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Tomás Balmaceda - Psicología de sentido común

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“Este trabajo busca ser una exploración de los diferentes abordajes que la filosofía de la mente, la psicología y las neurociencias dieron a esta cuestión en las últimas tres décadas. Mientras algunos pensadores decidieron tomar el camino de la filosofía de sillón para tratar estos temas, formulando teorías e hipotetizando acerca de cómo es que llevamos adelante este mecanismo, cómo es la estructura de nuestros conceptos mentales y cuáles son las relaciones que se dan entre ellos; los psicólogos del desarrollo pusieron la lupa sobre la manera en que los niños adquieren esta habilidad para entender a los demás, sobre todo en el momento crítico que parece darse cerca de los cuatro años, a partir de experimentos conductuales y la recopilación de datos. Las neurociencias, por su parte, apostaron a un acercamiento a partir de técnicas como las neuroimágenes y el estudio de lesiones cerebrales y de ciertas afasias. Me interesa saber qué hay detrás nuestra manera diaria y naïf de relacionarnos. Por eso quise investigar cómo fue analizado este fenómeno por diferentes autores y a partir de estas contribuciones dar mi visión al respecto. Creo que la reflexión filosófica es un buen camino –pero, claro, no el único– para echar luz sobre nuestra naturaleza social”.

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Psicología de Sentido Común

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Tomás Balmaceda nació en Campana, pro-vincia de Buenos Aires, en 1980. Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente se desempeña como docente en Fundamentos de Filosofía (Facultad de Filoso-fía y Letras, UBA), Introducción al Pensamien-to Científico  (UBA XXI) y es profesor adjunto de la materia Filosofía de la Mente en UCES. Ha presentado numerosas ponencias en reunio-nes académicas, publicó artículos en revistas y capítulos en libros y participa en grupos de in-vestigación sobre temas de Filosofía de la Psico-logía, Filosofía de la Mente y Metafísica.

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TOMÁS BALMACEDA

PSICOLOGÍA DE SENTIDO COMÚNPasado, presente y futuros

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Balmaceda, Tomás Psicología de sentido común : pasado, presente y futuros . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Título, 2014. 376 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-26395-5-6 1. Filosofía. 2. Epistemología. I. Título CDD 121

© 2014 Tomás Balmaceda© 2014, de las ilustraciones de las páginas 16, 90, 126, 194, y 343: Cristian Turdera (pertenecen al libro El Topo Ilustrado, de Tobías Schleider y Cristian Turdera, Ediciones de la Flor, 2014)© 2014, de esta edición: Título

Título es un sello de Recursos Editoriales [email protected]

Diseño de colección: Trineo Comunicación

isbn: 978-987-26395-5-6

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

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Índice

Nota del autor

1. De qué hablamos cuando hablamos de Psi-cología de Sentido Común

1.1 Acerca de nuestra habilidad para leer mentes1. 2. Psicología de Sentido Común: nociones prelimina-res

1.2.1 Explicar y predecir adscribiendo deseos y creencias1.2.2 ¿Diferentes nombres para lo mismo?1.2.3 El test de la falsa creencia

1.3. Modelos para entender la Psicología de Sentido Común1.4 Condiciones de adecuación para una Psicología de Sentido Común

1.4.1. Desiderata para un modelo de Psicología de Sentido Común1.4.2. Situaciones en las que se ponen en juego las habilidades de Psicología de Sentido Común

Parte I: Enfoque Cartesiano

2. Enfoque Cartesiano. Teoría de la Teoría2.1 Introducción2.2 Consideraciones generales de la Teoría de la Teoría

2.2.1 Historia del término2.2.2 Motivaciones2.2.3 Distintas nociones de teoría

2.3 El modelo de Wellman2.3.1 Introducción2.3.2 ¿En qué sentido hablamos de “teoría”?2.3.3 Etapas del desarrollo de la teoría que subyace a la Psicología de Sentido Común

2.4 El modelo de Gopnik y Meltzoff2.4.1 Introducción2.4.2 ¿En qué sentido hablamos de “teoría”?

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2.4.3 Los conocimientos de sentido común, la Psico-logía de Sentido Común y el lenguaje

2.5 Evaluación de la Teoría de la Teoría2.5.1 Tres obstáculos para la Teoría de la Teoría2.5.2 Evidencia empírica adversa a la Teoría de la Teoría2.5.3 El desafío eliminativista2.5.4 Mi evaluación de la Teoría de la Teoría

3. Enfoque Cartesiano. Teoría de la Simulación3.1 Introducción 3.2 La Teoría de la Simulación: Algunas aclaraciones

3.2.1 La simulación en la filosofía3.2.2 Motivaciones3.2.3 ¿Qué es “una simulación”?

3.3 Corriente introspeccionista3.4 Corriente conductista3.5 Evaluación de la Teoría de la Simulación

3.5.1. Ventajas de la corriente introspeccionista3.5.2. Problemas de la corriente introspeccionista3.5.3. Problemas de la corriente conductista3.5.4 Mi evaluación de la Teoría de la Simulación

4. Enfoque Cartesiano. La propuesta modularista4.1 Introducción4.2 La tesis de la modularidad

4.2.1 La modularidad (original) de la mente4.2.2 La modularidad (modificada) de la mente

4.3 El modelo de Alan Leslie4.3.1 Introducción4.3.2 La Teoría de la Mente como un mecanismo de atención selectiva4.3.3 Las M-representaciones y los juegos de ficción4.3.4 Los submecanismos de una Teoría de la Men-te: ToMM, ToMM1, ToMM2 y SP

4.4 El modelo de Simon Baron-Cohen4.4.1 Introducción4.4.2 Los mecanismos de una Teoría de la Mente: ID, EDD, SAM, ToMM

4.5 Evaluación de la propuesta modularista4.5.1 La modularidad y las etapas del desarrollo de la Psicología de Sentido Común

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4.5.2 El medio, ¿mero disparador de módulos? La propuesta modularista frente a la Teoría de la Teoría4.5.3 La Psicología de Sentido Común, ¿puede ser modular?4.5.4 Mi evaluación de la propuesta modularista

5. Enfoque Cartesiano. Supuestos compartidos5.1 Introducción5.2 Predecir y explicar la conducta, las funciones fundamentales de la Psicología de Sentido Común5.3. El marco del cognitivismo y los estados mentales como entidades inaccesibles5.4 Atribución mediada de estados mentales5.5 La habilidad para leer mentes: un mecanismo fundamental y automático5.6 El test de la falsa creencia como test de Psicología de Sentido Común

Parte II: Nuevos enfoques

6. Nuevos Enfoques en Psicología de Sentido Común

6.1 La Teoría de la Interacción de Shaun Gallagher6.1.1 Motivaciones y objetivos6.1.2 El rol del cuerpo: imagen corporal y esque-ma corporal6.1.3 El cuerpo y la Psicología de Sentido Común6.1.4 La Teoría de la Interacción

6.2 El Narrativismo de Daniel Hutto6.2.1 Motivaciones y objetivos 6.2.2 Actuar por razones6.2.3 La Hipótesis de la Práctica Narrativa6.2.4 Ontogénesis de la Psicología de Sentido Común6.2.5 Las respuestas primarias y la paradoja del desarrollo6.2.6 La atención conjunta y las habilidades intencionales6.2.7 La comprensión de deseos y creencias y la maestría del lenguaje

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6.3 La Perspectiva de Segunda Persona 6.3.1 Motivaciones y objetivos6.3.2 La Segunda Persona6.3.3 Intersubjetividad recíproca y Psicología de Sentido Común

6.4 Problemas para los Nuevos Enfoques6.4.1 Mi evaluación de la Teoría de la Interacción6.4.2 Mi evaluación del Narrativismo 6.4.3 Evaluación crítica de la Perspectiva de la Se-gunda Persona

7. Los supuestos compartidos por los Nuevos Enfoques

7.1 Introducción7.2 Insatisfacción con el Enfoque Cartesiano7.3 Nuevas funciones para la Psicología de Sentido Común7.4 Atribución directa de estados mentales7.5 Una Psicología de Sentido Común Corporeizada7.6 El rol de la segunda persona

8. El Enfoque Cartesiano frente a los Nuevos Enfoques

8.1 Introducción8.2 Definición y funciones de la Psicología de Sentido Común8.3 ¿Cómo entendemos a los demás? Habilidad para leer mentes contra Prácticas corporeizadas y situadas8.4 El debate acerca de los deseos y las creencias 8.5 ¿Quiénes poseen una Psicología de Sentido Común?

8.5.1 El test de la falsa creencia. Sus problemas8.5.2 La evidencia fenomenológica en Psicología de Sentido Común. Sus problemas

8.6 Los Nuevos Enfoques contra el Enfoque Cartesiano8.6.1 Zahavi contra la Teoría de la Teoría8.6.2 Gallagher contra la Teoría de la Simulación

9. Los futuros de la Psicología de Sentido Común

9.1 Introducción9.2 La Psicología de Sentido Común: un fenómeno heterogéneo y complejo

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9.3 Modelos de Psicología de Sentido Común: dis-tinción de niveles y compatibilización9.4 Elementos de Psicología de Sentido Común: Más allá de los deseos y creencias9.5 Psicología de Sentido Común: El rol del cuerpo y la captación directa9.6 A modo de conclusión

Gráficos

Bibliografía

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“Tu teoría de la mente deja mucho que desearPara vos no hay diferencia entre un objeto y un animal

Es que vos habitás en un mundo sin par Que no se puede entender ni explicar

Y, de alguna manera, me siento en el mismo lugar”Dame la mano – Jorge Serrano

“Y entonces llega la noche… no hay tiempo para reproches”Llega la noche - Bandana

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Nota del autor

Este libro es, con algunas modificaciones, mi tesis doctoral, el resultado de varios años de trabajo en los que intenté descifrar el misterio y fasci-nación que tenía para mí la Psicología de Sentido Común. A lo largo de ese tiempo, leí, estudié y discutí en diferentes ámbitos y con diferentes personas. A todos esos intercambios les debo las ideas que aquí esbozo. Son muchas las personas e instituciones que me facilitaron este camino, pero no puedo dejar de agradecerle a mi directora, Diana I. Pérez, las incontables horas de ayuda, apoyo y discusión de las ideas que termina-ron plasmadas en estas páginas. Su generosidad y paciencia fueron mis principales ayudas en este camino. Todo lo que resulte original y útil en este trabajo surgió de las conversaciones que tuve con ella y todo lo que esté errado es responsabilidad de mis propias torpezas y errores.

También fueron muy útiles las discusiones e intercambios en los proyectos de investigación en los que participé en estos años: “Bases no conceptuales del pensamiento conceptual: el caso de los conceptos psi-cológicos” (F130) y “Conceptos psicológicos: conciencia, intencionali-dad, emoción” (20020100100210), dirigidos por Pérez; “Conceptos: in-tencionalidad, conciencia y agencia” (PICT 0545) dirigido por la Dra. Liza Skidelsky y “Contenido conceptual y contenido no conceptual. Problemas filosóficos y aplicaciones psicológicas” (PICT 33150) diri-gido por la Dra. Pérez, la Dra. Skidelsky, la Dra. Silvia Español y el Dr. Ricardo A. Minervino. Además, de 2007 a 2009 tuve una beca doctoral UBACyT y de 2009 a 2012 una beca doctoral Tipo II CONICET.

Por último, las jurados de mi defensa de tesis –Karina Pedace, Liza Skidelsky y Carolina Scotto– también me ayudaron mucho con sus comentarios y críticas a refinar y corregir mis errores.

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1. De qué hablamos cuando hablamos de Psicología de Sentido Común

1.1 Acerca de nuestra habilidad para leer mentes

No estamos solos. Vivimos rodeados de personas, aunque no tengamos conciencia de ello todo el tiempo. A lo largo de un mismo día inte-ractuamos con decenas de hombres y mujeres. En la calle, en nuestros trabajos, cuando salimos a bailar y cuando vamos a depositar un cheque al banco. Siempre estamos acompañados. Cuando almorzamos en fa-milia un domingo y cuando tomamos una cerveza en un bar en medio de una cita. Cuando un extraño nos detiene para preguntarnos por una dirección en la calle y cuando alguien a nuestro lado nos pide un pa-ñuelo de papel para secarse las lágrimas que le produjo la película que estamos viendo en el cine. Queremos ayudar a un niño que llora porque perdió de vista a sus padres en la playa y encontramos confianza en la sonrisa de la azafata en el despegue de un avión. Saltamos y bailamos junto a cientos de desconocidos en el recital de nuestra banda favorita y lo hacemos siguiendo el mismo ritmo. Detectamos que algo está mal cuando entramos a una fiesta y el anfitrión nos recibe con un gesto inesperado. Nos podemos dar cuenta de que un amigo está triste sin necesidad de preguntarle nada y cuando manejamos en una avenida con mucho tráfico, anticipamos la mayoría de los movimientos del resto de los conductores. No es telepatía ni una misteriosa capacidad de otra dimensión. Se trata, simplemente, de nuestra naturaleza.

Una de las características fundamentales de la especie humana es que vivimos en sociedad y que constantemente entablamos relaciones con nuestros pares. Nos ayudamos, nos enamoramos, nos desenamora-mos y nos engañamos. Mentimos, contamos historias y podemos emo-cionarnos con una obra de arte. Si bien existen muchas otras especies que también son sociales –desde insectos como las abejas hasta mamí-

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feros como los delfines– al parecer el Homo Sapiens es una especie social en un sentido diferente, mucho más profundo y radicalmente distinto del resto de los habitantes del planeta. No reaccionamos del mismo modo frente a un objeto que a una persona. No tenemos la misma vinculación con una máquina que con un niño, una mujer o un hombre. Reconocemos inmediatamente cuando estamos en presencia de alguien similar a nosotros. Tenemos una sensibilidad especial para coordinar acciones, objetivos y hasta emociones con los demás. Contamos con la habilidad para leer sus mente y saber “qué les pasa por la cabeza”. No sólo reconocemos el dolor, la alegría o las intenciones en las acciones o el cuerpo del otro, sino que también identificamos los estados mentales que pueden tener otras personas y podemos representarlos.

Para ser exitosos en la vida social, debemos entender al resto de las personas y poder interactuar con ellos, ya sea para colaborar y actuar juntos o para conseguir nuestros propios objetivos y evitar los suyos. En los encuentros sociales ponemos en juego una especial forma de relacionarnos, que es muy distinta a la de otros objetos o incluso de otros seres vivos que no son humanos. En nuestra vida cotidiana, nos enfrentamos a situaciones muy diferentes y heterogéneas, que plantean desafíos de los cuales salimos airosos la mayor parte del tiempo.

La habilidad para leer mentes podría ser la base de nuestra natu-raleza social, sin la cual no podría haber lenguaje ni cultura. Tampoco parece posible construir una ética o una moral sin tener en cuenta las experiencias que tienen los otros. Y la cultura y el arte no tienen sentido si no se comparten. Entender la mente es entender la acción humana.

Pero a pesar de lo cercano y familiar que es éste fenómeno, no es nada fácil entender cómo es que funcionan estas habilidades mentales y cómo fue que como especie y como individuos las desarrollamos. Esta problemática siempre atrajo a los pensadores y fueron muchos los que reflexionaron acerca de cómo nos entendemos a nosotros mismos y a los demás. Se trata de un problema clásico de la filosofía, que fue to-mando diversas formas y supuestos con el tiempo.

Este trabajo busca ser una exploración de los diferentes abordajes que la filosofía de la mente, la psicología y las neurociencias dieron a esta cuestión en las últimas tres décadas. Mientras algunos pensa-dores decidieron tomar el camino de la filosofía de sillón para tratar estos temas, formulando teorías e hipotetizando acerca de cómo es que llevamos adelante este mecanismo, cómo es la estructura de nuestros

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conceptos mentales y cuáles son las relaciones que se dan entre ellos, los psicólogos del desarrollo pusieron la lupa sobre la manera en que los niños adquieren esta habilidad para entender a los demás, sobre todo en el momento crítico que parece darse cerca de los cuatro años, a partir de experimentos conductuales y la recopilación de datos. Las neurociencias, por su parte, apostaron a un acercamiento a partir de técnicas como las neuroimágenes y el estudio de lesiones cerebrales y de ciertas afasias.

Me interesa saber qué hay detrás de nuestra manera diaria y naïf de relacionarnos. Por eso quise investigar cómo fue analizado este fenó-meno por diferentes autores y a partir de estas contribuciones dar mi visión al respecto. Creo que la reflexión filosófica es un buen camino –pero, claro, no el único– para echar luz sobre nuestra naturaleza social.

1. 2. Psicología de Sentido Común: nociones preliminares

El término Folk Psychology, en realidad, es la traducción al inglés de la palabra alemana Volkerpsychologie acuñada por el psicólogo alemán Wilhelm Wundt a fines del siglo XIX. Llamado por algunos “el padre de la psicología científica”, Wundt eligió ese término para hacer refe-rencia al desarrollo de la humanidad en sus mitos, lenguaje y otros arte-factos culturales. Su idea fue transformar conceptos de dos intelectuales contemporáneos suyos, Lazarus y Steinthal, y tratar de entender “la psicología de la gente” o “la psicología de los pueblos”, en el sentido del imaginario cultural completo de una población, incluyendo aspectos variados como su historia, sus relaciones, su vestimenta, etc. Al pasar de Volkerpsychologie a Folk Psychology, este concepto dejó sus implicancias originales y empezó a hacer referencia a la manera que tienen los hom-bres y mujeres de relacionarse cotidianamente adoptando una postura preteórica y naïf sobre la posesión de una mente. A lo largo de los siguientes capítulos desarrollaré las distintas maneras en que filósofos y psicólogos entendieron que se produce esta comprensión de todos los días.

Uno de los primeros en hablar de esta Psicología de Sentido Co-mún, y de sugerir que el entendimiento de los demás se alcanzaba gra-cias a la apelación a una teoría interna y más o menos tácita, fue Wil-fred Sellars. Fue él quien desarrolló en 1956 el denominado “Mito de

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Nuestros Ancestros Ryleanos”, con el que intentó dar cuenta de cómo llegamos a dominar los conceptos de deseo y creencia. Si bien sus ob-jetivos parecían ser más modestos, su propuesta de que los hombres podían acceder a un conocimiento teórico de las mentes para explicar la conducta de los demás –y en base a esas explicaciones poder manejar-nos con éxito en nuestra vida social cotidiana– tuvo un hondo impacto en las siguientes generaciones de pensadores.

Poco después, el psicólogo Nicholas Humphrey sostuvo que la Na-turaleza, en el proceso evolutivo, seleccionó la introspección como un método beneficioso y con ventajas para nuestras relaciones cotidianas. Para él “la Naturaleza propuso la introspección, lo que posibilitó al in-dividuo desarrollar un modelo de la conducta de otros, razonando por analogía con su propio caso” (cfr. Humphrey 1986, pp. 71-72). Al poner en el centro de la escena a la introspección, Humphrey establece como condición de posibilidad del conocimiento de los estados mentales aje-nos el acceso a nuestros propios estados mentales. Este conocimiento propio, indubitable, es la clave para poder conocer lo que sucede en la cabeza de los otros, gracias a una simple inferencia.

Estas dos ideas unidas –la explicación de la conducta a partir de estados mentales del mito de Sellars y el acento en la instrospección de Humphrey, con la que por analogía podríamos predecir la conducta de los otros– dieron lugar a un cambio radical en las ideas originalmente planteadas por Wundt. Así, la Folk Psychology que se analiza entre los filósofos de la mente analíticos a partir de finales de la década del 70 ya no será la Volkerpsychologie original, sino algo cercano a esta fórmula:

Folk Psychology: Capacidad de predicción y explicación de la conducta propia y de terceros mediante la atribución de estados mentales, principalmente deseos y creencias.

Se trata de una definición de Folk Psychology intencionalmente genérica y amplia, que rescata el espíritu general con el que se buscó abordar este dominio en las últimas décadas. No se trata, sin embargo, de una formulación que todos los interesados en el área acepten sin condicionamientos ni tampoco una que no presente dificultades. Estas discrepancias saldrán a la luz con el correr de los capítulos de este tra-bajo y serán el eje sobre el cual expondré mis propias reflexiones e ideas al respecto. Sin embargo, me gustaría utilizar el resto de este apartado

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para mencionar brevemente algunas nociones básicas que están en jue-go en el debate por la manera en que nos entendemos los unos a los otros como sujetos con mente en nuestra vida cotidiana (1.2). Cerraré el capítulo con una brevísima historia de los modelos teóricos propues-tos (1.3) y con un listado de requisitos que una propuesta satisfactoria de Folk Psychology debería dar cuenta y de las situaciones en las que se pone en juego (1.4).

1.2.1 Explicar y predecir adscribiendo deseos y creencias

Las funciones que parece tener la Folk Psychology de acuerdo a la defi-nición recién expuesta es explicar y predecir nuestra propia conducta y la de los demás. Si bien esta idea será analizada en detalle en 5.2, me gustaría hacer algunas observaciones al respecto.

Con respecto a la capacidad de predicción cotidiana, se la realiza en base a la atribución de estados mentales y, en principio, no hay lu-gar para otra clase de mecanismos o recursos por fuera de esta atribu-ción. Otro supuesto difundido en los análisis es que hombres y mujeres somos muy buenos prediciendo las acciones de los demás. Hay gran confianza en el éxito que tenemos a la hora de saber qué hará el otro en situaciones sencillas en la calle, nuestra casa o el trabajo, escenarios muy diferentes pero cuyos detalles son homogeneizados a la hora de ser analizados.

En cuanto a la explicación, se la suele entender como una suerte de predicción en sentido contrario, es decir, sobre hechos del pasado. Se trata también de una acción que se basa en la adscripción de estados mentales al sujeto cuyo comportamiento se quiere explicar, ya que adju-dicar deseos y creencias parece bastar para dar cuenta de una conducta. No se trata, claro, de una explicación tal como se la da en ciencia, pero se le ha dado poca importancia a las características diferenciales que debería tener una explicación psicológica.

La homogeneización de la capacidad para predecir y la capacidad para explicar conductas también queda al descubierto al plantear que en ambos casos se trata de tareas que se llevan adelante mediante la adscripción de estados mentales. En los modelos que dominaron la es-cena filosófica y psicológica en las décadas del 80 y 90, esta adscripción era posible o bien a partir de un cuerpo de conocimientos interno, or-

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ganizado como una teoría, o bien a partir de una suerte de inferencia por analogía.

Dentro de la gran variedad de estados mentales con los que con-tamos, se privilegiaron los deseos y las creencias como estados desta-cados, necesarios y suficientes para predecir y explicar la conducta. En esta elección pesó, sin dudas, la tradición del silogismo práctico, un razonamiento que puede rastrearse hasta Aristóteles y que sostiene que cualquier acción puede ser desglosada en las creencias y deseos que tuvo el agente en cuestión en ese momento. Esto oculta, sin embargo, que no todas las razones por las que actuamos pueden reducirse a deseos y creencias. Por otro lado, “deseos” y “creencias” no son términos tan cla-ros y unívocos como serían preferibles para ser utilizados en una teoría, sino que muestran una pluralidad de significados. De hecho, sobre el final del trabajo señalaré serios inconvenientes al respecto (8.2).

Mencioné también que la definición que di de Folk Psychology era intencionalmente general y vaga, porque lo que me interesa en este ca-pítulo es hacer una introducción al área. Fue inevitable, a pesar de eso, marcar los inconvenientes y cuestiones que necesitan ser reconsidera-dos incluso en esta presentación general. De hecho, dificultades como éstas llevaron a los estudiosos a buscar maneras alternativas de entender Folk Psychology. Siguiendo el espíritu propedéutico que le quiero dar a este capítulo, quisiera presentar distintas alternativas a esta definición estándar, para dejar en claro que uno de los obstáculos más importantes a la hora de abordar estos estudios es que no existe un consenso acerca de qué es aquello que se busca explicar.

Janet Astington y Alison Gopnik (Gopnik & Astington 1988), por ejemplo, distinguen seis diferentes estructuras excluyentes que son identificadas con la Folk Psychology en la literatura sobre el tema:

1. Una teoría;2. Una “forma de vida” (en el sentido de Wittgenstein 1953);3. Un módulo innato;4. Un conocimiento procedimental;5. Una experiencia;6. Una historia (story).

Pero lista no es la única posible. Milena Nuti (Nuti 1999), por su parte, ofrece otras tres maneras de entender Folk Psychology:

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1. Un conjunto de prácticas en las que los humanos estamos envueltos; 2. Una manera de dar cuenta de lo que posibilita a los humanos estar envueltos en esas prácticas;3. Mecanismos (o lo que sea) que subyacen a la habilidad de estar envuelto en 1 y de lo que da cuenta 2.

En la MIT Encyclopedia of the Cognitive Science, Lynne Rudder Baker es la encargada de escribir el apartado acerca de la Folk Psycho-logy. Allí distingue dos sentidos del término “que no son siempre bien distinguidos”. Uno es Folk Psychology como “psicología de sentido co-mún que explica la conducta humana en términos de deseos, creencias, intenciones, expectativas, preferencias, esperanzas, miedos y cosas por el estilo”, haciendo referencia al marco conceptual de explicaciones de la conducta humana. Y un segundo sentido como “la interpretación de estas explicaciones cotidianas como parte de una teoría folk, que abarca una red de generalizaciones empleando conceptos como creencia, de-seos y cosas por el estilo” (Rudder Baker 1999, p. 378). Esta segunda manera de entender el término es la manera filosófica de dar cuenta de la primera, en el sentido de que hace referencia a cómo las explicaciones de sentido común deben ser comprendidas. El problema de esta doble definición es que en la segunda acepción del término no queda claro si la Folk Psychology es una descripción de las prácticas a las que hace referencia o si está haciendo referencia a aquello que es responsable de esas prácticas.

Queda a la luz, entonces, el hecho de que no existe un consenso sobre lo que es exactamente la Folk Psychology, ya que cada autor pa-rece tomar una posición distinta a la hora de definirla y hasta aquellos que intentan sistematizar las diferentes opiniones se enfrentan con dis-crepancias.1 Como muestra de esta diversidad, señalaré dos maneras puntuales diferentes de entender este fenómeno, sin pretender con esto hacer un recorrido exhaustivo de las opciones disponibles, sino brindar un primer acercamiento a esta multiplicidad que quedará manifiesta con el correr de los capítulos de este trabajo.

1 Esto llevará a algunos autores críticos, incluso, a sostener que “la Folk Psychology no existe”, ya que nada podría satisfacer tan disímiles requisitos (cfr. Morton 2004 y 8.2.)

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Una de las posibilidades es retomar la primera definición que pre-senta Nutti y, de algún modo, también la primera que menciona Rudder Baker. La idea aquí es que la Folk Psychology es un repertorio o set de conceptos mentales. David Stone y Martin Davies concentran lo esen-cial de esta posición cuando afirman que “la idea clave es que podemos dar cuenta de las habilidades de los seres humanos en el campo psicoló-gico al atribuirles la posesión de un cuerpo de conocimientos acerca de ese dominio” (Davies & Stone 1995, p. 3). Así, Folk Psychology sería un cuerpo de conceptos mentales que son utilizados para la comprensión cotidiana de las acciones propias y de los demás. Se busca rescatar el hecho de que las personas entendemos y explicamos la conducta propia y ajena con términos mentales que formarían una suerte de batería de conceptos psicológicos. Ahora bien, la mera enumeración de los com-ponentes de este conjunto de elementos no basta, sino que es necesario explicar cómo son las interrelaciones que mantienen entre sí.

Esta definición está en línea con el supuesto, extendido en Filosofía de la Mente, de que contamos con conjuntos de conceptos de sentido común acerca de distintos ámbitos, como el de la física y el de la biolo-gía. Así, Folk Psychology, Folk Biology y Folk Physics representan esferas del “mundo folk”. Estos dominios de conocimiento pre científico acerca de la realidad tendrían una unidad y coherencia suficientes como para sostener su existencia e interdependencia.2

Una segunda manera de entender la Folk Psychology es en el sen-tido que señala con la cuarta definición de Astington y Gopnik y con la primera de Nutti. Se trata de estudiarla como una habilidad o un conjunto de habilidades cotidianas que permiten comprender las ac-ciones propias y de los demás apelando a estados mentales. Dar con la lista completa de prácticas a las que hace referencia es la tarea para los estudiosos, aunque para algunos la explicación y la predicción podrían ser suficientes.3

2 Encuentro confusas y poco sólidas las argumentaciones a favor de la existencia de Folk Psychology a partir de su pertenencia al mundo folk. Creo que las analogías entre estas esferas en muchos casos son incorrectas y dejan el camino allanado para ataques eliminativistas. Mientras la Folk Physics no tiene por qué ser compatible con la física científica, y de hecho en este momento no coinciden, creo que la psicología científica sí debe ser compatible con la Folk Psychology.

3 En 7.3 analizo la posibilidad de incluir nuevas funciones a los modelos tradicionales de Folk Psychology, lo que implicaría para esta definición sumar más habilidades.

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1.2.2 ¿Diferentes nombres para lo mismo?

No poder contar con una definición consensuada sobre Folk Psychology es el primero de los obstáculos que se debe superar en el estudio acerca de este dominio y de la bibliografía dedicada a él. El segundo es que tampoco existe una nomenclatura unificada que haga referencia a algu-na de estas definiciones.

Hasta ahora utilicé el término Folk Psychology para mencionar el objeto de estudio de este trabajo. Se trata del término de uso más ex-tendido durante la década del 80 y comienzos de los 90. Sin embargo, existen al menos siete términos diferentes que parecen hacer referencia a lo mismo o que pretenden señalar un aspecto diferente de estudio, diferenciándose de otras denominaciones. Además de Folk Psychology, se utilizan Common Sense Psychology, Lay Psychology, Belief-Desire Psy-chology, Mentalizing, Mindreading y Theory of Mind.

Resulta muy difícil poder tratar los matices que distinguen los di-ferentes nombres de un fenómeno que, a su vez, tampoco se encuentra bien delimitado o definido. Más difícil es poder escribir acerca de ello y lo es más aun de una manera fluida y correcta. Este es uno de los desa-fíos formales de este trabajo. Antes de explicar cuál será la terminología que yo adoptaré, quisiera mencionar brevemente algunas característi-cas a las que apuntan estos nombres que hacen referencia a cosas que, en algunos casos, son diferentes aunque frecuentemente son utilizadas como sinónimos intercambiables.

La forma que considero canónica para hacer referencia a este domi-nio es Folk Psychology y es la que utilicé hasta ahora. Como expliqué al-gunas páginas atrás, se trata de una denominación que se remonta hasta la Volkerpsychologie de W. Wundt, pero que ha adquirido una autonomía y rasgos que se separaron de su origen. Desde la década del 80 y durante quince años dominó los estudios en el área. En los últimos años, en cambio, fue perdiendo vigor; pero creo que es necesario rescatarla. Una de sus ventajas, como mencioné, es que nombrada así la psicología entra al mundo folk junto con la Folk Physics y Folk Biology.

El principal inconveniente con esta terminología es que el prefijo “folk” está lejos de ser una palabra transparente en el idioma inglés y dificulta su comprensión y traducción. En el lenguaje cotidiano, “folk” tiene connotaciones peyorativas; denominarlo así parece prejuzgar el contenido de lo que se va a investigar. Un “conocimiento folk” es un

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conocimiento del cual se puede albergar dudas -en el sentido de que no es confiable– y que sugiere que factores culturales y tradiciones pueden afectar su contenido. En un artículo sobre el tema, K. V. Wilkes se la-menta de que se haya extendido su uso. “¡Folk Psychology, no! Una vez que algo es bautizado así, es inevitable que se encuentre difícil olvidar su informalidad. Tendremos una tentación inherente de verlo como poco refinado, un poco primitivo. Y ese es un error sustancial”, escribió (cfr. Wilkes 1991, p. 23).

En un análisis mucho más detallado, Nuti señala que al menos exis-tirían seis maneras diferentes de utilizar el prefijo folk, si sólo tenemos en cuenta su uso para hacer referencia a una ciencia (Nuti 1999):

1 Como un conjunto amplio de prácticas cotidianas;2 Como una habilidad que los hombres poseen de una manera lo suficientemente universal como para pensar que es en virtud de esas habilidades cognitivas que se posibilitan esas habilida-des;3 Como la ciencia que estudia (algunos aspectos) de la com-prensión cotidiana;4 Como una manera de dar cuenta de esas prácticas (una teoría, por ejemplo);5 Como lo que posibilita que las prácticas sea hechas (meca-nismos);6 Como “lo folk” (o “los folks”, los hombres comunes y corrien-tes) piensa que se realizan esas prácticas.

Son, entonces, demasiados significados diferentes como para que Folk Psychology pueda pensarse como una solución esclarecedora o como para que pueda ser utilizada sin hacer las aclaraciones correspondientes.

Una respuesta a esos problemas sería adoptar una terminología me-nos ambigua. ¿Por qué no Commonsense Psychology? En este caso, los problemas son de otro tipo. Por un lado, en la vasta bibliografía sobre el tema no existe una utilización académica del término. En general, su uso se reserva para poder definir otros términos. Por ejemplo, en la primera definición de Folk Psychology de Rudder Baker que cité, se comienza diciendo que la psicología folk es “la psicología de sentido común que explica la conducta humana...”. El término, entonces, no parece tener demasiada hondura frente a la Folk Psychology. No existe una definición específica o un programa detrás del término, y nadie lo

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utiliza pensando en que implica algún tipo de compromiso especial. Por otro lado, si tomamos literalmente la idea de una Commonsense Psychology, se convertiría un área demasiado grande como para ser es-tudiada. Requeriría explicitar todo lo que está dentro del marco de las explicaciones que utilizamos para la conducta y eso entorpecería la in-vestigación. Además, se supone que no toda noción de sentido común está incluida en la Folk Psychology.

Un término similar a estos dos anteriores es Lay Psychology. La traducción de Lay Psychology es algo así como “psicología de legos” o “psicología de no iniciados”. La motivación detrás del término es que existe en el mundo un cuerpo de información acerca de psicología que es, en algún sentido, factible de estar a disposición de muchos indivi-duos sin requerir una preparación previa. En general, el término “lay” aplicado a una ciencia es utilizado en la lengua inglesa como la manera de hacer referencia al tipo de información científica “corriente” y de difusión, como en el caso de los suplementos de ciencia de los diarios o en los medios de comunicación. Entendido así, no parece que haya algo de la Lay Psychology relevante para el tipo de estudios que se rea-lizan en Filosofía de la Mente en este área. Si nos detenemos a pensar en estas informaciones “populares” sobre la psicología que poseemos, comprobaremos que no solemos utilizarlas para entender a los demás o para predecir o explicar conductas. Lay Psychology hace referencia a una reelaboración (muchas veces, una simplificación) del conocimiento científico del momento. Si vamos a mantener esta definición, será inútil para aquellos fines que nos interesan. Y si queremos utilizar la termi-nología pero cambiando la definición, nos encontraremos que llevará a confusiones.

Los próximos tres nombres tienen un inconveniente en común y es que han sido sugeridos por autores dentro de modelos que le son propios y que, por lo tanto, si bien contamos con buenas definiciones acerca de aquello a lo que hacen referencia, se encuentran por eso mis-mo atados a sus creadores y a los inconvenientes de sus modelos.

Henry Wellman desarrolla su propuesta teórica para lo que él deno-minada Belief Desire Psychology. Las ideas de Wellman serán analizadas en el capítulo 2, pero se puede anticipar que existen suficientes obstáculos como para decidir no utilizar esta nomenclatura. Si queremos rescatar el término, y utilizarlo por fuera del modelo wellmaniano, de todos mo-dos nos encontraremos con dificultades porque podría defenderse que

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nuestra vida mental, y los elementos que ponemos en juego en nuestras relaciones cotidianas, no se pueden recudir a deseos y creencias.

Un caso similiar es el del verbo mentalizing, que podría traducirse por “mentalizar”, aunque no existe una palabra en español que cap-te por completo el espíritu del vocablo. Mentalizing fue utilizada por primera vez para estos fines por A. Morton en 1980, pero fue U. Frith quien lo hizo propio y quien desarrolló un modelo alrededor de esta noción. Una de las ventajas de su elección es que no deja dudas de que estamos hablando de una práctica, de una habilidad.

Otro término acuñado por estudiosos –y la quinta alternativa a Folk Psychology– es mindreading, la habilidad para leer mentes. Si bien a ve-ces se lo utiliza sin demasiado cuidado en áreas de la Filosofía de la Mente o en otras disciplinas para hablar de habilidades de Folk Psycho-logy, mindreading fue propuesto por S. Nichols y S. Stich en un texto del mismo nombre de 2003. Leer la mente es lo que hacen los mentalistas y las hechiceras y de algún modo es en lo que están pensando estos dos filósofos, pues quieren rescatar con el término lo asombroso y “mágico” de nuestras habilidades para entender la mente y la conducta de los demás (cfr. Nichols y Stich 2003 p. 2).

Este verbo también enfatiza el matiz de habilidad de Folk Psycholo-gy, pero para algunos no puede ser identificado con el fenómeno. Currie y Sterenly, por ejemplo, dejan en claro que en la visión ortodoxa, “la habilidad para leer mentes y la capacidad para navegar en el mundo social no son la misma cosa pero la primera parece ser necesaria para la segunda (…) una capacidad central para poder estar en el mundo social depende de poder ver al resto de las personas como siendo motivadas por creencias y deseos que en ocasiones compartimos y que en ocasio-nes, no” (Currie & Sterenly 2000, p. 145).

La última alternativa disponible es una opción que se ha vuelto muy popular en la última década y media. En algún sentido no es sinónimo de Folk Psychology, pero muchos lo utilizan como si lo fuera. Y si bien parece evocar un modelo específico de entender la psicología folk, logró romper esa frontera e imponerse. Se trata de Theory of Mind. A primera vista, parece comprometernos con la idea de que en nuestra mente con-tamos con una teoría –una intuición que dará lugar a numerosos desa-rrollos que presentaré en el próximo capítulo–; pero su uso excedió ese marco. En la compilación de P. Carruthers y P. Smith sobre Teoría de la Simulación, la postura opuesta a cualquier postulación de una teoría en

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la mente, se afirma que Theory of Mind designa “un dominio de inves-tigación, cuyo objetivo general es proveer una explicación de la habili-dad”, negando que haya por eso un compromiso con la noción de teoría (Carruthers & Smith 1996, p. 1). La confusión se remonta ya al trabajo de Premack y Woodruff, que llevó Theory of Mind en su título, en refe-rencia a un cuerpo de conocimientos, pero no necesariamente de tipo teórico o con reglas o leyes duras. Hay otros autores –que se posicionan en un lugar diferente de la pelea entre teóricos de la teoría y teóricos de la simulación– para los que Theory of Mind hace referencia a una serie de mecanismos que conducen a la comprensión de otras mentes, como en el caso de Simon Baron Cohen y Alan Leslie. Pareciera que Theory of Mind hace referencia a la segunda acepción de Folk Psychology de Rudder Baker, o sea, una interpretación de explicaciones cotidianas como parte de una teoría folk, involucrando una red de generalizaciones empleando conceptos como creencias, deseos y cosas por el estilo. En este sentido es utilizado por Baron-Cohen 1995 y Wellman 1990.

Frente a este panorama, tomaré una decisión con respecto a la ter-minología para el resto de este trabajo. Luego de analizar las diferentes opciones sobre la mesa, utilizaré “Psicología de Sentido Común” para hacer referencia al objeto de mi análisis. Con este término busco nom-brar a la capacidad con la que contamos los seres humanos para relacio-narnos cotidianamente con los demás, asumiendo en esta interacción que los otros son similares a nosotros. En este uso creo estar recogiendo las notas principales de Folk Psychology, pero por cuestiones estilísticas prefiero evitar, siempre que sea posible, los anglicismos. En el caso de que sea necesario recurrir a alguna otra denominación –tal como suce-derá cuando exponga determinados modelos con su propia nomencla-tura– dejaré en claro cuáles son las características relevantes al respecto.

Pero antes de presentar en 1.3 cuál va a ser el plan de este trabajo que me propongo cumplir, mencionaré una última cuestión preliminar que creo relevante para poder tener un panorama tentativo dentro de los estudios del área.

1.2.3 El test de la falsa creencia

Presentadas las principales maneras de definir a la Psicología de Sen-tido Común y los distintos nombres que puede recibir, en esta intro-

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ducción resta mencionar cómo podría ser la manera de comprobar si un sujeto efectivamente cuenta con esta capacidad para interactuar con los demás. Si bien resulta necesario tener en claro qué se entenderá por Psicología de Sentido Común antes de poder comprobar si un indi-viduo dado la posee o no, durante casi dos décadas hubo un acuerdo entre todos los autores en que existía una manera de determinar esta cuestión. Más allá del modelo teórico con el que se quiera explicar este dominio, hasta finales de los años 90 se aceptó que había una manera inequívoca de saber si alguien estaba en posesión de los elementos o las habilidades de Psicología de Sentido Común y si podía ponerlos en juego.

Se trata del test de la falsa creencia, un experimento inspirado en los primeros comentarios que generó el texto que dio origen a estos es-tudios. Si bien el interés por la manera en que entendemos a los demás como sujetos similares a nosotros y con mentes siempre estuvo presente en la reflexión filosófica, el trabajo que es considerado pionero en la Folk Psychology –o, por lo menos, fue el primero que propuso una línea de investigación que fue seguida por toda la tradición de autores– es un texto de David Premack y Guy Woodruff sobre primatología (Premack & Woodruff 1978).

En sus comentarios a esta investigación, Daniel Dennett (1978), Jo-nathan Bennett (1978) y Gilbert Harman (1978) se interesaron por cami-nos distintos en la manera en que podía determinarse si los sujetos anali-zados por los primatólogos entendían a sus pares como teniendo estados de creencia o no. Harman, por ejemplo, imaginó este experimento para estos animales: “Supongamos que un chimpancé ve a otro chimpancé mi-rar cómo una banana es puesta en un recipiente opaco. Luego, el segundo chimpancé es distraído mientras la banana es sacada del recipiente opaco y puesto en otro similar ubicado cerca. Si el primer chimpancé tiene la ex-pectativa de que su compañero buscará la banana en el recipiente en el que estaba originalmente, entonces eso mostraría que tiene una concepción de lo que es una creencia” (Harman 1978, pp. 576-577).

Así nació este test que a lo largo del tiempo fue sufriendo modifica-ciones y cambios, pero que se mantuvo como una pieza clave en todos estos estudios. En este trabajo me detendré en un análisis más detalla-do de los supuestos que están detrás de este experimento, cuáles son las habilidades que están comprometidas en su superación y discutiré –sumándome a otros filósofos y psicólogos– la pretensión de que este

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experimento pueda marcar tajantemente la línea que separa a aquellos que cuentan con habilidades de Psicología de Sentido Común y aque-llos que no (cfr. 8.5.1). Pero a los fines de este abordaje preliminar, haré una presentación de su versión más popular.

La sugerencia de Harman, Dennett y Bennett fue que una manera de comprobar si una persona comprendía y dominaba el concepto de creencia era si podía distinguir entre el estado de cosas del mundo y las creencias que el otro tiene de él. Para comprobar si un sujeto ra-zona acerca de los estados mentales del otro, no basta con verificar si puede simplemente predecir la conducta de un tercero, ya que se puede alcanzar una predicción correcta del comportamiento de otra persona teniendo en cuenta el estado de cosas del mundo, sin necesidad de ape-lar a conceptos mentales. Y como resulta muy difícil poder asegurarse si una persona puede identificar que un tercero posee una creencia ver-dadera acerca de algo en el mundo, resulta más conveniente tratar de analizar si el sujeto es capaz de identificar y manejar estados mentales que difieran de la realidad.

Por eso los investigadores se abocaron a diseñar experiencias donde estaba en juego la comprensión de una creencia falsa. Inferir conductas a partir de la identificación en el otro de creencias falsas implicaría que se comprende y domina el concepto de creencia. Dominar el concepto de creencia falsa significa, a su vez, que ese sujeto alcanzó el estado en donde puede razonar en base a los estados mentales que le atribuye al otro sujeto, lo que le permitirá predecir y explicar la conducta de los demás.

En la versión más popular, los experimentados observan una situa-ción –recreada con títeres, muñecos o dibujos– en la que participan dos personajes, Sally y Anne. Ellas juegan con una pelota en una habi-tación. Sally coloca la pelota dentro de una canasta y se va. Entonces, Anne toma la pelota de la canasta y la coloca en una caja. Cuando Sally regresa, se le pregunta al sujeto a dónde cree que Sally buscará la pelota. Si responde que lo hará en la canasta, entonces habrá superado el test de la falsa creencia, porque habrá entendido que Sally tiene una creencia errada sobre un hecho del mundo. La respuesta correcta im-plica que el experimentador entiende la distinción entre un estado de cosas en el mundo y la perspectiva que cada sujeto puede tener. Si no consigue diferenciar la realidad de lo que Sally cree erróneamente de eso, no podrá superar el test.

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1.3. Modelos para entender la Psicología de Sentido Común

Como ya mencioné, el trabajo que rehabilitó el debate sobre Psicología de Sentido Común en Filosofía de la Mente luego de las ideas de Lewis y que funcionó como disparador para la gran corriente de diferentes pensadores que se ocuparon del tema en las tres décadas siguiente fue una investigación sobre primatología. En “Does the Chimpanzee Have a Theory of Mind?”, Premack y Woodruff hipotetizaron sobre los ele-mentos y mecanismos presentes en los chimpancés que posibilitaban sus relaciones sociales, más complejas y sofisticadas que la mayoría de los animales. En estas pruebas, se intentaba comprobar el nivel de com-prensión de la conducta de humanos por parte de animales luego de verlos resolviendo algunas tareas físicas en video. La excelente perfor-mance obtenida en este test fue interpretada por los autores a partir de la idea de que los chimpancés contaban con una serie de concep-tos, informaciones y regularidades que estaban estructuradas como una “teoría de la mente”.

El uso de “teoría” que hicieron Premack y Woodruff fue ingenuo, ya que sólo quisieron rescatar la existencia de elementos no observables y la capacidad para hacer predicciones (cfr. Premack & Woodruff 1978, p. 515). De hecho, su idea de teoría de la mente era poder explicar “la habilidad para atribuir estados mentales a otros, y el uso de esos esta-dos mentales para predecir y explicar la conducta de esos otros” (cfr. Premack & Woodruff 1978, p. 515), una definición casi idéntica a la expuesta en 1.2.1, pero que sirvió para establecer una de las nomencla-turas analizadas en 1.2.2. Además, la apelación a la noción de “teoría” inspiraría a una amplia corriente de autores: se trata de la Teoría de la Teoría, una corriente de pensamiento que afirma que detrás de nuestras habilidades psicológicas está presente una teoría. Esta denominación fue acuñada por Adam Morton en 1980 (Morton 1980) y fue influen-ciada por las ideas de David Lewis (Lewis 1970, 1972) y en la impronta del mito de los ancestros ryleanos de Sellars (Sellars 1956).

Dentro de esta corriente hay diferencias en cada uno de sus mo-delos gracias a la gran cantidad de autores que se interesaron en esta línea de pensamiento e introdujeron sus propios intereses (Carruthers & Smith 1996, Davies & Stone 1995, Stich & Nichols 2003, Rabossi 2004, Pérez 2004). Por encima de estas diferencias, todos los teóricos de la teoría comparten la idea de que la habilidad que tenemos las per-

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sonas para atribuir estados mentales a la hora de explicar y predecir las acciones descansa en la posesión de una verdadera teoría de la mente, es decir un conjunto de generalizaciones de tipo legaliforme que se expresa utilizando conceptos psicológicos. Así, los adultos normales contamos con un rico repertorio conceptual que ponemos en funciona-miento para explicar, predecir y describir nuestra propia conducta, la de los demás y, quizás, hasta la de otras especies cercanas.

Los defensores de la Teoría de la Teoría suelen encontrar seme-janzas entre las teorías científicas y los conocimientos que constituyen nuestra Psicología de Sentido Común en tres respectos: entre la cog-nición de todos los días de la mente (y la conducta) y el razonamiento científico; entre la teoría de psicología folk y las teorías científicas; y entre el cambio conceptual que llevan adelante los niños y el cambio de teorías que se produce en los ámbitos científicos. Entre los principales defensores de la Teoría de la Teoría se destacan Henry Wellman, Ali-son Gopnik y Andew Meltzoff.

En 1986 Robert Gordon y Jane Heal propusieron por separado, pero casi en simultáneo, una resistencia al predominio de estas ideas. Ellos sugirieron rescatar a la simulación como una habilidad intere-sante y productiva en la comprensión de la mente. Fue así que nació la Teoría de la Simulación, el gran rival de la Teoría de la Teoría durante la década del 90. En un número especial de la revista Mind and Language de 1992, la disputa entre posiciones se institucionalizó con artículos de Gordon, Heal, el filósofo Alvin Goldman y el psicólogo Paul Harris a favor de la flamante corriente, contra las contribuciones de Wellman, Gopnik, el psicólogo Josef Perner y los filósofos Stephen Stich y Shaun Nichols.

La idea central que agrupa al conjunto heterogéneo de filósofos que se consideran teóricos de la simulación es que en el despliegue de nuestra Psicología de Sentido Común la simulación juega un rol abso-lutamente central e irreemplazable. Lo que estamos haciendo cuando nos movemos en el mundo social, interactuando con los demás, es re-presentar sus actividades (y los procesos mentales involucrados) repli-cando actividades y procesos similares en nosotros mismos, en nuestras mentes, pero que no llegan a efectivizarse. Para esta corriente, la simu-lación es fundamental en la manera en que comprendemos a los demás.

Se trata de un cambio radical en la manera en que se había en-tendido el área desde sus inicios con Premark y Woodruff. Ya no sería

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necesario poseer ningún tipo de información o generalizaciones sobre cómo actúan las personas para entender qué están haciendo o qué ha-rán: simplemente pensamos cómo actuaríamos nosotros mismos en de-terminados contextos y obtenemos la respuesta buscada. Aquí también hay diferencias internas entre los autores. Jane Heal (Heal 1986), Alvin Goldman (Goldman 1989, 1995a) y Paul Harris (Harris 1989) adoptan una posición denominada introspeccionista, en la que el conocimiento de los propios estados mentales es un requisito para poder adjudicar estados mentales a los demás, mientras que Robert Gordon (Gordon 1986; Gordon 1995a), desarrolló una postura mucho más intransigente conocida como “simulación radical” y que involucra “ponerse en los za-patos del otro”, sin necesidad de apelar a estados mentales.

Las discusiones entre Teoría de la Teoría y Teoría de la Simulación recorrieron casi un cuarto de siglo de libros, artículos, investigaciones y reuniones científicas dedicadas a dirimir entre estas dos posiciones dicotómicas y excluyentes. En medio de estas discusiones, surgió una suerte de desprendimiento de la Teoría de la Teoría que logró indepen-dizarse y asumir rasgos propios. Frente a la idea de que los conceptos involucrados en estas teorías se aprenden en la niñez –y en el caso de Gopnik y Meltzoff, de una manera similar a como se aprende una teo-ría científica– otros autores consideraron, en cambio, que la informa-ción sobre la que basamos nuestras explicaciones y predicciones no es aprendida ni guardada de la manera en que una teoría científica lo hace, sino que una parte importante de la información que es necesaria para las habilidades de Psicología de Sentido Común está contenida en uno o más módulos innatos, similares a la gramática universal chomskiana.

Retomando las ideas originales de Noam Chomsky y Jerry Fodor (Chomsky 1975; Chomsky 1983; Fodor 1986), Simon Baron-Cohen y Alan Leslie han sido los autores que aplicaron estas estructuras innatas al campo de la Psicología de Sentido Común. Para ellos, resulta evi-dente que la Naturaleza nos ha dotado de ciertas estructuras modulares (o módulos) que nos sirven para movernos socialmente y que se van despertando cuando contamos con los estímulos adecuados.

A partir de 1998, el debate pareció tomar nuevas fuerzas gracias al descubrimiento de ciertas estructuras neurales en el cerebro de los macacos. Las neuronas espejo, descubiertas por un grupo de científicos en Italia, fueron consideradas por Goldman y otros filósofos como el respaldo definitivo que la Teoría de la Simulación necesitaba frente a la

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Teoría de la Teoría. Sin embargo, tanto los teóricos de la teoría como los defensores de la modularidad consiguieron acomodar sus modelos para dar cuenta de este descubrimiento.

Asimismo, a medida que avanzaron los años y las discusiones, co-menzaron a aparecer posturas híbridas, que intentaron zanjar las di-ferencias entre modelos a través de una síntesis o fusión, proponien-do diversas combinaciones que rescataban lo mejor de cada posición (Carruthers, 1996; Goldman, 1995a, 1995b; Heal, 2005). Sin embargo, ninguno de estos modelos prosperó y para comienzos del nuevo siglo las discusiones clásicas parecían agotadas.

Fue entonces que emergieron una serie de modelos que criticaban desde perspectivas filosóficas alternativas las bases mismas a los mode-los tradicionales y presentaban una concepción novedosa de la Psicolo-gía de Sentido Común. Si bien se trató de desarrollos independientes, existe un espíritu común que atraviesa estos enfoques, cuyo objetivo fue cambiar el foco desde el que tradicionalmente se abordó y caracterizó a este campo, condenando el peso que tradicionalmente se le dio a las capacidades y estructuras innatas y poniendo el acento en el rol de las narraciones, las conversaciones y el cuerpo en la adquisición y madu-ración de una Psicología de Sentido Común adulta. Estas posiciones buscaron ser una opción superadora de los debates establecidos entre Teoría de la Teoría y Teoría de la Simulación, reformulando las bases con las que tradicionalmente se la entendió. Así, sus ataques involucra-ron varios niveles, cuestionando la definición misma del fenómeno y los elementos en juego, además de la evidencia disponible y la metodología con la que se llevaron a cabo las investigaciones hasta entonces.

El filósofo Shaun Gallagher con el tiempo se consolidó como una de las voces que con más fuerza se opuso a los términos en los que se dio el debate entre Teoría de la Teoría y Teoría de la Simulación a fines del siglo XX (Gallagher 2000, 2001 y 2002). En particular, criti-có duramente la idea de que nuestras capacidades de cognición social –que bajo su mirada son esencialmente las mismas que las de Psicolo-gía de Sentido Común– deban depender de habilidades intelectuales. En cambio, propuso que en la base de nuestras relaciones cotidianas y nuestra comprensión de los demás hay bases no mentalistas sino corporeizadas. Dos de los rasgos distintivos de sus ideas son el fuerte acento que tiene la evidencia sobre psicología del desarrollo disponible y el interés por rescatar y retomar contribuciones de la fenomenología

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continental de mediados de siglo XX (Gallagher 2005). Su modelo fue bautizado Teoría de la Interacción.

Otro autor que trabajó en sintonía con Gallagher –escribiendo a ve-ces en colaboración– es Daniel Hutto. Él comenzó a interesarse a finales de la década del 90 por el rol que las narraciones podrían tener en el de-sarrollo y dominio de las habilidades de Psicología de Sentido Común. Según su óptica, nuestra capacidad para entender acciones intencionales en términos de razones tiene una indubitable carga sociocultural. Los niños sólo acceden al marco necesario para comprender y tener maestría en su aplicación típica al ser expuestos e involucrarse una clase distintiva de práctica narrativa, las “Narraciones de Sentido Común”. Esto es lo que esta posición, el Narrativismo, llama “la Hipótesis de la Práctica Narrativa”: al estar en contacto directo con historias sobre personas que actúan por razones, los niños se familiarizan tanto con la estructura de la Psicología de Sentido Común como con las posibilidades de ejercer su práctica, aprendiendo cómo y dónde usarla.

Un tercer e interesante aporte, también surgido de la insatisfacción que generaron las disputas en los modelos tradicionales de corte carte-siano, es la de aquellos que propusieron un cambio radical de enfoque en la adscripción de estados mentales, a favor de la perspectiva de se-gunda persona. Se trata de una propuesta muy atractiva y prometedora. Según sus autores las bases de estas ideas ya se encuentran en algunos textos de Martin Buber y Emmanuel Lévinas, quienes, desde otra tra-dición y otros intereses, comenzaron a plantear la necesidad de llamar la atención sobre el intercambio cara a cara y las emociones involucradas.

Los que defienden estas ideas –como Antoni Gomila (Gomi-la 2002, 2003), Evan Thompson (Thompson 2001), Francisco Varela (Varela, Thompson & Rosch, 1991) y Carolina Scotto (Scotto 2002)– tratan de diferenciarse de la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simu-lación, a las que consideran propuestas que parten desde posiciones erradas, ya que la primera adopta una perspectiva de tercera persona mientras que la otra toma una de primera. Mientras que los teóricos de la simulación organizan la mente a partir del “yo” de la conciencia y la autoconciencia, los teóricos de la teoría ponen el acento en el “él”, o “ella”, que marca una objetividad y un distanciamiento. Frente a esto, la propuesta es adoptar la interacción cara a cara, en la que el “tú” pasa a estar en centro de la escena y es el protagonista de intercambios y situa-ciones que no necesariamente están mediadas por el lenguaje pero que

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sí tienen la estructura de (proto)conversaciones. En ciertas situaciones de interacción interpersonal la atribución mental es recíproca y explíci-ta, en el sentido de que al dar cuenta de la reciprocidad, se condiciona la manera y el contenido de la atribución. Se trata de una dimensión que aparece con frecuencia en nuestra vida cotidiana pero que no es recogida, ni parece poder serlo, por parte de los desarrollos clásicos en Psicología de Sentido Común. Mucho menos cuando las disputas en el seno de este enfoque se dieron como si sólo existieran dos grandes alternativas posibles, exhaustivas y excluyentes.

Mi objetivo en este trabajo es poder hacer un relevamiento crítico de estas posiciones, que ocuparon más de tres décadas de intensas y ricas discusiones. Para eso ofreceré una visión personal sobre la historia de estos desarrollos, distinguiendo entre dos momentos. El primero es lo que yo denomino el Enfoque Cartesiano en Psicología de Sentido Común, que abarca a la Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación y las propuestas modularistas. Al segundo momento lo llamaré los Nue-vos Enfoques, refiriéndome a la Teoría de la Interacción, el Narrativis-mo y la Perspectiva de Segunda Persona.

Quiero defender la idea de que los constreñimientos planteados en el Enfoque Cartesiano y en los Nuevos Enfoques llevaron no sólo a una definición de Psicología de Sentido Común divorciada de la realidad y de la manera en que efectivamente los hombres y mujeres se mane-jan en su trato cotidiano, sino que también redundaron en propuestas teóricas que no cumplen su función de explicar esta porción de nuestra vida mental.

Este trabajo se dividirá en dos grandes partes. En la primera reuni-ré los modelos que yo considero que conforman una misma tradición dentro del área, el Enfoque Cartesiano. A lo largo de los capítulos 2, 3 y 4 expondré y desarrollaré los aportes de la Teoría de la Teoría, la Teo-ría de la Simulación y los abordajes modularistas respectivamente, ex-plicando las motivaciones, destacando los puntos fuertes y realizando, finalmente, una evaluación crítica de cada uno de ellos. En el capítulo 5, y a la luz de lo expuesto, justificaré por qué considero que por encima de las diferencias, estos tres desarrollos pueden verse como parte de un movimiento común, y explicitaré los supuestos que comparten.

En la Parte II presentaré un segundo conjunto de propuestas reu-nidas, los Nuevos Enfoques. En el capítulo 6 presentaré, con una visión crítica, a la Teoría de la Interacción, el Narrativismo y la Perspectiva de

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la Segunda Persona. En el capítulo 7, me explayaré sobre los motivos que tengo para agrupar estos modelos bajo una misma denominación y defenderé la idea de que no se trata de contribuciones incompatibles.

Una vez que salgan a la luz los supuestos de ambos enfoques, en el capítulo 8 buscaré delimitar y señalar los problemas a los que se enfren-ta cada posición y analizaré si puede darse un verdadero diálogo entre posturas. Según creo, esta elucidación mostrará los objetivos e intereses muy distintos en cada frente, lo que restringirá las posibilidades de una verdadera y fructífera discusión.

Finalmente, en el capítulo 9 argumentaré por qué ninguna de las propuestas analizadas es satisfactoria por sí sola para dar cuenta de la Psicología de Sentido Común y cómo podría articularse una nueva al-ternativa, que recoja elementos de las posiciones anteriores, pero que amplíe su comprensión del fenómeno y ponga en un lugar central de la escena al cuerpo y a las emociones.

Pero antes de concluir este capítulo de presentación, quisiera de-tenerme a presentar brevemente los puntos principales a los que un modelo de Psicología de Sentido Común debería dar respuesta.

1.4 Condiciones de adecuación para una Psicología de Sentido Común

1.4.1. Desiderata para un modelo de Psicología de Sentido Común

Tal como quedó claro luego de lo expresado en 1.3, la oferta de pro-puestas que se han ofrecido a lo largo de las últimas tres décadas para dar cuenta de la Psicología de Sentido Común es amplia e incluye di-ferentes supuestos que no siempre son cuidadosamente explicitados. De hecho, uno de mis objetivos en este trabajo es poder dejar en claro cuáles son los compromisos que están operando en las principales corrientes de pensamiento. Cualquier modelo que quiera explicar cómo es que nos relacionamos cotidianamente deberá responder a una serie de cuestiones que exceden la mera reflexión filosófica y que involucran poner a nues-tras relaciones cotidianas con los demás dentro del marco más grande de la cognición humana y de otras habilidades y mecanismos de nues-tra especie. La lista completa de estos requisitos varía de autor en autor, pero yo quisiera concluir este primer capítulo con mis propios desiderata

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para una teoría satisfactoria de la Psicología de Sentido Común. Éste no pretende ser un conjunto de requisitos exhaustivo, definitivo o exento de polémicas, pero creo que refleja cabalmente cuáles son mis propios intereses y hacia dónde apunto con mi investigación.

En primer término, toda propuesta satisfactoria de Psicología de Sentido Común tiene que explicar cómo es que las personas se relacio-nan cotidianamente unas con otras, interactuando de una manera que es diferente del modo en que se relacionan normalmente con objetos inanimados. Existe una diferencia crucial en la forma en que las per-sonas actuamos frente a otras personas y cómo lo hacemos frente a un objeto. Un modelo de Psicología de Sentido Común debe recoger esta diferencia y dar una explicación de cómo se da este proceso. También debe explicar si existe alguna vinculación en esta relación con terceros y la relación que se puede plantear con uno mismo. Por ejemplo, si se de-ben conocer los motivos de la propia conducta antes de poder conocer la de los demás, si se produce una inferencia desde la introspección a la interacción, si es que esta relación conmigo mismo es tomada como un modelo para relacionarse con los demás, etc.

En segundo lugar, un modelo de Psicología de Sentido Común tiene que explicar cómo es que este mecanismo es adquirido por los sujetos normales. Se trata de una pregunta por la ontogenia de la Psicología de Sentido Común, por cómo se alcanza esta habilidad, en qué momento del desarrollo se produce y cuáles son los mecanismos involucrados.

Tradicionalmente se vinculó –y en ocasiones, incluso, se identificó– a la Psicología de Sentido Común con la habilidad para leer mentes, es decir, la atribución de estados mentales como deseos y creencias. Un tercer requisito para una propuesta teórica en el campo, entonces, consistirá en precisar cuál es exactamente la vinculación que se da entre este campo y esta habilidad.

En cuarto término, hay que explicar si existen vinculaciones entre la Psicología de Sentido Común y otras formas de cognición social que en ocasiones se estudian de manera separada, como la empatía, la atención conjunta, la imitación, la mímica, la acción coordinada, la percepción del movimiento biológico, la detección de rostros, la cognición situada, etc.

Por la índole de su objeto de estudio, la gran mayoría de los modelos sobre Psicología de Sentido Común que se han propuesto a lo largo de los años son de corte naturalista. En este sentido, un quinto requisito para cualquier propuesta en el área implica ser coherente con al menos

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la información básica que tenemos sobre nuestra cognición. Ciertas circunstancias no normales –como afasias o déficits como el autismo, por ejemplo– podrían servir como evidencia a favor o en contra de una determinada propuesta.

En línea con la pregunta por la ontogenia de la Psicología de Sen-tido Común, un sexto requisito para un modelo satisfactorio es que pueda dar cuenta de cómo esta habilidad evolucionó en la especie. Si no se ofrece una explicación acabada, al menos es necesario que sus postulados sean coherentes con los lineamentos principales de la his-toria evolutiva del homo sapiens. Esto implicará también tomar posi-ción acerca de si existen o no animales con capacidades similares a las nuestras y cómo se dio el paso entre aquellas especies que no poseen Psicología de Sentido Común a las que sí.

Finalmente, y dado que los seres humanos vivimos en sociedades complejas con reglas y hábitos específicos desde hace al menos dos mi-lenios y medio, en séptimo lugar se impone precisar cuál será el peso de la cultura en la manera en la que nos entendemos cotidianamente. Si bien las investigaciones en Psicología de Sentido Común deben apun-tar a las habilidades universales presentes en todos los hombres, deberá precisarse cuál es influencia de la cultura en estas habilidades.

Esta lista de desiderata que acabo de presentar es ambiciosa y de difícil cumplimiento. Los múltiples acercamientos a la Psicología de Sentido Común no se han ocupado de todos sus puntos que mencioné y cada autor puso el acento en alguno de estos requisitos y dejó al lado otro. Su postulación implica, además, que el abordaje que pretendo es multidisciplinar, ya que involucra al menos filosofía, psicología, ciencias cognitivas y neurología.

1.4.2. Situaciones en las que se ponen en juego las habilidades de Psicología de Sentido Común

Como la Psicología de Sentido Común pretende dar cuenta de todas las acciones humanas intencionales, las situaciones en las que debe uti-lizarse son vastísimas y muy diferentes entre sí. Quizás el mayor desafío para cualquier modelo de Psicología de Sentido Común es poder expli-car casos tan dispares como estos:

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1. Juan se despierta en su cama con sed en mitad de la noche. A pesar de tener sueño, se levanta, camina hasta la cocina y se sirve un vaso de jugo de la heladera. Luego, regresa a dormir.2. Pablo se levanta en medio de la noche con mucha sed, pero sabe que al otro día se levanta muy temprano y quiere seguir durmiendo. Mientras trata de conciliar el sueño, escucha ruidos en su cocina y decide levantarse a comprobar si todo está en orden. Descubre que su gato estuvo jugando con unas bolsas. Aprovecha, abre la heladera y se sirve un vaso de leche. Se vuelve a acostar.3. Jorge se lava los dientes por la mañana escuchando en la radio el pronóstico del tiempo. Antes de salir de su casa, toma de su placard un paraguas.4. Ringo rinde un examen final en dos horas y llegó temprano a la universidad para poder repasar las últimas unidades de la materia con una compañera. Se sientan en un bar cercano, le piden dos cafés al mozo, se quedan leyendo por más de una hora y media y luego con un gesto Ringo pide la cuenta. Al llegar al aula su compañera le pregunta si la cara del profesor no le recuerda a la del mozo. Por más esfuerzos que hace, Ringo no puede recordar cómo lucía el mozo, pero pudo rendir el examen satisfactoriamente (¡y se sacó un diez!).5. Charly entra a un local de venta de artículos electrónicos y después de mirar varios modelos de computadoras portátiles, elige una marca Macintosh. Cuando llega a su casa, le explica la decisión a su mujer diciéndole que era la ideal para su trabajo como diseñador gráfico.6. David tiene que darle una pastilla a su gato, al que reciente-mente castró, y lo busca en la cocina, en donde lo vio por última vez. Revisa cerca de las alacenas, detrás de la heladera y hasta adentro del horno. Su gato, en realidad, está debajo del sillón durmiendo.7. Pedro va a la sala de cine con su novia, con ganas de pasar un buen momento con una comedia. Cuando llegan, le informan que no hay más entradas disponibles para el filme que tenían en men-te y terminan comprando de mala gana localidades para un drama iraní. Los dos terminan emocionados y llorando sobre el final de la cinta, ya que los personajes y situaciones los conmovieron.8. Oscar llega a un bar y ve trabajar ensimismada en su com-putadora a una chica que lo atrae mucho. De mesa a mesa, le pregunta qué es lo que está haciendo. Ella le responde que está trabajando y sigue escribiendo. Él insiste preguntándole cómo

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se llama y de qué está escribiendo. Ella, casi sin quitar la vista de la pantalla, le responde con monosílabos.9. Lissa sale de excursión en el bosque con su amiga Lourdes. Mientras eligen un lugar en donde armar la carpa, Lourdes mira hacia un claro entre los árboles, pega un grito aterrada y sale corriendo. Lissa se sorprende, mira hacia el claro para entender qué sucede con su compañera y ve a un oso acercarse. De inme-diato huye con ella.10. Virginia fue madre hace pocas semanas y suele pasar mucho tiempo con su bebé. Mantiene una relación estrecha con su hijo y cuando se siente nerviosa o se asusta por algo, su bebé llora. Cuando le saca la lengua, en cambio, el niño la imita y hace lo mismo.11. Valeria tiene una hija de tres años con la que suele compartir algunos juegos. Uno de los que más disfruta es usar una banana como si fuera un teléfono y “hablar” con conocidos. También juegan a tomar la merienda con tacitas y teteras de juguete que no contienen líquido.12. Enfurecido por la manera en que lo tratan sus vencinos, Julio envenena el pozo de agua de su pequeña aldea y asesina a dece-nas de personas.13. Johnny y Enrique comparten un taxi para ir al aeropuerto, ya que deben tomar distintos aviones que parten a la misma hora. Un problema en el tráfico los retrasa y llegan una hora más tarde de lo planeado. En la ventanilla de su aerolínea, le informan a Johnny que su vuelo tuvo un desperfecto y retrasó 45 minutos su salida, pero acaba de despegar. El de Enrique, en cambio, salió se-gún el cronograma, hace una hora. Johnny no puede más que pro-ferir maldiciones, pero Enrique está resignado a su (mala) suerte. 14. Al verlo llegar del trabajo, María Gabriela le dice a Luis Al-berto: “Quiero el divorcio”. Inmediatamente él le responde con naturalidad: “¿Y puedo saber cómo se llama él?”.15. Fito nos cuenta apenado que murió su perro. Al recordar a nuestra propia mascota muerta, nos sentimos cercanos a su dolor y nos ponemos tristes también.16. Hilda y Fabiana tienen 4 años y son compañeras en el Jardín de Infantes. Una mañana, jugando en el patio, Hilda se golpea en el tobogán y se hace un pequeño corte por encima de la ceja. Al verla llorar y con sangre en la frente, Fabiana, que estaba jugando a otra cosa, inmediatamente llora también.17. A pesar de que ya había comido suficiente, Daniela decide comerse la última porción de torta que quedaba sobre la mesa.

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18. En Sueño de una noche de verano, Shakespeare cuenta cómo Hernia reacciona al despertarse sin Lisandro a su lado. Ella des-conoce que un hechizo hizo que su amado la abandonara en medio de la noche y concluye que su rival Demetrio lo asesinó.

Esbozado así este primer acercamiento al fenómeno del que me quiero ocupar, comenzaré analizando en los próximos tres capítulos el Enfoque Cartesiano en Psicología de Sentido Común para luego en el capítulo 5 presentar sus puntos compartidos.

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Parte I:Enfoque Cartesiano

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2. Enfoque Cartesiano. Teoría de la Teoría

2.1 Introducción

Desde sus comienzos y durante casi dos décadas, en el terreno de la Psi-cología de Sentido Común hubo sólo dos grandes modelos sobre la mesa, la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación.1 El debate que se dio alrededor de estas dos opciones –primero vistas como dicotómicas pero que a finales de los años 90 dieron lugar a versiones híbridas– generó una cuantiosa bibliografía y dividió a filósofos de la mente y psicólogos.

En este capítulo me concentraré en la Teoría de la Teoría y en las distintas maneras en las que sus premisas fundamentales fueron inter-pretadas y utilizadas a lo largo del tiempo. Frente a su rival simulacio-nista, esta posición cuenta con una doble ventaja. Por un lado, recoge las ideas centrales del texto de Premack y Woodruff que dio inicio a los estudios del área. Por otro, siempre gozó de mayor aceptación entre los investigadores y fue vista como la manera tradicional en la que se entendía a la Psicología de Sentido Común, mientras que la Teoría de la Simulación cargó con el estigma de ser una versión alternativa. Los desarrollos más completos y las propuestas teóricas más acabadas han sido las de los teóricos de la teoría, quienes siempre superaron en número a sus rivales. Por eso mismo, la evidencia empírica disponible a favor de estas ideas suele ser mayor que la de sus competidores.

Los defensores de la Teoría de la Teoría están de acuerdo en soste-ner que las prácticas de Psicología de Sentido Común están basadas en

1 Más adelante, en el capítulo 4, defenderé la idea de que existen razones para sostener que hay una tercera posición que cuenta con elementos para ser considerada por derecho propio como distinta, surgida del modelo de arquitectura mental modularista, pero que hereda y reinterpreta las bases de la Teoría de la Teoría.

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un cuerpo de conocimientos acerca de la estructura y funcionamiento de la mente que tiene una forma teórica. Sin embargo, existen profun-das diferencias acerca de cómo debe entenderse esta teoría y es este punto sobre el cual surgen las distintas variantes, lo que da pie a los distintos modelos (cfr. Carruthers y Smith 1996b, p. 1). Se evidencia así que el costo de la popularidad de esta posición en la década del 80 y del 90 fue la proliferación de propuestas que partieron de las mismas premisas pero que entraron en colisión.

En este capítulo mostraré dos modelos diferentes de Teoría de la Teoría que considero son representativos de estas diferencias. Ambos se han convertido, por distintas razones, en referentes clásicos de esta manera de entender a la Psicología de Sentido Común. Uno representa una postura más moderada y clásica y otro lleva al extremo la idea de la posesión de una teoría. A mi entender, el punto clave para comprender a las múltiples variantes que caen bajo el nombre de Teoría de la Teoría es el afán de sus autores por desarrollar la idea de que el término “teoría” no sea una simple descripción al pasar, una manera superficial de hacer referencia a los conocimientos que utilizamos en nuestra vida cotidiana para entender las mentes o una mera metáfora, sino que constituya una herramienta que nos permita entender de mejor manera el procesa-miento cognitivo utilizado en la comprensión cotidiana de la mente y la conducta. Se trata de intentar que la noción de teoría pueda ser usada para traer nueva luz en este campo.

Mi plan para este capítulo, entonces, es sumariar brevemente cómo sur-ge la Teoría de la Teoría, explicitar las motivaciones que guían a los autores en sus investigaciones y tratar de presentar cuál es el concepto de teoría que está en juego. Luego, expondré y analizaré las dos variantes de Teoría de la Teoría que considero representativas de los debates internos a esta posición, el modelo de Henry Wellman y el de Alison Gopnik y Andrew Meltzoff. El capítulo concluirá con una evaluación crítica de los modelos.

2.2 Consideraciones generales de la Teoría de la Teoría

2.2.1 Historia del término

En 1980, cuando la Psicología de Sentido Común recién comenzaba a consolidarse como un terreno de estudio autónomo e interesante para

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la Filosofía de la mente, Adam Morton escribió que: “en filosofía, el atractivo de la teoría de la teoría es el resultado del desencantamiento con el análisis de la mente tanto de índole cartesiano como conductista” (Morton 1980, p. 8). Fue justamente Morton en este libro el primero en usar el término “teoría de la teoría” para hacer referencia al grupo de posturas que, en filosofía y psicología, afirmaban que detrás de nuestras habilidades psicológicas estaba el uso de una teoría.

Lo cierto es que “teoría de la teoría” es la manera de describir una estrategia de investigación más amplia que meramente el estudio del campo de la Psicología de Sentido Común. Existe una postura de “teo-ría de la teoría” en la psicología de conceptos y una “teoría de la teoría” en la Inteligencia Artificial, por ejemplo. Los dos autores cuyos mode-los voy a mencionar en detalle en 2.4, por ejemplo, sostienen la teoría de que existen muchas teorías para muchos dominios de conocimientos de sentido común, no sólo para la psicología. Pero a los fines de los objetivos de este trabajo, a menos que indique lo contrario, siempre que me refiera a Teoría de la Teoría (así, con iniciales en mayúscula, como es su uso tradicional), haré referencia a la Psicología de Sentido Común.

El surgimiento de la Teoría de Teoría se dio a partir de las ideas de David Lewis (Lewis 1966, 1970, 1972), quien defendió un acercamien-to funcionalista a los términos mentales que utilizamos en nuestra vida cotidiana. Si bien este filósofo nunca se dedicó a explorar propiamente la Psicología de Sentido Común, sus ideas guiaron a otros en la suge-rencia de que nuestro acceso a las mentes de los demás y nuestra propia mente está mediado por la posesión de una teoría sobre la estructura y el funcionamiento de la mente humana y acerca de los distintos tipos de estados mentales y sus roles. Para Morton, con el fracaso del carte-sianismo (entre la década del 40 y el 50) y el colapso del conductismo (en los 60), el trabajo de Lewis trajo algo de esperanza para los estu-diosos y sentó las bases para que los teóricos de la teoría desarrollasen sus propuestas.

Sin embargo, no fue sino hasta la publicación del trabajo de Pre-mack y Woodruff mencionado en el capítulo anterior que el interés filosófico en investigar el proceso de adquisición de estas teorías se des-pertó. Para Carruthers y Smith, hasta ese momento simplemente se asumía que las habilidades se debían a algún tipo de enculturación (cfr. Carruthers y Smith 1996b, p. 1), pero sin prestar demasiada atención a eso. Eduardo Rabossi, por su parte, sostiene que otro elemento que

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preparó la escena filosófica para la aparición de la Teoría de la Teoría fue la postulación de un continuo entre la ciencia y el sentido común. Según el filósofo argentino, comenzó a pensarse en “una homogenei-dad estructural y cognoscitiva” por encima de las fuertes diferencias en objetivos y recursos de los dos dominios (cfr. Rabossi 2004).2

La producción de modelos basados en la Teoría de la Teoría para la Psicología de Sentido Común también fue impulsada por la disputa entre los defensores del conocimiento innato versus el conocimiento aprendido (para Carruthers y Smith, una reedición del viejo debate entre el racionalismo y el empirismo) y el surgimiento la Teoría de la Simulación a partir de los trabajos de Robert Gordon y Jane Heal en 1986. Frente a este competidor de fuste, los teóricos de la teoría tu-vieron que responder a los ataques demostrando por qué era la mejor opción disponible. Algo similar ocurrió con el desafío eliminativista planteado por Paul Churchland, que generó un intenso debate en la dé-cada del 80 en su intento por borrar a la Psicología del Sentido Común del mapa pero que tuvo como inesperado resultado el fortalecimiento de la teoría de la teoría.3

2.2.2 Motivaciones

Por encima de las diferencias que marcaré en las dos secciones siguien-tes, lo que tienen en común todos los teóricos de la teoría es que sostie-nen que la habilidad con la que contamos para atribuir estados menta-les a la hora de explicar y predecir acciones descansa en la posesión de una verdadera teoría de la mente. Los adultos normales contamos con un rico repertorio conceptual que utilizamos de manera constante y co-tidiana para explicar, predecir y describir nuestra propia conducta, la de los demás y, quizás, hasta de otras especies cercanas (cfr. Davies y Stone 1995 p. 1). Tener una “teoría de la mente” en este caso es contar con un cuerpo de información acerca de la cognición y la motivación que es aplicable a otros y a uno mismo. Dado ese cuerpo de generalizaciones,

2 Bajo esta visión, la explicación científica de los fenómenos empíricos es un refinamiento de la manera en que entendemos cotidianamente a nuestros pares (cfr. Rabossi 2004).

3 Analizaré esta objeción en 2.5.3.

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se pueden generar razonamientos en base a premisas acerca de lo que otro individuo cree o desea para poder alcanzar conclusiones sobre las acciones que realizó o que realizará.

A diferencia de otras posturas rivales, los teóricos de la teoría afir-man que tener un buen desempeño en el campo de la Psicología de Sentido Común implica estar en posesión, al menos, del concepto de creencia y del concepto de deseo y mostrar maestría en el uso de ambos. No basta con simplemente tener deseos y creencias, sino que es necesa-rio poseer esos conceptos y saber cómo utilizarlos. Si bien no todos los autores son claros al respecto, los modelos de Teoría de la Teoría van de la mano con una visión funcionalista de lo mental, tal como sugirió Lewis, por lo que es difícil estar en posesión del concepto de creencia sin contar, también, con un cuerpo más amplio de otros conceptos de estados mentales, ya que no es posible la definición individual de uno de esos conceptos sin hacer referencia al resto. Este cuerpo de conoci-mientos constituiría una suerte de teoría psicológica naïve.

Como bien señaló Diana Pérez, en los desarrollos sobre Teoría de la Teoría las semejanzas entre las teorías científicas y los conocimientos de Psicología de Sentido Común se dan en tres ámbitos: entre la cog-nición de todos los días de la mente (y la conducta) y el razonamien-to científico; entre una teoría de Psicología de Sentido Común y las teorías científicas y entre el cambio conceptual que llevan adelante los niños y el cambio de teorías que se produce en los ámbitos científicos (cfr. Pérez 2004).

Con respecto a la primera relación –el paralelo entre la manera en que comprendemos la conducta de los demás en términos mentalistas y el razonamiento científico– en el siguiente apartado mostraré cómo au-tores como Wellman sostienen que aprendemos a utilizar los conceptos de deseo y creencia para explicar y predecir la conducta mediante un proceso de prueba y error muy parecido al testeo de hipótesis que es característico de la práctica científica (cfr. Wellman 1992).

En cuanto a la segunda relación, la analogía entre la teoría de la Psicología de Sentido Común y las teorías científicas, me parece opor-tuno hacer algunas aclaraciones. Los paralelos que se trazan no impli-can necesariamente que las dos teorías sean idénticas o que mantengan semejanzas muy estrechas. Si bien el modelo de Gopnik y Meltzoff que voy a presentar hacia el final de este capítulo lleva la comparación hasta sus últimas consecuencias, ni siquiera ellos se arriesgan a afirmar que

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las personas organicemos nuestros conocimientos sobre Psicología de Sentido Común en forma de teorías científicas acabadas, ni que utilice-mos los mismos métodos que usan los científicos profesionales. La idea es, simplemente, que podemos encontrar en las teorías científicas (en su formulación, desarrollo y cambio) un buen modelo de cómo es que nuestra propia teoría de la mente funciona. Los alcances de este uso va-rían según cada autor, pero nunca las conclusiones son tan disparatadas como pueden parecer a primera vista.

En general, y salvo casos puntuales, la noción de “teoría” que se tiene en mente no es la misma que poseen los científicos de algún área sobre su tarea, sino más bien un grupo de conceptos, reglas y compro-misos ontológicos (por nombrar algunos posibles elementos) que están organizados de un modo determinado y que constituyen una fuente de explicación y predicción tal como sucede con la Física de Sentido Co-mún. De hecho, para muchos resulta atractivo realizar analogías entre este campo y la Psicología de Sentido Común (cfr. 1.2.1 y en especial la cita 2 de ese capítulo). En este caso, la teoría psicológica que les interesa a los adherentes de la Teoría de la Teoría sería tan flexible y vaga como la de la física que necesitamos en nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, no sabemos en detalle cómo es que se desliza una bola de pool sobre el paño de la mesa cuando la golpeamos ni cuáles son los principios que rigen su movimiento y, sin embargo, para poder jugar al pool nos basta saber que si le pegamos con el taco de una determinada manera podremos embocarla en el hoyo correspondiente o hacer que golpee otras bolas y embocarlas a todas.

La tercera fuente de analogía es la que establece entre el cambio conceptual que sufre la Psicología de Sentido Común de los niños a lo largo del desarrollo ontogenético y el cambio de teorías que se produce en el ámbito científico. Quizás sea en este punto donde la comparación entre teorías científicas y la teoría de la Psicología de Sentido Común pueda resultar más fructífera, porque es uno de los campos que más in-terés despierta en los psicólogos del desarrollo. Resulta intrigante cómo es que todos los niños pequeños normales, sin importar su educación o cultura, pueden interactuar socialmente de manera exitosa siendo aún muy chicos o cómo en culturas muy diferentes las distintas etapas del desarrollo se suceden casi sin diferencias, lo que indicaría que dominan en la misma franja de edad los mismos conceptos sofisticados –por ejemplo, el de creencia– con una maestría envidiable.

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El desarrollo de una teoría en un ámbito científico es el resultado de la acción conjunta de factores estructurales internos a la teoría y de fac-tores externos a ella. En estas teorías, siempre está abierta la posibilidad de que se produzca una evaluación de la teoría de acuerdo a las pruebas recogidas por la experiencia. En el caso de la Psicología de Sentido Común, se comprueba también una serie de cambios desde una versión más rudimentaria presente en niños pequeños, hasta su desarrollo com-pleto en adultos normales. Este proceso de maduración, que presenta diversas etapas intermedias, quizás pueda ser entendido a la luz de la manera en que se da la formación y cambio en las teorías científicas.

Y si bien la analogía resulta muy atractiva, también es muy peligro-sa. Como denuncia Pérez, es ingenuo proponer que el único ejemplo claro de cambio de representaciones abstractas con que contamos es el cambio de teorías científicas (cfr. Pérez 2004 p. 51). En el apartado 2.5.1 señalaré que los teóricos de la teoría suelen equivocarse al pen-sar que nociones como “teoría” o “cambio conceptual” tienen una única definición o al menos una que tenga un amplio consenso, o que exis-ten modelos ajenos a polémicas que expliquen el nacimiento, la vida y muerte de una teoría. En el campo de la Filosofía de las Ciencias este tipo de problemática está lejos de resolverse, y hasta me arriesgaría a sostener que en las condiciones actuales ya no tiene sentido ponerse a pensar qué es una teoría en general o por qué se produce (en general) un cambio de una teoría a otra. Las propuestas que se manejan están centradas, en los desarrollos actuales, en explicitaciones de teorías y de los cambios producidos en disciplinas específicas y en momentos his-tóricos puntuales. Uno de los problemas centrales de la Teoría de la Teoría, entonces, es que corre el riesgo de dar una respuesta a un pro-blema como el de la Psicología de Sentido Común trayendo a la mesa un nuevo problema, el de las teorías científicas.

De todos modos, y como acabo de señalar, el atractivo de la Teoría de la Teoría es innegable. Si a esto se le suma que esta concepción es compatible con el cognitivismo que actualmente rige a la Filosofía de la Mente y a las ciencias cognitivas en general y que sus bases ya estaban presentes en el trabajo de primatología de Premack y Woodruff, no es difícil adivinar por qué se mantuvo como la posición dominante duran-te casi veinte años.

Pensar campos de nuestro conocimiento –como la Psicología de Sentido Común, la Física de Sentido Común o la Biología de Sentido

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Común– como teorías permite dar una respuesta al interrogante acer-ca de cómo está organizado el conocimiento y cómo es que inferimos nuevos conocimientos a partir de los que ya tenemos. Si creemos que el cambio conceptual es un tipo de cambio teórico, esto podría echar luz sobre la manera en que debemos pensar y trabajar sobre la cognición y el desarrollo cognitivo humano.

Casi todos los teóricos de la teoría han señalado las ventajas de adoptar ese posición. George Botterill, por ejemplo, enumera cuatro tipos de atractivos para ser teórico de la teoría. Para él existen atracti-vos epistemológicos, asociados con el estatus epistémico de las teorías; atractivos semánticos, relacionados con una visión funcionalista, donde se pueden plantear definiciones implícitas para explicar el significado de los términos de estados mentales;4 atractivos del desarrollo, como lo que ya señalé: buscar en el cambio y reemplazo de teorías respuestas para el cambio y reemplazo de conceptos de Psicología de Sentido Co-mún de la niñez a la adultez; y atractivos relacionados con la explicación de los procesos cognitivos, en el sentido de que la existencia de un cuer-po de conocimiento teórico podría explicar cómo es que manejamos las habilidades de sentido común (cfr. Botterill 1996).

Sin embargo, el sólo hecho de pensar que una estructura similar a la de una teoría es atractiva para comprender a la Psicología de Sentido Común no basta como para pensar que tengamos buenas razones para pensar que realmente sea una teoría. Es necesario argumentar a favor de la analogía.

Proponer que estamos en posesión de una teoría permite explicar nuestras habilidades mentalistas cotidianas al establecer una relación entre la maestría de ciertos conceptos y la posesión de un cuerpo de co-nocimientos que incluya a esos conceptos. Algunos creen que el hecho de que seamos buenos haciendo algo nos puede llevar a pensar que esto se debe a que estemos haciendo uso de una serie de principios y reglas sobre ese dominio. Si ese es el caso de la Psicología de Sentido Común, entonces esa serie de principios y reglas pueden estar organizados en forma de una teoría. (cfr. Blackburn 1995, p. 275).

4 Como ya mencioné antes, aunque los investigadores no lo aclaran (quizás porque consideren que está sobreentendido), todos tienen una mirada funcionalista sobre los estados mentales, ya que parece que no se puede poseer, por ejemplo, el concepto de creencia sin contar con un cuerpo de otros conceptos, como deseos o pensamientos. Ese “cuerpo de conceptos” es la teoría psicológica que posee el individuo.

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Lo complicado aquí es poder presentar un modelo que equilibre dos posturas extremas: ni podemos tener un conjunto de principios, conceptos y reglas tan débil que haga trivial el concepto de teoría, ni podemos presentar una concepción de teoría tan fuerte que se vuel-va implausible de aplicar en este campo. La afirmación de que con lo que contamos en las prácticas de Psicología de Sentido Común es una teoría debe ser más interesante que simplemente pensar que es posible dar una descripción en términos teóricos de ella o que existe una repre-sentación teórica de la habilidad práctica (lo que la volvería superficial-mente teórica). Pero a la vez hay que evitar situarse en el otro extremo y presentar una noción de teoría demasiado fuerte, pues es imposible que nuestros conocimientos de psicología de sentido común sean una teoría científica hecha y derecha.

Tomemos el camino que tomemos, la estrategia a seguir parece ser presentar una buena caracterización de lo que una teoría es y demostrar por qué nuestra Psicología de Sentido Común cumple con los requisi-tos necesarios. Porque, después de todo, proponer que lo que hay es una “teoría” no sólo significa quedarse con el costado ventajoso, sino que involucra ciertos compromisos que no es seguro que todos los teóricos quieran adherir.

2.2.3 Distintas nociones de teoría

El gran problema de la Teoría de la Teoría es que intentando traer luz sobre el problema de la Psicología de Sentido Común utiliza una no-ción aún más problemática, la de teoría. ¿De qué nos sirve pensar que lo que subyace a nuestra manera de adscribir deseos y creencias es una teoría si no podemos saber exactamente a qué hacemos referencia con este término, ni se pueden conocer cuáles son sus características? Si, tal como mencioné al principio de este capítulo, el plan general de la Teo-ría de la Teoría es utilizar el concepto de “teoría” como una herramienta y no como una simple metáfora, es necesario determinar con precisión de qué es de lo que estamos hablando.

Rabossi, por ejemplo, se queja de que los defensores de Teoría de la Teoría emplean una noción brumosa de Psicología de Sentido Común (cfr. Rabossi 2004, p. 19). Para él no hay un objeto teórico serio, sino que se habla de cosas como “marco”, “marco estructurado”, “esquema

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conceptual”, “sistema”, “red de conceptos”, “marco de leyes generales” y “cuerpo de explicaciones y predicciones” para ocultar la falta de una consistencia conceptual. Es necesario hacer explícita la teoría de los conceptos que se emplea, justificarla, precisar la configuración de esta famosa “red de conceptos” a la que se alude e identificar con precisión el comportamiento cotidiano que se quiere privilegiar.

