaba

barriendo la vereda cuando volví de enterrar al Negro. Voy a ir a

preguntarle qué estaba barriendo.

No le gustó que me entrometiera. Le dije que yo también tengo una

perra y no me gusta ver a los animales en ese estado de maltrato

inhumano (o humano se podría decir, porque los humanos son la mierda).

Creo que eso es lo que me impulsa a querer descubrir quién mató al

Negro: la injusticia contra los animales. Eso o una especie de justicia

ciega, una forma de orgullo personal, intentando verme a mí mismo

como algo que no soy.

—¿Pero te sirve de algo a vos? —me pregunta.

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—Señora, lo hago por la memoria del Negrito. Nada más…

—Mi marido también está muerto. Y a veces es bueno mantener en

pie la memoria de nuestros seres queridos.

X se estaba yendo por las ramas; a mí no me interesaba la historia

de su marido. Pero, seguramente, mis preguntas hicieron aflorar en ella la

nostalgia por su marido y la tristeza ante la soledad.

—Eran pedazos de vidrio —continúa X.

—¿Los tiró?

—Por supuesto. Saqué la basura esa misma noche…

Qué tarado soy. Mis preguntas son idiotas.

X no me deja nada en claro. Le agradecí y crucé hacia mi casa.

Edito las notas de este día. ¡Pedazos de vidrio! Estoy mirando el

vidrio marrón que está al lado de mi notebook. Tengo que preguntarle a

X si es el mismo vidrio que barrió ella. Pero ahora es tarde, son pasadas

las diez y la luna brilla en el cielo negro. Mañana tampoco puedo, me

voy temprano a la editorial y vuelvo tarde. El sábado es la única opción.

Día 6: Estoy apurado. Anoche soñé otra vez. Me desperté y estuve

tres horas sin poder dormir de nuevo. La última vez que vi la hora eran

las cinco de la mañana. Me desperté tarde: ocho y media. A las diez

tengo que estar en la editorial. Pero quiero dejar esto asentado por si me

olvido: mientras permanecía despierto, la frase de mi sueño se mezcló

con un recuerdo que ni siquiera sabía que tenía. El sábado pasado,

cuando fui a la heladería, al pasar por la remisería, vi a tres flacos

hablando. Y uno dijo:

—Quiero salir del juego.

Otro de los presentes respondió:

—Ni se te ocurra, ya quedamos en que lo ibas a hacer. ¿O querés

que ella se entere?

Después seguí mi camino, así que eso es lo único que tengo: un

recuerdo mezclado con un sueño.

Me voy a laburar.

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Día 7: Hoy es sábado, casi una semana enfrascado en esto. Estuve

pensando en algo desde ayer a la mañana: quién y por qué.

“—Quiero salir del juego.

—Ni se te ocurra, ya quedamos en que lo ibas a hacer. ¿O querés

que ella se entere?”

Las caras de los tipos esos se me hacían cada vez más familiares.

Crucé a la casa de X, a mostrarle el pedazo de vidrio marrón. Era

del mismo estilo que había visto ella. Ya sabía algo: era el mismo vidrio.

Por descarte, el asesino estaba cerca. ¿Y qué perdía con preguntarle a X

sobre sus vecinos?

—¿Usted intuye algo sobre sus vecinos?

—¿Algo? —me pregunta sin comprender.

—Sí. Algo raro.

Piensa por un momento.

—Ahora que lo decís, los pibes de acá al lado andan en algo raro.

Hacen kilombo, música fuerte. Todos los sábados salen, y cuando

vuelven, a la mañana, me despiertan.

Por fin, la cara de los flacos en la puerta de la remisería se hacía

por completo visible. Eran los vecinos de X. Los dos varones que viven

con una mujer. Son amigos, o hermanos. No sé muy bien. Pendejos que

salen de joda el sábado a la noche, vuelven el domingo a la mañana,

ponen música fuerte cagándose en sus vecinos. Los hay en todos los

barrios.

