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MEDEA, SAFO, ANTÍGONA TRES PIEZAS DRAMÁTICAS

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MEDEA, SAFO, ANTÍGONA{TRES PIEZAS DRAMÁTICAS}

Andrés Pociña

MEDEA, SAFO, ANTÍGONA{TRES PIEZAS DRAMÁTICAS}

{COLECCIÓN DIÁSTOLE}

Primera edición, junio 2015

© Andrés Pociña Pérez, 2015© Esdrújula Ediciones, 2015

ESDRÚJULA EDICIONESCalle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

[email protected]

Edición a cargo de Mariana Lozano Ortiz y Víctor Miguel Gallardo Barragán

Diseño de cubierta: Guido Carini EspecheIlustración de cubierta: Miguel Carini

Maquetación: Adelaida V. LópezImpresión: Safekat

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en elCódigo Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penasde multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo

o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquiertipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal: GR 777-2015ISBN: 978-84-164850-3-1

Impreso en España· Printed in Spain

Medea en Camariñas

Atardecer en Mitilene

Antígona frente a los jueces

MEDEA EN CAMARIÑAS

En recuerdo de María Luisa Picklesimer (1945-2010), que amaba esta obra, a la que dedicó

el último estudio de su vida.

REPARTO

MedeaUxíaMaricaRosinaErmitasElpidiaOtras mujeres, nunca más de diez en total.

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Solo habla Medea, cuyo rostro refleja el paso de los años yde las tristezas, que a pesar de todo no han conseguido borrarsu belleza. Las demás miman adecuadamente el sentido de laspalabras de la protagonista, de forma discreta. Alguna puedeentrar en escena después de comenzado el monólogo, pero nin-guna se irá mientras dure el relato de Medea.

Visten como mujeres de familia humilde, de pueblo, de unaépoca indeterminada, que puede corresponder a finales delsiglo XIX, por ejemplo; faldas largas, en todo caso. El vestidode Medea se ve viejo, pero conserva todavía la apariencia deuna categoría muy superior a los de las otras lavanderas.

El espacio escénico no pide más que un lavadero público,de aquellos que había en los pueblos, real o imaginario, conagua o sin ella, aunque poder lavar de verdad sería un recursode indudable utilidad. Su situación en un pueblo de Galiciapuede tenerse en cuenta, pero tampoco es indispensable. En élestán lavando las mujeres del reparto, al comienzo todas cla-ramente distanciadas de Medea.

Tal como lo sueña el autor, el monólogo de Medea tiene lugaren el Teatro Romano de Mérida. El escenario se ha prolongado

con una plataforma, a la misma altura, que ocupa el semi-círculo de la orquestra: allí se monta un lavadero público,como los que recordamos de nuestra infancia y juventud, conentrada y salida de agua, que no deja de correr.

Detrás del lavadero, es decir, en el espacio de la escena,decoración vegetal a base de ramas, pues el lavadero seencuentra en las afueras del pueblo, y ya dije que, a ser posible,estamos en Galicia.

Al fondo, la fachada del Teatro Romano, tal como es, siniluminación, nos recuerda la Grecia de Eurípides a través dela Roma de Séneca. Nuestra Medea es un trasunto de las dosfiguras de ambos dramaturgos, llegada al final de sus desdi-chas a un pueblo de la costa gallega, no se sabe bien cómo.

Esta Medea es la mujer que se desprende de sus palabras.Es mayor, pero sigue siendo Medea, con la misma personali-dad, la misma fuerza, la misma belleza de siempre. Yo ladibujé pensando en Nuria Espert (y, un poco también, imagi-nando a Margarita Xirgu), en la Espert de la Medeaemeritense, dirigida por Cacoyannis, en el verano de 2001.