El lugar natural al que deberíamos acudir para buscar respuestas para esta cuestión es la Filosofía de la Ciencia, pero allí, tal como ya mencioné, el problema de la definición de lo que es una teoría no sólo está lejos de resolverse, sino que ya no parece interesar a los investi-gadores. En el panorama epistemológico actual no está en agenda la búsqueda de una definición única de teoría para todos los ámbitos científicos.

Quien intentó un acercamiento general a la noción de teoría que sea útil a la Psicología de Sentido Común fue Botteril. Con la in-tención de dar cuenta del posible estatus teórico de la información que subyace a nuestras relaciones cotidianas, este filósofo propuso reflexionar sobre sus puntos básicos e imprescindibles. Así, estableció cinco requisitos que, en su conjunto, cualquier cuerpo de conoci-mientos debe cumplir para ser considerado una teoría (cfr. Botterill 1996 p. 109).

En primer lugar, las teorías deben poder realizar predicciones y explicaciones sobre fenómenos de su campo. Más allá de las distintas definiciones que pueden darse de la Psicología de Sentido Común, lo cierto es que todos los autores creen que éstas son las dos funciones que debe cumplir, por lo que este requisito está satisfecho.

En segundo lugar, se supone que el apoyo a razonamientos con-trafácticos es un índice de estatus teórico en tanto es un criterio para distinguir entre principios verdaderamente legaliformes y las meras generalizaciones. Aquí también nuestra Psicología de Sentido Común parece cumplir con el requisito: si yo no creyera que voy a encontrar alfajores en el kiosko para calmar mi deseo de un alimento dulce, no hubiera cruzado la calle para ir a comprarlos.

Un tercer requisito, que podría ser criticado por algunos estudio-sos, es la apelación a entidades no observables. La idea detrás de este pedido es que las buenas teorías deben despegarse de generalizaciones del nivel macro para poder incluir entidades no observables. La apela-ción a estados mentales como deseos y creencias –entidades teóricas no

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observables– harían que la Psicología de Sentido Común cumpla sin problemas con este pedido.5

El cuarto pedido es que cuenten con un tipo de organización de la información que permita la definición implícita de conceptos. Creo que no habría problemas en plantear que ciertos conceptos de nuestra Psi-cología de Sentido Común se pueden definir a partir de las relaciones que mantienen entre sí en las teorías y por sus usos correctos.

Finalmente, el último rasgo que debe exhibir una teoría, y que Bo-terill considera como una marca necesaria, es que presente una econo-mía cognitiva a través de la integración de información en un número pequeño de principios generales. Unir muchas generalizaciones acerca de cosas que de otro modo no tendríamos razones de interconectar es una función importante de las teorías. La física newtoniana, por ejem-plo, une elementos disímiles como cuerpos que caen, el planeta Tierra, el resto los planetas, la trayectoria de los proyectiles y la marea en una misma teoría, gracias a su economía de principios. En los próximos apartados mostraré que esto está emparentado con los requisitos de abstracción y coherencia que proponen tanto Wellman como Gopnik y Meltzoff en sus modelos.

Así, queda claro que no es una tarea fácil delimitar exactamente cuál es el verdadero sentido en que se habla de teoría y que no se trata de un asunto menor, a pesar de que a veces la problemática recibe un trata-miento liviano. En los próximos apartados voy a presentar dos modelos distintos que representan enfoques diferentes pero paradigmáticos de Teoría de la Teoría. Ambas posturas asumieron este desafío y tomaron como estrategia definir, primero, cuáles son las características que van a admitir para la utilización del término “teoría” para luego demostrar que esas condiciones son satisfechas por su modelo de Psicología de Sentido Común.

Se trata de las propuestas de, por un lado, Henry Wellman y, por otro, Alison Gopnik y Andrew Meltzoff. Los tres son investigadores que propusieron sus primeros modelos en los comienzos del estudio de la Psicología de Sentido Común (el trabajo de Wellman está por

5 Fodor, de hecho, afirma que la Psicología de Sentido Común es una teoría profunda porque, al contrario de la Meteorología de Sentido Común, por ejemplo, apela a entidades no observables para cumplir con sus objetivos (cfr. Fodor 1986).

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cumplir veinte años) pero todavía están activos en el campo intelectual, publicando reseñas y artículos donde sostienen ideas bastante cercanas a las de sus primeras obras.

2.3 El modelo de Wellman

2.3.1 Introducción

Henry Wellman es uno de los defensores más acérrimos de una de las variantes ortodoxas, aunque moderada, de la Teoría de la Teoría. Las ideas que voy a presentar en esta sección se basan principalmente en su texto “The Child’s Theory of Mind” de 1992, al que le sumaré algunas contribuciones de trabajos posteriores en los que Wellman (en com-pañía de psicólogos del desarrollo como U. Frith o M. Bartsch) aportó nueva evidencia a favor de su teoría y, en algunos casos, modificó aspec-tos de sus planteos originales, aunque no de manera esencial.

El objetivo que se propone Wellman, como él aclara explícitamente, es poder dar “una caracterización del conocimiento de sentido común que tenga la forma de una teoría coherente” (cfr. Wellman 1992, p. 1). Él considera que comprender lo que una mente es y cuál es su funcio-namiento es importante tanto porque es central para poder alcanzar conocimientos más amplios como porque es fundamental para un buen desempeño en el mundo social. De hecho, en el modelo de Wellman el modo de entender qué es la mente (si un almacén de estados mentales o un artefacto procesador y productor de conceptos) es central para entendernos a nosotros mismos y a los demás. Así, los dos interro-gantes centrales que guían la obra de Wellman son cuándo y cómo el niño adquiere una Psicología de Sentido Común. Todos sus esfuerzos intelectuales, desde 1992 hasta la fecha, son esfuerzos por dar respuesta a estos problemas.

Frente al modelo que voy a presentar en el capítulo 4, que adop-ta una arquitectura modularista de la mente, Wellman sostiene que la experiencia es central y clave para que los niños puedan “afilar” su Psi-cología de Sentido Común y que el medio no es simplemente un dis-parador para estructuras innatas, sino que los seres humanos utilizamos mecanismos de dominio general para entender la mente de los demás. Las personas pasamos por una serie de instancias distintas en las que

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vamos modificando nuestra comprensión de la mente y de la conducta de acuerdo a lo que vivimos.

Para este autor es la experiencia la que provee al niño con infor-mación que eventualmente lo llevará a que revise y mejore la teoría que posee. De algún modo, el proceso de desarrollo de la teoría que subyace a nuestras prácticas cotidianas es parecido a la puesta a prueba de una hipótesis que realiza un científico en su práctica profesional: la experiencia crea un desequilibrio en la teoría y conduce a una nueva concepción de la teoría que vuelve a un estado de equilibrio.

2.3.2 ¿En qué sentido hablamos de “teoría”?

La estrategia que utiliza Wellman para defender su postura de que el cuerpo de conocimientos al que apelamos para predecir y explicar la conducta atribuyendo estados mentales es una teoría, es doble. Por un lado, señala tres criterios que toda teoría debe cumplir para ser consi-derada tal y luego demuestra que nuestra Psicología de Sentido Co-mún satisface todos esos requisitos. Por otro lado, realiza una distinción entre teorías de marco y teorías específicas y argumenta que, por su naturaleza, nuestros conocimientos de Psicología de Sentido Común constituyen una teoría de marco.

Con respecto a la caracterización de lo que es una teoría, Well-man reconoce que no existe un consenso al respecto en la Filosofía de la Ciencia, y que es un problema abierto y sin perspectivas de ser resuelto pronto (cfr. Wellman 1992, p. 16). A pesar de eso, menciona tres requisitos que nadie podría negar que constituyen condiciones sine qua non para hablar de una “teoría”. Estos tres rasgos conforman una especie de núcleo duro presente en cualquier teoría. Si la Psico-logía de Sentido Común demuestra poseer estos tres componentes, entonces, sin lugar a dudas, será una teoría.6 Los componentes son:

6 Wellman utiliza la siguiente imagen: Pensemos en que una teoría es un continuum de conocimientos que una persona posee. Este continuo cuenta con dos extremos. En uno de los extremos, se encuentran algunos conocimientos discretos y mínimos sobre ciertas entidades. Estos conocimientos están relacionados de algún modo laxo, aunque no tienen una interacción demasiado próxima. En el otro extremo, encontramos el conocimiento sofisticadamente organizado, con conceptos interrelacionados de múltiples formas, y donde cada

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coherencia, capacidad para hacer distinciones ontológicas y poder predictivo.7

Con respecto al primer rasgo, la coherencia se da entre los concep-tos y los términos puestos en juego en las teoría. Éstos se encuentran enlazados unos a otros, proveyéndose apoyo mutuo. Muchos creen que en las teorías maduras se vuelve imposible considerar aisladamente a un concepto, sin tener en cuenta a los otros elementos, pues su defini-ción y significado está en relación con el rol que juega en una red que incluye diferentes constructos y términos. Para algunos investigadores, por ejemplo, existen ciertos conceptos de los que sólo puede darse un significado de acuerdo al lugar que ocupan en la teoría.

La segunda característica es que las teorías deben poder realizar distinciones ontológicas. Esto es muy importante, porque las teorías descansan sobre distinciones ontológicas específicas y sobre compro-misos del mismo estilo. Lo que hacen las teorías, de algún modo, es señalar, directa o indirectamente, el tipo de cosas que son relevantes en un dominio o campo. Así, cuando en un campo teórico nos encontra-mos con posturas encontradas o rivales, eso es posible porque todos los estudiosos, no importa su bando, comparten al menos la concepción del objeto sobre el que versan.

Finalmente, las teorías deben poder proveer de un marco causal explicatorio que permita realizar predicciones sobre ese dominio, in-volucrando a las entidades y procesos con los que se encuentra ontoló-gicamente comprometidos.

En resumen, una teoría permite que quienes adhieran a ella pue-dan compartir una concepción básica del fenómeno del campo o de los fenómenos involucrados, entiendan cómo esos fenómenos son interde-pendientes y sepan qué cosas cuentan como una explicación relevante e informativa de los cambios y relaciones entre los distintos fenómenos.

A la luz de estos requisitos, tenemos que preguntarnos si nuestro conocimiento cotidiano sobre el funcionamiento de la mente en re-lación a la conducta es o no una teoría. Wellman cree que sí. Nuestro conocimiento del mundo mental (esto es, el dominio de fenómenos

concepto depende en gran medida de los otros para poder definirse. En este extremo encontramos con las teorías científicas maduras, aquellas que son fruto de mucha elaboración y que trabajan sobre un dominio específico.

7 Como se ve, estos rasgos están cubiertos por la propuesta de Botterill en el apartado 2.2.2.

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como las creencias, los deseos, las intenciones, etc.) conforma una teoría naïve, que por supuesto no es profesional ni se encuentra “desarrollada” en el sentido habitual en que las teorías científicas se desarrollan, pero que es una teoría de todos modos. Nuestra comprensión de la mente descansa en el uso de una serie de conocimientos que tenemos interna-lizados en la forma de generalizaciones y principios. Estos conocimien-tos están organizados como una teoría, ya que poseen los tres rasgos que acabo de mencionar.

El conjunto de conocimientos sobre la mente y su funcionamiento es coherente ya que se definen mutuamente. Por ejemplo, el uso co-rrecto de muchos conceptos que utilizamos los adultos para describir la actividad mental requieren la apelación a otros conceptos similares, demostrando una interacción profunda.8

Nuestra Psicología de Sentido Común, además, presenta una onto-logía organizada y compleja. La clave de esta ontología de la compren-sión de sentido común de la mente descansa, para Wellman, en una dis-tinción muy importante. Es la distinción ontológica entre, por un lado, entidades y procesos internos mentales y, por otro, objetos y eventos físicos. Resulta clave para poder manejar bien los conceptos mentalistas y poder entender la conducta de los demás, y también la propia, que los pensamientos, las creencias y los deseos son ontológicamente diferentes de las sillas, los helados y las golosinas.

Finalmente, la comprensión de la mente que tiene un adulto se realiza dentro de un marco conceptual que posibilita una explicación causal. Una concepción coherente de la mente es central a la explicación cotidiana y a la predicción de la conducta humana. En la Psicología de Sentido Co-mún explicamos nuestras acciones y la de los demás de una manera men-talista. Esto quiere decir que explicamos las acciones utilizando términos como deseos, creencias e intenciones, y es esto lo que nos permite darle un sentido a acciones y predecirlas, de una manera en que de otro modo nos sería imposible. De este modo, Wellman busca defender la idea de que es posible que el cuerpo de conocimientos sobre el que descansan nuestras habilidades de Psicología de Sentido Común es una teoría.

8 Para ejemplificar este requisito, Wellman menciona que cuando quiero describir un sueño que tuve me veo obligado a hacer referencia a pensamientos e imágenes mentales. Del mismo modo, si quiero definir un pensamiento particular, tendré que hacer mención a recuerdos, cosas de mi imaginación, fantasías, etc.

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Señalé más arriba que su estrategia al respecto es doble. La segunda parte de su argumentación consiste en tratar de elucidar qué tipo de teoría es. Su conclusión será que existe una clase de teorías, las teorías de marco, en las que nuestra Psicología de Sentido Común encaja perfectamente.

Para mostrar este punto señala que entiende “teoría” como un con-cepto “super ordenador” que contiene en sí dos variantes, las teorías de todos los días y las teorías científicas. Por su naturaleza, el conocimien-to humano en general se encuentra enmarcado dentro de esta primera categoría. Las teorías de todos los días no son idénticas en carácter y función a las teorías científicas, sino que el conocimiento humano se organiza de un modo que se vuelve “similar a una teoría” (theory like). Se trata de una noción que apunta simplemente a señalar algunas seme-janzas que son consideradas relevantes y lo suficientemente caracterís-ticas como para pensar en una suerte de espíritu teórico que la recorre.

Dentro de las teorías de todos los días, Wellman diferencia entre dos tipos de teorías, las teorías específicas y las teorías de marco. Las primeras son aquellas formulaciones científicas acerca de un conjunto de fenómenos bien delimitados, como el modelo de adquisición del tiempo verbal pasado de Rummelhart o la teoría de la permanencia de los objetos de Piaget.9 Las teorías de marco, en cambio, incluyen a tradiciones o campos teóricos más globales, como el conductismo o el conexionismo. En este sentido, estas teorías de marco se acercan a los paradigmas propuestos por Thomas Kuhn o los programas de investi-gación de Imre Lakatos.

Así, las teorías de marco inspiran, generan y enmarcan teorías es-pecíficas, que constituyen, articulan o instancian posiciones teóricas globales más teóricas. Esta distinción permite la división de tareas. Al generar los principios generales de la tradición filosófica, las teorías de marco permiten a las teorías específicas encargarse de los detalles. En palabras de Wellman, las teoría de marco proporcionan “el espacio para que las teorías específicas habiten” (Wellman 1992, p. 129). Las teorías de marco definen la ontología y los mecanismos causales básicos de sus teorías específicas, definen dominios y están al resguardo de compro-baciones empíricas y, en este sentido, no pueden ser “falsadas” por un experimento, al igual que como sucede con los paradigmas kuhneanos (cfr. Wellman 1992, p.126).

9 Los ejemplos son del mismo Wellman (Wellman 1992, p. 125).

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A la luz de esta exposición que realiza, queda claro que lo que pro-pone Wellman es remarcar que las teorías de todos los días son muy distintas a las teorías específicas y cómo sin embargo mantienen im-portantes puntos en común con las teoría de marco.

En 2.2.1 mencioné que fue Morton quien primero utilizó el tér-mino “teoría de la teoría” para hacer referencia al punto de vista de los que creen que el conocimiento naïve de la mente es una teoría. Lo que no aclaré es que para Morton esa postura era errada, principalmente porque ese conocimiento no funciona ni evoluciona tal como una teoría hace. No es el producto de los resultados de testeos empíricos ni de una teorización rigurosa, que para él son el sello de las teorías científicas. Él prefería el término “esquema” para hacer referencia al conocimiento de la mente (cfr. Morton 1980) y de hecho en trabajos posteriores radica-lizará su visión y directamente propondrá dejar de hablar de Psicología de Sentido Común por considerar que tal fenómeno simplemente no existe (cfr. Morton 2004, 2007, 8.2).

Wellman busca neutralizar esta crítica al distinguir entre “teorizar”y “teoría”. La formación y revisión de teorías de marco no requiere nece-sariamente formas de teorización científica. Para él es posible sostener que existen teorías que no son productos de un teorizar (cfr. Wellman 1992, p. 130). De hecho, ése es el caso de los niños, quienes cuentan con una teoría aun cuando no han teorizado nunca. No sólo no siguen los pasos científicos, sino que las teorías de los niños ni siquiera son testeadas, consideradas revisables ni confirmadas por la experiencia.10

El análisis de la argumentación de Wellman para defender la idea de que el cuerpo de conocimientos al que apelamos para predecir y explicar la conducta atribuyendo estados mentales es una teoría revela algunos problemas. Supongamos que aceptamos que sus tres rasgos propuestos bastan para considerar a un cuerpo de conocimiento como una teoría; que además adherimos a las razones que él presenta para proponer que el repertorio conceptual que utilizamos para explicar y predecir la conducta apelando a estados internos presenta estos ras-gos; y que por último también concedemos que este tipo de teoría es una “teoría de marco”. Siguiendo el razonamiento esgrimido por el psicólogo, entonces estaremos en condiciones de comulgar con él en

10 Como quedará más claro después, esto representa una diferencia muy grande con el modelo de Gopnik y Meltzoff.

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que los adultos normales están en posesión de una teoría de la mente en un sentido literal y que ésta está a la base de nuestra Psicología de Sentido Común.

Pero incluso aceptando todos estos presupuestos, Wellman toda-vía necesita justificar dos cosas. Primero, por qué tenemos que pensar que nuestras habilidades de Psicología de Sentido Común descansan en una teoría. Y segundo, cómo es el proceso por el que el adulto la adquiere. En el próximo apartado expondré cuáles son sus respuestas a estos interrogantes.

2.3.3 Etapas del desarrollo de la teoría que subyace a la Psicología de Sentido Común

Para Wellman, entonces, nuestras habilidades de Psicología de Senti-do Común se explican apelando a la posesión de una psicología naïve que subyace a nuestras prácticas sociales cotidianas. Esta psicología está formada por nociones que involucran un cuerpo coherente e interco-nectado de conceptos, que a su vez descansan en concepciones ontoló-gicas básicas, permitiéndole a esta teoría proveer de una manera expli-catoria-causal para el dominio del fenómeno de la conducta humana.

El modelo de Wellman se apoya en la descripción de tres etapas en el desarrollo de la teoría de la mente de un niño hacia la de un adulto.

A los dos años el niño cuenta con una psicología de deseos. Esto quiere decir que es una psicología que le permite la comprensión de los deseos. Esta incluye un concepción de deseos simples pero también de emociones sencillas –que para Wellman se pueden reducir a deseos– y experiencias perceptuales básicas. La concepción es simple y menta-lista, aunque no representacional. El niño entiende que las personas están subjetivamente conectadas con cosas en el sentido de tener la ex-periencia interna de querer o temer, por ejemplo, pero no comprenden que las personas representan mentalmente esas cosas (tanto de manera correcta como incorrecta).

Esta psicología de deseos no incluye el concepto de creencia. A di-ferencia de los deseos, la característica principal de las creencias es su carácter representacional. Para Wellman, en esta instancia, no existe ningún tipo de representación. Lo que requieren este tipo rudimenta-rio de deseos es la existencia de un estado interno dirigido a un estado

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externo, por ejemplo: “Quiero un helado”. En la psicología de deseos, los deseos simples pueden hacer que un sujeto realice acciones dirigi-das a un objetivo: “Quiero un helado, voy a comprar uno”, y propician que el sujeto tenga reacciones emocionales: felicidad o frustración, por ejemplo.11

A medida que el niño se acerca a los tres años, comienza a experi-mentar contradicciones entre sus experiencias y las explicaciones que puede darles. La psicología de deseos muestra así sus limitaciones. A partir de ello, se desarrolla paulatinamente una nueva psicología, que normalmente se alcanza a los tres años (cfr. Bartsch y Wellman 1995). Es entonces que se alcanza la psicología de deseos y creencias.12

Si bien los niños siguen explicando su propia conducta y la de los demás en términos de deseos y no de creencias, ya a esa edad comien-zan a hablar acerca de creencias y comprenden de manera sencilla que las creencias son representaciones que no siempre son consistentes con la realidad. Es ahí cuando comprendemos la mente humana gracias a la posesión de una teoría que, si bien no es igual a la de los adultos, posee muchos puntos en común.

Este cuerpo de conocimientos es una teoría, pues cumple con los tres requisitos propuestos por Wellman que mencioné en 2.3.2: los ni-ños de tres años saben distinguir ontológicamente entre las entidades físicas y las mentales;13 comprenden la noción causal-explicativa de una teoría de la mente (los niños comprenden que los estados mentales del

11 A favor de este idea, Wellman menciona un trabajo que realizó junto a Woolley, en el que analizó los resultados de un experimento donde niños tenían que realizar predicciones sobre las acciones y reacciones emocionales de un personaje. Niños de 24 meses fueron exitosos en entender la acción y las emociones de los personajes involucrados (cfr. Wellman & Wolley 1990).

Una segunda fuente de evidencia proviene del mismo lenguaje infantil. En una investigación de Bartsch y Wellman, se comprobó que los niños hacen referencia a deseos mucho más que a creencias (cfr. Bartsch & Wellman 1989).

12 Siguiendo el modelo de Wellman, otros investigadores propusieron estadios intermedios. Por ejemplo, y en este caso, entre la psicología del deseo y la psicología del deseo creencia, Bartsch plantea la existencia de una psicología intermedia “deseo, entonces, creencia”. El deseo sigue ocupando un lugar principal en las explicaciones del niño, pero va dando espacio a que las creencias expliquen cuando los deseos son insuficientes (cfr. Bartsch 1996).

13 Wellman condujo estudios donde se comprobó que los niños pueden distinguir entre una silla y el pensamiento de una silla (cfr. Wellman 1990 ).

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actor es lo que genera sus acciones) y al hacerlo despliegan una teoría de la mente que es prolija e interconectada, lo que sería una señal de coherencia.

Finalmente, cerca de los cuatro años, los niños comienzan a en-tender lo que la gente cree y piensa, además de lo que desea, y que eso afecta su conducta. También entienden que las otras personas pueden tener creencias diferentes de las propias. Para Wellman, es allí cuando adquieren una psicología de creencias y deseos. Entienden que tanto las creencias como los deseos determinan de manera conjunta la conducta.

Wellman explica este razonamiento con el Gráfico I (ver al final del trabajo), que explica la acción humana.14 El foco del razonamiento de creencias y deseos es la acción voluntaria. La Psicología de Sentido Co-mún asume que la acción conduce gran parte de la conducta humana, aunque no todo acto es intencional. Esto tiene que ver con la idea de que la acción, para ser explicada o predicha, tiene objetivos relevantes o una descripción basada en deseos y creencias. Y este sistema de expli-cación es considerado una “psicología” en tanto explica la “vida mental” de las personas (cfr. Wellman 1992 p. 101).

La primacía de “deseos” y “creencias” en el gráfico se debe a que Well-man cree que la predicción y explicación de las acciones humanas se hace en términos de “deseos, conocimiento, creencias, miedos, expectativas, du-das, etc.”, estados mentales que considera pueden ser reducidos a deseos y creencias. Para él, la Psicología de Sentido Común debe necesariamente apelar a esos dos componentes si lo que quiere es dar una explicación de la acción intencional. Se trata de una versión del silogismo práctico: para hacer algo intencionalmente es necesario tener el deseo de hacerlo y la creencia de que realizar esa acción será suficiente para lograrlo.15

El modelo de Wellman se completa con constructos más elabora-dos: los estados fisiológicos y las emociones básicas, por un lado, y las

14 Wellman se cuida de no utilizar el término “conducta”, porque para él sugiere que la explicación que se dé debe ser descripta en términos de respuestas patentes, y porque “conducta” incluye acciones inconscientes, como reflejos o reacciones como la fiebre. La idea es que la acción sea intencional.

15 Wellman afirma que la suya es una concepción “híbrida” de los deseos y las creencias, ya que los considera como con una parte interna y subjetiva y una parte externa y objetiva. Esta última hace referencia a un estado de cosas externo (“lloverá”) y la primera a uno interno (“él cree”, “él piensa”). (cfr. Wellman 1992, p. 102)

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percepciones por el otro. Mientras las emociones y los estados fisioló-gicos dan lugar a los deseos, las percepciones dan lugar a las creencias. Juntos, deseos y creencias originan la acción, la cual origina reaccio-nes (enojo, felicidad, decepción). Hay, entonces, dos tipos de acciones y reacciones: las dependientes de los deseos y aquellas dependientes de las creencias. Además de conducir a la acción, las creencias y deseos presentan una recursividad causal (las flechas circulares) que pueden provocar por sí mismas otras creencias y otros deseos.

Wellman reconoce que lo que presenta es un modelo simplificado, porque la psicología natural del niño es más compleja, pero basta para mostrar que en el desarrollo se produce un cambio conceptual desde la psicología de deseos-creencias de los niños hacia la psicología de creencias y deseos, que es la que despliegan los adultos. En este cambio conceptual convergen tres cambios evolutivos distintos.

El primero, y más importante, es que los niños abandonan la noción de mente que tienen por una que mantendrán en la adultez. Niños y adultos comprenden de una manera distinta qué es lo que es la mente, y esta diferencia resulta clave. Los niños piensan a la mente como el cúmulo de todos los pensamientos. Es una noción rudimentaria pero coherente, cuyo objeto primario de consideración teórica es la acción humana. De este modo se puede entender, por ejemplo, que una per-sona “tiene” creencias o “tiene” deseos. Los adultos, en cambio, tienen una noción de mente no tan estática sino más bien relacionada con la mente como procesador de información. Para el adulto la mente no es sólo el lugar donde depositar creencias, sino un mecanismo que percibe, construye e interpreta la información sobre el mundo y luego hipoteti-za, conjetura y razona sobre esta información.

El segundo cambio de desarrollo es sobre cómo se construye la in-tención. Como se ve en el Gráfico I las acciones son intencionales, pero sólo en el sentido de que son causadas por creencias y deseos. Las inten-ciones de las personas son las creencias directas y deseos que causan sus actos. En los adultos, como se verá en el próximo gráfico, la intención está refinada y tiene una existencia separada. Las personas parecen tener intenciones cristalizadas más que simple intenciones o propósitos.

Finalmente, recién en la madurez aparecen los rasgos de persona-lidad como una herramienta para entender a los demás. Estos rasgos sirven como una suerte de atajos inferenciales y pueden ser vistos como “paquetes” de factores de deseos y creencias. Señalan si alguien es avaro,

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creativo, impulsivo o romántico, por ejemplo. Estos rasgos de personali-dad son temporales y situacionalmente estables en adultos y resultan de gran ayuda. En los niños, sin embargo, estos rasgos no existen.

El modelo que propone Wellman para los adultos queda claro en el Gráfico II. La atribución de estados mentales que realiza el adulto para explicar o predecir la conducta es un proceso complejo que este gráfico no puede abarcar en su totalidad. Wellman reconoce que incluso este diagrama más sofisticado tampoco puede considerarse definitivo, pero que “cumple los modestos objetivos de ser plausible y útil”, ya que cap-tura la esencia de la estructura del entendimiento cotidiano acerca de la mente (cfr. Wellman 1992, p.107).

Como se puede apreciar, los núcleos centrales de la psicología del niño se mantienen, lo que señala que a pesar de las diferencias existen semejanzas entre la teoría que demuestran los niños y las que demues-tran los adultos. Se trata, entonces, de teorías distintas pero “conmen-surables” y no radicalmente distintas (cfr. Wellman 1992, p.120). Este esquema es, sin embargo, más sofisticado que el anterior en dos senti-dos. Por un lado, hay conceptos nucleares nuevos, como la intención o el pensamiento. Por otro lado, los enlaces entre los conceptos nucleares, que indican varias conexiones causales, son más en número y son eti-quetadas en términos de su carácter esencial. La comprensión de los constructos que aparecen en creencias es diferente a la de los adultos, en tanto éstos cuentan con un esquema disponible mucho más complejo y rico de objetos. Los niños, por el contrario, demuestran una teoría de la mente mucho más sencilla. Ambos, sin embargo, apelan a una teoría a la hora de entender conceptos mentalistas como creencias o deseos.

Bajo este esquema, la atribución de estados mentales se parece a una inferencia a la mejor explicación. Para Wellman los estados mentales no pueden ser simples generalizaciones empíricas, porque no existe un conjunto de actividades observables por sí mismas que se correlacionen consistentemente con estados mentales inferidos como para proponer que se trata de un mecanismo de estas características. No existen acciones que nos lleven inevitablemente a tener un deseo, ni estados instropectivos consistentes que nos lleven a la convicción de tener una creencia.

Pero si no son ni observaciones neutrales ni datos de la experiencia los que dictan la inferencia de estados mentales, ¿cómo podría descri-birse la adjudicación de estados mentales? Según el filósofo, se trataría de un proceso que incluye la observación y la experiencia, pero también

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ciertos “filtros conceptuales” que median entre las observaciones y la experiencia y el conocimiento de una mente. Estos filtros operarían como una lente teórica que organiza el conocimiento a partir de las ob-servaciones y experiencias (cfr. Wellman 1992, p. 95). Los estados men-tales que son inferidos deben operar de manera conjunta de muchas formas. “En nuestra vida cotidiana estamos involucrados en algo más constructivo que simplemente evaluar la frecuencia de varias conductas y estados y las correlaciones empíricas que se dan entre ellos. En nues-tra comprensión diaria, esta empresa constructiva incluye la atribución a nosotros mismos y a los demás de una variedad de construcciones psicológicas”, asegura Wellman, para completar que “asumimos que los estados psicológicos no observables constituyen el fundamento de las realidades de la descripción personal y que las conductas manifiestas sólo constituyen una apariencia pública” (cfr. Wellman 1992, p. 95).

La utilización de estos constructos –intenciones, emociones, ideas, habilidades, pensamientos, recuerdos…– es la mejor manera con la que contamos para traer claridad teórica a las situaciones con las que nos encontramos todos los días, que exhiben una variedad potencialmente infinita. Por ejemplo, muchas veces cuando nos preguntan sobre alguna persona en particular, no hacemos un recuento de sus acciones, sino que mencionamos aspectos que para Wellman se pueden reducir a estados psicológicos no observables.

De este modo, Wellman articula un modelo ambicioso, que intenta dar cuenta de la manera en que interactuamos socialmente tanto en nuestra niñez como cuando ya somos adultos. Quizás esta pretensión sea su aspecto más atractivo pero también una de las mayores debili-dades de su propuesta. En el final del capítulo realizaré una evaluación crítica de sus ideas, pero antes presentaré otra manera de ser teórico de la teoría, con una propuesta que lleva a la analogía entre la Psicología de Sentido Común y las teorías científicas hasta sus últimas consecuencias.

2.4 El modelo de Gopnik y Meltzoff

2.4.1 Introducción

En paralelo con los desarrollos de Wellman, varios autores trabajaron en maneras de entender a la Psicología de Sentido Común a partir de

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la lente de la Teoría de la Teoría, tomando diferentes caminos. En este apartado, me concentraré en un modelo que se opone a la formulación de estructuras innatas complejas, tales como las que presentaré en el capítulo 4, y que coloca a la experiencia y al lenguaje como fuentes de información sobre la estructura del mundo que son tomadas por el niño en su etapa de desarrollo. Para esta propuesta, el conocimiento utilizado para predecir y explicar la conducta no son simples generalizaciones, sino verdaderas teorías por derecho propio.

Muchas veces esta propuesta es identificada con la imagen del niño como un pequeño científico, y es defendida por dos autores que han contribuido mucho al estudio de la Psicología de Sentido Común: Ali-son Gopnik y Andrew Meltzoff. Para ellos la comprensión temprana de la mente que tienen incluso los niños pequeños ya depende del uso de una teoría. Además, sostienen que los cambios que atraviesa el sujeto a lo largo de su niñez guardan una íntima semejanza con los cambios que se van dando de una teoría científica a otra. Esta postura es tan radical que los autores llegan a plantear que los mecanismos de cambio y teorización que utilizan los niños son los mismos que utilizan, más tarde, los científicos.

Casi la totalidad de este aparatado está basado en Words, Thoughts and Theories, la obra que ambos autores editaron en 1997 y que dio pie a numerosos debates y polémicas por las ideas allí expuestas. Gopnik y Meltzoff son claros en su apuesta al plantear que el objetivo de esta obra es mostrar que “los procesos de desarrollo cognitivo de los niños son similares, o incluso idénticos, a los procesos de desarrollo cognitivos en científicos” (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 3). Si bien reconocen que la idea de que los niños literalmente construyen teorías suele ser recibida entre los científicos y filósofos con incredulidad, van a asumir el desafío de mostrar que el uso del término “teoría” en las descripciones que a veces se hace del conocimiento de todos los días no es una imagen más, sino el reflejo de que “las estructuras conceptuales de los niños, como la de los científicos, son teorías, y su desarrollo conceptual es de formación de teoría y cambio, y que su cambio semántico es depen-diente de una teoría” (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 11).

En este punto los autores se acercan a la postura de Wellman. Al igual que él, su estrategia será señalar cuáles son las principales caracte-rísticas comunes que exhiben las teorías científicas para luego demos-trar que los conocimientos que ponemos en juego en nuestra Psicología

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de Sentido Común las satisfacen. Para ellos, el conocimiento de sentido común que subyace a nuestras prácticas cotidianas en campos como la psicología, la física o la biología está estructurado en teorías, aunque llevan su postura un paso más allá que Wellman. De hecho, llegan a sugerir que quizás la mayor parte del conocimiento que tenemos en nuestras mentes esté organizado teóricamente.16

Este modelo suele ser identificado, con cierto desdén, con la imagen del niño como un pequeño científico. Ellos reconocen esta carga pero la invierten: para ellos el científico es un pequeño niño, y afirman: “la grandeza de los científicos podría provenir, literalmente, de su aniña-miento” (cfr. Gopnik 1996, p. 490).

2.4.2 ¿En qué sentido hablamos de “teoría”?

Al igual que Wellman, Gopnik y Meltzoff reconocen que no hay una manera de caracterizar lo que es una teoría científica que logre un con-senso unánime entre los investigadores y por eso deciden dar su propia versión para trabajar. En este caso, plantean un conjunto de característi-cas que deben darse y que pueden englobarse en tres conjuntos –rasgos estructurales, rasgos funcionales y rasgos dinámicos– que debe satisfa-cer cualquier conjunto de conocimientos que busque ser considerado una teoría. Por razones de espacio sólo voy a mencionar brevemente estas características, aunque me gustaría señalar que la estrategia de los autores es cargar las tintas sobre los ragos dinámicos, que es en donde ellos consideran que se articula el cambio de teorías.

Los rasgos estructurales-estáticos son cuatro. El primero es la abs-tracción, en el sentido de que las teorías se forman con un vocabu-lario que es diferente del vocabulario de la evidencia que apoya a la teoría. El segundo es la coherencia, los constructos teóricos no operan de manera independiente, sino que lo hacen juntos en sistemas con una estructura particular, con entidades interrelacionadas de manera cercana (que podría ser legaliforme). El tercer rasgo es la causalidad.

16 Gopnik y Meltzoff se cuidan de aclarar que no sostienen que el conocimiento de sentido común sea en su totalidad teórico, pero sí que gran parte de él lo es. Junto con estas teorías, contamos con “paquetes de informaciones” que toman la forma de generalizaciones o narraciones (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 174).

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En las teorías apelamos a alguna estructura subyacente que pensamos que es responsable por las regularidades superficiales en los datos. Las relaciones causales deben ser centrales en las teorías de dos maneras: en relaciones intrateóricas pero también en la relación entre la teoría y la evidencia. El último rasgo estructural tiene que ver con los compromi-sos ontológicos. Una teoría supone postular que hay una relación entre las entidades teóricas y las leyes que propone, por un lado, y el estado de cosas en el mundo por el otro. Las teorías no sólo hacen prediccio-nes, sino que también realizan afirmaciones contrafácticas. Si estamos comprometidos con una teoría, cualquier violación de las predicciones que realice nos sorprenderá. Esto diferencia a las teorías de otros tipos de conocimiento, como las meras generalizaciones.

El segundo tipo de característica de las teorías son los rasgos fun-cionales, es decir, aquello que la teoría debe poder hacer. Para Gopnik y Meltzoff, las teorías deben poder realizar: predicciones, ya que en contraste con las meras generalizaciones empíricas, las teorías producen predicciones verdaderas o falsas a partir de una gran variedad de evi-dencia; interpretaciones de la evidencia, porque una teoría no se limita a dar descripciones y tipologías, sino que establece qué será considerado evidencia importante o saliente; y explicaciones, porque la coherencia y abstracción de las teorías y sus atributos causales y sus compromisos lógicos les otorgan una fuerza explicativa que no tienen simples tipolo-gías o generalizaciones sobre datos.

Las teorías presentan, finalmente, rasgos dinámicos. Estos rasgos que plantean Gopnik y Meltzoff los diferencian de los acercamientos que mencioné tanto de Botterill como de Wellman, quienes no los con-sideran esenciales a la teoría. En este caso, en cambio, su postulación cumple la función estratégica de apuntar directamente a la meta de estos autores, establecer que la Psicología de Sentido Común guarda una íntima relación con las teorías científicas.

El primer rasgo dinámico es la revisabilidad de las teorías. Las teo-rías pueden ser inconsistentes con la nueva evidencia y esto es lo que lleva a que se produzcan cambios en ellas. Cualquier aspecto de la teo-ría, o la teoría misma, puede cambiar si entra en conflicto con algún aspecto del mundo que consideramos relevante.

Esto nos lleva al segundo rasgo: la importancia de la evidencia desfavorable. El cambio de teoría se produce por acumulación de he-chos que no pueden ser explicados por la teoría, aunque existe lugar

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para que entren en juego un número de diferentes procesos episte-mológicos.

El último rasgo dinámico está constituido por las fases por las que hay que atravesar en el cambio de una teoría por otra. Estas son: la negación de la evidencia desfavorable encontrada; la formulación de hipotésis auxiliares y ad hoc; la aparición de una respuesta alternativa que hasta ahora no había sido tenida en cuenta y, finalmente y luego de un largo período de experimentación, la adopción de una nueva teoría como la dominante.17

Si un cuerpo de conocimientos cumple con estos tres tipos de ras-gos, entonces se puede plantear que se está en posesión de una teoría. Para Gopnik y Meltzoff, no sólo las teorías científicas tradicionales cumplen con estos requisitos, sino que también las teorías que poseen adultos y niños sobre ciertos dominios del conocimiento de sentido común. Expondré esto en detalle en el siguiente apartado.

2.4.3 Los conocimientos de sentido común, la Psicología de Sentido Común y el lenguaje

El modelo que Gopnik y Meltzoff proponen para dar cuenta de la ma-nera en la que nos relacionamos cotidianamente como personas con mente depende de la existencia de tres dominios de sentido común no estrictamente psicológicos pero que están íntimamente relacionados con la manera en que entendemos a los demás. Se trata de habilidades que permiten que niños muy pequeños puedan interactuar exitosamen-te con el ambiente. Estos conocimientos se encuentran organizados en teorías que cumplen con los rasgos estructurales y funcionales recién mencionados, y que van cambiando a medida que crecen y se desarro-llan, siguiendo el camino planteado por los rasgos dinámicos.

El primer dominio es la Teoría de Aparición de Objetos. Esta teo-ría lo que permite es que los niños puedan entender, mediante juegos, lo que sucede cuando ciertos elementos son ocultados y luego descu-

17 Tal como resulta evidente, es notoria la deuda de esta caracterización con las ideas de Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas (Kuhn 1962), una influencia que Gopnik y Meltzoff de buen grado reconocen pero que no los lleva a hacer referencia a las bien conocidas y fuertes críticas que generó en el campo de la epistemología (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, pp. 39-40).

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biertos. Esto va de la mano con sostener que en una edad muy tem-prana los niños ya pueden comprender que tanto ellos como terceros perciben los mismos objetos de manera similar. Aquí también apare-cen conocimientos básicos acerca del movimiento de objetos, sus pro-piedades y las relaciones espaciales entre los observadores y los objetos. Para Gopnik y Meltzoff, esta teoría es un puente entre la Psicología de Sentido Común y la Física de Sentido Común (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, capítulo 4).

El segundo dominio es la Teoría de la Acción. En este caso, tam-bién aparecen conocimientos propios de la Física de Sentido Común en relación con los de la Psicología de Sentido Común, en tanto ver-san sobre cómo las acciones propias y de terceros pueden influir en el mundo físico y en otras personas qua objetos. Mediante esta teoría, los niños llegan a entender que los deseos y creencias pueden modificar la conducta de los agentes (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, capítulo 5).

Finalmente, la Teoría de los Tipos permite a los niño agrupar dis-tintos objetos de una misma categoría bajo una denominación común. Se trata de reconocer las similaridades que exhiben cosas diferentes sin que por eso se pierda la individualidad de cada uno. Es una suerte de tipología que desarrolla el niño a partir de la experiencia en el mundo pero que parece requerir la existencia de componentes no aprendidos, sino innatos (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, capítulo 6).

Para Gopnik y Meltzoff estos tres dominios ya están presentes en los primeros 36 meses de vida y son necesarios para el desarrollo completo de la teoría de Psicología de Sentido Común que se alcan-za cerca de los cuatro años. Para los autores, estos ámbitos son indu-dablemente teóricos incluso a esa temprana edad, lo que los enfrenta al desafío de dar cuenta de este logro sin apelar a un aprendizaje improbable en sujetos tan chicos. En un artículo anterior a Words, Thoughts and Theories, Gopnik postula que los niños deben contar con un conocimiento innato que se encuentra estructurado de manera similar a una teoría (Gopnik 1996). Allí no se desarrolla demasiado a qué es exactamente a lo que se refiere cuando habla de “innato”, pero parecería ser simplemente aquello que no es aprendido. En este trabajo, incluso, defiende la idea de que contamos con evidencia dis-ponible para afirmar que la imitación facial que se comprueba en niños de apenas 42 minutos de vida se alcanza gracias a la apelación de conocimientos estructurados de manera similar a una teoría y que

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son éstos los responsables de la acción.18 Según este modelo, enton-ces, ya desde el nacimiento contamos con cuerpos de conocimientos que satisfacen los requisitos estructurales y funcionales de una teoría.

Esto es lo que ellos llaman un “estado inicial innato”, la idea de que los niños nacen sabiendo teorías. Este innatismo de estado inicial es un punto intermedio entre la postura modularista que voy a presentar en el capítulo 4 y la simple formulación de generalizaciones. No es que al nacer contamos con todos los recursos necesarios para nuestra supervivencia social y que éstos simplemente deben ser despertados con el estímulo correcto, pero tampoco significa que estemos obligados a aprender todo lo que nos será útil. La idea de Gopnik y Meltzoff es que contamos con una teoría innata (no aprendida), constituida por ciertas representaciones primitivas y algunos mecanismos de propósito general que nos ayudan a formar nuevas teorías a partir de las ya existentes y de la evidencia disponible.

Quizás el aspecto que más interrogantes plantea en este modelo es cómo son los mecanismos de revisión de teorías y de reemplazos en el curso del desarrollo cognitivo de los niños. Lamentablemente, Gop-nik y Meltzoff reconocen en su libro que “no están en condiciones todavía de responder a esta cuestión” (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 129) pero se arriesgan a predecir que más allá de qué forma adopten estos mecanismos, deberán ser los mismos que se utilizan en los cam-bios de teorías científicas. Es una afirmación muy fuerte, porque para ellos los mecanismos que utilizamos en la niñez sólo siguen siendo explotados durante la adultez por aquellos que dediquen su vida a la ciencia. Es decir que los mecanismos de teorización de niños y cientí-ficos son los mismos. Estos mecanismos y habilidades cognitivas son una respuesta evolutiva con la que fuimos dotados y que la Naturaleza

18 Meltzoff y Moore condujeron un experimento donde descubrieron que niños de 42 minutos de vida tenían la habilidad de imitar gestos faciales como abrir la boca, sacar la lengua y fruncir los labios (cfr Meltzoff y Moore 1983). Junto con el artículo de Gopnik mencionado, en Words, Thoughts and Theories Gopnik y Meltzoff sostienen que esto es evidencia de que bebés cuentan con la habilidad para realizar representaciones abstractas de su cuerpo, en un sentido parecido al que a veces se habla de un esquema corporal, que permiten un mapeo de ciertas clases de observaciones conductales con ciertos tipos de percepciones. Por el momento en que esto se comprueba en el experimento, debemos asumir que es innato (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 129).

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preservó y que mucho más tarde conseguimos explotar con éxito a la hora de hacer ciencia.19

Otra nota especial de la teoría de Gopnik y Meltzoff es el papel que le adjudican al lenguaje en el desarrollo y cambio de teorías en la niñez. Para ellos los cambios que se registran en los tres dominios que mencioné están en íntima relación con cambios y adquisiciones del lenguaje rudimentario de los niños. Ya las primeras palabras de los niños codifican conceptos que reflejan cambios teóricos. Estas palabras contienen conceptos que en muchos casos son distintos a los conceptos codificados en el lenguaje adulto, pero que comienzan a ejercer una influencia mayor a medida que el niño crece.

Así, los descubrimientos conceptuales que realizan de los niños jue-gan un rol importante en la formación de su lenguaje temprano, pero también es modificado por el lenguaje de los adultos, ya que el input lingüístico estructura el cambio conceptual y el descubrimiento. Se tra-ta de una interacción bidireccional entre el desarrollo semántico y el desarrollo conceptual en los niños. Los significados tempranos de los niños son el producto conjunto de sus propios intereses cognitivos y de las estructuras cognitivas que desarrollaron ya los adultos.

A diferencia de Wellman, Gopnik y Meltzoff le dan una gran im-portancia al rol del lenguaje en el desarrollo cognitivo. Para ellos, los desarrollos específicos están íntimamente relacionados con el desarro-llo de la comprensión conceptual particular, y esa comprensión puede entenderse como una teoría. Las estructuras conceptuales de los niños ayudan a determinar los significados del lenguaje temprano. En el caso del adulto, el lenguaje es una fuente más de información, y una muy im-portante. El niño utiliza esa fuente de información en la construcción de las teorías. Mientras el niño infiere la estructura del mundo exterior, también desenreda el lenguaje mismo, y puede utilizar esas soluciones en un área como pistas para enfrentar otros problemas.

19 Gopnik y Meltzoff aseguran que la raza humana está haciendo ciencia de forma organizada desde hace sólo 500 años. Al éxito y avance conseguido en tan solo cinco siglos lo consideran un elemento a favor de sus ideas, porque está explotando un set de habilidades cognitivas que no ha evolucionado para la práctica científica, sino para el aprendizaje en niños (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 18).

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2.5 Evaluación de la Teoría de la Teoría

2.5.1 Tres obstáculos para la Teoría de la Teoría

Como ya señalé, durante más de veinte años la Teoría de la Teoría se mantuvo como el modelo que más atrajo a aquellos que intentaban dar cuenta de la Psicología de Sentido Común, relegando a sus competi-dores al rol de propuesta alternativa. Las razones de este predominio exceden al hecho de que el trabajo seminal de Woodruff y Premarck haya dado por supuesto, casi con ingenuidad filosófica, que lo que po-seían los chimpancés era una “teoría de la mente”. Lo cierto es que más allá de los problemas que señalaré en este apartado, los teóricos de la teoría lograron alcanzar una apuesta inteligente y global para entender la Psicología de Sentido Común que es coherente con el cognitivismo clásico y que puede dar cuenta de muchos fenómenos de nuestra mente

Al proponer que los conocimientos con los que contamos están or-ganizados en una teoría, este abordaje permite a los científicos explicar nuestras habilidades de sentido común estableciendo una relación entre la maestría de ciertos conceptos y la posesión de un cuerpo de cono-cimientos que incluya a esos conceptos. Esta relación que se establece busca explicar cómo es que ponemos en funcionamiento la información disponible sobre la mente, el mundo y los demás. La idea de que ciertos dominios de nuestros conocimientos (en este caso, nuestra psicología) se organizan como teorías, permite dar una explicación de cómo es or-ganizada la información, y cómo es que inferimos nuevos conocimien-tos a partir de lo que ya tenemos. Si creemos que el cambio conceptual es un tipo de cambio teórico, esto podría echar luz sobre la manera en que debemos pensar y trabajar sobre la cognición y el desarrollo cog-nitivo humano.

Mencioné que Botterill enumera cuatro ventajas de adoptar ese posición (cfr. 2.2.3). Para él existen atractivos epistemológicos, por el estatus epistémico elevado que tienen las teorías; atractivos semánti-cos, relacionados con una visión funcionalista; atractivos de desarrollo, utilizar el cambio y reemplazo de teorías como manera de entender el cambio y reemplazo de conceptos de Psicología de Sentido Común de la niñez a la adultez; y atractivos relacionados con la explicación de los procesos cognitivos, en el sentido de que la existencia de un cuerpo de conocimiento teórico podría explicar cómo es que manejamos las

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habilidades de Sentido Común. Todo esto gracias a que le adjudicamos al cuerpo de conocimiento que utilizamos para entender la mente –y predecir y explicar conductas– la estructuración de una teoría.

En cuanto al terreno de la evidencia empírica, la Teoría de la Teoría corre con mucha ventaja frente a sus competidores, sobre todo porque la gran mayoría de los experimentos sobre Psicología de Sentido Común en la década del 90 fueron llevadas a cabo por investigadores afines a este abordaje, y, por lo tanto, sus modelos se encuentran ampliamente sostenidos por evidencia empírica. Por supuesto, esto no indica por sí mismo nada concluyente, ya que toda evidencia debe ser interpretada en el marco de un modelo y –en muchas oportunidades– los mismos resultados son explicados de manera satisfactoria por teorías rivales.

Aún así, creo que por cantidad y diversidad, este enfoque rico en información corre con mucha más ventajas a la hora de proponer evi-dencia empírica. De todos modos, como señalaré sobre el final del capítulo 4, es muy difícil poder distinguir entre la evidencia a favor de la Teoría de la Teoría y la que se esgrime a favor del enfoque mo-dularista (cfr. 4.5).

A pesar de estos atractivos, la Teoría de la Teoría se enfrenta a gran-des obstáculos. Su inconveniente principal, irónicamente, se encuentra en su mismo seno. Pérez habla de una cierta ingenuidad de los psicólogos y de ciertos filósofos al considerar que hay un acuerdo en una definición de teoría y en cómo se da el cambio teórico (cfr. Pérez 2004). También resul-ta algo apresurada la asimilación de la distinción “teórico / observacional” a la distinción “mental / físico” que está a la base de muchas consideracio-nes de por qué nuestra Psicología de Sentido Común se organiza como una teoría científica (cfr. Pérez 1992).

Aun si aceptásemos que utilizar la noción de teoría representa un avance en la comprensión del fenómeno de la Psicología de Sentido Común (ya mencioné que “teoría” es un concepto no exento de discre-pancias en Filosofía de las Ciencias), su uso arroja sombras sobre tres cuestiones: cómo es que un niño pequeño puede manejar una teoría tan compleja, cómo es el pasaje de una teoría a otra y cómo se explica que el patrón de adquisición y elaboración de la teoría sea idéntica en (casi) todas las personas.

Aquellos que creen que el conocimiento de la Psicología de Sentido Común con el que cuenta el niño está estructurado como una teoría similar a la que utilizan los científicos, terminan adjudicándole al niño

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un dominio y una maestría de ciertos conceptos muy elaborada. En palabras de Alam Leslie, este tipo de Teoría de la Teoría “no sólo ve al niño como un teórico, sino como un teórico brillante” (cfr. Leslie y Roth 1993). El niño debe manejar los conceptos de las actitudes pro-posicionales, que son altamente sofisticados y lógicamente complejos, organizando todo en una teoría excepcional en su simplicidad, en su poder explicativo y en su complejidad lógica.

Esta crítica le calza perfectamente al modelo que expuse de Gopnik y Meltzoff, pero también al de Wellman quien, si bien no lleva la analo-gía con la ciencia profesional tan lejos como los primeros, comparte con ellos la postulación de la actividad teórica del niño como un elemento central en su planteo.

Encuentro esta crítica muy apropiada. Resulta singularmente extra-ño que los niños sean tan buenos psicólogos y físicos (si vamos a aceptar que la Psicología de Sentido Común y la Físca de Sentido Común son dominios de conocimiento que se construyen y cambian a la luz de las teorías científicas) pero a la vez tan malos en otros campos donde tam-bién podrían mostrar buen desempeño teórico. Esto podría explicarse, quizás, si se postula que hay áreas del desarrollo del niño que reciben cierta “ayuda”, con procesos específicos y no generales. Como señalaré en el capítulo 4, hacia allí apuntan los defensores del modularismo en este área, aunque su solución los enfrenta con otros problemas.

Otro elemento problemático de esta postura es la manera en que se realiza el cambio de diferentes teorías a lo largo del desarrollo. Tanto Wellman como Gopnik y Meltzoff plantean estadios intermedios que van desde el nacimiento del niño hasta la posesión de una teoría de la mente adulta. El problema radica, justamente, en cómo es que se da ese cambio.

Wellman mismo reconoce que se trata de una dificultad que él no pudo resolver. El obstáculo en su texto afirma, por un lado, que las teo-rías de la mente cambian “sustancialmente” y “cualitativamente” pero, por el otro, sostiene que las teorías entre sí son “conmensurables” y “re-conocibles” (cfr. Wellman 1992).20 La teoría de la mente de un niño de tres años, por ejemplo, es conmensurable con la nuestra. De hecho, en-tendemos lo que los niños dicen y piensan, aunque nos cueste un poco

20 Las imágenes que usa este autor son que las teorías “se desarrollan desde” o “florecen” de teorías previas (cfr. Wellman 1992, p. 317).

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de trabajo. Y los niños también utilizan conceptos de adultos, aunque con problemas.21

Sin embargo, plantear un “cambio cualitativo” que es a la vez con-mensurable con el resto de los estadios es una idea tan atractiva como difícil de sostener, por lo que se impone una explicación clara que este psicólogo no presenta. Wellman asume que no tiene muy en claro estos procesos y que no puede dar cuenta de ellos de una manera específi-ca y completa. En los trabajos posteriores al texto que utilicé de guía para exponer su modelo no encontré una propuesta sobre este asunto. Todo lo que él afirma al respecto es que los procesos que acompañan y producen los cambios de teoría en la historia de las ciencias deben ser guías para entender cómo es el cambio interno en nuestra mente (cfr. Wellman 1992, p. 318). Una vez más, una comparación que no sirve para traer demasiada luz.

Gopnik y Meltzoff también mencionan el parentesco con el cambio teórico –de manera más apegada y radical que Wellman, para decirlo de algún modo– y consencuentemente su propuesta de cambio de teoría también es compleja y poco clara. Según postulan, en este proceso es necesario poner en marcha un razonamiento meta-teórico. En el caso de la ciencia, cuando un científico profesional se encuentra con eviden-cia desfavorable a la teoría que defiende, analiza la evidencia, controla la teoría y busca alternativas, primero, que salven a su teoría, y luego que puedan explicar de manera nueva esa evidencia.

Me parece bastante evidente que es improbable que los niños pe-queños cuenten con la sofisticación conceptual necesaria como para realizar esos pasos. Cumplir con los requisitos que se les impone a estos autores a partir de su compromiso con el parentesco con la ciencia im-plicaría, al menos, tener conciencia de que tienen una teoría, de que es confrontada con la nueva evidencia y de que esa teoría puede ser (y de hecho resulta ser) falsa.

Esta crítica no es menor, porque en el programa de Gopnik y Melt-zoff un punto crucial es la postulación de teorías falsables. Esta con-dición de las teorías es imprescindible para entender el desarrollo de la Psicología de Sentido Común de los niños. Para ellos no es nece-

21 Para Wellman esto también acerca a la Psicología de Sentido Común a la ciencias tradicionales, pues no hay ejemplo de inconmensurabilidad en la historia de la ciencia (cfr. Wellman 1992).

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saria la simple acumulación de hechos de desarrollo externos. En vez de explicar el cambio teórico, la Teoría de la Teoría nos da una manera de entender el cambio conceptual de un modo bastante rígido. Hasta podemos hacer predicciones acerca de las causas y consecuencias del cambio en la niñez y en la ciencia (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 222).

Finalmente, el estadio final al que arriban todos los niños es sor-prendentemente igual entre individuos. No sólo la teoría madura del adulto es idéntica en todos los sujetos normales, sino que los estadios intermedios también lo son. Al parecer, se mantienen los rasgos entre los seres humanos, más alla del medio y la cultura donde se desarrollan. Si partimos del hecho de que los adultos parecen estar en posesión de una misma teoría psicológica, esto conducirá, inevitablemente, a inves-tigar cómo se adquiere, lo que llevará a investigar a los niños. Para al-gunos, este camino desemboca en la postulación de estructuras innatas complejas, tal como sostienen los teóricos de la modularidad.

Lo cierto es que parece altamente improbable que si, en una situación hipotética, pudiéramos darle a un conjunto de científicos –un conjunto muy, pero muy grande de científicos– las mismas herramientas, la misma teoría inicial y los mismos materiales para que se pusieran a trabajar, todos llegaran a la misma teoría final. No sólo eso, sino que parece además impo-sible que lo hagan siguiendo un mecanismo más o menos idéntico.

Gopnik y Meltzoff, con su postura de un innatismo de estado ini-cial, podrían llegar a evitar esta crítica, aunque yo creo que se verían obligados a aceptar más componentes no aprendidos que simplemente una teoría primitiva. Wellman, en cambio, debe enfrentar esta objeción y darle una buena respuesta, pues en el pasaje por los diferentes estadios de su teoría apela a la sola actividad del niño enfrentado a su ambiente. Sin embargo los tres autores deberían argumentar, con buenas razo-nes, que los mecanismos de adquisición de la teoría de Psicología de Sentido Común son generales y no específicos, tal como defienden los defensores del modularismo en este campo (cfr. 4.2.2.).

2.5.2 Evidencia empírica adversa a la Teoría de la Teoría

Además de estos tres inconvenientes relacionados con problemas inter-nos al modelo propuesto, la Teoría de la Teoría se enfrenta a un extenso cuerpo de evidencia empírica del que en principio no podría dar cuenta.

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Se trata de versiones modificadas del test de la creencia falsa que son superadas por niños de edades mucho menores de las tradicionalmente sugeridas.

Para los teóricos de la teoría, la mala performance de sujetos nor-males menores de cuatro años en los tests de falsa creencia del estilo Sally y Anne (cfr. 1.2.3) se debe a que todavía no entienden ni pue-den manipular ciertos conceptos mentales (en especial, el concepto de creencia). Recién consiguen ser exitosos cuando atraviesan cambios en las teorías que subyacen a la Psicología de Sentido Común. Lo que necesitan estos sujetos es poder acceder a una concepción representa-cional del concepto de creencia, que les da la herramienta para entender que otras mentes pueden tener una representación del mundo diferente al estado actual de cosas. Para Gopnik y Meltzoff, por ejemplo, los ni-ños de tres años poseen un concepto de creencia en el que no hay lugar para una representación errónea. Perner, por ejemplo, asegura que “los niños pequeños fallan al entender creencias porque tienen dificultades para entender que algo representa, esto eso, no pueden representar que algo es una representación” (Perner 1991, p. 186, cursivas del original).

Sin embargo, muchos filósofos y psicólogos del desarrollo sostienen que las fallas en las versiones tradicionales del test de la falsa creencia se pueden comprender a la luz de problemas en las funciones ejecutivas o en el procesamiento de la información y no por un déficit conceptual. Son numerosas las modificaciones para conseguir pruebas más sencillas en las que están minimizados los requerimientos de memoria (cfr. Mit-chell & Lacohee 1991), atención y detección de rasgos salientes (cfr. Zaitchik 1991; Saltmarsh, Mitchell & Robinson 1995) y procesamien-to de la información (cfr. Frye, Zelazo & Palfai 1995; Carlson, Moses & Hix 1998; Carlson & Moses 2001) entre otras funciones.

Gracias a estos cambios, niños de 3 años pueden superar el test de falsa creencia. Irónicamente, parte de esta evidencia proviene de inves-tigaciones de Wellman, quien junto a Bartsch llevó adelante diferentes experimentos en los que sujetos de esta edad lograban ser exitosos en versiones modificadas del test (cfr. Bartsch & Wellman 1988; Bartsch & Wellmann 1995, Wellman et al. 2001).

El uso de metodologías que no requieren un reporte verbal permitió a otros autores sostener que incluso bebés más chicos esperaban que un personaje engañado por la ubicación de un elemento lo buscara en el lugar en el que creía estar y no en donde efectivamente estaba. El 80%

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de los niños de entre 25 y 38 meses investigados por Clements y Per-ner, por ejemplo, miraban correctamente hacia donde el personaje de la historia buscaría equivocado un objeto (cfr. Clements & Perner 1994). Más radicales fueron los resultados obtenidos por Onishi y Baillargeon, cuya versión modificada del test de la falsa creencia –también basada en el análisis en el tiempo y la dirección de la mirada de los sujetos– arrojó que incluso bebés de 15 meses parecen poder predecir la conducta de sujetos que tienen creencias erradas (cfr. Onishi y Baillargeon 2005).

Estos resultados obtenidos en el campo empírico presentan un obs-táculo difícil para la Teoría de la Teoría, porque la hipótesis de que es un déficit conceptual lo que explica la falla de los niños en los tests de falsa creencia sucumbe ante la evidencia de que a una edad mucho más temprana pueden entender este concepto. Además, esto arroja sombras sobre el modelo de aprendizaje de dominio general. Tal como marca Goldman, incluso si Gopnik y Meltzoff están en lo correcto al postular que un aprendizaje causal es una capacidad general de la mente huma-na (y de la mente del niño en particular), no hay evidencia de que esta capacidad sea lo que permite la adquisición de habilidades mentales en particular. Los sujetos no parecen contar con los elementos suficientes como para articular las complejas teorías necesarias en el campo mental (cfr. Goldman 2006, p. 93).

2.5.3 El desafío eliminativista

Más allá de estos tres problemas que acabo de mencionar, durante casi una década la Teoría de la Teoría debió enfrentarse con otro contrin-cante de peso. Se trata de una inesperada consecuencia de plantear que nuestro conocimiento sobre el funcionamiento de la mente y su rela-ción con la conducta estaba estructurado como una teoría, y su princi-pal impulsor fue Paul Churchland.

Este filósofo presentó a comienzos de los 80 lo que denominó el materialismo eliminativo. Según sus propias palabras, es “la tesis de que nuestra concepción común de los fenómenos psicológicos cons-tituye una teoría radicalmente falsa, una teoría tan fundamentalmente defectuosa que tanto los principios como la ontología de esta teoría fi-nalmente serán desplazados, en lugar de reducidos, por la neurociencia completa” (Churchland 1981, p. 1). Churchland considera que el cuer-

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po de conceptos con los que se comprenden, explican y manipulan los fenómenos psicológicos constituye una teoría, pero que es radicalmente falsa y debe considerarse seriamente la posibilidad de que “su ontología sea sólo una ilusión” (Churchland 1996, p. 49).

Según esta posición, la Psicología de Sentido Común es una teoría empírica tal como cualquier otra teoría científica y, por lo tanto, debe cumplir con al menos tres requisitos. En primer término, debe poder explicar todos los fenómenos bajo su dominio de manera convincente. En segundo lugar, tiene que postular programas de investigación “pro-gresistas”, en el sentido de que sus desarrollos deben tener la posibilidad efectiva de un crecimiento y ampliación en el futuro. Finalmente, debe ser una teoría coherente y continua con otras teorías bien establecidas en dominios relacionados y cercanos, como las neurociencias, la teoría de la evolución y la biología.

Sin embargo, para Churchland la Psicología de Sentido Común no cumple con ninguno de estos requisitos. En primer término, deja sin explicación fenómenos como las funciones del sueño, las operaciones psicológicas automáticas y las ilusiones perceptuales. A la vez, en sus explicaciones y predicciones excede su propio campo, lo que indicaría que no puede dar cuenta de la estructura profunda que subyace a lo mental, sino simplemente a algunos aspectos superficiales. Con respec-to al segundo requisito, Churchland señala que no existieron avances o mejoras en la Psicología de Sentido Común en los últimos veinticinco siglos. Se trata de un campo que quedó estancado a pesar de la canti-dad de anomalías y dificultades que presenta. Además, sus categorías, a primera vista, resultan muy difíciles de ser reducidas a las categorías de una teoría física (cfr. Churchland 1996, p. 51). Por último, y con respecto al tercer requisito, por esta misma naturaleza de sus categorías parece difícil insertar a la Psicología de Sentido Común en el continuo de descripciones del hombre desde un punto de vista natural que de-berían dar en conjunto la química orgánica, la teoría de la evolución, la biología, la fisiología y las neurociencias (cfr. Brunsteins 2010, p. 52).

Al no poder dar cuenta de estos tres puntos, Churchland concluye que la Psicología de Sentido Común tiene que ser eliminada. Al igual que ya nadie sostiene que exista el flogisto o algunos de los elementos postulados por la alquimia, en algún momento dejaremos de hablar de deseos, creencias y otros estados mentales por ser parte de una ontolo-

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gía errada.22 “La Psicología de Sentido Común no es nada más ni nada menos que una teoría culturalmente protegida acerca de cómo nosotros y los animales superiores funcionamos. No tiene rasgos esenciales que la hagan empíricamente invulnerable, funciones únicas que la hagan irremplazable ni condiciones especiales de ninguna clase”, sentencia (Churchland 1991, p. 52).

Alguien que retomó algunas de estas consideraciones y las reformu-ló en términos conexionistas fue Stephen Stich. Para él, la Psicología de Sentido Común está constituida por una “amplia red de principios tácitos, lugares comunes y paradigmas” (cfr. Stich 1983, p. 5) cuya onto-logía demostró ser errada y debe ser reemplazada. Su apuesta es que sea un modelo conexionista el que ocupe su papel. “Si resulta correcta cierta familia de hipótesis conexionistas, entonces será un paso revolucionario en apoyo al eliminativismo y el conexionismo se extenderá más allá de los límites de la ciencia cognitiva porque habrá que reorientar el modo en que pensamos acerca de nosotros mismos” (Stich 1996, p. 91).

A diferencia de lo planteado por Churchland, en este caso Stich no carga las tintas sobre el carácter teórico de la Psicología de Sentido Común, sino que basta con creer que los conocimientos involucrados están en una suerte de red de conceptos –en la cual cada uno no puede ser identificado con algún concepto científico– para sostener que se trata de una concepción defectuosa. La ontología de una Psicología Científica, entonces, no debe recoger los conceptos que cotidianamente usamos –como “creencia” o “deseo”– tal como la Astronomía Científica no recoge de la Astronomía de Sentido Común la idea de que el mundo está quieto.

Tanto Churchland como Stich, entonces, rechazan la posibilidad de que sea posible realizar una reducción de los conceptos psicológicos involucrados en una Psicología de Sentido Común a la teoría de la Psicología Científica.

Si bien nunca gozaron de mucha popularidad en la Teoría de la Mente, las ideas eliminativistas sí tomaron el centro de la escena de las discusiones sobre Psicología de Sentido Común en la década del

22 Como bien señala Pérez, Churchland concentra sus críticas a la Psicología de Sentido Común con respecto a las actitudes proposicionales, a las que considera sus elementos principales, dejando de lado otros estados mentales como emociones y sensaciones (Cfr. Pérez m.s.)

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80. Más allá de los objetivos que perseguía Churchland, su planteo en-frentó a los teóricos de la teoría con las dificultades de considerar que la Psicología de Sentido Común tenía un parentesco relevante y funda-mental con una teoría científica.

Tal como señala Brunsteins, hay varias opciones frente a la posi-bilidad de pensar que la Psicología de Sentido Común es una teoría científica (cfr. Brunsteins 2010, pp. 61-63). Si se cree que efectiva-mente constituye una teoría científica, hay que hacer coincidir sus objetivos con los de una Psicología Científica. En ese caso, hay dos caminos. O seguir el consejo de Churchland y eliminar a esta teoría defectuosa y problemática o acompañar a Fodor en su idea de que la Psicología de Sentido Común es una herramienta necesaria para la Psicología Científica.

Si, en cambio, se niega que la Psicología de Sentido Común es una teoría científica, las razones para esta decisión deberían ser o bien por-que no coinciden en sus objetivos o porque hay limitaciones empíricas que impiden esta equiparación. Por ejemplo, tanto González como Ra-bossi, con diferentes enfoques, proponen entender a la Psicología de Sentido Común ya sea como “un sistema de convicciones que enmar-can las interrelaciones humanas y las hacen posible” (González 1991, p. 260) o como “convicciones básicas generales, convicciones básicas de dominio, creencias y opiniones” (cfr. Rabossi 1979, 2000, 2004).

Finalizadas las discusiones alrededor del “desafío eliminativista” al terminar la década del 80, el balance que se puede hacer de las nume-rosas publicaciones que generó es que más allá de la poca adhesión que obtuvo esta posición, sirvió para abroquelar a los teóricos de la teoría ante este ataque que amenazó con ser letal. Frente a formulaciones más livianas o naïves, el eliminativismo obligó a los teóricos de la teoría a ser más cautos y finos a la hora de sostener un status teórico para la Psicología de Sentido Común, con precisiones y límites que no habían sido tenidos en cuenta antes.23

23 Brunsteins señala lo mismo: “el materialismo eliminativista, lejos de anular la psicología popular, la ha reforzado en varios sentidos. La polémica que instaló no fue en vano ya que sirvió, no para dejarla a un lado, sino para intentar modificar los defectos que posse, refinarla, efectuar precisiones y reconsideraciones y reestructurar alguna de las cuestiones que plantea a partir de diversos enfoques, y en este sentido mantenerla con la función primigenia aceptada sin ser eliminada” (Brunsteins 2010, p. 74).

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Así, resulta irónico que Churchland haya contribuido, al fin de cuentas, al fortalecimiento de la Teoría de la Teoría. Visto en perspec-tiva, no fue el eliminativismo el principal adversario de esta posición, sino la Teoría de la Simulación.

2.5.4 Mi evaluación de la Teoría de la Teoría

Expuestas y analizadas las críticas de las que fue objeto a lo largo del tiempo, quisiera cerrar este capítulo con mi propia evaluación de la Teoría de la Teoría. El objetivo de este trabajo es poder acercame a mi propio modelo sobre Psicología de Sentido Común, tratando de lograr un abordaje que supere a las propuestas tradicionales. En esta senda, creo que existen algunos elementos que pueden rescatarse de la Teoría de la Teoría, aunque con esta posición tengo más diferencias que acuerdos.

En primer lugar, me gustaría señalar cómo detrás del atractivo que puede tener a primera vista la noción de teoría se esconden una serie de inconvenientes y confusiones que impone, replantear si es útil recurrir a este concepto. Si bien puede ser intuitivo aceptar que las informaciones con las que contamos para entender a los demás están organizadas tal como lo hacen los elementos en una teoría, cuando se intenta elaborar un modelo concreto a partir de esta idea se multiplican los problemas. Ésta es, según mi visión, la razón por la cual ni Wellman ni Gopnik y Meltzoff consiguen dar cuenta de la Psicología de Sentido Común de un modo que guarde fidelidad con el fenómeno tal como lo vivimos a diario. Inevitablemente los autores terminan entrampados en los inconvenientes de utilizar un concepto que no tiene una definición clara y que tampoco ofrece una guía para plantear un programa de investigación. No sabemos qué tienen de característico las teorías científicas y mucho menos por qué llamamos teoría a dominios de conocimiento de sentido común. Quizás simplemente se trate de una etiqueta que no requiere para su aplicación condiciones rigurosas y que por eso es utilizada de manera tan libre. Sin embargo, si se quiere sacar provecho heurístico de esta noción hay que alcanzar una definición válida. La moraleja de los grandes esfuerzos que hacen estos autores en sus obras puede llegar a ser que no hay nada real-mente interesante en la noción de teoría que pueda ser aplicado de mane-ra productiva en este campo. Si se considera seriamente esta posibilidad,

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los absurdos a los que conduce el desafío eliminativista pueden ser rein-terpretados como el corolario de sostener hasta las últimas consecuencias la existencia de una estructura teórica como las que utilizan los científicos en la Psicología de Sentido Común.

Al abandonar la pretensión de que la manera en que utilizamos la Psicología de Sentido Común deba presentar un parentesco relevante con una teoría, quedará expuesto lo endeble que es la propuesta de Gopnik y Meltzoff, quienes ofrecen una descripción del desarrollo de la capacidad mentalista del niño que es difícil de sostener, que la evi-dencia disponible no apoya y que implica adjudicar una capacidad de razonamiento muy poderosa a una corta edad. Los inconvenientes de Wellman para dar cuenta de cómo se da el cambio entre teorías en el desarrollo de los sujetos también es un lastre que puede abandonarse al dejar de lado la pretensión de la Teoría de la Teoría. De hecho, este autor realizó interesantes investigaciones acerca de interacciones entre bebés y adultos que son interpretadas con dificultad desde su modelo pero que abren la puerta a nuevas maneras de comprender la Psicolo-gía de Sentido Común. En la segunda parte de este trabajo presentaré propuestas que toman los resultados de sus experimentos y los analizan desde una óptica completamente novedosa.

Con respecto a la evidencia empírica, también tengo mis reparos. Como voy a sostener una definición de Psicología de Sentido Común que es diferente en aspectos relevantes a la que sostiene la Teoría de la Teoría (cfr. 9.2), algunas de los experimentos realizados ya no son per-tinentes para mi propuesta. De todos modos, el test de la falsa creencia presenta las suficientes dificultades (cfr. 2.5.2 y 8.5.1) como para im-pedir que sus resultados sean aceptados sin una previa y profunda dis-cusión. Además, y tal como desarrollaré en 4.5.1, no creo que se hayan llevado a cabo los experimentos cruciales que puedan decidir si alguna de las propuestas vistas es preferible frente a un modelo modularista.

Si, entonces, se me concede que bajo mi punto de vista el problema de la Teoría de la Teoría es justamente el intento por dar cuenta de la Psi-cología de Sentido Común utilizando la noción de teoría, poco queda de interesante para rescatar. Y si se intenta comprender las contribuciones de Wellman o de Gopnik y Meltzoff apelando a una noción más liviana o de-flacionada de teoría, se desdibujaría la propuesta y dejaría de ser interesante.

De todos modos, no creo que haya que descartar sin más los aportes de la Teoría de la Teoría. Encuentro dos motivos para rescatar parte

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de su espíritu. Por un lado, existen situaciones en las que la manera en la que entendemos a los demás es apelando a razonamientos a partir de generalizaciones y condiciones particulares tal como plantean los teóricos de la teoría. Se trata de casos aislados y algo excepcionales, pero cuando intentamos dar cuenta de por qué Jorge salió de su casa con un paraguas en la mano luego de escuchar en la radio el pronóstico del tiempo anunciando chaparrones (el caso 3 de mi lista en 1.4.2), las explicaciones que apelan a deseos y creencias a partir de información con la que se cuenta y según el espíritu del silogismo práctico (“Jorge cree que esta tarde lloverá”, “Jorge no desea mojarse”, “Jorge cree que con un paraguas evitará mojarse en la lluvia”, etc.) son útiles. Lo mismo sucede cuando Charly le explica a su mujer por qué eligió una com-putadora Mac frente al resto de los modelos (caso 5): el razonamiento involucrado parece ser uno tal como lo propone la Teoría de la Teoría. Como defenderé en 9.2, no considero que estas situaciones en las que somos meros espectadores de la conducta de los demás sean la nor-ma en nuestras relaciones sociales cotidianas y creo que existen otras maneras de plantear cómo nos comprendemos entre seres humanos; pero cuando nos enfrentamos a casos como estos, los aportes de esta corriente pueden ser útiles.

En segundo lugar, no descarto que en el nivel subpersonal puedan existir mecanismos que sí respondan a la estructura que propone la Teo-ría de la Teoría. Me explayaré sobre la confusión de niveles de explicación que sostengo que existe en las discusiones alrededor de la Psicología de Sentido Común en el último capítulo (cfr. 9.3), pero no quiero dejar de señalar aquí que más allá de mi interés particular por el fenómeno en el nivel personal, podría ser el caso de que haya alguna suerte de mecanis-mos subpersonales “teóricos” involucrados. Estos serían perfectamente compatibles con otro tipo de estructuras en el nivel superior.

Expuestas las principales motivaciones detrás de la Teoría de la Teoría, las ideas de sus exponentes fundamentales, las críticas que recibió de parte de diferentes sectores y mi visión al respecto, en el siguiente capítulo analizaré un segundo abordaje posible dentro del Enfoque Cartesiano, la Teoría de la Simulación.

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3. Enfoque Cartesiano. Teoría de la Simulación

3.1 Introducción

Durante casi un cuarto de siglo, cuando se hablaba de Psicología de Sentido Común sólo había dos modelos posibles, la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación. Con sus matices y variantes, ambas posi-ciones intentaban dar cuenta de nuestra habilidad para entender a los demás y a nosotros mismos como sujetos con mentes por caminos dis-tintos y excluyentes. “Son, como se suele decir, las únicas opciones sobre la mesa”, sostenían Stich y Nichols en su libro Mindreading (Stich & Nichols 1995, p. 90). En la década del 90, empezaron a crecer las pos-turas inspiradas por las ideas modularistas de Fodor, que analizaré en el próximo capítulo, y se abrió el juego a opciones híbridas que combinan de diferentes maneras notas y elementos de cada bando.

Sin embargo, si no se explica cómo fueron estos intensos debates entre ambas posiciones, se estaría dejando de lado una disputa que con-centró la atención y el esfuerzo intelectual de muchísimos autores. El escenario original de esta pelea fue dicotómico y excluyente, en el cual la debilidad del rival constituía la fortaleza propia. Los obstáculos de la Teoría de la Teoría eran explicados por la Teoría de la Simulación y un argumento en contra de los defensores de esta última posición termi-naba siendo un fuerte espaldarazo para la primera.

Para poder entender cómo fue esta disputa, voy a exponer los pun-tos principales de la Teoría de la Simulación, desde sus orígenes hasta las posiciones actuales. Primero haré una breve historia del la simula-ción y la empatía en la filosofía en general y en la Filosofía de la Mente en particular. Luego trataré de demarcar en qué podría consistir “una simulación” y finalmente expondré cuáles podrían ser algunas motiva-ciones para sostener este acercamiento. En la segunda parte de este ca-

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pítulo, tal como hice con la Teoría de la Teoría, expondré dos modelos posibles de Teoría de la Simulación, el que defiende Robert Gordon y el que formularon –con algunas diferencias– Jane Heal y Alvin Goldman. Concluiré estas páginas con un análisis crítico de estas propuestas.

3.2 La Teoría de la Simulación: Algunas aclaraciones

3.2.1 La simulación en la filosofía

La irrupción del concepto de simulación y sus implicancias para la filosofía se dio relativamente tarde en la historia del pensamiento. Es posible que el primero en sostener que la simulación podía ser un elemento de inte-rés para la reflexión filosófica haya sido Wilhelm Dilthey. Al introducir la Verstehen como su metodología predilecta, este pensador alemán llamó la atención sobre esa capacidad que tenemos las personas para “ponernos en los zapatos del otro”. Se trataba de acceder a una comprensión de tipo especial a partir de una constelación de diferentes elementos que, hasta el momento, tradicionalmente habían sido excluidos de los abordajes episte-mológicos, presentando un acercamiento “cualitativo” a la investigación, en el sentido de que la inteligibilidad de un objeto investigado está relacionada estrechamente con las experiencias subjetivas del investigador y, en muchos casos, con la capacidad para identificarse con dicho objeto. Dentro de estos elementos involucrados, se destaca la apelación a conocimientos implícitos y el acceso a los motivos e intenciones del agente a partir de la empatía y la capacidad para situarse en el lugar de otro.

Las revolucionarias ideas de Dilthey sobre la Verstehen fueron reto-madas, en una línea similar pero con modificaciones, por Max Weber en el campo de la sociología y en Filosofía de la Historia por Robin G. Collingwood. En Idea de la Historia, Collingwood propone un acerca-miento a la comprensión histórica que tiene muchas notas diltheanas: según su método el historiador debe buscar empatizar con el personaje histórico a estudiar y tratar de tener sus mismos pensamientos. De al-gún modo, estudiar la historia es hacer una recolección de “experiencias pasadas” (cfr. Collingwood 1965). Edmund Husserl también demostró interés por la manera en que nos relacionamos con los pensamientos de los demás, lo que lo llevó a analizar desde su fenomenología el proble-ma de la empatía. Para Husserl, la empatía (Einfühlung) es la experien-

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cia de la conciencia ajena y de sus vivencias, distinta de la experiencia que la propia conciencia tiene de sí misma. Pero no todos los rescates de la empatía fueron elogiosos. En la década del 50, el positivismo ló-gico reaccionó con dureza frente al avance de la simulación e intentó expulsarla del ámbito epistemológico (cfr. Ayer 1959), pero gracias a algunos trabajos de Putnam (Putnam 1978) y Nozick (Nozick 1981), logró regresar al centro de escena.1

En Filosofía de la Mente, en cambio, la aparición de la noción de simulación es mucho más reciente, pero con repercusiones casi inme-diatas que fueron más profundas y positivas, incluso si uno no está dis-puesto a conceder todo lo que sus defensores proponen. La originalidad de su tratamiento y la riqueza de los modelos a los que dio lugar son innegables. El redescubrimiento de la simulación como una capacidad humana que podía verse involucrada de manera esencial en nuestra compresión cotidiana de los demás alentó a todo un movimiento de filósofos que propusieron una manera de entender a la Psicología de Sentido Común que desafiaba la visión tradicional y casi monolítica de la Teoría de la Teoría.

Fueron dos filósofos quienes, a mitad de la década del 80, sugirieron la idea de que es simulando como entendemos las conductas de los demás. Estos dos autores publicaron sus trabajos de manera separada e independiente, sin conocer la investigación del otro, pero arribando a idénticas conclusiones. Jane Heal y Robert Gordon iniciaron la Teoría de la Simulación y todavía hoy se mantienen como autores prolíficos y frecuentemente citados (aunque, como señalaré más adelante, Heal ha abdicado de ciertas posiciones iniciales a favor de una posición híbrida). Ellos publicaron sendos trabajos seminales sobre simulación en 1986. Si bien sólo Gordon utilizó el término “simulación” en su escrito, el concepto era casi idéntico al que proponía Heal bajo la palabra “repli-cación” (finalmente, “simulación” ganó la pulseada y se estableció como la terminología preferida).

En poco tiempo las ideas de Gordon y Heal (a los que se les sumó más tarde Alvin Goldman) cobraron gran popularidad. Esto se debió a varios factores. Entre ellos, su relativa simplicidad frente a la Teoría de la Teoría y a su promesa de ofrecer una salida al desafío eliminativista que mencioné

1 Para una historia más completa del rol de la simulación en Filosofía, y su papel en la Psicología de Sentido Común, ver Fuller 1995.

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sobre el final del capítulo anterior. Si bien nunca consiguió atraer a tantos autores como sus rivales, se mantuvo durante años como la única alter-nativa posible y a mediados de la década del 90 ciertos descubrimientos científicos en el ámbito de las neurociencias parecieron confirmar algunas de las ideas de los teóricos de la simulación, renovando así sus fuerzas.

3.2.2 Motivaciones

La idea central que agrupa a los teóricos de la simulación es que en el despliegue de nuestras habilidades de Psicología de Sentido Común, la simulación juega un rol absolutamente central e irreemplazable. Para al-gunos autores, incluso, la simulación es el único elemento en ese proceso.

En líneas generales, se puede sostener que para quienes sostie-nen esta postura lo que estamos haciendo cuando nos movemos en el mundo social interactuando con los demás es representar su conducta –y los procesos mentales involucrados en ella– produciendo conductas y procesos similares en nosotros mismos, en nuestras mentes, pero que no llegan a efectivizarse. Si bien existen muchas diferencias entre los autores en la manera de entender en qué consiste este proceso, la idea detrás del planteo es que si me pongo en el lugar del otro y determino cuáles son sus estados mentales en ese momento, podré entender qué es lo que está haciendo o podré predecir lo que hará.

Un ejemplo frecuentemente citado en la bibliografía sobre Teoría de la Simulación para ilustrar este punto involucra a dos ejecutivos, un aeropuerto, un embotellamiento y dos vuelos atrasados. El caso fue uti-lizado originalmente por Kahnemann y Tversky en un trabajo de 1982, pero se ha vuelto un clásico. Se trata del Sr. Crane y el Sr. Tees, dos eje-cutivos de renombre. Los dos tienen programado reuniones fuera de la ciudad, y deciden viajar por avión. Como ambos tienen diferentes vuelos pero que parten el mismo día a la misma hora, deciden compartir la li-mosina que los lleve al aeropuerto. Pero casi llegando a destino terminan atascados en un embotellamiento y llegan treinta minutos después de la hora programada para el despegue de sus vuelos. En la ventanilla de la aerolínea, le comunican al Sr. Crane que su vuelo salió en horario. En cambio, al Sr. Tees le dicen que su vuelo estuvo más de veinte minutos demorado y que acaba de despegar hace cinco minutos. La pregunta que se hacen Kahnemann y Tversky es quién de los dos va a estar más

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enfadado, si el Sr. Tees o el Sr. Crane. Para los teóricos de la simulación la manera de saberlo es ponerse en el lugar del Sr. Tees, luego ponerse en el lugar del Sr. Crane y comparar los resultados. La mayor parte de nosotros coincidiría en pensar que el más enojado es el Sr. Tees, porque –si bien también perdió el vuelo– estuvo más cerca de alcanzarlo.

Tal como demuestra este ejemplo, uno de los puntos fuertes de la Teo-ría de la Simulación es su gran atractivo intuitivo. Todos coincidiríamos en que muchas veces para predecir lo que otra persona hará, lo que hacemos es imaginarnos qué haríamos nosotros mismos en una situación similar. Y que también es una de las maneras para entender por qué alguien hizo algo (“Está mal lo que hizo y no lo defiendo, pero yo hubiera hecho lo mismo en su lugar”, se suele escuchar frente algunas situaciones). A partir de esto, la Teoría de la Simulación defenderá que la simulación es funda-mental para la Psicología de Sentido Común, en el sentido de que cumple un rol necesario e imprescindible en la manera en que comprendemos a los demás. Debemos otorgarle a la simulación una significación profunda tanto para la psicología como para la filosofía y debemos reevaluar nues-tros modelos tradicionales al respecto (cfr. Gordon 1995a).

A diferencia de la Teoría de la Teoría, que asume una perspectiva de tercera persona a la hora de adscribir estados mentales, en este caso los filósofos y psicólogos simulacionistas buscan rescatar la habilidad con la que todos contamos para reconocer nuestros propios estados mentales en virtud de ciertas propiedades intrínsecas a las que accede-mos mediante la introspección. “Pareció siempre convincente, previa a la teorización filosófica, que nuestra comprensión ingenua de los con-ceptos mentales deba involucrar, de un manera destacada, elementos introspeccionistas y no meramente causales o relacionales”, recuerda Goldman (Goldman 1995a, p. 95).

Otra de las motivaciones para sostener esta posición es que mientras la predicción y explicación de la conducta de terceros constituye una ac-ción difícil de realizar sin errores, hacerlo sobre la propia conducta parece ser mucho más sencillo y efectivo. Muchas de las predicciones que pode-mos realizar sobre nosotros mismos –“Voy a seguir escribiendo este capí-tulo aunque me esté muriendo de sueño”, “Mañana me decido y compro esa remera que veo en la vidriera hace semanas”– serán sin lugar a dudas verdaderas, aunque me he quedado dormido innumerables veces bajo la promesa de no hacerlo y no siempre me termino comprando la ropa que realmente me gusta. El teórico de la simulación va a querer utilizar este

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mecanismo, con toda su potencia predictiva, para entender a los demás, extendiendo su uso de la esfera propia hacia el dominio de los demás.

Si bien es cierto que incluso en un examen rápido de esta idea po-dría objetarse que extender el alcance de las predicciones que realiza-mos sobre nosotros mismos hacia los demás no siempre garantiza que lleguemos a resultados correctos, los teóricos de la simulación podrían responder que de hecho con frecuencia utilizamos este mecanismo con fines distintos a los originales y que lo hacemos con mucho éxi-to. Cuando razonamos sobre situaciones contrafácticas, por ejemplo, lo que estamos haciendo no es sino utilizar el mismo mecanismo con que predecimos y explicamos nuestra propia conducta efectiva con un input diferente. En el caso de los razonamientos contrafácticos, el input utilizado no es el actual, sino uno surgido de la situación que estamos recreando. En general, solemos aceptar que las conclusiones a las que arribamos tiene un alto grado de certeza.

Entonces, en lo que está pensando el teórico de la simulación es en poder utilizar nuestros mecanismos personales para predecir la manera en que las personas actuarán en circunstancias reales o contrafácticas. A primera vista, para poder hacerlo sólo serían necesarios dos requisitos: que el simulador y aquel simulado posean órganos mentales similares, y que el simulador esté en posesión de información correcta acerca de las circunstancias en las que se encuentra envuelto el simulado (cfr. Davies y Stone 1995, p. 17).

Aunque esto puede sonar sencillo, lo cierto es que –al igual que con el término ‘teoría’ en la Teoría de la Teoría– aquí también existen diferentes maneras en que se puede entender el término ‘simulación’ en Psicología de Sentido Común. Por eso, antes de analizar en detalle modelos concre-tos, me ocuparé de relevar cuáles son sus posibles significados.

3.2.3 ¿Qué es “una simulación”?

El primer paso a la hora de abordar la exposición de la Teoría de la Simulación es poder delimitar claramente cómo entender lo que es una simulación. Existe una tensión entre el uso cotidiano que se le da al término y la manera en que es entendido en el ámbito de la Filosofía de la Mente. Es imprescindible contar con alguna noción consensuada de simulación –idealmente, una única noción– que permita ser identi-

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ficada sin dificultades y puesta a prueba en diferentes experimentos. No se trata de una recomendación menor, ya que como bien señalan Stich y Nichols, los resultados e informaciones obtenidas en investigaciones empíricas han cobrado un peso muy importante en los debates sobre modelos de Psicología de Sentido Común, arrojando a muchos inves-tigadores a una carrera por realizar experimentos sin tener en claro qué es lo que se está analizando (cfr. Stich y Nichols 1995).

La manera más común de entender “simulación” es como un sinó-nimo de cambio de roles o de la acción de “ponerse en el lugar del otro”, pero estas metáforas exigen ser interpretadas si se busca que sean útiles para el análisis filosófico. Si se las entiende en un sentido fuerte, enton-ces para poder llevar adelante una simulación no sólo se requeriría tener en cuenta distintas características según cada situación (un rol social, una habilidad, una creencia, etc.), sino que también parece ser necesario adoptar perspectivas temporales y espaciales diferentes, es decir, poder estar realmente en el lugar del otro para poder entenderlo y predecirlo. Entendido así, la simulación parece complicada y poco plausible. De hecho, es imposible reproducir todas las condiciones en que está en-vuelto el agente que quiero predecir y, aun si pudiera hacerlo con las condiciones que considere relevantes, sería un procedimiento demasia-do arduo como para ponerlo en práctica de forma regular y automática en nuestra vida cotidiana, tal como pretenden muchos autores.