—Gracias —digo.

Volví a casa. Tengo que despejarme, me voy a comprar.

Volví de los chinos. Compré lo que tenía que comprar, la habitual

compra de los sábados a la mañana. Pero me acerqué mucho a la verdad:

buscando una gaseosa, me quedé pasmado mirando una botella de

cerveza. No, la birra no me gusta, pero algo me llamó la atención. ¡Es el

mismo vidrio marrón que había esparcido alrededor del cuerpo del Negro

y que barrió X de su vereda!

Ya tengo la certeza de quién cometió el asesinato (animalcidio creo

que se tendría que llamar). Me falta saber el porqué, el motivo.

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Y creo que sé cuál es el mejor momento para cerrar el caso.

Día 8: Ya pasó, y todo cierra. Por fin. El Negro está muerto y nada

lo va a traer de vuelta. Tuve mi oportunidad de vengarlo, aunque hubiera

sido tan inhumano (humano, me recuerdo) como ellos. Al final, decidí

imponer un mejor castigo: hace una semana dije que debería tener en

cuenta que, como yo vigilo a los demás, los demás, quizá, me estén

vigilando a mí. Ese es el peor castigo. Que los demás los vigilen y sepan

quiénes son ellos. De seguro, en cualquier momento se van a rajar de acá;

no creo que puedan soportar las miradas acusadoras de todos.

Pasé la noche en vela, esperando. Espiando desde mi ventana,

hacia la calle. Los minutos se fraccionaban, y los segundos también. La

luna cruzó el cielo. Y todo se iluminó de a poco. El sol salió. Los vi

llegar por la calle, cuando mi reloj marcaba unos minutos después de las

ocho. Eran tres, como dijo N. Uno se despidió y siguió de largo. Los

otros dos estaban parados en la vereda de X. Frente a mi casa. Salí

corriendo y crucé la calle.

—Buen día —les digo.

Cada uno llevaba una botella de cerveza en la mano. Se sentaron

en el piso.

—¿Qué querés? —me pregunta el pelado. El otro tiene rulos.

—Sé que fueron ustedes —me hago el decidido.

El de rulos mira para otro lado. Se le notan los nervios.

—¿Nosotros? ¿Nosotros qué? —pregunta el pelado, se hace el

canchero.

—Hace una semana. Mataron al Negro.

—Te dije —le susurra el de rulos al otro.

—Callate, forro.

—¿Por qué lo hicieron? —pregunto. Mis puños son dos piedras.

Estoy a punto de agarrarme a trompadas.

—¿Qué te pasa, pelotudo de mierda? —me increpa el pelado.

—Pará, boludo —salta el de rulos. El pelado se le queda

mirando—. Sí, fuimos nosotros.

—¿Por qué? —repito.

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—¿Le vas a decir? —le dice el pelado al otro. El de rulos se queda

mudo. El pelado me mira. —El boludo este está con mi hermana.

Nosotros vivimos los tres acá. Hace dos semanas se comió una mina en

el boliche y me pidió que no le cuente a ella. Con una condición, le dije:

reventalo a ese perro del orto. Y esperamos al domingo para hacerlo.

Nunca hay gente los domingos, viste.

“Quiero salir del juego”. Era el de rulos el que no quería cumplir el

pacto, quejándose en la puerta de la remisería. El de rulos no quería

matar al Negro, pero el otro hijo de puta lo obligó. Por una mina… Igual,

ninguno de los dos está libre de culpas.

—¿Por qué al Negro? —pregunto. El motivo ya estaba. Pero no

podía comprender la otra parte del trato: la muerte del perro callejero.

—¿Quién te creés que sos, pelotudo? Venís acá y hacés preguntas

—me ataca el pelado.

—Decime por qué al Negro.

Creo que los dos se dieron cuenta de la situación: mis manos eran

dos puños y ellos estaban saliendo de una resaca. Llevaban las de perder.

