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JOSÉ LUIS CORRAL LAFUENTE

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descargarse todas las obras de nuestro catálogo disponibles en este formato.En nuestra página web: www.edhasa.com encontrará

el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la cubierta: Enric Iborra

Primera edición impresa: noviembre de 2001Primera edición en e-book: noviembre de 2011

© José Luis Corral, 2001© de la presente edición: Edhasa, 2011

Avda. Diagonal, 519-521 Avda. Córdoba 744, 2º, unidad C08029 Barcelona C1054AAT Capital Federal, Buenos AiresTel. 93 494 97 20 Tel. (11) 43 933 432España ArgentinaE-mail: [email protected] E-mail: [email protected]

«Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura»

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titularesdel Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total

de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografíay el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares

de ella mediante alquiler o préstamo público.

ISBN: 978-17-81 66-0485-4

Depósito legal: B-38.702-2011

Impreso en España

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PARTES DE UN NAVÍO DE LÍNEAO DE UNA FRAGATA DE FINALES

DEL SIGLO XVIII

1. Foque2. Bauprés

3. Palo del trinquete4. Palo mayor

5. Palo de mesana6. Mastelero

7. Juanete8. Popa

9. Escotas10. Casco11. Figura12. Verga13. Proa

14. Combés15. Timón

A. Foque volanteB. Foque

C. ContrafoqueD. Sobrecebadera

E. CebaderaF. Sobrejuanete

G. Vela de juaneteH. Vela de velacho

I. Vela de trinqueteJ. Vela de juanete

mayorK. Estay mayor

L. Vela de estayy gavia

M. Vela de estay mayor

N. Sobrejuanetemayor

O. Vela penguitoP. Gavia

Q. Vela mayorR. Vela penguito

S. Vela de estayde mastelero

de mesanaT. Estay de mesana

U. Juanete desobremesana

V. SobremesanaW. Cangreja

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CAPÍTULO I

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Sobre la calle ensoñada flotaba una espesa neblina deetéreo polvo amarillento que los postreros rayos del solal atardecer tamizaban con matices rojos y anaranjados,como si los difusos edificios se hubieran sumergido entredoradas gasas transparentes.

El joven se detuvo un momento junto a un portalarrumbado y se apoyó cansino en una de las destartala-das jambas. Le dolían los pies y sentía un molesto cos-quilleo en las pantorrillas, a las que dio un masaje concierto alivio. De alguna calle cercana fluían rumores deuna seguidilla tal vez bailada al son de una gemidora gui-tarra. Madrid era poco más que un gran poblachón, conhorrible caserío y bastante sucio, aunque Carlos III lohabía aseado un tanto. Pese a los esfuerzos de ese rey,muchas fachadas estaban mugrientas, con las puertas yventanas mal pintadas, las rejas oxidadas y herrumbro-sas, con pequeños cristales azulados rotos; el empedra-do era pésimo aunque algunas calles tenían aceras, yen eso decían los madrileños que su ciudad era mejorque París.

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Atento a las desvaídas casas, sin perder de vista loschirriantes carros que circulaban por la calle y preocu-pado por no pisar los excrementos de los animales detiro y la basura, el joven no la vio acercarse, y cuando segiró al sentir inmediata su presencia, la mano delicadade la muchacha ya estaba jugueteando por su entrepiernay los dedos femeninos acariciaban con habilidad sus mus-los en una especie de lento vaivén suave y acompasado.Sorprendido al sentir el primer contacto, había hechoademán de proteger sus genitales, pero cuando se fijóen la figura de la muchacha y escuchó su voz entrecor-tada y jadeante optó por dejarla hacer.

La joven lo acarició por encima del pantalón y lofue empujando suavemente hacia el interior del portal,hasta que ambos quedaron dentro, justo tras la puerta.Allí, excitado y rendido, se dejó llevar por las caricias ylos susurros en la cálida penumbra. Una ardiente sen-sación desconocida lo fue invadiendo de arriba abajo,descendiendo desde su cabeza y cuello al pecho, y luegohasta sus genitales. Sintió cómo su miembro comenzabaa crecer, en una erección irrefrenable, y oyó una voz sua-ve que lo invitaba a cerrar los ojos. Sus párpados cayeronlentamente en tanto su cabeza se erguía y sus labios exha-laban sordos jadeos de placer.

La ardiente mano femenina comenzó entonces a des-lizarse con extrema lentitud por el interior de la ropa, yél sintió la proximidad y el contacto carnal de las yemasde los dedos que avanzaban hacia su destino pubianojugueteando con el vello rizado, entreteniéndose en cadaporción de su vientre, retardando el momento de éxtasis.

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–Aguarda un instante, y ante todo no abras los ojos–oyó que le ordenaba la voz femenina al oído.

Y eso es lo que él hizo. Notó que le desabrochabala hebilla del cinturón y que le bajaba los pantalones has-ta dejárselos por debajo de las rodillas, justo dondecomenzaban sus altas y ajustadas botas de cuero. Un esca-lofrío le recorrió toda la columna vertebral como si se laatravesara una dulce aguja de plata. Abrió un momen-to los ojos, pero sólo pudo ver un delicado y abundantecabello negro sujeto en un moño con un alfiler de oro ydos perlas grises engastadas. La muchacha colocó la manosobre sus párpados y le obligó a cerrarlos.

