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Un Crimen Imperdonable - Andrew Taylor

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Annotation

Thomas Shield, veterano deWaterloo, acepta un empleo comoprofesor en una escuela privada enla que tendrá como alumnos aCharles Fant y Edgar Allan Poe,pero cuando el padre de Charles,Henry, aparece asesinado junto a suamante Sophia Marpool, Shiel serevela como un investigadoraficionado, lo que paradójicamentelo convierte en sospechoso y objeto

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de desprecio.En un Londres

espléndidamente recreado, AndrewTaylor crea una perfecta trama demisterio que aporta claves sobre lainfancia de Edgar Allan Poe einvita al lector a especular sobre elentramado de relacioneseconómicas y sociales en la altaburguesía londinense.

Novela ganadora del CWA'sHistorical Dagger (2003)

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ANDREW TAYLOR

Un crimen imperdonable

Traducción de Roser VilagrassaSentís

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Edhasa

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Sinopsis

Thomas Shield,veterano de Waterloo,acepta un empleo comoprofesor en una escuelaprivada en la que tendrácomo alumnos a CharlesFant y Edgar Allan Poe,pero cuando el padre deCharles, Henry, apareceasesinado junto a su

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amante Sophia Marpool,Shiel se revela como uninvestigador aficionado,lo que paradójicamentelo convierte ensospechoso y objeto dedesprecio.

En un Londresespléndidamenterecreado, Andrew Taylorcrea una perfecta tramade misterio que aportaclaves sobre la infanciade Edgar Allan Poe e

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invita al lector aespecular sobre elentramado de relacioneseconómicas y sociales enla alta burguesíalondinense.

Novela ganadoradel CWA's HistoricalDagger (2003)

Título Original: The americanboy

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Traductor: Vilagrassa Sentís,Roser

©2003, Taylor, Andrew©2005, EdhasaISBN: 9788435009324Generado con: QualityEbook

v0.72

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Para Sarah yWilliam.

Y, como siempre,para Caroline.

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No dejaría constancia, aunquepudiera aquí y ahora, de mis añostardíos de miseria inefable ycrímenes imperdonables.

Extraído de William Wilson

de EDGAR ALLAN POE

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EL RELATO DETHOMAS SHIELD

Del 8 de septiembre de 1819

al 23 de mayo de 1820

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CAPÍTULO 1

Debemos respeto a los vivos, nosdice Voltaire en su Première Lettresur Oedipe, pero a los muertos sólodebemos la verdad. Y la verdad esque hay días en que el mundocambia, y un hombre no lo percibeporque su mente está absorta en suspropias razones.

La primera vez que vi aSophia Frant fue poco antes delmediodía, el miércoles 8 de

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septiembre de 1819. Salía de lacasa de Stoke Newington. Por uninstante quedó enmarcada bajo elumbral de la entrada, como en uncuadro. Algo en la penumbra delvestíbulo la hizo detenerse; quizásuna palabra, o un movimientoinesperado. Sin embargo, no dejóde mirar hacia la calle, donde yome hallaba. Tenía el cuerpoligeramente ladeado, con un pie enel escalón, y el otro dentro de lacasa. Estaba pendiente de aquelloque había a sus espaldas, fuera lo

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que fuera, fuera quien fuera.Oí el taconeo del lacayo al

saltar del carruaje para desplegar laescalerilla. Un hombre corpulento,vestido de negro y de mediana edadse reunió con la mujer, le ofreció elbrazo y la acompañó tranquilamentehasta el coche. Tenían un airesolemne, como si se conocieranpoco. No me habían visto. A loslados del sendero que conducía a lacasa, había pequeños macizos deflores cercados con rejas. Sentí quedesfallecía y me agarré a uno de los

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travesaños. El metal estaba tibio.—Lo cierto es, señora —dijo

el hombre como si prosiguiera unaconversación que hubieran iniciadodentro—, que nuestra ubicación esabsolutamente rural, y el aire es deuna salubridad extraordinaria.

La señora me miró y sonrió.Tanto me sorprendió aquel gesto,que no me incliné para saludarla. Ellacayo abrió la puerta del carruaje,y el caballero corpulento la ayudó aentrar.

A él también le sonrió.

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—Gracias, caballero —susurró—. Ha tenido usted muchapaciencia.

El hombre le besó la mano.—En absoluto, señora. Le

ruego que salude al señor Frant demi parte.

Me quedé allí de pie como unbobo, sin soltar la reja. El lacayocerró la puerta, plegó la escalerillay subió a la parte de atrás delvehículo para sentarse. Lacarpintería laqueada era de colorazul, y las ruedas doradas relucían

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tanto, que hacían daño a la vista.Los sirvientes vestían de librea azuloscura, y la puerta exhibía unescudo de armas.

El cochero desenrolló lasriendas de la fusta, dio un latigazo,y el par de caballos zainos, tanlustrosos como la chistera delcochero, arrancaron tintinandohacia la calle principal. Elcaballero corpulento sostuvo lamano en el aire con un ademán quemás parecía una bendición que unsaludo. Al volverse hacia la casa,

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me lanzó una mirada fugaz.Solté la reja y me quité el

sombrero al instante.—¿Señor Bransby? Es decir,

¿tengo el honor de...?—Sí, así es —dijo,

mirándome con unos ojos azulesque asomaban entre párpadosrosados e hinchados—. ¿Qué se leofrece?

—Me llamo Shield, señor.Thomas Shield. Mi tía, la señoraWilson, le habló de mí por carta, yusted tuvo la amabilidad de decirle

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que...—Sí, sí.En vez de darme la mano,

Bransby me dio un dedo. Me miróde arriba abajo y añadió:

—No se parece en nada a ella.Me guió por el sendero hasta

la puerta abierta, y entramos en unvestíbulo recubierto de paneles. Enalguna parte de la casa unas vocescantaban. Abrió una puerta a laderecha, y pasamos a una salaprovista de tantos libros como unabiblioteca, con una alfombra turca

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en el suelo y dos ventanas convistas a la calle. Se sentópesadamente en la butaca delescritorio, estiró las piernas eintrodujo dos dedos regordetes enel bolsillo del chaleco.

—Parece usted agotado.—He venido a pie desde

Londres, señor. Ha sido un viajeduro.

—Siéntese —rezongó, y sacóuna caja de marfil llena de rapé.

Tomó un pellizco y estornudó.Luego fijó la vista en una carta que

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había sobre la mesa.—Así que quiere trabajo, ¿eh?—Sí, señor.—La señora Wilson me ha

informado con una franquezaencomiable que hay al menos dosbuenas razones por las que no esusted apropiado para ninguno de lospuestos que yo podría ofrecerle.

—Señor, si me permite, se lointentaré explicar.

—Hay quien diría que loshechos hablan por sí solos. Dejó suúltimo trabajo sin decir nada a

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nadie y bajo extrañascircunstancias. Y hace poco, si nohe entendido mal a su tía, estuvousted internado en un manicomio.

—No negaré ninguna de lasdos inculpaciones, señor. Pero haymotivos que justifican micomportamiento y lo ocurrido, y novolverá a suceder.

—Tiene dos minutos paradarse a conocer.

—Verá, señor, mi padre era unboticario de Rosington. Prosperó ensu negocio. Uno de sus clientes era

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el canónigo de la catedral, que mepresentó al examen de aptitud paraacceder a una plaza vacante de laescuela secundaria. Me marché yaprobé el examen para ingresar enel Jesus College de Cambridge.

—¿Estudió con una beca?—No, señor. Me ayudó mi

padre. Él sabía que yo no teníatalento para el oficio de boticario,así que al final pensó que podríaordenarme sacerdote. Pordesgracia, a punto de acabar elprimer año de estudios, falleció de

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fiebre pútrida. Por lo visto estabapasando un mal momentoeconómico. De hecho, no es que notuviera dinero, sino mucho peor,señor. Al parecer había vivido porencima de sus posibilidades y sehabía permitido especular, pero sinsuerte.

—¿Y su madre?—Murió cuando yo era un

muchacho, y mi única hermanaestaba casada y vivía en otra partedel país. Ella no podía ayudarme.Pero el director de la escuela, que

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me conocía desde niño, me dio unpuesto de profesor para enseñar alos más pequeños. Durante unosaños todo marchó bien, pero muy ami pesar murió, y su sucesor no meveía con tan buenos ojos —dije yvacilé un instante—. En resumidascuentas, señor, discutimos. Dijenecedades de las que me arrepentíenseguida.

—Como suele ocurrir —dijoBransby.

—Era abril de 1815, y mejunté con un sargento que alistaba a

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reclutas.Bransby tomó otro pellizco de

rapé y dijo:—Claro, y lo emborrachó

tanto que lo animó a alistarse en elejército y a combatir a ese monstruode Bonaparte usted solo. Bien,caballero, me ha demostrado desobra que es usted un jovenbelicoso, insensato y testarudo,además de un buen bebedor. ¿Leparece, pues, que hablemos delmanicomio de Bedlam?

Apreté la gruesa ala del

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sombrero hasta doblarla.—No he estado allí en mi

vida, señor.Frunció el ceño.—La señora Wilson me ha

dicho en una carta que estuvo untiempo confinado y bajo el cuidadode un médico. Si fue en Bedlam ono, es irrelevante. ¿Cómo llegó aesa situación?

—Muchos hombres tuvieron ladesgracia de ser heridos en laúltima guerra. Y así me ocurrió amí: sufrí daños mentales y físicos.

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—¿A qué se refiere con«daños mentales»? Parece unamaestra de escuela con vapores.¿Por qué no habla claro?: estabadesquiciado.

—Estaba enfermo, señor.Como quien sufre una fiebre. Fui unimprudente.

—¿Imprudente? ¡VálgameDios! ¿Así lo llama? Tengoentendido que arrojó su medalla deWaterloo a un oficial delregimiento de la Guardia Real en lacalle Rotten.

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—Lo lamento muchísimo,señor —dije, y no mentía, aunqueno por la razón que esperaba que elseñor Bransby creyera.

Estornudó y se lehumedecieron los ojos.

—Es cierto que su tía, laseñora Wilson, fue la mejor ama dellaves que mis padres tuvieronnunca. De niño jamás tuve motivospara dudar de su veracidad o, enfin, de su amabilidad. Pero estosdos hechos no me bastan parapermitir que un lunático y un

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borracho ocupe un cargo deautoridad sobre los niños que tengoa mi cuidado.

—Señor, no soy ni lo uno ni lootro.

Me miró con severidad y dijo:—Además, sus jefes anteriores

no abogarían por usted.—Mi tía aboga por mí. Si la

conoce bien, señor, sabrá que nuncalo haría a la ligera.

Callamos los dos un momento.Con la ventana abierta se oían loscascos de las caballerías al pasar

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por la calle. Los cantos habíancesado. Una mosca zumbaba enmedio de aquel aire cargado. Yome estaba asando, me cocía en elhorno de la ropa que llevaba. Elabrigo negro era demasiado gruesopara un día como aquél, pero era elúnico que tenía. Lo tenía abrochadohasta el cuello para disimular queno llevaba camisa debajo.

Me levanté.—No le entretendré más,

señor.—Haga el favor de sentarse.

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Aún no he terminado laconversación.

Bransby cogió las gafas y lasgiró para limpiarlas.

—Me ha convencido y lopondré a prueba —añadió congravedad, como si estuvierapensando en someterme a un juicio—. Le proporcionaré tres meses decomida y alojamiento. También leadelantaré la cantidad justa dedinero que le permita vestir comocorresponde a un ayudante deprofesor en este establecimiento. Si

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en algún momento su conducta esinsatisfactoria, se marchará en elacto. No obstante, si todo va bien,al final del trimestre puede quedecida renovarle el contrato, quizácon distintas condiciones. ¿Haquedado claro?

—Sí, señor.—Llame al timbre. Necesitará

un refrigerio antes de regresar aLondres.

Volví a levantarme y tiré de lacuerda que colgaba a la izquierdade la chimenea.

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—Dígame —añadió sin variarel tono—, ¿la señora Wilson se estámuriendo?

Se me empañaron los ojos.—No me ha confiado su

estado de salud, pero cada día estámás débil —dije.

—¿Sufre mucho?Asentí con la cabeza.—Lo lamento. Tiene una

exigua anualidad, ¿me equivoco?No se ofenda por ser tan directo. Aambos nos conviene ser francos encuanto a estos asuntos.

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Entre la franqueza y lacrueldad hay una línea sutil, y nuncasupe en qué lado de ésta se hallabaBransby.

Llamaron a la puerta.—¡Adelante! —gritó el señor

Bransby.Me di la vuelta esperando ver

a un sirviente que acudiera a lallamada del timbre, pero entró unniño muy pulcro con una carta enlas manos.

—Ah, Allan. Buenos días.—Buenos días, señor.

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Se dieron la mano.—Salude al señor Shield con

una reverencia, Allan —le pidióBransby—. Le verá más veces enlas próximas semanas.

Allan me miró y obedeció. Eraun niño fornido, con ojos grandes ybrillantes y la frente amplia.

—Dígame, ¿ha disfrutado delviaje por Escocia?

—Sí, señor.—¿Y el señor y la señora

Allan? ¿Están bien?—Sí, señor. Mi padre me

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pidió que lo saludara y le entregaraesto.

Bransby cogió la carta, leyó elmembrete y la dejó caer sobre elescritorio.

—Supongo que se aplicaráusted con más ahínco después deunas vacaciones tan largas. El ociono le sienta bien.

—No, señor.—Adde quod ingenuas

didicisse fideliter artes —dijo y ledio un golpe al niño en el pecho—.Complete y realice el análisis

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sintáctico.—Lo lamento, señor. No

puedo.Bransby le atizó con

naturalidad un sopapo eficaz yluego se dirigió a mí:

—¿Señor Shield? No le pediréque analice la frase, pero ¿sería tanamable de completarla?

—Emollit mores nec sinitesse feros. Añada a esto que el queestudia las artes liberales conasiduidad refina sus maneras y evitaembrutecerse.

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—¿Lo ve, Allan? El señorShield tenía la costumbre dededicar tiempo a los libros.Epistulae Ex Ponto, segundo libro.Conoce la obra de Ovidio, comousted debería conocerla.

Cuando el niño nos dejó solos,Bransby se limpió restos de rapé dela nariz con un gran pañuelomanchado.

—Hay que dejarles claroquién manda, Shield —dijo—.Téngalo siempre presente. Laamabilidad está muy bien, pero a la

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larga no da resultados. Mire aljoven Allan, por ejemplo. El chicoes listo, de eso no cabe duda. Perosus padres le consienten demasiado.No quiero ni pensar qué sería de élsin los debidos castigos. Y es quela letra con sangre entra.

Y así, en cuestión de veinteminutos, encontré un trabajorespetable, conseguí un nuevo techobajo el que cobijarme y me topé porprimera vez con la señora Frant y elpequeño Allan. A pesar de queaprecié una leve nasalidad en su

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acento, no me di cuenta de queAllan era americano.

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CAPÍTULO 2

Mi tía, la señora Wilson, se alojabaen la segunda planta de la partetrasera de una casa situada en uncallejón que daba a la calle Strand.En verano el hedor del río era casiinsoportable. La anualidad denoventa libras que cobraba le dabapara ocupar dos habitaciones, unsalón y un pequeño dormitorio.Vivía sola y dentro de susposibilidades, y aunque apuraba sus

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recursos, al menos así podíajactarse de llevar una vida decente.Nunca llegó a casarse.

No la había visto desde niño,pero la mandé llamar cuando meencarcelaron, ya que era la únicapersona del mundo que reconoceríaque compartía parentesco conmigo.Es cierto que tenía a mi hermanaJane, que vivía en Manchester. Sehabía casado con un clérigopracticante, un hombrecillo enjutoque veía el mundo con ojospecuniarios y a todo ponía precio.

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A mí me concedía menos valor quea nada, sobre todo desde quellegaran a sus oídos lascircunstancias por las que tuve queirme de Rosington, y por las quehabía prohibido a mi hermanacualquier contacto conmigo.

Mi tía acudió enseguida. Medefendió ante los jueces. Uno deellos, que había sido militar, eradado a conceder clemencia. Comoyo había arrojado la medalla anteun grupo de testigos y además habíagritado «cabrón asesino» de aquel

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modo, nadie tenía dudas —ni yomismo— en cuanto a miculpabilidad. El oficial de laGuardia Real era un hombrevengativo, pues la medalla que lelancé apenas le había tocado. Sinembargo, el caballo en el que ibamontado había reculado y le habíahecho caer delante de todas lasdamas presentes.

Por tanto, sólo quedaba unavía posible para obtener clemencia,y era declararme demente. En aquelmomento pocas objeciones tuve al

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respecto. Luego supe que la leydistingue entre demencia y locura.La demencia es un estadopermanente y, de habermedeclarado demente, me habríanencerrado de por vida. Por tanto,decidieron que era un simplelunático, víctima de accesosperiódicos de locura, durante unode los cuales había atacado aloficial cuando iba montado en sucaballo negro. Los juecesdecidieron que era una forma delocura que requería tratamiento, y

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esto permitió que me pusieran enlibertad bajo el cuidado de mi tía.

Así, durante el juicio, pidió aldoctor Haines que me hospedara, alo cual accedió. Tenía a su cargo unmanicomio, pero distinto delauténtico infierno que el doctorWarburton dirigía en Hoxton. No,Haines era una persona benévola, aquien no le gustaba encadenar a lospacientes como a perros, y vivíacon su familia no muy lejos de allí.

—Yo estoy de acuerdo conTerencio —me dijo el doctor—.

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Homo sum; humani nil a mealienum puto. Debemos admitir queen algunos casos estas pobrespersonas tienen hábitos insólitos, nosiempre correctos en sociedad,pero están hechos de la mismaarcilla que usted y que yo. Además,ese maldito Warburton es menosdoctor en medicina que un perro.

La mayoría de los pacientesque trataba eran locos o imbéciles,unos violentos, otros insensatos,todos ellos tristes; eran dementes,sifilíticos, idiotas, víctimas de

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alucinaciones extrañas yaterradoras, que pasaban de unestado de ánimo a otro en su foliecirculaire. Sin embargo, como yohabía pocos: vivíamos apartados delos demás y nos invitaban a comercon el doctor y su esposa en unaparte privada de la casa.

—Déle tiempo, que practiqueejercicio con calma y moderación yque siga una dieta rica y saludable—le dijo el doctor Haines a mi tíaen mi presencia—, y su sobrino securará.

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Al principio no las tenía todasconmigo. Soñaba con los gemidosde los moribundos, con el miedo amorir y con mi propia indignidad.¿Para qué vivir? ¿Por qué iba amerecerlo, cuando tantos hombresmás dignos que yo estaban muertos?Al principio me despertaba por lasnoches empapado en sudor y con elpulso acelerado, e intuía los gritosde mis sueños. En aquella casahabía quien gritaba por las noches,¿por qué no podía gritar yo?

Sin embargo, el doctor no lo

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consentía y cada noche me daba unadosis de láudano, que aliviaba miinquietud o, cuando menos, laatemperaba. También me hacíacontarle mis vivencias.

—Los recuerdos perniciosos—me dijo en una ocasión— debentratarse como los alimentosperniciosos: es mejor purgarlos quedejarlos dentro.

Yo era reacio a creerle. Meaferraba a mi sufrimiento porqueera cuanto tenía. Le decía que norecordaba nada, fingía que estaba

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furioso y lloraba.Pasadas una o dos semanas,

estudió mis sentimientos con unmétodo ingenioso. Me propuso darclases de latín y griego a su hijo ysus hijas media hora cada mañana,lo cual permitiría reducir unamódica parte de la suma que mi tíale pagaba para cubrir los gastos demantenimiento. Durante la primerasemana de lecciones, él se sentabaa leer un libro en la sala, mientrasyo hacía estudiar las gramáticas ysus respectivas partículas a los

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niños, que todavía ceceaban. Luegopasó a dejarme solo con ellos,primero unos minutos, luego mástiempo.

—Tiene un don para enseñar alos niños —me dijo el doctor unanoche.

—No soy nada indulgente y leshago trabajar mucho.

—Consigue que quierancontentarle.

Al poco tiempo anunció quehabía hecho por mí cuanto habíapodido. Mi tía me llevó a la casa

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junto al río, donde me instalé comoun pajarillo despeluzado que esperael alimento con la boca abierta ensu pulcro nidito. Pasaba el día en elsalón, así como las noches, puesallí mismo me preparaban un lechoen el sofá. No tardé en darmecuenta de que mi tía no seencontraba bien, que mi necioataque con la medalla de Waterloohabía ocasionado un grave aumentode sus gastos, y que mi presenciaera una carga, por mucho que ellase esforzara en ocultarlo. También

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oía los quejidos que trataba deahogar de madrugada, y me dabacuenta de los estragos que laenfermedad iba haciendo en sucuerpo, como un ejército invasor.

Una noche, mientrastomábamos el té de sobremesa, medevolvió la medalla de Waterloo.Sentí el frío y el peso del metal alcogerla. Toqué la cinta, que teníauna franja encarnada con los bordesde color azul oscuro. Ladeé lamano, y la medalla cayó en la mesa,junto al bote del té. La empujé hacia

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mi tía.—¿De dónde la ha sacado?—Me la dio el juez para ti —

dijo—. Aquél que fue tan amable,que había servido en España yPortugal. Dijo que era tuya, que tela habías ganado.

—La tiré porque no la quería.Negó con la cabeza y dijo:—La tiraste contra al capitán

Stanhope.—¿No viene a ser lo mismo?—No —añadió casi en una

súplica—. Podrías estar orgulloso

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de ella, Tom. Luchaste con honorpor tu Rey y tu país.

—No hubo ningún malditohonor en ello —murmuré.

Sin embargo, acepté lamedalla para complacerla y me lametí en el bolsillo. Luego le dije (yuna cosa llevó a la otra):

—Debo buscar empleo. Nopuedo seguir siendo una carga.

Por entonces no era fácilencontrar trabajo, sobre todo si elque lo pedía era un lunático al queacaban de dar de alta, que había

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abandonado su puesto de profesorsin referencia alguna y que no teníatítulo ni influencias. No obstante,antaño mi tía había llevado la casade la familia del señor Bransby, yéste le tenía cariño. La felicidad yhasta la vida de muchos penden deeste tipo de hilos, de esascasualidades del recuerdo, lacostumbre y el afecto, que nos atana invisibles y frágiles cadenas.

Ello explica por qué estuvedispuesto a aceptar el puesto deayudante de maestro en la escuela

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Manor House, en Stoke Newington,aquel lunes 13 de septiembre. Envísperas de partir de la casa de mitía definitivamente, me dirigí haciael este, me adentré el centrofinanciero de la ciudad y crucé elpuente de Londres. Allí me detuve acontemplar las aguas grises ymansas que avanzaban entre losembarcaderos, y las embarcacionesque navegaban río arriba y ríoabajo. Luego, al fin, me llevé lamano al bolsillo del pantalón ysaqué la medalla. La tiré al agua.

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Desde aquella parte del puente lacorriente bajaba, y al caer lamedalla reverberó a la luz del solponiente.

—¿Por qué no lo habré hechoantes? —me dije en voz alta, y aloírme dos vendedoras que pasabandel brazo se rieron.

Yo también me reí. Luegosoltaron unas risillas y serecogieron las faldas para acelerarel paso. Eran muy guapas, y sentí eldespertar del deseo. Una era alta ymorena, y me recordaba un poco a

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Fanny, mi primer amor. Lasmuchachas se fueron volando comohojas al viento, y yo me quedémirando aquellos dos cuerpos quese contoneaban bajo la fina tela delos vestidos. «Cuanto más empeorami tía», pensé, «mejor me siento,como si me nutriera de suaflicción».

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CAPÍTULO 3

Cuando me despedí de mi tía, meapretó contra la mano una guineaenvuelta en un pañuelo de seda yme dijo que no olvidara misoraciones. En aquella época yahabían empezado a administrarleláudano para aliviarle el dolor.Luego, a hurtadillas, le pasé lamoneda a la mujer que llevaba lacasa, y le rogué que cuidara de mipobre tía.

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Como siempre, caminé paraahorrar dinero. Ya había enviadomis cosas por una compañía detransportes. Seguí la carreteraromana hasta Cambridge, pasé porla calle Ermine y seguí hacia elnorte desde Shoreditch, donde losladrillos y la argamasa de la ciudademanan a ciegas de ésta comohormigas que siguen un rastro demiel.

A un kilómetro y medio deStoke Newington, los vehículos dela carretera quedaron atascados en

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pleno barullo. Sin aflojar el paso,dejé atrás aquella nerviosa yagitada ristra de tartanas ycalesines, tílburis y carros,diligencias y carromatos, hastallegar donde estaba la causa de lacongestión. Un carruaje pequeño ylastimoso de un solo caballo, queiba en dirección sur, habíacolisionado con un carro detransporte que venía de Londres.Una de las varas del tílburi se habíapartido, y el desdichado caballo,que seguía enredado en los arreos,

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se retorcía en el suelo con los ojosen blanco. El conductor agitaba unapeluca sanguinolenta a lostransportistas, con los que discutíacolérico, mientras a su alrededor seiba agolpando una multitudcreciente de viajeros enfadados ytranseúntes curiosos.

A poco menos de un metro deallí, en la cola de vehículos endirección a Londres, había uncarruaje verde tirado por un par decaballos zainos. Al verlo, sentí unapunzada curiosamente parecida al

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hambre. Ya había visto aquelvehículo en una ocasión, frente aManor House. En la caja ibasentado el mismo cochero de librea,que contemplaba la escena delaccidente con gesto hastiadomientras se escarbaba los dientes.Esta vez el lacayo no iba en la partede atrás. La ventanilla estababajada, y se veía la mano de unhombre apoyada en el borde.

Me detuve y, fingiendo interésen el accidente, me di la vuelta paraexaminar el carruaje con mayor

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atención. Según vi, sólo viajaba unocupante masculino que cruzó sumirada con la mía y luego apartó lavista para dirigirla a su regazo.Tenía un rostro largo, de rasgosfinos y regulares y una palidez algocetrina. El cuello almidonado casile llegaba a las orejas, y llevaba unpañuelo que le caía desde lagarganta, como una cascada nívea.Los dedos que apoyaba sobre elborde de la ventanilla se movíanrítmicamente, como si marcaran elcompás de una melodía inaudible.

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En el índice llevaba un gran sellode oro.

El lacayo llegó corriendo porla carretera desde el lugar delaccidente, abriéndose paso entre elgentío. Se acercó al carruaje, a laaltura de la ventanilla. El ocupantelevantó la cabeza.

—Han tumbado a un caballo,señor. El coche está destrozado, yel carro de transporte ha perdido larueda derecha de delante. Dicenque sólo podemos esperar.

—Pregúntale a ese sujeto qué

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está mirando —dijo el viajero,señalándome con el dedo en el quellevaba el sello—. Ese de ahí.

—Le pido disculpas, señor —dije con una voz que me sonó débily aguda—. No miraba a nadie; sólocontemplaba su vehículo. Unmagnífico ejemplo de la maestríadel carrocero.

El lacayo se aproximó a míhasta quedar muy cerca. Olía acebollas y cerveza negra.

—Fuera de aquí —me pidió,dándome un golpecito con el

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hombro, y bajó la voz—. Ya hascontemplado bastante, papanatas,así que largo.

No me moví.El hombre miró al otro que

estaba de pie en la caja.—Bob.El cochero levantó la fusta, en

parte como demostración de haberentendido a su señor y en parte paradisponerse a usarla.

Entretanto, el hombre que ibadentro no dejó de mirarme conaquellos ojos azules. No mostraba

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enfado, y tampoco interés. En elaire flotaba una amenazaimpersonal, acre como el gas, aún aplena luz del día, y en una carreteraabarrotada de gente. Yo era comoun picor, como un fastidio de pocaimportancia, y el caballero delcarruaje no estaba dispuesto asoportarlo.

Hice una ligera reverencia yme alejé tranquilamente.

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CAPÍTULO 4

Stoke Newington era un lugarbonito a pesar de estar próximo aLondres. Recuerdo los árboles y losgrajos con cariño. El niño máspequeño del colegio tenía cuatroaños; el mayor, diecinueve, y eracasi un hombre, ya que lucía unpoblado bigote, y corría el rumorde que había dejado encinta a unamuchacha que trabajaba en lapanadería. Los hijos de padres más

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ricos y ambiciosos se preparabanpara el acceso a colegios privados.No obstante, la mayoría recibíanlos estudios necesarios en laescuela del señor Bransby.

—Los padres nosencomiendan la alimentación y elalojamiento de sus hijos, así comosu educación escolar —me decía elseñor Bransby—. Para que un niñoaprenda, son necesarias una dietanutritiva y una cama confortable. Esmás, si un niño vive entre gente decuna y de buena posición, acaba

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adquiriendo sus costumbres.Al decir esto, apretaba los

párpados hasta hacer desaparecerlos ojos unos instantes, como sientrara en un estado de éxtasis queno afectaba al resto de lasfacciones. Pronto descubrí queaquello indicaba que Bransbyestaba contento. Nunca llegué a verlas cuentas, pero me figuro queobtenía la mayor parte de losingresos de la escuela no tanto deenseñar a los niños como deproporcionarles comida y

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alojamiento.La casa era más grande y vieja

de lo que aparentaba la fachada quedaba al camino. Me dieron unahabitación propia en el ático, dondela luz siempre era verde a causa delas ramas de un olmo que habíajunto a la ventana. Había dormidoen el sofá de mi tía durante casi unaño. Incluso antes, raras veceshabía tenido el privilegio de viviren soledad. Aquel cuartito de luzverdosa bajo un techo en pendiente,con un lavabo resquebrajado y olor

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a madera podrida, era otro mundo,solitario como la celda de uneremita, vasto como un reino.

—Seguimos el régimen conrigurosidad —me informó Bransbyel primer día—. Es la base de laausteridad para la vida tardía.

El régimen no afectaba alseñor Bransby ni al personal de lacasa, que vivían separados delresto de la escuela y, sin lugar adudas, ya eran bastante austeros. Noobstante, yo dormía en la parte dela casa destinada a los niños, al

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igual que el otro maestro que vivíaen la escuela, el ayudante delprofesor principal.

—El señor Dansey hatrabajado para mí durante muchosaños —me dijo Bransby cuando nospresentó—. Como tendrá tiempo deapreciar, es un hombre muy erudito.

Dansey rondaba los cuarenta.Era un hombre delgado que vestíacon una ropa negra tan vieja ydesvaída, que aquí y allá se veíansombras de tonos verdes y grises.Llevaba una peluca polvorienta,

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normalmente inclinada, y torcíaalgo la vista, sin llegar a ser bizcodel todo. Tanto entonces comoposteriormente, demostró ser unapersona sumamente cortés. Teníalas maneras de un caballero a pesarde sus ropas gastadas. Por otraparte, tuvo la decencia de nomostrar curiosidad por mi vidapasada.

Cuando conocí mejor aEdward Dansey, descubrí que teníauna forma de mirar el mundo con labarbilla alzada y los labios torcidos

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en un mohín asimétrico de modoque una comisura subía y la otrabajaba; era como si una parte delrostro sonriera y la otra estuvieradisgustada, por lo cual uno nuncasabía a qué atenerse, y elestrabismo acentuaba laambivalencia del gesto. Losmuchachos lo llamaban Jano, acasoporque creían que cambiaba dehumor según la parte que le veían.Es cierto que los alumnos temían aBransby, porque tenía una palmetaen cada sala, para no perder tiempo

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si se presentaba la ocasión deazotar a un niño; pero Dansey lesaterraba.

Me adapté a la rutina de laescuela como si llevara siguiéndolael mismo tiempo que miscompañeros. A decir verdad, elorden cotidiano era tranquilizador.Según las prescripciones deBransby, el día debía empezar contraducciones, que solían ser deOvidio, uno de sus autorespreferidos. Durante mi primeratarde en Stoke Newington, me llamó

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a su despacho para entregarme doscuadernos, uno con la lista de losfragmentos que debía emplear conlos alumnos más jóvenes, y otro enel que establecía qué partes de lasMetamorfosis y del Ars amatoriaconsideraba inapropiadas bajocualquier circunstancia.

—Debemos tener cuidado, novaya a ser que corrompamosinadvertidamente las mentes deaquellos que están a nuestro cargo—observó—. Algunos autores de laAntigüedad fueron sin duda

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caballeros, y me refiero, claro está,a Horacio y Virgilio, pero notuvieron las ventajas de unaeducación cristiana.

Después del desayuno sedaban más clases de poesía:Tibulo, Virgilio, Horacio u otra vezOvidio. Cada alumno debíamemorizar doce versos, pues segúndecía el señor Bransby, las citas delos mejores autores clásicos nuncaocupan demasiado lugar en lamemoria de un caballero cultivado.Tenía por costumbre irrumpir sin

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previo aviso en las aulas, escoger aun chico al azar y pedirle querecitara los versos que habíaaprendido aquel día. Si lainterpretación dejaba algo quedesear, se le castigaba al instantecon golpes.

—Al menos a este respecto —anunció una tarde, después de beberdemasiado vino, y quiso hablar consus maestros subordinados mientrasazotaba a un niño—, los niños soncomo los perros, las mujeres y losnogales —cada palabra iba

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acompañada del silbido de la varay un grito del muchacho—. Cuantosmás golpes, mejores serán,¿verdad? —dijo, sonriéndose poraquella ocurrencia y soltando unresoplido—. Me pregunto quién fueel primer sabio en decirlo.

—Es una adaptación delproverbio de Esopo, señor —dijoDansey sin apartar los ojos de lavara que Bransby tenía entre lasgruesas manos—. Nux asinusmulier verbere opus habent.

—Cierto, señor Dansey,

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cierto. Y procure que losmuchachos no lo olviden.

Sólo los niños sabían quéocurría en el patio de recreo y losdormitorios. El señor Bransby nodesignaba a ningún alumno nimonitor para mantener la disciplina,a fin de que los alumnos lo hicieranpor su cuenta, según su propioentender. Si podían elegir, lossirvientes preferían no acercarse aellos. Bransby raras veces salía desus dependencias privadas paraentrar en la parte de la casa

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destinada a la escuela, salvo si erapara impartir clases, rezar orealizar una de sus imprevistasvisitas de inspección durante laslecciones.

A juzgar por lo que oí, y enalguna ocasión vi, tenía laimpresión de que ni los juegos ni eldescanso de los niños eran del todoinocentes. Una vez se lo comenté aDansey. Fue una noche deseptiembre en que estábamosmatando el tiempo, fumando bajolos viejos y altos árboles al fondo

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del jardín. El señor Bransbyafirmaba que el rapé era la únicaforma de consumir tabaco aceptablepara un caballero, por tanto Danseyy yo considerábamos que erainevitable fumar fuera.

Mi compañero no merespondió al instante al poner yo enduda la inocencia de los niños queteníamos a nuestro cargo, sino quese limitó a dar una chupada a lapipa; el tabaco encendido proyectóun resplandor diabólico sobre aquelrostro alargado.

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—Los niños son salvajes,Shield —dijo al fin—, seres tanprimitivos como los que habitancualquier isla de los Mares del Sur.Tanto usted como yo también hemossido tan salvajes como los negrosen su tierra natal. En realidad, elverdadero misterio está en quecomparemos a seres primitivos conseres inocentes.

—Pero está claro que en unaescuela...

—Una escuela es un lugarpermisiblemente cruel, siempre lo

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ha sido y siempre lo será —dichoesto, volvió a inhalar el humo, ytuve la impresión de haberle vistouna de sus raras sonrisas completas,en que ambas comisuras ascendíana la vez—. No se preocupe porello.

Los días seguían unas pautassólidas y firmes como en un buquede guerra. Bransby dirigía aquelpequeño mundo como el capitándesde el alcázar, y Dansey era suservicial teniente de navío. Noobstante, no fueron ellos quienes

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cambiaron el rumbo de mi vida,sino otros dos miembros de lareducida comunidad de StokeNewington: Charlie Frant y EdgarAllan, el niño americano.

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CAPÍTULO 5

Durante mi segundo jueves en laescuela, justo después de las oncede la mañana, el criado de Bransbyentró con sigilo en el aula, de la quelos muchachos salían en grupospara disfrutar de las dos horas delibertad que tenían antes de comer,y me pidió que me presentara antesu señor.

Mi primer temor fue quehubiera disgustado en algo al señor

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Bransby. Me dirigí a la puerta queseparaba sus dependencias delresto de la casa, lo cual era comoadentrarse en otro país. Allí el aireolía a cera de abejas y flores, lasparedes estaban reciénempapeladas, y los paneles reciénpintados. El señor Bransby vivía enmedio de un silencio tal que hastapodía oírse el mecanismo de unreloj. Todo un lujo, dada lacircunstancia de vivir en una casarepleta de niños. Llamé, y me hizopasar. Miraba por la ventana

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mientras daba golpecitos con losdedos sobre la tabla forrada decuero que cubría el escritorio. En laotra mano sostenía una carta.

—Siéntese, Shield —dijosoltando la carta sobre la mesa—.Me temo que me ha tocado ser elportador de una mala noticia.

—¿Se trata de mi tía, la señoraWilson? —pregunté.

Bransby agachó pesadamentela cabeza.

—Lo lamento de veras. Erauna mujer extraordinaria.

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Me quedé con la mente enblanco, como en un lugar vacíocubierto de bruma.

—Encargó a la mujer en cuyacasa se alojaba que me escribieraal fallecer. Murió ayer por la tarde—se aclaró la garganta—. Alparecer, fue de repente, pues de locontrario le habrían mandadobuscar. Pero ha dejado una carta.La señora Wilson indicó que a sumuerte se le debía entregar a usted.

Sobre una pila no muy alta delibros había una segunda carta.

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Bransby la cogió, la dejó caersobre la mesa y la empujó hacia mí.El sello estaba intacto. El lacre erade tonos irregulares, una mezcla demarrón anaranjado y azul oscuro.Mi tía, que economizaba en todo,solía guardar los sellos de lascartas que recibía y refundía ellacre para las cartas que ellaenviaba.

Me quedé mirando el sello,que tenía el aspecto de haber sidoestampado con el mango de unacucharilla. Me pareció distinguir la

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impronta de unas estrías. Debió dehaber empleado la cucharilla deplata que guardaba en el bote del té.La mente es un animal indomable,sobre todo bajo la influencia deldolor; no siempre podemoscontrolar nuestros propiospensamientos. Sin darme cuenta, mepuse a pensar en si la cucharillaseguiría en su lugar, y en si ahoraiba a ser mía por derecho. Hubo uninstante en que la bruma se disipó, eimaginé que la tenía delante, tanreal como el propio Bransby, allí,

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sentada a la mesa después de lacena, mirando el bote del té con elceño fruncido al medir la cantidad.

—Habrá que organizar algunascosas —decía Bransby entretanto—. El señor Dansey asumirá sustareas durante uno o dos días.

Estornudó y añadióenérgicamente:

—Le adelantaré una reducidacantidad de dinero para cubrir losgastos que pueda tener. Le sugieroque vaya a la ciudad esta tarde.¿Qué le parece?

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Recordé que mi cordura aúnestaba a prueba, y ahora ya no teníaa nadie que hablara a mi favor, portanto a partir de entonces tendríaque arreglármelas para defendermesolo. Alcé la cabeza y le dije queapreciaba aquella gran muestra degenerosidad por su parte. Pedípermiso para retirarme y paradisponer lo necesario para el viaje.

A continuación subí a la luzverdosa de mi ermita, bajo el alerode la casa. Allí pude desahogarmellorando. Desearía decir que las

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lágrimas eran solamente por mi tía,la más santa de las mujeres. Ay,pero no, pues también lloraba pormí. Mi protectora había muerto. Hallegado el momento, me dije, deafrontar el mundo por mi cuenta.

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CAPÍTULO 6

Cuando uno está acostumbrado avestir de negro, el luto tiene laventaja de ser una cuestiónrelativamente económica. Mi tíamurió del mismo modo que vivió,sin excesos y dentro de susposibilidades. La carta que meescribió era breve y, a juzgar por lacaligrafía, la redactó en la últimafase de la enfermedad. En ellaexpresaba su esperanza de volver a

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vernos en un lugar mejor del másallá y me aseguraba que, si Dios lopermitía, velaría por mí. Acontinuación pasaba a hablar deasuntos más prácticos y me dabainstrucciones para acudir a suabogado, el señor Rowsell, enLincoln's Inn.

Había dejado dinero paracostear los gastos del funeral. Yono tenía nada que organizar, puesella misma ya había decidido lospormenores, desde el contenido delepitafio hasta el lapidario que lo

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grabaría.Así pues, llamé a la puerta del

despacho del abogado. El señorRowsell era un hombre corpulentoy rubicundo, embutido en su ropa,que le oprimía tanto, que parecíaque fuera a estallar para liberarsede la opresión del cuerpo. Mandó asu pasante ir a buscar losdocumentos de mi tía. Mientras leesperábamos, hizo unas anotacionesen un cuaderno. Cuando aquélvolvió, el abogado revisó eltestamento, apartando la vista de

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vez en cuando para mirarme conojos vivarachos y observadores.Me dijo que había dos legados decinco libras cada uno, uno para lasirvienta y otro para la arrendadora.

—El resto es para usted, señorShield —dijo—. Aparte de mishonorarios, claro está, que secobrarán con las propiedades.

—No debe de haber gran cosa.—Creo que dejó una lista —

dijo Rowsell extendiendo la manohacia la caja donde guardaba lasescrituras—. Pero no se haga

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demasiadas ilusiones, muchacho.Extrajo una hoja de papel, le

echó un vistazo y me la dio. Encuanto reconocí la escritura tanfamiliar de mi tía, se me empañaronlos ojos, y las letras se torcieron.

—Esas eran todas suspertenencias —prosiguiómirándome por encima de las gafas—, además de una suma de dinero.Seguramente poco más de cienlibras. Sabe Dios cómo se lasarregló para ahorrarlo con lamodesta anualidad que recibía.

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Se puso en pie y me dio lamano.

—Esta mañana ando escaso detiempo —me dijo—, así que no leentretendré más. Si le deja sudirección a Atkins al salir, leescribiré en cuanto sea posiblecerrar este asunto.

¡Cien libras! Caminé hasta lacalle Strand en un estado deaturdimiento parecido a laembriaguez. Andaba con pasosinseguros. ¡Cien libras!

Fui a la casa donde mi tía

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había vivido para organizar eldesalojo de sus posesiones. Entrelos objetos más importantes, sólome quedé con el bote del té y lacucharilla, y un escritorio demarquetería de madera de Indias,dos regalos de personas para lasque había trabajado. La casera teníauna amiga, la señora Jem, queestaba interesada en comprar elresto de los muebles. Imagino quepodría haber elevado el precio sihubiera tenido ocasión de buscarotro comprador, pero preferí evitar

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la complicación de hacerlo. Laseñora Jem compró además toda laropa de mi tía.

—No valdrá más de unoschelines —dijo con sonrisa demártir.

Era una mujer enorme, conunos rasgos gentiles hundidos enuna cara ancha.

—Son más remiendos yzurcidos que otra cosa —añadió—.Además, para qué los quiere usted,¿verdad?, así que aún le estoyhaciendo un favor. Sólo tengo

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treinta chelines. ¿Puede esperar aque vaya a buscar el dinero quefalta?

—No —contesté, pues nosoportaba estar allí más tiempo yquería meditar sobre la pérdida ymi buena suerte solo y contranquilidad—. Aceptaré los treintachelines y me cobraré el resto másadelante.

—Como guste —dijo—. Vivoen la calle Gaunt, número tres. Noestá precisamente a dos pasos deaquí.

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—Sí, está a unos cuantos.Me dio la parte acordada.—No se preocupe, tendré el

dinero preparado cuando venga.Seis chelines, ni más ni menos. Yopago mis deudas, señor Shield, yespero que los demás paguen lassuyas.

No pude reprimir uncomentario infantil.

—Señora Jem —le dije consolemnidad—, es usted una perlasin par.

—¡Vaya insolencia la suya! —

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replicó—. ¿No se iba ya? Pues másvale que se marche.

Me alejé de la casa dondehabía vivido mi tía todavía inmersoen una sensación de dicha. Así, aesto quedaba reducida una vida, aun montón de tierra removida en uncementerio, unos cuantos mueblesrepartidos aquí y allá, y un puñadode ropa vieja que sólo un pobrequerría comprar.

Por otra parte quedaba elasunto del dinero que mecorrespondía. Por primera vez en la

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vida iba a ser un hombreacaudalado, el único dueño deciento tres libras y unos pocoschelines y peniques. Aquella ideame hizo cambiar. Puede que eldinero no dé la felicidad pero tieneel poder de evitar algunas causas depesadumbre. Y permite a un hombresentir que tiene un lugar en elmundo.

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CAPÍTULO 7

La riqueza. Esto me recuerda elbanco Wavenhoe. El señor Bransbyfue el primero en mentármelo. Yonunca estuve allí, no conocí alseñor Wavenhoe en persona hastaque estuvo en su lecho de muerte,pero fue el lazo que nos unió atodos, a británicos y americanos, alos Frant y a los Carswall, aCharlie y a Edgar. El dinero toca supropia melodía y, cada uno a

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nuestro modo, acabamos bailando asu compás.

A principios de octubre,solicité al señor Bransby permisopara ir a la ciudad. Fue entoncescuando mencionó a Wavenhoe.Debía ir a Londres para firmar unosdocumentos que el señor Rowsellme había preparado, y porqueademás quería cobrar los chelinesque la señora Jem me debía.Bransby no se opuso a mi petición.

—Pero con una condición —me pidió—. Que vaya usted el

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martes para que pueda hacerme dosrecados. No es que sean tareaspesadas; diría que más bien alcontrario. Ese día se llevará aljoven Allan con usted para dejarloen casa de sus padres, que viven enel número treinta y nueve de lacalle Southampton. El padre haescrito para decir que la madredesea que le tomen las medidas alniño para hacerle unos trajes decara al invierno. A mi parecer, loconsiente demasiado.

—¿Debo recogerlo al volver,

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señor?—No. Según tengo entendido,

regresará por la noche, y el señorAllan se encargará de todo. Una vezlo haya dejado en la casa del padre,podrá dar preferencia a sus propiosasuntos. Pero al terminar, megustaría que pasara por una casa dela plaza Russell para traer a unnuevo alumno a la escuela. O másbien, él le traerá a usted, ya que elpadre del muchacho me ha dichoque él se encargará del carruaje —dijo y se recostó en la silla, con lo

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cual los botones del chaleco setensaron por la presión—. Se llamaFrant.

Asentí con la cabeza. Meacordé de la dama que me habíasonreído en la entrada de laescuela, y del hombre cuyos criadoscasi me habían atacado al pasar porla calle Ermine. Sentí el pálpito delpulso en los dedos de las manos,que estaban entrelazados.

—Es importante tener en laescuela a niños de buena cuna —siguió diciendo Bransby—.

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Aportarán distinción. El señoritoFrant nos conviene. Su padre es unode los socios del banco Wavenhoe.Sin duda, un negocio muy estable.Y, si no me equivoco, la señoraFrant es sobrina del socioprincipal, el señor Wavenhoe.

—¿Qué edad tiene el chico,señor?

—Diez u once años. Su padreha escrito diciendo que quiere quesu hijo vaya a Westminster, dondeél estudió. Pero antes estará connosotros un año o dos, y habrá que

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dedicar especial atención a susclases de latín y griego.

Calló y movió la cabeza comosi con ello hubiera queridoinculcarme la importancia deaquella consideración.

—Sí, señor —le dije.—Da la casualidad de que el

padre de Allan recomendó laescuela al señor Frant —continuóBransby—. Es un americano deascendencia escocesa, peroresidente en Londres. Según creo,él y el señor Frant han llevado

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algún negocio juntos. Tenga esto encuenta, Shield: en primer lugar, unpadre contento compartirá susatisfacción con otros padres y, ensegundo lugar, el señor Frantparece un caballero que no sólo secodea con la alta sociedad, sino queademás en su negocio trata conhombres adinerados, y los hijos deéstos necesitan recibir educación.Por consiguiente, desearía quecausara usted una buena impresiónal señor y la señora Allan y alseñor y la señora Frant.

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—Pondré el mayor empeñopara que así sea, señor.

Bransby se inclinó sobre lamesa y me escrutó con la mirada.

—Confío en que se conduciráde la manera más adecuada. Noobstante debo confesar, Shield, y leruego que no se lo tome a mal, queno estaría de más modificar un pocosu indumentaria. Le adelanté unapequeña suma para ropa, pero quizáno fue suficiente, ¿no?

—Lamento, señor, que... —empecé a decir.

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—Y, lo cierto es —meinterrumpió Bransby, con la tezcada vez más oscura— que ya hapasado casi un mes desde que estácon nosotros, y en general sutrabajo ha sido satisfactorio. Con locual, a partir del próximo trimestrele propongo pagarle un sueldo dedoce libras al año, así como lacomida y el alojamiento. Con lacondición, naturalmente, de quevista como corresponde a unayudante de maestro en esta casa, yque su conducta siga siendo

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satisfactoria en todos los sentidos.Dadas las circunstancias, estoydispuesto a adelantarle quizá lamitad del próximo trimestre, a finde que pueda realizar las comprasnecesarias.

Tres días después, el martes 5de octubre, salí para Londres. Eljoven Allan se sentó lo más lejosque pudo de mí en el coche y medio respuestas lacónicas a algunaspreguntas que le hice, de modo quepreferí no insistir.

—Gracias, señor.

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Bransby hurgó en el bolsillodel chaleco, extrajo un manojo dellaves y abrió la cerradura de uncajón del escritorio. Sacó una caja,que abrió con otra llave, y contótreinta chelines en monedas de oroy de plata. Arrastró el dinero sobreel escritorio. Lo recogí y, segúnentendí equívocamente por susgestos, hice ademán de irme.

—Espere —dijo Bransby alacercarse una hoja de papel y mojarla pluma en el tintero—. Debopedirle un recibo por el dinero.

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CAPÍTULO 8

Dejé al niño a cargo de un sirvienteal llegar a la casa de los padres. Lapuerta se cerró. Cuando apenashabía dado unos pasos para irme,alguien me tiró de la manga. Medetuve y me volví.

—Disculpe, señor.Era un hombre alto con un

abrigo verde, que amagó unareverencia. Llevaba una pelucasucia, unas gafas de cristales

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azulados y gruesos y una barbadespeluchada, como el nido de unave descuidada. Se llevó las manosa la espalda y se inclinó haciadelante.

—Estoy buscando... estoybuscando la residencia de unconocido —dijo con una voz grave,retumbante, de las que hacen vibrarlos cristales—. Un caballeroamericano, el señor Allan. Mepreguntaba si esta de aquí es sucasa.

—Así es.

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—Ah, es muy amable de suparte, señor. Así que el chico con elque estaba será su hijo. —Todo sucuerpo oscilaba al hablar—. Unniño apuesto —añadió.

Hice una reverencia a mi vez.Pensé que aquel hombre tambiéndebía de haber sido apuesto en sujuventud, aunque más lozano y conunos rasgos más gruesos.Desprendía un ligero olor a alcoholy un fuerte hedor a dientes podridoso a alguna infección gingival. Sinembargo, no estaba ebrio o, cuando

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menos, no lo bastante para queafectara a sus actos. Pensé queacaso fuera ese tipo de hombres queestán más sobrios cuando estánentre dos luces.

—¡Señor Shield!Me volví hacia la casa de

Allan. El sirviente estaba en lapuerta.

—La señora Allan ha dejadoun recado, señor. Desea que elseñorito Edgar se quede hastamañana. El ayudante del señorAllan lo llevará a Stoke Newington

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por la mañana.—Muy bien —dije—.

Informaré al señor Bransby.El hombre del abrigo verde

caminaba a toda prisa haciaHolborn. Le seguí, ya que mipróximo destino quedaba más alláde aquel barrio, en la antigua casade mi tía, junto a la calle Strand. Elhombre miró a sus espaldas y, alverme andar tranquilamente detrásde él, apretó el paso. Chocó contrauna mujer que vendía canastas y quele lanzó una sarta de improperios

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de los que no se dio por enterado.Dobló hacia el pasaje Vernon.Cuando llegué a la esquina, nohabía rastro de él.

Pensé que el hombre delabrigo verde acaso se había creídoque yo —o alguien que vinieradetrás de mí— era un acreedor. Ohabía acelerado el paso por unmotivo muy distinto, sin relaciónalguna con el hecho de mirar atrás.Lo aparté del pensamiento y seguíandando en dirección sur. Aun así,el incidente se me quedó grabado

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en la memoria y, más adelante,agradecí que así fuera.

En el bufete del señor Rowsellen Lincoln's Inn, el pasante teníadispuestos los documentos que yodebía firmar. Sin embargo, cuandoestaba a punto de marcharme, elabogado salió de su despacho y medio la mano con una cordialidadinsospechada.

—Que disfrute de su herencia.Tengo la impresión de que hacambiado usted, señor Shield, si mepermite el comentario sin ánimo de

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ser impertinente. Y para bien.—Gracias, señor.—Veo que lleva un abrigo

nuevo, ¿me equivoco? ¿Ya haempezado a gastar sus nuevasriquezas?

Le sonreí, no tanto enrespuesta a sus palabras como albuen talante de su gesto.

—Todavía no he tocado eldinero de mi tía.

—¿Qué piensa hacer con él?—Ingresarlo en un banco

durante unos meses. No quisiera

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precipitarme a exponerme a riesgosque luego podría lamentar.

Dicho esto, vacilé y añadí sinpensar:

—Lo cierto es que misuperior, el señor Bransby, serefirió al banco Wavenhoe como unnegocio muy estable.

—Así que Wavenhoe —dijoRowsell y se encogió de hombros—. Es un banco de renombre, esverdad, pero recientemente se hanlevantado ciertos rumores... y no esque esto signifique nada; ya sabe

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que la ciudad es una fábrica dechismes, que gira sin cesar en tornoa conjeturas fútiles hastaconvertirlas en hechos. El propioseñor Wavenhoe es ya mayor, ydicen que delega buena parte delnegocio cotidiano del banco a sussocios.

—¿Y eso da lugar a tantainquietud?

—No exactamente. Pero loscambios no son bien recibidos enLondres, puede que sólo se trate deeso. Y si el señor Wavenhoe se

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retira, o incluso si muere, suausencia podría tener repercusionessobre la confianza de sus clientes.Y no es que por ello se ponga enduda la capacidad del banco, sinola naturaleza humana. Si lo desea,haré indagaciones de su parte.

Cené en una taberna, rodeadode abogados de buen año yayudantes delgaduchos. Me habíademorado más de lo que esperabacon mis gestiones, de modo quedecidí aplazar la visita a la señoraJem. Después de comer, saciado de

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ternera y cerveza, me encaminéhacia la calle Southampton y pasépor delante de la casa de Allan. Erauna tarde agradable de otoño. Conel abrigo nuevo, un trabajorenovado y una fortuna reciénheredada, tuve la impresión de serotro Tom Shield, muy distinto delque había sido hasta apenas un mesatrás.

Durante el paseo observaba alos transeúntes, sobre todo a lasmujeres. Clavaba la vista en unrostro bajo un sombrero, un

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piececillo que asomaba bajo ladoblez de un vestido, la curva de unantebrazo, la turgencia de unossenos, o el brillo de unos ojos. Lasoía reír y murmurar. Olían aperfume. Dios mío, era como unniño con la cara pegada alescaparate de una pastelería.

Hubo una que me impresionómás que las demás. Era una mujeralta, de cabellos negros y una figurade hermosa planta. Al subirse a uncoche de alquiler, por un momentocreí haber visto a Fanny, la chica

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que conocí en una ocasión, pero nocomo la recordaba, sino como lamujer que podría haber sido.Durante unos instantes se nubló mifelicidad.

Si en aquel momento hubierasabido la verdad sobre la mujer delcoche, y el motivo de su presenciaen el vecindario, tal vez habríaevitado dos asesinatos.

Torcí hacia la plaza Russell.La casa de los Frant estaba en laparte sur. Llamé al timbre y esperé.La chapa de metal relumbraba, la

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pintura era reciente, y el cristalrelucía. No quedaba parte alguna ala que sacarle brillo ni parte algunaque limpiar.

Me abrió la puerta un criadoalto, imponente, de rostro mofletudoy nariz aguileña, como la efigie deun emperador romano en unamoneda. Le informé de quién era ypara qué había venido. Meacompañó hasta un comedor y mepreguntó si podía esperar. Aunqueen su boca, más que una pregunta,fue una sentencia.

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Era una sala espaciosa quedaba a la plaza, y en la cualdestacaba una chimenea de mármolblanco con una repisa que reposabasobre cariátides. Sobre ésta pendíaun enorme espejo convexo con unmarco dorado, rematado con unáguila. Como si la familia esperaracompañía para cenar, habíandesplegado una mesa de caoba, yera tal el lustre, que hasta reflejabalas lágrimas de cristal de la araña.Un aparador con un espejo en elfondo exhibía una titilante

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colección de porcelana. Meacerqué a la ventana para mirar alparque de la plaza. Las cortinaseran de seda listada, de color cremay verde, de un verde que parecíaescogido para hacer juego con elcésped de fuera.

No era un lugar cómodo en elque aguardar a alguien, y con unabrigo negro y prosaico como elmío, tenía la sensación de ser laúnica nota discordante en aquelentorno. Me pregunté si la mujer delcarruaje, la señora Frant, habría

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elegido ella misma las telas y loscolores, si habría decidido quémuebles iban en cada lugar de lasala. La imaginé sentada a unamesa, dando órdenes al emperadorromano. No podía recordar bien surostro, ya que sólo tenía unrecuerdo vago de ella.

La puerta se abrió, y el señorFrant entró en la sala. Al volvermehacia él, tuve ante mí la pared juntoa la puerta, frente a la ventana. Enella había colgado un retrato muyfiel de la señora Frant, que aparecía

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sentada, con un niño muy pequeñoapoyado contra la rodilla, y unperro de aguas echado a sus pies.Al fondo se extendía la vista de unainmensa mansión de piedra.

—Usted debe de ser elayudante del señor Bransby,¿verdad?

Frant vino hacia a mí con lamano derecha en el bolsillo; alentrar, el aire se impregnó confragancia de lavanda. Era el mismohombre del carruaje al que habíavisto en la calle Ermine, el mismo

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que había enviado a sus criadospara ahuyentarme.

—El niño bajará enseguida.No parecía haberme

reconocido. Claro que yo erademasiado insignificante para queme recordara, pero también cabíapensar que mi apariencia habíacambiado en el último mes. Frantno hizo ademán alguno de tendermela mano; tampoco se me ofreció unrefrigerio, ni una silla siquiera.Tenía cierto aire distraído, de estarabsorto en sus propios asuntos.

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—El niño tiene tendenciaspusilánimes por influencia de sumadre —anunció—. Desearía queerradicaran este defecto enconcreto.

Hice una reverencia.—No hay que consentirle

nada, ¿entendido? —añadió—. Yalo ha hecho bastante su madre. Esdemasiado mayor para ser débilcomo una mujer. Ya es hora de queaprenda a ser un hombre. Cuandovaya a Westminster no le servirá denada sonrojarse como una doncella.

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Por eso mismo he decidido enviarloa la escuela del señor Bransby.

—¿El muchacho nunca habíaido a la escuela, señor?

—Ha tenido preceptores —dijo Frant agitando la mano, comosi quisiera quitárselos de encima, yla luz de la ventana se reflejó en elgran sello del dedo índice—. Tienefacilidad para estudiar, eso no loniego, pero ahora le toca aprenderalgo que también es importante, y essaber tratar con sus compañeros. Enfin, no quiero entretenerlo más. Le

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ruego que salude al señor Bransbyde mi parte.

Antes siquiera de habermeinclinado, Frant ya había salido dela sala, dando un portazo al cerrar.Le envidié: hete aquí un hombre queposeía todo cuanto los diosespodían ofrecer, incluso esa clase yesos aires de importancia queostentaba con naturalidad, como sifuera su dueño legítimo. Inclusoahora, que Dios me perdone, unaparte de mí envidia a la personaque fue.

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Esperé otro momentoestudiando el retrato. Mi interés, medije, es tan puro como objetivo.Admiré el retrato como podríaadmirar una hermosa escultura o unverso que expresaran elegancia eintensidad. La pintura revelaba unhábil manejo del pincel, la piel erade un realismo exquisito.Asimismo, semejante belleza erareconfortante, como el agua lo es aun viajero sediento. Por tanto, nohabía razón alguna por la cual nodebiera estudiarla tanto como

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quisiera.Ah, dirán, se estaba

enamorando de Sophia Frant. Sinembargo, eso no son más quemajaderías románticas. Si quierenque les hable claro, les diré lo queme dije aquel día fatídico: dejandoa un lado las contemplacionesartísticas, me inspiraba ciertaaversión porque tenía muchas cosasde las que yo carecía, comoriquezas y el aprecio del mundo; yporque la deseaba, como deseaba acasi todas las mujeres bellas que

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veía.Oí unos pasos al otro lado de

la puerta y escuché a alguien quedecía algo en voz alta, peroininteligible. Me aparté del cuadroy fingí interés por el reloj desimilor que había sobre la repisa dela chimenea. La puerta se abrió, yun niño entró corriendo en la sala,seguido de una mujer vestida denegro, baja y poco agraciada, conuna verruga a un lado de la barbilla.Lo primero que pensé fue que eljoven Frant y Edgar Allan, el

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muchacho americano, tenían unparecido asombroso. Inclusopodrían haber sido hermanos.Luego reparé en la indumentaria delniño.

—Buenas tardes, señor —dijo—. Me llamo Charles AugustusFrant.

Le di la mano.—Yo soy el señor Shield.—Y ésta es la señora

Kerridge, mi..., una de missirvientas —se apresuró a añadir—. No era necesario que bajara

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conmigo, pero ha insistido.La saludé con la cabeza, y ella

a su vez inclinó la suya.—Quería preguntarle si el

baúl del señorito Charles ya habíallegado a la escuela, señor.

—Siento decirle que no lo sé.Pero estoy seguro de que, de no serasí, se lo habría notificado.

—Y mi señora deseaba que ledijera que el señorito Charles esfriolero. Cuando empieza a cambiarel tiempo, sería aconsejableponerle una camisa interior, pegada

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al cuerpo.El niño dio un bufido. Yo

moví la cabeza con gravedad. Laropa del muchacho me ocupaba elpensamiento, pero no del modo enque la señora Kerridge, o incluso laseñora Frant, habrían querido. Yafuera por su propia elección o porcapricho de su madre, el señoritoCharles iba vestido con un gabán decolor aceituna de magnífico corte ycon alamares negros. Bajo el brazollevaba un sombrero del cualcolgaba una borla larga y preciosa;

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con la mano izquierda sostenía unbastón.

—Ya han ido a buscar elcoche, señor —dijo la señoraKerridge—, y la maleta delseñorito Charlie está en elvestíbulo. ¿Desea algo antes departir?

El niño se puso a dar saltitos.—No, gracias —contesté.—Ahí está el coche —dijo el

niño, corriendo hacia la ventana—.Y es nuestro.

La señora Kerridge me miró y

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arrugó la frente un instante.—Pobrecillo —murmuró en

voz muy baja, para que él no laoyera—. Nunca ha estado lejos decasa.

Asentí y le sonreí con el ánimode reconfortarla. Al abrir la puerta,un lacayo esperaba junto a laentrada principal, y un paje negro,no mucho mayor que el propioCharles, tiraba de la maleta. Lossirvientes se pusieron enmovimiento. El paje levantó lamaleta del suelo, y el lacayo abrió

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la puerta con una floritura. Al llegaral umbral, vimos que el cochero yahabía bajado de la caja del carruajepara desplegar la escalerilla.

Sonriendo con elegancia a lossirvientes de su padre, CharlesFrant descendió los escalones conla solemnidad propia de unmiembro de la Guardia Real,solemnidad que deslució al subirsaltando al coche. La señoraKerridge y yo le seguimos másdespacio, marcando el paso comodos acólitos.

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—Parece más joven de lo quees, señor —me susurró la señoraKerridge.

Sonreí y le dije:—Es un niño apuesto.—Le viene de la madre.—¿No ha venido a despedirse

de él?—Está fuera para atender a un

tío suyo que está enfermo —dijocon una mueca—. Dicen que elpobre hombre se está muriendo yque lo está pasando mal. Si no, laseñora estaría aquí.

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Esperamos de pie en la calle,junto a la puerta abierta delcarruaje, mientras el cochero nosesperaba en la caja.

—¿Cree que el chico estarábien, señor? —añadió—. Los niñospueden llegar a ser unos canallas.Él no se da cuenta, pero es que noconoce a muchos niños.

—Puede que al principio nosea fácil, pero la mayoríadescubren que en la escuela haymucho de lo que disfrutar cuando seacostumbran.

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—Su madre está muypreocupada por él.

—Un acontecimiento suele sermás angustiante antes de que ocurrade lo que es en realidad. Debetratar de...

Callé al ver que la señoraKerridge ya no me miraba. Sedistrajo al ver un carruaje queentraba a toda prisa a la plazadesde la calle Montague. Era uncarruaje ligero y elegante, pintadode verde y dorado, tirado por doscaballos zainos. El cochero se

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colocó entre los dos vehículos, einmovilizó al que acaba de llegar,justo detrás del nuestro, con lasruedas hábilmente alineadas con elbordillo, a unos pocos centímetrosde éste. Volvió a subir a la caja, asentarse como un hombre satisfechode sí mismo.

—¡Ay, Dios! —murmuró laseñora Kerridge, pero con unasonrisa.

Al bajar la ventanilla, entrevíuna tez pálida y una cabellerarizada de color castaño rojizo que

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asomaba bajo un gran sombreroadornado con gorgorán.

—¡Kerridge! —gritó la joven—. ¡Kerridge, querida! ¿Llego atiempo? ¿Dónde está Charlie?

Charles bajó de un saltó delcoche de los Frant y se echó acorrer:

—¿Te gusta este carruaje,prima Flora? Es magnífico,¿verdad?

—Estás muy guapo —dijo ella—. Pareces todo un soldado.

El niño alzó el rostro para

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dejarse besar. Al inclinarse, la vimejor. Era mayor de lo que mehabía parecido de entrada: no erauna muchacha, sino una mujerjoven. La señora Kerridge seacercó para que también la besara.Luego la joven se fijó en mí.

—¿Y éste quién es? ¿No nospresentas, Charlie?

El niño se ruborizó.—Te pido disculpas, prima

Flora, permíteme presentarte alseñor Shield, un profesor de laescuela del señor Bransby, el

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colegio al que voy a ir.Tragó saliva y farfulló:—Señor Shield, mi prima, la

señorita Carswall.Hice una reverencia. Con gran

condescendencia, la señoritaCarswall extendió la mano. Era unamano tan pequeña, que desapareciódentro de la mía. Recuerdo quellevaba guantes de color lila, ajuego con la pelliza que cubríaparte de un vestido blanco demuselina.

—Veo que estaba a punto de

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llevarse a mi primo a la escuela.No le entretendré mucho, señor.Sólo quería despedirme de él ydarle esto.

Deshizo el cordón del ridículoy extrajo un portamonedas que leentregó.

—Ponlo a buen recaudo,Charlie. Por si quieres invitar a tusamigos.

Se inclinó para besarle lacoronilla y luego lo apartó de sí condelicadeza.

—A propósito, tu madre te

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manda muchos besos. La he visto unmomento en casa del tío George.

El niño se quedó perplejo uninstante, perdiendo toda expresiónde entusiasmo.

La señorita Carswall le diouna palmadita en el hombro.

—En estos momentos no puededejarlo solo —lo consoló,mirándonos a la señora Kerridge ya mí—. No puedo retrasarme más.Kerridge, querida, ¿puedo tomar elté contigo antes de irme?

La señora Kerridge la miró

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con el gesto pétreo como el de unaefigie y dijo:

—El señor Frant está dentro,señorita.

—Oh —dijo la joven con unarisita—. Por Dios, casi me olvido.Quedé en tomarlo con EmmaTrenton. Puede que en otra ocasiónen que podamos hablar largo ytendido.

La marcha de la señoritaCarswall dio paso a la nuestra.Seguí a Charlie hasta el coche delos Frant. Instantes después

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entrábamos en la calleSouthampton. El niño se acurrucóen un rincón, tan lejos como pudode mí, con la cabeza vuelta hacia laventanilla del extremo. La borla deaquel absurdo sombrero sebalanceaba y rebotaba detrás de sucabeza.

No podría decirse que FloraCarswall fuera una mujer hermosa,a diferencia de la señora Frant. Sinembargo, tenía la madurez de lafruta en sazón, a punto para serrecolectada, a la espera de ser

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comida.

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CAPÍTULO 9

Aquella noche me costó dormirme.Una extraña excitación se habíaapoderado de mi mente y no mepermitía conciliar el sueño. Teníala sensación de que losacontecimientos del día me habíanhecho pasar de un lado a otro de mivida, como un río que separa dospaíses. Tumbado en aquella camaestrecha, no podía dejar de darvueltas y suspiros. Medía el paso

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del tiempo con cada campanada delos relojes. Al fin, poco después dela una y media, el desasosiego mellevó a salir a fumar en pipa.

Sabía dónde se guardaba lallave de la puerta lateral. Al pocoya estaba andando sobre el césped.La humedad de la hierba acallabalos pasos. Había unas pocas nubes,pero la luz de las estrellas mebastaba para ver dónde ponía lospies. Hacia el sur, una neblinaamarilla atenuaba la oscuridad. Erala aurora imaginaria de las luces

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nocturnas de Londres, la ciudad quenunca duerme. Entre los árboles laoscuridad era absoluta. Me quedé afumar bajo un haya roja, apoyado enel tronco, bajo el rumor de lashojas. Junto a mis pies oía loscrujidos y chasquidos deanimalillos subrepticios al pasar.

Luego oí otro ruido. Fue unalarido tan fuerte y agudo, y taninesperado, que me apartébruscamente del árbol y meatraganté con el humo. Al instantese oyó un ruido más débil, el

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chirrido de metales al rozar,seguido de una risa ahogada.

Me agaché y vacié la pipasobre la tierra blanda y húmeda. Alavanzar pisé el mantillo y lascáscaras de los hayucos del añoanterior, pero apenas se oía nada.Apreté el paso al llegar al césped,donde había menos riesgo de toparcontra obstáculos imprevistos.

La vista se me habíaacostumbrado a la oscuridad.Desde una ventana del ático, en elala donde se alojaban los alumnos,

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colgaba una cosa blanca. En elinterior del cuarto no había luz. Medesvié y seguí corriendo a lapenumbra de un seto. Si aquello erauna sábana, entonces colgaba entretreinta y sesenta centímetros delalféizar de la ventana. Además,estaba atada a otra cosa blanca.

Aquel ático no estaba en lamisma ala de la casa que el mío y elde Dansey. La mayoría de chicosdormían en dormitorios, y esashabitaciones más amplias, dondemetían a diez o doce, quedaban en

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las plantas inferiores. Aun así, eraposible que en aquella última plantahubiera una habitación pequeña,compartida por dos o tresmuchachos cuyos padres prefirieranpagar el privilegio.

Volví a oír una risa contenida,ahogada al instante de producirse.De repente, en cuanto reparé en loque había visto, una rabiapenetrante y repentina me atravesócomo un puñal. Corrí hacia la casa,encendí una vela y subí por lasescaleras a los áticos de los

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muchachos. Salí a un pasilloestrecho. A la luz de la vela vicinco puertas, todas cerradas.

No había manera de saber cuálera la que buscaba. La primeradaba a un cuarto con el techo enpendiente, que olía a tabaco. Laocupaban dos de los alumnosmayores, y ambos roncaban. En elsegundo cuarto había dos camas,una vacía y otra con una figurasolitaria que dormía... no, meequivocaba, eran dos cabezas quecompartían la almohada. Había

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visto cosas peores en el ejército, ymucho peores en las granjas de lazona pantanosa de los Fens, dondehabía crecido; y no estaba dispuestoa entrometerme. Finalmente, cuandoabrí la puerta de la tercerahabitación y sostuve la vela en altoencontré lo que buscaba.

Vi tres carriolas al fulgortitilante de la llama. En dos de ellasse oía el ruido fuerte y regular deunos ronquidos. En la tercera se oíala respiración entrecortada dealguien que reprimía el llanto. La

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ventana estaba cerrada.—¿Qué chicos duermen en

este cuarto? —pregunté sinmolestarme en bajar la voz.

Uno de ellos dejó de roncar.Para compensar, el otro se puso aroncar con mayor intensidad. Eltercero, el que trataba de no llorar,quedó en silencio.

Tiré de las sábanas de la camamás próxima y las eché al suelo. Suocupante siguió roncando. Sostuvela vela cerca de aquel, rostro.

—Quird —dije—. Mañana,

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después de las primeras clases, meesperará para hablar.

Aparté la colcha de la camainmediata. Otro de los chicos se mequedó mirando, sin fingir quedormía.

—Usted le acompañará,Morley.

Un pie se me trabó con algoque había en el suelo. Me agaché ysaqué un trozo de cuerda enroscadacomo una serpiente, que habíaescondida bajo la cama de Morley.

Con un gruñido de enfado, tiré

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al suelo la sobrecubierta de latercera cama. Allí estaba CharlieFrant, con el camisón arremangadohasta la cintura, y un pañuelo que letapaba la boca.

Solté un reniego. Deposité lavela sobre la repisa, levanté al niñoy le bajé el camisón. Temblaba sinpoder contenerse. Desaté elpañuelo, y el niño escupió un trapoque le habían metido en la boca.Tuvo arcadas una vez y, luego, sindecir nada, se dejó caer en la cama,se apartó de mí, sumió la cabeza en

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la almohada y rompió a llorar alágrima viva.

Morley y Quird lo habíancolgado de la ventana. En medio deésta había un parteluz, a cuyoslados habrían colocado las piernasde Frant. Le habían amarrado lospies juntos con la cuerda, a fin deevitar que se desnucara en elsendero de grava de abajo.

—Les veré mañana —dije—.Ahora mismo no tengo motivos parano azotarles dos veces al día, cadadía, hasta Navidad.

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Me pregunté si debía alejar aljoven Frant de sus verdugos, pero,¿qué iba a hacer con él? El chicotenía que dormir en algún lugar.Además, la cuestión era que tarde otemprano, ya fuera de día o denoche, el joven Frant tendría queenfrentarse a Quird y a Morley. Unacosa era castigarles, pero protegeral pequeño era otra.

Regresé a mi habitación. Nome dormí hasta el alba, cuandoparecía que quedaba poco para oírla campana que anunciaba otro día

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de paciencia con aquellos pequeñossalvajes analizando lasMetamorfosis de Ovidio.

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CAPÍTULO 10

No quité el ojo de encima a CharlieFrant durante las clases de lamañana, ni antes ni después deldesayuno. El niño se sentó solo alfondo del aula. Dudo que pasaraalguna página del libro que teníadelante, o viera siquiera qué habíaescrito en él. Su abrigo estabademasiado desaliñado para seguirconservando cierto aire militar. Lasmejillas presentaban indicios de

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haber llorado, y tenía la nariz llenade sangre y mucosidad secas. Lasmanchas de las mangas revelabandónde se había limpiado la nariz.

Durante el desayuno le conté aDansey lo ocurrido por la noche. Elviejo se encogió de hombros y dijo:

—Si el niño llega a ir aWestminster, le harán cosas muchopeores.

—Pero no podemos pasar estopor alto.

—No podemos evitarlo.—Si los chicos mayores

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ejercieran cierta autoridad sobrelos más pequeños...

Dansey negó con la cabeza.—Esto no es una escuela

pública. Aquí no hay costumbre deque los chicos se gobiernen entreellos.

—Si acudiera al señorBransby, ¿no podría expulsarlos odisciplinarlos? Me refiero a Quirdy Morley.

—Se olvida, querido Shield,de que el propósito de estainstitución no es educativo. Si se

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valora en su justa medida, no esmás que una máquina de hacerdinero. Por eso el señor Bransby hainvertido su capital en ella. Por esousted y yo estamos aquí, bebiendocafé aguado a cuenta del señorBransby. Tanto Quird como Morleytienen hermanos menores —dijoDansey torciendo los labios conaquella sonrisa fruncida de Jano—.Sus padres pagan las facturas.

—¿Entonces no hay nada quehacer?

—Puede administrarles un

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buen varapalo a esossinvergüenzas, de modo que losincapacite para perseguir a sudesdichado compañero. Al menoscon esto puedo ayudarle.

A las once, tras la segundaclase de la mañana, azoté a Morleyy a Quird más fuerte de lo quenunca había azotado a ningún niño.No disfrutaron, pero tampoco sequejaron. La costumbre atemperahasta el dolor.

Más tarde vi a Charlie Franten el patio de recreo. A su

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alrededor, en un círculo irregular,se habían congregado una docenade chicos. Se lanzaban de unos aotros el sombrero militar del niño,animándolo a recuperarlo en vano.El gorro ya no tenía la borla. Algúnniño travieso se la había clavadocon un alfiler en la espalda delabrigo verde.

—Burro —decían a coro—.¿Quién es el burrito? Rebuzna,rebuzna, rebuzna.

Cuando las lecciones sereanudaron después de comer, Frant

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no estaba en su pupitre. Se habíaescondido para lamerse las heridas.Resolví que si lord Nelson hizo lavista gorda con los asuntos que nole interesaban, yo también podía.Sin embargo, no hice la vista gordacon Quird ni con Morley. Nuncadestacaban por sus trabajos, peroéstos decayeron bajo la absolutaconcentración que les exigí aquellatarde. Les impuse la tarea de copiardiez páginas del libro de geografíapara la mañana siguiente.

Poco después de la cena, el

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sirviente vino desde la parte de lacasa que Bransby habitaba, y noscomunicó que su señor deseaba queDansey y yo nos presentáramos anteél sin dilación. Le hallamos en sudespacho, caminando de arribaabajo detrás del escritorio, con elrostro morado de cólera y restos derapé esparcidos por el chaleco.

—Tenemos un lío —empezó adecir sin preámbulos—. Se trata deese infeliz de Frant.

—¿Se ha escapado? —preguntó Dansey.

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Bransby soltó un resoplido.—Espero que no sea peor —

añadió Dansey con un leve tono deregocijo, como un susurro delintelecto, demasiado bajo para queBransby lo percibiera—. ¿Se ha...hecho daño?

Escondí las manos tras suespalda para que no se viera quetemblaban. Rogué que el niño nohubiera intentado suicidarse y, porsupuesto, que no lo hubieraconseguido. Yo sabía cómo eraenfrentarse a esa extraña tentación,

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a la que habría sucumbido si no mehubieran encadenado.

Bransby negó con la cabeza.—Por lo visto se ha ido a pie,

tan tranquilo, después de comer. Haido un rato andando, hasta que haencontrado a un transportista que seha prestado a llevarle hastaHolborn. Según tengo entendido, laseñora Frant está ausente de sucasa, pero los criados enseguidahan avisado al señor Frant, que nosha enviado a su mozo de cuadra conun recado.

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Volvió a ponerse a andar deacá para allá en silencio. Nosotroslo mirábamos con recelo. Imaginoque Dansey estaría pensando en siiban a echarle la culpa de loocurrido. En mi caso, yo sabía queera culpable.

—Es muy irritante —dijoBransby, fulminándonos a los doscon la mirada— que tenga que vercon el señor Frant, precisamente elhombre a quien más deberíamoscomplacer en todos los sentidos.

—¿Ha decidido sacar al niño

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de la escuela? —preguntó Dansey.—Por lo menos, eso se ha

evitado. El señor Frant desea quesu hijo regrese a la escuela y exigeque se le castigue comocorresponda a la transgresión queha cometido. De hecho, a fin de queel niño entienda que la disciplinade la escuela está firmemente ligadaa la autoridad paterna, desea que leenvíe a uno de los maestros arecoger a su hijo. Es más, proponeque el maestro azote al niño en supresencia, es decir, en la del señor

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Frant, y en su propia casa.Considera que de este modo elmuchacho se dará cuenta de que notiene más remedio que ceder a ladisciplina de la escuela y que, así,aprenderá una valiosa lección quele será muy útil en la vida.

—Señor... —empecé a decir.Bransby me miró con aquellos

ojos de párpados caídos.—Supongo que iba a prestarse

voluntario, Shield. De todos modos,le habría elegido a usted. Es másjoven que Dansey y, por tanto, tiene

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un brazo derecho más fuerte. Porotra parte, me resulta más fácilprescindir de usted que del señorDansey.

—Señor, ¿no es una medida...?Dansey, que estaba de pie a mi

izquierda, detrás de mí, me clavó eldedo en la espalda.

—Es verdad que es unamedida desacostumbrada —meinterrumpió con desenvoltura—,pero dadas las circunstancias estoyseguro de que será eficaz. El interéspaternal que demuestra tener el

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señor Frant es loable.Bransby asintió con la cabeza.—Así es —dijo y me miró—.

He enviado al mozo de vuelta conmi respuesta. El tílburi del hostalestará aquí en media hora. Haga elfavor de hablar con el señor Danseysobre cómo desempeñar las tareasde sustitución de esta tarde, asícomo las suyas propias.

—¿Cuándo es oportuno que meencuentre con el señor Frant?

—Cuanto antes. Ahora está enla plaza Russell.

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Al momento, Dansey y yocruzamos la puerta que separaba laparte privada de la casa de laescuela. Un grupo de chicosmanchados de tinta se dispersó,evitándonos como a apestados.

—¿Había oído alguna vez algotan falto de compasión? —salté,pero sin levantar la voz por miedo aque hubiera algún acusón—. Es unabarbaridad.

—¿Se refiere a la actitud delseñor Frant o a la actitud del señorBransby?

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—Me... me refería al señorFrant. Quiere poner en evidencia asu propio hijo.

—Tiene pleno derecho ahacerlo, ¿o no? Supongo que nodiscutirá el derecho de un padre aejercer la autoridad sobre su hijo.Que lo haga directamente o delegueen otro es, claro está, irrelevante.

—Claro —dije y de repente nosupe hasta dónde podía fiarme deDansey, y sentí rabia por mi propiainsensatez—. A propósito, deboagradecerle su oportuna

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interrupción. Yo mismo empezaba aacalorarme.

—El señor Frant y su bancopodrían comprar esta instituciónvarias veces —observó—. Enrealidad, también podrían compraral señor Quird y al señor Morley.Además, el señor Frant es unhombre moderno, que se mueve enlos círculos más selectos. Si está ensus manos, el señor Bransby harácuanto pueda para tenerlo contento.No debería sorprendernos.

—Pero no es justo. Los que

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torturaron al chico son quienes...—No tiene sentido clamar

contra circunstancias que nopodemos cambiar. Y recuerde, alactuar en representación del señorBransby, puede paliar la severidaddel castigo hasta cierto punto.

Nos detuvimos al pie de laescalera. Dansey se disponía acumplir con sus obligaciones, y yoa recoger el sombrero, los guantes yel palo en mi habitación, paradárselos a él. Nos miramos unmomento. Los hombres son seres

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extraños —y yo me cuento entreellos—, carcomidos por lascontradicciones. En aquel instanteal pie de la escalera, el silencio delas cosas calladas se hizo casiasfixiante. Dansey asintió con lacabeza, yo me incliné, y nosseparamos.

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CAPÍTULO 11

A continuación relataré un episodiode suma importancia para estahistoria: la entrada en escena de losamericanos. Quiso la providencia—bajo la forma del señor Bransby— que yo presenciara una escenade ajetreo en la plaza Russell. Unhombre cree en la providencia,porque si no lo hiciera vería la vidacomo un hecho arbitrario, dirigidopor las imprevisibles leyes del

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azar, tan incontrolable como unatirada de dados o la composiciónde una mano de cartas. De modoque, por favor, creamos en laprovidencia. La providenciadispuso las cosas para que yollamara a la puerta del señor Frantla misma tarde que llegaron losamericanos.

El tílburi deteriorado delhostal me llevó hasta Londres. Elvehículo chirriaba y crujía como siestuviera afectado de artritis. Elasiento estaba lleno de bultos, y la

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piel, ajada y manchada. El interiordesprendía un olor asentado detabaco, cuerpos sucios y vinagre. Elpalafrenero que llevaba el cocheinjuriaba al caballo con sartasinterminables de obscenidades, yconstantes golpes de fusta. En suconjunto era penoso, comparadocon el lujoso carruaje de los Frant.A medida que avanzábamos, la luzde la tarde se iba desvaneciendo.Cuando llegamos a la plaza Russell,el cielo se había oscurecido connubes que se arremolinaban, negras

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como tinta emborronada.Me abrió la puerta un lacayo,

que me hizo pasar al comedor,donde esperé. Debido al tiempo y ala hora que era, la sala estaba casi aoscuras. Le di la espalda al retrato.Había empezado a llover; sobre lacalzada caían goterones, que seestrellaban contra el techo de loscarruajes. Oí voces procedentes delvestíbulo, y un portazo.

Instantes después volvió ellacayo.

—El señor Frant le recibirá

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ahora —dijo, y movió la cabezapara indicarme que le siguiera.

Me condujo a través delvestíbulo de suelo de mármolescaqueado, hasta una puerta que seabrió al acercarnos. Por ellaapareció el mayordomo.

—Ruega al señorito Charlesque pase por aquí —le ordenó allacayo, que se marchó a paso largo.

El mayordomo me llevó a unaestancia pequeña y cuadrada,amueblada como una biblioteca. Meanunció, pues recordaba mi nombre

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del día anterior. Sentado a unescritorio, con una pluma en lamano, estaba Henry Frant, que nolevantó la vista. A pesar de que aúnera de día, los postigos estabancerrados, y tenían encendidas lasvelas de los apliques que habíasobre la chimenea y del candelabroque reposaba en la mesa junto a laventana.

Garabateó algo con la plumaen un papel. La luz de las velas sereflejaba y cintilaba en el sello queFrant lucía en el índice y en los

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tonos plateados de su cabello.Finalmente se recostó y revisó loque había escrito, aplanó el papel ylo dobló. Al abrir uno de loscajones del escritorio, reparé enque le faltaban las dosarticulaciones superiores del índiceizquierdo, una mancha en superfección, que me complació. Almenos, pensé, tengo algo que tú notienes. Metió el papel en el cajón.

—Abra el aparador a laderecha de la chimenea —me pidiósin ni siquiera mirarme—. Bajo las

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baldas. Verá que en el rincón amano derecha hay una vara.

Le obedecí. Era un bastón deMalaca con empuñadura de plata ycasquillo de metal.

—Creo que doce buenosgolpes le irán bien —observó elseñor Frant y luego, con la punta dela pluma, me señaló un taburetebajo—. Colóquelo ahí, de cara amí.

—Señor, el bastón esdemasiado pesado para estepropósito. Quizá podría pedir que...

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—Le sorprenderá lo bien queva —me interrumpió—. Empleetoda la fuerza del brazo. Quiero quele enseñe al niño una lección.

—Unos alumnos mayores queél le atacaron —dije—. Por esohuyó.

—Huyó porque es débil,señor... ¿señor Shield ha dicho quese llama? No digo que sea uncobarde, todavía no; pero puedellegar a serlo si se le consiente. Leruego que comunique al señorBransby que no espero que la

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escuela consienta su debilidad másde lo que yo la consiento.

Llamaron a la puerta, y dijo envoz alta:

—Pasa.El mayordomo abrió la puerta.

El niño entró intimidado. Alguien lehabía lavado la cara y le habíacambiado la ropa.

—Señor —empezó a decir enuna voz apocada y aguda—, esperoque se encuentre bien y...

—Silencio —dijo Frant—.Espera a que se dirijan a ti.

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La puerta seguía abierta. Elmayordomo estaba de pie en elumbral, como si esperara órdenes.Detrás de él estaban el lacayo y elpaje negrito. Atisbé a la señoraKerridge en las escaleras.

Frant miró a su vez por encimade su hijo y vio a los sirvientes.

—¿Qué ocurre? —les soltó—.¿Qué estáis mirando? ¿No tenéistrabajo? Largo de aquí.

En aquel momento sonó lacampana de la entrada. Los criadosse dirigieron hacia la puerta de

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inmediato, como si estuvieranatados al sonido con cuerdas. Lacampana volvió a sonar, y actoseguido llamaron a la puerta. Ellacayo miró por encima del hombreal mayordomo, que a su vez miró alseñor Frant, el cual apretó loslabios hasta formar una líneahorizontal y asintió. El mayordomomiró al lacayo, que salió disparadohacia la entrada principal.

La señora Frant entró en elvestíbulo antes de que la puerta seabriera del todo. Con ella entró un

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poco de lluvia. Tenía el color muysubido, como si se hubierasofocado en una carrera, y seagarraba la capa con firmeza a laaltura del cuello. Atravesócorriendo el vestíbulo de mármolhasta llegar a la puerta de labiblioteca y, al llegar al umbral, sedetuvo en seco, como si se hallaraante un muro de cristal. Duranteunos instantes nadie dijo nada. Lacapa de viaje gris que cubría a laseñora Frant se deslizó de loshombros y cayó al suelo.

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—Querida —dijo Frant altiempo que se ponía en pie y seinclinaba—, me alegro de verte.

La señora Frant miró a suesposo, pero no dijo nada. Era unhombre alto y ancho de espaldas y,a su lado, ella parecía vulnerablecomo un niño.

—Permíteme que te presenteal señor Shield, uno de los maestrosdel señor Bransby.

Hice una reverencia; ellainclinó la cabeza.

Frant añadió:

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—¿Vienes de la calleAlbermarle? Espero que estainesperada visita no se deba a quetu tío haya ido a peor.

Ella lo miró furiosa.—No..., es decir, sí, porque no

está peor, sino que puede queincluso haya mejorado un poco.

—Me complace oírlo. Por otraparte, señora Frant, no sé si está alcorriente de que su hijo ha decididovenir de la escuela para hacernosuna visita sin consentimiento.Íbamos a administrarle el castigo

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por ello, y luego el señor Shield selo llevará con él de vuelta a StokeNewington.

La señora Frant me miró y vioel bastón de Malaca que tenía en lamano. Yo miré al chico, quetemblaba como una camisa en untendedero.

—¿Puedo hablar contigo? —pidió ella—. ¿A solas?

—Me temo que ahora mismoestoy ocupado. Te ruego que meesperes en el salón hasta que elseñor Shield y Charles se hayan

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marchado.—No —dijo la señora Frant

con un tono tan bajo, que apenas laoí—. Debo pedirte que...

La campana volvió a sonar.—¡Maldita sea! —exclamó

Frant—. Señor Shield, ¿nosdisculpará usted un momento?Frederick lo acompañará hasta elcomedor. Cierra esta puerta,Loomis. Y ve a ver quién es. Ni laseñora Frant ni yo estamos en casa.

Por un momento pensé que eramás tarde de lo que parecía. Llovía

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con fuerza sobre la plaza, bajo uncielo negro como el carbón. Deafuera me llegaba el olor de latierra recién mojada y el rumor dela lluvia. La breve ilusión de lanoche se acentuó con un enormeparaguas que ocupaba el ancho dela puerta. Debajo vi a un hombrecanoso y de poca estatura, vestidocon un abrigo pardo.

—Soy el señor Noak —anunció el recién llegado con unavoz fuerte y nasal—. Le ruego queavise al señor Frant de que estoy

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aquí.—El señor Frant no está en

casa, señor. Si desea dejar un rec...—No diga estupideces,

hombre. En su oficina me han dichoque iba a encontrarle aquí. Me estáesperando.

El hombrecillo entró en elvestíbulo, y Loomis retrocedió unospasos. Junto a mí, Frederick aspirócon fuerza, tal vez por aquella faltade decoro, aquel ataque frontal a laautoridad del señor Loomis. Detrásde Noak venía otro hombre —

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mucho más alto y acaso el doble depesado que él—, que entró deespaldas en el vestíbulo, bajó elparaguas, lo plegó y lo sacudió. Sedio la vuelta y lo tendió aFrederick. Se trataba de un hombrenegro, de piel menos oscura que elpaje y facciones más europeas. Sesacó el sombrero y dejó aldescubierto un cabello gris muycorto. Examinó el vestíbulo, y posósus ojos oscuros en mí un instante.

—Entréguele mi tarjeta devisita al señor Frant —dijo Noak

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desabrochándose el abrigo parabuscarla en el interior—. Espere unmomento. Le escribiré unas líneasdetrás.