Siendo más modestos, una segunda manera de interpretar el térmi-no “simulación” es simplemente como una proyección de nuestra ima-ginación, donde los ajustes espacio-temporales, y de otra índole que consideren necesarios, son realizados internamente, sin necesidad de cambiar ni física ni temporalmente de lugar. En concordancia con esto, podemos entender a la simulación en términos cognitivos asumiendo que existe un único sistema de control de la conducta que es el utilizado como modelo (con las modificaciones necesarias de cada caso) para las distintas simulaciones que se realicen.

Según esta visión tenemos un sistema que controla las diversas accio-nes cotidianas, tomando como base a las circunstancias externas y a los estados mentales que poseamos en ese momento. Estas circunstancias y los estados mentales involucrados representan los inputs de ese sistema, y la conducta resultante, su output. Así, lo que hacemos al simular es uti-lizar este mismo mecanismo pero con un input diferente. En este caso, alimentamos el sistema con las condiciones reales o imaginarias que ma-

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nejamos sobre el agente a analizar. Y para evitar que el output se actualice –es decir, para evitar que nosotros mismos hagamos la acción que realiza el tercero– se dice que ese sistema es puesto fuera de línea. Así, en vez de una conducta actual, lo que nos ofrece nuestro sistema en base a los datos suministrados son ciertos datos que nos servirán como elementos para la predicción y explicación de la conducta del agente en cuestión.

Pero esta manera de presentar a la simulación nos enfrenta al pro-blema de explicar cómo es que ponemos fuera de línea a este sistema y qué es lo que nos ofrece como resultado. Más adelante desarrollaré este obstáculo, pero se trata de un problema que no es menor. En principio, los autores que sostienen esta posición defenderán que el output reci-bido es una serie de opciones de conducta de las cuales terminaremos eligiendo a la más atractiva.

Stich y Nichols representan este modelo mediante el Gráfico III. Si aplicamos el ejemplo de los ejecutivos que llegaron tarde a sus vuelos, podemos entender mejor este esquema. De acuerdo con los teóricos de la simulación, para saber si es el Sr. Tees o el Sr. Crane el más enfadado por perder su avión hay que poner nuestro sistema de toma de decisiones fuera de línea (esto es, que no produzca una acción efectiva) y utilizar como inputs los datos que conocemos de cada caso. Sabemos que los dos tenían un vuelo programado a una hora particular y que por un embo-tellamiento llegaron tarde y no pudieron subirse al avión. En el caso del Sr. Crane, su vuelo salió puntual en su horario, mientras que en el caso del Sr. Tees, éste se retrasó y salió cinco minutos antes de que el ejecutivo llegara a la puerta de embarque. Con esos datos como inputs, utilizamos nuestro sistema y comparamos outputs resultantes. El Sr. Tees estará más enojado, porque perdió el vuelo sólo por unos minutos, incluso siendo que llegó mucho después del horario original.

La mayoría de los autores que se reconocen como teóricos de la si-mulación sostienen que es este proceso aquel que llamamos simulación. Sin embargo, prevalecen diferencias con respecto a algunos detalles cla-ves de esta concepción, a la vez que no se problematizan aspectos que deberían recibir mayor atención, tal como la manera en que se saca de línea a nuestro sistema y el tipo de respuesta que obtenemos de él. Para algunos, estos inconvenientes surgen por la carga preteórica que tiene simulación, que lleva a muchos a aceptarla como una noción cristalina, sin necesidad de problematizar sus aristas. Frente a esto, Stich y Ni-chols recomiendan dejar de lado el término y buscar una nomenclatura

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novedosa, y de grano más fino, para evitar cualquier tipo de ambigüe-dad (cfr. Stich y Nichols 1995).

Pero aun con estas dificultades, la Teoría de la Simulación sigue resultando atractiva al proponer que los recursos que nuestra mente uti-liza para guiar nuestro propio comportamiento pueden ser modificados para que puedan servir como fuente de inferencia de representaciones que tienen otras personas. Si realmente la simulación es tan poderosa como algunos autores están dispuestos a sostener, y sus resultados son tan fiables, estaríamos en condiciones de prescindir de otros recursos para poder comprender las acciones de los demás, o al menos ponerlos en segundo plano.

La irrupción de este tipo de propuesta significó un cambio radical en el abordaje de la Psicología de Sentido Común, que venía siguiendo una misma línea que iba desde los planteos de Premack y Woodruff hasta las diferentes propuestas en Teoría de la Teoría. Al poner en el centro de la escena a la simulación, ya no es necesario poseer ningún tipo de información o generalizaciones sobre cómo actúan las personas para entender qué están haciendo o qué harán: simplemente pensamos cómo actuaríamos nosotros en determinados contextos y accedemos la respuesta buscada.

Esta espíritu general se encarnó en distintas propuestas. En lo que resta del capítulo presentaré dos grandes corrientes simulacionistas de Psicología de Sentido Común. Si bien parten de la misma base y com-parten motivaciones, estos modelos presentan aristas en las que son antagónicos y marcan una manera radicalmente diferente de entender tanto a la simulación como a los requisitos involucrados. Me parece que esto muestra la versatilidad y productividad de la idea de simulación en Teoría de la Mente.

La primera corriente es la que Rabossi denominó “introspeccio-nista” o “cartesiana” (cfr. Rabossi 2004).2 Aquí englobaré a autores con posturas diferentes pero que comparten la idea de que para llevar ade-lante la simulación es necesario estar en contacto con los conceptos mentales involucrados, a los que se accede mediante la introspección.

2 Por una cuestión estilística, y para evitar confusiones, dejaré de lado la denominación “cartesiana” en favor de “introspeccionista”, ya que me propuse utilizar “enfoque cartesiano” como mi modo para dar cuenta del conjunto más amplio de todas las propuestas de Psicología de Sentido Común que desarrollo en los capítulos 2, 3 y 4.

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Desarrollaré, principalmente, las ideas de los ya mencionados Heal y Goldman, quienes poseen modelos acabados y completos que repre-sentan a esta manera de entender a la Psicología de Setido Común y cuyas intuiciones originales se fueron enriqueciendo y complejizando con el correr del tiempo.

La segunda propuesta, en cambio, es más intransigente y extrema. Se trata de la corriente conductista (cfr. Rabossi 2004), que sostiene que la simulación es necesaria para poder percibir a ciertos objetos del mundo como poseedores de una mente, pero que no requiere la po-sesión previa de conceptos psicológicos. Se trata de una posición que se enfrenta a la primera y que también es conocida como Teoría de la Simulación Radical. Quien defiende con entusiasmo estas ideas desde hace varios años es Gordon. Según su concepción, la capacidad para simular es necesaria para poder interactuar y movernos socialmente. “La información psicológica general que adquirimos en nuestra vida cotidiana no puede ser útil a alguien que no es capaz de simular, del mismo modo que la información acerca de los colores no tiene sentido para aquellos incapaces de percibirlos”, afirma (Gordon 1986, p. 169).

En las siguientes páginas expondré los puntos fundamentales de cada propuesta.

3.3 Corriente introspeccionista

La corriente introspeccionista en Teoría de la Simulación recoge los diferentes planteos teóricos que proponen como requisito para la si-mulación el poder estar en contacto, gracias a la introspección, con los estados mentales involucrados.3 Estos autores sostienen la idea de que la manera en que entendemos y predecimos la conducta de los demás es poniéndonos en el lugar del otro, imaginando sus estados mentales y utilizándolos en nuestro propio sistema de toma de decisiones hasta lograr obtener la información necesaria. Se trata de la posición mayori-taria dentro de los teóricos de la simulación.

3 En general, se menciona como antecedente de estas ideas los trabajos de J. S. Mill sobre la necesidad del conocimiento de los estados mentales propios involucrados en ciertas conductas para poder adscribirlos a los demás (cfr. Mill 1863).

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Para la elaboración de este apartado, tomaré ideas de los dos autores más relevantes en esta corriente, Heal y Goldman. Salvo cuando indique lo contrario, las ideas expuestas representarán el pensamiento de ambos.

Para el teórico de la simulación introspeccionista, lo que hace un sujeto cuando se convierte en simulador de una conducta que quiere explicar o predecir es ingresar los estados mentales fingidos en un proceso cognitivo que genera nuevos estados mentales a partir de los primeros. Los estados mentales fingidos son utilizados como inputs en el propio sistema de toma de decisiones, que es puesto fuera de línea. El output resultante no llega a ser efectivizado –en el sentido en que no es puesto en acción, por así decirlo– sino que sólo es utilizado para explicar lo que realizó el agente a entender o predecir qué es lo que hará. El simulador no actúa sobre el esta-do generado, sino que lo saca de línea y lo utiliza como base para atribuir el estado mental saliente al agente (cfr. Brunsteins 2004 p. 79).

Una simulación exitosa requiere, entonces, cumplir con tres pasos. En primer lugar, el simulador tiene que construir un estado mental fingido que refleje el estado mental del agente simulado de la manera más fiel que le sea posible. Cuanto mayor conocimiento se tenga de este tercero, mejor será esta construcción. Luego, el simulador tiene que uti-lizar esos estados fingidos e ingresarlos como inputs en un proceso cog-nitivo que opere sobre ellos, para que genere nuevos estados mentales. Es importante que este mecanismo no haga diferencias entre estados mentales reales y estados mentales fingidos. Finalmente, el simulador no realiza ninguna acción a partir del estado generado, sino que lo toma fuera de línea, sin algunas de las funciones generales con las que suele estar acompañado (cfr. Goldman 1993).

En este modelo no es necesario postular que el simular cuente ni con leyes causales que expliquen un razonamiento práctico ni con me-canismos que involucren un conocimiento explícito de su propia psi-cología. En cambio, gracias a la introspección, se realiza una suerte de razonamiento analógico para entender la psicología del otro en paralelo con la propia. El simulador no posee ni una teoría acabada ni un con-junto de reglas ordenado sobre cómo funciona la simulación, sino que consigue entender al otro mediante un proceso sobre estados fingidos que opera igual que con los estados reales de este agente.

Así, para poder adscribir estados mentales a terceros es necesario, primero, estar en condiciones de adscribir estados mentales a uno mis-mo, acción que se logra mediante a la introspección. Este requisito im-

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plica una serie de compromisos sobre los que volveré más adelante. El simulador debe reconstruir estados mentales fingidos hasta acercarse lo más posible a los estados mentales del agente simulado. Como señalé, la precisión de esta construcción dependerá, necesariamente, de los da-tos y la información con la que contemos sobre ese agente y sobre su situación precisa. Se trata de un requisito importante pero que, como señalaré, deja a esta postura vulnerable a ciertos ataques desde la Teoría de la Teoría, porque la intromisión de información que no es simulada parece acercar a estos autores al bando contrario.

De hecho, los dos autores que yo tomo como referencia en este apar-tado han aceptado, en mayor o menos medida, que ciertos conocimientos teóricos cumplen un papel necesario en la simulación. Heal, por ejemplo, comenzó con una posición originalmente más dura y ateórica (cfr. Heal 1986, 1993), pero a partir de mediados de los 90 ha abdicado a favor de una postura que reconoce que en nuestra manera cotidiana de entender a los demás, está en juego cierto conocimiento teórico (cfr. Heal 1986, 1998). Casi una década después de haber sido una de las responsables del rescate del concepto de simulación en Psicología de Sentido Co-mún, esta filósofa termina reconociendo que “la simulación y la teoría no deben verse como rivales que se excluyen mutuamente” (Heal 1986, p. 46). No existe un argumento a priori que niegue la posibilidad de que necesitemos al menos un mínimo de conocimientos teóricos acerca de las interconexiones de los estados psicológicos para poder obtener simulaciones exitosas a la hora de explicar y predecir. Lo que defiende esta posición, en realidad, es que los conocimientos teóricos de este tipo no son necesarios para la simulación y que el rol que eventualmente jue-gan es menor. Pero un buen simulador necesita contar con cierto tipo de información que le permita distinguir, por ejemplo, percepciones de creencias o deseos de intenciones. Del mismo modo, debe saber que las creencias y deseos conducen a intenciones o que por inferencias puedo pasar de una creencia a otra, etc. (cfr. Heal 1986, p. 46).

Goldman, por su parte, también reconoce que son necesarios ciertos conocimientos teóricos cuando queremos entender a los demás me-diante una simulación. A diferencia de Heal, quien moderó su postura con los años, este filósofo dejó abierta la posibilidad de que algunos componentes teóricos jugaran un papel importante en la Psicología de Sentido Común ya en sus primeros trabajos, sin que por ello sintie-ra la necesidad de abandonar el bando de la Teoría de la Simulación

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(cfr. Goldman 1989, 1992). En este caso la simulación constituye la heurística principal en la interpretación de las otras personas, pero no implica ser la exclusión de otros componentes, como el aprendizaje de regularidades acerca de elementos del mundo, conductas y relaciones entre estados mentales. Esto implica aceptar que contamos con infor-mación sobre el funcionamiento de la mente, sobre los demás y sobre nosotros mismos que están en juego en nuestra interacción cotidiana, pero que –a diferencia de la Teoría de la Teoría– no se encuentra or-ganizada de manera similar a cómo está la ciencia. En algunos pasajes, incluso, Goldman parece más interesado en mostrar sus diferencias con posturas radicales como las de Gordon en vez de oponerse a Wellman o Gopnik. “Desearía adherir sólo a un punto de vista más débil y vago, donde la simulación juega un rol importante en la atribución a terceras personas”, afirma (Goldman 1995b, p. 184). Para Goldman estos com-ponentes se encuentran al comienzo de toda simulación y la acompa-ñan en su despliegue. Para obtener una simulación exitosa son necesa-rios conocimientos teóricos para que cumplan, al menos, dos funciones. Por un lado, se requiere poseer información acerca de los objetivos del agente y saber un poco acerca de su historia personal para acceder a simulaciones exitosas. Por otro lado, al hacer correr la simulación, los estados fingidos deben estar representados o etiquetados como estados del agente a analizar, porque de otro modo el simulador no sabría si el output resultante debe ser adjudicado al agente o a alguien más.

Reconocer estas necesidades no hace a un teórico de la simulación un defensor de la Teoría de la Teoría. Para Goldman, la Teoría de la Simu-lación se diferencia de su rival en dos afirmaciones clave. Por un lado, en una afirmación positiva al sostener que algunos procesos de atribución de estados mentales consisten en llevar a cabo una mímica del agente. Por otro, en una afirmación negativa al negar la utilización de proposiciones teóricas (legaliformes) a la hora de realizar tareas de atribución.

También puede discutirse si reconocer que existen informaciones y conocimientos involucrados en la manera en que entendemos a los demás basta para ser considerado un teórico de la teoría. En realidad, y como se indicó en el capítulo anterior, todos los filósofos que ad-hieren a esta postura creen que los conocimientos puestos en juego para entender a los demás deben estar dispuestos de una manera particular y relacionados de un modo en que parezcan efectivamente una teoría.

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Entendida así, la manera en que podemos ser exitosos prediciendo y explicando la conducta de los demás apelando a una simulación es si se cumplen estos requisitos (cfr. Brunsteins 2010, pp. 95-96):

1. El sistema de toma de decisión del simulador tiene que ser lo suficientemente similar al del agente;2. El sistema tiene que operar sobre los estados fingidos del mis-mo modo en que lo hacen los estados genuinos;3. El simulador genera estados fingidos que se corresponden de un modo bastante fiel a los estados reales del agente.

Para Goldman, el primer y el segundo requisito constituyen la parte fácil de la simulación, mientras que el último pedido es el más com-plejo, ya que no hay fórmulas infalibles para saber cuáles son las infor-maciones relevantes sobre el agente y su vida que nos ayuden a estar seguros de haber dado en la tecla. La simulación es, así, un proceso mediado y que cuenta con diferentes fases desde su puesta en marcha hasta la efectiva adscripción de estados mentales.

Si lo que se busca es, en cambio, un método de atribución directa y que prescinda de cualquier concepto psicológico a la hora de explicar y predecir la conducta de los demás simulando, entonces hay que aban-donar la corriente introspeccionista y abrazar la Teoría de la Simulación Radical que expondré en el siguiente apartado.

3.4 Corriente conductista

En la vereda de enfrente de los introspeccionistas se encuentra la co-rriente conductista de la Teoría de la Simulación. Mientras en el pri-mer grupo se encuentran varios autores –como los mencionados Heal y Goldman, pero también Paul Harris– en el caso del conductismo sólo hay un representante, con una propuesta mucho más intransigente y extrema. Se trata de Robert Gordon, que lleva hasta las últimas conse-cuencias sus ideas y ofrece lo que también se conoce como Teoría de la Simulación Radical.

Sin claros discípulos o continuadores, el extenso cuerpo de textos firmados por Gordon se caracteriza por mantener casi sin modificacio-nes las mismas ideas a lo largo del tiempo y por haberlas defendido con

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ahínco de los diferentes ataques que recibió. Pero a pesar de lo profuso de esta bibliografía, es interesante marcar que Gordon se ha resistido sistemáticamente a ofrecer definiciones claras de qué es lo que él en-tiende por “simulación” o cuáles son sus verdaderos compromisos con la ontología de los estados mentales que él pretende sostener, por ejemplo. De todos modos, la manera en que utiliza el término en sus trabajos no parece estar reñida con la caracterización de empatía que mencioné en 3.2.3, por lo que supondré que es lo que tiene en mente. Para Gordon, simular involucra “ponerse en los zapatos del otro”, “hacer los ajustes necesarios” (cfr. Gordon 1995b, p. 63) y tomar decisiones en ese mundo fingido (cfr. Gordon 1995b, p. 66).

Gordon asegura que llegó a su modelo a partir de dos intuiciones compartidas por todas las personas. La primera es una idea que men-cioné al comienzo de este capítulo, la intuición de que para predecir las acciones de otra persona en muchas ocasiones lo que hacemos es ima-ginarnos a nosotros mismos en esa situación particular y decidir qué haríamos en su lugar. La segunda intuición, que considero más difícil de aceptar y que el mismo Gordon reconoce menos atractiva, sostiene que la adscripción de estados mentales se realiza mediante simulaciones (cfr. Gordon 1995b).

Según su visión, sus colegas introspeccionistas son teóricos de la simulación que han adoptado una posición equivocada, simplemente porque no conocen una opción mejor y que por eso, frente a la Teoría de la Teoría, han elegido el modelo “menos malo”. El error que cometen es fundar la adscripción de estados mentales en una inferencia implícita de uno mismo hacia los otros. Al atar la manera en que uno reconoce y adscribe sus propios estados mentales a la introspección, se asume que para reconocer y adscribir los estados mentales propios y poder trasmi-tirlos a los otros, es necesario estar equipado con los conceptos de esos estados mentales.

Gordon desglosa esta noción de simulación defendida por los in-trospeccionistas en la siguiente definición de tres componentes (cfr. Gordon 1995b, pp. 51-53). La simulación así entendida sería:

1. Una inferencia analógica de uno hacia terceros,2. Basada en premisas con base en adscripciones mentales3. Que requieren la posesión previa de los conceptos adscriptos.

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A estos tres componentes Gordon los denomina: el argumento por analogía, el conocimiento introspeccionista y la posesión solipsista de conceptos mentales. Los teóricos de la simulación introspeccionistas no tendrían problemas en aceptar estas tres condiciones. Gordon, en cam-bio, rechaza los tres componentes. Y lo hace por dos razones. Por un lado, considera que una concepción tal de Teoría de la Simulación lleva inexorablemente a recurrir a elementos teóricos para poder entender a los demás, tal como incluso la misma Heal reconoce. Esto representa, para Gordon, una concesión que él no está dispuesto a hacer. Todo el planteo de Gordon, de hecho, se puede resumir como una reacción en contra de cualquier posición que apele tanto a elementos teóricos como a una introspección. Por otro lado, cree que entendida tal como lo hacen sus colegas, la simulación queda expuesta a críticas inspiradas en las ideas de Wittgenstein, Ryle y Strawson a las que todavía no se les ha encontrado una buena respuesta. Para Gordon, ningún filósofo actual puede apelar a la concepción tradicional de simulación si no está dispuesto a enfrentar de lleno estas objeciones tradicionales (cfr. Gordon 1995b, p. 54).

Pero si los problemas que aquejan a esta definición de simulación son tan graves como lo plantea Gordon, ¿por qué convocó a tanto au-tores y se volvió tan popular? Según él, por la misma razón por la que otros filósofos de la mente aceptan la Teoría de la Teoría: “porque no creen que exista una mejor opción” (cfr. Gordon 1995b, p. 54). Frente a esto, Gordon está convencido de haber alcanzado un modelo supera-dor. La simulación no debe entenderse como una inferencia analógica de los propios estados mentales hacia los estados mentales de terceros (tal como requiere el primer punto mencionado), porque esto nos lleva, inevitablemente, a realizar un salto desde los estados mentales propios a los de terceros, lo que requeriría la posesión previa de conceptos (punto 3), que a su vez representa el reconocimiento de que no existe una pri-macía de la introspección en la simulación (punto 2).

La manera introspeccionista de entender la Teoría de la Simulación es una variante de la simulación plausible, pero secundaria. Él llama a esta simulación fuera de línea una hipótesis complementaria del razo-namiento hipotético práctico en que consiste la simulación, cuyo meca-nismo subyacente es lo que él llama una rutina de ascenso.

Gordon quiere evitar a toda costa cualquier apelación a la intros-pección a la hora de explicar nuestra manera cotidiana de entender a los demás. Ésa es la motivación principal para proponer su noción de

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rutina de ascenso. Tal como señalé en 3.2.2, en general los teóricos de la simulación asumen que identificamos nuestros propios estados menta-les de manera directa, sin inferencias, por alguna característica o marca intrínseca que éstos poseen. Esta identificación es problemática, por-que es vulnerable a numerosas críticas. Escapándole a estos problemas, Gordon plantea, por un lado, diferencias en la predicción de la propia conducta y la predicción de la conducta de los demás. Por otro, sostiene que solemos utilizar una rutina para identificar nuestras creencias.

Para este filósofo, cuando predecimos qué es lo que vamos a hacer no apelamos a inferencias deductivas o razonamientos inductivos a partir de estructuras teóricas o generalizaciones, tal como podría defender un teórico de la teoría. La predicción de lo que haré, por el contrario, es el re-sultado de un razonamiento práctico, cuyo explanans son las bases de las que parto para hacer algo y su explanandum es el enunciado de la acción que realizaré. Entendidos así, los razonamientos prácticos se pueden uti-lizar simulados como dispositivos predictivos, tomando como conclusión no un hecho que efectivamente ocurre, sino uno que es fingido. De este modo, se extiende la capacidad de auto predicción hacia la esfera de las situaciones hipotéticas. La manera de hacerlo es sencilla, se reemplazan las condiciones reales por condiciones fingidas o simuladas, mantenien-do el resto de las condiciones tal como se encuentran en la actualidad, y luego se decide qué hacer a partir de estas circunstancias modificadas. La decisión simulada pasa a ser, entonces, una predicción hipotética, sobre qué es lo que haría en determinado escenario ficticio.

Establecida la simulación como mecanismo fundamental en la auto predicción, el siguiente paso de Gordon es avanzar sobre la conducta de terceros. La predicción de lo que uno hará no puede ser la misma que la predicción de las acciones de los demás, sino que requiere una serie de modificaciones. Estos cambios son sintetizados en la idea de “ponerse en el lugar del otro”. Se trata de ubicarse en el lugar y la cir-cunstancia de aquel agente que queremos simular, pero sin abandonar nuestro propio punto de vista y nuestros mecanismos mentales. En este punto, el modelo de la Teoría de la Simulación Radical presenta más dudas que certezas. Según Gordon, no se trata de ninguna pro-yección o adscripción mediada de uno mismo a otro, sin necesidad de una analogía con la propia mente y sin recurrir a una introspección. No es una simulación consciente o realizada de manera intencional, sino directa y automática.

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Se trata, en cambio, de una suerte de razonamiento que no es el razonamiento práctico de la auto predicción, sino lo que él llama un razonamiento hipotético práctico (cfr. Gordon 1995a, p. 101). No es una simulación como un proyectarse consciente sobre el otro efectuado a partir de ciertas inferencias, sino una acción “básica y constitutiva” que él denomina proyección total (cfr. Gordon 1995a, p. 105). No se trata simplemente de imaginarse a uno mismo en una situación ajena, sino una simulación en la nos imaginamos siendo el otro, pero sin abando-nar las propias creencias a favor de la de terceros.

Una vez más nos enfrentamos con vaguedades en la propuesta de Gordon, porque su planteo parece querer mantener el atractivo de la corriente cartesiana de poder apelar a los propios conocimientos pero rechazando al mismo tiempo los problemas que trae una analogía ba-sada en la introspección que no admite componentes teóricos. Él habla de una suerte de transportación, a través de la imaginación, de uno mis-mo “transformado”. Es justamente la imaginación la que consigue la identificación de uno mismo con otro agente sin apelar a estados men-tales como las creencias. Sin embargo, no existe una definición clara de qué es esta capacidad para imaginar; un requerimiento importante teniendo en cuenta que no se trata de una capacidad mental que haya tenido un claro tratamiento en la Filosofía de la Mente.

Estos razonamientos hipotético-prácticos, por otro lado, no son infalibles, sino que por su misma naturaleza requieren que haya coinci-dencias en el ámbito de lo mental y también en el campo espacial. Sólo si existen actitudes y “ubicaciones egocéntricas ambientales” similares, se podrán realizar predicciones correctas.

Ahora bien, la cuestión es plantear cómo es posible atribuir los es-tados mentales relevantes para la Psicología de Sentido Común, las creencias y los deseos, a partir de estos razonamientos hipotéticos prác-ticos. Atribuir una creencia no requiere ningún tipo de inferencia o proceso mediado, sino que implica simplemente efectuar una afirma-ción dentro de esa simulación. Adscribir a un sujeto S la creencia p no es afirmar “S cree que p”, sino afirmar p dentro del contexto de la simu-lación de S. Este proceso es lo que Gordon llama una rutina de ascenso.

La rutina de ascenso es una idea compleja y clave para este planteo, pero la encuentro difícil de asir. En un texto de 1995, el filósofo lo ilus-tra con este ejemplo. Si alguien nos pregunta “¿creés que Neptuno tiene anillos?”, no examinaremos nuestro interior por medio de una intros-

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pección para darnos cuenta de si estamos o no en posesión de ese esta-do mental particular. Simplemente nos preguntamos si Neptuno tiene anillos o no. Si la respuesta que encontramos fuera afirmativa, diremos “Sí, creo que Neptuno tiene anillos”. Si la respuesta es negativa: “No, no creo que Neptuno tenga anillos”.4 Y si no hay una respuesta clara: “Ni creo que Neptuno tenga ni que no tenga anillos”. Lo que se está produ-ciendo es la respuesta a una pregunta metacognitiva respondiendo una pregunta en el nivel semántico bajo más próximo. Este procedimiento es lo que Gordon llama rutina de ascenso (cfr. Gordon 1995b).

Otro ejemplo muchas veces citado es el de la cola del Ratón Mic-key. La manera en que alguien responde a la pregunta: (P1) “¿Vos creés que el Ratón Mickey tiene cola?” es preguntarse a sí mismo (P2) “¿Tiene el Ratón Mickey cola?”. Si la respuesta a P2 es afirmativa, en-tonces P1 también tendrá respuesta afirmativa. Si la respuesta a P2 es negativa, en cambio, entonces la respuesta a P1 también será negativa o no existirá respuesta disponible.

Es una rutina de ascenso porque “se responde a una pregunta res-pondiendo a otra pregunta dirigida a un nivel semántico más bajo que aquel hacia el cual la pregunta iba originalmente dirigida, siendo la primera una pregunta acerca del estado mental de x y la última, una pregunta directamente sobre x” (Goldman 1986, p. 15). Así se está respondiendo a una pregunta sobre los propios estados mentales respondiendo, en realidad, a una pregunta que no es ni sobre sí mismo ni sobre estados mentales, sino sobre el mundo. Por eso mismo, al entender así la simulación no se requiere el reconocimiento de estados mentales como tales.

3.5 Evaluación de la Teoría de la Simulación

3.5.1 Ventajas de la corriente introspeccionista

La extensa disputa que se dio durante diez años a partir de mediados de la década del 80 entre Teoría de la Teoría y Teoría de la Simulación tuvo muchas variantes y etapas, imposibles de reflejar en pocas páginas.

4 O, según Gordon, una postura más fuerte del tipo “Creo que Neptuno no tiene anilllos”.

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De todos modos, me parece importante resaltar que los teóricos de la simulación siempre contaron con dos ventajas frente a sus oponentes. Por un lado, el método que propone la Teoría de la Simulación para dar cuenta de nuestras capacidades de Psicología de Sentido Común es el más simple de todos los propuestos, tanto en su funcionamiento como en la postulación de entidades. Frente a la Teoría de la Teoría, y a la propuesta modularista de la que me ocuparé en el siguiente capítulo, que explican la predicción y explicación de la conducta mediante la apelación a un cuerpo de conocimientos y leyes, la Teoría de la Simula-ción busca prescindir o reducir el peso de cualquier cuerpo organizado de teóricos a favor del uso del propio sistema de razonamiento como un modelo para explicar y predecir a los demás y a nosotros mismos.

Una segunda razón para elegir a la Teoría de la Simulación es de ín-dole empírica, a partir del descubrimiento de las “neuronas espejo”. Se trata de un descubrimiento en neurología que se realizó a mediados los 90 y que fue visto como una piedra de toque en la pugna entre teóricos de la teoría y teóricos de la simulación a favor de estos últimos. Al igual que todos los filósofos de la mente y los psicólogos, todos los intere-sados en la Psicología de Sentido Común adhieren al naturalismo, por lo que la evidencia empírica tiene un peso particular en la defensa o la crítica de las propuestas teóricas. Si hubiese pruebas que sólo pueden ser entendidas por un modelo y no por otro, entonces significaría un fuerte respaldo para esa postura.

Aparentemente, tal evidencia existe. Hay estudios que confirman que el cerebro humano tiene sistemas que realizan una doble actividad: pueden ser activados tanto endógenamente, en tanto el output de la toma de la propia decisión, como exógenamente, directamente con el input del registro del cuerpo y la cara de un tercero. Por ejemplo, las res-puestas automáticas que tenemos frente a ciertas situaciones –como las denominadas respuestas viscerales, mecanismos internos que acompa-ñan situaciones como cuando se nos pone la piel de gallina o sentimos un nudo en el estómago– también se activan cuando vemos a alguien hacer gestos y movimientos semejantes a los nuestros en las situaciones que nos producen esas respuestas.

Durante las décadas del 80 y 90, grupos de neurocientíficos lidera-dos por Giacomo Rizzolatti, Leonardo Fogassi y Vittorio Gallese es-tudiaron unas células particulares en la corteza premotor de los monos macacos. Estas células tienen por particularidad que se activan bajo dos

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condiciones distintas: cuando el individuo realiza acciones dirigidas a un objeto y cuando el individuo observa a otro realizar las acciones de ese mismo tipo. A este tipo especial de células se las conoce como “neuronas espejo”. Así, las neuronas espejo se activarían tanto cuando uno intenta agarrar un objeto con la mano como cuando uno observa a otro sujeto tratar de agarrar con su mano un objeto (cfr. Rizzolatti, Scandolara, Gentilucci & Mattelli 1981).

La evidencia sugiere que, en virtud de estos sistemas de doble tarea, la vista de otro humano o de cuerpos humanos no sólo genera una re-presentación visual en el cerebro, sino también réplicas neurales de, entre otras cosas, los planes motores y las respuestas viscerales, y quizás inten-ciones de bajo nivel. Existe también evidencia de que cuando se produce un daño en la corteza somatosensora (que es la encargada de “leer” lo que sucede en nuestro propio cuerpo), el sujeto queda inhabilitado para poder reconocer las expresiones faciales de terceros. Así, el reconocimiento de las emociones expresadas en movimientos faciales parece depender de estas respuestas exógenas, viscerales (cfr. Adolphs et al. 2000).

Frente a estos descubrimientos, algunos filósofos creyeron encontrar una justificación de que efectivamente realizamos una simulación de las acciones de los demás cuando queremos explicarlas y predecirlas. Gold-man, por ejemplo, escribió junto a Gallese un famoso artículo defendien-do la idea de que la existencia de neuronas espejo es la confirmación de que Teoría de la Simulación está en lo correcto en su explicación de lo mental (cfr. Goldman & Gallese 1998, también hay respuestas escritas en conjunto a las objeciones planteadas a partir del texto original).

Ahora bien, ¿son la simplicidad y la existencia de neuronas espejo buenas razones para preferir a la Teoría de la Simulación frente a sus competidores? El asunto no parece ser tan sencillo. Con respecto a la simplicidad de mecanismos y entidades propuestas, la navaja de Occam sólo funciona en el caso de contar con dos teorías rivales que expliquen satisfactoriamente el mismo hecho. Los defensores de la Teoría de la Teoría podrían sostener que sus rivales no pueden dar cuenta de todas las situaciones en las que utilizamos nuestra Psicología de Sentido Co-mún o que la Teoría de la Simulación tiene graves falencias (como las que indicaré en 3.5.3 y 3.5.4).

En cuanto a la existencia de neuronas espejo, es importante recordar que esto –al igual que cualquier descubrimiento empírico– no dice nada por sí solo, ya que necesita ser interpretado para poder ver si se ajusta a

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una determinada teoría o no. Y la interpretación que ofrece la Teoría de la Simulación de esta evidencia no es la única. Hay autores que han de-fendido que la existencia de neuronas espejo es compatible con la Teoría de la Teoría o con modelos modularistas (cfr. Saxe et al. 2004, Carruthers 1996a). Lo cierto es que la evidencia encontrada no pueda dar cuenta sin más de los procesos cognitivos, sino que se requiere su interpretación. El proceso imaginativo de “ponerse en el lugar de” que proponen los teóricos de la simulación no es algo sencillo y las neuronas espejo deberían, para poder explicar, poder comunicarse con los procesos cognitivos que están en la base de la toma de decisiones (una hipótesis que critica Gordon 1995a pero que se aventura en Gallese & Goldman 1998).

Veamos ahora cuáles son las dificultades con las que se enfrentan estos modelos.

3.5.2. Problemas de la corriente introspeccionista

Si se considera a la Psicología de Sentido Común como una simulación mental del modo en que lo plantea Heal o Goldman, existen algunos inconvenientes vinculados a la propuesta teórica en sí y otros relaciona-dos con evidencia de psicología de desarrollo que necesitan ser resuel-tos. En cuanto al primer conjunto de problemas, se trata de la necesidad de postular conocimientos y elementos teóricos para poder realizar pre-dicciones y explicaciones de conducta. De ser así, la simulación como alternativa excluyente a la Teoría de la Teoría pierde fuerza y colapsa la diferencia entre ambas. Aquí quisiera presentar tres objeciones.

La primera apunta a la posibilidad de realizar una simulación men-tal sin un cuerpo teórico que la organice. Algunos teóricos de la teoría están dispuestos a admitir que en algunas situaciones hacemos uso de una simulación para entender a los demás, pero que esto requiere necesa-riamente la posesión de algunos conocimientos psicológicos que tienen que estar organizados en una teoría. D. Dennett, por ejemplo, planteó la cuestión de esta forma: “¿Cómo puede (la simulación) funcionar sin ser, en última instancia, una especie de teorización? Porque el estado en que me pongo a mí mismo no es de creencia, sino de creencia de una creencia fingida. Si yo creo que soy un puente colgante y me pregunto qué haré cuando el viento sople, lo que ‘venga a mí’ en mi estado de fingimiento dependerá en cuán sofisticado es mi conocimiento sobre la física y la in-

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geniería de los puentes colgantes. ¿Por qué debería mi hacerme creer que el hecho de que yo tenga tus creencias debería ser diferente? En ambos casos, el conocimiento del objeto simulado es necesario para conducir la ‘simulación’ de hacerme creer y el conocimiento debe ser organizado en algo parecido a una teoría” (Dennett 1982, p. 79). Heal le responde a Dennett criticando que pueda existir una verdadera analogía entre uno mismo y un puente. Sin embargo, a la filósofa se le escapa que es un ejemplo utilizado por sus propios colegas simulacionistas, como Currie (cfr. Currie 1995). Para ella, cuando uno simula situaciones de la vida cotidiana, no requiere ninguna teoría, mientras que para predecir lo que sucederá con un puente colgante, sí (cfr. Heal 1986, p. 44).

Lo cierto es que en el proceso de simulación tal como lo plantea Goldman, por ejemplo, se necesitan relaciones sistemáticas entre cier-tos inputs y sus outputs, que reflejan una estructura causal lógica de una teoría psicológica. Si esto significa una intromisión de la teoría en la simulación, entonces hay que reconocer que la objeción da en el blanco. Frente a estas críticas Heal, por ejemplo, termina aceptando nociones como “creencia”, “acción” y algunas de las premisas sobre las interaccio-nes que se dan entre estos elementos. Ella, sin embargo, cree que esto no la compromete con la Teoría de la Teoría. “Existe una diferencia crucial entre permitir que la gente que piensa sobre los pensamientos de los otros conozca generalidades como que creencias y deseos suelen conducir a la acción y permitir que tengan alguna teoría que muestre que las creencias específicas que ‘p’, ‘q’ y ‘r’ conduzcan a un deseo espe-cífico ‘s’” (cfr. Heal 1994, p. 141).

Goldman, por su parte, respondió a esta cuestión distinguiendo entre una simulación guiada por una teoría y una simulación guiada por un pro-ceso. El ejemplo del puente colgante de Dennett sería un caso de una si-mulación guiada por una teoría. La Psicología de Sentido Común, en cam-bio, requiere una simulación guiada por un proceso. Aun si aceptamos eso, algunos creen que para empezar a simular necesitamos contar con una base teórica que haría colapsar la dicotomía entre los enfoques ricos y pobres de información. Para poder comenzar a simular necesitamos establecer las semejanzas relevantes para el caso. Pero sólo voy a poder evaluar qué deseos y creencias son inputs apropiados utilizando algunos conceptos teóricos.5

5 Davies y Stone proponen como ejemplo de una simulación guiada por una teoría a una simulación computada de la economía de un país. La computadora es

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Churchland, por su parte, dio un paso más allá y sostuvo que “las simulaciones, aún cuando motiven las predicciones acerca de los otros, no brindan por ellas mismas una comprensión explicativa de las con-ductas de los otros” (Churchland 1989, p. 234). Es decir que para ex-plicar una conducta a partir de un modelo es necesario primero dar cuenta de este modelo. Y en el caso de explicar la conducta del otro mediante la simulación mental, es necesario antes discernir las causas de la propia conducta ya sea en circunstancias reales como simuladas y eso, para Churchland, requiere un marco de leyes o una teoría general (cfr. Brunsteins 2010 pp. 109-110).

La segunda objeción vinculada a la propuesta teórica de la corriente en Teoría de la Simulación intenta demostrar que la posesión de cono-cimientos (ya sea en forma de teoría o de simple cuerpo de informa-ción) es un factor decisivo para el éxito o fracaso de ciertas predicciones y explicaciones. Mientras que la Teoría de la Teoría sostiene que para adquirir una teoría de la mente es necesario adquirir conocimientos y habilidades, los teóricos de la simulación postulan que sólo basta con contar con ciertas habilidades, en especial la de simulación. Para estos últimos, los errores que se cometen al predecir o explicar se originan en fallos al simular, que a su vez pueden provenir de dos fuentes. O bien el sistema de toma de decisiones del simulador es diferente del simulado o bien el input que ingresa al sistema de toma de decisiones (las creencias fingidas, o cualquier otro estado mental imaginado relevante) es inco-rrecto. Si lográsemos encontrar errores en la predicción que no sean explicados por estas dos variantes que acabo de mencionar, la corriente introspeccionista de Teoría de al Simulación estaría en problemas. Y los modelos basados en la información parecen poder explicar este hecho.

De esto se trata la prueba de la penetrabilidad cognitiva. Un proceso es cognitivamente penetrable cuando un conocimiento o una represen-tación puede modificar el resultado del proceso de una manera “racio-

alimentada por datos de su economía, que organiza de algún modo para poder utilizarlos como información para su simulación. Los pasos que realice la computadora no serán isomórficos con los que lleva a cabo la economía del país. La simulación de la computadora está guiada por una teoría.

La simulación a la cual apelamos en nuestra vida cotidiana, tal como la defienden los teóricos de la simulación, no es de este estilo, sino que realmente utiliza deseos y creencias (no reales, sino “pretendidos”) para alimentar nuestro aparato mental y así obtener información acerca de la conducta de ese agente (Davies & Stone 1995).

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nal” (por ejemplo, entrando en una secuencia inferencial). Un proceso es cognitivamente impenetrable si no puede ser influenciado por estos factores.6 Para un teórico de la simulación (sobre todo radical, como Gordon, pero también más moderados como Goldman y Heal), la Psi-cología de Sentido Común es cognitivamente impenetrable porque en el proceso de comprensión y predicción de la conducta de los demás uno simplemente pone en funcionamiento el mecanismo de toma de decisiones propio, “fingiendo” que es otra persona. Si se lograra demos-trar que la predicción de la conducta es cognitivamente penetrable, eso constituiría una evidencia fuerte de que la predicción de la conducta depende de una teoría o de un cuerpo de información y no de una si-mulación (cfr. Nichols, Stich, Leslie y Klein 1996, p. 46).

La demostración de que la predicción y explicación de la conducta es cognitivamente penetrable y que, por lo tanto, no puede ser expli-cada sin hacer referencia a un cuerpo de conocimiento, ha sido objeto de intensos debates en la década del 90. Leslie y German, por ejemplo, consideran que el “punto crucial” que separa a los defensores de la Teo-ría de la Teoría y la Teoría de la Simulación es la penetrabilidad cogni-tiva (cfr. Leslie y German 1995, p. 123). Stich y Nichols, por su parte, afirman que es crucial determinar si el conocimiento y la habilidad o si sólo la habilidad basta para utilizar una teoría de la mente (cfr. Stich y Nichols 1995).

Una de las maneras más usuales con las que se demuestra la pe-netrabilidad cognitiva es el caso de la apreciación que los consumi-dores tienen de ciertos productos. Hay evidencia empírica que revela que personas que son invitadas a elegir entre muchos artículos que son absolutamente idénticos, tienden a elegir aquellos que se encuentran a la derecha. Los sujetos involucrados en la experimentación pueden exa-minar todos los ítems, revisarlos, hacer preguntas… finalmente se les dice que se lleven uno de los productos consigo. Y terminan eligiendo alguno que esté a su derecha. Si uno les pide a los consumidores que justifiquen su decisión, su respuesta rara vez coincidirá con la verdadera

6 Quien primero habló de penetrabilidad cognitiva fue Pylyshyn en 1984, refiriéndose con este término a “la alteración explicable racionalmente de un componente procesador de la conducta en respuesta a objetivos y creencias” (cfr. Pylyshyn 1984). Originalmente fue desarrollado como una crítica al encapsulamiento informacional de los módulos fodorianos, algo que mencionaré en el próximo capítulo.

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razón, sino que se escudarán en otro tipos de motivos, posiblemente ad hoc. Un teórico de la teoría explicaría este resultado aceptando que no contamos en nuestra teoría psicológica con las generalizaciones necesa-rias para poder predecir y explicar la conducta en este caso. El error que cometen los participantes de la experiencia al dar cuenta de su prefe-rencia por los productos que están a su derecha se debería simplemente a que no contaban con toda la información necesaria. El defensor de la teoría de la simulación, en cambio, se vería en serios problemas, porque una simulación de su propia conducta no podría llevar luz acerca de por qué eligió determinado ítem sobre el resto de los presentes en la gón-dola. Simular en su propio sistema de toma de decisiones la decisión del agente, pero sin tener los motivos correctos para hacerlo, no lo llevaría a una conclusión adecuada.

Otra experiencia frecuentemente citada para comprobar la pene-trabilidad cognitiva es el llamado Efecto Langer, postulado por Ellen Langer. En esta experiencia, diferentes personas deben predecir por cuánto se revenderán unos boletos de lotería.7 Como en el caso de la elección de los consumidores, las personas yerran al predecir la conducta de sus compañeros en la reventa. Como indican Davies y Stone, “si las predicciones utilizan teorías, entonces aquellas predicciones pueden ser falsas si la teoría es incorrecta en algún sentido. Las predicciones de las decisiones, de las intenciones y de la conducta pueden ser incorrectas si se basan en una teoría psicológica errónea respecto de algunos aspectos de la psicología humana” (Davies & Stone 1995, p. 23). En cambio, los errores producidos en una simulación no podrían ser explicados por información errónea, ya que una versión introspeccionista no utiliza de manera relevante información en simulación.

Hay varias respuestas que los teóricos de la simulación han brinda-do para hacer frente a esta clase de objeciones. En general, la defensa es sostener que sólo habrá simulaciones exitosas si se parte de los inputs correctos, algo que en los casos experimentados no sucede.

Un tercer y último problema teórico para la corriente introspec-cionista es que ésta explica las habilidades de los niños para adscribir estados mentales dando por sentado el acceso y autoconocimiento de

7 El ejemplo es más complejo, pero es difícil de explicar en pocas palabras. Para ilustrar el punto que quiero mostrar, basta con saber que se intenta determinar en cuánto se podría vender un boleto de lotería. Para mayores detalles, ver Langer 1975.

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estados mentales. Si puedo explicar o predecir la conducta de otra per-sona pretendiendo adoptar ciertas creencias y deseos y utilizando mi sistema de toma de decisiones, necesito primero reconocer (en mi pro-pio caso) las creencias, deseos e intenciones en cuestión. Una vez que obtengo acceso a mis estados mentales, uso la simulación para adscribir estados mentales a los demás.

Para los introspeccionistas, en especial para Goldman, el recono-cimiento de un estado mental dado “M” como tal es posible porque existe una característica específica de ese estado que es “ser M”, que me permite reconocerlo. Estas cualidades intrínsecas de los estados men-tales nos lleva a pensar en la existencia de qualia. Así, los conceptos mentales que sirven como inputs a los procesos de simulación son in-equívocamente reconocibles. Distingo entre un tipo de estado mental y otro en base a sus cualidades intrínsecas, subjetivas y accesibles. Luego, de acuerdo a mi experiencia personal y las regularidades que encuentro, simulo la vida mental de los otros, gracias a ciertos conocimientos que voy adquiriendo.

Rabossi remarca que para los introspeccionistas la simulación parte de un proceso de autoadscripción de estados mentales. Pérez, por su parte, completa señalando que entonces las autoadscripciones son más básicas que las heteroadscripciones, siendo estas últimas parasitarias de las primeras (cfr. Pérez 2004, p. 48). Esto convierte a esta variante de Teoría de la Simulación en una forma de neo-cartesianismo. Y el pro-blema de estas posiciones es cómo hacer para reconocer los diferentes tipos de estados mentales. Porque es sencillo distinguir un dolor de la percepción del color rojo o incluso entre algunos tipos de colores ro-jos, pero habría ilimitados estados mentales, ya que nuestras creencias son potencialmente infinitas (como nuestros pensamientos y deseos), y habría que determinar cómo es posible distinguirlas. Además, muchos estados mentales parecen muy similares entre sí y resultaría extrema-damente difícil reconocerlos. Así, los teóricos de la simulación de corte introspectivo deberán explicar cómo fundamentan este acceso y qué característica poseen los estados mentales que les permiten ser identifi-cados por el simulador. Deben afirmar necesariamente la existencia de estados cualitativos, fenomenológicamente identificados, que serían los que sirven como base explicativa para los estados mentales propios (cfr. Rabossi 2004, p. 26). Sólo podemos explicar los conceptos mentales ordinarios si podemos atribuirnos esos estados a nosotros mismos.

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Además, deberán demostrar qué comparten los estados mentales reales de los simulados. Aun en una simulación exitosa, existen dife-rencias importantes entre los eventos que nos interesan y la réplica que tenemos en nuestra cabeza, porque los estados mentales fingidos no son idénticos a los reales, pero se supone que mantienen una semejanza tal que basta para poder tener éxito en la atribución y predicción.

Junto con estos inconvenientes de índole teórica, existe además un cuerpo de evidencia empírica que parece desmentir las bases mismas de la Teoría de la Simulación. Además de las aplicaciones en experiencias del argumento de la penetrabilidad cognitiva con la elección de productos en góndolas y el efecto Langer en la reventa de boletos de lotería, hay algunas interpretaciones de los resultados del test de la falsa creencia que ponen en aprietos a los teóricos de la simulación. En general, los defensores de la Teoría de la Teoría sostienen que los niños recién son exitosos en esta clase de experimentos –en especial en su versión tradicional, el de Sally & Anne– cuando tienen un cuerpo de conocimientos acerca de la psicología suficiente como para responder a esta tarea o no tienen el mecanismo para utilizar ese conocimiento. Esta es, de hecho, la interpretación estándar de los resultados obtenidos ya en los primeros trabajos sobre este test (cfr. Wimmer & Perner 1983; Baron-Cohen, Leslie y Frith 1985).

Mientras los teóricos de la teoría sostienen, entonces, que el niño atraviesa por un cambio de teoría psicológica entre los tres y los cinco años, los simulacionistas deberán defender una interpretación alterna-tiva. Harris, por ejemplo, plantea que lo que ocurre es una serie de cam-bios en la flexibilidad imaginativa más que en las teorías.

3.5.3 Problemas de la corriente conductista

Gracias a su versión radical de la simulación, las ideas de Gordon sobre Psicología de Sentido Común merecen otra serie de consideraciones diferentes de las de sus colegas introspeccionistas, aunque también de-ben dar cuenta de algunas de las objeciones anteriores. Al prescindir por completo de la posesión de estados mentales para realizar simula-ciones, este filósofo se desentiende de algunos problemas pero se en-frenta a otros, que son igualmente importantes.

Un gran obstáculo en la propuesta de Gordon es poder dar cuenta con-vincentemente de la manera en que un niño aprende a reconocer y utilizar

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los estados mentales en una simulación sin apelar a la introspección. La explicación que ofrece el autor es que el niño comienza a estar “proclive” a expresar (y no a describir) sus propios deseos e intenciones. Sobre esta base, nuevas locuciones (“Yo creo que”, “Yo quiero”) pueden ser entonces introducidas y de a poco comienzan a utilizarse formas de simulación cada vez más sofisticadas para atribuir creencias, deseos e intenciones a otras personas. Todo esto se alcanza sin ningún acceso introspeccionista a las propias creencias, salvo por inferencia a partir de la propia conducta.

Esta explicación es, a todas luces, endeble y poco factible. De hecho, todos los críticos le reclaman a Gordon que no es capaz de ofrecer una buena explicación de cómo un niño podría aprender a ejercer esta suerte de autosimulación de manera tan correcta, obteniendo de mane-ra inmediata conocimientos acerca de nuestros pensamientos actuales, sólo ayudado por las locuciones de los demás y las propias.

Al negar no sólo la necesidad de poseer un cuerpo de conocimien-tos para simular sino también de la introspección, Gordon plantea que es gracias a nuestra capacidad imaginativa para transformarnos en otras “primeras personas” como identificamos estados mentales en los de-más (cfr. Gordon 1995a, p. 58). Se trata, sin dudas, de una propuesta desafiante pero que también exige mayor desarrollo y sobre la que hay más dudas que certezas. Carruthers, por ejemplo, enumera una serie de inconvenientes sobre esta cuestión (cfr. Carruthers 1996). La objeción principal es que no parece posible que se pueda dar la rutina de ascenso sin que se esté en posesión del concepto mental en cuestión. Si uno debe realizar un juicio acerca de que el sujeto cree tal y tal cosa, enton-ces se vuelve necesario poseer el concepto de creencia que es desplegado en ese juicio. Para Carruthers representar A como creyendo que P no es lo mismo que adscribir a A la creencia que P, o juzgar que A cree que P. En otras palabras, fingir “creo que P” simulando ser A es muy distinto que plantear la hipótesis “A cree que P”. Lo primero ocurre dentro del espectro del fingir y constituye una afirmación. ¿Cómo haría un simu-lador para pasar de uno a otro? ¿No habría una inferencia, después de todo, de uno mismo a otro? Gordon rechaza de plano cualquier tipo de inferencia. Pero aun cuando fuese el caso de que hay una transforma-ción de la primera persona con un nuevo sustantivo, sigue habiendo una inferencia “tácita” de uno mismo a otro. La transformación de sustanti-vo a la primera persona solamente es válido si asumo de entrada que el otro es relevantemente similar.

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Goldman realiza otras tres críticas que me parecen muy apropiadas a esta concepción de rutina de ascenso (cfr. Gordon 1995a). Primero, le recrimina a Gordon que éste evita analizar si la rutina de ascenso puede producir por sí sola autoadscripciones genuinas de creencia. Si bien en principio parecerían útiles para producir autoadscripciones –como aquellas cuando pasamos de “El Ratón Mickey tiene cola” a “Yo creo que el Ratón Mickey tiene cola”– para Goldman no se trata de autoadscripciones genuinas de la noción de creencia. En segundo lugar, incluso si aceptásemos que puede haber respuesta al planteo anterior, la manera en que Gordon presenta su modelo puede resultar engañosa. El ejemplo de los anillos de Neptuno o de la cola del Ratón Mickey son acerca de autoadscripciones de creencia. Pero un buen desempeño co-tidiano requiere mucho más que poder identificar y adscribir creencias, pero estas rutinas no parecen buenas cuando se trata de otros estados mentales, como los deseos o las expectativas. Si nos preguntan “¿Espe-rabas que la Selección Argentina ganara el Mundial?” (P1), no hay una rutina de ascenso clara para dar una respuesta. No basta con reformu-larla en una P2 del tipo “¿Ganó la Selección en Alemania?”, porque esa pregunta no nos dirá nada acerca de las expectativas que teníamos sobre el éxito futbolístico de nuestro seleccionado. Gordon no explica de qué manera las rutinas ascendentes podrían ser útiles para la gran variedad de actitudes de primera persona que se pueden tener (cfr. Goldman 1995b, p. 183). Por último, Goldman encuentra dificultades a la hora de responder las P2 –esto es las preguntas “des mentalizadas”– sin apelar a la introspección. Saber si Neptuno tiene anillos, Mickey cola o si la Selección ganó el Mundial, parece requerir buscar la respuesta dentro de uno mismo. Así, Gordon habrá entonces fracasado en su intento por evitar toda apelación a la introspección.

En esta misma línea, no son pocos los que ponen en duda la posibilidad de llevar adelante una simulación sin la previa posesión del concepto del estado mental que se va a adscribir (cfr. Davies & Stone 1995a, p. 24). Para Gordon, esta crítica malinterpreta la simulación tal como se lleva a cabo cotidianamente. Para él, el simu-lador no debe preocuparse sólo por el sujeto de la simulación, sino también por su entorno. Gordon menciona el siguiente ejemplo. Es-tamos en un bosque con un amigo siguiendo unas huellas. De golpe, nuestro amigo pega un grito y sale corriendo. ¿Cómo entender su conducta? (cfr. Gordon 1995a). Para este filósofo la clave no es pen-

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sar en la estructura psicológica de nuestro amigo mientras lo vemos alejarse espantado; sino centrarnos en qué haríamos en su situación. Esto quiere decir que debemos observar la situación hasta detectar qué cosa puede hacerme asustar y querer huir. Si nos colocamos en el lugar donde estaba nuestro amigo y miramos hacia donde él miraba, descubriremos un oso que se acerca. Este ejemplo paten-tiza, para Gordon, que ninguna teoría es requerida para simular al otro, sino que las circunstancias y el contexto donde se encuentra es suficiente para poder determinar qué haría yo en su situación. A veces, como en el ejemplo, se puede tomar físicamente el lugar del otro, mientras que en otras oportunidades la reconstrucción de las circunstancias debe hacerse imaginariamente. Para Gordon no es la psicología de mi compañero lo que interesa para simular, sino el entorno del mundo externo (la situación en la que está mi compañe-ro). La idea sería volver nuestros pasos hasta donde estaba nuestro compañero y pensar “¿Qué cosa de estos árboles, estas rocas y estos objetos pueden haber ocasionado el terror y la huida de mi compa-ñero?”. Esto no presupone generalizaciones sobre su conducta, sino simplemente ponernos en su lugar y pensar qué haríamos con el input perceptual con el que él contaba. Me proyecto en su situación, ajusto mi perspectiva del mundo con la de él y realizo juicios sobre el mundo dentro de una proyección imaginativa. Luego, con esos juicios imaginarios, alimento mi mecanismo de toma de decisiones y obtengo un output (cfr. Gordon 1995a, p. 103 y Davies & Stone 1995a, p. 20). En este sentido, parece que puedo compensar las di-ferencias relevantes que pueda tener con otra persona simplemente moviéndome hacia donde esa persona está. En el caso de que ese reposicionamiento no pueda llevarse a cabo físicamente, tiene que producirse una recentralización imaginaria del mundo (cfr. Heal 1986, p. 48 y Davies & Stone 1995a, p. 21).8

8 Heal también analiza este ejemplo, porque sus ideas originales pueden ser blanco de estas críticas. Es a partir de esta clase de situaciones que comienza a aceptar que quizás haya una intromisión de la teoría en la simulación. Por ejemplo, en el caso de que no pueda acceder a la misma visión que la de mi compañero, puede ser que necesite cierta información teórica sobre el mundo visual para poder realizar los cambios necesarios en la recentralización imaginaria del mundo. Eso constituiría una intromisión teórica, pero no necesariamente de una teoría psicológica (cfr. Heal 1986).

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Sin embargo, esta respuesta resulta insuficiente, porque no parece que simplemente con datos del medio ambiente pueda llegar a simulaciones exitosas. Por ejemplo, ¿qué pasaría si por nuestra educación no nos sintié-semos amenazados por el oso? No hay manera de que, con la sola apelación a las características del ambiente, yo pudiese en ese caso llegar a entender la conducta de mi compañero. Necesitaría algún tipo de generalización para entender su comportamiento. Y esa generalización implicaría una adhesión a la Teoría de la Teoría que Gordon no estaría dispuesto a reconocer.

Davies y Stone proponen dos maneras de superar el obstáculo. O bien reconocer la existencia de apelaciones a generalizaciones como las que señalé, pero que ocuparían un rol secundario y menor; o bien pos-tular que la intromisión de una teoría psicológica es inevitable para pasar de la información sobre el medio ambiente hacia las experiencias perceptuales y creencias. En la primera opción, la utilización de conoci-mientos teóricos representarían un “atajo” inferencial, una manera más rápida de arribar a un conocimiento que podría obtenerse por simula-ción. En la segunda opción, el conocimiento teórico psicológico es el puente entre la información que nos presenta el ambiente y la atribu-ción de experiencias perceptuales y creencias. Pero es la simulación lo que permite pasar de la atribución de creencias y deseos a predicciones y explicaciones de la acción (cfr. Davies & Stone 1995a, p. 22).

Frente a estas objeciones, la Teoría de la Simulación parece quedar acorralada. Antes de presentar una evaluación general tanto de esta po-sición como de la Teoría de la Teoría, todavía resta exponer otra manera de entender a la Psicología de Sentido Común dentro del Enfoque Cartesiano. Se trata de las propuestas modularistas, de las que me ocu-paré en el capítulo siguiente.

3.5.4 Mi evaluación de la Teoría de la Simulación

A pesar de que la Teoría de la Teoría fue durante una década y media la opción más popular a la hora de entender a la Psicología de Sentido Común, el análisis que llevé adelante en 2.5 –y en especial 2.5.4– re-flejó que encuentro más deudas y problemas con esta propuesta que ventajas. Si bien en el pasado me sentí atraído por esa posición (cfr. Balmaceda 2010), luego de todo lo expuesto en las últimas páginas me siento inclinado a concederle más ventajas a la Teoría de la Simulación

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de lo que originalmente pensé. No es que quiera adherir por completo a ninguno de los modelos simulacionistas que acabo de presentar, sino que encuentro muy atractivos ciertos elementos que son compatibles con mis propias ideas e intuiciones.

A diferencia de lo que sucede con la noción de teoría, aquí creo que sí se puede sacar provecho heurístico de la idea de simulación. Aun cuando no hay una manera unívoca de entender el término (cfr. 3.2.1), se pueden alcanzar definiciones útiles para el estudio de las posibles estrategias de atribución mental. Heal y Goldman, por ejemplo, exponen de manera clara cómo podrían ser los pasos de esta suerte de recreaciones imagina-rias puestas en marcha para entender al otro. No estoy de acuerdo con la totalidad de sus planteos, pero sí considero que aciertan al proponer que en ocasiones podemos comprender al otro al poner en marcha, fuera de línea, nuestro sistema de toma de decisiones con estados mentales que no son los propios, sino los simulados, y que sirven para alcanzar acciones que no llegan a efectivizarse pero que son buenas pistas de lo que el otro hizo o lo que hará. Esta clase de simulaciones, sin embargo, requieren de la existencia de algunos conocimientos sobre el mundo y los individuos involucrados y de ciertas informaciones relevantes. Con esto no quiero afirmar que exista una intromisión de un cuerpo de datos con forma de teoría en el ámbito de lo mental, pero sí que las propuestas híbridas y más laxas con respecto a la estructura de estos datos –como las de la misma Heal en la última mitad de la década del 90 (cfr. Heal 1996b) o la de Goldman en su libro Simulating Minds (cfr. Goldman 2006)– presentan menos inconvenientes y son menos vulnerables a las críticas. No existen razones por las cuales haya que excluir esta clase de conocimientos teóri-cos de una simulación para comprender los estados psicológicos que tie-nen los otros. Tener en claro esta presencia permite alcanzar recreaciones imaginativas más atinadas y pertinentes y facilita entender cómo podrían llevarse a cabo las simulaciones (cfr. Goldman 1995b, p. 184). Además, ofrecen vías para escaparle a las críticas a las que se enfrentó tradicional-mente el introspeccionismo.

Los modelos de simulaciones fuera de línea, utilizando informa-ción teórica del medio y del sujeto a imitar, ofrecen la mejor manera para explicar algunos de los casos que mencioné en el primer capítulo. Es lo que sucede, por ejemplo, con los dos ejecutivos que pierden por diferentes razones sus vuelos por llegar tarde al aeropuerto (mi caso 13 presentado en 1.4.2, una versión libre del ejemplo de Kahnemann

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y Tversky expuesto en 3.2.2). Es claro que la mejor manera de saber cuál de los dos ejecutivos es el más enfadado con la pérdida del vuelo es imaginarse a uno mismo en el lugar del cada uno según sus respectiva-mente circunstancias.

En mi caso 9 (adaptado de Gordon 1995a), cuando Lissa sale de ex-cursión en el bosque con su amiga Lourdes y ésta se asusta al ver un oso, no sé si puede resultar tan claro que lo que se pone en juego allí es una simulación tal como la plantea la corriente instropeccionista. Pero es innegable que esa interpretación parece más factible y fiel a la realidad que cualquiera que podría ofrecer la Teoría de la Teoría. Finalmente, con respecto a la empatía emocional –la situación 15 de entristecerse con la desgracia de Fito al recordar la muerte de nuestra mascota o en la 16, con el llanto contagiado de Hilda y Fabiana– la Teoría de la Simulación ofrece una explicación que podría convencer a algunos. En lo personal, estos ejemplos pueden ser mejor comprendidos a la luz de algunas de las estrategias de atribución mental que presentaré en la segunda parte de este trabajo.

A pesar de esta afinidad que siento por estos aspectos de la Teoría de la Simulación, creo que hay que ser cuidadoso con la evidencia em-pírica disponible. Así como los resultados de los tests de la falsa creen-cia sólo pueden ser aceptados luego de reflexionar seriamente sobre su alcance, la existencia de neuronas espejo también debe ser considerada con cautela. Más allá de la gran cantidad de bibliografía que existe al respecto, se trata todavía de un campo muy joven y altamente especu-lativo, por lo que no debería ser tomado como un elemento decisivo en ningún caso. Además, y como también ya marqué, las neuronas espejo han sido incorporadas en algunos modelos de la Teoría de la Teoría (cfr. 3.5.1), por lo que es apresurado creer que la existencia de este tipo de estructura en humanos, si se comprobase su existencia, bastaría para darle el apoyo final a la Teoría de la Simulación.

Con respecto a la postura radical que presenta Gordon, y que pre-senté en la exposición sobre la corriente conductista (cfr. 3.4), la en-cuentro confusa, incompleta y poco atractiva. Es confusa porque no explica de modo claro cómo es que se consigue una simulación que no apele a la introspección, que no ponga en juego una inferencia analó-gica o que no requiera la posesión de los conceptos que se adscriben. El modelo es incompleto porque no ofrece una correcta caracteriza-ción de dos de sus nociones fundamentales, “la proyección total” que

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se pone en juego en esta peculiar forma de simulación (cfr. Gordon 1995a, p. 101) y la rutina de ascenso con las que se llevan adelan-te afirmaciones dentro de la simulación (cfr. Gordon 1995b). Estas graves deficiencias, que dejan a los lectores perplejos y con ganas de entender cómo es que este modelo consigue superar a la Teoría de la Teoría y a la corriente introspeccionista, convierte a la simulación radical en una propuesta poco atractiva e interesante como para ser tenida en cuenta. El “ponerse en los zapatos del otro” que propone en reiteradas ocasiones Gordon se vuelve una imagen vacua y trivial si no es acompañada por un desarrollo en detalle de qué es a lo que hace exactamente referencia.

Por estos motivos, a partir de ahora dejaré de lado el modelo de simulación radical de Gordon porque considero que no es útil para los fines que me propongo en este trabajo. Cuando en los dos últimos capítulos exponga mis propias ideas con respecto a la Psicología de Sentido Común, no rescataré nada de esta propuesta, y cuando en el capítulo 5 reúna y exponga las afirmaciones compartidas por el Enfo-que Cartesiano, quedará a la luz que los rasgos distintivos de las ideas de este filósofo no pueden ser recogidos fácilmente junto con los de los otros autores. Esto es también la razón por la cual es vano tratar de aligerar sus rasgos más controvertidos para hacer que coincidan con sus colegas, ya que al hacerlo se desdibujará por completo la impronta original de sus ideas.

Aceptar parte de la Teoría de la Simulación no me convierte en enemigo de la Teoría de la Teoría ni significa que acepte sin más el escenario dicotómico y excluyente que se planteó en algunos de los debates alrededor del Enfoque Cartesiano. De hecho, no sólo existen más opciones sobre la mesa –tal como quedará claro en la segunda parte de este trabajo– sino que hay una tercer modelo posi-ble de Psicología de Sentido Común. Se trata de aquel que postulan los defensores de una visión modularista de la mente. De ellos me ocuparé en las próximas páginas, para luego defender en el capítulo 5 la existencia de supuestos comunes que subyacen a estas tres di-ferentes maneras de entender a nuestra comprensión cotidiana de los demás.

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4. Enfoque Cartesiano. La propuesta modularista

4.1 Introducción

En medio de la extensa, y no siempre clara, discusión entre teóricos de la teoría y teóricos de la simulación, a partir de mediados de la década del 90 tomó fuerza una tercera manera de dar cuenta de nuestra forma cotidiana de comprender la mente de los demás. Si bien las bases de estas ideas ya estaban disponibles desde hacía al menos diez años, y sus autores principales ya las habían postulado poco tiempo después de la consolidación de la Psicología de Sentido Común como área de interés en la Filosofía de la Mente, numerosos avances en los estudios en ciencias cognitivas le dieron nueva fuerza a los planteos originales.

Esta tercera postura nace de una aplicación de las ideas origina-les de Jerry Fodor relativas a las características de ciertas “partes” de nuestra arquitectura mental, a saber los sistemas de input, que fueron retomadas y extendidas a otras “partes” de nuestra mente bajo diferen-tes perspectivas por distintos autores en diferentes campos. Si bien creo que cuenta con los elementos necesarios para que sea considerada una opción por derecho propio y una manera complementaria de acercarse a la Psicología de Sentido Común, para algunos no se trata más que de una variante de la Teoría de la Teoría (cfr. Goldman 2006, Pérez 2012, Brunsteins 2004).1

Quizás la motivación principal para defender esta idea es pensar que la manera en que entendemos a los demás en nuestras relaciones

1 De hecho, el texto de Brunsteins es una respuesta a un artículo de mi autoría (Balmaceda 2010), en el que critico el Enfoque Cartesiano y distingo estos tres modelos. Para la filósofa argentina, en cambio, la postura modularista no es sino una variante de la Teoría de la Teoría

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de todos los días representa una parte muy importante en el desarrollo normal de una persona, y que un componente tan esencial para nuestra vida no puede dejarse librado al azar (o al simple aprendizaje de gene-ralizaciones sobre conductas humanas o el desarrollo de teorías a partir de la experiencia, por ejemplo). Para estos investigadores, en cambio, resulta evidente que la Naturaleza nos ha dotado con ciertas estructuras con las que ya nacemos y que nos sirven para movernos socialmente y que se activan a partir de los estímulos adecuados. Estas estructuras son entendidas como módulos de la mente y quienes defienden este tercer modelo pueden ser llamados teóricos modularistas de Psicología de Sentido Común.2

La caracterización, cantidad y patrones de desarrollo de estos mó-dulos varía según los modelos, tal como quedará claro a partir de las exposiciones de los diferentes autores que mencionaré en este capítulo. Lo que comparten todos los acercamientos modularistas a la Psicolo-gía de Sentido Común es la defensa de la idea de que las habilidades de sentido común o el repertorio de conceptos que ponemos en jue-go en nuestras relaciones cotidianas con otras entidades a las que les adjudicamos una mente no es azaroso ni depende únicamente de la experiencia o el aprendizaje, sino que su aparición está vinculada de manera esencial a la maduración de ciertas estructuras neurocognitivas del cerebro. Estas estructuras son los módulos.

Es importante señalar que en casi la totalidad de los trabajos sobre modularidad de la mente en relación con la Psicología de Sentido Co-mún, el término original en inglés Folk Psychology ha sido reemplazado por Theory of Mind o su abreviatura ToM (cfr. 1.2.2). Hablar de una “teoría de la mente” parece comprometernos con la Teoría de la Teo-ría. Sin embargo, en este caso se trata de un uso laxo del término, tal como el que le dieron Premark y Woodruff en 1978, sin pretender con esto defender las características de una teoría científica o una teoría en

2 En realidad, a diferencia de las dos posiciones anteriores, no existe una manera canónica de denominar a esta posición. En este capítulo hablaré de “propuesta modularista de Psicología de Sentido Común”, “teóricos modularistas de la mente” o expresiones similares para hacer referencia a la postura que sostiene que una o varias partes esenciales de los mecanismos que rigen nuestra Psicología de Sentido Común tienen un carácter modular.

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sentido fuerte.3 Para ser fiel con lo que se proponen estos autores, en este capítulo hablaré de “Teoría de la Mente” para hacer referencia a la “Theory of Mind” o “ToM” a la que los modularistas hacen referencia y que, en líneas generales, puede identificarse con las habilidades madu-ras de Psicología de Sentido Común, que surge a partir de un conjunto de mecanismos innatos que luego acompañan al sujeto durante su uso.

Como mencioné más arriba, quien postuló por primera vez que al-gunos componentes de nuestra mente podían ser módulos fue Fodor (1896). Él no estaba pensando en la Psicología de Sentido Común cuando presentó por primera vez sus ideas, sino en otras estructuras que revestían para él carácter modular. Sin embargo, la tesis modu-larista atrajo casi de inmediato a muchísimos filósofos, psicólogos y antropólogos, quienes vieron en este modelo una manera eficiente de interpretar las distintas informaciones que tenían acerca de la mente humana, modificando y extendiendo la posición original del autor de La modularidad de la mente.

En este capítulo voy a desarrollar los modelos de dos de estos pensadores que llevaron las ideas de modularidad al terreno de la Psi-cología de Sentido Común. Para ello, primero haré una breve historia de la relación entre los módulos y los distintos modelos de arquitec-tura cognitiva, explicando brevemente cuál era la posición original de Fodor y por qué resultó tan interesante para los filósofos de la mente. Luego, expondré los dos desarrollos más importantes en el área de la que me ocupo en este trabajo: el modelo de Alan Leslie y el de Simon Baron-Cohen.

Al poner el foco en las estructuras y mecanismos que subyacen a las habilidades de Psicología de Sentido Comín, la propuesta modu-larista no es en principio incompatible con las versiones de nivel per-sonal de la Teoría de la Teoría o la Teoría de la Simulación. Como espero que resulte claro cuando exponga los modelos, en muchos casos se los puede concebir como enfoques complementarios que involucran un compromiso mayor que con simplemente la Psicología de Sentido

3 Existen, además, razones de estilo para el uso de “ToM” en algunos autores. En el segundo apartado de este capítulo, por ejemplo, mencionaré los mecanismos SAM y ToBY, siglas elegidas por Leslie para nombrar dos mecanismos por ser homónimas de sobrenombres. Para este investigador, el uso recurrente de Tom, Sam y Toby nos hará pensar “que estamos hablando de viejos amigos” y no de estructuras aburridas (cfr. Leslie et al. 2004).

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Común.4 En este capítulo, de todos modos, trataré de enfatizar algunas diferencias entre las posturas que ya vimos (sobre todo con los modelos de Wellman y Gopnik y Meltzoff ).

Leslie plantea que la adquisición de ToM se realiza mediante la ma-duración de diferentes mecanismos de dominio específico que le sirven al sujeto para relacionarse tanto con agentes como con objetos. Estos mecanismos son ToBY (Theory of Body), que le permite al niño recono-cer, entre otras cosas, a los agentes que poseen algún tipo de “energía interna” (cfr. Flavell 1997); ToMM1 (Theory of Mind mechanism), que le permite entender que las otras personas y agentes comprenden el medio y tienen diferentes objetivos; y ToMM2, que los niños puedan entender a los agentes como manteniendo actitudes hacia la verdad de las actitudes proposiciones. Junto con ToMM1 y ToMM2, el niño debe tener, también, un procesador de selección o SP (selection processor), que es una función de propósito general que le permite al niño realizar ta-reas ejecutivas, como por ejemplo inhibir respuestas en el test de la falsa creencia (cfr. Leslie 1994; Leslie, Friedman & German 2004).

Baron-Cohen, por su parte, comparte la mayoría de las ideas de Leslie acerca de los mecanismos cognitivos de la comprensión social, sobre todo en lo que se refiere a la caracterización de ToMM. Él com-pleta la visión de Leslie, y en cierto sentido la profundiza, al proponer otros tres módulos que cooperan para poder desplegar con éxito las habilidades de Psicología de Sentido Común. Estos módulos son el detector de la intención o ID (Intentionality Detector), que pone en re-lación a un agente con un objeto, en términos de un deseo o un objetivo en una relación diádica; el mecanismo detector de la dirección de la mirada o EDD (Eye Direction Detector), que permite que el niño reco-nozca en relación a un agente con un objeto, pero sólo en términos de observar o mirar hacia el objeto en una relación diádica; y el mecanis-mo de atención conjunta (Shared Attention Mechanism), que procesa la información generada por ID o EDD y produce una relación triádica, que luego son procesadas por ToMM. Antes de analizar en detalle estos modelos, señalaré en pocas páginas cuál es el origen del interés por los módulos en la mente.

4 Tal como señalé en el capítulo 3, la Teoría de la Teoría también involucra compromisos con otros dominios de la mente, además de la psicología.

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4.2 La tesis de la modularidad

4.2.1 La modularidad (original) de la mente

Inspirado por el trabajo original de Noam Chomsky, Jerry Fodor pu-blica en 1983 una de las obras fundamentales de su extensa carrera, La modularidad de la mente. Como quedará claro en este capítulo, las ideas expuestas en ese texto influenciaron de manera decisiva a mu-chos investigadores de áreas como Filosofía de la Mente y Filosofía del Lenguaje, generando gran interés en la escena del pensamiento de ese entonces y con repercusiones que todavía puede sentirse hoy.

En La modularidad de la mente Fodor retoma la concepción chom-skiana de modularidad –que podría ser caracterizada, como lo hacen Coltheart y Davies 1992, como modularidad analítica– y la modifica sus-tancialmente.5 Fodor le imprime a la noción de modularidad un cambio rotundo de perspectiva al considerarla desde el punto de vista del proce-samiento de la información. Los módulos son, para Fodor, sistemas de procesamiento de la información cuya función consiste en tomar los es-tímulos que ingresan al sistema como input e internamente modificarlos hasta obtener, finalmente, como outputs representaciones estructuradas.

La modularidad de la mente es quizás un título engañoso para el libro que publicó, porque este autor nunca pensó que la mente fuera comple-tamente modular. La tesis que Fodor expone allí, en cambio, es mucho más modesta y será criticada y modificada por muchos de sus colegas. Para él existen diversos tipos de sistemas en nuestra mente, algunos de los cuales son modulares y otros no.

La concepción de arquitectura cognitiva que adopta Fodor involu-cra entender la cognición a partir de dos grandes sistemas, un sistema central y un conjunto de sistemas periféricos.6 El sistema central es un bloque más o menos homogéneo de procesadores centrales, que no

5 El análisis de Fodor retiene, sobre todo, la concepción general de Chomsky de que los módulos pertenecen al patrimonio genético de la especie, pero agrega o modifica casi por completo el resto de sus características (cfr. Justo 2004; Goldman 2006).

6 El modelo de taxonomía funcional de los procesos psicológicos de Fodor tiene tres categorías: los transductores, los procesadores centrales y los sistemas de entrada. En el texto original admite que podría ser el caso de que existan más de un sistema central (cfr. Fodor 1983, p. 65).

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son modulares y cuya función es la formación o fijación de las creen-cias. Los procesadores centrales (que tienen acceso irrestricto a toda la información conceptual del organismo) tienen un carácter global y se encargan de organizar las representaciones que provienen de los siste-mas de entrada, que son automáticos y autónomos.

Los sistemas periféricos son sistemas de entrada, los únicos siste-mas cognitivos que para Fodor merecen ser considerados modulares. Son sistemas especializados, encargados principalmente de la percep-ción, pero también de algunas tareas motoras.

Fodor postuló originalmente que los sistemas modulares tenían las siguientes características:

• Están asociados a una arquitectura neural fija• Presentan pautas de deterioro específicas• Son rápidos• Tienen un funcionamiento obligatorio• Sus productos se refieren a aspectos superficiales• Existe un acceso limitado de los procesadores centrales• Presentan un encapsulamiento informacional• Están ontogenéticamente determinados• Son específicos de dominio

En el texto original en el que describe los módulos de esta manera, Fodor los postuló específicamente para los sistemas de entrada, men-cionando explícitamente sólo a los sistemas de percepción básicos y al lenguaje. Pero esta manera de entender algunos de los componentes involucrados en nuestros procesos cognitivos resultó muy atractiva y al poco tiempo de publicarse La modularidad de la mente (e inclusive un poco antes, cuando Fodor ya presentaba algunas de sus ideas en otros escritos menores), esta concepción se volvió muy popular no sólo entre filósofos de la mente, sino también en psicológos del desarrollo, antropólogos sociales y otros especialistas. Autores como L. Cosmi-des, E. Spelke, S. Pinker, J. Tooby, D. Sperber y S. Stich se apropiaron del término y su espíritu para aplicarlos según sus intereses. En todos los casos presentaron versiones personales con cambios que el mismo Fodor se encargaría de desacreditar en varios artículos. Sin embargo, esta popularidad es una clara prueba del impacto que causó.

La concepción fodoriana de módulo es muy precisa y, en cierto sen-tido, estrecha, porque postula que sólo se puede predicar modularidad

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a los sistemas periféricos. Quienes se entusiasmaron con estas ideas, las retomaron para apropiárselas y, en general, las expandieron más allá de los límites originales y avanzaron sobre el terreno de los procesos cen-trales. Así, no resulta sorprendente que algunos autores hayan aventu-rado que toda nuestra Psicología de Sentido Común podría llegar a ser modular. Para ellos, las características que Fodor había postulado para los módulos le calzaban perfectamente a ToM. Mencionaré brevemen-te, antes de pasar a analizar las propuestas de Leslie y Baron-Cohen, cuáles eran las coincidencias que encontraban estos filósofos. De esa manera, quizás, resulte claro el entusiasmo con el que tantos autores abrazaron la modularidad y por qué se sintieron autorizados a hacerlo.

4.2.2 La modularidad (modificada) de la mente

Si tomamos las características de los módulos que propone Fodor y las convertimos en requerimientos para que una estructura sea considerada modular, tendremos una manera de comprobar si un modelo de Teoría de la Mente puede ser considerado modular o no.

En primer término, Fodor sostuvo que los módulos se hallan aso-ciados a una arquitectura neural fija (cfr. Fodor 1983, p. 139). En este sentido, existe evidencia de una ubicación precisa de Teoría de la Mente en nuestro cerebro. A partir de distintos estudios en neuroimágenes, hay un acuerdo entre los investigadores en que las áreas de la amígdala, los ganglios basales y las corteza temporal y frontal se activan cuando explicamos y predecimos la conducta de los demás apelando a deseos y creencias (cfr. Frith & Frith 1999; Schulkin 2000).

Otras dos características de los módulos son la obligatoriedad y la rapidez, notas que parecen estar presentes en la atribución cotidiana de deseos y creencias. Fodor también menciona que los productos de los módulos se refieren a aspectos superficiales, otra condición que se cumpliría en el caso de Teoría de la Mente, ya que sus outputs no son ni complejos ni sofisticados.

La superficialidad y la rapidez están íntimamente ligadas con el en-capsulamiento informacional, otro rasgo propio de los módulos.7 Para

7 La idea de esta relación es que la superficialidad del output está garantizada por el encapsulamiento y es lo requerido para que el sistema sea rápido (cfr. Garfield, 1987).

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Fodor, las operaciones de los sistemas de entrada modulares no se ven afectados por ningún flujo “descendente” de información.8 En este sen-tido, muchos sugieren que Teoría de la Mente no utiliza ningún tipo de información teórica externa.

En cuanto a la inaccesibilidad de los sistemas centrales a la infor-mación contenida en los módulos, este criterio también parece cum-plirse si pensamos que no existiría acceso a los niveles inferiores de procesamiento de la información que realiza Teoría de la Mente, sino solamente a sus outputs.

Los numerosos estudios en Psicología del Desarrollo que se reali-zaron sobre la Psicología de Sentido Común remarcan, además, la exis-tencia de un patrón universal de adquisición de capacidades mentales que se manifiesta ya en los primeros meses de vida. Esto señalaría una determinación ontogenética, en el sentido de que buena parte del curso evolutivo de la Teoría de la Mente en los seres humanos está determi-nado ontogenéticamente, cumpliendo así un nuevo requisito de la lista original de Fodor.

Finalmente, Fodor postuló que los módulos deben trabajar sobre un dominio específico. Si recordamos las funciones tradicionales de la Psicología de Sentido Común, tal como la plantea la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación, podemos pensar a la Teoría de la Mente como ocupándose específicamente de la explicación y predicción de la conducta propia y de terceros a partir de la atribución de estados mentales.

Todas estas coincidencias hicieron a muchos pensar que existían buenas razones para pensar a la Teoría de la Mente como un módulo, a pesar de que el mismo Fodor siempre rechazó de plano esta posibilidad y argumentó en contra de aquellos que querían extender sus ideas por fuera de los sistemas periféricos. Su prédica, sin embargo, no fue escu-chada y hoy, parafraseando a Aristóteles, “módulo se dice de muchas maneras”. Esta diversidad de sentidos y referencias quedará a la luz con la exposición que realizaré en los siguientes apartados de las propuestas de Leslie y Baron-Cohen.

8 “Descendente” en el sentido de los modelos Top-Down, donde informaciones de orden superior pueden modificar procesos periféricos.

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4.3 El modelo de Alan Leslie

4.3.1 Introducción

La propuesta que ofrece Alan Leslie para comprender la manera en que interactuamos cotidianamente con los demás entendiéndonos como entes con mentes es interesante y única por diferentes razones. Por un lado, considero que establece con claridad una verdadera tercera posición frente a la disputa entre teóricos de la teoría y teóricos de la simulación. Si bien se reconoce cercano a los primeros, este psicólogo no tiene demasiadas vueltas para criticar con dureza las posiciones de Teoría de la Teoría de Wellman o Perner o para desechar de plano ideas como las de Gordon por considerarlas inviables. Por otro lado, su propuesta se nutre de la visión modularista original introducida por Fodor, pero con una impronta que se aleja de las ideas del autor de La modularidad de la mente y se inscribe en las de aquellos que, como señalé en el apartado anterior, toman parte de las ideas de Fodor para dar su propio veredicto.

Para Leslie, el debate entre Teoría de la Teoría y Teoría de la Si-mulación se puede sintetizar entre la disputa acerca de qué es nece-sario para utilizar Teoría de la Mente: si un cuerpo de conocimientos y ciertas habilidades, tal como afirmarían los teóricos de la teoría, o simplemente algunas habilidades –quizás solamente una: la de ponerse en el lugar del otro– tal como afirmarían los teóricos de la simulación.9

Sin embargo, para él representa un error centrar toda la discusión teórica sobre Psicología de Sentido Común en este núcleo, pues en rea-lidad el foco de los análisis y modelos debería estar puesto en la manera en que Teoría de la Mente es adquirida y cómo es que se desarrolla en los diferentes estadios de crecimiento, en vez de en cuáles son los ele-mentos que los adultos ponen en juego en su práctica habitual.

Así, Leslie restringe explícitamente su campo de estudio a la etapa de adquisición de Teoría de la Mente y a una pocas etapas inmedia-tamente subsiguientes, centrándose en sus escritos en investigaciones empíricas en niños normales y autistas. De hecho, lleva un paso más

9 En ese sentido, podríamos decir que Leslie está restringiendo su noción de “Teoría de la Simulación” a la versión introspeccionista y no a la radical (cfr. 3.3 y 3.4).

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136 Psicología de Sentido Común

allá el interés de autores como Wellman y Gopnik y Meltzoff por los experimentos y le otorga un gran peso a los resultados obtenidos en los estudios empíricos. La mayor parte de los artículos que tiene pu-blicados en la década del 90, y en los que me baso para la exposición de sus ideas, son de autoría compartida con psicólogos del desarrollo y científicos especializados en el campo de la neurología, como T. P. Ger-man o B. J. Scholl. Por otro lado, Leslie ha contribuido en numerosas e interesantes modificaciones a los test de la falsa creencia.

4.3.2 La Teoría de la Mente como un mecanismo de atención selectiva

Todo el trabajo de Leslie puede verse orgánicamente como un intento de entender ToM haciendo foco en su período de adquisición y en su etapa temprana. Este marcado interés por los niños radica en que Les-lie confía en que centrándonos en sus habilidades mentalistas, podre-mos diferenciar los aspectos importantes en que difiere con el modelo que utilizamos los adultos, y así alcanzaremos una caracterización más cercana a la realidad.

Leslie parte de la asunción, mínima, de que el niño está dotado de un sistema representacional que le permite capturar propiedades cog-nitivas que subyacen a la conducta. Así, ToM es caracterizada como un mecanismo de atención selectiva, que nos permite concentrarnos y aprender acerca de los estados mentales de terceros. En otras palabras, ToM es entendida en este caso como una capacidad de base modular que no puede ser completamente desarrollada por los sujetos si no es estimulada de manera apropiada por el medio en el que el sujeto se mueve.

La base sobre la que se construye ToM presenta dos rasgos claves: su especificidad y su innatismo (cfr. Scholl & Leslie 2001). Su base de Teoría de la Mente es específica en tanto es determinada por meca-nismos especializados que no se aplican a otros dominios y que, por lo tanto, pueden encontrarse dañados en algunos sujetos. Por otro lado, la base es innata en tanto las presentaciones propias de ToM se encuen-tran, para Leslie, presentes en nuestra dotación genética y se “despier-tan” por la presencia de los estímulos necesarios, de manera parecida a los cambios que experimentamos en la pubertad.

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Esta caracterización arrima a Leslie a una postura modularista como la defendida por Fodor para nuestros sistemas de entrada. Sin embargo, Leslie prefiere considerarse a sí mismo como un teórico de la teoría,10 aunque siendo cauto a la hora de definir el alcance de la teoría que despliega el niño en el uso de sus capacidades mentalistas. Más adelante evaluaré cuál considero que es para mí el alcance de esta adhesión a la Teoría de la Teoría.

Sin embargo, el innatismo y la especificidad sólo se aplican a la base de Teoría de la Mente, lo que deja lugar a que durante el desarrollo y sofisticación de nuestras capacidades mentalistas otros factores y meca-nismos entren en juego.

La Teoría de la Mente sufrirá varios cambios a partir de la más temprana niñez. Por un lado, la base innata modular es susceptible de ser “moldeada” posteriormente por un desarrollo interno al módulo, utilizando sólo información que tiene permiso de traspasar los límites informacionales del módulo (cfr. Scholl & Leslie 1999, p. 149). Por otro lado, ya que la Teoría de la Mente no es completamente modular, del mismo modo en que la totalidad de la percepción tampoco lo es (cfr. Scholl & Leslie 1999, p. 697), existen algunas propiedades y conte-nidos de esta capacidad que son aprendidos por inducción y presentan, de este modo, penetrabilidad cognitiva.

La idea detrás de este planteo es que existe una Teoría de la Men-te temprana de carácter modular que, en cierto momento, comienza un proceso de desarrollo que desembocará en una Teoría de la Mente madura, que es la que compartimos todos los adultos. Esto es lo que determina que existan potencialmente infinitas variedades de Teoría de la Mente maduras, y que muy posteriormente muestren signos de encapsulamiento informacional. La Teoría de la Mente es para Leslie, entonces, mucho más que una simple teoría o un mero repertorio de conceptos, es un mecanismo de atención selectiva. El rol de los concep-tos de estados mentales es permitir que nos centremos en las propie-dades de los estados mentales de los agentes, y de ese modo, aprender acerca de su vida mental (cfr. Leslie 2002, p. 1245). De este modo, Leslie puede insertar este modelo en lo que denomina “una arquitectu-

10 No todos están de acuerdo en esta autofiliación de Leslie con los teóricos de la teoría. Goldman, por ejemplo, no cree que esto sea tan claro y plantea algunas objeciones (cfr. 4.5.3.).

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ra de núcleo cognitivo”. Se trata de superar las arquitecturas cognitivas tradicionales, interesadas en el desarrollo cognitivo, con un nuevo tipo de arquitectura que pone el foco en los sistemas de procesamiento de información que están en su base.

4.3.3 Las M-representaciones y los juegos de ficción

Como acabo de señalar, Leslie está interesado principalmente en la eta-pa de adquisición de la Teoría de la Mente. Por eso, el objetivo de su modelo es, justamente, dar cuenta de esta adquisición en niños peque-ños, normales o con déficits específicos, como el autismo.

En este modelo juega un papel importante un tipo de estructura informacional específico, la metarrepresentación. En el caso de Leslie, las metarrepresentaciones son vitales porque posibilitan la descripción de una conducta centrada en el agente a partir de su relación con tres elementos y ofreciendo cuatro tipos diferentes de información. Así, la metarrepresentación (de aquí en más, M-representación, siguiendo la nomenclatura de Leslie y para evitar que se confunda con otros con-ceptos que podrían parecen similares) permite describir una situación a partir de la agencialidad haciendo explícitos cuatro tipos de informa-ciones (Leslie & German 1995, p.126):

1. identifica al agente (que mantiene...);2. una actitud identificada (con una...);3. proposición identificada (que describe...);4. una porción específica de la realidad donde se “ancla” la acti-tud del agente.