–No seas impaciente, te he dicho que no abras losojos. Levanta los brazos, mantén tus ojos cerrados y res-pira hondo, hondo, hondo...

Aquella voz era un susurro profundo.Los brazos levantados, los pantalones por debajo de

las rodillas y los párpados cerrados, y el corazón latién-dole como el de un caballo desbocado tras varias millasal galope, el calor fluyendo desde su entrepierna haciasu estómago y la sangre palpitando en todas sus venas,hinchadas como las velas de una fragata con fuerte vien-to de popa.

Durante unos instantes que le parecieron eternosmantuvo esa ridícula posición en espera de que ocurrieraalgo maravilloso. Por fin, abrió los ojos y miró hacia aba-jo. Sus pantalones pendían colgados sobre los cordo-nes de sus botas de cuero, y entre sus muslos, justo pordebajo de la abertura delantera de la levita, brillaba supene erecto, casi a punto de reventar de tan hinchado.

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Bajó los pesados brazos y miró a su alrededor: sólo esta-ba el patio lúgubre y sucio. La muchacha de las manoscálidas había desaparecido. Por un momento, aquello lepareció un sueño.

Se subió deprisa el pantalón y se ajustó como pudoel cinto. Al abrocharse la hebilla echó en falta la bolsade cuero donde guardaba sus monedas; buscó apresu-rado por el suelo y entre sus ropas desbaratadas y se pal-pó nervioso el cuerpo todavía estremecido. Tampocoestaba el lujoso reloj de oro que su padre le había entre-gado poco antes de salir de casa y que había guardadocelosamente en uno de los bolsillos interiores de la levi-ta. Se aliñó lo mejor que pudo y salió corriendo a la calle,donde ya estaba oscureciendo. Intentó localizar a lamuchacha entre la muchedumbre, pero para su deses-peración cayó en la cuenta de que no recordaba su ros-tro. Sólo retenía en su mente el brillo de aquel alfilerdorado con dos perlas grises engastadas que sujetaba unaespesa mata de cabello rizado y negro.

Corrió desorientado y confuso calle arriba, entre labruma amarillenta, y volvió sobre sus pasos para regre-sar al portal. Aquella muchacha parecía haberse esfu-mado entre el polvo y el atardecer.

–¡Me ha robado, esa maldita zorra me ha robado!–exclamó aturdido y avergonzado ante el asombro de lagente que lo miraba extrañada.

El criado de Francisco de Faria había terminado de des-hacer el equipaje de su joven señor. El viaje desde sus tie-rras de Castuera, en Extremadura, a Madrid había sido

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pesado y largo a causa del calor sofocante que aquellosdías de mediados del verano asolaba la meseta castellana.

–¡Maldita mujer, maldita sea mil veces! La bolsa y elreloj, me ha robado la bolsa y el reloj.

–¿Qué ocurre, señor? –le preguntó el criado.–Una mujer, o tal vez el mismísimo demonio con su

forma..., ha sido aquí al lado, en un sucio portal..., me hasorprendido por detrás, me ha tocado mis partes... y meha susurrado cosas deliciosas al oído, muy bajito..., y cuan-do me he dado cuenta de lo que pasaba, ella ya habíadesaparecido entre la multitud con mi bolsa y mi reloj.

–¿La bolsa dice usted, señor... y el reloj? ¿Cuántodinero llevaba encima, don Francisco?

–Todo, maldita sea, todo; todo lo que me dio mipadre antes de salir de Castuera. No tenemos ni para pa-gar una hogaza de pan. ¡Condenado demonio con pe-chos!

Francisco de Faria, hijo del noble extremeño donFernando de Faria, tenía diecinueve años. Había salidounos días antes de su casa solariega de Castuera, unaaldea cercana a Mérida, camino de la corte de Madridcon tres de los criados de su padre, dos baúles de equi-paje, una buena bolsa llena de dinero, un reloj nuevo deoro y una carta de recomendación para presentarse antesu pariente don Manuel Godoy y Álvarez de Faria, prín-cipe de la Paz y de Basano, duque de Alcudia, generalí-simo de los ejércitos y jefe del gobierno de su majestaddon Carlos IV, rey de España.

Francisco era el único hijo de don Fernando, con-de de Castuera. Su madre había muerto en el momento

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de su nacimiento, por lo que había sido amamantadopor amas de cría. Desde muy pequeño había sentido unagran atracción por la milicia. En su casa de Castuera habíadevorado varios libros que trataban de las glorias de losheroicos guerreros extremeños que habían conquistadoimperios y continentes para el rey de España. Conocíade memoria las biografías de Hernán Cortés y de Fran-cisco Pizarro y sus hazañas y conquistas al otro lado delmar, y no deseaba otra cosa que emular esas grandes ges-tas imperiales.

Claro que ahora, a comienzos del siglo XIX, Españaya no era aquel gran imperio en expansión de la época delos conquistadores de América, aunque seguía conser-vando una potencia militar y territorial considerable, sobretodo porque poseía casi intactas las extensas tierras que seconquistaran allende los mares tres siglos atrás, y tambiénporque el recordado rey Carlos III había dejado una mari-na en buen estado, con excelentes barcos y grandes nave-gantes, aunque con muchas deudas por pagar.