MEDEA.─ Os lo pido por favor, mujeres de Camariñas, noos pongáis a mirar para otro lado, todas de acuerdo, todascomo una sola, como hacéis siempre cuando me veis llegar. Novengo aquí por voluntad mía, podéis creerme; todavía no hacetantísimos años criadas tenía yo que me lavaban los vestidos,les ponían apresto y luego los acariciaban cuidadosamente conla plancha, para dejarlos como nuevos y quitarles el últimoresto de humedad, después de rociarlos con agua de lavanda.Todas enmudecéis nada más verme aparecer por el sendero,

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todas os movéis como por un resorte cuando me acerco a lapila, todas me mostráis vuestras espaldas, sin respondersiquiera a mi saludo.

Es cierto que jamás me recibisteis bien, amigas mías. Sinembargo, al principio por lo menos decíais algo, buenos días,cómo está la anciana, hace un día estupendo para secar laropa; bobadas, si lo pensamos bien, pero algo al menos. A finde cuentas no dejabais de ver en mí a una extranjera. Siempreocurre así: recuerdo que en Corinto decían: trata bien al extran-jero, que también tú lo serás algún día, lejos de tu tierra; sinembargo, ya veis, ni casada con un griego, madre de los hijosde un griego, dejaron nunca de verme como una extranjera. Nosoportaban mi caminar con la cabeza erguida, que los mirase alos ojos, ni ese natural mío un poco altanero que aprendí de niñaporque, quieras que no, yo era la hija del rey. Con vosotras pasóalgo semejante, mujeres de Camariñas: primero medias pala-bras, algún comentario, un amago de sonrisa, y después fuetranscurriendo el tiempo y fuisteis rellenando con suposicionesfalsas los huecos de vuestras preguntas. Llegaba uno de laferia de Vimianzo y traía una noticia, que a lo mejor combi-naba, a lo mejor no, con otras llegadas de Noia, de Laíño, o deOporto, o de Dios sabe dónde, y la sumabais en la cuenta encontra de mí. Os ibais quedando siempre con todo lo negativoque llegaba a vuestros oídos. Cada día que transcurría vuestraspalabras eran menos, y más el desviar de vuestras miradas.

No sabéis, mujeres, que el hado es taimado, falso, traicio-nero: hoy te encuentras en la cima de la montaña, y mañanate precipitas por la ladera, hasta ir a parar más abajo de lobajo. Hoy estás en tu tierra, y mañana en otra ajena, y pasadomañana si cuadra en otra más ajena todavía. De eso sí que

puedo ofrecer ejemplo. Hubo un tiempo en el que Benita mesacaba a pasear, cuando niña, los pocos días en que brillabael sol en aquel frío eterno de Cólquide, mi tierra. Más tarde,ella era quien me hacía aquella belleza de peinados que cau-tivaban a Jasón, trenzándome los cabellos con cintas demuchos colores, y después, allí estaba Benita en mi primerparto, y en el segundo, y ella era quien se ocupaba de los niñoscuando la poca alegría de vivir me iba dejando sin ánimos. Yaveis: ahora soy yo quien le tiene que limpiar sus partescuando se le escapa la orina, cada día con más frecuencia, ytengo que venir aquí a lavarle las ropas, las suyas junto conlas mías. ¿Qué queja tenéis de mí? Como os corréis todas paraun lado nada más verme, me pongo siempre en esta parte, pordonde sale el agua, para que no podáis decir que os la dejosucia por culpa de las bragas meadas de la pobre vieja. Otrasde vosotras no tenéis tantos miramientos, amigas, trayendo alavar la ropa que traéis. Pero claro, yo soy extranjera, todocuanto haga por no molestar os parece poco.

¿Qué queréis de mí? Me encuentro aquí, sola, con Benita,que es peor que sola; aquí me trajo mi fortuna, después derecorrer mares y mares, tierras y tierras. Nunca os he pedidonada, que solamente ese castigo no tuve jamás, el de tener quepedir limosna. No me meto para nada en vuestras vidas, envuestras casas, en vuestras cosas. Entonces, ¿qué daño oshago? Yo no tengo la culpa de que sea salada el agua del mar,que si así no fuese, en la playa lavaría las ropas, las mías ylas de la vieja, para que no tuvieseis que actuar tan cobar -demente cuando me veis llegar. Cobardemente, sí, no memires con esa cara, Uxía: ese comportamiento vuestro no esdigno de mujeres hechas y derechas.