El ejemplo predilecto de Leslie para ilustrar estos casos es el juego de ficción, en el que se finge que una banana es un teléfono (cfr. Leslie 1987, 1994, 1995, 2002). En él, una madre juega con su hijo simulan-do tener una conversación telefónica utilizando una banana. La madre toma la banana, dice “el teléfono está sonando”, atiende la llamada y le alcanza la banana al niño, diciéndole “es un llamado para vos”.

Si el niño sólo pudiera representar la conducta observable de su madre, no podría recuperar el significado de esa extraña conducta. Para que el niño comprenda la situación, debe poder ser capaz de inferir que

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la madre está pretendiendo que la banana es un teléfono, y para eso debe computar la siguiente M-representación:

Madre PRETENDE (de) la banana (que) “es un teléfono”

Existe evidencia empírica que señala que niños de dos años ya pue-den interpretar esta situación e interactuar sin problemas (cfr. Harris y Kavanaugh 1993, Leslie 1987, 1994, 2002). Poder involucrarse satisfac-toriamente en el juego de la banana-teléfono significa cumplir con los cuatro requisitos recién mencionados. El primero es verificar quién es el agente. El segundo es identificar la relación entre el agente y dos as-pectos de la situación: el aspecto real (codificado en una “representación primaria”) y el aspecto imaginario (codificado en una “representación desacoplada”). La M-representación señalada muestra al agente, madre, con una actitud, “pretende que es verdadero”, hacia un contenido “es un teléfono” haciendo referencia a la banana (cfr. Leslie 2002 p. 1236). Formar y procesar esta M-representación requiere que nuestra men-te pueda procesar e integrar diferentes informaciones provenientes de distintas fuentes.

Como acabo de señalar, entonces, en el sistema de Leslie se de-ben conjugan las representaciones primarias con las desacopladas. En el caso de las primeras, se trata de una descripción literal de lo que reportan los sentidos. Estas representaciones pueden ser definidas por su relación semántica directa con el mundo. Para este autor son son “literales y sobrias”, ya que representan el mundo de una manera útil a las necesidades del organismo (cfr. Leslie 1987, p. 414). Las habilidades perceptuales, una de las fuentes principales del conocimiento que tiene el niño, se manifiestan en representaciones primarias.

Las representaciones desacopladas, en cambio, son representaciones opacas en un triple sentido: en ellas falla la generalización existencial, la substitución de idénticos y la conservación de la verdad (cfr. Leslie & German 1995). Representaciones primarias y representaciones desaco-pladas, unidas, pueden ser enriquecidas con relaciones informacionales (actitudes conceptuales) y así dan lugar a la M-representación, una es-tructura relacional más compleja que le permite al niño acceder a un entendimiento del mundo que hasta ese momento no le era permitido. Se trata de una comprensión más específica, pero aun así limitada, de determinadas situaciones propias de las interacciones sociales. Gracias

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a las M-representaciones el niño logra entender las conductas de los demás comprendiendo no sólo las actitudes particulares que están in-volucradas del agente, sino también cuál es el estado real de las cosas y cuál es el estado de cosas que el agente está fingiendo o que pretende.

El particular énfasis que Leslie pone en este tipo de situación, que no es remarcado especialmente ni por la Teoría de la Teoría ni por la Teoría de la Simulación, constituye una marca personal de su modelo. Según su visión, la habilidad para fingir y la comprensión de cómo los otros fingen es de vital importancia en la Teoría de la Mente y tiene grandes conse-cuencias para el estudio del desarrollo psicológico de un sujeto. Se trata de dos actividades que requieren poner en juego las habilidades para ca-racterizar y manipular las M-representaciones (cfr. Leslie 1987, p. 422). Los juegos de ficción, como el de la banana-teléfono, le permiten al niño familiarizarse y poder dominar las relaciones cognitivas que se establecen con los distintos tipos de información. Cuando efectivamente los domi-nan y comprenden de manera total, sirven de indicación de la presencia de habilidades cognitivas muy complejas.

Para Leslie, el modelo de desacoplamiento desempeña un rol im-portante en el desarrollo temprano de una Teoría de la Mente. Las primeras conversaciones que pueden tener los niños, las primeras char-las que involucren referencias a estados mentales y los razonamientos sobre falsas creencias tienen una importancia fundamental para que el niño vaya adquiriendo el dominio necesario de ciertos conceptos men-tales cuya maestría de otro modo no podría alcanzar (cfr. Leslie 1987).

4.3.4 Los submecanismos de una Teoría de la Mente: ToMM, ToMM1, ToMM2 y SP

Si le aceptamos a Leslie que las M-representaciones son la manera co-rrecta para dar cuenta de algunas de las situaciones a las que nos vemos enfrentados de manera cotidiana, nos vamos a enfrentar al inconve-niente de cómo explicar que niños muy pequeños exhiban maestría en su procesamiento. Si ya a los dos años hay evidencia de que los sujetos pueden interactuar satisfactoriamente en juegos de fingir como el de la banana-teléfono, es necesario encontrar una manera de explicar este hecho sin apelar a mecanismos de resolución de problemas generales, que no están presentes en esa etapa del desarrollo.

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La respuesta de Leslie es postular un mecanismo especializado que permite la utilización de estas M-representaciones. Este mecanismo es el Mecanismo de Teoría de la Mente o ToMM (por su denominación en inglés, Theory of Mind Mechanism).

ToMM es un mecanismo especializado, específico de dominio, que procesa información utilizando el sistema de las M-representaciones. La función principal de ToMM es interpretar la conducta del agente en términos de actitudes proposicionales. ToMM le permite al niño procesar la conducta de los agentes de una manera en que los efectos de estados mentales ficcionales (como los implicados en el caso del juego de la banana-teléfono) cobran sentido al ser interpretados junto con las actitudes de los agentes dentro de esa ficción. ToMM permite en-tender las propiedades intencionales del agente, que son diferentes de las propiedades de otros objetos físicos que pueden tener un rol causal en el mundo y que también necesitan ser comprendidos por el niño.11 Mientras que los cuerpos físicos sólo tienen propiedades mecánicas en relaciones espacio-temporales en el presente, los agentes actúan de acuerdo a lo que perciben sus sentidos y siguiendo determinados obje-tivos. Esta percepción y la concreción de los objetivos no se encuentran en la contigüidad que requiere el principio de causalidad física, sino que se realiza “a distancia”. Esta distancia es tanto espacial, en el caso de la percepción, como temporal, pues los objetivos están en el plano temporal del futuro cercano.

ToMM, entonces, se centra en las propiedades intencionales del agente. A diferencia de los objetos físicos, donde sólo las circunstancias actuales eran relevantes, en el caso de los agentes, muchas conductas son causadas no sólo por razones reales, sino también por causas que no existen realmente, como el caso de una creencia falsa o una situación ficcional. En la atribución de estados mentales, todo lo que interesa es

11 El modelo de agencialidad que propone Leslie postula la existencia de tres mecanismos de procesamiento de información que se corresponden a tres propiedades de los agentes en el mundo. Las propiedades mecánicas son interpretadas por la Mecanismo de la Teoría de los Objetos, o ToBy, especializado en la relación entre objetos y agente; las propiedades accionales (actional), procesadas por el subsistema ToMM1, especializado en la relación de los agentes y sus acciones; y las propiedades cognitivas, relacionadas con el agente y sus actitudes y procesadas por el subsistema ToMM2. Para un análisis detallados, cfr. Leslie 1994.

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la actitud proposicional del agente. Su proposición puede ser verdadera, falsa, posible o incluso imposible, pero mientras sea parte de la actitud del agente, es real y posee poder causal.

ToMM puede descomponerse en, al menos, dos submecanismos, ToMM1 y ToMM2.12 ToMM1 se especializa en el agente y en las ac-ciones orientadas a un objetivo que realiza, mientras que ToMM2 está centrado en el agente y sus estados mentales, y es el que utiliza el siste-ma de las M-representaciones.

ToMM1 es un mecanismo que aparece muy temprano en los ni-ños, entre los seis y los ocho meses. A partir de los seis meses, los niños ya buscan aquello a lo que los adultos miran, siguiendo la direc-ción de su mirada (cfr. Butterworth & Jarrett 1991). Cerca del año, los niños ya demuestran conocer la función de ciertos útiles, como cucharas o peines (Abravanel & Gingold 1985). Esto señala, para Leslie, que los niños poseen la capacidad de entender y recordar los roles instrumentales de los objetos que utilizan los agentes en sus acciones orientadas a un objetivo.

ToMM1 le permite al niño entender dos modos de interacción con otro agente. Una interacción positiva, basada en sus actitudes accionales y en las que los objetivos de los agentes coinciden, y una interacción negativa, en las que los objetivos de los agentes se con-traponen. Esta comprensión de las acciones es lo que le permite a los niños solicitar acciones a los demás, como cuando piden ayuda, o negarse a realizar determinadas acciones, contrariando el objetivo de un tercero.

ToMM2, en cambio, se desarrolla más tarde que ToMM1, durante el segundo año de vida. ToMM2 utiliza el sistema de M-representa-ciones porque su función es interpretar la relación entre el agente y sus estados mentales. La comprobación del dominio de ToMM2 es cuando los niños interactúan en los ya mencionados juegos de fingir, como el de la banana-teléfono. Alcanzado el subcomponente ToMM2, se puede afirmar que el niño posee y domina la noción de creencia falsa. Esto basta para reconocer, actuar e interactuar con éxito en esta clase de juegos.

12 Si bien nunca encontré que Leslie mencione otro subcomponente dentro de ToMM, él siempre sostuvo que “al menos” existían esos dos, dejando la puerta abierta a nuevas incorporaciones de las que, hasta ahora, no brindó detalles.

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Ahora bien, el dominio de ToMM no parece ser suficiente para explicar los resultados de los tests de la falsa creencia. En estos ex-perimentos, los niños deben adivinar la conducta de un agente que tiene una creencia errada sobre un estado de cosas en el mundo. Para poder dar cuenta de esto, Leslie propone un componente al que bau-tiza Procesador de Selección o SP (por Selection Processing). ToMM atribuye, por default, creencias con un contenido que refleja la rea-lidad. Para tener éxito en los test de falsa creencia es necesario que esta acción por default sea inhibida y cambiada por un contenido alternativo y diferente. La idea es que en los razonamientos sobre deseos y creencias, el principal desafío de los niños es seleccionar el objetivo correcto de las creencias o deseos del agente en cuestión. Esta selección se realiza sobre la base de una serie de candidatos posibles. ToMM es el encargado de representar los diferentes candi-datos posibles para los contenidos. En la versión tradicional del test de la falsa creencia (cfr. 1.2.3), representarán la creencia de Sally y dos posibles contenidos, de acuerdo a dónde puede ir Sally a buscar el objeto que está guardado o escondido. El SP será el encargado de inhibir el objetivo que automáticamente es seleccionado por ToMM y elegir el candidato correcto.

Entre los candidatos, se verá siempre al contenido de creencia ver-dadera como el favorito, porque es el saliente y aquel seleccionado por default por ToMM. Para tener éxito en el test de falsa creencia, este contenido debe ser inhibido y se debe elegir el contenido de creencia falsa.

SP cumple una función ejecutiva inhibiendo la repuesta inferen-cial por default (básicamente, que los contenidos de las creencias son verdaderos) y selecciona el contenido correcto. Este mecanismo, como otros mecanismos ejecutivos, muestran un incremento gradual en su funcionamiento durante la niñez (cfr. Leslie & German 1995, p. 142).

Mientras que algunos test de la falsa creencia y algunas habilidades mentales como la comprensión de la ficción no requieren la activación de SP, otros tests y otras habilidades lo necesitan para desarrollar con éxito la actividad. La posesión de ToMM sin SP en menores de tres años explica la pobre performance de los niños normales en los tests de la falsa creencia. Se puede aceptar que un niño comienza a utilizar ToMM cuando puede involucrarse en un juego de ficción, esto es, entre los 18 y los 24 meses.

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Como creo que se puede ver en mi exposición, Leslie consiguió articular a lo largo de los años un modelo complejo y atractivo para explicar las habilidades de Psicología de Sentido Común, y que es, a la vez, muy original. En el siguiente apartado presentaré una segunda propuesta modularista, que recoge parte de lo logrado por Leslie, y lo extiende más allá del alcance original que le había dado este autor. Se trata de las ideas del psicólogo británico del desarrollo Simon Baron-Cohen.

4.4 El modelo de Simon Baron-Cohen

4.4.1 Introducción

La mayor parte de la presentación de las ideas de este apartado son una elaboración basada en el texto que considero más completo y re-presentativo de las ideas de Simon Baron-Cohen sobre la Psicología de Sentido Común. Se trata de Mindblindness: An Essay on Autism and Theory of Mind, publicado en 1995, aunque cuando sea necesario tam-bién utilizaré trabajos anteriores y posteriores.

Lo primero que distingue la obra de Baron-Cohen es su uso pre-dilecto (y constante) de una terminología específica, distinta a la que generalmente solemos ver en los autores modularistas: habilidad para leer mentes y ceguera mental. Se trata de un juego de palabras con el que contrapone la habilidad para leer mentes a la que acceden los seres humanos normales en sus interacciones cotidianas –tal como aparece en teóricos de la teoría– y la ceguera mental que exhiben las personas autistas, quienes no pueden reconocer a los demás hombres como otras entidades con mentes ni entienden a sus conductas como guiadas por un objetivo.13

Tal como ya mencioné en el caso de la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación, todos los autores que abordan la Psicología de Sentido Común asumen como un dato dado que los seres humanos

13 El término original en inglés es “mindblindness” y es el título de su obra de 1995. Sin embargo, fue utilizado por Baron-Cohen para describir al autismo por primera vez en 1990, en “Autism: A Specific Cognitive Disorder of Mindblindness”. Si bien otros psicólogos utilizan esta noción, se trata de un concepto que indubitablemente remite a este autor.

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normales contamos con la habilidad para leer mentes y que sobre esta capacidad se erige nuestra manera cotidiana de interacturar (cfr. 1.2). Esto no significa que tengamos poderes telepáticos especiales ni que estemos ante un fenómeno sobrenatural, sino simplemente que tene-mos la capacidad de imaginar o representar estados mentales que noso-tros y los demás poseen o pueden tener. “Leer la mente de los demás no es nada misterioso, pero sin lugar a dudas es algo impresionante”, aclara Baron-Cohen (1995, p. 2). Para él, parece casi imposible poder darle sentido a una conducta de otra manera que no sea dentro de un marco mentalista o intencional. De hecho, sostiene que no podemos hacerlo de otra manera, no contamos con recursos alternativos. No podemos evitarlo, “es una consecuencia de la selección natural y de la manera en que estamos ‘hechos’ los humanos” (cfr. Baron-Cohen 1995, p. 3). Y leemos las mentes todo el tiempo, de manera constante y sin esfuerzo. Es una acción automática y que se da casi de manera inconsciente. Cuando rara vez (como en este momento) nos detenemos a pensar sobre esta capacidad, nos sorprendemos de su poder.

A partir de esto, Baron-Cohen sostendrá que la manera correcta para entender el autismo es como un déficit en la habilidad para leer mentes. Bajo esta óptica los autistas son personas ciegas a los estados mentales. Sin el marco mentalista, los autistas quedan relegados a dar explicaciones donde sólo pueden apelar a regularidades temporales o basarse en guiones o rutinas.14 Las explicaciones no mentalistas no sir-ven para darle sentido a la conducta o para poder predecirla, las dos grandes funciones que debe cumplir una Psicología de Sentido Común.

Pensar cómo sería nuestra vida si tuviéramos conciencia de las co-sas físicas, pero fuésemos ciegos a la existencia de cosas con mente, es una ardua tarea. A primera vista nos parece extremadamente difícil, o directamente imposible, entender o darle sentido a cualquier acción humana sin apelar a términos mentales. Incluso las acciones más sen-cillas no siempre nos resultan transparentes –Baron-Cohen reconoce que solemos empezar las explicaciones con adverbios como “Quizás se fue antes porque se sentía mal” o “Seguramente tenía una reunión

14 Baron-Cohen afirma que este tipo de explicaciones que pueden dar las personas con ceguera mental le recuerdan a las explicaciones forzadas a las que los psicólogos conductistas se ven obligados a recurrir cuando tienen que dar cuenta de las acciones de los demás prescindiendo de cualquier referencia a un estado mental.

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importante después”–; siempre adjudicamos estados mentales cuando queremos entender al otro. En este sentido, el autor le concede a Sper-ber su observación nageliana de que la atribución de estados mentales es a los humanos lo que la ecolocación es a los murciélagos (cfr. Sperber 1993). Baron-Cohen especula que quizás para nosotros sea imposible imaginarse qué es lo que se siente estar ciego frente a los estados men-tales, del mismo modo que es imposible imaginar qué es lo que se siente ser un murciélago. Y, posiblemente, también debe ser imposible para una persona con ceguera mental imaginarse lo que significa poder leer mentes.

En sintonía con estas ideas, Baron-Cohen menciona su simpatía por algunas ideas de Nicholas Humphrey. Para Humphrey la habilidad para leer la mente y poder interpretar la conducta en términos de estados mentales es el resultado de la evolución de la especie, que la naturaleza ha seleccionado porque nos resulta muy útil.15 Si bien en un principio nuestros antepasados no tenían la habilidad para leer mentes, en algún momento de nuestra evolución el cerebro del homínido comenzó a per-cibir y procesar la información de los órganos de los sentidos y a relacio-narlos con ciertos estados mentales de las personas. Es en la psicología evolutiva en donde debemos buscar modelos para entender la mente.16 La psicología evolutiva ve al cerebro como un órgano que, gracias a la selección natural, evolucionó desarrollando mecanismos específicos para resolver problemas adaptativos particulares. Y Baron-Cohen plantea que su objetivo último es poder realizar una contribución importante a la psicología evolutiva (cfr. Baron-Cohen 1995).

En esta misma línea, es conocida la metáfora de Cosmides para pensar a la mente. El cerebro es una navaja suiza, que tiene varios “ele-mentos” escondidos (un destapador, un cuchillo, un destornillador…). Estas herramientas que trae el cuchillo son muy útiles y han sido di-señadas para un propósito específico. No usaremos el destapador de botellas para cortar una rama ni el destornillador para abrir una lata. Del mismo modo, el cerebro también cuenta con herramientas útiles que parecen diseñadas para un fin específico: de hecho, no utilizamos

15 Humphrey define a los hombres que pueden realizar lecturas de la mente como Homo Psychologicus (cfr. Humphrey 1986).

16 La psicología evolutiva es, en pocas palabras, “una psicología que parte de la idea de que la arquitectura actual de nuestras mentes humanas es el producto de un proceso de evolución” (Barkow, Cosmides y Tooby 1992, p. 7).

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nuestro sistema de visión para hablar o el sistema de lenguaje para ver colores. Usamos los módulos especializados para las funciones para las que fueron seleccionados (cfr. Barkow, Cosmides y Tooby 1992).

La psicología evolutiva busca dar cuenta de la función de los meca-nismos cognitivos específicos y procesos humanos. Estas descripciones deben ser coherentes con la evidencia proveniente de la neurobiología, la filogenésis y la ontogenésis, y deben también describir cualquier pa-tología de estos mecanismos.

Para Baron-Cohen es evidente que la habilidad para leer mentes es la mejor manera con la que contamos para darle sentido a las acciones de los otros. Todas las alternativas a esta capacidad “no le llegan ni a los talones”.17 Por eso es que leer la mente de los demás (y de uno mismo) es una habilidad que genuinamente despierta nuestra sorpresa e interés. Se trata de un mecanismo complejo que, a la vez, es el más sencillo de entender para las personas normales. La habilidad para leer mentes es útil tanto para la comprensión social como para la predicción de la conducta, la interacción social y la comunicación, que son componentes innegables de la primera. La falta de alternativas competitivas a este mecanismo que puedan producir igual o mejor éxito que la habilidad para leer mentes significa, para Baron-Cohen, que la naturaleza la eli-gió como la solución adaptativa al problema de predecir la conducta y compartir información. “Después de todo, ¿qué otra opción real tiene la Naturaleza?”, se pregunta (cfr. Baron-Cohen 1995, p. 30).

4.4.2 Los mecanismos de una Teoría de la Mente: ID, EDD, SAM, ToMM

El modelo que propone Baron-Cohen se basa en la idea de que contamos con diferentes mecanismos que subyacen a la habilidad para leer mentes.

17 Las alternativas disponibles serían para Baron-Cohen, por ejemplo, similares a las que propone Dennet, por ejemplo. Siguiendo al estadounidense, la Actitud Física, en la que la comprensión de los sistemas se hace en términos físicos, o la Actictud de Diseño, en la que que la comprensión de los sistemas se da a partir de su función. Pero ninguna logra reemplezar a la Actitud Intencional, nuestra habilidad para atribuir estados intencionales.

En esto, Dennet es pragmático: usamos la lectura de la mente simplemente porque funciona.

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Se trata de cuatro mecanismos que revisten un carácter modular. Si bien reconoce que “hablar de ‘módulos’ puede asustar a algunos”, no encuen-tra reales dificultades para entender así algunos componentes de nuestra mente. Más allá de la caracterización original de Fodor, este psicólogo del desarrollo cree que es objeto de investigación abierta si los cuatro me-canismos involucrados en nuestra habilidad para leer la mente que va a presentar son innatos o si se desarrollan en función de algún aprendizaje. Si bien le parece claro que estos mecanismos tienen que estar “pre especi-ficados” desde el momento mismo del nacimiento, reconoce que cualquier planteo teórico debe dejar lugar al aprendizaje. Para él, la naturaleza de los módulos centrales tiene que ser objeto de un extenso debate y no le mo-lestaría revisar su posición si un desarrollo posterior lo volviese necesario.

En lo que sigue voy a desarrollar en qué consisten estos cuatro me-canismos propuestos por Baron-Cohen, poniendo el foco no sólo en su funcionamiento, sino en la interacción que se dan entre ellos.18 El Gráfico IV sirve para ayudar a la comprensión. Lo primero que salta a la vista en el diagrama propuesto por Baron-Cohen para entender sus ideas son las innegables deudas que mantiene con el modelo de Leslie. Esta íntima conexión existe y el espíritu de éste último recorre la obra del primero. En cierto sentido, incluso, creo que se puede ver el progra-ma de Baron-Cohen como una extensión y profundización de las ideas originales de Leslie, dado que se ocupan de momentos diferentes del desarrollo del niño. Leslie mismo sugirió que “podría ser posible esta-blecer enlaces entre las propiedades del mundo y los submecanismos de procesamiento especializados para el seguimiento de esas propiedades”, dejando el terreno listo para que otros autores investigaran la posibili-dad (cfr. Leslie 1994). Bajo la visión de Baron-Cohen, esos mecanis-mos son los encargados de dar cuenta de cuatro elementos presentes en nuestra representación del mundo: la volición, la percepción, la aten-ción compartida y los estados epistémicos. Si bien no sostiene que sean los únicos mecanismos con los que contamos a la hora de entender a los demás, sí son los cuatro que deben verse involucrados necesariamente en la habilidad para leer mentes.

18 Baron-Cohen habla de cuatro mecanismos porque quiere mantener el menor número posible, y aunque podría establecerse un único gran mecanismo con cuatro partes, él cree que la evidencia en neuropsicología permite hablar de cuatro componentes independientes.

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El primer mecanismo que postula Baron-Cohen es el Detector de Intencionalidad o ID (Intentionality Detector). El ID es un mecanismo perceptual que interpreta el estímulo en movimiento en términos de objetivos y deseos. Cuando observamos a una persona o a un animal moverse, todo lo que necesitamos para interpretar sus movimientos son dos estados mentales básicos: objetivos y deseos. Por ejemplo: “Su ob-jetivo es moverse hacia allí” o “Quiere comida”.

ID se activa cuando ingresa un input perceptual que puede ser in-terpretado como un agente. El tipo de input perceptual que acciona a ID puede ser cualquier cosa que sea parecido a un agente, esto es, que tenga movimiento propio o “una energía interna”, como por ejemplo una persona o un perro, pero también un dibujo animado o un uni-cornio. Si llegamos a descubrir que el objeto que estábamos “leyendo” no es un agente (por ejemplo nos damos cuenta de que su movimiento no es causado por él mismo), podremos revisar nuestra lectura inicial y modificarla. El punto central de Baron-Cohen, de todos modos, es que nuestra primer acción al interpretar esa información es en términos de objetivos y/o deseos (cfr. Baron-Cohen 1995, p. 33).

Por diferentres motivos, ID es el primer mecanismo básico que los infantes humanos necesitan para poder leer mentes. El principal es que es necesario para que puedan poner como input cualquier información de los sentidos, más allá de la modalidad en que se presente (visión, tacto, audición)19. Estos estímulos pueden presentarse en muchísimas formas, lo único necesario es que se muevan por sus propios medios. Entendido así, ID es un mecanismo absolutamente básico. Trabaja a través de los sentidos y su valor descansa en la generalidad de su apli-cación: interpretará casi cualquier cosa que se mueva por sí sola como un agente con objetivos y creencias. El tipo de percepción que activa a ID es vastísimo.

ID es el primer mecanismo necesario para la lectura de la mente. Es, en algún sentido, similar al ToBy (Theory of Body) de Leslie (cfr. nota al pie 10 de este capítulo). Pero se diferencia en que ToBy no parece haber sido desarrollado para darle sentido al mundo social o al mundo animado, mientras que claramente ID sí. Por otro lado, ID es similar a ToMM1 en tanto interpreta la acción del agente como diri-

19 Para alguien ciego, por ejemplo, los inputs que recibe son cosas del estilo de una mano que los guía hacia un lugar, un beso en la mejilla, etc.

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gida por un objetivo. ToMM1 está exclusivamente basado en el agente, pero ID puede entender acciones como dirigidas por un objetivo aun cuando sean movimientos que no se atribuyan a ningún agente.20

El segundo componente que plantea Baron-Cohen es el Mecanis-mo Detector de la Dirección de la Mirada o EDD (Eye Direction Detec-tor). Mientras que ID funciona con una variedad muy grande de inputs, EDD sólo lo hace con estímulos visuales. En ese sentido, se trata de una parte especializada en el sistema visual humano. EDD cumple tres funciones básicas: detectar la presencia de ojos o de estímulos similares a los ojos; computar si los ojos están direccionados hacia sí mismo o hacia algún lado e inferir de su propio caso si los ojos de otro organis-mos están direccionados hacia algo, que ese organismo está mirando hacia ese algo.

En cuanto a la primera función, cuando EDD detecta un estímulo similar a los ojos, se fija en ellos y empieza a monitorear qué es lo que hacen esos ojos. Luego, representa las variantes de la conducta de los ojos.21

Con respecto a la segunda función –detectar si los ojos nos están mirando o si están mirando a algo más– lo que hace EDD es repre-sentar la relación entre los ojos y aquello hacia donde los ojos estén direccionados. En términos evolutivos, esta función debe haber sido muy importante para estar atentos a si otro organismo nos tiene “en

20 Baron-Cohen señala cuatro fuentes de evidencia empírica que soportan la idea de existencia de ID. Por un lado Reddy demostró que los niños pequeños son muy sensibles a cambios en los objetivos del agente (cfr. Reddy 1991). Por otro lado, está el trabajo clásico de Heider y Simmel (1944), donde un grupo de figuras geométricas se mueven en una pantalla y los participantes tienen que describir lo que acaban de ver, y la mayoría tienden a dar descripciones antropomorfizantes a las figuras geométricas (“el triángulo persigue al rectángulo”, “el cuadro quiere escapar”). El tercer estudio mencionado es el de D. Perrett (cfr. Perrett 1991), que identifica la activación de células en el lóbulo temporal del cerebro de ciertos monos cuando ven a otro animal acercarse, ya sea en la realidad o en una foto. Por último, algunos pacientes con daños cerebrales específicos han perdido la habilidad de categorizar cosas como animadas o no animadas (cfr. Warrington and Shallice 1984).

21 Hay evidencia que muestra que EDD se detecta en bebés de dos meses (cfr. Maurer & Barrera 1981; Haith, Bergman & Moore 1977). Stern aventura que quizás en el amamantamiento del bebé, las madres fijan la vista sobre el niño de manera inconsciente pero siguiendo alguna suerte de instinto (cfr. Stern 1977).

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su mira”, dentro de su campo visual.22 Baron-Cohen señala que no es necesario diseñar un experimento complicado para sospechar que los niños detectan, desde muy chicos, cierta relación entre los ojos y el mirar. Un juego muy popular en todo el globo entre mamás y bebés es taparles los ojos y preguntar “¿dónde está el bebé?” y luego taparse los propios ojos y preguntarse “¿dónde estoy?”.23

Y en cuanto a la tercera función básica de EDD –interpretar la mirada como “viendo”– al parecer lo que realiza este mecanismo es una transformación del contacto visual mutuo en el estado mental: “El agente me ve” (y yo veo al agente). Aceptar esto es asumir que los niños “saben” que los ojos pueden ver. Para Baron-Cohen, los niños aprenden este conocimiento simplemente de abrir y cerrar sus propios ojos, y de darse cuenta de que con ojos cerrados no ven y que con ojos abiertos, sí.

Entonces, ID “lee” cualquier cosa que se mueva por sí misma en términos de los deseos y objetivos del agente, y EDD es un mecanismo de lectura de mentes específico del sistema visual. Estos mecanismos se encuentran presentes ya en estadios muy iniciales de la infancia, pero demuestran pronto sus limitaciones, ya que sólo pueden crear represen-taciones que pongan en juego la relación intencional entre dos objetos. Tanto ID como EDD solamente pueden realizar relaciones diádicas, como por ejemplo: “El agente-su objetivo-abre la puerta” o “Agente-ve-a mí”.

Este tipo de relaciones son importantes, pero no llegan a represen-tar que uno mismo y alguien más estén atendiendo a un mismo objeto o evento. Y esto es justamente lo que uno necesita para poder comu-nicar una realidad compartida y para sentir que uno y la otra persona están haciendo foco y pensando acerca de la misma cosa.

Sin la posibilidad de una relación triádica, uno terminaría ence-

22 Existe evidencia a favor de que EDD puede representar la dirección de los ojos que detecta. Bebés de seis meses miran dos o tres veces más a una cara que los esté mirando que a una que está mirando otra cosa (cfr. Papousek & Papousek 1979).

Por otro lado, cuando EDD detecta un par de ojos que está en contacto mutuo como los ojos propios, esto dispara un estímulo con consencuencias placenteras, tal con lo demuestra la activación de ciertos sectores del cerebro de monos (cfr. Nichols & Champness 1971) y el hecho de que en muchos casos el contacto visual dispara una sonrisa (cfr. Wolff 1963, Stern 1977).

23 Algunos sospechan que este tipo de juegos resultan una buena manera de estimular EDD (cfr. Bruner 1983).

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rrado en una realidad “autista”. Así, Baron-Cohen postula un tercer mecanismo para evitar que caigamos en esta especie de solipsismo. Este mecanismo es el Mecanismo de Atención Compartida o SAM (Shared Attention Mechanism). Su función principal es formar repre-sentaciones triádicas a partir de relaciones triádicas, que se generan entre un agente, uno mismo y un objeto (en el sentido de un tercer elemento, que bien podría ser otro agente). SAM construye repre-sentaciones usando solamente la información disponible acerca del estado perceptual de la otra persona (o un animal). Como esta infor-mación requiere que se haya monitoreado la dirección de la mirada de otra persona, SAM necesita recibir información de EDD. A partir de ello construye representaciones triádicas, especificando la atención compartida, sólo si recibe información acerca del estado perceptual del otro agente.24

Baron-Cohen reconoce que SAM se puede activar con otros es-tímulos que no sean exclusivamente visuales. Por ejemplo, con SAM podría percibir que yo y otra persona estamos tocando la misma pared o escuchando el mismo tema. De todos modos, es muy difícil plantear situaciones reales donde EDD no juegue ningún papel a la hora ofre-cerle inputs de SAM. Es que EDD es la manera más fácil de realizar representaciones triádicas, aun cuando se refieran, por ejemplo, a soni-dos. Para saber si estamos escuchando el mismo tema, en una situación cotidiana seguramente apelemos a estímulos visuales del estilo “los dos estamos en la misma habitación con la radio prendida a un volumen audible para ambos”.

SAM tiene una segunda función: “hablar” con los otros dos me-canismos de lectura de mentes. Como señalamos, SAM depende de EDD, pero también de ID. La idea de Baron-Cohen es que SAM hace que el output de ID (por ejemplo, agente-tiene un objetivo-abandona la reunión) sea accesible a EDD. Esto le permite a EDD leer la direc-ción de la mirada en términos de los objetivos o deseos del agente. Esto

24 La evidencia que Baron-Cohen menciona a favor de estas ideas es que los bebés de cerca de 9 meses ya muestran la capacidad de seguir la dirección de la mirada y en numerosas ocasiones se dan vuelta para ver lo que el otro está viendo. En estas ocasiones, además, parecen comprobar una y otra vez que ellos y el tercero estén viendo la misma cosa. A esa misma edad, los niños comienzan a producir las primeras frases protodeclarativas, con gestos que apuntan a esos objetos (cfr. Scaife & Bruner 1975; Bates et al., 1979).

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significaría una buena ecología de mecanismos, ya que el agente tiende a mirar a lo que quiere o da indicios de lo que está por hacer. En la prác-tica, también significa que cuando SAM construye una representación triádica vía EDD, el término de la relación en la representación puede ser visual (ve, mira, presta atención) o puede ser reemplazado con uno de los términos de ID (quiere, tiene como objetivo). Existe evidencia que es consistente con el modelo según el cual, cuando EDD es unido con ID vía SAM, la dirección de la mirada es interpretada en términos de estados mentales de deseo, objetivos y referencia (cfr. Baldwin 1991; Tomasello 1988).

Aunque los estados mentales que se mencionaron son bastante sim-ples, Baron-Cohen cree que estos estados básicos son cruciales, porque luego aparece la capacidad para representar, en base a esos estados, el rango total de los estados mentales.

Este cambio se produce cuando los tres mecanismos de lectura de mentes se relacionan entre sí con el cuarto mecanismo: el mecanismo de Teoría de la mente o ToMM (Theory of Mind Mechanism, al igual que en Leslie). Si queremos dar cuenta de la habilidad para leer mentes de los niños a partir de los cuatro años, y que parece mantenerse con pocos cambios sustanciales en adultos, es necesario postular un mecanismo más, ToMM.25 ToMM es un sistema para inferir el rango total de los estados mentales de la conducta, esto es, empleando una Teoría de la Mente. Hasta ahora, los otros tres mecanismos nos llevaron al punto de estar dispuestos a leer la conducta en términos de estados mentales volitivos (deseos y objetivos), y a leer la dirección de la mira en términos de estados mentales perceptuales. También nos han llevado al punto de poder verificar que diferentes personas pueden estar experimentando estos estados mentales particulares sobre el mismo objeto o evento.

Es necesario un mecanismo que lleve adelante dos funciones. La primera, buscar una manera de representar todo el set de estados men-tales epistémicos (que incluye el pensar, el fingir, imaginar, creer, adivi-nar). La segunda, tratar de tipificar todos estos estados mentales juntos, en una comprensión coherente de cómo los estados mentales y accio-

25 Como ya señalé, la deuda de Baron-Cohen con Leslie es innegable. ToMM de Leslie y ToMM de Baron Cohen no son muy diferentes. Pero el primero no postuló los otros tres mecanismos que sí introduce el psicólogo inglés y que sostiene que son necesarios para entender la mente humana.

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nes están relacionadas. Justamente, ToMM es el encargado de realizar ambas tareas. Es una función doble que representa el set de estados mentales epistémicos y los vuelve un conocimiento útil a una teoría.

Con respecto a la primer función de ToMM, Leslie sugiere que lo que hace ToMM es procesar representaciones de actitudes proposicio-nales de la forma “agente - actitud - proposición”, como por ejemplo: “Juan cree que llueve”. Esto es justamente lo que, como señalé, llama M-representaciones. Para Leslie, este tipo de representaciones son cru-ciales para poder representar estados mentales epistémicos. Esto es así porque la actitud es dirigida hacia una proposición, y la proposición po-dría ser falsa cuando toda la M-representación sea verdadera. ToMM permite, entonces, una “opacidad referencial” que es una propiedad clave de los estados mentales epistémicos. La opacidad referencial es la propiedad de suspender las relaciones de verdad de proposiciones normales.26 La segunda función era poder poner todo nuestro cono-cimiento mental dentro de un todo coherente, que sirva para que sea una teoría útil. Necesitamos esto, dice Baron-Cohen, para interpretar la conducta social de una manera rápida y flexible.27

La relación de ToMM con EDD, ID y SAM queda clara en el Grá-fico IV. ToMM debe poder estar en condiciones de recibir inputs de ID y de EDD para integrar los estados mentales de estos dos mecanismos en una teoría útil. Las representaciones triádicas de SAM son el input ideal de ToMM porque su relación con los demás y con el mundo pue-de también ser expresada en términos de actitudes (deseo, atención, ob-jetivo). ToMM es activado en el desarrollo utilizando representaciones triádicas de SAM y convertiéndolas en M-representaciones. Sin SAM no es posible tener ToMM. Bajo la mirada de Baron-Cohen, entonces, todos estos submecanismos dan cuenta de la Psicología de Sentido Co-mún de aquellos sujetos que superan el test de la falsa creencia.

26 De la primer función, se encuentran las investigaciones de Leslie sobre los juegos de fingimiento de niños de 18 a 24 meses, que representan un cambio cualitativo en estas actividades. También existe evidencia de que los niños de 24 a 36 meses muestran comprensión del principio “ver conduce a conocer” (cfr. Pratt y Bryant 1990), en el sentido de que el conocimiento es producto de la percepción.

27 De la segunda función, está la evidencia de Wellman (cfr. Wellman 1990), donde el niño aparentemente cuenta con una ontología parecida a la del adulto, dividiendo el universo entre entidades mentales y físicas (cfr. Baron-Cohen 1995).

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Ya desarrolladas estas ideas, y expuestas las de Leslie en el aparta-do anterior, cerraré el capítulo con algunas observaciones críticas sobre estos dos modelos en particular y de los abordajes modularistas a la Psicología de Sentido Común en general.

4.5 Evaluación de la propuesta modularista

Tal como creo que quedó claro en las últimas páginas, las propues-tas modularistas para entender la mente en general, y las relaciones interpersonales en general, se basan en algunas de las ideas sobre ar-quitectura mental de Fodor pero readaptándolas a sus propios objeti-vos. El rasgo común en cuanto a la Psicología de Sentido Común es que las habilidades que desplegamos en nuestras interacciones diarias pueden ser explicadas al postular algunos componentes innatos mo-dulares específicos que se activan y desarrollan gracias a los estímulos adecuados.

Si bien la cercanía con la Teoría de la Teoría es innegable –e incluso una filiación confesa, como en el caso de Leslie– creo que se trata de un modo de abordaje a la Psicología de Sentido Co-mún diferente e independiente. La diferencia que se establece en-tre ambas propuestas está en la manera en que se adquieren las habilidades involucradas en nuestra manera de relacionarnos con los demás como otros seres con mente. En el caso de la Teoría de la Teoría, tal como la plantean Gopnik y Wellman, los procesos involucrados en la adquisición de la teoría utilizada en nuestras interacciones son generales, es decir que son los mismos mecanis-mos que se aplican a otros dominios. Las propuestas modularistas, en cambio, postulan que los procesos son específicos de una Teoría de la Mente y que su aparición y desarrollo se da de acuerdo a fases precisas, a partir de su activación por parte de los estímulos adecuados, siguiendo determinadas etapas hacia un estadio final que está preestablecido.

Al proponer la existencia de módulos, la arquitectura cognitiva que se consigue parece dar una respuesta más apropiada a algunas de las dificultades a las que se enfrenta la Teoría de la Teoría. Una Psicología de Sentido Común que se basa en componentes modulares comunes presentes en todos los sujetos normales puede suponer que los cuerpos

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de conocimientos o informaciones que alcanzan todos los niños en un determinado momento sean idénticos.28

4.5.1 La modularidad y las etapas del desarrollo de la Psicología de Sentido Común

Uno de los problemas que suele reprochársele al enfoque modularista es su supuesta incapacidad para explicar cómo el desarrollo cognitivo del sujeto pasa por diferentes y precisas etapas hasta llegar a la madu-rez. Recién en esta etapa final estamos capacitados para comprender cabalmente las mentes: antes de los tres años y medio, por ejemplo, no tenemos el concepto de creencia. La Teoría de la Teoría explica esto apelando a los cambios de teorías que se van sucediendo a medida que recogemos más evidencia en contra de la teoría insuficiente del momento. El modularismo, en cambio, encuentra un obstáculo mayor, pues para algunos parece verse obligado a postular módulos interme-dios desechables e imperfectos. La idea es que, tal como señalé, la teoría temprana que según los autores vistos en el capítulo 2 poseen los niños menores de tres años genera falsas representaciones (como cuando los niños de dos años sólo comprenden los deseos o piensan que las creen-cias deben ser siempre verdaderas). Estas malas representaciones llevan a los niños a realizar afirmaciones falsas sobre las mentes.

Para Gopnik y Wellman, la modularidad –en principio– no po-dría explicar estas falsas representaciones, porque resultaría raro que la evolución haya elegido mantener representaciones erradas en mó-dulos transmitiéndose de generación en generación. Por otro lado, ¿por qué tendríamos sistemas intermedios que luego son desecha-dos?, ¿por qué la naturaleza no nos dotó directamente del sistema

28 Frente a esto, la propuesta de Teoría de la Teoría que ofrecen Gopnik y Meltzoff podría dar cuenta de este hecho de manera similar a la forma en que lo hacen los teóricos modularistas. Como ya señalé en 2.4.3, estos autores postulan un innatismo de estado inicial, lo que podría explicar que niños normales de diferentes culturas alrededor del globo alcancen las mismas teorías en una edad similar. Gracias a esta base no aprendida, pueden teorizar sobre la base de un conjunto de experiencias desordenadas. Los módulos, en cambio, al estar informacionalmente encapsulados, desarrollan representaciones de una manera determinada y no de otra.

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final, no de uno defectuoso que vamos cambiando? (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 222)

Estos autores, en cambio, predicen la sucesión de diferentes teo-rías, cada una reemplazando la teoría anterior. La Teoría de la Teoría puede explicar, a partir de las teorías tempranas presentes en los ni-ños, que los menores de cuatro años harán predicciones incorrectas que luego serán corregidas por teorías posteriores y que habrá teorías intermedias a lo largo de su desarrollo. Además, estos autores defen-derán que la influencia del medio ambiente, en tanto input, será un factor causal importante en la caracterización y secuencia de teorías sucesivas.

En los módulos, en cambio, la relación entre el input y las represen-taciones es diferente: la experiencia es simplemente representada como el módulo dice que debe ser representada. La experiencia relevante puede disparar nuestro uso del sistema de representaciones privilegiado (o no), pero la experiencia no modifica la forma ni reconstruye las re-presentaciones privilegiadas de por sí o a través de un proceso de testeo de teoría, confirmación y disconfirmación. En ese sentido, Gopnik y Meltzoff afirman desafiantes que las teorías modularistas son opuestas al desarrollo y no pueden dar cuenta de él (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 54; también Gopnik 1996, p. 174).

Esta apreciación me parece exagerada y con varios aspectos pro-blemáticos. Yo creo que en lo que están pensando Gopnik y Meltzoff cuando formulan estas afirmaciones es en una concepción de modu-laridad cercana a las ideas originales de Fodor y no a los proyectos de Leslie y Baron-Cohen. No se trata, claro, de una movida inocente, ya es más sencillo atacar las nociones del primero, que no han sido pensadas originalmente para dar cuenta de las habilidades de Psico-logía de Sentido Común. Concedo, sin embargo, que las propuestas modularistas deben prestar atención a la manera en que explican las diferentes fases por las que atraviesa la mente del niño y al papel que le asignan a los estímulos del medio ambiente. De todos modos, Leslie, por ejemplo, da cuenta de los cambios que se suceden en el desarrollo a partir de la postulación de la función inhibidora del Pro-cesador de Selecciones y no necesita módulos desechables, tal como sus oponentes pretenden.

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4.5.2 El medio, ¿mero disparador de módulos? La propuesta modularista frente a la Teoría de la Teoría

Con respecto al papel de la cultura y el medio en el desarrollo de la Psicología de Sentido Común del niño, existe evidencia de que cier-tos factores ambientales modifican la edad de adquisición de ToM y la pueden adelantar o detener. Esto iría en contra de la idea de que los estímulos externos sólo sirven para disparar el desarrollo de mecanis-mos innatos, ya que indicaría que existen mecanismos de aprendizaje que cumplen un rol fundamental en la manera cotidiana en la que nos comprendemos los unos a los otros como sujetos con mente. De este modo, el peso de la información del entorno que utiliza el sujeto en el proceso de adquisición y maduración de sus habilidades de Psicología de Sentido Común cambia muchísimo.

En este caso me gustaría señalar tres factores que, según la eviden-cia disponible, jugarían un papel importante en el desarrollo de las ha-bilidades de Psicología de Setido Común. Si se aceptan estas pruebas, entonces la modularidad se enfrenta a un inconveniente.

En primer término, los niños que tienen uno o más hermanos ma-yores demuestran tener un domonio del concepto de creencia más tem-prano que sus congéneres que son hijos únicos (cfr. Perner, Ruffman & Leekam 1994). Un modelo de Psicología de Sentido Común modular debería encontrar una manera de explicar estos resultados, mientras que los teóricos de la teoría podrían aducir que los niños que conviven con hermanos más grandes tienen mayor cantidad de evidencia para diferenciar entre deseos y creencias.

El segundo factor que acelera la adquisición del concepto de creen-cia es la frecuencia de las charlas que mantienen los padres en presen-cia del niño y la utilización en las mismas de palabras y referencias a estados mentales. Al parecer existe una correlación entre los diálogos que presencian los niños en sus casas y la performance que tienen en los tests de la creencia falsa (cfr. 1.2.3 y 5.6). Aquellos sujetos que están expuestos a estos diálogos, ya sea que participen activamente de ellos o no, demostraron tener éxito en el test de la creencia falsa en una edad mucho más temprana que aquellos que, en cambio, no están presentes en tales prácticas (cfr. Dunn et al. 1991).

Finalmente, aquellos niños que reciben entrenamiento y estimula-ción para entender lo que es una falsa creencia –no sólo mediante una

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enseñanza explícita como por la ejercitación previa a los estudios– pre-sentan una performance mucho más satisfactoria que los que no desa-rrollan antes el concepto (cfr. Gopnik, Meltzoff & Slaughter 1994). Lo mismo pasa si se les provee a los niños de contraevidencia específica frente a las predicciones erróneas que presentan.

De todos modos, y a pesar de que puede dar cuenta de todos es-tos resultados, la Teoría de la Teoría no es un modelo construccionista sobre la Psicología de Sentido Común, en el sentido de plantear que nuestras habilidades primarias para entender a los demás dependen de una manera esencial de nuestra conducta. De hecho, tanto Gopnik y Meltzoff como Wellman postulan ciertos mecanismos innatos y no dejan todo librado al aprendizaje de acuerdo a la cultura, tal como pro-pondrán autores como Daniel Hutto (cfr. 6.2). Pero lo cierto es que el ambiente parece ofrecerle al niño mucho más que simples disparadores para despertar módulos. Sin embargo, esto no basta para afirmar que con lo que contamos es una teoría aprendida.

Frente a esto, y a la luz de lo expuesto en el capítulo 2 y en este, me parece relevante señalar que hay importantes discrepancias entre la Teoría de la Teoría y los abordajes modularistas, pero que al darse en el marco de un espíritu común pueden plantearse dificultades para dis-tinguirlas y para poder discriminar a partir de la evidencia cuál explica mejor cómo funciona nuestra Psicología de Sentido Común.

Resulta muy difícil poder ofrecer evidencia empírica que apoye a la modularidad sin que pueda ser explicada también por la posesión de teorías innatas (o elementos que las propicien) y viceversa. Después de todo, algunas de las características funcionales de los módulos tam-bién parecen estar presentes en las teorías (de las mencionadas por los teóricos de la teoría: la abstracción, la coherencia y la fuerza predictiva y explicativa, por ejemplo). Sostener que contamos con ciertos conoci-mientos o mecanismos desde el momento del nacimiento o que se de-sarrollan en una etapa muy temprana de nuestra infancia es compatible tanto con creer que existe un innatismo de estado inicial como pensar que hay un módulo innato.

La diferencia crucial reside en la manera en que se desarrollan los módulos y el modo en que lo hacen las teorías. La propuesta modu-larista sostiene que los cambios en el desarrollo cognitivo se dan a partir de procesos que son propios del sistema. Las teorías del cambio teórico, en contraposición, postulan que el cambio se produce por la

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relación entre una propia teoría interna y la evidencia que se encuen-tra en el mundo.

La manera de distinguir la evidencia para la modularidad o para la teoría de la teoría, entonces, debería ser buscada en la relación entre la experiencia y la estructura conceptual, es decir, entre los inputs y las representaciones. De acuerdo con la Teoría de la Teoría, el input tiene que ser evidencia empírica proveniente del mundo. Esto altera radical-mente la naturaleza de los conceptos teóricos. En este sentido, existe algo acerca de la realidad que percibe el sujeto que causa cambios en su mente y que se convierte en la base de la teoría. Para los modularistas, en cambio, la función principal de la información que recogemos del mundo es activar un módulo específico para que se desarrolle de una manera que ya está preconfigurada, salvo que presente algún tipo de déficit .29

Gopnik y Meltzoff proponen un experimento crucial que podría servir para dirimir entre la Teoría de la Teoría y un comprensión modu-larista de la Psicología de Sentido Común. Lamentablemente, se trata de un experimento que es “tan deseable como imposible” (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 53). Habría que colocar a un grupo de niños en un universo radicalmente diferente al que tenemos nosotros, dejar que crezcan en él y ver qué resulta. Si llegan a tener representaciones que son una manera adecuada de dar cuenta de nuestro universo, será evi-dencia a favor de la modularidad. Si llegan a desarrollar representacio-nes de acuerdo a su universo, la teoría de la teoría tendrá razón.

Asimismo, la Teoría de la Teoría y las propuestas modularistas tam-bién difieren en la naturaleza de las representaciones mentales. Para los primeros, su origen debe buscarse en el desarrollo cognitivo, mientras que para los segundos se trata del producto de la evolución.

Otro punto de desacuerdo es la relación entre la Psicología de Sen-tido Común y la Psicología Científica. La Teoría de la Teoría propone una continuidad entre ambas disciplinas, ya que se trata esencialmente

29 Como espero que haya quedado claro de la exposición de los modelos de Leslie y Baron-Cohen que hice, ninguno de los dos autores afirma que la totalidad de los componentes de ToM sean modulares o que la información del medio sólo funcione como un mero disparador. Sin embargo, en los mecanismos específicos que señalé, en principio sólo es necesario el estímulo correcto que los active, no hay un verdadero desarrollo del rol que podría tener cierta influencia del medio o la cultura.

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de la misma actividad, con posteriores matices, y en los dos casos se explotan los mismos recursos cogntivos. Para los defensores de la mo-dularidad, en cambio, no puede proponer este continuum porque los mecanismos que dan lugar a ToM son diferentes de aquellos que dan lugar a una teoría científica.

Todas estas diferencias, sin embargo, no parecen ser suficientes para algunos autores, quienes creen que el abordaje modularista no es sino una variante de la Teoría de la Teoría. En el apartado siguiente presentaré uno de los motivos para sostener tal posición: plantear que los mecanismos involucrados en las relaciones que establecemos con otros humanos, en los que los reconocemos con sujetos con una mente similar a la nuestra, no cumplen con los criterios necesarios para ser considerados modulares.

4.5.3 La Psicología de Sentido Común, ¿puede ser modular?

En 4.2.1 mencioné cuáles eran las características que debían cumplir los módulos según la propuesta original de Fodor en La modularidad de la mente:

1. Están asociados a una arquitectura neural fija;2. Presentan pautas de deterioro específicas;3. Son rápidos;4. Tienen un funcionamiento obligatorio;5.Sus productos se refieren a aspectos superficiales;6. Existe un acceso limitado de los procesadores centrales;7. Presentan un encapsulamiento informacional;8. Están ontogenéticamente determinados;9. Son específicos de un dominio.

Estas ideas –expuestas en 1983– sufrieron algunas modificaciones por parte del propio Fodor, pero muchos filósofos y psicólogos se apro-piaron de la noción de módulo y la reformularon según sus propios intereses.

En 4.2.2, traté de mostrar por qué podría pensarse que la naturaleza de ToM podría ser, al menos en parte, modular. En el caso de Leslie, por ejemplo, cuando en 1994 presenta ToMM, remarca que lo conside-ra un módulo porque presenta cuatro características centrales:

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1. Tiene un dominio específico;2. Emplea un sistema representacional propio que describe ac-titudes proposicionales;3. Da forma a la base innata de nuestra capacidad para adquirir ToM;4. El autismo es un déficit que provoca la incapacidad para ad-quirir ToM.

Para Leslie, entonces, de las nueve características clásicas presenta-das por Fodor, estas cuatro son las centrales. En 1999, en el artículo que escribe junto a Scholl, suma la restricción del flujo de la información como otro rasgo relevante. En este caso, se refería a que parte de la información externa –en especial, la que estaba en los sistemas centra-les– no era accesible al módulo.

Para muchos autores, sin embargo, ni los nueve postulados origina-les de Fodor ni las características dadas por Leslie se cumplen en el caso de ToM. Si este razonamiento es correcto, entonces la distinción entre Teoría de la Teoría y la propuesta modularista para ToM colapsaría.

Uno de los que desarrolla con mayor detalle esta posibilidad es Goldman, quien en su libro “Simulating Minds” ataca a los modula-ristas, y a Leslie en particular, sosteniendo que la única manera en que se puede sostener que los mecanismos de Psicología de Sentido Co-mún son modulares es adoptando una definición trivial de módulo. Por cuestiones de espacio, aquí me detendré en los dos rasgos centrales: la especificidad de dominio y el encapsulamiento informacional.

Con respecto a lo primero, parece obvio que la habilidad para leer mentes involucra un dominio distintivo, el de los estados psicológicos. Esto parece postular un módulo psicológico para todo el ámbito mental, que necesariamente sería demasiado general. Pero ni Leslie ni Baron-Cohen aceptarían tal propuesta. Ellos restringen sus modelos a una cla-se especial de estados psicológicos, los estados proposicionales. Cuando presenta ToMM, por ejemplo, Leslie lo describe como el mecanismo que manipula las M-representaciones. Estas estructuras deberían represen-tar estados mentales, pero lo cierto es que sólo pueden cumplir con este objetivo con los estados proposicionales. Las M-representaciones son inaplicables al resto de los estados mentales, como las sensaciones o emo-ciones. En este sentido, parecería que Leslie –y también Baron-Cohen– no sostienen la existencia de un módulo psicológico, sino el mucho más modesto módulo de las actitudes proposicionales.

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Pero, a su vez, la noción de especificidad de dominio fue una pro-puesta fodoriana pensada estrictamente para los sistemas periféricos. Incluso así, ya en 1983 Fodor reconocía que la especificidad podría generar conflictos porque la existencia de entidades diferentes en el mundo no aseguraba por sí sola que la mente deba tener mecanismos distintos para procesarlos. Por eso, prefería caracterizar a esta especifi-cidad como una especificidad de estímulos (Fodor 1986, p. 48). Parece difícil plantear, en estos términos, que la habilidad para leer mentes propia de ToM sea un sistema periférico de inputs. Por el contrario, se parece más al sistema central de Fodor. Pero la especificidad de do-minio de un sistema central es más difícil de sostener. Botterill y Ca-rruthers sugirieron que eso era posible, postulando que la especificidad se daba en los outputs de los sistemas de input, que a su vez eran inputs de esos sistemas centrales (cfr. Botterill & Carruthers 1999, p.66). Sin embargo, incluso esta propuesta resulta difícil de sostener para ToM, que debería tener acceso a todos los estados mentales.

En cuanto al encapsulamiento informacional, Fodor siempre fue claro en sostener que se trata “del corazón de la modularidad” (Fodor 2000, p. 63). Un sistema está encapsulado si sólo tiene acceso limita-do a la información contenida en otros sistemas mentales. Es el caso de nuestro sistema visual, que es periférico, no recibe información del sistema central sobre longitud de las líneas que estamos viendo, posibi-litando la ilusión de Müller-Lyer. Para Leslie, existe encapsulamiento informacional en ToMM. Este mecanismo opera sobre un solo tipo de estructura de datos, las M-representaciones. Pero ToMM realiza sobre las M-representaciones operaciones que violan el criterio de encapsu-lamiento informacional. En el caso de los juegos de fingir, como la banana teléfono, Leslie reconoce que el niño utiliza el conocimiento primario del que dispone para entender cómo se usa el teléfono y actuar de acuerdo a la situación que finge.

Nichols y Stich señalan una dificultad similar, ya que en ocasiones atribuimos nuestros propios estados mentales a terceros cuando quere-mos entender qué están haciendo o qué harían poniéndonos en su lu-gar. Pero esos estados mentales están almacenados en nuestros sistemas centrales y ToMM debería, entonces, tener acceso a ellos (cfr. Nichols & Stich 2003, pp. 120-122).

¿Se puede sostener que algo es un módulo si no presenta ni especifici-dad de dominio ni encapsulamiento informacional? Si seguimos las indi-

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caciones de los mismos defensores de la modularidad deberíamos negar que tal estructura sea modular. Ése es el camino que toma Goldman, quien concluye que, tomado en serio, Leslie no puede ser modularista. “Si se lo examina cuidadosamente, el componente modular de la teoría de la mente juega un rol mucho menor del que se cree” (Goldman 2006, p. 107). Si bien siempre se sostuvo que ToMM era un mecanismo modular, generando las M-representaciones. Pero esto no significa que las creen-cias del sujeto sobre quién tiene qué estados mentales sean producto de ToMM. Ése es el trabajo del SP, que debe elegir contenido actitudinal es-pecífico a ser atribuido en cada caso. Pero SP no es ni modular ni siquiera específico de ToM (cfr. Scholl & Leslie 1999, p. 147). Esto sin dudas deflaciona mucho el sentido en que este modelo puede llamarse modular.

Para Goldman, incluso si aceptamos que ToM es la capacidad para reconocer y procesar actitudes proposicionales, tiene como sustrato un módulo, “de ahí no se sigue que la capacidad para procesar estados mentales en general tiene como sustrato un módulo (Goldman 2006, p. 109). Un sistema como ToMM cumple un papel mínimo en la activi-dad mental, más si se tiene en cuenta –tal como señalé más arriba– que la propuesta modular sólo hace referencia a estados proposicionales.30

4.5.4 Mi evaluación de la propuesta modularista

Los aportes de este último grupo de autores, que cierran lo que deno-miné el Enfoque Cartesiano, también presentan aspectos que quiero rescatar. Parece claro que ya desde el nacimiento contamos con cierta sensibilidad que facilita nuestra interacción con los demás. Necesita-mos de los otros para poder sobrevivir en el mundo y es junto a ellos, y gracias a nuestra naturaleza social, que podemos alcanzar logros y metas que están reservadas sólo para nuestra especie. En ese sentido, y a pesar de que es un planteo que requiere ser completado con otros ele-mentos, encuentro acertada la idea de que nuestra Psicología de Sen-tido Común sea entendida como un mecanismo de atención selectiva (cfr. 4.3.2) en la que hay elementos de base innatos.

30 De hecho, Goldman argumenta en su libro que las emociones y los sentimientos son, irónicamente, casos de estados mentales que se ajustan mejor a los requerimientos de modularidad (cfr. Goldman 2006, pp. 109-112).

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Frente a la óptica que tradicionalmente mantuvieron la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación, el foco puesto por autores como Leslie y Baron-Cohen en la adquisición de las habilidades de Psicolo-gía de Sentido Común abrió un interesante campo de trabajo. Aun con sus limitaciones, la metáfora de la navaja suiza (4.4.1) grafica de manera correcta la existencia de ciertos mecanismos y operaciones específicas presentes en nuestra mente. Por eso rescato el análisis pormenorizado de fenómenos muy básicos –como la detección de la dirección de la mirada o la atención compartida– pero que son imprescindibles para desarrollar luego las habilidades más complejas que están a la base de una Psicología de Sentido Común madura. En este aspecto, las res-puestas que ofrecen estos modelos parecen más apropiadas que aquellas que brindan sus competidores dentro del Enfoque Cartesiano.

De Baron-Cohen encuentro muy interesantes sus esfuerzos para intentar descifrar el enigma que actualmente plantea el autismo. Más allá de que se necesita revisar cuáles son los criterios a utilizar a la hora de lograr un diagnóstico seguro de la enfermedad, acuerdo en que al entender qué produce esta patología, cómo se desarrolla y cuál puede ser la manera de curarla se encontrarán también respuestas para enten-der más sobre cómo nos entendemos los unos a los otros. Creo que la noción de “ceguera mental” que acuñó para explicar el autismo es muy original y útil.

En cuanto a Leslie, me parece muy acertado el rescate que realizó de los juegos de ficción en niños como elementos muy importantes para entender su desarrollo mental. Estos juegos revelan que aun a una edad temprana, los niños pueden acceder a un grado de complejidad muy elevado que explota habilidades necesarias para la interacción co-tidiana. En la segunda parte de este trabajo analizaré otras propuestas que también se interesaron por casos como el de la banana-teléfono (mencionado como 11 en mi lista de situaciones del primer capítulo y en 4.3.3), pero que adoptan una posición totalmente diferente del de las M-Representaciones. De todos modos, creo que al haber llamado la atención sobre este fenómeno, Leslie comenzó a abrir el juego a estos flamantes aportes que llegarían con el nuevo siglo.

Con respecto a las críticas mencionadas en las páginas anteriores, quisiera hacer dos breves comentarios. En lo que respecta a objecio-nes alrededor de cuánto se conserva o no de los planteos originales de Fodor en cada modelo, considero que no se trata más que de una

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discusión sobre un cierto canon que puede obviarse si el objetivo que se intenta lograr es diferente al del filósofo estadounidense. Sin dudas las ideas presentes en La modularidad de la mente son muy atractivas y ori-ginales, pero no me preocupa si un autor las respeta o no en mi camino hacia la construcción de una nueva manera de entender a la Psicología de Sentido Común. Con respecto a los que señalan que las propuestas modularistas entran en aprietos porque existen factores que aceleran la Psicología de Sentido Común (4.5.2), tienen un punto importante si deciden atacar a modelos que hacen un excesivo hincapié en presentar al mundo como un mero disparador que activa módulos. En cambio, si se intenta alcanzar un abordaje más amplio y plural, esto no debería significar un inconveniente.

Por último, reitero lo dicho en 2.5.4: todavía no existen los experi-mentos cruciales que puedan decidir si la Teoría de la Teoría es preferi-ble frente a un modelo modularista a la hora de explicar algunas de las funciones básicas de la Psicología de Sentido Común.

Presentadas la Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación y estas propuestas modularistas, en el próximo capítulo intentaré mostrar por qué creo que –por encima de sus discusiones y diferencias– existen fuertes puntos de contacto entre las propuestas. Serán estos supuestos compartidos los que entrarán en crisis cuando culmine el siglo XX y sean puestos en duda y criticados por posiciones que se enfrentan a la tradición.

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5. Enfoque Cartesiano. Supuestos compartidos.

5.1 Introducción

En los últimos tres capítulos me dediqué a presentar y criticar las prin-cipales propuestas teóricas que protagonizaron los extensos y nume-rosos debates sobre Psicología de Sentido Común que se dieron en la Filosofía de la Mente en las dos últimas décadas del siglo XX. Se trata de miradas distintas, y en principio contrapuestas, sobre cómo nos en-tendemos los unos a los otros en nuestra vida cotidiana.

Las discusiones entre teóricos de la teoría, defensores de los mode-los modularistas y los teóricos de la simulación ocuparon el centro de la escena del área y dieron lugar a incontables artículos y numerosos libros y revistas. Como creo que quedó expuesto en las páginas anteriores, posiciones inicialmente más sencillas –pero también más elocuentes y potentes– con el tiempo fueron sofisticándose y presentando aristas que condujeron a modelos híbridos y a que algunos autores consideraran que los términos originales de la disputa debían ser revisados.

La proliferación de espacios para discusiones sobre el tema, y la posibilidad de conseguir financiamiento para llevar adelante experi-mentos y publicar sus resultados, propició la aparición –casi en tiempo récord– de varios actores en estos debates. Un breve recorrido por los hitos más relevantes en el campo brinda una impresión correcta del vértigo vivido. La publicación del trabajo de Premack y Woodruff sobre primatología, que acuñó el término “Teoría de la Mente”, fue en 1978. En los comentarios a esa investigación, Dennett, Bennett y Harman sugirieron de forma separada que la manera en que se podía poner a prueba si una criatura poseía y utilizaba correctamente el concepto de creencia era mediante la habilidad de imputar falsas creencias (Dennett 1978; Bennett 1978; Harman 1978). En 1983, Wimmer y Perner rea-

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lizaron por primera vez una investigación aplicando el “test de la falsa creencia”, y rápidamente se volvió el experimento canónico en Psico-logía de Sentido Común. En los años siguientes aparecieron los libros y artículos que definieron los lineamientos fundamentales de la Teoría de la Teoría (Gopnik & Astington 1988; Bartsch & Wellman 1989), la Teoría de la Simulación (Gordon 1986; Heal 1986; Goldman 1989) y la modularidad en Psicología de Sentido Común (Baron-Cohen, Les-lie & Frith 1985; Leslie 1987). En 1992 se publicó un número doble de la revista Mind and Language en el que los principales filósofos y psicólogos de cada corriente expusieron sus ideas y, como creo que pue-de defenderse, establecieron los lineamientos principales sobre los que se desarrollarían las posteriores discusiones. Es también significativo –y admirable– que por esa época Eduardo Rabossi, Cristina González y Diana Pérez ya trabajaran y publicaran sobre esta temática en Ar-gentina. En efecto, los primeros artículos del ámbito local criticando a la noción de “teoría” en la Teoría de la Teoría se publicaron en 1991 (Cristina González) y 1992 (Diana Pérez).

En este capítulo defenderé la idea de que una impronta común re-corre y da forma a todas estas propuestas. Creo que se puede englobar a estos modelos que en ocasiones se plantean como antagónicos bajo la denominación común de Enfoque Cartesiano porque, por encima de las particularidades de cada posición, existen supuestos muy claros y distintivos que revelan no sólo un terreno común sobre el cual discuten, sino también una imagen compartida de los principios generales del fenómeno que intentan describir, lo que es la mente, qué rol cumple la cognición en nuestra vida cotidiana y cuál es su lugar en el mundo.

Para poder defender esta idea, en este capítulo presentaré cinco tesis que pueden rastrearse en la Teoría de la Teoría, las propuestas modula-ristas y la Teoría de la Simulación. No pretendo dar una lista exhaustiva de supuestos compartidos, pero sí mostrar que hay coincidencias que autorizan a pensar en un mismo espíritu que inspira y condiciona las ideas en juego. Más allá de las disputas y enfrentamiento, casi todos los autores cuyos modelos expuse en las páginas anteriores –con la notable excepción de Gordon, tal como mencioné en 3.5.4– coinciden en pre-sentar a las habilidades de Psicología de Sentido Común en el marco del cognitivismo clásico, en tanto susceptibles de ser investigadas como procedimientos computacionales que operan sobre estados mentales internos. Sus dos funciones excluyentes serán la explicación y predic-

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ción de la conducta atribuyendo deseos y creencias, moldeadas a partir de la concepción epistemológica positivista de la ciencia. En estas ideas rige un fuerte y claro espíritu cartesiano, que impregna ya el punto de partida: no tenemos acceso directo a los pensamientos, sentimientos y estados de ánimo de los demás y por eso debemos adjudicárselos ape-lando a conceptos no-observables o teóricos. Y la adscripción de los es-tados mentales –ya sea a uno mismo como a terceros– está mediado por mecanismos complejos y cuyo aprendizaje y dominio hay que explicar.

Además, se asume que en nuestra relación cotidiana con los demás tomamos una posición de tercera persona, somos observadores externos de sus conductas y acciones “desde afuera”, tanto si tomamos una teoría general que aplicamos al caso particular con el que nos encontramos como si proyectamos en el otro el resultado de nuestro propio sistema de toma de decisiones.

Otro punto de contacto entre todos estos autores es que el desa-rrollo de las habilidades de Psicología de Sentido Común se origina en la niñez y requiere que el niño esté en posesión de los conceptos de estados mentales antes de poder aplicarlos a sí mismos o a un tercero (a excepción de Gordon, cfr. 3.4). Bajo esta visión, la habilidad para leer mentes constituye nuestra manera primaria y dominante de entender a los demás. Esta destreza es esencial para la navegación social y no po-demos entender ni interactuar con los demás sin ellas. La metodología utilizada para decidir si un individuo posee o no estas habilidades es la prueba de la falsa creencia.

5.2 Predecir y explicar la conducta, las funciones fundamentales de la Psicología de Sentido Común

A pesar de la multiplicidad de modelos y variantes en sus contribucio-nes, los autores del Enfoque Cartesiano coinciden en una caracteriza-ción –al menos general– del fenómeno del que quieren dar cuenta. Para todos ellos la Psicología de Sentido Común tiene como objetivo expli-car y predecir la conducta mediante la atribución de estados mentales, especialmente deseos y creencias. Este supuesto ya está presente desde el momento del nacimiento del área. “A partir del trabajo clásico de Premack y Woodruff, el término ‘teoría de la mente’ designa un campo específico de investigación cuyo objetivo es proveer una explicación a

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la habilidad –que podría no ser exclusiva de los seres humanos– de explicar y predecir acciones, tanto para uno mismo como para otros agentes inteligentes” (Carruthers & Smith 1996, p. 1). A partir de este presupuesto que a veces es tácitamente aceptado, los diferentes modelos se dedican a dar cuenta de qué modo se llevan adelante estas funciones.

Para algunos, existe una teoría o un conjunto de conocimientos al que apelamos para entender a los demás: “La Psicología de Senti-do Común es el cuerpo de creencias y capacidades que utilizamos a diario para explicar y predecir nuestras propias acciones y las de las otras personas” (Morton 2007, p. 235). Otro grupo de autores sostiene que el hecho de que que estos objetivos sean alcanzados por niños tan pequeños conduce inevitablemente a pensar en una dotación innata: “La conducta es interpretada de manera instantánea, e incluso auto-máticamente, en términos de lo que el agente puede estar pensando, planificando o deseando. Lo que vuelve a este logro del desarrollo de interés es que plantea un problema sobre la enseñanza. ¿Cómo puede ser que niños de tan poca edad puedan tener maestría de conceptos tan abstractos como creencia o creencia falsa con tanta facilidad y casi al mismo tiempo alrededor del globo? Después de todo, los estados men-tales son entidades no observables, con propiedades lógicas complejas; y la predicción y explicación de la conducta, tareas sofisticadas” (Baron-Cohen & Swettnham 1996, p. 158). Finalmente, un tercer conjunto postula simplemente que es mediante la simulación como se consigue alcanzar estos objetivos: “Para poder leer la mente de un tercero, no necesitamos consultar un capítulo especial de la psicología humana en el que se explica una teoría sobre el mecanismo de toma de decisiones en humanos. Como tenemos nuestro propio mecanismo, simplemente lo hacemos correr con datos de entrada supuestos a partir de la posición inicial del otro y a partir de allí predecimos o explicamos lo que hará” (Goldman 2006, p. 20).

La Teoría de la Teoría, las propuestas modularistas y la Teoría de la Simulación ofrecen así sus particulares visiones sobre la forma en la que realizan estas dos tareas. Pero por encima de sus discusiones coinciden en esta definición, con la que empecé este trabajo (cfr. 1.2):

Psicología de Sentido Común: Capacidad de predicción y ex-plicación de la conducta propia y de terceros mediante la atri-bución de estados mentales, principalmente deseos y creencias.

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Esta caracterización compartida presenta rasgos que ameritan algu-nas precisiones, de las que me ocuparé en esta sección.

En primer término, llama la atención el alcance y potencia de la predicción. Dennett, por ejemplo, lo toma como uno de los atractivos más fuertes de esta habilidad humana: “La Psicología de Sentido Co-mún es una fuente extraordinariamente fuerte de predicción. No es sólo prodigiosamente poderosa, sino también significativamente fácil para que los seres humanos utilicen” (Dennett 1991, p. 135). La confianza de los autores del Enfoque Cartesiano en que esta habilidad es casi infabilible resulta patente.

En la literatura sobre el tema se asume sin demasiada discusión que todos nosotros, hombres y mujeres, somos muy buenos prediciendo qué harán los demás. No hay dudas de que es una gran ventaja para poder relacionarnos socialmente, ya que nos permite adelantarnos y acomodar y reajustar nuestra propia conducta de acuerdo a lo que planeamos que los demás harán. Sin embargo, no es difícil encontrar situaciones coti-dianas en donde erramos al anticiparnos a las acciones del otro, incluso cuando contábamos con toda la información disponible y necesaria. Esto ocurre porque los hombres no siempre actuamos de manera se-mejante (e incluso mis propias acciones pueden sorprenderme, ya que no siempre reaccionamos de la manera planeada). La infalibilidad en las predicciones sólo podría ser posible si se cumpliera una suerte de homogeneización de los sujetos involucrados y las circunstancias en las que se dan las conductas, dos factores que siempre son diferentes.

Si bien ningún autor del Enfoque Cartesiano la problematiza, la noción de predicción que está en juego parece ser muy ingenua. En el famoso mito de los ancestros ryleanos que nos dejó Sellars, el gran des-cubrimiento de Jones (la introducción de los términos acerca de estados mentales) sólo estaba destinado a explicar las conductas de los demás, y no para predecirlas (cfr. Sellars 1956). Su introducción parece ser el re-sultado de trasladar nociones de la Filosofía de la Ciencia de la primera mitad del siglo XX, en especial las ideas hempelianas de explicación y predicción científica, al campo de la Psicología de Sentido Común.

De hecho, la capacidad para generar predicciones y explicaciones es uno de los argumentos utilizados para sostener que existe una teoría similar a la científica detrás de nuestra habilidad para entender a los demás en términos mentalistas. Botterill, por ejemplo, al indicar cua-tro criterios que deben ser tomados en cuenta si un cuerpo de conoci-

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miento quiere ser considerado una teoría, postula como uno de ellos la capacidad para realizar predicciones y explicaciones. “Quizás el terreno común más citado a la hora de pensar que existe una teoría implícita en nuestras prácticas de Psicología de Sentido Común es que utilizamos nuestro conocimiento de la Psicología de Sentido Común para explicar y predecir las acciones y las reacciones de los demás” (Botterill 1996, p. 107, las itálicas son del original).

Las dificultades con las que nos enfrentamos a la hora de caracteri-zar la predicción en este campo vuelven a aparecer al evaluar cómo es la explicación que plantea el Enfoque Cartesiano. Aunque ningún autor define explícitamente qué es lo que entenderá por explicación en este campo, sí parece resultar claro lo que no tiene en mente. Ciertamente no es la explicación en el sentido usual en que se utiliza el término en el campo científico, sino una especie de predicción que va en sentido contrario, hacia el pasado, y que al crecer a su sombra refleja sus mismos problemas.

Y también es considerado un elemento a favor de la tesis de que es-tamos frente a un conjunto de información que es teórico. Por ejemplo, en una de las argumentaciones que presentan a favor de la similaridad estructural entre las teorías científicas y la teoría que subyace a la Psi-cología de Sentido Común, Gopnik y Meltzoff mencionan que ambas ofrecen explicaciones. La coherencia y abstracción de las teorías y su compromiso ontológico brindan, unidas, la fuerza de explicación que necesita un mero conjunto de información. Para estos autores, explicar un fenómeno es dar cuenta de él, de una manera abstracta, coherente y causal. Para ellos, desde un punto de vista cognitivo, la visión filosófica de la explicación termina en un círculo vicioso, ya que una de las fun-ciones de la teoría es explicar y lo que define a una buena explicación de un fenómeno es afirmar que se tiene una buena teoría de él (Gopnik & Meltzoff 1997 p. 38).

Resulta difícil, de todos modos, sostener o bien que las explicacio-nes que cotidianamente hacemos de la conducta de los demás cumplen con los requisitos necesarios para ser consideradas científicas o bien que una ciencia pueda aceptar como explicación válida las formas rudimen-tarias de entender al otro que utilizamos todos los días.

Esto nos conduce a pensar también en el modo en que se realiza la predicción y la explicación en el Enfoque Cartesiano. Según esta concepción, parece ser suficiente enlistar un grupo de estados men-

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tales de un sujeto para explicar su comportamiento. Y no se trata de apelar a cualquier estado mental, sino específicamente a los deseos y las creencias. Es la adopción del viejo silogismo práctico que expuso Aristóteles en su Ética Nicomáquea. En términos lógicos, se trata de un razonamiento que puede formalizarse así (cfr. Anscombe 1957, p. 135):

Creo que X es una acción adecuada para conseguir YDeseo conseguir Y, sean cuales sean las dificultades que deba asumirPuedo hacer X, aquí y ahora________Hago X

Aristóteles trató de resolver de este modo la misteriosa relación que hay entre nuestra conducta y las razones con las que contamos para llevarla a cabo. La acción de la salida al cine de Juan se explica –y está causada– por su antojo de ver una película y su creencia de que si va al cine tendrá la oportunidad de hallar un lugar apropiado donde ver una película. En este silogismo, de las premisas (compuestas por deseos y creencias) se sigue lógicamente una conclusión en forma de una acción o, al menos, la intención a hacerlo.

El Enfoque Cartesiano –siguiendo a los teóricos sobre la acción– tomó sin críticas esta concepción y asumió que deseos y creencias bastaban para explicar una conducta. Sin dudas en esta elección jugó fuerte el peso de la tradición junto con la posibilidad de llevar adelante investigaciones y experimentos de manera más sencilla. Si bien pare-cería claro que los autores toman las explicaciones y predicciones ba-sadas en deseos y creencias como evidentemente esquemáticas y útiles únicamente a fines de ilustrar las características generales de nuestras relaciones cotidianas, lo cierto es que no hay ninguna mención explícita al respecto. Alternativas a estas explicaciones hay muchas, porque los psicólogos sociales se han dedicado a explorar nuestras explicaciones cotidianas, haciendo referencia a una batería de factores involucrados, algunos de ellos externos (como el contexto y la situación en que se produce la acción) y otros internos (por ejemplo, la historia personal del agente a predecir, si contamos con algún rasgo de personalidad prees-tablecido, etc.).

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Para la Psicología Social tanto la predicción como la explicación son actividades heterogéneas (cfr. Andrews 2005), y se rechaza el supuesto de que explicar y predecir son acciones similares pero en direcciones opuestas. Una de las hipótesis más fuertes es que la explicación de la conducta está íntimamente ligada al afán humano de encontrar cierto orden en el caos. Basados en el trabajo de Heider (Heider 1958) –y su reelaboración por parte de Thagard (Thagard 1989)– muchos psicólo-gos sociales ven la explicación de la conducta como la manera en que las personas buscamos y creamos coherencia en el mundo. Así, las ex-plicaciones y predicciones que solemos hacer (y hacernos) dependen de muchos otros factores que no son meramente los deseos y las creencias, como por ejemplo apelaciones al contexto y a la situación en la que nos encontramos o tener predilección por explicaciones que nos muestran un panorama de la realidad coherente con nuestras ideas.

No parece posible, entonces, dar un único conjunto de deseos y creencias que sea realmente suficiente como para explicar una conduc-ta. Si le preguntamos a la persona por qué actuó de determinado modo seguramente no nos responderá en términos de estados mentales y mu-cho menos en términos de deseos y creencias. “Me fui de la fiesta por-que estaba aburrido”, “Voy a comprar ropa hoy porque tengo descuento con la tarjeta de crédito”. Además, cuando queremos explicar la acción de esta manera, sabemos dónde empezar (la acción particular), pero no sabemos dónde termina, porque en principio se pueden formular decenas de explicaciones posibles, y todas deberían ser aceptadas por un teórico del Enfoque Cartesiano. A pesar de estas dificultades, la mayo-ría de los autores toman como un hecho dado que los adultos normales tenemos un desempeño excelente en estas tareas. Y hasta se muestran sorprendidos de esta compleja habilidad: “Un hecho impactante sobre los seres humanos es que, con poco o ningún entrenamiento formal, de-sarrollan la capacidad de desplegar conceptos psicológicos tales como creencia y deseo en predicciones y explicaciones de las acciones y los estados mentales de otros miembros de la especie. Estas predicciones y explicaciones se supone que ‘racionalizan’ las acciones de los sujetos o estados mentales” (Davis & Stone 1995, p. 2).

Un problema adicional al que se enfrentan los autores del Enfoque Cartesiano al postular que las dos funciones principales de la Psicología de Sentido Común son la predicción y explicación mediante deseos y creencias, es que se vuelve necesario reducir todos los estados mentales

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posibles a estos dos elementos. En la exposición de su versión de la Teoría de la Teoría, Wellman reconoce que de este modo se lleva a cabo un recorte de la rica vida mental con la que cuenta el ser humano, pero lo justifica en tanto estas dos clases tienen la capacidad para resumir el resto. “Los deseos y creencias, aun construidos de manera amplia, de-notan sólo dos estados de la amplia variedad que uno puede encontrar para explicar una acción. Es un resumen que parece apropiado porque estas dos clases son centrales al marco de trabajo total, que descansa en las construcciones de una tríada formada por creencias, deseos y accio-nes” (Wellman 1992, p. 98). Y para explicar la acción son necesarios tanto los deseos como las creencias, aun cuando en algunos casos una de esas dos clases sea más reveladora que la otra (cfr. Wellman 1992, pp. 100-105).1

Como mencioné al comienzo de este apartado, al entender la Psi-cología de Sentido Común como una herramienta para predecir y explicar la conducta, fue natural para muchos de los filósofos –como Wellman– adherir a la Teoría de la Teoría, ya que las semejanzas entre este dominio y una teoría científica parecieron evidentes.

Así como un científico postula entidades no observables para pre-decir y explicar la conducta de los observables, los psicólogos de sen-tido común postulan estados mentales no observables para predecir y explicar la conducta humana. Entenderemos por qué las personas ads-criben estados mentales en el modo en que lo hacen si se refleja en las maneras en las que estas adscripciones facilitan las actividades de predicción y explicación. En este sentido, Prinz y Knobe creen que una vez aceptado este supuesto, adherir al funcionalismo es el camino na-tural a seguir. “Después de todo, si esta idea es correcta, parece que las únicas propiedades de los estados mentales que pueden cumplir un rol en la Psicología de Sentido Común son aquellas que contribuyen a la predicción y explicación, y las únicas propiedades que podrían ser útiles

1 Wellman le dedica largas páginas a explicar los diferentes tipos de estados mentales involucrados en la Psicología de Sentido Común y se detiene en los diferentes tipos de emociones. Sin embargo, en su análisis las presenta como reducibles a series de deseos y creencias. “La distinción entre deseos (ganas de hacer algo, desear que algo suceda) y las emociones básicas (odio, angustia, miedo, tristeza) es importante pero imprecisa. La confusión potencial entre deseos específicos y emociones es evidente en el amplio rango del término genérico sentimiento (feeling)” (Wellman 1992, p. 105).

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en predicciones y explicaciones son aquellas que tienen algo que ver con las causas y efectos de ese estado” (Knobe & Prinz 2011). Por eso, y a pesar de que en este punto del trabajo resulta evidente, el siguiente supuesto que quiero explicitar es la adhesión del Enfoque Cartsiano a los lineamientos del cognitivismo clásico, del que se derivan interesan-tes consecuencias.

5.3. El marco del cognitivismo y los estados mentales como entidades inaccesibles

Los desarrollos vistos en los tres capítulos anteriores –y la misma apa-rición de la Psicología de Sentido Común como área de trabajo en la década del 80– sólo pueden entenderse a la luz de la llamada Revolu-ción Cognitiva que repercutió en la Filosofía de la Mente a mediados del siglo XX y que derivó en el predominio del cognitivismo sobre otras corrientes. Su contribución fundamental es entender nuestras capaci-dades cognitivas en términos de procesos computacionales en los que intervienen estados mentales internos y simbólicos. En este sentido, las ciencias cognitivas deben tener como objeto a estos estados internos y sus procesos.

En su introducción a la compilación The Future of Folk Psychology, John Greenwood realiza una breve historia del interés por la Psicología de Sentido Común en el último cuarto del siglo XX en la que le adju-dica a la Revolución Cognitiva el haber puesto el foco de los filósofos y los psicólogos en los estados intencionales. “Durante muchos años no existía un dominio teórico de primer orden que podría ser el objeto de un análisis filosófico. Ahora tal dominio sí existe y apareció para ven-garse. La razón es la ‘revolución cognitiva’ en psicología, que comenzó en la década del 50 y continuó creciendo a tasas expotenciales en la empresa multidisciplinar que es la ‘ciencia cognitiva’ contemporánea” (Greenwood 1991, p. 2).

La frustración a nivel metateórico que vivieron los investigadores con lo estéril que resultaron el conductismo y el empirismo clásico co-menzó a revertirse con la aparición de modelos que adoptaban la pers-pectiva del procesamiento de la información (Miller 1956; Broadbent 1958) y los comienzos del proyecto de inteligencia artificial, con pro-puestas que entendían la cognición humana en términos de programas

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de procesamiento interno (Newell, Shaw & Simon 1958). Fodor, por ejemplo, señala al funcionalismo como la doctrina que necesitaba este campo para progresar. “Consiguió satisfacer la intuición presente en muchos de que el dominio natural para la teoría psicológica podría ser físicamente heterogénea, incluyendo un abigarrado grupo de personas, animales, marcianos y máquinas de computar” (Fodor 1991, p. 29).

En ese tiempo, el interés de los estudiosos pasó de los estados fe-noménicos como el dolor hacia los estados psicológicos intencionales, como las creencias y los deseos. Greenwood señala el importante aporte de los trabajos seminales de Davidson sobre la explicación de la acción humana (Davidson 1963, 1967) que habilitan a considerar a los estados mentales como causas de las acciones y la postulación del Lenguaje del Pensamiento (Fodor 1975). Es en ese contexto en el que la Psicología de Sentido Común se instala como un campo de interés entre los filó-sofos, psicólogos y científicos.

Es así que surge el cognitivismo, cuya metáfora central será la de la computadora, un artefacto físico que está construido de manera tal que un conjunto de sus cambios físicos puede ser interpretado como ope-raciones hechas con símbolos. “El cognitivismo consiste en la hipótesis de que la cognición –incluyendo la cognición humana– es la mani-pulación de símbolos tal como sucede con las computadoras digitales” (Varela, Thompson & Rosch 1991, p. 5). Estos símbolos, elementos que representan algo más, permiten llevar a cabo cómputos sin abandonar el mundo físico y sin traicionar los objetivos materialistas. “La mayor parte de los críticos y defensores de la Psicología de Sentido Común adhieren al supuesto materialista de que todos los fenómenos intencio-nales psicológicos –si es que existen– están encarnados en el cerebro humano. La mayor parte de los críticos y defensores de la Psicología de Sentido Común también asumirán que las explicaciones psicológicas involucradas no se reducirán ‘suavemente’ a explicaciones neuropsico-lógicas” (Greenwood 1991, p. 6). Esto es tomado por los eliminativistas materiales como blanco de sus ataques.

Las disputas acerca de cómo es que los niños adquieren la habilidad para leer mentes de las distintas versiones de la Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación y las propuestas modularistas pueden ser leídas –tal como lo hacen Carruthers y Smith– como una suerte de reedición del debate entre racionalistas y empiristas (cfr. Carruthers & Smith 1996). Pero incluso en estas discusiones hay una base común

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sobre la que se apoyan los autores. “Tanto la modularidad y la teoría de la formación de teorías implican que no existe nada particularmente privilegiado acerca de las representaciones de la Psicología de Senti-do Común (…). Ambas ven a la Psicología de Sentido Común como un fenómeno genuinamente cognitivo, un conjunto de representacio-nes que son acerca de algo en el mundo, tanto si esas representaciones fueron forjadas por la evolución o por el desarrollo” (Gopnik 1996, p. 180). Estas representaciones, los estados mentales, tienen ciertas carac-terísticas que encajan perfectamente con las propuestas ofrecidas para entender al fenómeno.

Wellman, por ejemplo, entiende a la mente como un procesador de información central, que manipula estados mentales y construye e interpreta de este modo la información sobre el mundo a partir de lo percibido y luego hipotetiza, conjura y razona acerca de esta informa-ción (cfr. Wellman 1992, p. 11). Las actividades cognitivas de la mente sirven, así, para fijar las bases de nuestro mundo (cfr. Wellman 1992, capítulo 4). Y al presentarlos como entidades no observables, la ads-cripción de estados mentales que propone el Enfoque Cartesiano pa-rece implicar un compromiso ontológico sobre objetos que no pueden tener una definición ostensible o a expresiones declarativas inferidas (en el sentido de que nadie puede señalar algo y decir que allí hay una creencia verdadera o un deseo). Los estados mentales intencionales no están disponibles para la percepción pero son entidades que se pueden inferir a partir de un estado de cosas en el mundo y que necesitan tener poderes causales, al menos entre ellos (cfr. Freeman 1995, p. 69).

Y justamente la introducción de entidades no observables se vuelve uno de los argumentos más citados por Wellman y el resto de los Teó-ricos de la Teoría para apoyar su visión de la Psicología de Sentido Co-mún. Se trata de otro de los criterios citados por Botterill para postular su semejanza con una teoría científica: “Al igual que la teoría genética opera a un nivel más profundo que las generalizaciones fenotípicas de las generalizaciones sobre la herencia, la Psicología de Sentido Común introduce el pensar acerca de estados representacionales causalmente activos e internos” (Botterill 1996, p. 108). Pero este supuesto es com-partido por todos los modelos vistos. Baron Cohen comienza su libro Mindblindness dando por sentado que los estados mentales son entes inobservables que están en la base de cualquier conducta. “Imagina lo que sería tu mundo si pudieses estar consciente de las cosas físicas pero

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ciego a la existencia de cosas mentales. Me refiero, por supuesto, a es-tar ciego a cosas como pensamientos, creencias, conocimiento, deseos e intenciones, que para la mayoría de nosotros subyacen a la conducta” (Baron-Cohen 1995 p. 1).