—Ese perro de mierda me mordió hace un año, y siempre que me

veía me ladraba y me sacaba los dientes. Era insoportable.

—¿Qué pasa? —escucho una voz atrás mío. Es N. M se le acerca y

las dos cruzan la calle hacia nosotros.

—Estos dos mataron al Negro —digo.

—¿Eh? —balbucea N.

—¿Ustedes? —le pregunta M a los dos pelotudos, que se quedan

sentados en la vereda.

Les cuento todo a las ancianas. X sale a causa del “kilombo”, como

dice ella. La gente se va agolpando.

—Che, ¿nunca se puede dormir? —dice G acercándose. —Tengo

al pibe durmiendo, recién llegó…

—Sí, ya sé —lo interrumpo.

Y de a poco, la noticia va corriendo entre la gente reunida. La

hermana del pelado sale y también se entera. Los putea a los dos. Ahora

que lo pienso, es irónico: ella ni siquiera se preocupó de que el de rulos le

había metido los cuernos.

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Ya pasó, el Negrito está muerto. Hoy no fui a comprar facturas.

Monita me mira desde la punta de la cama. Ella sabe que tengo sueño.

No puedo apurar la velocidad de los sucesos, a pesar de que piense

mil maneras de evitar o forzar al tiempo. Estuve una semana para

resolver este caso. Qué tarado, ya me creo Sherlock Holmes. Se nota que

estoy dormido. Y tengo trabajo que hacer: me queda terminar de corregir

esa novela de ciencia ficción, y arrancar con la otra. Hoy es domingo.

Voy a apagar la notebook y me voy a tirar en la cama. Quiero dormir.

El sol se levanta y entra por la ventana. Divido el día en dos, y el

tiempo sigue pasando.

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Voces

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Una vez más oyó las pisadas en el pasillo. El sueño se descorrió

como un imperceptible telón, como una telaraña suave, aunque algunos

hilos del tejido blanquecino quedaron pegados a su mente. Abrió los ojos,

esperó. No había luz alguna que alumbrase el lugar, pero oía, como el

murmullo fino de una pequeña catarata, los susurros procedentes del

corredor. Las voces, la voz. Se puso de pie y respiró; entrelazando sus

latidos al rumor que venía desde fuera de la habitación, cayó en la cuenta

de que algunas sombras se desplazaban por el suelo de madera y parecían

querer atraparlo en un frío sopor. Traspasó el umbral y miró hacia la

izquierda; no vio nada. Hacia la derecha: una brisa suave lo despeinó.

Allí estaba, como todas las noches: una figura esbelta, envuelta en su

vestido de verano, el cabello rubio difuminado con las tinieblas. La mujer

lo miró y le sonrió, invitándolo a partir con ella, a rasgar el velo de la

realidad y dejar el mundo atrás. El mundo, los mundos. Ella se había ido

hacía tiempo; se había marchado, lo había dejado solo. Estaba en un

mejor lugar, otro mundo donde todo era mejor. Pero él no podía

marcharse con ella; él tenía miedo. La mujer caminó y desapareció; una

imagen de arena soplada por el viento. Él se dio media vuelta y regresó a

la cama. Rozó con los dedos el papel en la mesita de luz; aquel papel que

contenía el poema que le había dedicado a ella. Aún las oía: las voces, la

voz; como lo era él para sus oyentes de la radio.