El mayordomo ni siquieraintentó disuadirle. Aquelhombrecillo tenía una autoridadnatural que cualquier maestrohabría envidiado. Se sacó un lápizdel chaleco y escribió unaspalabras en el dorso de la tarjeta.El negro lo esperaba con elsombrero en las manos. El agua delparaguas goteaba en el suelo.

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Frederick estiró el cuello tratandode averiguar qué escribía Noak. Meacerqué más a la señora Kerridgepara ver mejor lo que ocurría. Alzóla vista hacia mí y se frotó laverruga que tenía a un lado de labarbilla.

Noak le dio la carta a Loomis.—Hágame el favor —dijo, y

le pasó el sombrero a Frederick.Loomis llamó a la puerta de la

biblioteca y entró. En el vestíbulotodos guardaban silencio. Noak secolocó de espaldas a Frederick y

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levantó los brazos para que ellacayo pudiera ayudarle a quitarseel abrigo. Creo que el sirviente sehabía olvidado de mí. El negroestaba quieto como una estatua, conlos ojos fijos en la espalda de laseñora Kerridge.

La puerta de la bibliotecavolvió a abrirse y, para misorpresa, apareció el señor Frantcon una sonrisa de bienvenida quele iluminaba el rostro. El negrovolvió la cabeza hacia él con unatisbo calculador en el gesto, que

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me recordó el que tienen losganaderos del mercado deRosington al evaluar un ternero ouna yegua. Entonces no le diimportancia, pues no tenía por qué.No caí en la cuenta de qué estabaocurriendo realmente en elvestíbulo de la casa de la plazaRussell hasta más adelante.

—Apreciado caballero —dijoel señor Frant al aproximarse aNoak con la mano extendida—. Estodo un honor. No le esperaba tanpronto, aunque dejé el recado a mi

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secretario por si acaso. Imagino quehan venido en un coche de alquilerdesde Liverpool.

—Sí, señor. Hemos llegadopoco después del mediodía.

—Disculpe mis modales —dijo Frant, soltando la mano deNoak para volverse a la señoraFrant, que estaba de pie en la puerta—. Querida, permíteme presentarteal señor Noak, de Boston, EstadosUnidos. Te he hablado de él variasveces; conoce a los Allan y amuchos otros de nuestros amigos

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americanos. Y ella, caballero, es miesposa.

A ella se le encendieron lasmejillas con un sonrojofavorecedor, e hizo una reverencia.

—Es un placer, caballero.Debe de estar cansado después deun viaje tan agotador.

—Y éste mi hijo —prosiguióFrant antes de que Noak pudieraresponder—. Ven, Charles, saludaal señor Noak.

Si hay algo que deba admitirsede la pequeña nobleza es que saben

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mantenerse unidos frente a losextraños. A juzgar por su manera deconducirse, nadie habría pensadoque no eran una familia feliz. Laseñora Frant acarició el cabello desu hijo y sonrió, primero al invitadoy luego a su esposo. Tuve laimpresión de que el único síntomade la inquietud subyacente era surespiración; me pareció que supecho se agitaba más deprisa de lonormal.

—Charles está a punto deregresar a la escuela —dijo el

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señor Frant—. Si me permite.Noak inclinó la cabeza y dijo:—No quisiera interrumpir la

educación de un hombrecito.Echó una mirada breve e

indiferente adonde yo me hallaba.Frant consideró que no valía lapena presentarme. La señora Frantdedicó una sonrisa deslumbrante alseñor Noak, tomó al chico por loshombros y lo llevó hasta la señoraKerridge.

—Charlie y el señor Shield seirán ahora —murmuró la señora

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Frant—. Procura que se lleven algode comer —dijo, y añadió conapremio repentino sin dejar desusurrar—. Pero deben irse ahoramismo, Kerridge, porque es muytarde y ya hemos entretenidobastante al señor Shield.

La señora Kerridge hizo unareverencia.

La señora Frant se dirigió amí:

—Dejo a mi hijo a su cuidado,caballero. Lamento haberle causadomolestias.

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Me incliné y noté el efecto demi propio rubor. Quiero quecomprendan que era hermosa, y quesu belleza tenía la virtud de prestarencanto a las palabras más simples.Ante ella, yo era como un hombreen un desierto, que encuentra unabalsa de agua clara con palmeras enla orilla. Si no entienden esto, nocomprenderán nada de lo que voy acontarles.

—¿Cómo ha venido? —mepreguntó.

—En un tílburi alquilado,

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señora. Está fuera.—Dígales que lo acerquen a la

puerta del patio. Ganarán mástiempo que si usan la... la entradaprincipal.

Abrazó a su hijo, que a su vezle rodeó el cuello con los brazos.Por encima de la cabeza del niño,miró hacia la puerta abierta de labiblioteca. Su marido y el señorNoak hablaban de la inconvenienciade viajar de alquiler, a merced delos caballos extenuados de otros.Posé los ojos en la curva entre su

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cuello y su hombro e imaginé lasuavidad y la fragancia de la piel.

Apartó con delicadeza aCharles de sí.

—Ve con el señor Shield,Charles. Y escríbeme a menudo.

—Pero mamá...—Ve, cariño. Vete enseguida.—Por aquí, señorito Charles

—la señora Kerridge rodeó con unbrazo los estrechos hombros delniño y se apresuró a alejarlo delvestíbulo.

Entonces se volvió hacia mí.

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—Si es tan amable deacompañarme, señor.

Le sonrió al acompañante delseñor Noak, que aún estaba de pie,observando todo a su alrededor conun interés solemne.

—Yo soy la señora Kerridge,caballero.

—Salutation Harmwell,señora. A su servicio.

—Venga a secarse a la saladel servicio. Quizá le apetezca unrefrigerio mientras espera.

El hombre vaciló, como si

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considerara el significado de aquelofrecimiento. Luego se inclinó paradar a entender que accedía y, por uninstante, la gravedad de suexpresión se desvaneció y esbozóuna sonrisa.

Me sorprendió lo bien queHarmwell hablaba mi lengua. Sinduda, era un hombre de buenaplanta, hablara la lengua quehablara. Y la señora Kerridgepensaba lo mismo. Lo supe porqueen cuanto tropezó en la escalera yse agarró al brazo de él, le

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agradeció la ayuda con coquetería.Por primera vez me fijé en que,pese a no ser ni por asomo unamujer apuesta, tenía una siluetabonita y madura, y una sonrisaagradable si se lo proponía.

Al bajar a la planta del sótano,apareció la cocinera e hizo pasar aljoven Frant a la cocina para queeligiera la comida de la cesta quenos llevaríamos en el viaje devuelta. Yo esperé en la penumbra,junto a las escaleras, pasandoinadvertido, sintiéndome como un

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pánfilo. La señora Kerridgeacompañó al señor Harmwell a lasala del servicio. Al poco volvió asalir, pidiendo una licorera de vinode Madeira y un plato de galletas.Levantó un dedo para detener aFrederick, que se disponía a llamaral vehículo. No creo que repararansiquiera en mi presencia. Debieronde dar por sentado que iba con elniño.

—¿Qué ha escrito en la tarjetaese hombrecillo canijo? —murmuró—. ¿Lo has podido leer?

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Frederick miró a ambos ladosy luego susurró en el mismo tonoque ella:

—No habrá escrito más quedos o tres palabras. Sólo he podidoleer una: Carswall.

—¿El señor Carswall?Frederick se encogió de

hombros.—¿Quién, si no? —dijo y

soltó un resoplido de regodeo—. Amenos que se refiriera a la señoraFlora.

—No seas descarado —le

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reconvino la señora Kerridge—. Enfin. Más vale que vayas a buscarese coche.

Al irse el lacayo, apoyé elpeso del cuerpo sobre el otro pie.La bota crujió. La señora Kerridgemiró enseguida en mi dirección yluego apartó la vista. No alteré laexpresión. Quizá pensó que elloacentuaba la extrañeza de mi rostro.Si el señor Frant esperaba conimpaciencia la llegada del señorNoak, ¿por qué el señor Noak no sehabía limitado a enviarle la tarjeta

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de visita? ¿Y por qué el nombre deCarswall había actuado como unallave mágica?

El paje bajó a toda prisa y conpasos bruscos por la escalera.

—No corras, Juvenal —leregañó la señora Kerridge—. No eselegante.

—La señora ha pedido alseñor Loomis que le traiga elcarruaje —dijo el niño jadeando—.El del señor Wavenhoe, es decir,con el que ha venido. Regresa a lacalle Albermarle.

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Frederick dijo con una sonrisaburlona:

—Si mi tío se estuvieramuriendo, no me gustaríaentretenerme aquí, y menos situviera la fortuna de varios nababsjuntos.

—Ya está bien —dijo laseñora Kerridge—. Tú no eresquién para ir despotricando por ahíde tus superiores. Si no quieresperder el trabajo, más vale quecuides esa lengua —le aconsejó, yse dirigió a mí, cómo no, para

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advertir a los demás de mipresencia—. Señor Shield, disculpeque le hagamos esperar aquí abajo.Ah, aquí está el señorito Charles.

El chico salió de la cocina conuna cesta cubierta con una tela.Frederick nos avisó de que eltílburi nos esperaba en la puerta.Instantes después, el niño y yoíbamos de vuelta a StokeNewington. Destapé la cesta,mientras Charlie Frant lloraba ensilencio sobre las servilletas queenvolvían los panecillos.

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—Dentro de un año —le dije—, te reirás de esto.

—No me reiré, señor —replicó con voz ronca yapesadumbrada—. Nunca se meolvidará este día.

Le dije que todo quedaba en elolvido, hasta los recuerdos, y mecomí el pollo frío. Y mientrascomía, me preguntaba si le habíadicho la verdad, pues ¿cómo iba unhombre a olvidar el rostro de laseñorita Carswall y el de la señoraFrant?

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CAPÍTULO 12

El siguiente incidente habría tenidoconsecuencias muy distintas siCharlie y Allan no se hubieranparecido tanto. Para el señorBransby, que era algo corto devista, eran lo bastante semejantespara haberlos confundido por lomenos una vez.

El día siguiente de regresar deLondres, castigué a Morley y aQuird con otra tanda de azotes al

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final de las clases matinales. Leshice gritar y, por una vez, sentí lalóbrega satisfacción de infligirdolor. Charlie Frant estaba pálido,pero tranquilo. Supuse que aquellanoche lo habían dejado en paz.Morley y Quird no sabían muy bienhasta qué punto podían ponerme aprueba.

Después de la comida, di unavuelta por el jardín. Como era unatarde agradable, di un paseo por elsendero de grava hasta llegar a losárboles del final. A mi izquierda

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había un alto seto que separaba elcésped de la parte del jardín que seusaba como patio de recreo. En miscavilaciones, oía de fondo el vagogriterío de las voces infantiles. Depronto, una voz más aguda, muchomás fuerte que las demás —como lavoz de quien es atacado— penetróen mis pensamientos.

—Es tu hermano, ¿verdad?Seguro que sí. ¿Y es tan bastardocomo tú?

Se oyó hablar a otro, pero noentendí las palabras.

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—Sois hermanos, que lo sé yo.La primera voz era de Quird y

sonaba aún más chillona al bajarlaa un registro más grave.

—Sois dos malditosbastardos... con la misma madre,pero, claro, de padres distintos.

—Imbécil —gritó la voz deAllan, que reconocí porque la rabiaresaltó el acento americano—. Noinsultes a mi madre.

—Si yo quiero, malditobastardo traidor. Tu madre es... unamujer de la calle. Un... un tipo que

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la conoce la vio en la plaza deHaymarket. Es una vil pelandusca.

—Mi madre está muerta —dijo Allan en voz baja.

—Mentiroso. Morley la vio,¿verdad Morley? Encima debastardo, mentiroso.

—No soy un mentiroso. Mipadre y mi madre están muertos. Elseñor y la señora Allan meadoptaron.

Con la boca, Quird le dedicóuna pedorreta.

—Sí, claro, yo soy el

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emperador de China, ¿lo sabías,yanqui bastardo?

—Te voy a pegar.—¿Tú? ¿Que tú me vas a

pegar a mí, enano?—Uno no siempre puede

luchar con el hijo de un caballero—dijo el chico americano—. Másde uno lo preferiría.

Hubo unos instantes desilencio y luego se oyó un bofetón.

—¡Yo soy un caballero! —gritó Quird en un tono que parecíaangustia genuina—. Mi padre tiene

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carruaje.—Cuidado —intervino Morley

con un graznido—. Si va a haberpelea, hay que hacerlo como decostumbre.

Morley era mayor que suamigo, un muchacho grandote deunos catorce o quince años.

—Después de clase —añadió—, y tú tienes que buscarte a unpadrino, Allan. Yo seré el deQuird.

—Se traerá al otro bastardo —dijo Quird—, al que colgamos de la

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ventana. Aquello fue memorable,pero esto será aún mejor.

Yo no podía intervenir. Laspeleas han sido algo normal en lasescuelas desde tiemposinmemoriales. Los más pequeñosimitaban a los mayores. Y un centrocomo el del señor Bransby emulabaa los grandes colegios privados.Los colegios privados emulaban elarte del boxeo por una parte, y losusos de los duelos por otra. Unacosa era que interviniera en unasituación de acoso nocturno, y otra

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muy distinta era tratar de evitar unapelea que se entablaría con laaprobación tácita del señorBransby. Debo reconocer que measombró la fragilidad de mispropios sentimientos. Los niños soncriaturas fuertes y se pelean entreellos como los cachorros.

Los alumnos se pasaron lasclases de la tarde susurrando.Suponía que los mayores habíanaprovechado con ganas laoportunidad de organizar la pelea.El hecho de que Quird hubiera

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difamado a las madres de Allan yFrant había unido a los muchachos.Edgar Allan había designado comopadrino en la lucha a Charlie Frant.

Consulté la situación con micompañero Dansey, que me dijo,como esperaba, que debía dejarlosen paz.

—No se lo agradecerán,Dansey. Los niños son seres demoral displicente. Consideraríanque se ha interferido en un asuntode honor.

A la hora de la cena aún no

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había ocurrido nada. Era obvio ajuzgar por la expresión de Quird yAllan, y por el runruneo deexcitación que corría por las mesas.

—Supongo que será despuésde cenar —observó Dansey—.Todavía habrá luz suficiente, y elseñor Bransby estará a buenrecaudo en sus propiasdependencias. Dispondrán de unabuena hora para hacerse papillaantes del momento de acostarse.

No conocí el resultado de lapelea hasta la mañana siguiente. No

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me sorprendió. Hay veces en queDavid mata a Goliat conaprobación universal, pero son muycontadas esas veces. Quird lesacaba al menos una cabeza a Allany pesaba irnos doce kilos más.Quird y Morley entraron en la clasecogidos del brazo en actitudarrogante. En cambio, Edgar Allanlucía dos ojos morados, un rasguñoen la mejilla y los labios hinchados.

Busqué excusas para imponertareas a Morley y Quird, tareas queles mantuvieran ocupados cada

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noche después del oficio devísperas, durante una semana. Aveces es más fácil castigar a losmalos que defender a los inocentes.

Con el tiempo observé que laderrota se reconoció como unaderrota honorable. Dansey me dijoque durante el desayuno, había oídohablar a dos chicos mayores de lapelea. Uno había dicho que elamericanito tenía agallas, y otro,que había luchado como el propiodiablo, y que a Quird tendría quedarle vergüenza meterse con un

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niño tan pequeño.—Ya ve que no hay nada malo

en ello —me dijo Dansey—. Nadamalo en absoluto.

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CAPÍTULO 13

En los días que siguieron no prestédemasiada atención a Charlie Frantni al chico americano. Les vi, claroestá, y no presentaban más señalesde maltrato o, más bien, las justasque uno espera ver en niños bajosus circunstancias. Sin embargo,reparé en que se sentaban y jugabanjuntos a menudo. En una ocasión oía unos chicos mayores fingir quelos confundían, pero como una

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gracia, lo cual daba a entender quela semejanza ya no era tanto motivode mofa como de gracia.

El siguiente hecho destacableen esta historia sucedió el lunes 11de octubre. Los alumnos disfrutabande las dos horas libres que teníanentre el final de las clasesmatinales, a las once, y la comida.Durante este tiempo, se les permitíajugar, escribir cartas o hacer losdeberes. También podían pedirpermiso para hacer excursiones alpueblo.

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Sin embargo, las salidas delcolegio tenían unas normasestrictas, al menos en teoría. Así,entre otras cosas, el señor Bransbyhabía decretado que únicamentepodían frecuentar unosestablecimientos concretos. Sólo sepermitía a los mayores compraralcohol, lo cual requería permisoespecial de Bransby. Los chicosmayores desoían esta condición, amenudo con impunidad, y solíanemborracharse los fines de semanay las vacaciones. Algunos de los

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más jóvenes no tardaban en seguirsu ejemplo. Aun así, yo mismo measombré el día que vi a CharlieFrant tratando de ocultar en vanouna pinta debajo del abrigo.

Yo había ido al pueblo con laintención de comprar una pipa defumar. Al regresar a la escuela,pasé por delante del almacén delhostal que nos alquilaba los coches.El encuentro fue inevitable. Frant yAllan, furtivos como dos ladronesque entran en una casa, salieron aescondidas del almacén, justo

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enfrente de mí. Yo estaba a suizquierda, pero tenían la atenciónpuesta a su derecha, hacia laescuela, es decir, hacia el lugar quepodía darles problemas. Frantchocó conmigo. El susto ledescompuso el semblante.

—¿Qué llevan ahí? —preguntécon severidad.

—Nada, señor —contestóCharlie Frant.

—No sea ridículo. Tiene todoel parecido a una botella. Dénmela.

Me la entregó. Extraje el

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corcho y olí. El contenido olía acítricos y alcohol.

—¿Conque mezcla de ron, eh?Los chicos me miraron con

ojos desorbitados, aterrados. Elponche de ron era una mezclacélebre en aquella época, sobretodo entre los jóvenes, ya que lacombinación de ron, azúcar y zumode naranja o limón lesproporcionaba un acceso fácil yrápido a la ebriedad. Aun así, noera una bebida normal para un niñode diez años, ni siquiera en

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aquellos tiempos en que se bebíamucho.

—¿Quién les ha pedido que locompren? —pregunté.

—Nadie, señor —dijo Frant,mirándose las botas sonrojado.

—Muy bien, Allan, ¿seacuerda usted?

—No, señor.—En tal caso, me veo

obligado a pedirles que me esperendespués de la cena —dije,metiéndome la botella en el bolsillo—. Buenas tardes.

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Seguí andando, oscilando elbastón y pensando en cuál de loschicos mayores podría haberlesenviado a comprar. Tendría queazotar a Allan y Frant, aunque sólofuera para guardar las apariencias.Los niños me siguieron hasta laesquina. Al darme la vuelta, vi a unhombre acercarse a ellos pordetrás. Era alto y vestía un abrigoazul con botones de metal.

—Oye, chico —dijo el hombrey agarró a Charlie de un brazo consu manaza y se inclinó para verle la

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cara—. Ven aquí... que te vea bien.El niño se dio la vuelta. Por

alguna razón, aquella voz meresultó familiar; era profunda, roncay audible, aunque murmurara. Talvez me vio, pero no me habíarelacionado con los niños.

—Déjeme —dijo Charlie,dando un tirón para que lo soltara.

—Harás lo que te diga, hijito,porque...

—Déjelo, caballero —leespetó Allan con su voz chillona, altiempo que agarraba a Charlie del

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otro brazo y tiraba de él.Charlie me llamó:—¡Señor Shield! ¡Señor

Shield!El hombre levantó en el aire el

bastón que llevaba. Yo no sabía acuál de los dos pretendía pegar,pero no iba a esperar paraaveriguarlo, de modo que eché acorrer hacia ellos y grité:

—Ya está bien. Deje a loschicos en paz.

Soltó a Charlie y se volvióhacia mí.

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—¿Y quién demonios esusted?

—Su maestro.Arrugó la frente. Las gafas

oscuras le ocultaban la mirada. Nosabía si me había reconocido.

—Maldito sea —me dijo.—Largo de aquí, o llamaré a

la policía.Le cambió la expresión del

rostro, como si las facciones se lehubieran descompuesto en una masade arcilla. Me miró con ojosllorosos.

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—No pretendía hacerle daño,señor, se lo juro. Tenga compasiónde un antiguo combatiente. Sóloquería que estos dos jóvenescaballeros me ayudaran acomprarme un refrigerio.

Resistí la tentación de darle labotella con el ponche de ron.Preferí amenazarle con mi bastón.Murmuró unas palabras que noalcancé a oír y se marchó sin perderun momento, con la espaldaencorvada.

Charlie Frant me miró con los

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mismos ojos que su madre.—Gracias, señor.—Sugiero que regresen a la

escuela antes de que les ocurra algopeor.

Dicho esto, echaron a correrpor el camino. Pensé en abordar alhombre, pero ya lo había perdidode vista. De modo que seguí a loschicos a paso lento, devanándomelos sesos para hallar unaexplicación a lo ocurrido y a la vezpreguntándome si era necesaria enrealidad. Es un pobre réprobo, me

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dije, un borracho que merodea porlos alrededores de un hostal,esperando que alguien le dé algoque beber. Seguramente había vistoa los dos chicos al salir del bar conla botella de ponche y los habíaseguido como el cazador queacecha a su presa.

Cualquiera habría pensado queera lo más natural del mundo, queno había nada extraño en ello. Sinembargo, yo estaba convencido deque algo extraño había. Tenía laimpresión de que era el mismo

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hombre que había visto la semanaanterior frente a la casa del señorAllan, en la calle Southampton.Llevaba un abrigo y un sombrerodistintos, pero la voz era parecida,así como las gafas oscuras y labarba, que recordaba el nido de unave descuidada.

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CAPÍTULO 14

Opté por la vía del cobarde y noinsistí en el asunto. Tras la cenaazoté a los dos chicos con la fuerzajusta para guardar las formas.Ambos me lo agradecieron luego,según dictaba la costumbre. Alanestaba pálido, pero aparte de gruñircon cada golpe no mostrabaindicios de dolor; Frant lloró ensilencio, pero aparté la vista paraque no supiera que le había visto en

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aquel momento de debilidad.El señor Bransby solía cruzar

unas palabras con Dansey yconmigo mientras esperábamos conél antes de empezar el oficio devísperas. Era costumbre en laescuela que el director y losmaestros entraran en la sala cuandolos alumnos hubieran ocupado suslugares. Aquella noche aprovechéel breve encuentro para comentarleque por la tarde un borracho habíaabordado a Frant y Allan en elpueblo, y que yo había estado lo

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bastante cerca para ocuparme de ély evitar que les hiciera daño. Nomencioné las demás circunstancias,en parte porque se trataba del señorBransby, y en parte porque no habíamucho que contar.

—¿Y dice que molestó aljoven Frant? —dijo Bransby conprisa (nunca se entretenía antes nidespués de vísperas, pues cenabajusto después)—. Bueno, nadagrave. Me alegro de que estuvierausted cerca para solucionarlo.

—Creo que vi a ese mismo

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vagabundo el otro día en la ciudad,señor.

—Estos tipos prueban suerteen todas partes. ¿Y qué hacen losjueces para evitarlo? Los dejandeambular por las calles y acosar ala gente honrada.

No dijo nada más al respecto,si bien se refirió al incidente en lasoraciones y aprovechó la ocasiónpara dar un sermón sobre los malesde la embriaguez pública.

No obstante, el episodio noquedó ahí. La semana siguiente

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hubo una secuela. El 20 de octubre,el señor Bransby me pidió quefuera a su despacho al terminar lasclases matinales. Tuve que esperara que acabara de azotar a mediadocena de alumnos mayores.Cuando hubo terminado, sudoriento,resoplando, me llevó al despachode sus dependencias privadasdonde trataba los negocios.

—Siéntese, Shield, siéntese —me dijo con una amabilidad pocoacostumbrada, al tiempo quetomaba un pellizco de rapé y

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estornudaba—. Tengo una carta dela señora Frant, en la cual se refierea usted. Al parecer, el señoritoFrant le envió otra en la que lecontaba con todo lujo de detalles suenfrentamiento con aquelvagabundo el otro día. Por lo queveo, es usted todo un héroe entrelos más pequeños.

Agaché la cabeza en señal deagradecimiento, pero no dije nada.

—Resulta que mañana es eldecimocuarto aniversario de laBatalla de Trafalgar y, por

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consiguiente, la escuela declararála mitad del día festivo.

Yo estaba al corriente de estasituación, como lo estaba el restode la escuela. El señor Bransbytenía un tío que había destacado enla marina, que había combatido enTrafalgar y que le había dado lamano a lord Nelson en una ocasión.Por este motivo, el señor Bransbymostraba un gran respeto por lashazañas de la armada británica.

—La señora Frant proponeque el niño pase con ella en

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Londres la mitad del día libre.También ha invitado a Allan. Alparecer él también se portó comoun héroe en la gran batalla de StokeNewington.

Bransby me miraba conexpectación. Era un hombre pocodado al humor, y menos ducho enperspicacia, y sus esfuerzos medesconcertaron tanto que sólo fuicapaz de esbozar una débil sonrisa.

—Es más —prosiguió—, laseñora Frant ha propuesto que ustedacompañe a los chicos. Confío en

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que no tendrá ningún inconveniente.Me incliné otra vez y dije que

no habría ningún impedimento enabsoluto. Lo que no dije es que ibaa poder recoger el dinero que medebía la señora Jem; también deboconfesar que no me disgustaba laidea de ver otra vez la casa de laplaza Russell.

A la tarde siguiente, despuésde comer, el carruaje nos esperabaa los chicos y a mí. No pude evitarcomparar la alegría que CharlieFrant rebosaba, con el desánimo en

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que estaba sumido la última ocasiónque habíamos viajado juntos. Tantoél como Edgar desbordabanentusiasmo y muchas ganas dealejarse del colegio.

—¿Hay que avisar a suspadres durante la visita a la ciudad?—pregunté al niño americano.

—No, señor. No están en casa.—Y no son sus padres, señor

—dijo Charlie, agitado por laexcitación de confiarmeinformación que él creía que yodesconocía—. Son sus padres

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adoptivos.Miré a Edgar y le pregunté:—¿De veras?Charlie se ruborizó.—A lo mejor no tendría que

haberlo dicho. No te importa,¿verdad, Edgar?

—No es ningún secreto —dijoAllan y se volvió hacia mí—.Charlie tiene razón, señor: mispadres murieron cuando yo erapequeño. El señor y la señora Allanme acogieron en su casa y siempreme han tratado como a un hijo.

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—Estoy seguro de que ustedles corresponde por su amabilidad—le dije y señalé al azar al paisajeque se veía por la ventana delcarruaje de los Frant—. ¿Eso es unagolondrina o un avión común?

La distracción fue torpe, peromuy efectiva. El resto del viajehablamos de otras cosas. Al llegara la plaza Russell entré en la casacon los muchachos para averiguarcuándo quería la señora Frant queregresara a recogerlos. Loomis, elmayordomo, me rogó que subiera

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con ellos. Nos acompañó a un salóncon vistas a la plaza y el jardín. Laseñora Frant estaba sentada junto auna ventana, leyendo una novela.Charlie, que tenía muy en cuenta lapresencia de Allan y la mía, semostró muy sereno y reservado consu madre, con lo cual, más quecorresponder a su abrazo, sesometió a él. A continuación laseñora Frant me tendió la mano.

—Debo darle las gracias,caballero —dijo—. Tiemblo consólo pensar qué habría sido de

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Charlie de no haber estado ustedcerca para ayudarle.

—No debe exagerar el peligroal que se expuso, señora —dije,pensando que tenía la mano suave ycálida como un pajarillo.

—Pero una madre nuncaexagera los peligros a los que seenfrenta su hijo, señor Shield. ¿Yéste de aquí es Edgar Allan?

Mientras le daba la mano,Charlie saltó:

—Su abuelo era militar,mamá, como el mío. Puede que

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lucharan el uno contra el otro. Erageneral en el ejércitorevolucionario americano.

La señora Frant miraba aEdgar con ojos inquisitivos.

—Sí, señora. Es decir, se leconoce como el general Poe, peromi padre adoptivo, el señor Allan,me ha informado de que era untratamiento de cortesía: en realidadno ostentaba el rango. Creo que eracomandante.

—Y su madre fue una famosaactriz inglesa —añadió Charlie,

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aunque Edgar empezaba a sentirseincómodo con la conversación.

—Qué maravilla —dijo laseñora Frant—. Viene usted de unafamilia dotada de talento. ¿Cómo sellamaba?

—Elizabeth Arnold, señora.Aunque era inglesa, actuaba sobretodo en Estados Unidos. Y allí fuedonde murió.

—Pobrecillo —secompadeció y dio un giro a laconversación—. Quizá debáis ir aver a la cocinera antes que nada.

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No me extrañaría que os hayapreparado una sorpresa.

Los niños salieron del salóncorriendo, aliviados por liberarsede la compañía de los adultos. Fuela primera vez que me quedé asolas con la señora Frant. La teladel vestido crujió cuando fue asentarse a un sofá griego de caobatallada que había junto a la ventana.Al cruzar la sala movió el aire ycon él me llegó la fragancia quedesprendía aquella mujer. Seapoderó de mí el loco deseo de

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arrodillarme a sus pies, abrazarla yhundir la cabeza en la delicadeza desu regazo.

—¿Le apetece un poco de té,señor Shield?

—Gracias, señora, pero no —dije con brusquedad, y me apresuréa suavizar el rechazo con unamentira—. Tengo pendientes unosrecados. ¿A qué hora desea queregrese?

—He ordenado que el carruajeesté listo a las seis y media. Sidesea volver un poco antes, como a

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las seis, podría cenar con los niños—propuso, y la palidez de su pieladquirió un divino matiz rosado—.Le pediría que cenara con nosotros,pero mi esposo prefiere cenar mástarde.

Me incliné para agradecer sucondescendencia y me despedí.Cuando la puerta del salón se hubocerrado a mis espaldas, me palpé lafrente y sentí el sudor. La intensidadde mi propio deseo me horrorizó.

Bajé sin prisa la escalera depiedra que daba al vestíbulo.

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Loomis me esperaba al final.Cuando estuve cerca, carraspeó.

—El señor Frant me ha pedidoque pase a verle antes de irse,señor.

Seguí al sirviente a labiblioteca, que estaba al fondo delvestíbulo. Llamó a la puerta, laabrió y me anunció. El señor Frantestaba sentado frente a suescritorio, al igual que la última vezque le había visitado. Sin embargo,en esta ocasión me dio unabienvenida más cordial. Alzó la

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vista de la carta que estaba leyendo,y una amplia sonrisa se extendiópor las pálidas facciones de aquelrostro.

—Señor Shield... me alegro deverle. Siéntese, por favor. No leentretendré demasiado —dijo ydobló la carta y la guardó con llaveen un cajón—. Mi esposa me hainformado de que el otro día nosprestó un importante servicio.

—No fue nada grave, señor —dije, algo avergonzado porque losFrant agrandaran tanto el incidente.

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—Aun así, le estoy muyagradecido. Dígame, ¿podríadescribirme exactamente cómosucedió?

Le conté que un chico mayorque Frant y Allan les habíamandado un recado —consideréque era una insensatez extendermeen cuanto a las características deéste— y que el hombre se les habíaacercado de camino a la escuela. Yañadí que presencié por casualidadel momento en que éste los abordó.

—¿Qué hizo exactamente,

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señor Shield?—Agarró a Charles del brazo.—¿Por qué lo hizo, si era un

simple mendigo? Quizá le pidiódinero.

—Creo que estaba mal de lacabeza, señor. Había bebido. Nosabría decirle si pretendía serviolento o sólo tenía intención deatraer la atención de los chicos parapedirles dinero. El joven Allandefendió a Charles tirando de él.

—Valiente muchacho. Lapróxima vez que vea al señor Allan,

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lo felicitaré. Según me han dicho, elhombre llevaba un bastón, ¿no?

—Sí, señor.—¿Y trató de pegarle a usted?—Sí, señor, pero no fue

nada... yo mismo llevaba un bastóne imagino que incluso sin éltampoco habría tenido problemas.

—Mi hijo le contó a su madreque ese hombre era más grande queusted.

—Cierto, señor, pero por otraparte yo soy más joven.

Henry Frant se dio la vuelta

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para afilar un lápiz.—Disculpe mi curiosidad,

pero ¿podría describírmelo?—Era bastante más alto que la

media y lucía una barba malcortada. Su rostro revelaba suafición a la botella. Llevaba gafasoscuras y un abrigo azul conbotones de metal y, creo recordar,unos pantalones amplios de colormarrón. Ah, y un sombrero de trespicos, y peluca —dije y dudé uninstante—. Hay algo más, señor. Noestoy del todo seguro, pero creo

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que ya lo había visto antes.—No me diga. ¿Dónde?—En la calle Southampton.

Fue el día que vine a recoger a suhijo la primera vez que fue alcolegio. De camino llevé a EdgarAllan a casa de sus padres. Unhombre que merodeaba por allí mepreguntó si aquella era la casa delseñor Allan y luego se marchó encuanto pudo.

Frant se dio unos golpecitos enlos dientes con el lápiz.

—Si estaba interesado en el

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hijo de los Allan, ¿para qué seacercó al mío? No tiene sentido.

—No, señor. Aun así, no sonmuy diferentes el uno del otro. Mefijé en que el hombre se inclinópara mirarme.

—Cree que podría ser cortode vista, ¿no? Le seré franco, señorShield. Un hombre de micircunstancia se crea enemigos. Soybanquero, como bien sabe, y en estaprofesión no siempre podemoscontentar a todo el mundo. Existe laposibilidad de que a una mente

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depravada se le ocurra raptar alhijo de un hombre rico con el fin deobtener dinero a cambio. Puede queeste ataque no sea más que unencuentro casual, un acto ocasional,propio de un borracho. O quizás esehombre esté más interesado en elhijo del señor Allan. Y aún quedauna tercera posibilidad: que tengaalguna intención de perjudicar a mihijo, o incluso a mí mismo.

—A juzgar por lo poco que hevisto a ese hombre, señor, dudo quetenga alguna otra intención aparte

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de llevarse una copa o una botella ala boca.

Frant soltó una carcajada.—Me gustan los hombres que

hablan claro, señor Shield. Si mepermite abusar de su amabilidad, lepediré que no mencione a mi mujernada de lo que hemos hablado.Estas suposiciones la angustiaránmás.

Me incliné y dije:—Puede contar con ello,

señor.—Se lo agradezco, señor

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Shield —dijo Frant y miró el relojde la repisa—. Una cosa más. Paraquedarme tranquilo, me gustaríaconocer a este tipo y hacerle unascuantas preguntas. Si volviera aencontrarse con él, ¿tendría laamabilidad de decírmelo? Bueno,no le entretendré más en su díalibre.

Me dio la mano concordialidad. Al poco rato iba decamino a Holborn. Estaba aturdido.Es una sensación profundamentegratificante sentirse tratado con

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cortesía por gente adinerada y,cómo no, reputada. No sabía sirecrearme en la belleza de laseñora Frant o en la amabilidad desu esposo, que nada tenía que vercon la arrogancia de la última vez.Me sentía un hombre de bien.

Mientras paseaba bajo el solotoñal pensé que mi suerte tal vezestuviera cambiando. Bajo laprotección del señor y la señoraFrant, ¿hasta dónde podría llegar?

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CAPÍTULO 15

Luego volvería a pasar por allí,pensé desde aquel lugar de mundo.Así sacaría provecho al día libre.Sin embargo, la tarde cambió decurso inesperadamente al pasar porLong Acre, de camino a la calleGaunt para recoger los seis chelinesque me debía la señora Jem delresto del precio acordado por lasposesiones de mi tía, la señoraWilson. Me detuve a comprar una

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flor para el ojal y, mientras lavendedora lo fijaba en la solapa,miré por encima de su hombro lacalle por la que había venido. Aunos veinticinco metros distinguícon claridad al hombre de la barba.

Debió de creer que no lo habíavisto, porque se escondió en lapenumbra de la entrada a unatienda. Le di un penique a lamuchacha y me dirigí hacia élcorriendo. Salió de su escondite yse metió a trompicones por unacalle adyacente que llevaba a

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Covent Garden.Sin pensarlo dos veces, me

lancé a perseguirlo. Fue unarrebato. En parte —no lo negaré—porque el señor Frant quería sabermás de aquel hombre, y yo queríaaprovechar la ocasión paracomplacerle, aunque en parte mesentí como un gato detrás de unacuerda: lo perseguía porque semovía.

El mercado estaba a punto decerrar. Nos abrimos paso entre unamultitud de gente y verduras. Había

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un tremendo barullo de ruedas yherraduras contra adoquines,organillos que tocaban distintasmelodías, y personas querenegaban, gritaban y pregonabansus mercancías. A pesar de la edad,el peso y el estado de mi presa,demostró tener agilidad.Serpenteamos a través del mercado,hasta que trató de ocultarse detrásde un puesto de naranjas. Lodescubrí, pero él me vio, y lapersecución se reanudó. Cualcaballo de caza, saltó por encima

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de una carretilla repleta de cocos,cambió de dirección al pasar laiglesia y se desvió por la calleHenrietta.

Sucedió entonces que en laesquina de la calle había un montónde coles podridas que fue superdición. Resbaló y cayó. Aunqueintentó ponerse en pie, le falló eltobillo y volvió a desplomarse,echando pestes. Lo agarré por elhombro.

Se ajustó las gafas y me miró;estaba rojo del esfuerzo.

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—No quería hacerle daño —dijo resollando con aquella ridículavoz bronca—. Bien sabe Dios queno quería hacerle daño.

—¿Y por qué ha huido?—Tenía miedo, señor. Creía

que iba a llamar a la policía.—¿Y entonces por qué me

seguía?—Porque... No importa —

prosiguió con un tono más sonoro, ypronunció las siguientes palabrasde una vez, como si solierarepetirlas—. Le doy mi palabra, de

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caballero a caballero, de que soytan inocente como sale el sol todoslos días. Es verdad que viví en laignominia, pero no fue culpa mía.Tal vez no he tenido suerte al elegira mis compañeros, y cargo con lamaldición de tener un almagenerosa, una tendencia calamitosaa confiar en mis semejantes. Y aunasí...

—Ya basta, caballero —leinterrumpí—. ¿Por qué me haestado siguiendo?

—El sentimiento de un padre

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—dijo golpeándose el pecho conlos dos puños— no puede negarse.El corazón que palpita en estepecho es el de un caballerodescendiente de una ilustre familiairlandesa de alcurnia.

Dijo esto arrodillado sobre laboca de alcantarilla, mientras unpuñado de espectadores secongregaba a nuestro alrededorpara disfrutar del espectáculo.

—Vaya un mamarracho —soltó un golfillo—. Ha perdido lachaveta.

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—Puede preguntarme qué fuelo más grande que perdí —siguiócontando mi acompañante—. ¿Misposesiones? ¿El forzoso exilio demi tierra baldía? ¿La amargura desaber que mi reputación fueinjustamente mancillada por unoshombres indignos de cepillarme elabrigo siquiera? ¿El desengañoprofesional y el abandono de todaesperanza, por la desmedidaenvidia ajena, de recuperar mifortuna por mi propio esfuerzo? ¿Lamuerte de mi bienamada esposa?

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No, caballero, pese a lo grave deestas desgracias, ninguna fue lapeor que me sobrevino —prosiguióalzando la vista al cielo—. Pongoal cielo por testigo que ningúndolor es comparable a la pérdidade mis ángeles, de mis queridoshijos. Yo tenía dos hijos y una hija,destinados a hacer las delicias demi edad adulta y a ser el respaldode mi vejez. Pero, ay, me losarrebataron.

Calló para enjugarse laslágrimas con la manga del abrigo.

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—Si esto fuera una obra —observó otro joven concurrente—,no pagaría ni un penique para verla.Ni medio penique de mierda. Ni lacuarta mísera parte de un penique.

—¡Granuja repugnante! —rugió el hombre agitando el puño almuchacho, y volvió a mirar al cielo—. ¿Por qué, Dios mío? —preguntó—. ¿Por qué abro este corazón míoante el vulgar populacho?

—¿A quién está insultando? —dijo otra voz.

—Maldito papista irlandés —

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saltó una cuarta voz—. ¡Que loscuelguen a todos!

—El caballero no está bien —dije con firmeza.

—Sí que está bien. Lo quepasa es que es un paria.

—Quizás esté algo alterado —reconocí y lo ayudé a levantarse.

—Se ha bebido el seso —loabucheó la misma voz.

El hombretón se echó a llorar.—El chico solamente dice la

verdad, caballero —se lamentó y,al apoyarse en mí, casi no pude con

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su peso—. No negaré que a veceshe ahogado las penas con un vasode brandy —reconoció, y me dijo aloído—. De hecho, ya que lomenciono, una copita para entrar encalor sería un efectivo profilácticocontra este frío otoñal que se calahasta los huesos.

Mientras él seguía farfullando,lo acompañé a la calle Henrietta. Elgentío se fue alejando, pues elespectáculo dejó de entretenerles.En la calle Bedford me llevó a unataberna, y nos sentamos el uno

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frente al otro en una mesa de unrincón. Mi invitado me dio lasgracias por mi hospitalidad y pidióbrandy con agua. Yo pedí cervezanegra. Cuando la tabernera trajo lasbebidas, él levantó en alto la copapara brindar.

—A su salud, caballero —dijo.

Echó un buen trago y me miróextrañado.

—¿No bebe?—Estoy pensando que tal vez

debiera hacerlo detener y

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entregarlo. Siento decirle que meveré obligado a hacerlo si no meexplica a qué se debe su interés pormí y por los chicos a los queabordó en Stoke Newington.

—Ah, eso —dijo y se abrió debrazos.

Estaba más tranquilo, casi asus anchas, y el tono elocuente queadquirió al hablar discrepaba de unmodo extraño con su desaliño.

—Estimado caballero, eso yase lo he explicado. O, más bien, selo estaba explicando cuando esa

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panda de vagabundos maleducadosme ha interrumpido.

—No sabe cuánto deseoescucharle.

—El niño, claro está —dijocon impaciencia—, es hijo mío.

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CAPÍTULO 16

Regresé a la plaza Russell pocodespués de las seis de la tarde, sinhaber podido recoger los seischelines de la señora Jem. Enrealidad, por haber tenido un gestode cortesía hacia el señor Poe, eramás pobre que antes y, además,tenía dolor de cabeza. Frederick, ellacayo, me abrió la puerta. Le pedíque preguntara si el señor de lacasa estaba disponible. Me dejó en

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el vestíbulo, donde esperé conimpaciencia. No obstante, el señorFrant no tardó en bajar por laescalera. Me preguntó con sumacordialidad cómo estaba y me llevóhasta la biblioteca.

Me miraba fijamente, y tuve laimpresión de que adivinó por misemblante la razón de mi presencia.

—¿Sabe algo del hombre queatacó a Charles?

—Sí, señor. Después de salirde su casa, iba andando por la plazaLeicester. Por lo visto, había estado

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deambulando por la zona y meseguía.

Las mejillas pálidas de Frantse sonrosaron.

—¿Por qué iba hacerlo? ¿Esusted quien le interesa?

—Creo que no. Por casualidadlo vi detrás de mí. Echó a correr,pero le di caza.

Frant movió la mano con unademán que reveló su impaciencia yque me advirtió que fuera breve.

—En resumidas cuentas: loatrapé y luego lo invité a una copa.

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Me confió que era un irlandésemigrado a América que habíapasado penurias. Supongo que sefue de América bajo circunstanciaspoco claras. Se llama Poe, DavidPoe. Su familia lo da por muerto.

—¿Y qué quiere de usted y losniños?

—El objeto de su interés esEdgar Allan, señor; esperaba queyo pudiera llevarle hasta él. Afirmaque los Allan son los padresadoptivos, y esto mismo se lo heoído mencionar al chico, y que

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Edgar es en realidad su hijo. Me hacontado que las circunstancias leobligaron a abandonar a su esposaen Nueva York, la cual falleció alpoco tiempo en Richmond, Virginia,dejando huérfanos a tres hijos.

—Suponiendo que dice laverdad, ¿qué quiere de su hijo?¿Dinero?

—Es muy posible. Aunque talvez no haya actuado únicamente porinterés personal.

Frant soltó una de suscarcajadas.

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—¿No estará usted sugiriendoque de repente se ha vistoabrumado por el peso de laresponsabilidad paterna?

—No... pero a veces unhombre puede tener varias razonespara actuar. Quizá tenga curiosidad.Puede incluso que albergue ciertocariño por él. Me dijo que sóloquería ver al niño, oír su voz.

Frant asintió con la cabeza.—Una vez más, señor Shield,

le estoy muy agradecido. ¿Y dóndevive ese hombre? ¿Ha podido

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averiguarlo?—No quiso darme la dirección

exacta. Vive en St. Giles. Comousted sabe, es un absoluto laberintode callejones y plazoletas, y creoque no sería capaz de encontrar sucasa aunque me dijera dóndeestaba. Aun así, me dijo que podríaencontrarle en una taberna próximallamada The Fountain. Allí ejercesu oficio.

—¿Tiene un trabajoremunerado?

—Es amanuense.

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Frant se encogió de hombros yañadió:

—Y se cobra el sueldo conginebra, claro. No dijo nada más yse paseó por la sala. Acto seguidodijo:

—Ya me ha prestado usted dosservicios, señor Shield. ¿Puedopedirle que me preste un tercero?

Me incliné a modo derespuesta.

—Le rogaría que guardara lamayor discreción al respecto. Es unasunto delicado en todos los

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sentidos. No tanto por usted o pormí como por los demás. Veo muchoal señor Allan por cuestiones detrabajo, y me consta que quieremucho al niño y que lo trata como aun hijo. La aparición de alguien quedice ser el padre natural del chicopodría ser causa de una conmoción.Es más, tengo entendido que laseñora Allan tiene la saluddelicada, y una impresión de estaíndole podría matarla.

—¿Cree que el señor Poepodría ser un impostor?

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—Es posible. Quizá se trate deun americano depravado que esté alcorriente de la riqueza del señorAllan, de su generosidad para conel niño y de su afecto por él. Porotra parte, debemos tener en cuentaal señor Bransby, ¿no cree? Si esteasunto sale a la luz, y se sabe queun malhechor irlandés de St. Gilesse dedica a desvalijar a los niñosque confiamos al señor Bransby, nocreo que tenga buenasrepercusiones en la escuela. Unaescuela, señor Shield, se parece a

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un banco en que debe existir unamutua confianza entre la escuela ylos padres que pagan las cuentas. Sieste asunto se supiera, el rumor seextendería muy deprisa y, porsupuesto, se exageraría.

—¿Y qué solución propone,señor?

Yo era consciente, como sinduda lo era el señor Frant, de quemi bienestar dependía en ciertomodo de la escuela, y de que si losbeneficios del señor Bransby sereducían, también él reduciría los

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gastos de su establecimiento.—También tengo presente la

amistad que tiene el joven EdgarAllan con mi hijo —prosiguió Frantcomo si pensara en voz alta, comosi yo no hubiera hablado—. Asíque, en conjunto, creo quedeberíamos convencer al sedicenteseñor Poe a que, digamos, desistade sus obligaciones paternales —propuso y, de repente, me miró conla mejor de sus sonrisas—. Desdeluego, el señor Bransby esafortunado al tener unos ayudantes

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tan diligentes. Si alguna vez secansa de ejercer su profesión, señorShield, hágamelo saber. Siemprehay oportunidades para jóvenesaptos y discretos como usted.

Veinte minutos después loschicos y yo nos alejábamos encoche de aquella casa grande ylujosa de la plaza Russell. Estabancontentos y hablaban de lo quehabían hecho y de lo que habíancomido. Yo me recosté en unrincón, disfrutando del cuero y latenue fragancia del perfume de la

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señora Frant, que perduraba en losasientos. Confieso que aquel día miopinión de Henry Frant cambióconsiderablemente. Hasta entoncesme había parecido un hombreorgulloso y desagradable. Aqueldía conocí una faceta más afable deél. Fantaseé con que el señor Frantusaba su influencia paraconseguirme una sinecura bienremunerada en Whitehall, o que mecontrataba como secretariopersonal en el banco Wavenhoe.Cosas más extrañas habían

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ocurrido, me dije, y no veía por quéno podían ocurrirme a mí.

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CAPÍTULO 17

El abogado de mi tía, el señorRowsell, también me había tomadosimpatía, ya fuera porque sí, o porinexplicable deferencia hacia mitía. Esto se hizo patente en una cartasuya que recibí durante la segundamitad de octubre. Iba acompañadade un documento que yo debíafirmar, relacionado con el modestopatrimonio de mi tía. Además, sehabía tomado la molestia de pensar

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en cómo podía invertir de la mejormanera mis escasos ahorros.Rowsell estaba convencido de quepodía darme consejo, si meinteresaba.

A menos que prefiriera acudira su despacho del Lincoln's Inn, lecomplacería comer conmigocualquier sábado que le propusiera.Por supuesto, entendía que yo nopodía disponer libremente de mitiempo, pero no dudaba de que misuperior comprendería laconveniencia de disponer cuanto

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antes de la herencia de mi tía. Parami asombro, el señor Bransby semostró más que dispuesto aconcederme el permiso, a condiciónde que compensara mis serviciosotro día.

Los Rowsell vivían en la calleNorthington, en el vecindario deTheobalds. Los sábados el señorRowsell iba a Lincoln's Inn por lasmañanas, y comía a las cinco.Cuando llegué, apareció unmomento la señora Rowsell, con elrostro colorado, limpiándose las

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manos enharinadas en el delantal.Era regordeta, poco agraciada

y bastante más joven que el señorRowsell. Después de saludarme, sedisculpó y regresó a la cocina.

Parecía que el señor Rowsellhabía olvidado el propósito inicialde la visita. Llamó a los niños, queestaban con su madre. Eran cuatro,entre los tres y nueve años.Resoplando por el esfuerzo, nosllevó a una modesta sala de estar,en la primera planta, donde hice loposible por entretener al hijo y la

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hija mayores con juegos de cartas yotras distracciones.

La comida fue sencilla, peroabundante. La sirvieron en una salapequeña de la parte principal de lacasa. Era evidente que la señoraRowsell estaba inquieta, pero amedida que los platos se fueronsucediendo sin incidentes, se fuemostrando más alegre. Después deabordar un enorme budín de frutossecos, y retirarnos, derrotados detanto comer, quitaron el mantel, y laseñora Rowsell nos dejó con el

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vino. Al rodear la mesa paradirigirse a la puerta, su marido sereclinó en la butaca y, creyendo queme pasaría inadvertido, le pellizcóel muslo.

—¡Ay! ¡Señor Rowsell! —chilló su mujer, apartándole lamano de un golpe, y salió presurosade la sala.

El señor Rowsell sonrióabiertamente.

—El hombre está hecho paraestar casado, señor Shield. Elmatrimonio tiene ventajas

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incalculables. ¡Un brindis,caballero! Por Himeneo.

Aquel fue el primer brindis delos muchos que haríamos. Cuandonos terminamos la segunda botellade oporto, el señor Rowsell estabarecostado en la butaca con la copaen la mano y la ropa aflojada,tratando de recordar la letra de unabalada sentimental de su juventud.El hombre era pura benevolencia.Aun así, cuando se me quedabamirando con sus ojillos azules, meincomodaba, y en algún momento

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pensé que estaba menos ebrio de loque parecía. Pero descarté esta ideade inmediato, pues no él teníamotivos para engañarme.

A la tercera botella, dejó lamúsica a un lado y, con unaelocuencia inusitada, se puso ahablar de dinero, un asunto que leinteresaba en abstracto; enconcreto, le fascinaba la capacidadaparente que tenía para aumentar ydisminuir motu proprio,prescindiendo de los bienes yservicios con los que se identifica.

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Aquel comentario me permitió, alfin, sacar la conversación delmotivo de mi invitación a cenar.

—En la carta me dijo ustedque podía aconsejarme sobre cómoinvertir el dinero de mi tía.

—¿Eh? Sí, claro —dijo,reclinándose en la butaca, y memiró con gran solemnidad—. Dadasu posición, debería evitarcualquier riesgo. Recuerdo que, enuno de nuestros primerosencuentros, mencionó que suapreciado superior le recomendó el

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banco Wavenhoe.—Así es.—Imagino que hay alguna

relación personal de por medio.—En la escuela hay un chico

cuyo padre, el señor Henry Frant,es uno de los socios.

El señor Rowsell se enjugó lafrente sonrosada y lustrosa con unpañuelo manchado.

—Creo que el señor Frant esel socio más joven, pero ahoralleva la mayor parte del negocio.

—Tengo entendido que el

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mismo señor Wavenhoe no está muybien.

—Recuerdo que ya comentóesta circunstancia. Es sabido portodos que el señor Wavenhoe seestá muriendo. En Londres corre elrumor de que será cuestión desemanas.

Pensé en Sophia Frant.—Es una pena.—Las cosas eran muy distintas

cuando el viejo Wavenhoe erajoven. Su padre, el bueno deWilliam, fundó el banco. Claro que

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la gente de la ciudad evitabaingresar el dinero en un banco delbarrio alto como el West End. Yosiempre digo que, cuanto más aloeste, mayores beneficios, peromayores riesgos. Hay que decir quetuvo suerte al asociarse a Carswall.En una sociedad privada no haynada que hacer sin capital —dijo,mirándome con gravedad—. Puedeque el señor Carswall no sea unhombre agradable, pero nadiepodría negar que carece de capital.También es un hombre astuto.

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Vendió sus plantaciones de caña deazúcar en la década de 1790, lobastante pronto para obtener unbuen precio. Y eso que muchospensaron que había perdido larazón. Pero en realidad sabía pordónde andaba. Esos malditosabolicionistas, ¿eh? Ahora que hanconseguido abolir el comercio deesclavos, es sólo cuestión detiempo que la desgracia caiga sobrela propia institución. Cuando caigala institución, como ocurrirá, loscimientos económicos de las

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Antillas se vendrán abajo. Sinembargo, Carswall se curó ensalud. Ahí reside la grandeza de labanca: sólo hace falta capital; sinlos quebraderos de cabeza que danlas tierras u otros bienes inmuebles.Gracias a Dios, no pueden abolir eldinero. Aunque no sería extraño quelo intentaran.

Volvió a llenarse a copa y meofreció la botella de oporto.

—¿Por dónde iba? —preguntó.—Estaba usted hablando del

momento en que el señor Carswall

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se asoció con el señor Wavenhoe—respondí mientras me llenaba lacopa y derramaba un poco de vinoen la mesa—. ¿Participaba deforma activa en la gestión delbanco?

—Casi siempre la dejaba enmanos de Wavenhoe, al menos,según dicen en Londres. Pero puedeque entre bastidores la cosa fueramuy distinta. Carswall tiene muchosamigos en América, sobre todo enlos estados del sur, donde hicieronbuenos negocios. Y no solamente en

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Estados Unidos y las Antillas, sinotambién en Canadá. A pesar de laguerra, les fue muy bien. Distribuyelos riesgos y obtendrás beneficios.Carswall introdujo al joven Franten el banco. Aunque ya no es tanjoven. ¿Lo ha conocido?

—Sí, señor. Surgió la ocasiónde prestarle un servicio, y semostró muy amable. Cómo no, estodo un caballero.

—La familia pasó una malaépoca, circunstancia que lo obligó aocuparse en negocios. En cuando a

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su amabilidad, yo había oído algomuy distinto. Frant tiene aptitudes,no lo pongo en duda. Lo que ocurrees que... la copa, caballero,permítame llenársela.

Entre resuellos, el señorRowsell me sirvió tanto vino, querebosó de la copa. Aquelladistracción le hizo perder el hilodel discurso. Dio un sorbo de lasuya y miró con el ceño fruncido lareluciente mesa de caoba.

—¿Está casado el señorCarswall? —pregunté al poco rato.

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—¿Casado? Ya no. Creo quetuvo una esposa, pero murió.Cuidado... —dijo, bajando el tonode voz e inclinándose hacia mí—.No digo que haya encontrado quienle consuele. Stephen Carswall teníacierta fama, no sé si me entiende —dijo y se dio unos golpecitos en lanariz para que quedara más claro—. Está emparentado con GeorgeWavenhoe. ¿Sabía que eranprimos?

Dije que no con un movimientode la cabeza.

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—La madre de StephenCarswall era hermana del padre deGeorge. Así que son primoshermanos —me contó, soltando unacarcajada y estampándose elpañuelo en la frente otra vez—. Eljoven Frant era espabilado. Entróen el banco como la mano derechade Carswall y, ¿qué iba a hacer,sino casarse con Sophia Marpool,sobrina del viejo Wavenhoe? Y esohizo, se vinculó a los dos socios.Dicen que se casaron por amor,pero apuesto a que el amor era

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unilateral. Wavenhoe y Carswall lointrodujeron como socio como partedel acuerdo matrimonial. El señorFrant cree que será el heredero porfuerza, el príncipe de la corona.Pero trae mala suerte calcular lasganancias antes de tenerlas,¿verdad?

Rowsell se puso en pie, llegóa la puerta tambaleándose, la abriócon dificultad y llamó a la sirvientapara que trajera otra botella.

—¿Les falló algo? ¿Algo quever con el señor Carswall?

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—Había un buen puñado derazones. En primer lugar, Carswalldecidió retirar su capital. Se habíaasentado en Inglaterra, era uncaballero respetado y ya no queríatener nada que ver con el banco.Ocurrió que Wavenhoe tuvodificultades para conseguir eldinero en efectivo. Era una sumaelevada. Y luego, el propioWavenhoe ha estado delicado enlos últimos años. Cada vez fuedejando una mayor parte de lagestión diaria del negocio en manos

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de Henry Frant. Los londinenses noacaban de estar a gusto con Frant. Yes que no sólo es un caballero quehaya hecho escarceos en losnegocios. Corre la voz de que legusta el juego, como le ocurría a supadre. Por eso los Frant searruinaron.

La doncella nos trajo otrabotella. Cuando la abrió, Rowsellllenó otra vez las copas y bebióprofusamente.

—Es una cuestión deconfianza, ¿sabe? No puede faltar

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en ningún negocio, y mucho menosen la banca. Si uno pierde elaprecio de quienes trabajan con él,más vale cerrar el negocio. No,amigo mío, no, volviendo a supropio caso, si desea tener sudinero a buen recaudo, quedamucho que hablar de los FondosConsolidados —me dijo el señorRowsell con la mirada vidriosa y alfin siguió hablando, bien quedespacio y poniendo cuidado alpronunciar las consonantes—. Nose hará usted rico, pero tampoco se

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arruinará.Se quedó en silencio y

parpadeó. Abrió y cerró la bocavarias veces, sin emitir sonidoalguno, y empezó a inclinarse comoun roble al caer, con majestuosidada pesar de estar en mal estado.Desplomó la cabeza sobre la mesa,derramó el vino de la copa, y sepuso a roncar.

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CAPÍTULO 18

A medida que pasaban las semanasy el tiempo se enfriaba, florecía laamistad entre Charlie Frant y EdgarAllan. Como suele ocurrir conmuchas amistades infantiles, éstaera en parte una alianza defensiva,una estrategia para hacer frente a unmundo lleno de chicos comoMorley o Quird. A pesar deparecerse, Charlie y Edgar teníancaracteres distintos. El americano

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era un niño orgulloso que no setomaba los insultos a la ligera y seabalanzaba sobre quienes queríanmartirizarlo. Charlie Frant era másmoderado, y nunca le faltaba eldinero. Cuando alguien ofendía auno de los dos, recibía unatremenda muestra de la ira de EdgarAllan. En cambio, si alguien loscontentaba, se contaría entre losbeneficiarios de la siguiente visitaque Charlie Frant haría al pastelero.

En cuanto a mí, me acomodé ala vida escolar que me rodeaba,

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como quien se ajusta un abrigoviejo y confortable. Sentía un alivioinefable, pues ya no era pobre nidependía de la generosidad deotros. El señor Rowsell invirtió laherencia en los Fondos.

No obstante, una parte de mivida aún estaba incompleta. Deboconfesar que en aquella época merecreaba demasiado en misfantasías. Cuando me hallaba en tanpoco satisfactorio estado, ya nopensaba tanto en Fanny, lamuchacha cuya fantasmagórica

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presencia me rondó durante años.Aun así, en mi mente aparecían laseñorita Carswall y su prima, laseñora Frant. Las fantasías tienenuna ventaja frente a la vida real, yes que uno no está obligado a serconstante.

En general, no había ningúnindicio que me advirtiera de losproblemas que se avecinaban. Sinembargo, una noche el señorBransby nos llamó a Dansey y a mía su despacho.

—Caballeros, la señora Frant

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me ha comunicado una noticiadesconcertante —dijo—. Me haescrito diciendo que el rufián de laotra vez ha vuelto a abordar a suhijo y al joven Allan.

—¿Los chicos no nos handicho nada al respecto, señor? —preguntó Dansey.

Bransby movió la cabeza paradecirle que no.

—No insistió mucho —continuó—. Y no fue desagradable.No. Parece que sencillamente setopó con ellos en la calle High, les

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dio media libra de oro a cada uno,les dijo que estudiaran y se marchó.

—Es asombroso —dijoDansey—. Creía que era otro tipode hombre, y no alguien que tiene amano una provisión de mediaslibras de oro.

—Precisamente —dijo elseñor Bransby con suspicacia aDansey—. Ya he interrogado aFrant y Allan, como imaginarán.Frant mencionó el encuentro a sumadre en una carta. No añadieronnada importante a lo dicho en la

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carta, salvo que el hombre semostró más benevolente que en laocasión anterior. Allan añadió queiba mejor vestido que entonces.

—¿De lo cual podemosdeducir que goza de una situaciónmás holgada?

—En efecto. Pero, como es deentender, la señora Frant está algoinquieta. No le gusta la idea de quelos niños de esta institución, ymucho menos su hijo, esténexpuestos a posibles encuentros conextraños. Cuando el niño en

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cuestión es el hijo de un hombrepudiente, hay más razón parapreocuparse. Esto no puede ser, demodo que propongo pedir a loschicos que nos den cuenta de todoslos sospechosos que haya en elpueblo. Además, señor Dansey,debo pedirle que alerte del peligroa hosteleros y comerciantes. Quieroque usted y el señor Shielddivulguen una descripción delhombre en cuestión.

—¿Cree que podría regresar,señor?

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—No se trata de qué crea yo,señor Dansey, sino más bien de unaforma de disipar los temores de laseñora Frant.

Dansey hizo una reverencia.Yo podría haber desvelado la

identidad del extraño, pero no mecorrespondía a mí descubrir elsecreto. Tampoco pensé que fuera ahacerle un favor a Edgar Allan. Ladistancia entre padre e hijo era yademasiado grande para salvarla,sobre todo teniendo en cuenta queel chico no sabía nada de su

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verdadero padre y además creíaque había muerto en Estados Unidoshacía mucho tiempo. Si elmuchacho se enteraba de que DavidPoe era aquel borracho pobretónque se habían encontrado, podíasufrir una fuerte impresión. Portanto, preferí decir:

—¿Cree usted que tendrá laosadía de volver?

—En mi opinión, lo dudo. Noaparecerá por aquí otra vez.

Y en esto al menos, el señorBransby no se equivocaba.

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CAPÍTULO 19

Entretanto, George Wavenhoeagonizaba en su magnífica casa dela calle Albemarle. Según CharlieFrant, había estado casado en unaocasión, pero no había tenidodescendencia. Su esposa fue quienlo convenció de marcharse de lacasa de Holborn, donde vivían conel padre de él, a Piccadilly, unaparte más moderna de la ciudad. Elviejo se tomó su tiempo, y el

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tránsito de este mundo al otro fuelargo, pero hacia noviembreempeoró, y era evidente que el finno tardaría en llegar. Como otrasveces, el señor Bransby me llamó asu despacho, esta vez en ausenciade Dansey.

—Acabo de recibir otra cartade la señora Frant —dijo con undejo de irritación—. Imagino quesabrá que su tío, el señorWavenhoe, ha estado muy enfermode un tiempo a esta parte.

—Sí, señor.

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—Sus médicos creen que estáa las puertas de la muerte, y hamanifestado el deseo de despedirsede su sobrino. La señora Frant hapedido que acompañe a su hijo acasa del señor Wavenhoe, donde seha reunido con el resto de lafamilia. Además, pide que se quedecon él hasta que tenga lugar el tristeacontecimiento.

Debo confesar que el corazónme dio un brinco ante la idea deestar bajo el mismo techo queSophia Frant durante unos días.

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—Pero eso será unainconveniencia para el desarrollode las clases, señor. ¿No podríaenviar a un criado que viniera arecogerle?

El señor Bransby alzó lamano.

—La servidumbre de la casaestá algo atareada, y tanto la señoraFrant como la niñera del chicoestán ocupadas cuidando al señorWavenhoe. No quiere que su hijoesté desatendido ni que se desanimemientras el señor Wavenhoe esté

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allí —dijo llevándose un pellizcode rapé a la nariz—. En cuanto a lasmolestias, quedarán paliadas, puesla señora Frant está dispuesta adesembolsar una suma generosa porel privilegio de que ustedacompañe a su hijo.

Una ilusión descabellada mepasó por la cabeza: ¿era posibleque la señora Frant me hubierainvitado por su interés en mí, y noen su hijo? Bastó un instante dereflexión para ver que aquella ideaera una locura.

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—Partirá está tarde —dijoBransby—. Yo preferiría que notuviera que ir. Tarde o temprano, elniño tendrá que aprender a valersepor sí mismo.

Cuando Charlie Frant supo queiba a llevarlo a ver a su tío, y elmotivo de la visita, se le avejentóel semblante. La piel se arrugó y elcolor se desvaneció. Vi fugazmenteal hombre que podría ser de adulto.

—¿Puede acompañarme Allan,señor? —me preguntó.

—No, me temo que no. Pero

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debe llevarse los libros.Por la tarde salimos hacia

Londres. Charlie opuso resistenciaa mis intentos de conversación, locual me recordó el día en que lellevé de vuelta a la escuela trassufrir aquel oprobio. A pesar deque era poco más del mediodía,hacía frío y el día era tan húmedo ygris, que parecía mucho más tarde.Cuando dejamos atrás el ruido y lasluces del ajetreo de Piccadilly yentramos en la calle Albemarle, loprimero que me llamó la atención

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fue el silencio. Había paja en lacalzada para ahogar el sonido delas ruedas, y habían sobornado alos organilleros, los mendigos y losvendedores para que ejercieran susactividades en otra parte.

El señor Wavenhoe vivía enuna casa suntuosa en el extremonorte de la calle. Un sirviente nostomó los sombreros y los abrigos alentrar. De una sala situada a laderecha del vestíbulo proveníanvoces masculinas. Oí unos pasosprocedentes de la escalera. Alcé la

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vista y vi a Flora Carswall, quebajaba presurosa hacia nosotros,asomando un pie por la falda a cadaescalón de piedra. Se detuvo parabesar a Charlie, que rehuyó elabrazo. Ella me sonrió y extendió lamano.

—El señor Shield, ¿verdad?Creo que nos vimos un momento encasa de mi prima, en la plazaRussell.

Le dije que me acordabaperfectamente, lo cual era la puraverdad. Dijo que iba a llevar a

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Charlie arriba con su madre.Pregunté por el señor Wavenhoe.

—Me temo que se estáapagando por momentos —dijo ybajó la voz—. Lo ha pasado malestos últimos meses, así que encierto modo será un alivio.

Entonces miró a Charlie.—No es angustioso. O, al

menos, no da angustia verlo —ledijo, sonrojándose de un modofavorecedor—. Mi padre siempredice que no sé morderme la lengua,y creo que tiene razón. Quiero decir

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que el señor Wavenhoe sólo parececansado y muy soñoliento.Solamente eso.

Le sonreí e incliné la cabeza.Era un modo agradable deplantearlo. Suele ser desagradablever a un moribundo, sobre todopara un niño. Tras la puertacerrada, las voces masculinasaumentaron el tono.

—Vaya por Dios. Papá y elseñor Frant están ahí dentro —dijola señorita Carswall, y se mordió ellabio—. Debo llevar a Charlie con

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su madre y Kerridge, o empezarán apreguntarse dónde estamos —dijo yse volvió al lacayo—. Acompaña alseñor Shield a su habitación, ¿sí? Yprepara una sala donde puedatrabajar con el señorito Charles.¿La señora Frant ha dado algunainstrucción?

—Según creo, el ama dellaves ha encendido la chimenea enla antigua aula. La habitación delseñor Shield queda al lado.

Subimos a la planta superior.El inmobiliario era opulento, pero

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del estilo de veinte años atrás.Desde arriba aún se oían las vocesde la planta inferior, lo cual measombró, ya que en la casa había unhombre agonizante. La señoritaCarswall se marchó con Charlie. Alalejarse contoneando las caderasbajo la muselina del vestido nopude evitar observarla. En cuantoreparé que el lacayo también lohacía, aparté la vista. En el fondotodos los hombres somos iguales:tememos a la muerte y, en la sanamadurez, deseamos cohabitar.

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Subimos más arriba, y ellacayo me condujo primero a uncuartito situado bajo el alero, yluego a una amplia aula contigua aaquél. El fuego ardía en laschimeneas de ambas salas, un lujoal que no estaba acostumbrado. Elhombre me preguntó con cortesía sideseaba algún refrigerio, y le pedíté. Hizo una reverencia y salió, y yome quedé a la lumbre a calentarmelas manos.

Algo más tarde, oí unos pasosque subían por la escalera, y

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alguien llamó a la puerta. Me di lavuelta, esperando ver a Charlie o allacayo. Sin embargo, fue la señoraFrant quien entró en la sala. Mepuse en pie atropelladamente e hiceun torpe amago de inclinarme.

—Le ruego que se siente,señor Shield. Gracias poracompañar a Charlie. Espero que lohayan acomodado a su gusto.

Estaba colorada y tenía lamano sobre un costado, como si lehubiera sentado mal subir lasescaleras. Le confirmé que me

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habían atendido muy bien ypregunté por el señor Wavenhoe.

—Me temo que le queda pocotiempo de vida.

—¿Charlie ya lo ha visto?—No... mi tío está durmiendo.

Kerridge se lo ha llevado abajopara que coma algo.

Una sonrisa le iluminó elrostro, pero la reprimió al instante.

—Kerridge cree que debealimentarlo cada vez que lo ve.Enseguida estará con usted. Porcierto, si desea algún refrigerio,

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sólo tiene que tocar la campana. Encuanto a las comidas, he pensadoque es más conveniente que Charliey usted las tomen aquí arriba. Elseñor Frant y la señorita Carswallsuelen comer muy tarde y, además,abajo todo está patas arriba.

Se acercó a la ventana conbarrotes de la sala, junto a la quehabía un desagüe de plomo quebajaba hasta la parte trasera delparapeto de la fachada. Iba vestidade gris y lila, los tonoscorrespondientes a un estado de

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transición antes del negro quetendría que llevar a la muerte de sutío. Por la nuca le caía un mechónrizado que se había soltado. Sevolvió hacia mí y chasqueó lalengua, como si estuvieraimpaciente.

—Necesitará luz —dijo casicon irritación—. Está oscureciendo.

Tocó la campana y añadió:—No soporto la oscuridad.Mientras esperábamos al

sirviente, me preguntó cómo le ibaa Charlie en la escuela. La

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tranquilicé lo más que pude. El niñoestaba mucho más alegre que antes.No, no es que fuera aplicado, perocumplía con el trabajo que seesperaba de él. Sí, a veces se leazotaba, pero como a los demásniños y no era nada excesivo. Encuanto a su apetito, yo apenasestaba presente cuando los alumnoscomían, de modo que no teníaautoridad para hacer ningúncomentario, pero lo había vistosalir de la repostería del pueblo endiversas ocasiones. Por último, en

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cuanto a sus evacuaciones, nocontaba con información alguna alrespecto.

La señora Frant se sonrojó yme pidió que disculpara el cariñode una madre.

Al poco rato, el lacayo entrócon el té y una lámpara. Cuando lapenumbra de la sala se desvaneció,también lo hizo la curiosafamiliaridad de nuestraconversación. Aun así, la señoraFrant se quedó. Le pregunté quérégimen de estudios deseaba que

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aplicara con el niño durante laestancia. Dijo que podíamostrabajar por las mañanas, tomar elaire por las tardes y reanudar elestudio al final del día.

—Claro está, puede que hayaalguna interrupción —dijojugueteando con los anillos de lasmanos—. Nunca se sabe qué cursovan a tomar los acontecimientos.Señor Shield, no puedo...

El ruido de pasos subiendopor la escalera la hizo callar.Llamaron a la puerta, y entró

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Charlie.—Le he visto —dijo el niño

—. Al principio creía que estabamuerto, pero luego lo he oídorespirar.

—¿Se ha despertado?—No, señora —dijo la señora

Kerridge—. El boticario le ha dadola medicina y está profundamentedormido.

La señora Frant se puso en piey pasó los dedos entre el pelo delchico.

—Entonces te tomarás el resto

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de la tarde libre.—Iré a ver los coches de

caballos, mamá.—Muy bien. Pero no estés

mucho rato... puede que tu tío sedespierte y pregunte por ti.

Al poco volví a quedarme soloen aquella sala estrecha y larga.Pasé en torno a una hora leyendomientras me tomaba el té. Luegoempecé a impacientarme y decidísalir a comprar tabaco.

Tomé la escalera principal. Aldescender el último tramo y llegar

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al suelo de mármol del vestíbulo, seabrió una puerta, y apareció unhombre mayor que respiraba condificultad. No era alto, pero eraancho de espalda, lo que indicabaque debía de haber sido decomplexión fuerte en su juventud.Tenía el pelo grueso, de colornegro con mechones grises, y unrostro rollizo, dominado por unagran nariz curva. Iba ataviado conun abrigo azul marino y un fularllamativo, aunque mal colocado.

—¡Ah! —exclamó al verme—.

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¿Quién es usted?—Me llamo Shield, señor.—¿Y quién demonios es

Shield?—He traído al señorito

Charles de la escuela. Soy sumaestro.

—Así que es usted el ángelcustodio de Charlie, ¿eh? —dijocon una voz grave, que parecíasurgirle del pecho—. Por unmomento he creído que era elmaldito vicario, con ese abrigonegro que lleva.

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Le sonreí y me incliné,tomándome el comentario como uncumplido.

Tras él apareció la elegantefigura de Henry Frant.

—Señor Shield —saludó—.Buenas tardes.

Volví a inclinarme.—Para servirle, señor.—No veo por qué tú y Sophia

queréis que el chico tenga un tutor—dijo el anciano—. Apuesto a queya estudia bastante en el colegio.Hoy en día estudian demasiado.

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Estamos creando una generación demalditos blandengues.

Apoyó una mano en el pilón dela escalera, se volvió para mirarnosy se puso a toser. Se balanceóligeramente y carraspeó. Eracurioso cómo un hombre viejo yendeble como aquél le hacía sentira uno algo menos importante de loque ya era. Su presenciaempequeñecía hasta a Henry Frant.

—Sus ideas sobre laeducación del niño, señor Carswall—observó Frant— siempre

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merecen ser bien consideradas.El anciano refunfuñó algo y

subió las escaleras resollando.Frant inclinó la cabeza parasaludarme, cruzó tranquilamente elvestíbulo y entró en otra sala. Meabroché el abrigo, cogí el sombreroy los guantes y salí al frío aire denoviembre.

La calle Albemarle era unlugar sombrío y tranquilo, lóbrego ala inminencia de la muerte. El acreolor a carbón llenaba el aire. Meapresuré a llegar al fulgor y el

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barullo de Piccadilly. Charlie habíadicho que quería ver los coches decaballos, y yo sabía dónde podríaestar. Durante el largo tiempo deconvalecencia que pasé en casa demi tía, a veces iba hasta Piccadillya contemplar los coches queentraban y salían de la estación deWhite Horse. La mitad de los niñoslondinenses de todas lascondiciones y edades parecíanmoverse por el mismo impulso. Alotro lado de la calle estaba laestación de White Bear, pero aquel

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establecimiento sólo servía a loscoches lentos y carecía del encantoque tenía su rival.

En cuanto llegué a Piccadilly,crucé la calzada y me abrí pasoentre la multitud para dirigirmehacia la tabaquería. Al avanzar,miraba a ambos lados por si veía aCharlie, no fuera que algúntenderete o alguna calle adyacentehubieran atraído su atención. Apocos pasos de mí, una pareja denovios paseaban del brazo, bienabrigados por el frío. El hombre

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alzó el bastón para llamar a uncoche de alquiler. Ayudó a la damaa entrar, y me pareció que le rozóun pecho con la mano, pero nosabría decir si fue casual ointencionado. La mujer, que estabaentrando en el coche, se volvió y ledio una palmadita en la mejilla,afectando reprobación. La mujerera la señora Kerridge, y la mejilladel hombre era de un tono morenoque me resultó familiar.

—A la calle Brewer —dijoSalutation Harmwell, y entró en el

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vehículo detrás de la señoraKerridge.

Claro está, no había nadadudoso en la situación o, más bien,no lo había entonces. Lo cierto esque en aquellos tiempos no eracorriente ver a una mujer blanca delbrazo de un negro bien plantado. Sedecía que los caballeros de tezmorena tenían ciertas ventajas paracontentar a las damas, ventajas delas que carecían los hombres deotras razas. No obstante, aquello meimpresionó, e incluso me

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sorprendió, pues la señora Kerridgeparecía una mujer demasiadoformal, gazmoña y mayor. Penséque, como poco, tendría cuarentaaños. Ahora bien, al mirar aHarmwell, el rostro se le iluminócomo a una muchacha que asiste porprimera vez a un baile.

Observé el coche hasta que sealejó, preguntándome qué se leshabría perdido a aquellos dos en lacalle Brewer, a la vez que notabauna punzada de envidia. Justo enaquel momento alguien me tiró de la

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manga. Me di la vuelta esperandover a Charlie.

—Siempre he dicho que laseñora Kerridge es un misterio —dijo Flora Carswall—. Veo que miprima la ha enviado a hacer unrecado a la plaza Russell.

Me quité el sombrero e hiceuna reverencia.

—¿Y adónde se dirigía usted,señor Shield, esta tarde sombría?

—Había pensado en ir a verlos coches de la estación de WhiteHorse —dije, pues no me pareció

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elegante decirle que buscaba unatabaquería—. Creo que Charliepodría estar allí.

—¿Lo está buscando?—En realidad no. Lo cierto es

que tengo una hora libre.—Es agradable ver salir los

coches, ¿verdad? Todo ese ajetreoy esa animación, y la ilusión de queuno podría comprar un billete,subirse en uno.

—Estaba pensando en algoparecido.

—Seguramente lo piensa

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mucha gente. Odio este sitio.Me la quedé mirando un

instante. ¿Por qué a una chica comoFlora Carswall no le gustaba unaciudad donde podía satisfacercualquier capricho? A continuaciónle dije.

—En tal caso espero que suestancia sea breve.

—Sólo depende del pobreseñor Wavenhoe. Pero lo que medesagrada no es estar en la ciudad.Al contrario... lo que no me gusta estener que encontrarme con ciertas

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personas —explicó y me sonrió deun modo que parecía haberolvidado ya su arrebato—. Comodispone de tiempo, ¿me permiteabusar de su bondad? Tengo uno odos recados que hacer. ¿Meacompañaría usted?

No pude negarme, por más quehubiera querido. Me agarró delbrazo y nos abrimos paso entre lamuchedumbre por la calle SaintJames. En Pall Mall pasó unosminutos buscando las últimasnovelas en Payne & Foss, pero se

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entretuvo bastante más en Harding,Howell y Cía. Los dependientes dellugar la atendieron con sumaconsideración. Compró un par deguantes, dudó en si comprar o no unencaje recién importado de Bélgica,y preguntó por la evolución de unsombrero que le estaban haciendo.Incluso me preguntó si un colorcombinaba con sus ojos. FloraCarswall desbordaba entusiasmo y,cuanto más tiempo pasaba con ella,más me gustaba.

De regreso a Piccadilly,

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ninguno de los dos habló mucho.Hubo un momento en que ellaresbaló en el fango y, de no haberestado yo presente, se habría caído.Por un instante, me agarró confuerza de un brazo y me miró.Cuando al fin llegamos a la esquinacon la calle Albemarle, me soltó yseguimos andando uno al lado delotro, pero separados. La señoritaCarswall no quería que la vierandel brazo de un simple maestro.Cuanto más nos acercábamos a lacasa del señor Wavenhoe, más

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despacio andaba ella, a pesar delfrío y la lluvia que había empezadoa caer.

—¿Ha conocido a mi padre?—Sí, antes, justo cuando me

disponía a salir.—Le habrá parecido un poco

brusco. Le ruego que no le replique.Casi todos lo hacen. Pero no seofenda por su actitud. Es propensoa la cólera, y la gota lo agrava.

—No debe usted preocuparse,señorita Carswall.

—No siempre es tan amable

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como debiera.—Lo llevaré lo mejor que

pueda.Me miró directamente y se

detuvo.—Hay algo que quisiera

contarle. No, no exactamente: másbien preferiría contarle algo antesde que lo averigüe por otrapersona. Yo...

—¡Señor! ¡Prima Flora!¡Esperen!

—Nos volvimos de cara aPiccadilly. Charlie corría hacia

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nosotros. Tenía las mejillassonrosadas por el ejercicio y elfrío. Llevaba un lado del abrigocubierto de fango. Sin embargo, alacercarse, el olfato me dijo que noera fango, sino bosta de caballo.

—Señor, ha sido de lo másdivertido. Un mozo de cuadra me hadejado almohazar un caballo. Le hedado una moneda de seis peniques,y me ha dicho que era un verdaderocumplidor.

Era tal el regocijo del niño,que soltó un grito de alegría.

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Estábamos de pie, bajo las ventanasde la casa donde agonizaba GeorgeWavenhoe. Miré a la señoritaCarswall. Creo que ambosesperábamos que el otro lereprendiera por armar tantoalboroto, pero nos limitamos asonreímos.

Al momento, la señoritaCarswall entró a toda prisa en lacasa, y yo me quedé pensando enqué había intentado decirme antesde la interrupción.

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CAPÍTULO 20

En mi ausencia la sala de estudio sehabía llenado de humo. Nadierecordaba cuándo era la última vezque habían usado aquella chimenea.Al parecer, parte del tiro estabaobstruido, de modo que a la mañanasiguiente hicieron venir a undeshollinador. Mientras tanto, laseñora Frant decidió que Charlie yyo usaríamos la librería de la plantabaja para las clases. Era una gran

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sala, situada en la parte posteriorde la casa, que —según me contóella— el señor Wavenhoe ordenóconstruir poco después de casarse.

Nos sentamos a una mesa juntoal fuego. Empezamos con doceversos de Ovidio, que mandéanalizar a Charlie. Voluntad no lefaltaba, pero no era capaz de fijarla atención en el ejercicio pormucho tiempo. A mí también mecostaba concentrarme. Luego seabrió la puerta, y el sirviente hizopasar al señor Noak. Iba con un

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traje de noche sencillo, peropresentable.

Me levanté enseguida,dispuesto a retirarme con Charlie.El lacayo dijo con malhumor que nosabía que la sala estuviera ocupada.

—No quisiera molestarle —me dijo el señor Noak—. Si mepermite, me sentaré a hojear unlibro hasta que el señor Frant estédisponible.

El sirviente se retiró, y elseñor Noak se aproximó a lachimenea con las manos extendidas.

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—Buenas noches, señor —dijo Charlie—. Nos conocimoshace unas semanas en casa de mipadre.

—El señorito Charles,¿verdad?

Se dieron la mano. ComoCharlie era un niño bien educado,se volvió hacia mí y dijo:

—Permítale presentarle a... mitutor, el señor Shield. ¿Señor?

Noak me ofreció la mano.—Creo que le vi en la misma

ocasión, señor Shield, ¿me

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equivoco? Entonces no nospresentaron, y me alegro de poderreparar la falta ahora.

Las suyas eran palabrasgentiles, pero tenía una forma deexpresarlas áspera y entrecortadaque las hacía parecer insultantes.Moví la mesa a un lado para quepudiera calentarse al fuego, y sefijó en el libro abierto que habíaencima.

—No comparto la opinión deOvidio —dijo con idéntico tono devoz—. Puede que fuera un gran

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poeta, pero tengo entendido quellevaba una vida licenciosa.

Charlie miró al señor Noak, ydije:

—Elegimos pasajes quemuestran su grandeza sin revelarotras cualidades menos agradables.

—Por otra parte, uno seplantea si realmente es útil estudiarlas lenguas de la antigüedad,cuando ahora vivimos en un mundodonde impera el comercio.

—Permítame recordarle,señor, que el latín es la lengua de

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las ciencias naturales. Es más, elestudio de la lengua y la literaturade las grandes civilizaciones nuncaes un esfuerzo baldío. Cuandomenos, ejercita la mente.

—Civilizaciones paganas,caballero —dijo Noak—.Civilizaciones que vivieron suesplendor hace dos mil años o más.Creo que, desde entonces, algohemos avanzado.

Le sonreí y dije:—No cabe duda de que hemos

llegado tan lejos gracias a la

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firmeza de los cimientos.El señor Noak me miró sin

decir nada. De pronto me di cuentade que tal vez le había hechoenfadar y, dada mi posición, nopodía permitirme importunar anadie. Pero eran tan obvios losdisparates, que me sentí obligado arebatir sus argumentos, aunque sólofuera por Charlie. En aquelmomento la puerta se abrió, y entróHenry Frant. La elegancia casirelamida de su atavío contrastabacon la sobriedad del traje del señor

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Noak. Charlie se quedó sinrespiración. Tuve la curiosaimpresión de que, en ese momento,le habría gustado menguar hastadesaparecer.

—Querido señor Shield —exclamó Frant—. Cuánto me alegrode verle.

Al acercarse para darnos lamano, recogí nuestros enseres y medispuse a salir.

—Veo que ya conoce mejor aCharles y al señor Shield.

Noak asintió:

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—Me temo que heinterrumpido su estudio.

—En absoluto, señor —dije.El señor Noak siguió

hablando, como si yo no hubieradicho nada.

—El señor Shield y yo hemostenido una conversación de lo másinteresante acerca del lugar queocupan las lenguas clásicas en lavida moderna.

Frant me lanzó una mirada,pero enseguida desvió la atencióndel asunto.

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—Le he hecho esperar...cuánto lo siento. Ahora mismotodos estamos muy desconcertados.

—¿Cómo se encuentra el señorWavenhoe?

Frant abrió los brazos.—Tan bien como cabe

esperar. Me temo que no estarámucho tiempo más entre nosotros.

—Quizá lo prefieran así... —empezó a decir Noak.

—No aplazaría la cena conusted bajo ningún concepto —seapresuró a decir Frant—. Ahora el

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señor Wavenhoe está durmiendo y,según han dicho los médicos, elmomento crítico no pareceinminente. Tampoco esperan que sedespierte hasta dentro de unashoras. Me han dicho que el carruajeestá listo en la puerta.

Noak no se apartó de lachimenea.

—Me preguntaba si voy atener ocasión de ver al señorCarswall —observó—. Es primodel señor Wavenhoe, ¿verdad?

—Lo cierto es que hoy ha

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estado aquí, y puede que vuelva avenir —le explicó Frant condesenvoltura—. Pero me temo queahora mismo no está.

—La otra noche tuve el placerde conocerlos a él y a su hija.Aunque, cómo no, ya los conocía deoídas.

Al llegar a la puerta Noak sedetuvo, se dio la vuelta y sedespidió de Charlie y de mí.Finalmente la puerta se cerró, yvolvimos a quedarnos solos.Charlie se sentó a la mesa y tomó la

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pluma. Toda la vida y la jovialidadde la tarde se desvanecieron de surostro. Parecía taciturno y abatido.Fuera como fuere, un padre debíainspirar a sus hijos tanto respetocomo amor. Si no, ¿cómo iba amantener su autoridad?

—Por hoy daremos porterminado el estudio —dije—. ¿Esode ahí es una tabla debackgammon? Si quiere, jugamosuna partida.

Nos sentamos frente a frente,junto al fuego, y dispusimos las

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piezas del juego. El chasquidofamiliar de las fichas y el dadoobraron un efecto calmante. Charliese enfrascó en el juego, que ganócon facilidad. Esperé a quevolviera a colocar las fichas paratomar la venganza, pero él se puso ajuguetear con ellas, moviéndolas alazar sobre el tablero. Yo me quedécontemplando el fuego, unarefulgente cueva de ascuas, eimaginé los rasgos de un rostrofemenino resplandeciendo entre lasllamas.

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—Señor Shield —dijo Charlie—. Señor, ¿qué es un hijo natural?

—Es un hijo cuyos padres noestán casados.

—¿Un hijo bastardo?—Eso mismo.Morley y Quird habían

llamado a Charlie y a Edgar Allan«bastardos» en una ocasión y quizásuno de ellos también lo habíaempleado para referirse a otra cosa.

—A veces la gente usapalabras así sin fundamento, con elúnico propósito de ofender. Lo

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mejor es no tenerlos en cuenta.Charlie negó con la cabeza y

dijo:—No fue así, señor. Lo dijo la

señora Kerridge. La oí hablandocon Loomis...

—No está bien escuchar aescondidas los chismes de lossirvientes —dije instantáneamente.

—No, señor, pero casi nopodía evitar oírles, porquehablaban muy alto y la puerta estabaabierta, y yo estaba en la cocina conla cocinera. Kerridge dijo

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«pobrecito, que sea un hijo natural»y luego, cuando le pregunté quéquería decir, me dijo que no lediera vueltas. Decían que el tíoWavenhoe se estaba muriendo.

—¿Y decían que usted era unhijo natural?

—No, señor... yo no.Hablaban de la prima Flora.

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CAPÍTULO 21

Henry Frant se equivocaba. Aquellanoche, mientras cenaba en su clubcon el señor Noak, GeorgeWavenhoe se recuperó. Pese a ladebilidad, tuvo unos momentos delucidez en que pidió que la familiaacudiera a él. Para entonces, losCarswall ya había regresado yestaban cenando con la señoraFrant. Charlie ya estaba en la cama,y yo estaba leyendo en una pequeña

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sala de estar de la parte de atrás dela casa. La señora Kerridge mepidió que despertara a Charlie y lollevara abajo cuando se hubieravestido. Ella no podía ir porquerequerían su presencia en lahabitación del enfermo. Minutosdespués, Charlie y yo bajamos a lasegunda planta, donde encontramosa la señora Frant hablando ensusurros con un médico en elrellano. En cuanto vio a Charlie,calló.

—Cariño, tu tío desea verte.

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Quiero... quiere despedirse de ti.—Sí, mamá.—¿Entiendes qué quiero

decirte, Charlie?El niño asintió con la cabeza.—No tiene nada de espantoso

—dijo ella con firmeza—. Peroestá muy enfermo. Hay que pensarque pronto irá al cielo y allívolverá a ponerse bien.

—Sí, mamá.Ella me miró. El tenue

resplandor de la luz daba unaapariencia delicada a su rostro.

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—Señor Shield, ¿sería tanamable de esperarle aquí? No creoque mi tío lo entretenga mucho rato.

Hice una reverencia.El niño entró con su madre en

la habitación del anciano. El doctorlos siguió, y yo me quedé a solascon el lacayo. Este iba vestido delibrea, llevaba una peluca con unenorme copete empolvado y suspantorrillas eran como dos troncosrecubiertos de seda. Echó unamirada furtiva a su imagen en unespejo de la entreventana. Yo

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caminaba tranquilamente por elpasillo, fingiendo que examinabalos cuadros que había colgados; sime hubieran preguntado al cabo deun rato, no habría sabido decir quétemas trataban. En algún lugar de lacasa oí de fondo la voz del señorCarswall, fluctuante pero constante,como el rumor del mar en una nochede verano serena. Entonces se abrióla puerta, y apareció el médico, elcual me hizo una seña para que meacercara.

—Le ruego que entre un

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momento —murmuró.Se llevó un dedo a los labios y

me guió de puntillas por lahabitación. Era grande y estabasuntuosamente amueblada en unestilo que habría estado muy demoda treinta o cuarenta años atrás.De las paredes, sobre el zócalo,colgaban unos tapices de un rojointenso. Sobre la chimenea había unenorme espejo que hacía que la salapareciera más grande. Aquí y allá,junto a las paredes, había soportescon velas encendidas. En una

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bruñida chimenea de acero ardía unfuego que llenaba la sala con unaluminosidad anaranjada. Ahorabien, si algo llamaba la atención,era la enorme cama de cuatrocolumnas, con un gran tornalecho demadera tallada, del que colgabanunas cortinas de seda con motivosflorales.