No existe, sin embargo, acceso directo a los estados mentales que explicarían nuestras acciones y las demás y nos permitirían también predecirlas. En el artículo con el que introduce –de manera contempo-ránea con Gordon– la simulación como mecanismo central en Psico-logía de sentido Común, Heal parte de este supuesto: “Solemos decir que vemos a las personas como vemos estrellas, nubes o formaciones geológicas. Las personas son sólo objetos complejos en nuestros medios cuyo comportamiento deseamos anticipar pero cuyas causas internas no podemos percibir. Procedemos, entonces, a observar las compleji-dades de su conducta externa y formular algunas hipótesis acerca de cómo su interior está estructurado” (Heal 1986, p. 135). Esto será lo que lleve a los autores a construir las distintas variantes sobre cómo es la adscripción de estos estados mentales, tal como señalaré en el próximo apartado. Esta opacidad de la mente recuerda, sin dudas, a las ideas ori-ginales de Descartes. A pesar de que todos los autores mencionados son materialistas –al igual que la inmensa mayoría de aquellos que trabajan en Filosofía de la Mente en nuestros días– Dennett reconoce este fuerte sesgo cartesiano con el que se manejan en este área: “Supongo que si vemos con cuidado a la ideología de la Psicología de Sentido Común, la encontraremos bastante dualista-cartesiana por los cuatro costados. Quizás haya otros problemas y perplejidades dentro de la ideología tal como nos llegó desde la tradición. Pero nótese que nadie que trabaje en Psicología de Sentido Común en filosofía quiere tomarse en serio esta parte de la ideología” (Dennett 1991, p. 137).

Cada modelo visto, además, toma su propia posición con respecto a cuál es el origen de los conceptos involucrados en nuestras expli-caciones y predicciones psicológicas. Los teóricos de la teoría no se explayan demasiado sobre este punto. Al parecer se desarrollan dentro de la red de conceptos interdependientes en base a los datos del mundo, incluyendo el mundo social. “Los conceptos mentales comprometidos en nuestra Psicología de Sentido Común –tales como creencia, deseo, esperanza, estar en dolor, etc.– son parte de una red interconectada de conceptos mentales, tal que el entendimiento de alguno de esos con-ceptos requiere el entendimiento de todos ellos o al menos de algunos.

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Así, para tener el concepto de creencia, por ejemplo, se requiere que uno maneje las conexiones entre creencia y deseos de la forma ‘Personas que quieren P y que creen que Q es suficiente para producir P y no tienen deseos en conflicto o estrategias diferentes, entonces harán Q’” (Davies & Stone 1995, p. 121). Esta misma clase de argumentos –que sostie-nen que para tener ciertos conceptos es necesario comprometerse con una familia de principios inferenciales– parece tener una considerable plausibilidad, sobre todo al tener en cuenta bajo esta óptica que tener un concepto no puede ser manifestado directamente identificándolo demostrativamente con un objeto o un hecho. El mundo no ofrece los conceptos al niño, sino que sólo ofrecen datos que sirven para la construcción de los conceptos. Algunos creen que existen conceptos en los niños que son diferentes de los que luego tienen como adultos, como el “prelief ” de infantes de 3 años que les permiten distinguir entre acciones contrafácticas o basadas en creencias falsas (cfr. Perner, Baker & Hutton, 1994).

Los teóricos de la modularidad, en cambio, asumen que los con-ceptos básicos son innatos y no se desarrollan con el tiempo, sino que se activan a partir de los estímulos correctos. Lo que se desarrolla es la habilidad para manejar esos conceptos, y también de la maduración de las capacidades cognitivas. Fodor, por ejemplo, asume que niños de tres años ya tienen el concepto de creencia y deseos pero limitaciones de procesamiento restringen la habilidad del niño para integrar la información y poder utilizarla en las pruebas de la falsa creencia (cfr. Fodor 1992).

Finalmente los teóricos de la simulación afirman que los concep-tos psicológicos surgen de la introspección. Astington denuncia que “es poco claro cómo los niños llegan a pensar sobre sus propios estados mentales en términos de creencias y deseos, es decir, cómo la compren-sión conceptual se deriva de la experiencia fenoménica” (cfr. Astington 1996, p. 187).

Astington también marca cierto sesgo solipsista en los Enfoques Cartesianos. “La Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación y la Teoría de la Modularidad son similares en su énfasis en el desarrollo individual. Todos estos modelos construyen o emplean una estructura conceptual, una teoría de la mente” (cfr. Astington 1996, p. 188). Lo cierto es que la cultura y la sociedad no tienen un papel de peso real en las vidas mentales de los sujetos. Y no hay un verdadero cuestionamien-

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to de la universalidad de la Psicología de Sentido Común tal como la conocemos en civilizaciones actuales occidentales. Si bien existen algu-nos estudios al respecto, ya en los comienzos de las dispustas en el área (Heelas & Lock 1981; Holland & Quinn 1987 y Schieffelin & Ochs 1986), pocas veces se tomaron en cuenta sus resultados. A pesar de que las conclusiones no son las mismas, en todos los casos se constató que todas las culturas reconocen un ‘yo’ (self), distinto de otras personas y del mundo físico; entienden que ese yo es responsable de las acciones, pero difieren en el peso del contexto y las situaciones; además de la expresión y reconocimiento de las emociones básicas.

Algunos resultados de los tests de la falsa creencia en culturas dis-tintas de las occidentales también dejan dudas de la universalidad de la Psicología de Sentido Común. Los niños de la tribu Baka de Camerún entienden la creencia falsa al mismo tiempo que los niños occidenta-les (Avis & Harris, 1991), pero los quechuas de Perú y los de la tribu Tainae de Nueva Guinea lo consiguen en la adolescencia (McCormick, 1994). Sin embargo, esta evidencia debe ser tomada con mucho cuida-do (cfr. 5.6).

5.4 Atribución mediada de estados mentales

Una vez asumida una visión funcionalista de lo mental y establecidos como objetivos de la Psicología de Sentido Común la predicción y ex-plicación de la conducta, el camino natural para el Enfoque Cartesiano será postular la atribución de estados mentales como modo para llevar a cabo estas tareas. Para el psicólogo del desarrollo español Ángel Rivière justamente son estas entidades las que le dan sentido a los demás: “Las nociones mentales son inferencias mediatas que permiten entrelazar y relacionar conductas y situaciones del mundo, dar cuenta de las relacio-nes de aquéllas y éstas y productir las conductas” (Rivière, 2000, p. 276). Dennett, por su parte, considera que “la función de adscribir contenido a los deseos y creencias de la Psicología de Sentido Común es facilitar su rol de mediadora entre los inputs sensoriales y los outputs conduc-tuales que es, en algún sentido, causal” (Dennett 1991).

La atribución de estados mentales aparece en la totalidad de los autores que discutieron sobre Psicología de Sentido Común, más allá de las particularidades de cada uno de los modelos. La adopción del

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marco cognitivista, la postulación de estados mentales y la necesidad de explicar y predecir a los demás, culmina en la necesidad de introducir mecanismos de adjudicación de estas entidades en terceros y en uno mismo. “Entender a la Psicología de Sentido Común en términos fun-cionales y poner en primer plano a la atribución de estados mentales en nuestra navegación diaria del mundo social es un supuesto que no fue cuestionado en tres décadas” (Knobe & Prinz 2008, p. 7).

Por el lado de Teoría de la Teoría, la atribución de estados mentales se explica con el despliegue del conocimiento teórico con el que cuen-tan los sujetos normales. Para Carruthers, por ejemplo, “es en virtud de su conocimiento de cosas tales como: la relación entre la línea de visión, la atención y la percepción; entre percepción, conocimiento anterior y creencia; entre creencia, deseo e intención y entre percepción, intención y acción que uno puede explicar las acciones de los otros” (Carruthers 2005, p. 24). Wellman, por su parte, cree que al atribuir estados menta-les, solemos ver a la conducta de los otros como más estable y coherente de lo que realmente es. Esta atribución es una manera de imponer un orden al caos de la infinidad de actos y conductas que podemos percibir en una misma situación. “Nuestras atribuciones están enmarcadas tanto por los supuestos que subyacen nuestra idea de la conducta como por la observación de la conducta” (Wellman 1992, p. 95). Los estados psico-lógicos son parte ineludible de nuestras explicaciones cotidianas. Para Wellman esto queda en evidencia en la literatura, en donde los autores construyen personajes ficticios pero creíbles al fabricar y describir sus creencias, deseos, percepciones y planes.

Así, contar con la posibilidad de atribuir deseos y creencias es la manera de entender a los demás. Cuando en el modelo de Wellman los niños de dos años están en posesión de una psicología deseos, rápida-mente experimentan limitaciones hasta que a los tres años consiguen alcanzar una psicología de deseos y creencias, aunque entienden que estas representaciones son siempre fieles a las reales. Cuando finalmen-te consiguen comprender que se pueden tener creencias no verdaderas, consiguen explicar y predecir todas las conductas, ya que están en con-diciones para atribuir deseos, creencias verdaderas y creencias falsas. Es interesante recordar que en este proceso los niños abandonan la noción rudimentaria de la mente como un cúmulo de todos los pensamientos a favor de la concepción de la mente como un procesador de informa-ción, que se mantendrá a lo largo de la adultez.

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El otro modelo de Teoría de la Teoría, el de Gopnik y Meltzoff, también pone en el centro de la escena a la atribución mentalista. Para ellos, niños y adultos conjeturan teorías sobre los demás en las que pos-tulan posibles estados mentales para poder comprender qué es lo que están haciendo, por qué lo hacen y qué es lo que harán. “Las estructuras conceptuales de los niños, como la de los científicos, son teorías y su desarrollo conceptual es de formación de teoría y cambio” (Gopnik & Meltzof 1997, p. 11).

En el caso de un fenómeno complejo como la empatía emocional, la Teoría de la Teoría lo entendería como el resultado de un sistema de respuesta que se nutre de informaciones como creencias y recuerdos. Por ejemplo, cuando un amigo nos cuenta que murió su perro, empa-tizamos con él al recordar a nuestra propia mascota muerta y lo que provocó en nosotros a nivel emocional.2 “Una manera de que esto suce-da podría ser así: las creencias de una persona acerca de su situación lo llevan a asociarlo con sus propios recuerdos de experiencias análogas; el sistema de respuestas emocionales toma entonces esos recuerdos como inputs y produce el output emocional apropiado” (Nichols, Stich, Leslie y Klein 1996, p. 62). No se trata de inputs simulados o imaginados, sino que provienen de la propia base de conocimientos del sujeto. Este me-canismo está presente, incluso, en la niñez. En un fragmento citado por Nichols y el resto de los autores, Hoffman asegura: “Un ejemplo muy citado es el del niño que ve a otro cortarse y por eso llora. La visión de la sangre, el sonido de su llanto y cualquier señal de la víctima o de la situación le recordará al niño su propia experiencia pasada que podría evocar una respuesta empática” (Hoffman, 1984a).3

2 El ejemplo es de Nichols, Stich, Leslie y Klein 1996, p. 613 Gordon, defensor de la Teoría de la Simulación Radical, se ríe de la serie

de vueltas a las que tiene que apelar un proyecto como el de sus adversarios: “La Teoría de la Teoría es una metodología fría: una metodología que principalmente relaciona nuestros procesos intelectuales, moviéndose mediante inferencias de un conjunto de creencias a otro y sin hacer un uso esencial de nuestras capacidades para la emoción, la motivación y el razonamiento práctico” (Gordon 1995a p. 11). Explicando una escena de “Sueño de una noche de verano” –uno de los ejemplos que pone Fodor 1978- Gordon afirma que lo que se necesita, desde su punto de vista, es una acción “caliente”, frente a la “frialdad” de la Teoría de la Teoría, pero que sorprende por su laboriosidad. “Antes de tomar una decisión y realizar una acción, Hermina deberá transportarse con su imaginación hacia la situación de Demetrio, armada en la medida en que

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Eisenberg y Strayer también explican el contagio emocional ape-lando a un cuerpo de información. “Es muy probable que la gente empatice no porque se hayan puesto en el lugar del otro en términos cognitivos, sino porque han recuperado información de sus recuerdos” (Eisenberg y Strayer, 1978, p. 9, citado por Nichols, Stich, Leslie y Klein 2006).

En la vereda de enfrente, la Teoría de la Simulación rechaza en principio cualquier conocimiento teórico y sostiene que entendemos y predecimos la conducta de otros poniéndonos en su lugar. La variante introspeccionista propone que la adscripción de estados mentales se pone en juego al ingresar estados mentales fingidos en nuestro sistema de toma de decisiones, que es puesto a trabajar fuera de línea. Este resultado no llega a efectivizarse, sino que es utilizado para entender o predecir.

Así, si retomamos el ejemplo de la empatía que acabamos de ver, en este caso será comprendida como la activación de un tipo especial de simulación. Goldman se dedica a explicar cómo es que se lleva a cabo: “Los procesos de simulación constituyen primero en tomar la perspectiva de otra persona, por ejemplo asumiendo imaginariamente uno o más de sus estados mentales. Esta toma de perspectiva podría ser instigada por la observación de la situación en la que se encuentra la persona o simplemente porque ésta lo comunica, como cuando uno lee un cuento o una novela. Los procesos psicológicos entonces auto-máticamente operan en los estados iniciales ‘pretendidos’ para generar nuevos estados que (en los casos favorables) son similares u homólogos a los estados de las personas a las que queremos entender. Concibo a la empatía como un caso especial de los procesos de simulación en los que los estados resultantes son estados afectivos o emocionales y no pura-mente cognitivos como creencias o deseos” (Goldman 1993, p. 141). Se trata de una simulación fuera de línea que, en este caso, se diferencia de la simulación utilizada para predecir la conducta en dos puntos centra-les. Por un lado, se utiliza un sistema de respuesta emocional y no de

es diferente a la propia; aunque no deberá transportarse ella misma, sino ella misma transformada en lo que sea necesario como alguien que actuase como ella sabe que Demetrio lo haría (…) En otras palabras, debería simular a Demetrio, usando sus propias fuentes motivacionales y emocionales y su propia capacidad para razonamiento práctico, ajustando o calibrando lo necesario. Eso sería una metodología caliente” (Gordon 1995a pp. 12-13).

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toma de decisiones. Al empatizar no razonamos sobre la manera en la que deberíamos sentirnos, simplemente nos sentimos de ese modo. Por el otro, el resultado de esta simulación fuera de línea no está también fuera de línea, sino que es una respuesta emocional genuina. En el caso de Gordon, en cambio, la simulación no es una inferencia analógica de los propios estados mentales hacia los estados mentales de terceros, sino a partir de la “rutina ascendente” que presenté en el tercer capítulo.

Finalmente las propuestas modularistas plantean la centralidad de elementos innatos. En el caso de Leslie, la función del Mecanismo de Teoría de la Mente (ToMM) es justamente procesar post perceptual-mente y de manera automática las conductas presenciadas, “computan-do los estados mentales que contribuyeron a esas conductas” (Scholl & Leslie 2001, p. 697). Es un mecanismo especializado, específico de dominio, que procesa información utilizando el sistema de M-repre-sentaciones (cfr. 4.3.3). El ToMM2, específicamente, es el mecanismo que aparece a partir de los 24 meses y que es utilizado para interpretar la relación entre el agente y sus estados mentales.

Algo muy similar ocurre con la versión de ToMM de Baron-Cohen, presentado a partir de la influencia de Leslie en el trabajo de este psi-cólogo inglés, y que mantiene como función inferir el rango total de los estados mentales de la conducta. Sus dos funciones específicas son representar el conjunto completo de estados mentales epistémicos –que incluye pensar, fingir, imaginar, creer, adivinar…– y tipificar todos estos estados mentales juntos en una comprensión coherente de cómo los es-tados mentales y las acciones está relacionadas (cfr. 4.4 y Baron-Cohen 1995). De hecho, para él es claro que la postulación de un mecanismo de estas características es la única salida posible para poder explicar cómo una tarea tan compleja como entender los estados mentales del otro es llevada a cabo de forma tan rápida y casi sin errores.

5.5 La habilidad para leer mentes: un mecanismo fundamental y automático

Los diferentes modelos dentro del Enfoque Cartesiano se caracteri-zan por considerar que la habilidad para leer mentes es el mecanismo que continuamente usamos en nuestras relaciones cotidianas y que está activo aun cuando no podamos ser conscientes de eso. Según esta

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óptica, al entender e interactuar con los demás utilizamos sus estados mentales para explicar y predecir su conducta. Determinar de qué manera alcanzamos esta habilidad es el centro de uno de los debates centrales en Psicología de Sentido Común, entre aquellos que –como Leslie o Baron-Cohen– postulan estructuras innatas y los que –como Gopnik y Meltzoff– prefieren pensar que hay un aprendizaje de lo que es un estado mental y cómo debe utilizarse. Pero más allá de esta diferencia, todos los autores concuerdan en que la habilidad para leer mentes es el modo fundamental y no voluntario para poder manejar-nos socialmente.

Se trata de un rasgo presente en todos los humanos normales y que es, en cierto sentido, inevitable. Rivière, por ejemplo, afirma que aun si el eliminativismo estuviese en lo cierto, la actitud intencional de la que habla Dennett –y que nos hace ver las acciones de demás en términos de estados mentales– está siempre presente e impone una perspectiva representacional. “La mirada humana a la conducta es, diríamos que de forma inevitable, compulsiva, casi automática, una mirada mental (Rivière y Núñez, 1996): un mirada representacional” (Rivière 2000, p. 273). En esta misma línea, Baron-Cohen asume que las explicacio-nes mentalistas son las únicas con las que contamos: “Es difícil para nosotros darle sentido a la conducta de otra manera que no sea en un marco mentalista o intencional. No podemos evitar que así sea” (Baron-Cohen 1995, p. 3)

Humphrey, por ejemplo, ilustra las relaciones sociales que se dan todos los días a través de la metáfora del “ajedrez social”. “La ‘inteli-gencia social’ requiere, para empezar, el desarrollo de ciertas habilidades intelectuales abstractas” (Humphrey 1986 p.19). Poder leer la mente nos permite realizar transacciones entre pares, en la que los sujetos tie-nen que adelantarse a los movimientos del otro tal como en una partida de ajedrez. También requiere que se planteen estrategias para que uno se acerque a los objetivos del otro reconociendo que no basta poner las piezas en el lugar correcto, sino se vuelve necesario sincronizarse con un escenario que va variando en cada movimiento.4

4 En su libro de 1995, Baron-Cohen entiende que esta metáfora tiene dos aspectos problemáticos. Por un lado, no toda interacción social es competitiva en el sentido en que el ajedrez lo es. Por otro, jugar ajedrez puede ser una tarea laboriosa que en el caso de la habilidad para leer mentes se da de forma natural e intuitiva (cfr. Baron-Cohen 1995, capítulo 2)

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Baron-Cohen defiende la idea de que la habilidad para leer mentes es “la elección de la Naturaleza” para nuestra especie porque “es la mejor manera para darle sentido a las acciones de los otros” (cfr. Baron-Cohen 1995, p. 21). Siguiendo a Dennett y su propuesta de la actitud intencio-nal, postula que atribuir estados mentales es la manera más sencilla de entender un sistema tan complejo como es un ser humano. Se trata de un argumento pragmático: utilizamos la habilidad para leer mentes sim-plemente porque funciona y necesitamos por eso comprometernos con la existencia o no de cosas tales como estados mentales adentro de las ca-bezas de los organismos. Adscribimos estos estados porque nos permiten tratar a los organismos como agentes racionales (cfr. Dennett 1978 a).

Si no contásemos con esta habilidad, el mundo se volvería un sitio extraño y los demás serían entes imposibles de descifrar. Bajo esta vi-sión, parece muy difícil, o incluso imposible, imaginar qué se siente ser autista si, tal como planteó Baron-Cohen, esto significa sufrir de una ceguera frente a los estados mentales. Es una situación similar al clásico planteo de Thomas Nagel, quien postuló que uno no puede imaginar qué se siente ser un murciélago (Nagel 1981). Sperber lo puso en pala-bras claras: “la atribución de estados mentales es a los hombres lo que la ecolocación es a los murciélagos” (cfr. Sperber 1993). Y, por eso mismo, parece que un autista tampoco puede imaginarse qué se siente tener la habilidad para leer mentes (cfr. Baron-Cohen 1995 capítulo 1).

Gopnik intentó mostrar cómo describiría un autista una situación familiar para cualquier sujeto normal occidental. “Así es sentarse alre-dedor de la mesa durante la cena: En la parte superior de mi campo de visión hay un borde borroso de una nariz y enfrente mío unas manos que se mueven. A mi alrededor, bolsas de piel están apoyadas en las sillas, puestas dentro de piezas de telas. Ellas cambian de posición y lugar de maneras inesperadas. Dos puntos negros cerca de la cima de cada bolsa se balancean de un lado a otro, sin lógica. Un agujero por debajo de esos puntos se llena con comida y desde cada una surgen ruidos. Imaginate que esas bolsas de piel ruidosas de golpe se acerquen hacia vos, sus ruidos aumenten el volumen y no tengas idea de por qué lo hacen, que no haya manera de explicar o de predecir lo que harán al segundo siguiente” (cfr. Gopnik 1993). Más allá de que se trata de un ejercicio ejecutado un tanto toscamente –quizás un buen novelista o escritor de ficción podría haber hecho un retrato más fiel– se trata, sin dudas, de un panorama francamente aterrador.

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La habilidad para leer mentes es la manera más habitual de rela-cionarnos con los demás, aun cuando no lo sepamos. Baron-Cohen ilustra la sorpresa que causa darse cuenta de que uno adscribe estados mentales para entender a los demás con un hombre que se maravilla al darse cuenta de que toda su vida habló en prosa sin saberlo. “Llevamos adelante nuestra habilidad para leer mentes todo el tiempo, sin esfuer-zo y de manera automática y en la mayor parte del tiempo de forma inconsciente” (Baron-Cohen 1995, p. 3).

El éxito de esta habilidad es tan contundente que para algunos au-tores, como Fodor, no es necesario postular cambios sustanciales en la manera básica en la que un niño interpreta a los demás y cómo lo hace un adulto. “Los datos empíricos no ofrecen ninguna razón para creer que la teoría de la mente de un niño de tres años difiera en ningún modo fundamental de la Psicología de Sentido Común de un adulto” (Fodor 1995, p. 109, la cursiva es del original).5 Otros no sólo plantean que no hay cambios sustanciales en el plano ontogenético, sino que tampoco los hay en el filogenético o al menos no los hubo en los últi-mos veinticinco siglos. “La Psicología de Sentido Común ha cambiado muy poco o nada desde tiempos antiguos. Lo mismo es verdadero sobre otras teorías cercanas y amadas por nosotros” (Churchland 1991, p. 58).

Así, la razón principal para defender el supuesto de que la habilidad para leer las mentes es poseída por todos los sujetos normales y está pre-sente en todas nuestras relaciones sociales. Pero algunos creen que, además, cumple la función de permitir la comunicación con el resto de nuestros pa-res. En la misma línea de filósofos del lenguaje como Grice (1967), Sperber y Wilson (1986) y Austin (1962), Baron-Cohen entiende que para en-tender lo que el otro me dice, no basta decodificar su discurso palabra por palabra, computando su semántica y sintaxis, sino que se requiere encontrar el significado que imaginamos que le dio el hablante en esa situación de-terminada. Esto es hipotetizar sobre los estados mentales. Y este análisis se aplica tanto a la comunicación verbal como a la escrita y hasta la no verbal, como cuando nos acercamos con nuestro brazo extendido hacia el picaporte de una puerta y abrimos nuestra mano. “Uno inmediatamente

5 En su afán innatista, Fodor reconoce, además, que su propuesta es enteramente post hoc y busca compatibilizar “con un cartesianismo extremo, según el cual la Psicología de Sentido Común intencional es, esencialmente, innata y de base modular” (Fodor 1995, p. 110).

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entiende que lo que el otro quiere significar –es decir, lo que quiere que el otro entienda– es que abrirá la puerta para cruzarla” (Baron-Cohen 1995, p. 27). Además, para el autor “el lenguaje funciona principalmente como una ‘impresión’ de los contenidos de la mente. Les hablamos a los demás para compartir nuestras ideas, pensamientos y experiencias. Si la habilidad para leer mentes apareció primero y el lenguaje se desarrolló para facilitar esto, o fue al revés, todavía es un tema sin resolverse” (Baron-Cohen 1995, p. 29). El lenguaje aparece así como una mera impresión de nuestro pensamiento.

En resumen, todos los autores del Enfoque Cartesiano sostienen que utilizamos nuestra habilidad para leer mentes como un mecanismo privilegiado en nuestras interacciones sociales, en tanto es el primero al que echamos mano y el que más utilizamos. Se trata de un mecanismo automático –en el sentido de que no es voluntario– y del que en la ma-yoría de los casos no nos percatamos. Está, además, presente en todas las culturas e individuos sanos y fue seleccionado por la Naturaleza a lo largo de la evolución. A pesar de lo que podría sugerir la noción de “leer mentes”, esta no tiene nada de misterioso. Stich y Nichols, de todos modos, prefieren hablar de “leer mentes” justamente por su cercanía con lo sobrenatural. “La habilidad para leer mentes es lo que tienen los mentalistas y las hechiceras. Queremos rescatar con este término lo asombroso y ‘mágico’ de nuestra capacidad para entender a la mente y la conducta de los demás” (Nichols y Stich, 2003, p. 15).

Algunos creen, incluso, que que no existen verdaderas alternativas a esta destreza. “La habilidad para leer mentes es buena para un número de cosas importantes, incluyendo la comprensión social, la predicción de la conducta, la interacción social y la comunicación. La falta de alter-nativas competentes que puedan producir igual o mayor suceso en estos dominios vuelve claro por qué la selección natural optó por la habilidad para leer mentes como una solución adaptativa para el problema de predecir la conducta y compartir la información. Quiero decir, ¿qué otra opción real tenía la Naturaleza?” (Baron-Cohen 1995, p. 30).

5.6 El test de la falsa creencia como test de Psicología de Sentido Común

Como ya mencioné, la aparición del test de la falsa creencia se remonta al trabajo de Premack y Woodruff (cfr. 1.2.3). En los comentarios a

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esa investigación, Dennett, Bennett y Harman sugirieron de manera separada que la manera en que se podía poner a prueba si una criatu-ra –en principio un chimpancé, pero sin cerrar la posibilidad a otras especies– tenía maestría en el concepto de creencia era mediante la habilidad de imputar falsas creencias (Dennett 1978a, Bennett 1978, Harman 1978).

En el caso de Dennett, su propuesta para comprobar si una persona comprendía y dominaba el concepto de creencia era si ésta podía dis-tinguir entre el estado de cosas del mundo y las creencias que tenemos de él. Para comprobar si un sujeto razona acerca de los estados mentales del otro, no basta con verificar si éste puede simplemente predecir la conducta de un tercero, ya que se puede alcanzar una predicción correc-ta del comportamiento de otra persona teniendo en cuenta el estado de cosas del mundo, sin necesidad de apelar a conceptos mentales.

Ya que resulta muy difícil poder comprobar si una persona puede identificar que un tercero posee una creencia verdadera acerca de algo en el mundo, resulta más conveniente tratar de comprobar si el sujeto es capaz de identificar y manejar estados mentales que difieran de la realidad. Por eso los investigadores se abocaron a diseñar experiencias donde estaba en juego la comprensión de una creencia falsa.

Inferir conductas a partir de la identificación en el otro de creencias falsas implicaría que se comprende y domina el concepto de creencia. Dominar el concepto de falsa creencia significa, a su vez, que ese sujeto alcanzó el estado en donde puede razonar en base a los estados menta-les que le atribuye al otro sujeto, lo que le permitirá predecir y explicar la conducta de los demás

Así, el razonamiento que subyace a los test de la falsa creencia po-dría desglosarse en estos tres pasos:

1. Para que un sujeto S logre una resolución exitosa del test de la falsa creencia es suficiente que pueda inferir la conducta de un agente que posee una creencia falsa.2. Si S puede inferir la conducta de una agente utilizando el concepto de falsa creencia, entonces S está en posesión del con-cepto de creencia y demuestra tener maestría en su uso.3. Si S está en posesión del concepto de creencia y demuestra tener maestría en su uso, entonces S posee habilidades de Psico-logía de Sentido Común.

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Por lo tanto, si S resuelve con éxito el test de la falsa creencia, entonces S posee habilidades de Psicología de Sentido Común.

En 1983, Wimmer y Perner tomaron esas ideas y realizaron por primera vez una investigación utilizando el test de la falsa creencia. Gracias a su relativa simplicidad y la versatilidad para adaptarse a dis-tintas poblaciones rápidamente se impuso como la manera canónica para comprobar si un individuo estaba en posesión de las habilidades de Psicología de Sentido Común. La extensión de su uso, y las diferentes modificaciones que ha sufrido a lo largo de estos años, ha redundado en la producción de un cuerpo de evidencia empírica grande y muy rico. Por esto mismo, en los últimos años este experimento fue objeto de numerosas críticas y reformulaciones, pero sin nunca perder vigencia.

Los resultados que se obtienen con el test de la falsa creencia pa-recen indicar que el momento en que los sujetos sanos adquieren las habilidades de Psicología de Sentido Común, en base a la performance obtenida en el test, se encuentra entre los tres años y medio y los cinco años de edad.

Esto indicaría que en esta franja de edad se produce un cambio importante en la mente del niño, que es explicado de diversas maneras por los diferentes modelos de Psicología de Sentido Común, y que im-plica que éste comienza a entender que existe una separación entre la realidad y la manera en que los hombres representamos esta realidad. La idea de que uno mismo y los otros pueden tener representaciones erradas sobre el mundo permite que el niño acceda a la comprensión de las creencias falsas, condición aparentemente necesaria y suficiente para el éxito en el test de la falsa creencia, y señal, a su vez, de la presencia de habilidades de Psicología de Sentido Común.

A medida que este experimento se fue extendiendo, también fue mutando. Así aparecieron el test de sabotaje y decepción (cfr. Asting-ton & Gopnik 1991a; Chandler et al. 1989, Flavell 1992), la “espon-ja de Hollywood”, (cfr. Flavell et al. 1990), el “test de los Smarties” (cfr. Gopnik & Astington 1988), versiones con cámaras polaroid (cfr. Woodward 1998) y adaptaciones del test de Sally y Anne pensado para otras culturas (cfr. Li, Wellman, Tardif & Sabbagh 2008) y para indivi-duos con déficits como la sordera (cfr. Peterson Siegal 1995; Remmel, Bettger y Weinberg 1998). Estos cambios pronto revelaron dificultades e inconvenientes del test. Para muchos resultó claro que para supe-

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rar esta prueba no era solamente necesario poder dominar el concep-to de creencia falsa, sino que también estaban involucradas funciones ejecutivas, la atención, la memoria y las habilidades lingüísticas, entre otros rasgos. Otros críticos apuntaron que, incluso si se acepta que estas pruebas sirven para demostrar la maestría en la falsa creencia, esto no equivale a dominar las habilidades de Psicología de Sentido Común (cfr. 7.2, 8.5.1).

Después de veinte años de hegemonía de posiciones que acordaron sobre los cinco supuestos que desarrollé en este capítulo, surgieron autores que –desde otros puntos de vistas y tradiciones– cuestio-naron las bases mismas desde las que se discutió la Psicología de Sentido Común en el último cuarto del siglo XX. En la siguiente sección, expondré estos interesantes aportes.

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Parte II:Nuevos enfoques

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6. Nuevos Enfoques en Psicología de Sentido Común

6.1 La Teoría de la Interacción de Shaun Gallagher

6.1.1 Motivaciones y objetivos

Uno de los autores que más tiempo y esfuerzo le ha dedicado a ero-sionar y socavar las bases del Enfoque Cartesiano es Shaun Gallagher, quien busca refundar los estudios sobre Psicología de Sentido Co-mún deshaciéndose de algunos de los supuestos que se mantuvieron de modo acrítico durante tres décadas. Además de numerosos trabajos con críticas a la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación (cfr. Gallagher 2002, 2006, 2007, 2010), este filósofo estadounidense desa-rrolló una propuesta original y positiva que, bajo su óptica, no sólo con-sigue superar algunos de los obstáculos a los que se enfrenta el abordaje tradicional, sino que también ofrece una propuesta integradora de las contribuciones de otras disciplinas, como la psicología del desarrollo y las neurociencias. La nota característica de sus ideas es el marcado inte-rés en el rol del cuerpo y en los aportes de la fenomenología a la hora de proponer cómo es que nos reconocemos y entendemos cotidianamente como sujetos con mentes.

La tesis principal de Gallagher es que el cuerpo moldea a la mente. En su libro más importante hasta la fecha –titulado, justamente, How the Body Shapes the Mind y editado en 2005– él defiende la idea de que las capacidades de percepción y cognición y la conducta son moldeadas por los movimientos corporales. No se trata de una afirmación hecha de modo liviano, sino que aquí la influencia del cuerpo sobre la manera en que captamos el mundo y lo entendemos comienza desde el mismo momento del nacimiento y se extiende a lo largo de toda la vida. Ya los movimientos prenatales están organizados de acuerdo al cuerpo humano,

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con registros propioceptivos y multimodales por parte del sujeto, de tal manera que dan lugar a la capacidad para distinguir entre la existencia corporeizada y el resto del mundo. “En ese sentido, cuando abrimos por primera vez nuestros ojos no sólo podemos ver, sino que nuestra visión –aun siendo imperfecta– ya se encuentra en sintonía con aquellas formas que se parecen a nuestras formas: vemos nuestras posibilidades en la cara de los demás”, asegura el autor (Gallagher 2005, p. 1) Para él, el inicio de la conducta inteligente a muy temprana edad está dada por sus manifes-taciones físicas en tanto procesos corporales. El movimiento y el registro de las diferentes acciones en el sistema propioceptivo en desarrollo du-rante los primeros meses de vida contribuye no sólo a la autoorganización de las estructuras neurales responsables de la acción motora, sino que también juega un rol central en la manera en la que tomamos concien-cia de nosotros mismos, nos comunicamos y vivimos en conexión con el mundo que nos rodea.

Así, su investigación puede entenderse como indagando dos cues-tiones diferentes pero conectadas entre sí. Por un lado, hasta qué punto y en qué sentido preciso el propio cuerpo aparece en el campo per-ceptual. Esto es, si existe una percatación de éste y cuál es el rol que cumple, por ejemplo, en la acción intencional. Si efectivamente hay una presencia constante del cuerpo en toda experiencia consciente, enton-ces se vuelve una referencia estructural que no puede estar ajena a la investigación filosófica y que va a determinar e influenciar otros as-pectos de la experiencia. Para poder trabajar esta temática, la estrategia que toma es recuperar del marco teórico de la psicología del desarrollo los conceptos de “imagen corporal” y “esquema corporal”, pero para ser redefinidos y, tal como expondré más adelante, puestos al servicio de los objetivos de este proyecto.

En cuanto al segundo tópico de interés, se trata de analizar aspectos de la estructura de la conciencia que se encuentran ocultos y que son de difícil acceso porque, en palabras de Gallagher, ocurren “antes de que los conozcamos” (Gallagher 2005, p. 2). No son conscientes ni pueden ser abordados a partir de una reflexión, sino que se sitúan “detrás” de la percatación y representan cómo el cuerpo está preparado para percibir y reaccionar frente a determinadas situaciones. Esto es lo que el autor llama “aspectos prenoéticos” e incluye procesos involucrados en capa-cidades como la percepción, la memoria, la imaginación, las creencias y los juicios. Según esta visión, los procesos cognitivos noéticos están

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estructurados o moldeados por sólo estar corporeizados. Se trata de investigar hasta qué punto el hecho de estar corporeizada afecta a la conciencia o produce efectos en ella. Parece obvio que debido a mi cuerpo sólo puedo percibir al mundo desde una perspectiva espacial y limitada, por ejemplo. Sin embargo, Gallagher denuncia que este hecho no ha sido sujeto de suficiente atención en las investigaciones empíricas y en la reflexión filosófica. Los constreñimientos pronoéticos necesariamente le ponen límites y condicionan la experiencia aunque no necesitan aparecer de manera explícita en el contenido fenoménico que se experimenta.

La ambiciosa meta que se impone Gallagher –que, como señalaré en el último apartado de este capítulo, creo que termina convirtiéndose en un obstáculo para poder arribar a un modelo concreto– lo obligará a adoptar una metodología heterodoxa, que incluye aportes de la feno-menología, la psicología del desarrollo, las neurociencias e incluso la lingüística, por nombrar algunas áreas. Esta multiplicidad de fuentes y tradiciones lo obligará a intentar establecer un vocabulario y una ter-minología comunes. Sin embargo, en ocasiones sus intenciones parecen quedarse en meros proyectos.

Más allá de estas deficiencias, de las que me ocuparé en la parte final de este capítulo, es importante señalar que esta propuesta se enfrenta de lleno con las mismas bases al Enfoque Cartesiano. Una de sus ideas más desafiantes es borrar la separación entre cuerpo y mente, sugirien-do que “el movimiento corporal prefigura las líneas de la intenciona-lidad y los gestos, mientras que el contorno de la cognición social y el cuerpo moldean a la mente” (Gallagher 2005, p. 3).

6.1.2 El rol del cuerpo: imagen corporal y esquema corporal

Para Gallagher es un hecho incuestionable que la mente se encuentra corporeizada y que el cuerpo influye, limita y da forma a los modos de percepción y cognición. En particular, está interesado en el modo en el que el movimiento condiciona y estructura la manera en que cono-cemos el mundo y podemos pensarlo. Según su visión, las habilidades motrices, la postura y el movimiento general que acompañan a casi la totalidad de las acciones tienen un rol preponderante en la mente, pero no han sido objeto de suficiente investigación filosófica por parte de la

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tradición analítica. Y esto se verifica a pesar de que la evidencia empí-rica que borra la dura línea trazada por Descartes entre mente y cuerpo es cuantiosa e incluye el relevamiento de diferentes fenómenos.1

Para poder dar cuenta de este rol central de la corporalidad en nuestra actividad mental, Gallagher decide echar mano a dos catego-rías que han sido muy utilizadas en psicología del desarrollo pero con poco cuidado y con definiciones que cambian no sólo entre las distintas disciplinas que los utilizan, sino entre los autores de cada campo y, en ocasiones, en distintos trabajos del mismo autor. Se trata de las nocio-nes de imagen corporal y esquema corporal. Para Gallagher, en este par se encuentra una clave posible para responder a algunas de las pregun-tas que lo motivan en su investigación filosófica y que requieren una solución. Por un lado, la idea de imagen corporal que él introduce sirve para entender la presencia del cuerpo en el campo perceptual, mientras que la noción de esquema corporal iluminará el sentido preciso en que el propio cuerpo condiciona o moldea el campo perceptual. Para evitar las críticas que han recibido en el pasado por su ambigüedad y uso laxo,2 en este caso estos términos son presentados con límites más pre-cisos: “Bien definidos y distinguidos, estos conceptos pueden repartirse

1 Entre los ejemplos citados por Gallagher se destaca la estabilidad visual, que es la tarea constante de mantener las cosas relativamente estables para poder ser percibidas, incluso en medio de un gran movimiento. Esto se produce gracias a la acción automática de ciertos músculos del ojo que, en coordinación con el balance de todo el cuerpo, evitan perder de vista un objeto al que se le presta atención.

Algo similar ocurre con la forma y tamaño de las cosas que son percibidas en diferentes perspectivas y distancias, pero son identificadas por el sujeto como las mismas. No importa si en términos fenoménicos las características de lo percibido cambie de manera notable, pragmáticamente se mantiene igual y no representa un problema para la cognición. Estos casos, y muchos otros ejemplos, ilustrarían para el autor de qué modo los movimientos corporales y el sistema motor influencian de modo decisivo la performance cognitiva.

2 Gallagher reconoce que muchas de las formulaciones clásicas de imagen corporal y esquema corporal fueron oscuras y ambiguas, haciéndose eco de los ataques presentes en Poeck & Orgass 1971. En especial, reconoce que con frecuencia el concepto de imagen corporal es demasiado amplio y que es utilizado sin precisión en campos muy distintos, desde la filosofía hasta la medicina, el psicoanálisis o incluso la aeronáutica. Algunas de estas formulaciones se solapan y entrecruzan con las de esquema corporal, que también presenta problemas al precisar su alcance.

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el espacio conceptual de tal modo que guíen hacia una comprensión productiva de la conciencia corporeizada” (Gallagher 2005, p. 3). A lo largo de How the Body Shapes the Mind, estos conceptos son puestos a prueba como la herramienta para analizar fenómenos comunes como la imitación neonatal o la naturaleza lingüística del gesto y casos como los miembros fantasmas, la pérdida de la conciencia de un miembro y la deaferentación.

Imagen corporal y esquema corporal son aquí dos sistemas cuya distinción es compleja de aprehender porque conductualmente no pue-den diferenciarse, ya que trabajan juntos de manera altamente coordi-nada en el contexto de la acción intencional. La diferencia entre ambos es solamente conceptual y se vuelve necesaria porque es el punto inicial para comenzar a entender la experiencia corporeizada.

La imagen corporal consiste en el sistema de percepciones, actitu-des y creencias sobre el propio cuerpo. El esquema corporal, en cam-bio, es un sistema de capacidades sensorio-motoras que funcionan sin percatación o sin la necesidad de un monitoreo perceptual. Es una dis-tinción similar a la de tener una percepción de (o una creencia sobre) algo y tener la capacidad de moverse (o la habilidad de hacer algo). La imagen corporal involucra más que las percepciones ocurrentes, sino que puede incluir representaciones mentales como creencia y actitudes sobre estados intencionales.

A pesar de la dificultad que presenta su clara distinción, la dife-rencia entre imagen corporal y esquema corporal puede verse como la diferencia entre percepción (o monitoreo consciente) del movimiento y la realización efectiva de ese movimiento. La imagen corporal abarca a los estados intencionales y disposiciones –percepciones, creencias, acti-tudes– en los que el objeto intencional es el propio cuerpo. Esto involu-cra, entonces, una suerte de intencionalidad reflexiva o autorreferencial y por lo tanto no es un simple producto de nuestros actos cognitivos, sino que juega un rol activo en el moldeado de nuestras percepciones.

El esquema corporal, en cambio, no es un conjunto de percepciones o creencias, sino de funciones sensorio-motoras que operan por debajo del nivel consciente. En palabras de Gallagher, son “perfomances tácitas, procesos subpersonales y preconscientes que juegan un rol dinámico al guiar la postura y el movimiento” (Gallagher 2005, p. 16). Justamente por esta función, el esquema corporal no es algo a lo que se pueda acceder fácilmente de manera consciente, ya que los sujetos adultos se mueven

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cotidianamente en el mundo sin tener percatación de su cuerpo. Se trata de una función “cercana a lo automático” que no puede ser comparada con los momentos en que uno decide ser consciente de los movimientos de sus miembros y su cuerpo. Sus movimientos no son meros reflejos –aunque es “cercano” a lo automático– sino que pueden ser moldeados por la experiencia intencional o una conducta dirigida a un objetivo. Por ejemplo, al beber agua de un vaso no estoy atento a todos los movimien-tos involucrados en esa acción, pero mi mano se posiciona de una deter-minada manera para tomar el vaso y coordina con mi boca y el resto del cuerpo la acción de beber mientras sigo viendo televisión o escuchando una charla. Se trata de una conformidad de mi intención con la acción que no es meramente automática sino parte de un proyecto voluntario.

6.1.3 El cuerpo y la Psicología de Sentido Común

Establecido este rol fundamental otorgado al cuerpo en la propuesta de Gallagher, es momento de exponer cuál es el modelo que propone para dar cuenta de las prácticas de Psicología de Sentido Común y de qué modo se refleja esta preocupación por la corporalidad. En contraste con lo visto en el Enfoque Cartesiano, la tesis de este autor es que la com-prensión primaria y fundamental que tenemos del otro prescinde de cualquier elemento teórico o simulación, y debe entenderse en términos de una “práctica corporeizada”. Esto no significa que las personas no desarrollen eventualmente habilidades teóricas o de simulación ni que jamás echen mano a estos recursos, sino que simplemente no consti-tuyen la manera habitual en la que nos relacionamos. Las inferencias a partir de generalizaciones teóricas y las simulaciones se utilizan de manera ocasional y sólo pueden aplicarse a un conjunto muy acotado de experiencias.3

3 Para Gallagher, si –tal como plantea el Enfoque Cartesiano– en Psicología de Sentido Común sólo hubiesen como opciones dicotómicas excluyentes alguna versión de la Teoría de la Teoría o alguna versión de la Teoría de la Simulación, uno sólo podría justificar una tesis pragmática muy débil y acotada sobre nuestra mente. Ni la estrategia teórica ni la simulacionista constituyen la manera primaria en que nos relacionamos, interactuamos y entendemos a los demás. Pero incluso en los casos en que utilizamos estas estrategias, éstas ya han sido moldeadas por una práctica corporal primaria.

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A su modelo Gallagher lo bautizó Teoría de la Interacción y lo planteó como una alternativa que rechaza el supuesto mentalista sobre el que descansa el Enfoque Cartesiano. En sus propias palabras, este supuesto afirma que “el problema de la intersubjetividad es, precisa-mente, el problema de otras mentes. Esto es, el problema de explicar cómo podemos acceder a las mentes de los otros” (Gallagher 2005, p. 210). Según esta visión, utilizamos nuestro conocimiento de la mente de un tercero para explicar o predecir su conducta. Y como para las posturas de finales de siglo XX –tal como señalé en el capítulo ante-rior– no es posible el acceso directo a los estados intencionales ajenos, debemos o bien inferir sus creencias y deseos en base de un conjunto de leyes causal-explicativas, o bien proyectando los resultados de ciertas simulaciones (cfr. 5.4).

En oposición al escenario que se desprende de este supuesto, en este caso a la interacción comunicativa se la comprende como alcanzable en la misma acción de la comunicación. Existe un movimiento expresivo en el habla y gesto que determina en sí mismo la interacción, y por lo tanto ya no es necesario, para comprender, teorizar sobre una creencia no visible o realizar una lectura de mente en base a recreaciones ima-ginativas.

Reformular la base en la que se da la relación interpersonal y ali-vianar la carga intelectualista que está omnipresente en el Enfoque Cartesiano implica también volver sobre la forma de adquisición y ma-duración de las habilidades de Psicología de Sentido Común para re-pensarlas. Si bien –incluso con los problemas que detallé en el capítulo anterior– existe suficiente evidencia de que recién cerca de los cuatro años los niños son capaces de reconocer que los demás pueden tener creencias diferentes de las propias, desde mucho antes pueden entablar relaciones sociales lo suficientemente complejas como como sostener que tienen una inteligencia sofisticada (aún cuando no sea puramen-te intelectualista). Ya desde la temprana infancia contamos con ciertas prácticas corporeizadas –emocionales, sensorio-motoras, perceptuales y conceptuales– que nos permiten navegar socialmente con alto grado de éxito. Para Gallagher, estas habilidades son primarias y se mantienen a lo largo de toda la vida.

En la mayoría de las situaciones intersubjetivas tenemos un co-nocimiento directo de las intenciones de la otra persona porque sus intenciones están explícitamente plasmadas en sus acciones corporei-

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zadas y se espejan en nuestras propias capacidades para la acción. Esta comprensión no requiere la postulación de ninguna creencia o deseo que estén escondidos de la mente del otro, ya que todo se refleja direc-tamente en la manera de actuar.

6.1.4 La Teoría de la Interacción

La Teoría de la Interacción de Gallagher tiene tres componentes cen-trales: la intersubjetividad primaria, la intersubjetividad secundaria y la competencia narrativa. Se trata de tres etapas diferentes cuya ca-racterización es deudora de las investigaciones de otros autores, tanto filósofos como psicólogos del desarrollo, pero que aquí se encuentran articuladas de una manera orgánica. Como señalaré, no son necesa-riamente fases que continúan y reemplazan unas a otras, sino que una vez que se hacen presentes en el desarrollo de un sujeto lo acompañan el resto de su vida.

En cuanto a los dos primeros elementos, la intersubjetividad pri-maria y la intersubjetividad secundaria, su formulación recoge una muy similar presentada por Colwyn Trevarthen, y que fue ampliamente tra-bajada en la psicología del desarrollo desde finales de la década del 70, pero que es retomada con otras características y otro alcance.4 La competencia narrativa, por su parte, es desarrollada in extenso –y con un acento mucho más fuerte– por Daniel Hutto y representa la segunda parte de este capítulo.

En la Teoría de la Interacción, la intersubjetividad primaria es una fase que aparece ya en el nacimiento y está presente durante toda la infancia temprana y acompaña al sujeto el resto de su vida. Su primera aparición se da en el fenómeno de la imitación neonatal, cuando a los pocos minutos de su nacimiento un bebé puede reproducir algunos ges-tos faciales básicos que le realiza un adulto. Esto implica que ya hay una diferenciación entre experimentar a un sujeto y a un objeto, es decir, poder distinguir ciertas entidades de su entorno como sujetos y otras

4 Por eso no es importante tener en claro que “intersubjetividad primaria” e “intersubjetividad secundaria” refieren a conceptos y etapas diferentes en Trevarthen y en Gallagher, aunque existe una reconocida influencia del primero en el segundo.

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como meros objetos. Así, se reconocen caras y se responde de manera diferente a ellas que a los otros elementos.

La imitación neonatal no sólo depende de distinguir entre uno y los demás, sino también de ser consciente de la propriocepción del cuerpo y el reconocimiento de que el otro es alguien semejante.5 En la visión de Gallagher, aquí hay motivos para creer que ciertas acciones de los otros son codificadas en una suerte de lenguaje que es compartido en un sistema intermodal que está directamente afinado para detectar y responder a las acciones y los gestos de los otros hombres.

Otra de las capacidades interactivas tempranas presentes en este es-tadio es la habilidad de un bebé para detectar la dirección de la mirada del otro,6 que como vimos en el capítulo 4 es motivo de gran interés por parte de los filósofos modularisas como Baron-Cohen o de teóricos de la teoría como Gopnik y Meltzofff (Baron-Cohen 1995, p. 55; Gopnik y Meltzofff 1997, p. 131). Pero en contraposición con estas interpreta-ciones, Gallagher rechaza cualquier apelación a un mecanismo modular de base o una salida mentalista, y plantea una detección automática e inmediata que pone en contacto al bebé con las intenciones ajenas.7 Se trata de una “lectura de cuerpos” en vez de una “lectura de mentes”, una comprensión basada en las percepciones recibidas y en la que la con-ducta es decodificada directamente como intenciones. No se necesita un conjunto de estados mentales ocultos –como deseos o creencias– ni tampoco hay operaciones internas secretas, sino que simplemente ve-mos en los actos ajenos lo que está ocurriendo.

Esta habilidad para leer cuerpos (“body reading”) se perfecciona y saca provecho de otros elementos en la intersubjetividad primaria, como la coordinación afectiva y temporal entre los gestos y las ex-presiones del bebé y las personas con las que interactúa (cfr. Gopnik y Meltzoff 1997, p. 33). Un claro ejemplo de esto son las sonrisas o el terror que pueden ser transmitidos a muy temprana edad (Hobson 2005; Schilbach et al. 2008). Infantes de 5 a 7 meses ya pueden rela-

5 Bermúdez 1996; Gallagher 1996; Gallagher y Meltzoff 1996.6 Baron-Cohen 1995; Csibra y Gergely 2006; Johnson et al. 1998; Senju et al. 2006.7 En su libro, Gallagher es muy duro al evaluar la propuesta de Baron-Cohen para

entender este fenómeno. Allí se critica que el ID y el EDD son mecanismos lentos e innecesarios y que terminan colocando al inglés en posturas cercanas a la Teoría de la Simulación, algo que éste nunca reconocería (cfr. Gallagher 2005, pp. 226-228).

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cionar correctamente información visual y auditiva con determinadas emociones (cfr. Walker 1982). Las emociones son percibidas y enten-didas ya en los movimientos del otro y no como fruto de una teoriza-ción o simulación, una idea que parece tener apoyo empírico en ciertos experimentos en los que sujetos reconocen figuras humanas y estados anímicos a partir de luces en sus articulaciones (cfr. Moore, Hobson & Lee 1997). “En su experiencia primaria, las emociones no son atribu-ciones mentales que debemos inferir, sino que percibimos la emoción en el movimiento y la expresión del cuerpo ajeno y en particular de su cara”, afirma Gallagher (Gallagher 2005, p. 195).

Los bebés humanos muestran una amplia gama de expresiones facia-les, emociones complejas, gestos, patrones de interacción cara a cara con gestos, que están ausentes o son muy poco frecuente en primates y otros animales (Falk 2004; Herrmann et al. 2007). Y antes del año son expertos en reconocer emociones básicas a partir de movimientos corporales in-tencionales y en percibir a las demás personas como agentes (cfr. Walker 1982; Hobson 1993, 2005; Senju et al. 2006; Baldwin y Baird 2001.

Gallagher remarca que esto no significa que en este caso los infantes estén tomando una mera actitud pasiva de observación, dando respuestas automáticas y reflejos. Por el contrario, ya desde la imitación neonatal es-tán interactuando con los demás. Por ejemplo, cuando un infante sonríe, el adulto responde con una expresión relacionada que le saca una res-puesta diferente. Se entabla así una reciprocidad en el comportamiento mutuo que en psicología del desarrollo se conoce como “proto-conversa-ción” y está a la base de la intersubjetividad (Cfr. Reddy 2008).

Si bien comienza ya desde el nacimiento, en la Teoría de la Interac-ción la intersubjetividad primaria no es algo que el sujeto deja atrás a medida que madura. Por el contrario, se sigue apelando a la percepción como acceso inmediato a la mente del otro. Las expresiones y movimien-tos de su cara y cuerpo, la entonación de su voz, su postura, su gesto… todo sirve para recoger información sobre lo que el otro se siente y lo que se propone. Esto ha sido frecuentemente señalado por los fenomenólo-gos como Max Scheler y Maurice Merleau-Ponty y también por Lud-wing Wittgenstein, cuyos desarrollos Gallagher pretende incluir en su modelo (cfr. Scheler 1954, Merleau-Ponty 1962 y Wittgenstein 1967).8

8 De todas maneras, la influencia más palpable de Wittgenstein se verá en el Enfoque de la Perspectiva de la Segunda Persona.

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Cerca del primer año de edad se presenta el siguiente momento en la Teoría de la Interacción, la intersubjetividad secundaria. Esto se pro-duce con el advenimiento de la atención conjunta –tal como la estudió y presentó Baron-Cohen y analicé en el capítulo 4 de este trabajo– y la capacidad de compartir los contextos pragmáticos y sociales, tal como la analiza Trevarthen. En cuanto al primer fenómeno, se detecta entre los 9 y los 14 meses, cuando los niños pueden alternar entre monitorear la mirada del otro y aquello que el otro está mirando, chequeando para verificar que se está viendo a la misma cosa (cfr. Baron-Cohen 1995).

Trevarthen, por su parte, mostró que cerca del primer año de edad los niños entran en contextos de atención compartida y situaciones comunes en los que comprenden qué son las cosas y para qué sirven. En palabras de Hobson, citadas por Gallagher, “la característica de-finitoria de la intersubjetividad secundaria es que un objeto o evento puede volverse el centro de atención entre personas. Objetos y even-tos pueden ser comunicados (…) y las interacciones del infante con otras personas comienzan a tener referencias a las cosas que los rodean” (Hobson 2002, p. 62).

A los 18 meses los niños son capaces de reconocer las intencio-nes incompletas ajenas porque saben a partir de la configuración y los instrumentos a mano lo que la persona está tratando de lograr (cfr. Meltzoff 1995; Schilbach et al. 2008; Woodward & Sommerville 2000) –como en el caso de la banana teléfono que analiza Leslie y que ana-licé en su momento– y empiezan a aprender el significado de los ro-les sociales ligados a ambientes y objetos específicos (cfr. Schutz 1967; Ratcliffe 2007) y esto les ayuda a dar sentido a la conducta de la otra persona. En este sentido la intersubjetividad secundaria nos da acceso a las intenciones de los demás, ya que se desarrolla alrededor del entorno inmediato, del aquí y ahora. Ya a los dos años, y sobre todo el tercer y cuarto año, los niños empiezan a comprender acciones e interacciones más complejas que son realizados en períodos de tiempo más largo.

En esta fase, el cuerpo sigue estando presente y jugando un papel destacado, ya que los movimientos, los gestos, las acciones comienzan a entenderse como insertos en el mundo. Las situaciones pragmáticas y sociales en las que el niño se encuentra son aquellas que le ayudan a dar sentido a las acciones de otras personas. El entendimiento sigue siendo no mentalista en el mismo sentido en que la comprensión de las propias intenciones no lo es. Para Gallagher cuando uno es interroga-

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do por alguna acción, como cuando atendemos el teléfono en un bar y nos preguntan qué estamos haciendo, respondemos con el máximo nivel pragmático posible: “Estoy tomando algo con amigos”. Ni nuestra respuesta ni nuestra comprensión se da en un nivel abstracto fisioló-gico (“estoy activando cierto grupo de músculos”) ni en uno abstracto mentalista (“estoy actuando de acuerdo a mi estado mental de estar sediento y estoy comunicándome con un ser humano que encuentro familiar”). Simplemente entiendo mis acciones y las expreso en un nivel meramente pragmático. Del mismo modo, interpreto las acciones de los demás y esto es posible gracias a la combinación de habilidades de intersubjetividad primaria y secundaria.

La manera en que la intersubjetividad se amplía, se refina y se so-fistica es a partir de la adquisición del lenguaje y la participación en prácticas comunicativas. Es por eso que la Teoría de la Interacción in-troduce a partir de los dos años la etapa de la competencia narrativa. En este punto las ideas de Gallagher fueron cambiando a lo largo del tiempo. En su formulación original, en How the Body Shapes the Mind –de 2005– no hay referencias a esta fase, que es introducida en un ar-tículo de 2008 escrito en coautoría con Daniel Hutto. Allí, se defiende la idea que a partir de los 24 meses, las conversaciones y en especial las narraciones –específicamente se mencionan las historias que se les suele leer a los niños– amplían la intersubjetividad secundaria del niño y le ofrecen formas más sutiles y sofisticadas de enmarcar el significado de las intenciones y acciones de otros.9

Si bien en ese artículo queda claro que esta tercera etapa –que retoma los logros de la intersubjetividad primaria y la intersubjetividad secun-daria para profundizarlos– es un elemento central en la propuesta, en algunos trabajos posteriores Gallagher se muestra más cauto. En 2010 reconoce dos hipótesis diferentes con respecto a la competencia narrativa. La primera es la hipótesis del marco implícito, que sostiene que empe-zamos a darle implícitamente sentido a nuestra propia acción y la de los demás en los marcos de la narración.10 La segunda es la hipótesis de la práctica narrativa defendida por Hutto y que establece que la narración proporciona los conceptos que son básicos para la práctica psicológica.

9 Gallagher & Hutto, 2008, aunque también hay una pequeña mención a la posibilidad de darle un sitio destacado a las narraciones en Gallagher 2006.

10 Gallagher no especifica mucho más sobre esta hipótesis ni quién la sostendría.

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Esta última postura constituye, de hecho, un modelo con peso pro-pio en las discusiones de los últimos años y será analizada en detalle en el próximo apartado.

6.2 El Narrativismo de Daniel Hutto

6.2.1 Motivaciones y objetivos

El objetivo de los trabajos de Daniel Hutto puede verse como el inten-to de cambiar el foco con el que tradicionalmente se abordó y carac-terizó a la Psicología de Sentido Común, proponiendo una alternati-va novedosa que condena el peso que tradicionalmente se le dio a las capacidades y estructuras innatas y que pone el acento en el rol de las narraciones y las conversaciones en su adquisición y maduración.

En este sentido, el Narrativismo es una poderosa reacción contra todos los modelos que sostengan que la Psicología de Sentido Co-mún es una habilidad que heredamos de nuestros ancestros, que se pone en funcionamiento a temprana edad y en la que prevalece una actitud de tercera persona. Este modelo va a negar, en primer tér-mino, que las habilidades de lectura de mentes –o cualquier tipo de mecanismo similar– sean parte de nuestra herencia biológica, pro-poniendo que son ciertas prácticas socioculturales las que explican cómo adquirimos las habilidades sociales sofisticadas que nos per-miten darle sentido a las acciones intencionales de los otros (Hutto 2007a p. xvii). También irá en contra de los que creen que los niños hacen uso de habilidades complejas y que requieren manipulación de conceptos como el de creencia para poder tener éxito en sus in-terrelaciones cotidianas, oponiendo a esto una posición mucho más modesta y corporeizada. Finalmente, cuestionará el difundido su-puesto que afirma que la navegación social en adultos depende prin-cipalmente de capacidades de lectura de mente, tanto en su variante basada en teorías como en simulaciones. En vez de preguntarse cómo es que este proceso de tercera persona es llevado adelante en nuestras interacciones cotidianas, el Narrativismo decide socavar esta afirma-ción –sostenida de manera acrítica durante décadas– para proponer que esta clase de abordajes de tercera persona son la excepción y no la regla en nuestra vida cotidiana.

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La tesis que sostiene Hutto es que nuestra capacidad para enten-der acciones intencionales en términos de razones tiene una indubi-table carga sociocultural. Los niños sólo acceden al marco necesario para comprender y tener maestría en su aplicación típica al ser ex-puestos e involucrarse en una clase distintiva de práctica narrativa. Esto es lo que el Narrativismo llama “la Hipótesis de la Práctica Na-rrativa” (Narrative Practice Hypothesis o NPH). Al estar en contacto directo con historias sobre personas que actúan por razones, los niños se familiarizan tanto con la estructura de la Psicología de Sentido Co-mún como con las posibilidades de ejercer su práctica, aprendiendo cómo y dónde usarla.

En tanto busca ser una opción superadora de los debates estableci-dos en el Enfoque Cartesiano, el Narrativismo intenta abordar la Psi-cología de Sentido Común reformulando las bases con las que tradicio-nalmente se la entendió y por eso su ataque, será en cierto sentido, más profundo que el de Gallagher e involucrará varios niveles, cuestionando la definición misma del fenómeno y los elementos en juego, además de la evidencia disponible y la metodología con la que se llevaron a cabo las investigaciones. Aunque Hutto es bien claro en su afán de no dejar que la evidencia empírica disponible guíe sus reflexiones –ya que cree que realiza una filosofía estrictamente de sillón– deja abierta la posibi-lidad de que otros se encarguen de comprobar si existen consecuencias testeables de sus ideas.11

A los fines de este texto, me centraré en la postura de Hutto –la figura del Narrativismo de mayor peso en la escena filosófica– y en las diferentes contribuciones de autores afines a esta propuesta. La colum-na vertebral de la presentación descansará en lo expuesto en Folk Psy-chological Narratives, el libro de Hutto de 2007 que es de referencia en la materia, y en las compilaciones Narrative and Undestanding Persons, editado por Hutto en 2007, y Folk Psychology Re-Assessed, coeditado por Hutto y Matthew Ratcliffe en el mismo año.

11 “Como filósofo, no creo que mi trabajo sea exponer o desarrollar hipótesis netamente empíricas. Entiendo a la NPH no tanto como una conjetura sino como el producto de una clase de filosofía observacional. Tal como sucede con la comedia observacional, que está basada en los aspectos de la vida cotidiana y puede ser graciosa o no, esta clase de filosofía puede o no ser iluminadora. Mi esperanza, obviamente, es que lo sea”. (Hutto 2007a p. xi)

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6.2.2 Actuar por razones

En las investigaciones sobre Psicología de Sentido Común es habitual sostener que los adultos actúan por razones y que la tarea que tiene el filósofo es proponer explicaciones de cómo es que esto se lleva a cabo, señalando cuáles son los mecanismos sobre los cuales esto es posible. Tanto teóricos de la teoría como teóricos de la simulación sostienen que las razones que motivan a la acción pueden desglosarse –en ocasio-nes, exclusivamente– en dos clases de estados mentales: las creencias y los deseos. La primera representa cómo es una situación determinada del mundo, y la segunda, cuáles son las motivaciones para lograr un ob-jetivo determinado. En virtud de su intencionalidad, las creencias y de-seos son actitudes proposicionales que gracias a sus contenidos pueden combinarse y constituirse en razones para actuar. En este sentido, las “razones” son entendidas como intenciones puestas en juego, productos de episodios discretos de razonamientos prácticos con medios y fines.12 “Decir por qué alguien actuó normalmente sólo requiere contar una pequeña historia”, sostiene Hutto (Hutto 2007a, p. 35).

Sin embargo, la noción de que una acción motivada por razones puede ser desplegada de manera completa en términos de deseos y creencias ha sido cuestionada en los últimos años. Más allá de la larga tradición filosófica –que puede rastrearse hasta Aristóteles– que le dio preponderancia a estas dos clases de estados mentales, existen voces que señalan cómo nuestra comprensión cotidiana de qué significa actuar por una razón incluye muchos otros estados que no son sólo esos dos (cfr. Goldie 2007, Ratcliffe 2007). Solemos explicar la acción en base a otras actitudes proposicionales relevantes y a estados como las emo-ciones. Para Hutto, además, al tratar de entender las razones del otro tendemos a echar mano del conocimiento que tenemos de su “historia”, esto es, los detalles de su personalidad, situación, hechos relevantes del pasado, ambiciones, etc.13

La ontogénesis de la comprensión de las razones, tal como requie-re la Psicología de Sentido Común, es compleja y, según la óptica del

12 Siguiendo a Broome 2002 y Malle 1999, Hutto sostiene que los razonamientos prácticos no necesariamente deben concluir en una acción, sino simplemente en la intención a actuar.

13 De todos modos, Hutto es cuidadoso en no negar que existan acciones cuya motivación pueda explicarse cabalmente en términos de creencias y deseos.

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Narrativismo, es un proceso escalonado con varias etapas, en las que el niño va adoptando habilidades imaginativas e interpersonales cada vez más sofisticadas hasta entender las razones. Pero no poder manipular los conceptos de creencias, deseos o razones no implica que los niños no puedan manejarse en el mundo social. Por el contrario, siendo muy pequeños ya entablan relaciones sociales exitosas gracias a diferentes mecanismos corporeizados y, según palabras de Hutto, “están en po-sesión de todas las piezas del juego ‘entender acciones en términos de razones’ antes de que realmente puedan jugarlo”, ya que en los primeros años van adquiriendo con rapidez los componentes necesarios, pero no conocen las reglas básicas (Hutto 2007a p. 27). En este proceso, las narraciones van a jugar un rol fundamental, tal como quedará claro en la sección 6.2.3.14

Con esto en mente, el Narrativismo va a ofrecer su propia definición de Psicología de Sentido Común, que se ubica en un punto interme-dio entre las posiciones tradicionales y, de algún modo, “estrechas” –ya que sólo consideran que hacen falta dar explicaciones y predicciones en términos de deseos y creencias- y las concepciones más recientes y “am-plias”, que identifican a este campo con el de la cognición social. Para evitar malos entendidos, Hutto y sus colegas se referirán a una “Psico-logía de Sentido Común strictu senso”, entendida como la “práctica de explicar y predecir acciones intencionales apelando a razones, de una manera en que queden incluidas las razones que motivaron a actuar a esa persona” (cfr. Hutto 2007a, p 2-3). Esta definición extiende la visión tradicional con la que teóricos de la teoría y teóricos de la simulación suelen trabajar, al sumar la noción de razones tal como se explicó más arriba, pero también se desembaraza de compromisos más fuertes como los que deben asumir los que adoptan posiciones cercanas a las de igua-lar la Psicología de Sentido Común con la Cognición Social, en tanto ambas hacen referencia a la manera en la que las personas se conducen en sus relaciones interpersonales.

El rechazo a la propuesta de ampliar el campo de la Folk Psychology más allá de estos límites tiene al menos dos motivaciones. Por un lado, una definición que incluya nuestras habilidades de navegación social

14 Cabe aclarar que la existencia de reglas y un marco en el cual se desarrolla la Psicología de Sentido Común no implica, según este enfoque, que su estructura sea similar a la de una teoría (cfr. Hutto 2007a, pp. 30-32).

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dentro de la psicología folk la volvería demasiado ubicua y laxa como para poder esperar modelos que la expliquen cabalmente y “nada con-creto podría dar una respuesta satisfactoria” (cfr. Morton 2007). Por otro, y esto tendrá peso en la propuesta positiva del Narrativismo, se puede sostener que las maneras más básicas en las que nos relacio-namos interpersonalmente no requieren de ninguna actividad intelec-tual o proposicional, sino simplemente de “expectativas corporeizadas”. Estos estados mentales no son productos intelectuales ni el resultado de la manipulación de representaciones de actitudes proposicionales u otro tipo de representaciones. En condiciones normales, simplemente reconocemos conductas y respondemos de acuerdo a patrones preesta-blecidos, anticipando su comportamiento y actuando de acuerdo a eso. Por eso, en la mayor parte de nuestros encuentros con terceros no uti-lizamos ninguna habilidad de Psicología de Sentido Común y “por lo tanto es falso afirmar que sin Psicología de Sentido Común no habría maneras confiables de relacionamiento con otros” (Hutto 2007a, p. 3). Sólo cuando la situación presenta rasgos inesperados o excepcionales, apelamos a la historia del otro, a un contexto más amplio en donde se puedan comprender los detalles particulares de su historia, hasta que nos permitan entender las razones de su actuar.

6.2.3 La Hipótesis de la Práctica Narrativa

El Narrativismo no acepta que una teoría o una simulación sean res-ponsables –en último término– de la comprensión en Psicología de Sentido Común, o incluso que conduzcan su práctica, sino que sim-plemente enmarca ambas propuestas como métodos complementarios y poco frecuentes a los que nos vemos obligados a recurrir cuando falla la manera usual por la que accedemos a las razones que moti-van la conducta ajena. En cambio, la Psicología de Sentido Común es presentada como “una clase única de práctica narrativa y verla de este modo es la mejor manera para dar cuenta de sus orígenes últimos y de sus aplicaciones diarias” (Hutto 2007a, p. 4). En esto consiste la Hi-pótesis de la Práctica Narrativa: la ruta normal por la cual los niños se familiarizan con el núcleo estructural de la Psicología de Sentido Co-mún y su práctica –gobernada por reglas– es mediante los encuentros directos con historias de personas que actúan por razones.

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En contraposición con las concepciones de raigambre hempeliana, en donde las explicaciones son un tipo de explicación teórica,15 en este caso explicar apelando a las razones de por qué alguien actuó de un determinado modo significa contar una historia. Las explicaciones son narraciones en tanto se selecciona los eventos apropiados para dar cuenta de la razón de la acción, se los ordena de un modo temporal y se aíslan las propiedades relevantes para volverlas inteligibles.16 En nuestra vida cotidiana no se necesitan explicaciones exhaustivas, sino simplemente señalar los detalles importantes en un contexto particu-lar, sin importarnos verificar fehacientemente si esto es tal como el sujeto lo pensó. Cuando queremos explicar por qué un sujeto enve-nenó a su pueblo, seguramente apelaremos a una suerte de narración histórica, como por ejemplo: “Luego de años de abusos y burlas, José estaba furioso con todos los vecinos que jamás lo ayudaron y a quienes culpaba del suicidio de su padre”; o: “Ella dejó las clases de salsa por-que estaba pasando por una depresión post-parto tras el nacimiento de su hija y su marido estaba demasiado ocupado con el trabajo como para darse cuenta y ayudarla”. En todos estos casos, se localiza el mo-tivo, el estado emocional del involucrado, un marco más amplio en el cual se sitúa y se mencionan los hechos del pasado que son relevantes para entender su acción.

Mientras los adultos son expertos en esta clase de explicaciones, los niños aprenden a construir estas historias a partir del contacto fre-cuente con Narraciones de Psicología de Sentido Común (NPSC), re-latos que tienen como rasgo fundamental que explican la conducta de sus personajes a partir de razones y que ofrecen detalles relevantes de la conducta o la personalidad de todos los involucrados. Peter Goldie llama a estas narraciones “narraciones de personas”, porque “las perso-

15 Tanto los teóricos de la teoría como los teóricos de la simulación heredaron una concepción de “explicación” propia de las ciencias naturales, con una estructura deductiva y la apelación a entidades no observables. El espíritu que regía estas explicaciones era explicar sucesos particulares subsumiéndolos a leyes generales. Para Hutto, esto generó dificultades y obstáculos a lo largo de varias décadas y propició que se asumiera que las explicaciones de tercera persona (y apelando a estados mentales) se volvieran un supuesto común.

16 Según Roth (1991 p. 178) “Las narraciones le otorgan a los eventos una conexión que no es meramente cronológica. El proceso de presentar una narración sobre el pasado de uno (o un pasado histórico) requiere identificar cuáles eventos son significativos y por qué”.

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nas son presentadas como personas y no como objetos de investigación científica (…) permitiendo a la audiencia o al lector darle sentido a los pensamientos, sentimientos y otras acciones de aquellas personas que aparecen en la narración” (Goldie 2004, p. 115).

Las NPSC pueden ser de dos clases, de acuerdo a si es un relato de segunda o de tercera persona. En el primer caso, se trata de los actos de narración a través de los cuales la segunda clase de narraciones –las historias en sí, el objeto de interés para otros– son presentadas y com-partidas. Según la caracterización que hacen los narrativistas, estas his-torias pueden ser desde una anécdota autobiográfica hasta un chisme o un género discursivo establecido como un cuento de hadas. De hecho, las historias de los hermanos Grimm o de Perrault son vehículos ex-celentes para transmitir un saber-cómo de las adscripciones de estados mentales y su combinación para dar razones.17

Por ejemplo,

Caperucita Roja se entera por el leñador de que su abuela está enferma. Ella quiere hacer que su abuela se sienta mejor porque es una niña buena y atenta y cree que una canasta con frutos y galletas pueden ayudar. Entonces, llena una cesta con estos productos y atraviesa el bosque hasta su casa. Cuando ella llega, ve a un lobo en la cama, pero cree erróneamente que es su abuela. Al darse cuenta de su error, se asusta porque sabe que los lobos pueden dañar a las personas. El lobo, de hecho, quiere comerla, salta de la cama y corre para atraparla.18

Sin dudas se trata de historias sencillas y cuyos personajes son, se-gún la terminología de E. M. Foster, “planos”, ya que pueden ser resu-midos en una sola oración (Hutto 2007a, p. 36). En palabras del mismo Hutto, “Caperucita Roja no es Madame Bovary”, pero de todos modos la comprensión de su historia requiere poder entender las razones que motivan sus acciones.

17 Aunque existen intentos de formalizar supuestas constantes presentes en los cuentos de hadas –como Morfología del cuento, de Vladimir Propp (cfr. Propp 1928)– Hutto es bien claro al sostener que las regularidades presentes en estas historias no autorizan a creer que existe nada parecido a una teoría en la Psicología de Sentido Común.

18 El ejemplo es de Lillard 1997, p. 268. La cursiva es de Hutto 2007b.

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214 Psicología de Sentido Común

Las narraciones tienen dos funciones centrales. Una ligada al de-sarrollo, porque ayuda a darle forma a nuestras expectativas acerca de las razones por las cuales se realizan ciertas acciones, y su pertinencia o no. Al escuchar y familiarizarse con las NPSC, los niños acceden al entrenamiento correcto para acercarse a las normas y formas que rigen la Psicología de Sentido Común. No es sólo que se conocen las inten-ciones que pueden tener las personas, sino que las historias ofrecen de-talles como las circunstancias en las que las acciones se llevan adelante, rasgos salientes de la personalidad de las personas, la historia amplia en la que se inscribe, etc. La exposición a estas narraciones ocurre en la temprana infancia, el momento ideal en que los niños también comien-zan a intervenir en conversaciones sobre otras personas.

La otra función de estas narraciones es práctica, porque ellas mismas son el medio a través del cual adquirimos nuestra comprensión básica de lo que es actuar por una razón. En este sentido, las NPSC permiten normalizar la acción, permitiéndonos lidiar mejor con sucesos inusuales o excéntricos, al colocarlos en el marco de un contexto que los vuelve po-sibles. Tener los detalles relevantes de la historia del otro permite apreciar su acción. Así, la Psicología de Sentido Común puede verse tal como Stich alguna vez la definió, como una suerte de antropología domésti-ca con numerosos casos de sujetos exóticos –niños, animales, personales dementes o con problemas psicológicos– que escapan a las reglas y que nos obligan a detenernos a pensar qué es lo que están haciendo o por qué lo hacen (cfr. Stich 1983). Es también una herramienta para establecer qué es lo que está culturalmente bien y qué no, ya que moldea nuestras expectativas de lo que debe suceder en situaciones ordinarias. Sirven para marcar qué es aceptable en ciertos contextos y qué no, cuáles son las nor-mas sociales importantes y también qué eventos son importantes a la hora de entender qué está sucediendo.

En este sentido, las NPSC son, a la vez, representaciones comple-jas y objetos públicos de atención mutua, sirviendo tanto de ejempla-res como de herramientas de enseñanza, ya que muestran maneras en las que las actitudes psicológicas se relacionan y cómo sus diferentes combinaciones dan lugar a diferentes razones para actuar.19 Aquí no

19 El modo en que creencias y deseos motivan a la acción, algo difícil de aprehender en abstracto, es presentado con ejemplos sencillos en estas historias. Para Hutto, esta clase de ejemplos es una constante en las NPSC (cfr. Hutto 2007a, p. 29).

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hay reglas puestas de modo explícito o teórico, sino que se presen-tan en acción, en contextos normales de operación y con el amplio abanico de cambios que pueden darse y que se menciono más arriba, como los rasgos de personalidad, la historia detrás, el contexto en el que sucede, etc.

Se trata de una competencia cognitiva propia de los seres humanos que no es compartida ni por aquellos sujetos adultos con síndromes como el autismo; ni por niños pequeños, al menos no hasta los 4 o 5 años; ni por mamíferos superiores como los chimpancés, gorilas y orangutanes o por nuestros ancestros del Pleistoceno. Hutto es claro al acentuar fuertemente el dominio distintivamente humano de la Psico-logía de Sentido Común tal como él la entiende. “La práctica de ofrecer o construir narraciones de Psicología de Sentido Común justamente es explicar e iluminar en términos de razones. La Psicología de Sentido Común es, en esencia, a mi entender, una clase distintiva de práctica narrativa” (Hutto 2007a, p. xi).

6.2.4 Ontogénesis de la Psicología de Sentido Común

Para explicar cómo es que los seres humanos adquieren las habilidades de Psicología de Sentido Común en su niñez, el Narrativismo propone un modelo que no presupone la activación de ningún módulo ni estruc-tura innata y que es muy modesto en cuanto a la capacidad intelectual que tendrá el infante en sus primeros años.

Explicada en pocas líneas, la propuesta de Hutto y sus compañeros es sostener que durante los primeros tres años los sujetos no necesitan más que sencillas habilidades corporeizadas –con las que acceden a in-terrelaciones sociales en las que no aparecen actitudes proposicionales o las razones por las que se actúa– para luego, gracias al uso de ciertas construcciones sintácticas y lingüísticas se van familiarizando y ejer-citando en la comprensión y uso de conceptos mentalistas. Los niños primero acceden al concepto de intenciones y deseos; luego, gracias al lenguaje, pueden comenzar a pensar en objetos que no están presentes o que no están momentáneamente accesibles, y finalmente entender cabalmente lo que una creencia es (esto es, entender la diferencia entre creencias verdaderas y falsas creencias).

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216 Psicología de Sentido Común

6.2.5 Las respuestas primarias y la paradoja del desarrollo

Mucho antes de poder dominar las habilidades de Psicología de Sen-tido Común, ya navegamos socialmente sin problemas tanto corpo-ralmente como imaginativamente, sin necesidad de adscribir deseos, creencias o razones a nadie. Como ya se señaló más arriba, Hutto cree que los niños adquieren primero las piezas que se necesitan para ju-gar al juego “de acciones-en-términos-de-razones” y luego aprender cómo se juega. Hacer atribuciones de objetivos, deseos, pensamientos y creencias no es lo mismo que saber cómo combinar estos elementos del modo correcto para formar razones, porque eso requiere la maestría de ciertas normas que rigen las actitudes (normas que, como también se señaló, no son indicación de que existe una teoría subyacente a la Psicología de Sentido Común).20 Lo interesante de la propuesta narra-tivista a la hora de explicar cómo es la adquisición de las habilidades de la Psicología de Sentido Común es que primero deben dominarse ciertas formas lingüísticas complejas para que, en unión a la sensibili-dad natural a las actitudes intencionales de los otros, se pueda acceder a las relaciones interpersonales que en otros modelos se dan a una edad mucho más temprana.

Para poder presentar cómo se desarrolla este proceso, es necesario explicar cómo son exactamente las interacciones primarias no verbales a las que están expuestos los niños desde una edad muy temprana. Las respuestas intersubjetivas en humanos son mucho más finas y com-plejas que las de cualquier otra especie, con una sofisticación que va aumentando con el paso del tiempo.

Para los narrativistas es importante dar una explicación satisfactoria de lo que Janet Astington llamó “la paradoja del desarrollo”, la perple-jidad frente a la aparición del concepto de creencia mucho después de las respuestas de las intenciones puestas en acciones:

“Existe algo paradójico en la atribución intencional. Aunque es cierto que los estados motivacionales son más obvios y se infie-ren más frecuentemente que las creencias, la atribución de in-tenciones –en un sentido preciso y completo– no es más simple

20 Según Hutto, si la existencia de una red compleja de elementos y reglas fuesen suficiente para que algo sea una teoría, el ajedrez debería serlo (cfr. Hutto 2007a p. 31).

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y de hecho puede ser más difícil que la atribución de creencias. La paradoja podría descansar en el hecho de que, aunque los niños parecen tener cierta maestría sobre algunos aspectos del concepto de intención tempranamente, no es sino hasta años después que parecen poder comandar otros aspectos” (cfr. Ast-ington 2001, p. 86)

Esta paradoja, según el punto de vista de Hutto, sólo existe si se cree que el concepto de intención necesariamente implica la compren-sión del concepto de creencia o deseo. Para él, el entendimiento de los niños de las intenciones (al igual que fenómenos relacionados como la perspectiva o ciertos tipos de atención) no requiere de otros conceptos, sino que pueden ser vistos como modos de respuestas corporeizados y no intelectuales.

En esto también el Narrativismo se va a enfrentar a cierto status quo imperante no sólo en los trabajos sobre Psicología de Sentido Común sino en Filosofía de la Mente en general. Las respuestas no verbales son generalmente vistas como involucrando necesariamente la mani-pulación de contenido.21 La noción tradicional fodoriana y la postura fregeana es que si los seres no verbales pueden razonar prácticamente, entonces están haciendo uso de contenidos estructurados o modos de presentación de algún tipo. En principio, eso sería necesario para indi-viduar y especificar las actitudes proposicionales. Pero la propuesta del Narrativismo, y especialmente de Hutto, es negar que las respuestas inteligentes no verbales requieran la manipulación de contenidos, ya que puede darse cuenta de las conductas en términos puramente cor-poreizados.

Para eso, es clave la introducción de una división entre actitudes proposicionales (las que involucran la manipulación de contenido pro-posicional) y actitudes intencionales (sin contenido). Las intenciones no están dirigidas hacia proposiciones sino a posibles acciones, pero ex-hiben de todos modos una direccionalidad intencional. Para Hutto, las respuestas no verbales involucran tener actitudes intencionales pero no

21 Para Hutto es una tentación muy fuerte –y en la que muchos creen– pensar que incluso algunos animales adscriben estados mentales. Por ejemplo, al ver a un gato persiguiendo a un ratón, aunque sabemos que esto no es así. El hecho de que podamos aplicarle a un sistema las nociones de Psicología de Sentido Común no lo convierte en un manipulador de creencias y deseos proposicionales.

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proposicionales. Para él las actitudes intencionales pueden ser enten-didas en términos no cognitivistas, no representacionalistas, apelando a modos enactivos y corporales de respuestas, entendiendo el pensa-miento simbólico como exclusivo de aquellos que tienen la maestría de ciertas construcciones y prácticas lingüísticas complejas.

Entre los que no dominan estas construcciones y prácticas están los niños, pero también algunos animales no verbales. Estas criaturas, a pe-sar de no contar con lenguaje o representaciones, sin embargo pueden dirigirse intencionalmente a aspectos de su medio sin tener involucra-dos contenidos con valores de verdad. La intencionalidad básica no es ni modelada en términos semánticos ni entendida como una propiedad de los estados mentales o sus representaciones.

6.2.6 La atención conjunta y las habilidades intencionales

Una vez que los niños dominan la detección de agentes con objetivos y pueden cambiar el foco de la atención tanto a objetos como a personas –cerca de los diez a doce meses– están en condiciones de acceder a una capacidad intersubjetiva no verbal más sofisticada, al poder atender a un objeto o situación junto con otros. La atención conjunta involucra no sólo atender al mismo objeto sino también el reconocimiento mutuo de que la atención de todos tiene un foco común. Esto requiere algo más sofisticado que la mera imitación recíproca, ya que requiere, entre otras cosas, monitorear las miradas, constatar que se está mirando a lo correcto y descubrir la intención detrás de la conducta.

Una manera de comprender cómo un niño de un año accede a esta habilidad sería postular que se pone en juego alguna clase de simula-ción, adoptando la perspectiva del otro y mirando el mundo tal como el otro lo hace. Al no contar con lenguaje, es necesario encontrar un modo en que el niño pueda ver lo que un tercero está haciendo, comprender que está prestando atención a un determinado objeto y comprender que el otro atiende a mi atención sobre él y el objeto. Sólo de este modo el objeto podrá ser reconocido como un punto focal común. La manera en que esto se realiza podría ser explicada, en principio, gracias a las neuronas espejo (cfr. 3.5.2). Pero para poder triangular correctamente también parece necesaria la identificación del otro como diferente de uno, lo que implicaría distinguir conceptualmente entre uno mismo y el

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otro. En principio, esto requeriría inferencias de la primera a la tercera persona, quizás con habilidades de inferencias tal como las que postu-lan la Teoría de la Teoría o la Teoría de la Simulación.

Para el Narrativismo, en cambio, la atención conjunta puede ser explicada de un modo mucho más sencillo y compatible con sus su-puestos. Si bien es plausible creer que el cambio de perspectiva personal que requiere este tipo de atención necesita capacidades imaginativas, esto no implica de ningún modo las habilidades de lectura de mente que sostiene una Psicología de Sentido Común más madura y mucho menos la manipulación o atribución de actitudes proposicionales. En-tender cómo el otro ve al mundo no involucra representar la manera en que el otro aborda cognitivamente el mundo, sólo necesita imaginar cómo es su percepción.

La atención conjunta puede, y debe, ser explicada únicamente en términos de recreación imaginativa y alineamiento intencional, sin ape-lar a ninguna clase de adscripción de actitudes proposicionales. Sólo se requiere la adscripción de actitudes intencionales, que no necesita maestría de los conceptos de creencia y deseo. Nuestras interacciones interpersonales no requieren postular habilidades de lectura de mentes con actitudes proposicionales. Es en este marco en el que Hutto recha-za postular para esta etapa del desarrollo la lectura de mente tradicional y la lectura de cuerpos tal como la introdujo Gallagher y expuse algunas páginas atrás.

6.2.7 La comprensión de deseos y creencias y la maestría del lenguaje

Una vez que los niños son expertos en sus respuestas corporales, atendiendo y respondiendo de manera correcta a las actitudes in-tencionales de los otros, están en condiciones de acceder al siguiente nivel, entendiendo a las actitudes intencionales de un nuevo modo, como sólo las palabras pueden hacer. El dominio de construcciones lingüísticas, incluso las más sencillas, permite hacer referencias a objetos que no tienen que estar físicamente a su alcance, utilizando estos símbolos en lugar de las cosas en cuestión. Es por eso que para el narrativismo, la maduración en habilidades de Psicología de Sentido Común va de la mano con el dominio del lenguaje. Las primeras palabras aparecen durante el decimotercer mes y a partir

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de allí, y hasta los dos años, el lenguaje se complejiza a la vez que aparecen conductas intencionales progresivamente más sofisticadas, como conversaciones más largas y difíciles o mayor precisión en la atención conjunta (cfr. Eilan 2005).

Las construcciones lingüísticas sirven, entonces, como nuevas ma-neras de expresión, en tanto son la base de maneras más complejas y sofisticadas de atención y atención conjunta. Aun en su forma más sim-ple, cumplen un rol fundamental en las conversaciones que suelen tener los niños, las cuales en general son llevadas adelante por sus cuidadores y les permiten expresarse frente a padres, hermanos y otras personas, explicando sus propios deseos y los deseos de los demás.

Estas habilidades lingüísticas sencillas son el paso anterior y nece-sario para poder pasar de las interacciones puramente corporeizadas a situaciones en las que aparecen expectativas mediadas por inferencias. Pero estos métodos para representar y comprender los objetos de las actitudes intencionales –que eventualmente conducen a entenderlos como actitudes proposicionales– surgen de la actividad corporeizada más rudimentaria. Para Hutto, estas habilidades son “el fruto natural” de las formas más básicas y es erróneo pensar –tal como lo hacen los teóricos de la teoría y los teóricos de la simulación– que la comprensión de deseos depende de la capacidad para entender metarrepresentacio-nes.22 En el caso de la comprensión de deseos que se produce a los dos años de edad, no es necesaria la postulación de nada tan complejo, ya que entender deseos es mucho más sencillo que comprender que al-guien pueda tener una creencia falsa.

Antes de avanzar sobre cómo los niños acceden a la maestría del concepto de creencia, es necesario aclarar en qué sentido Hutto y la mayoría de los narrativistas conciben a los conceptos. Si bien no hay una formulación detallada o explícita del modelo que tienen en mente, Hutto se preocupa por explicar que para él los conceptos no son ni constructos científicos, ni símbolos ni objetos de atención in-trospectiva, sino que “para comprender lo que es ‘tener’ un concepto debe preguntarse qué clases de habilidades debe tener el sujeto para poder satisfacer el criterio de la maestría práctica de dicho concepto” (Hutto 2007a, p. 130). Pero esto sólo se logra si se distingue correc-

22 En términos de Goldman, por ejemplo, los niños deben poder representar las perspectivas de los otros en la situación determinada (cfr. 3.3).

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tamente entre habilidades y meras disposiciones.23 Tener la maestría de un concepto, bajo esta concepción, no es poder brindar una defi-nición enciclopédica del mismo ni tampoco poder hacer inferencias sobre él, sino simplemente hacer inferencias que efectivamente de-muestren el entendimiento del concepto. Cuando se afirma que los niños dominan los conceptos de creencia y deseo, por ejemplo, no significa que puedan hacer inferencias sobre esas entidades mentales, sino simplemente que pueden hacer atribuciones y otras acciones que requieren saber utilizar esos conceptos.24 Gracias a estas nocio-nes, el Narrativismo puede desembarazarse de algunos de los proble-mas con que se enfrentan modelos rivales, ya que los requerimientos para dominar un concepto son más modestos.

Una vez que se dominan los deseos, el niño puede dar un paso más hacia la maestría de las habilidades fundamentales de Psicología de Sentido Común al comenzar a distinguir entre la realidad y la ficción, la ignorancia y los hechos y, eventualmente, entre creencias y falsas creencias. Entender un deseo en tanto actitud proposicional implica la capacidad de comprender contenidos semánticos con condiciones de verdad. Pero para entender una creencia verdadera se requiere entender la pretensión de veracidad a la que deben aspirar las afirmaciones, algo que permite el uso correcto de vocabulario mentalista. A partir de los tres años, aparecen los primeros usos de términos sobre pensamiento, creencia y conocer apariencia, y se va rompiendo el solipsismo en el que el niño vive (cfr. Bartsch & Welmann 1995, p. 64). Entender el concepto de creencia tout court requiere saber que la creencia puede ser falsa. Y eso significa entender que el verdadero status epistémico de las creencias, reconocer que la falibilidad del otro es espejo de la propia falibilidad. El niño admite, así, que su mundo no es el mundo.