El niño Francisco de Faria, en los estrellados ano-checeres de los plácidos veranos extremeños, había soña-do, tumbado de espaldas en la tierra aún caliente, conprotagonizar grandes nuevas gestas. Si Hernán Cortéshabía conquistado el imperio Azteca con la sola ayudade su inteligencia y audacia y Francisco Pizarro habíahecho lo propio con el Inca con tan sólo trece hombres,Francisco de Faria se sentía con fuerza suficiente comopara conquistar para España nuevas tierras, bien en lamisma América o bien en los mares del sur, o en las islasde las Especias.

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Había oído una y otra vez en los círculos ilustradosde Badajoz y Salamanca, durante los tres años en los queacudió a esas ciudades a cursar estudios, que España habíaquedado ensombrecida por Francia desde hacía al menosun siglo en el continente europeo, y hacía varios dece-nios que Inglaterra había superado a España como granpotencia naval. El brillo y el poder de España se apaga-ban como los rescoldos que languidecen en el fogónde la cocina sin que nadie hiciera nada por alimentarloscon nueva leña o por avivarlos con el fuelle.

Desde muy pequeño, Francisco de Faria había reco-rrido los campos de la hacienda de su padre sintiéndo-se un nuevo Pizarro. Siempre que jugaba con los niñosde su aldea se había erigido en capitán de las tropas, enca-bezando orgulloso a su cuadrilla, empuñando una espa-da de madera y cubierto con un casco hecho con la cha-pa abollada de un viejo farol. Cuando nadie lo veía, secolocaba la cimera de una vieja armadura que decorabael pasillo principal de la casona familiar y blandía al airealguna de las espadas que colgaban de la pared comomudas presencias de antiguos hidalgos.

Él quería ser soldado, pero al cumplir los dieciséisaños su padre le obligó a ingresar en la antaño presti-giosa Universidad de Salamanca. Era ésta una de las pocasdonde el grado de bachiller no se obtenía mediante elpago de una generosa cantidad de dinero, y, entre lasveinticuatro que había en España, una de las dos o trescon merecimientos para denominarse tales, pues la mayo-ría no eran sino escuelas episcopales adscritas a los cabil-dos de las catedrales donde se expedían títulos univer-

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sitarios con unos pocos conocimientos de teología y latíny algunas nociones de gramática; la mayoría eran medio-cres centros de enseñanza muy alejados de las corrien-tes culturales europeas y en los que el progreso intelec-tual estaba cercenado por la censura que imponía eltribunal del Santo Oficio de la Inquisición, garante de la«pureza» mediante una lista de libros prohibidos queincluía a la mayor parte de las grandes obras literarias,científicas y filosóficas.

Pero ni siquiera la de Salamanca estaba al margende las corruptelas que dominaban las universidades espa-ñolas. Debido a la secular relajación de la disciplina, alincumplimiento de las obligaciones docentes, a la fri-volidad de los responsables, al abstencionismo de los pro-fesores e incluso al amaño de los exámenes, don Fer-nando estimó que aquella no era la mejor educación parasu único hijo, y pronto ordenó a Francisco que regresa-ra a casa. Hasta entonces el conde de Castuera se habíamostrado reticente a que su primogénito ingresara en elejército.

Era uno de esos miembros de la nobleza más ran-cia, enraizada en su tierra y celosa de sus privilegios, quecreía que la milicia era tan sólo para los hidalgos de bajacuna o para los hijos segundones, en tanto que el here-dero de un noble hacendado debía dedicar todos susesfuerzos y toda su educación a aprender cuanto fueranecesario para mantener sus heredades en el seno dellinaje. La sangre y la tierra eran lo más importante paradon Fernando, así había sido siempre en su familia, des-de que alcanzara el grado de nobleza, allá por finales del

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siglo XV, y así debería seguir siendo. En eso consistía elorgullo familiar, el mismo que obligaba a Fernando deFaria a conservar en el seno de su linaje la herencia de la tierra, pese a que muchas familias nobles eran tanpoco prestas a la mejora de sus haciendas que las teníanmal cultivadas, cuando no casi abandonadas; todo nego-cio que no tuviera que ver con la tierra se despreciabapor inadecuado a la condición nobiliaria.

A principios del siglo XIX ya no se ponían en prác-tica algunas viejas costumbres como la de dirimir cues-tiones de honor mediante el duelo, pero la nobleza extre-meña mantenía una extraordinaria rigidez en cuanto alas formas y creía que la mejor manera de no perder sucompostura era no mezclarse con el populacho. De modoque los nobles constituían un núcleo tremendamentecerrado, ajeno a la mayoría de la población, incluso enla celebración de fiestas, que solían organizarse para con-memorar acontecimientos relacionados con la monar-quía o con motivo de las bodas de sus hijos. Los noblesvivían tan al margen de lo real que parecía como si estu-vieran seguros de que las cosas jamas cambiarían, demodo que actuaban como si todo fuera a ser eterno.

La experiencia de Salamanca no resultó nada con-vincente, y al fin don Fernando accedió a que su pri-mogénito ingresara en la Real Escuela Militar de Bada-joz, pese a que la profesión militar estaba ya bastantedesprestigiada entre las clases nobles porque sólo acu-dían a ella aquellos que no alcanzaban el nivel de rentassuficiente para mantener su nivel de vida con el lujo querequería la condición nobiliaria.