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Ahora, desde hace un tiempo, os ha dado por eso, por jun-tar en un cesto cuantas críticas os hicieron de mí, por irentretejiendo unas con otras todas las maldades que me fue-ron inventando, por dar crédito a las patrañas que llegabanatropelladas a vuestros oídos, sin desconfiar jamás de lo queos enseñaron, sin pensar ni siquiera que podían estar min-tiéndoos... Hoy os dio por eso, mañana a lo mejor os dará porotra cosa. Ojalá. Ojalá, os lo digo de corazón, mujeres de Cama-riñas. Porque ni que lo hiciesen padres, ni madres, ni abuelos,ni abuelas, ni maestros, ni maestras, ni curas, ni monjas:cuanto os dijeron eran mentiras, no acierto a saber por quérazón, pero de hecho todo era mentira tras mentira, puracalumnia. Y sin embargo me dais la espalda, y verdad, alparecer, no hay más que la vuestra. Os ha dado por pensarque todo es cierto, sin percataros de que en realidad todo fuemilagreado o minimizado, mixtificado y mitificado, por todos,por todas, y desde siempre... A lo mejor tenéis razón, no osvoy a decir que no. Pero ya que os ponéis así, ya que no estáisdispuestas a contar más conmigo, ni siquiera para decirmebuenos días, cómo estás, dejaron de supurarle las llagas a lavieja, os voy a contar mi historia, la verdadera, no la que mehabéis tejido vosotras, vuestros padres, vuestros abuelos,vuestros sacerdotes. Calláis cuando vengo, y tú, Marica, parasde cantar, y tú, Rosina, enmucedes y dejas de hacernos reírcon esas fantasías de lo que haces con tu novio en el heno delcobertizo... Por lo tanto, hoy me toca hablar a mí. Escuchadun poco, amigas, y después hablaremos de verdades y dementiras.

Para empezar, nunca supe quién inventó esa tontería delpellejo del carnero, esa fábula del vellocino de oro, que resultamuy bonita, no os voy a decir que no, pero es un auténticocuento para niños. Cuando Jasón vino a Cólquide, sabía muybien a lo que venía, porque había estado preparando el viajedesde mucho tiempo atrás. No voy a pretender ahora que nole hubiese puesto un poco de aventura, un deseo de conocerlas tierras del norte, tan alejadas y misteriosas; de hecho élsiempre fue muy griego, y a los griegos, más que a las grie-gas, siempre les gustó viajar, ir lejos, correr mundo, conocerotros horizontes. En eso se parecen mucho a las gentes deesta tierra vuestra. Y Jasón no iba a ser una excepción, comopodéis imaginar. Pero cuando vino a Cólquide su intenciónera la que incita casi siempre a los hombres a viajar: o pornegocios, o para hacer la guerra. A nosotras, a las mujeres,nos mueven razones más rebuscadas: la principal pienso quees la curiosidad, ese anhelo de ver, de descubrir, de conocercosas nuevas, personas nuevas, con la esperanza de que resul-ten diferentes. Jasón no voy a deciros que fuese allí para pelearcon mi padre: nunca fue hombre de mucho arresto. No, no:cobarde no era, no fue mi intención decir tal cosa, amigas;pero luchador tampoco. Necesitaba siempre que tirasen de él,que lo empujasen, y le gustaba dejarse llevar.

Ya digo, no sé quién demonios inventó el asunto del vellocinode oro. Si os fijáis bien la trama es bonita, pero ¿quién va a creersemejante fantasía? La verdad es otra muy distinta: en Cól-quide teníamos una raza de ovejas que no había en las tierrasdel Sur. Vosotras nunca habéis ido a Cólquide, ni tampoco aGrecia, y desde aquí, tan lejos, no resulta fácil imaginar cómoes aquello. No digo que no tenga un encanto especial, pero el

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clima es terrible, sobre todo durante el invierno: llega muypronto, ya en setiembre, y en el mes de los Santos no se soportaaquel frío, aquellos nubarrones que no pasan nunca, aquellahumedad que se va metiendo traidora en los huesos. El pai-saje es muy bonito, recuerda bastante este vuestro, perotantas montañas y tanto invierno acaban allí con cualquiera...