Este importante salto intelectual se condice con un espacio de al menos seis meses –aunque las edades exactas cambian de acuerdo a

23 Hutto cita para estas diferencias los criterios planteados en Millikan 200024 Para Hutto, en el caso de la maestría de conceptos en niños, es preciso brindar

detalles sobre tres condiciones: Habilidades / Capacidades básicas: conceptuales o no; Herramientas cognitivas o soportes especiales que extiendan las habilidades

relevantes: por ejemplo, construcciones materiales o lingüísticas; Prácticas o actividades engendering o enabling: acompañamiento parental o de

cuidadores, instituciones socioculturales, etc.

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los autores, el hiato entre ambas habilidades se da entre los tres años y medio y los cuatro y medio– entre la capacidad de hacer atribuciones de deseos y la habilidad de superar los tests de falsa creencia. En paralelo, en las conversaciones infantiles se detecta que primero se utilizan los términos de deseo antes que los de creencia.

Según el Narrativismo la clave para entender por qué se produce este cambio a esta edad específica es que en ese momento los niños comienzan a involucrarse activamente en conversaciones y discusiones. Se trata de intercambios conversacionales libres, en los que no hay po-sibilidades de tomar el rol de un observador neutral, sino que se ve obligado a tomar postura, enfrentarse a puntos de vista contrapuestos y evaluar posturas ajenas. Al ejercitar sus habilidades imaginativas, los niños terminan saliendo de su solipsismo original. La comprensión de las creencias es sostenida por encuentros y confrontaciones con dife-rentes posturas cognitivas.

En estas conversaciones, los niños utilizan mecanismos y reglas si-milares a las que tienen en las relaciones corporeizadas que desemboca-ron en la atención conjunta, pero lo hacen con nuevos elementos.25 En este caso, lidian con proposiciones en un juego interpersonal sofisticado pero que tienen las mismas habilidades claves, relacionadas con la ima-ginación, presentes. La exposición y el involucramiento sostenido con estas conversaciones le permiten acceder a una mayor maestría. A esto se refiere Hutto cuando afirma que los niños van adquiriendo los ele-mentos para poder jugar al juego de entender la acción en términos de la razón pero lo hacen antes de que puedan efectivamente jugar ese jue-go. En las conversaciones, además, se dan pequeños relatos que tienen la forma de NPSC de segunda persona, muchas veces con complejos cambios entre interlocutores y sujetos involucrados.

En estas charlas, y en la exposición cotidiana que los Narrativistas afirman que existe en la infancia (como cuando se les lee a los niños cuentos antes de dormir), es donde se cumplen las dos funciones de las NPSC que se señalaron en el apartado 3. La que está relacionada al desarrollo, porque ayuda a darle forma a las expectativas acerca de las

25 En este sentido, existe una analogía entre los resultados obtenidos por la atención conjunta –que no necesita lenguaje y permite que el niño entienda los deseos– y las conversaciones, que sí requieren lenguaje y permiten que el niño entienda las creencias. En ambos casos se necesita el cambio de perspectivas, y que los infantes puedan monitorear y prestar atención a los puntos de vista ajenos.

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razones por las cuales se realizan ciertas acciones; y la práctica, porque estas narraciones son el medio a través del cual se adquiere la compren-sión básica de lo que significa actuar por una razón. Las NPSC que aparecen en las conversaciones y los cuentos y relatos permiten que los niños tengan el entrenamiento correcto para acercarse a las normas y formas que rigen la Psicología de Sentido Común. De este modo, se normaliza la acción y permite reconocer aquellos hechos inusuales y conductas no aceptables en ciertos contextos.

6.3 La Perspectiva de Segunda Persona

6.3.1 Motivaciones y objetivos

Dentro de los Nuevos Enfoques que quiero introducir en este trabajo, el aporte final es el más reciente y quizás el menos desarrollado, pero cuya aparición encuentro prometedora y con grandes posibilidades de dar respuesta a algunos de los interrogantes e inconvenientes a los que se enfrentan los Enfoques Cartesianos. A la vez, y tal como defenderé en el capítulo 7, creo que puede constituir un eje articulador de estas propuestas. Se trata de la Perspectiva de Segunda Persona, que presenta un giro revolucionario a la hora de plantear la atribución de estados mentales.

La atribución mental, desde este punto de vista, es definida por una de sus defensoras, Carolina Scotto, como “un conjunto de habilidades o una competencia compleja para la comprensión recíproca, cuyo de-sarrollo y expresión se da en contextos interactivos, es decir, a la vez públicos, sociales y prácticos y cuyos propósitos, dependiendo de esos contextos, son evaluativos” (Scotto 2002 p. 140). Es justamente en base a sus formulaciones y a las del filósofo español Antoni Gomila Benejam que haré una exposición sucinta de las tesis básicas de esta posición, que está despertando interés en varios autores, como demuestra el volumen sobre el tema compilado por Evan Thompson (Thompson 2001). En todos los casos, la motivación detrás de esta nueva manera de encarar la atribución de estados mentales es la insatisfacción con la manera en la que se dio la discusión dentro del Enfoque Cartesiano a lo largo de un cuarto de siglo. Gomila lo expuso de modo claro: “A mi modo de ver, los términos en que se desarrolla la discusión son inadecuados, tanto

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por su simplificación de nuestra capacidad de atribución mental, como por dejarse llevar por los términos en que se plantea una cuestión más fundamental sobre la naturaleza de lo mental: la contraposición entre la perspectiva de primera persona y la de tercera persona y las consecuen-cias que se derivan de ello” (Gomila 2002, p. 196).

El origen de esta insatisfacción doble –tanto por la caracterización errónea en la manera en que la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación entienden el ámbito de la Psicología de Sentido Común, como por la manera en que se desarrollaron las discusiones– parece encontrarse en el famoso artículo que dio el puntapié inicial en el área. Gomila cree que existe una suerte de “pecado original” en la investiga-ción de Woodruf y Premack, quienes se preguntaron si los chimpancés tenían una “teoría de la mente”. Bajo este término ellos simplemente querían ahondar en la cuestión de si estos animales eran capaces de atribuir estados mentales, y nunca tomaron la noción de “teoría” más que como una suerte de metáfora útil. En aquel trabajo ambos autores daban por sentado que los chimpancés eran capaces de reconocer emo-ciones en los demás y por eso esta parte de la vida mental fue delibera-damente dejada afuera de su investigación. Sin embargo, para el filósofo español esta imagen restringida y cercenada de lo mental fue la que prevaleció en las discusiones en Filosofía de la Mente y durante años el foco quedó puesto en la atribución de actitudes proposicionales.26

Para los defensores de la perspectiva de la segunda persona existe una capacidad preteórica que se utiliza para entender a los demás en términos mentales que no es recogida por ninguna de las posturas del Enfoque Cartesiano, ya que estos modelos conciben a la Psicología de Sentido Común como un mero mecanismo predictivo o explicativo de los actos ajenos, mientras que aquí se sugiere sumar una dimensión recognoscitiva interactiva. En este sentido, adoptar la perspectiva de la segunda persona es romper con la contraposición primera persona (la que adopta la Teoría de la Simulación) versus tercera persona (la que toma la Teoría de la Teoría) y con la pretensión de ser un debate entre opciones exhaustivas y excluyentes, tal como se lo entendió en el último cuarto del siglo XX. Esto, a la vez, “debe llevar a revisar los términos de la contraposición y, por lo tanto, los modos usuales de concebir lo

26 Para un detalle de cuáles son las críticas a este “pecado original” ver Gomila 2002, pp. 199-203.

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distintivo como algo positivo por sí mismo, dada las paradojas y difi-cultades con que se enfrenta la concepción estándar de la subjetividad y los problemas para fundamentar la objetividad en el ámbito de lo psi-cológico” (Gomila 2002, p. 108). Como quedó claro en el capítulo 5, los planteos metafísicos que contraponen la primera y la tercera persona han llevado a posturas encontradas, como las del objetivismo –que en última instancia termina enfrentándose al problema de los qualia y la conciencia– y el subjetivismo, que llevado a sus últimas consecuencias termina en un solipsismo que no puede acceder a las otras mentes (5.4).

La adopción de la Perspectiva de Segunda Persona parece ofrecer un camino para salir de estos atolladeros ofreciendo una imagen de lo mental que no es ni privada ni inaccesible, sino la de algo público y expresivo.27 Se trata de un proyecto dentro del marco naturalista, ya que busca ser compatible con la evidencia empírica disponible, y que reconoce los hallazgos y avances en áreas como la neuropsicología y psicología del desarrollo.

Así como en el caso de Gallagher hay una intención explícita de retomar contribuciones de fenomenólogos de tradición continental a su modelo, y las ideas de Hutto se inscriben en un interés más general so-bre las narraciones, aquí se siente fuerte la influencia de Wittgenstein. Sin dudas el espíritu del filósofo vienés está presente en la embestida contra las postulaciones de corte mentalista cartesiano. Wittgenstein condenó los intentos de interpretar las competencias ordinarias para la comprensión mental como basadas en alguna teoría o en una recreación mental. Por ejemplo, en “Observaciones sobre la Filosofía de la Psico-logía”, al preguntarse por los fenómenos de simulación mental –que eran considerados muy desafiantes por sus contemporáneos– propuso resolverlos fácilmente desechando enfoques intelectualistas: “¿Cómo podrías explicar lo que significa ‘simular dolores’, ‘comportarse como si uno tuviera dolores’? (…) Uno quisiera decir: vive un tiempo entre nosotros y lo entenderás”.28

Es interesante señalar que el primer pensador analítico relevante que habló explícitamente de la Perspectiva de la Segunda Persona fue

27 Aunque de ningún modo aquí la propuesta es rechazar de plano la Teoría de la Teoría o Teoría de Simulación, sino más bien reducir su dominio a situaciones puntuales y excepcionales y tomar en consideración lo más básico en atribuciones. Para más sobre este punto, ver el capítulo 7.

28 Cfr. Wittgenstein 1997, vol. II #630.

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Donald Davidson. En un artículo de 1992, titulado justamente “The Second Person”, el filósofo estadounidense puso el acento en el carácter eminentemente social de la atribución de significados en la interacción entre un hablante y su oyente a partir de patrones comunes de respuesta ante un mismo objeto saliente en el entorno. Sin embargo, la propuesta de Davidson difiere en mucho con el espíritu de este enfoque en Psi-cología de Sentido Común, ya que sigue teniendo un tinte fuertemente teórico que poco tiene que ver con la impronta naturalizada de Gomila, Scotto y sus colegas.29

6.3.2 La Segunda Persona

Al hablar de la segunda persona, este enfoque toma de la gramática de los pronombres personales un elemento que hasta ahora no había sido te-nido en cuenta en las posturas vistas en la sección anterior. Mientras que la Teoría de la Teoría se sitúa desde una perspectiva de tercera persona, una posición meramente de observación y sin participación, la Teoría de la Simulación adopta el punto de vista de la primera persona, desde el yo que realiza las simulaciones mentales. La segunda persona, en cambio, es la caracterización gramatical con la que se hace referencia a un otro que está interviniendo en una acción conmigo. Es por eso que se da necesariamente siempre que haya una interacción (o, según Scotto, puede ser ella misma una clase de interacción) (cfr. Scotto 2002, p. 140). En la perspectiva de la primera persona, se centran las discusiones acerca de la conciencia y la autoconciencia; en la de la tercera persona, las temáticas de la objetividad y el distanciamiento; y en la de la segunda persona está la interacción cara a cara. Esto implica que la Perspectiva de Segunda Persona no se aplica a todas las situaciones y que no requiere la mediación necesaria del lenguaje, porque en una interacción cara a cara se puede prescindir de él.30

29 Cfr. Scotto 2002, p. 139 para más detalles al rechazo de la propuesta davidsoniana30 Esta redefinición de la atribución mental deja abierta la puerta para permitir la

admisión de nuevos participantes al otrora selecto grupo de sujetos con maestría en las habilidades maduras de Psicología de Sentido Común. Ya no serán admitidos sólo los adultos o los niños que superen el test de la falsa creencia, sino también pueden ser niños menores de cuatro año, adultos no normales o incluso otras especies. Scotto sólo menciona al pasar la posibilidad, pero se trata de una interesante consecuencia de esta propuesta (cfr Scotto 2002, p. 138).

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Ahora bien, ¿por qué no se le prestó suficiente atención a esta po-sibilidad en las disputas entre Teoría de la Teoría y Teoría de la Simu-lación? En la visión de Scotto, hay varios factores a tener en cuenta. Por un lado, el debate entre las posturas incluidas en lo que llamé el Enfoque Cartesiano buscó explicar la atribución mental como parte del intento más general de fundamentar la explicación psicológica de carácter científico. Aquí el error fue no saber distinguir entre los pro-blemas propios de la atribución mental ordinaria de aquellos especí-ficamente ligados a la explicación psicológica. La tarea de explicar la atribución mental es diferente si se toma a ésta como una competencia ordinaria o si se busca realizar una tarea de segundo orden, explicando si una psicología científica debería hacer referencia a estados con con-tenido y cómo deberían explicarse su atribución.

Otro de los posibles motivos que explican la omisión de la posi-bilidad de una perspectiva de segunda persona es que las discusiones filosóficas giraron alrededor de casos paradigmáticos que resultan de-masiado esquemáticos o básicos como para ser considerados factibles en la práctica real. Muchos de estos casos –algunos de ellos analizados en las páginas anteriores– aparecen abstraídos de sus contextos y sin características necesarias sobre las situaciones y los sujetos involu-crados. En este mismo sentido, el interés de los autores involucrados recayó en la actividad predictiva que se realiza a partir de la observa-ción y la postulación de hipótesis sobre la vida mental y ciertos casos complejos de comunicación intencional. Esto requirió una caracteri-zación sesgada de los fenómenos reales, que sólo cumplen los sujetos adultos o aquellos con un dominio muy claro de ciertas habilidades mentalistas determinadas.

6.3.3 Intersubjetividad recíproca y Psicología de Sentido Común

Adoptar la perspectiva de Segunda Persona en la adscripción de estados mentales significa entender a la Psicología de Sentido Común como, en palabras de Scotto, “un conjunto de habilidades o una competencia compleja para la comprensión recíproca, cuyo desarrollo y expresión se da en contextos interactivos, es decir, a la vez públicos, sociales y prácti-cos y cuyos propósitos, dependiendo de esos contextos, son evaluativos” (cfr. Scotto 2002, p. 140).

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Según este análisis, hay tres características que se desprenden de esta caracterización de la perspectiva de la segunda persona: su ma-nifestación en conductas públicas, su desarrollo como habilidad y su esencia indubitablemente social. En cuanto al primer rasgo, la idea es que en esta interacción aparecen componentes públicos o componen-tes mentales con expresiones públicas, como los gestos del rostro y las posturas corporales. Esto no sucede con la atribución tal como apare-ce en el Enfoque Cartesiano, en donde tanto la inferencia a partir de generalizaciones teóricas como simulaciones mentales se realiza me-diante mecanismos internos que necesitan de entidades mentales no observables (cfr. 5.3). La segunda nota relevante es que la estrategia de atribución desde una perspectiva de segunda persona es entendida como una práctica y no como una teorización o la aplicación de una analogía inferencial a partir del autoconocimiento, lo que considero una posición más acertada. En cambio, existe evidencia proveniente de la biología, la etología y la psicología, entre otros, que señalan que las habilidades básicas para mentalizar no son aprendidas, sino que están extendidas universalmente y que ya están en uso desde muy temprano en el desarrollo psicológico de los niños. Finalmente, en tercer término, la Perspectiva de la Segunda Persona tiene una impronta social, porque se despliega en la interacción que ya está presente en las relaciones más comunes.

En cuanto a este último punto, la interacción en la que se da Pers-pectiva de Segunda Persona permite detallar una serie de característi-cas que coinciden con la interacción cotidiana. La atribución intencio-nal bajo esta óptica es recíproca, inmediata, dinámica y situada. Estos rasgos precisan algunas breves aclaraciones. La reciprocidad postula-da no es normativa ni tiene un sesgo moral, sino que es la primitiva sensibilidad al estímulo, una forma de “impacto causal intersubjetivo” en palabras de Radu Bogdan (cfr. Scotto 2002, p.143), que permite dar respuestas adecuadas de acuerdo a las acciones que las ocasionan, posibilitando sincronizar los intercambios sociales (cfr. Hatfield et al. 1992). Son vínculos que mantienen los sujetos entre sí, en sus relaciones específicas. Y por esto mismo los intercambios son inmediatos, en tanto no reflexivos y en la mayoría de los casos no controlables. Sin brindar mayores detalles, Scotto asume los riesgos de considerar en este caso que “inmediato”, “primitivo”, “automático”, “espontáneo” y “no propo-sitivo” son sinónimos (cfr. Scotto 2002, p.143, especialmente la nota

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al pie 14). Los sujetos perciben e identifican lo que le está sucediendo al otro sin necesidad de una mediación con hipótesis, mecanismos de simulación o generalizaciones teóricas. Como la atribución desde la segunda persona se da en estas interacciones que son tan variadas, su marca es que son variables y siempre con una comprensión situada, es decir, necesita ser flexible a las variaciones contextuales, a la informa-ción disponible y a la conducta de los demás.

Así, existen situaciones muy precisas que son iluminadas y explicadas claramente por este enfoque. La Perspectiva de Segunda Persona ofrece la capacidad de involucrarse con otros agentes en patrones de interacción intersubjetivos, con un conocimiento implícito de carácter práctico de las configuraciones expresivas de aquellos con quienes interactuamos, y viceversa. Es una estrategia atributiva que se pone en juego en las situa-ciones de interacción cara a cara, aunque puede activarse por condiciones artificiales como las del cine y el teatro.31 Se basa en aspectos expresivos como la posición corporal, la orientación, el tono de voz, la configuración facial, etc. Estos aspectos son percibidos directamente como significati-vos, como parte constitutiva de la emoción que se adscribe, y no como síntomas que hay que interpretar y cuyo resultado no se formula cons-cientemente ni requiere una metarrepresentación conceptual, sino que constituye la base de una reacción correspondiente.

Pero sin dudas los casos específicos de Perspectiva de Segunda Per-sona son los casos de intersubjetividad recíproca, que están presentes

31 Para Gomila, la experiencia como espectador de cine es una excelente forma de graficar cómo es la atribución de emociones a partir de la Perspectiva de Segunda Persona. Las escenas de ciertas películas buscan intencionadamente una respuesta emocional por parte del espectador. Y para lograrlo, utilizan efectos como sonidos o imágenes y brindan informaciones como la situación actual o el pasado de un personaje. La reacción emocional del espectador depende de la atribución que pueda hacerle a ciertas emociones del personaje. “En la experiencia cinematográfica somos espectadores, pero al mismo tiempo participantes, de un modo vicario, de la acción y la experiencia de los personajes de la historia” (Gomila 2002, p. 205). Pero a la vez, una película puede ser analizada con una actitud distanciada y reflexiva sobre lo que sucede en pantalla, como es el caso de los críticos, técnicos o investigadores. Esto marca una diferencia entre una perspectiva en donde hay una interacción que involucra una comprensión implícita y tácita (la Pespectiva de Segunda Persona) con la postura de tercera persona, objetiva y que no requiere participación (la Perspectiva de Tercera Persona).

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desde muy temprano en la vida de los sujetos y que se mantienen a lo largo de su adultez, con mayor sofisticación.32 Se trata de atribuciones con un fuerte carácter práctico, porque orientan la acción, del mismo modo involuntario en que se producen las expresiones emocionales. Esto explica la dimensión comunicativa de la expresividad y le da un sentido evolutivo a la reacción emocional.

Esta perspectiva también cuestiona y rechaza el modo en que se caracteriza a los estados mentales en el Enfoque Cartesiano, que ya no son privados, internos e inobservables, sino que ahora se los ve con una fuerte carga expresiva, a través de configuraciones y relaciones. Los estados mentales que captamos a través de la segunda persona son ex-presivos, con configuraciones corporales específicas, con un papel pro-tagonista del rostro. En palabras de Gomila, “‘vemos’ que alguien está enfadado, molesto, triste o eufórico” (Gomila 2002 p. 211). Algunas emociones –las básicas– pueden ser reconocidas de manera más fácil, mientras que en otras se podrá identificar al objeto intencional al que la emoción está dirigida. Los ecos wittgenstenianos señalados en 3.1 re-suenan aquí con más fuerza que nunca. En las emociones hay un reco-nocimiento inmediato del otro, la situación en la que se encuentra y se produce una respuesta automática. En palabras de Wittgenstein, “uno ve la emoción (…). No vemos las muecas de una persona e inferimos que siente alegría, aflicción, aburrimiento. Describimos directamente su rostro como triste, radiante, aburrido, aunque no seamos capaces de dar ninguna otra descripción de sus rasagos. La tristeza se personifica en el rostro, quisiera uno decir. Esto resulta esencial para lo que llama-mos ‘emoción’”.33

La Perspectiva de Segunda Persona se inscribe claramente en el ámbito emocional pero va más allá de él. Incluye en las formas de inte-racción comunicativa pre intencional, en la que se detecta una atribu-ción implícita de estados mentales, concebidos en términos expresivos, públicos. Se trata de patrones de interacción que Gomila identifica

32 Una parte importante de la maduración de las habilidades de Psicología de Sentido Común, justamente, es lograr una sintonía con el otro. “Mi atribución, por así decir, debe reflejar mi relación con aquel al que le atribuyo, en la medida en que esa atribución media el curso de nuestra relación en tal contexto” (Gomila 2002, p. 209).

33 Wittgenstein 1997, vol. II #570. Las negritas son del original. Ver también Wittgenstein 1967, #225.

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como “referencia social” y abarcan una serie de capacidades que apa-recen cerca del año de vida: atención visual conjunta, acciones proto declarativas y proto indicativas como el gesto de apuntar, la aceptación de instrucciones o pedir ayuda…

Ontogenéticamente, la perspectiva de segunda persona es primera. Según el patrón de desarrollo que presenta en una nota al pie y siguien-do a Lewis & Mitchell (1994), Gomila cree que la intersubjetividad primaria se da a los 4 meses; la intersubjetividad secundaria (que re-quiere la comunicación emocional) se da entre los 8 y los 10 meses; la atención conjunta y la referencia social, entre los 9 y los 12 meses; juego simbólico y ficción, a los 18-24 meses; comprensión de deseos, 3 años; creencia falsa, 4 años. Evolutivamente tiene sentido, porque el bebé hu-mano tiene un largo período de dependencia y cuanto antes acceda el bebé al mundo mental, mejor. La perspectiva de tercera persona, en cambio, parece requerir del lenguaje, porque el criterio asumido como determinante en la adquisición de habilidades de Psicología de Sentido Común es el test de la falsa creencia (que requiere que se comprenda la distinción entre cómo son las cosas y cómo se las representa el agente), que sólo se pasa a los 4 años. Para Gomila hay razones para creer que el mecanismo metarrepresentacional implicado en tal distinción depende del poder representacional del lenguaje.

La prioridad ontogenética no implica, sin embargo, que haya una sucesión de estadios, en el sentido de que la Perspectiva de Segunda Persona aparece en un momento y luego desaparece o es reemplazada por la de Tercera Persona o de Primera Persona. Por el contrario, es la perspectiva natural y espontánea con la que interactuamos con otras personas. No hace falta saber que uno está atribuyendo estados men-tales para atribuirlos, pero cuando uno se da cuenta de eso, surge la posibilidad de modular y enriquecer esas atribuciones.34

34 En relación con la Primera Persona y la Tercera Persona, para Gomila ambas pueden derivarse de la segunda (que, como vimos, es la primera en el desarrollo infantil). En cuanto a la Tercera Persona, que tiene un fuerte matiz teórico, ésta puede nacer de la posibilidad de controlar nuestras reacciones emocionales y de la capacidad reflexiva de tomar nuestros propios pensamientos e inferencias. Con respecto a la Primera Persona, se puede dar a partir una reciprocidad de interacciones intersubjetivas en una suerte de intercambio dialógico. Y de esto me doy cuenta de mí mismo, reconozco mi propio estado emocional a través

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Ahora que pude exponer las líneas generales de los Nuevos Enfo-ques –y antes de defender en el próximo capítulo por qué creo que estos tres grandes abordajes pueden ser comprendidos como compatibles– quisiera detenerme a señalar algunas deficiencias y errores.

6.4 Problemas para los Nuevos Enfoques

6.4.1 Mi evaluación de la Teoría de la Interacción

A mí entender, el principal problema en la formulación de Gallagher de su Teoría de la Interacción es que su estrategia de aplicar aportes de la fenomenología a la Psicología de Sentido Común se enfrenta con algunos obstáculos graves y que no son superados a lo largo de sus trabajos. Si bien a primera vista puede parecer un camino atractivo tomar como punto de partida las ideas de Husserl o Merleau-Ponty sobre la intersubjetividad y el cuerpo para dejar al descubierto los inconvenientes de los Enfoques Cartesianos, a la hora de plasmar sus sugerencias en un modelo concre-to o en un argumento en contra de las posiciones analíticas tradicionales, este plan falla. Las motivaciones y objetos de las que parten los distintos autores –y las bases desde donde parten– son tan distintas que una verda-dera comunicación parece imposible o al menos parece requerir un trabajo mucho más complejo del que Gallagher ha hecho hasta ahora. Cuando, por ejemplo, menciona a Merleau-Ponty y su frase “para las personas nor-males, cada movimiento es, indisolublemente, movimiento y conciencia de movimiento”35 para hablar de propriocepción, no parece haber un real res-cate de las ideas concretas del pensador francés, sino simplemente una cita que ilustra ciertas buenas intenciones y no mucho más.36

Pero incluso si se dejan de lado los aportes de la tradición conti-nental y sólo se tienen en cuenta los aspectos fenomenológicos de la

de la reacción ajena, que muchas veces es inconsciente o se encuentra elicitada. Puedo conocer mi mente a través de la mente de los demás.

35 Cfr. Merleau Ponty 1962, 110, citado por Gallagher 2005.36 Si bien me parece muy valiosa la intención de establecer puentes entre distintas

corrientes filosóficas, ni soy tan optimista respecto de la facilidad con la que se pueda dar tal desarrollo en esta empresa ni veo en sus formulaciones una real influencia o adhesión a estos programas de investigación, más allá de ciertas citas o algunos préstamos terminológicos.

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experiencia para hacer una crítica a la Teoría de la Teoría o la Teoría de la Simulación –tal como ocurre a lo largo de las páginas de How the Body Shapes the Mind– la mayoría de los modelos quedan inmunes a este ataque. Tal como señalé en la Parte I de este trabajo, los mecanis-mos propuestos para explicar las habilidades de Psicología de Sentido Común son procesos internos y no conscientes, como una suerte de ru-tina programada que está inscripta en la misma estructura de la cogni-ción. En este sentido, desde el plano fenomenológico nunca podríamos decidir si en nuestras acciones se está corriendo una rutina cognitiva subpersonal o no.

Gallagher confía que un análisis fenomenológico podría decidir si mi interacción normal con otra persona está mejor caracterizada como explicación y predicción, tal como lo interpretan la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación, o no. Su respuesta es que este análisis revela que la predicción y la explicación son modos muy especializados y rara vez utilizados de entender al otro, y que la manera en que respondo a determinadas situaciones debe ser entendida en términos de inte-racciones. “La fenomenología nos dice que nuestra manera primaria y usual de estar en el mundo es mediante la interacción pragmática, caracterizada por la acción, el involucramiento y la interacción basa-da en factores contextuales y no en contemplaciones conceptuales y mentalistas” (cfr. Gallagher 2005, p. 210). Para él, “una fenomenología cuidadosa y metódica” no nos podrá decir si nuestra respuesta al sonido de una voz insoportable involucra una teoría implícita o una simulación inconsciente, pero sí es suficiente para determinar si nuestra respuesta usual a este estímulo involucra formular una explicación o predecir lo que la otra persona hará.

Así, lo que plantea el autor es un desplazamiento del alcance de una crítica fenomenológica, de los mecanismos involucrados a la función que tienen nuestra Psicología de Sentido Común. Para Gallagher, en vez de explicar o predecir, lo que solemos hacer en nuestras interac-ciones cotidianas es una evaluación. Mis acciones, o las acciones del otro, son entendidas en el marco de la situación en la que se da, que en muchos casos requiere dicha acción. En este sentido, rara vez bus-camos explicaciones mentalistas a las acciones de la gente y, en vez de eso, nuestros encuentros son ocasiones para interacciones complejas y evaluaciones de lo que percibimos. La acción no está causada por un estado mental concreto y determinado, sino por la coocurrencia de di-

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ferentes aspectos de una situación, la manera en la que la experimento y la evalúo. Nuestro involucramiento con las situaciones sociales no es desde una perspectiva de un observador en tercera persona desarrollan-do una teoría al respecto de manera objetiva. Nuestra interacción con otra persona no es equivalente a una observación “desafectada” o una explicación de lo que está haciendo. La noción de evaluación apunta a una práctica cognitiva embebida en el mundo que involucra capacida-des preteóricas que están presentes ya en niños de tres años de edad. Incluso cuando la evaluación se vuelve reflexiva, se trata de una “re-flexión embebida” y no una consideración aislada y que sólo involucra lo que causan ciertos estados mentales (cfr. Gallagher & Marcel 1999). Esta evaluación es una suerte de medición en términos pragmáticos.37

Creo que estas respuestas a los problemas de una crítica fenomeno-lógica al Enfoque Cartesiano son insuficientes, porque siguen dejando intactos a los modelos que no se sitúan en el plano personal. Incluso si nuestras relaciones con otros parecen fenomenológicamente una prác-tica pragmática, puede haber de hecho teorías o simulaciones incons-cientes involucradas. Incluso si fuésemos conscientes sólo de nuestras respuestas evaluativas directas, tales respuestas podrían ser el resultado de un mecanismo subpersonal que tiene la estructura de una teoría o de una simulación.

En este caso, es la experimentación controlada –y no la reflexión fenomenológica– la única manera de investigar estos mecanismos cog-nitivos. Los teóricos de la teoría podrían decir que no sólo el proceso es inconsciente, sino que también el producto lo es. Hacemos predic-ciones de manera inconsciente e incluso explicamos cosas inconscien-temente. De ser así, la idea de utilizar la fenomenología para descubrir cómo interactuamos y desenmascarar los errores de los modelos tradi-cionales pierde fuerza. Todavía podemos explicar y predecir, teorizando o simulando, en un nivel subpersonal e inconsciente.

Gallagher termina aceptando esto y ensaya dos posibles respuestas. La primera la da en el nivel del vocabulario: para él si se va a hablar de un proceso en el nivel subpersonal e inconsciente no tiene senti-do llamar a esto “explicación” o “teoría”. Las explicaciones y las teorías parecen significar en nuestra psicología cotidiana un proceso que re-

37 Gallagher relaciona esta función evaluativa con las ideas de Perner de “teoría de situación” y “teoría de representación” (cfr. Perner 1991).

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quiere una conciencia reflexiva y sólo funcionan en un nivel personal. La segunda respuesta está relacionada con la evidencia. Él se pregunta qué evidencia podría ofrecerse a favor de la idea de que la explicación y la predicción se dan en un nivel no consciente. Una de las maneras de mostrar que un proceso subpersonal es un proceso de explicación, sostiene, sería mostrar que el proceso es un proceso de inferencia de causas.38

Finalmente, la ambigüedad con la que trata a la competencia na-rrativa en las diferentes exposiciones de Teoría de la Interacción me genera dudas sobre su real alcance, una preocupación que se profundiza al analizar la segunda propuesta de los Nuevos Enfoques.

6.4.2 Mi evaluación del Narrativismo

Mi mayor preocupación en cuanto al Narrativismo es que no existe una verdadera definición clara de lo que constituye una narración para estos autores. Si bien el concepto ocupa, inevitablemente, un rol central e irremplazable, hay una reticencia –a veces manifiesta, a veces velada– de dar definiciones concretas de qué es aquello a lo que están haciendo referencia con este término clave. Si, tal como se afirma, “la Psicología de Sentido Común es en esencia una clase distintiva de práctica narra-tiva”, se vuelve necesario entender qué es en este marco una narración. Hutto mismo no da una caracterización explícita de narración, lo que parece asumir que cualquier definición –o quizás una definición están-dar, aceptando que exista tal cosa– es suficiente para entender sus ideas. Pero no existe un criterio único que esté ampliamente aceptado.

Sí parece haber un acuerdo en que una simple serie de eventos co-nectados –ya sea para explicar un suceso del pasado o simplemente crea-do por motivos artísticos– no es suficiente para tener una narración. Se-gún Currie, quien sí analiza la cuestión de la definición de narración, se

38 En el planteo de Gallagher, las neuronas se activan a nivel subpersonal y el inconveniente es mostrar cómo desde el plano de las neuronas se puede llegar a hacer inferencias. Aunque sí parece posible hacer el camino contrario: ir de la descripción de la experiencia a la tesis de que estamos haciendo inferencias no conscientes en un nivel neuronal. Pero eso requeriría que el sujeto pueda hacer una descripción de lo que es una experiencia, lo que de ser aceptado por un teórico de la teoría socavaría su propia postura (cfr. 8.6.2).

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requiere un vehículo representacional coherente (palabras, sonidos, imá-genes) que puedan volver a los eventos y sus relaciones inteligibles a una audiencia (cfr. Currie 2007, p.18). Además, las narraciones son artefac-tos en los que sus creadores ponen invariablemente ciertas intenciones. Es recién cuando la audiencia capta esas intenciones que las comprende cabalmente. Por eso, las narraciones son construcciones complejas y pa-rece razonable creer que no todas las personas podrían comprenderlos o producirlos. Esto abre la posibilidad de cuestionar si la capacidad para crear y captar narraciones es una habilidad presente en todos los seres humanos normales o si se da sólo en determinadas culturas.39

Hutto y los otros narrativistas decidieron hacer silencio con respec-to a la presencia o no de capacidades narrativas en todas las culturas, omitiendo señalar la evidencia transcultural que se espera frente a una tesis tan fuerte como la que sostiene que nuestra comprensión cotidia-na de las acciones intencionales es en sí misma una práctica narrativa y que la Psicología de Sentido Común, siempre y en todo lugar, invoca nuestra capacidad para construir y “digerir” cierto tipo de narraciones.

Frente a esto, considero que se necesita la clarificación de dos cues-tiones. Por un lado, comprobar si efectivamente la capacidad narra-tiva está presente en todas las culturas humanas. Por otro, demostrar que todos aquellos que efectivamente tengan habilidades narrativas las utilicen para hablar de sus vidas y de los demás. En este sentido, por ejemplo, Galen Strawson critica la tesis de que las narraciones son constitutivas de la autoconciencia y la principal herramienta de la Psicología de Sentido Común.40 Para él, aquellos que poseen estas

39 La cuestión de si sujetos no normales podrían acceder a una Psicología de Sentido Común es tratada por Hutto al analizar casos de personas que superaron su déficit siendo adultas y que tuvieron que aprender a utilizar habilidades de Psicología de Sentido Común por simple enseñanza explícita y no mediante las vías normales, tal como las propone la NPH. Según Hutto, si bien es posible alcanzar de este modo la maestría de algunos conceptos, los sujetos no podrán estar en igual de condiciones que las personas normales.

40 Para Strawson, la auto experiencia temporal puede darse de cuatro maneras: episódica, diacrónica, no-narrativa y narrativa, cada una de las cuales tiene sus propios límites y características. Sólo en el último caso se necesitan habilidades narrativas. Si bien el autor está interesado en las consecuencias éticas y emocionales de la tesis narrativa, sus ideas dan en el clavo al ofrecer una forma plausible de comprender la vida mental de las personas que no apela a las narraciones como un elemento necesario. Según este autor, el Narrativismo conlleva una

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habilidades psicológicas no necesitan ponerlas siempre en uso ni ape-lan a ellas en la mayoría de los casos, porque existen otros modos de auto-experiencia. No todos tienden a experimentar, vivir o ver su vida como si ésta fuese una historia (cfr. Hutto 2007a, p. 8). Esto conduce, también, a preguntarse cuál es lugar que ocupan las narraciones en el modelo de Hutto.

Las ideas de Hutto y sus colegas pueden ser vistas como el eco en Filosofía de la Mente, y en Psicología de Sentido Común, de una tendencia mucho más amplia –y en varios sentidos, más radical– de volver a poner a la narración en el centro de escena a la hora de explicar al hombre. Se trata de una corriente variopinta, con gran peso en la filosofía continental y que hunde sus raíces hasta autores como Ricoeur, Lévinas, Sartre, Husserl, Nietzsche o Hume. Dos de los nombres más influyentes en este campo son el psicólogo Jerome Bruner y el filósofo Alasdair MacIntyre, pero son numerosos los autores que decidieron repensar al hombre desde una perspectiva narrativa.41

En tanto corriente amplia, los narrativistas adoptaron una posición mucho más radicalizada y poderosa que la que en principio Hutto y sus compañeros parecen sostener. En el caso de Bruner, MacIntyre y otros, la actividad narrativa no es sólo crucial para la comprensión de ciertos términos mentales, sino que es ella misma el núcleo que define a los seres humanos y la que distinguen a los hombres de otros animales. Las narraciones no sólo posibilitan que los sujetos puedan expresarse de maneras novedosas, a las que no podrían acceder de otro modo, sino que les permiten “volverse ellos mismos” (become selves). En este senti-do, las narraciones no son meramente creaciones humanas de gran im-

exigencia normativa: uno debe exhibir tendencias narrativas para poder ser un sujeto ético. Su propuesta es una Tesis de Prioridad Emocional, en la que la experiencia de emociones moralmente negativas –como el remordimiento, la culpa y el arrepentimiento– no dependen de una autocomprensión o conciencia y que el contenido de una experiencia moral y el foco de un reproche o un elogio son las disposiciones presentes en ese momento. La responsabilidad moral no es histórica, sino que es mejor vista como una respuesta instintiva a ciertos estímulos. De este modo, consigue erosionar una de las bases sobre las que se paran Hutto y el resto de los autores: que la Psicología de Sentido Común es una práctica narrativa (cfr. Strawson 2007).

41 Dan Zahavi resumió los principales hitos de la postura narrativista y las diferentes problemáticas tratadas, más allá de la NPSC de Hutto, en su artículo de 2007.

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portancia, sino que por el contrario “las personas son creaciones únicas de la actividad narrativa” (cfr. Zahavi 2007).

Del amplio abanico de temáticas analizadas a partir de este prisma de la narración, me gustaría rescatar dos cuestiones que creo son útiles para enfrentar con aquello que propone Hutto y el resto de los autores sobre Psicología de Sentido Común. Por un lado, la manera en que se presenta la relación entre la narración y la constitución de la indivi-dualidad (selfhood) y por otro, en íntima conexión, el vínculo entre la narración y la interacción con terceros.

En el primer caso, el yo (self) es planteado como un producto que surge de prácticas discursivas y que sólo puede llegar a ser entendi-do a partir de estas narraciones. Se trata de una tesis sustantiva y no meramente epistemológica, porque el yo resulta ser una construcción narrativa. Es diferente de ser meramente consciente o sintiente, no es algo dado sino algo a lo que se arriba a partir de una autointepretación narrativa.42 Esta afirmación es tan fuerte que, en tanto somos construc-ciones narrativas, R. A. Neimeyer sostiene que “como especie debería-mos ser llamados Homo Narrans y no Homo Sapiens” (cfr. Neimeyer, 2003, p. 167). Para Bruner, la razón por la cual las narraciones constitu-yen una manera privilegiada de obtener conocimiento sobre el yo (self) es, justamente, porque está constituido narrativamente. “El yo (self) es probablemente la pieza de arte más admirable que alguna vez hayamos construido y sin dudas es la más intricada” (Bruner 2002, p. 14).

Los seres humanos desarrollan lentamente sus habilidades para crear autonarraciones (self-narratives) a lo largo de su niñez, en un pro-ceso que está socialmente mediado y que se da en etapas. Estas autona-rraciones son vehículos cruciales para reflejar nuestras vidas y acciones y juegan un rol fundamental en nuestro desarrollo personal y ético. Los fragmentos autobiográficos, por ejemplo, pueden servir como objetos de reflexión, ya sea en la suerte de diálogos con uno mismo que puedan tener o en el curso natural de nuestra conversaciones con otros. Las au-tonarraciones revelan mucho más que hechos de nuestras situaciones, sino que implican también preocupaciones, intereses y características

42 “Lo que soy no es algo dado, sino algo que va desenvolviéndose, que consigo a través de mis proyecto. No existe tal como quién soy independientemente de cómo me entiendo y cómo me interpreto a mí mismo” (cfr. Zahavi 2007, p. 179),

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de sus autores, ya que uno elige qué subrayar o enfatizar de cada uno.43 Goldie cree que estas narraciones pueden afectar profundamente la manera en la que respondemos a nuestro pasado y cómo conduciremos nuestra vida en el futuro (cfr. Goldie 2004, p. 117).

Del mismo modo, las narraciones están presentes en la manera en la que me relaciono con los demás, porque para conocer al otro necesito conocer su historia de vida. La construcción que uno realiza para formar su yo es lo que se comparte a la hora de exponer motivos de por qué se actuó de determinada manera. También es la manera en la que se da sentido a las acciones de los demás y a las razones que tuvieron.

A mi entender, ninguna de estas notas están presentes en las ideas de Hutto, aun cuando él insiste en afirmar la centralidad de las na-rraciones en su propuesta. Si él reconociese que está utilizando una versión deflacionada de Narrativismo –tal como yo creo que es el caso– podría simplemente ver a las narraciones como herramientas de sofisticación de las habilidades de Psicología de Sentido común. Parece sensato creer que es mediante narraciones que los niños ma-duran sus habilidades de Psicología de Sentido Común y logran la maestría de conceptos mentales complejos y difíciles de ser enseñados si no es mediante ejemplos.

Pero comprender un cuento o una ficción es muy diferente de ser parte de una conversación. Y creo que aquí hay otro aspecto problemá-tico para el Narrativismo, porque las primeras son artefactos represen-tacionales complejos, que nos exigen ejercitar correctamente la ima-ginación y en ocasiones avanzar sobre temáticas desconocidas o poco frecuentes. En las conversaciones, en cambio, solemos discutir sobre sujetos que ya conocemos en situaciones familiares. A lo largo de sus textos, Hutto parece subsumir a las conversiones dentro de las narra-ciones o, al menos, no se ocupa de hacer una distinción entre ellas que, creo, es necesaria. De hecho, una vez que se diferencian claramente narraciones de conversaciones el planteo del Narrativismo puede verse bajo una nueva luz.

43 Hutto señala un breve pasaje de Bruner y Kalmar: “Típicamente, nos hablamos a nosotros mismos y sobre nosotros mismos utilizando historias. Estas historias, sin embargo, parecen ser de género narrativo. ¿Es esto una convención o una condición necesaria del ‘contarnos a nosotros mismos’ (self-telling)?” (cfr. Bruner y Kalmar 1988).

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A la vez, se vuelve necesario justificar si las narraciones sobre la vida real y las narraciones literarias de ficción44 son lo suficientemente parecidas como para justificar que ambas tengan el mismo impacto en nuestra vida mental o si es necesario postular diferencias entre ambas. Incluso si suponemos que efectivamente nuestro yo es una construc-ción esencialmente narrativa, no parece ser exactamente lo mismo que la narración de Caperucita Roja o de Martín Fierro. Pero ¿existen ca-racterísticas sustanciales entre las narraciones biográficas y las literarias ficcionales como para suponer que cumplen funciones diferentes en lo relativo a nuestra Psicología de Sentido Común? Esta es una cuestión diferente a la de si los personajes literarios tienen o no un impacto en la vida de las personas reales, ya que en muchos casos las andanzas de estas creaciones pueden servir para identificarse con ellos, rechazar su comportamiento, imitar sus acciones o incluso aprende de ellos y adop-tar su valentía frente a situaciones adversas. Desde tiempos remotos, las narraciones –orales y escritas, heredadas o creadas en el mismo mo-mento de su relato– cumplieron esta función de informar, entretener y a veces dejar moralejas.

Las narraciones literarias de ficción parecen ser muy diferentes de las biográficas, incluso cuando su misión es reflejar de manera realista la vida. Por un lado, los personajes son mucho más lineales y superficiales que las personas. Aun el Ulises de Joyce o los personajes de El tiempo perdido, que son retratados por Proust a lo largo de siete extensos to-mos, no tienen la complejidad ni densidad psicológica de la mayoría de las personas que conocemos o sobre las que podemos hablar en nues-tras conversaciones o anécdotas (amigos, miembros de nuestra familia,

44 Peter Lamarque y Stein Haugom Olsen señalan una diferencia entre “literatura” y “ficción”. La primera, en un sentido estrecho, es un tipo de discurso caracterizado por una escritura creativa e imaginativa valorada en nuestra cultura occidental y que invita a ser apreciada de una manera distintiva. Ficción, en cambio, es un uso específico del lenguaje –aplicable a nombres, oraciones y discursos– neutrales en términos valorativos. En este sentido, no toda literatura es ficción ni toda ficción es literatura. En la literatura existen ciertas aspiraciones (como llevar un mensaje, dejar una moraleja, etc.) que no es necesaria a la hora de hablar de ficciones. A los fines de la comparación que quiero llevar a cabo entre los personajes de las obras que Hutto y los narrativistas mencionan y las personas de carne y hueso, hablaré de obras literarias de ficción (Lamarque & Olsen 1994).

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nuestras parejas…).45 Las narraciones de la vida real exhiben cierta co-herencia e integridad que las asemejan a una ficción literaria, pero están construidas de una manera mucho menos formal y caótica.

Con respecto a las narraciones tradicionales a las que Hutto suele apelar –como los cuentos de Princesas o personajes canónicos como Don Quijote, Hamlet o Edipo– Lamarque acierta al señalar que cada vez que se quiere individuar qué tienen de atractivos para haber so-brevivido al paso del tiempo, más se alejan de una caracterización que los asemejen a personas de carne y hueso. Las personas que no leyeron nunca las obras originales –e incluso algunas que sí, pero que no tie-nen un recuerdo vívido– sólo saben de Don Quijote que peleó contra molinos de viento, que Hamlet estaba dudoso de vengar la muerte de su padre y que Edipo mató a su padre para casarse con su madre. Son el rasgo central del personaje y lo que les da un lugar en el imaginario colectivo actual, pero los aleja de cualquier personificación realista (cfr. Lamarque 2007).

Para este fiósofo, los personajes de ficción literaria están regidos por cuatro principios:

1. El principio de identidad de personaje: la identidad del personaje está indisolublemente enlazada a la descripción del personaje;2. El principio de opacidad: el autor de la obra literaria dirige nuestra atención a ciertos modos de presentación del personaje y las situaciones narradas, no podemos conocer todos sus aspectos;3. El principio de funcionalidad: frente a una obra literaria siempre es razonable preguntarse por qué función literaria o es-tética cumple cada detalle que está presente;4. El principio teleológico: la explicación de por qué un episodio ocurre en Literatura y dónde lo hace con frecuencia se centra en la contribución que el episodio tiene en la estructura artística completa;

45 Para Lamarque, los personajes icónicos de la literatura –Edipo, Hamlet, Fausto, Don Quijote, etc.– son recordados por el promedio de las personas de manera altamente esquemática y general, sin perder su potencia o importancia. Las adaptaciones cinematográficas de cuentos y novelas son necesariamente más pobres que sus originales y sin embargo resultan atractivas. “Reducir obras literarias a personas y resumir las tramas es precisamente perder todo lo que las hace literarias en primer lugar” (cfr. Lamarque 2007, p. 118).

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5. El principio temático: la apreciación de una obra literaria como obra literaria es una apreciación de cómo el sujeto adquie-re significancia y unidad bajo una interpretación temática.

Como resulta claro, sería extraño y forzado aplicar cualquiera de estos principios a una narración de la vida real. El principio de identidad de personaje, que enlaza la identidad de un personaje a su descripción, re-sulta inútil con personas de carne y hueso porque ninguna identidad está sujeta su descripción y es una buena muestra de lo absurdo de pensar que la literatura y la vida real puedan compartir rasgos esenciales. Del mismo modo, la opacidad que pueden tener las narraciones de la vida real son un defecto y no una característica identificatoria; la funcionalidad que puede haber en relatos sobre nuestra vida cotidiana sólo existe en cuanto a detalles seleccionados entre hechos pre-existentes y no creados y no hay un significado específico ni una función para cada cosa que sucede en una narración biográfica o autobiográfica, nada en el mundo real sucede porque un diseño pre-estructurado determine que debe suceder.

6.4.3 Evaluación crítica de la Perspectiva de la Segunda Persona

Finalmente, con respecto a la Perspectiva de Segunda Persona, creo que esta propuesta todavía es joven y necesita mayores desarrollos para mostrar todo el potencial que en principio podría tener. Por eso mismo, las críticas que se le pueden hacer dependen del refinamiento que sus ideas vayan teniendo con el correr del tiempo y a partir de la adopción que hagan más autores.

Por un lado, creo que su novedoso enfoque requiere que algunos de los conceptos que utiliza –como empatía, intersubjetividad o yo– sean reformulados para no solaparse, generar confusiones y resultar triviales. Si se los entiende desde una mirada tradicional, poco servirán para re-novar los estudios en Psicología de Sentido Común. Si, en cambio, se consigue alcanzar una visión de la intersubjetividad, por ejemplo, que se deslinde del lastre problemático de los modelos del Enfoque Carte-siano, habrá logrado un objetivo importante.

En segundo término, y retomando una de mis críticas a Gallagher, aquí también quisiera advertir sobre el peligro de mantener una ex-cesiva confianza en los aportes de fenomenólogos continentales a los

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análisis de Psicología de Sentido Común. Si bien sus contribuciones pueden traer aire fresco a un área que se había mantenido estancada, lo cierto es que estos pensadores poseen otra agenda, otro programa de investigación y exhiben supuestos muy diferentes como para plantear una verdadero diálogo o incluso un vocabulario común. Aunque es aus-picio –y quizás inevitable y necesario– el diálogo entre tradiciones, no se debe perder de vista que se trata de una tarea ardua y trabajosa y que no habrá fáciles importanciones de conceptos.

Por último, pende sobre la Perspectiva de Segunda Persona la ame-naza de ser una opción para un conjunto muy restringido de situaciones en la vida cotidiana. Si bien se trata de una condición aceptada por sus autores, se requiere que se ofrezcan posibilidades para que este abordaje pueda articularse con aquellos intercambios interpersonales en los que se requiera una perspectiva de primera persona o de tercera.

Expuestas tres de las contribuciones que enfrentaron al Enfoque Cartesiano en la primera década del siglo XXI, en el siguiente ca-pítulo ofreceré cuáles son, a mi entender, las bases que tienen en común la Teoría de la Interacción, el Narrativismo y la Perspectiva de Segunda Persona. Se trata de modelos que encuentro no sólo compatibles, sino hermanados por un espíritu de renovación que ofrecen, en su conjunto, una buena opción para abordar la Psicolo-gía de Sentido Común.

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7. Los supuestos compartidos por los Nuevos Enfoques

7.1 Introducción

Así como considero que existe un espíritu común que recorre y da forma a las diferentes propuestas teóricas que englobé como Enfoque Cartesiano en la sección I, también sostengo que hay coincidencias muy fuertes entre las ideas de Shaun Gallagher, Daniel Hutto y los defensores de la Perspectiva de la Segunda Persona. Por encima de las particularidades de cada posición, sus desarrollos pueden ser vistos no sólo como nacidos a partir de las mismas inquietudes e incomodidades con las líneas establecidas como canónicas durante más de dos déca-das de trabajo en el área de la Filosofía de la Mente y la psicología, sino también como modelos compatibles entre sí. A diferencia de lo ocurrido entre teóricos de la teoría y teóricos de la simulación, en este caso los filósofos no se vieron los unos a los otros como rivales o como defendiendo opciones excluyentes, sino que trataron de reformular la manera en la que se entendió a la Psicología de Sentido Común sin ce-rrarse a la posibilidad de que más de un mecanismo esté involucrado en las habilidades que desplegamos para comprendernos cotidianamente los unos a los otros.

Para poder defender la idea de que estos tres modelos tienen bases compartidas y son compatibles, a lo largo de este capítulo presentaré cinco supuestos que pueden rastrearse en la Teoría de la Interacción, el Narrativismo y la Perspectiva de la Segunda Persona. No se trata de una lista exhaustiva de los puntos de contacto, pero tampoco se trata de coincidencias aisladas, sino de un conjunto de elementos que se-ñalan las mismas preocupaciones y soluciones semejantes. Estas bases comunes son las críticas compartidas a los debates tradicionales y el consecuente abandono no sólo de la dicotomía entre Teoría de la Teoría

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y Teoría de la Simulación, sino también de cualquier intento de conti-nuar sus desarrollos; la reformulación de la naturaleza y las funciones de la Psicología de Sentido Común; el reemplazo de mecanismos tradi-cionales de atribución de estados mentales a favor de modos intersub-jetivos directos; la revalorización del cuerpo y el papel central otorgado a una perspectiva de la segunda persona.

Como quedará claro en las próximas páginas, se trata de una serie de ideas conectadas estrechamente, por lo cual su exposición a lo largo de los próximos apartados se solapará a veces, sin límites precisos. Esta íntima conexión es señal, según creo, de la organicidad de este espíritu que recorre los Nuevos Enfoques.

7.2 Insatisfacción con el Enfoque Cartesiano

La primera coincidencia que encuentro en los Nuevos Enfoques es que todas las propuestas teóricas surgieron como intentos superadores a los extensos debates entre teóricos de la teoría y teóricos de la simulación en las últimas dos décadas del siglo XX. Gallagher, Hutto y Gomila deciden, explícitamente, no avanzar en las discusiones tradicionales que se habían dado hasta ese momento y, por el contrario, dedicaron largas páginas de sus trabajos a expresar sus diferencias con las bases mismas sobre las que sus antecesores se situaron la hora de argumentar.

Con sus distintos acentos e improntas, cada una de las tres posicio-nes rechazó tanto la caracterización de la Psicología de Sentido Común con la que se trabajó como la pretendida dicotomía entre Teoría de la Teoría y Teoría de la Simulación que fue mantenida a lo largo de un cuarto de siglo.

Uno de los que describió mejor los inconvenientes sobre los que descansa el Enfoque Cartesiano fue Gomila, quien expresó una doble insatisfacción con la tradición heredada. Uno de los polos de esta insa-tisfacción es la inadecuación con los términos en que se desarrollaron las discusiones a partir de finales de la década del 70. Una suerte de “pecado original” se instaló en el área a partir de la pregunta con la que los primatólogos Woodruff y Premack titularon a su trabajo seminal, “¿Tienen los chimpancés una teoría de la mente?” (Cfr. 6.3.1). A partir de allí la preocupación de los filósofos fue encontrar mecanismos de atribución de actitudes proposicionales que les permitieran conformar

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una estructura interna similar a la de una teoría, dejando a un costado cualquier preocupación por la empatía, el reconocimiento emocional u otras formas de interacción que no fueran fácilmente asimilables a un cuerpo de información.

Para el español, estas maneras primarias de relación estaban dadas por sentado por Woodruff y Premack, y por eso no formaron parte del objeto de su investigación. Pero esta visión cercenada de la naturaleza de lo mental fue la que prevaleció y se mantuvo a lo largo de los años, sin voces que alertaran sobre la incorrección de este abordaje.

Hutto, por su parte, planteó el mismo diagnóstico con respecto a la primacía de la adscripción de creencias y deseos frente a cualquier otra función de la Psicología de Sentido Común, asegurando que este supuesto fue sostenido de manera acrítica por la ansiedad de los autores por sumarse a un debate que en su momento concentró muchísima atención. Los acalorados intercambios que comenzaron a partir del puntapié inicial de Woodruf y Premack se mantuvieron por varios años brindando un escenario atractivo para poder presentar contribuciones, realizar experimentos y publicar artículos en revistas prestigiosas o li-bros en buenos sellos editoriales. Fue el apuro de los autores por en-trar en la arena de las discusiones, quizás interesados en sumarse a una disputa atractiva, lo que los llevó a aceptar sin reflexión los términos propuestos para la discusión (cfr. Hutto 2007a, p. 5).

Gallagher es más duro que sus colegas y sencillamente habla de un “autismo filosófico” entre los autores del Enfoque Cartesiano (cfr. Ga-llagher 2008b) que los condujo a no cuestionar las bases erróneas sobre las que se planteó el tema. El error que cometieron fue haber aceptado lo que él denominó el “supuesto mentalista”. Se trata de la formular el problema de la intersubjetividad –uno de los tópicos que más atención despertó en la historia del pensamiento desde los tiempos de Platón– exclusivamente en términos del problema de las otras mentes. Así, “el problema de la intersubjetividad se volvió equivalente a explicar cómo podemos acceder a las mentes de los otros” (Gallagher 2005, p. 209).

La interacción comunicativa fue concebida entonces entre dos personas, como un proceso que ocurre entre dos mentes cartesianas, asumiendo que para poder comprender al otro es necesario acceder “a un reino de entes teóricos o simulaciones junto con operaciones inter-nas que pueden ser expresadas o exteriorizadas en el habla, el gesto o la acción” (Gallagher 2005, pp. 211-212). Queda establecido de este

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modo que necesitamos utilizar el conocimiento que tengamos o que alcancemos de la mente ajena para explicar o predecir su conducta. Y como –tal como señalé en el capítulo 5– la opacidad de la mente es uno de los supuestos del Enfoque Cartesiano, no tenemos acceso directo a los estados intencionales de otras personas. Por eso debemos postular que accedemos a las creencias y deseos de los demás a partir de un conjunto de leyes causal-explicativas generales que aplicamos a casos particulares, o bien que proyectamos en los demás los resultados de ciertas simulaciones. Esto diferencia, a grandes rasgos, las posiciones que estuvieron en pugna pero que en todos los casos mantuvieron que el reconocimiento de los estados mentales en un tercero se da en térmi-nos conceptuales y por lo tanto se requiere la maestría de los conceptos para poder adjudicarlos.1

Hutto marca que el problema de la disputa entre las diferentes en-carnaciones de la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación es, justamente, que se pensó a la Psicología de Sentido Común desde una perspectiva desencarnada y teórica y que se concibió a las relaciones entre los sujetos tal como si se dieran entre objetos. Según este autor, hay que abandonar la idea de que los contextos en los que damos sentido a las acciones de los demás son inocuos y que los sujetos son espectadores pa-sivos, para reordenar y reorientar nuestra preocupación por la naturaleza de las interacciones cotidianas para lograr una explicación satisfactoria de Psicología de Sentido Común. En estos objetivos, también hay coinci-dencias, tal como quedará claro en el desarrollo de este capítulo.

La segunda insatisfacción con el Enfoque Cartesiano que menciona Gomila es la contraposición excluyente entre la Teoría de la Teoría, cuya propuesta se presenta desde una perspectiva de la tercera persona, y la Teoría de la Simulación, que se sitúa desde una perspectiva de la primera persona. Para él es un error mostrar a estos dos modelos como las únicas opciones viables y como posiciones no compatibles (cfr. Go-mila 2002, p. 203).

Aquí se presenta entonces otra coincidencia en los Nuevos Enfo-ques, ya que todos comparten la idea de que existen situaciones en las que los desarrollos de la Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación

1 Y en el caso de algunos autores, incluso, necesito esos conceptos para reconocer mis propios estados mentales. Ver Gallagher 2005 pp. 210-212 para una crítica más detallada.

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pueden ser útiles. Se trata de la búsqueda de una compatibilización de las propuestas clásicas de adscripción de estados mentales, aunque restringiéndolas a ocasiones excepcionales y que en general aparecen cuando los caminos habituales –directos y corporeizados, tal como mostraré en 7.4 y 7.5 respectivamente– resultan ser infructuosos.

Scotto aclara que “ni la perspectiva de la primera ni de la tercera persona son excluyentes ni básicas, sino que se tratan de perspectivas que se adquieren gradual y más tardíamente en el desarrollo psicoló-gico, permitiendo cada una de las formas diferenciadas de compren-sión según los fenómenos que se trate y los rasgos propios de quien las adopte y que son, por ello, complementarios entre sí y con la de la segunda persona” (Scotto 2002).

En su Teoría de la Interacción, Gallagher deja espacio para que se desarrollen y se utilicen habilidades teóricas y de simulación, pero sólo de manera ocasional. Con ellas se pueden explicar un conjunto muy acotado de experiencias y ni la estrategia teórica ni la simulacionista constituyen la manera primaria en que nos relacionamos, interactuamos y entendemos a los demás. De hecho, en los casos en que utilizamos estas estrategias, ya han sido moldeadas por una práctica corporal primaria. “No quiero negar que desarrollamos capacidades tanto para la interpretación teórica como para la simulación y que en ciertos casos entendemos a los otros toman-do una actitud teórica o haciendo una simulaciones. Tales instancias, de todos modos, son raras comparadas con la vasta mayoría de nuestras inte-racciones. La Teoría de la Teoría y la Teoría de la Simulación, en el mejor de los casos, explican un conjunto de procesos cognitivos muy acotado y especializado” (Gallagher 2005, p. 208).

Hutto, por su lado, sostiene que en condiciones normales, simple-mente reconocemos conductas y respondemos de acuerdo a patrones preestablecidos, anticipando su comportamiento y actuando de acuer-do a eso. Nuestras interrelaciones más corrientes no están guiadas por ninguna actividad intelectual ni es necesario adoptar una postura de tercera persona para explicar el fenómeno, ya sea apelando a teorías o simulaciones. Es por eso que en nuestros encuentros cotidianos con las personas no utilizamos ninguna habilidad de Psicología de Sentido Común. Cuando la situación en la que nos encontramos presenta ras-gos que son inesperados o excepcionales, o que se resisten a ser aborda-dos de la manera usual, allí es cuando apelamos a la historia del otro, a un contexto más amplio en donde se puedan comprender los detalles

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particulares de su historia, hasta que nos permitan entender las razones de su actuar y es posible que necesitemos hacer recreaciones imaginati-vas o utilizar generalizaciones. “La explicación y predicción no es sino un desarrollo tardío, relativamente infrecuente y mucho menos confia-ble que nuestra manera intersubjetiva normal de entender a los demás por medio de diálogos y conversaciones” (Hutto 2007a, p. 6).

En esta misma dirección, otro punto de coincidencia en las críticas a las bases del enfoque cartesiano es el rechazo unánime a la utilización del test de la falsa creencia como método para determinar si un sujeto tiene maestría en las habilidades de Psicología de Sentido Común.

Los problemas denunciados son los que mencioné en 5.6, surgidos de la numerosa bibliografía crítica que apareció en la última década. Hutto le dedica largas páginas a su análisis (ver Hutto 2007a capítu-los 2 y 6), desestimando la idea de que al tener maestría del concepto de creencia, los niños ya acceden al conjunto completo de principios que rigen la Psicología de Sentido Común. Incluso si este experimento realmente probase que alguien tiene capacidades metarrepresentacio-nales (y no simplemente que saben utilizar el concepto de creencia falsa en un contexto determinado), no indica que pueda comprender las ra-zones per se (cfr. Hutto 2007a, p. 25). Al llamarlo “test de teoría de la mente” se quiere indicar que quien lo supera no sólo entiende qué es te-ner una creencia errónea en un determinada ocasión, sino en cualquiera y que accede de manera automática a los elementos y prácticas nece-sarias para entender a los demás. Pero Hutto muestra cómo entender creencias es muy diferente de entender razones para actuar (cfr. 6.2.2).

Gallagher recorre el mismo camino y desestima esta clase de expe-rimentos como maneras de determinar si se poseen las habilidades de Psicología de Sentido Común o no. “El paradigma de la falsa creencia no captura todo lo que hay para decir sobre las habilidades de los niños para entender a los demás” (Gallagher 2005, p. 218). De hecho, seña-la que el hecho de que estos experimentos hayan sido diseñados para testear un aspecto específico de cómo la gente entiende la mente de los otros es “a la vez su fortaleza como su debilidad.” Los experimentos claramente muestran que algo nuevo pasa cerca de los cuatro años y lo que sucede es de alguna manera consistente con ciertos supuestos que son compartidos tanto por la Teoría de la Teoría como por la Teoría de la Simulación. Pero sostener que a esa edad los niños son capaces de reconocer que los demás pueden tener creencias diferentes de las

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propias no conduce a creer que ya están en posesión de todas las ha-bilidades que se despliegan al entender al otro.2 No hay nada “mágico” que suceda a los cuatro años, no es cierto que hasta esa edad los niños no sean capaces de involucrarse en relaciones sociales y que una vez que entienden lo que es una creencia falsa de repente son personas sociales (Gallagher 2004, p. 204).

7.3 Nuevas funciones para la Psicología de Sentido Común

En concordancia con lo presentando en el capítulo 1 y 5 de este trabajo, Hutto y Ratcliffe resumen bien el corazón del Enfoque Cartesiano al circunscribirlo a dos principios fundamentales. El primero es que darle sentido a las acciones requiere interpretarlas en términos de actitudes proposicionales (en general, sólo deseos y creencias) y el segundo es que su actividad primaria es brindar predicciones y explicaciones de las ac-ciones. “La Psicología de Sentido Común, construida de esta manera, usualmente es tomada como la habilidad central y nuclear que subya-ce a todas las comprensiones e interacciones interpersonales, y no un ingrediente más entre todos los de las habilidades sociales” (Hutto & Ratcliffe 2007, p. 2). Si bien para todos no es equivalente con la Cogni-ción Social, hay un fuerte lazo entre ellas. Currie y Sterenly, por ejemplo, lo presentan bajo una relación de necesidad: “la Psicología de Sentido Común y la capacidad para negociar en el mundo social no son la misma cosa, pero la primera parece ser necesaria para la segunda (…) El control básico del mundo social depende de nuestra habilidad para ver a nues-tros pares como motivados por deseos y creencias que en algunos casos compartimos y en otros no” (Currie & Sterenly 2000, p. 145).

De hecho, las discusiones en el Enfoque Cartesiano giraron alrede-dor de cómo se desplegaban estas habilidades cotidianas, si como una teoría especializada, una simulación o una combinación híbrida entre ellas. Pero siempre tomando como un factum la existencia y ubiquidad de la Psicología de Sentido Común entendida de esta manera acotada

2 Como ya expuse en el capítulo anterior, y reafirmaré en 7.5, antes de que esto sea posible los niños ya cuentan con ciertas prácticas corporeizadas –emocionales, sensoriomotoras, perceptuales y conceptuales– para navegar socialmente. Para Gallagher, estas habilidades son primarias y se mantienen a lo largo de toda la vida.

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como atribución de actitudes proposicionales para explicar y predecir, y sólo preguntándose por los procesos que la hacen posible y la manera en que ésta se desarrolla en los primeros años (y cuáles son las deficien-cias de los sujetos no normales).

Frente a esto, como expuse en el apartado anterior, los Nuevos En-foques buscaron sacudir los cimientos mismos sobre los que se cons-truyeron estos modelos, cuestionando aquellas ideas que se habían mantenido intactas y buscando nuevas bases para entender nuestras interacciones cotidianas. Estas voces disidentes criticaron tanto la na-turaleza como el rol y alcance de la Psicología de Sentido Común, ade-más de llamar la atención sobre otros aspectos de la comprensión social que hasta ahora no habían sido tenidos en cuenta.

El monopolio que la predicción y la explicación mantuvieron sobre las funciones de Psicología de Sentido Común fue otro de los blan-cos favoritos de los ataques contra el Enfoque Cartesiano. Y, tal como mencioné en el capítulo 5, son numerosos los motivos para ver a esta preferencia como un residuo heredado de la epistemología de comien-zos de siglo XX que necesita ser reemplazado. Gallagher, por ejemplo, denuncia que concentrarse sólo en estas acciones conduce a una visión de lo mental muy estrecha y poco fiel con la realidad. “Explicar y prede-cir son habilidades cognitivas extremadamente especializadas y no cap-turan la imagen completa de cómo entendemos a las otras personas”. (Gallagher 2005, p. 218).

En este sentido, encuentro como segundo supuesto compartido en las contribuciones de los Nuevos Enfoques la postulación de nuevas funciones para la Psicología de Sentido Común, por encima de las pre-dicciones y explicaciones. Quienes desarrollan más estas ideas son los narrativistas, ya que la noción de “actuar por razones” de Hutto (cfr. 6.2.2) pone en aprietos la visión tradicional. “Entender a la Psicología de Sentido Común como una clase de práctica narrativa va en contra de la visión de que las explicaciones por razones son meras subespe-cies de explicaciones teóricas, estructuralmente idénticas a la clase de explicaciones que se encuentran en y a través de las ciencias naturales” (Hutto 2007a, p. 9).

Fodor, por ejemplo, había afirmado que “cuando las explicaciones de Psicología de Sentido Común se vuelven explícitas, frecuentemente exhiben la ‘estructura deductiva’ que es tan característica de la explica-ción en la ciencia real. Hay dos partes en esto: las generalizaciones que

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subyacen a la teoría son definidas con no-observables y ellas conducen a sus predicciones al interactuar más que siendo directamente instan-ciadas” (Fodor 1986, p. 7). Si se sostiene una postura de tercera perso-na, y “descorporeizada” –tal como expuse en 5.3 y 5.5–, entonces esta noción de explicación es la más adecuada. Y sobre esta base se funda la predicción, a la que se entiende como exhibiendo la misma estructura que la explicación. Idealmente, entonces, hay una suerte de teoría con-fiable basada en la información sobre casos del pasado, regularidades conocidas y patrones establecidos que nos permiten pensar hacia atrás sobre las causas de eventos específicos y hacia adelante sobre el efecto de ciertas causas en el futuro.3

Las explicaciones que pueden de ser ofrecidas por una supuesta teo-ría de la Psicología de Sentido Común sólo pueden ser generales, debi-do al carácter abstracto de sus reglas, leyes o generalizaciones. Pero las explicaciones aplicadas a dominios específicos son de una forma muy diferente a la de las explicaciones generales, ya que deben discrimi-nar y seleccionar un evento específico, bajo una descripción particular. Para Hutto, estas explicaciones deben cumplir tres pasos: seleccionar los eventos apropiados, ordenarlos en una serie temporal y aislar sus propiedades relevantes de acuerdo a un punto de vista que los vuelve inteligibles en un idioma particular (Hutto 2007a, p. 10). Son por esas características que el autor prefiere elegir la forma de las narraciones para entender a las explicaciones, ya que éstas no son meras yuxtapo-siciones de hechos cronológicos, sino que requieren una elección de ciertos hechos y una concatenación determinada.

3 Pero sostener una noción tal –fuertemente influenciada por las prácticas científicas– implica la existencia de un cuerpo de información teórico tal como creen los teóricos de la teoría. Esto, según Hutto, los compromete con la racionalidad de los agentes, ya que si realmente la Psicología de Sentido Común es un conjunto de reglas, leyes o generalizaciones, requiere que sean agentes racionales los que las pongan en juego en cada momento. Las explicaciones deberían tener una forma similar a “En una situación de tipo C, cualquier agente racional haría X” (Hutto 2007a, p. 9; ver también Kölger & Stueber 2000b, 13.15). E implicaría tomar alguna noción de racional, una tal que sea compartida por todos los agentes, lo que lleva a pensadores como Dennett a hablar de “un concepto de racionalidad sistemático pre-teórico” (Dennett 1988 p. 98) que no puede ser otra cosa más que intuiciones compartidas. Pero esto es un obstáculo, ya que impediría contar con un sistema de adscripción de actitudes proposicionales cerrado (Hutto 2007a, p. 10).

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Al dotarla de una naturaleza narrativa, la Psicología de Sentido Co-mún adquiere así una dimensión normativa muy importante, porque es la manera en la que los hombres podemos darle sentido a los demás y a sus acciones. La atribución de intenciones, emociones y otros estados es una práctica robusta y que se verifica en todos los sujetos normales (cfr. McGeer 2007, p. 138). Es una habilidad que puede encontrarse a muy temprana edad –mucho antes de conceptos mentales complejos– y es explicada por los narrativistas a través de las Rutinas de Acción Coordinada (RAC). Estas RAC se dan de manera automática y sin necesidad de un trasfondo intelectual, lo que nos vuelve dadores de sentido compulsivos, interpretando las acciones a nuestro alrededor como intencionales, aun cuando sepamos conscientemente que esto no es posible porque no estamos frente a sujetos con una mente. Es el caso de las figuras geométricas del experimento de Heider y Simmel que se escapan y persiguen entre sí o las atribuciones que realizamos sobre mascotas y niños pequeños a los que entendemos como realizando ac-ciones de acuerdo a estados mentales complejos.

Este importante rol a la hora de regularizar la conducta ajena es dejado de lado por las concepciones tradicionales que sólo postulan la explicación y predicción como funciones de la Psicología de Sentido Común. Esta concepción es demasiado estrecha e impide considerar ciertas características de esta práctica que son claves para su correcta caracterización. En nuestro trato cotidiano, evaluamos la acción de los demás de acuerdo a ciertas normas que permiten que sean inteligibles para nosotros. Esto implica que todos los sujetos normales, al menos los de la misma cultura, dominan estas normas tanto para guiar con ellas los juicios de casos particulares como para actuar ellos mismos de modo tal que puedan transmitir el mensaje que quieren dar. Esto permite, a su vez, la predicción y explicación de la conducta tan ansiada por los teóricos de la teoría y los teóricos de la simulación, pero va más allá: lo que hacemos al utilizar estas habilidades es moldear la conducta propia y ajena en patrones comprensibles.

En la visión de la narrativista Victoria McGeer –quien trabajó sobre este rol normalizador de la Psicología de Sentido Común– para que la competencia en este campo sea correcta se deben apelar a diferentes téc-nicas para “identificar, excusar, culpar, pedir disculpas, tomar la responsa-bilidad y restaurar la confianza en la eficacia de las estructuras normativas que gobiernan la conducta de los individuos”. Estas habilidades no se

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aplican, como señalamos más arriba, sólo a otros sujetos de los que tene-mos pruebas que poseen mentes, sino también y de manera compulsiva a diferentes entidades como animales, niños e incluso objetos animados como máquinas y computadoras, siempre que demuestren tener algunos rasgos (incluso muy mínimos) cercanos a los de la agencia.4

Al asumir esta faceta normativa -en la que el lenguaje, las conver-saciones y las narraciones son herramientas fundamentales– el Narra-tivismo se pone en ventaja frente al Enfoque Cartesiano en al menos cuatro aspectos. Por un lado, el trabajo que deben realizar los sujetos para interpretar a los demás es mucho más sencillo y modesto, porque las normas con las que contamos agilizan nuestras interacciones. En segundo término, al volvernos más previsibles aceptando las normas comunes, el “trabajo duro” de la comprensión cotidiana no es realizado por los sujetos sino por el mundo mismo, gracias a las normas y rutinas que estructuran nuestra interacción (cfr. McGeer 2007, Hutto 2007a). Esto abre un abanico de posibilidades a la hora de querer transmi-tir nuevos mensajes. Cuando decidimos romper las normas y rutinas socialmente aceptadas, por ejemplo, deseamos que eso sea interpreta-do correctamente por los demás o al menos sabemos que será toma-do como un suceso excepcional. Esto sólo tiene sentido porque hay un marco regulatorio más amplio en el cual se impone (para McGeer, esto es igual que las metáforas, que son exitosas por su desviación del lenguaje literal). En tercer lugar, ya no es necesario ni suponer que po-seemos una teoría para explicar a los demás o que tenemos que realizar una simulación, sino que las habilidades de Psicología de Sentido Co-mún se acercan a un “saber cómo”. Es como hablar y escuchar, o como expresar y atender a lo que fue expresado, en el sentido de las dos caras de un mismo ejercicio, de una competencia práctica en la que no hay nada misterioso, sino que conocemos y anticipamos lo que puede venir. Finalmente, en términos de la ontogénesis de la Psicología de Sentido Común, la interacción social del niño en un mundo que ya se presenta estructurado va sofisticando y ampliando sus capacidades a la vez que se convierten ellos mismos en agentes comprensibles.

4 Esto genera un desafío para los teóricos de la simulación, ya que si realmente entendemos a los demás “poniéndonos en los zapatos del otro”, ¿cuáles serían los zapatos de la computadora en la que estoy escribiendo estas líneas y a la que cada vez que me trae problemas le adjudico animosidad contra mí?

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7.4 Atribución directa de estados mentales

Otro punto de contacto entre la Teoría de la Interacción, los modelos narrativistas y la Perspectiva de Segunda Persona es que en ningún caso se propone un planteo reflexivo o metarrepresentacional para entender al otro. En contraposición al Enfoque Cartesiano, en cuyas propuestas la atribución requiere una comprensión reflexiva de los conceptos men-tales involucrados (ver 5.4), en este caso la atribución de estados como las emociones es directa y empática. Tal como se desprende del capítulo 5 y del segundo apartado de este capítulo, en los modelos tradicionales se asume que nuestra navegación social exitosa depende de la habilidad para leer mentes. Hutto explica que durante dos décadas el foco de los debates estuvo puesto en cómo se llevaba adelante esta práctica y no en pensar si este fenómeno efectivamente era el utilizado cotidianamente. “La discusión era cómo se llevaba adelante esta habilidad, no si ésta existía o no” (Hutto 2007a p. 144). De todos modos, como mencioné en el final de 7.2, en ningún caso se descarta por completo que un su-jeto pueda adjudicar deseos y creencias por medio de generalizaciones teóricas o simulaciones, pero estas habilidades entran en juego en casos extraordinarios.

Al presentar los casos de intersubjetividad recíproca como paradig-máticos de su enfoque, los defensores de la Perspectiva de la Segunda Persona se centran en las situaciones de interacción cara a cara. Allí la posición corporal, la orientación de la mirada, el tono de voz y la confi-guración facial, entre otros rasgos, son aspectos expresivos que se perci-ben directamente como significativos. No se trata de síntomas que hay que interpretar y cuyo resultado se formula conscientemente o requiere de una metarrepresentación conceptual, sino que constituye la base de una reacción correspondiente.

Así, estos autores cuestionan y rechazan el modo en que se caracte-riza a los estados mentales en el Enfoque Cartesiano. Ya no son priva-dos, internos e inobservables, sino que presentan una fuerte carga ex-presiva, a través de configuraciones y relaciones corporales, en especial del rostro. En el caso de las emociones que la literatura sobre el tema llama “básicas” (cfr. Ekman 2003, Prinz 2004b) hay una identificación automática y que se mantiene a través de las culturas –o incluso entre algunas especies– ya que están asociadas a ciertos rasgos faciales que son considerados propios.

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En esta línea, Scotto rechaza que las atribuciones mentalistas se asienten en operaciones lingüísticas conscientes y deliberadas que de-pendan de alguna forma de conocimiento proposicional. Por el con-trario, las plantea como competencias prácticas que se manifiestan en conductas públicas. En la interacción aparecen componentes públicos como gestos del rostro, posturas corporales o tonos en la voz que pres-cinden de inferencias a partir de generalizaciones teóricas o de simu-laciones mentales, las que a su vez requieren mecanismos internos que manipulen entidades mentales no observables.

La estrategia de atribución desde una perspectiva de la segunda persona es mejor entendida como una práctica y no como una teoriza-ción o la aplicación de una analogía inferencial a partir del autoconoci-miento. Las habilidades básicas para mentalizar no son aprendidas, tal como parece indicar la vasta evidencia registrada y analizada por biólo-gos, etólogos y psicólogos, quienes sostienen que estas destrezas están extendidas universalmente y que ya están en uso desde muy temprano en el desarrollo cognitivo de los niños.

La Perspectiva de la Segunda Persona tiene una innegable impronta social, porque se despliega en la interacción y está presente en las rela-ciones más comunes. Según la caracterización de la filósofa argentina, la atribución intencional bajo esta óptica es recíproca, en tanto primi-tiva sensibilidad al estímulo, sin elementos normativos y permitiendo dar respuestas adecuadas de acuerdo a las acciones que las ocasionan; inmediata, en tanto permite intercambios no reflexivos y la mayoría de los casos no controlables; dinámica, en tanto variable a la información disponible y a la conducta de los demás para posibilitar sincronizar los intercambios sociales y situada, es decir, flexible a las variaciones contextuales.

En la Teoría de la Interacción, por su parte, la comprensión pri-maria que se logra del otro es a través de una práctica corporeizada, en la que no se necesita tener maestría en ciertos estados mentales ni la capacidad para poder reconocerlos en términos conceptuales para adjudicarlos. Para Gallagher entender al otro no requiere teorizar so-bre una creencia no vista o iniciar un proceso de simulación, sino que simplemente “la interacción comunicativa se consigue en la misma ac-ción de comunicar, en el movimiento expresivo del habla, el gesto y la interacción” (Gallagher 2005, p. 212). Frente a una noción de tintes agustinianos como la de Baron-Cohen –en donde el lenguaje es una

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“impresión” de los contenidos de la mente (Baron-Cohen 1995, p. 29)– aquí Gallagher retoma explícitamente la idea de Merleau-Ponty de que el pensamiento se alcanza en el habla (cfr. Merleau-Ponty 1962).

Las prácticas intersubjetivas adquieren significado a través de la in-tersubjetividad primaria y la intersubjetividad secundaria. Esto ocurre incluso en la adultez, porque las habilidades que adquirimos como ni-ños siguen estando presentes y se van sofisticando con el tiempo. Rara vez estas prácticas involucran la atribución de estados mentales, sino que son nuestras prácticas no mentalistas y corporeizadas las que sub-yacen a nuestras habilidades más especializadas y de nivel alto.

Un ejemplo sencillo puede servir para ilustrar esto.5 Ana está en un bar, trabajando con su computadora en una presentación para un con-greso. José, un hombre joven, se sienta en la mesa contigua y le sonríe. Ana le responde con un gesto educado y sigue escribiendo. Entonces José le pregunta si es periodista o escritora y Ana sin dejar de escribir le responde que es estudiante de filosofía. “¿Filosofía? ¡Wow! Debés ser un bocho”, le retruca. Ana sonríe pero sigue escribiendo y ante cada pregun-ta le devuelve un monosílabo. En esta situación, queda claro que José está interesado en Ana pero no es correspondido. Ana trata de dejarle en claro que no quiere hablar con él de varias maneras posibles. En la visión de Gallagher, Ana sólo necesita el contacto visual con José, sus expresiones faciales, su postura corporal y el tono de su voz para darse cuenta de lo que sucede, sin tener que postular creencias o explicar su conducta en base a estados mentales. Estos elementos corporeizados son suficientes. “En la mayor parte de nuestras situaciones ordinarias y cotidianas tenemos una comprensión basada en la percepción directa de las intenciones de la otra persona porque sus intenciones están expresadas explícitamente en sus acciones corporeizadas”, asegura el autor (Gallagher 2005 p. 205).

Además, y en concordancia con las motivaciones que guían su in-vestigación, este filósofo encuentra que no hay evidencia fenomenoló-gica de que mecanismos similares a los de la habilidad para leer mentes se pongan en juego en nuestros encuentros ordinarios. Una reflexión fenomenológica nos revela que nuestras interacciones cotidianas no son intentos desde una perspectiva de tercera persona de teorizar o simular con elementos no observables o abstractos (cfr. Gallagher 2001, p. 89; Gallagher 2005, p. 208).

5 El ejemplo es una variante del presentado en Spaulding 2010.

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Otro ejemplo sería esta conversación oída al pasar (tomada de Ga-llagher 2005, capítulo 9):

Mujer: Quiero el divorcioHombre: ¿Cómo se llama él?

Al entender lo que sucede aquí no estamos buscando explicaciones en términos de deseos y creencias u otros estados mentales. Incluso al observar esta conducta desde una perspectiva de tercera persona, afirma Gallagher, una reflexión fenomenológica nos dice que estamos inmer-sos en una comprensión inmediata y evaluativa, que no tiene que ver con explicaciones y predicciones causales de corte intelectualista.

Para el Narrativismo, las maneras más básicas en las que nos rela-cionamos interpersonalmente tampoco requieren de ninguna actividad intelectual o proposicional, sino simplemente de “expectativas corpo-reizadas”. Estos estados mentales no son productos intelectuales ni el resultado de la manipulación de representaciones de actitudes propo-sicionales u otro tipo de representaciones. En condiciones normales, simplemente reconocemos conductas y respondemos de acuerdo a pa-trones preestablecidos, anticipando el comportamiento de los demás y actuando de acuerdo a eso. Así es como en la mayor parte de nuestros encuentros con terceros no utilizamos ninguna habilidad de Psicología de Sentido Común y “por lo tanto es falso afirmar que sin Psicología de Sentido Común no habría maneras confiables de relacionamiento con otros” (Hutto 2007a, p.3). Sólo cuando la situación presenta rasgos in-esperados o excepcionales, apelamos a la historia del otro, a un contexto más amplio en donde se puedan comprender los detalles particulares de su historia, hasta que nos permitan entender las razones de su actuar.

Al poner el foco en las razones para la conducta, Hutto es termi-nante. “Incluso para entender las razones por las cuales el otro actuó no necesitamos realizar atribuciones ni de deseos ni de creencias. La razón que tengo para pensar que esto así es absolutamente banal: simple-mente no necesitamos hacer tales adscripciones en nuestros contextos cotidianos y de segunda persona” (Hutto 2007a, p. 6). Cuando vemos a un hombre acercarse al ascensor cargando en sus dos manos bolsas del supermercado, simplemente nos adelantamos a abrirle la puerta. No precisamos ni una teoría ni una simulación para entender qué sucede en ese momento y predecir qué está esperando nuestro vecino, sino

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que las reglas de convivencia y buenos modales que compartimos con él nos hacen acudir a su ayuda. En ese sentido, “gran parte del traba-jo de entender al otro en las interacciones cotidianas no es realizado por nosotros, ni explícita ni implícitamente. Simplemente es un trabajo llevado adelante por el mundo, embebido en las normas y rutinas que estructuran tales situaciones” (McGeer 2001, p. 119). En línea con su rechazo a cualquier elemento innato en nuestra Psicología de Sentido Común, Hutto sostiene que el entrenamiento social que tenemos desde pequeños nos permite alcanzar un conocimiento “desde adentro” sobre lo que debemos esperar de los demás en las situaciones de todos los días, sin necesidad de depender de una serie de principios con los que nacimos o de aprender explícitamente otros. Estar en el mundo implica ganar una suerte de segunda naturaleza o un sentido común que nos permite ser exitosos en dar y entender razones. Y es así donde las Na-rraciones de Sentido Común (cfr. 6.2.3) se vuelven valiosas a la hora de modelar nuestras expectativas sobre las razones por las cuales las acciones suelen tomarse y en tanto medio a través del cual adquirimos nuestra comprensión de lo que es actuar por una razón.

Según la óptica de otro defensor del Narrativismo, Goldie, las ex-plicaciones cotidianas de acciones intencionales son muy diferentes de aquellas que se suelen invocar en los estudios de Psicología de Sentido Común. Las explicaciones basadas en deseos y creencias, si bien son plausibles, rara vez son suficientes para entender la acción del otro. Y tampoco son necesarias, porque con frecuencia se utilizan otra clase de construcciones, mucho más efectivas y sencillas. Para este autor, el debate acerca de cómo entendemos a los demás –que es la base de los estudios sobre Psicología de Sentido Común– estuvo mal centrado, porque entender lo que sucede en la mente del otro (la habilidad para leer mentes) es sólo una pequeña parte de lo que se requiere para ex-plicar la acción.

¿Cómo podría explicarse con estados mentales como deseos y creencias, por ejemplo, la acción de un hombre que lanza veneno en un pozo de agua y mata a todos los habitantes de su pueblo? Uno podría decir que el sujeto deseaba no ver más a sus vecinos, creía que matán-dolos lo lograría, creía que el veneno podría matarlos y que poniendo el veneno en el agua podría hacerlo, etc. Sin embargo, una explicación así no sólo no parece natural o convincente, sino que no dice lo que real-mente sucedió. Para entender el motivo por el cual este hombre asesinó

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a un pueblo, hay que brindar las razones que tuvo y eso necesariamente involucrará emociones complejas como celos, orgullo o ambición, y ca-racterísticas propias de la personalidad del sujeto –apático, rencoroso, irancundo, etc.– y de su historia (hace años que es motivo de burla entre sus vecinos, se crió en un ambiente hostil, nunca fue aceptado por los suyos, etc.). Pero esto no sólo se impone frente a sucesos extraordina-rios como una matanza, sino también en situaciones ordinarias, como cuando alguien se come el último trozo de torta en la mesa a pesar de que no tiene hambre y otros todavía no comieron; o aquellos caso en los que alguien se expone a amenazas peligrosas “por curiosidad”.

La propuesta de Goldie para desechar el supuesto de que las ex-plicaciones de la conducta cotidiana pueden darse en términos de razones que se desglosan en deseos y creencias es distinguir entre “explicaciones densas” y la “racionalidad liviana”. Según esta óptica, las acciones intencionales siempre pueden expresarse en términos de deseos y creencias pero rara vez recurrimos a esta fórmula. Sólo lo ha-cemos cuando algo falla y alguna clase de error aparece en el horizon-te de nuestra explicación, sobre todo cuando alguna de las creencias involucradas resulta ser falsa.6 Estas explicaciones son tan “livianas” que en condiciones normales resultan redundantes o poco iluminado-ras. En este sentido, Goldie cree que existe una racionalidad liviana con la que operamos la mayor parte del tiempo y que no distingue por qué se realiza una acción u otra. Por ejemplo, si uno le pide a alguien que haga una predicción de lo que una persona racional haría en caso de que un mozo le trajera el gusto equivocado de helado de postre, seguramente respondería “depende”.

La racionalidad liviana necesita que haya elementos que la com-plementen y la fortalezcan, mediante razones. Éstas constituyen lo que Goldie denomina “explicaciones densas” y pueden clasificarse en al me-nos cuatro clases:

1 Motivos y caracterizaciones “deseables”: dar los motivos de una determinada acción es mucho más que simplemente exponer cuál es la intención que está detrás. Cuando se cita, por ejemplo, a la

6 En este sentido, Goldie coincide con el rechazo a los mecanismos tradicionales del Enfoque Cartesiano como la manera estándar de entender a los otros, pero reservándola para casos extraordinarios, tal como mencioné en 7.2

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venganza como motivo de la acción, no es que el sujeto haya efec-tivamente pensado en una venganza, sino que quizás ni siquiera haya sido consciente de eso. Suceden cosas similares con la curio-sidad, la amistad, la vanidad, la modestia, el interés… estas razo-nes bastan para entender al otro y no significa que necesitemos de deseos y creencias para saber más, excepto en casos especiales.2 Personalidad y carácter: con frecuencia, apelamos a rasgos ca-racterísticos de la personalidad de alguien para explicar por qué actuó de determinado modo, asumiendo que se trata de cier-tas disposiciones a actuar, más generales que los motivos recién mencionados. Aquí se indica una cierta consistencia y estabi-lidad en los motivos para la acción, con un tinte normativo y evaluador. En el caso de alguien que se come la última porción de torta en una mesa, dejando a los demás sin comer, puede ser porque “es egoísta” y no porque “está siendo egoísta”, lo que sería un motivo. Al apelar a la personalidad, además, no hay un compromiso por los deseos y creencias puntuales que estén en ese momento en la mente del sujeto a explicar.3 Emociones de transfondo, modos y otras influencias: Goldie señala una larga serie de factores que afectan el pensamiento normal y que, según él, se sitúan en el límite entre lo físico y lo psicológico en cuanto a la mente. Esto es, por ejemplo, estar borracho, drogado, muy enfermo o privado del sueño. Aquí tam-bién incluye emociones como estar enojado, deprimido, irritable o tenso. Se trata de estados intencionales pero menos específicos que las emociones y a los que necesitamos apelar cuando quere-mos entender ciertas situaciones.4 Explicaciones con narraciones históricas: se trata de una cla-se especial de razón, que engloba a las tres anteriores y que de algún modo va más allá en su alcance. Cuando buscamos la explicación de por qué alguien tiene un motivo particular, una personalidad determinada o está bajo una emoción puntual a la hora de actuar, solemos crear narraciones que den sentido a esa situación. Se trata de armar lazos más amplios y profundos que explican qué sucede con esas personas, que funcionan de un modo en que las explicaciones de deseos y creencias resultan insuficientes o redundantes.