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El hombre que asesinó a Dios

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Iba a lamentarlo, lo sé. Pero alguien debería sacarlo de allí,

rescatarlo. A su debido tiempo, todo sucede; aunque su vida se había

visto perjudicada por mis actos. ¿Qué hay de los familiares y allegados,

todos aquellos que amaban a los que asesiné? No lo sé y no me interesa

saberlo. Pero él es distinto, supo mantenerse en pie. Ahora se está

desmoronando. Quizá se lleve una sorpresa: creyó conocerme, se tragó

todo lo que dijeron de mí en los medios. Lo lamento, no soy ese invento

televisivo. Yo vigilo, pero no soy vigilado. Lo más difícil fue conseguir

un señuelo; pero como todo en esta vida, lo difícil se termina realizando,

tarde o temprano. Y ese señuelo murió por mí; se lo agradezco pero no

me entristece. Él buscaba redimirse y lo logró. Después de varios años

tras las rejas, creyó haber muerto por una causa justa. Tal vez fue así, no

lo sé. Murió por mí, se lo agradezco, pero lo repito: no me entristece.

Todos pagamos nuestros pecados en algún momento. ¿Yo, un pecador?

No. Lavo mis pecados borrando pecadores. Es así de simple. De alguna

manera, he llegado a no sentir culpas, a no dejarme atar por las

imposiciones preestablecidas. Un feliz sociópata. Sin Dios, no hay

pecados; e, irónicamente, lamento decirlo: él fue mi primera víctima.

Todo este mundo está compuesto de elementos inexactos, de

dudas, de incertidumbres.

Veo el sol en el reflejo de las ventanas de los altos edificios; desde

acá, en la calle, todavía se ven las nubes y hay apenas una llovizna, pero

si miro hacia arriba veo el sol. Es como todo. Siempre hay luz a través de

lo incierto, de lo gris. Oigo al tipo de la radio, él también habla de los

mundos. Camino entre la gente, me miran y los miro. Nadie me

reconoce, yo tampoco los reconozco; pero algunos guardan peores

secretos que otros. Pienso en el mío, no es tan malo: solo que algunos no

lo aceptarían. Sentir la vida escapando del cuerpo, un hilillo de bruma

filtrándose por las fosas nasales, un espasmo que contorsiona los

músculos y obliga a los ojos a mirar hacia adentro. La muerte es un

proceso natural, es la culminación de algo, de la vida; lo veo así: no

cometo un error, simplemente acelero lo inevitable... Todos mueren,

nadie debería quejarse por ello.

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Los héroes caen, los imperios se desmoronan; con el tiempo todo

muere, como los soles en la distancia, como ecos que reverberan en la

lejanía. Desaparecemos, y con nosotros, todos los mundos, todos los

soles. Si un gobierno se va al carajo, es un logro; si ese gobierno es

corrupto y alimenta a ladrones y asesinos y se va al carajo, es un logro

aún mayor. ¿Por qué pretender que las cosas van bien cuando lo que

sucede es totalmente lo contrario? La justicia no existe, las leyes no

existen; invenciones para defender a los poderosos. Y, mientras tanto, el

azar se presenta como un niño arrojando dados sobre una mesa y

esperando a que salga el número más alto... El número más alto de

víctimas como consecuencia de un gobierno maldito.

Hay un eje que hace girar a los mundos, a las personas. Sostiene

todo lo que se halla dentro y fuera de lo conocido. Un profeta, un líder,

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una idea. Siempre, siempre hay un eje, manteniendo erguida una historia

que traspasa generaciones; uniendo leyes y construcciones morales.

Estableciendo una adecuada manera de vivir, de pensar; estableciendo la

normalidad de los mundos en movimiento. El inconveniente se presenta

con la anomalía, cuando algo sobresale y fulgura, dejando en evidencia

casi asesina al resto de los mortales. La anomalía, el error como

consecuencia de un sistema corrompido, oxidando los filamentos de

cobre que recorren estos mundos similares a una grotesca red eléctrica,

los puntos negros ensuciando la blanca superficie de las seis caras de un

dado. Los dados son los mundos, evidencia inexacta del azar; los puntos

negros son las anomalías, evidencia exacta de que no todo está dicho y

fríamente calculado. Yo soy una anomalía, él también.