Y además ocurre que siempre fuimos un pueblo muy atra-sado. No por mi padre, que él hizo lo que pudo, heredó lo queheredó, y tras sí dejó lo que dejó. No es como aquí, no hay com-paración posible, que aunque no sea más que por el abrigo dela ría no dejan de arribar barcos, y con el negocio de los enca-jes las mujeres vais a los mercados, y veis a otras gentes, y conellas otras modas. Allí, a Cólquide, no va nadie, sobre todo eninvierno; pero incluso en verano aquel mar es peligrosísimo,y cuando por fin llegas a tierra solamente encuentras monta-ñas y más montañas. Por eso hemos vivido siempre de latierra, una cosechita de nada cada verano, porque no bien seadentra el otoño se hiela todo en seguida, y sobre todo delganado. Cabras y ovejas principalmente. En un país así vivíayo, ya os podéis imaginar de qué manera: muy hija del rey, escierto, pero del rey de un pueblo de cabreros.

Cuando miro para atrás pienso que me falta algo, sí: debeser eso que vosotras llamáis morriña. Quizá. Pero estoy segurade que no echo de menos aquellos inviernos, aquel frío, aquelaburrimiento, aquellos hombres que solo querían echarseencima de una y hablar de las ovejas, con aquel olor ácido quetraían de la montaña y que no quitaban de sus cuerpos. Ya séque no vais a comprenderme, pero dime tú, Uxía, ¿qué vidapodía tener yo allí, ya digo, por muy hija del rey fuese? Asíestaba la cosa, con diecisiete años justitos, cuando arribó Jasón.

No venía a buscar ningún vellocino de oro, que os repitoque nunca hubo tal cosa, ni en Cólquide ni en parte alguna.El asunto era que mi padre había traído de muy lejos, de lastierras del Danubio arriba me parece (yo era por entonces unaniña de apenas tres o cuatro años), unas ovejas raras, másgrandes, casi rubias, muy bonitas, que daban una lana muybuena, tupida, suave, más larga que la de las ovejas griegas.Os parecerá mentira pero fue solamente por eso, ni más nimenos, por lo que alquiló el barco y realizó semejante viaje:todo para ver si mi padre le vendía algunas parejas de ovejas,o aunque solo fuese un carnero para cruzarlo con las ovejas deYolco, el país de Jasón, que yo nunca llegué a verlas, pero porlo que se deduce debían de ser bastante birriosas. Todo lodemás es mentira: ni nave Argo, ni hermosos guerreros de lasmejores familias en la tripulación, ni héroe como caído delcielo a la búsqueda del nunca visto vellocino de la leyenda.Mirad, para dejarnos de fantasías, Jasón vino a Cólquide máso menos como una cualquiera de vosotras va a un mercado,solo que vosotras vais para vender encajes, y él vino para com-prar ovejas. La única diferencia reside en los personajes: ennosotros, en las gentes de Cólquide, tontas, bobaliconas, contan pocos conocimientos y tan poco mundo recorrido, y en él,en Jasón, por aquella educación que tenía, tan diferente, tannunca vista. Y también, no encuentro razón para negarlo,aquella indecible belleza suya.

Jasón era por aquel entonces un hombre de unos treintaaños, guapo, muy guapo: era alto, fornido, pero no gordo,que es otra cosa; tenía unas piernas preciosas, largas, bien

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torneadas, y un pecho poderoso, en el que cada músculosobresalía con un relieve propio; su cuerpo, el de un gimnastaauténtico. Ya podéis imaginar el trabajo que debe costar conse -guir un cuerpo así. Y después tenía aquella cara tan hermosa,sobre todo por los labios, que incitaban a besarlos, y los ojos ver-des, del color de las olivas cuando comienzan a madurar, justoantes de tomar el color violeta que les pone la luz del otoño.¡Malditos ojos de Jasón! Cuando miraba para ti, no sabías quéhacer, porque te venía como un escalofrío que te recorría todoel cuerpo, y tenías miedo de que percibiese lo que te estabapasando por dentro. Y después tenía aquellos rizos rubios,siempre tan limpios, brillantes, y tan bien peinados, quequizá fuese lo que más lo diferenciaba de los hombres de Cól-quide, siempre tan desgreñados y con pinta de cerdos... Conla pinta, y la mayoría de las veces también con los hechos,que era todavía peor.