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Para el hijo de un rico hacendado, y además empa-rentado con el todopoderoso don Manuel Godoy, no eranada difícil obtener en apenas un año el grado de cade-te, y Francisco lo alcanzó gracias a su constancia en elestudio, pero también a las generosas donaciones que supadre prodigó a la Escuela Militar pacense.

–Es hora de que vayas a Madrid –le dijo un día ensu casona de Castuera, durante el permiso que a Fran-cisco le concedieron tras su graduación militar comocadete–. Hace unas semanas envié una carta a nuestropariente Godoy, que es quien ahora manda en España,rogándole que te recibiera en la corte y que te reco-mendara para continuar tu carrera militar en la capitaldel reino. Me acaba de contestar pidiéndome que te tras-lades enseguida a Madrid.

»Le he vuelto a escribir para darle las gracias y lehe pedido que te proteja, a la vez que le he ofrecido misrespetos. Aprende de él: hace unos pocos años que lle-gó a la corte sin más bagaje que su inteligencia y elhonor de nuestro linaje, y ya es el primero de los espa-ñoles tras su majestad el rey don Carlos IV. Y procurahacer una buena boda, como nuestro pariente, que estácasado con una nieta del mismísimo rey Luis XIV deFrancia.

Francisco de Faria recibió de su padre una bolsa lle-na de monedas de oro y plata, un reloj de oro y un ajuarcompleto que los criados embalaron en dos baúles. Sólole dio un consejo:

–En Madrid hay tres cosas que pueden acabar conla hacienda de un hombre: el afán de ostentación en el

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paseo del Prado, los juegos de naipes y las dádivas a cier-tas mujeres; guárdate de las tres y todo te irá bien.

El hijo del conde de Castuera salió con tres criadoscamino de la corte madrileña una cálida mañana del vera-no de 1804. Él hubiera preferido viajar solo hasta la cor-te, era una forma de intentar demostrar a su padre queno tenía miedo a ese viaje, pero el camino de Badajoz aMadrid, aunque era más seguro que los que atravesabanSierra Morena, solía estar recorrido a veces por delin-cuentes que asaltaban a los viajeros solitarios. Un hom-bre solo, incluso si iba bien armado, era una presa fácilpara los salteadores. Por ello su padre puso a su servi-cio a tres criados para que lo acompañaran hasta Madrid.Uno de ellos se quedaría con Francisco en la corte, entanto los otros dos regresarían a Castuera en cuanto lohubieran dejado a las puertas de la capital del reino.

Habían realizado el trayecto sin más contratiem-po que las penalidades provocadas por el intenso calor,y tras cinco días de viaje llegaron a Madrid cansados ypolvorientos pero con ganas de contemplar aquella ciu-dad que ya se había convertido en la más grande de Espa-ña y de la que todos los que la habían visitado conta-ban maravillas.

El joven Faria y su criado se instalaron provisional-mente en una fonda aseada y limpia, frecuentada porpersonas de cierta categoría social, en la calle de la Pla-tería, muy cerca de la plazuela de la Villa, en tanto bus-caban una casa apropiada a su condición. El mismo díade su llegada a Madrid, justo después de despedir a losdos criados que lo habían acompañado desde Castue-

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ra, Francisco de Faria había dejado al tercer criado des-haciendo el equipaje en la fonda, y tras descansar unpoco y comer algo ligero, había decido dar una vueltapor las calles de los alrededores, impaciente como esta-ba por contemplar cómo era la ciudad en la que iba apasar los próximos meses, tal vez años, de su vida.

Y había sido justo en ese primer paseo, apenas lle-vaba unas pocas horas en Madrid, cuando aquella mucha-cha del alfiler de oro con perlas grises lo había embau-cado con caricias y susurros en el oscuro portal y lo habíadesvalijado de cuanto de valor portaba encima.

–¡Maldita sea, maldita sea! ¡Todo, se ha llevado todoy me ha dejado un terrible dolor de testículos! Ni unmísero real para comprar algo que llevarnos a la boca–se lamentaba ante su criado.

–Mire, don Francisco –le indicó el criado, echán-dose mano a la faja de lana que rodeaba su cintura–, supadre me confió esta bolsa con mil reales. Me la entre-gó poco antes de salir. «Por si surge alguna emergencia»,me dijo.

El joven Faria cogió la bolsa, volcó el contenido enci-ma de la cama y extendió las monedas sobre la colcha.

–Bien –suspiró aliviado–, al menos no moriremosde hambre.

–En cuanto a la muchacha que le robó, señor, creoque debería ir usted a poner una denuncia, o si lo pre-fiere lo haré yo mismo, ya he acabado de ordenar su ropa.

–No, no, una denuncia no serviría de nada. Ade-más, ni me he fijado en cómo era esa maldita pécora. Nosabría decir si era alta o baja ni de qué color tenía los

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ojos, sólo recuerdo su pelo negro y rizado. Con esa des-cripción debe de haber miles de mujeres en Madrid.

–Tal vez, pero el dinero es vuestro, y si alguien...–De acuerdo, de acuerdo, iré mañana a poner esa

denuncia. Ahora es tiempo de descansar. Yo no tengo ape-tito, si tú lo deseas sal a cenar, come algo, estarás ham-briento. Yo me voy a dormir, por hoy ya he tenido bastante.