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Queda claro, entonces, que entender razones es algo muy diferente a entender deseos, entender creencias o entender deseos y creencias. Existe numerosa evidencia empírica que señala que los niños pueden adscribir actitudes proposicionales antes de aprender a explicar y pre-decir las acciones de los demás en términos de razones. Los investiga-dores parecen acordar en que cerca de los dos años los niños entienden que las personas poseen objetivos internos precisos y que éstos pueden variar de sujeto en sujeto. Esta comprensión de los deseos puede ser ciertamente sofisticada, porque logra relacionar deseos con emociones y percepciones. La comprensión de las creencias, en cambio, es mucho más tardía, y se sitúa –tal como varias veces mencioné– cerca de los cuatro años.

La ontogénesis de la comprensión de razones tal como requiere la Psicología de Sentido Común es compleja y según la óptica del Narra-tivismo es un proceso escalonado con varias etapas, en las que el niño va adoptando habilidades imaginativas e interpersonales más básicas hasta entender las razones. Pero no poder manipular los conceptos de creen-cias, deseos o razones no implica que los niños no puedan manejarse en el mundo social. Por el contrario, siendo muy pequeños ya entablan relaciones sociales exitosas gracias a diferentes mecanismos corporeiza-dos y, según palabras de Hutto, “están en posesión de todas las piezas del juego ‘entender acciones en términos de razones’ antes de que real-mente puedan jugarlo”, ya que en los primeros años van adquiriendo con rapidez los componentes necesarios, pero no conocen las reglas básicas. En este proceso, las narraciones juegan un rol fundamental (cfr. Hutto 2007a, p. 27, pp. 30-32 y 6.2).

7.5 Una Psicología de Sentido Común Corporeizada

Al proponer que la cognición no descansa en la atribución de estados mentales internos e inaccesibles –al menos en la mayor parte de los ca-sos– los Nuevos Enfoques ponen en un lugar central al cuerpo. La exis-tencia de un acceso no mediado a los estados mentales internos a través a los movimientos y gestos corporales básicos permite, como mencioné en el apartado anterior, obtener una comprensión preteórica y no conceptual del otro. Este entendimiento luego sirve de base para habilidades cogni-tivas superiores, pero se encuentra en su mismo fundamento.

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Gallagher es quien lleva las ideas de la cognición corporeizada –cuyo lema es el rechazo a estudiar a la mente como algo escindido del cuerpo y fue defendida, entre otros, en Bermúdez, Marcel y Elian 1995; Clark 1997; Damasio 1994 y 1999; Varela, Thompson y Rosch 1991; Lakoff y Johnson 1999– al campo de la Psicología de Sentido Común. Su posición es que los movimientos del cuerpo modelan las capacidades de percepción y la conducta y tienen un hondo impacto en la manera en la que nos relacionamos con los demás. Una influen-cia que no fue tenida en cuenta en el pasado y que ahora es recu-perada. “Frente a la división cartesiana, el movimiento prefigura las líneas de la intencionalidad, los gestos formulan los contornos de la cognición social y –tanto en el modo más general como en el más es-pecífico– la corporalidad da forma a la mente” (Gallagher 2005, p. 1).

Las habilidades de Psicología de Sentido Común, que se despliegan en nuestras interacciones cotidianas, tienen como base prácticas cor-poreizadas. Estas prácticas son las que constituyen los dos elementos claves en la Teoría de la Interacción. Por el lado de la intersubjetividad primaria, es la comprensión pre-teórica y no conceptual de otras per-sonas como siendo diferentes del resto de los objetos del mundo. En palabras de Gallagher, es “nuestra capacidad innata o temprana para in-teractuar con otros manifestada en el nivel de la experiencia perceptual. Vemos –o, puesto de modo más general, percibimos– lo que intentan hacer y sus sentimientos en sus movimiento corporales, gestos faciales, dirección de la mirada” (Gallagher 2004, p. 204). Ya desde el nacimien-to los sujetos parecen distinguir entre experimentar a alguien como un sujeto y experimentar un objeto. Ciertas acciones de terceros pueden ser entendidas inmediatamente gracias a un sistema intermodal que está directamente afinado para detectar las acciones y los gestos y hacer las correspondencias con el propio cuerpo. En la imitación neonatal, por ejemplo, se identifica al otro, se lo reconoce como un semejante y a partir de la propiocepción se logra la respuesta buscada (Bermúdez 1996, Gallagher 1996, Gallagher y Meltzoff 1996). Es por esto que este filósofo propone hablar de una habilidad para leer cuerpos en contra-posición con la tradicional habilidad para leer mentes.

En la intersubjetividad secundaria, a partir del primer año de edad, el dominio de las habilidades que posibilita la atención conjunta y el poder compartir contextos sociales hacen que los movimientos, los gestos y acciones se entiendan embebidos en el mundo. Los objetos

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y situaciones pasan a ser el escenario que en el que se dan las acciones y cobran protagonismo. La adquisición del lenguaje y la participación en las prácticas de comunicación termina de ampliar la comprensión intersubjetiva secundaria en el desarrollo de la competencia narrativa.

Los defensores de la Perspectiva de la Segunda Persona también rescatan a la corporalidad como un rasgo clave en el modo en que nos relacionamos con los demás. Aunque –como mencioné en 6.3.3– puede activarse en condiciones artificiales como una obra de teatro o una pelí-cula, la interacción desde la segunda persona corresponde paradigmáti-camente a encuentros cara a cara. Aspectos expresivos como la posición del cuerpo, la mirada y la configuración facial son colocados en el centro de la escena. Se tratan de partes constitutivas de los estados mentales de cada individuo y que son captados directamente. Como indiqué en 7.4, no deben ser tomados como elementos que requieren una interpreta-ción posterior o la postulación de metarrepresentaciones.

Los estados mentales que captamos a través de la segunda persona son expresivos y muestran configuraciones corporales específicas, sobre todo en el rostro. Algunas emociones –las “básicas”– son fácilmente re-conocibles porque están asociadas a unos gestos que se mantienen en todas las conductas y otras se comprenden a la luz del objeto intencional al que la emoción está dirigida. En palabras de Gomila, “‘vemos’ que alguien está enfadado, molesto, triste o eufórico” (Gomila 2002, p. 211).

Scotto también se pronuncia al respecto explicando que “fenómenos como los estados emocionales y sus expresiones gestuales y corporales, las sensaciones y sus manifestaciones sensorio-motoras desempeñan un pa-pel básico en el desarrollo de estrategias atributivas de los seres humanos” (cfr. Scotto 2002, p. 149). La filósofa incluso utiliza terminología que luego también usaría Gallagher al sostener que “los procesos de lectura de cuerpo constituyen nuestra manera primaria y dominante de entender a los demás, son habilidades directas con las que aprehendemos las in-tenciones, esenciales para la navegación social y no podemos entender ni interactuar con los demás sin ellas” (Scotto 2002, p. 149).

En el caso de Hutto, él sostiene que nuestras respuestas primarias hacia los otros deben ser entendidas en términos “calientes”, sin apelar a reglas implícitas, analogías o teorías. Es lo que sucede ya con los niños con el contagio emocional, la mímica motora y la imitación de la mira-da. Es así que se comprende su rechazo a la metáfora de “la habilidad para leer mentes”, a la que considera errónea y desafortunada en varios

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niveles (cfr. 6.2.1). Como quedó claro, para él los actos de respuestas intersubjetivas no se realizan mediante el despliegue de una teoría, un razonamiento inferencial o una simulación proyectada, ya que no se realiza ninguna adscripción mental cuando se observa una determi-nada conducta. De hecho, no existen razones para pensar en un hiato entre mi “yo” y el otro, sino que esta postulación es un viejo prejuicio filosófico (cfr. Hutto 2002, Hutto 2006). La interacción emocional, la imitación e incluso ciertas formas sofisticadas de respuesta emocional son mejor explicadas en términos de reacciones corporeizadas, sin que tengan en sus bases pensamientos inferenciales, ni teóricos ni prácticos. No existe ningún principio psicológico o conductual que explique la interacción intersubjetiva uno-a-uno en los animales sociales (inclu-yendo la interacción entre adultos normales). No es correcto caracte-rizar a estos encuentros a la luz de las observaciones neutrales que se dan desde una perspectiva de tercera persona, con inferencias “frías” de acuerdo a determinados estados mentales. En cambio, reaccionamos directamente a las actitudes de los otros expresadas corporalmente y lo hacemos así porque es nuestra predisposición natural. Si bien el autor se preocupa por dejar bien en claro que estas predisposiciones pueden ser modificadas con el tiempo por la cultura en la que vivamos o la educación que recibamos, es innegable una base que ya está presente en el nacimiento y que influye de manera decisiva a lo largo de la vida (cfr. Hutto 2007a, p.115).

En base a esto, Hutto toma la noción de Gallagher de habilidad para leer cuerpos, pero sólo para criticarla. Para el pensador narrativista, cambiar el objeto de esta habilidad de lectura –pasando de la mente al cuerpo– sigue manteniendo el núcleo del error. Aunque admite que Gallagher está en la buena senda, le señala dos problemas. Por un lado, es problemático mantener la metáfora de la lectura, porque le agrega connotaciones intelectualistas que confunden la naturaleza de las rela-ciones intersubjetivas, que no involucra ningún proceso interpretativo en ningún nivel. Y por otro, parece indicar una pasividad allí donde hay una pura reacción, un movimiento directo frente a actitudes intencio-nales y expresiones emocionales como el enojo, el interés sexual o la incomoidad (Hutto 2007a, p. 116).

Esto va de la mano con la impronta general de Hutto, quien quie-re colocar en los estadios iniciales a las capacidades orgánicas básicas para reconocer y responder a la agencia, las emociones y las acciones

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con objetos. La mejor manera de explicar esto es prescindir de teo-rías, principios o actitudes proposicionales. Al interactuar con los otros atendiendo a sus actitudes intencinoales y afectivas, ni los organismos ni sus partes internas están involucradas en “actos de interpretación” ni manipulación de inputs informacionales en procesos inferenciales o similares para dar como outputs explicaciones o predicciones.

Tal como se desprende de su modelo, Hutto rechazará que todas es-tas respuestas corporales puedan ser explicadas a partir de la existencia de módulos (tal como los módulos de inteligencia social de Currie & Sterenlny 2000), pero sí aceptará que algunas de estas respuestas pro-vengan de mecanismos precableados que funcionen de manera similar a un módulo. Lo que sí rechaza con vehemencia es que estos mecanis-mos trafiquen contenidos informacionales o que produzcan representa-ciones subdoxásticas. Simplemente aparecerán en el momento indicado y darán pie a acciones apropiadas si el otro “me quiere hacer daño”, “es amistoso” o “está enojado” (cfr. Hutto 2007a, p. 124).

7.6 El rol de la segunda persona

El quinto y último supuesto compartido por los Nuevos Enfoques se encuentra también íntimamente enlazado con los anteriores. Se trata de la postulación de la perspectiva de segunda persona como el abordaje primario y fundamental en nuestra Psicología de Sentido Común. Si bien Gomila y Scotto son los representantes del modelo que específi-camente plantea este rasgo como central y característico (cfr. 6.3), el rechazo del acercamiento a las otras personas desde la primera y la se-gunda persona está presente en todos los autores y modelos analizados en la Parte II. En algunos casos, incluso, se comprueba la existencia de planteos muy similares acerca de este cambio de perspectiva en desarro-llos que son paralelos e independientes. Scotto, por ejemplo, propone oponer a la habilidad para leer mentes una especie de “habilidad lectura de cuerpos” en su artículo de 2003, dos años antes de que Gallagher hi-ciera lo propio –con idénticas palabras y motivaciones– en su libro How The Body Shapes The Mind. Esta suerte de sintonía entre distintos pen-sadores refuerza mi hipótesis de que existe un espíritu compartido en las principales propuestas de investigación sobre Psicología de Sentido Común que se desarrollaron en la última década. Según mi visión, las

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discusiones que se sucedieron en el Enfoque Cartesiano concluyeron en un callejón sin salida y mostraron signos de claro agotamiento. Esto fue lo que impulsó a que se cuestionaran las bases sobre las que se había trabajado hasta entonces e implicó una renovación del área y el cambio de perspectiva fue una de las reacciones más importantes.

En el caso de Hutto, en el centro de su amplia batería de críticas a los modelos que reinaron a fines de siglo XX está el haber caracterizado el contexto en el que se dan las relaciones interpersonales y las ads-cripciones de sentido común como teórico y descorporeizado. El autor denuncia que al proponer este escenario se ponen en pie de igualdad las relaciones que mantenemos con objetos extraños y las que estable-cemos con aquellos que son semejantes a nosotros. Esto contradice la naturaleza misma de la Psicología de Sentido Común, que justamente intenta rescatar lo distintivo de esta clase especial de relaciones (cfr. 1.1). En las palabras del filósofo Radu J. Bogdan, en un artículo que mencionan tanto Hutto como Scotto, según los tratamientos clásicos “adoptamos una visión espectadora de la interpretación, retratando al sujeto como un objeto remoto de observación y predicción” (cfr. Bog-dan 1997, p. 104). Y al postular que cuando nos relacionamos con los demás utilizamos una posición de tercera persona, nos convertimos en meros observadores y tomamos al otro como un simple objeto externo de estudio y no como un semejante. En el caso de la segunda persona, en cambio, la interacción es con la fuente directa de la mutua compren-sión y nos pone en un nivel de igualdad con el otro.

Y es a partir de este abordaje como puede alcanzarse la ya mencio-nada atribución directa y empática de estados mentales (cfr. 7.4), que no requiere ningún tipo de mediación por analogía o inferencia. Es gracias a este vínculo intersubjetivo recíproco –que se construye desde la segunda persona– como hay una captación inmediata de las emo-ciones e intenciones a partir de la mirada, los gestos de la cara, el tono de voz, etc. Después de todo, la mejor manera de tener una explicación exitosa de por qué una persona actuó de una determinada manera es preguntarle directamente a ese individuo. Este nivel de certeza jamás es alcanzado por una especulación desde una posición de tercera persona, ya sea que se apliquen teorías o simulaciones. Desde contextos de la segunda persona, en cambio, obtenemos explicaciones más confiables de las razones por las que actuó. Para Hutto los métodos tradicionales como los que muestra el Enfoque Cartesiano no cuentan con los recur-

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sos necesarios para lidiar de manera exitosa con los casos cotidianos a los que nos enfrentamos (Hutto 2007a, p. 20). Esto se soluciona –bajo su óptica y, de algún modo, también bajo la de Gallagher– completando esta estrategia atributiva con la postulación de un marco alrededor de la comprensión de las acciones que es semejante al de las narraciones o que directamente está formado por ellas.

Esto no significa, de ningún modo, restarle importancia al cuerpo, que está en el corazón de esta renovación en los estudios de la Psico-logía de Sentido Común. La visibilización de los estados mentales que buscan llevar adelante los Nuevos Enfoques, justamente, borra la línea entre lo mental y lo corporal para defender que vemos lo que siente, quiere y piensa el otro en su cuerpo (cfr. 7.5). Es lo que sucede, por ejemplo, en las relaciones cara a cara, en las conversaciones e incluso en la experiencia cinematográfica o teatral (cfr. Gomila 2002, p. 67).

Una vez más queda claro que para estos autores rara vez en nues-tra vida cotidiana utilizamos la tan defendida atribución de deseos y creencias de estados mentales. Gallagher es directo con respecto a esto: “Incluso en casos en donde conocemos (o creemos conocer) a la otra persona muy bien, podemos quedar perplejos ante determinadas con-ductas. Al discutir sobre las acciones de un amigo con alguien que no lo conoce bien, quizás terminemos exponiendo una teoría sobre por qué reaccionó de determinada manera. Parece muy posible que descri-bamos a esto en términos de una teoría de la mente” (Gallagher 2002, p. 92). Pero entender que los otros pueden ser fuente de información sobre el mundo no requiere adoptar actitudes proposicionales como las de creencia o deseo. Como señalé en 7.2, todos los autores reconocen que existen ocasiones en las que se imponen perspectivas de primera y tercera persona para poder comprender qué es lo que está sucediendo y para entender a los demás. Se trata de una excepción y no la regla, de casos periféricos y muy poco frecuentes, sobre todo cuando se desvían de aquellas expectativas que tenemos a partir de nuestra experiencia o no se respetan las reglas y roles sociales que compartimos con el próji-mo. También pueden ponerse en juego cuando las razones que el otro da sobre su conducta nos parecen sospechosas o directamente falsas. De hecho, las dudas sobre alguna acción nos puede forzar a especular o suponer qué es lo que verdaderamente está pasando y no podemos ver a primera vista (Hutto 2007a, p. 13). De otro modo, nuestra reacción natural es abordar al otro “de vos a vos”, para decirlo de algún modo.

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Esto va en línea con la ontogénesis de estas relaciones intersubjeti-vas propuesta por los Nuevos Enfoques. Scotto y Gomila coinciden en defender la prioridad de la perspectiva de segunda persona frente a las de primera y tercera. Para el español, los niños establecen relaciones de intersubjetividad a los cuatro meses pero sólo pueden adoptar una pers-pectiva de tercera persona para la atribución mental cuando acceden al lenguaje (cfr. Gomila 2003). Él y la filósofa argentina, además, remar-can que no se puede plantear una sucesión y reemplazo de estadios a lo largo del desarrollo de los sujetos, sino que a medida que se comienza a atribuir desde la primera y la tercera persona, aumenta la oferta de opciones disponibles, pero nunca se abandona la de segunda, que se mantiene como la perspectiva natural y espontánea.

Hutto, por su parte, considera que ya con intercambios dialógicos que se dan en la temprana infancia los niños consiguen romper el uni-verso solipsista al que parecen estar condenados por los modelos del Enfoque Cartesiano. En sus primeros años de vida el mundo parece ser su mundo y nada más, no existe diferencia entre cómo es realmente la realidad y cómo la concibe el niño. Al tener que intercambiar opiniones con otros sujetos, esos diálogos obligan al sujeto a abandonar una pos-tura neutral para involucrarse personalmente y adoptar una perspectiva de la segunda persona. En esas conversaciones hay que confrontar con otros puntos de vista, acomodar los propios y realizar evaluaciones de si lo que se sostiene originalmente debe ser revisado o no. Una de las características más importantes es que cada participante se ve obligado a considerar el punto de vista del otro y ponerse de acuerdo con eso. En este sentido se afirma que “las conversaciones constantemente subrayan la centralidad de los puntos de vista” (cfr. Harris 1996, p. 218). Es muy posible que a partir de estos intercambios los niños se hayan enfrentado al inevitable abandono de su solipsismo inicial y que aquellos que no logren romper esta barrera se enfrenten a graves inconvenientes para su socialización, como podría llegar a ser el caso de los autistas. Poder par-ticipar de conversaciones requiere el esfuerzo cognitivo de confrontar y acomodar diferentes visiones de los involucrados a medida que se dialo-ga, con un constante cambio de óptica y perspectiva. Esta clase de prác-tica bien podría ser la fuente de la comprensión metarrepresentacional.

La perspectiva de segunda persona ofrece, además, una descripción de las relaciones que mantenemos de manera cotidiana que coincide con lo que marca una reflexión fenomenológica, el camino que guía a

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Gallagher y Hutto y que es compatible con el objetivo de Scotto y Go-mila de acercarse de manera fiel al fenómeno de la Psicología de Senti-do Común. Y esto implica también revisar cómo se construyen aquellos experimentos pensados para explorar cómo es el desarrollo de las ha-bilidades de Psicología de Sentido Común y cuáles son los sujetos que tienen maestría en estas capacidades. En la larga lista de inconvenientes y críticas que pueden hacérsele al test de la falsa creencia –a las que me remití in extenso en 5.6 y que ampliaré en 8.5.1– se destaca el hecho de que en las versiones como las de Sally y Anne, el sujeto analizado debe adoptar una perspectiva de tercera persona, completamente desprendi-da de lo que sucede entre los personajes involucrados. Es interesante, en este sentido, que en aquellas experiencias que replican el test pero desde la interacción cara a cara –como las de Onishi y Baillargeon (cfr. Onis-hi & Baillargeon 2005) o Carpenter, Call y Tomasello (cfr. Carpenter, Call & Tomasello 2002)– la edad en que logran comprender y predecir conductas a partir de creencias falsas es mucho menor.

Entiendo que los supuestos compartidos por el Enfoque Carte-siano, expuestos en el capítulo 5, y los de los Nuevos Enfoques, explicados hasta aquí, pueden entenderse como visiones opuestas y excluyentes para entender la Psicología de Sentido Común. En el siguiente capítulo analizaré esta aparente incompatibilidad de las corrientes y evaluaré cuáles son, a mi criterio, las luces y sombras de cada enfoque.

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8. El Enfoque Cartesiano frente a los Nuevos Enfoques

8.1 Introducción

A lo largo de este trabajo, me dediqué a exponer en detalle múltiples mo-delos que intentan explicar cómo es que los hombres y las mujeres nos en-tendemos cotidianamente como seres con mente. Enmarqué las distintas propuestas en dos grandes corrientes, el Enfoque Cartesiano y los Nuevos Enfoques, y en el capítulo 5 y el capítulo 6 presenté cuáles son los puntos fundamentales que compartían los autores incluídos en cada enfoque. Es-tos supuestos compartidos parecen entrar en colisión, ya que los Nuevos Enfoques se desarrollaron en la última década como una respuesta explícita a los problemas que presentaban los planteos tradicionales.

En este capítulo me dedicaré a analizar estas contraposiciones. Mi objetivo será mostrar las diferencias presentes entre las dos corrientes haciendo hincapié en los contrapuntos fundamentales que se dieron en los últimos tiempos y las reacciones que generaron. Analizaré cómo entienden al fenómeno de la Psicología de Sentido Común y cuáles son las funciones que le atribuyen; cómo creen que estas funciones son llevadas a cabos, si mediante la habilidad para leer mentes o una prác-tica corporeizada y narrativa; cuál es el papel de los estados mentales atribuidos en estos mecanismos, si es que hay un rol para ellos; y cómo se determina qué sujetos poseen habilidades de Psicología de Sentido Común. En el último apartado, finalmente, desarrollaré dos ataques puntuales de los Nuevos Enfoques contra el Enfoque Cartesiano: la crítica de Zahavi a la Teoría de la Teoría y la crítica de Gallagher a la Teoría de la Simulación, que considero dos buenos ejemplos de las discusiones que se dieron entre estas tradiciones.

Confío en que al terminar estas páginas quede claro que los contra-puntos entre las posiciones no son fácilmente asibles, ya que las dife-

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rencias de enfoque en algunos casos son tan radicales que impiden una discusión fructífera pero que, por eso mismo y de forma casi paradójica, abren la posibilidad a un modelo mixto con contribuciones de ambos lados. En el siguiente capítulo desarrollaré esta idea, sugiriendo que es posible –y deseable– un abordaje pluralista de la Psicología de Sentido Común.

8.2 Definición y funciones de la Psicología de Sentido Común

El primer paso a tomar a la hora de comparar las distintas posicio-nes presentadas alrededor de la Psicología de Sentido Común es com-probar si efectivamente todos los autores están haciendo referencia al mismo fenómeno. La exposición que realicé de los diferentes modelos, incluso dentro de una misma corriente, en ocasiones dejó al descubierto algunas discrepancias con respecto a qué es exactamente lo que se busca explicar.

En un sentido amplio, todos parecen interesados en dar cuenta de la manera en la que socializamos cotidianamente, de la forma en que nos entendemos los unos a los otros como poseedores de una mente y de cómo es posible que seamos tan exitosos en interacciones muy complejas como aquellas a las que nos enfrentamos día a día. Si bien en la Naturaleza existen numerosas especies con características y compor-tamientos sociales, se asume que existe alguna facultad en este sentido que distingue a los seres humanos del resto de los animales y que la Psicología de Sentido Común debería rescatar este rasgo distintivo.

En base a este marco muy general, las distintas corrientes hacen su propio recorte del fenómeno del que quieren ser explanans. Por el lado del Enfoque Cartesiano, no hay dudas de que su definición de aque-llo que buscan explicar lleva como marca algunas concepciones que ya estaban presentes en el trabajo de Premack y Woodruff. En especial, resulta claro que el acento está puesto en el rol que juegan la mente y los estados mentales en nuestras interacciones cotidianas. En la intro-ducción a su compilación sobre Teoría de la Teoría, Carruthers y Smith definen el terreno de investigación de la Psicología de Sentido Común como “un campo específico de investigación cuyo objetivo es proveer una explicación a la habilidad –que podría no ser exclusiva de los seres humanos– de explicar y predecir acciones, tanto para uno mismo como

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para otros agentes inteligentes” (Carruthers y Smith 1996, p. 1), dejan-do ya claramente delimitado qué es lo que se buscará en ese estudio, en el que la mente ocupará un rol central. Desde el lado de los defensores de la Teoría de la Simulación, Goldman realiza un planteo similar al postular que de lo que hablamos cuando hablamos de Psicología de Sentido Común es, en definitiva, de la habilidad para leer mentes, que es la base de nuestra naturaleza y lo que nos diferencia del resto de los animales. “El Homo sapiens es una especie social, pero una que tiene una característica social llamativa: puede leer la mente del otro”, asegura (Goldman 2003, p. 6). Así, la misma definición del fenómeno a dar cuenta señala con exactitud el camino que tomarán las respuestas a sus interrogantes. En su volumen The Future of Folk Psychology Greenwood es claro al respecto: “La Psicología de Sentido Común es el esquema conceptual diario con el que explicamos las acciones propias de los de-más en términos de creencias, deseos, emociones y motivos” (Green-word 1991 p. 1).

Los Nuevos Enfoques, por el contrario, eligen delimitar su campo de investigación de tal manera de no quedar comprometidos con ras-gos que no están dispuestos a defender o que podrían condicionar su propuesta. De este modo, al hablar de la Psicología de Sentido Común evitan cualquier referencia a actitudes proposicionales o a funciones estrictamente mentalistas. Ratcliffe y Hutto, por ejemplo, hablan de una “sensibilidad especial hacia nuestros compañeros humanos que es muy diferente de la manera en que respondemos a objetos inanimados y a la gran mayoría de otras especies de organismos” (Ratcliffe & Hutto 2007, p. 1). En este caso también se destaca que esta capacidad es dis-tintiva de nuestra especie, pero no hay ninguna mención a la mente o a una esfera mentalista. “Nuestra vida social depende, en un grado considerable, de nuestra habilidad para entender qué hay de distintivo en la conducta humana y en poder aplicar esa comprensión de manera exitosa en cualquier situación” (Ratcliffe & Hutto 2007, p. 1). Y autores como Morton –quien se muestra en principio escéptico sobre la posi-bilidad de que exista una única definición para este campo–1 plantean

1 En un trabajo de 2007, Morton discute la posibilidad de que no exista una única capacidad humana a la que se la pueda etiquetar como “Psicología de Sentido Común” si se mantiene la definición que postula el Enfoque Cartesiano (cfr. Morton 2007).

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que la Psicología de Sentido Común es “un cuerpo de conocimien-tos, opiniones y rutinas que utilizamos para conceptualizar y anticipar las acciones de los demás y que funcionan como el fondo de nuestra actividad cooperativa” (Morton 2004, p. vii). Se trata de una manera de presentar estas prácticas de relaciones personales cotidianas de una manera en la que abren el juego a la introducción de nuevos enfoques.

Junto con estas definiciones explícitas que cada autor ofrece en sus trabajos, es interesante descubrir que los ejemplos que presentan de situaciones a explicar por un modelo satisfactorio de Psicología de Sen-tido Común no sólo refuerzan los compromisos y motivaciones que hay detrás, sino que son eficientes recursos para ocultar lo que a cada posición o bien no le interesa dar cuenta o bien deja sin explicar. En los capítulos 2, 3, 4 y 6 de este trabajo, dedicados a las distintas propuestas de cada enfoque, ofrecí oportunamente los casos paradigmáticos que cada posición escogió para ilustrar sus ideas. Recordaré solamente tres para señalar por qué sostengo que es a través de estos casos como se delimita el campo de lo que se quiere explicar.

En la literatura sobre Teoría de la Simulación se suele analizar el ejemplo presentado por Kahnemann y Tversky sobre dos ejecutivos, el señor Crane y el señor Tees, que tienen programadas sendas reuniones fuera de la ciudad y que comparten una misma limosina para llegar al aeropuerto, ya que ambos vuelos salen en el mismo horario. En el camino, la limosina termina en un embotellamiento y los dos hombres logran llegar a destino treinta minutos después de la hora programada para el despegue de sus vuelos. En la ventanilla de la aerolínea le comu-nican al señor Crane que su vuelo salió en horario mientras que al señor Tees le informan que su vuelo estuvo más de veinte minutos demorado y que acaba de despegar hace cinco minutos. El punto del ejemplo es preguntarse quién de los dos está más enfadado. Para los teóricos de la simulación, la manera más natural para responder al enigma es ponerse en el lugar de Crane y de Tees y comprobar que éste último se encuen-tra más enojado que el primero.

Fodor, en cambio, decide tomar un camino más culto y apela a una escena de Sueño de una noche de verano para mostrar cómo es que funciona nuestra Psicología de Sentido Común. Él desglosa en estados mentales cómo Hernia reacciona al despertarse sin Lisandro a su lado. Ella des-conoce que un hechizo hizo que su amado la abandonara en medio de la noche y concluye que su rival Demetrio lo asesinó. “Una inferencia

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teórica no demostrativa e implícita llevó a Hernia a pensar que Demetrio tenía ciertos deseos y emociones que lo llevaron a hacer ciertas inferen-cias prácticas y a realizar acciones de cierto tipo”, (Fodor 1986, p. 2).

Finalmente, Wellman menciona cómo se construyen explicaciones a partir de generalizaciones legaliformes presentando a Jane, quien aca-ba de comprar una computadora Macintosh. Su conducta se explica porque “ella quería una nueva computadora y pensó que un modelo de Macintosh era la mejor opción disponible a partir del dinero con el que contaba” (Wellman 1992, p. 99).

En todos estos casos, se trata de situaciones muy simples, quizás en demasía, y sin los matices propios de las relaciones humanas. Además, en ningún caso se da una verdadera interacción entre el sujeto que debe poner en juego sus habilidades de Psicología de Sentido Común, sino que se trata de un mero espectador externo no involucrado en lo que sucede. No es casual, tampoco, que este tipo de situaciones sean las que se reproducen en los tests de la creencia falsa (cfr. 5.6 y el parágrafo 8.5.1 de este capítulo).

Los Nuevos Enfoques, en cambio, elijen ejemplos en los que hay una interacción cara a cara. Gallagher relata el encuentro en un bar entre Ana, quien trabajando con su computadora en una presentación para un congreso, y José, quien está en la mesa de al lado. José le sonríe y Ana le responde con un gesto educado para inmediatamente seguir escribien-do. Entonces José comienza a hablarle y a hacerle preguntas que Ana responde cortante y sin dejar de escribir. Queda claro que José está in-teresado en Ana pero no es correspondido, algo que él ya sabe sólo por la posición corporal, el tono de voz y los gestos de Ana. Y ella, a su vez, entiende que José está interesado también sólo con verlo, sin tener que postular creencias o explicar su conducta en base a estados mentales.

Goldie, por su parte, analiza momentos cotidianos como aquel en el que nos comemos el último trozo de torta de la mesa a pesar de que no tenemos hambre. También menciona casos extraordinarios, como el hombre que envenena el pozo de agua de su pueblo y asesina a to-dos sus habitantes. La razón detrás de estas acciones no pueden ser fielmente captadas por construcciones artificiales en base a deseos y creencias, sino que basta señalar causas como aburrimiento o gula, así como emociones complejas como los celos, la envidia o el orgullo; ca-racterísticas de la situación en la que se encuentra el sujeto o rasgos de su personalidad, como que es apático, iracundo o rencoroso.

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De este modo, el Enfoque Cartesiano y los Nuevos Enfoques pare-cen preocupados por dar cuenta de cosas distintas. Si bien algunos po-drán creer que ambas corrientes están tratando de analizar fenómenos diferentes, en el siguiente capítulo defenderé la idea de que en realidad se trata de distintas aristas de un mismo fenómeno más amplio y com-plejo. Y que la incapacidad de los modelos para dar cuenta de todos los ejemplos mencionados es una buena razón para adherir a un abordaje plural de la Psicología de Sentido Común.

En íntima relación con esta caracterización dispar de aquello de lo que hay que dar cuenta, el Enfoque Cartesiano y los Nuevos Enfo-ques postulan funciones muy diferentes para la Psicología de Sentido Común. En el primer caso, se trata de predecir y explicar la conducta ajena y la propia. Como desarrollé en 5.2, la manera en la que estas dos acciones se llevan adelante cambia de acuerdo a la posición de cada autor. Para algunos, existe una teoría a la que apelamos para entender a los demás; otros sostienen que el hecho de que estos objetivos sean alcanzados por niños tan pequeños conduce inevitablemente a pensar en una dotación innata; y un tercer conjunto postula que es mediante una recreación imaginativa como se consigue alcanzar estos objetivos. En ningún caso hay una definición clara de cuál es el sentido exacto en el que se tiene que entender esta habilidad para predecir y explicar, ya que parece rondar cierto espíritu propio de la epistemología clásica. Sin embargo, las predicciones y explicaciones que se buscan no son de índole científico, sino más bien como explicitaciones de los estados mentales involucrados en una acción, con una simetría en la forma de ambas construcciones junto a una oposición temporal. La explicación y predicción parecen tener la misma forma, pero la primera está orien-tada hacia una acción en el pasado mientras que la otra hacia el futuro.

Los Nuevos Enfoques, en cambio, dejan de lado estas funciones y postulan objetivos más generales. Hutto, por ejemplo, sostiene que ac-tuamos por razones y que nos entendemos mutuamente al comprender esas razones mediante la construcción de narraciones que vuelve inteli-gible a la conducta observada (cfr. 6.2.2). “Entender a la Psicología de Sentido Común como una clase de práctica narrativa va en contra de la visión de que las explicaciones por razones son meras subespecies de explicaciones teóricas, estructuralmente idénticas a la clase de explica-ciones que se encuentran en y a través de las ciencias naturales” (Hutto 2008, p. 9). Esta práctica adquiere así una dimensión normativa muy

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importante, ya que es mediante narraciones el modo en que los hom-bres podemos darle sentido las acciones propias y de los demás, sean o no personas, ya que podría adjudicarle algunos rasgos de personalidad a animales u objetos inanimados como computadoras. Conocer e inter-nalizar normas comunes permite, como se verá en el próximo apartado, trasladar mucho del peso de la comprensión cotidiana al mundo mis-mo, en las normas y rutinas que estructuran nuestra interacción (cfr. McGeer 2007, Hutto 2007a).

En el siguiente apartado me dedicaré a señalar una de las grandes diferencias entre los dos grupos de autores vistos. Se trata de la división radical entre el cuerpo percibido y la mente inferida, que atraviesa por completo al Enfoque Cartesiano pero que es borrada en los Nuevos Enfoques. Se trata de la impronta fuertemente cartesiana que tiñe a la Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación y las propuestas modu-laristas, partiendo de una dicotomía tajante entre un cuerpo externo y una mente interna que sólo puede ser zanjada por medio de una ac-tividad cognitiva trabajosa, como una inferencia. Para la Teoría de la Interacción, el Narrativismo y la Perspectiva de la Segunda Persona, en cambio, el cuerpo y el mundo aparecen unidos y trabajando en conjun-to, lo que nos permite percibir directamente lo que está pasando.

8.3 ¿Cómo entendemos a los demás? Habilidad para leer mentes contra Prácticas corporeizadas y situadas

El contrapunto entre las dos grandes corrientes dentro de la Psicología de Sentido Común que estoy presentando en este trabajo tiene como piedra de toque el mecanismo que se postule como fundamental para entender al otro. Es la respuesta a las funciones que debe cumplir un modelo satisfactorio, tal como quedaron establecidas en el apartado an-terior, y es a partir de su postulación que se irán concatenando la serie de supuestos que iré comparando a lo largo de este capítulo.

Para el Enfoque Cartesiano, la explicación y predicción de la con-ducta se realiza a través de la postulación de estados mentales, enti-dades no observables que se alcanzan por una operación inferencial a partir de la conducta que percibimos en los demás y de un estado de cosas presentes en el medio. Los Nuevos Enfoques, en cambio, afirman que percibimos directamente algunos estados mentales y que las inten-

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ciones y emociones no necesitan ser inferidas, sino que encuentran su expresión en la misma conducta.

En el caso de la primera corriente nuestra comprensión cotidiana descansa casi exclusivamente en hipotetizar acerca de qué es lo que sucede en la cabeza del otro. Para estos autores la habilidad para leer mentes es el modo fundamental y no voluntario para poder manejarnos socialmente. En este sentido, Currie y Sterenly afirman que “gran parte de nuestra comprensión social es profunda y casi exclusivamente men-talista” (Currie & Sterenly 2000, pp. 145-146). Las diferencias entre las posiciones dentro de este enfoque se centran, justamente, en cuáles mecanismos son los necesarios para conseguir entender qué estados mentales posee el sujeto cuya conducta quiero explicar o predecir, si una teoría, una simulación o algunos elementos innatos que se van ac-tivando a partir de la estimulación correcta. Por encima de esto, existe un acuerdo en sostener que la habilidad para leer mentes es la manera más habitual de relacionarnos con los demás, incluso en aquellos casos en los que a primera vista no lo parezca, ya que se trata de un mecanis-mo internalizado y del que no nos percatamos. Es por eso que Sperber compara la adscripción de estados mentales en humanos con la ecolo-cación en murciélagos. Baron-Cohen también cargó fuertemente con estos rasgos: “Llevamos adelante nuestra habilidad para leer mentes todo el tiempo, sin esfuerzo y de manera automática y en la mayor parte del tiempo de forma inconsciente” (Baron-Cohen 1995, p. 3).

Para estos estudiosos, esta habilidad es un producto de la selección natural que dio lugar a la existencia sobre la Tierra de la especie hu-mana. Se trata de un mecanismo automático, del que podemos no estar concientes y que se extiende a todos los adultos normales, más allá de la cultura o el tiempo en que nos encontremos. Para el Enfoque Carte-siano no existen alternativas posibles en nuestro sistema cognitivo que puedan cumplir con los roles de explicación y predicción de la conduc-ta, además de posibilitar el lenguaje y que se comparta la información útil para nuestra supervivencia y socialización. Baron-Cohen fue quien expresó con mayor claridad su incredulidad: “¿qué otra opción real te-nía la Naturaleza?” (Baron-Cohen 1995, p. 30).

Pero mientras algunos no puedan concebir que esta habilidad para leer mentes no esté en el centro de la escena y sea el modo excluyente de relación social, los Nuevos Enfoques buscan directamente rechazar que esta capacidad se lleve adelante en nuestra vida diaria y proponen

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alternativas mucho más simples y radicalmente diferentes. Scotto, por ejemplo, niega que las atribuciones mentalistas requieran operaciones lingüísticas conscientes y deliberadas o que dependan de alguna forma de conocimiento proposicional. En cambio, propone pensarlas como competencias prácticas que se manifiestan en las interacciones persona-les públicas. En este sentido, la estrategia de atribución desde una pers-pectiva de la segunda persona es una práctica y no una teorización o la aplicación de una analogía inferencial a partir del autoconocimiento. En este mismo sentido, un crítico del Enfoque Cartesiano como Mor-ton señala con buen tino que “no existe un patrón simple y único que conecte creencias, deseos y acciones que podamos utilizar para explicar y predecir lo que la gente hará” (Morton 2004, p. 35).

En la línea de los modelos presentados de Gallagher y Hutto, Rat-cliffe también muestra insatisfacción y rechazo frente al status quo del Enfoque Cartesiano: “Es implausible tanto fenomenológica como cog-nitivamente sugerir que nuestras negociaciones con el mundo social dependan de factores puramente internalizados” (Ratcliffe 2007, p. 119). Él es quien desarrolla, a mi juicio, en mayor extensión y con me-jores resultados cómo podría ser esta comprensión que se libera de las cadenas de la adscripción de estados mentales. Se trata de un modelo que es compatible con las ideas de los teóricos de la Segunda Persona, la Teoría de la Interacción y el Narrativismo y que ofrece una alternativa viable y que a mi juicio es muy interesante.

En la visión de Ratcliffe hay dos esferas en las que la interpretación y explicación de la acción se llevan adelante cotidianamente. Por un lado se encuentra el mundo, con el conjunto de reglas y relaciones que se tejen en él; y por otro está el cuerpo de los sujetos, con las expresiones y gestos en las que se encarnan emociones e intenciones. Creo que el camino que este filósofo emprende es correcto, tratando de dar cuenta de nuestras relaciones sociales cotidianas apelando a diversos elemen-tos y a distintos planos. Sin embargo, como defenderé en el próximo capítulo, no creo que la adhesión a sus ideas y propuestas implique necesariamente echar por la borda todas de las contribuciones del En-foque Cartesiano.

En el caso de la esfera del mundo, Ratcliffe cree que existen nume-rosas circunstancias en las que nos manejamos simplemente con la in-formación que contamos a partir del medio y las reglas que rigen cier-tas conductas, sin necesidad de pensar que el otro es poseedor de una

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mente como la nuestra y sin adjudicar ningún estado de actitud pro-posicional. Él sostiene que lo que está en juego es un tipo de cognición “situada” –que a lo largo de su libro también llama “extendida” o “embe-bida”– en la que la comprensión social no se puede separar del mundo social. Esto se puede aplicar tanto a sujetos individuales como a grupos sociales. Todas las acciones que diariamente realizan los pasajeros de subtes o trenes cada la mañana y cada la tarde, por ejemplo, pueden ser explicadas a partir de la rutina que cumplen, sin apelar a ningún estado mental. Las rutinas y situaciones en las que se encuentran bastan para dar cuenta de una gran parte de las situaciones con las que nos topamos diariamente, ya que no es necesario atribuir actitudes proposicionales para reconocer una conducta como una acción. “Las interpretaciones de los otros usualmente dependen de un contexto compartido de actividad social”, asegura Ratcliffe (2007, p. 86).

En este sentido, los factores situacionales cumplen una función nor-mativa porque no sólo dan cuenta de cómo se llevó adelante una acción, sino que también informan sobre la forma en la que debió hacerse. Esto se patentiza en contextos prácticos de acciones conjuntas como la práctica de deportes, en donde las acciones son solicitadas y reguladas por las situaciones, no por intenciones previas.

Es interesante contraponer esta constelación de reglas y normas con la red que forman los estados intencionales conectados sistemá-ticamente de acuerdo a los teóricos de la teoría y los defensores de la modularidad. Según estos autores del Enfoque Cartesiano, este con-junto de elementos permite realizar predicciones precisas y confiables, que pueden mantenerse en el tiempo. Se trata de uno de los puntos más atractivos de su propuesta. A partir de un cuerpo dado de creencias y deseos, uno puede inferir otras creencias y deseos en virtud de las relaciones sistemáticas que se verifican en la conducta. En el caso de autores como Dennett y Davidson, estas relaciones se entienden gracias al papel central que juega en las interacciones humanas la racionalidad. La organización racional de estados intencionales permite tener un conjunto coherente que posibilita hacer inferencias de creencias, deseos y acciones.

Frente a estas ideas, Ratcliffe contrapone una red que es tan com-pleja y útil como la recién expuesta, pero que no está formada por esta-dos mentales, sino por las relaciones entre reglas, normas y funciones, que juntas forman determinadas situaciones. Entendidas así, estas si-

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tuaciones sociales pueden cumplir un rol similar a la Psicología de Sen-tido Común entendida por el Enfoque Cartesiano, como un marco de trabajo normativo, complejo y sistemáticamente organizado. A veces, para explicar una conducta sólo hace falta una referencia a aspectos de una situación. “Está en huelga”, “Es su cumpleaños”, “Acaba de sepa-rarse”, “Perdió su vuelo hace cinco minutos” son formas de dar senti-do a algunas acciones, sin señalar ningún estado mental. “Las normas son integrales a las relaciones involucradas en una situación, del mismo modo que los defensores de la Psicología de Sentido Común afirman que ésta está involucrada en las relaciones entre creencias, deseos y ac-ciones” (Ratcliffe 2007, p. 98).2

La racionalidad por sí sola no basta para entender la conducta, sino que otras reglas también juegan un rol fuerte. Una de las autoras que más trabajó sobre este tema fue McGeer, quien explicó cómo las acciones nunca están desafectadas del mundo, sino que se dan en el trasfondo de normas sociales que indican cómo comportarse, comunicarse y vestirse. Es un marco de trabajo amplio que permite la interpretación intersub-jetiva, haciendo que “gran parte de la comprensión interpersonal mutua sea llevada adelante por el mundo, embebido en normas y rutinas que estructuran las interacciones cotidianas” (McGeer 2001, p. 117). Una porción importante del trabajo que se cree que realiza la racionalidad en nuestra vida cotidiana en realidad, según esta visión, lo realizan situacio-nes mundanas que damos por sentidas en nuestra vida normal. Incluso en situaciones abiertas o que plantean muchas posibilidades, las normas, roles y funciones sociales realizan mucho del trabajo de la comprensión social, aunque la conducta está sólo guiada por normas y no determinada. “Incluso cuando explicamos acciones en términos de razones, solemos hacerlo refiriéndonos a aspectos de la situación y no a los estados psico-lógicos”, sostiene el autor (Ratcliffe 2007, p. 186).

Junto con esta esfera del mundo, Ratcliffe presenta un segundo do-minio, que también entra en juego a la hora de reconocer a una mera conducta como una acción con una razón. Se trata del entendimiento a partir de la percepción del otro sin adjudicar ni presuponer estados

2 Ratcliffe aclara que las normas no deben ser entendidas como rígidas o de cumplimiento obligatorio, del mismo modo que un cartel de “No Fumar” no impide que alguien prenda un cigarrillo. Pero sí debe entenderse que indican “prescripciones leves” sobre el curso de acción que alguien puede tomar (cfr. Ratcliffe 2007, p. 98).

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mentales. El planteo, que pretende ser superador del Enfoque Cartesia-no, puede resumirse en dos tesis:

1. Las acciones, gestos y expresiones son usualmente percibidas, y no inferidas en base a la percepción de la conducta;2. La percepción de las acciones, gestos y expresiones del otro involucra la respuesta del propio cuerpo, de una manera en la que el Enfoque Cartesiano no puede dar cuenta.

Es un desafío a la necesidad de postular estados mentales que mantienen los autores tradicionales, ya que “la clara división entre la conducta observable y los estados mentales no observables es una im-posición artificial y que da origen a confusiones sobre nuestra com-prensión de la acción, el gesto y la expresión” (Ratcliffe 2007, p. 123). El cuerpo de los demás tiene todo lo necesario para que podamos entenderlos en nuestros encuentros cotidianos y no se precisa postular mayores razones o motivos. Experimentamos al resto de las personas como agentes, vemos sus emociones en sus expresiones y percibimos los significados en sus gestos. Lo interesante de esta manera de pre-sentar la interacción es que para este filósofo esta percepción resulta lo suficientemente rica como para sostener que allí entramos en contac-to con construcciones complejas: “Dados los roles interpersonales del gesto y la sensibilidad perceptual interpersonal que tenemos, pareciera posible percibir algo como la estructura de un pensamiento. Gestos, expresiones y acciones no son sólo expresiones externas de procesos internos de pensamiento, son parte de esos procesos. Por consiguiente, podemos realmente percibir, hasta cierto punto, la vida mental de los otros” (Ratcliffe 2007, p. 148).

El plan de Ratcliffe, que en este sentido se empalma perfectamente con el de Gallagher, es poder rehabilitar los aportes de la fenomenolo-gía continental a la Filosofía de la Mente. En su libro, él rescata algunas de las afirmaciones de Husserl, Merleau-Ponty y Scheler sobre cómo ni la cognición, las inferencias ni las analogías pueden estar en la base de nuestra comprensión de todos los días, sino que experimentamos la agencialidad en la misma acción, sin necesidad de ningún paso extra. Su propuesta es intentar poner en sintonía los aportes de estos filósofos continentales con parte de la evidencia científica disponible (cfr. Rat-cliffe 2007, pp. 136-139).

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Para ello recoge dos fenómenos muy estudiados en las últimas déca-das y que ya mencioné en numerosas ocasiones a lo largo de este traba-jo, pero que ahora se busca interpretar bajo una nueva luz. El primero es la imitación neonatal, que para este autor es prueba no sólo de que los bebés son capaces de reproducir las expresiones y gestos de los adultos, sino que al hacerlo demuestran la íntima conexión que existe entre la acción y la percepción de la acción. Los niños pequeños no cuentan con la suficiente experiencia como para que se pueda sostener que el mapeo que realizan de la cara del otro y de la propia sea el fruto de un apren-dizaje, sino que se requiere una conexión innata entre la propriocepción y la percepción.

Esta misma conexión es explicada por la segunda evidencia señala-da por Ratcliffe, las neuronas espejo. La presencia de estas estructuras en el área F5 de la corteza premotora de los macacos, y la indicación de que también estarían presentes en humanos, serían la evidencia ne-cesaria para reforzar la idea de una íntima relación entre la acción y su percepción. Las neuronas espejo se activan en los monos cuando ven a otro mono realizar una acción con la mano, pero no cuando están en presencia de una herramienta. Otros estudios, incluso, indican que no hay activación frente a movimientos, en tanto cambios físicos en la postura, sino sólo frente a una estructura de la acción (cfr. Rizzolatti, Craighero & Fadiga 2002, p. 37). Algunos autores especulan que el sistema de neuronas espejos es mucho más sofisticado en los hombres. Por motivos éticos y legales, la metodología con la que contamos en la actualidad no puede ser utilizada en humanos, pero varios estudio-sos especulan que nuestras neuronas espejo podrían activarse cuando utilizamos nuestros cuerpos para hacer gestos comunicativos, incluso cuando no tengan como fines objetos (Rizzolatti, Craighero & Fadi-ga 2002, p. 41). Otros, además, postulan un sistema para la detección de un amplio rango de expresiones faciales y su identificación con las propias expresiones (Studdert-Kennedy 2002). Mientras que Goldman y Gallese, por ejemplo, plantean que las neuronas espejo podrían ser precursoras de habilidades intersubjetivas maduras y que por eso son evidencia a favor de una postura como la Teoría de la Simulación, Ga-llagher aclara que el término “simulación” indica una doble actividad que no se refleja en los descubrimientos disponibles. Simular parece re-querir que un tercero sea percibido y luego simulado, mientras que para las neuronas espejo “la percepción de una acción ya es el entendimiento

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de una acción, no se requiere un paso extra que podría contar en una rutina de simulación” (Gallagher 2001, p. 102). En este mismo sentido, Ratcliffe aclara que “con frecuencia experimentamos a los otros como agentes sin tener ninguna clase de percatación de que estemos adop-tando su punto de vista, poniéndonos en sus zapatos o pretendiendo que tenemos sus estados mentales. Uno no ve a una persona y luego usa su propia mente como un modelo con el que la interpreta como agente. Simplemente la ve como un agente” (Ratcliffe 2007, p. 133, la cursiva es del original).

De este modo, podemos entender al otro tan sólo percibiendo ac-ciones, gestos y expresiones, lo que nos permite un acceso directo a las razones de su conducta. Al unir esta esfera con la esfera de las reglas, normas y funciones que están presentes en determinadas situaciones, Ratcliffe ofrece una propuesta completa que bien podría reemplazar a la psicología de deseos y creencias tal como la que propone, con sus variantes, la Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación y los defen-sores de la modularidad.

Existen, sin embargo, algunos puntos oscuros o que requieren ma-yor explicitación. En particular, creo que no termina de quedar claro en qué sentido aquí se habla de “percibir” una acción y por qué esta percepción y los pensamientos a los que puede dar lugar no involucran estados mentales. ¿Cómo sería percibir la acción del otro sin ninguna mediación? Ratcliffe reconoce que el término percepción es ambiguo en este respecto. No se trata simplemente de percibir que p es una acción, sino que “es posible percibir que p está dirigida a un objeto particular o incluso por qué p está dirigida a ese objeto” (Ratcliffe 2007, p. 122). En ese sentido, la conducta podría ser percibida a partir de la meta que busca alcanzar, al menos en los casos en los que la razón para actuar se da en una situación que es compartida por más personas. Recurriendo una vez más a los fenomenólogos clásicos, él realiza una analogía entre la manera en que percibimos al otro con la manera en que Husserl plantea que percibimos a los objetos. Para el filósofo alemán no per-cibimos simples apariencias, sino que captamos las apariencias de un objeto, a partir de aspectos salientes que son integrados en la experien-cia. Estas posibilidades que rodean a un objeto experienciado confor-man “el horizonte” del objeto y están presentes en la experiencia como posibilidades, no como rasgos actuales. Unidas, las apariencias de un objeto constituyen el sentido de ese objeto. “Sugiero que apliquemos

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esta misma idea a los estados mentales y la conducta. Lo que vemos no es un indicador externo de una cosa interna y escondida, sino la presencia de una experiencia, emoción, intención o significado. No se nos aparece entero, pero tampoco lo hace un objeto percibido. Nuestra percepción en ambos casos no es sobre lo que está en ese sitio actual, sino un conjunto de horizontes experienciales y prácticos posibles aso-ciados” (Ratcliffe 2007, p. 145).3

Al contraponer las maneras propuestas por el Enfoque Cartesiano y por los Nuevos Enfoques para entender a los demás, es evidente que sus puntos de partida son diferentes y que encuentran intuitivas posiciones antagónicas. Mientras que a los primeros les resulta claro que la habili-dad para leer mentes es un proceso natural y automático, los segundos encuentran extraño pensar que percibimos la acción como puramente mecánica y que luego le aplicamos estados mentales para verla como conducta. Zahavi, por ejemplo, se ríe de sus colegas al dar la siguiente caracterización: “De acuerdo a la Teoría de la Teoría, la comprensión de otras personas es, en principio, como nuestra comprensión de árbo-les, rocas y nubes. Las otras personas son objetos complejos en nuestro ambiente cuya conducta intentamos predecir y explicar, cuyas raíces causales nos son ocultadas” (Zahavi 2005, p. 206).

Los Nuevos Enfoques tienen a su favor que un acercamiento feno-menológico revela que los modelos mentalistas resultan demasiado ex-traños y artificiales. Es posible que la comprensión de los demás se base en gran medida en la percepción del cuerpo del otro y en las situaciones en las que se encuentra, evitando las estructuras tradicionales de la Teo-ría de la Teoría, la modularidad o la Teoría de la Simulación. Cuando tratamos de entender a los demás, en una primera instancia no tratamos

3 Otro que esboza una explicación de cómo podría llevarse a a cabo este proceso de captación directa es Gallagher, quien a su vez cita ideas de Gibson. Sin embargo, creo que la mención al psicólogo sólo agrega oscuridad a la cuestión. Según describe Gallagher, para Gibson toda la información que necesitamos para percibir objetos o posibilidades de acción ya está presente “en la luz transmitida a nuestros órganos sensoriales de manera directa”, sin necesidad de computación o inferencia alguna. Lo que no queda claro es qué entiende aquí Gibson por “directo”, porque parece sostener que no se requiere ningún proceso mental adicional para la comprensión, pero no se sabe si hace referencia meramente a procesos conscientes –esto es, de nivel personal– o si deja abierta la posibilidad de que en el cerebro se produzcan las computaciones que Gallagher rechaza, inaccesibles a nuestra percatación (cfr. Gallagher 2001).

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de clasificar su conducta en generalizaciones legaliformes, sino que in-tentamos que tengan sentido. La pregunta es si este proceso de dar sen-tido es teórico o cuasi científico en su encarnación o si, tal como propo-ne Gallagher, involucra algún tipo de habilidad o práctica emocional o perceptual corporeizada. “La pregunta crucial no es si podemos predecir y explicar la conducta y, si eso sucede, cómo es que lo hacemos, sino que debemos preguntarnos si tales predicciones y explicaciones constituyen nuestra forma primaria y más fundamental de intersubjetividad” (Zaha-vi 2005, p. 207). Al estar en un mundo lleno de reglas compartidas, gran parte del trabajo de entendernos no lo realizamos nosotros, sino que ya lo lleva adelante el mundo, como señaló McGeer. Sin embargo, sólo con eso no basta para dejar al Enfoque Cartesiano fuera de juego, ya que bien podría ser el caso de que en determinadas situaciones sea necesario apelar a los deseos y creencias.

Como señalé, para el Enfoque Cartesiano sólo podemos entender a los demás mediante la adscripción de estados mentales. Meltzoff, por ejemplo, es tajante con respecto a esta función de la Psicología de Sen-tido Común: “Si fallamos al atribuirle estados mentales a los demás nos enfrentamos a una serie desconcertante de movimientos, a una conducta desordenada que es difícil de predecir e imposible de explicar. De algún modo, es algo similar a lo que viven los niños con autismo” (Meltzoff 1995, p. 838). Este desorden comienza a tener sentido a los tres años, cuando comienza la comprensión de los estados internos que subyacen a las actividades humanas, asumiendo que hay causas ocultas para en-tender a los demás. Esta concepción va de la mano de la caracterización de los estados mentales como entidades ocultas, expuesta en 5.4. Leslie, por ejemplo, afirma que la posibilidad de manipular estas entidades es un rasgo característico de nuestra especie. “Uno de los poderes más im-portantes de la mente humana es concebir y pensar sobre sí misma y sobre otras mentes. Como los estados mentales ajenos (y los propios) están complemente escondidos de nuestros sentidos, sólo pueden ser in-feridos”, afirma (Leslie 1987, p. 139). Tooby y Cosmides, en su prólogo al libro Mindblindness de Baron-Cohen, señalan lo mismo: “Hombres normales en todas partes no sólo ‘pintan’ su mundo con color, sino que también ‘pintan’ creencias, intenciones, sentimientos, esperanzas y deseos en otros agentes en su mundo social. Lo hacen a pesar del hecho de que ningún hombre ha visto jamás un pensamiento, una creencia o una inten-ción” (Tooby y Cosmides en Baron-Cohen 1995, p. xvii).

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¿Y si la imposibilidad de percibir de manera directa los estados mentales es simplemente una suerte de dogma impuesto por el En-foque Cartesiano? Wellman da por sentado que “los estados mentales, tales como deseos y creencias, son privados, internos y no observables en los demás” (Wellman 1990, p. 107). ¿Y si estuviese equivocado?, Tre-varthen cuestionó esta idea, afirmando que “simplemente es falso que los estados mentales no son observables por parte de los humanos. Po-demos detectar los estados mentales de otros de manera instantánea a partir de sus expresiones, sin entrenamiento” (Trevarthen 1993, p. 122). La idea es borrar la línea trazada entre los estados mentales internos y sus manifestaciones externas y corporales. Esta misma senda recorrió Merleau-Ponty cuando aconsejó que “debemos rechazar el prejuicio que crea ‘realidades internas’ a partir del amor, el odio o la rabia, deján-dolos accesibles a un único testigo: la persona que los siente. Rabia, ver-güenza, odio y amor no son hechos físicos escondidos en el fondo de la conciencia del otro, son tipos de conductas o estilos de comportamiento que son visibles desde afuera. Existen en sus caras y en esos gestos, no ocultos detrás de ellos” (Merleau-Ponty 1964, pp. 52-53).

En el siguiente apartado compararé estas diferentes concepciones de los estados mentales y exploraré una consecuencia extrema de este razonamiento, la eliminación de los mismos de nuestra comprensión cotidiana.

8.4 El debate acerca de los deseos y las creencias

Para el Enfoque Cartesiano vivimos en sociedad y nos relacionamos exi-tosamente los unos con los otro a partir de nuestra habilidad para leer mentes, el sofisticado mecanismo que ponemos en juego en todas nuestras relaciones cotidianas y que nos permite explicar y predecir la conducta de los demás y la propia. Esta comprensión del otro se realiza a partir de la adscripción de estados mentales, que son una suerte de llave de acceso para entender qué es lo que estamos percibiendo sensorialmente. Al igual que al tomar un libro lo que hacemos es percibir las letras, identificarlas, reconocer las palabras que forman y luego armar las oraciones que forman esas palabras y darles sentido a partir de los significados que tienen; leer la mente del otro es una trabajosa actividad en la que debemos ver sus mo-vimientos, relacionarlos con la situación en la que se encuentra el sujeto y

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darles sentido a esas acciones a partir de la adjudicación de diferentes es-tados mentales Se trata de inferencias en las que mostramos una gran ha-bilidad, así como siendo adultos somos muy buenos leyendo libros. Heal, por ejemplo, afirmó que “solemos decir que vemos a las personas como vemos estrellas, nubes o formaciones geológicas. Las personas son sólo objetos complejos en nuestros medios cuyo comportamiento deseamos anticipar pero cuyas causas internas no podemos percibir. Procedemos, entonces, a observar las complejidades de su conducta externa y formu-lar algunas hipótesis acerca de cómo su interior está estructurado” (Heal 1986, p. 135).

Como señalé en los capítulos 2, 3 y 4, la manera en que se realiza la adscripción de estos estados mentales y el origen filogenético de los mismos es radicalmente diferente si se trata de la Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación o una propuesta modularista. Pero es a través de esta postulación de estados mentales que se logra la explicación y predicción de la conducta. Uno de los grandes supuestos que está a la base de estas concepciones es que no tenemos acceso directo a los pen-samientos, sentimientos y estados de ánimo de los demás y que, por eso, debemos apelar a conceptos no-observables o teóricos (cfr. 5.4). Los estados mentales son, así, entidades privadas, internas e inobservables, que reclaman ser descubiertas a partir de una actividad inferencial.

Dentro de la rica gama de estados mentales que pueden tener los hombres, el Enfoque Cartesiano privilegió dos clases: los deseos y las creencias. Esta herencia del viejo silogismo práctico fue recibida de ma-nera acrítica por los diferentes autores y así las predicciones y explica-ciones de la conducta se construyeron utilizando únicamente deseos y las creencias, con la confianza puesta en que bastan para representar lo fundamental de nuestra mente.

Para los Nuevos Enfoques, en cambio, en nuestra vida cotidiana establecemos interacciones cara a cara en donde no es necesario postu-lar estados mentales. En estas relaciones tomamos una perspectiva de segunda persona en la que la posición de cuerpo, la orientación de la mirada, el tono de voz y la configuración facial, entre otros rasgos, son aspectos expresivos que se perciben directamente como significativos y que nos dan un acceso directo a la información que necesitamos y que nos permite un ida y vuelta en el que todo el tiempo ajustamos nuestras propias acciones y anticipamos las de los demás. Scotto plantea que la atribución intencional debe ser entendida como recíproca, carente de

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elementos normativos, inmediata, dinámica y flexible a las variaciones contextuales (cfr. 7.4). Gallagher, por su parte, rechaza que haya que teorizar sobre una creencia no vista o iniciar un proceso de simulación para entender al otro, sino que simplemente “la interacción comunica-tiva se consigue en la misma acción de comunicar, en el movimiento expresivo del habla, el gesto y la interacción” (Gallagher 2005, p. 212). La comprensión primaria en la Teoría de la Interacción se logra a través de una práctica corporeizada, en la que no se necesita tener maestría en ciertos estados mentales o la capacidad para poder reconocerlos en términos conceptuales para adjudicarlos.

Como señalé en el apartado anterior, para filósofos de impronta fenomenológica como Ratcliffe la distinción entre estados mentales internos y expresiones corporales externas es muy difícil de hacer. Los estados mentales internos que postula el Enfoque Cartesiano están, en parte, constituidos por gestos y expresiones, por lo que dejan de ser no observables y ya no requieren acciones adicionales para sacarlos a la luz.

La discusión que se da entre los dos enfoques involucra tres aspec-tos: la caracterización de los estados mentales, que deja al descubierto profundas diferencias; el énfasis puesto en los deseos y las creencias y el rol que juegan los estados mentales en nuestras interacciones cotidianas.

En cuanto al primer punto, queda claro que el Enfoque Cartesiano adhiere a los principios fundamentales del cognitivismo y que por lo tanto adhiere a un compromiso ontológico sobre la existencia de estos objetos no observables.4 Son entidades privadas e internas, que no pue-den ser percibidas y que están en interacción unas con otras. La mente se vuelve así un objeto opaco y que trabaja como un procesador de información que mediante la manipulación de estados mentales inter-preta la información con la que contamos a partir de la percepción del mundo (cfr. 5.4). Los Nuevos Enfoques, en cambio, creen que se puede tomar contacto con los estados mentales a partir del cuerpo, con sus expresiones, gestos y movimientos. Gallagher describe bien esta con-traposición: “Frente a la división cartesiana, el movimiento prefigura las líneas de la intencionalidad, los gestos formulan los contornos de la cognición social y –tanto en el modo más general como en el más específico– la corporalidad da forma a la mente” (Gallagher 2005, p. 1). Así, los estados mentales ya no están escondidos ni necesitan ser

4 A excepción, como señalé en 3.4 y 3.5.4, de Gordon.

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inferidos, sino que están disponibles ya en el mundo gracias al cuerpo y la situación en la que se encuentra. Es en este sentido en que Gomila afirma que ‘vemos’ que alguien está enfadado, molesto, triste o eufórico (Gomila 2003, p. 211).

Un segundo punto de discrepancia es el rol que juegan los deseos y creencias en nuestras interacciones diarias. Aquí los blancos de las críticas son dos. Por un lado, la manera en la que se define lo que cuenta como un deseo o una creencia es tan amplia que ni su uso cotidiano ni su uso en la literatura de Psicología de Sentido Común resultan útiles para lo que se pretende estudiar. Por otro, es posible dar cuenta de las situaciones que en la literatura del Enfoque Cartesiano paradigmática-mente son explicadas apelando a deseos y creencias de una manera más sencilla y convincente sin utilizar estados mentales.

Con respecto a lo primero, el concepto de creencia presenta una evi-dente heterogeneidad en el uso que le damos en nuestra vida cotidiana. Es posible que existan diferencias entre las culturas o en una misma cultura a través del tiempo con respecto al alcance del término “creen-cia”, pero si buscásemos un conjunto de usos comunes en las sociedades occidentales actuales, la variedad con la que nos toparíamos sería tal que encontraríamos difícil creer que nos estemos refiriendo siempre al mismo concepto.

Por ejemplo, decimos “¡No lo creo!” para expresar sorpresa, incredu-lidad o decepción y “No puedo creer que hayas hecho eso” para expresar enojo, vergüenza o admiración. Las proposiciones en las que utilizamos “no creo que” abarcan desde posiciones morales a compromisos religio-sos, pasando por sucesos que creemos que no tuvieron lugar u opiniones sobre otras personas. En otros casos “creencia” muestra un estado de incertidumbre, como “creo que mañana no vengo a trabajar”. En todos estos casos podríamos pensar en estados mentales muy diferentes a los que se estaría haciendo referencia con el uso de la palabra creencia.

Pero estos usos cotidianos podrían no ser utilizados por la Filosofía de la Mente o en el campo de la Psicología de Sentido Común. Una buena empresa para estos autores podría ser una labor de delimitación del concepto, ofreciendo un conjunto restringido de usos paradigmá-ticos para “creencia”. Sin embargo, Ratcliffe argumenta que no sólo no existe una definición clara y unívoca entre los estudiosos, sino que tam-poco podría haberla, ya que de acuerdo a los casos que son tomados como paradigmáticos en la literatura en el área, “creer” es tomar algo

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como dado, en el sentido de que “creo que en este momento estoy es-cribiendo” o “creo que hay seis sillas y una mesa en esta habitación”.

Lo mismo ocurre con los deseos, cuyo uso cotidiano se solapa con mucha frecuencia con el verbo “querer”. Ambos términos se refieren a actitudes diferentes pero la distinción sólo se logra apreciando el con-texto más amplio en el que se lo utiliza. “Querer un helado” y “Desear un helado” puede significar en un caso que uno tiene ganas de comer un helado mientras camina por la calle en pleno verano y en otro que uno está a dieta y empieza a sentir la falta de ciertos alimentos que no tiene permitidos (cfr. Ratcliffe 2007, p. 190). No queda claro cuál de los dos usos es el que debería recoger la Psicología de Sentido Común ni cuál es el que efectivamente utiliza. Esto está en íntima relación con el papel causal que tiene un deseo con respecto a la acción. No es lo mismo desear la paz mundial o que se encuentre una cura al HIV que desear calmar el hambre que tenemos en medio de una reunión al mediodía. En un caso parece difícil sostener que este estado determinará cambios concretos en la conducta, mientras que en otro parece evidente que se producirán acciones puntuales, como pedir un receso para almorzar o sugerir continuar la reunión en un restaurante. Esto es interesante porque para el Enfoque Cartesiano hay una íntima y profunda relación entre estados mentales y acciones: las creencias y los deseos motivan la acción. Scholl y Leslie, por ejemplo, afirman que “cuando vemos a una persona correr detrás de un tren que acaba de arrancar, la interpretamos como un agente intencional, que cree que allí hay un tren que acaba de arrancar y que quiere subirse a él” (Scholl y Leslie 1999, p. 131, la cursiva es del original).

El uso de “deseo” y “creencia” por parte del Enfoque Cartesiano es muy diferente a estas consideraciones. Ratcliffe, por ejemplo, introduce una distinción en estos autores: “Los defensores de la Psicología de Sentido Común tienden a usar estos términos sin mayores reservas o para sostener que ‘creencia’ y ‘deseo’ son actitudes proposicionales con roles distintivos: en el caso de la creencia, siendo informacional y en el caso del deseo, motivacional” (cfr. Ratcliffe 2007, p. 190). Él dife-rencia a estas actitudes proposicionales con las actitudes ‘oracionales’. Las primeras hacen referencia a un estado de cosas en el mundo, que puede ser expresado en una proposición, mientras que las segundas son actitudes que se tienen frente a una oración, como cuando un sujeto cree que la oración “El actual rey de Inglaterra se llama Arturo” es falsa.

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Es diferente pensar sobre algo y pensar sobre una oración sobre algo. El uso de “deseo” y “creencia” en los autores tradicionales es tan amplio que implica ambas posiciones y con esto su naturaleza demuestra ser demasiado heterogénea.

Por ejemplo, Stich y Ravenscroft afirman que “cuando una per-sona normal ve un semáforo que cambia de luz roja a luz verde, cree que ha cambiado de rojo a verde” (Stich y Ravenscroft 1996, p. 126), es decir que cuando A ve x entonces cree que x sucedió. ¿Pero es así como nos manejamos cotidianamente? Parece raro creer que en nuestra vida diaria vamos constantemente generando cientos de creencias como “Creo que en esta habitación hay seis sillas”, “Creo que en esta habitación hay una mesa”, “Creo que las sillas están aquí para que nos sentemos”, etc. Lo mismo ocurre con el semáforo: no necesitamos postular ninguna creencia sobre sus luces, lo que nos indican o las leyes de tránsito, simplemente sabemos su función por-que es una situación común y compartida por todos los hombres en esta sociedad.

El segundo blanco de ataque de los Nuevos Enfoques contra la pri-macía de deseos y creencias es que incluso si aceptásemos que esos estados mentales pueden ser utilizados para dar cuenta de nuestras ac-ciones cotidianas, existen maneras de explicar esas mismas conductas que prescinden de ellos y son más sencillas y atractivas. Ése es el caso del entendimiento que mencioné en el apartado anterior. Es posible entender las razones que motivaron a la acción a otra persona a partir de un doble abordaje: por un lado la percepción directa de sus accio-nes, gestos y expresiones corporales y por el otro la constelación de reglas, normas y funciones que están presentes en las situaciones so-ciales. Cuando vamos a un restaurante, podemos interactuar satisfac-toriamente con un mozo no porque le estemos atribuyendo deseos y creencias, sino porque conocemos el contexto y somos probos en esas situaciones. Entendemos su rol como mozo frente a nuestro rol como cliente y en base a esto actuamos. Es una “comprensión situacional”, en tanto entendemos de qué manera las personas actúan normalmente en situaciones particulares a partir de sus roles sociales particulares (cfr. Ratcliffe 2007, capítulo 4).

Pero incluso si decidiésemos aceptar que ambos tipos de explicación –una apelando a la postulación de estados mentales, la otra percibiendo directamente las acciones para la acción– son igualmente buenas, o si

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creyésemos que las creencias sobre el semáforo están presentes pero no son explicitadas o no se vuelven conscientes (una posibilidad que ana-lizaré en el próximo capítulo), los Nuevos Enfoques creen que una psi-cología de deseos y creencias carece del análisis de grano fino con el que nos manejamos en nuestra vida diaria. Por ejemplo, ante la situación de Juan frente al semáforo, podrían presentarse distintas interpretacio-nes: “Juan frenó ante las luces rojas, cuando cambiaron a verde arrancó pero sólo podía pensar en María”; “Juan se sorprendió al ver el nuevo semáforo en la avenida. De hecho, no prestó atención a que estaba rojo y tuvo que frenar de manera intempestiva” o “Juan no le prestó dema-siada atención al semáforo al frenar, pero al notar que llegaba tarde a su cita, comenzó a preocuparse y a desear que cambiasen a verde. Cuando finalmente ocurrió se mostró incrédulo y tuvo que cerciorase de que efectivamente haya cambiado”.

Se podrían formular decenas de otras situaciones que respondan a los datos dados, tanto de casos comunes como extraordinarios, pero ninguno es recogido por la interpretación del Enfoque Cartesiano. Pero necesitamos de esas sutiles diferencias para entendernos, algo de lo que puede dar cuenta una simple narración. Aquí se refleja una de las in-quietudes fundamentales de Hutto, quien prefiere entender a las ac-ciones a partir de razones y no de explicaciones por deseos y creencias. Las conductas se pueden explicar mejor sin necesidad de dar creencias y deseos. ¿Por qué Juan no vino a mi cumpleaños? Porque se olvidó, porque ese día no se sentía de buen humor, porque temía encontrarse con Ana, porque odia las multitudes… Creencias y deseos son herra-mientas muy artificiales para explicar la conducta de una persona. Es mejor recurrir a las narraciones, en donde resulta claro que la conducta se vuelve inteligible a partir de un marco de trabajo común, que le da significado a las acciones.

Finalmente, un tercer aspecto en la discusión alrededor de los es-tados mentales entre el Enfoque Cartesiano y los Nuevos Enfoques es sobre el papel que juegan en nuestras interacciones cotidianas. Para los autores de esta última corriente, la tradición sobreestimó la importancia de la atribución de estados mentales en nuestra vida cotidiana. Como mencioné, es posible entender la conducta de las personas a partir de los roles sociales que cumplen y de sus cuerpos. Los Nuevos Enfoques desafían la idea de que las atribuciones mentales mediante teorías o simulaciones constituyen la manera básica en la que nos relacionamos

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con los demás. No sólo discuten que éste sea la manera estándar en la que se realiza esta comprensión, aunque admiten que en casos extraor-dinarios adoptamos esas técnicas. Estos autores van más allá y llegan a afirmar que no necesitamos de la atribución de estados mentales para interactuar con otras personas. Esto significaría que la caracterización de la Psicología de Sentido Común tal como la plantearon la Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación y los defensores del modularismo –y tal como se la estudió durante tres décadas– es, como mucho, un fenómeno infrecuente y que por lo tanto no merecería la desmedida atención que se le dio en este tiempo.

Pero si reconocemos que basta entender la situación y captar en el cuerpo del otro sus emociones e intenciones, ¿sigue teniendo sentido postular la adscripción de estados mentales? Si existe una percepción directa, ¿para qué preocuparse por deseos y creencias? Éste es el cami-no que toma, por ejemplo, Ratcliffe, quien sugiere de manera radical dejar de lado el estudio de los estados mentales, que habrían entrado en desuso.5

5 Es interesante señalar que desde una perspectiva totalmente ajena a los planteos y motivaciones de los Nuevos Enfoques, José Luis Bermúdez también ha defendido una posición similar con respecto al rol de los deseos y creencias en las situaciones cotidianas. En un trabajo de 2005, el filósofo se encarga de analizar cuál podría ser el dominio de la Psicología de Sentido Común y termina defendiendo un sentido muy estrecho de Psicología de Sentido Común a partir de la tesis de que no requerimos de la adscripción de estados mentales en nuestra vida cotidiana, ya que podemos ser exitosos en nuestra navegación social ordinaria sin echar mano ni a deseos ni creencias. “Existen amplias áreas de la comprensión social que pueden ser modeladas sin términos de la Psicología de Sentido Común” (Bermúdez 2005, p. 35). En principio tendríamos dos clases de comprensión cotidiana. Por un lado, una heurística que sólo requiere reconocer cómo han actuado los otros agentes, sin apelar a ningún estado mental. Su ejemplo es el algoritmo “TIT-FOR-TAT”, ampliamente estudiado por la teoría de juegos. La aplicación de esta heurística tampoco involucra la explicación o predicción de la conducta, sino simplemente responder de una determinada manera de acuerdo a cómo actuó la otra persona. La segunda clase de comprensión cotidiana es a través del marco que ofrecen las situaciones rutinarias, las situaciones familiares y los roles sociales. Esto permite que tengamos una suerte de borrador de las circunstancias más comunes con las que nos topamos y que podamos atravesarlas sin problemas. Si existe alguna desviación del marco corriente, simplemente utilizaremos un razonamiento por analogía para superarlo. De este modo, no es necesario apelar a ninguna teoría o simulación. Todo esto se realiza sin involucrar a los estados mentales en ningún paso.

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8.5 ¿Quiénes poseen una Psicología de Sentido Común?

Una vez demarcada la función de la Psicología de Sentido Común y cuál es la forma en que ésta se lleva a cabo, resta conocer quiénes se-rían los sujetos que la poseen. En el caso del Enfoque Cartesiano, todo aquello que pueda superar el test de la falsa creencia posee y domina habilidades de Psicología de Sentido Común. Los Nuevos Enfoques, en cambio, proponen que esta cuestión se dirima a partir de métodos fenomenológicos que ponen al sujeto a analizar en una perspectiva de primera persona, es decir, describiendo y reportando sus propias expe-riencias. En esta sección me dedicaré a explorar ambas metodologías y marcar sus limitaciones.

8.5.1 El test de la falsa creencia. Sus problemas

Como señalé en 5.6, desde su aparición a comienzos de la década del 80 en un trabajo de Wimmer y Perner, el test de la falsa creencia se instaló como la manera canónica en el Enfoque Cartesiano para determinar si un individuo se encuentra en posesión o no de las habilidades madu-ras de Psicología de Sentido Común (lo que también se conoce como “Teoría de la Mente”). Sin embargo, en los últimos años este experi-mento fue objeto de diversas críticas y reformulaciones, pero mantuvo vigencia.

Tal como mencioné oportunamente (5.6), creo que la formulación del razonamiento detrás de todas las variantes del test puede formalizarse así:

1. Para que un sujeto S logre una resolución exitosa del test de la falsa creencia es suficiente que pueda inferir la conducta de un agente que posee una creencia falsa.2. Si S puede inferir la conducta de una agente atribuyéndole una creencia falsa, entonces S está en posesión del concepto de creencia y demuestra tener maestría en su uso.3. Si S está en posesión del concepto de creencia y demuestra tener maestría en su uso, entonces S posee habilidades de Psico-logía de Sentido Común.Por lo tanto, si S resuelve con éxito el test de la falsa creencia, entonces S posee habilidades de Psicología de Sentido Común.

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La amplia difusión que tuvo este experimento generó como con-traparte una vastísima bibliografía en su contra que me sería imposible recorrer o mencionar de manera exhaustiva en esta sección y que re-queriría no sólo su propio capítulo, sino un trabajo completo por se-parado. Para poder ilustrar el amplio rango de los ataques contra esta metodología de una manera coherente y atractiva, me dedicaré a seña-lar argumentos y evidencias contra cada uno de las tres premisas de la formalización que realicé.

En cuanto a la primera premisa, se afirma que basta la identificación y maestría en el uso de la creencia falsa para superar el test de la falsa creencia. Sin embargo, existe evidencia empírica que indica que hay sujetos que identifican, utilizan y presentan maestría en el uso de creen-cias falsas pero no logran ser exitosos en esta prueba. Esto se comprue-ba tanto en sujetos normales como en sujetos con déficits particulares.

Con respecto al primer grupo, niños sanos menores de tres años y medio consiguen superar la prueba llamada “Sabotaje y Decepción”, en la que al niño se le presentan dos personajes, uno es un amigo y el otro es un ladrón. Luego, se coloca un caramelo una caja con tapa y llave. El niño recibe la siguiente instrucción: “Siempre ayudá al amigo, nunca ayudes al ladrón”. En el test de sabotaje, cuando el ladrón se acerca al niño y la caja con el caramelo dentro, el niño deberá cerra la caja con llave (para evitar ayudar al ladrón a encontrar el dulce). Si el que se acerca es el amigo, el niño deberá mantener abierta la caja. En el test de decepción, la caja se encuentra sin candado y el niño es interrogado por turnos por cada personaje acerca de si la caja se encuentra cerrada con llave o no. El niño deberá mentirle al ladrón y ayudar al amigo. Las numerosas experiencias llevadas a cabo con este test demuestran que niños normales de 2 años de edad ya pueden pasarlo (Cfr. Astington & Gopnik 1991b; Chandler et al. 1989; Flavell 1992, Flavell et al. 1990). Tener éxito en este test implica la comprensión y dominio de creencias falsas, en tanto el niño entiende cuándo está engañando al personaje del ladrón y cómo éste reaccionará y actuará de acuerdo a la representación de la realidad que construya a partir de los dichos del niño. Sin embargo, a los 2 años, todavía no pueden resolver el test de la falsa creencia. Y como el éxito con el sabotaje y la decepción parece requerir la comprensión de creencias falsas, el fracaso en esto parece indicar que este test involucra más habilidades que las que tradicional-mente se aceptan.

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En cuanto a sujetos con algún déficit, se pueden mencionar los re-sultados del test en personas sordas, una discapacidad que no afecta las habilidades mentalísticas pero que por sus peculiares características representa un estado que dificulta el correcto desenvolvimiento social y la interacción tradicional con el medio. El universo de los sujetos sordos incluye una amplia variedad de casos, que pueden dividirse en tres gru-pos: los niños sordos que se crían en hogares con padres sordos y que, por lo tanto, aprenden como lengua materna el lenguaje de señas; los niños sordos hijos de padres oyentes, que adquieren el lenguaje de señas recién durante el proceso de escolarización y los niños sordos que lo-gran, con entrenamiento y la ayuda de aparatos ortopédicos, compren-der y acceder al lenguaje hablado (cfr. Peterson y Siegal 1995). Este último grupo es numéricamente pequeño y existe cierta controversia acerca de la pertinencia de ser tomados en cuenta como evidencia, por lo que me concentraré en los resultados obtenidos con los otros dos grupos. Los del primero, lograron superar el test a los cuatro años, la misma edad del promedio que niños normales. Los niños del segundo grupo, en cambio, obtuvieron pobres resultados. Peterson y Siegal, por ejemplo, sometieron al test a niños australianos con estas características y a pesar de pertenecer a una franja de edad comprendida entre los 8 y los 13 años, la mayoría falló. Russell et al. llevaron a cabo una experien-cia similar con niños escoceses y recién obtuvieron un éxito del 60% en sujetos sordos de 13 a 16 años. Frente al primer grupo de casos, genera mucha perplejidad pensar cómo puede ser que niños con inteligencias normales adquieran las habilidades maduras de Psicología de Sentido Común recién en la pubertad.

En lo que respecta a la segunda premisa del argumento que recons-truí, es interesante comprobar que sujetos que no tienen el concepto de creencia, o de falsa creencia, pueden superar variantes del test. Algunos estudiosos cambian el escenario con los personajes de Sally y Anne por una cámara fotográfica. Frente a la persona que se somete a la prueba, se saca una foto de un cuarto con un objeto arriba de la cama, luego se pone el objeto debajo de ella y se pregunta dónde está en la fotografía tomada. De este modo, se elimina la tarea la atribución de estados men-tales y la comprensión del concepto de falsa creencia. Niños autistas con madurez mental mayor a los 4 años de edad que no son existosos en el test de la falsa creencia tradicional –y que de acuerdo a la hipó-tesis de la ceguera mental de Baron-Cohen, no tienen el concepto de

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creencia– logran pasar sin problemas esta versión modificada del test (Leekam & Perner 1991; Leslie & Thaiss 1992). Para algunos, esto es indicación de que su fracaso puede deberse a fallas de otro orden y no a un déficit para comprender creencias / representaciones falsas. Los experimentos no permiten demostrar que se está infiriendo la conducta de una agente utilizando el concepto de falsa creencia y que por eso el sujeto demuestra tener maestría en su uso.

El test de la falsa creencia no permite distinguir entre atribuir es-tados mentales y representar estados mentales, es decir, entre tener una conducta determinada y tener un conocimiento acerca de las mentes de terceros. Como bien ha señalado Leslie en sus trabajos sobre la ar-quitectura cognitiva detrás de las habilidades de Psicología de Sentido Común, razonar acerca de creencias falsas es una tarea compleja, bási-camente porque resulta antiintuitivo para un sujeto la idea de que una creencia pueda ser falsa (cfr. Leslie 1994). Precisamente, es un rasgo inherente al concepto de creencia el asentimiento a las mismas. Se su-pone que las creencias son verdaderas, por lo tanto –aun cuando el niño comprenda que una creencia puede ser falsa– es una tarea compleja resolver una situación en la cual la falsedad de una creencia debe darse por supuesta. Básicamente, se está pidiendo que el sujeto suspenda sus intuiciones acerca de qué es estar en un estado de creencia Numerosos autores, además, apuntan sus críticas a que el test de la falsa creencia parece requerir el dominio o madurez de otras áreas cognitivas para su correcta resolución. Se trata de un test que involucra varios personajes en interacción y eventos que se suceden en un orden determinado y que están relacionados de una manera compleja. Al analizar las caracterís-ticas del test parece ponerse en evidencia que para poder tener éxito en el mismo es necesario poseer habilidades sofisticadas tanto en lo que respecta a las funciones ejecutivas, como a las capacidades memorísticas y atencionales. Una serie de experimentos mostró que la prepotencia de la respuesta de niños de tres años en base al estado de cosas real en el mundo persevera aún cuando se les dice explícitamente cuál es la creen-cia falsa del personaje (Bartsch & Wellman, 1989). Clements y Perner, por ejemplo, mostraron que niños de 2 años miraban correctamente a la ubicación original cuando se les preguntaba acerca de dónde iría el personaje a buscar el objeto, sin embargo, no predecían correctamente la acción del personaje. Esto sugeriría que tienen una correcta repre-sentación de la falsa creencia, a pesar de que no pueden convertir esa

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información en conducta efectiva (Clements & Perner 1994).Finalmente, sin dudas la tercera premisa es la que despierta más

rechazo incluso dentro del seno del Enfoque Cartesiano. Para la tradi-ción, si alguien está en posesión del concepto de creencia y demuestra tener maestría en su uso, entonces posee habilidades de Psicología de Sentido Común. Superar el test de la falsa creencia, en pocas palabras, es sinónimo de tener una Psicología de Sentido Común madura.

Frente a esto, por otro lado, existen una serie de estudios sobre jue-gos imitativos, de fingimiento y la comprensión de comportamientos que involucran “pretender” un estado no real (Leslie 1994); la atribución de metas a agentes (Csibra, Gergely, Biró, Koós & Brockbank,1999); imitar y completar acciones incompletas o interrumpidas de terceros de manera correcta e imitar acciones corrigiendo los errores de acciones frustradas de terceros (Carpenter, Akhtar & Tomasello, 1998; Meltzoff, 1995); avisar de la existencia de un objeto colocado en presencia del niño en un lugar no visible a un sujeto que no estaba presente cuando se colocó al objeto (O’Neill, 1996); entre otros. Estos test fueron reali-zados y superados con éxito por niños de menos de 3 años, algunos de ellos por niños de 1 año de edad. Todos estos experimentos parecen re-querir algún tipo de razonamiento sobre estados mentales y parecen ser menos demandantes en aspectos lingüísticos, inhibitorios, atencionales y memorísticos que el test de falsa creencia. Otros paradigmas experi-mentales, como el uso de historietas o el mencionado test de “sabotaje y decepción”, son resueltos con éxito a una edad más temprana que el test de falsa creencia. En particular, éste último supone la correcta comprensión y puesta en juego por parte de los niños de la noción de falsa creencia, como fue mencionado. Estos experimentos alternativos refuerzan la idea de la inadecuación del test de falsa creencia como una medida que indique la ausencia de habilidades de Psicología de Sentido Común en caso de que no pueda ser resuelto con éxito.

En el caso de los Nuevos Enfoques, las críticas frente al test de la falsa creencia se multiplican pero desde otra perspectiva. Para autores como Gallagher, quien se dedica in extenso a señalar sus deficiencias (sobre todo en Gallagher 2001 y Gallagher 2005), el problema es la artificialidad de la situación testeada. Al requerir que el sujeto observe la conducta de un tercero y luego haga una predicción de lo que hará atribuyendo actitudes proposicionales, está tomando el lugar de un es-pectador que infiere estados mentales en una actividad consciente. Se

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trata de un rol pasivo frente a lo que sucede, ya que debe enunciar juicios explícitos sobre sus estados mentales, utilizando conceptos de estados mentales para pensar sobre la creencia falsa de alguien más para explicar o predecir su conducta.

Para los Nuevos Enfoques, nuestra vida diaria está marcada por re-laciones cara a cara, en las que se producen interacciones desde una perspectiva de segunda persona, en “prácticas corporeizadas, no con-ceptuales, perceptuales y sensorio motoras” (Gallagher 2005, p. 224). Los tests de la falsa creencia no reproducen estas situaciones y por lo tanto ofrecen un retrato plagado de errores. La opción es abandonar este paradigma y tener en cuenta la evidencia proveniente de la feno-menología. En el siguiente apartado trataré de dar cuenta de cómo es posible este abordaje.

8.5.2 La evidencia fenomenológica en Psicología de Sentido Común. Sus problemas

A partir de estas críticas –que surgen de adoptar un rol diferente al del mero espectador en las investigaciones, es decir, el papel que realmente tomamos en nuestras experiencias cotidianas– inmediatamente surgen dudas y cuestionamientos sobre cómo podría ser un estudio de la mente humana, y de la Psicología de Sentido Común en particular, con una metodología que esté en sintonía con las ambiciones fenomenológicas que exhiben los Nuevos Enfoques.

La evidencia empírica que surge de poner al sujeto a investigar en una posición de tercera persona en las experiencias tradicionalmente se encarna en cuatro clases de experimentos: experimentos conductuales, experimentos conductuales que se enfocan en la etapa del desarrollo, estudios sobre las estructuras neuronales y modelos computacionales.