Así es como lo recuerdo, la primera vez que lo vi, cuandovino a palacio para presentarle sus respetos a mi padre, elrey. Yo estaba allí, entre la familia real, al lado de mi herma-nita, y me llamó mucho la atención, para qué lo voy a negar.Es que venía muy elegante, amigas mías, escoltado por unadocena de hombres de bello porte, casi todos jóvenes, hablandocon aquel acento extranjero, tan fino, tan elegante, tan dife-rente del nuestro. Yo tenía, ya os digo, diecisiete años, ypienso que por fuerza tenía que impresionarme. Pero eso fuetodo, ni más ni menos. De modo que no es cierta toda esa seriede tonterías que más tarde inventó el ciego de Rodas, vosotrasno podéis conocerlo, uno como los que cantan aquí en lasferias, pero el de Rodas es un cantamañanas, que ya andaborracho al poco de levantarse, y no para de inventar historias

y de sacarle cuentos a todo bicho viviente. De mí dio en decirque, cuando vi a Jasón, se me caía el corazón del pecho, losojos se me nublaban, y las piernas no me sostenían. Todo ton-terías. Y mentira. Como también esa trola que sacó de las docecriadas: hace falta poco seso para decir semejante bobada.¿Cómo iba a tener doce criadas una princesa de Cólquide?Tenía tres, y ya no me parece poco, sobre todo viéndome comoahora me veo, criada yo de la única que me queda. Por cierto,me entristece recordar lo que les pasó poco tiempo después:cuando hui de mi tierra, dos de ellas quedaban preñadas, nosé de quién, pero seguramente de alguno de los compañerosde Jasón; la tercera, una morenita muy joven, que por ciertonos había costado bastante cara, muy linda y graciosa, sehabía ahorcado días antes, tras arrojarse desde la torre altade palacio con una cuerda de nudo corredizo al cuello; nuncasupe por qué motivo lo hizo, aunque puedo imaginármelo.

Todo, todo, todo lo que iba contando el ciego por ferias ymercados era un puñado de mentiras. A mí Jasón me gustódesde el primer momento, es verdad, pero como os puede gus-tar un hombre guapo, o un vestido, o la ría a la hora en que seahoga el sol en el horizonte. De que me puse loca por él encuanto lo vi, nada de nada. Andaba muy ocupada en aquellostiempos con un compañero de mi hermano Apsirto, que no mehacía mucho caso, pero que ya de niña me dejaba jugar conellos dos, para aprovecharse después de mí cuando conseguíaquitar a Apsirto de en medio, inventando alguna argucia paraquedarse a solas conmigo.

De verdad que fue así, Marica; puedes creerme. La historiacon Jasón no tiene nada que ver con lo que imaginó el ciego deRodas, ni con lo que difundieron por ahí docenas de bocas

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mentirosas. Eso es precisamente lo que más me fastidia,porque vamos a ver: ¿por qué me tenía que enamorar yo deJasón a primera vista, y no él de mí? Vosotras me veis ahoraasí como me encuentro, después de tantas desgracias, condos partos por medio, con tantos meses por mares y por cami-nos hasta llegar a esta tierra, y sin embargo no iréis anegarme que todavía hay aquí mucha mujer. Imaginadme condie cisiete años, estas tetas bien puestas en su sitio, esta cin-tura de avispa que llamaba la atención, y estas piernas queaún ahora tengo, mirad, mirad, tocad si queréis, y pensadcómo sería todo esto sin haber parido ni dado el pecho nunca,que es lo que más nos estropea a las mujeres. Pues ya veis, aninguno de cuantos me inventaron calumnias se le pasó nisiquiera por la cabeza la posibilidad de que fuese él el primeroen enamorarse. Lo que me mata es tener que darles algo derazón, porque, aunque no fue como suele contarse, y aunqueyo nunca me enamoré de él como debe ser, a las claras se percibeque por él llegué a perder la cabeza. Y la verdad incuestionablees que Jasón, por su lado, no me quiso nunca, ni siquiera unpoquito.