En medio de aquella anticuadamagnificencia, de aquel esplendorpantagruélico, se hallaba unhombrecillo calvo y desdentado,pálido como la cera, con las manos

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asidas al cobertor bordado. Aquellafigura atrajo mi atención, como si lacama fuera un escenario, y él elúnico actor. Fue extraño, porque enmuchos aspectos parecía la personamenos importante de la habitación.Aparte del médico y la señoraKerridge, que esperaban en lapenumbra, había cuatro personasmás agrupadas alrededor delmoribundo como espectadoresprivilegiados. Junto a la cabecerael señor Carswall estaba sentadocon descuido en una silla dorada,

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de madera tallada, demasiadopequeña para él. De pie a su ladoestaba la señorita Carswall, quelevantó la vista cuando entré, conuna breve sonrisa. Al otro lado dela cama se encontraba la señoraFrant sentada en otra butaca, conCharlie sobre uno de los brazos dela silla, recostado contra ella.

—Ah, señor Shield, mi primodesea añadir un codicilo a sutestamento. Le agradecería quefuera testigo de la firma junto con eldoctor.

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Al acercarme a la luz, vi unahoja de papel escrita sobre la camay un estuche de escritura sobre untocador que había al lado.

—Ya han llamado al abogado—dijo la señora Frant—. ¿Nodeberíamos esperarle?

—Tardaría un buen rato,señora —indicó Carswall—. Y sihay algo que tal vez no tengamos estiempo. Podemos estar seguros delas intenciones de nuestro primo.Cuando llegue Fishlake, si esnecesario podemos redactar otro

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codicilo. Pero mientras tanto, másvale que nos aseguremos de queéste se firma y se da fe del acto.Estoy seguro de que al señor Frantle parecerá una decisión acertada.

—Muy bien, caballero.Debemos aceptar la voluntad de mitío. Y gracias. Es usted muyamable.

Mientras se desarrollaba estaconversación, el anciano yacíaquieto en la cama, salvo por elmovimiento del pecho, casiimperceptible. Al respirar despacio

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y ruidosamente por la boca parecíauna bomba vieja a la que le faltabaaceite. Estaba echado boca arriba,recostado sobre un montón dealmohadas bordadas, con los ojosentrecerrados.

Carswall tomó la hoja depapel que había sobre el cobertor.

—Flora, la pluma.Esta le dio la pluma y el

tintero a su padre. Mojó el plumín,levantó la mano derecha deWavenhoe y le colocó el utensilioentre los dedos.

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—Toma, George —murmuró—. Aquí está el codicilo.

Carswall levantó la hoja conla otra mano. Wavenhoe parpadeóvarias veces. Perdió regularidad enla respiración. Permitió queCarswall le llevara la mano alpapel. Sobre el cobertor bordadocayeron dos gotas de tinta. Sólohabía unas pocas líneas escritas.Carswall guió la mano deWavenhoe hasta la parte inferior deéstas. Wavenhoe trazó la firma conuna lentitud lastimosa. Luego soltó

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la pluma, y él se dejó caer sobre lasalmohadas. La respiración recuperóla regularidad. La pluma rodó sobrela hoja, dejando manchitas de tinta,y fue a parar sobre el cobertor.

—Y ahora, señor Shield —dijo Carswall—, le rogamos quefirme su parte. Flora, acércale lapluma. Firme aquí, caballero, sobreel estuche. No, espere. Antes defirmar escriba lo siguiente: «Doy fede la firma del señor Wavenhoe».Luego escriba su nombre completo,caballero, el nombre completo, y

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luego «con fecha del 9 denoviembre de 1819».

Mientras me dabainstrucciones, dobló la partesuperior de la hoja para que sóloleyera la firma del señor Wavenhoey no leyera el codicilo en sí. Leentregó el documento a Flora, queestaba de pie a mi lado, junto alescritorio, sosteniendo la vela, parapermitirme ver bien lo que hacía.Escribí lo que el señor Carswallme pidió y firmé. Flora estaba muycerca de mí, sin llegar a tocarme;

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pero tuve la sensación de que sentíael calor de su cuerpo.

—Cuando termine, tenga laamabilidad de pasarle el documentoal doctor —dijo Carswall.

Crucé la sala y le entregué elcodicilo. Wavenhoe abrió los ojosde par en par y volvió la cabezapara mirar a los Frant, que estabanal otro lado de la cama. Miró a laseñora Frant.

—¿Anne? —dijo en un tonofirme—. Creía que habías muerto.

Ella se inclinó hacia él y le

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tomó la mano.—No, tío, no soy Anne, soy su

hija Sophie. Mamá murió haceaños, pero dicen que me parezcomucho a ella.

El anciano respondió al sentirla mano, aunque no a las palabras.

—Anne —dijo y sonrió—. Mealegro de verte.

Parpadeó y se quedó dormido.Nadie me indicó que saliera. Elmédico garabateó su firma y entregóel documento a Carswall, que loagitó en el aire para que la tinta se

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secara y luego lo metió doblado ensu cuaderno. Creo que el grupo entorno a la cama se había olvidadode mí. Me aparté de la cama y mequedé en pie en la penumbra de lahabitación con la señora Kerridge yel médico. Flora se sentó en unasilla junto a su padre. La señoraFrant cogió un devocionario de lamesilla que tenía detrás y miróinquisitivamente a Carswall, queasintió. Ella abrió el libro y empezóa leer el Salmo 51:

Puesto que amas la verdad en

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lo íntimo, ¡instrúyeme en el secretode la sabiduría! ¡Rocíame conhisopo, y seré puro; lávame, y serémás blanco que la nieve! ¡Hazmeescuchar el gozo y la alegría, ysaltarán de gozo los huesos quetrituraste!

Mientras escuchaba, pensabaen que todos estábamosaprisionados en un lugar entre la luzy las tinieblas, entre la vida y lamuerte, donde los únicos sonidosque importaban en el mundo eran lapausada respiración de Wavenhoe,

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el crepitar del carbón en lachimenea y el tono ascendente ydescendente de la voz de SophiaFrant.

Instantes después, StephenCarswall sacó su reloj. Soltó unfuerte suspiro, echó la silla haciaatrás arrastrando las patas sobre elsuelo de roble, y se levantóresoplando por el esfuerzo demover un cuerpo grande y torpecomo el suyo. La señora Frantinterrumpió la lectura al final deuna frase. Carswall no mostró

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intención de disculparse, ni dereconocer su falta.

—¿Bajamos al salón? —lepreguntó a su hija.

—Si no le importa, señor,preferiría quedarme aquí.

El viejo se encogió dehombros.

—Haga lo que le parezca,señorita.

Miró un momento alhombrecillo de la cama y cabeceó.Fue un gesto curioso, el mismo quehace una sirvienta al obedecer.

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Cruzó la habitación con fuertespisadas, y la señora Kerridge leabrió la puerta. Del piso de abajose oyó un golpe sordo procedentede la puerta principal y, al instante,un murmullo de voces.

—Ah —dijo Carswall,ladeando la cabeza de repente, paraaguzar la atención—. Al fin, elabogado. A menos que Frant sehaya anticipado. Si es Fishlake, yomismo lo atenderé.

—Cariño —le dijo la señoraFrant a Charlie—. Es hora de irte a

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la cama. Dale un beso de buenasnoches a tu tío. Tal vez el señorShield quiera subir contigo. Nodebemos causarle más molestias,¿verdad que no?

Charlie se separó de la butacade su madre. En aquel momento vila expresión de su rostro, cómo searmaba de valor para hacer lo quedebía. Se inclinó sobre la figuratendida en la cama y rozó los labiossobre la palidez de aquel rostro. Seapartó y, esquivando el abrazo desu madre, se dirigió hacia mí,

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vacilante.George Wavenhoe tosió. Flora

suspiró y, de repente, todosmiramos hacia la cama. El ancianose movió y abrió los ojos.

—Buenas noches, mi niño —dijo suavemente, pero con absolutaclaridad—. Y que duermas bien.

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CAPÍTULO 22

George Wavenhoe falleció aquellamisma noche. Luego supe que, alpasar a mejor vida, estaba solo conuna enfermera que seguramentedormía. Por azar soñé con élmientras yacía en mi cama, variasplantas más arriba del moribundo.Y en mi sueño le vi firmar elcodicilo una y otra vez, y viaquellos dedos pequeños yamarillos asiendo la pluma; y en mi

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sueño las uñas le habían crecidohasta convertirse en garras, y mepreguntaba por qué nadie se lashabía cortado.

A la mañana siguiente, laseñora Frant mandó llamarme a lasala del desayuno. Estaba pálida ytenía los ojos enrojecidos de tantollorar; miraba al cubo del carbónmientras se dirigía a mí. Me dijoque ella y el señor Frant habíanacordado que Charlie se quedaríacon ellos hasta después del funeraldel señor Wavenhoe. Habría

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muchas cosas con las que ocuparlo,ya que tendría que hacer visitas ycomprar ropa de luto. Agradeciólas molestias que me había tomadoy me dijo que había ordenado queme llevaran de vuelta a la escuelaen el carruaje.

La conversación me dejó unmal sabor de boca. Me dije que mehabía hecho sentir como unsirviente, aunque a efectosprácticos lo era. Recogí misescasos enseres, me despedí deCharlie y regresé a la escuela.

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Bransby y Dansey sentían muchacuriosidad por lo ocurrido.Respondí a sus preguntas lo mejorque pude.

—Parece que los Frant letienen mucho aprecio, ¿no? —mepreguntó Dansey al dejar a Bransby.

—No —le respondí—. Lehabrían pedido a un lacayo quediera fe de la firma de Wavenhoe.

—Con los ricos nunca se sabe—dijo despacio—. Que se fijen enti puede ser motivo de favor, o todolo contrario. Pero la mayoría de

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veces no significa nada, fuera loque fuere.

Procuré concentrarme en lavida escolar. Aun así, me costabano pensar en los Frant, los Carswally el señor Wavenhoe. La señoraFrant y la señorita Carswallocupaban mis pensamientos más delo estrictamente correcto. Por otraparte, eran muchas las cosas que meintrigaban. ¿Qué tenían que ver contodo aquello Salutation Harmwell yel señor Noak? ¿Estabanimplicados en alguna conspiración

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en la que la señorita Carswallestaba involucrada? Y de ser así,¿la señora Kerridge era sucómplice o su víctima? En cuanto ala señorita Carswall, ¿erarealmente la hija natural de supadre?

Tampoco podía desentendermede la actitud del señor Carswall.Pese a que el señor Wavenhoehabía firmado sin duda el codicilodel que yo mismo había dado fe, ypese a que al parecer la señoraFrant y el médico consideraban

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plenamente satisfactoria la conductadel señor Carswall, ¿sabía elanciano qué estaba firmando? Entreuna cosa y otra, estaba intranquilo.Nada había en concreto que pudieraconsiderar sospechoso, si bien lasituación despertaba la curiosidad,despertaba dudas. Esta cavilaciónme sumió en una incertidumbrecada vez más inquietante.

Para colmo de males, lamesurada información que ofrecíanlos periódicos y parte de la que elseñor Bransby recibía de sus

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corresponsales revelaron que lasprevisiones del señor Rowsellquedaron de sobra demostradas. Enel banco Wavenhoe algo iba muymal. Se decía que tal vez cerrara yse declarara en suspensión depagos. El fallecimiento del señorWavenhoe había sembrado ladesconfianza. No advertí cómo seprecipitaron los acontecimientoshasta diez días después de regresarde la calle Albemarle. Paraentonces ya habían enterrado alseñor Wavenhoe, y Charlie había

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vuelto a la escuela, vestido de luto,bien que impasible ante lo ocurrido.

Terminadas las clasesmatinales, fui paseando hasta elpueblo, según solía hacer si nollovía. Mientras iba por la calleHigh oí cascos detrás de mí. Uncarruaje verde y dorado, tirado pordos caballos zainos se detuvo a milado. La ventanilla se bajó, yapareció la señorita Carswall.

—Señor Shield... no esperabaesta sorpresa.

Me quité el sombrero e hice

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una reverencia.—Ni yo, señorita Carswall.

¿Ha venido a ver a su primo?—Sí, claro... El señor le

escribió al señor Bransby; pasaráesta noche en la ciudad. Pero veoque me he adelantado un poco. Noquisiera llegar antes de la horaconvenida. Los colegiales soncriaturas de costumbres, ¿verdad?Me pregunto si podría convencerlepara que me enseñara el pueblo y lacampiña de los alrededores. Creoque es preferible no tener parados a

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los caballos.Negué tener conocimientos

topográficos de interés, pero dijeque estaría encantado de mostrarlecuanto pudiera. El lacayo bajó laescalera, y subí al carruaje. FloraCarswall se echó a un lado parahacerme sitio. En cierto modo,aquel gesto acentuó nuestraproximidad.

—Qué amabilidad por suparte, señor Shield —dijojugueteando con un rizo castaño—.Y qué casualidad, haberle

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encontrado.—¿Casualidad? —dije en voz

baja.Su rostro adquirió un sonrojo

favorecedor.—Charlie dijo que tiene usted

por costumbre salir a tomar el aireal concluir las clases matinales. Yreconozco que me alegro de tenerocasión de tener una conversaciónprivada con usted. ¿Sería... seríatan amable de pedirle a John elcochero que se desvíe unos dos otres kilómetros del pueblo?

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Obedecí las órdenes. Luego,durante un momento, ninguno de losdos dijo nada. El golpeteo de loscascos, el tintineo de los arreos y eltraqueteo de las ruedas sobre lacarretera bastaban para crear ciertaintimidad.

Al fin, la señorita Carswall seaclaró la voz y dijo:

—Me temo que el banco estáen un mal momento.

—Algo he sabido por losdiarios.

—Es incluso peor de lo que

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todo el mundo imagina. Le ruegoque no lo comente ni a un almaviviente, porque mi padre está muyafectado. No se había dadocuenta..., es decir, hay motivos paraalarmarse. Por lo visto, había unasletras de cambio que vencían ahora,algunas por grandes sumas, y encircunstancias normales se habríanprorrogado. Pero, dadas lascircunstancias, los acreedoresquieren cobrarlas de inmediato.Además, por si fuera poco,nosotros, como el resto del mundo,

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dábamos por sentado que el señorWavenhoe era un hombre muy rico.Pero al parecer ya no lo era tantocuando murió.

—Cuánto lo siento. ¿Puedopreguntar por qué...?

—¿Por qué se lo estoycontando? Porque estabapreocupada por lo sucedido lanoche en que murió el señorWavenhoe. A veces mi padreparece algo arrogante a mi pesar.Está acostumbrado a hacer lascosas a su manera. Quienes lo

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conocen son indulgentes con él,pero para un extraño puede... puedeproducir una impresión equivocada.

—Di fe de una firma, señoritaCarswall. Nada más.

—Usted vio al señorWavenhoe firmar, ¿verdad? Y ustedmismo firmó debajo, ¿verdad? Ypodría dar fe de que no hubocoacción y de que el señorWavenhoe estaba en su sano juicioy sabía lo que hacía, ¿verdad?

Hasta entonces había tenidolas manos metidas en el manguito.

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Mientras hablaba, en un momentode agitación sacó la derecha y ladejó sobre mi brazo. Casi deinmediato se dio cuenta de lo quehabía hecho, y la retiró con un gritoahogado.

—Sin duda, yo puedo dar fe deello, señorita Carswall. Pero, ¿estásegura de que los demás también?Naturalmente, la palabra del doctortendrá mayor peso que la mía, asícomo la de la señora Frant.

—Es posible que el señorFrant quiera impugnar el codicilo

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—dijo ruborizándose más todavía—. Ya sabe qué suele ocurrir conlas familias, imagino: una herenciadisputada puede causar estragos.

Entonces pregunté condelicadeza:

—¿Pero por qué el señor Frantiba a impugnar ese codicilo,señorita Carswall?

—Seré sincera con usted,señor Shield. El codicilo estárelacionado con la disposición deuna propiedad de Gloucester queperteneció, según creo, a la abuela

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del señor Wavenhoe, es decir, a lamisma abuela de mi padre. Portanto, el señor Wavenhoe le teníamucho apego a la casa, ya que enella tenía recuerdos de infancia.Según sé por mi padre, es la únicapropiedad de mi tío que no estágravada con una hipoteca. Y ahorael codicilo me la lega a mí.

—¿Me permite preguntarlequién la habría heredado si el señorWavenhoe no hubiera firmado elcodicilo?

—No estoy segura, pero acaso

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se habría adjudicado a mi prima, laseñora Frant, en fideicomiso enfavor de su hijo. Hay varioslegados menores, pero aparte deéstos ella y Charlie son loscoherederos, y como albacea sedesignó al señor Frant. Verá, mipadre y el señor Wavenhoediscutieron por asuntos denegocios, y por eso no aparece ensu testamento. Aun así, en susúltimas horas de vida, cuando papále demostró que no tenía nada encontra mía, la fuerza del argumento

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convenció a mi tío, y decidió que elcodicilo debía redactarse en aquelmomento, allí mismo.

—¿Y el señor Frant?—El señor Frant no estaba

presente. Sophie entraba y salía dela habitación, pero tenía elpensamiento puesto en otra parte.

La señorita Carswall vaciló yañadió luego en un susurro:

—De hecho, tomó el rábanopor las hojas, y creía que era labeneficiaría del codicilo.

Recordé entonces las palabras

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que dirigió al señor Carswall antesde que el señor Wavenhoe firmarael codicilo: «Debemos aceptar lavoluntad de mi tío. Y gracias. Esusted muy amable».

La señorita Carswall seaproximó un poco más y bajó eltono de voz.

—Según parece, el señor Frantno cree que mi tío estuviera encondiciones de tomar una decisiónde esta índole, ni que supiera quéestaba firmando.

Me limité a asentir para no

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comprometerme. ¿Era posible quehubieran engañado a la señoraFrant, y que yo hubiera sido elagente involuntario de un ardid paradespojarla de su herencia?¿Explicaba aquello el estado dealteración en que se hallaba lamañana después de la muerte delseñor Wavenhoe?

—Nada de esto tendría tantaimportancia —se apresuró a añadirla señorita Carswall— si elnegocio de mi tío no estuvierapasando este mal momento

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económico. Mi padre cree que, unavez se paguen las deudas, apenasquedará dinero para pagar lasfacturas domésticas. En lo relativoal banco... es tal la avalancha decuentacorrentistas que quierenretirar el dinero, que mi padre diceque seguramente tendrán quedeclararse en suspensión de pagos ycrear una administración de laquiebra. Me temo que será un golpeduro para Sophie.

—Y para el señor Frant,supongo.

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—Si el banco llega a estar enuna situación apurada, él tendrá quehacerse en parte responsable —dijola señorita Carswall conbrusquedad—. Dado que mi padrese retiró de la sociedad, el señorFrant ha sido en buena medidaresponsable del desarrollo delnegocio.

El carruaje ya había salido delpueblo y avanzaba al paso por uncamino rural.

La señorita Carswall me miró.—Debo recoger al niño —dijo

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en un tono más suave, casisuplicante—. No sé... no sé ni cómodecirlo...

—¿Decir qué?—Es tan absurdo —respondió

precipitadamente—. Y, sea comofuere, puede que hasta sea falso.Pero se dice que el señor Frant leguarda rencor.

—¿A mí? Pero, ¿por qué?—Dicen que usted no debería

haber dado fe de la firma de mi tío.—¿Dicen? ¿Quién lo dice?—Baje la voz, señor Shield.

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Lo oí... lo oí hablando con mipadre. Es decir, me hallaba en lamisma sala, y no se molestaron enbajar el tono.

—Pero, ¿por qué iba aoponerse a que diera fe de la firma?De no haberlo hecho yo, otro lohabría hecho en mi lugar. ¿Tambiénle guarda rencor al médico?

La señorita Carswall nocontestó. Se cubrió la cara con lasmanos.

—Por otra parte, su padre fuetan insistente que apenas pude

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negarme —aduje, al tiempo que mevenía a la mente la imagen fría ypálida del rostro de la señora Franten la sala del desayuno de la calleAlbemarle—. Y tampoco habíarazón para negarme.

—Ya lo sé —murmuró,mirándome a través de los dedosenguantados—. Ya lo sé. Pero loshombres no siempre son seresracionales, ¿no?

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CAPÍTULO 23

Los acontecimientos se precipitaronen una catástrofe. La semanasiguiente Dansey se entregó alsarcástico placer de mantenermeinformado sobre la desintegraciónde la fortuna de la familia Frant.Obtenía la mayor parte de lainformación de los diarios quehabía en la cafetería del hostal, y delas conversaciones de los otrosclientes.

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El martes 23 de noviembre, elbanco cerró las puertasdefinitivamente, y dos hombres sesuicidaron.

—Frant se pilló los dedoscuando la industria tabacalera sedesplomó —me dijo mientrasfumábamos las pipas de cada nocheen el jardín—. Sé de buena tintaque tuvo que acudir a los israelíespara mantenerse a flote. Ah, y loscriados se han marchado. Siemprees un indicio claro de que el barcose hunde.

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El miércoles hubo mássuicidios, y supimos que losalguaciles habían entrado enaquella casa opulenta de la plazaRussell. Dansey y yocontemplábamos desde la ventana aCharlie Frant y Edgar Allan, queiban del brazo, dando vueltas por elpatio, echando vaho al gélido airenocturno.

—El niño me da lástima,claro. Pero hágame caso: aléjese delos Frant si puede. Sólo le causarándolor.

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Era un buen consejo, pero nosupe apreciarlo, pues al díasiguiente, el jueves, la triste historiade los Frant y los Wavenhoeculminó en lo que fue para muchosun desastre. La primera noticia quetuvimos del terrible sucesoocurrido durante la noche nos llegóa la hora del desayuno. El lecherolo comunicó a las criadas, y lanueva circuló entre murmuraciones,de aquí para allí, como el viento enun campo de maíz.

—Algo se cuece —dijo

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Dansey mientras nos tomábamosaquel café amargo y aguado—. Aestas horas de la mañana no suelenestar tan animados.

Más tarde, Morley se acercócon sigilo a nosotros, con Quirddetrás de él como de costumbre.

—Disculpe, señor —dijoapoyándose ora sobre una pierna,ora sobre la otra, con el rostroencendido de excitación—. Haocurrido algo terrible.

—En tal caso, le aconsejo queno me lo cuente —dijo Dansey—.

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Podría causarle más sufrimientotodavía.

—No, señor —insistió el niño—. De verdad, señor, no me haentendido.

Dansey miró al niño con elceño fruncido.

—Le ruego que me disculpe—se apresuró a excusarse el niño—. No quería...

—Anoche asesinaron a alguien—interrumpió Morley con el tonoelevado por la excitación.

—Dicen que le aplastaron la

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cabeza como si fuera gelatina —susurró Quird—. Lo despedazaron.

—Podría haber sidocualquiera de nosotros —dijoMorley—. El ladrón debió deentrar en la casa y...

—¿Así que un ladrón se hahecho asesino? —dijo Dansey—.Al fin y al cabo, puede que StokeNewington ya no sea un sitio tanaburrido. ¿Y dónde dice que hatenido lugar este interesantesuceso?

—No ha sido exactamente en

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el pueblo, señor —respondióMorley—. Ha sido en algún lugarcerca del pueblo. En realidad, no hasido tan cerca de aquí.

—Ah, tendría que haberloimaginado. Así que StokeNewington sigue siendo tanaburrido como siempre. Cuando sesepa algo nuevo, estaré interesadoen informarme. Entretanto, no tengointención de perder el poco tiempolibre del que dispongo escuchandoel cuchicheo manido de lossirvientes. Le aconsejo que haga lo

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mismo. Buenos días.Morley y Quird se retiraron.

Después de verles salir de la sala,Dansey me dijo:

—De tan malcriados aburren,la verdad.

—Me pregunto si habrá algode cierto en lo que han oído.

Dansey se encogió dehombros.

—Seguramente sí. Y no lequepa la menor duda de que no sehablará de otra cosa durantesemanas enteras. No se me ocurre

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nada más pesado.Aquello no era una muestra de

afectación por su parte. Danseypodía llegar a ser muy reservado,pero raras veces se molestaba enfingir. De hecho, raras veces semolestaba con algo. A veces mepregunto qué habría sido de él sihubiera sido más susceptible.

Poco tardaría en enterarme dealgo más. A media mañana, elsecretario del señor Bransby vino abuscarme. Encontré a mi superioren el salón de su casa con un

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hombre de poca estatura en unatuendo gris, manchado. Bransbyiba de un lado a otro a grandeszancadas, con el rostro más rojo delo habitual.

—Permítame presentarle alseñor Shield, uno de mis ayudantes—dijo, haciendo una pausa paratomar una buena pulgarada de rapé—. Señor Shield, éste es el señorGrout, alguacil. Lamentocomunicarle que ha salido a la luzuna circunstancia de lo másespeluznante y que podría turbar la

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situación de la escuela.La cara del señor Grout era un

apéndice de la nariz, lo cual le dabaparecido a un topo.

—Han asesinado a un hombre,señor Shield. Un sereno lo hallóesta mañana en un solar a unos doskilómetros y medio de aquí. Existela posibilidad de que usted puedaidentificar el cadáver de ladesafortunada víctima.

Miré consternado a los dos.—Pero si nunca he estado allí.

Ni siquiera sabía que...

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—Lo que nos preocupa no esla ubicación —me interrumpió elalguacil—, sino la identidad de lavíctima. Tenemos motivos paracreer, y no puedo decirlo de otromodo, que quizás usted la conozca.

Bransby estornudó y dijo:—Hablando sin ambages,

Shield, al banco Wavenhoe leinteresaba este proyecto.

—Sin duda, el banco se hainteresado cada vez más en él —dijo Grout arrugando la nariz.

—Ellos mismos son los

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arrendatarios del terreno. Debido ala escasez financiera del momento,el titular del edificio principal, untal señor Owens, se vio obligado autilizarlos como pago de una seriede préstamos. Por desgracia, eldinero que el banco le proporcionóno bastaba para hacer frente a suscompromisos. El pobre hombre seahorcó en Hertford hace unosmeses.

Bransby movió la cabeza.—Y ahora Dios ha llamado al

pobre Frant a su lado. Lo cierto es

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que es una suposición nefasta.—¿El señor Frant está muerto?

—pregunté.—Esa es la cuestión —dijo

Grout—. El sereno cree que se tratadel cuerpo del señor Frant. Perosolamente lo vio en una ocasión, yésta fue breve, de modo que nopuede decirse que sea un testimoniofiable en el mejor de los casos. Alconocer la noticia hace tan poco, nohe podido encontrar a nadie más enlos alrededores que conociera alseñor Frant. Pero sabía que tiene, o

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más bien tenía, internado a un hijosuyo en la escuela, por lo que hevenido hasta aquí para ver si habíaalguien que pudiera identificar elcuerpo; o no, claro, según sea elcaso. El señor Bransby me ha dichoque nunca ha tenido ocasión deconocer personalmente al señorFrant, pero usted, en cambio, sí.

—Sí, señor, lo he visto envarias ocasiones. Dígame, ¿y laseñora Frant? ¿Se le ha informadode lo ocurrido?

Grout cabeceó.

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—Es un asunto delicado. Anadie le gustaría darle a una damala noticia de que han matado a sumarido, para luego descubrir que lavíctima era otra persona. Cuandomenos, traicionaría una triste faltade cariño. El señor Bransby me hadicho que fue usted combatiente,que fue uno de nuestros gloriososmilitares que lucharon en Waterloo.Espero no equivocarme al deducirde ello que la visión de un hombreque ha sufrido una muerte violentale causará menos horror del que le

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causaría a un simple civil.El señor Bransby me miró con

una expresión vidriosa. Esbozó unasonrisita tensa y asintió con lacabeza. Yo sabía que pocasopciones tenía, aparte de aceptar lafunción que me había asignado.Ningún maestro querría que elpadre de un alumno hubiera sidovíctima de una muerte sangrienta aun kilómetro o dos de la escuela.De algún extraño modo,perjudicaría a la institución. Comohabía observado Flora Carswall,

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los hombres no siempre son seresracionales y, como bien sabecualquier maestro de escuela, lospadres son menos racionales que lamayoría, y las madres menostodavía. Si algo empeoró las cosasfue que Henry Frant había estadoimplicado en un escándalo.

El señor Grout hizo unareverencia a mi superior.

—El señor Shield estará devuelta a la hora de comer.

—Me alegra saberlo —dijo elseñor Bransby—. Cuanto antes lo

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hagamos, mejor —añadió, fijandola mirada sobre mí—. Sólo nosqueda esperar que el desdichado nosea el señor Frant, y rezar por ello.

Minutos después, el señorGrout y yo nos alejábamos a galopetendido en su carrocín. Entramos atoda prisa en la calle Church ygiramos a la derecha, a la calleHigh. Fue en esta carretera, no muyal sur de aquí, donde vi por primeravez al señor Frant, en septiembre,de camino a Stoke Newington conla esperanza de que el señor

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Bransby me ofreciera un empleo.Recordaba perfectamente aquelprimer encuentro —como unorecuerda cuando un hombre ordenaa sus criados que lo ataquen—,pero él nunca mostró indicio algunode recordarlo. Se me ocurrióentonces una posible explicaciónpara la presencia de Frant enaquella carretera aquel día,explicación que quizá justificara sumalhumor: venía de inspeccionaruna de sus inversiones fallidas.

Grout se las arregló para dar

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un giro a la izquierda y poderacceder a un camino angosto,flanqueado por unos altos setos. Porencima de éstos vislumbré huertos ymaleza. Para entonces habíamosreducido la velocidad. El carrocínvolvió a girar a la izquierda, ysalimos a un solar extenso. Se veíapoca hierba; no había más quemontones de arena y grava, pilas deladrillos y, sobre todo, fango. Eranpocos los muros que me llegaban ala cintura. El solar tenía el aspectode haber sufrido un ataque de

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artillería, ya que había dos hilerasde ruinas separadas por un montónde escombros. Grout detuvo elvehículo junto a una cabaña demadera, al lado de la abertura quedaba al camino. Nos quedamos unmomento quietos, contemplandoaquella escena desoladora.

—Creo que el proyectoconsiste en construir veinte casasfrente a frente, separadas por unjardín comunitario —dijo Grout—.Los jardines Wellington. El propioseñor Owens diseñó los planos.

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Según el prospecto, los londinensesacudirán aquí para beneficiarse delaire puro.

—Se entiende que acabarasuicidándose —observé.

—Sí, no es precisamente unlugar alegre. Nada ha salido segúnse esperaba.

La puerta de la cabaña seabrió, y apareció un hombre, quesaludó al señor Grout llevándoseuna mano al sombrero.

—Ah, aquí tenemos al agentede policía —dijo Grout levantando

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la voz—. Bueno, ¿dónde está elcadáver?

—Lo subimos a una puerta y lometimos ahí dentro, señor, comousted nos indicó.

Grout me miró.—¿Está listo, señor Shield?

Pues no esperemos más.Bajamos del carrocín y

seguimos al agente a través delfango endurecido. Al principio noveía nada. La vista se me fueacostumbrando a la oscuridad. Enun rincón ardía un hornillo, que

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cargaba el aire de olor a acre porlos gases que despedía. Junto a éstehabía un hombre acurrucado,fumando una pipa de barro. Sobreuna puerta yacía el bulto largo yoscuro de un cuerpo. Aspiré por lanariz y, entre el humo, percibí otrosolores: la tufarada de alcohol y elefluvio fresco y siniestro delosario.

—Llévenselo, por favor —dijo el hombre junto al hornillo—.Llévenselo —insistió, llevándoseuna taza esmaltada a la boca para

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sorber el contenido—. Ya no puedomás; seguro que esta noche selevanta y me habla.

—No diga tonterías, hombre—le espetó Grout—. Estedesdichado caballero está muerto,ni más ni menos. Ya no le oiráhablar nunca —añadió, y se dirigióa mí—. Este hombre es Orton,Jacob Orton.

—Ex combatiente de laSetenta y Tres —dijo Orton en ungemido mendicante—. Y poseo unarecomendación del comandante de

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mi compañía que lo demuestra.Levantó al aire la mano con la

pipa, haciendo así una parodia delsaludo militar, y una lluvia dechispas saltó por los aires comometeoritos.

—En el regimiento mellamaban Jake el Honesto —añadió—. Así me llaman, caballeros, y asísoy.

—¿No se puede iluminar máseste sitio? —exigió Grout.

—Lo cierto es que el de hoy esun terrible día nublado —dijo

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Orton, dando chupadas a la pipa.Grout se abalanzó sobre él y lo

agarró de las solapas.—¿Está seguro de que no oyó

nada anoche? Piénselo bien. Unamentira le costará caro.

—Pongo a Dios por testigo,caballero: dormía como un niño enbrazos de su madre —gimoteóOrton—. No pude evitarlo, señor.

—No le pagan para dormir. Lepagan para vigilar.

—Estaba borracho como unacuba —dijo el agente—. Se refiere

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a eso.—No negaré que me tomé un

traguito para no pasar frío.—Bebió tanto que podía haber

sido el día del Juicio Final y nadale habría parecido anormal —interpretó el agente—. De no serasí, algo habría oído, Orton,¿verdad? —preguntó señalando conla cabeza la muda figura echada enel caballete—. Sólo hay que ver aese pobre tipo para saber que nomurió en silencio. ¿Verdad, señorGrout?

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El alguacil se desentendió dela pregunta. Se volvió a un lado ytiró de una arpillera que cubría unade las ventanas, que eran pequeñasy quedaban a cierta altura paradisuadir a posibles ladrones. Latela cayó, dejando al descubiertouna abertura cuadrada sin cristales.La luz del día, tenue e invernal,entró en la cabaña. Orton soltó ungemido, como si la luz le hiriera.

—Silencio —dijo el agente.—Se ha movido —susurró

Orton—. Lo juro. Le he visto mover

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la mano. Justo en ese momento,Dios es testigo.

—Está desvariando —dijoGrout—. Denme la linterna. ¿Porqué no hay más luz? Quizádebíamos haber dejado al pobrehombre donde lo encontramos.

—Hay zorros, y ratas amontones —dijo Orton—. Aquídentro también, claro, pero no lospierdo de vista.

Grout me hizo una señal paraindicarme que me acercara a lamesa improvisada. El cuerpo estaba

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cubierto de arriba abajo con unamanta gris, salvo la mano y el brazoizquierdos, que estabandescubiertos a la altura del codocuando la luz de la linterna losiluminó.

—¡Dios santo! —exclamé.—Prepárese, señor Shield,

porque la cara está peor.Tuve la impresión de oír su

voz lejos de allí. Me quedé mirandola mano destrozada. Había quedadoreducida a una masa informe ysanguinolenta de carne, piel y

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esquirlas de hueso. Me acerqué, yel agente proyectó la luz de lleno.Reprimí el impulso de vomitar.

—Parece que faltan lasarticulaciones superiores del índice—dije con un hilo de voz débil,pero preciso—. Me consta que elseñor Frant tenía un defecto similar.

Grout soltó un suspiro.—¿Está listo para el resto?Asentí con la cabeza, pues no

osaba abrir la boca.El agente dejó la linterna en el

rincón de la puerta, se puso en pie

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y, no con poca expectación, cogiódos extremos de la manta, y la fueretirando poco a poco. La figuraestaba tendida en decúbito supino,cual efigie. El agente recogió lalinterna y la aproximó a la cabeza.

Me estremecí y di un pasoatrás. Grout me agarró del codo. Seme nubló la mente. Por un instantecreí que la oscuridad venía defuera, que la llama de la linterna sehabía apagado y que se había hechode noche con una brusquedadtropical. De repente percibí un

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intenso hedor de heces y sudor,tabaco añejo y ginebra.

—Tendría que sentirseafortunado —me dijo Orton, casisin aliento, por encima el hombro—. Quiero decir... mírelo, casi ni lohan tocado. Qué potra ha tenido,¿eh? Tendría que ver lo que puedehacerle a una barriga un cañonazobien dado. Eso sí que es daño. Meacuerdo de...

—Cierre el pico, maldito sea—dije, en parte irritado porque noparecía que aquel hombre hubiera

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estado en su vida muerto de miedo,atrapado bajo un caballo muerto.

—Tape la luz, Orton —dijoGrout con inusitada amabilidad—.Hágase a un lado.

Cerré los ojos y traté de nopensar en la visión, los sonidos y lapestilencia que me rodeaban y quetrataban de invadir la oscuridad demi mente. Aquello no era el campode batalla: era un simple cuerpo.Sin embargo, por un instante vi elsemblante sonrosado y excitado deCharlie Frant, como el día que

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acudió corriendo a Flora Carswally a mí después de que el mozo decuadras le dejara estregar alcaballo en la estación de WhiteHorse, en Piccadilly.

—¿Cree que puede llegar aalguna conclusión? —preguntóGrout—. Ya veo que la cara estámuy... muy maltrecha.

Abrí los ojos, y Charlie Frantse desvaneció. El hombre sobre elcaballete iba sin sombrero. Aúntenía restos de escarcha por elabrigo y el pelo. Había sido una

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noche fría, para pasarla a laintemperie. Vestía un sobretodooscuro de varias capas... no eraprecisamente el abrigo que llevaríaun cochero, sino más bien unalujosa imitación de éste, hecha paraun caballero. Debajo de éste vi unabrigo azul oscuro, unos pantalonesde montar de color marrón claro yunas pesadas botas de montar.Tenía el pelo cano en las sienes, ymuy corto.

En cuanto al rostro, era a lavez todos los rostros y ninguno.

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Sólo tenía un ojo, y Dios sabe quéhabía sido del otro; me pareció queera gris azulado.

—Está... está muy cambiado,claro —dije, y las palabras meparecieron tan débiles einapropiadas como la luz de lalinterna—. Pero por lo poco que hevisto, todo apunta a que es el señorFrant: el color del pelo, es decir, elcolor de los ojos... quiero decir, delojo... y la altura y la complexióncorporal, dentro de lo que puedeapreciarse. Ya me he referido al

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dedo al que le faltan lasarticulaciones.

—¿Y la ropa?—En cuanto a eso, no puedo

decirle nada.—También hay un anillo —

dijo Grout, rodeando la mesa por elotro extremo, tratando de mantenerla distancia en la medida de loposible—. Sigue en la otra mano,de manera que el móvil de esteespantoso acto no parece haber sidoel robo. Le ruego venga a este lado.

Le obedecí como quien está en

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trance. El sobretodo estabaembadurnado de fango. Una manchaoscura le cubría el pecho como unpeto siniestro. Me pareció verfragmentos de dientes y partes delhueso que asomaban en medio de lasangrienta carnicería del rostro. Elojo parecía seguirme.

—Bueno, ¡y la caballería! —sugirió Orton desde la penumbradel rincón junto a la estufa—.Cuando están todos juntos,cargando, los caballos no mirandónde pisan. Y si hay un hombre

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tendido en el suelo, pongamos queherido, nadie puede hacer gran cosapara ayudarle. Eso deshace a unhombre en pedazos, y sincompasión, se lo digo yo. Ni se loimaginan.

—Calle, bobo —dijo el agentecon voz cansina.

—Al menos a éste le queda unojo —siguió Orton—. Los cuervossolían ir directos a los ojos, ¿losabían?

El agente le dio un cachetepara hacerle callar. Grout sostenía

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la linterna baja, de forma que yopudiera examinar la mano izquierdadel cadáver. Al igual que laderecha, había quedado reducida auna masa informe y sanguinolenta.En el índice llevaba el gran sello deoro.

—Necesito tomar el aire —dije.

Aparté a Grout y al agente ysalí dando traspiés por la puerta. Elalguacil me siguió afuera. Me quedémirando la vista desoladora debarro y ladrillos. Tres palomas

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levantaron el vuelo, alarmadas, deentre las ramas desnudas de unroble, superviviente de una épocaen que el terreno no estaba amerced de planes desaforados yfortunas perdidas.

Grout me colocó una petaca enla mano. Di un buen trago de brandyy resoplé al sentir la quemazónhasta el estómago. Aquél caminabaarriba y abajo, dando palmas conlas manos enguantadas para mitigarel frío.

—Bueno, caballero —dijo—.

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¿Qué le parece?—Creo que es el señor Frant.—¿No está seguro del todo?—El rostro... está en muy mal

estado.—Ha mencionado que le

faltaba parte de un dedo.—Sí.—Ese detalle respalda la

identificación.—Cierto —dije y vacilé un

instante—. ¿Pero quién puede habersido capaz de hacer algo así? Es talla violencia del ataque, que supera

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lo imaginable.El caballo, que estaba

amarrado a una baranda junto a lacabaña, bufó. Grout se encogió dehombros. Miraba hacia el grupo decasas a medio construir máscercano.

—¿Le gustaría ver dónde seprodujeron los hechos? No es unavisión aconsejable para genteaprensiva, pero no es nada,comparado con lo que acaba de ver.

—Sí, me interesaría.El brandy me había dado una

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falsa sensación de valor.Le guió por un precario paso

de tablones, colocados sobre elfango. La casa resultó ser poco másque unas paredes en torno a un hoyopoco profundo, entre unos sesenta ynoventa centímetros por debajo dela superficie del solar. Grout saltódentro con la presteza de un gorriónque busca migas de pan. Le seguí,tratando de esquivar una charca conexcrementos recientes.

—Esta parte, como es obvio,está destinada a ser el sótano —

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dijo Grout—. ¿Ve? Allí es dondeOrton encontró al señor Frant.

Señaló con su bastón al rincónmás apartado. Pese a su indicación,poco había que ver, aparte decharcos de agua helada y, lindantecon el enladrillado en el ángulo dela pared, había una manchairregular de tierra, más oscura queel resto; más oscura porque estabamezclada con la sangre de HenryFrant.

—¿Dónde están las huellas?Un forcejeo así ha de dejar

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bastantes marcas a la fuerza.Grout se encogió de hombros y

dijo:—Por desgracia, la escena ha

recibido muchos visitantes desdeque se cometió el crimen. Además,el suelo estaba helado por laescarcha.

—¿Cuándo lo descubrióOrton?

—Poco después del alba.Cuando se despertó, vio quemientras dormía alguien habíaatrancado la puerta de la cabaña

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con un par de tablones. Salió comopudo por una de las ventanas. Vinohasta aquí para orinar —explicóGrout, arrugando la nariz—. Comoya habrá notado, hay pruebas de queemplea este sitio para esepropósito. Luego vio el cadáver.Primero avisó a un granjero de lascercanías, que vino con mediadocena de sus hombres aasombrarse. Luego los jueces. Sihabía huellas u otras marcas, no vaa ser fácil distinguir las que sonanteriores o posteriores.

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—¿Y el sombrero y losguantes del señor Frant? ¿Cómollegó hasta aquí? ¿Y por qué iba avenir a estas horas de la noche?

—Si tuviéramos las respuestasa esas preguntas, señor Shield,sabríamos a ciencia cierta quién esel asesino. Hallamos el sombrerojunto al cuerpo. Ahora está en lacabaña, y lleva el nombre del señorFrant.

—¿Qué extraño, no le parece?—¿El qué?—Que un hombre se quite los

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guantes una noche tan fría.—Todo este asunto es un

entramado de circunstanciascontradictorias. Le vaciaron losbolsillos, pero le dejaron el anilloen el dedo.

Caminé por aquel siniestrorecinto. Me sentía mejor al estar alaire libre y lejos de la visión delcuerpo.

Grout se frotó la narizpuntiaguda, cuyo extremo estabarosado por el frío.

—Puede que el arma principal

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fuera un martillo o un instrumentosimilar —prosiguió y, con talfluidez que advertí que a él tambiénle había afectado la espantosavisión del cuerpo sobre el caballete—. Aunque cabe la posibilidad deque el agresor también usara unladrillo. Claro que también puedeque haya heridas de otro tipo,causadas por otras armas. No losabremos con seguridad hasta queun médico forense no le realice unreconocimiento exhaustivo.

Salió como pudo del sótano, y

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regresamos sin prisa a la cabaña.—Puede que llegaran hasta

aquí andando —dijo Grout—. Perolo más probable es que vinieran acaballo o en coche. Alguien tieneque haberlos visto de camino haciaaquí.

—Imagino que está usted alcorriente de que el señor Frantpasaba por un mal momentoeconómico, ¿no? —pregunté.

Se volvió hacia mí antes deentrar a la cabaña.

—Sí... uno de los magistrados

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también se ha resentido por lasdificultades del banco Wavenhoe.

—Un hombre arruinado puedeverse impulsado a tomar medidasdesesperadas, y no es descabelladopensar que algún afectado setrastocara por la situación y buscaravengarse.

Grout se me quedó mirando.Movió la nariz y dijo:

—También podría ser obra deuna amante celosa. O de un loco.Pero todo se reduce a lo mismo,¿verdad?

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Yo ya no tenía nada que haceren los jardines Wellington. Eltrayecto de vuelta a la escuela lopasé en silencio, en compañía delseñor Grout; demasiadospensamientos me abarrotaban lacabeza para poder conversar. Noslimitamos a pasarnos la petaca eluno al otro. No quería crearleproblemas, ya que a lo largo deaquel episodio había demostradoser un hombre atento y formal. Nosterminamos la petaca justo antes deque el carrocín saliera de la calle

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High al girar a la calle Church. Nosdetuvimos frente a Manor House.

—¿Puedo explicarle al señorBransby lo ocurrido? —pregunté.

Grout se encogió de hombros.—Si no lo sabe todo ya, se

habrá hecho una idea de todo cuantousted o yo podamos contarle. Delmismo modo que el vecindario losabrá en cuestión de una hora o dos.

—Hay que tener en cuenta alniño, el hijo del señor Frant.

—Sí, claro. El señor Bransbyactuará del modo que crea más

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conveniente —dijo, moviendo lanariz—. No sé qué procedimientostomarán los jueces y, si lo supiera,no estaría bien que yo se lo dijera austed. No obstante, sé que habrá uninterrogatorio judicial, y puede querequieran su presencia. Peroentretanto... —dijo encogiéndose dehombros y abriendo los brazos—,se van a decir muchas cosas. Estose lo puedo asegurar.

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CAPÍTULO 24

La noche de aquel nefasto día salí afumar la pipa con Dansey al jardín,una vez los niños se hubieron ido ala cama. Paseamos, acurrucadosbajo los sobretodos para mantenerel calor. El rumor del asesinatohabía acallado la algazara de laescuela. Poco después de miregreso, el señor Bransby hizollamar a Charlie Frant. No se habíavisto al niño desde entonces.

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Habían enviado a Edgar Allan elrecado de trasladar los enseres desu amigo a la parte de la casa queocupaba el señor Bransby. Cuandomenos, el asesinato le había validopara comer, dormir y vivirtemporalmente en condiciones máscómodas.

—Dicen que ya han detenido aun hombre —dijo Dansey en vozbaja.

—¿A quién?—No lo sé.Incliné la cabeza y le pregunté:

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—Pero, ¿por qué el asesinomutilaría el cuerpo?

—Un hombre que buscavenganza está fuera de sí. Si es quefue un acto de venganza.

—Sí, pero, ¿y las manos?—En Arabia les cortan las

manos a los ladrones. Creo queantes también se hacía en Inglaterrao, si no, algo parecido. Puede quemachacar las manos del modo enque lo ha descrito fuera unavariante de esta práctica. Esposible que el asesino considerara

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que su víctima era un ladrón.Las pipas siseaban y

borboteaban. Al llegar a un extremodel jardín, dimos media vuelta ynos quedamos un rato al abrigo delos árboles, de espaldas a la casa.

Dansey suspiró.—Pase lo que pase, este

asunto se hará eco en todo elmundo. Le ruego que no me tomepor impertinente si me dirijo austed un momento como a amigo,pero le aconsejaría que se guardarade opinar sobre este asunto.

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—Se lo agradezco, pero, ¿aqué viene esto?

—No sé. Los Frant son genteimportante. Y cuando la genteimportante cae, arrastran con ellosa mucha gente insignificante —dijoy dio una chupada—. Es una penaque le llamaran para identificar elcuerpo. Tendría usted que haberquedado al margen de este asunto.

Me encogí de hombros,tratando en vano de no recordar laimagen de aquel cuerpo inerte ysangriento que había visto por la

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mañana.—¿Entramos? —propuse—.

Empieza a hacer frío.—Como quiera.Me pareció percibir cierto

dejo pesaroso en la voz de Dansey.Volvimos a la casa andando muydespacio... despacio, porque serezagaba. La luna relumbraba, y acada paso la hierba plateada crujía.La casa, que se alzaba antenosotros, con la fachada del jardínbañada por el resplandor de la lunallena, desnuda de imperfecciones,

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parecía la imagen de un hermososueño.

Dansey me puso una mano enel brazo.

—¿Tom? Puedo llamarle así,¿verdad? Por favor, llámeme Ned.No quisiera que...

—Shh... Mire, alguien nos estáobservando. ¿Lo ve? El tercer áticoa la izquierda.

Avivamos el paso y, momentosdespués, ya estábamos dentro.

—La luz de la luna a vecesengaña a la vista —arguyó Dansey.

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Negué con la cabeza.—He visto una cara. Ha sido

un instante.A decir verdad, no estaba del

todo seguro. Me pareció haber vistouna mancha blanca contra el cristal,pero no podía asegurarlo. Sinembargo, habría jurado que habíasido en la ventana desde la queMorley y Quird habían colgado aCharlie Frant.

Pasé una noche tranquila, peseal miedo a tener espantosaspesadillas sobre atrocidades,

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después de la horrible visión en lacabaña de Jacob Orton. Por lamañana, las clases fueron el mejorde los remedios. En los días quesiguieron, la vida en la escuelasiguió su plácido curso,aparentemente inalterado.

Una escuela es una sociedadcerrada que se rige por sus propiasleyes. En principio, los muchachossaben de la existencia del mundoexterior, de sus padres, de suscasas; no olvidan la animación, niel bullicio, ni la diversidad de las

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calles. Aun así, ese conocimiento esinsustancial, y hasta insignificante,comparado con la importancia desus vidas cotidianas. Y al igualocurre con quienes están porencima de los chicos. De rato enrato pensaba en los Frant y losCarswall, pero pocos eran losmomentos seguidos de distracción,pues los asuntos de la escuela losinterrumpían constantemente.

Sin embargo, las noticias delmundo exterior nos seguíanllegando. El hombre al que habían

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detenido era hermano delconstructor, el señor Owens, elmismo que se había suicidado. Alparecer, el hermano tenía ataquesde cólera incontenibles; testigosacreditados le habían oídoamenazar a Henry Frant, al quehacía responsable del suicidio desu hermano. Era un hombreviolento, que en una ocasión casihabía matado a un vecino porsospechar que se le había insinuadoa su esposa. A pesar de todo, losjueces lo pusieron en libertad.

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Luego se supo que había pasado lanoche en cuestión bebiendo en casade su tío, y había compartido camacon su prima; de este modo, sufamilia le favoreció una coartada.

La investigación se desarrollósin más. No me llamaron paraprestar declaración, para mi alivioy el del señor Bransby. El ayudantede confianza del señor Frant, unhombre llamado Arndale, que loconocía desde hacía veinte años, novaciló al identificar el cuerpo comoel de su jefe. El jurado emitió el

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veredicto de que había sido unasesinato perpetrado por una ovarias personas no identificadas.

Pese a las horriblescircunstancias que envolvieron sumuerte, fueron pocas las muestrasde condolencia a la viuda del señorFrant. Tras su fallecimiento, elcastillo de naipes de Henry Frant,que ya se tambaleaba, acabó devenirse abajo. A medida que ibasurgiendo información acerca de laquiebra del banco Wavenhoe y losmotivos de ésta, los diarios

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públicos no tardaron en condenarlo.No se conocían los datos

exactos de las depredaciones deFrant, pero oí que las sumas secontaban entre 200.000 libras ymedio millón. Muchos clientes delbanco, para los que el renombre deWavenhoe era una garantía, habíannombrado síndicos de su dinero alseñor Wavenhoe y al señor Frant.Como tal, Frant había adquiridocientos de miles de libras en títulosal tres por ciento de bonos delEstado. A lo largo de los dos

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últimos años de vida, habíafalsificado poderes notariales, quele permitían vender esas acciones.El señor Wavenhoe había firmadolos documentos que le habíanindicado, aunque sin duda no eraconsciente de su trascendencia.También habían falsificado elnombre del tercer socio, otrosíndico, en todos los casos, asícomo el nombre de varios testigos.El señor Frant se había apropiadoindebidamente del dinerorecaudado para beneficio propio, y

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se había quedado con suficientesfondos para pagar dividendos a losclientes del banco y, así, impedirque se levantaran sospechas.

Arndale, el ayudante de Frant,afirmaba no saber nada de aquelasunto (Dansey estaba convencidode que había eludido lasacusaciones colaborando con lasautoridades). Arndale confirmó quela empresa había sufrido un fuerterevés en cuanto el señor Carswallretiró su capital. También declaróque el banco había concedido

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muchos anticipos a constructoresespeculadores, lo cual habíagenerado inevitablemente unsistema de descuentos y, enconsecuencia, el señor Frant sehabía visto obligado a concedermás anticipos a esas mismaspersonas a fin de garantizar lascantidades que ya debían. Por otraparte, seguía corriendo el rumor deque el señor Frant era adicto aljuego, y que había perdido grandessumas de dinero jugando a lascartas y a los dados en residencias

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privadas.—Quienquiera que lo matara

le hizo un favor al verdugo —dijoDansey—. Si Frant no estuvieramuerto ya, lo habrían juzgado yenviado a la horca por falsificaciónde documentos.

En aquel momento se hacíanmuchas conjeturas en cuanto a si laseñora Frant estaba al corriente ono de los planes de su marido.Dansey opinaba que eraimprobable, ya que Frant no habríasacado ningún provecho al

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decírselo a su esposa, y sólo habríaaumentado el riesgo de serdescubierto y, ni falta hace decirlo,tal vez sólo se habría ganado sudesaprobación. Había quien tenía elconvencimiento de que, a pesar deno haber sido cómplice de formaactiva, lo había sido de formapasiva. Por si fuera poco, no habíanadie que estuviera dispuesto ahablar en defensa de la señoraFrant. El señor Carswall la habíaacogido bajo su techo, pero élseguía sin pronunciarse al respecto

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de aquella circunstancia y cualquierotra. Se decía que estaba afectadade una fiebre y que estaba abatida acausa de ambas tragedias, elasesinato de su esposo y larevelación de sus delitos.

En cuanto a Charlie, cada díaestaba más pálido y delgado. Vestíade luto, lo cual marcó la diferenciaentre los demás niños, y andabacomo un autómata. Los niños sonseres impredecibles. Yo creía quesus compañeros iban a acosarle y ahacerle sufrir por los delitos de su

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padre. Sin embargo, la mayoría lodejaron en paz. De hecho, cuando lehacían caso, se dirigían a él con unaamabilidad algo condescendiente.Parecía enfermo, y lo trataban comosi lo estuviera. Edgar Allan casisiempre estaba a su lado. Eljovencito americano trataba a suamigo con una solicitud y unadelicadeza impropias de un niño desu edad.

En cambio, si algo no teníanMorley ni Quird era delicadeza. Nibuena educación. Los encontré

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peleándose con Allan y Frant en elrincón de un aula. Morley y Quirderan mucho mayores y mucho másgrandes, de modo que más que unapelea fue una paliza. Por una vez,intervine. Azoté a Morley y Quirdallí mismo. Al terminar les di laorden de esperarme aquella tarde, afin de azotarles otra vez.

—¿Está seguro de que quierehacerlo? —me preguntó Morley conmansedad cuando se presentó conQuird a la hora acordada.

—Si no borra esa sonrisa

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insolente de su cara, más le pegaré.—Sólo lo digo porque resulta

que yo y Quird le vimos la otranoche con el señor Dansey.

—«Quird y yo», Morley,«Quird y yo». El pronombre formaparte de un nominativo pluralcompuesto.

—Estaban fumando debajo delos árboles.

—¡Vaya un par de pigmeoslloricas y entrometidos! —rugí,cada vez más enrabiado—. ¿Y sepuede saber por qué no estaban

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ustedes en la cama?Morley tuvo la desfachatez de

desatender mi pregunta.—Y les hemos visto varias

otras noches, señor.Lo miré fijamente, aplacando

enseguida la ira. Manifestar la iraes a veces de utilidad al tratar conniños, pero una ira irreprimiblesiempre debe censurarse.

—Inclínese —le ordené.No se movió.—Señor, a lo mejor es mi

deber informar al señor Bransby.

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Siempre debemos escuchar a la vozde la conciencia. El director detestaque...

—Puede decirle al señorBransby lo que quiera —dije—. Noobstante, primero se inclinará, y yole daré la peor azotaina que lehayan dado en su vida.

La sonrisa desapareció delrostro ancho y malévolo de Morley.

—Si me permite, señor, estácometiendo una imprudencia.

Pronunció aquellas palabrascon comedimiento, pero el tono se

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elevó en chillido al final de lafrase, cuando le crucé la cara conun revés. El niño intentó quejarse,pero lo agarré por el cuello paradarle la vuelta y echarlo boca abajosobre la silla que hacía las veces delugar de ejecución. No se movió. Lelevanté los faldones del abrigo y leazoté. Ya no sentía rabia: fui frío ylento. No se puede permitir que unniño hable en un tono tan altivo.Cuando lo solté, apenas podíaandar, y Quird tuvo que ayudarle.

No obstante, el incidente me

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afectó, pese a que Morleymereciera de sobra la paliza. Jamáshabía azotado a un niño con talbrutalidad, ni había desatado tantomi cólera. Pensé que el asesinato deHenry Frant acaso me habíaafectado de un modo insospechado.

Sin embargo, no sospechéhasta más tarde que Morley quizáconociera a Dansey mejor que yo yque se habría referido a algo muydistinto de lo que yo suponía. Aunasí, mi reacción ante aquel burdointento de chantaje bastaría para

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hacerle recapacitar.Nueve días después del

asesinato, el sábado 4 dediciembre, el señor Bransby mellamó a su despacho. No estabasolo. Embutido en un sillón junto alescritorio se hallaba la enorme ydesgarbada figura del señorCarswall. Su hija estaba sentadacon recato en el sofá, junto al fuego.

Cuando entré, Carswall alzó lacabeza y me miró entre unas cejasdespeinadas y al instante bajó lavista al reloj abierto que tenía en la

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mano.—Tendrán que darse prisa —

dijo—, o no llegaremos a la ciudadde día.

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CAPÍTULO 25

—Soy hija bastarda —me confesóla señorita Carswall la tarde dellunes, después del funeral del señorFrant.

Fue tal la impresión que mecausó su impudicia, que no supequé decirle. En aquel momento, laseñorita Carswall y yo estábamosen el salón de la casa de su padre,en la calle Margaret; Charlie habíasubido a buscar un libro. Lancé una

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mirada a la puerta, por miedo a queestuviera abierta, a que el padre lahubiera oído.

Fijó en mí sus ojos marrones.—Llamemos a las cosas por su

nombre. Esto era lo que quisedecirle el otro día en la calleAlbemarle, el día que Charlie meinterrumpió.

—No tiene importancia —dije, pues algo tenía que decir.

Dio una patada al suelo.—Si fuera bastardo, sabría lo

ridículo que suena.

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—Discúlpeme. No me heexpresado bien. No he queridodecir que no sea importante parausted ni, de hecho, en general.Sólo... solamente quería decir que amí no me importa.

—Usted ya lo sabía,reconózcalo. Alguien se lo habíadicho.

La señorita Carswall sostuvola mirada un instante, y luego laapartó. Iba de luto, naturalmente, yla blancura casi traslúcida de lapiel que suele acompañar a los

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cabellos rojizos, le daba un aspectocautivador.

—Mi padre no desea revelarlas circunstancias de mi nacimiento—prosiguió tras un momento desilencio—. Y eso siempre ha sidopara mí motivo de inconveniencia.Puede dar lugar a situaciones en lasque los demás... digamos que seacerquen a mí con falsaspretensiones.

—Por mi parte, eso no debepreocuparle, señorita Carswall —le aseguré.

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Se miró los pies enfundados enunas menudas y bonitas zapatillas.

—Creo que mi madre era hijade un respetado granjero. Se casócon un hombre mucho mayor queella, un socio de mi padre. Yo nollegué a conocerla: murió antes decumplir yo el año.

—Lo lamento.—No se preocupe. Cuando,

hace unos cinco años, murió laesposa de mi padre, me trajo aquícon él —continuó con vozentrecortada, como si las palabras

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provinieran de lo más hondo de suser—. Como una suerte decompañera. Como una suerte deama de llaves. Como una suerte dehija. O incluso... Ah, ni lo sé. Todoeso a la par que nada. Cuando mipadre invita a sus amigos a casa, nosaben qué lugar ocupo.

Calló y se sentó en el sofá quehabía junto a la chimenea. Su pechosubía y bajaba por la agitación.

—Me honra que confíe en mí—le dije dulcemente.

Ella alzó la vista.

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—Me alegro de que se hayaterminado el funeral. Siempre medesaniman. No ha venido nadie,aparte del caballero americano.Ahora no se lo creerá, pero en vidaeran muchas las personas queproclamaban con orgullo su amistadcon el señor Frant.

—¿El caballero americano?—El señor Noak. Por lo visto,

conocía al señor Frant, y el señorRush, el ministro americano, noslos presentó a papá y a mí haceunas semanas.

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—Creo que ya me lopresentaron. Al señor Noak, digo.

—¿Cuándo? —me preguntófrunciendo el ceño.

—En una ocasión, en la plazaRussell; acababa de llegar deAmérica. Y más adelante, en lacalle Albemarle la noche quefalleció el señor Wavenhoe.

—Pero, ¿por qué iba a venir alfuneral? No parece que fueranamigos íntimos, y al descubrirse losdelitos que cometió el señor Frant,sus amigos renegaron de él.

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—No lo sé —respondí, y lamiré—. ¿Por qué no se lo preguntaal señor Noak en persona?

Movió la cabeza.—Casi no le conozco. Nos

presentaron, pero no sabe manteneruna conversación y yo no tenía nadaque decirle. Sea como fuere, ¿porqué iba a perder el tiempo hablandocon una mocosa?

No contesté, porque no eranecesario, o cuando menos no eranecesario hacerlo con palabras. Lapregunta quedó en el aire, entre los

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dos, y ella se sonrojó. Nuestrasmiradas se cruzaron, y nossonreímos. Flora no era una mujerhermosa, pero cuando sonreía eratan linda que te daba un brinco elcorazón.

—Pobre Sophie —dijo derepente, como si ansiara dar un giroa la conversación—. Quiero decir,la señora Frant. No le queda nada;nada en absoluto. El señor Frant sellevó hasta la última de sus joyas.Ya le había dado casi todas las quetenía, pero el día que se fue

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irrumpió en un cajón de su tocadory se llevó las que quedaban,aquellas por las que Sophie teníaespecial aprecio y que esperabasalvar de la ruina.

—¿Y no encontraron lasjoyas?

—No... creen que el asesinopudo habérselas llevado. A pesarde todo, a Sophie no le faltaránamigos mientras yo esté aquí. Laaprecio tanto como a una hermanamayor. ¿Sabía usted que me acogióen su casa durante casi dos años?

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Fue cuando terminé el colegio, ydurante la estancia del señor Franten América por asuntos del banco.Nunca lo olvidaré. Ahora es cuandodebo mostrar mi gratitud, y mi casaserá la suya durante el tiempo quelo necesite.

Se oyó un correteo en lasescaleras. La señorita Carswall memiró, como sopesando el efecto quehabía causado su opinión, y sevolvió a un lado para enhebrar unaaguja a la luz de la vela que habíasobre el escritorio.

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Charlie entró corriendo a lasala, pero al instante cambió a unpaso tranquilo y sobrio, propio dequien ha enterrado a su padre aqueldía. Iba de luto riguroso, pero enmomentos de descuido, elsemblante desmentía la penaaparente. No dudo que el asesinatodel señor Frant le impresionaramucho —¿cómo no ibaimpresionarle?—, pero no creo quellorara su muerte. Se sentó al fuego.La señorita Carswall reanudó unbordado. Yo abrí una copia de la

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obra De Consolatione de Boecio.De vez en cuando pasaba una

página, o la mano que guiaba a laaguja se movía, pero no creo queninguno de los dos estuvieraconcentrado en su quehacer. Aquélhabía sido un día muy frío, y yo aúnestaba helado. La melancolía de laocasión nos había afectado a todosde maneras diversas. Habíancelebrado el funeral del señor Franten la iglesia de St. George theMartyr, cerca de la plaza Russell, ysu cuerpo estaba ya enterrado en el

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camposanto situado al norte delhospital Foundling. En algunahabitación de arriba, la señoraFrant descansaba bajo los cuidadosde la señora Kerridge. La viudahabía insistido en asistir al funeralde su esposo, lo cual había hechoreaparecer la fiebre.

A petición de la señora Frant,Charlie se abstuvo de acudir alcolegio para el resto del trimestre,y yo fui contratado para ejercer detutor del niño y, a la vez, paraproporcionarle compañía

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masculina. Según palabras de laseñorita Carswall en uno de susmomentos de indiscreción, laseñora Frant había sufrido talacceso de cólera cuando el señorCarswall se opuso inicialmente aeste propósito, que los médicostemieron por su vida.

Tampoco el señor Bransbyhabía acogido bien la propuesta. Apesar de que la señorita Carswallpagaría mis servicios al señorBransby, mi ausencia temporal dela escuela debió de perjudicar a su

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funcionamiento. Es más, imaginoque el señor Bransby no las teníatodas con él en cuanto a permitirque Charlie Frant siguieraestudiando en la escuela de ManorHouse. Hasta este extremo habíaperdido la estima por el pobreCharlie. Sin embargo, no era fácilnegarle algo al señor Carswallcuando lo quería de verdad. Esteme había pedido que regresara conél a Londres; se había limitado adesatender las objeciones del señorBransby y a poner un billete de

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banco sobre la mesa, junto alhombro de aquél. No había dejadode hablar en toda la entrevista,como una cascada que ruge,ahogando cualquier débil intentodel señor Bransby de oponerse onegociar.

La señorita Carswall, Charliey yo estábamos sentados ensilencio, fingiendo estar afanadosen nuestras tareas, cuando enrealidad cada uno estaba absorto ensus pensamientos, a la espera deque el lacayo trajera la bandeja del

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té.Bajé a la planta principal. La

casa estaba al este de la plazaCavendish; era algo más pequeña yel barrio, menos moderno, como asíesperaba yo de un hombre de buenareputación económica como elseñor Carswall. Lo encontré en elsalón trasero de la planta de abajo.Las cortinas estaban corridas, lasvelas encendidas, y él descansabasobre un sillón, frente a un granfuego, casi encima de la pantalla. Elolor a cigarro puro llenaba la

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atmósfera de la sala.—Shield, cierre la puerta

enseguida, ¿quiere? Hace un fríoendemoniado. Los funeralessiempre me producen escalofríos.Póngase ahí hombre, ahí, a la luz,que le vea.

Miró arriba y abajo unmomento.

—Charlie me ha dicho —añadió— que fue ustedcombatiente, uno de los héroes dela nación que lucharon en Waterloo.

—Así es, allí estuve.

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Soltó una carcajada y acontinuación cerró la boca, como sihubiera atrapado una mosca.

—Nunca le he visto el sentidoa formar fila para que a uno lomaten. Aun así, reconozco que es devalor para un país que algunos desus jóvenes piensen lo contrario —dijo, y tomó una copa que habíasobre una mesa que tenía al lado ytomó un sorbo—. Me han dicho queusted vio a Henry Frant muerto.

—Sí, señor.—En el mismo lugar que lo

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mataron, ¿no? En los jardinesWellington, ¡ja! Fue unaespeculación nefasta, por decirlo dealgún modo. Y todo para acabar enun sótano lóbrego y oscuro.

—El sótano estabadescubierto, señor. Las paredes dela casa apenas alcanzaban el metrode altura. Además, aunque vi dondelo habían matado, cuando llegué,habían trasladado el cuerpo a unacabaña contigua.

—Vaya —dijo y se aclaró laflema de la garganta con un fuerte

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carraspeo—. Eso no me lo habíandicho. ¿Fue allí donde Arndaletambién lo vio?

—¿Arndale, señor?—El ayudante de confianza del

señor Frant. Lo había olvidado...Usted no estuvo presente en elinterrogatorio. Arndale declaró queel cuerpo era efectivamente el de sujefe. Aunque tengo entendido queestaba muy desfigurado.

—Así es.—¿Cómo de desfigurado?

Suéltelo, hombre. No tenga pelos en

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la lengua. Puede que nunca hayacombatido, pero no soy pusilánime.

—Los diarios decían que lohabían atacado con un martillo.

—Y estaban en lo cierto.Encontraron uno cerca de un seto.Lo enseñaron en el juicio. Teníarestos de sangre, decían, y pelos.En su opinión, ya que vio laslesiones, ¿cree que el instrumentoque usaron fue un martillo?

—Es muy posible, señor. Elseñor Frant había recibido muchosgolpes en la cabeza. De hecho, casi

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se le había salido un ojo.—¿Y aun así supo que era él?—No estaba seguro. El pelo,

la altura, la ropa, y hasta las manos:todo apuntaba a esa conclusión.

—Pero, en resumidas cuentas,la cara era irreconocible.

—Si no era él, no cabe dudade que había un gran parecido. Laforma de los rasgos, el...

Carswall agitó la mano.—De acuerdo, de acuerdo. ¿Y

las manos?—En la mano derecha estaba

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el anillo del señor Frant. Y lefaltaban las articulacionessuperiores de un dedo de la otra.

—¿Eran las manos de uncaballero?

Me encogí de hombros.—No sabría responderle con

certeza. También estaban muydesfiguradas, quizá con el mismomartillo. Tampoco tuve ocasión niintención de examinarlas de cerca.Y la luz era escasa.

Carswall consultó el reloj queguardaba en el bolsillo del chaleco.

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Suspiró como si no le hubieragustado lo que le había contado.Tendió la mirada unos instantes enla profundidad de las llamas. Teníaapoyados los pies, calzados conzapatillas, contra la pantalla de lachimenea. Llevaba el pañuelo delcuello aflojado, y los botones delos pantalones desabrochados a laaltura de la cintura y las rodillas.Su abrigo estaba arrugado ymanchado. Eran tales el vigormental de aquel hombre y el énfasisde su forma de hablar, que uno solía

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olvidar que estaba ante un hombreviejo y achacoso.

Alzó la vista y me sorprendióobservándole. De súbito me sonrió,lo cual provocó un efectodeslumbrador. Fue como si su hijahubiera sonreído: un cambio defacciones similar, que daba alrostro un aspecto muy distinto delhabitual.

—¡Ajá! Ya ha visto quéderrotero están tomando estaspreguntas, ¿verdad?

—El dedo.

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El viejo asintió con la cabeza.—Exactamente. ¿Pudo

observar si la amputación erareciente o no?

—No se me ocurrió examinarel dedo de cerca, señor. Es más,creo que dadas las circunstancias,hasta a un médico le hubieracostado determinarlo. La manoestaba muy maltrecha.

—¿Y la piel bajo la ropa?—No tuve ocasión de

examinarla —dije e hice una pausa—. La piel de un cadáver no es

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como la de un ser humano vivo. Elcuerpo había pasado la noche a laintemperie. Hacía mucho frío. Amenos que tuviera marcasdistintivas, como una cicatriz o unlunar...

—No tenía.Carswall se quedó pensativo y

tomó un trago de vino. Yo mecalentaba al fuego. Solamente habíados velas encendidas, una a cadaextremo de la repisa. Por unmomento, tuve la impresión de quelas sombras que llenaban la

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habitación oscilaban como juncos ala vera de un lago, arrullados por labrisa. Pensé en la caverna quePlatón describe en La República:me hallaba en mi propia cueva,entre las sombras y el fuego. Noobstante, ¿llegaría a ver qué habíamás allá del fuego, en el mundoexterior, bajo la luz de sol? ¿O losFrant y los Carswall iban aatraparme para siempre en sumundo de sombras?

—Le seré franco —dijoCarswall—. Pero antes debo

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pedirle que respete la confianza quedeposito en usted. ¿Me dará supalabra?

Le miré y dije:—Sí, señor.—El señor Frant me contó

que, en dos ocasiones, un tipo conmal aspecto molestó a Charlie enStoke Newington. Que en laprimera ocasión intentó atacar, o talvez secuestrar, al joven Charlie, yque usted estuvo cerca parasalvarle. ¿Es eso cierto?

—Sí, señor. Aunque...

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—Y que en la segundaocasión, el hombre ibadecentemente vestido y teníasuficiente dinero para darle unamoneda al niño —prosiguió con unamano alzada, para impedirmehablar—. El viernes antes de morir,a eso del mediodía, cuando el señorFrant iba por la plaza Russell, apunto de llegar a su casa, se leacercó un hombre, cuya descripcióncasa con la que tanto usted comoCharlie habían hecho del extraño deStoke Newington. Dio la casualidad

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de que en ese momento la señoraFrant miraba por la ventana. Lacircunstancia le llamó la atención,pues ya por entonces los acosabanlos acreedores. Sin embargo, aquelhombre no parecía un acreedor, nitampoco un alguacil, ni nadaparecido. A pesar de que la señoraFrant no alcanzaba a oír de quéhablaban, por los ademanes eraevidente que el señor Frant estabaenfadado, y que su furia habíaintimidado al otro. El señor Frantse metió en la casa, y el hombre se

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dio prisa en marcharse. La señoraFrant, que vivía atemorizada por elasedio constante de los acreedores,preguntó a su esposo quién eraaquel hombre en cuanto llegó. Élnegó rotundamente que hubierahablado con alguien afuera.

Carswall hizo una pausa, semetió un dedo en la abertura entredos botones del chaleco y se rascóla barriga.

—¿Por qué diría usted que lonegó? —me preguntó.

—No lo sé, señor.

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—A saber. La señora Frantcree que usted trataba asuntosprivados con su esposo.

—Es cierto que una vez tuveocasión de ayudar al señor Frant —le conté, y me volví para que no meviera la cara—. Confieso que noentiendo por qué cree que elencuentro que la señora Frantpresenció podría tener algo que vercon la muerte del señor Frant.

—Me habría sorprendido si lohubiera usted entendido. Todavíano se lo he contado todo. La

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ventana del salón estaba abierta apesar del frío, porque la señoraFrant estaba ventilando la sala. Enun momento de la discusión, elextraño levantó la voz, y ella le oyódecir con claridad «los jardinesWellington». Es más, ella cree(aunque no sé hasta qué punto se lepuede dar importancia) que elhombre tenía acento irlandés, oacaso americano —explicóCarswall, y dio un suave golpe albrazo del sillón con la base de lacopa—. No negaré que sus oídos

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pudieron oír, al menos en elrecuerdo, aquello que quería oír. Yotra cosa: está convencida de que elasunto privado que usted tratabacon su esposo estaba relacionadocon el extraño de Stoke Newington.Ahora no se encuentra bien parahablar, pero me ha pedido que lerelatara todo esto.

Incliné la cabeza y sentí queme invadía la vergüenza.

—No querrá agravar su dolor,¿verdad?

—No señor —respondí.

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—En tal caso, no tendráreparos en revelar lo que sepa.

—De acuerdo. Tras la primeravisita del hombre a StokeNewington, el señor Frant, como esnatural, empezó a preocuparse porla seguridad de su hijo. Porcasualidad, volví a ver al hombreuna tarde en Long Acre. Lo perseguíhasta darle caza, y entonces escuchésu historia. Según me contó, esamericano de origen irlandés. Dijoque se llamaba David Poe. Elmotivo de su visita a Stoke

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Newington no era Charlie ni elseñor Frant. El objeto de su interésera Edgar Allan, el amigo deCharlie.

—¿Allan? ¿No será el hijo delamericano que vive en la calleSouthampton? ¿El mismo Allan quesalió mal parado cuando elmercado tabacalero se vino abajo?

—No sé nada de lasrelaciones empresariales del señorAllan, señor, pero es sin duda elpadre de Edgar Allan o, más bien,el padre adoptivo. El joven Edgar

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no se anda con rodeos en cuanto alhecho de que es un niño adoptado.Este David Poe sostiene que es supadre biológico.

—¿Y por qué volvió aaparecer después de tantos años?

—Creo que buscaba dinero —dije, y vacilé un instante—. Creoque también podría haberlo atraídocierto afecto paternal por el niño, o,cuando menos, la curiosidad.

Carswall se sonó larga ysonoramente con un gran pañueloamarillo.

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—No lo entiendo. Dice queese hombre tal vez quiso pedirdinero a los chicos, pero tambiénme ha dicho que la segunda vez quelos vio les dio dinero.

—Así es, señor. Sólo se meocurre que, entre los dos encuentroscon los chicos, la situacióneconómica del señor Poe habíamejorado considerablemente. Nosólo tenía dinero, sino que iba bienvestido.

Carswall consultó su reloj ydijo:

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—Hay otra cuestión: el señorFrant dejó muy claro que aquellaprimera ocasión el hombre seinteresó por Charlie, y no por elotro niño.

—Es probable que Poe seconfundiera. Debo decir queparecía estar borracho. Además,hay cierto parecido entre los niños.La altura, el tono de piel, lasfacciones... todo eso tienen encomún.

—Un doble, ¿eh?—No exactamente, señor. Sólo

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se parecen. Si los ve juntos, lasdiferencias saltan a la vista.

—¿Hijos parecidos, padresparecidos? Puede. —Carswallmurmuró, como si hablara consigomismo, y luego alzó la voz derepente—. Dígame, señor Shield,¿sabría decir dónde vive esehombre?

—Me dijo que se alojaba enSt. Giles. No quiso decirmeexactamente dónde, pero meinformó de que acostumbra a estaren la taberna The Fountain, donde

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trabaja de amanuense.—¿Y le contó a Frant todo

esto?—Sí, señor.—A los pocos días el tal Poe

vuelve a aparecer por StokeNewington, con una milagrosamejora de su situación económica.Poco después la señora Frant ve asu esposo hablando con un hombre,que podría ser Poe, en la plazaRussell, encuentro que su marido leniega, y además oye las palabras«los jardines Wellington». Y unos

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días más tarde se descubre elsupuesto cuerpo del señor Frantbrutalmente asesinado en losjardines Wellington. Bueno, ¿qué leparece?

—Con las pruebas quetenemos, señor, es imposiblevalorar si existe o no una relaciónentre esas circunstancias, si dealgún modo las une un vínculo decausa y efecto.

—No me adoctrine, joven. Esees el problema con los maestrillosflageladores como usted, que tratan

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el mundo como el aula escolar —me censuró Carswall, y golpeó conla palma de la mano izquierda elbrazo del sillón—. No se loconsiento, ¿me ha entendido?Veamos... ¿conoce bien St. Giles?

—He ido allí alguna vez.—¿Por placer?Al no contestarle, soltó otra de

sus carcajadas, un sonido extraño,ronco, casi inhumano, que bienpodría haber salido de la boca deun ave gigante.

—¿Conoce la taberna The

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Fountain?—Sé que está al norte de la

iglesia —respondí—. Cerca de lacalle Lawrence, creo.

—¿Irá mañana y buscará alseñor Poe?

—Señor, como bien me harecordado usted, soy un maestro,y...

—Precisamente, precisamente,señor Shield. También es unhombre que ha visto algo de mundo.Y es la única persona que sabe,salvo la señora Frant quizá, qué

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aspecto tiene ese tal Poe. Tenga laamabilidad de acercarme una cajaque encontrará en el segundo cajónde la cómoda. Una investigación deesta índole producirá gastos.

—Señor, yo...Volvió a golpear la palma de

la mano contra el brazo del sillón.—No le voy a pagar para

hacerlo. El dinero es para susgastos, y no honorarios, y le exigirécuentas de lo que desembolse.

—Pero la señora Frant me haencargado que cuide a su hijo.

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—Maldita sea, ¿acaso no lepago por el privilegio de tenerloaquí? —preguntó, y apretó el botónde repetición de su reloj, que emitióun repique minúsculo—. Además,no le pido que haga esto por mí. Selo pido por la propia señora Frant.Y sé que no se negará.

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CAPÍTULO 26

A la mañana siguiente, el martesantes de Navidad, salí de la casacon disimulo, fui al mercado de lacalle Oxford y caminé en direcciónoeste, hacia St. Giles. Vestía unabrigo viejo y hediondo, conremiendos en los codos y el cuello,que le había pedido prestado alhombre que traía las astillas paraencender el fuego. Llevaba tambiénun pesado bastón de plomo, que me

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había dejado el señor Carswall.Era un día sombrío; el aire era

casi opaco debido a una nieblaespesa y amarilla que entraba en laboca y dejaba un sabor ácido dehollín. Andaba por la calle dandotraspiés, chocándome con otrostranseúntes, y en una ocasión porpoco me atropella un coche quetransportaba carbón. Cuanto más meaproximaba a St. Giles, más cautoera en mi actitud.

En la época en que meatribuían gustosamente un estado de

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locura, a menudo deambulaba porlos tugurios hacinados de St. Giles-in-the-Fields. La zona más sórdidaera la que estaba situada al norte dela iglesia, en el sombrío laberintoque formaban las plazoletas ycallejones entre las callesBainbridge, George y High. Sinembargo, nadie me molestó, nisiquiera los perros callejeros, quecorrían de acá para allá por lascalles. La miseria llama a lamiseria. Sabían que era uno deellos.

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A medida que me acercaba allóbrego centro del lugar, los oloresy el ruido iban en aumento pararecibirme, envolviéndome,absorbiéndome, como si fueran unaprolongación de la niebla. Sabíaque debía ser cauteloso. Ya no meprotegía mi desdicha. El tugurio eraun lugar donde el orden natural seinvertía, donde las víctimas seconvertían en animales de presa, y asu vez en depredadores de suenemigo natural.

Desde la calle High giré a la

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calle Lawrence. Una mujer vestidaúnicamente con un vestido a pesardel frío me tiró del abrigo con unosdedos menudos como los de unniño. Pasé de largo y, con la prisa,tropecé con un cerdo flaco que sepaseaba por una charca de mugreque venía de un callejón hasta elcentro de la calle. Un par degolfillos se pusieron a perseguir alanimal, gritando obscenidades porla excitación. Apreté el paso. Mecrucé con una mujer envuelta enunas mantas grises, acurrucada en

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un portal, dándole el pecho a unniño. Extendió un brazo desnudo yesquelético y me hizo una seña.

—Yo puedo hacerte feliz,tesoro —gimió con una voz débil yaguda, la misma con la que memaldijo al dejarla atrás.

—¿Tiene un penique para queun viejo soldado pueda echarse untrago a la salud de Su Majestad? —dijo una voz ronca a la altura demis rodillas.

Miré abajo y vi a un hombrerubicundo, sin piernas, echado

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sobre un carretón a ras de suelo.—¿Podría decirme cómo

llegar a The Fountain? No quedalejos, ¿no?

—A la salud de Su Majestad—insistió.

Encontré un penique en elbolsillo y lo solté sobre la manoabierta y expectante.

Cerró los dedos alrededor dela moneda.

—A la izquierda, a mitad decamino, hay un callejón entre lascalles Church y George: entre por

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ahí y ya lo verá.Sin embargo, lanzó una mirada

a un puñado de bebedores quesalían de una taberna. Aquello mebastó para ponerme en guardia, demodo que me apresuré a alejarmede allí, tratando de parecer lo másdesabrido y temible que supe. Lafilantropía es un lujo que no se daen los tugurios, donde hasta laindulgencia de un impulsocaritativo puede exigir un precio.

Llegué a la boca del callejón.Estaba por adoquinar, medía poco

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más de un metro de ancho, y elsuelo estaba cubierto de una capaespesa de fango y excrementoshumanos y animales, en partehúmedos, en parte congelados. Elpasaje estaba densamente pobladode figuras humanas que dormían,bebían o hablaban. Había dos niñaspequeñas sentadas en la mugre, quetenían en brazos unos fardos detrapo y hacían pastitas con el fangoinmundo. A menos de un metro deellas, un hombre y una mujergemían y gruñían en plena cópula,

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que más parecía proporcionarlesdolor que placer.

Me abrí paso a empujonesentre el gentío con el bastón pordelante en actitud amenazadora,apartando a todo el que se ponía depor medio. De la plazoleta cubiertade niebla a la que daba el callejónprovenía una melodía lenta debaile, «El día de San Patricio», quealguien tocaba en un violíndesafinado. Ya había oído aquellamúsica una vez, cuando nosacuartelamos junto a un regimiento

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irlandés. Llamaban a los tugurios laTierra Santa o el Pequeño Dublín,debido a los indigentes irlandesesque acudían a ellos desde otraspartes de la ciudad, así como detodas partes del reino.

Llegué a aquella lúgubreplazuela al final del callejón. A laderecha se elevaba un edificio conun letrero tosco en el que había unafuente dibujada. Abrí la puerta deun empujón y, evitando pisar a otroniño, entré en lo que parecía un bar.El techo era bajo, y había poca luz;

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el antro no llegaba a los cuatrometros cuadrados, y por lo menosdebía de haber unas treintapersonas. Me abrí paso entre laaglomeración, hasta que me halléfrente a una mujer robusta como unguardia, que llevaba un anchocinturón del que colgaban una bolsade piel y un manojo de llaves. Alverme aparecer entre una pareja depeones, me miró de pies a cabeza.Me quité el sombrero y me inclinélo mejor que pude, dada la falta deespacio.

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—Señora —le dije—, quizápueda usted ayudarme. Estoybuscando al señor Poe, elamanuense.

Dio un trago largo de la jarraque tenía en una mano, para luegodejarla sobre un estante. Se volvióhacia mí y se limpió la espuma delbigote.

—Me temo que llega ustedtarde —dijo y movió unos ojosmarrones y pequeños, que parecíanfrutos secos en un budín—. Uncaballero con magníficos

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conocimientos de poesía. Quérecitales nos daba por las noches. Ytenía las manos de mi caballero;nunca le faltaba trabajo. Unapetición aquí, una carta de consejospara un amado hijo allá, una súplicaa un pariente de ultramar acullá...El señor Poe tiene un estilo paracada eventualidad —dijo, y tomó untrago más de la jarra—. Y esamanera de expresarse tan poética.

—¿Y ya no está con usted,señora?

—Ay, no. Tenía la cama junto

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a la ventana en la segunda planta dela parte delantera; pasó tantotiempo allí, que yo y las chicasbromeábamos un poco. «Eh, Mary,¿no era ésa la campana del señorPoe? Seguro que quiere ginebra conagua, ¡seguro!». «María, amormío», me diría, «me tratas a cuerpode rey; eres mi reina, y estahabitación nuestro palacio».

Acercó su cara a la mía y mesonrió, quedando así al descubiertounas encías rosadas e inflamadas.Su aliento desprendía el olor agrio

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y penetrante del alcohol, y la fetidezmórbida y opulenta de la carnepodrida.

—Si quiere, le puedo enseñarla habitación, señor. El señor Poedecía que era comodísima y que nole hacía falta compartirla a menosque le apeteciera, no sé si meentiende. ¿Qué me dice? ¿Quieresubir a verla?

—Es demasiado amable,señora. Por desgracia, tengo unasunto urgente que tratar con elseñor Poe...

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—Yo siempre digo que hayasuntos urgentes y asuntos urgentes—dijo María empujándomesuavemente con sus grandes pechos—. Espero que no sea tan urgentepara no poder tomarse un trago dealgo caliente y quitarse el frío.Cuando esta niebla se mete en lospulmones, puede acabar con unhombre en cuestión de días. Miprimer marido era tísico, y eltercero.

Reconocí la fuerza de loinevitable, y le pedí que tuviera el

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honor de tomarse una copa conmigocon propósitos medicinales. En unabrir y cerrar de ojos, tomó eldinero que le di, abrió una trampillasituada encima del estante y sacódos vasos de ginebra con agua.Mientras bebimos, me habló delseñor Poe. Me contó que descendíade una distinguida familiaamericana y que había sido un actorfamoso en Estados Unidos, hastaque su carrera se truncó por culpade la animadversión de unoscríticos envidiosos, de una malicia

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sin límites.Poco después, mi anfitriona se

puso indispuesta. Primero apoyó laespalda en la pared y, agarrándomepor los hombros con un par demanos musculosas, me dijo que yoera un hombre con buena planta.Intentó besarme, luego bebió másginebra y lloró un poco por sutercer marido, del cual dijo que lehabía llegado más al corazón quelos demás.

—La dirección del señor Poe,señora —la interrumpí—. Antes ha

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tenido la amabilidad de decir queme la daría.

—El señor Poe —gimióMaría, tratando de cubrirse la caracon el delantal sin conseguirlo,dada la falta de espacio—. El señorPoe ha abandonado su nido deamor. Ha volado de nuestro alegrenidito.

—Ya, señora... pero, ¿adónde?—A Seven Dials —dijo con

desdén y, de pronto, pareció estarsobria como una monja—. Dijo quese iba a trabajar de oficinista con

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un caballero y que tenía quemudarse a vivir a un sitio máspróximo a su lugar de trabajo. Laverdad es que The Fountain ya noestaba a su altura.

—¿Dónde está Seven Dials?—Se aloja en una casa de la

calle Queen.Mientras hablaba, se le fueron

escurriendo los pies hasta ir a pararal suelo, y las rodillas, inmensascomo dos montañas, le quedaron ala altura de los prominentesabismos de su pecho.

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—Hay un hombre que lee labuenaventura en la casa. Siempreva muy elegante. Tiene un loro quehabla francés. El señor Poe diceque le miró fijamente (el hombre,digo, no el loro) y le dijo que veía ahermosas mujeres a sus pies yriquezas inimaginables hasta paraun avaro.

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CAPÍTULO 27

Al salir de la taberna la niebla sehabía espesado. Me picaban y melloraban los ojos, y me goteaba lanariz. Pasé entre aquel mar demultitudes que tosían y mascullabanhasta llegar a Seven Dials. Decamino pasé por el cementerio deSt. Giles. La iglesia se alzaba comouna inmensa ballena tiznada en elfondo del océano. Era comoatravesar una ciudad bajo el mar, un

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mundo sumergido.Apenas había imaginado la

escena, cuando recordé que fue enSt. Giles donde se habían ahogadovarias personas el año anterior.Tocando a la iglesia explotó unainmensa cuba de cerveza de lafábrica cervecera Horseshoe. Milesy miles de litros de cervezaasolaron, como un maremoto, elbarrio entero, llevándose consigopuestos de mercado, carros,barracas, animales y personas. Enesta zona de la ciudad mucha gente

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vive en sótanos. La cerveza inundóestos hogares subterráneos, y diezpersonas murieron ahogadas enella.

Mientras imaginaba aquellaola vengativa rugiendo al pasarentre calles y callejones, empecé asospechar que me seguían. Laimpresión fue aumentando demanera imperceptible, hasta que sehizo palpable, como la sensación dehumedad que empapa las sábanas.Pese a que me volví para miraratrás varias veces, la niebla me

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impidió identificar a quienquieraque fuera aquella persona entre elhormiguero humano por el que meabría paso. La causa de midesasosiego no era tanto lo que veíacomo lo que oía.

Me detuve en una esquina paraorientarme, y me pareció que unospasos que venían detrás de mítambién se habían detenido. Giré ala derecha en la calle NewCompton, aún lejos de Seven Dials.Para entonces ya me habíaconvencido de que realmente me

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seguían. Continué en direcciónoeste, y luego fui bajando porvarias calles hasta llegar a la calleLower Earl, hacia Seven Dials.Empecé a dudar de mi convicción,ya que oía tantos pasos a mialrededor, que no era capaz deidentificar los que creía que mehabían estado siguiendo.

Crucé Seven Dials y caminésin prisa por la calle Queen sinmoverme de la acera izquierda,escrutando cada establecimientojunto al que pasaba. A mitad de la

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calle encontré una tiendecilla encuyo interior distinguí un loro apesar de lo sucio que estaba elescaparate. Abrí la puerta y entré.El loro soltó un grito extraño ybrusco de tres sílabas, que repitióal instante. Al momento, el chillidose convirtió en palabras y adquiriósignificado.

—Ayez peur —chillaba elpájaro—. Ayez peur.