Dentro de estos experimentos que utilizan técnicas de tercera per-sona, algunos tienen como objetivo dar cuenta de fenómenos persona-les. Entre ellos se destacan los estudios conductuales, que generalmente se realizan con tareas controladas y fuera del ámbito natural, y los ex-perimentos de campo, que son más complicados de diseñar adelante pero que ofrecen una imagen más certera de cómo nos manejamos en situaciones cotidianas. En este sentido, las teorías corporeizadas o si-tuadas de la cognición apelan a esta clase de experiencias para obtener

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evidencia que favorece a su postura y las alejan de las posiciones tradi-cionales en el área. Los experimentos conductuales miden las conductas verbales o no verbales en ciertas tareas y no las experiencias conscientes por las que atraviesa el sujeto realizando esa tarea, por lo que se deja de lado el rol que los procesos mentales conscientes juegan en los diferen-tes tipos de conducta y cómo las experiencias conscientes se relacionan con los procesos subpersonales.

Frente a esto, otros experimentos conductuales buscan evidencia indirecta sobre los procesos subpersonales presentes en los fenómenos personales. Éste es el caso de la penetrabilidad cognitiva esgrimida en muchas ocasiones en contra de los teóricos de la simulación (cfr 3.5.2). Quienes más se dedicaron a analizar las consecuencias de esta evidencia contra la Teoría de la Simulación fueron Nichols y Stich. Como mencioné en el segundo capítulo, la influencia que tienen en los juicios de las personas la información falsa o la falta de informa-ción constituiría para estos autores una buena razón para determinar si es una teoría o una simulación lo que subyace a nuestra Psicología de Sentido Común (cfr. Nichols y Stich 1992; Nichols y Stich 1995). La idea detrás era que si podemos predecir y explicar la conducta de las personas a partir de un conjunto de informaciones y ese conjunto tiene datos falsos o faltantes, entonces realizaremos malas explica-ciones y predicciones. En cambio, si lo que hacemos al entender a los demás es llevar adelante una recreación imaginativa en nuestro propio mecanismo de toma de decisiones, la posesión de informa-ciones falsas no alterará nuestra efectividad, ya que una simulación es impenetrable en términos cognitivos. En base a esta diferencia, se pueden llevar adelante experimentos que den apoyo a una de las dos posiciones. La existencia de errores en las predicciones que realizaron los sujetos testeados por Nichols y Stich, quienes habían recibido in-formaciones erróneas sobre aquellos cuya conducta tenían que anti-cipar, significó para estos autores una evidencia indirecta de que por debajo de la predicción existía una operación subpersonal ligada a una teoría y no a una simulación.

De todos modos, la evidencia proveniente de experimentos conduc-tuales nunca es definitoria en cuanto a lo que sucede a nivel subperso-nal. Las inferencias de mecanismos subpersonales a partir de evidencia conductual es una tarea compleja y que en numerosas ocasiones es dis-cutida. En el caso de la Psicología de Sentido Común, es controvertido

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el verdadero peso que tiene a la hora de distinguir entre los diferentes procesos subpersonales propuestos por los teóricos que intervienen en nuestra compresión cotidiana de los demás.

Por su misma formulación, estos experimentos conductuales desde una perspectiva de tercera persona sólo pueden hacer afirmaciones so-bre las condiciones ambientales y las conductas verbales y no verbales de los agentes humanos. Los autores de los Nuevos Enfoques, como Gallagher, le cuestionan que no dicen nada sobre las experiencias cons-cientes de las personas que están sometidas a esas experiencias. Se trata de un aspecto interno del que los estudios neurocientíficos tampoco dicen mucho.

La solución propuesta es sumar métodos que pongan al sujeto en una perspectiva de primera persona, es decir, métodos en los que los sujetos describan y reporten sus propias experiencias. La opción tradi-cional en este campo es realizar experimentos utilizando la introspec-ción. Sin embargo, esta técnica es resistida en el ámbito experimental, ya que no parecen haber criterios compartidos sobre los métodos que permitan obtener reportes introspectivos válidos, consistentes y confia-bles. Frente a esto, en los últimos años surgieron intentos por adaptar el método fenomenológico tradicional de comienzos del siglo XX a los requerimientos científicos actuales. Interesados en poder contar con evidencia que apoye sus ideas, Gallagher y Zahavi se dedicaron a anali-zar este problema en un libro publicado en 2008, una suerte de manual que busca ser introductorio para aquellos que quieran entender cómo deben llevarse adelante los estudios sobre la mente desde un punto de vista fenomenológico pero sin caer en la introspección, posición que también rechazan.

Para estos dos filósofos, la mera introspección es una suerte de “percepción interna dirigida a la mente”, mientras que ellos proponen un método fenomenológico similar al proyecto trascendental kantia-no, en el que se buscar dar cuenta de la manera en que el mundo se le aparece a personas como nosotros y las condiciones de posibilidad de esa experiencia.

Así, una fenomenología de la experiencia se distingue de la intros-pección en dos aspectos centrales. Por un lado, se ocupa de la manera en que el mundo se nos aparece y no se restringe sólo al ámbito de los esta-dos mentales internos. Los reportes fenomenológicos se ocupan de los objetos experimentados en tanto son captados por la consciencia. Esto

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es independiente de cualquier postura sobre los mecanismos subper-sonales que pueden estar en juego. En segundo término, los fenome-nólogos dejan de lado las características cualitativas de mi experiencia individual, ya que intentan describir las estructuras invariantes de nues-tra experiencia del mundo, que son accesibles intersubjetivamente. La fenomenología, entonces, se ocupa del mundo que se constituye frente a la conciencia.

Una vez obtenida la información desde la primera persona con este método, la siguiente cuestión a abordar es cómo integrarla con los re-sultados obtenidos por las metodologías tradicionales de tercera perso-na para poder arribar a explicaciones de fenómenos de nivel personal. Gallagher y Zahavi piensan en tres posibles métodos: la formalización matemática, formalizando las descripciones fenomenológicas utilizan-do la teoría de sistemas dinámicos de Roy y Yoshimi; la neurofenome-nología, midiendo la actividad cerebral de sujetos que estén realizando descripciones de su conciencia (como en Lutz & Thompson 2003 o Varela 1996) y la fenomenología “front loaded”, en la que se construyen experimentos a partir de análisis fenomenológico, como lo propuesto por el mismo Gallagher en 2003.

Más allá de su herencia continental –y los compromisos que afirman tomar de las obras de Husserl y Heiddeger, entre otros– la motivación de los autores de los Nuevos Enfoques para adoptar una metodología fenomenológica es poder “poner entre paréntesis” las creencias propias sobre la naturaleza de la experiencia para poder describir con precisión la experiencia misma.

El problema es la evaluación que podamos hacer sobre la pertinen-cia de un abordaje de este estilo, propio de la filosofía trascendental, res-pecto de la evidencia necesaria para las ciencias cognitivas. Más allá de la propuesta de Gallagher y Zahavi, que se parece más a una expresión de deseos que a una verdadera herramienta, se trata de analizar la posi-bilidad de alcanzar una “fenomenología naturalizada”. Es una cuestión que fue tratada en varios textos (especialmente, en la compilación de 1999 de Roy, Petiot, Pachoud y Varela) pero aún es posible vislumbrar un modelo experimental concreto y aceptado en los ámbitos científicos tradicionales.

En su encarnación original, y que es recogida por los autores actua-les dentro de esta tradición, la fenomenología nunca buscó ser una dis-ciplina científica ni se interesó por acomodar sus planteos a los criterios

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naturalistas. Si bien es innegable el atractivo de la empresa de conectar ambas corrientes –en especial, cómo podrían utilizarse descripciones que se realicen sobre la conciencia o la intersubjetividad– todavía pare-ce demasiado apresurado pensar que puede constituir una opción cien-tíficamente viable.

8.6 Los Nuevos Enfoques contra el Enfoque Cartesiano

Ya señalados los principales puntos en los que discuten ambas corrien-tes, quisiera concluir este capítulo deteniéndome en dos ataques de los Nuevos Enfoques contra el Enfoque Cartesiano. Elegí dos formula-ciones que creo que son representativas de la impronta que tienen los argumentos que los primeros le dirigen a los segundos.

Por un lado, expondré la disputa de Zahavi contra la Teoría de la Teoría y luego mostraré los argumentos de Gallagher contra la Teo-ría de la Simulación. Bastante ya he dicho sobre las distintas variantes dentro de cada uno de esos modelos, pero creo que ambos embates pueden ser generalizados contra todos los teóricos de la teoría, y por extensión los defensores de la modularidad, y contra todos los teóricos de la simulación.

8.6.1 Zahavi contra la Teoría de la Teoría

En su libro de 2005 Subjectivity and Selfhood: Investigating the First-Person Perspective, Zahavi se propone renovar el campo del análisis fi-lósofico analítico sobre la naturaleza de la consciencia, la autoconcien-cia y la intersubjetividad a partir de los aportes de la fenomenología continental. En su capítulo final, se ocupa de la Psicología del Sentido Común y embiste específicamente contra la Teoría de la Teoría. Como él mismo aclara, este ataque no debe interpretarse como una adhesión a la Teoría de la Simulación ni a ningún modelo dentro de los Enfoques Clásicos, sino como una manera de mostrar que ni siquiera la mejor propuesta disponible –para Zahavi, la que sostienen los teóricos de la teoría– es viable dentro de sus propios términos.

Zahavi recoge una vieja crítica formulada una década antes y luego plantea dos argumentos, a partir de la autopercatación y de la perca-

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tación de terceros. Ambas formulaciones se encuentran relacionadas y considero que se trata de uno de los esfuerzos más claros desde los Nuevos Enfoques por enfrentar a la Teoría de la Teoría.

La crítica que recoge es una idea formulada por Blackburn en un artículo de 1995 y que es conocida como la “objeción de la promiscui-dad”. Para este autor, uno de los problemas más graves de la Teoría de la Teoría es que la única manera de que tenga sentido que los distin-tos cuerpos de información y conceptos que supuestamente subyacen a nuestra comprensión cotidiana de los demás sean una teoría es adoptar una definición muy laxa del término. Pero si se toman en serio todos esos usos de teoría, entonces el concepto termina vaciado de verdadero significado o siendo banal, porque casi cualquier conocimiento podría ser entendido como teórico, desde un deporte como la pesca hasta ac-tividades como la cocina o la jardinería, por ejemplo, que claramente no constituyen una teoría ni dependen de una. La solución sería acep-tar una noción restringida de teoría que evite esos problemas, pero de hacerlo se volvería difícil sostener que nuestro repertorio de estados mentales es un cuerpo teórico (cfr. Blackburn 1995).

Zahavi adhiere a esta idea y explica que no encuentra una acepción para el término que permita la versatilidad que parece requerir la Teoría de la Teoría sin que se vuelva una definición trivial. Pero agrega que incluso si se encontrara una noción de teoría que se ajustase a estos requerimientos, existe un problema mayor al que se enfrenta la Teoría de la Teoría.

Los argumentos que construye a partir de la autopercatación y percatación de terceros mantienen una íntima relación y pueden ser presentados como uno solo. Ambos se basan en la relación que él encuentra en los modelos clásicos entre la habilidad para leer mentes, la postulación de una teoría que subyace a la Psicología de Sentido Común y la evidencia proveniente de los test de la falsa creencia. Zahavi intenta con su razonamiento llevar a la Teoría de la Teoría a un dilema en el cual o bien deba adoptar una postura absurdamente fuerte o bien se vea obligado a tomar una posición trivialmente liviana.

Para la Teoría de la Teoría, entendemos a los demás a partir de la construcción de explicaciones y predicciones en las que utilizamos estados mentales. Éstos son entidades no observables y teóricos que de-bemos inferir a partir de nuestras percepciones y de las diferentes infor-

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maciones que tomamos del entorno en el cual estamos inmersos. Cada estado mental, además, es entendido en base a la relación que tiene con otros estados, que queda establecida a partir de la estructura conceptual en la que se encuentra: “Nuestra comprensión de las nociones mentales dependen de nuestro conocimiento de las posiciones que esas nociones ocupan dentro de una teoría” (Zahavi 2005, p. 182). De este modo, la teoría es la herramienta para poder trascender lo perceptualmente dado y acceder a la mente de los demás.

Más allá de los distintos modelos propuestos en Teoría de la Teoría, Zahavi sostiene que todos los defensores de esta postura aceptarían estas dos tesis:

1. El modo con el que contamos para acceder a nuestra mente depende de los mismos mecanismos que subyacen al modo que tenemos para acceder a las mentes de los demás. Llegamos a conocer nuestras propias creencias y los estados mentales ocu-rrentes en el mismo sentido en que conocemos las creencias y experiencias de los otros.2. El acceso a la propia mente y a la ajena es mediante una teoría mediada e inferencial. La autopercatación (es decir, contar con un acceso de primera persona a la propia vida experiencial) y la experiencia de los otros presupone la posesión de una Psicología de Sentido Común madura, que no es adquirida antes de la edad de cuatro años.

Para los teóricos de la teoría necesitamos de una inferencia tanto para poder conocer los estados mentales propios como de terceros. Se-gún los autores apelamos a los mismos procesos cognitivos en nuestra habilidad para leer mentes ajenas y la mente propia. En este sentido, no debería haber diferencias significativas en el desarrollo de estas dos variantes de la habilidad para leer mentes, sino que debería ser una y la misma, más allá de cuál sea su objeto. Y por eso mismo debería comprobarse el mismo nivel de efectividad en su uso. “Nuestra habi-lidad para leer mentes debería ser igualmente efectiva tanto si la tarea concierne a nuestros propios estados mentales o a los estados mentales de los demás”, sostiene el autor (Zahavi 2005, p. 183). De comprobarse, la existencia de este paralelismo constituiría una buena razón para de-fender a la Teoría de la Teoría frente a otros rivales.

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Ahora bien, sólo cuando se tiene maestría de las habilidades de Psi-cología de Sentido Común madura –lo que muchos teóricos de la teo-ría llaman una Teoría de la Mente– se puede tener la habilidad para leer mentes. Y según la tradición en el área, la manera corriente de compro-bar si un sujeto efectivamente posee estas habilidades es superando un test de la falsa creencia. El éxito en estos experimentos, como acabamos de señalar en 8.5.1 y antes en 5.6, depende de poder comprender que tener una creencia falsa es ser capaz de discriminar entre el mundo y la mente, entre la realidad y las creencias que se tienen sobre la realidad. Entender esto es estar en posesión de una Teoría de la Mente y de ha-bilidades de Psicología de Sentido Común maduras.

De este modo, superar el test de la falsa creencia es una condición necesaria y suficiente para tener una Teoría de la Mente. Y existe una gran cantidad de evidencia empírica que señala que los sujetos norma-les no superan las variantes tradicionales del test de la falsa creencia hasta que no tienen entre 3 años y medio y 5 años. Entonces, los teó-ricos de la teoría no pueden aceptar que un niño de menos de 5 años tenga una Teoría de la Mente y deben sostener que no entiende los estados mentales propios y ajenos.

Esto presenta dos dificultades claras. La primera es que, desde un punto de vista fenomenológico, resulta inverosímil sostener la primera tesis, ya que parece natural que el proceso de identificación de nuestros propios estados mentales es diferente al modo en que identificamos el de los demás. No parece acertado decir que estamos infiriendo qué es lo que pensamos o cuáles son nuestros estados mentales actuales, sino que simplemente los sentimos. El acceso a nuestra propia vida mental nos resulta muy distinto a la forma en que interpretamos a los demás.

Esta dificultad es mencionada por algunos teóricos de la teoría. Tanto Gopnik como Carruthers, por ejemplo, señalan que sentimos esa diferencia simplemente porque nos hemos vuelto expertos en leer nuestra mente y que por lo tanto creemos que es inmediato algo que en realidad es un proceso complejo (Gopnik 1993, p. 11; Carruthers 1996b, p. 26; 1996c, pp. 259-260). Así, la autoconcien-cia y el autoconocimiento deben ser pensados como análogos con la percepción basada en una teoría. Esta solución, sin embargo, no convence a Zahavi.

La segunda dificultad es la planteada por la segunda tesis, la im-posibilidad de que niños que no hayan pasado el test de la falsa creen-

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cia puedan leer la mente propia y la mente de los demás. Si se toman algunos modelos al pie de la letra, para algunos estudiosos los niños menores de cuatro años no tienen ninguna comprensión de la mente o sólo de algunas emociones o deseos. Si se opta por una visión más caritativa, los teóricos de la teoría rechazan que hasta esa edad los ni-ños puedan comprender los estados mentales representacionales de los demás y los propios (cfr. Wellman, Cross & Watson 2001). Esto abre el debate acerca de qué significa exactamente en este contexto “un estado mental representacional”. Una interpretación fuerte incluiría dentro de la categoría de los estados mentales representacionales a todos los esta-dos intencionales, lo que significaría negar que los niños tengan acceso a sus episodios mentales o a experimentar a los demás como criaturas con mente hasta que no pasen el test de la creencia falsa, lo que re-sultaría implausible. Y una interpretación débil definiría a un estado mental representacional de una manera tan sesgada que sólo incluiría creencias, por lo que entender al otro requeriría una sofisticación cog-nitiva muy alta.

Para Zahavi el problema de la Teoría de la Teoría no es tanto comprobar si los adultos están o no en posesión de conocimientos teóricos sobre otras personas y sus mentes que son utilizados en la vida cotidiana, sino en si este conocimiento teórico constituye todo lo que necesitamos para entenderlos a ellos y a nosotros mismos. Si se acepta la segunda tesis de la Teoría de la Teoría “entonces cualquier criatura que carezca de una teoría tal también carecerá de la posibilidad de experimentarse a sí mismo y a los otros” (Zahavi 2005, p. 197).

Sin embargo, existe evidencia de que los niños tienen experiencias de estados mentales mucho antes de superar el test de la falsa creencia. Desde el punto de vista del análisis fenomenológico, además, existe una amplia literatura que sostiene que la propiocepción y la autopercatación ya constituyen un acceso a la propia mente. Es un acceso inmediato, no objetivizante y no observacional, en una suerte de conciencia de cuerpo pre-reflexiva.6 Este análisis fenomenológico puede ser complementado

6 En palabras de Zahavi: “Es una autopercatación débil que no existe de manera separada de nuestra percepción, sentimiento, pensamiento o conciencia ordinarias, como un acto mental adicional; no se la alcanza mediante algún tipo de reflexión o introspección en vez de una característica intrínseca de la experiencia” (Zahavi 2005, p. 197).

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con evidencia proveniente del campo de la Psicología del Desarrollo, para dar con indicios acerca de la naturaleza de la consciencia experien-cial y fenoménica. De hecho, es lo que se propone Zahavi con su libro: “Existen buenas razones, tanto filosóficas como empíricas, para mante-ner que la percatación del cuerpo constituye un caso de autoexperiencia genuina” (Zahavi 2005, p. 202).

Pero si dejásemos de lado lo fenomenológico para concentrarnos sólo en los experimentos de corte más tradicional, también hay eviden-cia que marca que mucho antes de que los niños accedan a la compren-sión de los estados mentales ya intuyen que ellos mismos y los demás tienen un cuerpo y una mente, tal como mencioné en el final de 8.5.1. Es el caso de la imitación neonatal, que según varios estudios no es una simple conducta automática y mecánica, sino que muestra rasgos propios de una interacción social y una cognición social (cfr. Meltzoff & Moore 1995). Los descubrimientos pueden ser interpretados como marcando que los niños tienen algún tipo de autoconciencia que rom-pe el hiato entre lo exterior y lo interior y les permite reconocer otras caras, entender que son similares a las propias y que se puede llevar adelante acciones de comunicación con ellas. Así, “la imitación implica la detección de similaridades entre uno mismo y los demás. De hecho, una razón por la cual los niños típicamente prestan atención a los de-más y no a otros objetos es que son capaces de sentir que los otros ‘son como yo’” (Zahavi 2005, p. 209). Cerca de los 3 meses los bebés, ade-más, pueden llevar adelante “protoconversaciones” con otras personas, sonriendo y vocalizando, demostrando capacidad para variar el tiempo y la intensidad de la comunicación con su compañero (cfr. Fivaz, Fa-vez & Frascarolo 2004). Luego, cerca del año de edad comienzan a interactuar con los demás haciendo referencia al mundo que los rodea, compartiendo objetos, sujetos y eventos, lo que Gallagher llamó –en su Teoría de la Interacción– intersubjetividad secundaria (cfr. 6.1.4).

Todo esto ocurre mucho antes de que los niños sean capaces de resolver tareas como las del test de la creencia falsa, que constituye la prueba inequívoca para los defensores de la Teoría de la Teoría de que dominan las habilidades maduras de Psicología de Sentido Común. Hasta ese entonces, no deberían tener ni la habilidad para leer mentes ni de conocer sus propios estados mentales.

Frente a esto, para Zahavi la Teoría de la Teoría enfrenta un di-lema. Por un lado, puede optar por una definición de habilidad para

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leer mentes que sea inclusiva, en la que cada experiencia y cada com-prensión de las otras criaturas con mente –y no sólo aquellas en las que se requiere entender creencias falsas– involucre un proceso de lectura de mentes. Sin embargo, a la luz de la evidencia con la que contamos actualmente se debe reconocer que los niños leen mentes mucho antes de que puedan pasar tests de la creencia falsa, por lo que ya no habría nada exclusivo en las creencias falsas o en las metarre-presentaciones en nuestra comprensión cotidiana, lo que debilitaría a la Teoría de la Teoría ya que sería reconocer que algunos estados mentales importantes para nuestra interacción diaria son compren-didos de manera no teórica.

La segunda opción es optar por una definición excluyente de habili-dad para leer mentes que sólo acepte que ésta se realice cuando el niño es capaz de realizar adscripciones de creencias falsas, es decir, cuando logra inferencias de entidades teóricas y no observables. En este caso, se podría mantener que los tests tradicionales de la falsa creencia son la mejor manera para saber si un niño puede leer una mente. Pero habría que acomodar la evidencia en contra postulando algunos mecanismos para entender a los demás que incluyan a las emociones e intenciones de los otros mediante percepciones inmediatas, lo que también debili-taría a la Teoría de la Teoría, porque recortaría su campo a un fenómeno muy pequeño y excepcional y reconocería que algunos estados mentales importantes para nuestra interacción diaria son comprendidos de ma-nera no teórica.7

8.6.2 Gallagher contra la Teoría de la Simulación

Si bien al apuntar a sus bases compartidas Gallagher busca con sus con-tribuciones atacar al Enfoque Cartesiano in toto, este filósofo también se dedicó en algunos trabajos a elaborar críticas puntuales a la Teoría

7 De algún modo, se trata de una consecuencia natural de pensar que los estados mentales son cosas privadas e internas, y no cosas visibles en acciones con sentido o conductas expresivas. Entendidos así, es razonable pensar que los chicos no podrían tener maestría de esos conceptos hasta una edad avanzada. Zahavi indica con rapidez: “La pregunta obvia y crucial es por qué uno querría optar por una comprensión de la mente tan estrecha en primera lugar” (Zahavi 2005, p. 189).

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de la Simulación (Gallagher 2001, 2005, 2007, 2008a), aunque siempre aclarando que estas objeciones no deben ser tomadas como una defensa de la Teoría de la Teoría, sino a favor de su propia Teoría de la Interac-ción (6.1). En este sección me gustaría desarrollar los argumentos que aparecen en “Simulation Trouble” (Gallagher 2007c), ya que considero que es su exposición más clara y concisa sobre el tema. Además, la ex-posición que realiza en este artículo representa de mejor manera el áni-mo de la propuesta de Gallagher para la Psicología de Sentido Común en general y, a la vez, creo que deja al descubierto cuáles son las mayores dificultades de su planteo.

La posición que adopta este autor no es negar que existan ocasiones en las cuales apelamos a simulaciones o recreaciones imaginativas para entender a los demás, sino que busca restringir estas prácticas a situa-ciones raras y excepcionales. Su punto de apoyo será la fenomenología, argumentando que no reconocemos en nosotros mismos mecanismos de simulación y que aquellas características inherentes a la simulación tampoco se pueden hallar en un nivel personal. Esto implicará a su vez rechazar que estas prácticas, por ser tan habituales, hayan sido incorpo-radas a nuestra conducta de tal manera que ya no somos conscientes de ellas. Más aun, Gallagher irá a fondo con su ataque y también desesti-mará cualquier tipo de simulación en el nivel subpersonal.

El argumento que expone comienza con el análisis de la noción misma de simulación. Incluso si se toma una lista pequeña de defen-sores de esta corriente –como los referentes Heal, Goldman, Gordon y Gallese– se comprueba que la simulación nunca fue definida en térmi-nos claros y que según cada posición parece estar asumiendo compro-misos muy diferentes, como si se trataran de conceptos distintos. Para él –siguiendo el diccionario Oxford de la lengua inglesa– hay dos acep-ciones del término. La primera es la “definición de ficción (pretense)”, según la cual “simulación es una imitación”, en el sentido de algo que es fingido, que no es real. La segunda es una “definición instrumental”, que apunta al proceso en el que se utilizan los propios mecanismos psicológicos para recrear situaciones “como si” fuesen reales. El análisis de la literatura simulacionista que hará Gallagher concluirá con que no es posible que en el nivel subpersonal pueda darse la simulación, bajo ninguna de estas dos definiciones.

Por el lado de la definición instrumental, la simulación requiere que ese mecanismo pueda ser controlado. Pero este pedido no puede ser cum-

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plido en el nivel subpersonal, sino sólo en el personal. Es allí en donde uno tiene acceso al proceso involucrado y puede, eventualmente, iniciar este mecanismo, controlarlo y terminarlo a voluntad, evaluando sus resul-tados y conclusiones a los que se llega. No existen procesos neurales que puedan ser caracterizados correctamente como una simulación porque no tiene sentido hablar de “controlar” o “usar” si queremos referirnos a las actividades del cerebro. Esto sería apelar a la falacia del homúnculo para explicar cómo se digitan nuestros procesos subpersonales.

De este modo, Gallagher niega que la activación de neuronas espe-jo –o cualquier otro proceso neuronal– pueda ser descripta como una simulación. Según esta óptica, si estas estructuras neurales existen son simplemente un eslabón más de un proceso de percepción social.

En cuanto a la definición de ficción, el autor sostiene que el con-tenido de las representaciones motoras no pueden satisfacer las con-diciones “como si” necesarias en este caso. Las representaciones mo-toras son las que se activan durante la percepción social y durante el control motor, pero para Gallagher no pueden ser consideradas una simulación en el nivel subpersonal. Una simulación implícita requiere la representación del propio sistema motor como si fuese el de otro. Pero, “una especificación en mi sistema motor de que la acción per-tenece a otro no es equivalente a la especificación ‘como si yo llevase adelante la acción’” (Gallagher 2007c, p. 362). El fingir requiere un componente que denomina “como si yo fuese eso” y que –según Ga-llagher– necesariamente debe estar en el nivel subpersonal. Para que la acción que se lleve a cabo sea entendida como una simulación, debe representar los estados de uno mismo “pretendiendo” ser otra persona. Por ejemplo, puedo ver y entender a una mujer tomar del piso con alegría y entusiasmo a una rata, a la vez que siento genuina repulsión por eso. Veo la acción que realiza y veo lo feliz que la hace tomar entre sus manos al roedor, pero mis propios sentimientos van en dirección contraria. Ni mis estados neurales, mis emociones ni mi cognición son similares a los de ella, pero sin embargo puedo comprenderla. En ese sentido, parece claro que si la comprensión se produce a partir de una simulación en el nivel subpersonal requiere una especificación “como si yo llevase adelante la acción” que distinga entre mí mismo y un tercero (Gallagher 2007c, pp. 361-362).

Pero esto implicaría rechazar cualquier representación compartida, es decir, representaciones subpersonales que sean neutrales –o “desnu-

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das”, como afirma Gallagher siguiendo a Jeannerod & Pachierie 2004)– con respecto al agente en el sentido de que representan propiedades del agente (como sus intenciones) sin especificar si se trata de uno mismo u otra persona. Las neuronas espejos son presentadas por Goldman como neutrales con respecto al agente, ya que se activan tanto al realizar la propia acción como al percibir a otro agente realizar esa acción. Si estas representaciones compartidas son efectivamente neutrales con respecto al agente, no podrían incluir en sus contenidos que son estados propios fingiendo ser estados de un tercero.

Así, las simulaciones motoras no tienen el contenido que Gallagher cree necesario y por eso no pueden ser entendidas como una simulación en el nivel subpersonal. Como las representaciones motoras son las que se activan durante la percepción social y durante el control motor, no llevan la marca del agente en cuestión y, por lo defendido en el párrafo anterior, para este pensador no pueden ser entendidas como parte de una simulación.

De este modo, la simulación en el nivel subpersonal cumple con el requisito del ficción a raíz del contenido de los estados neurales. Gallag-her también desliza que los mecanismos neurales qua vehículos tampoco podrían dar cuenta de esta característica, ya que “las neuronas se activan o no se activa. No fingen activarse” (Gallagher 2007c, p. 361).8

Atacada en el nivel subpersonal, Gallagher luego se enfoca en reunir y construir objeciones para desestimar a la simulación en el nivel perso-nal. Su estrategia es triple: retomar las dificultades recién mencionadas y proyectarlas sobre procesos conscientes, actualizar objeciones clásicas provenientes de la filosofía y de psicología del desarrollo y presentar un argumento fenomenológico propio.

En primer término, reconoce que en el nivel personal el requisito de pretense parece cumplirse sin problema, ya que puedo imaginarme siendo otra persona para poder entenderla y esa es una actividad de la que puedo ser consciente y sobre la que puedo reflexionar y realizar cambios. Esos episodios de imaginación de hecho incluyen en su contenido que estoy simulando ser otra persona y que se trata de alguien diferente a mí.

8 Herschbach sostiene que en su ataque a la simulación en el nivel subpersonal, Gallagher entra en incongruencia con otros textos suyos. Mientras niega que un mecanismo neural pueda cumplir con las condiciones instrumentales hablando de la simulación, sí acepta tal requisito cuando habla de la percepción social basada en el control motor (cfr. Herschbach 2010, p. 111).

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Sin embargo, para Gallagher el requisito necesario debe ser más fuerte, ya que no se trata simplemente de “un modelo que utilizamos para entender a otra persona, ya que los modelos teóricos serían sufi-cientes si esto es todo lo que se requiere. Incluso el hecho de que los modelos están constituidos en nuestros propios mecanismos no es su-ficiente. En vez de eso, debo utilizar el modelo ‘como si’ yo estuviese en la situación de la otra persona” (Gallagher 2007c, p. 360).

Al sostener esta definición, Gallagher parece estar buscando una definición demasiado exigente de simulación, una que veo de difícil cumplimiento y que no sé si un defensor de esta postura realmente adoptaría. El rasgo central de la simulación en los modelos sobre Psi-cología de Sentido Común, tal como expuse en el tercer capítulo de este trabajo –y que vuelve clara la oposición con la Teoría de la Teoría– es que el mecanismo de simular cumple un rol fundamental en la com-prensión del otro (cfr. 3.1) y que el simulador debe imitar o replicar el estado del tercero que toma como objetivo (cfr. Goldman 2006). Si bien en este proceso es necesario distinguir la simulación de la mente y la intersubjetividad del otro de mis propios procesos mentales –tal como mencioné al hacer referencia al problema de las representaciones socia-les– el pedido de que todos los estados simulados sean representados con la forma “como si” me parece excesivo. Un proceso de simulación podría correrse en un sistema sin que se represente explícitamente la identidad del agente. Con esta caracterización, Gallagher parece haber construido a un hombre de paja para derribar.

En segundo lugar, Gallagher presenta una batería de argumentos que atacan las bases de la simulación de corte introspectivista (cfr. 3.3). Por un lado, menciona dos argumentos lógicos clásicos. El primero es la objeción a la simulación de Ryle, quien sostuvo que la lógica invo-lucrada en estos procesos no es correcta porque imputar a diferentes personas mis acciones simuladas, incluyendo sus condiciones de verdad, ignora que en sus acciones están presentes “los procesos para vincular las apariencias y las acciones de las personas pueden variar de manera tan severa que la imputación de procesos internos podrían ser contra-rias a la evidencia” (Ryle 1949, p. 54). El segundo es el cuestionamiento de Scheler de que al proyectar mis propios estados mentales en alguien más, sólo podría entenderme a mí mismo en la situación del otro. Lo que se requiere, en cambio, es entender al otro en el lugar del otro (cfr. Scheler 1923, 1954).

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Otro de los argumentos citados por Gallagher proviene de la psi-cología del desarrollo, que destaca que existe evidencia de que los ni-ños muy pequeños pueden entender intenciones ajenas, incluso aque-llas que no llegan a ser exitosas (cfr. Meltzoff 1995; Baldwin & Baird 2001). Siguiendo el razonamiento recién mencionado de Scheler, sería inverosímil sostener que a los 15 meses de vida, por ejemplo, se acceden a los complejos procesos cognitivos necesarios para llevar adelante la acción.

Finalmente, el ataque más utilizado por Gallager contra simulación en el nivel personal –o “la simulación explícita”, tal como él la llama– es un razonamiento que presenta por primera vez en este texto pero que luego utilizará en varios trabajos. Se trata del “argumento fenomeno-lógico simple”, cuyo blanco específico es el supuesto que sostienen los teóricos de la simulación como Goldman o Heal al postular que este mecanismo no es sólo explícito, sino también primario en la relación social, en el sentido de que es la manera por default como nos vincula-mos con los demás.

Para Gallagher esta tesis tan fuerte no cuenta con la evidencia fe-nomenológica suficiente como para ser sostenida: “si la simulación es tanto explícita como primaria, entonces uno debería tener algún grado de conciencia de los diferentes pasos involucrados para simular los es-tados mentales del otro”. Sin embargo, parece claro que son raras las ocasiones en las que efectivamente llevamos adelante esta recreación, que de hecho es consciente pero también bastante trabajosa. “La feno-menología nos muestra que en la inmensa mayoría de los encuentros no estamos frente a enigmas de tercera persona que nos generan simu-laciones de primera persona. En cambio, la mayor parte del tiempo son interacciones de segunda persona en las que adquiero una noción de lo que está sucediendo a partir de las interacciones contextualizadas, so-cial y pragmáticamente comunes” (Gallagher 2007c, p. 356). Y no es el caso de que las simulaciones se hayan vuelto tan habituales que fueron internalizadas, como las rutinas de correr o de manejar un auto. Si este fuese el caso, de acuerdo al “argumento fenomenológico simple” esos procesos deberían ser de todos modos accesibles a la conciencia porque se mantendrían en el nivel personal. Esto no sólo no sucede, sino que en situaciones problemáticas solemos volvernos hacia una simulación explícita, que muestra que se trata de una práctica para una excepción y no una regla.

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Así, Gallagher termina negando que pueda existir una simulación en el nivel subpersonal y constriñe a la simulación en el nivel personal sólo a contadas ocasiones. Si bien es cierto que la Teoría de la Simula-ción nació como un mecanismo indubitablemente personal y luego fue adoptando nuevas formas, en muchos casos confusas o poco claras con respecto al nivel en el que se situaban, rechazar la posibilidad de una simulación subpersonal es una apuesta muy fuerte y es una empresa que requiere, por su envergadura, un argumento más fuerte que uno surgido del análisis de dos definiciones del diccionario. Con respecto al alcance de las críticas fenomenológicas, ya expresé mi preocupación por lo que considero que es un tipo de argumentación que debe ser tomado con cuidado.

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9. Los futuros de la Psicología de Sentido Común

9.1 Introducción

A lo largo de los ocho capítulos anteriores presenté y analicé las dife-rentes maneras en que la Psicología de Sentido Común fue analizada en los últimos treinta años. Intenté reflejar con fidelidad las ideas de cada autor pero también busqué ser crítico con los aportes expuestos, señalando en cada uno de los modelos aquellos puntos que me parecían problemáticos, y cuáles eran sus aristas más débiles.

Al englobar las principales propuestas bajo la denominación de Enfo-que Cartesiano y de Nuevos Enfoques, intenté dejar al descubierto cómo, por encima de las disputas y debates planteados, existen bases compartidas que indicaban que un espíritu común recorre las inquietudes de los distin-tos pensadores. Las intensas discusiones planteadas durante la década del 80 y del 90 terminaron agotando el abordaje inicial sobre el área y prepa-raron el terreno para que en los últimos diez años se presentara una verda-dera renovación en el estudio de la manera en que hombres y mujeres nos relacionamos cotidianamente. La bocanada de aire fresco que implicó la Teoría de la Interacción, el Narrativismo y la Perspectiva de Segunda Per-sona, sin embargo, no estuvo exenta de inconvenientes y problemas. ¿Cuál es el futuro de la Psicología de Sentido Común en el siglo XXI? ¿O será que sólo podremos proponer diferentes y tentativos futuros? La historia del pensamiento está plagada de predicciones que nunca se cumplieron, así que seré cauto a la hora de imaginarme qué sucederá en los próximos años. Sin embargo, quisiera concluir este trabajo con mis propias ideas acerca del rumbo que los análisis sobre el tema deberían tomar.

Las disputas sobre Psicología de Sentido Común son difíciles de ana-lizar y es complejo sacar conclusiones válidas porque no siempre es posible determinar el trasfondo común necesario para plantear un diálogo fructífe-

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ro entre los pensadores. Si bien comparto la mayoría de las motivaciones de los Nuevos Enfoques en su embate contra el Enfoque Cartesiano y rescato su interés por poner al cuerpo y la intersubjetividad en un lugar central, no estoy dispuesto a adherir sin más a sus postulados. No encuentro satisfacto-rias ninguna de las propuestas que analicé para dar cuenta de un fenómeno tan heterogéneo y complejo como la interacción cotidiana que se da entre las personas. Si lo que se busca es dar cuenta de la manera en la que nor-malmente nos manejamos en el mundo, interactuando con otras personas y reconociendo en ellos a pares semejantes a nosotros, nos estaremos en-frentando necesariamente a una pluralidad de situaciones que no pueden ser abordadas de una única manera. El único modo de ofrecer un modelo teórico que no traicione la naturaleza del objeto a investigar –una de las me-tas que creo que no deben abandonarse ni en este campo de reflexión ni en ningún otro– es contemplar una serie de mecanismos distintos que puedan entrar en funcionamiento según lo requiera cada ocasión. Con esto no estoy presuponiendo que sea sencillo encontrar una articulación de diferentes ele-mentos de las posiciones anteriores en una única propuesta, sino que reco-nozco que existen planteos incompatibles y en pugna respecto de los cuales se debe tomar una posición. Soy partidario de sostener un pluralismo de estrategias para abordar la Psicología de Sentido Común, pero me encuen-tro más cercano a una postura conservadora con respecto a ciertos avances y análisis tradicionales que a ciertos defensores de los Nuevos Enfoques.

Así, en este capítulo presentaré las cinco tesis que quise sostener a la hora de escribir este trabajo. Todo lo que planteé hasta ahora intentó ser una defensa de estas ideas, brindando las razones que creo necesa-rias para considerar que mis intuiciones son correctas y que mi postura debe preferirse frente al resto de las opciones posibles que están en danza. En las próximas páginas desarrollaré la defensa de cada una de estas afirmaciones e intentaré iluminar cuál podría ser el camino que recorra la Psicología de Sentido Común a partir de ahora.

Sostengo estas cinco tesis:

1. Ninguna de las estrategias ofrecidas a lo largo de las últimas tres décadas por filósofos y psicólogos es por sí sola satisfactoria para explicar la Psicología de Sentido Común.2. La Psicología de Sentido Común es un fenómeno complejo y debe estudiarse atendiendo a las propuestas de diversas estrate-gias que hoy están en competencia.

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3. Es una tarea necesaria, y posible, compatibilizar los diversos modelos en pugna a favor de un acercamiento teórico que no traicione la naturaleza de la Psicología de Sentido Común.4. Deseos, creencias e inferencias prácticas no constituyen por sí solos el núcleo de la Psicología de Sentido Común, sino que deben sumarse otros estados psicológicos que son igualmente centrales, en particular las emociones.5. Una explicación adecuada del complejo fenómeno de la Psi-cología de Sentido Común deberá partir de posiciones corpo-reizadas, dejando de lado premisas puramente intelectualistas, que ya demostraron sus limitaciones y deficiencias.

En los siguientes apartados desarrollaré en detalle cada una de estas ideas.

9.2 La Psicología de Sentido Común: un fenómeno heterogéneo y complejo

Comenzaré defendiendo las dos primeras tesis:

1. Ninguna de las estrategias ofrecidas a lo largo de las últimas tres décadas por filósofos y psicólogos es por sí sola satisfactoria para explicar la Psicología de Sentido Común.2. La Psicología de Sentido Común es un fenómeno complejo y debe estudiarse atendiendo a las propuestas de diversas estrate-gias que hoy están en competencia.

Mencioné que no existe una manera unívoca de definir cuál es exac-tamente el ámbito de la Psicología de Sentido Común y ni siquiera hay un consenso alrededor de cuál debe ser su denominación (cfr. 1.2.2). Frente a esta pluralidad de opciones y enfoques, quisiera adherir a una definición más modesta y abierta, que podría tener esta forma:

Psicología de Sentido Común: Habilidad para interactuar co-tidianamente con otras personas asumiendo que son nuestros semejantes.

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Frente a todas las opciones disponibles, creo que esta definición tentativa puede recoger el amplio rango de situaciones sociales en las que considero que se pone en juego la Psicología de Sentido Común, y a la vez rescata la impronta que tienen la mayoría de los modelos propuestos desde la década del 80. En todos los casos, se trata de poder entender cómo es que interactuamos con los demás asumiendo que las otras personas no son meros objetos inanimados, sino que son semejan-tes a nosotros mismos en algún aspecto relevante y único y que, por lo tanto, se impone un tipo de relación cualitativamente distinta.

Con esta identificación del otro como alguien que es un semejante simplemente quiero comprometerme con el reconocimiento automático de que compartimos la manera de pensar y actuar con los demás. No se trata de que reaccionaremos de idéntica forma frente a ciertos estímulos o ante determinadas situaciones, sino de que en todos los casos nos relacio-namos con los demás tomando como un presupuesto inicial que somos ca-paces de entender las acciones del otro y que podemos llegar a conocer las razones que mueven su conducta sin mayores esfuerzos. Esta comprensión no requiere ni que seamos infalibles en esta tarea ni la comprobación por parte del otro de que estamos en lo cierto, sino que basta con que el enten-dimiento que alcancemos nos permita manejarnos en nuestra vida social.

En algunas de las definiciones con las que se trabaja en Psicología de Sentido Común se suele decir que lo distintivo de estas relaciones con otros hombres es que vemos al otro “como un sujeto con mente” (cfr 5.5). Mi posición excede esta idea, al menos si por mente vamos a entender un concepto definido en términos puramente intelectualistas. Por el contrario, nuestros encuentros diarios con amigos, compañeros de trabajo y desco-nocidos nos muestran a las claras que el límite tajante que trazó Descartes entre nuestra mente y nuestro cuerpo no existe en nuestra concepción pre teórica y naïf con la que abordamos a los demás. Una sonrisa me muestra que mi novio está feliz, un grito me advierte que mi madre está de mal humor y la cara del empleado del banco que me está atendiendo me deja ver que no está dispuesto a ayudarme fácilmente, lo que me hace cambiar de estrategia al reclamar un pago que no se acreditó en mi cuenta.

En el primer capítulo mencioné que las situaciones en las que uti-lizamos nuestras habilidades de Psicología de Sentido Común eran numerosas y muy diferentes (cfr. 1.4.2). Para dar una idea de cuán dis-tintas podían ser, mencioné estos casos:

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1. Juan se despierta en mitad de la noche en su cama con sed. A pesar de tener sueño, se levanta, camina hasta la cocina y se sirve un vaso de jugo de la heladera. Luego, regresa a dormir.2. Pablo se levanta en medio de la noche con mucha sed, pero sabe que al otro día se levanta muy temprano y quiere seguir dur-miendo. Mientras trata de conciliar el sueño, escucha ruidos en su cocina y decide levantarse a comprobar si todo está en orden. Descubre que su gato estuvo jugando con unas bolsas. Aprovecha, abre la heladera y se sirve un vaso de leche. Se vuelve a acostar.3. Jorge se lava los dientes por la mañana escuchando en la radio el pronóstico del tiempo. Antes de salir de su casa, toma de su placard un paraguas.4. Ringo rinde un examen final en dos horas y llegó temprano a la universidad para poder repasar las últimas unidades de la materia con una compañera. Se sientan en un bar cercano, le piden dos cafés al mozo, se quedan leyendo por más de una hora y media y luego con un gesto Ringo pide la cuenta. Al llegar al aula su compañera le pregunta si la cara del profesor no le recuerda la del mozo. Por más esfuerzos que hace, Ringo no puede recordar cómo lucía el mozo, pero pudo rendir el examen satisfactoriamente y se sacó un diez.5. Charly entra a un local de venta de artículos electrónicos y después de mirar varios modelos de computadoras portátiles, elige una marca Macintosh. Cuando llega a su casa, le explica la decisión a su mujer diciéndole que era la ideal para su trabajo como diseñador gráfico.6. David tiene que darle una pastilla a su gato, al que recientemen-te castró, y lo busca en la cocina, en donde lo vio por última vez. Revisa cerca de las alacenas, detrás de la heladera y hasta adentro del horno. Su gato, en realidad, está debajo del sillón, durmiendo.7. Pedro va a la sala de cine con su novia, con ganas de pasar un buen momento con una comedia. Cuando llegan, le informan que no hay más entradas disponibles para el filme que tenían en men-te y terminan comprando de mala gana localidades para un drama iraní. Los dos terminan emocionados y llorando sobre el final de la cinta, ya que los personajes y situaciones los conmovieron.8. Oscar llega a un bar y ve trabajar ensimismada en su com-putadora a una chica que le atrae mucho. De mesa a mesa, le

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pregunta qué es lo que está haciendo. Ella le responde que está trabajando y sigue escribiendo. Él insiste preguntándole sobre cómo se llama y de qué está escribiendo. Ella, casi sin quitar la vista de la pantalla, le responde con monosílabos.9. Lissa sale de excursión en el bosque con su amiga Lourdes. Mien-tras eligen un lugar en donde armar la carpa, Lourdes mira hacia un claro entre los árboles, pega un grito aterrada y sale corriendo. Lissa se sorprende, mira hacia el claro para entender qué sucede con su compañera y ve a un oso acercarse. De inmediato, huye con ella.10. Virginia fue madre hace pocas semanas y suele pasar mucho tiempo con su bebé. Mantiene una relación estrecha con su hijo y cuando se siente nerviosa o se asusta por algo, su bebé llora. Cuando le saca la lengua, en cambio, el niño la imita y hace lo mismo.11. Valeria tiene una hija de tres años con la que suele compartir algunos juegos. Uno de los que más disfruta es usar una banana como si fuera un teléfono y “hablar” con conocidos. También juegan a tomar la merienda con tacitas y teteras de juguete que no contienen líquido.12. Enfurecido por la manera en que lo tratan sus vencinos, Julio envenena el pozo de agua de su pequeña aldea y asesina a dece-nas de personas.13. Johnny y Enrique comparten un taxi para ir al aeropuerto, ya que deben tomar distintos aviones que parten a la misma hora. Un problema en el tráfico los retrasa y llegan una hora más tarde de lo planeado. En la ventanilla de su aerolínea, le informan a Johnny que su vuelo tuvo un desperfecto y retrasó 45 minutos su salida, pero acaba de despegar. El de Enrique, en cambio, salió se-gún el cronograma, hace una hora. Johnny no puede más que pro-ferir maldiciones, pero Enrique está resignado a su (mala) suerte. 14. Al verlo llegar del trabajo, María Gabriela le dice a Luis Al-berto: “Quiero el divorcio”. Inmediatamente él le responde con naturalidad: “¿Y puedo saber cómo se llama él?”.15. Fito nos cuenta apenado que murió su perro. Al recordar a nuestra propia mascota muerta, nos sentimos cercanos a su dolor y empatizamos con su tristeza.16. Hilda y Fabiana tienen 4 años y son compañeras en el Jardín de Infantes. Una mañana, jugando en el patio, Hilda se golpea en el tobogán y se hace un pequeño corte por encima de la ceja.

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El verla llorar y con sangre en la frente hace que inmediatamen-te Fabiana, que estaba jugando a otra cosa, llore también.17. A pesar de que ya había comido suficiente, Daniela decide comerse la última porción de torta que quedaba sobre la mesa.18. En Sueño de una noche de verano, Shakespeare cuenta cómo Hernia reacciona al despertarse sin Lisandro a su lado. Ella des-conoce que un hechizo hizo que su amado la abandonara en medio de la noche y concluye que su rival Demetrio lo asesinó.

A lo largo del trabajo, todos estos casos fueron analizados a la luz de algunos de los modelos expuestos, ya que son ejemplos tomados de la bibliografía que utilicé en mi investigación. En el caso de los tres primeros ejemplos (1, 2 y 3), no existe una interacción de los sujetos involucrados, pero se trata de momentos que suelen ser invocados para mostrar la eficacia del silogismo práctico, la manera de entender a los demás en base a sus deseos y creencias (cfr. 1.2.1, 5.3). Podemos com-prender la conducta de Juan, Pablo y Jorge gracias a construcciones como “Juan desea tomar agua” y “Juan cree que hay agua en la heladera”; “Pablo quiere saber si hay ladrones en su casa”, “Pablo cree que pue-de haber ladrones en su cocina”; “Jorge no desea mojarse”, “Jorge cree que por la tarde lloverá”, etc. Sin embargo, incluso en estas situaciones sencillas, podemos armar más de una explicación apelando a deseos y creencias, con infinitas posibilidades que podrían ser correctas a pesar de no ser compatibles entre sí (cfr. 8.4). Y en el caso de Pablo, por ejem-plo, no podemos saber a ciencia cierta por qué fue que tomó el vaso de leche, ya que tenía sed pero antes no había querido levantarse a hacerlo.

Si somos testigos de alguna de esas tres situaciones, el Enfoque Car-tesiano podría sostener que explicamos las conductas vistas o bien ape-lando a generalizaciones teóricas o bien utilizando recreaciones imagina-tivas, con las que le adjudicamos estados mentales a Juan, Pablo y Jorge. Pero cuando Ringo interactúa con éxito con un mozo pero no recuerda su cara ni quién era (4), parece que no hubo ninguna adscripción de men-talidad o siquiera de intencionalidad, sino que en ese caso se cumplieron los pasos esperados de una situación social altamente convencionalizada y, aparentemente, carente de estados mentales (cfr. 8.4), ¿qué simulación realizó al pedirle dos cafés y la cuenta?, ¿a qué principios teóricos apeló?

Cuando Charly le describe a su mujer por qué eligió una computa-dora Macintosh (5) o cuando vemos a David buscar a su gato en el lugar

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equivocado (6), nos parece que no hay una Narración de Sentido Común o una lectura de cuerpos que nos dé las mejores y más rápidas herramien-tas para entender lo que allí sucede que la Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación o un abordaje modularista. Sin embargo, estos tres mo-delos sólo podrían ofrecer dificultosas reconstrucciones de por qué Luis Alberto le retruca a María Gabriela que está enamorada de otro hombre a pesar de que ella no expresó más que su deseo de divorciarse (14).

En el caso de la empatía que sienten Pedro y su novia sobre el fi-nal de la película iraní en el cine (7), el mecanismo que está detrás de ese fenómeno sin dudas es haber adoptado una perspectiva de segunda persona, en donde incluso frente a una obra de ficción con un contexto culturalmente distinto, se sintieron interpelados. Algo similar ocurre cuando nos conmovemos con Fito cuando nos cuenta su tristeza por la muerte de su perro y recordamos lo que sentimos cuando hace ya varios años perdimos a nuestra mascota (15).

Los indicios que nos da el cuerpo y todo aquello de lo que no se dice explícitamente pero que está presente gracias a nuestros gestos, caras, posturas y tonos de voz le permiten saber a Oscar que la chi-ca a la que intenta invitar a salir no está interesada en él y a ella le advierte que está en presencia de un verdadero admirador de su be-lleza (8). La Teoría de la Interacción bien puede dar cuenta de esto, sin que ni a Oscar ni la muchacha les haga falta adscribir deseos y creencias con simulaciones, teorías o mecanismos de Teoría de la Mente (cfr. 6.1.2).

Sin embargo el cuerpo no podría mostrarle a Lissa las razones de por qué Lourdes salió corriendo desesperada por el bosque (9). Sin dudas el miedo que vio en los ojos de su amiga la contagió de ese te-mor, pero debió ponerse en su lugar y ver al oso acercarse para recién entender las razones de su estampida (cfr. 3.2.2). Es el mismo con-tagio emocional que puede sentir el bebé de Virginia frente al ánimo de su mamá (10), que parece dejar pocas dudas sobre la existencia de estructuras innatas que ofrecen una sensibilidad especial para reco-nocer a otras personas y, en especial, otras caras. O lo que le sucede a Fabiana cuando llora al ver a su amiga Hilda lastimarse, a pesar de que ella no sufrió ningún golpe (16). Y cuando la hija de Valeria juega a hablar por teléfono con ella con una banana (11) entiende que es una simple fruta pero que comparte con su madre una ficción común (cfr. 4.3.3). Pero cuando entendemos que Johnny se enoja más que

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Enrique ya que estuvo más cerca de abordar su avión que su amigo, no apelamos a un contagio de sus emociones, sino a ponernos en sus zapatos en esa situación (13).

Ninguna de estas explicaciones sencillas, sin embargo, parecen po-der dar cuenta del crimen que comete Julio al envenenar el pozo de agua de su aldea (12). Razones más complejas que deseos y creencias –quizás aquellas que aprendimos mediante cuentos y novelas– nos dan una pista de qué fue que lo llevó a cometer esa injusticia.

Así, este vertiginoso recorrido por una decena y media de situacio-nes que entran en mi definición de Psicología de Sentido Común –y en la mayoría de las definiciones con las que trabajan los autores, más allá de que el foco de sus investigaciones se concentren en una clase u otra de ejemplos– señalan que estamos en presencia de un fenómeno altamente complejo. La heterogeneidad de estos casos creo que es una buena razón para dar por tierra con la pretensión de que una sola for-ma de abordaje pueda dar cuenta de todo. Si bien existen casos en los que propuestas opuestas intentan explicar el mismo caso, es común que cada modelo apueste a determinada clase de ejemplo en los que pueden demostrar su fortaleza y mejor adecuación. Como creo que todos los casos mencionados deben ser tenidos en cuenta, mi posición personal es abogar por un tratamiento plural de la Psicología de Sentido Común.

Pero conseguir un modelo tal requiere la tarea previa de entender exactamente de qué está hablando cada autor. Explicaré eso en la si-guiente sección.

9.3 Modelos de Psicología de Sentido Común: distinción de niveles y compatibilización

Mi tercera tesis sobre Psicología de Sentido Común sostiene:

3. Es una tarea necesaria, y posible, compatibilizar los diversos modelos en pugna a favor de un acercamiento teórico que no traicione la naturaleza de la Psicología de Sentido Común.

Para analizar si es factible una compatibilización de los modelos en danza hay que sortear un obstáculo que creo que quedó al descubierto en mi análisis de las discusiones entre Enfoque Cartesiano y los Nuevos

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Enfoques. Se trata de dilucidar si todas las propuestas sobre Psicología de Sentido Común se encuentran interesadas en dar cuenta de este fe-nómeno en el mismo nivel de explicación o si, en cambio, están versan-do sobre ámbitos diferentes. De ser así, no sólo habría que replantear las discusiones que se dieron entre los distintos modelos sino también habría que analizar la posibilidad de que puedan convivir propuestas que a primera vista podrían parecer incompatibles pero que en realidad están intentando dar explicaciones de cosas diferentes.

Ya desde la primera publicación de Dennett sobre el tema, “Perso-nal and Sub-Personal Levels of Explanation” (Dennett 1969), la idea de que contamos con dos niveles de explicación a la hora de enfrentar fenómenos mentales se mantuvo casi sin discusión en la filosofía ana-lítica. En aquel artículo –cuyos conceptos luego fueron extendidos y más trabajados en otras obras– se distinguía entre la explicación de nivel subpersonal de, por ejemplo, dolor, que apelaba a las múltiples y varias actividades neuropsicológicas que se disparaban frente al daño de un tejido, y la explicación de nivel personal en que se utilizaba la palabra o el concepto “dolor” para explicar el fenómeno de dolor. En el nivel subpersonal no era necesaria la referencia a este fenómeno, sino que bastaba la explicación física del sistema involucrado, mientras que en el nivel personal era necesario reconocer que esa persona estaba en un estado de dolor, que podía ser identificado a partir de determinadas sensaciones y conductas determinadas.

Así, en el nivel personal se encuentran las actividades y experiencias conscientes de agentes humanos. Aquí se puede hablar con propiedad de conductas y de actividades mentales conscientes. En el nivel subpersonal, en cambio, se sitúan las operaciones de alguna parte o algunas partes del cerebro. Se trata de las operaciones que subyacen a la acción y de las piezas o elementos involucrados en esas operaciones. Frente a estos dos tipos de explicaciones posibles, se vuelve necesario postular explicacio-nes interniveles, para poder dar cuenta de manera completa de qué es lo que está sucediendo con los fenómenos mentales. Sin embargo, y a pesar de esta innegable importancia, la mayor parte de los experimentos se concentran o en el nivel personal o en el subpersonal y hay poco trabajo realizado en ciencias cognitivas sobre este punto intermedio.

Esta distinción también juega un rol en las propuestas de Psicología de Sentido Común, aunque no siempre fue una cuestión debidamente tenida en cuenta. Si analizamos bajo esta clave a los diferentes modelos incluidos

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en el Enfoque Cartesiano, creo que se puede sostener que hubo un paulatino paso del nivel personal al subpersonal a medida que transcurrió el tiempo.

En el caso de la Teoría de la Teoría, por ejemplo, Wellman parece estar interesado solamente en el nivel personal. Si bien nunca lo afirma explícitamente, los requisitos que pide para llamar “teoría” al conjunto de elementos y conocimientos que se ponen en juego en nuestras relaciones cotidianas –coherencia, capacidad para hacer distinciones ontológicas y poder predictivo (cfr. 2.3.2)– no pueden ser cumplidos por mecanismos subpersonales. Este autor, además, afirma que la experiencia es central y clave para que los niños puedan “afilar” su Psicología de Sentido Común, en un sentido que lo enfrenta con las posiciones modularistas, compro-metiéndolo con mecanismos de dominio general a la hora entender la mente de los demás, y que por lo tanto son conscientes y personales.

En cuanto a Gopnik y Meltzoff, por su parte, el modelo que ofrecen parece ubicarse en ambos niveles. Por un lado, el conjunto de característi-cas que deben darse para que se pueda hablar de una “teoría” –englobadas en tres conjuntos, rasgos estructurales, rasgos funcionales y rasgos diná-micos (cfr. 2.4.2)– ubicarían al planteo del niño como pequeño científico en el plano personal. De hecho, lo que los sujetos hacemos para entender a los demás parece ser una secuencia de inferencias de casos particulares a partir de principios generales. El paso por las distintas fases de madu-ración de la teoría de Psicología de Sentido Común se caracteriza por la creciente habilidad para poder sacar las conclusiones correctas sobre la conducta de los demás a partir de los datos de la realidad con los que con-tamos, tal como un científico pone a prueba sus hipótesis y las modifica y reemplaza frente a evidencia en contra (cfr. 2.4.3).

Sin embargo, al proponer que contamos con ciertas representacio-nes primitivas y algunos mecanismos de propósito general presentes ya desde el nacimiento, Gopnik y Meltzoff parecen situarse también en un nivel subpersonal, ya que no hay real acceso a este conocimiento no aprendido que se encuentra estructurado de manera similar a una teoría (Gopnik 1996a, cfr. 2.4.3).

En el caso de la Teoría de la Simulación, la distinción de niveles es un tarea mucho más compleja. Es claro que las propuestas originales de Heal y Gordon se situaban en el plano personal (cfr. Heal 1986; Gordon 1986). Lograr la comprensión de la conducta mediante la replicación o al ponerse en el lugar del otro requería sin dudas un actividad consciente que, tal vez, se había internalizado por la familiaridad que teníamos con ella, pero de la que

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en todos los casos teníamos control (cfr. 3.2.3). Las diferentes modificaciones que fueron sufriendo estas ideas cambiaron el panorama y ya no es posible hacer una división tajante entre autores o corrientes simulacionistas entre el nivel personal y el subpersonal. En el caso de la corriente conductista, la resis-tencia de Gordon a dar una definición explícita de qué es lo que entiende por simulación dificulta mucho las cosas (cfr. 3.4). Según sus propias palabras, simular involucra “ponerse en los zapatos del otro”, “hacer los ajustes nece-sarios” (cfr. Gordon 1995b, p. 63) y “tomar decisiones en ese mundo fingido” (cfr. Gordon 1995b, p. 66), todas descripciones que encajan en el plano per-sonal. Y cuando habla de una “proyección total” (cfr. Gordon 1995a, p. 105) para hacer referencia a la simulación, se refiere a imaginarnos siendo el otro pero sin abandonar las propias creencias a favor de la de terceros. Pero creo que pensar en las rutinas de ascenso como personales podría plantear algunas dificultades, porque requerirían mucha atención y esfuerzo como para que se lleven adelante en todas las interacciones.

Por el lado de los autores introspeccionistas, la simulación obtenida por ingresar los estados mentales fingidos en un proceso cognitivo fuera de línea que genera nuevos estados mentales a partir de los primeros se sitúa en el nivel subpersonal (cfr. 3.3). Esto queda patente en el caso de las menciones a las neuronas espejo, que dan cuenta de los mecanismos no conscientes que subyacen a la conducta.

Por último, al preocuparse por los componentes innatos que están presentes en nuestra comprensión de los demás, las propuestas mo-dularistas como las de Baron-Cohen y Leslie se interesan por el nivel subpersonal, al menos con respecto al momento del desarrollo del suje-to que les interesan explicar.

De este modo, dentro del Enfoque Cartesiano no hay un acuerdo entre si las explicaciones que se buscan para la Psicología de Sentido Común deben estar en el nivel personal o en el subpersonal.

En la vereda de enfrente, los Nuevos Enfoques parecen situarse en el nivel personal. La impronta fenomenológica que adoptan todos sus autores –en especial en la Teoría de la Interacción, pero también los na-rrativistas y los defensores de la Perspectiva de Segunda Persona– de-bería mantenerlos al margen de pronunciarse con respecto a qué sucede en el nivel subpersonal.1

1 Al distinguir claramente entre niveles en las propuestas en juego, también es necesario rever y analizar la evidencia empírica que se suele mencionar a favor o

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Si efectivamente la Psicología de Sentido Común fuera analizada desde el ámbito personal, sería perfectamente compatible plantear que es mediante una serie de mecanismos subpersonales que guardan una semejanza con una teoría cómo, por ejemplo, empatizamos emocional-mente con alguien cara a cara. Al ser dimensiones diferentes y separa-das, bien se podría ser teórico de la teoría o teórico de la simulación en el ámbito subpersonal, por ejemplo, y adherir a una propuesta como la de Gomila. O reconocer el rol de las Narraciones de Sentido Común y afirmar que debajo de este uso existen mecanismos de simulación. Esto no significa, sin embargo, que los autores que integran los Nuevos En-foques hayan aceptado la posibilidad de esta compatibilización o que no sostengan que sus argumentos alcanzan a todos los niveles.

De hecho, tanto Hutto (cfr. Hutto 2007a) como Gallagher creen que sus propuestas críticas ponen en aprietos a los modelos que se sitúan en el nivel personal y a los que están en el subpersonal (como sucede en crítica a la Teoría de la Simulación de este último a partir de la definición instru-mental y la definición de ficción, cfr. 8.6.2). Estos ataques, sin embargo, no siempre son articulados de una forma ordenada ni apuntan hacia un blanco claro. Los argumentos formulados por los Nuevos Enfoques se sitúan en un nivel personal, mientras que las propuestas más interesantes de los Enfoques Cartesianos versan sobre los mecanismos que están en un nivel inferior a estos fenómenos. Por eso el alcance que estos ataques es, en realidad, mucho más reducido y modesto.

Las críticas fenomenológicas como las que plantean Zahavi o Gallag-her, por ejemplo, no son concluyentes a la hora de eliminar del juego a la Teoría de la Teoría o la Teoría de la Simulación. El Enfoque Cartesiano suele ver a las interacciones como meras conductas, a partir de las cuales inferimos estados mentales. A partir de lo propuesto por los Nuevos Enfo-ques, es necesario enriquecer el abanico de situaciones que se dan en nues-tra vida cotidiana, pero por debajo de ellas bien podría haber mecanismos subpersonales con forma de teorías o similares a una simulación.

en contra de determinadas tesis. Los experimentos que adoptan una perspectiva de tercera persona sirven para caracterizar a la Psicología de Sentido Común en un nivel personal. Lo mismo sucede cuando se adopta una perspectiva de primera persona, como la introspección o la apelación a rasgos fenomenológicos. Las pruebas que apelan a técnicas de neurociencias, en cambio, se concentran en el nivel subpersonal, aunque también podrían dar cuenta del nivel interpersonal al ser expresiones de un fenómeno personal determinado.

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Zahavi y Gallagher reconocen explícitamente que existen ocasiones en las que no basta la identificación directa de los estados mentales para comprender al otro en situaciones cotidianas, sino que es necesario apelar a una teorización o simulación consciente de los estados mentales. Se trata de casos inusuales –que no son la regla, sino la excepción– como cuando nos enfrentamos a un completo desconocido que parece no se-guir las normas sociales establecidas o cuando la situación en la que nos vemos envueltos nos es por completo extraña. Es también lo que sucede con los autistas que consiguen adaptarse y reinsertarse a la vida social y que testimonian poder interactuar apelando a razonamientos complejos. Se trata de adscripciones de estados mentales que recrean las propuestas cartesianas, con inferencias a partir de la conducta de los demás y del entorno. Si, entonces, creemos que pueden existir estas dos instancias, la de la adjudicación directa y la de la adjudicación mediada en el ámbito personal, ¿por qué no sostener que en el nivel subpersonal se dan los mis-mos mecanismos? Zahavi y Gallagher, incluso, recogen en su modelos las estructuras modulares de Baron-Cohen. Así, mencionan SAM, EDD y TOMM para explicar cómo podemos alcanzar las habilidades maduras de Psicología de Sentido Común (cfr. Zahavi 2005, p. 222; Gallagher 2005, p. 226), rehabilitando por completo el abanico de modelos teóricos que mencioné en la primera sección de este trabajo.2

Sin embargo, y para ser fieles a su planteo, a pesar de que yo creo que sus posiciones son compatibles con otros modelos en el nivel subperso-nal, ambos autores señalan objeciones a que haya teorías o simulacio-nes subyaciendo a nuestra práctica de Psicología de Sentido Común. Por el lado de Zahavi, sostiene que sólo sería posible caracterizar a los procesos de nivel subpersonal como “teóricos” si se asume una carac-terización muy vaga de lo que es una teoría. Y esta definición tan laxa implicaría aceptar que cualquier proceso que forme creencias –como jugar al ajedrez, por ejemplo– debería ser considerado de índole teórico. Y las funciones de explicar y predecir que se propone la Psicología de Sentido Común requieren necesariamente conciencia y la posibilidad

2 Zahavi necesita explicar cuáles podrían ser los mecanismos que subyacen a nuestra Psicología de Sentido Común. Él acepta que existen “mecanismos de procesamiento de información” (Zahavi 2005, p. 222) pero no explica si es que se trata de modelos representacionales. De este modo, no le cierra las puertas a la posibilidad de que mecanismos teóricos estén en juego en nuestra comprensión cotidiana.

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de reflexión. En ese mismo sentido, Gallagher marca que “una explica-ción parece significar (incluso en nuestra psicología de todos los días) un proceso que involucra una conciencia reflexiva” (Gallagher 2005, p. 215). Entendido así, no parece posible que haya procesos subpersonales en actividades como la percepción social directa que sean teóricos. Pero, tal como señalé en 2.2.3, no hay un acuerdo en la manera en que se debe identificar una teoría, por lo que podrían existir casos, como el de Gopnik y Meltzoff por ejemplo, en los que los mecanismos cerebrales subpersonales poseen representaciones, desarrollan teorías y otras fun-ciones sin conciencia o inteligencia.

Con respecto a la simulación, Gallagher y Ratcliffe critican que apelar a las neuronas espejo sirva para argumentar a favor de procesos de simulación en el nivel subpersonal. Estas neuronas se activan sólo 30 a 100 milisegundos después de la estimulación visual, una rapidez que podría ser entendida como parte integral de la acción de ver. En ese sentido, para Ratcliffe “la respuesta de las neuronas espejos está di-rectamente producida por el estímulo visual, tal como otros elementos del proceso visual, por lo que es admisible pensar que la visión es un proceso enactivo, en el sentido en que incorpora la respuesta motora” (Ratcliffe 2007, p. 133). A partir de esto, para él “el problema de enten-der al otro no es tal vez zanjar la distancia entre dos vidas mentales dis-tintas y escondidas, sino distinguir entre ellas dado el punto de partida de una conciencia de agencia que es, en algún sentido, indiferenciada” (Ratcliffe 2007, p. 135).

9.4 Elementos de Psicología de Sentido Común: Más allá de los deseos y creencias

La cuarta tesis que sostengo plantea que:

4. Deseos, creencias e inferencias prácticas no constituyen por sí solos el núcleo de la Psicología de Sentido Común, sino que deben sumarse otros estados psicológicos que son igualmente centrales, en particular las emociones.

En la defensa de esta afirmación me gustaría distinguir dos cosas. Por un lado, quisiera explicar por qué creo que si bien el Enfoque

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Cartesiano sobrevaloró los deseos y creencias en su propuesta, no es deseable su eliminación total, tal como plantean algunos autores de los Nuevos Enfoques. En segundo término, quisiera dejar asentadas algunas consideraciones sobre el papel de los estados emocionales en la Psicología de Sentido Común, los cuales considero centrales en nuestra vida diaria.

Con respecto al primer punto, una de las críticas más acertadas con-tra la visión tradicional de Psicología de Sentido Común es haber se-ñalado los errores de poner un acento demasiado fuerte en las prácticas mentalistas (cfr. 8.2 y 8.3) y de haber mantenido de manera acrítica los postulados del silogismo práctico según el cual toda conducta podía desglosarse de manera completa en términos de deseos y creencias (cfr. 1.2.1, 8.4). Los inconvenientes surgidos de este punto son varios, ya que no sólo el uso de deseo o creencia es tan laxo en nuestra vida cotidiana que parece imposible que sea utilizado en un estudio sistemático, sino que esta clase de explicaciones y predicciones no parecen corresponder-se con las que realizamos diariamente en nuestras vidas (cfr. 8.3).

Así, autores como Gallagher, Hutto y Ratcliffe colocan a los de-seos y a las creencias en un lugar marginal dentro de las prácticas de Psicología de Sentido Común e, incluso, sugieren que podríamos prescindir de ellos en la mayor parte de los casos. Los argumentos a favor de esta postura se reducen a mencionar situaciones que no pueden ser explicadas de la manera en que postula el Enfoque Cartesiano o que al menos redudan en formulaciones engorrosas y artificiales.

Ratcliffe llevó esta idea un paso más allá y trató de obtener infor-mación empírica al respecto. Así, realizó una serie de encuestas entre sus alumnos universitarios –quienes no estaban familiarizados con los estudios de Psicología de Sentido Común– en las que indagó sus no-ciones naïf de relaciones interpersonales. A cada uno de los experimen-tados les entregó el siguiente texto: “¿Qué es central en su comprensión de los demás? Dicho de otra manera, entender o interactuar con otra persona es muy diferente de entender o interactuar con una roca ¿en qué consiste esta diferencia? Por favor, exponga su idea intuitiva y de sentido común. Escríbala en una hoja y entréguemela la próxima sema-na”. Los resultados obtenidos terminaron contradiciendo la ortodoxia del Enfoque Cartesiano. En una de las experiencias que llevó adelante, de veinticinco respuestas recogidas entre los estudiantes sólo dos men-

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cionaban la palabra “creencia”, una sola “deseo” y ninguna predicción (Ratcliffe 2007, p. 47).3

En lo personal no creo que exista la evidencia suficiente como para negar que en las situaciones a las que nos enfrentamos todos los días no pueda existir una comprensión de deseos y creencias. Me siento cercano al espíritu renovador de los Nuevos Enfoques y acepto que hay maneras alternativas y más eficientes de entender a los demás que las postuladas por el Enfoque Cartesiano. Sin embargo, encuentro drástica la marginalización de los deseos y creencias de nuestras explicaciones cotidianas. En la larga lista de casos en los que se ponen en juego las ha-bilidades de Psicología de Sentido Común que mencioné al comenzar este trabajo (cfr. 1.4.2) resulta patente que precisamos de estos estados mentales junto con otros para poder relacionarnos con los demás. En (6), por ejemplo, cuando David quiere que darle un remedio a su gato y lo busca en los lugares equivocados, se está en presencia de un sujeto que actúa a partir de un deseo y de creencias equivocadas.

Eliminar a los deseos y creencias de nuestra comprensión ordinaria de la vida mental me parece una conclusión apresurada y errónea. Si bien es cierto que los tests de la falsa creencia –que presentan casos similares a los que busqué reflejar en (6)– presentan la suficiente cantidad de obstácu-los y problemas (cfr. 8.5.1) como para tomar sus resultados con reparos, no hay por eso que desestimarlos sin más y rechazar que puedan darnos información vital sobre cómo entendemos a las otras personas y cuándo empezamos a comprender ciertas situaciones. Es evidente que la batería de críticas y objeciones que mencioné a lo largo de este trabajo impone una actualización de su metodología y exige un especial cuidado a la hora de derivar conclusiones. Esto, sin embargo, no basta para hacerlos a un lado.

Por otra parte, celebro la recuperación de la perspectiva de segunda persona en los modelos de Psicología de Sentido Común (cfr. 7.6) y considero que este abordaje ofrece un verdadero reflejo de nuestras in-teracciones cotidianas, en las que no siempre somos meros observado-res. Sin embargo, es posible unir esta perspectiva con la comprensión de creencias falsas. De hecho, una serie de adaptaciones de los test de falsa creencia incluyeron en su marco a la interacción social y a la perspectiva de segunda persona. Se trata de, por ejemplo, experiencias en las que los

3 Aunque creo que la pertinencia de este tipo de metodología –y en especial el universo que decidió utilizar para testear su hipótesis– son cuestionables.

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participantes deben interpretar el discurso de un compañero con el que están interactuando a partir de una creencia errada sobre el ambiente en el que trabajan. Allí no se daba una reflexión descontextualizada de los estados mentales de alguien, sino una conducta on line que requería la comprensión de la falsa creencia (Carpenter, Call & Tomasello 2002; Keysara et al. 2003). Así, en este tipo de experimentos la importancia de deseos y creencias queda resguardada. Con esto no quiero compro-meterme con la frecuencia en que en nuestra vida apelamos a deseos y creencias –un punto en el que posiblemente Gallagher y Hutto tengan razón al hablar de excepcionalidad– sino simplemente quiero pensar que la comprensión de estados mentales como deseos y creencias está presente y no puede ser reemplazada por otras prácticas. Esto tampoco significa adherir por completo a todos los supuestos del Enfoque Car-tesiano, sino admitir que es necesario ampliar las herramientas para comprender el fenómeno y hacer que puedan convivir diferentes abor-dajes que no deben verse como excluyentes.

Me enfrento, así, a la posición más radicalizada, como la que a ve-ces parece esbozar Ratcliffe o la que menciona con otras motivaciones Bermúdez, que niega que se realicen adscripciones de cualquier tipo de estado mental en nuestra vida diaria. Según esta postura, se puede ser exitoso en la navegación social ordinaria sin echar mano a ninguna atri-bución psicológica, ya que las costumbres, los roles sociales y el mismo mundo ofrecen las estructuras necesarias para llevar adelante nuestras interacciones (cfr. 8.4). Encuentro esta afirmación muy difícil de soste-ner, e incluso inverosímil más allá de casos aislados, y la rechazo en base a las razones que acabo de exponer.

Pero la tesis que quiero defender no es sólo que los deseos y creen-cias juegan un rol imprescindible en nuestra comprensión de los demás –aunque siempre con la salvedad de que no son tan preponderantes como el Enfoque Cartesiano mantuvo– sino que también sostengo que es necesario prestar atención a otros estados mentales relevantes en el entendimiento de los demás. En particular, creo que las emociones tie-nen que estar en el centro de escena en un modelo satisfactorio de Psicología de Sentido Común.

La rehabilitación de las emociones dentro del ámbito de la filosofía analítica se dio de manera paralela al interés por la Psicología de Sen-tido Común. Así, en los últimos treinta años se desarrollaron intensas y fructíferas discusiones acerca de la definición, estatus y función de las

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emociones, abriendo el juego a interesantes debates y posiciones que pusieron en jaque el status quo dominante. Si bien siempre se las con-sideró un fenómeno relevante y peculiar en la vida del hombre, desde que Platón caracterizó a las emociones como opuestas a la razón, cayó sobre ellas un manto de sospechas y prejuicios que las marcarían duran-te siglos. Aunque es cierto que muchos rechazaron esta postura –como lo hiciera antes que nadie su discípulo más famoso, Aristóteles– desde entonces las emociones fueron mal vistas o incluso ignoradas.

En un brevísimo análisis desde esta primera caracterización a las discusiones que se dieron en la última mitad del siglo XX se puede hablar de dos corrientes opuestas y excluyentes para dar cuenta de emo-ciones (cfr. Dalgleish y Power 2008). Por un lado, está una tradición platónica, que las concibe como el resultado inmediato o directo de los cambios corporales que siguen a la percepción de un estímulo sensorial. Es lo que harán patente en el siglo XIX C. G. Lange y W. James (Lange 1884; James 1890) con la “feeling theory” y la idea de que “nuestra sensa-ción de los mismos cambios corporales mientras ocurren es la emoción” ( James 1884, pp. 189-190, cursiva original del autor). Ésa es la visión que siempre primó en filosofía y también la que fue dominante en el siglo pasado. En la vereda de enfrente se sitúa la tradición aristotélica, que recupera aspectos intelectuales en la constitución de la emoción. Es lo que hoy se conoce como teorías cognitivas de la emoción y que plan-tea que estados mentales como las creencias son esenciales para distin-guir entre las distintas emociones (Lyons, 1980). Para esta vertiente, no es posible experimentar una emoción como el miedo sin tener la correspondiente creencia de que existe un peligro. Así, ciertos juicios son condiciones necesarias para determinadas emociones o, incluso, las emociones son esos juicios evaluativos.4

Resulta claro entonces que las discusiones sobre las emociones en filosofía tuvieron dos ejes, la racionalidad (o irracionalidad), por un lado, y la cognición por el otro. El análisis de Solomon, por ejemplo, tiene como motivación explícita desafiar a la tajante división entre emociones y racionalidad, rechazando la concepción ampliamente aceptada de que las emociones son involuntarias (e irracionales) (Solomon 2003, p. 178).

4 Quizás el representante más destacado de esta posición es Solomon, quien identifica una emoción con un juicio evaluativo (o normativo), un juicio acerca de mi situación y acerca de mí y/o los demás (Solomon 1976a).

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Creo que esta impronta acerca esta propuesta al espíritu renovador de los Nuevos Enfoques, que buscan sacudir los prejuicios y preconceptos enquistados en los estudios de Psicología de Sentido Común.

Considero, pues, que para poder introducir de manera satisfactoria a las emociones en el concierto de estados mentales relevantes y centrales de la Psicología de Sentido Común hay que adherir a la tradición aris-totélica y rechazar el carácter irracional de las emociones. En la línea del pensamiento de Griffiths, creo que es plausible afirmar que el olvido de la filosofía analítica con respecto a las emociones está relacionado –o quizás dependa enteramente– de la caracterización general de las emociones o, al menos, de una manera de caracterizarlas (Griffiths 1997). De este modo, no es extraño comprobar que durante el auge del Enfoque Car-tesiano se evitó hablar de emociones porque no se las consideró impor-tantes para nuestra comprensión de los demás o bien porque podían ser reducidas a cierto conjunto de creencias y deseos. Wellman, por ejemplo, sostiene que se puede ver a la alegría como un deseo satisfecho y a la tristeza como un deseo insatisfecho (cfr. Wellman 1992).

Frente a esto, la incorporación de las emociones dentro de los ele-mentos en juego en las prácticas de Psicología de Sentido Común podría darse de dos maneras. Una opción es transformar a la díada tradicional de los Enfoques Cartesianos en tríada, resultando en la atri-bución de deseos, creencias y, ahora, emociones. Sin embargo, las críti-cas expuestas en 7.2 y 8.4 mostraron que es necesario reexaminar cómo se deben definir estos términos. La alternativa preferible es tomar un camino más largo y trabajoso, que tome en serio a las emociones como parte central de nuestra vida mental, entendiendo que atribución de actitudes proposicionales es insuficiente para dar cuenta de las habili-dades de Psicología de Sentido Común.

9.5 Psicología de Sentido Común: El rol del cuerpo y la captación directa

Finalmente, la quinta tesis que quiero sostener sobre la Psicología de Sentido Común es:

5. Una explicación adecuada del complejo fenómeno de la Psi-cología de Sentido Común deberá partir de posiciones corpo-

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reizadas, dejando de lado premisas puramente intelectualistas, que ya demostraron sus limitaciones y deficiencias.

Al proponer en el apartado anterior un papel central para las emo-ciones, me parece inevitable reconocer que en nuestra comprensión cotidiana de los demás solemos adoptar una actitud de segunda per-sona, que es la perspectiva desde donde podemos lograr la empatía y el contagio emocional con el otro. Y es por esta misma vinculación que se vuelve necesario adherir a una visión corporeizada de la cognición puesta en juego en las interacciones.

A través de nuestra cara, nuestro tono de voz y nuestras posturas el otro conoce nuestras emociones y algunos de nuestros estados mentales. Es la característica que Gallagher resalta con particular énfasis con su Teoría de la Interacción (cfr. 6.1.2) y uno de los rasgos que Gomila y Scotto preten-den rescatar con su propuesta teórica (cfr. 6.3.1). Sin embargo, no estoy satisfecho con la manera en que los Nuevos Enfoques presentan esta valo-ración del cuerpo, ya que me parece que la atractiva e intuitiva presentación de sus ideas esconde una fuerte limitación del rango de situaciones posibles en las que la nueva metodología puede aplicarse.

Los modelos vistos dentro del Enfoques Cartesianos describen al fenómeno de la Psicología de Sentido Común haciendo un hincapié excesivo en los aspectos mentalistas e intelectuales, como si todo lo que hiciésemos en nuestras interacciones fuesen intercambios entre en-tidades cartesianas incorpóreas, encuentros aislados de res cogitans en los que sólo importa aquello que se infiere mediante generalizaciones teóricas o recreaciones imaginativas. En sintonía con esta caracteriza-ción, se puso el foco del estudio en las situaciones de Psicología de Sentido Común desde una perspectiva de tercera persona y “descarna-das”, es decir, sin que la corporalidad juegue ningún papel. Esto alejó a las propuestas de la Teoría de la Teoría, la Teoría de la Simulación y los defensores de la modularidad de la manera en que efectivamente las personas se comprenden día a día las unas a las otras. La insatis-facción generada, señalada en numerosas ocasiones por los autores de los Nuevos Enfoques, redundó en dos tipos de críticas. Por un lado, las analizadas en el apartado anterior y que tienen como blanco el papel de los deseos y creencias en esa comprensión. El abandono completo de estos estados mentales o su expulsión de cualquier tipo de interacción cotidiana representa un error que ya señalé.

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La segunda clase de objeciones se centra en marcar el desdén por aquellas situaciones en las que se ponen en juego habilidades como el reconocimiento de emociones e intenciones a partir de gestos o postu-ras corporales, que representan una parte importante de nuestra vida diaria. Según los Nuevos Enfoques, esta manera de entender al otro no sólo es muy frecuente, sino que se opone a la postulación de cualquier tipo de mecanismo mediado de comprensión. Es aquí, entonces, en donde se pone en primer lugar al cuerpo.

Los Nuevos Enfoques desafían la idea de que las atribuciones men-tales mediante teorías o simulaciones constituyan la manera básica en la que nos relacionamos con los demás. A partir de la descripción fe-nomenológica de primera persona que toman como base, cuestionan que nuestra comprensión cotidiana no sólo involucre la atribución de creencias y deseos, sino cualquier tipo de inferencia o mediación. En este caso, lo que está en el foco del debate es que la adscripción sea la manera estándar en la que se realiza esta comprensión, aunque se ad-mite que en casos extraordinarios adoptamos esas técnicas. Es por este camino que algunos autores llegaron a afirmar que no necesitamos de la atribución de estados mentales, tal como mencioné en 9.4, más allá de cómo se realice esta acción, para interactuar con otras personas. Esto significaría que la Psicología de Sentido Común tal como se la enten-dió tradicionalmente y que fue exhaustivamente analizada no existe o como mucho es un fenómeno infrecuente.

De acuerdo con los Nuevos Enfoques es que percibimos directa-mente las intenciones y emociones de los demás, ya que su expresión está en la misma conducta (cfr. 8.3). Así, entendemos al otro tan sólo percibiendo acciones, gestos y expresiones, lo que nos permite un acce-so directo a las razones de su conducta. Es la postura que explícitamen-te sostiene Gallagher y Ratcliffe, por ejemplo. No es necesario postular mecanismos que nos permitan entender qué sucede en la cabeza de los otros, ya que sus cuerpos bastan para comprenderlos. Experimentamos a los demás como agentes, vemos sus emociones en sus expresiones y percibimos los significados en sus gestos. Pero no se trata de ideas vagas sobre los terceros o suposiciones de sus planteos, sino que Ratcliffe se anima a decir que “gestos, expresiones y acciones no son sólo expresio-nes externas de procesos internos de pensamiento, son parte de esos procesos. Por consiguiente, podemos realmente percibir, hasta cierto punto, la vida mental de los otros” (Ratcliffe 2007, p. 148).

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Si bien a primera vista esta propuesta resulta interesante y atractiva, existen algunos obstáculos que merecen ser tenidos en cuenta y que desarman las pretensiones de sus defensores. Quisiera señalar los tres que me parecen más importantes. En primer lugar, de la larga lista de casos que brindé para ilustrar cuándo se deberían poner en juego las habilidades de Psicología de Sentido Común, en pocos se podría pos-tular esta comprensión no mediada, ya que se trata de situaciones en las que los mecanismos clásicos funcionan sin problemas (como en 8 y 16). En el apartado anterior, además, mencioné interacciones cara a cara en las que es necesario postular ciertos estados mentales, como deseos y creencias, que no pueden ser captados de manera directa a partir de lo que deja ver el cuerpo.

En segundo término, la falta de detalles acerca de la manera en que se consigue esta captación directa atenta contra la posibilidad de comprobar si este mecanismo es viable o no en nuestras interacciones cotidianas. En particular, creo que no termina de quedar claro en qué sentido aquí se habla de “percibir” una acción y por qué esta percepción y los pensamientos a los que puede dar lugar no involucran estados mentales. ¿Cómo sería percibir la acción del otro sin ninguna media-ción? Es fundamental que se dé una explicación exhaustiva de los por-menores de esta relación tan problemática.

Por último, aquellos autores que describen con mayor detalle cómo es la percepción directa de los estados mentales siempre hacen referen-cia a las emociones y a las intenciones como objeto de explicación. Y no sólo eso, sino que son intenciones que se concretan en acciones y no aquellas frustradas o que todavía no se realizaron. Si bien sostengo la centralidad de las emociones en las habilidades de Psicología de Sen-tido Común de acuerdo a lo que planteo en mi cuarta tesis (cfr. 9.4), no se deben dejar de lado las creencias y los deseos, ya que cumplen un rol imprescindible. Ahora bien, es difícil pensar cómo un gesto o una postura corporal podría expresar una creencia o un deseo y cómo éstos podrían ser captados sin ninguna clase de inferencia por otra persona, incluso en una situación cara a cara. Pero para los Nuevos Enfoques, es-tos estados mentales no son necesarios para nuestra relación cotidiana.

Es interesante señalar que, si bien no se lo aclara de manera ex-plícita, todo este planteo parece situarse en el nivel personal, mien-tras que las propuestas más interesantes de los Enfoques Cartesianos

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versan sobre los mecanismos que subyacen estos fenómenos.5 De este modo, no sólo queda reducido el alcance original de estos ataques anti-intelectualistas de los Nuevos Enfoques sino que, como marqué en 9.3, también queda abierta la posibilidad de una convivencia de ambas corrientes en distintos niveles.

A partir de estas consideraciones, creo que se debe reevaluar el al-cance de esta comprensión no mediada que prescinde de la postulación de estados mentales. Si bien comparto la preocupación de los pensado-res de los Nuevos Enfoques por el excesivo peso puesto sobre la habili-dad para leer mentes como mecanismo fundamental en la comprensión del otro, no creo que la captación directa de emociones e intenciones sea suficiente. Considero que una explicación adecuada del complejo fenómeno de la Psicología de Sentido Común deberá partir de posicio-nes corporeizadas, dejando de lado premisas puramente intelectualistas, pero sin por eso sostener que sólo mediante una lectura de cuerpos podemos ser exitosos en todas nuestras interacciones sociales.

9.6 A modo de conclusión

Expuesto todo esto, ¿qué le espera a la Psicología de Sentido Común en el siglo XXI? Quizás nadie lo sepa a ciencia cierta. El derrotero que vivió en las últimas tres décadas tuvo tantas curvas y tantos cambios que es difícil hacer futurología.

Mi humilde predicción es que a los estudios sobre Psicología de Sentido Común le queda poco tiempo de juventud y que pronto deberá madurar y dejar de excusarse frente a los errores y excesos alegando ingenuidad o atropello. Debemos pensarla como un conjunto de estra-tegias y habilidades pragmáticas puestas en juego para entender a los demás, que incluye la adjudicación de estados mentales tanto mediante el uso de conocimientos como al ponerse en el lugar del otro, la empatía emocional, el reconocimiento de intenciones a partir de gestos y movi-

5 En algunos pasajes Gallagher parece adherir a la idea de que esta comprensión directa también se da en el nivel subpersonal, al interpretar ciertos resultados de las investigaciones de Goldman y Gallese bajo su modelo. Así, toma la evidencia de que se activan las mismas estructuras neurales al experimentar disgusto y al atestiguar la misma emoción expresada por la mímica facial de otro sujeto (cfr. Gallagher 2002; Gallese 2005; Rizzolatti & Sinigaglia 2006).

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mientos y la comprensión de situaciones a partir del marco que brinda el ambiente social y físico en el que se desarrolla la acción. Confío en que este abordaje plural es el camino correcto, aunque nunca debe ser visto como la simple reunión de todas aquellas herramientas que alguna vez fueron planteadas para entender el área, sino como el resultado de ampliar el espectro de situaciones involucradas y de recibir aquellos aportes que resulten de interés. Los modelos que apelaron solamente a los deseos y creencias revelaron sus serias limitaciones, pero aquellas propuestas que intentaron en la última década renovar el área quizás pecaron de soberbia al plantear una renovación radical y demasiado ambiciosa.

Ya pasada su adolescencia y juventud, el estudio de la Psicología de Sentido Común alcanzará su madurez en el siglo XXI y tendrá que demostrar todo lo que puede dar.

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Gráficos

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Gráfico IV

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Se terminó de imprimir en el mes de junio de 2014

en los talleres de Bibliográfika, Ciudad Autónoma de Buenos Aires,

Argentina.