Os voy a contar la historia, pues ya veo que os interesa.Jasón, como es natural, se instaló en el palacio de mi padrecon todos aquellos perezosos que había traído consigo en elbarco. No sé si sabéis cómo funciona en Grecia eso de la hos-pitalidad: en Cólquide es exactamente lo mismo. Otro inventode hombres para estar cómodos vayan donde vayan, tenercama hecha, mesa puesta, y criadas jóvenes para desaho-garse: hoy por ti en mi casa, mañana por mí en la tuya, que

esto es una costumbre ya muy antigua, una honra para el pue-blo griego. Naturalmente, honroso para los hombres del pueblogriego, porque lo que se dice para las mujeres... Pero dejemoseste cuento para otra ocasión. El rey les dio hospitalidad, portodo el tiempo que quisieran, y así volvieron algunos cuandohuimos de Cólquide, que parecían cerdos cebados de tantoque habían tragado. Eso para no hablar de cómo andaban porlos corredores de palacio, o por los paseos del jardín, o por elcamino de la fuente de los tres caños, siempre al acecho, sali-dos como perros en celo, detrás de las criadas que iban allí apor agua con sus cántaros en la cabeza, con aquella sonrisa yaquella gracia en el andar que siempre tuvieron las mucha-chas de Cólquide.

Pero mi padre era hombre de una sola palabra, y aunque sehacía el ciego y el sordo para otras cosas, a Jasón lo desengañóen la primera cena: el palacio quedaba a su disposición, le dijo,cama limpia y mesa a hartarse, por todo el tiempo que le pare-ciese bien, pero que no se le pasase por la cabeza llevarse niuna oveja de las suyas. No le molestaba reconocer que eran lajoya más grande de su reino. Si hubiesen tenido la lana de oro,como ese cuento del vellocino que inventaron más tarde, nolas habría valorado más. Eran su orgullo. Ni su hijo, ni muchomenos su mujer o sus hijas, le importaban tanto: el másgrande orgullo del rey de Cólquide era una raza de ovejas.¡Hay que fastidiarse! Es así, Ermitas, tal como os lo estoy con-tando, sin quitar ni poner nada. Qué modo más raro de pensartienen los hombres, también los de aquí, no me digáis.

Y así fue como debió tramar lo que tramó. Debió de imagi-nar que si no conseguía convencer al rey, lo mejor eraenamorar a su hija, para decirlo de otro modo, engañar a

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Medea para engañar a su padre. Me da mucha rabia tenerque reconocerlo, pero lo cierto es que no le costó mucho tra-bajo: Jasón tenía una experiencia de la que yo carecía; habíaademás no solo aquellos ojos, aquellos labios, aquellas manos,aquel pecho, aquel bulto entre las piernas..., sino las palabrasque me decía. Los griegos siempre tuvieron esa ventaja sobrelos demás pueblos: son dueños y señores de la palabra, lomismo para decir verdades que para maquinar engaños, paraelogiar que para insultar. Saben perfectamente que puedenburlarse de nosotros, de las gentes que ellos llaman bárbaras,sencillamente porque no tuvimos escuela, ni lecturas, ni poe-tas, y no sabemos emplear la lengua como ellos. Ni a hombreni mujer de Cólquide se le ocurriría inventar todas aquellascosas que le inventaron los compañeros de viaje a Jasón, todasaquellas aventuras, riesgos y peligros que decían que pasópara robarle el dichoso vellocino al bárbaro de mi padre. Ydetrás me ponían a mí, unas veces como una bruja, otras comouna atontada, preparándole ungüentos y cocimientos paraayudarle, según algunos solo a cambio de que me diese pala-bra de casamiento...