La sala no medía más de dosmetros y medio cuadrados, y hedíaa vapores de carbón y a tuberías.

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Aun así, olía mejor que la calle ysin duda era más cálida. Al fondode la tienda había un hombresentado, encorvado junto a unaestufa. Llevaba un abrigo quellegaba al suelo, una bufanda y uncasquete mugriento de terciopelonegro. Una manta le cubría laspiernas para protegerse de lascorrientes de aire. Se volvió parasaludarme, y vi un rostro reciénafeitado y mofletudo, bajo unafrente arrugada, aunque noble.

—La buenaventura; romances

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de índole política o amorosa;medicinas para hombres y animales—entonó en una voz profunda ycultivada, con un método deelocución que no habría estadofuera de lugar en un pulpito—;remedios para achaques venéreos;hechizos de eficacia demostradapara satisfacer cualquier deseohumano en este mundo o en el másallá; habitaciones por día o porsemana. Theodore Iversen a suservicio, para lo que desee.

Para no ser menos cortés, me

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quité el sombrero y me incliné.—¿Tengo el placer de

dirigirme al propietario de esteestablecimiento?

—Ayez peur —dijo el loro,que estaba detrás de mí.

—Soy el arrendatario, peroque el año que viene puedapermitirme seguir siéndolo es otracuestión.

Iversen dejó una pipa pequeñasobre la mesa que había junto a laestufa y añadió:

—Supongo que no quiere

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conocer el futuro ni quiere ningúnhechizo. Por tanto, sólo puede habervenido por medicinas oalojamiento.

—No me interesa nada deesto, caballero. Tengo entendidoque uno de sus inquilinos es unviejo amigo mío, un tal señor DavidPoe.

—Ah, el señor Poe —dijo, yse dio la vuelta para remover uncazo de hierro que había sobre laestufa—. Un caballero refinado. Eldolor de muelas lo tiene

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martirizado.—¿Y está en casa ahora?—Ay, no. Lamento

comunicarle que abandonó elcobijo de mi techo. O eso creo.

—¿Me permite preguntarlecuándo fue eso?

El señor Iversen enarcó lascejas.

—Hace dos días... no, miento:fue hace tres días. Pobre hombre,antes de marcharse pasó un díaentero en la habitación por el dolorde muelas, una triste dolencia a

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cualquier edad. En mi opinión, esmejor arrancarse todos los dientes.Le ofrecí algo para aliviar el dolor,pero rehusó la ayuda. Y es que si uncaballero prefiere sufrir, ¿quién soyyo para impedírselo?

—¿Y dijo adónde iba?—No me dijo nada. Se

escabulló como un ladrón en plenanoche, salvo que, a diferencia de unladrón, no se llevó nada consigo.Sin duda, tuvo que marcharse pararealizar una misión que le ocupómás de lo previsto. Pero no importa

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porque ha pagado el alquiler de losdías que quedan de esta semana.

—¿De modo que en realidadno ha dejado la habitación?

—Eso no lo sé. Conozconumerosos métodos para revelarqué nos depara el futuro y, comoséptimo hijo de un séptimo hijo,tengo el don, claro está, de laclarividencia, así comoextraordinarios poderes curativos...pero tengo por norma no utilizarnunca mis habilidades depronosticación para beneficio

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propio.—Ayez peur —dijo el pájaro.—Maldito pajarraco —renegó

el señor Iversen—. En la silla quetiene detrás hay un pedazo dearpillera. ¿Sería usted tan amablede cubrir la jaula con él?

Al darme la vuelta para hacerlo que me decía, advertí unmovimiento con el rabillo del ojo,como si alguien que hubiera estadoal otro lado del escaparate, cercadel cristal, mirando dentro, seapartara al ver que me volvía. Me

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acerqué para ver mejor, pero no vinada. El cristal estaba mugriento ytan lleno de impurezas, que, almover la cabeza, los objetos delotro lado se ondulaban como siestuvieran bajo el agua. Me dijeque no era imposible que miimaginación hubiera convertido unaondulación de aquellas en un espía.Cubrí la jaula y volví con eltendero.

—Si cree que el señor Poepodría volver —sugerí—, ¿no creeque sus bolsas estarán aún en su

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habitación?Se sonrió con un gesto de

suficiencia, y añadí:—Me gustaría ver la

habitación de mi amigo. Acaso nosproporcione una pista de suparadero.

—Pero la habitación estácerrada con llave.

—Usted debe de tener unacopia de la llave.

Volvió a sonreírse y dijo:—También tengo por norma

que sólo los inquilinos tienen

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acceso a sus habitaciones. Losinquilinos actuales y, claro,inquilinos «eventuales», que, contoda razón, tengan interés enexaminar el lugar, las dimensiones,etcétera.

—¿De modo que si yo fuera uninquilino eventual no se opondría aque viera la habitación? ¿Y sireservara la habitación a partir deldía en que quede vacante?

—No me opondría en absoluto—me confirmó el señor Iversen conuna sonrisa radiante—. Cinco

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chelines la noche sólo por lahabitación y un colchón de borra,con bomba de agua compartida enel jardín. Hay un cargo adicional sidesea que la chica le lleve agua, siquiere cambiar las sábanas ydemás.

—¿Cinco chelines?—En los que se incluye un

chelín por roturas y otrosaccidentes.

Saqué la cartera y pagué aquelprecio abusivo por una habitaciónen la que no iba a dormir siquiera.

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—Gracias —dijo,guardándose el dinero entre la ropa—. Y ahora debo pedirle que meayude.

Se retiró la manta de laspiernas. Vi que no llevaba unabrigo, como me había parecido,sino una túnica larga y negra comoel hábito de un monje, en la cualhabía bordados símbolosalquímicos y astrológicos, pero eluso y la suciedad la habíaoscurecido tanto, que apenas sedistinguían bajo la escasa

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iluminación de la tienda. Calzabaun par de zapatillas de cueroenormes. Al retirar la mantatambién dejó al descubierto la sillaen la cual estaba sentado. A laspatas había acopladas dos ruedas;en la parte delantera, una tabla quele permitía apoyar los pies; y en laparte superior del respaldo, unaagarradera.

Desenganchó un manojo dellaves del cinturón que ceñía latúnica.

—Le agradecería que tuviera

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la amabilidad de empujarme poresa puerta. Por suerte, la habitacióndel señor Poe se encuentra en laplanta baja. Las escaleras son paramí una auténtica tortura.

Dio un sorbetón por la nariz ysiguió hablando.

—El apartamento de miquerido padre está en la primeraplanta, y me duele no poder subir ybajar para satisfacer sus caprichos.

Iversen era un hombre pesado,y no fue nada fácil hacerlo pasarpor la puerta. Al cruzarla salimos a

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un lugar muy distinto de latiendecilla polvorienta, un lugarcasi tan poblado como la plazueladonde se hallaba la taberna TheFountain. Había gente en la cocinadel fondo, y gente en las escaleras.Una colada tendida ocupaba toda lasala, y tuvimos que sortear unasenormes cortinas grises quegoteaban. En la planta superior seoía a unos hombres que cantaban,dando patadas al suelo, y de abajovenía el ruido de martillazos.

—En el sótano tenemos una

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zapatería —explicó mi anfitrión—.Hacen las mejores botas de montarde Londres. ¿Le gustaría encargarun par? Estoy seguro de que leharían un precio especial por serconvecino.

—Ahora no las necesito, perogracias.

Dirigiendo la voz hacia lasescaleras que llevaban arriba gritó:

—No se inquiete usted, padre,que estaré arriba en un momento.

No hubo respuesta.Nos detuvimos en la puerta

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próxima a la cocina. Iversen seinclinó hacia delante y la abrió conla llave. Al abrir la puerta nos llegóuna vaharada pestilente. Lahabitación era un sótano minúsculoy oscuro, donde no había más queun armario, y el espacio justo parauna cama pequeña y una silla. Elcristal del ventanuco estaba rotopor varias partes, y habían tapadolos agujeros con trapos y trozos depapel. Debajo de la silla había unorinal lleno con una botella vacía allado, y la cama estaba deshecha.

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Iversen señaló bajo la cama.—Su maleta sigue ahí.—¿Puedo mirar dentro? —

pregunté—. Puede que me dé algunapista sobre el paradero de miamigo, y a él le interesa que leencuentre.

Soltó una carcajada que acabósiendo una tos.

—Lo lamento muchísimo, perosi desea abrirla tendrá que pagarotro chelín.

No dije nada y le di el dinero.La maleta no estaba cerrada con

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llave. Rebusqué en su interior.Entre sus pertenencias se contabanun par de zapatos que necesitabansuelas nuevas, una camisa conremiendos, un dibujo concarboncillo de la cabeza a loshombros, de una mujer de ojosgrandes con tirabuzones, peinada alestilo de veinte o treinta años atrás.También había un volumen conobras de Shakespeare: el librohabía perdido la cubierta posteriory presentaba el nombre de DavidPoe en la guarda.

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—¿Sabe dónde encontrótrabajo? —pregunté.

Iversen negó con la cabeza.—Si un hombre paga el

alquiler y no crea problemas, notengo motivos para meter lasnarices en sus asuntos.

—¿Dónde tiene los demásenseres?

—Qué sé yo. A lo mejor estodo lo que tiene. Como amigosuyo, seguramente estará mejorinformado de su situación que yo.

—¿Hay alguien aquí que sepa

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adónde puede haber ido? ¿Tal vezuna criada?

—Está la muchacha que llevael agua y recoge las lavazas...cuando se acuerda. Si lo desea,puede preguntarle a ella. Aunque leva a costar otro chelín.

—¿Acaso no he pagado yabastante?

Abrió ambas manos y dijo:—Corren tiempos difíciles,

amigo mío.Le di el chelín. Me pidió que

lo empujara, y cruzamos la cocina,

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donde había unos niños de pechogimiendo y llorando, dos mujeresque se peleaban escandalosamentepor un montón de trapos; luegopasamos por otra cocina de techobajo que había al fondo, donde treshombres jugaban a los dados,mientras una mujer hervía huesos; ypor último llegamos a un patiotrasero no muy grande. La fetidezdel pozo negro, que se desbordaba,me llevó a sacar el pañuelo.

—Allí —dijo mi guía,señalando un cobertizo de madera

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del tamaño de una caseta de perros,pero espaciosa, que estaba apoyadacontra el muro del fondo—. Ahívive Mary Ann. Puede que tengaque despertarla. Ha tenido unanoche ajetreada.

Iversen me dio un empujoncitocon la mano. Pasé con muchocuidado por aquel patio lleno debasura esparcida y llamé a lapuertecilla del cobertizo. No huborespuesta. Volví llamar y esperé.Me di la vuelta y vi al tendero en laentrada al edificio.

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—Se lo he dicho —gritó—.Puede que esté durmiendo.

La puerta no tenía picaporte,de modo que la empujé, y cayeronpedazos de la madera podridasobre el empedrado del patio. Nohabía ventanas, pero la luz queentró por la puerta bastó paraalumbrar a una mujer pequeña queestaba acurrucada bajo una pila detrapos y periódicos en un rincón.

—No se alarme, Mary Ann.Soy un amigo del señor Poe yquisiera hacerle una o dos

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preguntas.Levantó la cabeza despacio

para mirarme. Soltó un gemido sinpronunciar palabra, agudo como elchillido de un pájaro.

—No voy a hacerle daño —dije—. ¿Se acuerda del señor Poe...que se aloja en la habitación al ladode la cocina?

Se incorporó, se apuntó con eldedo a la boca y volvió a emitir elchillido sin decir nada.

—Intento averiguar adónde haido.

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Entonces, Mary Ann se pusoen pie, retrocedió hasta el rincón deaquella miserable morada y, sindejar de señalarse la boca, volvió aemitir aquel sonido. Al fin entendílo que me estaba diciendo. Lapobre chica era muda. Me inclinépara tener mis ojos a la altura delos suyos. No llevaba gorro, y sucabello, débil y pelirrojo, era unhervidero de piojos.

—¿Se acuerda del señor Poe?—insistí—. ¿Me puede oír?¿Asiente con la cabeza si puede y si

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se acuerda de él?La chica esperó un momento, y

luego asintió poco a poco.—¿Y se marchó de aquí hace

tres días?Volvió a asentir.—¿Sabe adónde fue?Entonces negó.—¿O dónde trabajaba?Negó con más vigor.—¿Se llevó una bolsa con él

al irse?Se encogió de hombros. La luz

de la entrada le daba en plena cara,

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y todo el tiempo que estuve conella, movía los ojos de un lado aotro, como si buscara una vía deescape. Metí la mano en un bolsilloy saqué un puñado de peniques, quedejé en una pila en el suelo junto aella. Sentí una profunda vergüenzacuando ella tomó mi mano entre lassuyas y me la cubrió de besos,emitiendo aquellos sonidos depajarito.

—No se inquiete —dijesintiéndome incómodo, soltando lamano y poniéndome en pie—.

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Disculpe que le haya interrumpidoel sueño.

Entonces me hizo una señalpara que esperara, y hurgó entre lascapas de ropa que protegían aquelfrágil cuerpo del mundo. Soltabachillidos y grititos sin parar, aunquemás suaves, como los arrullos delas palomas torcaces. Al fin, con ungesto radiante, me dio un papelarrugado, que parecía una hojaarrancada de un cuaderno. En élhabía el dibujo a lápiz de unacabeza, realizado con trazos

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rápidos y poca habilidad; era obvioque era el retrato de un niño,aunque no el de un niño queexistiera en realidad. Era el tipo dedibujo que se hace mientras se estápensando en otras cosas.

Sonreí para darle a entender aMary Ann que me gustaba y se lodevolví, pero volvió a emitir suschillidos y quejidos y, haciendoseñales con las manos, dejó claroque quería que me lo quedara. Memetí el dibujo en el abrigo y medespedí. Ella me sonrió, me dijo

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adiós con la mano y se deslizó bajolas mantas y periódicos que lehacían de cama.

Iversen todavía me esperabasentado en la puerta de atrás.

—La ha conquistado,caballero, de eso estoy seguro.Raras veces tenemos el placer dever a Mary Ann tan locuaz.

Desoí aquel intento deocurrencia y me limité a decir:

—Gracias. Si no puede darmemás información, me marcharé.

—Desde aquí es preferible

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que salga por ese acceso.Iversen me indicó un estrecho

pasadizo junto al retrete; era untúnel ruidoso que bajaba a lasentrañas de la casa para luegodesembocar en la calle.

—A menos que quiera que lelea la buenaventura —añadió—,bueno, o le prepare un hechizo paraque la dama arda de pasión porusted.

Decliné su ofrecimiento y meadentré en el pasadizo. Me di prisaen ir hacia el bullicio entre la

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niebla que quedaba al otro extremo.El aire olía intensamente a humedady podredumbre. Una rata gris yenorme me pasó sobre un pie. Fui aatizarle un golpe con el bastón, perofallé y le di a la pared. Sentíamucha pena por aquella muchacha,y rabia hacia Iversen, puesseguramente era el alcahuete.

El ataque me cogió porsorpresa.

Cuando ya había descendidodos terceras partes del pasaje, unhombre apareció de la nada y se me

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abalanzó sobre el hombro derecho.Caí contra la pared contraria eintenté levantar el bastón, pero laestrechez del pasadizo y el propiocuerpo de aquel hombre me loimpidieron. Entonces reparé en unapuerta lateral de la casa que daba alpasaje. Estaba empotrada y habíasuficiente espacio para que alguienpudiera acechar desde allí.

Y no sólo un hombre, sino dos:el segundo se lanzó contra mí.Ambos vestían de oscuro. Meretorcí para agarrar al primero. Se

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oyó el golpe del metal contra elladrillo. Me llegó un aliento rancioy tibio, y una voz renegó. Luego oíunos pasos que corrían sobre lacapa de suciedad de la calle.

—¡Maldito seas! —gritó unhombre.

Me asestaron un golpe en lacabeza. El dolor me nubló la vista.Lo último que oí fue a otro hombreque gritaba:

—¡Por los clavos de Cristo!¡Coge a ese maldito perrengue!

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CAPÍTULO 28

Apenas recuerdo lo que sucediódespués. Perdí conciencia de dóndeestaba durante varios segundos, oquizá más. Y cuando la recuperétampoco tenía claro qué habíaocurrido. Tuve que hacer un granesfuerzo mental para observar quela niebla era más espesa que nuncay que alguien, no sabía por qué,cargaba conmigo, arrastrándomecomo podía a través de una multitud

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que me empujaba.Me costaba respirar. Recuerdo

haber pensado, con la fuerza propiade una revelación, por qué unhombre iba a ser tan idiota deaventurarse por su propia voluntada través del ambiente fétido de lametrópolis. Tenía un dolor decabeza insufrible. En aquel estado,al igual que un recién nacido, eraincapaz de controlar mi destino.

Un hombre dijo algo a gritosmuy cerca de mi oído, e instantesdespués me estaban metiendo a

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empujones en un coche de alquiler.Me deslomé sobre el asiento.

—A la calle Brewer —dijo elhombre que tenía al lado.

—¿Está bebido? —preguntóuna segunda voz.

—No. Sólo se ha desmayado.—Si echa una gorgozada aquí

dentro...Oí el tintineo de una moneda, y

las dos voces callaron. Momentosdespués el coche arrancó. Íbamosdespacio. Me acurruqué en elrincón con las manos sobre la

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cabeza. El vaivén del carruaje medaba náuseas y, por un instante,pensé que los temores del cocheroiban a quedar justificados. Perdí elsentido del tiempo. Los ojos medolían con la luz. Mi compañero notenía intención de dirigirme lapalabra, pero de haberlo intentado,dudo que hubiera podidocontestarle.

El coche siguió un caminosinuoso, y al rato ya me habíaacostumbrado al vaivén, que no mecausaba malestar, sino alivio.

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Entreabrí los ojos y miré afuera.Sobre la niebla se alzaba imponentela silueta inconfundible de laiglesia de St. Ann. Al parecer,aquel reconocimiento me hizorecuperar de golpe una suerte demecanismo interno, y los procesoscerebrales se reanudaron sindificultades.

¿Qué demonios hacía yo en uncoche de alquiler? ¿Me habíansecuestrado? Por mucho que lointentara, era incapaz de recordarnada de lo ocurrido entre el

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momento en que me habían metidoen el coche y un momento anterior,indefinido, cuando Iversen eltendero me miraba mientrasrebuscaba entre la maleta del señorPoe. Volví la cabeza muy despacio,y el movimiento agravó el dolor.

—Ah —dijo SalutationHarmwell—. Ha recuperado elcolor de la cara, señor Shield. Esoes buena señal.

—Señor... señor Harmwell.No entiendo nada.

—¿No recuerda nada?

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—No... es como si me fallarala memoria.

Mientras hablaba, de aquelmisterioso vacío surgió unfragmento de información.

—El perrengue —dije.—¿Cómo dice?—No sé quién, ni dónde, ni

por qué, pero recuerdo a alguien...creo que una voz irlandesa... aalguien diciendo algo de unperrengue. Y, según tengoentendido, en los bajos fondos amenudo emplean la palabra para

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referirse a...—¿A un hombre de color?—Exactamente. Por favor,

señor Harmwell, ¿tendría usted laamabilidad de explicarme cómo hellegado aquí?

—Dio la casualidad de queiba por la calle Queen, cuando oíuna riña. Me asomé al pasaje de latienda, y le vi en una refriega condos miserables rufianes. Entoncesaún no le había reconocido, sólo vique le estaban dando una paliza aun pobre inocente, y que le querían

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robar. De modo que tumbé a uno. Elotro huyó, y pensé que lo mássensato era irnos de allí cuantoantes.

Vi que tenía los nudillos llenosde rasguños.

—Le estoy enormementeagradecido, caballero —le dijefrotándome un lado de la cabeza,donde ya empezaba a formarse unchichón—. No... no sé qué habríahecho si usted no hubiera pasadopor azar.

—Me temo que ha perdido el

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sombrero. De hecho, creo queamortiguó buena parte del golpe y,de no haberlo llevado puesto, sehallaría en peor estado. Si no meequivoco, también levaba unbastón, pero también hadesaparecido.

Asentí con la cabeza. No habíareparado en que ambos me faltaban.Fui a decirle que, sin duda, habíasido una coincidenciaextraordinaria que pasara por allíen aquel momento, pero mecontuve. El hecho de que la

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coincidencia me había sidosumamente útil no venía al caso.

—¿Lleva todavía la cartera?Me palpé el bolsillo.—Sí.—Algo es algo.Sólo sabía que debía ser

prudente, pero no sabía por qué, demanera que dije despacio:

—Quizás iba andando por lacalle, y me metieron a rastras en elpasaje con la intención de robarme.

—No parece muy probable —opinó Harmwell—. Creo que le

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habría visto a pesar de la niebla. Esmás probable que entrara por elotro lado, o tal vez por una de laspuertas laterales de la casa que danal pasaje.

El coche avanzaba a pasoconstante en dirección oeste,avanzando por distintas calles haciael centro del Soho. Al fin llegamosa la calle Brewer. Harmwell indicóal cochero una casa en el lado nortede la calle, próxima a la esquinacon la calle Great Pultney, ydesechó mi intención de pagar el

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trayecto.Al ponerme en pie volví a

marearme. Harmwell me ayudó abajar y me ofreció un brazo comopunto de apoyo para entrar a lacasa. Un sirviente perplejo, vestidocon un traje de librea muy gastado,nos condujo a la planta superior. Alparecer, el señor Noak habíaalquilado la segunda planta entera.En la parte delantera había una salade estar, donde Harmwell meacomodó en el sofá que había juntoal fuego, y pidió al sirviente que me

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trajera una copa de brandy. Luegofue en busca de su señor. Cuandollegó con el señor Noak, ya mehabía bebido la mitad del brandy yme había recuperado un poco. Sinembargo, seguía sin recordar loocurrido en el intervalo entre lahabitación del señor Poe en la calleQueen y el momento en queHarmwell me había metido en elcoche de alquiler.

«¿Maldito perrengue?»Al recordar aquella voz ronca,

me vino a la mente una imagen de

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aquellos momentos perdidos de mivida, la imagen de una criaturapequeña, infantil, que me agarrabala mano y la llenaba de besos. Porun instante el recuerdo fue tanvivido que vi los piojos grisesmoviéndose entre el pelo débil ypelirrojo de aquella joven.

Me levanté en cuanto el señorNoak entró a la sala, y me di cuentade que ya podía estar de pie sinayuda. Me dio la mano y preguntócómo estaba. Se me trabó la lenguaal dar las gracias a Harmwell por

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salvarme la vida, así como al señorNoak por su hospitalidad.

—Harmwell sólo cumplió consu deber como buen cristiano —dijo Noak con aquel fuerte acentode Nueva Inglaterra—. Fue unhecho providencial que pasara porallí.

—Sin duda —dije.—Por favor, siéntese —me

indicó, y él ocupó una butaca alotro lado de la chimenea—. Laúltima vez que nos vimos, señorShield, discutimos sobre el valor de

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leer a Ovidio. No conozco bienLondres, pero según sé por miayudante, se lo encontró en unaparte de la ciudad que no parece unlugar de encuentro habitual paramaestros de escuela.

—Estoy alojado en casa delseñor Carswall, señor. Me habíaenviado allí por un recado.

—¿El señor Carswall? Sí,tuve el placer de verle hace poco,bien que en tristes circunstancias.

Me miraba fijamente.—Disculpe mi curiosidad —

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añadió—, pero creía que trabajabausted en una escuela de las afuerasde Londres.

—Y así es, señor, pero ahoraestoy en casa del señor Carswall,en la calle Margaret, para darclases a Charles Frant.

Noak apretó los labios. Luegosorbió por la nariz y dijo:

—Es de alabar la caridad queha tenido el señor Carswall alproporcionar un hogar a la señoraFrant y a su hijo, que ahora haquedado sin padre.

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Hizo una pausa y dio laimpresión de sumirse en unareflexión melancólica. Pasaron unosmomentos. No quería interrumpirsus cavilaciones. Las mías tampocoeran alegres. Acaso la señora Frantno habría necesitado la caridad delseñor Carswall si yo no hubieradado fe de la firma de GeorgeWavenhoe en su lecho de muerte.

Por fin, continuó:—¿Recuerda quién le atacó?

Supongo que querrá denunciarlos aljuzgado de guardia de la calle Bow.

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—Lamento no recordar lascircunstancias de la agresión ni delrescate del señor Harmwell. Norecuerdo nada.

—Es una verdadera lástima.Aun así, sabe dónde sucedió, yHarmwell vio a los asaltantes.

—St. Giles es un lugaranárquico, señor. Los hombres queme atacaron se habrán ido de allí.

Harmwell tosió y dijo:—El pasaje era muy oscuro,

señor, y no los vi muy bien.Noak me miró y preguntó:

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—¿Y la gente de la casa?¿Están involucrados en la agresión?

Harmwell se encogió dehombros, y yo contesté:

—No recuerdo nada de lo quepudo haber ocurrido previamente,para demostrar que así fue.

—Pero podría ser, ¿eh?—Es imposible saberlo —

dije, y sentí una punzada de doloren la cabeza—. No... no meacuerdo. Consultaré al señorCarswall al volver, señor, peroseguramente me aconsejará que no

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remueva el asunto.—Ya veo —dijo el señor

Noak, y yo tuve la desagradablesensación de que veía más allá delo que me habría gustado.

—No quiero abusar más de suamabilidad —dije—. La señoraFrant y el señor Carswallempezarán a impacientarse.

—Harmwell lo llevará —sugirió Noak, a la vez que miraba asu ayudante negro—. Toque lacampana.

—No quiero causarles ya más

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molestias.—No es ninguna molestia —

replicó Noak con brusquedad,poniéndose en pie—. Al menospara mí. Y aunque lo fuera, le handado un buen golpe en la cabeza y,como cristiano que soy, es mi deberasegurarme de que vuelve sano ysalvo a casa, como lo ha sido paraHarmwell acudir en su ayuda.

Se despidió haciendo unaseñal con la cabeza y abandonó lasala. Harmwell llamó al criado conla campana. A los diez minutos ya

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estábamos en otro coche dealquiler, que se desplazaba con tallentitud, que más valdría haber idoandando. Ninguno de los doshablaba. Al rato, el silencio se mehizo incómodo y, a trancas ybarrancas, le di conversación.

—¿Qué impresión le hacausado Londres, señor Harmwell?

—Lo cierto es que es unaciudad tan vasta y variada, quecuando uno apenas se ha formadouna impresión, llega otro y ladesdice. Aquí hay tanta riqueza, que

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cuesta de imaginar.—Pero ustedes también tienen

muchas riquezas en Estados Unidos,estoy seguro.

—Yo no soy americano, señor.Soy canadiense. Mi padre era deVirginia, pero se trasladó al nortecon su amo después de laRevolución.

—¿Eran partidarios de lacorona británica? ¿Sufrió su padregraves pérdidas por el traslado?

—No, señor, lo ganó todo —dijo y se volvió para mirarme a los

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ojos—. Se ganó la libertad.Concedieron una finca al señorSaunders en el norte de Canadá, ymi padre siguió trabajando para él.Yo también, hasta que me alisté enel ejército durante la última guerracon Estados Unidos —me contó conun tono más grave—. Si la familiano se hubiera extinguido en esetiempo, habría vuelto para trabajarcon ellos cuando me dieron de bajaen el ejército.

—Lo lamento... pero encontróotro trabajo, ¿no?

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—El señor Noak tuvo laamabilidad de ofrecerme un puestode trabajo.

Me habría gustado hacerle máspreguntas. Tenía curiosidad por suservicio en el ejército, por ejemplo,pues mis propios fracasos en eseámbito me habían despertado eldeseo de saber más sobre los éxitosde otros. Sin embargo, con micuriosidad ya había traspasado loslímites que permitían los buenosmodales, por lo que orienté laconversación a temas generales.

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Sobre todo hablamos de NuevaYork y Boston. Harmwell no era unhombre de iniciativa fácil en laconversación, pero en susrespuestas demostró tener sentidocomún.

Eran las tres pasadas cuandodejamos atrás la agitación humanaque agolpaba la calle Oxford. Alllegar a la calle Margaret, le pedíque bajara para ofrecerle unrefrigerio. Primero Harmwellvaciló y luego dijo que, si no habíainconveniente, le haría una visita a

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la señora Kerridge, siempre ycuando no estuviera ocupada, puesle había prometido escribirle unareceta que él debía enviar a sumadre a Canadá. Hablaba con talsolemnidad, con tal gesto dedevoción filial, que casi me eché areír al recordar el modo en que lerozó el pecho con la mano aquellatarde en Piccadilly, y en cómo ellale dio unas palmaditas en la mejillaa modo de reprobación.

Cuando hubimos entrado alcalor de la casa, un sirviente llevó

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a Harmwell al piso de abajo paraver a la señora Kerridge. El señorCarswall estaba en casa, pero antesde verle quería lavarme la cara ycepillarme el abrigo. Subí a mihabitación y encendí una vela, puesya era de noche y apenas veía ni aun palmo de mis narices. En la jarradel lavabo aún quedaban unoscuatro centímetros de agua fría. Loseché a la palangana. Al quitarme elabrigo, cayó un papel al suelo. Meagaché para recogerlo.

Era la hoja arrancada de un

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cuaderno. Lo sostuve a la trémulaluz de la vela y vi el dibujo acarbón de un rostro infantil. Algo seagitó en la memoria. El dibujo no separecía a ningún niño queconociera. No obstante, la forma dela cabeza —la frente ancha, lacurva de las mejillas— merecordaba a Charlie Frant y a EdgarAllan.

Con la vela detrás del papel,vi al trasluz que había algo escritoen el reverso. Le di la vuelta.Escritas en lápiz, había las palabras

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«calle Lambert n° 9».No había indicio alguno de

quién lo había escrito ni por qué.Mientras las miraba a la tenue luzde la vela, tuve la tentación decolocar la punta del papel sobre lallama y olvidarme de que habíaexistido. Aún no recordabaaquellos momentos perdidos. Noobstante, tenía la sensación de queempezaba a mezclarme en unaintriga, cuyo propósito, naturaleza yalcance desconocía. El asesinato delos jardines Wellington, el encargo

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del señor Carswall en St. Giles, elataque al salir de la tienda delseñor Iversen, la intervenciónprovidencial de Harmwell... todoesto ha de seguir una pauta, me dije,y recordé el consejo de Dansey, queresonó en mis oídos: «Cuando lagente importante cae, arrastran conellos a mucha gente insignificante».

La punta del papel empezó aoscurecerse y emitió una voluta dehumo. Solté un grito ahogado y loaparté de un tirón de la llama. Alfin y al cabo, algo tenía que enseñar

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al señor Carswall después de undía de trabajo. Por otra parte,tampoco quería reconocer que mehabían pegado.

El tiempo revela, pero tambiéncela: descubre las mentiras, inclusoaquellas que nos decimos anosotros mismos. Ahora bien, sisalvé el papel, creo que fue por unasola razón. Y es que, si no teníanada que mostrar al señorCarswall, me enviaría de vuelta aStoke Newington, sacarían aCharlie del colegio, y yo no

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volvería a ver jamás a la señoritaCarswall ni a la señora Frant.

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CAPÍTULO 29

—El negro de Noak —dijo el señorCarswall haciendo una mueca deasco—. Cierre los ojos yescúchele, y casi no notará que noes blanco como usted o como yo.Pero no sirve de nada. Nunca sirvede nada. Un negro educado es unaabominación a los ojos de Dios. ¿Ypor qué no me ha dicho que habíallegado? No lo he sabido hasta quePratt ha venido a decírmelo.

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Pratt, un lacayo con cara decomadreja, había subido de malagana a mi cuarto para decirme queel señor me llamaba. Pratt sedeshacía en sonrisas por losCarswall, y era todo desprecio paracualquier otra persona.

—Le pido disculpas, señor.Cuando el señor Harmwell me hatraído de vuelta, he tenido que...

—¡Harmwell! —interrumpióCarswall, volviendo al temaanterior—. Basta con su nombre. Lomalo de esos malditos

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abolicionistas es que nunca estudianal negro en su medio natural. Yatuve bastante con los negros de misplantaciones. Son como animales.Si esos hipócritas redomados semolestaran en averiguar qué hacenen las dependencias para losesclavos, otro gallo cantaría.

A pesar de que todavía nohabían dado las cuatro y que elseñor Carswall aún no habíacomido, estaba irreconocible. Noes que estuviera bebido, perotampoco estaba sobrio. Estaba

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sentado al fuego en un salón queolía a tabaco y que usaba a modo desala de estar privada. Los postigosestaban cerrados, y las velasencendidas. Llevaba una batabordada y unas pantuflas. Mepreguntaba si Pratt le había dicho asu señor que Harmwell todavíaestaba abajo, entregado aindagaciones culinarias con laseñora Kerridge.

Carswall se hurgó en elbolsillo del chaleco y sacó el reloj.

—La verdad es que se ha

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tomado su tiempo, Shield. ¿Y bien?¿Alguna novedad? ¿Qué demonioshacía con ese negro?

Le relaté resumidamente lasaveriguaciones que había hecho. Leconté que el señor Poe habíaabandonado la habitación de lataberna, al parecer debido a quehabía encontrado un nuevo empleo,y se había mudado a la calle Queen,en el distrito de Seven Dials. Segúnme había dicho el casero, teníadolor de muelas. Hacía tres díasque había desaparecido, dejando

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atrás algunas posesiones.—¿Tres días? —preguntó el

señor Carswall—. ¿De modo que lohan visto después del asesinato? ¿Yqué pasa con el negro de Noak?

—Sí, ahora, pero permítamevolver un momento al tema delseñor Poe, a la cuestión del dolorde muelas.

—Ah... ¿se refiere a quellevaba la cara tapada?

Me encogí de hombros ysugerí:

—Al menos es una

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posibilidad. A diferencia de lamujer de la taberna, tuve laimpresión de que el señor Iversen,es decir, el casero de Poe, no loconocía muy bien y tampoco hacíamucho tiempo que lo conocía.

Tenía un dolor de cabezainsoportable y me estaba costandoexpresarme. Por otra parte, desdeque había encontrado el esbozo delniño, la amnesia había remitidocomo la niebla que se retira, y yarecordaba con absoluta claridad loocurrido. Hablé al señor Carswall

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de la sirvienta sordomuda, y leentregué el dibujo del niño con ladirección apuntada al dorso.

Estudió el dibujo un momentoy luego examinó la dirección.

—¿La calle Lambert? ¿Dóndeestá eso?

—No estoy seguro, señor.Pero hay más cosas: mientras salíapor el pasaje que comunica con lacalle desde el patio, dos rufianesme atacaron.

—¿Estaban confabulados conel casero?

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—No necesariamente. Puedeque fueran de la calle. Por suerte,mis gritos llamaron la atención delseñor Harmwell y acudió en miayuda.

—Ah, el negro. Volvemos a él.¿Y qué hacía allí?

—Él y el señor Noak medijeron que fue pura coincidencia.

—Las alternativas son queestaba confabulado con el casero, oque le siguió.

—Cuando venía de la taberna,de camino a Seven Dials, hubo un

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momento en que pensé que alguienme seguía. Pero la niebla era tanespesa, que no estaba seguro. Ycuando estaba en la tienda del señorIversen, tuve la sensación de quealguien nos espiaba desde la calle,a través del escaparate.

Carswall se tiró del labioinferior y dio un fuerte suspiro.

—¿Cómo le trataron él y elseñor Noak?

—No podían haberme tratadomejor. El señor Harmwell me llevóen coche a la casa de la calle

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Brewer, donde se hospeda el señorNoak, y me ofrecieron una copa debrandy. No trataron de sacarmeinformación. Luego el señor Noakle pidió al señor Harmwell que meacompañara hasta aquí. Ni siquierame permitieron pagar el trayecto.

Me miró con el ceño fruncidoy dijo:

—Ah, por cierto...Me llevé la mano al bolsillo y

saqué el cambio de las cinco libras.Carswall me pidió cuentas de cadapenique que me había gastado.

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Apiló las monedas sobre la mesaque había junto a la butaca para elvino. Luego asintió y agitó la manosobre el montoncito de oro, plata ycobre.

—Por el momento, más valeque se lo quede. Mañana busque losjardines Wellington y averigüe si enel número nueve saben algo de unvisitante de la calle Queen.

—¿Pregunto por el señorFrant, señor, o por el señor Poe?

Carswall se me quedómirando.

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—¿Y yo qué demonios voy asaber?

—He pensado que quizá laletra...

—No son más que dospalabras garabateadas. ¿De qué nossirve? Podría haberlo escritocualquiera. Y en cuanto al niño dela otra cara, sólo puede decirse quequien lo dibujó no tiene talento parael arte.

—Parece el retrato de uncolegial.

—¿Insinúa que es Charlie? ¿O

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el niño americano? Eso tampoconos lleva a ninguna parte, ¿no cree?Tampoco nos demuestra que lamano que escribió la dirección seala misma que hizo el dibujo. Noobstante, tal vez la señora Frantpodría decirnos si a Frant legustaba dibujar a lápiz... sí, tire deltimbre.

Obedecí. Al momentoapareció el lacayo, y Carswall lepreguntó cómo se encontraba laseñora Frant. Pratt le dijo que habíabajado al salón un rato con la

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señorita Carswall para hacerlecompañía. Yo sabía que era laprimera vez en días que habíasalido de su habitación, salvo el díadel funeral. Charlie iba con ella.Con una consideración impropia deCarswall, pidió al lacayo quepreguntara a la señora si eraoportuno pedirle que lo recibiera.

Mientras esperaba unarespuesta, Carswall se puso en piea duras penas. Se apoyó en larepisa de la chimeneatambaleándose.

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—Dentro de unos días tenemosque ir al campo —dijo—. Laseñora Frant y su hijo vendrán connosotros, claro.

—¿Charles no va a regresar aStoke Newington?

Carswall negó pesadamentecon la cabeza.

—Es un gasto de más que notiene sentido, sobre todo porque laseñora Frant ya no va a seguirviviendo en Londres. Ya he habladodel asunto con ella, y está deacuerdo conmigo, y cuanto antes

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saquemos al niño del colegio, másfácil le resultará todo. Estoy segurode que las circunstancias de la ruinay la desaparición de su padre sonpara él un lastre que le perjudica enla escuela.

La noticia me disgustó, aunqueen parte ya esperaba que fuera a serasí. Yo esperaba en silencio,desconsolado, mientras el señorCarswall silbaba un tono pocomelódico. La señora Frant debía desaber que el señor Carswall lahabía engañado con la última

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voluntad de su tío Wavenhoe. Sinembargo, estaba pasando tantasestrecheces, que sólo podía seguirel consejo de un hombre que habíaconvertido a su hijo en un mendigo.

Al fin el lacayo volvió con unrecado de la señora Frant. Rogabaque la disculpáramos, pero no seveía con fuerzas.

El señor Carswall murmurópara sí:

—Bueno, no importa. Yahablará conmigo cuando pueda.

Se quedó de pie unos instantes,

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rascándose como un cerdo en supocilga, hasta que se dio cuenta deque no estaba solo.

—Perdone, señor Shield, no sélo que me hago —se disculpó.

Se dejó caer aparatosamenteen la butaca, me miró y sonrió, yvolvió a desconcertarme aquelgesto en el que reconocía a su hija,en medio de un rostro tan feo.

—Le estoy muy agradecido,caballero. Le estoy muy agradecidopor todo cuanto ha hecho. Supongoque no ha sido nada fácil para

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usted. Y es toda una muestra degenerosidad que mañana vaya de miparte a la calle Lambert. Tome eldinero de antes: puede que lonecesite.

Me observó atentamente,mientras recogía la pila de monedasde la mesa para el vino. Se tocó elbolsillo del chaleco, buscando elreloj.

—Si al menos hubiera mástiempo —dijo mirando la hora—.Pero no voy a entretenerlo más,señor Shield... tiene que atender a

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su alumno. Le veré mañana, cuandovuelva.

Tras retirarme subí poco apoco por las escaleras. Estaba tristey alicaído. Tenía el ánimo abatidoante la perspectiva de regresar a laescuela que, hasta hacía poco, habíasido un refugio para mí. En aquelmomento se abría ante mí una vidainsoportable, cicatera y monótonaentre niños manchados de tinta. Noera mucho mejor que estarenclaustrado en un monasterio.

No obstante, cuando llegué al

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primer rellano, la puerta del salónse abrió, y vi aparecer parte de unvestido negro y sentí la fragancia devioletas de Parma.

—¡Señora Frant! Espero...espero que se encuentre mejor.

—Sí, gracias, caballero —respondió, acercándose tras cerrarla puerta—. He estado muyenferma, pero he mejorado.

Tenía la tez pálida y estabadelgada; los ojos le brillaban comosi aún tuviera fiebre. No había oídoel chasquido de la cerradura, de

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modo que no sabía si había estadoallí, con la puerta abierta,esperando los pasos que subían porla escalera. De súbito me faltó elaire.

Empecé a hablar sin prestardemasiada atención a lo que decía:

—No sabe cuánto lamento...—La señora Kerridge me ha

dicho que le han lastimado —meinterrumpió, y fue lo mejor para mí,que no me permitiera acabar lafrase—. Que unos rufianes leatacaron.

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Me llevé la mano a lamagulladura de la cabeza.

—No es grave, señora. Leruego que no se preocupe.

—Cómo no me voy apreocupar. Venga aquí, acérqueseal espejo... a ver.

Entre dos ventanas había unmueble recubierto de mármol, sobreel que reposaba un candelabro;encima, en la pared, había unespejo grande, donde se reflejabanlas velas encendidas. Me quedé depie con la cabeza agachada. La

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señora Frant se puso de puntillas yme miró la parte derecha de la sien,donde me habían propinado elgolpe.

—Acérquese un poco más —me ordenó—. Así... a ver. Lo tienehinchado y amoratado. Por suerte,la piel sólo tiene rasguños y no esuna herida abierta.

—El sombrero paró la fuerzadel golpe.

—¡Gracias a Dios!Sentí el roce de sus dedos en

la frente. Me estremecí, pero me

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apoyé en la mesa para ocultar eltemblor causado por la emoción.

—¡Ah! Aún está dolorido. ¿Leduele la cabeza?

—Sí, señora.—Había salido a hacerle un

encargo al señor Carswall,¿verdad?

—Sí. Por suerte solamente heperdido el sombrero y el bastón. Elayudante del señor Noak pasabapor allí y acudió en mi ayuda.

La señora Frant se apartó, y vique se estaba sonrojando; la sangre

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era de un color intenso sobre elrostro pálido y demacrado.

—Esta tarde debe descansar.Por el momento Charlie se quedaráconmigo. Mandaré que le suban unacompresa fría y algo para comer.Eso sí, algo ligero. Puede que uncaldo y una copa de jerez —dijo y,al salir, se dio la vuelta desde lapuerta entreabierta del salón, dedonde venían voces—. Confío enque se haya recuperado del todopor la mañana.

—Gracias. Señora... el señor

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Carswall me ha informado de queCharlie no regresará al colegio.

Apartó la vista y dijo:—Así es, señor Shield. Ahora

Charlie y yo dependemos del señorCarswall. Ha decidido que unatemporada en el campo será lomejor para los dos, dado el cambiobrusco de las circunstancias.

Calló un momento y seapresuró a añadir:

—Naturalmente, quieroevitarle cualquier gasto innecesarioal señor Carswall.

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Volvió a apartar la mirada yprosiguió con un deje de ironía enel tono:

—Ya ha hecho bastante pornosotros.

Hice una reverencia para darlea entender que me halagaba susinceridad.

—Lo echaremos de menos enManor House.

Le temblaron los labios.—Y él los echará de menos a

todos. Le estoy muy agradecida.Instantes después me hallaba

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solo en el rellano, con un dolor decabeza espantoso y envuelto en elolor de su fragancia. No teníamotivos para sentirme feliz, peroasí me sentía.

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CAPÍTULO 30

Puede que Londres sea la mayorciudad que el mundo hayaconocido, pero es también unconjunto de pueblos que, en elcurso de la historia y la geografíafueron extendiéndose hastaconcurrir, sin perder el carácterpropio de cada uno. Incluso en losbarrios más nuevos, el patrón serecupera, y es que el ser humano sesiente atraído por el pueblo y teme

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la metrópolis.Al consultar un callejero, supe

que la calle Lambert formaba partede un entramado de calles situadoal oeste del barrio residencial deTottenham, a medio camino entre lacalle Margaret y los tugurios de St.Giles, aunque nada tenía en comúncon ninguno.

Fui andando hasta allí enmedio de la niebla. Era otro díahelado. Un sol bajo y rojizointentaba abrirse paso en vano ydisipar la oscuridad, pero los

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débiles rayos sólo conseguían crearun efecto hosco y singular en la luz.Aún no me había recuperado de losacontecimientos del día anterior, yhabía momentos en que tenía lasensación de vagar por unafantasmagoría, y no por una ciudadde cemento y ladrillo. Tampoco mehabía abandonado la sombra de laagresión que había sufrido en lacalle Queen, de modo que estabaojo alerta al menor detalle quepudiera indicar peligro.

A medida que me aproximaba

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a mi destino, empezó a hacersepatente en qué clase de pueblo, debarrio suburbial, me estabaadentrando. Los caballeros vivíanen la calle Margaret y en callesadyacentes e, inevitablemente, losalrededores adquirían su mismocarácter por la proximidad. Lostugurios albergaban los peoresejemplos de vicio y pobreza de lacapital, lo cual estigmatizabaindeleblemente el distrito de St.Giles. Y así, el pequeño barriocreado alrededor de la calle

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Lambert también tenía su propiocarácter: era un lugar tranquilo yrespetable, donde vivíancomerciantes y artesanos, quetambién tenían allí sus lugares detrabajo.

La calle Lambert en sí era unacalle sin salida, formada por docecasas pequeñas y un acceso a unacallejuela que daba a otras doscalles mayores, paralelas a aquélla.En medio de la calle habíaexcrementos de caballo esparcidos,que humeaban por el frío. El

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tintineo de los arneses se oía portodo el lugar, así como el ruido decascos y el taconeo de las señorasen los adoquines.

Llamé a la puerta con elnúmero nueve. Me abrió una señoramenuda y cansada con un niño depecho en brazos, y otros dosagarrados a la falda. Pregunté porel señor Poe, y en respuesta recibíuna mirada perpleja. Uno de losniños se echó a llorar; lo cogió enbrazos, junto al más pequeño. Dijeque había acudido en busca de mi

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amigo porque, según teníaentendido, había pasado por allí. Lamujer negó con la cabeza, y eltercer niño se unió al coro dellantos. Describí a mi amigo comoun hombre bien plantado, que quizállevara la cara envuelta debido a undolor de muelas.

—¿Por qué no lo ha dichoantes? —me preguntó—. Ustedquiere hablar con el señorLongstaff.

Volvió la cabeza y llamó:—¡Matilda!

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Se hizo atrás para dejarmepasar. Al entrar, al fondo delrecibidor se abrió una puerta por laque apareció una señora mayor.

—Hay un caballero quepregunta por el señor Longstaff —leexplicó, arrastrando a los niñoshacia las escaleras—. Y leagradecería que le recuerde lo delalquiler de la semana pasada,Matilda, que no puedo pagarle alcarnicero con hojarasca y promesaseternas.

—Ya hablaré con él —dijo a

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su vez la anciana con una vozcascada, que mudó en una vocecilladébil y educada al dirigirse a mí—.Ha tenido suerte, caballero, ya queel señor Longstaff está disponible.Le ruego que me acompañe.

La seguí hasta una habitaciónpequeña que daba al jardín traserode la casa. Frente a la ventana habíauna butaca de respaldo alto, en laque había sentado un hombre queparecía más pequeño que la mujerque me había acompañado. La sillaestaba fijada al suelo con unos

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corchetes de hierro.Su ocupante se puso en pie

cuando entramos, y vi que erabastante más joven que la mujer.Era bajo de estatura y ancho dehombros; iba encorvado y tenía unapierna más corta que la otra. Dabala impresión de estar inclinado a unlado, como si atravesara una calleen pendiente.

—Dígame, caballero. Aquíencontrará lo que quiera para susdientes —se apresuró a decir—.Cauterizo nervios, pongo empastes

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y hago extracciones sencillas contal destreza y rapidez, que casi sonindoloras. Aunque los transplantesson mi especialidad, señor... unapráctica refrendada por el señorHunter, el maestro que me instruyóde joven. Solamente trabajo condientes de fuentes vivas, caballero,jamás con los de cadáveres, aunquealgunos profesionales poco seriostratarán de darle gato por liebre. Silo desea, puedo fabricar unadentadura completa con dientesfalsos que duran años y embellecen

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la boca, y además ayudan a hablarcon mayor claridad. Las hefabricado de nácar, plata y hasta decobre esmaltado, caballero, pero lerecomiendo que sean de colmillo demorsa o dientes humanos, pues conel tiempo amarillean menos que losotros materiales.

A medida que pronunciabaaquel torrente de palabras, el señorLongstaff se iba acercando a mí.Con una mano temblorosa, secolocó unas gafas de cristalesgruesos como dos ruedas de carreta

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y me miró fijamente a los labios.—Por favor, abra la boca.—Por el momento no necesito

tratamiento —dije—. Vengopreguntando por un amigo al que,según creo, usted atendió el otrodía.

—El caballero de laextracción —dijo la anciana en vozalta, lo cual me hizo sospecharenseguida que no habían tenido máspacientes en los últimos días—. Serefiere a ése. El que llevaba lacartera de colegial.

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—Claro.Si el paciente era el hombre

que buscaba, parecía más probableque fuera David Poe que HenryFrant. Había dado por sentado queel dolor de muelas era unaestrategia para ocultar el rostro deFrant a la gente de la calle Queen.

—Supongo que no le facilitósu nombre. Es que no estoycompletamente seguro de que ésefuera mi amigo.

—No, que yo recuerde.—Entonces, dígame: ¿qué

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aspecto tenía? Porque le vio lacara, ¿no?

—Les miro la boca, caballero,no la cara. Pero la suya no era debuen ver.

Me volví de cara a la anciana.—¿Y usted, señora? ¿Se fijó

en su aspecto?Se echó a reír, revelando así

una buena dentadura falsa, alparecer, de marfil.

—Bendito sea, caballero; a miedad ya no veo nada con claridad.

Se volvió para mirarme, y la

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luz de la ventana le iluminó elrostro. Entonces entendí lo quedecía. Su mirada tenía un aspectoturbio y perdido; eran distintos deunos ojos sanos, como el aguaestancada del agua que fluye.

Miré a uno y a otro,sintiéndome contrariado.

—Por favor ¿podrían decirmequé voz tenía?

El hombre se encogió dehombros, pero ella asintió condecisión.

—Puede que tuviera acento

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irlandés. Al principio me parecióapreciarlo, pero después no estabasegura del todo. Luego tuve laimpresión de que hablaba como uncaballero del West End. De todosmodos, hablaba con poca claridad.

—Claro, madre, se debía aldolor de muelas —se rió el dentista—. Dijo que no disponía de tiempopara hablar y además teníademasiada sangre en la boca parapoder hablar con claridad.

—Le faltó tiempo para irse —confió la madre—. Ay, a menudo

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son así, caballero; tal es el espanto,que tenemos que atarlos a la silla.Y cuando los soltamos, se vancomo un conejo asustado. Bueno, yéste me dio media libra de oro y nisiquiera esperó a que le diera elcambio.

—Si sabe dónde vive, podríallevarle la cartera que se dejó —dijo el dentista.

—¿Se dejó una cartera?—Llevaba varias, pero tenía

tanta prisa por marcharse, que sedejó una cartera de colegial.

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—El pobre sollozaba —observó la madre, y enseguida sellevó la mano a la boca.

—Calle, madre —dijo eldentista volviéndose hacia mí, yvolvió a soltar un torrente depalabras—. Caballero, en estaprofesión es inevitable que hasta eldentista más experto cause ciertodolor al paciente en algún momento.Con láudano y brandy puedemitigarse, pero no resuelven lasdificultades que el trabajo implica.

De escucharle, yo mismo sentí

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una punzada en los dientes.—Si a usted le parece bien,

me comprometo a entregarle lacartera a mi amigo.

—Nos hará un favor, caballero—dijo el dentista.

—Pero tendrá que darnos unrecibo —dijo la madrebruscamente, mirándome conaquellas inquietantes esferas—.Todo debe ser legal y sin tapujos.

—Por supuesto, señora.Saqué el cuaderno y redacté un

recibo, mientras el dentista iba a

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buscar la cartera, que estabacolgada de un clavo detrás de lapuerta. Era de piel marrón, estabamuy raspada y tenía las correasrotas, de manera que la solapaestaba sujeta con una cuerda.Arranqué la hoja del recibo y medispuse a salir. El dentista me pidióque pensara en él si alguna veznecesitaba algún tratamiento dental,e incluso me ofreció una revisión«gratis» allí mismo. Decliné suoferta y salí de aquella casa a todaprisa.

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Avancé a paso ligero por lacalle Charlotte y entré en unataberna; encontré un reservadovacío al fondo y pedí una cerveza.Cuando la camarera me dejó solo,tiré de los nudos de la cartera.Tenía las manos entumecidas por elfrío, y los nudos estaban muyapretados. Perdí la paciencia ycorté las cuerdas con elcortaplumas que llevaba.

En aquel momento, la nieblade afuera era una metáfora perfectapara ilustrar la espesura de mi

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propia mente en mi intento de hacerde espía. Al levantar la solapa, loprimero que vi, escrito en tintaemborronada, fueron las palabras«David Poe». Las letras se habíandesvaído hasta adquirir el color dela sangre.

El contenido de la bolsa sedesparramó sobre la mesa. Hurguéentre aquel montón de objetos, entrelos que hallé una petaca no muygrande, ya vacía de brandy; unacamisa de buena calidad, perosucia; un collar mugriento y una

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cigarrera de piel. Abrí la caja yesparcí el contenido sobre la mesa.

Mientras examinaba todoaquello pensé que, cada vez que mehallaba ante lo que parecía unaobviedad, cuanto más loinvestigaba, más me adentraba en elterreno de lo hipotético. Queríaalgo seguro, quería pruebasirrefutables. Por el momentoparecía probable, bien que noseguro, que el paciente del dentistahubiera sido David Poe, elamericano. En tal caso, era evidente

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que no había motivos para creerque el cuerpo hallado en losjardines Wellington fuera otro queel de Henry Frant. Aun así, talsuposición era frágil como elplumoso vilano del diente de león.Bastaba un soplo de viento paradeshacerlo.

Desde atrás, sobre el hombro,alguien tomó aire para hablar. Erala muchacha, que me traía lacerveza. La bandeja que sosteníatemblaba. No era a mí a quienmiraba, sino a un objeto de la mesa

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que había junto a un cigarro amedio fumar.

Seguí la dirección de sumirada. En aquel instante tuve unmomento de lucidez sobrehumana,de razonamiento prodigioso. En uninstante, se agolparon en mi menteideas, que en una situación normalhabría tardado un minuto, una hora,un día en concebir.

—Soy estudiante de medicina—me apresuré a decir—. ¿Qué estámirando? No es más que unamuestra rara de digitus mortus

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praecisus que me ha dejado elprofesor. Si quiere mantener supuesto, no le derrame cervezaencima.

Lo cubrí con el pañuelo delcuello, y con naturalidad, como sihiciera sitio para que dejara labandeja en la mesa sin correr elriesgo de derramar la cerveza. Lamuchacha soltó una risa; aún estabanerviosa, pero el hermetismotranquilizador de las palabraslatinas aquietó su intranquilidad.Sin embargo, a pesar de la

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advertencia, cayeron unas gotas decerveza en la mesa. Se llevó lamano a la boca; musitó una disculpay se escabulló.

Eché un largo trago decerveza. Cuando me quedé a solas,sin nadie que me observara, apartéel pañuelo. El objeto era en partede color herrumbroso, pero sobretodo amarillento. En un extremohabía una uña larga, con unasmanchas que podían ser de tinta.

Lo malo de los deseos es que aveces pueden cumplirse. Por fin

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había dado con algo que, por muchoque lo mirara, no iba a quedar enuna mera conjetura. Habíadescubierto un hecho irrefutable. Ydeseaba de todo corazón estarequivocado.

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CAPÍTULO 31

—Mi querido y joven amigo —dijoel señor Rowsell acercándose a mípara darme la mano—. Es un placervolver a verle. Precisamente el otrodía la señora Rowsell mepreguntaba si sabía algo de usted.

Me estrechó la mano congrandes muestras de cordialidad yme instó a tomar un refrigerio. Yoestaba en un dilema. Lo hallado enla cartera de Poe me había

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desconcertado hasta el punto deimpedirme pensar con coherencia.Estaba confuso. En aquellasituación habría dado lo que fuerapor el consejo de un amigodesinteresado. Tenía presente laamabilidad que el señor Rowsellme había demostrado hacía poco, yLincoln's Inn quedabaconvenientemente cerca. Sinembargo, no éramos tan íntimospara saber si podía confiar porentero en él.

Estuve muy tentado de

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contárselo todo. Pero pensé queincluso mi propia situación eradelicada y, sin duda, podíaprestarse a una mala interpretaciónde los hechos. Había dedicado losúltimos dos días a seguir la pista deDavid Poe, mintiendo a diestro ysiniestro. No estaba seguro, nimucho menos, de que no estuvieraagravando un delito por no advertira las autoridades de algo que sabíay ya sospechaba. No obstante, si lohacía, pondría en evidencia a losCarswall y, lo peor de todo, a la

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señora Frant.En resumidas cuentas, en aquel

momento no sabía qué derroterodebía tomar. Necesitabaconsolarme con la compañía de unamigo, aunque no el consejo de unamigo. O, más bien, necesitabaconsejo a toda costa, pero no osabapedirlo. Quizás el señor Rowsellconsiderara que era su deber avisara las autoridades. Y tampoco erajusto pedirle que guardara unsecreto que lo comprometiera antela ley.

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—Bueno, muchacho, debodecirle... y le ruego que no mejuzgue impertinente, pero no parecetan alegre como de costumbre.

—Es la niebla, señor. Meentra en los pulmones.

—Tiene toda la razón —dijocon tranquilidad—. ¿Eso que tieneahí en la sien es un cardenal?

—Lo cierto es... que tambiénes por culpa de la niebla. Tropecé yme di contra una verja.

—¿Y qué le trae por aquí?Le expliqué que me habían

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pedido que pasara unos días enLondres con Charlie Frant, y queme alojaba en casa de su primo, elseñor Carswall, en la calleMargaret.

—El señor Carswall me hamandado un encargo por aquí cerca,y en vista de que tenía un momentolibre, he decidido pasar para ver siestaba usted desocupado.

—¿Ha dicho el señorCarswall? ¿Está alojado en sucasa?

—No por mucho tiempo. La

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familia tiene intención detrasladarse al campo dentro de undía o dos.

—Seguramente a la finca queel señor Carswall tiene enGloucester. ¿Y el niño y la señoraFrant irán con él?

—Supongo que sí.Rowsell movió la cabeza con

un gesto de lástima.—Qué pena me dan la señora

Frant y su hijo. ¡Cómo caen lospoderosos! Al parecer no tienen niuna moneda de seis peniques.

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—¿No han podido salvar nadapara salir adelante?

—Todo el patrimonio delseñor Frant se consumió con laquiebra del banco Wavenhoe —dijo, abriendo un mueble de unrincón, del que extrajo una licoreray unas copas—. Esa familia notiene suerte. El señor Henry Franthundió al banco por su afición aljuego, y su padre y su tío eraniguales. Hace cuarenta años, losFrant eran terratenientesimportantes, tanto aquí como en

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Irlanda.Alcé la vista con un

movimiento brusco.—No sabía que los Frant

tuvieran relación alguna conIrlanda.

—Oh, sí. Creo que el señorFrant creció allí; la finca irlandesafue la última que perdieron.

El señor Rowsell dejó lalicorera y las copas sobre la mesa yse quedó de pie unos instantes,pasándose la mano por la barrigaque, como siempre, parecía que

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fuera a salirse del chaleco.—Por respeto a su tía, Tom,

debo decirle que el señor Carswallno tiene precisamente unareputación sin tacha. No quisieraque su relación con él perjudicarasu porvenir. Es muy rico, sí, perolas riquezas no lo son todo, y menosaún las riquezas ganadas de laforma que dicen que él las haganado.

Me encontraba más tranquilo,y la voz familiar del señor Rowsellhabía aplacado el desasosiego. Sin

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embargo, en el suelo, junto a lasilla, estaba la cartera de DavidPoe y, dentro, la cigarrera y suespantoso contenido. El señorRowsell me sirvió una copa devino.

Antes de beber, dije:—También sacan a Charlie

Frant de la escuela. No tendría porqué volver a verles. ¿Y dice que elseñor Carswall tiene fama dejugador, como su socio?

—No es tan insensato comoFrant. No, pero los rumores que

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corrían sobre los negocios que tuvodurante la última guerra conEstados Unidos despertaron ciertainquietud en determinados círculos.Nunca se demostró nada, ¿sabe?,pero es cierto que al acabar laguerra era mucho más rico que aliniciarse. Como en el caso de Frant.

Quedamos unos momentos ensilencio, bebiendo. Luego el señorRowsell se levantó, fue hasta laventana y miró a la niebla que locubría todo, espesa como la nata,perniciosa como el ácido carbónico

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en una mina, la niebla que inclusoimpedía ver el suelo de la calle.

—El señor Frant trabajó comoagente para el banco Wavenhoe enNorteamérica durante parte deaquella época —me contó,midiendo con cuidado cada palabra—. A cambio le hicieron socio delbanco. Luego hubo alguna riña, yCarswall retiró su capital.

—Señor, si me permite lapregunta, ¿en qué consistíanexactamente esos rumores?

—Es sabido de todos... Se

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habla de ello en todas partes. Elbanco compró una empresa decontratas militares en Kingstown, ydicen que hubo irregularidades enla venta de suministros. Y empezó acircular un rumor, que no me gustarepetir por si las paredes oyen, yaque podrían demandarme porcalumnia; el rumor de que algunosde los suministros que secompraron para uso de nuestrastropas acabaron en manos de losamericanos. Además, no solamentesuministros. En algunos círculos se

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dice que por facilitar informaciónprecisa de las intenciones y ladisposición de nuestro ejército sepagaba un precio muy alto.

—Seguro que el señorCarswall...

—¿... que el señor Carswallno fue tan estúpido? Tal vez por esose quedó en Inglaterra o en lasAntillas. No, el banco envió aHenry Frant a Canadá. Sin embargo,como he dicho, no se ha demostradonada. Aun así dio mucho quehablar, sobre todo en las altas

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esferas. Por eso no todo el mundorecibe al señor Carswall con losbrazos abiertos.

Le prometí que estaría enguardia. Rowsell volvió a su silla ysiguió bebiendo.

—No se ofenda, Tom, peroparece que esté reventado. Laseñora Rowsell está empeñada enque no come bastante. Lo cual merecuerda, si el señor Bransby lopermite, que quisiera invitarle apasar el día de Navidad connosotros. La señora Rowsell

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insistió en que tenía que asegurarmede que nos acompañara.

—Es mi deber asistir, señor, ysalude a la señora Rowsell de miparte. Será un placer sentarme a sumesa.

—Bien, muy bien. Será unacomida en familia, así que sóloseremos nosotros —me dijo y callópara llevarse la copa a los labiosmientras me miraba frunciendoaquella frente lisa y rosada—.Supongo que no tiene ningúninconveniente, ¿o sí?

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—Ninguno, señor.—Ya está bastante asentado en

la escuela de Bransby, ¿no?—Sí, lo cierto es que sí.—Me alegra saberlo —dijo y

echó un buen trago de vino—. Sialguna vez decide cambiar deprofesión, haría bien en probar elderecho. Creo que podría echarleuna mano con buenas perspectivasde ascenso. Quizás en Holborn, oen el centro financiero de la ciudad.Claro está, necesitaría tiempo yaplicación. En cuanto al

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alojamiento, bueno, estoy seguro deque la señora Rowsell estaríaencantada de tener a un hombrerespetable en la buhardilla.

Aún me sentía débil del díaanterior. Me asomaron las lágrimasa los ojos por tanta amabilidadinmerecida.

—Gracias, señor —dije yagaché la cabeza.

Nadie dijo nada más. El señorRowsell se paseaba por lahabitación, deteniéndose a mirar laniebla cuando llegaba a la ventana.

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Por un momento sentí que la nieblainterior que me ahogaba se habíadisipado.

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CAPÍTULO 32

—Maldita suerte la nuestra —renegó el señor Carswall mientrasexaminaba el dedo y el cigarro amedio fumar—, un hombre que sólomira las bocas por dentro, y unamujer que ve menos que nada.

—A la mujer le pareció haberapreciado cierto acento irlandés. Yluego el tono de un caballero.

—Eso no hace al caso. Frantera capaz de pasar a un acento

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irlandés con sólo mirarte. Hasta losdoce años no conoció otra forma dehablar. De hecho, era un auténticoirlandés. Así que un simple acentono nos permite distinguir entre Franty Poe. ¿Y quién asegura que sonabacomo un caballero? ¿La madre deun sacamuelas? Su opinión no nosvale —concluyó, e hizo un silenciopara mirar los dos objetos que teníaen la palma de la mano—. Pero eldedo ya es otra cosa.

—No me parece el dedo de uncaballero.

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—Cierto, pero tampoco puededecirse que perteneciera a Poe —dijo e inclinó la palma para dejarcaer el cigarro y el dedo en la cajacon un gesto imperturbable,solamente extrañado.

Se acercó renqueando alescritorio abierto —aquel día lagota le dolía más de lo habitual— yguardó la cigarrera en un cajón.

—Si el hombre que acudió asacarse un diente era Frant, ¿porqué no se habría deshecho ya deldedo? —dijo luego.

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—No lo sé, señor. A menosque estuviera buscando un lugarseguro para desembarazarse de él.

—No, no. Una cosa tanpequeña podría haberla tirado alfuego, o a un pozo séptico. Oincluso el río habría valido.Maldita sea, no hemos adelantadonada, ni por un lado ni por el otro.

Sin decir nada, en mi fuerointerno pensé que esa fue quizá laintención del hombre al dejarse lacartera. Tampoco mencioné que eldedo tenía un extraño aspecto

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apergaminado y amarillento. ¿Quéhabían hecho con él desde que fueseparado del resto de la mano? ¿Laapariencia daba alguna pista sobreel lugar en que lo habían guardado?

—Aun así le estoy muyagradecido —me dijo y sacó elreloj—. Ahora mismo no podemoshacer nada más —dijo luego sincambiar el tono—. Ya le he escritoal señor Bransby para comunicarleque regresará usted mañana.

Hice una reverencia.—Imagino que será un alivio

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reanudar la normalidad en eltrabajo. Ya me encargaré de decirleal señor Bransby que ha cumplidocon satisfacción su tarea y que hademostrado ser una persona deabsoluta confianza —me comunicó,toqueteando aquel reloj deldemonio—. Me esperan en elcentro financiero. Puede pasar elresto del día con Charlie.

Instantes después me hallabasubiendo con desánimo lasescaleras hacia el salón, dondePratt —el lacayo al que tan poco

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apreciaba— me había dicho queencontraría a Charlie. En la casa dela calle Margaret no había una salaespecífica para dar clase, pero elsalón era mucho más amplio ycómodo que un aula. No ocultaréque, a cada peldaño de piedra quesubía, el corazón me latía másdeprisa al pensar en quién iba aestar con Charlie.

La señorita Carswall alzó lavista cuando entré en el salón conuna sonrisa. Estaba sola, sentada alfuego, con una pantalla delante para

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protegerse del calor. En el regazotenía un periódico plegado.

—Le pido disculpas —dije—.Me habían dicho que Charlie estabaaquí.

—Bajará enseguida, señorShield. Ha subido con su madreunos momentos. Le ruego que sesiente y le espere junto al fuego.Hace un frío glacial, ¿no cree?

Acepté de buen grado lainvitación. Vi que había estadoleyendo el Morning Post y, en lapágina que tenía abierta, atisbé la

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palabra «asesinato».—¿Entonces la señora Frant ha

tenido una recaída? —pregunté—.La última vez que la vi, parecíaencontrarse bastante mejor.

—Me alegra poder decirle queestá mucho mejor. Pero se cansacon facilidad, y el médico le harecomendado que se quede en suhabitación por la tarde.

La señorita Carswall me miróa los ojos —había cierta sinceridaden su actitud, cierta transparenciaque se me hizo atractiva— y

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añadió:—Y ya que hablamos de salud,

tiene usted mejor aspecto del quecreía. La señora Frant me dijo queparecía que viniera de la guerra.

—No fue tan grave comodesagradable.

—Supongo que le quitaimportancia. La señora Kerridgedice que unos ladrones le atacaron,y que el ayudante del señor Noakhizo de buen samaritano —dijo y seestremeció con una graciaencantadora—. ¡Nadie está a salvo!

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—Nadie sufrió daños graves.El señor Harmwell se enfrentó a losasaltantes y tuvo la amabilidad deacompañarme a casa en un coche dealquiler.

En su rostro apareció aquellasonrisa, como el sol entre las nubes.

—¿Cree usted que sus razonespara ayudarle fuerandesinteresadas? Teniendo en cuentala tierna escena que presenciamosen Piccadilly.

Le sonreí y dije:—Tengo entendido que la

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señora Kerridge copia recetas queel señor Harmwell envía luego a sumadre.

Su sonrisa pasó a ser unarisita.

—¡A otro perro con ese hueso!—exclamó.

Al hablar, la señoritaCarswall se movía en la butaca, yel dobladillo de la falda selevantaba, dejando al descubiertounos bonitos tobillos y unas finaspantorrillas cubiertas con unasmedias de seda francesa.

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—Es que parece mentira queKerridge tenga un pretendiente. Porla edad, podría ser mi madre —añadió.

Al decir esto se sonrojó yquedó en silencio, pues no era uncomentario de buen gusto, sobretodo viniendo de una persona debuena posición como la señoritaCarswall. Me pregunté —y no erala primera vez— si el interés deHarmwell en la señora Kerridgeiba más allá de lo que parecía, puesestaba mejor situada que nadie para

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conocer las idas y venidas de lafamilia. Había advertido queejercía una influenciadesproporcionada sobre los otroscriados de la casa para la posiciónque ocupaba. Era la primeradoncella de la señora Frant, y laúnica sirvienta que ésta habíamantenido de la casa de la plazaRussell que había perdido.

—El señor Carswall me hadicho que se trasladarán al campodentro de poco —dije para romperel silencio antes de que se hiciera

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incómodo.—Así es. Papá es tan

provocador. Dice que aquí tenemosgastos innecesarios, lo cual es unatontería. Pero no atiende a razones.

Dijo estas palabras en un tonoentre delicado y burlón, que hizoque, de una crítica a su padrepasaran a ser un comentario a suspropios defectos.

—Imagino que usted prefierela ciudad, ¿me equivoco?

—No, claro que sí. Me hartédel campo de pequeña. Recuerdo

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cuánto me encantó la ciudad laprimera vez que vine a vivir conSophie a la plaza Russell; a partirde entonces, incluso Bath pasó a sermenos interesante que un pueblo. Séque ahora Londres está casi vacía, yaún lo estará más después de lasNavidades. No obstante, incluso enese estado, se me antoja mucho másagradable que la perspectiva ociosay los habitantes rudos del campo.Y... y también echaré de menos amis amigos. En Londres una conocea tanta gente que puede decidir de

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sobra con quién relacionarse. Encambio, en Monkshill es muydistinto. Tenemos muy pocosconocidos.

Vaciló un instante y añadiócon peculiar énfasis:

—Sí, sobre todo echaré demenos a ciertos amigos.

Hasta ese momento habíahablado con la mirada fija en elperiódico, pero al decir aquellasúltimas palabras levantó la cabezay me miró fijamente. Aunque larazón me convenció de que estaba

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equivocado, por un instante penséque la señorita Carswall estabacoqueteando conmigo. Me sonrió yfue a decirme algo más, peroentonces se abrió la puerta delsalón y Charlie nos interrumpió.

—¡Prima Flora! —gritó—.¡Mamá dice que ya no tengo que ir ala escuela!

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CAPÍTULO 33

Regresé a Stoke Newignton eljueves 9 de diciembre. A medidaque avanzaba el mes, el tiempoempeoraba. El frío y las nochescada vez más largas secorrespondían con mi estado deánimo. A veces me invadía ladesesperación. Cuando tenía lamente desocupada, dos rostrosllenaban de inmediato el vacío, elde la señora Frant y el de la

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señorita Carswall. Mi propialocura me asombraba: si ya eraridículo suspirar por una dama tanapartada de mi esfera social, másridículo era suspirar por dos. Sinembargo, por mucho que recurrieraal buen juicio, no podía apartar delpensamiento aquellas dos imágenes.

—Le encuentro triste, Tom —me dijo Edward Dansey una nocheque estábamos sentados frente a unfuego que ya se apagaba.

—Es que ando algodesanimado. Perdone... no quisiera

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aburrirle.—El humor tiene idas y

venidas como el tiempo. ¿Qué estáleyendo?

Le dejé el libro.—¿Carmina de Catulo?Acercó el libro a la luz de la

vela y pasó unas páginas ymurmuró:

—Qué maravilla, quémaravilla... Toda la pasión de lajuventud está aquí dentro, y es todolocura. Sin embargo, no convendríaque el señor Bransby le viera

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leyendo esto. Recuerde el sermóndel domingo, el ardor con que hablóde las relaciones adúlteras entre laaristocracia. Y aún consideraríamás inapropiado el tema de Atis.

—Estoy releyendo los poemas,no por el tema, sino por la métrica—dije.

—Sí, la verdad es que hayelementos interesantes en el uso quehace Catulo de los falecios y loscoriambos. Y los yambos de Atissugieren con acierto el arrebatopasional del protagonista. En cuanto

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a los poemas hexámetros, esinnegable que domina el metro conmucha más elegancia de la queconsigue Lucrecio, pero yo opinoque habrían mejorado sobremanerasi hubiera empleado másencabalgamientos. Seguramenteapreciará la tendencia del versoalejandrino a los espondaicos decinco pies. En cambio, sus versoselegiacos no son dignos deemulación, y los pentámetros sonverdaderamente burdos —dijo, viomi gesto y esbozó aquella sonrisa

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torcida—. No me haga demasiadocaso, Tom. Yo también estoy algodecaído —reconoció y me devolvióel libro—. ¿Se ha enterado? Van asacar a Quird de la escuela.

—No diré que lo lamento.—Por lo visto, la quiebra del

Wavenhoe ha perjudicado mucho asu padre. La familia ha perdido casitodo lo que tenía.

—Me temo que se haconvertido en un hecho común —dije y me eché hacia atrás, retirandolas manos del fuego—. Espero que

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no hayan quedado en la miseria.—No del todo. Otros han

sufrido peores reveses. Es unasunto terrible —dijo Dansey conlos ojos brillantes por la luz de lavela—. Pero pocos han sufridotanto como la señora Frant, claro.Ha perdido su riqueza y su posiciónsocial de una sola vez sin comerloni beberlo. ¿Es verdad que dependecompletamente de la beneficenciade su primo, el señor Carswall?

—Creo que sí —dije concierto deje de inquietud en la voz,

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pues recordé el funesto codiciloque le había arrebatado, con miimplicación involuntaria, la últimaesperanza para tener independenciaeconómica; pero hice el esfuerzo deseguir hablando—. Y Charlietambién, claro.

Dansey agitó una de sus manoshuesudas en el aire y dijo:

—Al menos es joven. Esasombrosa la capacidad pararecuperarse que tiene la juventudfrente a la adversidad. Sin embargo,la señora Frant debe de haber

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quedado en una situaciónverdaderamente desdichada, porqueademás de perder la buena posicióneconómica y social, ha perdido a suesposo, a lo cual se suman elescándalo y las terriblescircunstancias de su muerte.

Me limité a murmurar queestaba de acuerdo, ya que no osabadecir nada al respecto.

—Ella debía de quererlo,¿verdad?

No respondí, aunque Danseyesperaba que lo hiciera.

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—Sí, pero el amor es unsentimiento curioso —prosiguió alinstante, como si yo hubieraotorgado—. A menudo empleamosuna sola palabra, cuando enrealidad hacen falta al menos tres.Cuando los poetas hablan de amor,describen un afecto apasionado porotra persona. Quizá no sea tanto unafecto como una suerte de ansia.Aunque quieran vestirlo conpalabras emotivas, en el fondo esun apetito físico por el acto sexual,es el deseo de gozar de los favores

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últimos. Es un apetito sumamentepoderoso, cierto, y suele sentirsecon una intensidad excepcionalhacia un solo individuo, unaintensidad rayana en la locura...quizás eso le sucedió a Catulo consu amada Lesbia. Aun así, esefímero. He conocido a muchoshombres jóvenes que se enamoranuna vez por semana. Y cuando unhombre así se casa con la amadadel momento, raras veces la pasiónalcanza el cénit que alcanzó antesde satisfacerla.

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Yo miraba fijamente al fuego.La voz de Dansey sonaba pausada eirreal. Deseé estar a solas en unahabitación silenciosa.

—En cuanto al segundosignificado —dijo después de otrapausa, de otra ocasión que tuvepara hablar y callé—, el amor espoco más que un sinónimo atenuantede la lascivia, un apetito universalde copular, de entregarse a lacarnalidad desbocada. La palabra«amor» cubre ese apetito con unvelo de decoro. Es un intento de

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ocultar su naturaleza, de protegerlode la censura de la moral. Noobstante, si se mira bien, elfenómeno va unido únicamente aldeseo de copular: sencillamenteentraña la necesidad de satisfacerun apetito y nada más. En sí mismo,no es ni más hermoso ni másgrotesco que un cerdo comiendo.

Me moví desde la silla en laque estaba sentado.

—Por favor, no se incomode—se apresuró a añadir—. Lataxonomía de las emociones debe

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ser campo de conocimiento para elfilósofo nato, así como para elpoeta. Y al menos para elobservador objetivo, está claro queuna persona madura puede sentirpor... por... otra persona una clasede sentimiento que bien podríadenominarse «amor»; de hecho,puede aducirse que merece taldenominación en mayor grado quelas categorías anteriores. Esta seríala tercera definición que daría a lapalabra. Me refiero al interéssereno y desinteresado de una

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persona por el bienestar de otra.Contuve un bostezo.—Se acerca mucho a la

definición de la amistad.—No, Tom, no exactamente.

Verá, no excluye la pasión. Haylugar para la pasión, si bien escierto que controlada por la razón,por la experiencia. A veces se daen parejas casadas, en las quepuede surgir una vez ha decaído elarrebato inicial. A veces también seda entre amigos del mismo sexo, ymuy a menudo entre soldados o

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marinos que han afrontado juntosterribles peligros o apuros. Situviera que calificarse de algúnmodo esta forma de afecto, creo quealbergaría la idea de «unióncompleta», ya que el amante sesiente incompleto sin el ser amado.Y este concepto puede aparecerdiscretamente en lugaresinsospechados. A pesar de quepuede entrar en el ámbito de losexual, no está reducido a éste.

Se inclinó y apoyó los codosen las rodillas. Vi la vela encendida

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reflejada en cada uno de sus ojos.Si hubiera extendido el brazo, mehabría tocado. Es aterrador entreverel ansia que una persona entraña enlo más profundo del alma.

Hice atrás la silla y melevanté.

—Ned, le ruego que medisculpe, pero ha sido un día muylargo, y creo que voy a quedarmedormido en la silla de un momentoa otro. No se lo tomará a mal si meretiro, ¿verdad?

—No —dijo Dansey—. No,

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claro que no. Se estaba quedandodormido. Estoy seguro de que no haoído nada de lo que le estabadiciendo.

Le di las buenas noches y medispuse a salir. Al llegar a la puertame llamó.

—Tome, que no se le olvide—dijo—. El Catulo.

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CAPÍTULO 34

Ninguno de los dos nos referimosnunca a aquella conversación. Eraposible que Dansey creyera, ofingiera creer, que yo estaba mediodormido durante la parte final de sudiscurso y no hubiera oído lo quedijo, o entendido el sentido generalde sus observaciones. Por tanto,seguimos trabajando y viviendo sinperder la buena relación que yateníamos. Sin embargo, algo había

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cambiado. Después de aquellanoche, pocas veces me sentaba conél al calor mortecino de la lumbredel aula hasta entrada la noche, y yano daba tantos paseos para fumarpor el jardín escarchado cuando losniños ya dormían.

Sin embargo, de vez en cuandono podía dejar de pensar encomentarios sobre el amor. Si eracierto que algo tan delicado comola pasión podía clasificarse en trescategorías, ¿en cuál de ellas seincluía lo que sentía por Sophia

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Frant o por Flora Carswall? Porotra parte, veía con una claridadpeculiar la imagen del cerdo en elcomedero.

No podía decirse que esperabacon ganas que acabara el trimestre,que llegaran las seis semanas devacaciones de Navidad. Aunquealgunos niños iban a quedarse, elcentro iba a parecer bastante máspequeño e, inevitablemente, tendríaque pasar más tiempo con Dansey.Había aceptado la invitación depasar la Nochebuena con los

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Rowsell, pero no tenía máscompromisos a los que recurrir. Mehabían dicho que, durante lasvacaciones, se alteraba el cursonormal de las clases, de modo queal parecer ni siquiera iba a tener ladistracción de estar trabajando.

Unas dos semanas antes deNavidad, tuve el primerpresentimiento de que laprovidencia me tenía reservadosotros designios. Me encontré aEdgar Allan en las escaleras, y medijo en un tono apresurado y

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entrecortado, típico de los niños:—Señor, por favor, señor,

Frant me ha pedido que le salude yespera que pueda aceptarlo.

Me paré.—¿Aceptar qué, Allan? ¿Sus

saludos?—¿No lo sabe, señor?—A menos que sepa qué debo

saber, no lo sé, ¿no?La lógica de la frase le hizo

gracia y se echó a reír. Cuando secalmó, dijo:

—Frant me ha escrito para

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decirme que su madre me hainvitado a pasar las vacaciones deNavidad en casa del señorCarswall. Y el señor Carswallescribirá a mis padres, y al señorBransby, para pedirles que lepermitan acompañarme, aunque yoiría perfectamente seguro con elcochero, pero Charlie dice que lasmujeres se preocupan por todo yque a veces es mejor dejarlashacer.

—No había oído nada sobreesta expedición que hay prevista —

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dije con serenidad—. No estoyseguro de que sea del todooportuna.

Al decir aquello el semblantede Allan cambió, como si hubierapasado un nubarrón y hubieraensombrecido su buen humor.

—Sin embargo —proseguí—,habrá que ver qué dice el señorBransby al respecto.

El niño aceptó el comentariocomo una forma de compromiso.Hizo una reverencia y se marchócorriendo; yo me quedé pensando si

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la información era rigurosa y, encaso de que lo fuera, si el señorBransby iba a concederme permisopara ir, y si era prudente por miparte aceptar tal invitación. Fueraprudente o no lo fuera, yo sabía loque quería. La idea de volver a vera la señora Frant me entusiasmó.Las cavilaciones sobre lataxonomía del amor en general, y delos cerdos en particular, no estabanmal para el plano abstracto, pero yoya no tenía ningún interés enrecrearme en ellos.

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Al día siguiente por la tarde,el señor Bransby me comunicó lainvitación de la señora Frant. Deeste modo se confirmaba querequería mis servicios por unosdías a partir del día de Navidad.

—No se sabe con seguridadqué día volverá —prosiguió elseñor Bransby—. El señorCarswall cree que el joven Frant nose ha aplicado bastante en susestudios desde que salió delcolegio. Puede que quieran que sequede más tiempo con ellos, para

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dar clase a los niños y quizá paraacompañarles de vuelta, para elpróximo trimestre.

Se quejó de los inconvenientesque suscitaría mi ausencia, pero contan poco afán, que deduje que elseñor Carswall le habíacompensado bastante para que lemereciera la pena; de todos modos,el señor Bransby cubriría el gastode mi alojamiento y manutención.

Al disponerme a salir deldespacho, añadió como si se lehubiera ocurrido en ese momento:

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—Supongo que no tiene ningúncompromiso para el día deNavidad, ¿no?

—De hecho, sí que lo teníaseñor. Pero no es muy importante.

Aquella noche me senté alfuego del aula para escribir alseñor Rowsell, lamentando que alfinal no iba a poder asistir a la cenade Navidad con ellos. Apenas habíaempezado la carta, cuando entróDansey.

—Me ha dicho el señorBransby que va a acompañar al

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joven Allan al campo —dijo conbrusquedad—. ¿Es cierto que va apasar allí todas las vacaciones?

—Puede ser. El señorCarswall decidirá.

Dansey corrió a sentarse enuna silla.

—¿Está seguro de que es unadecisión acertada, Tom?

—¿Y por qué no iba a serlo?—dije con más vehemencia de laque pretendía—. Un cambio deaires me irá bien.

—Sí, y un cambio de

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compañía.Me quejé de que estaba

absolutamente satisfecho con misituación actual.

—Discúlpeme —se excusóDansey pasados unos instantes—.No tengo derecho a reprenderle.Tengo entendido que irá con Allan,¿no?

Me alegré de poderaprovechar un tema deconversación desapasionado.

—Me sorprende que el señorAllan le haya dado permiso para ir.

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Aún no han pasado dos mesesdesde la muerte del señor Frant.

Dansey se encogió dehombros.

—Supongo que lo habrá hechopara complacer al señor Carswall.La riqueza es la llave para que losdemás te aprecien. Perdóneme; nopretendo entrometerme, pero, ¿estátranquilo con todo esto?

—¿Y por qué no iba a estarlo?Dansey vaciló antes de

proseguir.—Ya sabe que soy un hombre

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racional. Sin embargo, a vecestengo una intuición que me cuestapasar por alto. Pero no tengoderecho a hacerle cargar con ella.

Se quedó allí de pie unmomento, con la boca de Janotorcida como si pretendiera deciralgo más y no consiguiera que loslabios pronunciaran las palabras. Acontinuación dio media vuelta ysalió de la habitación sin decirnada. Bajé la vista a la hoja, dondesólo había escritas cuatro palabrasa la luz trémula de la vela. Tuve un

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escalofrío, pues era otra nochehelada.

Dansey tenía sus intuiciones,pero yo tenía razones de más pesopara obrar con precaución: lamanera en que el señor Frant,primero, y el señor Carswall,después, me habían implicado ensus asuntos; el codicilo que le habíacostado la herencia a la señoraFrant; el cadáver mutilado de losjardines Wellington; y el dedoamputado que había descubierto enla cartera de David Poe.

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CAPÍTULO 35

El día de Navidad cayó en sábado.El señor Bransby dispuso que eltrimestre terminara de forma oficialel martes anterior. Aquel día por latarde viajé junto a Edgar Allan aLondres. Pasamos la noche en casade sus padres adoptivos, en la calleSouthampton. La señora Allan, unamujer inquieta y nerviosa contendencias hipocondríacas, oraacariciaba a Edgar, ora lo

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desatendía. Al final de la tarde elseñor Allan regresó de su lugar detrabajo. Era un hombre corpulento,de gesto adusto y ensimismado. Enpresencia de ambos, Edgardestacaba por su vitalidad einteligencia; eran como el día y lanoche.

—Si va a Cheltenham —dijola señora Allan durante la cena convoz aguda y temblorosa— debehospedarse en el Stiles Hotel. ¿Teacuerdas, querido? —le dijo a suesposo—. El personal era de lo

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más atento.—No van a Cheltenham —dijo

el señor Allan—. No van a tomarlas aguas.

En la mesa se impuso unsilencio incómodo, en medio delcual sólo se oía el tintineo de loscubiertos en la porcelana y lospasos de la pequeña sirvienta.Hasta el momento había dado porsentado que Charlie era quiennecesitaba la compañía de Edgar,pero entonces recordé elentusiasmo con que éste había

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recibido la invitación, y pensé queacaso fuera al revés.

Tras la cena el señor Allan seretiró a su despacho con el pretextode que tenía que sacar cuentas, y laseñora Allan se quedó en el salónpara jugar a las cartas con Edgar.Mientras jugaba, hablaba sin cesarde amigos y familiares, de cuántoañoraba Richmond —estado deVirginia—, de su miedo a marearseen el mar y de tal cantidad yvariedad de achaques que, alparecer, eran un constante motivo

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de sorpresa e interés para losmédicos.

Después de tomar el té, meexcusé y salí a pasear. Cualestúpido sentimental, fui hasta laplaza Russell y contemplé desde lacalle la casa donde habían vividolos Frant. Sobre la puerta principalhabía una linterna, y entre lashendiduras de los postigoscerrados, se veía luz procedente delinterior. Incluso me llegó el sonidoargentado de un pianoforte enmedio de la noche fría. Tuve la

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sensación de que mi propia locurame invadía. Me alejé tanrápidamente como pude, como si,cuanto más deprisa caminara, antesfuera a dejar atrás mi locura.

Tras el arrebato de andar sinrumbo fijo, me hallé ante unataberna en la calle Lambs Conduit.Estuve veinte minutos en aquel bar,fumando y bebiendo brandy. Entodo ese tiempo no pude librarmeun solo instante del únicopensamiento que me rondaba lacabeza: «mañana la veré». No sabía

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si debía sentir desesperación odicha ante aquella perspectiva.

Regresé a casa de los Allan,donde pasé tan mala noche como enla época en que necesitaba tomarláudano. Pero no tuve pesadillas.Al contrario, una mezcla de ansia yde deseo impregnó mis sueños.

La mente humana es un enteperverso. Al despertar advertí queel rostro que más veces habíaaparecido en la linterna mágica demis sueños era el de FloraCarswall.

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CAPÍTULO 36

Por la mañana, tuve tiempo parahacer una visita al señor Rowsellen Lincoln's Inn. Me parecía unafalta de educación estar tan cerca yno pasar a verle. Por otra parte,deseaba despedirme de él ypresentarle mis disculpas a laseñora Rowsell. Me recibió con suhabitual buen humor, y envió aAtkins, su ayudante, por café.

Sin embargo, le cambió el

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gesto en cuanto le dije adónde iba.—No puedo decirle que me

gusta ese plan, Tom —reconoció—,pero claro, no es de miincumbencia. Y cuánto lo van aechar de menos los niños el sábado.Contaban con usted para los juegos.¿Le parece bien al señor Bransbyque se vaya?

—Está dispuesto a considerarque, visto en su conjunto, lasventajas superan losinconvenientes.

Rowsell asintió con la cabeza.

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—Sin duda —dijo— nofaltarán las ventajas económicas, yél debe de darles muchaimportancia. ¿Cuánto tiempo va apasar en el campo?

Mientras le contestaballamaron a la puerta, y Atkins hizopasar a un muchacho con labandeja. Rowsell esperó ensilencio, hasta quedarnos solos. Yolo conocía bien para percibir queno estaba tan tranquilo como decostumbre. Su preocupación meparecía tan fuera de lugar como la

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de Dansey: yo no era un niño, yninguno de los dos tenía razón parainterferir en asuntos que no lesconcernían, y tampoco teníanderecho a hacerlo.

Rowsell me ofreció una taza ypreguntó:

—¿Recuerda que hablamos delos negocios del señor Carswall yel señor Frant en la última guerracon América?

—Sí, claro.—El otro día estaba en el

centro financiero y oí otro rumor

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sobre el Wavenhoe que no me hizomucha gracia. Para ser justos, hayque considerar que tal vez sólo seaun infundio. Sin embargo, procedíade diversas fuentes, de modo queimagino que algo habrá de verdaden ello —dijo con una mueca—.Está relacionado con lo queprecipitó todo este horrorosoasunto, la quiebra del banco, esdecir, el descubrimiento de losactos delictivos del señor Frant y elposterior asesinato. Al parecer elbanco era responsable de algunas

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letras de cambio, que en totalascendían a una suma considerabley que vencían en octubre. Lamayoría tenían que ver con lasinversiones del banco enespeculación inmobiliaria.

Asentí con la cabeza, pues laseñorita Carswall me había contadoalgo justo antes de que el bancotuviera que rechazar el pago de lasletras de cambio.

—Vaya, ¿así que no habíadinero para pagar las deudas?