Francisco de Faria se desnudó y se acostó en la camaprincipal de la habitación, que estaba en una alcoba alfondo de la sala. El criado dormiría en un catre cerca dela puerta. Intentó conciliar el sueño, pero no pudo; unay otra vez acudía a su cabeza aquella muchacha. Inten-taba recordar algún rasgo de su rostro que le permitie-ra identificarla llegada la ocasión de reconocerla, peroen su mente sólo había lugar para un alfiler dorado condos perlas grises y unas manos cálidas y suaves que porunos fugaces momentos lo habían transportado muy cer-ca del paraíso.

–Estamos tras su pista, señor. Ya han denunciado variosviajeros ese tipo de robo y sabemos que es una joven depelo negro la que los perpetra, pero no hemos podidoatraparla. Actúa siempre de la misma manera: engatusacon malas artes a los recién llegados a la ciudad, y encuanto se descuidan los despluma antes de desapare-cer como un fantasma. En los últimos meses ha realiza-do al menos cuatro atracos –le dijo el jefe de la policíaencargada de la vigilancia de las calles de Madrid.

–Hagan lo que sea por atraparla, en esa bolsa habíadiez mil reales en monedas de oro y plata, además de un

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reloj de oro con su cadena y una carta para don ManuelGodoy –insistió Francisco de Faria.

–No tenemos una descripción precisa de cómo es;siempre actúa al atardecer, cuando hay poca luz en lacalles, y pone sumo cuidado en evitar que sus víctimas levean el rostro.

Francisco regresó a la fonda y cogió papel, pluma ytintero. Tenía que escribir a su padre y contarle que lehabían robado la bolsa y el reloj, y además pedirle másdinero y una nueva carta de presentación ante Godoy,pues aquella joven ladrona también la había sustraídodel bolsillo de su chaleco. «Tal vez creyó que se tratabade un billete o de un pagaré», pensó el joven Faria.

Ocho días más tarde llegó una carta de Castuera.Don Fernando recriminaba a su hijo su poco cuidado yle instaba a mantenerse siempre precavido. Junto al paga-ré por valor de diez mil sueldos a canjear por efectivo enel banco de San Carlos, venía otra nueva carta de pre-sentación para Godoy. Francisco pagó al correo, pues lascartas se abonaban al recibirlas, y suspiró aliviado al leerel contenido. No aguardaba otra cosa de su padre, perodurante los días de espera llegó a pensar que tal vez leordenara regresar de inmediato a Castuera como casti-go a su descuido.

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Faria acudió a primera hora de la tarde al palacio de Bue-navista, la residencia que a Godoy le había regalado elayuntamiento de Madrid, donde unos días antes habíadejado la carta de presentación de su padre. El «Chori-cero», como era apodado el jefe del gobierno de Car-los IV, tenía treinta y cuatro años y era un hombre mástemido que admirado. Había llegado a Madrid desdeBadajoz apenas cumplidos los dieciséis años siguiendo asu hermano mayor, y gracias a su recomendación entróen la compañía de guardias de corps, donde sirvió duran-te un tiempo a cambio de una modesta pensión, hastaque sus artimañas y su capacidad de seducción lo con-virtieron en el hombre más poderoso de España.

El joven cadete tuvo que esperar un buen rato, puesGodoy estaba despachando con el secretario de Hacien-da sobre ciertos asuntos relativos a los deseos del jefe degobierno de establecer contactos mercantiles con Chinay otros países de Asia para paliar el descenso del comer-cio con las colonias americanas.

Godoy estaba buscando desesperadamente nuevosmercados y nuevos centros de provisión de materias pri-mas. Había llegado incluso a planear la conquista y colo-nización del norte de África, labor que Carlos IV no apro-

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baba, y pese a la oposición del rey envió a un espía cata-lán llamado Francisco Domingo Badía a recorrer elMagreb disfrazado de musulmán. El príncipe de la Pazofrecía a Muley Sulaimán, rey de Marruecos, ayuda parasofocar la revuelta de las tribus bereberes rebeldes a sureinado, a cambio de que España obtuviera la concesiónde dos puertos, uno en el estrecho de Gibraltar y otro enla costa del Atlántico.

El príncipe de la Paz recibió a Faria en una sala lar-ga y estrecha. Godoy vestía una casaca azul con entor-chados dorados, un fino pantalón ocre muy ajustado yunas altas y estrechas botas de cuero negro. Era un hom-bre alto y recio, de porte elegante a pesar de estar algocargado de espaldas. Tenía el pelo muy rubio, fino y lacio,peinado con raya en medio, corto por arriba, con el fle-quillo rapado sobre la frente, pero largo por detrás, conmechones dorados que caían por encima de sus anchoshombros y con amplias pero finas patillas que se alar-gaban hasta la robusta mandíbula, muy al gusto francés.La nariz era recta y bien proporcionada, la frente ampliay lisa, las cejas estrechas y bien perfiladas y los ojos nomuy grandes y con un brillo acuoso. La boca parecíapequeña comparada con la cabeza, pero los labios erandelicados y sensuales, bien dibujados sobre una barbi-lla redonda con un pequeño hoyuelo en el centro.

Era uno de esos tipos galantes y atractivos a los queno se les suele resistir ninguna mujer, aduladores y a lavez dotados de un encanto personal que o enamora aprimera vista o los hace detestables para siempre. Algu-nos decían que la mismísima reina había caído rendida

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ante sus encantos y que ése era el único mérito para surápido ascenso desde su primer destino como simpleguardia de corps hasta lo más alto del poder.