¡Cuánta mentira junta, amigas mías! Sabía muy bien élque no fue así, que era él quien no me dejaba en paz, que veníadetrás de mí como un perrito hambriento, que me prometíamontes y morenas, palacios inmensos que decía tener en lalejana Yolco, donde no había estado nunca ninguno de misconocidos, y me hacía soñar con una casa propia, mía, y unafamilia, hijos, y amor, mucho amor, un amor grande, fuerte,eterno. Un amor que decía que me tenía desde la primera vezque me había visto, tal como si el mismísimo Eros se lo hubiesemetido en el cuerpo. Pobre de mí, y yo allí, tonta perdida,

escuchando aquel torrente de palabras, y preguntándole quiénera ese Eros (¡cuánto tuvo que reírse de mí!), porque en Cól-quide los dioses eran cosa más seria, y jamás habíamos oídohablar de uno semejante. A veces pienso y vuelvo a pensar enlo mucho que tuvo que divertirse a mis expensas. No seríaextraño que cuando me dejaba por la noche, después de har-tarse de cabalgarme debajo de la higuera grande, fuese tal veza despertar a sus compañeros para contarles cómo se dejabatrabajar Medea, la idiota de la hija del rey, tan tontita lapobre que incluso nunca antes había oído hablar del dios Eros.

Ya veis, amigas: os cuento todo esto como si lo estuvieseviviendo de nuevo. ¡He recordado tantas veces lo ocurrido enaquel tiempo! Sin embargo, no vayáis a pensar que yo me ena-moré de Jasón. Os repito que esto fue siempre lo que más mefastidió, que todos cuantos hablan de mí, vosotras mismas,estoy segura, no me mires así, Rosina, que imagino muy bienlo que diréis cuando no estoy delante, seguro que me pon-dréis como locamente enamorada. Hay un hombre que norecuerdo cómo se llama, un charlatán de feria, pero que alparecer cuenta cosas con inmensa gracia, escogiendo muybien las palabras, todo lo contrario de como lo hago yo, y mehan dicho que inventó de mí cosas muy graciosas; al parecerme imagina siempre corriendo de un lugar para otro cabal-gando dragones, ya veis qué historia, y mezclando hierbas yotros mejunjes para rejuvenecer viejos. ¡Ya quisiera yo, ya!Porque si fuese yo bruja como dicen, si tuviese tantos poderesy tanta sabiduría como imaginan, ya me habría arreglado deotra forma en Camariñas, y sacaría para no tener que vivir en

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esa pobre cabaña, llena de goteras que no nos dejan descansardesde que comienzan las lluvias, y no tendría que estar conti-nuamente perdiendo la vista para no confundir los palillos altejer el encaje.

Bruja o no, que os juro que no hay tal cosa, lo cierto y verdades que me dejó sorprendida la belleza de Jasón, su elegancia,todo eso que ya os conté, y en consecuencia, como era muyjoven, fui quedando atrapada en sus redes. Pero también hayquien dice que para mí Jasón venía a ser la oportunidad demarcharme de Cólquide, de ver otras gentes, otros países, otrasciudades. Ahí, me pesa mucho tener que reconocerlo, dio en elclavo, fuese quien haya sido. A mí un mundo en el que loshombres se semejasen a Jasón, vistiesen como él, hablasen lasmismas palabras, me parecía que tenía que ser hermoso,divino. En la tierra de mi padre no me aguardaba más futuroque casarme con un hacendado más o menos bruto, que ven-dría por las tardes cansado de andar por los montes con suganado, cenaría seguramente sin lavarse, se acostaría, y, sinmediar palabra, me haría cuatro, seis, ocho, diez hijos, hastaque me convirtiese en una vieja prematura a fuerza de pariry de enterrar niños; cuando llegase ese momento, preferiríaacostarse con las criadas jóvenes. Jasón podía librarme de esaperspectiva, y fue lo que yo descubrí en él. Pero enamorada,lo que se dice enamorada, es seguro que no estuve nunca. Queno, hija, te aseguro que no: gustarte un hombre, incluso acos-tarse con él, y hasta si me apuras disfrutar con él entre lasnalgas, no es lo mismo que estar enamorada. Eso tiene que serotra cosa, no sé bien qué, pero otra cosa distinta.