Este mundo fue construido sobre recuerdos y jirones de malas

decisiones. Ya nada se repara, nada se modifica. Solo queda tiempo para

tomar decisiones de ahora en adelante. Modificar lo establecido, y me

pregunto: ¿cómo vivir a costa de un pasado que nunca existió? Mentiras

y falsedades se entrelazan con verdades quebrantadas por vacilaciones,

armando un castillo de naipes que sopla el viento y destruye, esparciendo

los mundos por el entramado de los tiempos. Se entrelaza la mordacidad

del encuentro casual con la mera maquinaria del destino embadurnada de

mierda, y las vidas se unen por un propósito: el cambio es inminente, la

revolución es inestable, la evolución es un hecho.

Los mundos se disgregan, yo me disgrego con ellos; me veo desde

otro plano. Lo que soy, lo que fui, lo que seré, lo que quiero ser, lo que

quise ser, lo que querré ser, lo que debo ser (ahora), lo que debía ser

(antes), lo que debo ser (después). Infinita sucesión de reflejos soy,

uniendo mis personalidades, sobrellevando el clamor de la pena en mis

corazones rotos: rotos por el tiempo, por los seres, por las injusticias.

Sabemos que aquello sabio que posee un gobierno es la armónica

inteligencia de aquellos que, convencidos, lo obedecen. Ni más ni menos;

sublevándose, comprendiendo el poder que portan en sus manos y en sus

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mentes, los ciudadanos funcionan como epicentro de cambio. El

hormiguero es pisoteado, la tierra reseca se desparrama en el pasto, las

hormigas corren sin dirección; el gobierno es derrocado, las promesas de

mejoría desaparecen, las personas aprovechan su oportunidad saqueando

y encomendándose a la fácil tarea de pervertir sus deseos por ideales

efímeros. Pienso y no logro encontrar el punto de inflexión, la solución al

desastre que llegará luego del ocaso, de la muerte de este corrompido

sistema. ¿Temo? ¡Por supuesto! A veces temo que el remedio sea peor

que la enfermedad, pero para renacer hay que morir, para resurgir de

entre las cenizas debe haber fuego en primer lugar. La anomalía es la

solución... La anomalía, lo extraño, lo diferente, el error. Un software

posee sus errores, y un software es un sistema. Este sistema tiene sus

errores, monstruos de Frankenstein, criaturas creadas a partir de las

incomodidades del sistema. Él fue creado por este sistema; su odio, su

rencor, su tristeza pueden ser apuntados en la dirección correcta. Lo

necesito. Si permanece mucho tiempo más en soledad, se marchitará. O

ellos irán a buscarlo.

No se trata de modificar lo sucedido, se trata de tomar las

decisiones correctas de acá en adelante. De hacerme cargo de lo que

siento y pienso. Mientras tenga en claro qué es lo que quiero, con eso me

alcanza. El cambio es inminente y alguien debe hacerlo. Si no soy yo, sé

que nadie lo hará... Y él puede ayudarme, todavía está a tiempo. Veo

soldados de un ejército a las puertas de un castillo; veo la invasión. Huelo

las hojas del eucalipto en el aire, siento el viento en mi espalda, la lluvia

llegando. La noche es negra; es mejor así, nadie sabe que estoy acá, nadie

lo sabrá tampoco. El cristal se quiebra poco a poco, el tiempo es escaso.

Todo confluye en un único punto. Al final, todas las acciones nos

llevan al mismo lugar. Dudar es la muerte y eso nos determina. Con el

tiempo, seguimos siendo nosotros, inalterables; una eterna rueda, un ciclo

constante de transformaciones que nos dejan en el mismo lugar. Creo que

no cambiamos, solo nos adaptamos. Pero no perdemos nuestra esencia.

Me preguntaba qué me movilizaba a mí, un pobre idiota que había

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perdido algo importante a manos de todo esto que nos rodea; me

preguntaba qué lo movilizaba a él, una víctima fortuita de la corrupción

(pienso, todos somos víctimas azarosas de la perdición). Justicia; esa es

la causa: justicia. Y él, aguardando la muerte; y yo, esperando un

milagro. No lo decidí, simplemente tenía que hacerlo.