–¡Mi querido sobrino!, déjame que te abrace –dijoGodoy al atribulado Francisco de Faria, cuando éste entróen la sala acompañado por un ujier.

–Os presento los respetos de mi padre, señor..., exce-lencia –balbució el joven Faria.

–Vamos, vamos, déjate de cumplidos, somos fami-lia. Me alegré mucho cuando recibí carta de tu padre,mi primo, pidiéndome que te recibiera en Madrid. Vaya,has decidido ser soldado, ¡bien hecho! En nuestra fami-lia siempre ha habido grandes soldados; ¿sabes?, uno denuestros antepasados peleó contra los moros en la gue-rra de Granada al lado de los Reyes Católicos y estuvocon el Gran Capitán en las guerras de Italia, y otro acom-pañó a Hernán Cortés en la conquista de México.

Manuel Godoy, hijo de don José de Godoy y deMaría Antonia Álvarez de Faria, era de estirpe noble,pero pertenecía a una rama de un linaje venido amenos, con una menguada hacienda y más deudas queingresos. Su casa solariega, como la de los Faria, conquienes estaba emparentado, radicó en Castuera, peroesa rama de la familia había tenido que trasladarse aBadajoz, donde ante la falta de grandes heredades queadministrar, su abuelo se había dedicado a vivir de lasescasas rentas que poseía. Dilapidados sus recursos fami-liares, los hermanos Godoy habían tenido que buscarsu sustento en el ejército, como tantos nobles e hidal-gos desprovistos de rentas y fortuna.

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–Yo sólo deseo ser un buen soldado, servir a Espa-ña y a su majestad don Carlos –soltó de corrido Faria. Lafrase sonó demasiado falsa, como si, y así había sido,hubiera estado ensayándola durante toda la mañana.

–Excelente, excelente, así habla un soldado de Es-paña. Preséntate pasado mañana en el regimiento deguardias de corps, sus miembros forman mi escolta per-sonal y a veces la de su majestad el rey. Yo mismo te reco-mendaré al brigadier que lo manda. Si eres valiente, comote corresponde por tu apellido, y cumples bien las órde-nes, no tardarás en ascender. Y ahora acompáñanos; estesalón es el más famoso de Madrid, lo que no veas y oigasaquí no lo sentirás en ninguna otra parte.

Y en efecto, así era.A las salas principales del palacio se accedía por una

gran escalera. A Francisco le extrañaron los escasos requi-sitos que los relajados guardias de la puerta exigían paraentrar en donde se celebraban las tertulias vespertinas deBuenavista. Aquellos salones siempre estaban atestados de todo tipo de gentes. Aquel día había incluso un gru-po de varias prostitutas del más caro y lujoso burdel deMadrid, que junto a un balcón reían a mandíbula batien-te mientras batían sus abanicos escuchando los chistes quecontaban dos oficiales del ejército que se pavoneaban ufa-nos con sus inmaculados uniformes tachonados de dece-nas de brillantes botones dorados. En uno de los rinco-nes, junto a una chimenea de mármol sobre la que lucíaun magnífico jarrón de porcelana de Sevrès, tres mujeresde la alta sociedad madrileña cuchicheaban sobre la mejormanera de conseguir las prebendas que para ellas y sus

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maridos habían ido a solicitar a Godoy. Y un poco más allá,un clérigo con aspecto de rufián de taberna sentaba doc-trina sobre los vicios que aquejaban a Europa a causa delas ideas liberales que llegaban de Francia y de los EstadosUnidos de América, y lamentaba que algunos de ellos yase hubieran asentado entre muchos españoles; y lo hacíamientras devoraba con avidez unos bizcochos de canelamojados en un tazón de chocolate caliente.

El regimiento de guardias de corps se había constituidocomo la unidad de elite del ejército, pero su única fun-ción era proteger a Godoy y vigilar los palacios reales yreforzar la escolta de la guardia real cuando el monarcasalía de caza. La preparación militar de los guardias y lade sus mandos no era muy adecuada, pero su prestigio se debía a que el regimiento estaba compuesto por sol-dados y oficiales pertenecientes a las más nobles y pode-rosas familias del reino, y sus miembros solían ascenderen el escalafón antes que el resto de los militares.

Francisco de Faria se presentó en el cuartel a pri-mera hora de la mañana, vestido con su uniforme decadete de la Escuela Militar de Badajoz. Lo recibió unbrigadier de pelo cano y amplios bigotes que no dejabade atusar con su mano izquierda.

–Viene usted recomendado desde muy arriba, cade-te –le dijo–; espero que sea merecedor de esa confianza.

–Ésa es mi intención, señor.–Le presentaré al sargento Morales, es el encarga-

do de instruir a los aspirantes a oficiales en sus funcio-nes en el cuartel.

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El brigadier hizo llamar a Isidro Morales, quien sepresentó en seguida en el despacho.

–Sargento, este cadete es don Francisco de Faria,pariente de nuestro muy querido don Manuel Godoy.Durante todo este año va a estar sirviendo en esta uni-dad. Hágale saber cuáles son sus obligaciones e infór-mele sobre la vida y los horarios en el cuartel. Bien –con-tinuó dirigiéndose a Faria–, ahora puede retirarse. ¡Ah!,y bienvenido al servicio de guardias de corps. Deseo quesea digno de vestir nuestro uniforme.