—Esa no fue la dificultad

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principal. En una situación normal,Frant podría haber negociado unaprórroga del pago. Sin embargo, apocas semanas del vencimiento delplazo, mías cuantas letras decambio habían cambiado de manos.Los compradores eran ese tipo dehombres que actúan deintermediarios en transacciones enlas cuales el autor prefiere que sunombre no se conozca. Al final delmes, presentaron las letras decambio para cobrarlas, y Frant seencontró con que no podía

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prorrogarlas a nadie.—¿Y cree que un enemigo del

señor Frant puede haber urdido suruina?

—Urdido no, no exactamente...eso sería demasiado grave. Losnegocios corruptos de Frantinevitablemente llevaron al banco ala ruina. No, si lo que dicen escierto, creo que la quiebra pudohaberse adelantado acaso unassemanas, y hasta meses.

Rowsell interrumpió sudiscurso para servir más café.

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—¿Y qué provecho podíahaber en ello? —pregunté.

—En este momento nopodemos saberlo. Pero para podertrazar este plan, un hombrenecesitaría tener una cantidadconsiderable de dinero en su podery una malignidad inveterada haciaFrant. ¿No cree? Aparentemente, laconsecución del plan supondría aquien lo perpetrara una cuantiosapérdida financiera. Y como elWavenhoe ha cerrado las puertas,las letras de cambio apenas valen

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lo que el papel en el que estánimpresas.

—Ya —dije—, ya sé quéquiere decir, señor.

—La cuestión no es qué —dijoel señor Rowsell abriendo losbrazos de par en par con talenergía, que de la taza saltaron unasgotas de café y fueron a parar alsuelo en una ristra de manchasnegras—. La cuestión es quién.

—Oh. No... no se estarárefiriendo al señor Carswall,¿verdad?

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Con el recato propio de unadoncella, me miró por encima delborde de la tacita. En aquel granrostro rosado no había malicia niexpresión alguna, solamentebenevolencia y cierta curiosidad.Cerró el ojo en un guiño.

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CAPÍTULO 37

Aquel miércoles antes de Navidad,Edgar y yo subimos al coche correocon destino a Gloucester desdePiccadilly al anochecer. Era unanoche de frío y niebla, y agradecíque la señora Frant nos concedierael capricho y el lujo de ocuparasientos interiores. Una damaenorme que olía a menta nosarrinconó a los dos a un lado; era lamujer de un tendero de St. James,

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que regresaba a Gloucestershirepara pasar la Navidad en la granjade sus padres.

En el coche había unaatmósfera festiva, pues muchospasajeros regresaban a su hogar porNavidad. Iba cargado de cestas,cajas y canastas llenas de caza. Dela caja del cochero pendían cuatroliebres de las patas traseras, con lasorejas colgando. El propio cocheroparecía una coliflor, de tantas capasde ropa que llevaba, y un sombrerode ala ancha y copa baja le protegía

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una cara sucia. Al igual que muchosde su especie, era un tipo humildeque se creía una suerte depetimetre. Vestía un gran fular decolores alrededor del cuello yllevaba un ramo navideño de hojasverdes en el ojal del abrigo. No nosprestaba demasiada atención,porque el señor Allan le había dadosolamente un chelín de propina,cantidad que obviamenteconsideraba inferior a lo quecorrespondía, pero se comía conlos ojos a todas las mujeres guapas

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que veía y hablaba en voz muy altade todos los aristócratas que habíatenido el honor de llevar en sucoche y que lo consideraban unamigo. Edgar no lo dejó en paz entodo el viaje.

Al fin salimos del patio decoches y entramos en Piccadilly.Yo miraba a la multitud de la acera,en cuyos rostros se reflejaba elresplandor enfermizo de los faroles,y recordé que unas semanas atráshabía deseado estar partiendo en uncoche hacia el oeste, dejando atrás

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la metrópolis y los problemas. Ay,pero los problemas también iban aacompañarme hacia el oeste.

Edgar estaba sentado muyquieto, atento a todo con aquellosgrandes ojos, aunque haciendooídos sordos a mis intentos detrabar conversación; parecía estarhechizado. Estaba acostumbrado aviajar, ya que los Allan lo habíanllevado a Escocia en más de unaocasión, y a Cheltenham, pero elvaivén del coche, el golpeteo de loscascos y la velocidad obraban el

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mismo efecto mágico de siempre.Poco a poco, con el

movimiento y la monotonía, el niñoempezó a cabecear, oscilando de unlado a otro entre la mujer deltendero y yo, entre el sueño y lavigilia. Uno a uno, los demáspasajeros siguieron su ejemplo. Yotambién hubiera querido, pues unviaje es animación y entusiasmo alpartir y al llegar, pero el periodointermedio suele caracterizarse porla incomodidad y el aburrimiento.

El coche avanzaba en medio

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de la oscuridad como unaexhalación. En el asiento deenfrente, un clérigo roncaba sinparar. Las ventanillas estaban biencerradas a petición de la mujer deltendero, que cada vez que el cuernode los peajes la despertaba delsueño apacible en que estabasumida, recuperaba fuerzasbebiendo de una botellita quesacaba del ridículo. En la cabinadel coche se respiraba el olor delron jamaicano con agua. El clérigotenía una pesadilla; movía brazos y

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piernas sin poder evitarlo; asomólos piececillos por debajo de lamanta que lo tapaba y me dabapatadas involuntarias en lasespinillas.

El cristal oscuro de laventanilla no ofrecía vista algunadel paisaje que atravesábamos. Lospeajes pasaban uno tras otro comoun rayo. El único momento deinterés llegaba al pasar por lospueblos de campo construidos juntoa la carretera. Froté el cristal ymiré las calles vacías. Aquí y allá,

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una luz brillaba en alguna ventana.Hay cierto misterio en un puebloque duerme; como un barcoabandonado por la tripulación, seconvierte en entidad completamentedistinta cuando se ausentan lafunción y la animación humanas.

A continuación el coche sedesviaba y entraba por un arco paraacceder al patio de un hostal. Derepente, todo era luces y bullicio: elgriterío de palafreneros yaguadores, el cambio de caballos,pasajeros que se apeaban y

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pasajeros que subían, voces quesubían y bajaban el tono albromear, reniegos, consejos ydespedidas. Y es que la mentehumana es contradictoria: en cuantoentramos en el patio del hostalempecé a echar de menos laoscuridad y la soledad del campo.

Cambiados los caballos, nospusimos en marcha a toda prisa.Los pasajeros iban a Gloucester omás allá, a Hereford o Carmarthen.En algún momento de la noche,justo antes del alba, me invadió el

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sueño, pero todos nos despertamosbruscamente cuando el cochero nocalculó bien el giro al entrar alpatio de otro hostal, y la ruedatrasera del lado izquierdo chirrió alrozar con la jamba del arco.

Medio dormido, miré por laventanilla. El grupo de caballosdescansados nos esperaba, dos a laderecha y dos a la izquierda delcoche, que entró con destreza entrelos dos. Cuatro palafreneros seprecipitaron a soltar los tirantessujetos a los balancines. En poco

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menos de un minuto, la nuevacuadriga ya estaba enjaezada, y elcochero, de vuelta en el asiento.

Después de aquella parada yano volví a dormir. Poco a poco, lanoche fue dando paso al resplandorlánguido y gris de un amanecerinvernal. Mis compañeros de viajese fueron despertando con el nuevodía. Todo el entusiasmo de la nocheanterior se había desvanecido.Necesitábamos lavarnos, afeitarnos,comer y descansar. Teníamos elcuerpo dolorido por la

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incomodidad de los asientos.Llegamos a Gloucester antes

del mediodía, y nos dejaron con elequipaje en el hostal Bell de lacalle Southgate. El carruaje delseñor Carswall nos esperaba.Apenas habíamos tenido tiempo detomar un refrigerio, cuandoacabaron de dar de comer a loscaballos y el cochero estabaimpaciente por partir. Según dijo,el señor le había ordenado llegarantes del anochecer.

La casa solariega que el señor

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Carswall tenía en la Monkshill Parkquedaba a menos de veintekilómetros al suroeste deGloucester, en dirección aLydmouth. Fuimos a buen ritmo alsalir de la ciudad, pues hicimos laprimera parte del viaje porcarreteras de peaje. Después desufrir la incomodidad del cochecorreo, me solacé con el lujo de uncarruaje privado, al que no estabaacostumbrado. Recorrimos el restodel trayecto por carreteras menoresy caminos con un pavimento que

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dejaba mucho que desear. El tiempopasaba despacio, y Edgar estabainquieto. El cuerpo me dolía por lainmerecida fatiga del viajerosedentario.

Cuando nos desviamos de lacarretera, empezaba a ponerse elsol. Un portero adusto nos abrió laverja. Seguimos por un caminosinuoso que ascendía gradualmentehacia la casa a través de una fincaarbolada. Unos árboles imponentesoscilaban contra un cielo lúgubrecomo ménades. El viento arrojaba

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las gotas de lluvia contra lasventanillas del carruaje.

De pronto la casa aparecióante nosotros. Era un inmensobloque rectangular de tres plantas ycinco salientes, cuya fría fachada depiedra resplandecía en medio de unpaisaje nublado. Era obvio que nosesperaban, pues en cuantoestacionamos frente a la puertalateral, dos lacayos con paraguasacudieron corriendo y, bajo lalluvia, nos acompañaron hasta elvestíbulo. Entre ellos reconocí a

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Pratt, el lacayo lisonjero de carahuesuda, a quien el señor Carswalldebía de haber traído consigo desdeLondres. Charlie Frant se apresuróa saludar a su amigo, seguido de lasdos damas, que avanzaban delbrazo, más sosegadas.

—Ven —dijo Charlie—, venque te enseñe nuestro cuarto. Yaverás qué bien nos lo vamos apasar.

Su madre le tocó un hombropara recordarle mi presencia. Elniño se ruborizó y se volvió hacia

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mí.—Me alegro de que haya

venido, señor Shield —me dijo.Edgar le dio la mano a la

señora Frant y a la señoritaCarswall. Ambas damas merecibieron con suma cordialidad, yla señorita Carswall me preguntópor el viaje. Yo era plenamenteconsciente de que mi cansancio ymi falta de aseo saltaban a la vista.En Gloucester, mientrasesperábamos, había encontrado unbarbero que me afeitara, pero no

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había podido cambiar de camisa.—Mi padre está hablando con

el agente inmobiliario —me dijo laseñorita Carswall—. Tendráocasión de verle a la hora de lacena —añadió y miró al lacayo queandaba por allí—. Pratt leacompañará a su habitación y lellevará agua caliente. Imagino quequerrá descansar después de unviaje tan agotador. Me temo quesólo podrá ser un rato, ya quecenaremos a las cinco y media. EnMonkshill llevamos horarios de

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campo, y a mi padre le gusta queseamos puntuales.

Pese a que la señora Frant mehabía estrechado la mano con unaamable sonrisa, no dijo nada. Seguíal lacayo escaleras arriba. Sobrenosotros había una claraboya queno servía tanto para dejar entrar laluz como para acentuar la altura dela casa y la amplitud de la caja dela escalera. A gran escala,Monkshill era la residencia idealpara un gigante. Percibí ciertacalma abajo, como si las dos

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mujeres contuvieran el aliento.Mi habitación era grande, un

poco vieja y muy fría. Me lavé y mecambié tan deprisa como pude. Enalguna parte de la casa un relojdaba las cinco cuando me dirigía alsalón. Lámparas y velas iluminabanlas escaleras y los rellanos, pero noconseguían eliminar la oscuridad delos espacios inmensos de lamansión.

Al llegar al vestíbulo medetuve, preguntándome dóndeestaría el salón. A mi derecha, de

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entre la penumbra, apareció unafigura.

—Buenas noches, señor.Di un respingo y me volví.—¡Ah, es usted, señora

Kerridge! ¿Cómo está?—Tan bien como cabe esperar

—dijo y señaló con la cabeza lapuerta a mi derecha—. Si busca alos chicos, están en el salón.

Y desapareció de repente,igual que había llegado. Labrusquedad de su actitud merecordó la posición que yo ocupaba

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en aquella casa, ni caballero, nisirviente, sino algo precario yambiguo entremedio. Llamésuavemente a la puerta del salón yentré. Tenía el techo alto, y loiluminaba la luz temblorosa ydesvaída de media docena de velas.La señora Frant estaba sentada muycerca de la chimenea con un libroen la mano. Los niños estabanacurrucados en el sofá, hablandoentre susurros.

—Di... disculpe, señora. ¿Hebajado demasiado pronto?

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—En absoluto, señor Shield—dijo la señora Frant—. Por favor,tome asiento. Si no le importa, depaso, ¿sería tan amable de tirar deltimbre? Nos hace falta más carbónpara el fuego.

Hice lo que me pidió y mesenté delante de ella. Es curioso elefecto que crea la ropa de luto enquienes la llevan. Hay mujeres quese ahogan entre la oscuridad de lospliegues; ellas son el lamento. Sinembargo, la señora Frant entraba enuna segunda clase de viudas: la

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sencillez de aquel vestido negroresaltaba su belleza.

—Mis primos estarán aquí enun momento —dijo—. No tendráfrío, ¿verdad?

—En absoluto —mentí.—La verdad es que esta casa

es fría —me dijo con una sonrisadébil—. No hemos pasadosuficiente tiempo aquí paracalentarla.

La puerta se abrió, y laseñorita Carswall entró en la sala.En su rostro se dibujó una sonrisa.

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Puede que me equivocara,pero me pareció oír a Sophia Frantque susurraba:

—Y además esta casa traemala suerte.

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CAPÍTULO 38

Éramos cinco sentados a la mesapara la cena: el señor Carswall, laseñorita Carswall, la señora Frant,una anciana dama a la que llamabanseñora Lee y yo mismo. La señoraLee era la tía de un clérigo dellugar y, según entendí, estaba devisita en Monkshill por unatemporada. La comida fue mediana,y no destacó por la conversación,aparte de la que daba el propio

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señor Carswall. Comía conmoderación, pero bebíaprofusamente, tomándose una copade burdeos tras otra.

—Me tomé la libertad deexaminar los conocimientos deCharlie sobre cultura latina —anunció—. El rector pasó de visitala otra mañana y le pedí que hicierapreguntas al chico sobre laGramática Latina Eton. Quedóperplejo... perplejo, señor Shield,al descubrir la profunda ignoranciadel niño. Pero es que ni siquiera era

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capaz de distinguir el gerundio delgerundivo. ¿Qué les enseña el señorBransby?

—No ha tenido la oportunidadde enseñarle nada a Charlie, señor.Ninguno de nosotros. Charlie no haasistido a la escuela el trimestreentero, y la mayor parte del tiempoha estado ausente.

—Y no ha sido una época fácilpara él —intervino la señora Frant.

Carswall le lanzó una mirada.—Tienes toda la razón,

querida —murmuró—. Aun así, eso

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no cambia la situación. El niño estáfalto de conocimientos e imaginoque Edgar Allan también. Lo mejorserá que usted se quede a pasartodas las vacaciones y les dé clasespor las mañanas.

Incliné la cabeza en señal deaprobación.

—Si es que al señor Shield leva bien —dijo la señora Frantmirándome.

—Claro que le va bien —dijoCarswall—. El señor Bransby noopuso ninguna objeción cuando se

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lo propuso, por tanto, ¿por qué ibaa oponerla él? Ninguno de los dossale perdiendo.

La señora Frant parecíainquieta, de modo que le sonreípara reconfortarla.

—Y estoy segura de que elseñor Shield vendrá bien para otrascosas —dijo la señorita Carswall—. Él mismo será una valiosaaportación a nuestra pequeñasociedad. A usted le gusta elajedrez, ¿no, papá?, y tambiénpuede ser un cuarto jugador para el

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whist. En el campo, si hace maltiempo, casi no hay ocasión de vera nadie, y menos en invierno.

—Cuando yo era pequeño, a lagente no le importaba el tiempo —se quejó Carswall—. Entonceséramos más sociables.

—Pero papá, aún somossociables. O lo intentamos. ¿Acasoel rector no vino hasta aquí el otrodía? ¡Y llovía!

La cena se prolongótediosamente hasta el final. Hubociertas dudas en cuanto a cuál de

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las dos damas debía dar la señalpara retirarnos. Al final, la señoritaCarswall fue la primera enlevantarse. Sostuve la puertaabierta para que salieran. La señoraLee y la señora Frant pasarondeprisa sin mirarme, pero laseñorita Carswall me sonrió.Retiraron el mantel. Carswall mehizo señas para que me sentara y meofreció la licorera.

—No cenará con nosotrostodas las noches —dijo.

—Sí, señor.

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—Por cierto, Flora puedetener razón. ¿Juega usted al ajedrezo al piquet? ¿Al whist?

—Me temo que no demasiadobien.

—No importa. Juega, y eso eslo que cuenta —dijo y miró en elinterior de su copa—. En esta partedel país se hacen pocas visitas.

Me pregunté si, a pesar detodo el dinero que tenía, estabasolo. Bebimos en silencio duranteunos minutos. No era una situacióncómoda, e imagino que tampoco

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para él. Así como el señor Rowsellbebía vino porque le gustaba tantoel sabor como los efectos, el señorCarswall se lo bebía como si fuerauna obligación ineludible.

—No he querido alarmar a lasdamas durante la cena —dijo alcabo de un rato—, pero esta tardeme han comunicado que hay unabanda de desvalijadores en lascercanías. Dicen que son peligrososy que van armados. Debemos estarojo avizor. Así que no está mal quehaya otro hombre en la casa, sobre

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todo si se trata de un excombatiente.

El viejo se mordió el labioinferior y luego me pidió quellamara al timbre con el tirador.Cuando el mayordomo se presentó,el señor Carswall le ordenó queaquella noche cerrara bien la casa.Luego, para mi alivio, me diopermiso para salir. Lo dejé frente alfuego con el vino y me dirigí alsalón para tomar té. Allí sóloestaban la señorita Carswall y laseñora Lee, una a cada lado de la

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chimenea. La señora Lee dormía.La señorita Carswall tenía elsemblante triste, algo impropio deella, pero me sonrió cuando entré, ydio una palmada al sofá que tenía asu lado.

—Siéntese y tómese un té,señor Shield. No sabe cuánto noshemos alegrado Sophie y yo deverle. Sin compañía masculina papáse vuelve bastante pesimista. Estoysegura de que hará una laboradmirable distrayendo su atención,como dicen los soldados.

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Le devolví la sonrisa y dijeque haría lo posible por que asífuera. Mientras decía esto, lancéuna mirada donde se hallaba laseñora Lee.

—No se preocupe por ella —murmuró la señorita Carswall—.La señora Lee es muy corta de vistay casi no oye nada. Dicho de otromodo, no se puede pedir unacompañera mejor.

—¿Es vecina suya?—No. De hecho, la conocí el

martes, pero parece muy agradable

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y no he oído nada malo de ella. Porlo visto, todos sus amigos sonclérigos, lo cual constituye suprincipal atractivo a los ojos depapá.

Me eché a reír.—Es verdad —prosiguió—.

Papa cree que ni Sophie ni yosomos de lo más apropiado, si bienes cierto que por distintas razones.Quiere que nos acepten en la zona,que ocupemos un lugar socialconveniente. De ahí la señora Lee.Tiene tal fama de respetabilidad a

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sus espaldas, que inevitablementetransmite a los demás la que lesobra. Es un dechado de virtudes, yun sobrino suyo conocía a sirGeorge Ruispidge de Oxford —dijoy le brillaron los ojos a la luz de lasvelas—. Créame, señor Shield, nopuede haber mejor recomendación.

—Me temo que no conozco alcaballero.

—¿Cómo? ¿Es posible? SirGeorge Ruispidge es un hombre sinpar. Vive a unos siete u ochokilómetros de aquí, en Clearland

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Court. Dicen que su registro depropiedades le proporciona seis osiete mil libras al año —bajó lavista, pero vi la sonrisa en suslabios—. Y el buen hombre tieneademás minas de carbón, y una casapreciosa en la plaza Cavendish, yes miembro del Parlamento.Generaciones de su familia hanvivido aquí: conocen a todo elmundo, los invitan a todas partes.Así que entenderá que nos parezcaun vecino de lo más agradable —levantó la cabeza para

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sorprenderme con una sonrisasugerente—. Y la opinión generalentre las damas es que también esun hombre muy guapo.

Pestañeó y continuó diciendo:—No estaría bien que no

estuviera de acuerdo con unaopinión tan extendida entre lamayoría de mujeres, señor Shield.Pero pronto podrá juzgar por ustedmismo. Puede que el día deNavidad veamos a los Ruispidge enla iglesia. De hecho, eso espera mipadre. Tiene una razón muy

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poderosa para que así sea.—¿Y me permite preguntar

cuál?—Bueno, espera que el sir

George me haga una oferta —dijo y,por un instante, la piel del rostro dela señorita Carswall se tensó sobrelos huesos—. O acaso se la haga aSophia. A veces creo que mi padreno es muy exigente.

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CAPÍTULO 39

Flora Carswall era el ojo derechode su padre en más de un sentido.Una de las virtudes que más megustaban de ella —y de él, aunqueen menor grado— era su capacidadpara no atenerse a los dictados delas convenciones cuandocorrespondía y para no andarse conrodeos. Pero aquel día su franquezame había impresionado.

Sin duda, Carswall era más

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rico que sir George Ruispidge, perolos Ruispidge eran una de lasfamilias más importantes delcondado, y desde hacía variasgeneraciones. Podría creerse queCarswall pretendía alcanzar unaforma de inmortalidad al quererunir a su familia con ellos. No cabeduda de que no habría tenido ningúnproblema para casar a su hija conun caballero, incluso un caballerocon título nobiliario, un hombrepreparado para desentenderse delorigen humilde del padre de ella y

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de la ilegitimidad de ella misma, acambio de la dote que ellaaportaría. Ahora bien, la naturalezahumana desea aquello que no puedeobtener. Él quería un caballero quellevara la cabeza bien alta.

A esta conclusión habíallegado, no solamente a propósitode la conversación que había tenidocon la señorita Carswall la nochede mi llegada a Monkshill, sinotambién por cuanto ya sabía de supadre. Lo que no sabía entonces eraque había otro motivo por el cual

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sir George Ruispidge era tan idóneocomo yerno del señor Carswall o,en caso necesario, como primopolítico. No obstante, aquellaprimera noche ya se me insinuóalgo al respecto.

Había salido del salón y subíapor las escaleras hacia mihabitación, cuando oí unos pasosarriba, y el chasquido de una puertaal cerrarse. En el rellano meencontré a la señora Kerridge.Supuse que había estado atendiendoa la señora Frant. Hice una

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observación incidental acerca deltamaño de la casa con respecto alde las de la calle Margaret y laplaza Russell; no fue más que uncomentario cortés con el quesugería que la situación habíamejorado.

—Nunca será lo bastantebueno para esta casa —siseó laseñora Kerridge—. No paraMonkshill... y él lo sabe.

—¿Cómo dice?Se acercó más a mí.—Creo que he hablado claro,

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¿no?—¿Quién no será nunca

bastante bueno? ¿El señorCarswall?

—¿Y quién, si no? Los demáshombres de esta casa son criados.

Levantó la vela que llevaba enla mano derecha y me miró con ojosseveros y escrutadores.

—Señora Kerridge...Me interrumpió con una

risotada.—No es de su incumbencia,

¿no? El señorito Charlie está

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durmiendo, por cierto, he ido averle hace un momento. Su amiguitoestaba leyendo, pero le he hechoapagar la vela.

Empezaba a marcharse,cuando se volvió a medias paraañadir unas palabras.

—No le hará ningún bienhaber venido, ¿sabe? Tendría quehaberse quedado en la escuela.

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CAPÍTULO 40

El día siguiente fue viernes yNochebuena. Por la mañana seguícon las clases interminables de laGramática Latina Eton, tratando dedar variedad a la rutina con pasajesde poetas latinos que el señorBransby consideraba apropiadospara los más jóvenes.

Por la tarde dimos un paseopor la finca, que el propietarioanterior había diseñado en el siglo

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pasado. Aquel año hizo un fríoexcepcional. El suelo estaba blancoy duro por la escarcha, que locubría todo. No vimos a nadie másque a un par de trabajadores de lafinca que, al vernos, se tocaron elsombrero y se escabulleron, comosi tuvieran que realizar una tareaapremiante que les impidiera hablarcon nosotros.

La mansión se alzaba sobreuna colina. Los chicos me llevaronpor un sendero hacia el norte, quebordeaba el lomo de la colina y que

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ofrecía una hermosa vista de losmeandros del río, sinuosos yreverberantes, más allá de lacarretera de peaje que surcaba elvalle. No se había reparado engastos para realzar la bellezanatural del paisaje. Un obeliscorodeado por unos asientosesculpidos en piedra rústica conmaestría coronaban el punto máselevado de la finca, y en élconfluían seis senderos. Nosadentramos por el más amplio detodos, que iba en dirección norte y

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bajaba en poca pendiente a unalaguna formada al retener en unapresa el agua de un riachuelo queiba a parar al río. Al noroeste, alotro lado de la superficie helada seextendía un bosque frondoso.

Charlie señaló a los árboles.—El señor Carswall ha

ordenado a los guardabosques quehay escondidos que disparen acualquier extraño que vean. Diceque hay cazadores furtivos, yalgunos también podrían serladrones.

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Edgar lo miró.—No se atreverían a venir

hasta aquí, ¿no?—¿Qué podría detenerles?

Desde aquí es muy difícil llamar aun agente si los vemos.

El funcionamiento de lasgrandes fincas me era ajeno. Noobstante, aún no había pasadoveinticuatro horas en Monkshill, yya había empezado a sospechar quealgo no iba bien. La economíadoméstica de una gran propiedaddebía funcionar con la misma

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precisión que el reloj del señorCarswall. En una finca bienmantenida debía hacerse notar lamano del dueño. Monkshill era unacasa magnífica, en medio de unaextensión de tierra magnífica. Nofaltaba el dinero. Sin embargo,tenía la impresión de que a ningunade las dos damas se le habíaencomendado la gestión de laeconomía doméstica y que el señorCarswall no mostraba interésalguno por administrar lapropiedad. Había contratado a otros

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para que lo hicieran por él. Esto nohabría importado si se hubieraasegurado de que aquellos aquienes había contratado cumplíancon el trabajo. Pero tampoco lohacía. Aquí y allá había indicios deabandono, como las manchas degrasa en las libreas de los lacayos,o el gozne roto de la verja de laempalizada que rodeaba la finca. Seme ocurrió que acaso el señorCarswall no estuvieraacostumbrado a lasresponsabilidades que conllevan

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una propiedad semejante. Pero yoya conocía bien sus aptitudes parapensar que no podría haberreparado los desperfectos sihubiera querido.

En ese momento, aquello medesconcertó. Sin embargo, ahoracreo que sólo a un hombre joven lehabría resultado difícil resolver elproblema. El señor Carswall eraviejo, sabía que sus facultadesempezaban a deteriorarse, yreservaba energías para unpropósito del que entonces yo nada

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sabía.

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CAPÍTULO 41

De pequeño, el día de Navidadsiempre era un día especial. Mipadre era un hombre sereno, serio ydistante, que no participaba en lasfestividades de esta época del año,pero mi madre nos llevaba a mihermana y a mí a casa de mi tía.Esta se había casado con unestañador y, aunque llevaban unavida desahogada, no era tanpróspera como nosotros creíamos.

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Recuerdo casi todo a lo quejugábamos en casa de mi tía: a lagallina ciega, a herrar a la yeguasalvaje, a pescar manzanas con laboca, o a coger pasas de un cuencode brandy en llamas. En la cocinasiempre había un precioso ramitode muérdago, debajo del cual losniños teníamos el privilegio debesar a las niñas, y por cada besose arrancaba una baya del ramo.Esta situación era motivo de uncálculo frenético, pues en cuanto sehabían arrancado todas las bayas, el

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privilegio terminaba.Aquella Nochebuena me

acordé de Fanny, porque la primeravez que la besé fue en un día comoaquél, y sucedió bajo el muérdagode mi tía. Solía quedar sumido en lamelancolía cada vez que larecordaba, pero aquel año no fueasí. En realidad, se me ocurrió que,de no haber besado a Fanny bajo elmuérdago seis años atrás, no estaríaen Monkshill.

Tampoco el señor Carswallfomentaba el ambiente navideño en

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su casa. Una celebración rústicahabría quedado fuera de lugar enaquel inmenso bloque de piedra, enaquel templo erigido según losdictados del gusto moderno. Nohabía ninguna chimeneasuficientemente grande paraalbergar el tronco con el queinaugurar la Nochebuena, dehaberlo habido.

Aquella noche se me invitó acenar otra vez con los Carswall, laseñora Lee y la señora Frant. Elseñor Carswall dirigió la

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conversación al tema de la misa.—He encargado que preparen

dos carruajes —dijo—. Asícausaremos mejor impresión. Tengoentendido que sir George va a traera un grupo de gente desde ClearlandCourt.

La señorita Carswall miró altecho y dijo:

—Menos mal que compré lapelliza nueva antes de salir deLondres.

Me miró de frente, y supuseque por mi gesto pensó que me

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había hecho gracia el comentario.—¿Y vendrá con él el capitán

Jack? ¿Y su madre?—No lo sé. Es probable —

dijo el señor Carswall mirando a suhija, luego a la señora Frant y porúltimo a mí—. Usted y la señoraLee vendrán con nosotros. Tenemosdos bancos en la iglesia. Creo queconviene que se siente atrás con losniños.

—Sí, señor.—El capitán Ruispidge se

destacó en la Guerra de la

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Independencia —dijo el señorCarswall—. Quizá quiera tenerlopresente en caso de quecondescienda a dirigirse a usted.

—Sí, señor —repetí.Si algo podía predisponerme

en contra de un hombre, era saberque se había destacado en el campode batalla.

—Sir George posee bastantespropiedades, ¿no? —preguntó laseñora Frant.

Carswall masculló:—Tendrá unas cuatro o cinco

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en sus manos. Al propietario deMonkshill corresponde el derecho apresentarse en Flaxern Parva. Peroel señor Cranmere la vendió alpadre de sir George.

La conversación se alargóhasta que terminó el último plato,tibio y opulento. Las damas seretiraron; los criados quitaron elmantel y sirvieron el postre y elvino. El señor Carswall dio lavuelta a la silla para sentarse decara al fuego e hizo una señal con lamano para indicar que yo debía

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hacer lo mismo.—Bueno, ¿qué le parece

Monkshill? —preguntó y no esperóa que respondiera—. Es una casaexcelente, ¿verdad? ¿Sabe quién fueel arquitecto? Sir John Soane enpersona, el mismo que diseñó elBanco de Inglaterra. Ojo, Soane noes precisamente barato, comotampoco lo era entonces, hacetreinta años. Y no se reparó engastos al construir el edificio. Y noes que yo pagara por construirlo, noseñor, no pagué ni un solo penique.

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Recoge lo que otros siembran: es unbuen lema para la vida, joven, tomenota. No, el antiguo propietario, elseñor Cranmere, gastó tanto enechar la casa anterior abajo y enlevantar ésta, que no le alcanzópara vivir en ella. Al final me latuvo que vender por una suma muyinferior a su valor real, pero teníaque elegir entre esto o losalguaciles. Los caprichos de lamente humana nunca dejan deasombrarme.

Carswall se sirvió otra copa

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de vino y fijó la vista en el fuego.—Sí, modestia aparte —

añadió—, es una propiedad de laque estar orgulloso, digna decualquier caballero del condado, ode cualquier caballero del reino,¿por qué no?

Siguió hablando sobre el temacon voz ronca unos veinte minutosmás. Y yo le escuchaba allísentado, como único público,encadenado a la silla. Entonces,poco a poco, empezó a tenerdificultades de dicción, y las pausas

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entre oraciones se hicieron cadavez más largas, y luego entre frasesy palabras. Tenía los pies apoyadossobre la pantalla, y los zapatos sehabían caído en la chimenea. Teníalos pantalones de montardesabrochados y llenos de manchasde vino y salsa. Lo último que dijoantes de dormirse se me grabó en lamemoria, sencillamente porquediscordaba con todo cuanto habíadicho hasta el momento.

—Cuando mi padre vino aMonkshill, tenía que quitarse el

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sombrero ante el propietario. Ahorasoy yo el propietario —dijomirándome con los ojos medioocultos bajo unas cejasdesgreñadas, cual animal salvajeentre la espesura, como si hubieraosado contradecirle—. Dígame,¿ahora quién es el dueño, eh?Dígame, ¿ahora quién es el dueño?

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CAPÍTULO 42

La mañana de Navidad, durante eldesayuno, se entabló una discusiónsobre cómo debía distribuirse elgrupo para ir a la iglesia. EnMonkshill había tres carruajes: uncoche grande en el que cabían seispersonas si se apuraba el espacio;el tílburi que nos había traído aEdgar y a mí desde Gloucester, enel que cabían tres a lo sumo; y porúltimo, un faetón para las damas,

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que se consideró poco apropiadopara la ocasión. El señor Carswallopinaba que debían enjaezar tantoel tílburi como el carruaje, pero laseñorita Carswall consideraba queseis personas cabían bien en elcarruaje, sobre todo porque dos deellas eran niños. Al instante, comosi hubiera advertido lasconsecuencias de lo que acababa dedecir, me miró a modo de disculpa.

El cálculo hablaba por sí solo:el señor Carswall, la señora Lee, laseñora Frant, la señorita Carswall y

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los niños sumaban seis. No habíasitio para mí. Aquella fue una claraafirmación del lugar que yoocupaba en Monkshill, y tanto másclara cuanto que no había sidointencionada. El padre dijo concierta decepción:

—Supongo que nos bastarácon el coche. Pero no quiero queparezca que es el único vehículodel que disponemos.

—Papá, no creo que cause esaimpresión.

—Hace un día tan bonito —

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dijo la señora Frant—. Estoy segurade que a los niños les encantaría ira pie.

—Seguro que sí —dijo laseñorita Carswall con entusiasmo—. Eso nos iría muy bien. Ellos lodisfrutarán, y nosotros no tendremosque apiñarnos en el coche —dijo yvolvió a mirarme—. Claro, si elseñor Shield es tan amable deacompañarles.

Incliné la cabeza en señal deasentimiento y pregunté:

—¿A cuánto queda Flaxern

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Parva de aquí?—No llega a los dos

kilómetros y medio —respondió—.Queda a más de tres si se va por elcamino que lleva a la casa y por lacarretera, pero hay un sendero queatraviesa la finca, y la iglesia quedaen la parte más próxima al pueblo—explicó y dio una palmada—.Qué envidia me dais. El aire es tanlimpio y fresco.

Algo más tarde, los chicos yyo esperamos de pie fuera, en laescalera principal, contemplando la

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llegada del coche de los Carswallfrente a la casa. Se movía arriba yabajo sobre los largos resortescomo un barco en el mar, y relucíacomo un juguete gigantesco, reciénbarnizado. En cada puerta había unescudo de armas. En cada parte delos arreos, donde había lugar paraello, habían colocado penachos quedestellaban con un resplandorplateado. El cochero iba tocado conun sombrero de tres picos conmuchos cordones, y una peluca derizos trigueños. Dos lacayos

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vestidos de librea —entre ellos,Pratt— iban colgados de la cajatrasera, con ramos de flores ybastones con empuñadura de oro.

Carswall salió de la casa.—Compré esta máquina por

ciento cincuenta guineas cuandoCranmere vendió la casa —dijo,golpeando con la contera de latón lapiedra del peldaño—. Una ganga,¿eh? No tenía ni un mes.

Los chicos y yo nos pusimos aandar por el terreno escarchado. Elcielo era de un azul claro e intenso,

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y el aire, tan frío que raspaba lagarganta como un aguardiente. Alseguir el sendero, pasamos por lalaguna que habíamos visitado el díaanterior. Los niños me adelantaroncorriendo y se deslizaron sobre elhielo; yo fingí que no les habíavisto. Desde la otra orilla del lago,detrás de los árboles, empezó asonar una campana.

—Vamos —les ordené—. Hayque darse prisa. Al señor Carswallle molestaría mucho que llegáramostarde.

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Se tomaron la orden como unainvitación a patinar hasta el otrolado del lago, el más próximo a laarboleda, y yo los seguí por laorilla. Charlie salió del lago y semetió en el sendero, entre laespesura. Sólo esperaba que nohubiera nadie cerca que viera suconducta, ya que era sumamenteindecoroso que dos jóvenescaballeros se comportaran de unmodo tan poco respetuoso decamino a un oficio religioso y en undía tan sagrado del calendario

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eclesiástico.—¿Señor? —dijo Edgar—.

¿Señor?Me volví sin moverme de la

orilla.—¿Qué sucede?—Alguien nos está mirando.—¿Dónde?—En esa cueva —dijo

señalando a la orilla contraria, a laboca de una gruta en la colina—.Hace un momento.

—Ahora ya no hay nadie.Vamos, debemos darnos prisa.

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—Puedo ir a ver.—No hay tiempo —le insté—.

Será un trabajador de la finca. Noquerrá molestarnos.

Para entonces me preocupaballegar tarde a la iglesia. Nosadentramos sin dilación por unsendero que cruzaba la arboleda.Charlie nos advirtió con ciertoplacer macabro que no nosatreviéramos a entrar en el bosquesin la compañía de unguardabosque, porque el señorCarswall había colocado cepos

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entre los refugios para atrapar a loscazadores furtivos.

Salimos del bosque y, para mialivio, avisté la iglesieta a menosde trescientos metros. Era pequeña,tenía un campanario de poca altura,construido con la arenisca rojizatípica de la zona, y un tejadocombado de tejas de piedra conmuchas fisuras y manchas de liquen.El patio de la iglesia estaba repletode vecinos endomingados. El cochetodavía no había llegado.

El sendero conducía

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directamente a una verja baja quehabía en el muro del recinto. Loshabitantes del pueblo nos miraroncon curiosidad y se apartaron denosotros como si estuviéramoscontaminados. Charlie, con unaconfianza envidiable, se acercó algrupo de gente de buena familia quehabía reunida bajo el pórtico yfrente a éste. Unos mozos de cuadraiban y venían con un tílburi y unatartana por un ramo del sendero quepasaba junto a la iglesia.

Justo entonces apareció el

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coche del señor Carswall. Venía atoda velocidad por la carretera, enmedio de un estruendo de cascos,ruedas y fusta al chasquear. Variosvecinos del pueblo que ibanandando a la iglesia tuvieron quearrimarse al muro del patio paraevitar que los atropellaran. Elcochero detuvo el vehículo enfrente de la entrada al camposanto.En un alarde de ingenio, se lasarregló para frenar los caballos conun mayor control que de costumbre,de forma que mordieron los

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bocados y arquearon el lomo comosi estuvieran mejor enseñados de loque estaban.

—¡Caray! —dijo un jovencaballero de espaldas a nosotros—.Viajan como príncipes, ¿eh? Diríaque...

Otro hombre algo mayor que élnos vio llegar por el sendero einterrumpió al que hablabaponiéndole una mano sobre elbrazo. Mientras noscontemplábamos los unos a losotros, los lacayos, como si

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compitieran entre ellos por unportamonedas lleno de guineas, seapearon corriendo para abrir lapuerta y desplegaron la escalerilla.Carswall fue apareciendolentamente, cual enorme caracol deun caparazón refulgente,examinando ágilmente con susojillos vivos quién le miraba.

Una vez el viejo se sintióseguro al llegar al suelo, se volvióaparatosamente, apoyándose sobreel bastón, y ofreció el brazo a laseñora Lee con un ademán que

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pretendía ser refinado, pero quemás bien pareció teatral. La ancianadama bajó los escalones,deslumbrada por el sol. Acontinuación bajó Sophia Frant, y oía uno de los caballeros que teníadelante contener la respiración alverla. La última en aparecer por lapuerta del carruaje fue la señoritaCarswall. Se detuvo un instante,mirando a su alrededor como unaactriz que contempla a su público,sonriendo a los congregados en elpatio con una serenidad

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deslumbrante. A continuacióndescendió la escalerilla connaturalidad y cogió del brazo a laseñora Frant. La campana seguíatocando. Los habitantes del pueblose apartaron a los bordes delcamino para dejar pasar al grupo delos Carswall, que fueron caminandopausadamente hacia el pórtico de laiglesia. Los dos caballeros quetenía junto a mí se quitaron elsombrero e hicieron una reverencia.Su vestimenta contrastabaclaramente con la de Carswall,

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elegante y espléndida.—¡Sir George! —exclamó

Carswall cuando se aproximaba almayor de ellos, como si elencuentro fuera una grata sorpresa—. ¡Felices Pascuas! Y a ustedtambién, caballero, ¡felicesPascuas! —añadió volviéndosehacia el otro—. ¿Cómo está ladyRuispidge? ¿Imagino que estarábien?

—Perfectamente —dijo sirGeorge—. Ya está dentro.

Este caballero y el otro —

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supuse que era su hermano—volvieron a hacer una reverenciaante la presencia de las damas.Carswall presentó a Charlie y aEdgar, y el grupo pasó a la iglesia,yo detrás de ellos y el resto delpueblo a la zaga. Habían decoradoel pórtico con plantas y ornamentosnavideños. Dentro de la iglesia, losmiembros de la discreta orquestaafinaban los instrumentos. Laseñorita Carswall se volvió haciamí, se llevó las manos a los oídos yarqueó las cejas, como si el ruido

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la horrorizara.Los Ruispidge ocupaban dos

bancos aparte, formando ángulo a laderecha con respecto de lacongregación y de cara al púlpito.Carswall había tomado los dosbancos de la parte delantera de lanave, en el lado sur, de modo que anuestra izquierda teníamos a sirGeorge y su familia.

Los hermanos Ruispidge sesentaron junto a dos damas que yahabían tomado asiento en un bancode la familia. Una era de edad

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avanzada, vestía de negro y tenía unrostro largo y huesudo querecordaba un caballo, como sueleocurrir con los rostros de laspersonas distinguidas cuando sedesvanece la lozanía de la juventud.La otra dama era mucho más joveny, al verla, tuve la impresión dehaberla reconocido. ¡Era Fanny! Alinstante, me di cuenta de que meequivocaba. Sin embargo, aquelladama me seguía recordando a laniña a la que besara bajo elmuérdago que mi tía había

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dispuesto en la cocina. Tenía elmismo color subido, el mismocabello negro y lustroso y la mismafigura bien formada. También merecordaba a otra persona, a alguienque había visto hacía poco, pero dequien no me hubiera podido acordarpor nada del mundo.

Al fin empezó la misa. Elpárroco era un hombre fornido yrubicundo, al que era más fácilimaginar montado a caballopersiguiendo a un zorro con unajauría de perros ladrando, que en un

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púlpito. Sin embargo, demostró quelas apariencias engañan, puesdurante cincuenta minutos, en untono uniforme y erudito, pronuncióun sermón sobre cómo considerarlas ceremonias navideñas y sobre lanecesidad de entender la festividad,no sólo como un día dedicado a dargracias a Dios, sino también comoun día de júbilo. Se mostró bastantefranco, pero apoyó la rectitud de suopinión con frecuentes y largasreferencias a la obra de los Padresde la Iglesia. Así, escuchábamos

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sentados en silencio, imbuyéndonosde la sabiduría de Teófilo deCesarea y san Crisóstomo.

Yo empezaba a desviar laatención. Los Ruispidge estabanquietos y atentos, menos la dama decabello oscuro, que de vez encuando miraba a su izquierda, haciala nave en la que nosencontrábamos nosotros, y hubo unmomento en que cruzamos lasmiradas. Entonces, con un estrépitoque vino bien, el violonchelo cayósobre el suelo del coro,

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seguramente porque el músico sehabía dormido. Lamento decir queel señor Carswall también dio unacabezada, y su hija tuvo quedespertarlo con un codazo.

Contuve un bostezo, y luegootro. Para distraerme, contemplédos placas conmemorativas quehabía en la pared de al lado. Laspalabras «Monkshill Park» mellamaron la atención a primeravista. La primera placa recordabala muerte de Amelia, hija delprimer lord Vauden, esposa del

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señor Henry Parker (MonkshillPark) en 1763. Debajo había otraque conmemoraba las diversasvirtudes de la hija de los Parker,Emily Mary, también de MonkshillPark, fallecida en 1775.

De repente abrí los ojos. Conun mal presentimiento volví a leerla inscripción de la segunda placa:«Emily Mary, amada esposa delseñor William Frant, de MonkshillPark».

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CAPÍTULO 43

Cuando por fin terminó la misa, losRuispidge fueron los primeros ensalir al patio de la iglesia, unodetrás de otro, con el grupo delseñor Carswall pisándole lostalones. El resto de la congregaciónnos siguió afuera. En el patio seimpuso un ambiente distendido. Loshabitantes del pueblo eran comoniños que acababan de salir delcolegio. Y hasta los más ancianos

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adoptaron una actitud festiva.Charlie y Edgar se pusieron a jugardiscretamente al corre que te pillosobre la grava. No tuve valor paradetenerlos.

El señor Carswall se acercó albaronet lo más deprisa que lacojera le permitía y lo arrinconó enel ángulo que formaban la pared yun contrafuerte.

—Sir George —gritó—. Hasido un sermón edificante, ¿no le haparecido?

Sir George asintió con un

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movimiento de cabeza, y advertícómo desviaba la vista hacia laseñora Frant y la señorita Carswall,que conversaban con su madre, ladyRuispidge, y la dama de cabellosnegros que estaba sentada en subanco. El capitán Ruispidge, queera más guapo que su hermano, secolocó con gracia entre las dosmujeres.

—Nos encantaría que usted,sir George, viniera a Monkshill conel capitán Jack y lady Ruispidge,siempre y cuando el viaje no le

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resulte agotador —dijo Carswall.Sir George comentó que era un

detalle por su parte. La señoritaCarswall había observado que,según se decía, sir George era muyguapo, como acaso a menudo losean los baronets, pero a mi parecertenía aspecto de galgo hambriento.Entendía como una muestra desutileza el arte de hacercomentarios corteses carentes deafecto alguno e insustanciales.

—Creo que no conoce usted ami prima, la señora Frant, caballero

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—prosiguió Carswall—.Permítame rectificar la falta.

Sir George se inclinó y,adoptando un tono y un gesto deindiferencia estudiada, dijo:

—Gracias, será un placerconocerla. Creo que mi madreconocía a los padres de su difuntoesposo.

El señor Carswall inclinólevemente la cabeza, como si deeste modo aceptara lacondescendencia de la madre de sirGeorge. Guió al baronet hasta el

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grupo de mujeres. Dio la casualidadde que yo estaba de pie al borde delsendero, escuchando furtivamentemientras vigilaba a los niños ytrataba de considerar quéimplicaciones podía suponer lainesperada información que habíadescubierto durante el oficio de lamisa. Carswall volvió la cabezahacia el baronet, pero eraconsciente de mi presencia. Me dioun empujoncito con el brazo y meapartó fuera del camino, sobre lahierba. Lo hizo sin darse cuenta y

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sin malicia, como quien aparta a unperro que entorpece el paso enmedio de una puerta, o quienahuyenta a un gato de una silla. Nome miró, como tampocointerrumpió los comentarios que leestaba haciendo a sir George.

Reconozco que aquella actitudme puso furioso y quizás hasta medolió, sobre todo porque me habíatratado de aquel modo delante decuatro damas, los dos señoresRuispidge, mis dos alumnos y todoslos vecinos —o esa impresión tenía

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yo— de Flaxern Parva. Sentí queme ruborizaba. Me quedé allí,mirando cómo Carswall y sirGeorge se reunían con los demás yhacían las presentacionescorrespondientes. La señoritaCarswall ya conocía a losRuispidge, pero nadie del otrogrupo conocía a la señora Frant.

—Señora Johnson —dijo laseñorita Carswall a la dama decabellos negros—. ¿Tiene noticiasdel gallardo teniente? ¿Sigue en elpuesto militar de las Antillas?

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—Sí —respondió la dama ehizo amago de marcharse.

—¿Puede que la viera en laciudad hace unas semanas? —volvió a preguntar la señoritaCarswall con el tono malicioso queempleaba cuando tramaba algo—.El mes pasado me pareció verlaentrar en Payne & Foss, pero habíatanta gente, que no estaba segura, yluego el carruaje siguió adelante yya fue demasiado tarde.

—No —dijo la señoraJohnson—. Se habrá confundido.

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Durante los últimos seis o sietemeses, lo más lejos que he ido es aCheltenham.

En aquel momento recordédónde y cuándo había visto a laseñora Johnson. Debo decir que noestaba del todo convencido, cuandomenos no lo estaba entonces.

—Si alguna vez desea salir desu jardín para dar un paseo por lafinca, no lo dude —interrumpióCarswall dirigiéndose a la señoraJohnson, sin esperar a queaccediera a la invitación—. Puede

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sentirse como en su casa. Avisaré alos empleados. Aunque debe tenercuidado y procurar no acercarse ala espesura. Estos últimos meses hahabido tal cantidad de cazadoresfurtivos, que la he llenado desorpresas, y no querría que unamigo tuviera la desdicha detropezarse con una.

La señora Johnson inclinó lacabeza en señal de agradecimiento,pero cuando el señor Carswall sevolvió hacia sir George, lasorprendí mirándolo con una

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aversión rayana al odio.—George —dijo el capitán

Jack, que hasta el momento habíaestado hablando con la señora Franty la señorita Carswall—, pero si yoconocía al padre de la señora Frant.Se portó muy bien conmigo cuandoestuve en Portugal en 1809. Claro,el coronel Marpool, del 97.°Regimiento, aunque en aquellaépoca lo habían trasladadotemporalmente al ejércitoportugués. Un oficial destacado: suparticipación fue muy importante

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para recuperar Oporto, y él mismole dio una paliza a Masséna enCoimbra.

El señor Carswall sonreíaabiertamente, como si las proezasdel padre de la señora Frant fueran,inexplicablemente, las suyaspropias. Se sacó el reloj delbolsillo y lo exhibió al grupo,exaltando sus cualidades, como sifuera un vendedor.

—Creo que Masséna tenía unreloj del mismo fabricante. Dicenque el propio Napoleón era cliente

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de Breguet.—Disculpe, señor —se excusó

sir George arrugando la frente en ungesto de sorpresa— pero ¿quién esBreguet?

—Abraham Louis Breguet,caballero, el mejor relojero delmundo —dijo el señor Carswallcontemplando el reloj sobre lapalma de la mano—. Dicen quemuchos de los oficiales deNapoleón tenían relojes como éste,porque son precisos hasta la décimade segundo, están fabricados a

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prueba de golpes y puedenfuncionar hasta ocho años seguidossin que necesiten reparación y sinretrasarse por ello. Dicen, y elcapitán Ruispidge me corregirá sime equivoco, que el emperadordebe sus victorias a la genialidadde un mecanismo de relojería, y noes descabellado pensar suponer quetal precisión se debiera a un relojfabricado por Breguet.

El viejo continuó su discursoante un público perplejo. A pesarde haberme hecho un desaire, sentía

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vergüenza por él, de modo que medi la vuelta para vigilar a los niños.No les vi por aquella parte delpatio, de manera que me dirigí alpórtico a fin de rodear la iglesiahasta encontrarlos.

—Señor Shield —llamó laseñorita Carswall, que estaba justodetrás de mí.

Me volví, sobresaltado. Sehabía apartado del grupo de noblesy había acudido a mi lado,mostrando la mejor de sus sonrisas.

—¿Sería tan amable de

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hacerme un favor?—Cómo no, señorita

Carswall.—Me he dejado el pañuelo

dentro de la iglesia, en el banco enel que estábamos sentados.

—En tal caso, permítame quevaya a buscarlo.

Volvió a sonreírme. Pasé bajoel pórtico decorado con plantasnavideñas y entré en la iglesia.Estaba vacía, aparte del sacristán,que al verme entró con disimulo enla sacristía. Al instante oí que la

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puerta se abría otra vez a misespaldas. Miré por encima delhombro. Allí estaba la señoritaCarswall, sonriéndome.

—Shield, le pido que meperdone. Lo tenía dentro delmanguito —explicó y me enseñó laprenda blanca y bordada—. Le hehecho entrar en balde.

Volví sobre mis pasos.—No importa.Se quedó de pie en el umbral

con la mano en la puerta,impidiéndome la salida. Escrutó el

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interior de la iglesia vacía y luegome miró.

—Sí que importa —seapresuró a añadir—. Sobre todoporque ya sabía que el pañueloestaba en el manguito.

—Me temo que no la entiendo.—Es muy sencillo. Deseaba

disculparme por el comportamientode mi padre.

Sentí que la sangre me acudíaa la cara otra vez y miré a otrolado.

—Sé que no debería decir esto

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de mi padre, pero no puedo afectarignorancia al hecho de que a vecesactúa de una manera que...

—No debe afligirse por eso.No es el mejor momento.

Dio una patada en el suelo.—Le trata como a un criado. Y

eso no es justo. He visto cómo loapartaba de en medio para pasar.No sabía dónde meterme.

—Por favor, no se preocupepor mí.

Volvió la cabeza en ademán desalir, pero volvió a dirigirse a mí.

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—Por favor, no se ofenda porhablarle de este modo. Creerá ustedque soy muy directa. Le pidoperdón.

—Al contrario, creo quemuestra mucha consideración hacialos sentimientos de un subordinado.

—Oh —dijo la señoritaCarswall, esperando oír algo más— ¿Sólo eso?

—La respeto por ello.—¡Oh! —exclamó con otra

entonación y salió a toda prisa alpórtico.

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Yo la seguí. El pórtico estabatan profusamente decorado conhojas y plantas, que apenas se veíanlas piedras de la pared. Ella sequedó en medio de éste,mirándome. Más allá del pórtico dela iglesia, sólo se veía el colorverde de la hierba, el gris de laslápidas y el azul del cielo. Pero nose veía a nadie. El sendero que ibade la verja de acceso al edificioformaba un ángulo recto al girarhacia el pórtico. Se oían voces,pero sólo veía a la señorita

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Carswall, y nadie nos veía.—En la iglesia, antes he visto

una placa en la que...—Calle...Flora Carswall me tocó el

brazo, se puso de puntillas y mebesó en la mejilla.

Me hice atrás, atónito, ygolpeé con el codo el cerrojo dehierro de la puerta. Su perfume meembriagó, y el calor de sus labiosme abrasó la piel como un estigma.Sonrió, pero esta vez con verdaderamalicia.

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—Esta es la época del año y ellugar idóneos para permitirseciertas libertades o, cuando menos,para no censurarlas, caballero —susurró—. Mire.

Señaló hacia arriba, y vi quede la bóveda colgaba un enormeramo de muérdago tachonado debayas blancas.

—Ahora tiene que coger unabaya —dijo en el mismo tonomeloso—, pero aún quedan muchas.

Se dio la vuelta y salió a la luzdeslumbrante de aquella mañana de

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Navidad.

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CAPÍTULO 44

El buen tiempo, frío y despejado, seprolongó durante los días quesiguieron. El día de San Esteban,que también cayó en domingo, losCarswall volvieron a la iglesia. Enesta ocasión, el señor Carswallhizo sacar tanto el tílburi como elcarruaje y, uno detrás del otro, enmedio de un estrépito, fuimos aFlaxern Parva. Sin embargo, paradecepción del señor Carswall, los

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bancos de los Ruispidge estabanvacíos.

Aquella tarde los chicosestaban algo alborotados, en parteporque estaban de vacaciones y enparte por la falta de ejercicio. Portanto, accedieron de buena gana a lapropuesta de dar un paseo despuésde misa.

—Deberías enseñarle al señorShield la abadía en ruinas —propuso la señorita Carswall,apartando la vista de la labor,desde la butaca junto al fuego—. Es

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un sitio muy romántico, y a veces seven figuras encapuchadas que pasanfurtivamente entre los pilares.

Inclinó la cabeza para seguircon la labor. Desde lo ocurrido enel pórtico el día de Navidad, nohabíamos estado a solas. Yo nosabía qué pensar de sussentimientos, pero tampoco de losmíos. Era consciente de queninguno de los dos se habíacomportado correctamente, pero encierto modo procuraba no pensar enese aspecto de la cuestión.

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—Sí, señor —intervinoCharlie— por favor, déjenos ir a laabadía. Edgar, dicen que los monjesenterraron allí un tesoro.

La señora Frant, que estabaescribiendo una carta en una mesajunto a la ventana alzó la vista aloírle y lo amonestó:

—No le llenes la cabeza aEdgar con esas tonterías, Charlie.No es más que un cuento de viejasque corre por el pueblo.

Sentado al sol del invierno, lamiré y dije.

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—¿Son abundantes las ruinas,señora?

—Yo no las he visto, señorShield. Mi prima sabrá decirle.

—Prepárese paradecepcionarse —dijo la señoritaCarswall—. No hay más que cuatropiedras. En realidad, ni siquiera fueuna abadía. El rector le dijo a papáque todas las tierras de losalrededores pertenecían a losmonjes de Flaxern, que viven a laorilla del río. Cree que estas ruinasson los restos de una de las granjas

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que había en la periferia de laabadía. Eso molestó mucho a papá.Él quería que hubiera sido unaabadía, y no una casa de labranzaen ruinas.

—Pero allí vivieron monjes,así que tiene que haber fantasmas—dijo Charlie con el tono de quienprueba con otro intento—. Y untesoro. Es más probable que loescondieran allí que en la abadía,¿no? Sería el primer lugar dondemirarían.

La señora Frant le sonrió y

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dijo:—Cuando diseñaron la finca,

creo que entre los cimientoshallaron unos cuantos peniques deplata. Puede que de ahí venga lahistoria del tesoro. La gente decampo es muy crédula.

—¿Dónde los encontraron?La madre se entretuvo

colocando la tapa al frasco de tinta.—No lo sé, Charlie.—¿Y quién te contó lo de la

plata? Le podría preguntar si sabedónde cavaron.

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—Me temo que no podríaspreguntárselo. Fue papá —dijomirando a su hijo—. Sus abuelossolían vivir aquí. Su abuelo diseñóla finca. Su nombre aparece en elobelisco.

Charlie se le había acercado.Estaba sentada con la espaldacontra el respaldo de la silla.

—Ven con nosotros, mamá.Así nos enseñas dónde podríanhaber encontrado el tesoro.

—No había ningún tesoro —dijo ella.

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—Pero había dinero —dijo laseñorita Carswall—. Monedas deplata. Eso es un tesoro, ¿no?

La señora Frant se rió, y todosreímos con ella, aliviados porque laseñorita Carswall había elevadolos ánimos.

—Supongo que tienes razón —dijo su prima.

—Bueno —dijo Charlie—,entonces puede que haya más. Si nolas buscamos no las vamos aencontrar.

La señora Frant miró por la

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ventana al vasto terreno reluciente yplateado de la finca, que seextendía bajo la oscura cúpula azuldel cielo.

—Supongo que me sentaríabien tomar un poco el aire.¿Vendrías con nosotros, Flora?

La señorita Carswall dijo queprefería quedarse junto al fuego.Traté de llamar su atención, perosiguió cosiendo.

Un cuarto de hora después loschicos corrían por el sendero dellago, mientras la señora Frant y yo

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les seguíamos a un paso mástranquilo, bien que rápido, pueshacía frío. Las mejillas de la señoraFrant, que solían ser pálidas, seenrojecieron por el frío.Examinamos el obelisco, vimos lainscripción que inmortalizaba lasvirtudes del bisabuelo de Charlie, ytomamos un sendero en direccióneste, hacia un valle poco profundo.Los niños echaron a correr hastaque ya no alcanzábamos a oírles.Para entonces, la pena que pudierahaber causado la alusión al señor

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Frant se había disipado porcompleto.

—Espero que no se estéaburriendo demasiado —dijo laseñora Frant—, pero es que la vidaen el campo es muy tranquila.

Le contesté que me gustaba lacalma del lugar.

—Supongo que estaráacostumbrado al ruido y el bullicio—dijo—. Charlie me dijo que vivíausted en Londres antes de entrar enla escuela del señor Bransby, y queanteriormente había sido militar.

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—Razón de más paradeleitarme en el sosiego del campo.

—Tal vez —dijo y me dirigióuna mirada rápida—. Mi padretambién sirvió en el ejército. Era elcoronel Francis Marpool. No creoque le conociera, ¿verdad?

—No, porque no me alistéhasta 1815, y como soldado raso.

—¿Luchó en Waterloo?—Allí me hirieron, señora.Me miró con tal admiración,

que sentí vergüenza y dije:—Nunca llegué a entrar en

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combate. Me hirieron en la faseinicial de la batalla, luego cayó uncaballo al lado que me impedíamoverme. Fui un soldadosumamente deshonroso.

—Admiro su franqueza, señorShield —dijo—. Si hubiera sidohombre y hubiera estado en uncampo de batalla, estoy segura deque me habría muerto de miedo.

—Para serle sincero, estabamuerto de miedo.

Se rió como si aquello hubierasido una ocurrencia extraordinaria y

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dijo:—Eso corrobora mi opinión

de que es usted un hombre consentido común. No huyó, lo cual yaes un gesto glorioso, ¿no cree?

—No podía huir. Un caballomuerto encima es un buenargumento contra cualquierposibilidad de movimiento.

—En tal caso habrá queagradecer que la providencia leprotegiera —dijo y señaló hacia lacima de una colina de poca alturapor la que ascendíamos—. Desde

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arriba veremos las ruinas de abajo.—¡Chicos, esperad! —los

llamó la señora Frant.Parecía que no nos oían.

Corrían por el otro extremochillando como salvajes. Dospalomas alzaron el vuelo agitandolas alas, asustadas.

La señora Frant y yo llegamosa la cumbre. El terreno bajaba enuna ligera pendiente hasta unahondonada donde se extendían losrestos de varios muros de piedra.Escruté todo el lugar y, a unos cien

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metros, vi la hilera de estacas queconformaba el límite norte de laantigua propiedad. Algo más abajose apreciaba el tejado gris de unacasita firme.

—¡Oh! —exclamó la señoraFrant llevándose la mano al costado—. ¡Se van a matar!

Echó a correr colina abajo.Como si de dos monos se tratara,los niños se estaban encaramandoal muro más elevado de las ruinas,que no llegaba a los dos metros ymedio de altura.

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—¡Charlie! —gritó la madre—. ¡Ten cuidado!

Charlie no le prestó atención.Edgar, que estaba menosacostumbrado a ver a la señoraFrant nerviosa, se detuvo y mirópor encima del hombro.

Entonces ella tropezó con unamata de hierba y se cayó.

—¡Señora Frant! —exclamé.Se puso en pie y siguió

corriendo.Desde las ruinas se oyó un

alarido. Charlie estaba sentado a

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horcajadas en la parte más elevadadel muro, gritando a voz en cuello.No se entendía lo que decía, perosu estado de agitación erainequívoco. Enseguida vi la figurade Edgar, que estaba encogido en elsuelo.

Arranqué a correr como unacarga de caballería cuesta abajohacia las ruinas, adelantando a laseñora Frant. Instantes despuésestaba inclinado sobre Edgar. Elniño tenía los ojos cerrados y lecostaba respirar. A mi mente

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acudieron todo tipo deconsecuencias calamitosas, desdela pérdida de mi trabajo hasta lamuerte del niño.

Charlie saltó desde el muro ycayó a mi lado con un ruido sordo.

—¿Respira? ¿Cree quesobrevivirá, señor?

—Claro que sí —le espeté conuna mezcla de enfado y temor.

Cogí a Edgar de la muñeca.—Tiene pulso, y palpita

fuerte.La señora Frant ya había

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llegado y estaba de rodillas a milado.

—Gracias a Dios —dijo.Edgar abrió los ojos y miró a

los rostros que le observaban.—¿Qué... qué...?—Se ha caído —dije—. Ya

está a salvo.Haciendo un esfuerzo, se

incorporó, pero volvió a soltar ungrito y se echó otra vez.

—¿Qué te ocurre? —lepreguntó la señora Frant—. ¿Dóndete duele?

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—En el tobillo, señora.Examiné la pierna herida con

los dedos y la moví a un lado y alotro con delicadeza.

—No noto ninguna rotura.Puede que se lo haya torcido alcaer, o que se haya hecho unesguince.

Me levanté y ofrecí el brazo ala señora Frant. Esta se puso en piey me apartó un metro o dos de ellos.

—¿Está seguro de que no tieneel tobillo roto, señor Shield?

—Creo que no, pero no puedo

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estar seguro. Aprendí algo sobreestas cuestiones cuando ayudaba ami padre con sus pacientes, comomédico y boticario a la vez.Además, si tuviera el tobillo roto,creo que le dolería mucho más.

—Qué tonta he sido. Si no loshubiera llamado, el niño nohabría...

—No piense en eso. Podríahaberse caído igualmente.

—Gracias —dijo,apretándome el brazo un instante—.Debemos llevarlo a la casa.

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—Habría que cargar con él —dije.

Calculé la distancia y supe queno iba a poder con el peso de Edgarhasta el final, de modo que propuse:

—Sería mejor ir en busca deayuda. No debería apoyar el pesoen el tobillo hasta que noconozcamos la gravedad de lalesión. E irá más cómodo sobre unsoporte.

—Mirad —dijo Charlie—.Viene alguien.

Miré hacia donde nos

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indicaba. Al otro lado de las ruinas,cerca de la empalizada, una mujercon una capa negra se aproximaba agrandes zancadas. La señora Frantvolvió la cabeza para mirar, y la oíresoplar con un gemido queexpresaba molestia o quizásirritación.

—Creo que es la señoraJohnson —dijo en un tono de vozbajo e inexpresivo.

La miramos todos en silenciomientras se acercaba. Sin lugar adudas, era una mujer hermosa, pero

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había algo en su semblante que lehacía parecer que estaba al acecho,como un halcón, y pensé que sumarido acaso estuviera menosacostumbrado a mandar que a sermandado.

—¡Vaya! —dijo al llegar—.El niño ha tenido una caída fea,señora Frant. ¿Puede andar si loayudan? Debemos llevarlo a lacasita y buscar ayuda.

—Propongo que Charlieregrese a través de la finca —sugerí.

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—Oh, sí —exclamó el niño—.Iré volando.

—Es muy amable por su parte,señora —dijo la señora Frant—,pero no podemos causarle tantasmolestias, de ningún modo.

—No es ninguna molestia —replicó la señora Johnson—. Espuro sentido común.

—En tal caso, se lo agradezco—fueron las palabras de la señoraFrant, que tenía las mejillascoloradas.

Yo sabía que estaba enfadada,

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pero no sabía por qué.—Charlie —prosiguió—, ve y

avisa a la prima Flora. Explícaleque Edgar se ha lastimado el tobilloy que la señora Johnson nos hainvitado a su casa; pregúntale sipuede enviar el tílburi con laseñora Kerridge.

La señora Johnson me miró dela cabeza a los pies con unos ojosgrandes, marrones y algo saltones.Luego, sin decir palabra, se volvióotra vez a la señora Frant.

—¿No podría ir este... este

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caballero? Seguramente llegaríaantes que el niño, ¿no cree?

—Creo que con eso noarreglaríamos nada —dijo laseñora Frant con tranquilidad, perocon firmeza—. Necesitamos alseñor Shield para cargar con Edgar.

La señora Johnson miró haciasu casa y dijo:

—Podría enviar a alguien alpueblo para que...

—Le ruego que no se moleste,señora Johnson. Si el señor Shieldes tan amable, nos las arreglaremos

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bien así. No querría importunarlamás de lo necesario. Por cierto,creo que no le han presentado altutor de mi hijo. Permítamepresentarle al señor Shield. SeñorShield, la señora Johnson, nuestravecina.

Ambos inclinamos la cabeza amodo de saludo.

Acto seguido, Charlie corríacolina arriba para buscar ayuda.Cargué a Edgar a la espalda y echéa andar con dificultad valle abajohacia la empalizada, donde, a

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través de una verja, se accedía aljardín descuidado de la señoraJohnson. Nos guió hasta la partedelantera de la casa. No era muygrande, en realidad no parecía laresidencia de un caballero, y aprimera vista era obvio quenecesitaba reparaciones.

—Bienvenidos a GrangeCottage —dijo la señora Johnsoncon un tono de voz grave e irónico—. Por aquí, señor Shield —meindicó, abriendo la puerta principal,que daba a un vestíbulo de techo

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bajo, poco iluminado—. ¡Ruth!¡Ruth! ¡Ven aquí!

Sin esperar respuesta, nos hizopasar a una sala pequeña, iluminadapor una ventana en saledizo. En lachimenea ardía un fuego discreto.

—Deje al niño en el sofá.Encontrará un escabel en eldespacho. ¿Sería tan amable deponer más carbón en el fuego? Siesperamos a que venga mi sirvienta,tendremos que esperar siglos.

Edgar se sentó en el sofáhaciendo una mueca de dolor y dio

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las gracias murmurando. Se habíapuesto muy pálido, tanto que la pielera casi transparente. La señoraFrant se arrodilló a su lado, leayudó a quitarse el abrigo y le frotólas manos. La sirvienta acudió casial instante, pese a la mala opiniónde su señora, la cual le ordenó quetrajera mantas, almohadas,amoníaco rebajado y gotas de salde amonio.

—Quizá deberíamos ir abuscar al médico —propuse.

—El más próximo está a tres o

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cuatro kilómetros de Flaxern Parva—dijo la señora Johnson—. Lomejor será que esperen a volver aMonkshill, y que desde allí envíen aun mozo a buscarlo.

—Siento mucho causarletantas molestias —dijo la señoraFrant.

La señora Johnson no dijonada. El silencio duró más de loque permite la buena educación. Alpasar el peso de mi cuerpo de unpie al otro, el suelo crujió. Alparecer, el ruido la hizo reaccionar.

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—En absoluto, señora Frant—dijo la señora Johnson consoltura—. Es un placer prestarayuda a un vecino.

Volvió a hacerse un silencio,pero no duró tanto como el anterior.

—¿Y... y cómo estaba elteniente Johnson la última vez querecibió usted noticias suyas? —preguntó la señora Frant.

—No está muy contento quedigamos —dijo la señora Johnsoncon sequedad—. No le gusta elpuesto de las Antillas, y desde que

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acabó la guerra hay pocasposibilidades de ascender o deobtener trofeos.

—Tengo entendido que hanrebajado a la mitad la paga de losoficiales de marina. Supuestamente,por el hecho de poseer un navío,¿no debería el Almirantazgo valorarmás sus servicios?

—Eso le gustaría a él —dijola señora Johnson y se sentó—. Éles de la opinión que es mejor tenercualquier empleo que ninguno. Peroel barco es viejo, y seguramente lo

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venderán a precio de saldo a algúncomprador civil y lo desguazarán.De manera que tendrá que buscarsea otro capitán que necesite unteniente de navío.

—Estoy segura de que, dadossus méritos, no le faltarán amigos.

—Creo que se equivoca al sertan optimista. Lo que cuenta es lainfluencia, no los méritos. Aun así,no debemos quejarnos. Al fin y alcabo, el mundo es un lugar cruel,¿verdad señora Frant?

La sangre se agolpó a las

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mejillas de la señora Frant.—Sin duda, hay mucha gente

menos afortunada que nosotros —dijo.

—Dígame, ¿y qué le pareceMonkshill?

—Es precioso. Y el aire es tanrefrescante.

—Imagino que habrárenunciado a su casa de Londres.

—Sí.—Vivía en la plaza Russell,

¿verdad? No conozco muy bien esaparte de la ciudad.

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Miré con severidad a laseñora Johnson. Esta tenía la vistapuesta en la señora Frant, la mirabacon curiosidad, como si la incitaraa discutir.

—Es una zona muy agradable—dijo la señora Frant—. Es mástranquila que el West End, claro, yestá mucho menos poblada.

Las palabras de ambas damaseran escrupulosamente correctas,pero tras los silencios y la forma deexpresarse subyacía algo muydistinto, algo más oscuro. Pese a

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que pueda parecer ridículo deciralgo así de ellas, actuaban comodos perros que buscan el momentoidóneo para lanzarse el uno alcuello del otro. Como tantas vecesme había ocurrido desde queconocía a los Carswall y a losFrant, tuve la sensación de que losdemás sabían más de lo que yosabía, sensación que, a pesar de lafamiliaridad, no era menosdesagradable.

Asimismo, éste no era el únicomisterio que había en torno a la

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señora Johnson. Mientras ella y laseñora Frant se encajaban mordacesperogrulladas la una a la otra,recordé los comentarios que habíahecho la señorita Carswall a lasalida de la iglesia el día deNavidad en cuanto a haber visto ala señora Johnson en Pall Mall, ycómo ésta había negadorotundamente que hubiera ido a laciudad en otoño. Se había quejadodemasiado, como había hechoFanny. Como había hecho Fanny...

Al pensar en la muchacha que

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amé una vez y a la que, para mialivio, no había llegado aconquistar, me vino a la mente otraremembranza. Recordé a la damade cabellos negros que había vistosubirse a un coche en la calleSouthampton en octubre cuando fuia la plaza Russell a recoger aCharlie Frant para llevarlo conmigoa la escuela. Ella también me habíarecordado a Fanny, como la señoraJohnson. Y cuantas más vueltas ledaba, más convencido estaba deque por lo menos cabía la

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posibilidad de que aquella damafuera la misma señora Johnson. Lacalle Southampton desembocaba enla plaza Russell. Sin embargo, laseñora Johnson se habíadesentendido al negar queconociera el vecindario.

—Ruth empieza a tener ciertaedad —dijo la señora Johnson trasotra pausa en la conversación—.Supongo que será muy convenientetener unos cuantos criadoscualificados a entera disposición.

—Seguro que le estamos

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dando a la pobre muchísimo trabajo—se excusó la señora Frant y luegose aclaró la garganta—. Fue unplacer conocer al capitán Ruispidgeayer. Habló con tal gentileza de mipadre.

—Si algo caracteriza a miprimo Jack es su amabilidad —dijoa su vez la señora Johnson,deteniéndose a pensar como hace unesgrimidor que calcula la estocadaperfecta—. Si tiene algún defecto,es que le gusta gustar.

Entonces entró la humilde

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sirvienta con las mantas, lasalmohadas y las sales aromáticas. Afin de permitir que ella y la señoraJohnson se manejaran bienalrededor del sofá, me levanté y mehice a un lado, en el hueco queformaba la ventana en saliente. Através del cristal miré el muro querodeaba la casa.

De mis labios salió unaexclamación involuntaria. Unosarbustos pequeños habían crecido asus anchas junto a aquella parte delmuro, y las hojas oscuras y verdes

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de los laureles se amontonabancontra la ventana.

Tan pronto me habíaaproximado a la ventana había vistoun rostro escrutador entre el espesofollaje.

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CAPÍTULO 45

¿Cómo iba yo a saber que la señoraJohnson, a pesar de su pobreza yrecogimiento, era uno de lospersonajes más importantes deldrama que se estaba desarrollandoa mi alrededor? Cierto es que erauna de esas personas a quienesresulta difícil disimular lo quesienten. Ya sospechaba que noapreciaba al señor Carswall, perotras la visita a Grange Cottage con

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Edgar, estaba convencido de quetampoco sentía aprecio alguno porla señora Frant, hasta el punto deodiarla. Sin embargo, en aquelmomento no lo imaginaba siquiera.De hecho, me había implicado entodo aquel asunto sin tener la menornoción de nada desde principio afin.

En cuanto llegó el tílburi conla señora Kerridge y Charlie, nosdespedimos de nuestra anfitrionacon una presteza casi indecorosa. Apesar de colocar el asiento de en

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medio, en el tílburi solamentecabían tres ocupantes, de modo queCharlie y yo regresamos a la casa através de la finca. Al salir, volví amirar al jardín descuidado.

—¿Qué está buscando? —mepreguntó Charlie.

—Cuando estábamos en lacasita, me ha parecido ver a unhombre en el jardín —dije, puessabía que debía ser sincero, porqueEdgar iba a contarle todo loocurrido—. Pero la señora Johnsonestaba segura de que me

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equivocaba, porque ningún hombrehabía pisado su casa desde quedespidiera al jardinero en octubre.En realidad sólo había visto partede una cara, y sólo fue un momento.Incluso podría haber sido unamujer.

—¿Y un ladrón? —propusoCharlie—. Sería emocionante, ¿nole parece? Podríamos atraparlo.

—Es improbable que unladrón entre a robar a plena luz deldía, y con gente en la casa —le dijesonriendo—. Sería más fácil que

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fuera un mendigo.—El señor Carswall dice que

el campo se ha llenado de mendigosdesde que acabó la guerra. Noentiendo cómo el gobierno lopermite.

Charlie pasó el resto deltrayecto ideando métodos paraeliminar aquella amenaza y, enconcreto, una variedad de recursossanguinarios que aplicar en el casode aquellos vagabundos quecometieran la insensatez deaventurarse a entrar en Monkshill.

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Al llegar a la casa,encontramos a Edgar en la sala deestar de las damas. Estabaacomodado en el sofá, con laseñora Lee y la señora Frantagasajándole, mientras el señorCarswall estaba sentado a lalumbre, leyendo un periódico. Yahabían llamado al médico, pero laseñora Lee estaba de acuerdoconmigo en que la lesión del tobillono era más que un esguince; a fin desustentar el diagnóstico, aportó unagran cantidad de anécdotas sobre la

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mala suerte de hijos, hermanos,sobrinos y primos. No cabía dudade que el niño tenía mejor aspecto;había recuperado el color y cuandoCharlie y yo entramos nos miró conun gesto animado.

—Ojalá no me mimaran tanto—le susurró a Charlie—. El tobilloya casi no me duele si no lo apoyo.Ni siquiera habíamos empezado abuscar el tesoro.

Me alegré de que Edgar sefuera recuperando, pero estuveinquieto todo el día. No podía

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quitarme de la cabeza el rostro quehabía visto en la ventana de GrangeCottage. Traté de convencerme deque había sido un efecto causadopor las hojas y la luz, y que lasaguas del cristal le habían otorgadofalsa vida. Procuré recordar quehabía sido una visión fugaz, y que laseñora Johnson era una mujerracional y no tenía motivos paramentir.

Dudaba si debía comentar alseñor Carswall mis sospechas, poraventuradas que fueran. En Londres

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ambos habíamos barajado laposibilidad más que evidente deque Henry Frant todavía estuviesevivo, a pesar de que hubieranidentificado su cadáver en lainvestigación y ahora estuvierapudriéndose bajo su nombre en elcamposanto de San Jorge Mártir.Aunque hubiera sobrevivido, en unprincipio no parecía que fuera aacudir a un lugar en el campo dondese le conocía tan bien. No estaba encondiciones de correr riesgos, puesestaba arruinado, era un

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desfalcador y, muy posiblemente,un asesino. No había ni una solaprueba que demostrara que vivía.

No había ninguna prueba, sólouna sombra vista de soslayo,comentarios entreoídos y un dedoamarillento en una carteraabandonada en la casa de unsacamuelas. Como sospechabaCharlie, ¿acaso no era más fácil queel hombre al que había visto fuerauno de tantos mendigos que vagabanpor el campo, o incluso unpretendiente de la sirvienta de la

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señora Johnson?Sin embargo, todavía quedaba

la posibilidad remota de que elhombre de la ventana fuera HenryFrant. La indecisión me provocabadesasosiego. Cuando fui a darmecuenta, me hallaba en el vestíbulo,caminando de arriba abajo. Al finalme decidí: informaría al señorCarswall de lo que había visto ydejaría que él mismo hiciera lasdeducciones que consideraraapropiadas al caso.

La puerta de la biblioteca se

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abrió unos centímetros. Oí elvozarrón de Carswall, pero comohablaba a media voz, no loentendía. Una voz más aguda ydelicada le respondía: era la de laseñora Frant, que despertó miinterés en cuanto la reconocí. Noquería escucharles, de modo que medispuse a retirarme, pero entoncesambos subieron el tono.

—Suélteme, caballero —dijola señora Frant en voz alta, y a laspalabras siguió el sonido de ungolpe agudo—. No lo consideraría

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ni por un instante.—Entonces es usted una

maldita estúpida, señora —dijoCarswall—. Piense en quién le hacomprado ese vestido, quién lellena el estómago, quién paga laeducación de su hijo.

Me aparté hasta el hueco de lapuerta, Sophia Frant salió de labiblioteca con el rostro encendido.Cruzó apresuradamente el vestíbulohacia la escalera. Se detuvo al piede ésta. Me había visto. Yo quisedecirle que los había oído sin

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intención, que no estaba husmeando.También deseé poder ayudarla,pues había oído bastante para saberde qué estaban hablando.

Me miró. Tenía los labiosseparados y la mano sobre el pilónde la escalera. Era una pose grácily curiosamente formal, como si lacolocación de los brazos se debieraal capricho de un pintor. Luegosoltó un extraño gemido, se volvióy subió las escaleras correteando,hasta que la perdí de vista.

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CAPÍTULO 46

Así pues, no informé al señorCarswall del rostro que había vistoen Grange Cottage. Por la mañana,aquella sospecha me parecía yainfundada, y me alegré de nohaberle dicho nada.

Al día siguiente, el lunesdespués de Navidad, llegó una cartainesperada. Enviaron a un sirvienteen coche a recoger la valija, yregresó poco después del mediodía.

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La entregaron al señor Carswall,que estaba en la biblioteca, pero lallegada de la carta desató unaoleada de expectativas por toda lacasa. A los pocos minutos el señorCarswall entró en la sala de estarde las damas.

—Querida, he recibido unacarta del señor Noak —dijo a laseñorita Carswall—. En estosmomentos está tomando las aguasen el balneario de Cheltenham,imagino que por recomendación delseñor Allan. Tiene pensado ir al sur

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de Gales la semana que viene, paraver una maquinaria minera que leinteresa. Pregunta si nos parecebien que venga a visitarnos, ya quepasará muy cerca de aquí —explicóy miró a los dos chicos, quetrataban de pasar desapercibidos enun rincón de la sala—. Le prometióa la señora Allan que le daríanoticias de Edgar si podía.

—Estoy segura de que nosencantará verle, papá —contestó laseñorita Carswall—. Si va a cenarcon nosotros, supongo que querrás

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proponerle que pase la noche.—No podemos esperar que

viaje por estos caminos de Dios enesta época del año y con estetiempo después del anochecer. No,creo que deberíamos invitarle a quepase unos días con nosotros. Es unhombre digno de consideración a sumanera, y no querría escatimarningún gesto de cortesía hacia él —dijo mirando al papel para luegodirigirse a mí—. Dice que viaja consu ayudante. ¿Se acuerda de él,señor Shield? El negro ese, que le

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acompañó a la calle Margaretcuando se cayó y se lastimó lacabeza.

Incliné la cabeza a modo deasentimiento.

El señor Carswall se paseópor la sala, mientras los demásesperábamos en silencio. Habíaalgo que le preocupaba, aunque nohabría sabido decir qué eraexactamente. Entonces recordé laprimera vez que vi al señor Noak,en la plaza Russell, cuando llegó acasa de los Frant, y el sirviente

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trató de impedirles el paso, hastaque escribió el nombre de Carswallen su tarjeta, que hizo entregar alseñor Frant.

—Mamá —dijo Charlie derepente—. Hay unos caballos en elcamino que lleva a la casa.

El comentario despertó laexcitación general. El señorCarswall fue hasta la ventana conlos niños, seguido de inmediato porsu hija. A continuación apareció ala vista una tartana.

—¡Son sir George y el capitán

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Ruispidge! —gritó la señoritaCarswall—. ¡Dios mío, y no voyarreglada para la ocasión! —exclamó apartándose de la ventana—. ¡El vestido! Y tengo querizarme el pelo. ¿Dónde estáKerridge? No dejéis que semarchen bajo ningún pretexto.

Le abrí la puerta y, al salir, mesonrió, y juro que hizo amago deguiñarme un ojo. Me invitaba aburlarme de su propia vanidad;sabía cómo hacer que un hombre alque quería complacer fuera su

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conspirador. Y yo no pude menosde corresponderle con una sonrisa.Justo entonces, por encima de suhombro vi que la señora Frant habíaalzado la vista y nos estabamirando.

El señor Carswall estaba tanentusiasmado como su hija. SirGeorge había enviado a un sirvientepara preguntar cómo se encontrabaEdgar después del accidente, peropor primera vez tenía la amabilidadde ir a Monkshill en persona. Lacondescendencia era tanto mayor

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cuanto que el capitán Ruispidge loacompañaba. El señor Carswall sepuso nervioso al recordar que aqueldía no habían encendido lachimenea del salón por motivos deeconomía. Tocó la campana.

—Hay que preparar el fuego.Hay que encenderlo.

—Pero señor, será mucho másnatural que los recibamos aquí —dijo la señora Frant con frialdad—.No querrán que armemos tantoalboroto por ellos, y menos por unavisita matinal de unos vecinos.

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Estarán más cómodos si nosencuentran aquí, con nuestrosquehaceres cotidianos. Además, elsalón tardará mucho en calentarse.

Carswall la miró con dureza,pero luego asintió:

—Imagino que sabe lo quehace. Muy bien.

Al poco rato anunciaron a sirGeorge y el capitán Ruispidge.Primero concluyeron que el tobillode Edgar —el motivo aparente desu visita— estaba tan bien comoesperaban. Al parecer, lady

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Ruispidge se había interesado en ély preguntaba por el estado del niño.

—Mi madre recomienda quele den baños de vinagre o de vinoalcanforado en la articulación —informó el señor George a la señoraFrant—. Si el dolor es excesivo,pueden añadirse unas gotas deláudano. El tratamiento debeaplicarse varias veces al día. Y,claro está, la parte lesionada debeestar en reposo.

—Es muy amable por su parte—agradeció la señora Frant—. Le

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ruego que le dé las gracias a suseñora madre por el consejo.

El capitán Jack empezó porelogiar la finca, y luego la casa y elmobiliario; comparó la casa con elpalacio Clearland en detrimento deéste, mirando a su hermano de vezen cuando. Entonces, no sé cómo,estaba sentado junto a la señoraFrant, entablando una conversacióncon ella. Yo estaba demasiado lejospara oír lo que decían, pero en unpar de ocasiones una sonrisa lealteró la gravedad del semblante.

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Entretanto, sir George y elseñor Carswall empezaron a tratarde temas agrícolas. Pero debido aldesconocimiento que tenía el señorCarswall sobre esta materia, prontopasaron de hablar del precio deltrigo a hablar de política. Sinembargo, cuando la señoritaCarswall regresó con un vestido yun tocado distintos, sir Georgedesvió su atención del padre paraponerla en la hija. La conversaciónde la pareja giró en torno a lostópicos majestuosos de una danza

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folklórica tradicional. Él preguntósi ella prefería el campo a laciudad, a lo cual ella respondió queambos eran recomendables.Descubrió que era aficionada atocar música y a pintar. Le preguntósi a ella le interesaría echar unaojeada a las partituras de su madre.Luego, tras acceder encantada a supropuesta, él propuso que, cuandoel tiempo mejorara, quizá leapetecería hacer unos dibujos de laabadía de Flaxern, a orillas del río.De hecho, él se comprometía a

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mostrarle unas cuantas vistas quemerecían la pena.

Luego él dirigió laconversación al campo literario. Yoya sabía que a la señorita Carswallle gustaba leer novelas, así comolas variantes más sentimentales dela poesía moderna, y que adiferencia de la mayoría demujeres, leía los periódicos conasiduidad. Sin embargo, no tardó ennotarse que sir George tenía gustosmás serios. Por suerte, no semolestó en indagar los gustos

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literarios de ella, sino que prefiriódescribir los propios. Al igual queno pocos caballeros, estabaconvencido de lo importantes queeran sus opiniones y de las diversasventajas que aportaba a los demáscon ellas. Así, le recomendó variasobras religiosas de creenciasevangélicas y se explayó hablandode las maravillas morales de lapoesía de Cowper. La señoritaCarswall demostró una buenadisposición de ánimo, pero no leresultó fácil.

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Los niños y yo hablamos poco.No teníamos parte en medio de losarrumacos y zalamerías entre losCarswall y los Ruispidge. Mequedé en un rincón, relegado alolvido. Llamaron a Charlie y aEdgar para que saludara al capitánJack, pero la conversación durópoco. Los niños no tardaron en darmuestras de que estaban aburridos.A los veinte minutos pedí permiso ala señora Frant para retirarme conellos.

Edgar se estaba recuperando

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deprisa, pero todavía cojeaba. Sinembargo, estaba convencido de quemejoraría si hacía ejercicio.Llegamos hasta el huerto y losjardines de la parte trasera de lacasa. Se negó a agarrarse de mibrazo, pero aceptó hacerlo con unbastón. Yo no apartaba la vista delniño. Cojeaba muy poco y andabamás despacio de lo habitual, peroera obvio que el tobillo ya casi sehabía curado. De camino supe quelos chicos no habían desistido delpropósito de buscar el tesoro de los

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monjes.—No creo que lo ocultaran

cerca de la granja de los monjes —dijo Edgar—. Como tampoco en laabadía. Son los primeros sitiosdonde buscarían los hombres delrey Enrique.

—Puede que lo enterrarancerca de allí —propuso Charlie.

—O que buscaran una cueva.Pero creo que es más probable quelo escondieran en Monkshill, queahí abajo, en la abadía. Es másseguro.

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Cuando volvíamos a la casa,oímos cómo se alejaba la tartanapor el camino que había venido. Elresto del grupo seguía en la sala deestar. El señor Carswall estaba depie junto a la ventana, frotándoselas manos con satisfacción.

—Se han comprometido avenir a cenar cuando llegue el señorNoak —me dijo, pues tenía quecontárselo a alguien que aún no losupiera—. Debemos comprar caza,Flora —añadió, dirigiéndose a suhija—. La mejor. Espero que lady

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Ruispidge también pueda venir.Pasó buena parte del día

hablando de lo mismo. Hubo unmomento en que la señoritaCarswall y la señora Frant salieronde la sala; yo estaba leyendo conlos niños, y el señor Carswall nodejaba de contarle a la señora Leelos planes que tenía para la cena.La señora Lee era el interlocutorideal para él, así como para sirGeorge quizá, pues raras vecesdecía algo significativo, pero sabíaa la perfección cuándo introducir en

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el discurso del otro esas frasecillasde asentimiento e interés que tanagradables y alentadoras resultan ala parte contraria. Ahora bien, enocasiones era capaz desorprendernos.

—Casi estoy por invitartambién a la señora Johnson —dijoCarswall con aquella voz áspera ypenetrante—. Al fin y al cabo, fuemuy amable con Edgar. Y sería ungesto de cortesía muy conveniente,ya que es prima de los Ruispidge.

La señora Lee se aclaró la

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garganta ruidosamente, un actoenfático tan poco común en ella,que se la quedó mirandosorprendido.

—No sé si está usted alcorriente de la situacióndesafortunada que ha vivido laseñora Johnson recientemente —dijo la señora Lee en un tono de vozbajo—. Sería aconsejable sopesarcon cuidado si la decisión deinvitarla es acertada.

—¿Qué? Hable claro, señora.No la entiendo si habla en clave.

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La señora Lee se enderezó,por lo cual las facciones del rostrole temblaron. Aun así, dijo con unavoz absolutamente firme y mástranquila:

—Usted es quien debe tomarla decisión, señor Carswall.Sencillamente me preguntaba siestaba usted al corriente de que,antes de casarse, la señora Johnsontuvo, o más bien dicen que tuvo, loque suele decirse una buenaavenencia con el señor Henry Frant.

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CAPÍTULO 47

Se esperaba la llegada del señorNoak el lunes 3 de enero. LosCarswall concertaron la cena con lafamilia Ruispidge para el díasiguiente. Seguía haciendo muchofrío —como ya he dicho, aquel añohizo un frío excepcional— y laamenaza de nevadas era constanteen Monkshill, así como en buenaparte del país.

No puede decirse que

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fuéramos una casa animada. Debidoa su propio carácter, el señorCarswall originaba una tensión quenos afectaba a todos, incluso aniños y sirvientes. Ahora bien, trasla conversación que había entreoídoen la biblioteca, conocía una causade discordia más concreta. Melimitaba a observar sin decir nada.Advertí que la señora Frant evitabaun enfrentamiento abierto con elseñor Carswall, pero pocas veceshablaba con él y procuraba noquedarse a solas con él.

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Los niños y yo estábamos mása gusto fuera. Bajamos al lago envarias ocasiones para patinar sobrehielo. Yo había crecido en una zonapantanosa, donde la combinación deinviernos fríos y la presenciainagotable de agua hacían que unoaprendiera a patinar tan prontocomo a andar. Los niños no habíanaprendido tan pronto, y mi fortuitahabilidad sobre el hielo me valió elcrédito injusto de los chicos.