Aun os digo más, mujeres: es que tampoco gocé jamás conél en la cama. Estas cosas ya sé que no son para contarlas,

pero estoy muy cansada de que me inventen historias falsas.Como yo reconozco y digo siempre que era un hombre entero,deseable, hermoso, puede parecer que, enamorada o no,gozaba al acostarme con él. Eso lo tienen muy claro los hom-bres: piensan que las mujeres tenemos que disfrutar siempredebajo de ellos, porque son muy hombres, muy machos, y vanpor el mundo perdonando vidas. Os lo juro por la memoria demis hijos: años y años acostándome con él, y nunca tuve unorgasmo con Jasón. De modo que, cuando cuentan que todo loque pasó al final de nuestras relaciones fue por culpa de loscelos que Jasón me daba con la tonta de la hija del rey Cre-onte, todo es un invento idiota, porque cuando eso pasó yahacía mucho tiempo que había perdido toda esperanza de dis-frutar con él en la cama.

Para Jasón el amor era algo así como lavarse la cara porlas mañanas, o como comer, o como orinar; era una pura rela-ción física, ir a la cama, ponerse encima de mí, separarme laspiernas, penetrarme, allá va todo, un poquito de mete-saca...,¡y dejarme embadurnada e insatisfecha cuando empezaban adespertárseme los sentidos! Y ellos saben, bueno, seguro queno, pero da igual, que las mujeres necesitamos otra cosa, ¿noos parece? Claro que sí. Que no nos hace ni fu ni fa que nostraten como a gallinas, que no somos animales de reproduc-ción. Jasón nunca pensó esto, creo que ni conmigo ni conmujer alguna; ni lo supo, ni hubo manera de hacérselo apren-der. Tenía esa suficiencia del gallo, del machito, y creía queser hombre es saber cómo se hacen los hijos, pasando unmomentito estupendo, desde luego, pero él, solamente él. Enese aspecto se portó, y tuvimos dos niños, como sabéis todas.Pero jamás consiguió llevarme a ese paraíso donde a las

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mujeres nos gustaría que nos llevasen los hombres cuando enel lecho nos atenazan con sus músculos y triunfantes se aden-tran por nuestros cuerpos.

Pero quede ahí el cuento, aunque podría daros muchosmás detalles. No, no, de eso no me pidas que hable, Rosina.Ahora ya no me interesa, y podéis creerme: si os he dicho todoesto no es porque me guste contarlo, ni tampoco dejarlo enmal lugar. Lo que me fastidia es que digan siempre que fuecomo no fue. Igual que el asunto de la huida de Cólquide, conJasón y sus compañeros, que siempre la cuentan como unaheroicidad: fue simplemente un robo de una oveja y un car-nero, de noche, a escondidas, con mucho cuidado para que noempezasen a aullar los mastines de palacio. Con la particula-ridad de que, por lo que pudiera pasar, Jasón y los otrosestaban en el barco, preparados, con los cordajes sueltos, dis-puestitos a huir si nos descubrían. En realidad los querobamos la oveja y el carnero, en las cuadras de nuestropadre, fuimos yo y mi hermano Apsirto; él y yo tuvimos quellevar los dos animalitos hasta el puerto, cuidando que nohiciesen ruido, y a todo esto, Apsirto iba en la oscuridad tanmuerto de miedo que dejó escapar la oveja, que era lo que lle-vaba él, mientras que yo arrastraba el carnero, mucho másdifícil de sujetar. De este modo fue como huyó Jasón de Cól-quide, así fue como huyó Medea del reino de su padre: denoche, a escondidas, como hacen los huidos en el monte,robándole un carnero al rey para cruzarlo con las ovejas deYolco. ¡Ya veis, amigas, qué leyenda más gloriosa!