Isidro Morales, el sargento de los guardias de corps,era un tipo altivo. De estatura elevada, lo que era pre-ceptivo para llegar a sargento de batallón, tenía las espal-das más anchas que Faria había visto en hombre algu-no y un cuello tan grueso que hubieran hecho falta tresmanos para abarcarlo. Caminaba con pasos firmes, asen-tando cada pie con fuerza antes de levantar el otro, comosi hubiera aprendido a andar entre una manada de osos.Había nacido en una familia de artesanos del cuero enel arrabal de Toledo y desde niño había destacado poruna enorme fuerza y un tremendo descaro. Se había enro-lado en el ejército a los dieciséis años, abandonado suoficio de curtidor, y había logrado ascender hasta el gra-do de sargento tras muchos años de permanencia en loscuarteles.

No era uno de esos tipos que creían que el ejércitoera la mejor de las instituciones posibles, ni mucho menos,pero se sentía orgulloso de su origen toledano y de su gra-do de sargento. «Nací en la ciudad imperial», solía comen-tar a menudo. No se distinguía precisamente por ser un

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hombre culto, pero le apasionaba el teatro y no dejaba deasistir a los estrenos de las obras que se representabanen Madrid. Frecuentaba algunos burdeles, sobre todo unomuy discreto cerca de la plaza de la Cebada donde coin-cidían los militares de baja graduación y los comerciantesque acudían a la villa desde las comarcas cercanas. Pro-curaba no perderse ninguna corrida de toros y, siempreque su servicio se lo permitía, se acercaba hasta la prade-ra de San Isidro para pasear entre la multitud que por lastardes, sobre todo los domingos, se arremolinaba en tor-no a cestas de merienda y botas de vino. Allí acudían lasgentes del pueblo y era uno de los pocos lugares dondepodían verse mezclados los pobres con los ricos, quienes,disfrazados de majos y majas con lujosos trajes, jugabana la gallina ciega. Por su condición de sargento no podíaasistir a las suntuosas fiestas que se celebraban en los jar-dines del Buen Retiro, donde se representaban fastuo-sos espectáculos de ópera y se organizaban concurridosbailes de máscaras reservados sólo para las clases altas quese vestían a la moda francesa para estas ocasiones.

–Los oficiales de la guardia de corps son los mejo-res soldados de España. Todos pertenecen a familiasnobles, como usted, y todos comparten los mismos idea-les. Ojalá el resto del ejército fuera igual; ¡ay, si ocurrie-ra así!, no tardarían en reverdecer aquellas glorias impe-riales de los tiempos del emperador don Carlos y de suhijo el rey Felipe II, nuestra época más gloriosa –comen-tó Morales mientras enseñaba el cuartel a Faria.

–Me alegro de que piense así, sargento; yo opino lomismo.

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–Si tuviéramos ahora generales como el Gran Capi-tán, Pizarro, Hernán Cortés o don Juan de Austria, ysoldados como los de los tercios de Flandes y los queconquistaron el imperio de Moctezuma... Bueno, noestaríamos como estamos. ¿Conoce usted a alguien enMadrid?

–Pues no, sargento, lo cierto es que sólo a mi tío, elpríncipe don Manuel Godoy.

–En ese caso..., no está bien que un sargento con-genie con quien pronto será un oficial, pero alguien tie-ne que enseñarle Madrid. ¿Le gusta a usted el teatro?

–No sé..., no he ido nunca.–Pues se ha perdido algo grande. Hace dos meses

don Leandro Fernández de Moratín estrenó su nuevacomedia, La mojigata, en el Teatro de la Cruz. ¡Vaya éxi-to!, ¡once días seguidos se mantuvo en cartel esa obra!Le hubiera gustado.

Aquel tipo era muy raro, o así se lo pareció a Faria,que dudaba si aceptar la propuesta de Morales para ense-ñarle Madrid. Al fin y al cabo, Isidro Morales sólo era unsargento, y él era un noble, pariente del hombre máspoderoso de España y futuro oficial del ejército. «Pero¡qué diablos! –pensó–, tal vez este hombre pueda ense-ñarme más sobre la vida en Madrid que todos los cor-tesanos juntos.» Además, ya había pasado un tarde en lossalones del palacio de Buenavista, y lo que allí había vis-to y oído no le había parecido demasiado interesante.

Como guardia de corps podría haberse hospeda-do en el cuartel, junto a algunos de sus compañeros,pero la nueva remesa de dinero que su padre le envió

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desde Castuera le permitió alquilar un piso en una boca-calle de la puerta del Sol, donde se concentraban losociosos de Madrid, en un edificio nuevo de cuatro plan-tas. No era una vivienda demasiado grande, pero teníauna amplia sala, dos dormitorios, uno de ellos con alco-ba, y una amplia cocina con fogones nuevos, suficientepara recibir a sus futuras amistades. Su criado se encar-garía de hacer la comida y de mantenerlo limpio.

Un elegante lacayo del palacio de Buenavista se presentóa primeras horas de la mañana en el piso de Faria. Por-taba una invitación de don Manuel Godoy para una cenade gala que se iba a celebrar en palacio. Al poco de ins-talarse en el piso, Faria había enviado un mensaje a sutío ofreciéndole sus respetos y dándole a conocer su nue-va dirección, y para su satisfacción, el jefe del gobier-no no había tardado ni una semana en acordarse de él.