Y no solamente el suyo, sinotambién el de la señorita Carswall

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y la señora Frant en una ocasión enque nos miraban desde la orilla.Fue una vez en que patinabadespacio con un niño en cada mano.Solté a Edgar para quitarme elsombrero ante las damas. Empezó aagitar los brazos, y a balancear elcuerpo hacia delante y atrás, peroconsiguió mantener el equilibrio.Luego la vanidad me movió a dejara los niños y cruzar el lago a granvelocidad, realizando piruetas conagilidad, con el falso propósito depreguntar a las damas qué se les

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ofrecía.—Cuánto le envidio —dijo la

señora Frant con una alegríaimpropia en ella—. Ir tan deprisa,sentirse tan libre.

—Estoy segura de que es unaforma de ejercicio estupenda —dijoa su vez la señorita Carswall—.Los niños tienen las mejillas rojascomo tomates.

—Seguro que es incluso mejorque bailar —prosiguió la señoraFrant—. Debe de ser comodeslizarse sobre otro elemento,

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como volar.—Seguro que en casa hay más

patines —dijo la señorita Carswall—. Puede que haya algún par quenos vaya bien.

Su prima tuvo un escalofrío.—No hace falta que pongas

esa cara —añadió la señoritaCarswall con una carcajada—. Nosiempre se pueden tener cosasnuevas. Además, creo que en lafamilia del señor Cranmere todoseran sumamente finos.

Dijo esto con una mueca

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exagerada de refinamiento. Laseñora Frant y yo nos echamos areír.

—Pero, ¿cómo vamos aaprender? —objetó la señora Frant—. Debe de ser muy difícil.

—Podríamos bajar una silla,si lo desean. Las podría empujarsobre el hielo.

—Pero yo no quiero que meempujen —dijo con una sonrisa—.Yo quiero patinar sola. Comoseguramente querrá mi prima.

—En tal caso, si me lo

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permiten, les enseñaré, del mismomodo que les he enseñado a losniños —dije mirando ahora a una,ahora a la otra—. Aunque unoaprende sobre todo patinando solo.La mayor dificultad que se presentaal principio es mantener elequilibrio. Una vez se ha cogido eltruco para eso, lo demás se vaaprendiendo poco a poco.

Como si ilustraran miexplicación, los chicos seacercaban poco a poco en zigzag através del agua congelada.

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Progresaban despacio y condesmaña, pero progresaban, y semantenían erguidos.

La señorita Carswall sacó unamano enguantada del manguito y lapuso sobre el brazo de su prima.

—Vamos a probarlo, Sophie.Estoy segura de que los niños y elseñor Shield procurarán que no noshagamos daño.

—Supongo que lo peor quepuede ocurrir —dije— es la caídaocasional.

De repente me di cuenta de

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que la palabra «caída» podíainterpretarse de distintas maneras, yuna de ellas rayaba en la lujuria. Afin de ocultar mi aturdimiento meagaché y fingí que me ajustaba loscordones de los patines.

—¿La caída ocasional? —dijola señorita Carswall en unaingenuidad angelical—. Estoysegura de que la superaremos. ¿No,Sophie?

Por suerte, en aquel precisomomento Charlie resbaló y se cayó,lo cual me valió de excusa para

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acudir en su ayuda.Las clases de patinaje de las

damas empezaron aquella mismatarde. La caballerosidad meobligaba a llevarlas de la mano, aligual que había hecho con los niños,una a la derecha y otra a laizquierda. Enseñarle a patinar aalguien es algo muy íntimo, pues losalumnos están a la absoluta mercedde otra persona y agradecen ladedicación que ésta les concede. Yallí estábamos, en medio del ríoseco y helado, donde sólo se oía el

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siseo y el chischás de las cuchillasal patinar, los resuellos y algunaque otra risa. El esfuerzo puede sercausa de cierta embriaguez; y enalgunos momentos tuve la impresiónde que estaba completamente ebrio.

La señora Frant se cayó dosveces, la señorita Carswall, cinco.No negaré que disfrutaba con cadacaída, e incluso tenía la sospechade que la señorita Carswall caíamás veces de las necesarias. Parapoder levantar a una dama, teníaque rodearla con el brazo, tenía que

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notar el peso del cuerpo. En total,las horas que pasamos en el hieloresultaron ser singulares de taníntimas; no hubo falta de decoro enabsoluto, pero tampoco hicieronalusión alguna al respecto durantela cena, en presencia del señorCarswall.

En las pausas que los niñoshacían para descansar, seguíanbuscando el tesoro de los monjes.Recorrían la finca buscando hastaen el último recoveco. Intentaronexcavar en uno de los huertos, pero

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el jardinero principal no compartíasu pasión por las antigüedades y,sea como fuere, el suelo erademasiado duro para las palas queutilizaban.

Los buscadores de tesorosabrigaban la esperanza de encontraralgo en la gruta que había a orillasdel lago, el mismo lugar donde aEdgar le había parecido ver a unhombre merodeando cuando nosdirigíamos a la iglesia el día deNavidad. La gruta tenía la forma deun túnel de poca extensión, con

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techo en bóveda de cañón,terminado en un ábside donde sealzaba una estatua fantasmagóricade Afrodita. La humedad traspasabael techo y brillaba sobre elrevestimiento interior. Al enfocaruna linterna, era como tener ante sía una hermosa mujer medio desnudaen una fría cueva llena de diamantesque emitían destellos. Lasesperanzas de los niños setruncaron cuando el señorCarswall, que oyó la conversaciónentusiasmada sobre el asunto, les

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contó que según el registro de lapropiedad, habían construido lacueva por orden del señorCranmere hacía menos de cincuentaaños.

Durante aquella época sirGeorge Ruispidge y su hermanoempezaron a ser visitantes asiduos.Normalmente, aunque no siempre,acudían juntos, ya a caballo, ya encoche. Venían a Monkshill con elmenor pretexto: para interesarsepor el estado de Edgar, paradevolver un libro prestado, o para

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llevar un periódico que acaban derecibir de Londres. Bajaron al lagoen dos ocasiones. Sir George sequedó a la orilla hablando con unadama o con la otra. El capitánRuispidge, en cambio, me pidió lospatines y no tardó en demostrar queera un hábil patinador sobre hielo.Ambos se mostraron siemprecorteses conmigo, pero no dabanpie a demasiada familiaridad.

Durante todo este tiempo seguícavilando sobre los hechosocurridos en las últimas semanas,

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que podían indicar que Henry Frantseguía estando vivo. El comentariode la señora Lee al respecto de unaantigua relación entre él y la señoraJohnson había despertado missospechas, naturalmente, y ademásexplicaba la falta de afecto entre laseñora Johnson y la señora Frant.La señora Johnson había negadohaber estado en Londresrecientemente, pero había pruebasde que podría haber estado, cuandomenos en una ocasión. Por último,no olvidaba al hombre que había

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visto en la ventana de GrangeCottage.

Por tanto, dado el grado dedesconcierto y sospecha deaquellas circunstancias, ¿podíadeducir que la señora Johnsonocultaba a su antiguo amante?Cuanto más sometía aquellaposibilidad a un análisis racional,menos verosímil parecía. En primerlugar, una relación de juventud,fuera o no apasionada, nogarantizaba la perdurabilidad, comodemostraba mi propia experiencia.

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En segundo lugar, de haber estadovivo, Monkshill y alrededoreshabría sido el último lugar al queHenry Frant habría ido.

Si Frant se las había arregladopara perpetrar su propio asesinato,habría sido con la intención deinventarse una nueva vida bajo otraidentidad. Para conseguirlo conabsoluta seguridad, sólo podía huiral extranjero. Era un hombre quehabía dejado demasiada huella enel mundo para que no loencontraran en su país.

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A medida que pasaban los díascrecía mi curiosidad por la señoraJohnson. Los chicos me decían quela veían a menudo por la finca,aprovechando la invitación delseñor Carswall, pero evitabasaludarles si podía. Un día,mientras los niños examinaban lasruinas de la granja de los monjes, lavi salir andando con su criado de lacasita, para luego tomar el senderolargo y sinuoso que bordeaba ellímite norte con la finca y conducíahasta Flaxern Parva. Los observé

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hasta perderlos de vista. Aparte deuna voluta de humo de la chimenea,en la casita no parecía haberindicios de vida humana.

Los niños estaban abstraídosen un juego imaginario, de maneraque me acerqué con naturalidad a laempalizada y crucé la verja. Tantola casita como el jardín tenían unaspecto más abandonado y sórdidoque la última vez que había estadoallí. Me paseé por la casa y miré através de las ventanas de la plantabaja, hecho que me hizo sentir como

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un estúpido y como un espía a lavez.

En la parte trasera había unacaballeriza y una hilera de casasanejas de cara a la casa principal,al otro lado del jardín. Allítampoco hallé nada, pero aladentrarme en el jardín traseroreparé en una huella helada quehabía en el suelo enfangado, al ladode la bomba de agua. A juzgar porel tamaño, era de un hombre.

Regresé a la finca. Sabía quehabía decenas de explicaciones

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inocentes para aquella marca en elfango. Aun así, el hecho de haberlavisto bastaba para alimentar elestado de incertidumbre, tanfamiliar e inquietante, en que vivíadesde hacía unos meses.

Al llegar a las ruinas, loschicos ya se habían marchado.Aquello acentuó mi irritación, quese debía en parte al frío y en parte ala visita frustrante a GrangeCottage. Subí cuesta arriballamándoles a gritos. Casi habíallegado al lago por el este, cuando

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oí una respuesta desde el límite delbosque que había entre el agua yFlaxern Parva. Consciente delpeligro de los cepos, eché a correry atravesé el lago helado hasta laorilla este. Fue un alivio saber quelos niños no estaban en el bosque,sino en un desfiladero excavado enla falda de las colinas, a unoscuarenta metros del río.

La boca del desfiladero seorientaba en sentido contrario allago y daba al norte, a la oscuraespesura del bosque. Un sendero lo

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unía al camino que rodeaba lasorillas del lago. El sendero y elacceso al desfiladero quedaban enparte ocultos tras un montón derocas, tierra suelta y varios árbolescaídos, uno de los cuales era uncastaño dulce de tamañoconsiderable. Los niños estabancavando como dos tejones en elmontón de escombros que había entorno a los árboles arrancados deraíz. Toda mi furia se disipó.

—No creo que encuentren eltesoro ahí —observé sin más.

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—¿Por qué señor? —preguntóEdgar.

—Es un sitio estupendo —intervino Charlie—. Aquí se podríaesconder cualquier cosa.

—Puede, pero no creo que losmonjes lo hicieran. No hará más deun mes o dos que el castaño estáahí. Miren, todavía tiene hojas.

Charlie dejó lo que estabahaciendo. Iba sucio como un gitano.

—También está esa puerta,señor —dijo señalando a un arcoque cerraba el otro extremo del

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desfiladero—. ¿Verdad que parecemás antiguo que las cruzadas?

—Seguramente es la puerta deuna nevera de hielo —supuse.

—Puede que ahora sí —dijoEdgar— pero, ¿quién dice quesiempre ha sido una nevera?

Subí por el montón deescombros ayudándome con lasmanos, con los niños retozandodetrás de mí. La puerta del arco erade dos hojas sólidas, de madera deroble, y reforzada con hierro.Charlie agarró el picaporte y lo

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sacudió, pero la puerta apenas semovió.

—A lo mejor hay otra entrada—propuso Edgar.

—Daremos la vuelta a lacolina hasta encontrarla —dijoCharlie—. Te echo una carrera.

Los niños salieron corriendodel desfiladero, y enseguida losperdí de vista. Los seguí, esperandoque el tobillo de Edgar soportara elesfuerzo. Al girar en el ramal queocultaba la boca del desfiladerodesde el lago, vi por el sendero de

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abajo a un hombre y una mujer delbrazo, paseando con las cabezasjuntas hacia la gruta y el obelisco.Sentí una punzada de desdicha alreconocer al capitán Jack Ruispidgey a Sophia Frant.

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CAPÍTULO 48

El lunes por la tarde llegó el señorNoak desde Cheltenham en untílburi de alquiler. Carswall lo tratócon mucha cortesía. Y es que, enrealidad, creo que empezaba aaburrirse de la vida en el campo yagradecía el estímulo de tenercompañía. Sin embargo, no era unhombre que se adaptara confacilidad a una vida derecogimiento.

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El señor Noak vinoacompañado de SalutationHarmwell. Aquel mismo día, laseñora Kerridge apareció con unvestido nuevo. La señoritaCarswall me dijo al oído queseguramente no era casualidad.

A la mañana siguiente Charlieacudió a mí después del desayunopara pedirme que aplazáramos laslecciones matinales.

—La señora Kerridge tieneque ir a la nevera a hacer unrecado, señor, y ha dicho que Edgar

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y yo podemos ir con ella. Y usted,si quiere. Seguro que los griegos ylos romanos tenían neveras, así quesería de lo más instructivo.¿Podemos ir, señor? No tardaremosmás de veinte minutos.

La expedición duraría unoscuarenta minutos, pero era unamañana agradable, y la perspectivade dar un paseo era tentadora. Porotra parte yo también sentíacuriosidad por ver la nevera pordentro. De modo que los tresquedamos con la señora Kerridge

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en la entrada lateral. Al llegarencontramos a Harmwell, queesperaba con una canasta y unalinterna.

—Al señor Harmwell leinteresan mucho las estructuras delas neveras y desea inspeccionar lanuestra —explicó la señoraKerridge—. Y si nos acompaña, nome hará falta buscar a un jardinero.Además, en esta zona tienen unaforma de hablar tan extraña, que aduras penas entiendo una palabra delo que dicen.

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La señora Kerridge iba pordelante con los niños, y el señorHarmwell y yo les seguíamos. Eldía anterior no habíamos podidohablar mucho, debido a que habíanllegado a última hora de la tarde, yel señor Harmwell había cenadocon los sirvientes. Caminabamirando al frente con un semblantetan grave e inalterable, que sólomovía los músculos al hablar o alparpadear. Justo delante de él, amenos de cinco metros, iba la figurade la señora Kerridge, menuda pero

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de busto generoso, con un niño acada lado. Nadie habríaconsiderado una beldad a la señoraKerridge, pero existen otrosencantos, y mis primeras sospechasde que Harmwell era sensible aellos se fueron confirmando.

Al llegar al obelisco giramos ala izquierda y seguimos el senderoque llevaba a la parte oeste dellago. Después de pasar la grutadejamos atrás el lago y subimos porla pendiente poco escarpada deldesfiladero, que albergaba la

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nevera. Los chicos se adelantaron yagitaron el picaporte.

—¡Hay que asustar a losespíritus! —gritó Charlie—.¡Asustar a los espíritus!

La señora Kerridge sacó unallave grande, que luego introdujo enla cerradura de la puerta. El señorHarmwell se agachó para encenderla linterna. Las dos hojas de lapuerta se abrieron hacia fuerachirriando por las bisagras. Cuandolos niños se dispusieron aadentrarse en la oscuridad como

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dos terrieres que entran en lamadriguera de un conejo, la señoraKerridge extendió el brazo paradetenerlos. Pese a la buenatemperatura del exterior, al respirarsentí un aire más frío y penetranteen la nariz, acompañado por unhedor pútrido.

—Por favor, señora Kerridge,déjenos entrar a nosotros primero—pidió Charlie—. Edgar y yotenemos una razón especial paraquerer entrar primero.

—Tendrán que esperar y harán

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lo que se les diga —dije—. Si no,volverán derechos a casa paracontinuar con las lecciones.

La señora Kerridge olió elaire.

—Huele como un osario.—La verdad es que sí, huele

muy mal —opinó Harmwell—.Aunque pocas neveras huelen bienen esta época del año.

—Dicen que en esta época eldesagüe se obstruye.

—¿E impide que salga el aguaderretida? —dedujo, volviendo la

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cabeza para mirar el terreno anuestras espaldas—. Y supongo queal desaguarse hacia el lago, lasalida se congela.

—No, de hecho creen que eldesagüe está obstruido mucho másarriba.

—¿Y no pueden desatascarlo?—Sólo pueden llegar al

principio del hueco excavando —dijo la señora Kerridge, señalandocon la mano las rocas y los árbolescaídos que cubrían parte deldesfiladero—. Las tormentas de

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octubre causaron muchos destrozosen la finca, y no han acabado dearreglarlos todos.

Harmwell ya había encendidola linterna. A petición de la señoraKerridge, encabezó el grupo por elpasadizo excavado en la ladera dela colina. Después de avanzar unosquince metros, dimos con otrapuerta, hecha de gruesos tablonesde madera de pino, con dos hojassujetas a unas bisagras torcidas yanilladas, bordeada de piel paraquedar sellada herméticamente.

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Detrás de ésta había otro pasaje queterminaba en un montón enorme depaja.

La pestilencia había ido a más,y el entusiasmo de los niños sehabía apagado claramente.Harmwell y yo apartamos la pajaaislante, que estaba viscosa por ladescomposición, y la fuimosdejando en los huecos a los ladosdel pasaje. Encontramos una tercerapuerta de dos hojas, aunque éstaestaba un poco inclinada conrespecto al suelo. Hizo falta otra

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llave para abrirla.—Dentro, a la izquierda, hay

un gancho —dijo la señoraKerridge—. Cuelgue allí lalinterna.

Harmwell abrió la puerta. Elolor que me llegó era aún másfétido. Me tapé la nariz con unpañuelo y avancé un poco paramirar por encima de su hombro. Latenue luz amarillenta reveló unacúpula, cuya parte más elevadaquedaba a unos treinta centímetrossobre el techo del pasadizo. En su

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conjunto, la cámara se asemejaba aun huevo gigante con una parte másancha arriba del todo. Albergaba,además, una bóveda y un pozo,ambos recubiertos de piedralabrada, que destellaba por lahumedad. En la parte de la cúpulahabía varios fardos que colgaban deunos ganchos. Me agaché paramirar por el pozo. A unosdoscientos metros de profundidadhabía una masa oscura de hielo,agua y paja. También divisé unaveintena de paquetes medio

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sumergidos.—Sí, el desagüe está atascado

—dijo Harmwell—. No hay nadamás perjudicial para una nevera quela falta de sequedad. El hielo sederrite antes en un sótano cerrado yhúmedo que a pleno sol.

—¿Esta pestilencia se irá? —pregunté.

La penumbra resaltó lablancura de sus dientes.

—Deberían vaciar la cámarasin demora. Luego, para aprovecharel tiempo que está haciendo, yo

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dejaría las puertas abiertas paraventilar el lugar. También tendríanque poner cal viva para absorber lahumedad.

—El señor quiere carne devenado —dijo la señora Kerridge—. En uno de los sacos a laizquierda ha de haber una pierna.Están rotuladas.

—¿Cuánto tiempo hace que lacarne está aquí dentro? —preguntóHarmwell.

—Creo que unos dos meses.—Entonces mucho me temo

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que estará en estado dedescomposición, señora.

—Eso no es cosa nuestra,señor Harmwell. ¿Cree que esostravesaños aguantarán su peso? Porfavor, tenga cuidado.

El hombre negro se adentró enla cámara. Bajo una hilera deganchos, a un lado de la cúpula sehabían colocado travesaños paralos pies y las manos. Se desplazódespacio hasta el grupo de sacos yexaminó las etiquetas que colgabande los cuellos, y que inclinaba para

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leer a la luz, mientras la señoraKerridge esperaba con actitudreprobatoria. Al fin, Harmwell diocon el venado, descolgó el pesadosaco y bajó sobre sus pasos hasta laentrada, donde la señora Kerridge,los niños y yo esperábamos. Mepasó el saco y lo dejé detrás de mí,sobre el suelo de piedra. El hedorya inaguantable. Los niños salieronal aire libre.

—Dios santo —dije,conteniendo las ganas de vomitar.

—El señor tendrá lo que pide

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—murmuró la señora Kerridge,dirigiéndose a Harmwell.

—No creo que lo quiera,señora.

—No le voy a decir que se haechado a perder, eso está claro. Yaunque no fuera así, tampoco habríatiempo para ponerlo en adobo yasarlo.

Cerró los labios y no dijo más.El señor Carswall no erabienquerido entre los sirvientes.Era de carácter duro y autócrata y,aparte de tener cierto mal genio,

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solía pedir cosas imposibles enmomentos de arrebato, algo que talvez era síntoma de su edadavanzada. Sin embargo, mepreguntaba si había alguna razónmás poderosa por la cual la señoraKerridge sentía aquel resentimientohacia él. A pesar de que ahora eraCarswall quien le pagaba el sueldo,ella había servido a la señora Frantdurante muchos años. Quizá laseñora Kerridge conocía lasintenciones del señor Carswall paracon su señora.

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Edgar volvió a entrar,sosteniéndose un pañuelo contra lacara. Pese al olor, quería proseguirsu investigación, indagando por elinterior de la nevera. No quiseprohibirles la entrada, y les permitíayudar a apilar la paja contra lapuerta interior de la nevera. Seensuciaron y se mojaron de lacabeza a los pies, lo cual lossatisfizo de sobra.

Durante el camino de vuelta,por la conversación de los niñossupe que no habían desistido de

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encontrar el tesoro de los monjes.Charlie hizo el comentario bastanterazonable de que la nevera era unaconstrucción demasiado modernapara que la emplearan unos monjestrescientos años atrás. En cambio,Edgar aportó la aguda sugerenciade que habían construido la neveraen aquel lugar precisamente porqueya existía una suerte de cavidadnatural y, para sustentar aquellateoría, arguyó que la piedra querecubría el interior de la neveratenía un aspecto muy similar al de

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las piedras empleadas en las ruinasde la granja de los monjes próximaa la casita. Preferí no decirles quecasi todas las edificaciones concimientos que había a quincekilómetros a la redonda deMonkshill se habían construido conla piedra arenisca de la zona, decolor granate descolorido, de modoque aquella característica no erarelevante en cuanto a la fecha deconstrucción.

Los niños y yo íbamos a pasoligero. Harmwell y la señora

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Kerridge, junto con la pierna devenado en descomposición, ibanrezagados. Cuando ya estábamoscerca del acceso a los huertos, miréatrás y descubrí que una curva en elcamino los ocultaba de la vista.

Al poco, ante nosotros surgióla casa de Monkshill Park, la granmole de piedra. Fuimos por laterraza para entrar por la puertalateral. Miré por la ventana al pasarfrente a la salita de estar. Al otrolado del cristal había alguien depie, una figura imprecisa como un

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fantasma. No podía ser la señoraLee, porque tenía una enfermedaden la columna que la hacía irencorvada y le causaba un intensodolor. La figura desaparecióretirándose al interior de la sala,dejando a la vista la superficie delcristal.

¿La señorita Carswall o laseñora Frant? Esa era la cuestión.En realidad, durante aquella época,ésa era siempre la cuestión.

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CAPÍTULO 49

El señor Carswall no solía recibirvisitas en el campo, y nunca habíatenido el honor de invitar apersonas tan distinguidas como losRuispidge. A medida que seaproximaba el día de la gran cena,el vozarrón del señor Carswallretumbaba por toda la casa concada objeción. Los criados, concaras demacradas, corrían de aquípara allá con sus mejores galas

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manchadas y raídas, cumpliendounas órdenes para cinco minutosdespués recibir una contraorden.

Según la idea que el señorCarswall tenía de las convenciones,el grupo que iba a sentarse a sumesa debía distribuirse en partesiguales entre cada sexo. Habríacinco damas; aparte las tres deMonkshill, también estabanconvidadas la señora Ruispidge yla señora Johnson. Carswall habíadeliberado sobre el dilema deinvitar o no a la señora Johnson, y

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al final no vio otra salida al saberque ésta se hospedaba con susprimos en Clearland. Habría cincocaballeros, de modo que cada damatendría un brazo en el que apoyarseal pasar a cenar: el propio señorCarswall, el señor Noak, sirGeorge y el capitán Ruispidge y,según el plan inicial, el rector deFlaxern Parva, que afortunadamenteera viudo y, por tanto, no teníaesposa para descuadrar las cuentas.Sin embargo, después del desayunoel rector envió a un mozo con una

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nota.—Maldito sea —me dijo

Carswall, ya que era la únicapersona que había en la sala—.Tiene que guardar cama por lashemorroides. Confía en que lamisericordia de DiosTodopoderoso, la aplicación devapor a la parte afectada y unelectuario sean un laxante suave.Espero que Dios Todopoderoso leprovoque una inflamación en losintestinos. Eso le enseñará —dijorasgando la carta y tirándola al

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fuego—. Tendrá que sentarse a lamesa con nosotros, Shield, noqueda otro remedio. Podría serpeor. Mi hija me dijo que iba ustedpara cura, ¿no?

—Sí, señor.—Y con su mejor abrigo

parece un caballero. No tiene quehablar mucho. Sea atento con lasdamas y no se inmiscuya en losasuntos de los caballeros.

El viejo vaciló un momento;estaba de pie, de espaldas al fuegode la biblioteca, con los faldones

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levantados para entrar en calor.—O quizá sea preferible

recurrir a Charlie. Es un niñoeducado, un miembro de la familia,y a las mujeres les gusta que hayaniños a los que mimar —añadiórascándose un muslo con una uñaque parecía una garra—. No, nofuncionará. Si Charlie cena connosotros y Edgar no, a Noak no lehará ninguna gracia: él y Allanestán a partir un piñón, y tienen esemaldito orgullo yanqui. En estoscasos, la primera decisión es la más

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acertada, así que le esperaré en elsalón antes de la cena.

Aquella tarde, cuando me uníal grupo en el salón, sir George y elseñor Carswall discutían sobre elprecio del trigo, mientras lasconversaciones entre los demásmiembros del grupochisporroteaban como fuegos deartificio mojados. Imagino que nofui el único que se alivió alanunciarse la cena.

—Yo no tengo reparos, señora—dijo el señor Carswall a la

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señora Ruispidge cuando laacompañaba al comedor—. Si a mipadre le bastaba, también me bastaa mí, así que en mi mesa no hacenfalta vajillas elegantes yextranjeras.

No hay nada como la comida yla bebida para llenar silenciosviolentos. De primero, nossirvieron capones y carne de vacacocida, cuartos delanteros decordero, cabeza de ternera, ostras ysetas. De segundo, un solomillo deternera relleno y asado, estofado de

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liebre, perdices en un plato, budínde tuétano, pichones y espárragos.

Lady Ruispidge se fueanimando en el transcurso de lacena y, en cuanto probó la perdiz,se puso a hablar por los codos.

—Imagino que debe de ser unave joven —dijo con voz ronca yaguda—. ¿Conocen ustedes lascaracterísticas que definen la edadde una perdiz? Hay que examinar elpico y las patas. Si el pico esblanco y las patas tienen unatonalidad azulada, el ave es vieja.

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Pero si el pico es negro, y las patasamarillas, es que es joven. Tambiénhay que mirar el ano. Si estácerrado el ave es joven; si estáabierto y es verde, pueden estarseguros de que es vieja.

—Me alegro que sea de sugusto, señora —intervino el señorCarswall—. ¿Me permite ofrecerleun poco de liebre?

Entendió el ofrecimiento, perono oyó las palabras.

—¿Es lebrato? —preguntó—.Prefiero el lebrato a la liebre: tiene

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un sabor más exquisito. Paraaveriguar que se trata de lebrato, sele toca la pata delantera y, sinotamos un bulto, o un huesopequeño, es lebrato. Pero si le falta,es liebre.

Carswall trató de cambiar detema, hasta que acabó por desistir.Lady Ruispidge estaba decidida acompartir su interés por lapreparación y el consumo dealimentos. Debido a la sordera quela afectaba, cualquier intento delanfitrión para desviar la

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conversación era inútil. Así, no lehizo caso y le explicó el mejormodo de salar jamones al estilo deYorkshire, y le contó qué criteriosdebía aplicar para valorar unrodaballo.

Yo estaba sentado entre laseñora Johnson y la señora Lee.Ninguna de las dos me brindaron laoportunidad de entablar unaconversación. La señora Lee comíasin interrupción, como decostumbre, con una curiosasucesión de bocaditos. Era una

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dama que concedía sumaimportancia a la comida y, al igualque la señora Ruispidge, era sorda.Cuando la señora Johnson hablaba,se dirigía sobre todo al señorCarswall, que tenía a su derecha.Aquella noche estaba muy atractiva;llevaba un vestido de sedaamarillo, y la luz de la velasuavizaba sus rasgos y acentuaba elbrillo de sus ojos oscuros.

La señorita Carswall estabasentada entre sir George y el señorNoak. En un fugaz momento de

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silencio, oí a sir George decirle:—¿Nos honrará con su

presencia en la asamblea lapróxima semana, señoritaCarswall?

—¿Habrá baile? —dijo con talingenuidad, que enseguida sospechéque la información no lesorprendió.

—Por supuesto que sí. Hayuno al mes durante el invierno.Seguro que pueden pedirseentradas.

La señorita Carswall se volvió

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hacia su padre y le rogó:—Oh, ¿podríamos ir papá?El viejo alzó la vista del plato.—¿Eh?—Se tratan asuntos muy

respetables, señor —dio el capitánRuispidge— ¿Verdad, George?Solemos ir a una o dos al año, y aveces también vienen los Vauden.Pero, claro, la señora Frant...

—Por favor, no se preocupenpor mí —dijo—. Por nada delmundo querría impedirles quedisfrutaran.

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—Es un trecho considerablepara recorrer en invierno —dijo elseñor Carswall—. Y de noche, alvolver de Gloucester... ¿Y si nieva,eh? No sería nada extraño quenevara.

—Quienes vienen de lejossuelen quedarse a dormir enGloucester —dijo sir George.

—Imagino que conoceríamos atoda clase de personas interesantes—intervino la señorita Carswall.

—Es posible. Es posible —dijo Carswall moviendo la cabeza

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—. Es un detalle que lo hayapropuesto, sir George.

—¿Usted irá, señora? —preguntó la señorita Carswall a laseñora Johnson.

—Sí —dijo con una vozáspera y dura, como si hubieraestado gritando—. Lady Ruispidgeha tenido la amabilidad de pedirmeque la acompañe.

—Puede que todavía puedahospedarse en el mismo hostal Bell—dijo el capitán Ruispidge—.Aunque no lo recomendaría. Es un

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lugar muy conveniente paracelebrar el baile, pero precisamentepor eso se arma un alboroto en todoel edificio —explicó y se dirigió ala señora Frant en un tono de vozmás delicado—. Lamento que nopueda honrarnos con su presencia.

La señora Frant inclinó lacabeza.

—Sí —dijo el señor Carswallagitando el tenedor—. Quizádeberíamos ir a bailes. Un poco dediversión nos hará bien a todos.

—Bailar es una actividad sana

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—añadió el capitán.—Y los niños también vendrán

—dijo el señor Carswall en vozalta, mostrando un entusiasmocreciente por momentos.

—Me temo que tendrá quedispensar a Charlie —dijo laseñora Frant—, por la misma razónque a mí.

—¿Eh? Ah... sí, claro.—Es una lástima —dijo el

capitán Ruispidge—. Estoyconvencido de que los niños lopasarían en grande. Es una

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celebración de campo... no es nadaceremonioso. A veces lady Vaudenlleva a su hija, y no tendrá más deocho o nueve años.

—Edgar baila muy bien —dijola señorita Carswall—. Claro, yCharlie también. Son doshombrecitos.

El capitán se inclinó hacia laseñora Frant y dijo:

—Charlie vendrá en otraocasión, así como su madre.

—¿Niños? —dijo la señoraRuispidge en voz alta, colocándose

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una mano sobre el oído derecho amodo de corneta improvisada—.¿Niños? Son un asunto delicado,estoy de acuerdo —dijo y se dirigióal señor Noak, que tenía a suderecha—. ¿Tiene usted niños?

Noak terminó de masticar elbocado y tragó.

—Tuve un hijo —dijo—, peromurió.

—¿Murrio? ¿Qué está murrio?—Murió, mamá —dijo sir

George y alzó la voz—. Murió.—Ah —dijo la señora— sí,

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como he dicho antes, son un asuntodelicado. Una nunca sabe a quéatenerse.

La señorita Carswall sedirigió a la señora Frant desde elotro extremo de la mesa paradecirle:

—Los niños podrían venir connosotros a Gloucester, Sophie.Claro, si es que vamos. Noasistirían al baile, claro, pero estoysegura de que disfrutarían con laexcursión. Y si el señor Shield sepresta a acompañarnos, no habrá

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que preocuparse por ellos.Carswall me señaló con el

tenedor.—Sí..., ¿por qué no?El baile dio para conversar

hasta el momento en que las damasse retiraron. Les abrí la puerta paraque salieran. La señorita Carswallse detuvo al pasar por delante de mípara decirme:

—Por favor, procure que papáno se entretenga —murmuró—.Jugaremos a las cartas... y le gustatanto jugar a cartas.

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Retiraron el mantel y sirvieronfruta y nueces. El señor Carswall,que no había dejado de beber entoda la cena, volvió a llenarse lacopa y ofreció:

—Sir George, ¿querrá vino?—Sí, gracias.—Vuelva a llenarse la copa —

le pidió Carswall—. Veo que aúnqueda espacio para el vino.Bebamos como es debido.

Sir George vertió unas gotasmás en la copa, y luego los dosbebieron.

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—He oído que susguardabosques atraparon a un parde cazadores furtivos el otro día —dijo Carswall.

—En realidad eran dos pobresdesesperados. Y cada vez son máslos que comparecen ante el tribunal.Desde que se firmó la paz,cualquier hijo de vecino se cree conderecho a robarme la caza.

—Yo les digo a misguardabosques que disparen allímismo —dijo Carswall—. ¿Adoptaotras precauciones, aparte de la

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vigilancia de los guardabosques?—¿Se refiere a si pongo cepos

o ballestas?—Sí, los he visto utilizar con

muy buenos resultados en lasAntillas. Como es natural, allí loshacendados prefieren el cepo,porque con la escopeta corren elriesgo de matar al cazador. A nadiele hace servicio un esclavo muerto,pero hasta uno lisiado puede servirpara trabajar durante años.

—Yo uso ambos artefactos enmi finca, y procuro que se sepa.

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Según mi experiencia, sondisuasorios. Un cazador furtivopuede saber dónde están apostadoslos guardabosques y, por tanto,evitarlos. Pero es más complicadodetectar un cepo bien colocado, ouna ballesta bien disimulada.

—Tiene usted toda la razón —murmuró el señor Carswall—.Imagino que tendrá que cambiarlosde sitio a menudo, ¿no?

—El esfuerzo merece la pena.También hay que tener en cuentaque, cuando atrapan a un cazador

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furtivo cometiendo el delito, elefecto en los alrededores puedellegar a ser muy beneficioso.

Carswall se rió y dijo:—Hace unas semanas cazamos

a un tipo del pueblo. El cepo casi learranca la pierna —contó y vio quetenía la copa vacía—. ¿Más vino,señor Noak?

—Cómo no —dijo el señorNoak con amabilidad. Aquel díahabía bebido más de lo habitual yhabía hablado menos.

—¿En Estados Unidos usan

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cepos? —preguntó sir George alamericano.

Este se pasó la mano por lafrente, como si apartara delpensamiento ideas desagradables.

—Son bastante comunes en elSur. Yo estoy más familiarizadocon cepos diseñados para la cazamenor.

—¿Tienen un sistema parecidoa los nuestros —preguntó sirGeorge—, con muchos resortes...bueno, y con mordazas que secierran de golpe?

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—Exactamente así. Suutilización es todo un arte, y quizámás todavía cuando se empleanpara cazar a animales salvajes envez de humanos que infringen la ley.Harmwell, mi ayudante, seconvirtió en todo un experto cuandovivía en Canadá. Los usamos sobretodo para cazar martas, martascibelinas, visones, nutrias ycastores, pero también para cazarosos. Es fundamental eliminarcualquier rastro de la trampa, comode presencia humana. Por ejemplo,

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es necesario ocultar el olor de lasmanos del cazador, con lo cual elque dispone la trampa debe llevarguantes. A veces incluso la propiatrampa está ahumada.

—Una vez vi cómo un hombreera atraído a una trampa —dijo elseñor Carswall—. Es sencillo: sólohay que poner el cebo. El tipo deseñuelo varía según lascircunstancias. En este caso era unabarca en la orilla de un río.

—De hecho, con presasmenores se emplean técnicas

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parecidas —dijo el señor Noak,aspirando el aroma del vino—.Aunque en este caso el cazadortiene a su disposición una mayorvariedad de estrategias. La mayoríade veces basta con emplear aceitecomo cebo. Así sólo queda confiaren el agudo sentido del olfato delanimal.

—Ah —dijo sir George, queparecía interesado—. Yo habíaoído hablar del uso de aceite depescado para cazar nutrias.

—Así es, el aceite de pescado

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es uno de nuestros recursospreferidos. Aunque tambiénutilizamos aceite de ricino,almizcle, asafétida, y aceite de anís.

—Es de lo más ingenioso —dijo el capitán Ruispidge—. Hacerde un punto fuerte un punto débil, eltalón de Aquiles.

—¿Una copa de vino, capitán?—ofreció el señor Carswall—.Vamos, llénese la copa. Shield,póngale vino al capitán.

—De modo que no usan perros—preguntó Noak a todos los

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presentes en general.—En la espesura, no —

respondió sir George—. Allí nuncase puede estar seguro de que vayana soltar la presa, y además corren elriesgo de caer en las trampas.

Carswall asintió con lacabeza.

—Nosotros también evitamosque los perros entren en laespesura. Los mastines sonanimales de gran valor, y lo últimoque uno quiere es que se lastimen.

Se bebió otra copa de vino, y

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el color del rostro se le oscureciótodavía más. Nadie habló duranteun momento, hasta que Noak sedirigió a Carswall.

—¿Ha visitado usted laNorteamérica británica?

—Nunca. Es un país demuchas oportunidades, seguro, peronunca he estado en Nueva York.

—Creía que tenía ustedintereses en esa parte del mundo —dijo Noak cortésmente—. ¿ElBanco Wavenhoe no tuvo allí unaparticipación bastante activa

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durante la última guerra? Y comosocio, usted debe de...

—Bah... no sé casi nada deeso —dijo Carswall, que se recostócon tal violencia contra la silla, quelas juntas crujieron—. Sí, en efecto,creo que teníamos intereses dealgún tipo en Canadá, pero debeusted comprender que yo noparticipaba en la dirección activadel banco ni en ninguno de susasuntos. El pobre GeorgeWavenhoe se encargaba de todo.Yo no era más que un socio

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capitalista, como suele decirse.—Pero supongo que el señor

Wavenhoe no iría a Canadá enpersona, ¿no? —dijo Noak—.Imagino que tendría allí a unsubordinado, a alguien que trataracon la gestión cotidiana delnegocio.

—Es muy posible —accedióCarswall.

—En tal caso, podría tratarsede algún conocido mío —observóel señor Noak—. Pasé unassemanas allí por asuntos de familia

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justo al acabar la guerra.—No recuerdo quién nos

representaba, si es que lo supealguna vez —dijo el señorCarswall, que apartó la vista delseñor Noak y miró a la mesa—. Yale he dicho que dejaba esas cosas acargo de mi primo Wavenhoe.Puede que contratara a alguien dellugar.

Carswall me miró y añadió:—Tome otra copa de vino,

Shield.Ni por un instante me creí lo

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que Carswall le estaba diciendo aNoak. Los dos brindamossolemnemente a la salud de ambos ybebimos, y luego el señor Carswally sir George entablaron unaconversación apasionada sobre laingratitud de los arrendatarios.

El señor Noak miró al capitánRuispidge y preguntó:

—¿Entre sus conocidos secuenta algún oficial del 41.°Regimiento?

—Creo que tuve el placer deconocer en Londres a un tal capitán

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Tallon de ese regimiento.—¿Y algún otro?—No, señor. Yo nunca estuve

en Norteamérica, mientras que el41.° pasó allí buena parte de laguerra.

—Ya —dijo Noak mirando alos ojos al capitán Jack, y subió unpoco el tono de voz—. No importa.Simplemente se me ha ocurrido quea lo mejor había conocido a mihijo.

—¿Estaba en el 41.°?El señor Carswall interrumpió

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a media frase lo que estabacomentando a sir George y extendióla mano para agarrar el vino.

—Sí, señor —contestó elseñor Noak a la vez que cogía unanaranja y la apretaba con suavidadcon la mano—. Cuando murió erateniente.

—Teniente Noak —dijo elcapitán Ruispidge—. Si meencuentro con algún oficial del 41.°Regimiento, preguntaré por él.Puede contar con ello, caballero.

—No creo que hayan oído

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hablar del teniente Noak —dijo elseñor Noak con un tono ásperocomo nunca—. Lo conocían comoSaunders.

Empezó a pelar la naranja condedos pequeños y delicados,pasando por cada relieve y cadahueco de la fruta, pero con lamirada fija en Carswall.

—¿Ha dicho usted Saunders?¿Saunders? —Carswall dejó defingir que no estaba escuchándole—. No he podido evitar oírle. No leimportará que le pregunte... Bueno,

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eso espero... ¿No es unacircunstancia algo atípica, que elhijo de un destacado ciudadanoamericano esté al servicio del Reyde Inglaterra? ¿Y en un momento enque nuestros dos países estaban enguerra?

Aquel comentario fueindignante de tan falto dediscreción, y dudo que inclusoCarswall lo habría dicho si nohubiera estado borracho. SirGeorge contemplaba el contenidode su copa, mientras el capitán

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Ruispidge tamborileaba los dedoscontra el borde de la mesa.

—La explicación es muysencilla —respondió el señor Noaksin apartar los ojos del señorCarswall—. Mi difunta esposa sellamaba Saunders. Durante laguerra de la independencia, suhermano luchó del lado de loslegitimistas, y al terminar elconflicto, emigró como tantos otrosal Alto Canadá. Él y su esposa notenían hijos, y unos años después seofrecieron a nombrar a mi hijo su

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heredero a condición de queadoptara su apellido.

—Una práctica bastanteextendida —dijo sir George— sinla cual la mitad de los grandesnombres de Inglaterra habríandesaparecido hace generaciones.

Me atreví a mirar al señorCarswall. Estaba recostado en lasilla con la mano en la cara, de unapiel rubicunda, manchada conclaros de un blanco sucio.

—A mi hijo le gustaba elejército —prosiguió Noak con

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serenidad— y el señor Saunders leayudó a conseguir el puesto deoficial. El señor Saunders habíaservido en el 41.° Regimiento en sujuventud durante la toma deMartinica y Santa Lucía.

—¿No fue en el 41.° dondesirvió el propio Wellington dejoven como oficial? —preguntó elcapitán Ruispidge.

Noak inclinó la cabeza enseñal de asentimiento a la pregunta,y quizá también de agradecimientopor el tacto del capitán.

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—Creo que durante un año, en1888 o en 1889. Mi cuñado estabaorgulloso de esa relación.

Carswall miró a ambos ladosde la mesa. Parecía haber encogidoun poco. Creo que, desde algúnrecoveco de su mente embriagada,acababa de advertir que lacuriosidad había rebasado el límitede lo tolerable. Pero, ¿había algomás? Parecía que hubiera recibidoun revés o, cuando menos, que sehubiera llevado una impresión.

—Perdóneme —dijo

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pausadamente—. Perdóneme, esdecir, si le ha ofendido mi pregunta,caballero.

Noak se volvió hacia él einclinó la cabeza en señal decortesía.

—En absoluto, señor mío —negó, y se metió un trozo de nuez enla boca y masticó despacio.

—Y ahora, si les parece —prosiguió Carswall más deprisa,aunque se le trababa la lengua— esmomento de unirnos a las damas.Les prometí que jugaríamos a las

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cartas con ellas.Todos se pusieron en pie

arrastrando las sillas sobre ellustroso suelo entarimado. Carswallse balanceó al levantarse, y se vioobligado a apoyarse en el respaldo.Sostuve la puerta abierta para quelos demás salieran. A continuación,al cruzar el vestíbulo, el capitánRuispidge se rezagó del grupo yajustó su paso al mío.

—Es usted un hombre sensato,Shield: escucha mucho y dice poco.

Lo dijo con una sonrisa, y yo

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respondí con otra.—La señora Frant me dijo que

estudió usted en Cambridge.—Sí, señor. Pero no pude

acabar la carrera.—No siempre se puede acabar

lo que se empieza. ¿Se arrepiente?—Muchísimo.Asintió con la cabeza y,

mirándome con expresión de alerta,me dijo de cerca:

—Quizás algún día la terminey se ordene sacerdote.

—Lo dudo, señor.

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Movió la cabeza con un gestoamable y me precedió al entrar enel salón, donde el señor Carswallestaba pidiendo café. Al cabo de unrato, el lugar bullía de actividad:los sirvientes preparaban las mesasde juego y traían té y café; el señorCarswall hablaba a voces de nadaen particular; y las damas estabanpletóricas de animación alcomprobar que no iban a quedarrelegadas a un grupo únicamentefemenino.

La señorita Carswall hizo una

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señal para que me acercara.—Gracias —susurró—. Nos

ha rescatado; y supongo quetambién a mi padre.

—Lamento decirle que elmérito no es mío, señoritaCarswall.

Una sonrisa le iluminó elrostro.

—Es usted muy modesto,señor Shield. Es demasiadomodesto.

Cuando las mesas estuvierondispuestas, el señor Carswall dio

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unas palmadas.—Espero que haya tiempo

para una tanda de tres partidas.Veamos, diez entre cuatro no puedeser, así que dos tendrán querenunciar.

Fue al otro lado de lahabitación e inclinó sobre elamericano menudo, que estabasentado.

—Supongo que se unirá anosotros, ¿no? —le preguntó.

—No, gracias, nunca juego alas cartas.

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—No. Bueno... como guste.Iba a emparejarlo con ladyRuispidge...

—No te preocupes, papá —intervino la señorita Carswall—.Precisamente lady Ruispidge meestaba diciendo que, si puede, sólojuega con la señora Johnson depareja. Imagino que tendrán supropio método.

Acto seguido los jugadores secolocaron alrededor de susrespectivas mesas. En una, laseñorita Carswall y sir George

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contra lady Ruispidge y la señoraJohnson; en otra, el capitánRuispidge y la señora Frant contrael señor Carswall y la señora Lee.

—Me ha irritado que papá nole consultara siquiera —me dijo laseñorita Carswall a media voz—.Si quiere, puede sustituirme.

—Por nada del mundo.En aquel momento, sir George

se acercó a ella con aires de señor,dispuesto a acompañarla a la mesade juego. El señor Noak abrió unlibro para leer, y yo me puse en las

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rodillas un periódico con el fin deque pareciera que estaba ocupado,y me pregunté si no era preferibleretirarme. A los pocos minutos lasala quedó en silencio, salvo por lacrepitación de los troncos en elfuego, el tintineo de la porcelana y,a intervalos, el crujido de unapágina del libro que leía el señorNoak. Los jugadores de cartassuelen generar un halo de soledad asu alrededor; había diez personasen la sala, y aun así era como estarsolo. Ocho estaban concentradas en

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las cartas, y una novena persona, enun libro.

De vez en cuando, el señorNoak alzaba la vista de las páginas,dejando un dedo apoyado para noperder el hilo, y miraba al fuego. Lasala estaba bien iluminada, y tuve laimpresión de que los ojos lebrillaban más de lo normal. Meofrecí para servirle más café.Primero no me oyó, luego dio unrespingo y se volvió hacia mí.

—¿Disculpe? —dijo—.Estaba a kilómetros de aquí... No...

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mucho más lejos.—¿Querrá otra taza de café,

señor?Me dio las gracias y me

ofreció la taza. Me miraba mientrasle servía.

—Debe usted disculparme,pero esta noche estoy un pocomelancólico —me dijo cuando leentregué el café—. Hoy mi hijohabría cumplido años —explicó, yestudió mi rostro—. Si me permiteel comentario, usted se da un aire aél. Aprecié el parecido en cuanto le

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vi.Calló y, para llenar el vacío,

me aventuré a opinar que acasofuera un consuelo saber que su hijohabía fallecido como un soldado.

—Ni siquiera eso, señorShield, ni siquiera eso —dijonegando con la cabeza, como si asíahuyentara el dolor—. Pordesgracia, estábamos distanciadosdesde hacía años. Adoptó losprincipios de su familia materna,tanto en política como en todo lodemás. Frank era un buen chico,

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pero tenía una triste tendencia a serobstinado —dijo y se encogió dehombros, poco anchos para elabrigo—. No sé por qué le aburrocon mis penas. Le ruego que medisculpe.

—No hay nada que disculpar,señor.

Pensé que el vino de la cenatal vez lo había desanimado hastaagravar el carácter reservado queya era propio en él.

—Habría soportado mejor quemuriera en combate, incluso al

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servicio del rey Jorge —prosiguióel señor Noak con los ojos puestosen la copita, en un tono poco másalto que un susurro—. Hasta habríasido más fácil que hubiera muertopor contraer una enfermedad, perono. Lo encontraron flotando bocaabajo en una sentina de Kingston.Dicen que se ahogó porque estababorracho —explicó y, sin yoesperarlo, se volvió hacia mí conlos ojos empañados de lágrimas—.Cuesta mucho soportar algo así,señor Shield. Cuesta mucho pensar

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que mi hijo era un borrachomiserable que no habría muerto deno haber sido por la embriaguez.Pensará que es muy grave, sí, perolo peor me lo que vino luego —dijoy calló al recordarlo—. Pero noquiero aburrirle con los males demi hijo.

Forzó una sonrisa y reanudó lalectura. Tenía los bordes de lasorejas rosados. Me terminé el café.Era evidente que el dolor del señorNoak era genuino, pero no estabaseguro de que fuera todo lo inocente

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que parecía.Los jugadores estaban

concentrados, enfrascados en aquelsilencio particular. Vi cómo elcapitán Jack miraba a la señoraFrant, su pareja de juego, a la quetenía enfrente, y vi cómo ella lerespondía con una sonrisa. Estabadesesperado. Qué íntimo es elvínculo entre una pareja dejugadores de cartas. Me terminé elcafé hasta los posos amargos yarenosos, e hice un esfuerzo porocuparme en cuestiones puramente

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intelectuales.¿Qué había querido decir el

señor Noak? ¿Qué podía ser peorpara un padre que saber que su hijohabía muerto lejos de él, y por unaccidente causado por laembriaguez? ¿Descubrir que su hijohabía estado implicado en undelito?

«Frank era un buen chico, perotenía una triste tendencia a serobstinado.»

Como epitafio, revelaba que elteniente Saunders había heredado al

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menos una cualidad del padre. Sinembargo, no revelaba que elmuchacho hubiera estado implicadoen un delito o en alguna acciónpecaminosa. Por tanto, ¿qué podíaser peor que tu hijo —«un buenchico»— muriera a causa de unaccidente que él mismo habíaprovocado por efecto de laebriedad?

Sólo podía significar quehubiera muerto por otro motivo y, alparecer, no debido a unaenfermedad. De modo que debían

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de haberlo matado. Ahora bien, silo hubieran matado en defensapropia, no se habría informado desu muerte como un accidente. Porconsiguiente, ¿habían asesinado alseñor Noak?

En otras palabras, ¿habíanmatado al teniente Frank Saunders?

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CAPÍTULO 50

Sir George tuvo la amabilidad devenir a Monkshill el jueves por lamañana para dar la noticia de que,inesperadamente, en una casa deWestgate habían quedadodisponibles un juego dehabitaciones para la noche de laasamblea.

Lord Vauden y su comitiva lashabían alquilado por varias noches,pero un pariente próximo, de quien

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tenía expectativas de heredar, habíacaído enfermo y se había vistoobligado a marcharse. Sir Georgese había tomado la libertad deapalabrar las habitaciones ennombre del señor Carswall, y seríafácil cancelar la reserva si no lesconvenía, porque el capitánRuispidge tenía una cena decompromiso en Gloucester aquellamisma noche.

Aquel fue el empuje que elseñor Carswall necesitaba. No sólose sintió halagado por aquella

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muestra de atención que habíatenido sir George, sino que lapropuesta eliminó el principalobstáculo para la realizaciónefectiva del plan. Sir Georgeañadió que su madre estabadeseando volver a encontrarse conla señorita Carswall y la señoraFrant. Después de cenar, mientraspasábamos el rato en el salón, elseñor Carswall volvió a mencionarla deferencia que había mostradolady Ruispidge.

—Pero papá —dijo la señorita

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Carswall—. Sabes perfectamenteque Sophie no puede venir al baile.

—Claro que no, pero no hayninguna razón para que no venga aGloucester con nosotros, ¿o sí? —preguntó a la señora Frant, queestaba sentada a la mesa del té—.Le gustará ir de compras, ¿no?Últimamente no hemos salido deMonkshill, y un cambio de aires noshará bien.

—Sí, señor —dijo ella.El señor Carswall se apoyó en

la mesa y, gruñendo por el esfuerzo

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que estaba haciendo, extendió elbrazo para darle una palmada en lamano con su manaza.

—Algún día tendrás queanimarte, querida. Puedescomprarte algo bonito. Y puede quealgo para el niño.

La señora Frant apartó la manoy se puso a recoger la vajilla del té.

—Sir George me ha traído hoyuna nota de la señora Johnson —dijo la señorita Carswallalegremente—. Envía una receta desopa de anguilas de parte de lady

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Ruispidge. Qué atenta. Me preguntocuántos iremos a Gloucester ycuántas camas habrán apalabrado.No me gustaría que estuviéramosapretujados o que nos metan congente que nos trae sin cuidado.

—No —dijo la señora Frant—. No se me ocurre nada peor.

El baile en el hostal Bellestaba previsto para el miércoles12 de enero. Fue el tema deconversación principal enMonkshill durante la semanaanterior: dónde iban a alojarse, qué

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debían ponerse, quién asistiría yquién les gustaría que asistiera. Yome mantuve al margen, porque elseñor Carswall había cambiado deparecer, de modo que los chicos yyo nos quedaríamos en Monkshill.

El lunes, a dos días del baile,entré en la salita de estar buscandoa mis alumnos, pero me encontré ala señorita Carswall, que estabasumida en la lectura de un librojunto al fuego. Le expliqué para quéhabía entrado.

—¿Por qué no les exime de

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trabajar esta tarde? —me preguntócon un bostezo, enseñando unosdientes blancos y puntiagudos—.No hay nada más agitador que unapágina impresa.

—¿Qué está leyendo?Me mostró el libro. Era un

volumen dozavo encuadernado entela.

—Libro de cocina domésticay recetas prácticas —dijo—. Estacasa es un tesoro de informaciónvaliosa. Te explica cómo hacerjamón de cordero, que parece una

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contradicción abominable, y cómotratar la amigdalitis. Hay uncapítulo en el que explica cómodeben darse las órdenes a lossirvientes, con dos páginas y mediadedicadas a la lavandera y sustareas. Es tan desconcertante. Nome había fijado en la inmensidad deconocimientos útiles que nos ofreceel mundo. Parece infinito, como elOcéano Pacífico.

Le contesté con una galantería:que estaba convencido de que unaalumna con su capacidad no

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tardaría en adquirir losconocimientos que necesitaba.

—Yo no tengo facilidad parael estudio, señor Shield. No soy unamujer con pretensionesintelectuales, ni mucho menos. Noobstante, papá considera que unamujer debe saber de economíadoméstica —dijo pestañeando—.Me ha pedido que, en ese aspecto,emule a lady Ruispidge —añadió yal momento se llevó la mano al ojoizquierdo—. ¡Oh!

—¿Qué ocurre, señorita

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Carswall?—Creo que me ha entrado algo

en el ojo.Se puso de pie con

inseguridad, haciendo una mueca deirritación, y se examinó el rostro enel espejo que había sobre lachimenea.

—¿Quiere que haga sonar lacampanilla?

—Tardarán mucho en acudir, ytendrán que buscar a mi doncella.No, señor Shield. Pero, ¿sería tanamable de acompañarme hasta la

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ventana y mirar si ve algo? Si esque hay algo, sea lo que sea. Esimprobable que sea una mosca enesta época del año. Puede que seauna pizca de hollín o un pelo. Hastauna pestaña suelta puede causar unefecto profundo ydesproporcionado en la felicidadhumana.

La seguí hasta la ventana,donde volvió el rostro hacia mí. Meacerqué más y miré dentro del ojoizquierdo. Cuando un hombre estácerca de una mujer huele su aroma,

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pero no sólo la esencia del perfumeque lleva, sino toda la fragancia quela envuelve, una mezcla delperfume, del olor de su ropa y elolor natural que hay debajo.

—Por favor, incline la cabezaun poco a la izquierda —le pedí—.Así... así está mejor.

—¿Ve algo? Ahí, en el borde...—¿En cuál?Ella se rió y dijo:—Perdone, no estoy muy fina.

En el borde interior.Acerqué un poco más la cara

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para ver mejor y, al mismo tiempo,ella se puso de puntillas e inclinó lasuya unos centímetros a la derecha.Rozó con sus labios los míos.

Solté un grito sobresaltado yme aparté.

—Lo siento mucho, señorShield —dijo ella sin perder lacompostura.

—Le... le pido disculpas —mascullé por el desconcierto, con elcorazón desbocado.

—No, por favor. Creía que mehabía quitado el pelo, pero creo que

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sigue ahí. ¿Le importaría mirarlootra vez?

Volvió a mirarme y sonrió.Llevé mi boca a la suya y, por uninstante, sentí cómo separaba suslabios contra los míos. Luego metomó las manos y dio un paso atrás.

—Vamos a apartarnos de laventana —murmuró.

Y como dos figuras que bailan,dimos unos pasos juntos, como unmismo ser, y volvimos a besarnos.Dejó apoyadas las manos en mishombros, y yo bajé las mías hasta

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las caderas. Su calor era envolventey me enardecía.

¿Treinta segundos? A lo sumoun minuto. De súbito oímos un ruidoal otro lado de la puerta y nosseparamos bruscamente. Encuestión de un instante, yo estabafrente a la ventana contemplando elpaisaje que me ofrecía la terrazafrente a la casa y el río de másabajo, mientras la señoritaCarswall se hallaba sentada en elsofá, pasando las páginas deCocina doméstica con expresión

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absorta. En la sala entró unasirvienta regordeta, colorada ysudorosa. Atizó el fuego y ordenó lachimenea. Mientras aún hurgaba elfuego con los utensilios de hierro,los niños irrumpieron en la sala.

—El señor Harmwell nos va aenseñar a cazar conejos contrampas —dijo Charlie con orgullo—. ¿Verdad que es fantástico? Nosenseñará mañana después de laslecciones o, si no pudiera ser, elmiércoles. Así, si naufragáramoscomo Robinson Crusoe podríamos

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comer como reyes subsistiendo abase de conejos.

—Qué amable por parte delseñor Harmwell —dijo la señoritaCarswall.

—Es un hombre muy amable—dijo Charlie llanamente—. Edgardice que es muy distinto de losnegros que tienen en casa.

—¿Y eso por qué? —pregunté.—La mayoría de los que

tenemos en Richmond son esclavos,señor —dijo el niño americano—.Pero el señor Harmwell es tan libre

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como usted o como yo.La sirvienta hizo una

reverencia y abandonó la sala. Loschicos la siguieron, cerrando lapuerta de un golpe.

—¿Y cómo de libre? —dijo.La señorita Carswall soltó una

risita.—Lo bastante libre en

conciencia. Yo veo bien la libertad.Soy radical por naturaleza.

Se levantó para ponerse a milado, y su rostro perdió todaexcitación.

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—Mire. Viene Sophie —dijo.En silencio, nos separamos y

recuperamos la compostura ydejamos de lado los sentimientos.La señora Frant pasó por delante dela ventana al cruzar el bancal, haciala puerta lateral. Me hice atrás paraque no me viera.

Tosí y pregunté:—Por la presencia prolongada

de Harmwell, ¿deduzco que elseñor Noak va a quedarse mástiempo?

—Sí, ¿no lo sabía? Al menos

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hasta después del baile —dijo laseñorita Carswall y se echó a reír;parecía absolutamente serena—. Lohe sabido por Sophie, que lo hasabido por la señora Kerridge, quea su vez lo ha sabido porHarmwell. Recuerda que Kerridgey Harmwell se gustan mucho,¿verdad? Es tan enternecedor, ¿nole parece? Sobre todo a su edad. Enfin, según Harmwell, el señor Noakestá considerando comprar unapropiedad de mi padre. Un almacénen Liverpool, o algo parecido. Y

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hablan de inversiones, y ya sabecómo son los caballeros cuandoempiezan a hablar de inversiones.Parecen muchachas hablando de suspretendientes; es la mismacombinación de fantasía y obsesión,de afán de confidencia y de ansia deposesión.

Se había apartado de mí yvolvía a estar sentada en el sofá.Sentí cierto alivio, aunque tambiénque se había burlado un poco de mí.A los pocos minutos entró la señoraFrant, nos saludó y se aproximó al

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fuego para calentarse las manos.—Supongo que la señora

Johnson aún está en Clearwell, ¿no?—preguntó a la señorita Carswall.

—Creo que sí. Según me dijosir George, creo que pretendíaquedarse con ellos hasta despuésdel baile. ¿Por qué?

—Porque, paseando por lasruinas, he visto a un hombre en eljardín de Grange Cottage.

—¿Su jardinero?—Ahora no tiene jardinero.

Sólo tiene a una sirvienta que se

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encarga de todas las tareas: Ruth.Estaba demasiado lejos para verlobien, pero en cuanto me ha visto seha escondido. ¿Crees quedeberíamos decírselo a la señoraJohnson?

—Sería un gesto deamabilidad —dijo la señoritaCarswall—. Y no nos interesafaltar a la cortesía, teniendo encuenta su relación con losRuispidge. ¿Cómo era ese hombre?

—Parecía alto y fornido. Ibavestido con un abrigo largo de

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color marrón y llevaba un sombrerode ala ancha. No sabría decirtenada en cuanto al rostro. Estabamuy lejos. Y tenía el cuello subidoy el sombrero era...

—Le enviaré una nota a laseñora Johnson —interrumpió laseñorita Carswall—. Si cree quehay algo sospechoso, consultará consir George qué debe hacer. Noquerría preocuparla por nada delmundo, pero con estas cosas, todaprudencia es poca. Quizá debamosenviar a alguien para que investigue

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antes de dar la alarma.—Si quieren, yo mismo puedo

ir ahora —sugerí.A decir verdad, me iba a venir

bien salir de la calidez de aquellasala y tomar el aire limpio y frío deafuera. Ver a la señora Frant y a laseñorita Carswall juntas meproducía desasosiego, y en aquellaocasión más de lo habitual. No meenorgullecía de lo que sentía, perotampoco podía negar que lasdeseaba a las dos, bien que no porlas mismas razones, ni del mismo

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modo.Cogí el sombrero y el bastón y

salí. Me sorprendió lo poco quetardé en llegar a Grange Cottage. Elaturdimiento y el malestar físicofavorecen la rapidez demovimiento. En cierto modo, quizátrataba de huir de la confusiónimpura de mis propios sentimientos.

No salía humo de ninguna delas chimeneas de la casita. Lospostigos de las ventanas inferioresestaban cerrados. El edificio teníaun aspecto triste y cerrado, como

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una casa abandonada, que pierdeimportancia por la ausencia deldueño, como el cuerpo que pierdeimportancia sin el alma que leinfunde vida.

Al igual que en mi visitaanterior, rodeé la casa y entré en eljardín de atrás. Probé a abrir laspuertas, pero estaban cerradas conllave. Examiné el fango que habíajunto a la bomba de agua y, allídonde había visto la huella de unhombre, sólo encontré una mezclade surcos y relieves cubiertos de

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escarcha.Sin prisa, regresé a la finca

paseando; empezaba a notar el frío.No sé muy bien a qué se debía lainquietud que sentía, si a lo queestaba dejando atrás en GrangeCottage, o a lo que me esperaba enMonkshill. Bordeé el lago por laruta oeste, la más larga, yaproveché la ocasión parainvestigar el acceso a la nevera y lagruta. No encontré nada extraño,pero tampoco esperaba encontrarlo.Supongo que no perseguía un

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propósito racional, supongo quequería demorar el regreso aMonkshill, y esa parte de la mente,misteriosa incluso para su dueño,estaba lo bastante alerta para idearexcusas verosímiles por el retraso.

No obstante, al final lainventiva se agotó, y tomé elcamino hacia la casa, a un paso máspausado todavía. A mi menteacudían imágenes de la señoraFrant, imágenes de la señoritaCarswall. Estaba obcecado, peroaquella encrucijada me producía un

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placer sombrío, cual héroe delRomanticismo.

Al poco, caminando junto almuro del huerto, ensimismado, poruna puerta aparecieron los niñosululando como pieles rojas y seabalanzaron sobre mí con tal fuerza,que tropecé y casi caí.

—Perdone, señor —dijoEdgar mirando a Charlie.

Los niños se echaron a reír.Imité un rugido, y echaron a corrersoltando gritos que simulabanhorror. Los perseguí por el huerto

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tapiado, hasta agarrar a cada unopor el cuello del abrigo.

—Juvenal aconseja maximadebetur puero reverentia —dije—.Traduzca, Edgar.

—Un niño merece el mayor delos respetos, señor.

—En este caso Juvenal seequivoca. El maestro de un niñomerece el mayor de los respetos.

Hice ademán de darles unoscoscorrones, y se marcharon a todocorrer entre gritos. Volví a la casadetrás de ellos. Pronto serían

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mayores y más serios. El tiempoconsumía su niñez. En realidad, eltiempo nos consumía a todos ycorría cada vez más deprisa. Penséen el señor Carswall y su reloj. Apesar de su riqueza, el viejo eraesclavo del tiempo, estabasometido al tiempo comocualquiera de los negros a los quesometiera él. Mi estancia seacercaba a su fin. En brevessemanas llevaría a Edgar Allan devuelta a Stoke Newington y dejaríaatrás cuanto sucediera en Monkshill

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Park.Lo peor de todo era que iba

separarme de Sophia Frant y FloraCarswall. En aquel momento, laperspectiva de perderlas se hacíaun sino insufrible. Se habíanconvertido en mi placer, en midolor y en mi necesidad. Se habíanconvertido en mi sustento y en elagua que bebía; en mi alpha y miomega. Pensaba que estabasubyugado a ellas y a lo querepresentaban; mi adicción eracomparable a la de cualquier

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consumidor de opio que golpeteacon impaciencia una moneda sobreel mostrador del boticario mientrasespera a que le vendan el pastilleroque contiene su cielo y su infiernopropios.

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CAPÍTULO 51

Al día siguiente el señor Noak seresfrió. Por la mañana envió elrecado de que se encontraba mal y,por tanto, permanecería en sucuarto. En torno a una hora después,Harmwell bajó para explicar alseñor Carswall que el señor Noakno tendría más remedio que guardarcama durante dos o tres días.Debido a dolencias de la infancia,su señor tenía el pecho delicado y

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consideraba que debía seguir unrégimen completo a fin de evitar lafiebre, una tos aguda y debilitante yuna posible neumonía.

La noticia se extendió por todala casa con la ayuda de la señoraKerridge mucho antes de que elseñor Carswall la anunciaraformalmente durante la cena. Yohabía observado de antemano quela señorita Carswall habíaconsultado el volumen dozavo, queprocuraba tener a la vista cuando elseñor Carswall andaba cerca.

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—No debes preocuparte, papá—dijo después de que aquél nosdiera la noticia con disgusto—. Yahe dado instrucciones a Kerridgepara que suba a darle dosisregulares de medicina al señorNoak. Le he recetado una cucharadade jarabe de marrubio disuelto enun vaso de agua de manantial, quedebe remover con diez gotas deóxido sulfúrico. Sé de buena tintaque este remedio suele aliviar elpeor resfriado.

—Es toda una atención por tu

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parte —dijo el padre—, pero yocontaba con él para la salida aGloucester —se lamentó y, por uninstante, hizo el mismo mohín queyo había visto hacer más de una veza la señorita Carswall—. Essumamente irritante.

—El pobre hombre no puedecontrolar el estado de su salud.

—Yo no digo que tenga queser así —dijo el señor Carswall altiempo que tomaba otro sorbo devino—, pero echaré de menosconversar con él. Y Harmwell

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podría haber sido de gran utilidadal pasar por un peaje, y enGloucester. Siempre hay cosas quepreparar y recados que hacer.

—En parte tenemos unasolución a mano. Podríamos pediral señor Shield que nos acompañaraen lugar del señor Noak.

Carswall hizo una señal paraque le llenaran la copa y me miró.

—Sí, sería una buena solución.Usted nos acompañará, Shield. Sinembargo, al baile no... No seránecesario. Pero estoy seguro de que

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podrá ser útil en muchos otrosaspectos. Sin duda disfrutará decambiar de aires. Estará encantado.

Incliné la cabeza y no dijenada. Al señor Carswall le gustabadar la impresión de que el hecho deconsiderar su propia comodidad erauna forma enrevesada de hacerle unfavor a otro. Pero yo sabía de sobraque mi función era sustituir en laexcursión al señor Harmwell, comomensajero, y no al señor Noak,como invitado de honor.

Sin embargo, nadie sabía con

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seguridad que fuéramos a ir, hastaque no estuvimos de camino aGloucester. El miércoles por lamañana, un cúmulo de dudas asaltóal señor Carswall. Consultó sureloj, observó el cielo oscuro y grisy vaticinó que iba a nevar. ¿Y siquedábamos atrapados en medio dela nieve acumulada? ¿Y si serompía una rueda en medio delcampo? ¿Y si no habíamos contadocon que el viaje podía ser máslargo en aquella época del año, y lanoche nos sorprendía en medio de

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la carretera, y moríamoscongelados? Al hacerse mayor, elseñor Carswall creía que vivía enun mundo de posibilidadesaterradoras, un mundo cuyospeligros aumentaban en proporcióna su propia fragilidad.

La señorita Carswall lotranquilizó. Habría un flujo deviajeros constante. Haríamos lamayor parte del trayecto por lacarretera de peajes que bordeaba elrío y que habían construido hacíapoco. Siempre habría una

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hospedería, una granja o un pueblocerca. El señor Shield, el cochero yel lacayo eran hombres sanos,capaces de manejar una pala o ir enbusca de ayuda. Por otra parte,todavía no nevaba y, aunque nevara,no había motivos para temer que lacarretera fuera a quedar cortada porla nieve.

Por lo menos, la inquietud delseñor Carswall se calmó losuficiente para poder partir. Lasirvienta de la señorita Carswall ysu compañero se habían adelantado

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para preparar las habitaciones, demodo que en el carruaje éramoscinco: las tres damas, el señorCarswall y yo. Disfruté del viaje.Pese a lo ostentoso y espléndidodel equipaje del señor Carswall, nopodía negarse que era lujoso. Sobreel pavimento de macadán, elcarruaje avanzaba suavemente. Lasenormes ruedas del coche y loslargos resortes, combinados con lasuperficie perfectamente aplanada,creaban la sensación de unmovimiento rápido, pero sin

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esfuerzo. Iba sentado muy cerca dela señora Frant y la señoritaCarswall. Lo cierto es que, de vezen cuando, notaba una leve presiónsobre el pie cuando ésta me pisaba.También me alegraba de dejar atrásla finca de Monkshill, aquellacárcel vasta y elegante.

Entramos en Gloucester por lacarretera elevada de Over,circunstancia que inquietósobremanera al señor Carswall,pues las aguas del río erancrecientes, y la mampostería de los

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arcos estaba en estado ruinoso.Para su alivio, cruzamos el puentede Westgate y entramos en laciudad cuando aún era de día.

Nuestro grupo se hospedaba enFendall House, situada en la partebaja de la calle Westgate, a pocadistancia de la iglesia de SanNicolás, coronada por un capitelraquítico. Nuestra llegada provocóun efecto en el local comparable alo que ocurre al toquetear unhormiguero con una vara. Lossirvientes de los Carswall dejaron

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claro a todo el mundo que, aunquesu señor careciera de títulonobiliario, no era una persona a lacual tomar a risa. Así, el señorCarswall estaba visiblementesatisfecho con la atención recibida.Deshaciéndose en reverencias, elpropietario de la casa acompañó algrupo hasta las dependencias de laprimera planta, que antes habíareservado lord Vauden. Nada podíasuperar aquellas atenciones, como—imagino— nada podía superar elprecio.

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El alojamiento consistía en unamplio salón con dos ventanas altasque daban a la parte delantera de lacasa, de cara al sureste, y cuatrohabitaciones: una para el señorCarswall y otra para la señora Lee,una misma para la señoritaCarswall y la señora Frant, y unacuarta, destinada en un principiopara el señor Noak. Tras acomodaral señor Carswall en una butacajunto al fuego, el anfitrión leentregó una carta que el ayudante desir Ruispidge había llevado hacía

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poco menos de media hora.Carswall la leyó

detenidamente entre resuellos.—Sir George nos pide un

favor —dijo dirigiéndose a laseñorita Carswall—. Ha sabido queel señor Noak no ha venido connosotros y ruega que preguntemos sila señora Johnson podría ocupar suhabitación. Por lo visto, hubo unincendio en la habitación deEastgate en la que debía alojarse, yya no quedan cuartos apropiados enlos que hospedarse. Añade que a la

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señora Johnson le encantaráconocer mejor a la señora Frant y laseñorita Carswall, de modo quematará dos pájaros de un tiro con elcambio.

—Ha enviado una nota muycortés, papá, pero, ¿y el señorShield?

—No veo ningunacomplicación —dijo el señorCarswall mirando al dueño delestablecimiento, que estaba de piefrente a él—. El tutor de los niñosha venido en lugar del señor Noak,

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pero no vendrá al baile y, fueracomo fuere, es un hombre sencillo,que tiene necesidades simples,fáciles de contentar, ¿eh, Shield?

Hice una reverencia.—Estoy seguro de que le

encontrará un sitio donde dormir,¿verdad? —dijo al propietario.

—Sí, señor. Tenemos unahabitación pequeña en la plantasuperior, y me he tomado la libertadde tenerla preparada.

—Perfecto —dijo el viejoagitando la mano a la señorita

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Carswall, como si rechazara unaobjeción que no había pronunciadosiquiera—. ¿Ves? Estoy seguro deque Shield sería feliz hasta en unahamaca. De hecho, me consta que alos jóvenes incluso les gusta pasarsin comodidades. Y así tambiéndisfrutará de la independencia; nonos tendrá encima cada dos portres, ni le molestaremos al llegar aaltas horas de la noche.

El dueño murmuró cuanagradecido estaba al señorCarswall y cuan agradecido estaba

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a sir George y cuan agradecidoestaba a todo el mundo. Me lanzóuna mirada rápida de soslayo, conla que dejaba claro que habíaevaluado el lugar que yo ocupabaen la casa de los Carswall conaceptable precisión.

Un botones rechoncho y hoscorecogió mi bolsa y me condujo a mihabitación. Me preguntaba si iba aser capaz de encontrarla otra vez.Al igual que muchos edificios de laciudad, Fendall House era un lugarengañoso. En la parte que daba al

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frente todo estaba cuidado y todoera nuevo, espacioso y aireado. Sinembargo, la mayor parte delestablecimiento daba a la partetrasera y venía a ser un laberintoviejo de escaleras estrechas,cuartuchos sombríos, pasajessinuosos, techos bajos y suelos demadera que crujían.

Pese a que la alcoba a la queme acompañaron era, sin lugar adudas, una buhardilla enclavadabajo las tejas, era lo bastantedecente para tener una escalera

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propia que daba a un vestíbulo maliluminado, en un lateral de la casa.La ventana en saliente del cuartotenía vistas a un umbroso macizo dearbustos y, enfrente, a un alamoderna, que habían construido conladrillo rojo con el propósito de nodesentonar con la fachada. Pero erauna habitación limpia, y no quedabarastro alguno del ocupante anterior.Lo mejor de todo era que la camaera demasiado estrecha paracompartirla, y la habitación,demasiado pequeña para que

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cupiera otra cama. Sabía que erauna extravagancia por mi parte, quehabía adquirido durante el tiempoque había pasado en el ejército yjusto después; y es que no mepreocupaba compartir mi habitacióncon extraños.

Cenamos todos juntos en elsalón del señor Carswall, ytemprano, debido al baile. Laseñora Johnson aún no habíallegado. Se reuniría con el grupodespués del baile, pues ladyRuispidge prefería que asistiera al

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baile primero, y que regresara conlos Carswall y la señora Lee aFendall House luego. El señorCarswall, la señora Lee y laseñorita Carswall iban ataviadoscon sus mejores galas. En cuanto ala señora Frant y yo, se requeríanuestra presencia para admirar alos asistentes al baile y, cuandohubimos terminado, los asistentes albaile se admiraron entre ellos. Laseñora Frant parecía nostálgica yhabló poco. A nuestro alrededor, lacasa bullía aún más que antes, pues

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habían alquilado otros apartamentosmenores, y sus ocupantes tambiéniban al baile. Pese a que la puertadel salón estaba cerrada, eranconstantes el ruido de pasosapresurados y portazos, y lossaludos e instrucciones que sedaban a voces.

Al terminar la cena, el tiempopasó despacio. La única personaque parecía contenta era la señoraLee, que estaba sentada al fuegocon las manos desocupadas sobre elregazo, con un libro abierto sobre

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la mesa de al lado; estabaacostumbrada a esperar a que losdemás estuvieran dispuestos. Laseñora Frant se sentó en el sofá acoser y apenas hablaba, salvocuando uno de los Carswall sedirigía a ella. Yo me senté a lamesa a leer un ejemplar delGloucester Journal de la semanaanterior.

La señorita Carswall no seestaba quieta mucho tiempo. Iba deaquí para allá a mirar por laventana, a mirarse en el espejo o a

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cuchichear con la señora Frant.Rebosaba una vitalidad que pocasveces le había visto en Monkshill.Los eventos sociales eran supasión, y estaba realmenteentusiasmada ante la perspectivadel baile. No pude evitar sentir unapunzada al recordar que se mehabía excluido.

La impaciencia de la señoritaCarswall revelaba que esperabapasarlo bien. El señor Carswalltampoco estaba tranquilo, pero suagitación era menos alegre. Primero

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intentó en vano trabar conversacióncon la señora Frant. Había un dejode galanteo en torno a cuanto decía,que no podía ofender a quien sedirigía. Luego, sin dejar de hablar,sacó el reloj y miró la hora. A losdiez minutos repitió la acción. Amedida que se iba acercando lahora del baile hablaba menos, elnivel de la licorera descendía, yconsultaba el reloj con mayorfrecuencia. Finalmente, dejó lapieza de relojería abierta sobre lapalma de la mano, y contempló la

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esfera afectando fascinación.Fue todo un alivio que a las

siete sirvieran el té. Al menostendríamos con qué ocupar eltiempo, aunque por mucho empeñoque pusiéramos, no íbamos a podertomarlo eternamente. Aquel silencioincómodo no tardó en imponerseuna vez más y sólo se interrumpíacon algún que otro comentario. Nisiquiera la señorita Carswall decíanada.

—Las ocho y media —dijo elseñor Carswall, reanudando un

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tema que ya habíamos tocadomuchas veces aquella tarde—. Nocreo que sea demasiado pronto.

—Peor papá —se quejó laseñorita Carswall—, nadie quepudiera interesarte iba a estar allítan pronto.

—¿Y si hacemos llamar alcoche? Eso nos llevará tiempo. Alfin y al cabo, deberíamos encontrarsitio junto a la chimenea.

—Los únicos que llegarán tanpronto serán comerciantes y susfamilias —dijo malhumorada, pues

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la educación que había recibido lehabía proporcionado conocimientosmás exquisitos sobre la eleganciaque su buen padre—. ¡Aún estaránafinando los violines! Puedes estarseguro de que todos los demásestarán cenando hasta más tarde y,por tanto, llegarán más tarde.

Carswall refunfuñaba y laseñorita Carswall protestaba, pero,a juzgar por el modo en que elladaba golpecitos a la alfombra conlos pies, yo sabía que en el fondodeseaba estar en la sala de la

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asamblea. Al final padre e hijacedieron a las nueve y mandaronpreparar el coche.

Sin moverse de la silla, laseñora Lee dijo:

—Creo que me apetece otramagdalena. Habrá que tomarfuerzas para aguantar hasta bienentrada la noche.

El señor Carswall no soltó elreloj hasta que el ruido procedentede la casa y de la calle indicó quelos Carswall no iban a sufrir laignominia de ser los primeros en

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llegar al baile. Minutos antes de lahora acordada, la señora Frant sepuso en pie en medio del crujir delvestido. Hice atrás mi silla paralevantarme.

—Por favor, no se moleste,señor Shield —rogó y añadió envoz alta, dirigiéndose a losCarswall y a la señora Lee—.Creo... creo que estoy agotadadespués de la agitación de hoy.¿Les importa que me retire?

Sostuve la puerta para quesaliera. Al pasar por delante de mí,

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unos pocos centímetros, sentíaquella atracción tan familiar, comola del hierro a un imán. Alzó lavista y, por un instante, pensé queella la había sentido también, deseéque ella la hubiera sentido también.Me sonrió, me dio las buenasnoches y se marchó.

—Pobre Sophie —dijo laseñorita Carswall acercándose a laventana al oír llegar los carruajes—. Es mortificante no poderpasarlo bien... y a la pobre leesperan meses enteros de luto.

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Separó un poco las pesadascortinas, miró a la calle y exclamó:

—¡Oh!—¿Qué ocurre? —preguntó el

padre.—Está nevando. Mira... los

copos son enormes.—¿Y qué había dicho yo? No

tendríamos que haber venido.—No te preocupes, papá. Me

apuesto diez contra uno que nocuajará. Todos dicen que hoy nohace tanto frío. Además, aquítenemos calor, comida, compañía y

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camas confortables. Si ocurriera lopeor y quedáramos incomunicados,aunque esto no sucederá, al menossería en circunstancias agradables—dijo y volvió a mirar por laventana—. Mira qué cantidad decarruajes. ¡Cielos! ¡Creo que hevisto el de los Ruispidge! Sí...reconozco el emblema. ¡Y elnuestro va detrás, y va a detenerseen la puerta! Si nos damos prisa,puede que lleguemos al Bell justodespués de ellos. Quizá nosencontremos en el corredor y

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podamos entrar con ellos. Causaríamuy buena impresión, ¿no?Parecería que hemos venido juntos.

La señora Lee salió del soporen que estaba sumida.

—Querida, no olvides ponerteel chal al bajar al corredor delBell. Las corrientes de aire son muypeligrosas. Oh, espero que este añohayan barrido bien el suelo...Después del último baile, acabécon el dobladillo del vestido negrocomo el polvo. Y fue por elcorredor, estoy segura.

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La señorita Carswall se pusode puntillas y se puso a dar vueltasmirándose en el espejo que habíaentre las dos ventanas.

—Gracias a Dios que mecompré este chal. Realza el colordel vestido a la perfección.

Las llamas de las velas quehabía en cada uno de los brazos queflanqueaban el espejo parecíanhaber asentido con su oscilación.

—También hace juego con susojos, señorita Carswall, si mepermite el comentario.

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Me miró con la seriedad deuna monja, pero los ojos lebrillaban.

—Es usted muy amable —dijocon dulzura.

—Mis guantes, mis guantes —pidió el señor Carswall—. ¿Quiénlos ha cogido?

—Creo que están sobre elbrazo del sillón, señor —dije.

—Espero que aún quedensitios junto al fuego —dijo laseñora Lee con aquella voz ronca ypenetrante—. Si no hubiéramos

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esperado tanto.Al fin se marcharon, y me

quedé a solas. Escuché cómo susvoces se iban desvaneciendo en lasescaleras y el vestíbulo. La puertaprincipal se cerró. El silencio seimpuso en el salón. Volví asentarme a la mesa y pasé otrapágina del periódico.

Intenté leer. Sin embargo, meaburría, como me aburría elvolumen de sermones de la señoraLee. Oía los ruidos procedentes deafuera: los pasos presurosos de los

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criados, el ir y venir de carruajesen la calle, voces que subían el tonoy acordes musicales a lo lejos. Laseñorita Carswall tenía razón: nohay nada más triste que quedarsesolo, escuchando cómo los demásdisfrutan en una celebración social.

No tenía sueño. Podía habersalido a sentarme en un rincón de unbar o de un café, pero no meapetecía tener compañía. En lugarde salir, subí a mi habitación abuscar pluma y papel, y me senté aescribir cartas atrasadas a Edward

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Dansey y al señor Rowsell.Estuve escribiendo alrededor

de una hora. Por supuesto, no podíaser del todo sincero con ninguno delos dos, si bien por distintasrazones. No obstante, había muchoque escribir sobre las maravillas dela finca Monkshill y del carácter desus principales habitantes. Estaba apunto de terminar la segunda carta,cuando llamaron a la puerta. Abríesperando encontrar una sirvienta,pero era Sophia Frant, con elmismo vestido que había llevado

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durante la cena.—Disculpe, señor Shield —

dijo apresuradamente con la vozmás agitada que antes—. Espero noimportunarle.

—Estoy a su servicio.—Deseo consultarle un asunto

un poco... un poco delicado.Acerqué una silla al fuego.—Por favor, siéntese, señora.—Hace un momento, por

casualidad, he mirado por una delas ventanas de mi habitación —empezó a decir en voz baja—. Las

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cenizas chisporroteaban, y queríaatizarlas. La ventana que hay allado da a una callejuela que llegahasta la calle Westgate, y al fondohay una taberna. Miré abajo y vi auna mujer al otro lado —vaciló unmomento. Debo... debo pedirle quelo considere como una confidencia,señor Shield.

—Por supuesto, señora.—Sabía que podía confiar en

usted —dijo, ya más tranquila,dueña de sí misma—. La cuestiónes la siguiente: mientras miraba por

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la ventana, alguien abrió una de laspuertas de la taberna. La luz delinterior iluminó la callejuela y,justo entonces, vi a una mujer. Erala señora Johnson.

—Pero, ¿no estaba con losRuispidge en la asamblea?

—Eso creía yo. Pero espere,hay algo más, y peor. La señoraJohnson llevaba una capa concapucha, pero ésta se le habíacaído. Iba sin sombrero y llevaba elcabello suelto, desaliñado, sobrelos hombros. Tenía nieve encima...

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La... la he visto salir a la calleWestgate. Andaba haciendo eses, yha habido un momento en que porpoco se ha caído. Un instantedespués, de la taberna ha salido unhombre, que la ha agarrado por elbrazo, y ella lo ha apartado. Luegoha girado la esquina y no la he vistomás.

—¿Estaba indispuesta...? —vacilé a mi vez—. ¿O...?

—O algo peor —terminó laseñora Frant por mí—. Es posibleque entrara en la casa después de

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perderla de vista. He ido hasta ladependencia que le han preparado;queda al final del mismo pasilloque la nuestra. Su equipaje ya hallegado, y una sirvienta le hadeshecho la maleta, pero no habíaindicios de que hubiera llegado. Ytampoco lo esperaba, porque lahabría oído llamar a la puerta.

—Quizás esté abajo.—No, no está. He llamado a la

sirvienta para preguntarle si habíavisto a la señora Johnson, con laexcusa de que tenía un recado para

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ella, porque no quería decir laverdad. No sé si la gente de aquí esde fiar. Y si la señora Johnson estáfuera de sí... —dijo en un hilo devoz.

—No —dije—. Yo laentiendo, señora. ¿Le parece bienque me ofrezca a buscar a la señoraJohnson? Puedo recoger elsombrero y el sobretodo en unmomento. La parte del edificio en laque me hospedo tiene un vuelo deescaleras que da a una entradalateral. Estoy seguro de que puedo

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salir por allí sin llamar la atención.—Es sumamente importante

ser discretos.—En una noche como la de

hoy, pocas personas habrá en lacasa.

—Esperemos que así sea —dijo la señora Frant y se puso depie—. Le estoy enormementeagradecida, señor Shield. Si mepermite medio minuto.

—Señora..., no puede ustedacompañarme.

—¿Por qué no?

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—No sería correcto. Si lavieran...

Ya estaba en la puerta.—No me verán.—Sigue nevando, señora.—Un poco de nieve no me

hará daño. Yo también tengo unabrigo con capucha. Debe tener encuenta qué podría pensar la señoraJohnson si creyera que un hombresolo la persigue a estas horas de lanoche. Sobre todo si no está en suscabales.

—Pero ella me conoce.

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—No le conoce muy bien. No,señor Shield, ya lo he decidido.Estaré más que segura bajo suprotección. Y si encontramos, ocuando nos encontremos, a laseñora Johnson, no se asustarácuando se le acerque una señora.

Abrí la puerta para quesaliera.

—En tal caso, la esperaré enel pasillo.

En cuanto al tiempo de espera,la señora Frant cumplió y,efectivamente, se reunió conmigo en

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menos de medio minuto, con un parde chanclos en la mano. No noscruzamos con nadie entre lasplantas superiores y la escalera quesubía a mi buhardilla y bajaba alvestíbulo lateral. Me esperómientras recogía el abrigo, elsombrero, los guantes y el bastón.Estaba impaciente por salir y, albajar al vestíbulo, se me adelantó.

La puerta tenía echado elpasador, pero no estaba cerrada conllave. Daba a un callejón estrecho,paralelo a la callejuela de la

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taberna, al otro lado de la casa. Elcallejón parecía un túnel debido alos pisos que sobresalían a cadalado. La señora Frant se colocó loschanclos, me cogió del brazo, ysalimos de la penumbra del callejóna las luces de la calle Westgate.

Aún quedaba gente fuera, peropoca. Miramos a ambos lados de lacalle. Durante el día habíanlimpiado las aceras, pero estabancubiertas de una fina capa de nievereciente. Surcos de nieve fangosa,medio congelada, atravesaban los

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adoquines de la calzada. No vimosa nadie que se pareciera a la señoraJohnson.

—Vamos hasta el cruce —propuso la señora Frant—. Si no haentrado en la casa, debemossuponer que ha ido en aquelladirección.

Y en aquella dirección fuimos,asomándonos a cada portal y a cadacallejón, mirando en cada bariluminado y observando a todo elque pasaba. No hablábamos. Lacapucha del abrigo le cubría la

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cara, y sólo se veía un par de ojos.Temía que fuera a caerse, pueshabía placas de hielo negro ocultasbajo la nieve más fina. Estabapendiente del tintineo de cada pasoque daba con los chanclos, prontopara agarrarla mejor si resbalaba.

Pasamos por delante de laiglesia de San Nicolás. Unos metrosmás adelante estaba otro de loshostales más importantes de laciudad, el King's Head, en laesquina con Three Corners Lane.Dos sirvientes mataban el tiempo en

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la entrada, claro está, esperando elmomento de acompañar a susseñores a casa. Estaban fumando y,a pesar del frío, parecían doshombres disfrutando de tiempolibre. Le pregunté si en el últimocuarto de hora habían visto pasar auna dama que no parecíaencontrarse demasiado bien, conuna capa negra.

—¿Has oído, Joe? Aquí elcaballero busca a una señora —dijoy apuntó con su bastón a la señoraFrant, que esperaba a unos metros

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de allí—. Otra señora.Joe se rió y dijo:—Como todos. Hoy podría

tener suerte; hay muchas señoraspor ahí esta noche, y si no es muyquisquilloso...

Me toqué el bolsillo y saquéun chelín.

—Una señora con una capa.Venía de la callejuela que haydetrás de Fendall House. ¿Sabedónde me refiero? —pregunté conel chelín en mano abierta, sobre elque se proyectaba la luz de la

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linterna junto a la puerta—. No seencuentra bien, y por eso la estamosbuscando.

Joe cogió el chelín con unmovimiento rápido.

—Sí, caballero. Por ahí vinouna mujer... ¿Y dice que estabaenferma? Yo más bien diría queestaba entre dos luces. Resbaló enel hielo, se cayó de culo en lacloaca y se puso a soltar ajos comouna verdulera.

—¿Por dónde ha ido?—Han subido por Westgate.

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—¿«Han ido»? —preguntó laseñora Frant a mi espalda—. ¿Noestaba sola?

—No, señora —dijo Joe, quela miraba de arriba abajo y sehabría acercado a ella si yo nohubiera dado un paso adelante paraimpedírselo—. Un caballero acudiócorriendo por detrás cuando secayó, la ayudó a levantarse ysiguieron andando del brazo.

—¿Qué aspecto tenía él?—No sé. Era un tipo grande.

Supongo que lo conocen, ¿eh?

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Imagino que es otro de sus amigos.La insolencia era evidente,

aunque dicha de aquel modo, nadapodía objetarse. Pensé que el chelínsólo había valido para comprarinformación, y no respeto.