La noche era negra; nadie sabría jamás que estaba ahí, escondido

detrás de las sombras. Violé la cerradura; retumbaron, despacio, mis

pisadas en el corredor. Subí las escaleras y me planté frente a su puerta.

Era hora, yo estaba listo para el cambio; él también estaba listo para el

cambio; de una forma u otra, la muerte era un cambio también. La espera

no lo es. Ya no había nada más que esperar. Golpeé la puerta y lo llamé.

—¡Taborda, abrí!

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Último desdoblamiento

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Estos mundos se moldean a sí mismos, como gotas de lluvia

torneadas por el viento. Los fantasmas y los recuerdos se cuelan con

sigilo en las mentes de los pueriles seres que habitan las regiones

desoladas de páramos perdidos. Las luces y las sombras como un

espectro de lo que no existe. Las piezas se acomodan, criaturas dispuestas

en un entorno mohoso, un tablero de ajedrez expandido sobre las

ciudades. La realidad es una contracción de estímulos, la purga infinita

de pensamientos independientes. Salido de la crisálida, comprendiendo

su pesar, José decide. No irá, no la verá. Ella no le corresponde.

Los puntos se funden, todos conectados. Un manto blanco que

cubre las calles, los relámpagos ramificándose entre las nubes negras;

máscaras reflejadas de un mundo contaminado en los charcos del

pavimento, destellos de sitios olvidados entre los vehículos. Un farol que

ilumina de tinieblas su rostro. Dudas y penas, decisiones y vías

aleatorias.

Una pintura de la realidad, un cuadro representando aquello que no

será; oscilando las hebras que conforman los mundos, él, apiadándose de

sí mismo, vibra en el medio de los tumultos y huracanes, entregándose a

la colisión. Un resabio de lo que alguna vez fue, el eco de lo que siempre

quiso ser, un recordatorio de lo que nunca sería.

Agazapado detrás de pensamientos contradictorios, camina debajo

de la lluvia y su visión se entorpece por el aguacero. Se filtran lágrimas

en la bruma, se nubla el alma y el arrepentimiento intenta salir a flote. Un

corazón remendado, un bote en el mar, una roca erosionada por las olas

embravecidas, un puño que aprieta una hoja de papel donde los

sentimientos han sido plasmados en letras difuminadas, una decisión y un

futuro distante e incierto.

José espera pero no se detiene. Se persuade y se convence otra vez.

No habrá segundas oportunidades, no esta vez.

Estos mundos se moldean a sí mismos, como todos los mundos que

los rodean; epicentro de desastres naturales, los mundos acaban, no se

transforman, no mutan. Ella lo espera, y él, a través de la lluvia que moja

la vereda, lo sabe.

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Algunas sentencias

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1

Me desgarro como los mundos

2

Me desgarro con los mundos

3

Me desgarro en los mundos

4

Me disgrego, me desdoblo, me bifurco, me separo, me uno

5

Se disgregan, se desdoblan, se bifurcan, se separan, se unen

6

Muero

7

Nazco

8

Los mundos mueren

9

Los mundos nacen

10

Todos nosotros, todos los mundos, todos los soles

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Vivo en Avellaneda, escribo ciencia ficción y novela negra. Soy alumno

del taller de escritura creativa "Artes eNtre Artes". Mis cuentos

publicados son “La fantasía y el horror” (2010), "El recuerdo olvidado" y

"Alguien" (2013). "El camino a casa" (Editorial Dunken - 2013) es mi

primera novela publicada. Cuelgo diversos textos en mi blog: "Los

Mundos Rotos".

Los relatos que conforman Todos Los Soles fueron escritos entre junio y

diciembre de 2013.

Lautaro Vinkon

Buenos Aires, 12 de febrero de 2014

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