Vistió su nuevo traje de gala de cadete de la guardiade corps, ordenó a su criado que sacara brillo a sus botas,a su cinturón de cuero y a sus botones dorados y se diri-gió, mediada la tarde, hacia Buenavista. El murmullo delas conversaciones se podía oír desde la entrada, ilumi-nada por dos grandes faroles y protegida por cuatro ala-barderos del regimiento de los guardias de corps.

Después de mostrar su invitación al oficial de la puer-ta, que la cotejó con su listado, Faria subió por la esca-lera principal hacia los salones, atestados de generales,damas y caballeros de la alta sociedad madrileña y delacayos que portaban bandejas de plata con pastas y copasde moscatel.

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El joven Faria recorrió con la mirada aquellos ros-tros intentando identificar a alguien conocido, pero todosle eran extraños. Uno de los criados le ofreció una copade moscatel y Faria la tomó distraído.

–Es usted nuevo en Madrid, ¿me equivoco? ¡Ah!,perdone, me presentaré, mi nombre es Leandro Fer-nández de Moratín.

Faria recordó que aquel nombre era el mismo que eldel autor de teatro que el sargento Morales había citadocon cierta devoción el día que se presentó en el cuartel.

–Me alegro de conocerlo, señor. He oído hablar deusted y de su éxito en el teatro. Yo soy Francisco de Faria,guardia de corps de su majestad Carlos IV e hijo de donFernando de Faria, conde de Castuera, en Extremadura.

–Lo vengo observando desde que entró y lo he vis-to demasiado solo y un tanto despistado.

–Es que todavía no conozco a nadie. Soy parientede don Manuel Godoy y hace muy poco que vivo enMadrid. Su excelencia me ha invitado a esta cena.

–Su excelencia don Manuel es un gran anfitrión.Le gusta rodearse de mucha gente, amigos, allegados,parientes...; su palacio siempre está abierto a sus amis-tades.

Moratín tenía un rostro severo y marcado por laviruela, enfermedad que causaba estragos. Vestía con ele-gancia levita de paño azul y pantalones grises. Parecía unhombre honesto aunque una sombra extraña atormen-taba sus ojos.

–Me han dicho que es usted el mejor autor de tea-tro de Madrid –comentó Faria.

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–Eso dicen algunos, aunque también hay críticosque opinan todo lo contrario. Intento escribir un tea-tro de calidad, a pesar de las censuras eclesiástica ygubernativa. No me gusta en absoluto el tipo de obraschabacanas que en estos tiempos dominan los escena-rios de nuestros teatros con la excusa de acercar lo aris-tocrático y lo castizo. Permítame que sea franco: el tea-tro atraviesa en España una mala época. Empresariossin escrúpulos han copado el negocio y llevan caminode acabar con él. Hace cinco años subieron escandalo-samente el precio de las entradas para que sólo los ricospudieran ir a ver las funciones. No tenían bastante conseparar a la gente según su condición social que inclu-so han intentado echar a las personas sencillas de losteatros, y eso no es lo peor. Ponen en escena obras deuna calidad ínfima, destinadas a un público embrute-cido que sólo aspira a ver sobre el escenario a actoreshistriónicos rodeados de extrañas maquinarias, ruidosinfernales, humo asfixiante, músicas estridentes, figu-ras monstruosas, héroes de pacotilla que vuelan y gru-pos corales chillones y gesticulantes. Creen que gas-tando seis mil reales en un mediocre decorado ya estándadas las condiciones para una exitosa función. ¡A esollaman ahora teatro! Están consiguiendo que sólo acu-da a las salas gente que no cesa de hablar o ladrones derelojes.

Moratín parecía muy enfadado. Conforme ibahablando de la situación que atravesaba el arte de lacomedia, el tono de su voz se iba elevando, aunque nolo suficiente para que repararan en él los que alrededor

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reían y chillaban mientras bebían moscatel y comían pas-tas azucaradas.

–En verdad que está usted indignado –dijo Faria.–No, mi joven amigo, ¿me permite que lo conside-

re así?–Por supuesto, será un honor para mí.–No, no estoy indignado. Fíjese, hace ya algunos

meses que me ronda por la cabeza la idea de fundar unasociedad en la que se lean tan sólo las obras literarias máshorripilantes y se comenten como es debido. Creo quela llamaré la Sociedad de los Acalófilos, es decir, de losamantes de lo feo. Tendrá una acogida extraordinaria,pues aquí en Madrid son legión. Le invito a que formeparte de esta insólita sociedad, se divertirá.

Moratín y Faria siguieron conversando durante unbuen rato hasta que un ujier, con un golpe seco en el sue-lo y un vozarrón de mozo de taberna arrabalera, anun-ció la entrada de su excelencia don Manuel Godoy y Álva-rez de Faria, y después enumeró una larga retahíla detítulos, honores y condecoraciones.

Godoy apareció vestido de capitán general, aunquela faja roja tradicional en el generalato la había sustitui-do por una azul. Junto a él había un hombre recio y for-nido, de cabeza poderosa y pelo ensortijado, cuyos ojosagudos parecían los de un halcón.

–Es Goya, Francisco de Goya, el pintor de la corte–bisbisó Moratín a oídos de Faria–; dicen que el mejorde Europa.

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