La señora Frant volvió atomarme el brazo, y apretamos elpaso por la calle en leve pendiente,hacia el antiguo cruce, situado en elcentro de la ciudad. Detrás oímoslas risotadas groseras de lossirvientes.

—Son detestables —murmuró

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ella.—Detestables, no —dije yo—.

Son meramente vulgares.Sentí que me apretaba el

brazo, pero no dijo más. Sabía quela señora Frant estaba disgustada.Puede que Joe y el otro sirvientefueran hombres vulgares, pero noera el tipo de vulgaridad a la queella estaba acostumbrada. Leimpresionó saber que la señoraJohnson había caído bajo hasta elextremo de ser objeto de risa, unamujer borracha a la cual, al caer en

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medio de la calle, ridiculizaban yno ayudaban a levantarse; una mujerde moral sospechosa en todos lossentidos, cuando menos, a los ojosde aquellos hombres vulgares.

Los copos de nieve seguíancayendo en silencio desde laoscuridad nocturna, si bien conmenos insistencia. Hacía un fríoatroz. Avanzábamos lo más deprisaque podíamos. Llegamos al cruce yesperamos un momento en laesquina, junto al Tolsey, el centrode negocios de la ciudad.

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—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la señora Frant—. Podríaestar en cualquier parte. ¿Cree quedebemos seguir buscándola?

—Sí, pero, ¿en qué dirección?—Temo que le ocurra algo.—Al menos no está sola.—A veces más vale estar solo

que mal acompañado.—Creo que deberíamos volver

por donde hemos venido —propuse—. ¿No cree que podrían habersemetido en alguno de los callejonesque hemos pasado? ¿O que hubieran

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entrado en uno de los bares uhostales?

La señora Frant tuvo unescalofrío.

—No podemos abandonarla.Debemos hacer algo. Podríahaberle ocurrido cualquier cosa. ¿Ysi acudimos a un agente de policía?

—Si no la encontramos,acudiremos a uno.

—No quiero ni imaginar elescándalo.

—Escuche —dije.Alguien lloraba cerca de

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nosotros. La señora Frant me agarrócon fuerza el brazo. De prontoapareció un hombre por una puerta,al otro lado de la calle Westgate.Echó a correr por la calzada,resbalando por los adoquines, y seadentró en una callejuela bajo elFleece. Los sollozos no habíancesado. La señora Frant tiró delbrazo para soltarse del mío, pero nola dejé.

—Espere —le dije—. Déjemeinvestigar antes.

—Debemos ir juntos —dijo, y

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supe que sólo podría hacerlacambiar de opinión a la fuerza.

Cruzamos la calle con cautela.Los sollozos provenían de laentrada a una casa vieja convertidaen un banco. Nos acercamos. Lasplantas superiores sobresalían a lacalle, y había luz suficiente paraleer el rótulo de debajo de lasventanas de la primera planta:

ASEGURADORA DEINCENDIOS DEL CONDADO

ASEGURADORA DE VIDA

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—¿Hay alguien ahí? —

preguntó la señora Frant.El llanto cesó. Alcancé a ver

una forma oscura en la penumbra dela fachada del banco. Oí un quejido,como el de un animal herido.

—¿Señora Johnson? —pregunté a mi vez—. ¿Es usted,señora?

—Dejadme en paz, maldita sea—dijo la señora Johnson con unavoz pastosa, cansada, casiirreconocible—. Dejadme morir.

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La señora Frant me soltó delbrazo y se arrodilló junto a ladesdichada mujer, que estabaacurrucada en un rincón de laentrada al banco, con restos denieve en la capa.

—Señora Johnson, hemosvenido a buscarla.

—No quiero que nadie mebusque. Quiero quedarme aquí.

—No debería usted. Se moriráde frío. ¿Se ha hecho daño?

La señora Johnson no contestó.—Vamos, venga con nosotros.

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El señor Shield está aquí conmigo,y puede apoyarse en un brazo acada lado.

—Dejadme en paz —murmuróla señora Johnson, pero esta vez enun tono más repetitivo queconvincente.

—No, claro que no —dijo laseñora Frant con decisión, como sila señora Johnson fuera un niñoenfermo y obstinado—. LadyRuispidge se preocuparía, y todosnosotros también, y eso no puedeser. Deje que la ayude a

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incorporarse.Entre los dos levantamos a la

señora Johnson y la apoyamos deespaldas a la puerta. Dejó caer lacabeza sobre mi brazo y mascullóalgo que no entendí. El olor abrandy se mezclaba con los efluviospestilentes de la calle.

—¿Quién era el hombre que hahuido? —preguntó la señora Frant.

—No lo sé —dijo la señoraJohnson—. ¿Qué hombre? —preguntó y me clavó el codo en elcostado con una fuerza inusitada—.

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¿Este? ¿Quién es?—Me llamo Shield, señora.

Soy...—Ah, sí... el maldito tutor —

dijo con dificultad para hablar,pero con evidente malicia—. Nosirve para nada. Para nada denada...

—Enseguida se encontrarámejor —dijo la señora Frant,haciendo caso omiso a lo queacababa de oír—. No me refería alseñor Shield. Me refería al hombreque ha echado a correr cuando nos

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hemos acercado a usted. ¿Quiénera?

La señora Johnson tardó unossegundos en responder.

—¿Qué hombre? No habíaningún hombre. No, no, seconfunde. Oh, Dios santo, meencuentro tan mal... tan mal.

Rompió a llorar con másganas. Al poco rato empezó a tenerarcadas y, con un fuerte gemido,vomitó. Me aparté a tiempo paraevitar que me manchara elsobretodo.

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—Debemos llevarla a FendallHouse —propuse—. Entre doshombres pueden llevarla sobre unatabla, si no encontramos un carro oun palanquín.

—No —dijo la señora Frant—. No podemos hacer eso. Está...está demasiado mal para que lavean así. Además, un poco deejercicio le irá bien. Creo que si seapoyara en nosotros...

—Asesinato —dijo la señoraJohnson—. No, no.

—¿Qué ocurre, señora? —

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preguntó la señora Frant al instante—. ¿A qué se refiere?

—¿Qué...? ¿Estaba soñando?—dijo la señora Johnson, tratandode levantarse—. Oh, por favor,lléveme a casa, señora Frant. Nome siento muy bien.

La señora Frant tiró de ella, yyo la levanté, y entre los dos lapusimos de pie, aunque por unmomento se balanceó de formaalarmante. Fue un alivio ver que lasrodillas le aguantaban y podíamantenerse derecha, agarrada a un

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brazo a cada costado.—Se ha mareado —dijo con

firmeza la señora Frant—. Esodiremos si encontramos a alguiende camino. Se ha mareado y por esono ha asistido al baile. Yo le sugeríque el aire fresco sería el mejorremedio, y el señor Shield tuvo lacortesía de acompañarnos para daruna vuelta. Tiene el estómagodelicado, y podría correr el riesgode sufrir una inflamación intestinal.

La señora Johnson gimió.—¿Me ha entendido? Si nos

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cruzamos con alguien, por favor, nodiga nada. El señor Shield o yohablaremos por usted.

Debo decir que la conducta dela señora Frant me sorprendió tantocomo me impresionó. No habíaimaginado semejante firmeza decarácter, semejante aplomo en unasituación límite. Avanzamoslentamente, exasperadamente, haciaFendall House. La señora Johnsonapoyaba todo su peso en nosotros,pero no se caía. A medida que elaire fresco y el movimiento la iban

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reanimando, iba cargando con supropio peso. Al pasar por debajode una farola, me fijé en el rostroojeroso y el cabello despeinado deaquella mujer, y en la capamanchada y el vestido de nochedesaliñado. Sin embargo, aún no sehabía cambiado de zapatos. Dichode otro modo, ni siquiera habíallegado a entrar en las salas delBell donde se celebraba laasamblea; tenía la intención de ir albaile, pero algo, o alguien, la habíadistraído de tal propósito.

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Caminamos en silencio,tambaleándonos, la mayor parte delcamino; resbalábamos en losadoquines, que eran mástraicioneros de lo habitual por estarcubiertos de nieve y placas dehielo. Por suerte, los sirvientes quemataban el tiempo fuera del King'sHead ya no estaban, de modo quenos ahorramos su abucheo. Lasúnicas personas que había en lacalle parecían estar tan borrachascomo la señora Johnson. Nosevitaban, y las evitábamos. La

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nieve caía con mayor intensidadque antes, lo cual fue de agradecer,ya que los transeúntes se protegíanel rostro del mal tiempo.

No obstante, en Fendall Housenos encontramos con la dificultadde tener que evitar a los sirvientes.Nos dirigimos con nuestra cargainestable al callejón parecido a untúnel. El pasador todavía estabadescorrido, y el vestíbulo vacío,aunque se oían voces al fondo de lacasa. En la escalera, la señora Franttiraba y yo la empujaba, y la señora

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Johnson parecía que fuera adesplomarse de un momento a otro.

—Aguante —siseó la señoraFrant—. Vamos, sólo quedan irnosescalones.

—¿Y por qué iba a aguantar?—se lamentó la señora Johnson—.¿Qué más da?

—Debe aguantar, porque si novoy a pellizcarle hasta que grite —replicó la señora Frant con talresolución en el tono, que la señoraJohnson se levantó la falda y subiócon ánimo los escalones que

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quedaban.Aquel arranque duró poco. Se

apoyó en nosotros al adentrarnos enaquel laberinto de pasillos, hastallegar a la parte delantera delhostal, donde se hallaban lasdependencias de los Carswall.Profería unos gemidos constantes,una cantinela que sacaba de quicio.En un momento dado musitó:

—Desearía estar muerta.Desearía estar muerta.

—Por desgracia, todos loestaremos pronto —le dijo la

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señora Frant.—¡Qué mujer tan fría e

insensible! —gimoteó la señoraJohnson—. No me extraña que...

—Sin embargo, entretanto —lainterrumpió la señora Frant—,estoy convencida de que mañana seencontrará mucho mejor.

Tuvimos suerte de noencontrarnos a nadie. Al menos yahabíamos llegado a la parte de lacasa que habían alquilado. Laslámparas del pasillo estabanencendidas, pero al abrir la puerta

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de la habitación donde debíadormir la señora Johnson, sólo lailuminaba el resplandor anaranjadodel fuego. Ayudé a la señora Frant adejar a la señora Johnson en lacama y salí a buscar velas. Alregresar momentos después, laseñora Johnson estaba echada bocaarriba, roncando suavemente, y aúniba vestida con las galas para elbaile.

—¿Sería tan amable de avivarel fuego, señor Shield? La señoraJohnson tiene mucho frío.

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Tanto frío como yo tenía. Le dial fuego con un atizador, añadí máscarbón, y la sala no tardó eniluminarse con un fulgor más vivo.Al poco rato la señora Frant seacercó al fuego, y los dos nosquedamos de pie frotándonos lasmanos. A unos metros detrás denosotros se oía el sonido ronco delos pulmones de la señora Johnson.Miré a la señora Frant, que tenía lasmejillas rojas por el calor delfuego.

—¿Quiere que vaya a buscar a

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un médico, señora?—Creo que no hará falta —

dijo, volviéndose hacia mí—. Hayque cambiarla de ropa, pero elmejor remedio para su estado es unbuen descanso y calor. Sé que nodebo pedirle que sea discreto.

Incliné la cabeza.—Hemos tenido suerte de no

encontrarnos a nadie —dijo.Se sentó en una silla frente al

fuego, se pasó la mano por la frentey añadió:

—Pero todavía hay que tener

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cuidado.—¿Le ha enviado ya la señora

Ruispidge una sirvienta?—Lo dudo.—En tal caso habrá que llamar

a la sirvienta del señor Carswall.—Corremos el riesgo de que

se desencadene un escándalo... —empezó a decir la señora Frant.

—El riesgo de escándalo serámayor si no la ponemos cómoda.Debemos confiar en alguien paraayudar a la señora Johnson, ¿no leparece? No pueden encontrarla así,

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y usted no puede quedarseencerrada aquí con ella sindespertar suspicacias, señora, pormás que quiera. Deberíamos decirlea la sirvienta que la señora Johnsonestá indispuesta, y dejarlo así.

—Está usted en lo cierto.Puedo... puedo decirle a la sirvientade pasada que, cuando empezaba aencontrarse mal, la señora Johnsonse ha tomado una copa de brandypara reanimarse.

—Es una buena idea.Nuestras miradas se cruzaron.

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En la voz de ambos se percibíacierto regocijo. Cuando dospersonas hacen frente a unadificultad que concierne a unatercera persona, suelen tardarmenos tiempo en intimar.

—Podemos decir que ustedhabía salido a pasear —prosiguió—, que la encontró por casualidaden el Bell y se ofreció aacompañarla. Estaba mareada ynecesitaba tomar el aire. Laacompañó al hostal, y entraron porla puerta lateral con el fin de no

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molestar a los sirvientes.—Eso nos valdrá. ¿Y los

Ruispidge?—Le enviaré una nota

directamente a lady Ruispidge.—Si lo desea, yo mismo

puedo llevarla a sus dependenciasen cuanto la escriba. Naturalmente,estarán preocupados.

Yo sabía que nos entendíamosa la perfección. Regresé al salónpara dejar que la señora Frantatendiera a la enferma. Tardaron enresponder a la campanilla, pues el

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establecimiento entero estaba patasarriba por la celebración del baile.Esperé sentado a la lumbre. Encierto modo, no estaba muysorprendido por el giro que habíantomado los acontecimientos aquellanoche. Hasta en un pueblo pequeñopuede verse el efecto que unadependencia tan malsana como elalcohol puede causar, tanto en unhombre como en una mujer. Sipuede ocurrir que una mujer bebaen las inmediaciones de la calleStrand o en Seven Dials, puede

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ocurrir también que beba suhermana más acomodada en laplaza Belgrave o, de hecho, enClearland Court. Me había dadocuenta del tono de piel subido de laseñora Johnson desde el principio,y en un par de ocasiones le habíaoído hablar arrastrando ligeramentelas palabras; una vez, después decenar en Monkshill, incluso sehabía enfurecido con un sirviente.

Sin embargo, aún habíacuestiones desconcertantes. ¿Porqué la señora Johnson se había

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separado de los Ruispidge tanpronto, pese a que el vestidoindicaba que tenía intención deasistir al baile? ¿Qué la habíaimpulsado a beber tanto en tan pocotiempo? ¿Por qué no se habíaquedado en un lugar cálido y segurocomo el Bell o las dependencias delos Ruispidge? Y, ante todo,¿aquella conducta insólita estabarelacionada con el hombre quehabía huido al acercarnos la señoraFrant y yo al rincón donde laencontramos? Si así era, ¿quién

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sería el desconocido?Al fin la sirvienta llegó, con la

cofia torcida y la carita colorada,despidiendo olor a alcohol y algomalhumorada. Le dije que la señoraJohnson no se encontraba bien, quela señora Frant le estaba haciendocompañía y que ella debía ocuparsu lugar y poner cómoda a la señoraJohnson para pasar la noche.Endulcé la noticia ofreciéndolemedia corona, a lo cual la jovensuavizó el gesto.

Me siguió por el pasillo, y

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llamé a la habitación de la señoraJohnson. La señora Frant abrió lapuerta, y la sirvienta entró. Laseñora Frant me entregó una notaescrita a lápiz para lady Ruispidge.Al instante salí de la casa por lapuerta lateral y subí presuroso porla calle Westgate, hasta Cross. Lamúsica del Bell se oía claramenteen el aire, y fuera del hostal habíauna multitud de personas ycarruajes.

Los Ruispidge se alojaban enuna magnífica mansión con

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revestimiento de piedra tallada enla fachada, situada al final de lacalle Eastgate. Expliqué mipresencia y pregunté por ladyRuispidge, la cual apareciócorriendo en el vestíbulo donde laesperaba.

—Gracias a Dios que havenido, caballero —dijoprecipitadamente.

El rostro le brillaba como unamanzana lustrosa.

—¿La señora Johnson estábien? —preguntó—. Estaba

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preocupada por ella, y no sabía quéhacer.

El alivio hizo que la mujerempezara a hablar, y poco hacíafalta animarla para que contara suversión de lo ocurrido. La falta deconsideración de la señora Johnsondio a su narración un toquemalicioso. Al llegar a Gloucester,había una carta para la señoraJohnson, y el contenido de ésta lahabía desanimado. La sirvientasugirió que tal vez se tratara de unacuenta, y que aquellas cosas solían

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ocurrirle a menudo.Todos los componentes del

grupo de Clearland habían cenadoantes del baile. La señora Johnsonhabía dicho que estaba cansada yque tenía dolor de cabeza, y habíadecidido echarse en el sofá, lo cualno hizo ninguna gracia a lossirvientes, que esperaban disfrutarde unas horas libres. Los Ruispidgese habían ido al Bell sin ella, yhabían quedado en que la señoraJohnson se reuniría con ellos mástarde. Ya habían enviado su

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equipaje a Fendall House.Una hora después, un sirviente

de la casa había subido a avivar elfuego, y la señora Johnson ya noestaba. Había creído innecesariomencionar la circunstancia, puessuponía que había ido al baile conlos demás. Cuando llegué, hacíaveinte escasos minutos que lasirvienta de lady Ruispidge sabíade la desaparición de la señoraJohnson.

—No sabía qué hacer, señor.Creía que había ido al Bell, pero no

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había modo alguno de saberlo. Estanoche los sirvientes van de acá paraallá, así que no podía preguntar atodos si la habían acompañado, o sile habían llamado un coche. Y yosabía que a lady Ruispidge no iba agustarle que la alarmara para nada.

Me habría gustado interrogar afondo a la sirvienta, pero no queríaarriesgarme a despertar sussospechas, y ya estaba predispuestaa pensar lo peor de la señoraJohnson. Di las buenas noches yregresé andando a Fendall House.

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No negaré que estabasumamente agitado. Al llegar, penséen llamar a la puerta de lahabitación otra vez y pedirle a laseñora Frant que mirara si la señoraJohnson aún tenía la carta en suposesión. Me paseé de un lado alotro del pasillo, desesperado eindeciso. Al final volví al salón.Poco o nada me importaba laseñora Johnson y su difícilsituación. De hecho, para serhonesto, debo reconocer que losmotivos que me impulsaban a

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ayudarla eran por puro interéspropio. Por una parte, deseabacongraciarme con la señora Frant y,por otra, deseaba evitar laposibilidad de un escándalo,porque estaba plenamenteconvencido de que el señorCarswall encontraría el modo deatribuirme parte de la culpa.

No, si por mí fuera, la señoraJohnson podía pudrirse. Ya nosolamente se trataba de encubriruna borrachera y proteger lareputación de una dama. Lo que más

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me preocupaba eran lasrepercusiones que podía tener parala señora Frant su implicación en losucedido. Intenté tranquilizarme. Lomás probable era que la carta quehabían enviado a la señora Johnsonno fuera más que una cuenta, y queel hombre que la había seguido, unborracho.

Pero, ¿y si estaba en un error yla carta y el hombre estabanrelacionados? ¿Y si la señora Frantencontraba la carta y reconocía laletra, que ocurriría entonces?

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CAPÍTULO 52

—Pero yo estoy acostumbrada atratar con mujeres borrachas —dijola señora Frant con sosiego, unahora después, mientras estábamossentados al fuego del salón cara acara—. Señor Shield, cuando seconsume alcohol en exceso,provoca el mismo efecto en mujeresque en hombres. Cuando unapersona está en estado deembriaguez, una elevación o una

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depresión repentinas del ánimopueden tener un efectodesproporcionado. Las emocionesse desbocan como un caballoexcitado.

—¿Después de empinarse yarrojar al jinete? —pregunté.

—¿Cómo?—Disculpe... he probado a

completar su metáfora. Si lasemociones son el caballo, cuandomenos que el jinete sea la razón.

—Ah, ya le he entendido.Entre los dos hemos creado un

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curioso concepto, ¿verdad? —dijo,hizo una pausa y continuó—. Nodeben asombrarle misconocimientos mundanos. Heviajado mucho y estoyacostumbrada a cómo funciona elmundo. De niña, mi padre nosoportaba estar separado de mí,sobre todo a la muerte de mi madre,de manera que le seguía allá adondeiba.

Se disponía a seguir contando,pero oímos unos pasos en elpasillo, y calló. Al instante

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llamaron a la puerta. Era lasirvienta.

—Señora, vengo a decirle quela señora Johnson duerme como uninfante.

—Si ya me he retirado cuandollegue su señora, asegúrese dedecirle que la señora Johnson no seencuentra bien, y que no parecehaber ningún motivo paraalarmarse.

—Sí, señora.La mujer nos dejó a solas. Una

de las velas parpadeaba, y

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contemplamos el vaivén de la llamahasta que se extinguió, y la salaquedó más oscura de repente.

La señora Frant murmuró:—Lo que me preocupa es que

esto no quede sólo en el brandy.—¿Se refiere a que pueda

tener un ataque? ¿A que sufra unaapoplejía?

Negó con la cabeza, y dije:—¿Se refiere a que detrás

pueda haber algo que la impulsara acorrer semejantes riesgos?

—Exactamente. Aunque nunca

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sabremos qué es, a menos que ellaquiera confiárnoslo, lo cual esbastante improbable. ¿Cree quepodría... que podría tener unaenfermedad distinta? ¿Que hayaperdido el juicio?

—Es posible —dije.Me alegraba de alentar aquella

perspectiva de los hechos, aunqueestaba seguro de que la señoraJohnson estaba tan cuerda como laseñora Frant. También sentí alivio,pues pensé que la señora Frant nohabría tenido aquella actitud si

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hubiera encontrado una carta con laletra de su esposo dirigida a laseñora Johnson.

Luego, como tantas otras vez,volvió a sorprenderme.

—¿Se ha sentido alguna vezcomo si no estuviera en sus plenasfacultades?

—Sí.Un ascua cayó sobre la

alfombra de la chimenea ydesprendió chispas. Me inclinépara retirarla con las tenazas.Aquella pregunta me había

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desconcertado. Ella y yo éramos lasmismas personas desde que habíaempezado la noche. Sin embargo,algo había cambiado, algo invisibley profundo, y yo no era capaz deadivinar siquiera en qué consistíaese cambio o qué repercusionespodía tener.

Alcé la cabeza para mirarla, ysupe que esperaba que siguierahablando.

—Cuando me hirieron, creíaque me había afectado tanto a lamente como al cuerpo.

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Ella asintió y dijo:—Mi padre dijo una vez que

en la guerra un hombre ve cosas tanterribles, que puede volver a verlasen el recuerdo de por vida.

Quedamos en silencio unosinstantes, y luego me preguntó:

—¿Qué le ocurrió?—El cuerpo sanó antes que la

mente. Durante un tiempo, nada meimportaba demasiado, y sentíarabia. Rabia por haber sido herido,rabia por la muerte de tantoshombres y rabia por no haber

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podido hacer nada y seguir vivo —vacilé un momento y proseguí—. Ytenía pesadillas, cada noche teníapesadillas. Me despreciaba. Ahorasé que sentía más rabia que miedo.O acaso la rabia y el miedo seandos facetas de una misma cosa —dije, pensando en Dansey y aquelrostro suyo, asemejado al de Jano—. Pero no quiero preocuparla.

—La primera vez que le vi,parecía enfermo. No, no es eso: eracomo si entre usted y el mundohubiera una fina capa de cristal, y si

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el cristal se rompía, usted serompería con él.

Escogiendo cada palabra, dijedespués de una pausa:

—Llegué a sentir tanto miedoy tanta rabia y tanta desesperación,que un día perdí el juicio. Fuesolamente un instante, pero fuesuficiente. Lancé una medallahonorífica a un oficial en HydePark. El caballo se hizo atrás, y élcayó al suelo. Me arrestaron. Temíque me encerraran para siempre, oque me deportaran. Pero tuve

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suerte. El juez era un hombrebenévolo que decidió que teníalocura transitoria, que debía curarcon un tratamiento.

—Yo tengo miedo a menudo—observó la señora Frant—. Siuna mujer tiene un hijo, tiene miedopor él, si no por ella misma. Ycuando está arruinada, aún es peor.

Quedó en silencio. Luegolevantó la cabeza y prosiguió conuna fluidez repentina:

—¿Por qué se alistó en elejército, señor Shield? Espero que

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no le importe que se lo pregunte.Recordé los años de mi

juventud y me maravillé de laslocuras que cometí.

—Una chica me plantó,señora, y yo ahogué las penas enalcohol, y cuando estaba borracho,me dirigí desaforadamente aldirector de la escuela en la que yoera maestro. En consecuencia perdími posición. Y a fin de mostrar almundo qué poco me importaba, mealisté en el ejército... y me arrepentíen cuanto volví a estar sobrio.

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Estoy más furioso de lo que puedodecir porque nunca podría habersido un buen soldado.

—Le ruego que me perdone.Creerá que soy una impertinente.No tendría que haberle hecho lapregunta.

—No tiene importancia.—Claro que la tiene.Me miró a los ojos. Me

preocupé por lo que pudiera verreflejado en ellos... tanto anhelo, undeseo tan abrumador. A la vez,reparé en que estaba conteniendo el

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aliento, como si al no respirar fueraa prolongar aquel momentoindefinidamente, como si fuera aparar así el tiempo.

Oímos entonces unos golpesdados con fuerza en la puerta deabajo, entre voces y risas. Reanudéla respiración y fui a sentarme a lamesa para seguir leyendo elperiódico que había dejado allí enotro momento que parecía otra vida.La señora Frant no dijo nada. Almomento oímos pasos en elcorredor, y el vozarrón del señor

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Carswall en un tono triunfal.—Y no sabía que yo tenía el

último corazón. El muy tonto creíaque lo tenía lady Ruispidge. No,estaba bien perdido, por Dios, ydespués de ese truco, la partida eranuestra.

La puerta se abrió de golpe ychocó contra el respaldo de unasilla. En cuestión de instantes, elsalón se llenó de luz, ruido ypersonas. El señor Carswall ibaacompañado de la señoritaCarswall, la señora Lee, sir George

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y el capitán. Aunque lady Ruispidgese había retirado ya, sus hijoshabían insistido en acompañar algrupo del señor Carswall a FendallHouse.

El señor Carswall no estababorracho. Solamente estababullicioso. Dada la ausencia de laseñora Johnson, lady Ruispidge lehabía invitado a ser su pareja, y alparecer él sentía que se habíadesenvuelto bien, tanto en el juegod e l whist como en sociedad. Laseñora Lee y un clérigo eran la

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pareja contraria en la sala dejuegos, y la señora Lee hizo loposible para aparentar displicenciaen cuanto a las partidas perdidasque había tenido que sufrir.

Nos contaron que la señoritaCarswall había bailado casi todoslos bailes, buena parte con sirGeorge, dos con el capitán, y varioscon oficiales de la milicia dellugar. A mí también me habríagustado bailar con ella, pues estababellísima con los colores subidos,pletórica de excitación. Sir George

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la había acompañado a comer algo,y todos fueron de lo más atentos.

Sir George estaba más sereno,pero igualmente satisfecho consigomismo. Su hermano, en cambio,procuró por todos los medios dar laimpresión de que había estadodesanimado casi toda la noche. Así,primero al lamentar lo mucho que laseñora Frant se estaba encerrandoen sí misma y, luego, cuando supode la indisposición de la señoraJohnson, al agradecer lasatenciones que había tenido la

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señora Frant con su desafortunadaprima. De hecho, al oírle hablar,uno podía pensar que la señoraFrant era la candidata perfecta paraser canonizada en un acto de fe.Nadie parecía demasiadopreocupado por la señora Johnson;en realidad, sir George observó quesu prima tenía una constituciónirregular con períodos alternos deactividad intensa, y de desánimo ydebilidad física. Estaba seguro deque la indisposición de su prima noiba a causarnos molestias de ningún

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tipo. Un sueño reparador bastaríapara su recuperación.

—Lo cierto es que duermeprofundamente —dijo en voz alta elseñor Carswall—. La acabo de oírroncar al pasar por delante de suhabitación.

Era tarde —casi la una de lamadrugada— y, después deacompañar a los Carswall a susaposentos y de interesarse por elbienestar de la señora Frant y laseñora Johnson, los hermanosRuispidge ya no tenían más excusas

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para seguir allí. Justo después deretirarse éstos, ocurrió un incidentemezquino que me hizo pensar que elseñor Carswall estaba másborracho de lo que parecía.

La señora Frant se puso en pie,dispuesta a retirarse porque estabacansada. Yo fui a abrirle la puerta,cuando Carswall atravesóprecipitadamente el salón paraadelantarse. Al pasar la señoraFrant por delante de él, éste le pusoen el brazo una mano, que másparecía una inmensa zarpa, y le

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pidió que le hiciera el favor dedarle un beso de buenas noches.

—Al fin y al cabo —dijo elviejo—, somos primos, ¿no? Y losprimos se quieren, ¿verdad?

La entonación que dio aaquellas palabras evidenciaba eltipo de amor en el que él estabapensando.

—Oh, papá —se quejó laseñorita Carswall—. Por favor,déjala salir, que está agotada.

Fue la voz de su hija, y notanto sus palabras, lo que lo

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distrajo un instante. La señora Frantaprovechó entonces paraescabullirse por el pasillo. La oíhablando con la sirvienta de laseñorita Carswall. Luego se oyóuna puerta que se abría y luego secerraba.

—¿Eh? —dijo el señorCarswall a nadie en concreto—.¿Qué está agotada? Sí, no meextraña... mira qué hora es.

Metió los dedos en el bolsillodel chaleco y, en un momento,estaba haciendo lo que acababa de

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decir. A continuación se puso deespaldas a nosotros para mirar porla ventana y dijo:

—Maldita sea, aún estánevando.

Nos dio las buenas noches consequedad y, haciendo tintinar lasmonedas que llevaba en el bolsillo,salió de la sala dando un portazo.Los demás le seguimos deinmediato, aunque la señoritaCarswall se detuvo en el pasillopara ajustar la mecha de la vela. Laseñora Lee siguió andando hasta su

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habitación. Entonces la señoritaCarswall se volvió hacia mí.

—Lamento que no asistierausted al baile —me dijo—. Esverdad que era una asamblea rural,y estaba lleno de comerciantes y degranjeras, pero aun así ha sido muyagradable —explicó y bajó el tonode voz—. Y más agradable habríasido de haber venido usted.

Hice una reverencia,contemplándola, admirandoinevitablemente lo que veía.

—Aunque no cabe duda de que

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mi prima y usted han sabidoentretenerse. ¿Han estado juntostodo el rato?

—Oh, no. Yo tenía queescribir cartas, y también he dadoel paseo habitual.

La señorita Carswall estudiómi rostro durante un momento.Luego levantó la vela y se dio lavuelta para retirarse. Sin embargose detuvo en seco y se volvió haciamí para preguntarme:

—¿Haría usted algo por mí?—Por supuesto.

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—Tengo intención de hacer unexperimento. Cuando suba a suhabitación, ¿puede mirar a laventana un momento?

—Claro, como desee. ¿Puedopreguntar por qué?

—No señor, no puede —dijocon una sonrisa que me embelesó—. Sería poco científico si se lodijera... echaría a perder miexperimento. Los que somosfilósofos por naturaleza haríamos loque fuera por evitarlo.

Pasados unos instantes, estaba

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solo. Me adentré por los pasillos ysubí y bajé por las escaleras quellevaban a mi habitación. Era unedificio viejo y ruidoso. Me crucécon varios sirvientes que iban yvenían con sus quehaceres.

Al fin subí el último tramo deescaleras antes de llegar a mipuerta. Mi habitación parecía tanfría como la nevera de la fincaMonkshill. Estaba físicamentecansado, pero mi mente bullía,estaba agitada por lo ocurridoaquella noche. Me quité el

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sobretodo y busqué en la maletapapel de fumar. Forcé la ventanapara abrirla, pues estaba atascadacon un trozo de papel de periódico.Instantes después estaba apoyado enel alféizar, llenándome lospulmones con el humo dulce yrelajante.

Los tejados de la ciudad eranblancos y plateados. En algunaparte sonó el reloj de una iglesiadando la media hora y, actoseguido, las demás iglesias de laciudad respondieron con

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campanadas apagadas por la nieveque las cubría. Por mi mentepasaron imágenes, unas más gratasque otras, tan dispersas y ajenas ami control como los copos quecaían.

Veía a la señorita Carswall,claro está, con aquella sonrisa tanprometedora, y a la señora Frant ysu gesto grave, iluminado por lallama temblorosa de una vela y elresplandor de la lumbre en unsalón. Veía a la señora Johnsonacurrucada en la acera y a un

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hombre que cruzaba la calle,huyendo de ella. Miré más atrástodavía, y vi la cara en la ventanade Grange Cottage, el dedoamarillento que había encontrado enla cartera y el cadáver mutilado queyacía sobre el caballete de losjardines Wellington.

Los rostros de Dansey yRowsell afloraron a la superficiede mi mente y, sin darme cuenta, mepregunté qué motivos lesimpulsaban a ser tan amablesconmigo. Lo más extraño del afecto

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es sin duda que quien lo recibe nosuele merecerlo. Pensé en loschicos —Charlie y Edgar— y en suextraño parecido: tenían la mismafrente ancha, el mismo airerefinado, la misma vulnerabilidad.Había conocido al niño americanodurante mi primera visita a StokeNewington, el mismo día que habíavisto a Sophia Frant por primeravez, y él había sido, bien que deforma inconsciente, la causainmediata de todo cuanto ocurriría.Él había acercado a David Poe a mi

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vida, y sin David Poe jamás habríatratado con los Carswall y losFrant.

También era consciente delansia subyacente en mi estadomental, que me resultaba familiar.Después de varias chupadas, lo fijéen la memoria, como se clava unamariposa a un tablero: me habíasentido así en la época antes deWaterloo, cuando, al igual que enaquel momento en la ventana,presentí la proximidad ineludiblede un desastre. Solamente había una

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diferencia: en aquella ocasiónconocía la naturaleza de lacatástrofe inminente, pero esta vezno.

«Ayez peur», pensé. «Ayezpeur». Quizás el loro fuera mássensato que yo.

De pronto, dejé a un ladoaquellas reflexiones que noconducían a nada. Un triángulolargo y estrecho, de luz amarilla,apreció en el muro del ala modernade la casa, al otro lado del macizode arbustos, casi delante de mi

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ventana, pero unos centímetros másabajo. Las pesadas cortinas seestaban moviendo. El triángulo deluz se hizo más ancho, y en elespacio interior de aquél entró unafigura con una vela, cubriendo conuna mano la llama; ocupaba elespacio estrecho que había entre lascortinas y el cristal. La jamba de laventana no era ni una cosa ni laotra, era ambigua como unproscenio. En ese momento tuve lasensación de estar en un palco,sobre el foso de un teatro a oscuras.

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Las cortinas se descorrierondetrás de la figura; la mano dejó decubrir la llama, y vi a una mujer depie, tan desconocida e irreal comouna actriz sobre un escenario.Llevaba una bata estampada, deseda, y unos cabellos rojizos lecaían sobre los hombros. Dejó lavela sobre el alféizar y cogió algode plata de un bolsillo del vestido.Se quedó de pie ante la ventana,contemplando el cristal negro quereflejaba su imagen, y empezó acepillarse el cabello. Sus

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movimientos eran lánguidos,acariciadores. La parte delantera dela bata se abrió y dejó aldescubierto un camisón escotado.

Desde allí la señoritaCarswall no me veía, pero yo sabíaque estaba actuando para mí, comosabía que la señora Frant, estuvieradespierta o dormida, también sehallaba detrás de las cortinas.Dicen que las pelirrojas sonlascivas. Aquella función parecíaconfirmarlo: la señorita Carswallse estaba mostrando ante mí, y

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disfrutaba al saber que yo la estabamirando, y tal vez también por elhecho de que Sophie estaba a pocosmetros de ella.

La nieve seguía cayendo en elpatio. Tenía la boca seca y mecostaba respirar. Apenas me dicuenta del frío que empezaba atener o de que el cigarro se mehabía apagado. Al fin, la señoritaCarswall guardó el cepillo en labata y esperó de pie unos segundos,mirando a través de la ventana.Sacudió la cabeza con delicadeza,

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lo cual hizo que los cabellos semovieran y ondularan sobre loshombros. Abrió un poco la boca. Sealisó el camisón contra el cuerpo,contra la turgencia de sus senos.

Finalmente hizo un amago dereverencia, recogió la vela y sedeslizó por el espacio abierto entrelas cortinas para desaparecer en lahabitación de atrás.

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CAPÍTULO 53

A la mañana siguiente había dejadode nevar, y el cielo era de un azulintenso y límpido. Pese a que lascalles principales de la ciudad notardaron en ensuciarse con nievefangosa y derretida, buena parte dela nieve había mantenido su prístinablancura, y era tan resplandecienteque parecía emitir luz propia.Durante una hora o dos, el mundoparecía un lugar desconocido.

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Desayunamos en el salónprivado. El señor Carswall anuncióque, como era de esperar, noregresaríamos a Monkshill aqueldía. John el cochero opinaba que lacarretera estaría en perfectascondiciones, pero John el cocheroera idiota. La señorita Carswallestaba completamente de acuerdocon su padre, sobre todo porquequería hacer unas cuantas compras.También preguntó si podría ver lapropiedad que había compradohacía poco en Gloucester. En

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concreto, la herencia del señorWavenhoe consistía en una antiguaposada situada en la calle Oxbody,anejo a una modesta fábrica decerveza, además de una hilera decasitas en las inmediaciones.

—E imagino que sir George yel capitán vendrán para ver cómo seencuentra la señora Johnson —añadió con una risita.

Cuando la señorita Carswallhablaba de su propiedad condespreocupación, advertí que laseñora Frant tenía la mirada fija en

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el plato, y los labios apretados. Erauna falta de delicadeza por parte desu prima hablar de aquello, ya quede no haber sido por la extrañasituación que se había dado en ellecho de muerte del señorWavenhoe, la herencia habría sidopara la señora Frant; aunquesolamente hubiera sido paradesaparecer con la ruina de lasfortunas de su esposo.

Aún no habían terminado deretirar la mesa, cuando llamaron ala puerta y anunciaron la llegada de

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sir George y el capitán Ruispidge,que habían venido a preguntar porsu prima.

—Todavía duerme —dijo laseñorita Carswall—. Mi doncellaestá pendiente de ella, y yo acabode ir a verla. Se desveló a medianoche y estaba agitada, de modoque mi doncella le dio una dosis deláudano poco antes del alba.

—No querría pensar quepueda tener encefalitis —dijo elseñor Carswall—. Puede venir degolpe, sobre todo a personas con

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tendencia a tener ataques de cólera.Los hermanos Ruispidge

dijeron todo cuanto correspondíadecir sobre las atenciones que laseñora Frant y la señorita Carswallhabían tenido para con sudesventurada prima.

De este modo dieron paso ahablar con los Carswall del baile yde lo maravilloso que había sido.El señor Carswall se puso adescribir varias partidas de whist,acaso con exceso de detalles, puessu público se redujo a la señora

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Lee, a la que protegía la sordera yque dormitaba junto al fuego. Elcapitán Ruispidge estaba sentadojunto a la señora Frant, y le hablabaen voz muy baja. Sir George y laseñorita Carswall se apartaron delgrupo y se sentaron al lado de laventana. Entreoí fragmentos de suconversación y, al parecer, leexplicaba grosso modo su plan deinvertir fondos en la escuela de unpueblo, con el fin de dirigirla bajounos principios religiosos yestrictos. La señorita Carswall

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parecía escucharle con absolutaatención, y es que era una mujer queno hacía las cosas a medias.

Poco después, el señorCarswall quedó impresionado alsaber que lady Ruispidge teníaintención de regresar a ClearlandCourt con la señora Johnson aquelmismo día por la tarde.

—Haga buen tiempo o maltiempo, caballero, lo importante esla salud de la señora Johnson.

—Estará mucho mejor enClearland —dijo sir George—.

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Además, ya hemos abusado bastantede su amabilidad.

La señorita Carswall dio unapalmada.

—¿Y usted y el capitánRuispidge regresarán con ella?

El rostro largo y huesudo desir George se torció en una sonrisa.

—Creo que no —dijo—. Dehecho, mi hermano y yoesperábamos convencerla, yconvencer al señor Carswall, a laseñora Frant y, cómo no, a laseñora Lee para que cenaran con

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nosotros.—Solamente seremos

nosotros; será una cena familiar —intervino el capitán sonriendo demanera encantadora a la señoraFrant—, de modo que si nosconcede el honor de aceptar, nonecesitará tener escrúpulos encuanto a si es apropiado o no.

Al poco rato, la cena pasó aser un término flexible, que incluíasalir a comprar e inspeccionar lapropiedad de la señorita Carswallen la calle Oxbody. Ahora bien,

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ninguna de estas actividadesrequería mi presencia. Después deldesayuno el señor Carswall se fue adormir, y yo me quedé desocupado.

Por consiguiente, me concedíel día libre y pasé dos horasexplorando la ciudad y, enconcreto, el recinto de la catedral yla propia catedral. También volví aseguir la ruta de la noche anteriorpor el Tolsey, y pasé por el portaldonde hallamos a la señora Johnsony, al cruzar la calle, por el callejónen el que se había sumido el

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hombre que huía. Caminé sin rumboentre la multitud, que me llevó hastalos muros imponentes de la prisióndel condado, el asilo de pobres y,por último, el muelle, donde lospalos y las jarcias formaban unamaraña de rasguños negros contrael cielo encapotado de invierno.

Aquel maldito asunto estabaigualmente enmarañado desde todoslos puntos de vista. Regresé alhostal, haciendo caso omiso a losquejidos de los mendigos. Anhelabasaber algo de cierto. A veces tenía

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la impresión de que no podíaconfiar en nada ni en nadie, salvoquizás en el afecto de Dansey y elseñor Rowsell; e incluso la buenavoluntad de ambos podíadesvanecerse si la analizaba conexcesivo detenimiento o confiabademasiado en su benevolencia.

Subí a mi habitación. Aunqueel fuego no estaba encendido,preferí la soledad que me brindaba,al calor del salón y a una posiblecompañía. La noche anterior habíaterminado la carta para Dansey,

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pero apenas había escrito unaslíneas al señor Rowsell. Elantepecho de la ventana erabastante ancho para permitirmeutilizarlo a modo de escritorio.Sólo hacía cinco minutos que estabaescribiendo, cuando llamaron a lapuerta.

—Adelante.Me volví sin levantarme, al

tiempo que se abría la puerta.Esperaba ver a un sirviente, peroera la señora Frant, que estaba en elumbral sin saber qué hacer. Le

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levanté de un respingo y, con elatropello, derramé el tintero, y unassalpicaduras negras fueron a pararen medio de la página. Nosmiramos en silencio unos instantes,hasta que los dos nos pusimoshablar al mismo tiempo:

—Disculpe, señor Shield, yo...—Por favor, tome asiento, me

temo que...Callamos los dos. En estas

situaciones, uno suele sonreír alotro, y la situación se hace menosincómoda al ofrecer a la otra

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persona algo que compartir. Peroninguno de los dos sonrió.

Era un cuartucho tanmiserable, tan indigno de una dama.Tenía muy presente que la camaestaba deshecha, que el ambienteestaba cargado y que en el aire aúnquedaban restos de olor a tabaco dela noche anterior. Y en aquelentorno, la belleza de la señoraFrant resplandecía todavía más. Eracomo el sol sobre la nieve, tanresplandeciente que parecía tenerluz propia, tan bella que no daba

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crédito a lo que veía.Entonces, como en un arrebato,

hice a un lado mis útiles deescritura y los cubrí con unpañuelo, y giré la única silla quehabía para ofrecérsela. Yo seguíade pie. La habitación era como elcamarote de un barco, tan pequeñaque sólo con extender el brazohabría tocado a la señora Frant.Bajó la cabeza y se miró las manos,y luego miró por la ventana. Desdela silla podía ver la ventana dondesu prima había hecho la

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escenificación la noche anterior. Alrecordarla, sentí a la vez vergüenzay excitación.

La señora Frant se volvióhacia mí y dijo:

—La señorita Carswall me hapedido que les acompañe a la calleOxbody, y sir George y el capitánRuispidge también me lo hanpedido —dijo como si respondieraa una pregunta, como siestuviéramos en medio de unaconversación—. Pero me haparecido más sensato declinar la

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petición.—Ya veo.—Me he fijado en su

expresión cuando la señoritaCarswall ha propuesto laexpedición durante el desayuno. Nopretende ser irritante, ¿sabe? Escomo una niña entusiasmada. No vemás allá de su excitación.

—Le duele ver que la herenciaque le dejó el señor Wavenhoedebería ser suya, ¿verdad?

Ella bajó la cabeza.—Me avergüenza reconocerlo,

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pero es que... oh, ¿de qué sirvelamentarse?

—Nunca debí haber dado fede aquel codicilo —dije—. Mearrepiento sobremanera.

—En realidad no tieneimportancia. Si no hubiera sidousted, el señor Carswall se habríaencargado de buscar a otra persona.

Volvió a imponerse elsilencio. Su presencia en aquelcuarto era muy indecorosa, tantoque casi dudaba de mis sentidos. Sinos descubrían, el escándalo nos

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iba a arruinar a los dos. Sabía quetenía que decirle algo, aconsejarleque saliera, pero no lo hice. En elfondo, aquella parte de mí que aúnno había perdido la razón, sabíaque el simple hecho de su presenciadebía significar que ella menecesitaba por una razón tanabrumadora, que no importaba nadamás.

Se levantó y dijo de una vez:—Le ruego que me perdone.

No tengo derecho a... —hizo unapausa y miró en el antepecho, a las

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salpicaduras de tinta y el pañuelosucio—. Le... le he causado tantodesconcierto. Le ayudaré a...

—No debe usted disculparse.Me alegro de que haya venido.

Entonces me miró a los ojos.Era como si mis palabras hubierandesatado algo en su interior. Sindejar de mirarme, extendió unamano con la palma hacia bajo y losdedos levemente combados, comosi fuera una gran dama que merecibía y me ofrecía la mano parabesarla.

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Miré aquella mano un instante,y entonces comprendí que al fin mehallaba ante mi propio Rubicón y,al igual que César ante el río, podíaecharme atrás o seguir adelante. Sime retiraba, nada cambiaría. Siavanzaba, me adentraría en un reinodesconocido, y si algo sabía decierto era que nada volvería a sercomo antes.

Lentamente, extendí la mano ycerré los dedos en torno a la suya.Era un día frío, y una habitaciónfría, pero por alguna razón

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milagrosa sus dedos emanabancalor. En vez de mirarla al rostro,no aparté la vista de su mano.Levanté la otra mano, de modo quela suya quedó entre las mías. Di unpaso adelante e incliné la cabeza.

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CAPÍTULO 54

No es incumbencia del lector elmotivo por el cual, desde aquel día,he considerado el 13 de enero comoun aniversario personal, y como unmomento digno de celebrar yrememorar. No habrá labios querevelen el secreto de lo que sucedióaquella tarde en aquella buhardillaestrecha y retirada de la casa de lacalle Westgate. Solamente diré quefue perfecta, acaso en más de una

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acepción. Incluso las grietas de loscristales, las salpicaduras de tinta ylos remolinos marrones de lahumedad del techo participaban deesa perfección. Aquello no resolviónada, no cambió nada;sencillamente fue perfecto en símismo.

Al anochecer, el resto delgrupo cenó con los hermanosRuispidge en una sala privada delBell. Regresaron tarde, cuando yame había retirado, y a la mañanasiguiente el señor Carswall anunció

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que las carreteras ya estaban encondiciones para viajar sin peligro.

Partimos de Gloucesterseguidos por el tílburi en el queiban los hermanos Ruispidge, pueséstos habían tenido la amabilidadde retrasar su salida hasta queestuvimos listos para emprender lamarcha. Viajamos juntos a lo largode la carretera de peajes, hastallegar al desvío a la fincaMonkshill, lo cual fue motivo detranquilidad para el señorCarswall. Al pasar por delante del

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Grange Cottage, observé que salíahumo de las tres chimeneas.

Al fin el coche entró en elcamino de acceso a la finca.Carswall sacó el reloj y lo miródetenidamente, siseando unamelodía discordante. Anunció conuna satisfacción siniestra quehabíamos venido desde Gloucestera una velocidad media de unos sietekilómetros y medio por hora, unlogro nada despreciable, dada lainclemencia del tiempo.

Al aproximarnos a la casa, los

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niños salieron corriendo arecibirnos. Sentí una punzada decelos al ver a Sophie —así pensabaen ella ahora— abrazar a Charliecomo si hubiera pasado hambre, yel niño fuera una barra de panrecién sacada del horno. La señoraKerridge y Harmwell salieron, ySophie enseguida preguntó por elseñor Noak.

—Ha mejorado mucho,señora, gracias —dijo SalutationHarmwell con aquella voz sonora—. De hecho, cree que estará en

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condiciones de bajar a cenar.—¿Pero qué les pasa a estos

críos? —se quejó Carswall—. ¿Sehan vuelto locos en nuestraausencia?

—Oh, papá —dijo la señoritaCarswall—. Es que se alegran devernos. Mira, los perros están igualde contentos.

—No tolero que los niñoscorreteen a mi alrededor. Además,es obvio que necesitan adquirirmodales y estudiar más. Lléveselos,Shield, y que aprendan algo. Y si no

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se aplican, déles con la correa.No dije nada. Aún llevaba

puesto el sobretodo y tenía hambre,sed y frío.

—Vamos, hombre —rugióCarswall—. No le pago para estarahí de pie como un pasmarote.

Por un instante se hizo elsilencio que suele preceder a ungrito, como si todos los presentescontuvieran la respiración.Carswall jamás se había dirigido amí con tanta grosería en público,ante los sirvientes, ante los niños y

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las damas. Durante las horas quehabía pasado despierto enGloucester se había comportado delmejor modo que sabía, y supuse queal llegar a Monkshill perdió lacontención y recuperó su estilo desiempre; era como un hombre que,en cuanto se quedaba solo, escupíaen el fuego de la chimenea y se peíaen el salón.

Me gustaría decir quereaccioné de un modo romántico ygrandilocuente, que arrojé el guantea la cara de aquel viejo tirano y

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exigí reparación del agraviocometido o, cuando menos, queabandoné su casa encolerizado,jurando que jamás volvería a ponerlos pies en ella. Sin embargo, penséen Sophie y en el precario lugar queyo ocupaba en los planes deCarswall y en la escuela del señorBransby, y no dije nada. Subí lasescaleras, y oí a los niños subiendoa pasos pesados detrás de mí.

—Vamos, vamos —oí ordenarel señor Carswall—. ¿Por quéestamos todos aquí parados? ¡Pratt!

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¿Está encendido el fuego de labiblioteca?

No sé si los chicos percibíanmi vergüenza o mi rabia, pero semostraron sumamente amables elresto de la tarde. Mantuvieron lascabezas bajas y no cuchichearon;analizaron y tradujeron frases comosi sus vidas dependieran de ello.Mientras trabajaban, no podíaevitar pensar en Sophie, y buscabasus rasgos en el rostro de Charlie.

Poco antes de las cinco mecansé de tanta diligencia forzada,

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sobre todo porque no me gustaba laidea de que los niños me tuvieranmiedo o lástima, o acaso ambos.Por tanto, les pregunté qué habíanhecho durante nuestra ausencia, ycon el fluir de la conversación sedisiparon las reservas que nosdistanciaban.

—Han sido como unasvacaciones, señor —dijo Edgar—.El señor Noak ha guardado camatodo el tiempo, y sólo estaban lossirvientes.

—Y han hecho el loco, ¿eh?

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—Oh, no, señor —se quejóCharlie—. Bueno, no mucho.Kerridge no nos dejaba.

—Así que les vigilaba decerca, ¿no?

—La señora Kerridge y elseñor Harmwell. ¿Sabía que tieneun raudal de historias que contar?Historias de fantasmas que te hielanla sangre.

Los niños me miraban con losojos brillantes, y parecían estarrealmente estremecidos. Poco hacíafalta para animarles a contar las

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historias de Harmwell, un cuentoembrollado sobre el tesoro de unpirata que había en una isla frente ala costa de Carolina del Sur, en laque había de por medio un fantasmade una sola pierna armado hasta losdientes con un alfanje y pistolas.Cuando un barco que trataba demantenerse a flote acabó pornaufragar, y un muchacho que iba enél consiguió llegar a la isla, elamable fantasma lo invitó aaveriguar las instruccionescodificadas para llegar hasta el

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tesoro. Como joven emprendedorque obviamente era, el intrépidohéroe descifró el código y encontróel tesoro; para llegar a él tuvo queexcavar entre un montón decalaveras y luego seguir cavando,hasta llegar a los esqueletosdecapitados de unos piratas y albaúl reforzado en hierro quecontenía el tesoro.

—Guineas, doblones, luises deoro —dijo Charlie.

—Cálices y crucifijos yrelojes —dijo Edgar.

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—Anillos incontables,collares, brazaletes y coronas.

—Perlas, esmeraldas ydiamantes.

—¿Y qué hizo el chico con él?—pregunté.

—Bueno, verá —dijo Charlie—, Harmwell nos contó quecompró una finca inmensa y se casóy tuvo muchos hijos y vivió felizpara siempre.

—Solamente lo dijo paracomplacer a la señora Kerridge —intervino Edgar—. Yo creo que el

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chico compró un navío y se fue porel mundo para luchar contra piratasy quitarles sus tesoros.

—Así que la señora Kerridgeestaba con vosotros.

—Siempre estaban los dos —dijo Charlie en un tono de voz queindicaba que era tan evidente que nifalta hacía decirlo—. Creo que sonnovios.

—Se ve enseguida cuando lagente se pone cursi —dijo Edgar.

—Sí, se ve enseguida —coincidió Charlie.

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Miré a los chicos y mepregunté si había algo más detrás deaquel comentario.

—Oh —prosiguió Charlie—.Desearía ser rico como el chico delcuento.

Yo también deseaba ser rico.Y a medida que avanzaba la tarde,más lo deseaba. Bajé para cenar yme dijeron que el señor Noak aúnno se encontraba bien para salir desu habitación, lo cual seguramentefue el motivo por el que se mellamó para cenar con la familia. Fue

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una comida triste y silenciosa, enque cada uno de nosotros estabaenfrascado en sus pensamientos.Luego, en el salón, hice lo posiblepor hablar con Sophie, pero meevitó y, momentos después, anuncióa todos los presentes que le dolía lacabeza y no tardaría en retirarse.

Quizás al ver a Charlie sehabía dado cuenta de qué era lo másimportante. Cualquiera que fuera elmotivo, vi en su rostro serio ysilencioso la clara e ingrata verdadde que se arrepentía de lo ocurrido

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y sentía aversión hacia mí por miparte de implicación en lo ocurrido.

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CAPÍTULO 55

Al día siguiente, el sábado 15 deenero, hizo mucho frío, pero habíadejado de nevar. Después de laslecciones, llevé a los chicos a daruna vuelta por el parque. Queríanvolver a visitar las ruinas, pues araíz de la historia que les habíacontado Harmwell se les ocurrióque podrían encontrar el tesoromonástico si conseguían granjearsela simpatía de un fantasma

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benévolo.—Si un monje murió quemado

en la hoguera —dijo Edgar con lacrueldad propia de la infancia—, lonormal sería que permaneciera enla tierra, encadenado al lugar dondelo martirizaron.

—Pero, ¿por qué iba a decirledónde está el tesoro? —pregunté—.Si es que hay un tesoro.

—Porque lo trataremos bien—explicó Edgar—, aunque seapapista. Al fin y al cabo, no fueculpa suya o, al menos, no lo fue en

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esa época.—Estará tan agradecido

después de cientos de años desoledad y persecuciones, quedeseará hacer cuanto esté en susmanos para ayudarnos —dijoCharlie—. Y no le importará quenos quedemos el tesoro. ¿Por quéiba importarle? ¿De qué iba aservirle ahora?

Aquella pregunta eraincontestable. Mientras los chicosbuscaban el tesoro una vez más, yopaseaba de un lado a otro,

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contemplando los tejados deGrange Cottage. Por el sendero,procedente de Flaxern Parva, seaproximaba un jinete. Era unhombre con un abrigo largo y negroe iba montado en un caballo pío yescuálido. No le presté muchaatención.

Al fin, los niños se cansaronde las ruinas.

—Si no puso el tesoro aquí —dijo Edgar—, debió de ponerlo pordonde la nevera, que en el pasadodebió de ser una cripta o una ermita

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o...—Ahí dentro no deben buscar

—les dije—. La nevera espeligrosa y, seguramente, insalubre.

—Aparte —señaló Charlie enun tono sensato—, tampocopodemos porque está cerrada conllave.

Más tarde, mientrasandábamos por el camino de accesoa la casa, algo más abajo, oí ruidode cascos, y me pregunté si aqueljinete había venido a visitar alseñor Carswall. Cuando al fin

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regresamos a la casa, descubrimosque, en efecto, había llegado unavisita, pero no era el mismo hombreque había visto. Era sir GeorgeRuispidge, y estaba cerrado en unasala con el señor Carswall.

Los niños y yo nos unimos alas señoras en la salita de estar. Laseñorita Carswall estaba callada, locual no era habitual, pero no podíaestar quieta. Cada dos por treslanzaba miradas a la puerta.

—Sir George ha traído unacarta de la señora Johnson —dijo la

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señora Lee sin dirigirse a nadie enconcreto—. Ella y su hermano sontan atentos con la pobre de suprima. Él ha ido a verla estamañana, y ella habrá queridoescribir una carta deagradecimiento a la señora Frant ya la señorita Carswall por lasatenciones que tuvieron con ellacuando estuvo enferma.

Sophie se levantó y abandonóla sala.

La señora Lee siguió hablandocon el elevado tono de voz que

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suelen emplear los sordos, alparecer dirigiéndose a la señoritaCarswall.

—¡Pobre señora Johnson!Nunca fue la misma desde que semarchara cierto caballero. Solía sertan entusiasta; diría que hastaobstinada. Recuerdo que ladyRuispidge me decía que la señoraJohnson era más testaruda que sushijos.

—No puedo creer que sirGeorge fuera testarudo, señora —dijo la señorita Carswall— ¿No era

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demasiado bueno incluso?—¿Cómo? ¿Que si sir George

es bueno? Oh, claro que sí. Inclusode niño tenía la mente puesta encuestiones elevadas. Estoy segurade que le pegaban menos que a suhermano.

Pratt entró en la sala, y laseñorita Carswall se sobresaltócomo un pez que cuelga de unacaña. El señor Carswall lepreguntaba si le iba bien reunirsecon él en la biblioteca un momento.Se levantó de un salto y corrió a

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mirarse al espejo para arreglarselos rizos y el vestido, y se miró losojos con nerviosismo. Miróalrededor de la sala, a mí, a laseñora Lee y a los niños, pero dudoque nos viera a ninguno. Acontinuación salió.

Instantes después entró elseñor Carswall. Nos miró conimpaciencia, como si fuera apreguntarnos qué hacíamos allí, y sepuso a andar de un lado al otro dela habitación, tarareando unamelodía discordante. Nadie osaba

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decirle nada. Murmuré a los chicosque reanudáramos el estadio, y mesiguieron de buena gana. No creoque el señor Carswall se dieracuenta de que habíamos salido.

Arriba, Charlie no aguantómás y preguntó:

—¿Qué están tramando, señor?Se está cociendo algo.

—No lo sé.Miró a Edgar, que se encogió

de hombros.—Creo que es lo que creo —

dijo Charlie lentamente.

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—Y yo —le apoyó Edgar.—Ya está bien —dije yo—.

Volveremos a ponernos conEuclides, y guardarán para sí sussuposiciones.

Y así fue, volvimos a estudiara Euclides, pero poco nos sirvió aninguno de los tres. Al cabo de unrato oímos el caballo otra vez. Erasir George, que se marchaba.Charlie estiró el cuello y alcanzó averlo también. Nos miramos, perono dijimos nada.

Cuando nos reunimos en el

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salón antes de cenar, la señoritaCarswall estaba radiante como laluz del día. Parecía que en suinterior se hubiera encendido unallama. El propio Carswall estaba, asu manera, igualmente eufórico.

No tardaron en darnos lanoticia.

—Debes felicitarme, prima —empezó a decir la señoritaCarswall, corriendo a sentarsejunto a Sophie—. Voy a casarme.

—¿Sir George te ha pedido enmatrimonio?

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—Sí, querida, y todo se hahecho como debe hacerse. Primerohabló con papá y le preguntó sipodría cortejarme. Luego papá mellamó y nos dejó solos.

Este suele ser el momento enque las damas de las novelas seruborizan, pero la señoritaCarswall no se ruborizó. Más bienera como un gato que se relamía.

Sophie le dio un beso.—Oh, querida, felicidades,

claro que sí. Espero que seas muyfeliz.

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—No ha podido quedarse acenar —dijo el señor Carswall—.Habría querido, claro, pero creíaconveniente regresar a Clearland acomunicar a lady Ruispidge lanoticia. Muy correcto, sí señor; noesperaba menos de él.

Pasamos al comedor, donde lapresencia de los sirvientes inhibíala conversación. Al parecer, elcompromiso no se anunciaría hastaque se le dijera a lady Ruispidge.Claro está, los sirvientes lo sabían,como suele suceder, pero ni ellos ni

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nosotros podíamos reconocerlo.Aquella situación fue para el señory la señorita Carswall una suerte depurgatorio, ya que ambos estabandesesperados por hablar delcompromiso. Cuando las damashubieron salido y se hubo retiradoel mantel, el señor Carswall mehizo una señal con el dedo.

—Tómese una copa de vinoconmigo, Shield.

Regresé a la silla, sinimportarme demasiado que sepercatara de mi renuencia. Cuanto

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más nos conocíamos, menos megustaba.

—Ahora que no están lossirvientes, que siempre aguzan eloído, podemos hacer un brindis —dijo, al parecer ajeno a mi aversiónpor él—. Llena hasta arriba; estanoche no pienso dejar una sola copaa medias. Por mi querida Flora, queDios la bendiga; por la futura ladyRuispidge.

Bebimos, y luego brindamospor sir George.

—Carswall Ruispidge —

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murmuró el viejo—. Sir CarswallRuispidge, baronet. Suena bien, ¿nole parece? Sir George me haasegurado que, si Dios los bendicecon un hijo, y no veo por qué no siambas partes son de una sanaestirpe inglesa, si Dios les bendice,digo, el primer niño se llamaráCarswall. Es un gesto noble,¿verdad? Es un placer tratar con uncaballero, Shield. Se lo diréclaramente: no pienso tratar máscon gente insignificante. Hagamosotro brindis: por el niño, por

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Carswall Ruispidge, que Dios lobendiga. Tome, llénese la copa.

Cualquiera que fuera el ánimode Carswall, lo vivía plenamente.Hubo más brindis y más copas.Creo que ya estaba más que algobebido antes de sentarnos a lamesa. Al cabo de una hora más omenos se dejó caer sobre la butaca;tenía los ojos empañados, y elchaleco manchado de vino.Confieso que yo también notaba losefectos del alcohol, pues Carswallme había instado a acompañarle en

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cada copa de vino y, desde queestaba con él, me había invadido lamelancolía y la desesperación.Bebí esperando olvidar todo cuantodeseaba, y que nunca tendría.

—¿Cuándo será el enlace,señor? —pregunté.

—Sir George y yo hemosquedado que en junio. Así daremostiempo a que los abogados loarreglen todo como debe ser. Yentonces entregaré en matrimonio ami pequeña Flora —musitó y mirófijamente el fuego—. Dinero en

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efectivo, muchacho, ésa es la clave.Con dinero en efectivo es posiblecomprar lo que se quiera.

Entendía a la perfección a quése refería, aunque nunca lo diríaabiertamente, quizá ni siquiera a símismo. Su dinero limpiaba lamancha de que su hija fuerabastarda. En las circunstanciasidóneas, el dinero hacía que uncaballero pasara por alto la falta dealcurnia del señor Carswall. Y lomejor de todo era que le iba a darla posibilidad de tener una

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inmortalidad indirecta a través delnieto que aún no había nacido, y delos pequeños Carswall Ruispidgeque descenderían de él y serían tandéspotas como él.

El viejo sacó el reloj, pero nolo abrió. Apretó el botón derepetición y se oyó el levísimorepique.

—Mi abuelo... —dijo—. ¿Lehan contado algún chismorreo de éllos sirvientes? Antes de ir aLondres, trabajó de ayudante deladministrador de Monkshill, cuando

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el viejo señor Frant poseía la finca.Yo solía venir aquí de niño, yobservaba a los nobles desde losárboles del lago —dijo y dio ungolpecito al estuche del reloj,bostezó y prosiguió en un susurro,como un niño que se regodea—. ¿Yquién es ahora el señor, eh?Dígame, ¿quién es ahora el señor?

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CAPÍTULO 56

Sophie estaba sola en el salón, y elrostro le brillaba a la luz dorada delas velas. Aparté la vista de ella,deseando haber bebido menos.

—¿Tomará té? —me preguntó—. ¿Le preparo también una taza alseñor Carswall?

—Creo que se demorará unpoco en venir —dije en un tono másalto del que pretendía, y pronunciélas siguientes palabras con sumo

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cuidado—. ¿La señora Lee y laseñorita Carswall se han retiradoya?

—Están en la biblioteca. Laseñora Lee ha recordado que hay unlibro con paisajes de Clearland.Están tardando más de lo queesperaba.

Dije que no era de sorprenderque la señorita Carswall quisierarecrearse en la contemplación delescenario de su futura felicidad.Tomé una taza de té y me senté en elsofá a tomarla. La sala era enorme y

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fría, construida no tanto para sercómoda, como por fines deostentación. El breve momento deefusividad que me habíaproporcionado el alcohol se disipó,y pasé a un estado de pesadumbre,aunque sin recuperar la sobriedad.El silencio de Sophie me turbaba.No había convenciones ni normasde conducta a las que recurrir enaquella situación. Dios mío, cuántome habría gustado arrodillarme asus pies y apoyar la cabeza en suregazo. La taza y el platillo

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temblaron cuando los dejé sobre lamesa.

—Sophie.Me miró, y vi un rostro severo,

indignado incluso, como si loocurrido la noche anterior nosignificara nada, o fuera meroproducto de mi imaginación.

—Sophie, tengo que saberlo.Lo que ocurrió lo es todo para mí.

—Está usted fuera de sí.—Quiero casarme contigo.Ella negó con la cabeza y dijo

en un tono tan bajo, que tuve que

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aguzar el oído:—No puede ser, señor Shield.

Tengo que pensar en Charlie. Lopasado, pasado está. Estoyinmensamente arrepentida y metemo que debo pedirle que novuelva a hablar de este asunto.

De pronto, se oyó con claridadla voz de la señorita Carswall en elpasillo; hablaba muy alto porque sedirigía a la señora Lee.

—El ala oeste es demasiadohumilde para una casa comoClearland —decía—. Habrá que

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reconstruirla. Con el tiempo hablarécon sir George.

De modo que, mientras lasdamas tomaban el té y conversabansobre Clearland Court, sabía que seme estaba castigando por mipresunción y mendacidad. Primeropor mi presunción, pues para unadama como Sophia Frant, una cosaera olvidarse del mundo duranteuna o dos horas una noche deinvierno, y otra muy distinta eracasarse con el hijo de un boticario,que a duras penas se ganaba la vida

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en una escuela privada. Tampocoquedaban aquí las cavilaciones alrespecto. El merecido rechazo demi ofrecimiento había despertadomis celos por el capitán Ruispidge,y con mayor vehemencia.

Luego la mendacidad: no habíasido honesto con ella al ocultarletantas cosas, sobre todo misospecha de que el señor HenryFrant pudiera seguir vivo; de queademás de ser un desfalcador era unasesino; y a menos que sedemostrara lo contrario, se hallaba

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a unos pocos kilómetros de allí.Tanto la deseaba que, sin ellasaberlo, había arrastrado a lainocente Sophie a cometer un delitoante Dios y los hombres, el delitode la bigamia.

Reconocí que estabarecibiendo mi justo merecido.

Al día siguiente fue domingo, yacudimos a Flaxern Parva paraasistir a misa. El señor Noak y elseñor Carswall no se encontrabanbien para viajar, y se quedaronjunto al fuego de la biblioteca. Los

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hermanos Ruispidge estaban en laiglesia, pero las damas no estabanpresentes. A pesar de sentarnos enbancos distintos, después tuvetiempo de sobra para mirar a laseñorita Carswall y sir George, y aSophie y el capitán tonteando comocuatro tortolitos.

De vuelta, en el coche, laseñorita Carswall dijo:

—¡Pobre señora Johnson!—¿Aún está enferma? —

preguntó Sophie.—Mucho peor. Ahora se

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siente además absolutamentedesolada.

—¿Qué quieres decir con eso?—Sir George me ha dicho que

tiene amigdalitis. Tiene la gargantatan inflamada, que apenas puedehablar. Sir George dice queesperaba encontrarse mejor dentrode un día o dos para venir a vernos,pero pide que la excusemos hastaque mejore. Ha dado la orden alsirviente de no dejar entrar a nadie.

El coche avanzaba entreretumbos, los caballos resbalaban y

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el coche oscilaba peligrosamente,adentro y afuera de los surcoshelados de la carretera. La señoritaCarswall dijo:

—Menos mal que papá no havenido. ¿Os imagináis?

Nadie contestó, y nadie hablóel resto del viaje.

Sophie rehuyó mi compañíatodo el día. Cuando lascircunstancias nos hacían coincidiren un lugar, evitaba mirarme. Mesentía desdichado. Me dirigía conbrusquedad a los niños y me

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mostraba arisco con los criados.Dicen que hay que tomarse lasdesgracias con filosofía, pero en micaso, cuando la desgracia entra porun lado, la filosofía sale por otro.

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CAPÍTULO 57

El lunes por la mañana se mantuvoel buen tiempo. Después de lasclases, los niños me pidieron queles llevara a patinar al lago. Decamino nos cruzamos con la señoraKerridge y el señor Harmwell, queregresaban a la casa.

—Aprovechadlo cuantopodáis —les dijo la señoraKerridge.

—¿Por qué? —preguntó

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Charlie— ¿Va a haber deshielo?—No, no es eso. Es que están

limpiando la nevera, y cuandoempiecen a llenarla, no podréispatinar durante unos días.

—En mi opinión —dijoHarmwell—, es una laborinsalubre.

La señora Kerridge se volvióhacia él y preguntó:

—¿Y eso por qué, caballero?—Insalubre e ineficiente —

entonó Harmwell—. Más valdríaque lo hicieran en otra parte.

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—¿En qué sentido? —preguntéa mi vez.

—El problema de Monkshill,señor Shield, se debe a que el lagose emplea para diversos propósitos.No es sólo un elemento ornamental,sino que además es una fuente depescado, y lo usan para patinar eninvierno y para dar paseos en barcay nadar en verano. Según me dijo eljardinero principal, hay unos cincometros y medio de profundidad enel centro, lo cual dificulta laextracción del hielo y, claro está,

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pone en peligro las vidas dequienes deban realizar la labor.Además, la calidad del hielo esinevitablemente mediocre, sobretodo teniendo en cuenta los usosculinarios para los que se empleará.Suele contener, por ejemplo,plantas en estado dedescomposición, así como cuerposde animales muertos. Considero queel método holandés...

—Por Dios, señor Harmwell—le interrumpió la señora Kerridge—. Habla usted como un libro.

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Él hizo una reverenciamajestuosa. Cuanto más conocía alseñor Harmwell, más cuenta medaba de que no sólo era un hombrebien informado, sino que nada legustaba más que compartir susconocimientos.

—Hemos echado un vistazo alinterior de la nevera —prosiguió laseñora Kerridge—. Es un trabajosucio. Y frío. Uno de los hombresha dicho que seguro que se estabaquedando congelado.

—¿Y el hielo? —pregunté—.

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¿Empezarán a cortarlo hoy?—Creo que no —dijo

Harmwell—. Además, seríarecomendable que airearan lacámara durante un día o dos. Creoque tienen intención de empezar asacar el hielo al final de la tardepara quitar la nieve suelta y otrosescombros; no veo ningúnimpedimento para que vayan apatinar un rato. Tengan en cuentaque es posible que estén trabajandoen balde.

—¿Por qué? —preguntó la

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señora Kerridge.Para contestarle, Harmwell

alzó su bastón y señaló al cielo endirección suroeste, donde seestaban formando unas masas denubes.

—Puede que nieve. Creo quela temperatura está descendiendo deun modo inapreciable, pero puedeque esos hombres tengan suerte.

Nos separamos. Los chicosecharon a correr hacia el lago,mientras Harmwell y la señoraKerridge regresaban sin prisa a la

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mansión. Cuando llegué al lago, losniños no estaban patinando. Con lamente ocupada en mis propiosasuntos, tomé el camino quebordeaba la orilla y conducía aldesfiladero y la nevera. Había entesiete y ocho hombres vaciándola ylimpiándola. Los chicos losobservaban desde un lugarestratégico cerca de la entrada. Loshombres sacaban del pozo cubosrebosantes de pedazos de hielo ypaja fangosa, que llevaban a travésdel pasaje hasta el sendero, donde

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vaciaban la carga nauseabunda enun hoyo.

El capataz se tocó el sombreroy me preguntó si deseaba ver ellugar donde estaban trabajando, demodo que le seguí pasaje adentro.La cámara estaba iluminada conmedia docena de linternas colgadasalrededor de la cúpula. Había doshombres trabajando solamente en elpozo, sacando paladas de nievefangosa, que metían en cubos.Mientras los mirábamos, uno deellos casi decapitó a una rata con el

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extremo de la pala. Los chicos seatrevieron a entrar, pero dada lapestilencia, retrocedieron.

—Huele peor de lo normal,señor —dijo el capataz—. Eldesagüe está obstruido.

Me asomé al pozo y dije.—Parece que ya no.—Lo hemos removido con

varas y se está vaciando muydespacio, pero más despacio de lonormal. Si desde aquí no podemoslimpiarlo bien, puede que tengamosque esperar a la primavera.

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—¿Y eso?Señaló hacia fuera con el dedo

gordo.—El agua va a parar a un

sumidero y luego, a través de undesagüe, desemboca en el lago. Haytres rejillas para que las ratas no secuelen. Hay un hueco que conduceal desagüe para poder limpiarlo. Esmuy grande, mire, se puede pasaragachado hasta el sumidero. Peroen otoño hubo una tormenta, unatormenta muy fuerte, y cayeronalgunos árboles y, con ellos se

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desmoronó la mitad de la orilla, asíque tendremos que excavar otra vezla salida del sumidero.

—¿Es demasiado duro elsuelo?

—Sí, como el hierro.Escupió y por poco alcanzó a

uno de sus hombres. Me miró conlos ojos entrecerrados y añadió:

—Deberíamos haber cavadohace tiempo.

Cuando salí respiré hondo elaire fresco. Uno de los chicosestaba hablando con otro

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trabajador. Brincaban de acá paraallá por el frío y la excitación. Alacercarme a ellos se callaron.Aquella actitud debía habermealertado, debía haberme despertadola curiosidad; pero estabaembebido en mis propiascomplicaciones para prestarles laatención que merecían.Sencillamente me bastaba con queno hubieran molestado al capataz nihubieran insistido en entrar a lanevera.

Regresamos al lago. Los

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chicos patinaban de un lado a otropausadamente, cuchicheando entreellos. Volvimos a la casa antes delo que esperaba, y no volví a verlesmás en todo el día.

Aquella tarde estaba decaído,a punto de abandonarme a ladesesperación. Trataba de serrazonable y me decía que era unalocura abrigar esperanzas conrespecto a Sophie; me recordaba amí mismo que lo ocurrido enGloucester había sido un hechoexcepcional, algo que nunca

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volvería a suceder; y meaconsejaba desterrarlo delpensamiento, y desterrarla a ellatambién.

El señor Carswall me hizobajar a la biblioteca para escribirun dictado y hacer copias. Queríaenviar a uno de sus abogados otracarta, en esta ocasión relativa a lasnegociaciones sobre la posibleventa de los almacenes deLiverpool al señor Noak. El trabajoera mecánico, y me permitíaabandonar la mente a pensamientos

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sombríos.Sin embargo, cuando recuerdo

aquel lunes por la tarde en que elcielo se estaba nublando alsuroeste, ahora comprendo lo querealmente estaba ocurriendo: era lacalma que precedía a la tormenta.Con la distancia, ahora sé elmomento exacto en que vi acercarseel presagio de la tormenta.

El señor Carswall habíainterrumpido bruscamente sudiscurso, y yo aproveché para mirarpor la ventana de la biblioteca.

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Bajo la luz del crepúsculo, depronto advertí un movimiento. Unjinete se acercaba por el camino.

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CAPÍTULO 58

Hicieron pasar al capitán Ruispidgea la biblioteca, y no a la salita deestar donde se hallaban las damas.Yo me quedé en silencio junto a laventana, mientras él y el señorCarswall se saludaban. Después deinteresarse por la salud de susrespectivas familias y comentar queera probable que aumentaran lasnevadas, el capitán pidió el favorde hablar en privado con Carswall,

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a lo cual éste abrió mucho los ojosy, sin mirarme, dijo:

—Puede dejarnos solos,Shield. No se vaya muy lejos;puede que lo necesite otra vez.

De modo que aguardé frente alfuego del vestíbulo, sin nada mejorque hacer, bajo la mirada insolentey descarada del lacayo de la caraflaca. Poco se oía a través de lagruesa puerta de la biblioteca. Devez en cuando llegaba unamurmuración ininteligible de voces,y en un momento dado, una risotada

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de Carswall.A los diez minutos apareció el

capitán Ruispidge con las orejasrosadas. Fingió no haberme visto.No esperó a presentar sus respetosa las damas, sino que hizo traerenseguida a su caballo y, pese alfrío, salió a esperarlo.

Carswall me hizo pasar otravez a la biblioteca, y reanudamos lacarta. Por el tono de la carta,supuse que el abogado londinensedel señor Noak había formuladouna serie de preguntas al abogado

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del señor Carswall, y no estabasatisfecho del todo con lasrespuestas recibidas. En concretoaquella carta trataba de un derechode paso conflictivo.

El cielo fue oscureciendomientras yo escribía y, al fin,Carswall pidió que encendieran lasvelas. Desde la visita del capitánRuispidge, estaba inquieto y lecostaba encontrar la postura máscómoda, tanto en la carta como enla silla. En los intervalos deldictado, a veces movía los labios,

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como si hablara en silencio conotro, o consigo mismo.

Cuando empezaron a caer losprimeros copos de nieve, llamó allacayo, y dijo que ya tenía bastantepor aquel día. Recogí mis útiles deescribir y salí. Oí a Carswalldecirle al lacayo que cerrara lospostigos de las ventanas, y queluego fuera a la salita de enfrentepara decirle a la señora Frant quela estaba esperando. Si era posibleevitarlo, prefería no ver a Sophie,pues sólo iba a causarle angustia, y

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para mí sería otro motivo dehumillación. Por tanto, me apresuréa marcharme.

Algo más tarde, cuando bajé acenar, en el salón sólo había laseñorita Carswall, que estabasentada a la mesa hojeando el Librode cocina doméstica y recetasprácticas. Alzó la vista cuando meoyó entrar y me sonrió con todo suesplendor.

—Señor Shield... me alegratanto que esté aquí. Empezaba apensar que me habían abandonado

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en una isla desierta y que nuncavolvería a oír una voz humana.

Miré al reloj de la repisa.—Me sorprende que los

demás no hayan bajado todavía.—Papá ha aplazado un cuarto

de hora la cena. Por lo visto, hemossido los últimos en enterarnos —dijo y volvió a sonreír—. Aun así,nos haremos compañía el uno alotro. ¿Le importa?

—Al contrario —dije y ledevolví la sonrisa, pues era difícilresistirse a la señorita Carswall

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cuando estaba de aquel humor—.No es mucho pedir, cuando menospara mí.

—Es usted demasiado amable.Por favor, tome asiento yentreténgame. Mucho me temo queesta noche nos aburriremos mucho.

Me senté y pregunté:—¿Y eso?Al inclinarse hacia mí, olí la

fragancia del perfume y sentí elcalor de su cuerpo.

—¿No lo sabe? El capitánRuispidge ha venido a ver a papá.

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Creía que ya lo sabía la casa entera.—Estaba al corriente de la

visita del capitán. Yo estaba en labiblioteca con el señor Carswallcuando lo han anunciado.

—Ah... Pero, ¿sabe a qué havenido?

Moví la cabeza para decirleque no.

La señorita Carswall acercó elrostro un poco más y bajó la voz.

—Si no se lo digo yo, lo sabrápor otro. Ha venido a pedir la manode Sophie.

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Un escalofrío me sacudió. Meaparté de la señorita Carswall y mela quedé mirando.

—¿Usted no se lo esperaba?—preguntó—. Yo sí. Se veía venir.Él trataba de ganarse el favor deSophie, mientras sir George... oh,es tan irritante. Me habríaencantado tener a Sophie de cuñadamás que nada en el mundo. Leshabría convenido a los dos.

—¿La señora Frant no haaceptado?

—Ni siquiera ha tenido

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ocasión de hacerlo.—No lo acabo de entender.—Al final no ha hecho la

petición de matrimonio.Yo no sabía qué decir. Intenté

sonreír, y asentí.—Sophie le gusta mucho —

prosiguió sin apartar de mi rostrosus ojos marrones—, le gusta comoa nadie, pero no puede permitirseuna esposa sin dinero, y menos conla carga de un hijo. Y, pese a que lafamilia de Sophie es más querespetable, tiene presente un tema

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delicado como el asunto del difuntoseñor Frant. Aunque se casara,Sophie no sería aceptada en todoslos círculos. Supongo que el capitánJack creía que merecería algo acambio del sacrificio que iba ahacer —dijo y me sonrió—. Es muybonito vivir enamorado en unacasita en el campo, pero no bastapara pagar las cuentas.

—Entonces, según heentendido, ¿esperaba que el señorCarswall fijara un precio porcasarse con ella?

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—Eso creo. Pero papá harehusado la propuesta. PobreSophie. Estoy disgustada desde queme lo ha contado y, claro, imaginecómo estará ella.

—Sin embargo, pese a que elseñor Carswall le ha ofrecido laprotección de su techo, no tiene porqué asegurar su porvenir, supongo,¿no?

—No, pero no es solamenteuna cuestión de dinero. Cuando sirGeorge y yo nos casemos, papánecesitará quien le haga compañía

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por las noches. Y si Sophie tambiénse marchara, se quedaría muy solo.

La señorita Carswall me mirócon una expresión serena y sagaz,nada insinuante. Iba a seguircontándome, cuando se oyeron unospasos en el vestíbulo y la puerta dela sala se abrió. Monkshill Park eraun lugar de interrupcionesconstantes, de asuntos a medioterminar.

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CAPÍTULO 59

Aquella noche fuimos seiscomensales, ya que el señor Noakbajó a cenar. Dijo que se estabarecuperando deprisa y que esperabano tener que abusar de lahospitalidad del señor Carswallpor mucho más tiempo, a lo sumohasta el fin de semana. Enrespuesta, el anfitrión resopló yaseguró que sería un placer para éltenerle allí indefinidamente.

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No fue una cena animada. Apesar de que Noak era un hombreafable a su manera, no era dado ainiciar conversaciones. Carswallparecía inquieto e insólitamentehumilde, lo cual me hizo pensar quelas negociaciones sobre la venta dela propiedad de Liverpool no seestaban desarrollando según susprevisiones. Por la correspondenciaque había copiado, sabía quetramaba algo, pero era difícil sabercon exactitud qué era, o por quérazón.

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Sophie no dijo nada y mantuvola cabeza baja la mayor parte de lacena; estaba pálida y comía poco.La pérdida de un pretendiente debíade haberla afectado mucho. Hastaentonces no me había dado cuentadel afecto que sentía por el capitánRuispidge. La señora Lee decíapoco y comía mucho. La señoritaCarswall comía desganada y sequejaba de dolor de cabeza.

A medida que transcurría lacena, Carswall bebía más y hablabamenos, hasta que las damas nos

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dejaron. Entonces quedó sumido enun silencio absoluto. Sin embargo,después de que los tres quequedábamos hubimos acercado lassillas a la chimenea, se volvió alseñor Noak e hizo un claro esfuerzopor ser cortés. No tardé en advertirque tenía un propósito para ello. Elseñor Carswall esperaba cerrar lanegociación que él había propuestoal señor Noak antes de su partida.Habló de las ventajas de hacernegocios cara a cara, en vez dehacerlos desde la distancia y a

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través de intermediarios. Insinuóque estaba dispuesto a bajar elprecio un poco a cambio de unadecisión rápida. Estaba bien que laseñorita Carswall contrajeramatrimonio con un baronet que teníaun magnifico registro de rentas, asícomo unos ingresos considerablesde unas minas de carbón, pero laalianza matrimonial de dos fortunassiempre acarreaba mucho trabajo.Carswall quería llegar a unacuerdo.

Noak le escuchaba, asintiendo

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de vez en cuando y tomando sorbosmuy cortos de vino. Carswall loanimaba a beber con cada brindis,pero Noak alegó que debía mirarpor su salud y dijo que teníabastante con una copa de vino. Enrealidad no tenía muy buen aspecto.Pese a que la actitud persuasiva delseñor Carswall no mostrabaindicios de que fuera a remitir, elseñor Noak pidió que se ledisculpara, pero debía irse a dormirpronto.

Toda la conversación —en su

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mayor parte, de índole privada— sedesarrolló sin que nadie sepercatara siquiera de mi presencia.Para el señor Carswall, yo era unhombre cuyos servicios habíacontratado y, por tanto, no esperabaque tuviera más sentimientos quelos caballos que tiraban de sucarruaje, que la silla en la que sesentaba, o que la sirvienta quepelaba las hortalizas que se comía.Mientras hablaban, yo me enfrasquéen mis pensamientos, queempezaban a adquirir un cariz de

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inquietud y culpabilidad.Cuando el señor Noak se

retiró, el señor Carswall y yo nosreunimos con las damas en lainmensidad ártica del salón. Sophieestaba leyendo en un rincón, algoapartada del resto de nosotros. Laseñora Lee nos sirvió el té. Laseñorita Carswall me preguntó siquería jugar al backgammon.Preparamos una mesa, colocamos latabla y jugamos una y otra vez,hablando lo justo, aunque en unsilencio cordial. Agradecí el

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entretenimiento.La señora Lee se puso a roncar

desde la silla en la que estabasentada junto al fuego.

A mitad de la tercera partida,Sophie se retiró. Con una cortesíapoco común en él, el señorCarswall se molestó en levantarse yabrirle la puerta. Con la cabezainclinada sobre el tablero, porencima de los chasquidos de lasfichas oí la puerta que se cerraba.El señor Carswall había salido delsalón con Sophie.

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—Le toca —dijo la señoritaCarswall.

El dado giró sobre el tablero.Me dispuse a mover una ficha paracomerme una de la señoritaCarswall, sabiendo que con ello lapartida era mía. Alcé la vista y vique me estaba observando, mientrasjugueteaba con un tirabuzón. Lapunta de la lengua apareció uninstante entre sus labios, ydesapareció. Enredaba el tirabuzónentre los dedos, con lo cual me vinoa la mente, no con poca vergüenza,

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la imagen de ella cepillándose loscabellos rojos, vestida con la bata,y supe que quería recordarme aquelmomento en que había representadoel papel de una mujer libertinafrente a mi ventana en FendallHouse.

Entonces oímos un grito.Si había indicios de coqueteo

en el rostro de la señorita Carswall,se desvanecieron al instante, y vireflejada en su expresión la mismaimpresión que yo sentí. Empujé contal fuerza la silla dorada en la que

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estaba sentado, que cayó al suelo.La señora Lee se movió un poco enla silla; los ronquidos seentrecortaron y a continuaciónreanudaron el plácido ritmo. Meprecipité a abrir la puerta.

En el vestíbulo, StephenCarswall estaba encorvado sobreSophie como un oso despeluchado.Le rodeaba la cintura con un brazoe inclinaba la cabeza sobre ella.Con una mano trataba de quitárselode encima, y con la otra se agarrabaal pilar de la escalera.

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—Solamente uno —dijoCarswall arrastrando las palabras—. Solamente uno por ahora,preciosa.

Sophie me vio y cambió elgesto. Mientras Carswall hablaba,ella trataba de apartarlo de su lado.Me abalancé sobre él y lo agarrépor el cuello de la camisa y elbrazo. Tiré de él, pero no lasoltaba. La cara adquirió unacoloración oscura, hasta ponerse deun morado tan oscuro que parecíanegro.

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—Maldito canalla —rugió—.¿Acaso no ha visto lo que hacía? Laseñora Frant ha tenido un ataque detos, y se habría ahogado si no lehubiera dado en la espalda.

Sus palabras fueron taninesperadas y ridículas que medejaron sin habla y lo solté. Él soltóa Sophie, que abrió la boca paradecir algo; tenía el color subido yla respiración acelerada. Carswallse volvió hacia ella.

—¿No es así, querida? Yahora, no quiero entretenerte; ibas a

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darle las buenas noches a Charlie,¿verdad?

La amenaza implícita erainequívoca. Por la expresión de susojos, Sophie no daba crédito a loque oía. Sin mediar palabra, sevolvió y subió corriendo lasescaleras.

—Le ruego que me disculpe,señor —dije enseguida—. Al oír elgrito he pensado que... he pensadoque se encontraba usted mal.

Clavó los ojos en mí y,respirando pesadamente, y

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finalmente dijo a media voz paraque Sophie no le oyera desde lasescaleras:

—Y ahora, señor tutor, usted yyo tenemos algo de que hablar.

Vi de soslayo a la señoritaCarswall cerrando la puerta delsalón. ¿Qué había visto y oído?Seguí al señor Carswall a labiblioteca, donde se dejó caer en labutaca junto al fuego. Estababorracho como nunca, pero esta vezsu lujuria se había convertido enuna furia fría y calculada. Me hizo

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una señal para que me colocaradelante de él, como si fuera uninfiel ante el juez.

—Ningún sirviente me ponelas manos sucias encima —dijo enun murmullo—. Aspira ademasiado. Yo soy tu señor. ¿Mehas oído? Tu señor.

Renuncié a guardar las formascon una mentira conciliatoria.

—No se estaba ustedcomportando como debiera uncaballero —dije con frialdad.

—¿Se atreve a decirme lo que

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tengo que hacer? No lo aceptaré,¿me oye? —dijo mordiéndose loslabios y sin apartar la mirada de mí—. Si no fuera por el escándalo, lodemandaría por agresión. Pero elprocedimiento angustiaría más a lasdamas, y ya les ha causado bastanteangustia esta noche. Ahora bien,mañana por la mañana abandonaráesta casa, Shield, ¿queda claro? Yescribiré al señor Bransby paradecirle que su conducta enMonkshill ha dejado mucho quedesear. Debo decir que hace tiempo

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que este asunto me preocupa.No dije nada. ¿Qué se le puede

decir a un tirano?—Un mozo le llevará a

Gloucester. Ordenaré que no ledejen entrar en ninguna de miscasas nunca más. Y si lo intenta,soltaré a los perros.

Me dirigí muy despacio haciala puerta.

—No se vaya... Todavía no lehe dado permiso para salir.

Me di la vuelta. Temblaba derabia, pero sabía que no podía

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arremeter contra él, no sólo porSophie, sino también por mí. Habíasufrido demasiadas veces lasconsecuencias de un golpe o deunas palabras injuriosas: recordé alsargento de reclutamiento con lacopa llena de brandy en una mano yel documento de alistamiento en laotra; vi la imagen de la medalla deWaterloo centelleando al darvueltas en el aire antes de caercontra la mejilla del oficial enHyde Park. Tal vez, al fin y al cabo,había aprendido algo.

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—Ya no estoy a su servicio,señor; no tengo por qué esperar aque me dé permiso para salir.

Hice una reverencia y le di lasbuenas noches.

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CAPÍTULO 60

Mientras recogía las pocaspertenencias que tenía, a mi menteacudían pensamientos amargos. Sinembargo, por nada del mundo se meocurría de qué otro modo podíahaber reaccionado. ¿Cómo iba aquedarme allí de pie mientrasCarswall atacaba a Sophie? Aunasí, ¿qué había conseguido con miintervención?

Llamaron a la puerta. Pratt

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asomó aquella cara menuda yangulosa y me comunicó que, a lasocho en punto de la mañana, habríaun mozo esperándome con elcarrocín. Su expresión era unamezcla de entusiasmo malicioso,regocijo y hasta cierta lástima, y encuanto se había asomado supe quela noticia de mi desgracia habíallegado a sus oídos. En una casacomo Monkshill no puedenmantenerse secretos. El señorCarswall había tenido la suerte deque ningún sirviente le había visto

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acosar a Sophie en el vestíbulo y,de haberlo visto alguno, habríatenido la prudencia de desaparecer.

Cuando Pratt se hubo ido, abríla ventana de par en par. De laoscuridad nocturna caían copos denieve. Sabía que me habíanexpulsado de Monkshill, sabía casicon absoluta seguridad que habíaperdido el trabajo en la escuela delseñor Bransby y sabía que, encuanto la señorita Carswall secasara, Sophie estaría a merced delseñor Carswall. Sabía todas estas

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cosas, pero mis emociones todavíaeran ajenas a ellas para sentirlas.Me eché una manta sobre loshombros, encendí un cigarro y meapoyé en el antepecho para fumar.Apenas había pasado un momento,cuando volvieron a llamar a lapuerta. Abrí con el cigarro en lamano y, para mi consternación, eraSophie. Me hice atrás,desconcertado, y arrojé la colillaencendida por la ventana.

—Sophie —dije—. Sophie,querida, no deberías...

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Me interrumpió moviendo lamano. La intensa palidez de surostro le resaltaba los ojos. Llevabaun abrigo que la cubría del cuello alos tobillos.

—Los niños —dijo con unsusurro apremiante—. ¿Los hasvisto?

—Seguramente estarán en lacama, ¿no?

—Estaban, pero hace unmomento he subido a verles, yhabían desaparecido. Kerridge yHarmwell los están buscando por

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toda la casa, pero creo que estaránpor fuera, porque se han llevado losabrigos, los sombreros y las botas—dijo llevándose la mano alpecho, como si así calmara laspalpitaciones de su corazón—. Losperros están afuera.

—Los perros los conocenbien, Charlie los trata muy bien, noles harán daño, se lo aseguro.¿Quién más sabe que handesaparecido?

—Casi todos los sirvientesestán ya en la cama. He intentado

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decírselo al señor Carswall, pero...pero se ha quedado dormido en labiblioteca. Kerridge me estabaesperando en la habitación paradesvestirme y, por suerte, sabía queHarmwell todavía estaba leyendoen la sala de los sirvientes.

Asentí con la cabeza.—Puede estar segura de que

estarán tramando alguna diablura.Estoy seguro de que están a salvo.

—Tú no eres su madre, Tom—dijo y miró a un lado—. Oh,¿dónde estarán?

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—Espera... si no están en lacasa, se me ocurre un lugar al quehan podido ir.

Me miró con ojosesperanzados.

—¿Has oído hablar del monjey el tesoro?

—¿Cómo?—Entre los dos han ido

inventando una historia en torno alas ruinas del parque. Dicen quecuando echaron abajo la abadía,uno de los monjes de Flaxernenterró el tesoro del monasterio en

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el parque. Lo han estado buscandodesde que lo oyeron.

—Pero si eso no es más que unjuego de niños.

—Claro, pero ambos tienenuna imaginación muy viva y ellosven el juego como algo real. Dehecho, a veces los niños nodistinguen entre ilusión y realidad.Según ellos, el monje que ocultó eltesoro ahora es un fantasma y, si loencuentran y se dirigen a él de laforma adecuada, les mostrará ellugar donde está enterrado el

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tesoro.—Es absurdo.—Para ellos no.—Pero no pueden haber

bajado hasta las ruinas en una nochecomo ésta —se lamentó,apoyándose en la puerta—. Estáoscuro como la boca del lobo y nodeja de nevar.

—Eso no detendría a dosniños intrépidos. Si no están en lacasa, hay que mirar en las ruinas yluego en la nevera.

—¿La nevera? ¿Y dónde está

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eso?—Está enclavada en un

desfiladero, cerca del lago. Losniños consideran que es un lugarmuy adecuado para enterrar untesoro. Iré directamente allí y, si noestán, bajaré hasta las ruinas.

—Harmwell irá contigo. Losperros también lo conocen.

—De acuerdo. Le esperaré enla puerta que da a la terraza.

—Kerridge y yo osacompañaremos.

—Es mejor que os quedéis en

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la casa —dije al instante—.Podrían estar aquí todavía. Opodrían regresar por otro camino.

Sophie me dio la razón y semarchó enseguida para hacer lospreparativos necesarios. Recogí miropa de abrigo y bajé. La señoraKerridge y Sophie no tardaron enllegar, seguidas de Harmwell, quellevaba dos linternas. Sophie mepuso en la mano una petaca debrandy, y la señora Kerridge nostrajo una capa de más.

—Yo conozco bien a esos

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niños —dijo—, y seguro quehabrán encontrado la manera demojarse.

Salí con Harmwell a laterraza. Seguía nevando, aunque nocon la misma intensidad. Aun así, elsuelo estaba cubierto con unos seiscentímetros de nieve, y más de seisen las partes donde el viento lahabía acumulado: nieve virgen,blanca y crujiente, sobre la que eraun martirio andar cuando el tiempoapremiaba. Las linternas emitíanpoca luz, pero la blancura de

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alrededor la acrecentaba. Por sifuera poco, la nieve había cubiertoel camino y los hitos. Giramos en laesquina de la casa y avanzamos endirección al lago. Examinamos elsuelo y distinguimos lo queparecían huellas infantiles, pero lanieve que estaba cayendo las habíaemborronado hasta convertirlas enseñales ambiguas.

En silencio, avanzamos contorpeza, protegidos por la tapia delhuerto. No tardamos en hacer elprimer hallazgo ingrato. Junto a la

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entrada donde Edgar y Charlie mehabían preparado una emboscadauna tarde fría y clara, había unasombra negra sobre la nieve, quequedó a la vista con la luz de lalinterna. Harmwell soltó un reniegoa media voz. Nos inclinamos paraaveriguar qué habíamos encontrado:era el cuerpo inerte de uno de losmastines. Me agaché cuanto pudepara examinarlo mejor, pero fueimposible moverlo, ya que era unperro enorme y pesado. Sóloconfirmé que estaba muerto y que

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no había otro indicio de la causa deésta aparte de algo viscoso queparecía espuma o vómito alrededorde la boca y en parte de la nievesobre la que yacía.

Harmwell preguntó dando unresoplido:

—¿Veneno?Aquel descubrimiento dio un

cariz distinto a la aventura nocturna.Aceleramos el paso cuantopudimos. No encontramos ni rastrodel otro mastín. De vez en cuandollamábamos a los chicos. Al menos

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sabíamos que seguíamos el caminocorrecto, ya que encontramoshuellas más claras de sus pies. Si elrecorrido era bastante difícil parados hombres adultos, no podíaimaginar cómo sería para los niños.Mi mente se anticipó a losacontecimientos: si no losencontrábamos, habría quedespertar a la casa entera yorganizar grupos de búsqueda pararastrear la finca. Sin un lugar dondecobijarse, los niños podían morircongelados.

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Llegamos al obelisco, el puntode confluencia de los caminos en lazona al norte de la finca. Cerca deallí, la copa de un castaño dulcehabía protegido el suelo de lanieve. Linterna en mano, Harmwellse agachó y dio unos pasostambaleándose hacia un lado, comoun cangrejo desgarbado.

—¿Qué demonios hace? —lepregunté entre dientes, pues mecastañeaban.

—Mire —dijo e inclinó el hazde la linterna sobre un punto

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concreto del suelo—. ¿Ve?Me puse de cuclillas a su lado.

Sobre la fina capa de nieve se veíaclaramente la huella de un piepequeño. Harmwell movió un pocola linterna y el haz iluminó otra.

—¿Cómo interpretamos esto?—pregunté—. ¿Hacia el lago ohacia las ruinas?

—Creo que hacia el lago. Sedirigían hacia el oeste, no hacia eleste.

—¿Lo cual viene a ser lanevera?

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—Quizás —dijo yreemprendió la marcha—. En malahora les hablé del tesoro.

—No tiene nada quereprocharse, señor Harmwell.Empezaron a darle vueltas a lo deltesoro al descubrir las ruinas delmonasterio, mucho antes de quellegaran el señor Noak y usted.

—Pero yo he agravado lasituación.

—No diga tonterías. No puedeevitar que los niños se comportencomo tales.

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Seguimos adelante en silenciohasta la orilla del río, dondeHarmwell volvió a agacharse paraexaminar el suelo avanzando delado.

—Ya las he encontrado...—¿Van o vienen?Se levantó y dijo:—No estoy seguro. No creo

que hayan regresado. Si hay suerte,no estarán muy lejos.

Tras caminar unos pocosmetros más sin desviarnos delcamino, se oyó un sonido extraño en

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la oscuridad. Pese a que la nieve losofocaba, era inequívocamentemetálico. Por la intensidad, calculéque el origen de éste estaba a unkilómetro y medio de nosotros. Sinembargo, tal era el silencio, que looíamos a la perfección.

—¿Puede que sea la puerta dela nevera? —le dije a micompañero—. ¿O una pala o unpico?

—Creo que no, señor Shield—dijo la voz cavernosa deHarmwell, que surgió de la

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oscuridad y parecía ser parte deella—. Creo que podría ser el ruidoque hacen las mordazas de un cepoal cerrarse.

—Pero, ¿cómo lo sabe?—Cuando uno lo ha oído

tantas veces es inconfundible.—Habla como un cazador

experto.Guardó silencio un instante y

precisó:—Y como una presa.Seguimos adelante con paso

vacilante. La nieve amainó y ya

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solamente caía algún que otro copo.Al este aparecieron estrellas sobreel lago, pero el resto del cieloseguía estando nublado. Harmwell,incansable, marchaba a grandeszancadas con las rodillasligeramente dobladas. Al finllegamos a la boca del desfiladerodonde estaba la nevera.

—Me pregunto qué pobrediablo habrá quedado atrapado enel cepo —dije—. No habrá sidoninguno de los chicos, ¿verdad?

—Lo dudo. ¿Por qué habrían

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ido al bosque? —preguntóHarmwell, e hizo una pausa paraluego añadir con naturalidad—. Siun ser vivo hubiera quedadoatrapado, fuera un hombre o unanimal, le aseguro que habríamosoído los gritos. Al menos puedeestar tranquilo en cuanto a eso.

Mientras nos dirigíamos atrompicones hacia la nevera, penséen las razones por las que un niñono gritaría al quedar atrapado en uncepo: podía haberse desmayadodebido al dolor, podía haberse

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quedado sin voz, o podía habermuerto. En el desfiladero, elsendero se estrechaba y se volvíamás sinuoso. Por todas partes habíahojas caídas con las tormentasotoñales, pedazos de roca, árbolesarrancados de raíz y ramas, todoello oculto bajo la nieve y laoscuridad. Me había equivocado alpensar que aquél habría sido unlugar más resguardado, pero elviento había cambiado de direccióndurante la noche, y soplaba a travésdel lago hasta el desfiladero, y por

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tanto había traído la nieve.A unos pocos pasos delante de

mí, Harmwell volvió a agacharsepara examinar el suelo.

—Por aquí ha pasado otrapersona hace poco —dijo porencima del hombro—. Y puede quemás de una.

Acerqué tanto mi boca a suoído, que sentí el frío de su piel.

—Y se refiere a los niños,¿no?

—Hombres, diría, pero noestoy seguro con tan poca luz... las

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huellas son confusas.Seguimos andando lo más

deprisa posible hasta llegar a lanevera. Al ver que la puerta estabaabierta de par en par grité:

—¡Están aquí!—No tiene por qué ser así —

dijo Harmwell—. Los trabajadorestenían intención de airear el interiordurante la noche.

—Pero alguien ha estado aquí.Mire la nieve de la entrada —dijeal tiempo que me adentraba en elpasadizo. Me llegó el familiar

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hedor a putrefacción, si bien eramás tenue que por la tarde.Harmwell me apartó y, levantandolas linternas, me precedió pasadizoadentro. Me coloqué la bufandacontra la boca y la nariz y le seguí.Las puertas interiores de la cámaraestaban abiertas. Nos asomamos aloscuro vacío del fondo. A pesar dela débil luz que emitían laslinternas, ésta bañó como un fluidoel pozo del suelo.

—Dios santo —murmuré—.Dios santo.

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Harmwell chasqueó la lengua.—¿Quién es? —preguntó.No le contesté. En el fondo del

pozo yacía el cuerpo sin vida de unhombre, con un sombrero que letapaba la cabeza. Estaba boca abajocon los brazos estirados, echadosobre la fina capa de paja sucia ynieve derretida. Llevaba un abrigonegro y largo con un cuello alto.

—¿Quién es? —volvió apreguntar Harmwell con un tonoapremiante—. Por Dios, hombre,¿quién es?

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CAPÍTULO 61

Hay recuerdos que habitan la mentecomo fantasmas. Algunos sonbenignos y otros no, pero en ningúncaso podemos evitarlos, ni fingirque no existen. Por consiguiente,pese a que trato de no pensardemasiado en lo que ocurriódespués, relataré lo sucedido, pueséste es el lugar que le corresponde.

Primero, hablaré de la luz.Como ya sabe el lector, la única

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fuente de luz provenía de laslinternas. Un resplandor llenó lacámara; era tenue y turbio, tandesconcertante como el metano queflota en los pantanos, y confería unaspecto sólido y pernicioso al aire.El ladrillo y la piedra que revestíanlas paredes y el techo, la nieveenfangada y derretida del suelo, elcadáver que yacía en el fondo delpozo... todo estaba impregnado congotas de humedad que reflejaban lapoca luz que había.

Miré a Harmwell, que sostenía

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la jamba de la puerta con una manomientras miraba fijamente elcuerpo. Me pareció que la mejillale brillaba. Musitaba algo entredientes, era un murmullo continuo,acaso un rezo.

Al final me miró y preguntó enun susurro, pero tenía una voz gravey profunda, que retumbó en toda lacámara y volvió a nosotros, comola luz de las linternas:

—¿Quién es?—No lo sé.Pero lo sabía. Y aquello

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agravaba el horror. Me agarré alasidero de la pared, fijé la linternaen el umbral de la puerta, e impulséel peso de mi cuerpo al vacío, y fijéun pie en un travesaño de laescalera. Descendí trepando poco apoco, en parte por el frío, en partepor los faldones del abrigo, queestaban húmedos y oscilaban delado a lado, pero sobre todo porqueno quería ir a parar al subsuelo dela nevera. A medida que bajaba, lafetidez era más penetrante y densa.

—¿Quiere que baje la

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linterna? —preguntó Harmwelldesde arriba.

No le contesté. Descendercada peldaño suponía un esfuerzo.El frío era intenso, parecía penetrarhasta los huesos e instalarse enellos.

—¿Señor Shield? ¿SeñorShield?

Miré hacia arriba y vi el rostrode Harmwell, que se habíaasomado al pozo con unos ojosasombrosamente blancos. Sacudí unpoco la cabeza en señal de

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respuesta; prefería no hablar paraevitar abrir la boca y respirar másaire del necesario. Bajé el pie hastael peldaño siguiente. Sabía qué ibaa encontrar en el suelo: unapesadilla que infectaría nuestrasvidas, que se filtraría en cadarincón, en cada grieta de nuestraexistencia como el aire mismo.

Pisé con la bota derecha elamasijo de paja y agua helada quecubría el suelo. El cuerpo, un bultonegro y mojado, yacía con la cabezacerca de la escalera, y los pies

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hacia el centro de la cámara. Contrala pared había una rueda de carro.La observé como un idiota, como sitratara de averiguar qué hacía allí,donde un carro nunca entraría. Mequité el guante derecho y toqué larueda. Esperaba tocar madera, peroen cambio toqué una superficie fríay áspera de hierro oxidado.

—¿Señor Shield? —me llamóHarmwell con un curioso dejo deemoción, casi excitación, en el tono—. Señor Shield, ¿qué haencontrado?

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—Parece... parece la rueda deun carro.

—Puede que la usen a modode rejilla... para el desagüe que hayen el centro del suelo.

Mis ojos recorrieron lalongitud del cuerpo, hasta unagujero circular en medio del suelo,de casi un metro de diámetro. Unode los pies del cadáver colgaba ensu interior. Me incliné y toqué elabrigo largo y negro con la puntadel dedo. El hombre aún llevaba unsombrero de ala ancha y copa

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plana, sujeto a la cabeza con unpañuelo que se ataba a la barbilla yque, debido al golpe de la caída,estaba inclinado a un lado.

Desde el primer momentohabía tenido la convicción,poderosa aunque irracional, de queel hombre del pozo estaba muerto.Como bien sabía el señor Noak porla muerte de su desdichado hijo, unhombre podía morir ahogado en uncharco... siempre y cuando no estémuerto cuando caiga. Puse la manosobre el pliego de piel desnuda de

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la nuca. Era como tocar a un faisánmuerto, húmedo y desplumado.

—¿Respira todavía? —preguntó Harmwell en un susurroimpaciente—. Espere, bajaré lalinterna.

Sentí el ardor de la náusea.—Maldita sea, claro que no

respira.Las tachuelas de los

travesaños de hierro chirriaron. Laluz descendente oscilaba y, duranteun momento se me fue la cabeza,como solía ocurrirme cuando me

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calmaban con láudano, y tuve lasensación de que el pozo, y no lalinterna, oscilaba, que toda lacámara era como la jaula fría de unpájaro, cubierta con una tela, que sebalanceaba en la oscuridad. Laforma oscura del cuerpo sedesvaneció entre una sombra, yvolvió a aparecer a la vista.

Ayez peur, decía el pájaro deSeven Dials. Ayez peur.

Ahora temía por todos, y enespecial por Sophie.

—Pobre hombre —se

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compadeció Harmwell sosteniendola interna sobre el cuerpo—.Tenemos que darle la vuelta.

Nos inclinamos sobre elcuerpo. Yo lo agarré por el hombroy el antebrazo derechos, yHarmwell colocó sus manosenormes en torno a la cintura y elmuslo. Tiramos de él, pero no semovió. Aquel cuerpo inerte ymojado era demasiado pesado.Tiramos más fuerte de él y, al fin, elcuerpo se despegó de la mezclaviscosa de nieve y paja y pudimos

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darle la vuelta. El cuerpo cayó deespaldas sobre la misma con unruido líquido. Harmwell y yo nospusimos derechos. Hubo unmomento de silencio, en quesolamente se oía el goteo y elmurmullo del agua que habíamosmovido. La luz de las linternas sederramaba sobre la parte delanteradel cadáver.

—No —dije—. No, no, no.—¿No? ¿No qué? —me

preguntó Harmwell con un susurro.No, al fin y al cabo, no era

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Henry Frant el que yacía en elsuelo. Era la mujer que lo habíaamado.

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CAPÍTULO 62

—Es imprescindible encontrar a losniños —dije subiendo la escaleradespués de Harmwell.

Me esperaba de pie junto a lapuerta interior del pasaje.

—Usted conoce mejor susescondrijos. Si quiere, yo puedoquedarme aquí con el cadáver.

—Los encontraremos antes sibuscamos los dos. Y cuando losencontremos, puede que necesiten

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ayuda.—Tiene razón —dijo

Harmwell con el rostro en lapenumbra—. Sin embargo, tampocopodemos dejar a la señora Johnsonsola. No sería correcto.

—No creo que a ella leimporte. Los niños son másimportantes, señor Harmwell.Tenemos que buscar por las ruinas.

Su insistencia en la cuestiónme desconcertó, aun cuando laseguridad de los niños ocupaba mispensamientos. ¿Tenía algún motivo

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oculto para ello? Recordé aquelloque el capataz me había dicho lamañana anterior sobre el desagüeobstruido de la nevera, y pensé queaquélla era una de las pocas nochesdel año en que el edificio no sóloiba a estar abierto, sino tambiénvacío. Dicho de otro modo, iba aser fácil acceder al subsuelo y alsumidero. ¿Era posible queHarmwell hubiera pensado lomismo?

Lo dejé atrás y me adentré porel pasadizo hasta la salida. Los

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funestos acontecimientos de aquellanoche no habían terminado. Laimagen del mastín envenenado y elraído del cepo al cerrarse estabanmuy presentes en mi memoria.Harmwell me siguió al exterior.

—La pobre señora ya nopuede sufrir ningún daño mortal —observó con aquella voz gutural depredicador—. Debemos mirar porlos vivos.

Bajamos lentamente por eldesfiladero y llegamos al caminoque bordeaba el lago, donde

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avivamos la marcha. Cada pocospasos uno de los dos llamaba a losniños por sus nombres, Harmwellcon su resonante voz de bajo y yocon la mía de barítono. Llegamos ala cresta de la colina que bajaba enpendiente hacia las ruinas y GrangeCottage, algo más allá. El pesoimponente de la inmensa oscuridadpendía sobre la tierra dormida. A laizquierda se extendía la densapenumbra de la espesura de EastCover.

—Espere —dijo Harmwell—.

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¿Ha oído? Vuelva a llamar.Un momento después también

lo oí: era una respuesta lejana,apenas perceptible, a nuestrosgritos, procedente de la llanura. Sinpreocuparnos el peligro, echamos acorrer colina abajo, tropezando ydeslizándonos por la nieve. Aladentrarme en la oscuridad, recordéla tarde fría y luminosa del día deSan Esteban, en que Sophie y yohabíamos bajado corriendo hacialos niños.

—¡Aquí, señor! ¡Aquí!

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Los encontramos acurrucadosal abrigo de la parte más alta de lasruinas. Habían encontrado cobijo enel hueco de una puerta cerrada. Lanieve les había cubierto hasta másarriba de los tobillos. Charlieestaba echado en el interior de lacavidad, y Edgar lo abrazaba.

—Oh, señor —dijo el niñoamericano, al que le castañeteabanlos dientes—. Me alegra tantoverle... Charlie estaba tan afligido...y luego se ha dormido... y hepensado en buscar ayuda, pero no

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quería dejarlo solo y no sabía pordónde ir.

—Has hecho muy bien. SeñorHarmwell, propongo que losenvolvamos como un par depaquetes y que los llevemos enbrazos a casa.

Charlie se movió cuando locogimos y se puso a lloriquear. Locubrimos con el abrigo de más. Yome quité el mío y envolví a Edgarcon él. Les dimos una gotita debrandy, y Harmwell y yo tomamosun trago también. Luego, dando un

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resoplido, cargué con Edgar;Harmwell, con Charlie, e iniciamosla subida lenta, laboriosa e infinitapor la ladera.

Yo sabía que ahí no habíanacabado los problemas. La mejoropción era dirigirnos a la mansión,pues Dios sabía qué podíamosencontrar en Grange Cottage. Noobstante, no iba a ser fácil cargarcon los niños a lo largo de casi unkilómetro, y menos con aqueltiempo. Dado el peso quellevábamos, no podíamos

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aprovechar al máximo la luz de laslinternas. También me preocupabanlos niños, en concreto Charlie, queapenas parecía ser consciente de loque estaba ocurriendo, y no pudeevitar pensar en que podía sufrircongelación.

Sin embargo, a medida que nosfuimos acercando a la cima,descarté aquellas nefastaspremoniciones, y por dos motivos.En primer lugar, porque oí gritos devoces cerca del lago y, a lo lejos,vi las luces oscilantes de linternas y

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antorchas.En segundo lugar, porque

Harmwell se dio la vuelta y sellevó una mano a la oreja para oírmejor. Esperamos un momento depie, a la escucha, y después yotambién lo oí. Detrás de nosotros,quizá por el sendero que pasaba porGrange Cottage y que unía FlaxernParva a la carretera de peajes, seoía el ruido de unos cascos decaballo que avanzaban por la nievemuy despacio.

Avanzamos tambaleándonos

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hacia nuestros salvadores.Harmwell no decía nada, y yotampoco. Mientras avanzábamoshacia las luces que danzaban en laoscuridad, Charlie, inmóvil ycallado, iba a hombros deHarmwell, y Edgar, que iba en misbrazos, se dio la vuelta para mirarhacia las ruinas.

—El monje ha huido —susurró—. No le hemos visto, pero lohemos oído.

—¿Qué? —dijo Harmwell—.¿Qué ha dicho?

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—Silencio —repliqué,pensando en aquel ruido de cascos—. Ahora debemos guardar fuerzas.

Después de lo que nos parecióuna eternidad, nuestros salvadoresnos alcanzaron y recibieron a losniños con afán. Entre el grupo habíahombres de sobra, ya que Sophie yla señora Kerridge habíandespertado al señor Carswall y,entre los tres, habían levantado acasi toda la casa. En el lago nosdividimos en dos grupos. Uno llevóa los niños a la mansión. Harmwell

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y yo guiamos a los hombresrestantes al desfiladero, hasta lanevera. Sacamos a la señoraJohnson de la cámara, lo cual no fuecosa fácil y requirió lacolaboración de todos. Latumbamos sobre una de las puertasinteriores de la nevera, la cubrimoscon una manta por consideración ynos la llevamos de allí en unasandas improvisadas.

Al llegar a la mansión, queresplandecía de tan iluminada, loslacayos estaban subiendo a los

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niños a la cama, junto con laseñorita Carswall, Sophie y laseñora Kerridge, que pululaban a sualrededor. Sin embargo, Sophiebajó al vestíbulo un momento paradarnos un apretón de manos aHarmwell, primero, y a mí,después.

—Pidan que les llevencualquier cosa que necesiten, señorHarmwell, señor Shield... deben deestar helados de frío. Tengo quevolver con los chicos.

—Conviene que entren en

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calor poco a poco —dije, pues mipadre estaba acostumbrado a tratara personas afectadas decongelación durante los crudosinviernos de los Fens, la zonapantanosa donde había crecido—.Envuélvanlos en mantas. El calorrepentino es perjudicial.

Entonces Carswall apareció enel vestíbulo con pasos fuertes ypesados, vestido con una bata denoche y dispuesto a echar pestes.Sin embargo, en cuanto vio a laseñora Johnson tendida bajo una

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manta gris, se contuvo. Sophie sedirigió a la escalera sin mediarpalabra, y subió corriendo.

—Descúbrela —ordenóCarswall a Pratt, que acababa debajar después de subir a Edgar—.Retira la manta hasta la cintura.

La estuvo observando unmomento. El cadáver yacía bocaarriba, la piel, gris y cérea; elatuendo indecoroso le otorgaba unaspecto extraño y desgarbado a uncuerpo grande como aquél, con elsombrero atado a la barbilla, como

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si se hubiera preparado para moriry no hubiera querido que laencontraran con la boca abierta.Carswall alzó la cabeza, me vio alos pies de la escalera de pie y acontinuación miró a Harmwell.

—¿Iba vestida así cuando laencontraron? —preguntó.

—Sí, señor.—¿Qué demonios la llevó a

vestirse así?Harmwell se encogió de

hombros. Carswall le pidió a Prattque volviera a cubrirle el rostro.

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—Subidla a la habitación azuly echadla en la cama. Id a buscar aKerridge y que lo disponga tododignamente. Luego cerrad la puertay traedme la llave.

Dio media vuelta y entró en labiblioteca, pidiendo que alguienavivara el fuego.

Una sirvienta se acercó a mípara decirme que la señoritaCarswall estaba preocupaba por siHarmwell y yo cogíamos frío, y quenos habían preparado sopa, vino,bocadillos y un buen fuego en la

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salita de estar. Bebimos y comimosen silencio, uno en frente del otro,junto al fuego. La señorita Carswallentró cuando ya terminábamos.

—No, no se levanten. Hevenido a decirles que Charlie yEdgar se encuentran mejor y queestán durmiendo el sueño de losinjustos. ¿Y ustedes, se hanrecuperado ya de la terribleexperiencia?

Era la amabilidad en persona,pero su curiosidad no tardó enasomar.

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—¡Pobre señora Johnson!Creo que hoy nadie dormirápensando en el horror de estanoche. Díganme, ¿había indicios depor qué estaba allí? ¿Saben por quécayó al pozo?

Le aseguramos que no se sabíanada.

—Se lo comunicaremos a sirGeorge cuanto antes; aparte del lazode sangre que los une, es el juez queestá más cerca. El señor Carswallha ordenado a un mozo que vaya aClearland al primer rayo del alba.

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Nos deseó las buenas noches,y Harmwell también se retiró,dejándome a solas con el vino y lascavilaciones, que no eranprecisamente alegres. Cuando melevanté para marcharme, el reloj dela repisa señalaba las tres de lamadrugada. Recogí de la mesa delvestíbulo la vela que mecorrespondía. Pratt estaba allíesperando, y tosió al acercarme aél.

—El señor Carswall le da lasgracias, señor, y ha dicho que no

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conviene que se marche mañana.Aquella noche apenas dormí y,

cuando lo conseguía, acudían a mimente recuerdos y miedos que semezclaban y adquirían la aparienciade sueños. En uno, todo eraoscuridad, y volví a oír el ruidometálico de las mordazas alcerrarse, seguido de un gritoestridente que fue subiendo de tono.Luego, aquel ruido de cascos por elsendero de Grange Cottage.

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CAPÍTULO 63

A primera hora de la mañana, elcaballo del mozo que partía haciaClearland me despertó de unsobresalto, pues me pareció el ecode un sueño. En un abrir y cerrar deojos, los acontecimientos de lanoche fueron perdiendo el carizfantástico y acudieron a mi mentecomo la procesión lóbrega y sobriade un funeral.

Pasé el resto del día a la

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expectativa. No tenía quehaceres,pero tampoco podía marcharme. Laseñora Frant envió el recado de quese quedaría con los chicos y que,aunque Charlie se encontrabamejor, guardaría cama el resto deldía. Hacía un buen día y latemperatura había aumentado unosgrados. No tenía nada que hacerdespués del desayuno, por lo quedecidí satisfacer mi curiosidad.Tomé el camino del lago siguiendola misma ruta de la noche anterior.En la puerta de la cocina que daba

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al huerto había un grupo de hombresde pie. A medida que me acercaba,reconocí a dos jardineros y unguardabosque.

En cuanto me vieron llegar, semostraron afanados estudiando elpie del mastín. La puerta estabaabierta. En la entrada había untrineo, al que subieron entre bufidosal desventurado animal.

—¿Han encontrado al otroperro? —pregunté.

El guardabosque se volvió yse llevó la mano al sombrero en

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señal de cortesía, lo cual indicabaque la noticia de mi desgracia no lehabía llegado.

—Sí, señor. En la gruta. Igualde muerto que su compañero.

—¿Y por la misma razón?—Veneno —dijo sin reservas.—¿Está seguro?—Dentro también encontramos

un hueso de cordero. Y aún teníaunos granos de polvo pegados. Esinconfundible, señor. Yo diría quees matarratas.

Le hice una señal para hablar

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con él aparte.—Anoche el señor Harmwell

y yo hicimos una salida.—Ya lo sé —dijo, mirando a

los hombres que retiraban la nievedel camino resbalando ydeslizándose sobre la superficienevada, pese a las botas quellevaban.

—Aparte del perro, hay algomás. Al pasar por el lago, oímos unruido a lo lejos. Al señor Harmwellle pareció que era un cepo que sehabía cerrado.

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El guardabosque se frotó labarbilla sin afeitar.

—Y no se equivocaba. Anochesaltó uno de los grandes en EastCover.

—¿El bosque al otro lado dellago?

—Sí —dijo y escupió—. Esecabrón tuvo suerte. Las mordazas lecogieron el abrigo, le arrancaron unbuen trozo. Unos centímetros más ala izquierda, y habría sido lapierna.

—¿Un cazador furtivo, acaso?

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¿Pudo ser un cazador el queenvenenó a los perros?

Miró detrás de mí, al pequeñodesfile de hombres que avanzabanhacia el centro del sendero delhuerto entre fuertes resoplidos, y alotro grupo que retiraba la nieveenfangada.

—¿Y quién sino? ¿Quién haríaalgo así?

—¿Dónde estaba colocado elcepo exactamente? —le pregunté.

Me miró con recelo y penséque no iba a contestarme, pero dijo:

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—Ya se lo he dicho: en EastCover. Hay varios cepos que elseñor mandó colocar en otoño, peroéste estaba en un sitio que se llamaFive Ways, donde se cruzan cincocaminos. Aunque los vamoscambiando de lugar. No sirve denada dejarlos siempre en el mismo,¿no? Así nunca cogeríamos a nadie,ni a esos brutos zoquetes deFlaxern.

Seguí adelante. East Cover, elcercado mayor de los dos que habíaen el lago, se extendía a la derecha

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del camino a Flaxern Parva y laiglesia. El camino que Harmwell yyo habíamos tomado la nocheanterior bordeaba el lado sur. Alotro lado de la floresta quedaba elterreno abierto y ondulante delparque, que descendía hasta lasruinas del monasterio, más allá delas cuales quedaba Grange Cottage.Si la señora Johnson hubieraquerido ir inadvertidamente desdela casita hasta la boca deldesfiladero para luego entrar en lanevera, la mejor forma de hacerlo

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habría sido pasando a través deEast Cover, suponiendo que no lepreocupara la presencia de cepos yguardabosques armados. Me habríagustado examinar el bosque y elcepo en cuestión, pero no tenía laintrepidez suficiente para hacerlosin la ayuda de un guardabosqueque me guiara, y tampoco osabademostrar demasiado interés, por sillegaba a oídos del señor Carswall.

Sin embargo, había algo queno encajaba: oímos las mordazasdel cepo cuando ya estábamos

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cerca del lago. Si la señora Johnsonhubiera hecho saltar la trampa, nohabría tenido tiempo de atravesar elbosque, bordear la orilla norte dellago, sortear el desfiladero yprecipitarse en la cámara de lanevera. De haber sido así, lahabríamos oído, sobre todo al subirpor el terreno abrupto deldesfiladero. Por otra parte,habríamos visto unas huellasrecientes en la nieve, y su cuerpoaún habría estado caliente.

La conclusión era indiscutible:

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otra persona había hecho saltar elcepo. Entonces pensé en el ruido decascos que habíamos oídos despuésde encontrar a los niños.

Me acerqué a la nevera conprecaución, no fuera que el señorCarswall hubiera apostado a unguarda en la puerta, a pesar dehaber sido retirado el cadáver. Sinembargo, no había nadie a la vistay, para mi sorpresa, las puertasestaban abiertas de par en par. Mellevé la mano al bolsillo delsobretodo para sacar el cabo de una

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vela, y me adentré en el pasaje. Almomento oí un movimiento furtivoen la cámara del fondo. La hoja quequedaba de la puerta interiortambién estaba abierta. EraHarmwell, que estaba en el pozocon la linterna. Debió de habermeoído, porque miraba hacia mídirectamente, con la intensablancura de sus ojos en lapenumbra.

—Vaya, señor Shield. ¿Qué letrae por aquí?

—Yo también le deseo muy

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buenos días, señor Harmwell. Yo lehago la misma pregunta.

Agitó el brazo y explicó:—Como bien sabe, me he

dedicado a estudiar la estructura delas neveras de hielo. En concreto,estoy interesado en las aplicacionescomerciales que puedan tener. Mesorprende que los ingleses no setomen este asunto más en serio, sibien es cierto que importan hielo deNoruega. Sin embargo, estoyconvencido de que los americanosirán en cabeza a este respecto.

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Bloques de hielo cristalinos, eso eslo que necesita el mundo moderno—dijo, señalando a la nieveenfangada del suelo—, y no estesucedáneo contaminado, dragado dealguna acequia helada y sucia. Unasociedad que lleva hielo de calidaddegradada a su mesa no puedeconsiderarse como una sociedadcivilizada.

Mientras Harmwell hablaba,yo me colgué de la escalera y bajéhasta el fondo de la cámara dehielo.

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—Es usted un defensor de lasmejoras del hielo muy convincente,pero lo cierto es que sigo sinentender por qué está aquí.

Harmwell se hizo atrás y seapoyó contra la pared con unadespreocupación que me parecióafectada.

—La explicación es simple yllana: está aquí mismo —dijo,apuntando al desagüe circular quehabía en el centro de la cámara.

La rueda que se usaba derejilla aún estaba apoyada contra la

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pared, y la abertura al sumidero eraun enorme disco negro.

—No le entiendo.—La nevera de Monkshill está

muy bien avenada o, cuando menos,debería estarlo. El hombre que ladiseñó sabía lo que hacía.

Se puso de cuclillas y sostuvola linterna en el interior del pozonegro.

—¿Ve? Por aquí puede pasarfácilmente un hombre a gatas. Y eldesagüe al que desemboca esbastante ancho. Imagino que tendrá

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dos o tres rejillas, un recurso mejorque esa rueda, para que no pasenlas ratas u otros intrusosindeseables. Desde aquí se ve laprimera rejilla. Es como una verjade hierro que separa el sumiderocorrectamente. A medida que se vanacumulando la paja y otrosescombros en el sumidero, la parteinterior de las rejillas se vaobstruyendo, y el agua derretida vaascendiendo hasta la cámara. Deahí la pestilencia.

—¿Verdad que la señora

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Kerridge habló de un hueco?Harmwell se puso derecho y

su sombra cubrió buena parte de lacámara.

—Así es, un hueco quepermite acceder desde el exterior yque además sirve de vía deventilación. Creo que, pordesgracia, ahora está obstruido,pero cumple una función elemental:que el desagüe y el pozo negro sevacíen a diario, incluso cuando lanevera está llena. Sin embargo,lamento decir que éste no suele ser

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el caso. La mayoría de neverastienen algún sistema de desagüe,pero si éste queda obstruido enalgún tramo, no hay forma posiblede desatascarlo hasta que la cámarano se vacía y se limpia.

—De modo que esta neverasería una auténtica excepción.

—Exactamente. Es posible queel arquitecto sir John Soane ladiseñara cuando era joven. Mehabría gustado echar una ojeada alos planos originales, pero el señorNoak me dijo que el señor

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Carswall no tiene acceso a ellos.—Confieso que no sabía que

este asunto pudiera dar tanto de sí.—Espero no haberme

extendido hasta aburrirle. Debeusted disculparme; confieso quesiempre hablo de lo mismo, peroquizás algún día será algo más queeso, se harán fortunas con lafabricación y el comercio de hielo,estoy seguro, sobre todo enNorteamérica.

Me agaché junto al pozo negroy miré adentro. El señor Harmwell

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sostuvo la linterna amablementepara que los rayos iluminaran elinterior. No me cabía ninguna dudade que su interés en la fabricaciónde hielo era genuino —elentusiasmo de su voz eraindiscutible— pero, como yaobservé una vez en el caso delseñor Carswall, un hombre puedetener más de un motivo para actuar.La noche anterior, Harmwell habríapreferido quedarse en la nevera y,en cuanto había tenido laoportunidad de volver, lo había

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hecho cuando no había nadie. Lanoche anterior había dado porsentado que tenía intención deregistrar el cuerpo de la señoraJohnson, pero esta vez dudaba deque su verdadero propósito fueraexaminar la nevera.

—Mire —dije de pronto—.¿Eso de ahí es un agujero... ahí, a laizquierda?

Me sorprendió el efecto quecausaron mis palabras. Habíahablado por hablar, para seguir conla conversación, para evitar el

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silencio. Aun así, Harmwell seintrodujo al instante en el sumidero.Había menos de un metro y mediode caída. En el fondo había aguahasta la altura de los tobillosporque todavía no habían terminadode vaciar el desagüe. Sin embargo,Harmwell desdeñó aquel detalle ydirigió la luz sobre un rectángulo depocas dimensiones, que yo leindicaba con el dedo.

—Qué curioso —dijo—. Nome había fijado. Parece que dosladrillos se han soltado.

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Introdujo la mano en el agujeroy tomó aire.

—Sí... sí... muy curioso.Retiró la mano y extrajo un

objeto pequeño que frotó contra suabrigo y luego examinó a la luz dela linterna.

—Creo que podría ser unanillo —añadió.

Miró hacia arriba y, como lasotras veces, el blanco de sus ojosresaltaba en la oscuridad. Se meocurrió —y no era la primera vez—que acaso debiera pensar en mi

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propia seguridad. Pocas horas antesuna mujer había muerto allí mismoen circunstancias misteriosas. Elseñor Harmwell y yo estábamossolos, y él era un hombrecorpulento y fuerte.

Me pasó la linterna y el anillo.Mientras él subía, yo examinaba elhallazgo. Me afané en frotarlo conmi pañuelo. Primero, distinguí elfulgor del oro y, luego, el destellode un diamante. ¿Era posibledescubrir algo así con semejantefacilidad? ¿Había colocado

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Harmwell el anillo allí, segundosantes de que fingiera haberloencontrado?

Mi compañero se aclaró lagarganta.

—Puede que lo tirara laseñora Johnson.

—Puede.Yo sabía tan bien como él que

aquella suposición era ridícula.¿Por qué iba la señora Johnson atirar un anillo en un pozo negro, ycómo iba el anillo a rebotar e ir aparar a un agujero cubierto de nieve

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y fango? Todo un desafío a lasleyes de la física.

—En todo caso —proseguí—,deberíamos llevarlo al señorCarswall.

—Sí, claro —dijo el señorHarmwell con una solemnereverencia, como si reconociera asími prudencia—. Usted primero.

Así pues, salimos de la neveray nos dirigimos sin demora a lamansión. A punto de llegar a lapuerta lateral, apareció la señoritaCarswall por la entrada principal a

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la casa. Oímos un caballo que sealejaba por el camino.

—Señor Shield, señorHarmwell. Confío en que... ¡SeñorHarmwell! ¡Está empapado!

—No es nada, señorita. Unpercance insignificante.

—Venimos de la nevera —melimité a decir, pues prefería pasarpor alto que regresábamos juntos,pero por azar—. Hemosdescubierto algo en el desagüe quehay en el suelo de la cámara.

Consideré que era prudente

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compartir el hallazgo con tantaspersonas como fuera posible. Mellevé la mano al bolsillo y saqué elanillo para mostrarlo a la señoritaCarswall. Fue la primera vez que lovimos a la luz del día. Sobre lamano enguantada, la piedra refulgíabajo sol. Aunque el anillo era deoro, el borde exterior era deesmalte blanco y, curiosamente,estaba labrado de manera que másparecía un anillo de cintasenroscadas que de oro.

—Es un anillo de luto —dijo

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la señorita Carswall de repente—.¿Ven? Hay una inscripción y, miren,debajo de la piedra hay un mechónde pelo.

Sostuvo el anillo a contraluzpara que lo viéramos bien. Bajo eldiamante vislumbré un rectángulode cabello castaño y grueso.

—¿Qué hay escrito alrededordel borde? —preguntó Harmwell.

La señorita Carswall se loacercó a los ojos y leyó convacilación: «Amelia Jane Parker,fallecida el 17 de abril de 1763».

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—Sé quién es —dije.La señorita Carswall me miró

con los ojos entreabiertos y sonrió.—¿Esta mujer no está

enterrada en Flaxern Parva? LosParker fueron los dueños deMonkshill antes que los Frant, asíque, supongo... que podría ser unantepasado de Charlie.

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CAPÍTULO 64

La señorita Carswall nos acompañódentro y nos hizo pasar no a labiblioteca, donde estaba el señorCarswall, sino al salón. La señoraLee dormitaba junto al fuego, ySophie leía en ese momento unlibro a los niños, que a su pesarestaban obligados a pasar el díacomo dos enfermos convalecientes.Tuve la impresión de que Sophiequedó desconcertada al vernos

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entrar. Los niños se pusieron en piede un salto y me preguntaron cómoestaba.

—¡Qué emocionante, querida!—interrumpió la señorita Carswall—. El señor Harmwell y el señorShield han encontrado un anillo enla nevera. Es un anillo de luto porAmelia Parker. Creemos que podríaser un antepasado de Henry.

Durante unos segundossolamente se oyeron las agujas delreloj. La alusión a Henry Frant nosdejó a todos helados.

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—¡El tesoro! —susurró Edgaral oído de Charlie—. ¿Ves... qué tedecía?

La señorita Carswall mostró elanillo a Sophie.

—Es precioso —siguiódiciendo, aparentemente ajena a laincomodidad que había causado elcomentario—, y tétrico a la vez. Eldiamante está tallado con la pocagracia de aquella época, y elengarce está terriblemente pasadode moda. ¿Lo habías visto algunavez?

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Sophie la miró y dijo:—No, pero sé perfectamente

quién era Amelia Parker. Su hijaera la abuela de Charlie, gracias ala cual Monkshill pasó a manos desu familia.

Charlie se apoyó contra labutaca en que estaba sentada sumadre, y ella le dejó coger elanillo.

—Mamá, si lo hicieron parami abuelita, ¿ahora será nuestro?

—Lo dudo, cariño. Los anillosde luto suelen hacerse para los

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amigos o familiares de una persona,y a veces llegan a la docena, o más.No hay ninguna razón por la queéste nos corresponda por derecho.

El niño dejó el anillo sobre lamano abierta de su madre.

—Pero era mi familia.—Es una pena que sir George

y el capitán todavía no hayanllegado —dijo la señorita Carswall—, porque les podríamos preguntarsi lo habían visto antes. Aunqueestoy segura de que regresarán encuanto hayan terminado de

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inspeccionar Grange Cottage.—Entretanto, ¿se lo

entregamos al señor Carswall?La señorita Carswall me miró

y dijo:—Tiene usted toda la razón,

señor Shield. Quizá se le cayó a laseñora Johnson en el últimomomento. Pero eso no es loimportante. Este anillo debe detener bastante valor, aunque sólosea por la piedra, así que papádebería verlo.

Dicho esto, salió de la

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habitación contoneándose, y laoímos decir desde el vestíbulo:

—Siempre se podría volver atallar y engarzar.

—Sir George y el capitánRuispidge han consultado con elseñor Carswall —dijo Sophie envoz baja—. Ya han visto el cuerpode su desdichada prima. Y ahorahan ido en caballo a Flaxern.

—¿Tienen previsto regresarhoy?

—Después de pasar porGrange Cottage, regresarán por el

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parque.Momentos después la señorita

Carswall volvió a aparecer y dijoque su padre deseaba ver al señorHarmwell. Los niños aprovecharonpara salir corriendo detrás de él, demodo que me dejaron a solas conlas tres señoras.

—He oído que ya no gozausted de la simpatía de mi padre,señor Shield —dijo la señoritaCarswall.

Hice una reverencia.—Lamento tener que decir que

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le he ofendido sin yo pretenderlo.—Vaya —se sorprendió.Esperó a que siguiera

hablando, a que se lo explicara.Como no dije nada, me miró a mí,luego a Sophie y otra vez a mí.

—¿Quiere que hable con él?—propuso.

—Es usted muy amable,señorita Carswall, pero no creo quesirviera de nada. Además, puedeque el señor Carswall tenga razón:es mejor que me marche.

Sophie alzó la vista.

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—¿Se va usted? —exclamó.—Debía irme esta mañana,

pero he tenido que aplazar lapartida inevitablemente, debido alfallecimiento de la señora Johnson.

—Quisiera que... —empezó adecir, pero nunca sabría qué quería,porque en aquel preciso instante lapuerta se abrió y apareció el señorCarswall.

—Shield —dijo—. Quierohablar con usted, si no le importa.

Me hizo una seña para quesaliera con él al vestíbulo, y luego

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entramos en la biblioteca.—Cierre la puerta —me pidió

—. Harmwell me ha contado que enrealidad fue él quien dio con elanillo, pero que usted descubrió elescondrijo antes, ¿es así?

—Sí, señor.—Me ha dicho que se

encontraron por casualidad en lanevera, y que está interesado enconstrucciones de esta índole y quepor eso estaba allí, ¿correcto?

—Algo hablamos sobre eltema. Por lo visto está muy bien

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informado.Carswall dijo gruñendo:—Puede que sir George quiera

hablar con usted. Debe quedarse enla casa lo que queda de día. Apropósito, no cenará con nosotros.Puede marcharse.

Abrí la puerta para salir de lasala, pero volvió a llamarme.

Bajó la cabeza y me miró entrelas cejas despeinadas.

—Le hago responsable de laimprudencia que los niñoscometieron anoche. Podrían haber

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sufrido graves daños, o podríahaberles sucedido algo peor.Informaré de ello al señor Bransby.

Había subido el tono de voz,de manera que cuanto decía se oíacon claridad desde el vestíbulo,donde estaban Harmwell y ellacayo. No intenté defenderme deuna acusación injusta como aquéllaporque sabía que no serviría denada. Por tanto, hice una reverenciay cerré la puerta para no veraquella cara cruel y mofletuda.

Evité mirar a Harmwell a los

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ojos, y me dirigí arriba, a la sala deestudio. De camino, me encontrécon los niños, que estabanarrodillados junto a la puerta de lahabitación azul. Edgar estabamirando por la cerradura, mientrasCharlie no dejaba de hacercomentarios.

—No, bobo, tienes que mirarhacia la izquierda, y verás el bordede la cama... ahí se ve un trozo detela negra, que creo que podría serella...

Dejó de hablar y volvió la

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cabeza al oírme llegar. Los dos sepusieron en pie de un salto.

—¿Hoy... hoy daremos clase?—preguntó Charlie.

—No, creo que no —dije aldarme cuenta de que a nadie se lehabía ocurrido decirles que yojamás volvería a darles clases enaquella casa—. De hecho, prontome iré.

—¿Vuelve a la escuela delseñor Bransby, señor? —preguntóEdgar.

—Puede —contesté, pero no

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osé suponer hasta cuándo—. Asíque, a menos que el señor Carswallles busque otro tutor, podrándivertirse como locos los quincedías que les quedan.

Los niños son seres extraños.Se me quedaron mirando ensilencio un momento con unsemblante extrañamente parecido,tanto en el gesto como en losrasgos. Luego, sin mediar palabra,dieron media vuelta y echaron acorrer por el rellano.

Aquel día anocheció antes que

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de costumbre. Los colores, lassombras y las formas se fuerondesvaneciendo poco a poco, comosi una niebla umbría penetrara en lacasa en busca de algo o de alguien.Más de una vez se me ocurriópensar en si habrían encendido unavela en el cuarto donde yacía laseñora Johnson. Pasé el resto deldía junto a la pequeña chimenea dela sala de estudio. Para entonces,mi desgracia se conocía acá yacullá. Esperaba que los sirvientesse regodearan de mi caída en

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desgracia, pero me sorprendió quehasta se lamentaran ante laperspectiva de perderme. El ama dellaves ordenó que me lavaran yplancharan mi otra camisa. Lasirvienta menuda que subió a la salade estudio se ofreció paracepillarme y limpiar con unaesponja mi ropa de abrigo, que sehabía resentido de la aventura deaquella mañana y de la nocheanterior.

Durante la tarde oí el ajetreode gente que llegaba. Eran sir

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George y el capitán Ruispidge. Lamuchacha que recogió mi ropa medijo que los hermanos iban a cenary a pasar la noche en Monkshill.También me dio un recado de Pratt,el lacayo, un hombre demasiadoimportante para dirigirse enpersona a un mero tutor: un mozome llevaría a Gloucester por lamañana; el calesín de los criadosme esperaría a las ocho en punto. Apropósito de esto, deduje que sirGeorge, en calidad de juez, no veíaninguna razón por la cual seguir

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reteniéndome.Cené con el señor Harmwell,

temprano y en silencio. Se mostrórenuente a hablar acerca de nuestrasaventuras recientes y pasó casi todala cena sumido en suspensamientos. Luego nos dimos lamano, y me dijo que él y su señortambién se irían pronto deMonkshill. Nos deseamos un buenviaje el uno al otro.

—¿Van a ir al sur de Gales?—pregunté.

—Creo que el señor Noak ha

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cambiado de planes. Seguramenteregresaremos a Londres —dijo yme sonrió, para mi sorpresa—.Cuánto deseo volver a América.

Volví a la sala de estudios ytraté de leer. Al poco rato, lasirvienta me trajo la camisa limpia.

—Perdone, señor —dijo,titubeando y sonrojándose—, peroel señor Pratt dice que ha visto sucortaplumas en el salón.

La muchacha tenía prohibidoel paso al salón, pero yo esperabaque Pratt hubiera tenido la gentileza

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de darle a ella el cortaplumas paraque me lo entregara a mí. Lo habíautilizado para afilar una pluma de laseñorita Carswall, y debía dehaberlo dejado sobre su escritorio.

Esperé a que la familiaestuviera cenando para bajar. Entréen aquella sala tan familiarsintiéndome casi como un ladrón. Apesar de estar vacía, en la chimeneaardía un fuego luminoso, y loscandelabros de las paredes estabanencendidos. El calor y lacomodidad que brindaba la sala

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eran bien distintos de lasimplicidad espartana de la sala deestudio.

Encontré el cortaplumas y,cuando me disponía a salir, sobreun plato esmaltado que había en lamesa de al lado, vi el anillo de luto.Me asombró la dejadez deCarswall. Lo cogí un momento paramirarlo a la luz de la vela máspróxima. El mechón de AmeliaParker era una mancha borrosadebajo del diamante. Yo nuncahabía tenido interés en conservar

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recuerdos de los muertos. Sinembargo, no podía dejar de pensaren la abuela de Henry Frant, quehabía vivido en aquella casasesenta años atrás. No había ni unsolo cabello blanco; acaso murierajoven al nacer la madre de él, quetambién había muerto joven.

Dejé el anillo en el plato.Desde el comedor me llegó unarisotada estridente de Carswall.Volví arriba. En la sala de estudiome encontré a los chicos, brincandode emoción. En cuanto me vieron se

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pusieron a hablar.—Lamentamos que nos deje,

señor —empezó a decir Charlie.—... y le estaríamos muy

agradecidos si nos hiciera elhonor... —intervino Edgar.

—... de aceptar este recuerdocomo muestra de nuestro aprecio...

—... y gratitud.Charlie me entregó un gran

pañuelo rojo con lunares blancos.Estaba lavado, planchado ydoblado en un cuadrado impecable.

—Espero que no le importe

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que le hagamos un regalo, señor —dijo—. Nos preocupaba que nofuera correcto, pero mamá nos dijoque era más que adecuado.

Hice una reverencia y les dije:—Entonces seguro que lo es.El regalo inesperado me

emocionó, pero expresé miagradecimiento con una seriedadcomedida. Me explicaron que elpañuelo podía tener varios usos. Sime lo anudaba al cuello iba aparecer un dandi desenfadado, oincluso un cochero. Asimismo,

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podía usarlo para envolver el pan yel queso del viaje, como servilletay hasta para sonarme la nariz. Depronto sintieron vergüenza, demodo que dieron la excusa pococonvincente de que era hora de irsea la cama y se marcharon con unaprisa indecorosa.

Yo me quedé allí un rato. Yahabía recogido mis enseres. Maté eltiempo esbozando en mi cuadernoun memorando de losacontecimientos ocurridos durantemi estancia en la finca Monkshill y,

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en concreto, de los acaecidos en losúltimos días. Escribí durante unahora, que solamente interrumpió lasirvienta para devolverme la ropacepillada. En este quehacer estabaocupado, sentado a una mesapequeña muy cerca del fuego,escribiendo a la luz de una solavela, cuando llamaron con un sologolpe a la puerta.

Entró la señorita Carswall,ataviada con un vestido negro porrespeto a la señora Johnson —omás bien por respeto a sir George,

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que fuera su primo— y sobre loshombros un chal gris de cachemirque la favorecía. Me puse de pieenseguida.

—Mi padre ha dicho quemañana se marcha temprano —dijo—. Espero no importunarle, perodeseaba despedirme.

Le acerqué una silla al fuego y,al moverse para sentarse, me llególa fragancia de su perfume. Nosabía si habían llegado a sus oídoslas razones de mi despido.

—Los caballeros aún están

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tomando vino —dijo—. Hemosestado hablando toda la nochesobre la triste suerte que ha corridola señora Johnson. Ojalá no lahubiera descubierto usted anoche.Debió de ser algo realmentehorripilante.

Hice una reverencia paraagradecer su consideración.

—Por favor, siéntese, señorShield —me pidió señalando lasilla de la que me había levantado—. Sí, un accidente horrible. SirGeorge dice que podría ser que

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estuviera borracha.Calló, llevándose la mano a la

boca, con los ojos fijos en mí.—Oh, no debería haberlo

dicho. A veces sólo tengo que abrirla boca para que salgan de ella laspeores indiscreciones.

—Algo así había oído ya, asíque no ha revelado ningunaconfidencia.

—¿Ya lo había oído? —preguntó con cierta decepción en eltono—. ¿Lo sabe todo el mundo?

—No le sabría decir, señorita

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Carswall.—Dicen que bebía demasiado

porque echaba de menos a suesposo, pero según dicen también,el teniente Johnson es un pobreinfeliz. La señora Kerridge dice quesu esposa nunca olvidó a HenryFrant. Ella estaba loca por él,¿sabe?

Asentí con la cabeza, y ella mesonrió. Estábamos a poco más demedio metro. La habitación sóloestaba iluminada por el débilresplandor del fuego y la única vela

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que había en la mesa. Lascircunstancias creaban una ilusiónde privacidad que quizá le dio piepara obsequiarme con los chismesque corrían entre los sirvientes. Escierto que había en ella ciertavulgaridad, pero era parte de suencanto, pues era impropio de ellaafectar una sensibilidad cuando nola había.

—Encontraron una petaca debrandy en el bolsillo de su abrigo,¿sabe? ¿Sabía que llevaba la ropade su esposo? No digo que no fuera

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de lo más práctica, pero era muypoco recatada. No entiendo cómose atrevió a hacerlo.

Sus ojos brillaban con elresplandor de la vela.

—Supongo que debe de seruna sensación fuera de lo normal —añadió en un susurro—. Aun así,podemos estar seguros de que eljuez de primera instancia no le darádemasiada importancia. Ya seencargará sir George de que asísea.

—¿Y qué se establecerá como

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causa de muerte?—Que la desdichada señora

murió por accidente. ¿Qué otracausa, si no? Estaba enferma, ypuede que incluso en estado febril;estaba agitada debido a la ausenciaprolongada de su esposo y, claroestá, también se sentía sola en unacasa sin sirvientes. Así queaprovechó la invitación de papá apasear por la finca, pero anochecióantes de lo habitual y la noche lacogió desprevenida; y comoempezó a nevar buscó cobijo en la

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nevera, que los empleados habíandejado abierta. Ay, pero entró atientas sin conocer el lugar y fue aparar al pozo vacío de la cámara.¡Terrible! Y tuvo la mala suerte degolpearse la cabeza contra esarejilla de hierro. Sir George diceque ese fue el golpe que la mató. Oeso le dijo el señor Yatton, elmédico de Flaxern.

—¿Y los mastines, señoritaCarswall?

Abrió bien los ojos.—¡Calle! Papá ha dicho que

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han sido los cazadores furtivos delpueblo. Patrañas, como dicen lossirvientes. No se lo diga a nadie,pero sir George y el capitánRuispidge han encontrado arsénico,y no poco, en la despensa deGrange Cottage.

—¿Creen que la señoraJohnson pudo haber envenenado alos perros?

—Sé que es difícil de creer,pero ¿qué otra persona podríahaberlo hecho?

—Pero ¿por qué?

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—Porque quería pasear por elparque, y como los perros estabansueltos, no podía. Se ha acordadoque no se aludirá a estacircunstancia en la investigación, yaque sería un gesto feo hacia ella.Sir George cree que sentía un odioinveterado y absolutamenteirracional por mi padre. Ella... ellalo hacía en parte responsable de laruina del señor Frant —vaciló uninstante—. ¿Está usted al corrientede esto?

Asentí y dije:

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—Tengo entendido que laseñora Johnson y el señor Franttuvieron un idilio en su juventud.

La señorita Carswall había idobajando la voz hasta reducirla a unsusurro furtivo:

—Fue el amor de su vida.Nunca lo olvidó. El anillo es laconfirmación, claro. Seguramente elseñor Frant se lo regaló cuandoeran jóvenes como prueba de suamor. Sophie nunca lo había vistohasta hoy.

—Sigo sin entender por qué

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razón quiso ir al parque.—A saber qué fantasías

llenarían la mente alterada de lapobre mujer. Todo apunta a quetenía la intención de matarnosmientras dormíamos. Sir Georgetiene toda la razón, ¿no cree? Lomejor para todos, hasta para laseñora Johnson, es que digamos quesu muerte no fue más que unespantoso accidente. Y de hecho lofue, si no tenemos en cuenta losmotivos que la llevaron hasta allí.

Me miró con una sonrisa

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arrebatadora, una sonrisa quehabría embelesado hasta al juez dela Inquisición. Yo sabía quépretendía. La muerte de la señoraJohnson en el parque de Monkshillera bastante grave en sí, pero laseñorita Carswall no quería másescándalos que arruinaran susnupcias, que ya se avecinaban.Aquella noche quería asegurarse deque yo entendía su situación, y éseera el propósito de su visita. Pese ala franqueza aparente, poco mehabía contado que yo no supiera o

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supusiera.La señorita Carswall se puso

en pie.—Ahora tengo que irme. Los

caballeros no tardarán en pedir elcafé —explicó y sacó algo delridículo que llevaba colgado delbrazo—. Le ruego, señor Shield,que no se ofenda, pero creo que mipadre tiene el pensamiento puestoen tantas cosas que ha olvidadopagar sus gastos.

—Señorita Carswall, yo...Rehusó mi intento de protesta.

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—Considérelo un préstamo.Me gustaría que regresara aLondres con toda comodidad. Esuna época inhóspita para viajar.

Me dio un billete de cincolibras y no me permitió rechazarlo.No volví a quejarme porque sabíaque el dinero iba a venirme bien.Sin embargo, fue como dejarmesobornar.

Me ofreció la mano y dijo:—En fin, adiós señor Shield.

Espero que volvamos a vernos.Al darle la mano, ella dio un

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paso adelante, se puso de puntillasy me besó en la mejilla y dijo,sonriéndose ante mi desconcierto:

—Considérelo un pago de losintereses.

La señorita Carswall se dio lavuelta y esperó a que le abriera lapuerta. Me quedé de pie en elumbral, contemplándola cruzar elvestíbulo hacia las escaleras. Secernía el cuerpo al andar en unmovimiento que me recordó unaserpiente a la que había visto bailaral son de la flauta que tocaba su

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amo hindú.Luego me percaté de que no

estábamos solos. Sophie estaba enel rellano al final de la escalera,junto a la puerta del cuarto que losniños compartían, y me mirabafijamente.

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CAPÍTULO 65

En cuanto me levanté a la mañanasiguiente, supe que la temperaturahabía vuelto a subir, pues el aguadel jarro no se había congelado y elhielo del cristal de la ventana noera tan grueso. A las ocho meindicaron que delante de lascuadras me esperaba un impacientemozo con el calesín.

Poco después ya estaba en elcoche, que se alejaba de la casa por

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el camino de atrás, aunque la nievey el hielo dificultaban el avance.Entonces empezó a caer una lluviapersistente, que llegaba en ráfagasde viento regulares. Miré atrás paraver por última vez las falsasventanas de Monkshill.Aumentamos un poco la velocidadal llegar a la carretera, pero nohabía nada más de que alegrarse. Alprecario abrigo de la capotaimpermeable, nos mojamos duranteel que fue un viaje miserable queduró unas cuantas horas. El mozo

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apenas dijo nada en todo eltrayecto, y a cada intento deconversación por mi parte, sólorecibía respuestas monosílabas ycomentarios entre dientes. Su rasgomás prominente era el cuello, untronco que terminaba en una cabezade la misma anchura, lo cual ledaba una apariencia híbrida. Podríadecirse que de hombros para abajoera un hombre, pero el restorecordaba una sierpe.

Al fin avistamos los chapitelesy las torres de Gloucester, y los

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tejados cubiertos de nieve,resplandecientes a pesar de la luzgrisácea de aquel día de enero; laciudad celestial no podía habermedado una mejor bienvenida.Entramos en la calle Westgate ypasamos frente a Fendall House,cuya fachada moderna ocultaba ellugar donde había pasado las horasmás felices de mi vida. Algo másadelante vi la puerta del bancodonde Sophia y yo habíamosencontrado a la señora Johnsonechada, sumida en un sopor etílico,

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la noche del baile.A medida que nos fuimos

aproximando a Cross, el tráfico ibaen aumento, y el mozo no paró derezongar mientras aguardábamospara girar a la calle Southgate.Finalmente entramos en el patio delBell. Sin soltar las riendas y con lavista fija en la cabeza del caballo,esperó a que yo mismo llamara a unsirviente, o cargara con el equipaje.Indiqué a un muchacho para queviniera, y descargó las bolsas. Juntoa ellas había una cartera grande de

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piel.—Deja eso —ordenó el mozo

de cuadra al muchacho, rompiendoasí su silencio—. Es mío.

Le lancé un chelín, a lo cualesbozó el primer signo deanimación desde que partimos.

No me apetecía alojarme en elBell, donde Carswall y su gentesolían hospedarse, de modo que fuiandando hasta el Black Dog, en lacalle Lower Northgate, con elpequeño porteador a la zaga.Minutos después ya había

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encargado una habitación y mehallaba fumando tranquilamentejunto a una chimenea. Me sentímejor después de la cena. Es muchomás fácil contemplar un futuroincierto con el estómago lleno.

Luego me di cuenta de quehabía olvidado un paquete con lacamisa limpia en el calesín. Medirigí a toda prisa al Bell,esperando que el mozo todavía nohubiera partido hacia Monkshill, ysin poder evitar la sospecha de queme había dejado marchar a

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sabiendas de mi olvido. Pero lojuzgué mal. Habían apartado elcalesín en una esquina de la enormecochera del Bell, y encontré elpaquete donde lo había dejado,metido debajo del asiento paraprotegerlo de la lluvia. Sinembargo, el mozo no estaba.

—Ha alquilado un caballo y seha ido —me informó un palafrenero—. Se mojará en el camino —dijoescupiendo, y sonrió—. Pero nocreo que pueda parecer más agrio.Con esa cara hasta agriaría la leche.

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Más tarde fui a la estación decoches en el hostal Booth-Hall.Tuve suerte al encontrar un billetepara el Regulator, el coche diario aLondres, que salía a la mañanasiguiente a las seis menos cuarto yllegaba a la calle Fleet a las ochode la noche. Me fui a dormir trasdar la orden de que me despertarana las cinco de la mañana. Caírendido en un sueño profundo, ytuvieron que despertarme conrepetidos golpes en la puerta.

E l Regulator era un coche

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correo en el que solamente viajabancuatro personas, de ahí la granvelocidad a la que iba. Me alegréde que mis compañeros de viajefueran tan poco dados a conversarcomo yo: un campesino corpulentoque iba hasta Northleach, un clérigoque regresaba al colegio mayor deOxford del que era miembro, y unaanciana con un gesto melindroso yun par de agujas de hacer punto quenunca estaban quietas. Los demáspasajeros iban cambiando, pero laseñora que tejía y yo íbamos hasta

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Londres. Pasé el viaje leyendo,echando cabezadas y mirando porla ventana.

Los recuerdos recientes deMonkshill volvían al escenario demi mente cuando el coche avanzabapor un paisaje inhóspito deinvierno. Sentía un vacío profundoy paralizador. Por primera vez meatreví a mirar al futuro y cuanto viera igualmente desolador. Sinembargo, era inevitable. Por lomenos, tenía empleo, un techo bajoel que cobijarme y la perspectiva

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de tener el estómago lleno.Cuando llegamos a Londres ya

había anochecido. El hedor y lasensación familiar de entrar en lametrópoli invadieron el vehículo.El fulgor de las luces de gas delWest End se extendía por encima dela niebla. Dejamos a la señora quetejía en Piccadilly. El Regulator mellevó un kilómetro y medio máshacia el este, hasta el hostal Bolt-in-Tun, la estación central de lacalle Fleet.

Mientras descargaban mi

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equipaje en el patio de coches delhostal, sentí unos golpéenos en elhombro. Al darme la vuelta, mealegró y me sorprendió reconocer aEdward Dansey.

—Cuánto me alegro de verte—le dije—. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias. ¿Este estodo tu equipaje?

—Sí —dije y, al darme cuentade lo extraño de la situación, medesconcerté—. ¿Cómo sabías queviajaba en este coche?

—No estaba seguro. Era una

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posibilidad.—No... no lo entiendo.Dansey me ofreció el lado más

grave y adusto del rostro de Jano.—Tenemos que hablar, Tom;

pero aquí no.Dejé el equipaje en la estación

de coches para recogerlo más tarde,y seguí a Dansey entre el sombríobullicio de la noche. Me tomó delbrazo y me llevó entre la nieblahasta un restaurante repleto deabogados, situado en una de lascalles adyacentes a Chancery Lane.

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No le vi con claridad, hasta que nossentamos en un reservado yesperamos a que nos atendieran. Mellamó la atención lo pálido ydemacrado que estaba. Las dosarrugas verticales que le cruzabanla frente eran más profundas de loque recordaba.

Estábamos bastante tranquilosen el reservado, y lasconversaciones que se sostenían enderredor nos aislaban del resto delmundo. Pese a mi curiosidad,enseguida pedí filetes y cerveza

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negra. Había comido durante elviaje, poco después del mediodía,pero mi estómago todavía estabaacostumbrado al horario domésticodel señor Carswall.

—Dime, pues, ¿cómo es quehas venido a recibirme? No es queme moleste, ni mucho menos; nadamás agradable que ver una caraconocida al final de un viaje.

Dansey me miró con tristezadesde el otro lado de la mesa.

—Me temo que el encuentrotiene poco de agradable.

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—¿Qué quieres decir?—Esta mañana el señor

Bransby ha recibido una carta. Laha traído un sirviente del señorCarswall.

—¿Desde Monkshill?Asintió con la cabeza y dijo:—¿De dónde, si no? El

mensajero ha viajado toda la noche.Apenas se mantenía en pie cuandoha llegado a Stoke Newington. Él esquien nos ha dicho que veníasdesde Gloucester, y en qué cocheibas a viajar. Pero el...

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Guardó silencio al llegar lasbebidas.

Cuando volvimos a estar solosle pregunté:

—El mensajero de Carswallera un mozo de cuadra, ¿verdad?¿Un tipo patizambo de cabezapequeña y cuello ancho?

—Sí. ¿Lo conoces?—Debe de ser el mismo que

me llevó a Gloucester ayer por lamañana.

—Es muy probable —dijoDansey apartándose la peluca para

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rascarse la cabeza—. Tom... no meresulta fácil decirte esto. Cuando elseñor Bransby ha leído la carta hamontado en cólera, gritando tanalto, que lo oía desde el otroextremo del colegio. Al final memandó llamar y me la enseñó.

Yo lo miraba sin moverme. Nodije nada, pues nada había quedecir.

—El señor Carswall te acusade no cumplir con lasresponsabilidades y dice que,cuando estabas con los niños, raras

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veces les dabas clase, queparticipabas de sus juegos, que tecomportabas con poca seriedad yque los animabas a hacer lo mismo—dijo, alzando una mano para queno lo interrumpiera—. Alega que teemborrachabas con frecuencia.

—Ned, amigo mío...Volvió a levantar la mano.—Hay más, y peor: dice que

hiciste insinuaciones indecorosas aambas damas, a la señoritaCarswall y a la señora Frant.

—Eso no es verdad —salté,

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pero mi voz me pareció tan falsacomo yo mismo, y sentí calor en lasmejillas.

Dansey me miró un momentosin parpadear y prosiguió:

—No te he contado lo peor,Tom. El señor Carswall dice que,poco después de marcharte,descubrió que faltaba un anillo degran valor, una reliquia de lafamilia o algo así.

—Ese anillo existe —dije—.Es un anillo de luto que conmemorala muerte de una dama llamada

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Amelia Parker, la abuela de HenryFrant. Gracias a Harmwell, elayudante del señor Noak, y a mí, loencontramos el día antes de irme.Las circunstancias del hallazgofueron...

—Cómo lo encontraste noviene al caso —me interrumpióDansey—. Lo importante es queluego se perdió. ¿Cuándo fue laúltima vez que lo viste?

—Ese mismo día por la noche.En la salita de estar de Monkshill.

—El señor Carswall alega

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que, mientras estaba cenando conlos demás, entraste a hurtadillas enla sala donde estaba el anillo y lorobaste —explicó, e hizo una pausapara mojarse los labios—. Ademásdice que era una sala en la que nose te permitía entrar, pero uno delos sirvientes te vio salir de ella ydesde entonces no encuentran elanillo.

Negué con la cabeza.—El mismo mozo que entregó

la carta me llevó hasta Gloucester.Es decir, el señor Carswall no

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podía saber que faltaba el anillodespués de marcharme. Si esecuento fuera cierto, tendría quehaberlo sabido antes. Y, si tenemosen cuenta ese detalle, la historia esdudosa.

El rostro de Dansey reflejóuna esperanza que se desvaneció alinstante.

—Estás dando por sentado quees el mismo mozo. Pero aunquefuera el mismo hombre, hay motivosevidentes por los que el señorCarswall no te acusó del asesinato.

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¿No podría ser que quisiera evitarun escándalo a las señoras? Y habíaque pensar en el señor Bransby, yno digamos los niños y el señor y laseñora Allan. No, cuantas másvueltas le doy, más escrupulosa meparece su conducta.

—Es evidente que no conocesal señor Carswall.

—Eso no hacía falta decirlo,Tom. No es nada amable por tuparte.

—Pero es verdad.Dansey apretó los labios.

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Tenía la misma expresión que solíaponer antes de pegarle a un niño.Entonces dijo con calma:

—Hay un último detalle.Según dice la carta, cuandodescubrió que faltaba el anillo, elseñor Carswall interrogó a todo elmundo inmediatamente, y un lacayole dijo que te había vistoremendándote el abrigo con hilo yaguja aquella noche, cosa que leextrañó, porque un hombre de tuposición habría pedido a una de lascriadas que lo remendaran. Es más,

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el criado afirmaba que parecíasavergonzado de que alguien te vieracon la aguja en la mano e hiciste aun lado el abrigo.

Golpeé la mesa con la palmade la mano.

—Se lo han inventado. Se lohan inventado entre ese villano deCarswall y el villano de su lacayo.Ahora entiendo la amabilidad quemostraron los sirvientes conmigo laúltima noche.

—El abrigo, Tom —dijoDansey tranquilamente.

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—¿Qué pasa con él? Está allícolgado.

—Tráelo.Lo miré en silencio, mientras a

mi mente acudían palabras en untorrente de furia. Luego me levantéy descolgué el abrigo del gancho y,aún sin decir nada, lo dejé en mediode la mesa. Dansey hurgó losbolsillos y, a continuación, se pusoa palpar metódicamente losdobladillos. Detuvo los dedos alllegar a la parte baja del abrigo,donde había una costura que bajaba

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desde la cintura. Toqueteó aquellaparte otra vez y levantó despacio lacabeza para mirarme.

—Aquí hay algo —dijo.—Puede ser. Pero eso no

significa que yo lo haya metido —dije.

Sin embargo, no fueronpalabras adecuadas, pues mehicieron parecer que estaba a ladefensiva, como un delincuente enel banquillo que trata de librarse dela acusación. Así que enseguidaañadí:

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—Toma... ábrelo con elcortaplumas, a ver qué es.

Dansey abrió la navaja y cortólas puntadas con el extremo. El hiloera negro, pero era evidente queunos diez centímetros de la costuraeran recientes, pues el hilo viejohabía desaparecido. Dansey metiólos dedos en la abertura y extrajo unpapel que estaba doblado variasveces hasta formar un cuadradoperfecto y compacto. Lo dejó sobrela mesa para desplegarlo. En elpapel había un garabato con mi

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letra y, al desdoblar el últimopliego, allí estaba el anillo, en todosu esplendor. Extendí la mano paracogerlo, y Dansey no hizo amago deimpedírmelo. La cabeza me dabavueltas.

—¿Ves, Ned? Es el mismoanillo que describe el señorCarswall. Debajo de la piedra hayun mechón de la señora Parker. ¿Loves? Hace sesenta años, era partedel cabello de una mujer viva.

Lo dejé sobre la mesa.Él no lo tocó.

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—¿No es ésta tu letra?—Claro que sí —reconocí.Cogí el papel para examinarlo

bajo la lámpara. «César ordenó alas legiones que iniciaran la marchaal cuartel de invierno».

—Sí —proseguí—. Es partede una traducción que hice hacer aCharlie y a Edgar durante una de lasúltimas clases que tuvimos. Mira...el papel está arrugado. Al terminar,debieron de tirarlo.

—¿Insinúas que alguien loencontró y lo utilizó para envolver

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el anillo, sabiendo que así teimplicaría más?

—No se me ocurre otraexplicación.

Al acercarse el camarero,Dansey tapó el anillo con un guante.Ninguno de los dos volvió a hablarhasta que los platos estuvieronservidos, y el camarero se huboido.

—El señor Carswall pedía alseñor Bransby que examinara tuabrigo al llegar a la escuela —dijoDansey—. En la carta decía que, si

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encontraba el anillo, se veríaobligado a presentar cargos.Añadía que procuraría que noafectara al señor Bransby ni a laescuela.

La comida se enfrió. El ruidoaumentó a nuestro alrededor comoolas rompiendo en la playa.Carswall había urdido un hábilplan, en concreto, al implicar alseñor Bransby. ¿Quién iba a poneren duda la palabra de un clérigo, yademás un clérigo que me habíaofrecido un puesto de trabajo, como

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un favor personal a una antiguasirvienta suya, mi tía? Y si hubieraun escándalo, saldría de StokeNewington y no de Monkshill.

—Carswall es un tirano en supropia casa —dije—. Sobre todocuando se emborracha. La otranoche evité que prestara a la señoraFrant atenciones que ella nodeseaba.

Dansey preguntó mientrascortaba la carne:

—¿Hubo testigos?—Ninguno, que yo sepa,

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aparte de la señora Frant.—¿Crees que ella testificaría

al respecto?—No se lo pediría. No podría

pedírselo, Ned, tienes queentenderlo. Aparte, ella y Charliedependen de Carswall para vestirsey vivir bajo un techo.

—Ya veo.Tomé el cuchillo. Comimos en

silencio durante unos minutos. Si laacusación llegaba a los tribunales, ysi yo salía mal parado, podríandeportarme o, peor aún,

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condenarme a la horca. Mi destinodependía de Edward Dansey.

—¿Qué piensas hacer? —lepregunté.

Siguió masticando despacio,deliberadamente despacio,cavilando alternativas. Dansey eraun tipo melindroso. Yo sabía que nopodía darle prisa, ni tampocopersuadirlo. Allí, al otro lado de lamesa, estaba un juez y jurado, ysólo podía esperar a que emitiera elveredicto.

—Seré sincero, Tom, pinta

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muy mal.—No soy un ladrón.El rostro de Jano mostró sus

dos lados.—El señor Carswall es un

ciudadano respetable, un hombreque ocupa una posición importanteen el mundo —dijo Dansey—. Y elseñor Bransby es un clérigo,además de nuestro superior.

—Al señor Bransby lepreocupa complacer al señorCarswall.

Dansey no respondió. Tendría

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que haber añadido: «y a ti tepreocupa complacer al señorBransby». De eso se trataba:Dansey no quería poner en juego sutrabajo; por otra parte, tenía unaconciencia vulnerable y, pese a queel anillo estaba debajo del guante,no estaba seguro de que yo no decíala verdad. De hecho, creo quequería creerme.

—¿El señor Bransby no sabeque estás aquí?

Hizo una leve señal con lacabeza para indicarme que no.

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—Si el señor Carswallpresentara cargos contra mí, tododependería del anillo —dije—. Sinel anillo, la acusación no tendríafundamento.

—Seguramente —dijo Danseyapartando a un lado su plato—.Créeme, Tom, no sé qué pensar.

—Querrás decir que no sabesa quién creer.

Me miró con ojos implorantes.—Si lo supiera, sería mucho

más fácil.—Entonces debes actuar como

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creas conveniente.Sacó el monedero y dejó unas

monedas sobre la mesa. Recogiósus guantes y se deslizó sobre elbanco para salir del reservado. Nome miró una sola vez, pero yo loobservaba. Se puso el abrigo y elsombrero y se ató la bufanda alcuello. Por último, se calzó losguantes, hizo una seña con la cabezaal camarero y salió.

Me ardían los ojos, y habríapodido llorar por aquella injusticiaque no merecía. Sin embargo, cerré

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la mano en torno al anillo y acerquéel puño hacia mí.

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CAPÍTULO 66

Aquella noche dormí —o más bienyací— en una casa de huéspedessituada en un callejón de FetterLane. Era un laberinto de cuartosque hedían a armario cerrado. Amiasí, pagué por una habitaciónindividual y coloqué el jergóncontra la puerta para asegurarme deque no entrara nadie. Aparte deratas e insectos, no hubo intrusos,aunque nunca dejé de oír a gente

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por la casa, nunca estaba ensilencio.

Necesitaba tiempo paradecidir qué iba a hacer. Aunque medeshiciera del anillo, era unaimprudencia regresar a StokeNewington. El señor Bransby noera un hombre corrupto, si bien eraun hombre celoso de satisfacer losdeseos de padres y tutorespudientes. No me cabía ningunaduda en cuanto a si iba adespedirme o no, ya que, aparte dela acusación de robo, cualquiera de

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las otras acusaciones eran lobastante graves para justificar unarenuncia a mis servicios.

La postura de Dansey meapenaba, aunque al habermeadvertido de la situación, me habíasalvado de una detención segura.Agradecía su gesto, pero deboreconocer que su falta de confianzame había dolido. No lo esperaba deél. A pesar de su gesto, había algomalévolo en su comportamiento.

Necesitaba más que nunca elconsejo de un amigo desinteresado.

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Pensé que lo mejor que podía hacerera acudir al señor Rowsell cuantoantes, y contárselo todo, o casitodo, pues no deseaba entrar endetalles en cuanto a lo ocurrido conSophie, ni con la señorita Carswall.Podría darme consejo comoabogado y, como amigo, tratarmecon la amabilidad de siempre.

Por tanto, el viernes por lamañana, me lavé lo mejor que pudey me puse ropa limpia. Salí de lacasa de huéspedes, desayuné y fuial barbero. Comido y aseado, me

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dirigí hacia Lincoln's Inn. Atkins, elayudante del señor Rowsell, estabacopiando un documento en la salaexterior.

—Me temo que no está aquí,señor.

—¿Ha salido por trabajo?—Últimamente no se

encontraba bien; ayer sufriópalpitaciones y se quedó en casacon su esposa para desangrarse.Creo que ya se encuentra mejor,pero esta mañana ha enviado elrecado de que no volverá hasta el

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lunes.—¿Cree que pondría alguna

objeción a que fuera a verle a casa?Atkins esbozó una sonrisa

contenida.—El señor Rowsell es un

hombre que gusta de compañía,señor.

Le di las gracias y me dirigí ala calle Northington. Al llamar a lapuerta, me abrió una sirvienta, perola señora Rowsell bajaba por lasescaleras con un grupo de niños enzaga. No tuve tiempo ni de abrir la

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boca, cuando hizo a un lado a lasirvienta y se puso delante de mí enel umbral. Me quité el sombrero ehice la reverencia correspondiente.

—Señor Shield —dijo—. Noes usted bienvenido en esta casa.

Los niños me miraban enmedio del silencio, como lasirvienta menuda y la señoraRowsell. Bransby conocía mirelación con el señor Rowsell, peroyo no imaginaba que le hubieraavisado tan pronto; tuvo quehaberle escrito el día anterior, en

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cuanto recibió la carta de Carswall.Tampoco esperaba que lamalignidad de Carswall hubierallegado tan lejos, ni tan deprisa, nique mis amistades fueran tanvulnerables a su poder.

—Señora —me atreví a decir—, espero no haber hecho nada quehaya ofendido...

—Váyase de aquí —meordenó—. El señor Rowsell novolverá a verle nunca más. Ni aquí,ni en Lincoln's Inn. Váyase, señorShield, y no vuelva nunca.

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Hice una reverencia, me puseel sombrero y me marché.

La puerta se cerró de golpe amis espaldas. Caminaba sin rumbo,dejaba que las piernas avanzaran asu libre albedrío por las callescubiertas de nieve derretida yfangosa, entre los torbellinos degente. Había perdido mi puesto detrabajo, mi buen nombre y a misamigos. Había perdido a Sophie...pero, ¿había sido mía alguna vez?Estaba solo en medio de lamultitud. Estaba realmente solo.

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La marea humana mearrastraba entre los coches y carrosdel patio del Bull and Mouth en St.Martins-le-Grand. Me detuve frentea la entrada del café; el olor acomidas me recordaba que teníahambre. Sin embargo, ahora que notenía amigos debía conservar elpoco dinero que me quedaba yhacerlo durar.

A la puerta había un hombreregordete que arengaba a unpúblico inexistente para entrar. Éltambién pensaba en dinero.

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—¡Seis chelines al día! ¿Hanpagado semejante precio algunavez? Maldita sea, ¿me toman porCreso? ¡Seis chelines al día!

En aquel momento, una señorase asomó a uno de los balcones quedaban a la galería y que secomunicaban con las habitacionesde abajo. Llamó a su sirvienta, quellevaba un paquete al coche que ibaa Cirencester.

—¿Por qué no has metido lasjoyas? —le gritó—. ¡Estúpida, másque estúpida! Sabes de sobra que

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siempre me llevo las perlas.Seis chelines. Perlas. Las

palabras me refrescaron lamemoria. Un juego de palabrasinfantil me hizo recordar algo. Eldía que el señor Rowsell me habíainformado de la herencia de mi tía,yo había dicho a la señora Jem:«Señora Jem, es usted una perla sinpar». La señora Jem vivía en elnúmero tres de la calle Gaunt ytodavía me debía seis chelines porla venta de algunos efectos de mitía, la señora Wilson.

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CAPÍTULO 67

Una semana más tarde, el 29 deenero, nuestro anciano rey falleciófinalmente, y el mundo siguióadelante con cierta indiferencia.Para entonces, mi estilo de vida yahabía empezado a cambiar, no tantopor voluntad propia como porbuena fortuna. Cuando se va a laderiva, a veces no es más prudenteintentar salvarse que esperar yconfiar en que las corrientes vayan

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a favor.Quizás a su manera, los Jem

eran el favor personificado. Vivíanen un edificio alto y estrecho muycerca de la calle Strand. El númerotres de la calle Gaunt consistía enun grupo de casas ruinosas,apiñadas alrededor de una plazuela,igual que viejas damas que viven enla estrechez, apartadas del mundo,que solamente encuentran consueloy seguridad en la compañía de sussemejantes.

Cuando acudí allí para

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reclamar mis seis chelines, vi unletrero en la puerta que anunciabauna habitación para alquilar. Nohacía mucho que habían barrido lasescaleras que subían a la plantasuperior, y alguien había intentadolimpiar la aldaba sin conseguirlo.La señora Jem me recordaba. Sinnecesidad de pedírselo, abrió uncajón de la cocina cerrado conllave y sacó un sobre con seischelines.

Me interesé por la habitación.Subió entre resuellos las escaleras

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y me mostró una buhardilla traseracon una cama pequeña y estrecha.Quedamos en que le pagaría larenta una semana por adelantado, ylas comidas y el servicio delavandería aparte. Estaba seguro, ybastante, de que la señora Jem nopermitiría que nadie me robara mispertenencias. Previamente, el señorJem debía dar el visto bueno alacuerdo; era un hombre gordo quepasaba la mayor parte del tiempo encama, pero en este caso se tratabade una formalidad, como un

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proyecto de ley que el Parlamentopresenta al monarca para recibir laSanción Real. El señor Jem habíasido carpintero, con un grupo dehombres a su mando, pero habíatenido un percance con la sierra,que le costó una mano. Por suerte,pocos días antes del accidente, sehabía servido de aquella mismamano para firmar el contrato dearrendamiento de la calle Gaunt.

—¿Dice que es maestro deescuela? —dijo resollando—.Tengo una carta que pasar a limpio.

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Le estaría muy agradecido si meayudara, muy agradecido —dijomostrándome el gancho que teníapor mano—. Ahora ya no escribobien.

Dudo que jamás hubiera sidocapaz de escribir algo más que supropio nombre. La carta era unapetición que hacía a un hombre parael que había trabajado. A la nochesiguiente, traté de enseñar a laseñora Jem a calcular cuentas sobrepapel, así como mentalmente, peroen vano. En cuestión de pocos días

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y casi de manera involuntaria, paséa formar parte de la pequeñacomunidad formada por los Jem ylos demás inquilinos. La pobrezanos unía, así como la necesidad delservicio que cada uno prestaba alos demás.

El señor, la señora Jem y laspequeñas Jem dominaban el sótano,la planta baja y el salón principal,que estaba alquilado a un hombreque construía mandolinasnapolitanas falsas y llenaba la casacon el olor de las virutas de madera

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y el barniz. En los cuartossuperiores se alojaban otrosinquilinos, bien que no sin orden niconcierto, como ocurría en lostugurios de St. Giles, sino concierto espació entre ellos. Recuerdoa una viuda que lavaba ropa y a unhombre que tenía un puesto de caféen la calle Fleet; un marinero al quele faltaba una pierna y que ejercíacomo niñera de los hijos de los Jemcon gusto y sobrada habilidad; unapareja de rusos que hablaban pocoinglés, que vivían atemorizados por

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la policía y que siempre estabandispuestos a ofrecer una taza de té;un oficinista venido a menos, quehabía trabajado en el centrofinanciero de la ciudad antes de quelo traicionaran; y yo mismo, queayudaba a los demás a calcularquién debía cuánto a quién, queintentaba enseñar a los hijosmayores de los Jem el alfabeto yque escribía cartas a quienestuviera dispuesto a pagar.

No, la calle Gaunt no era St.Giles: hay distintos modos de vivir

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la pobreza. La señora Jem tenía laabsoluta determinación de que sucasa fuera un lugar respetable. Cadadomingo llevaba a sus hijos a laiglesia dos veces al día, así comoal señor Jem, bien es cierto que nocon tanta frecuencia. Gobernaba supropio reino con la severidadpropia de una amazona. Cuando unviernes por la noche vio a lacosturera del segundo pisopavoneándose con sus mejoresgalas por Haymarket, echó a lacalle a la pobre mujer con todas sus

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cosas. Para ser pobre y respetable ala vez, también hay que serimplacable.

La señora Jem y yo nosaveníamos bastante bien. Sabíapoco de mí, aparte de que mi tíahabía sido una mujer decente y queyo era un universitario con estudios.Le conté que acababa de regresarde Londres, después de que medespidieran de una escuela por undelito que no había cometido. Noentré en detalles, pero no eranecesario siempre y cuando mi

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conducta siguiera siendosatisfactoria.

Con el tiempo, la señora Jem,cuya influencia traspasaba losconfines de la calle Gaunt, meencontró alguna que otra claseparticular que dar y alguna que otracarta que escribir entre sus amigosy conocidos. Se me antojó quehabía cierta ironía en ello, pues, aligual que David Poe, me habíaconvertido en amanuense, en unhumilde escribano que redactabacartas ajenas.

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De modo que no era un hombreinsatisfecho con mi vida, ni muchomenos. Era pobre, pero noindigente. Tenía una ocupación útil,pero no desmedida. No mealimentaba de comida exquisita,pero siempre tenía el estómagolleno. Tenía un lugar donde vivir yvecinos que, aunque de formadistante, me aceptaban de buengrado, sentimiento que compartíacon ellos. Desde la ventana de micuarto, los días claros veía tejadosde pizarra, chimeneas y palomas y,

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por las noches, el cielo reflejabalas luces amarillentas de las lucesde gas del West End.

Progresaba. Pasó febrero yllegó marzo. Sentía cierto orgullopor haber sobrevivido y sabía queaquella independencia me habríaparecido un sueño imposible un añoatrás. Mi mente volvía a estar enpaz.

No podía decir lo mismo demi corazón. No pasaba un solo díaen que no pensara en Sophie. Con lavida monótona que llevaba me

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sobraba tiempo para reflexionar ysoñar. Evocaba aquella noche enGloucester cientos, miles de veces.Trataba de recordar cada palabra,cada gesto que compartimos, desdeel primer encuentro frente a laescuela de Bransby, hasta aquelmomento cruel de mi última nocheen Monkshill, cuando Sophie habíavisto a la señorita Carswall salir ahurtadillas de la sala de estudio.Casi todos los días encontraba unmomento para entrar en una tabernao un café y leer los periódicos. Fue

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así como leí un breve informe en elMorning Post de la investigaciónsobre la muerte de la señoraJohnson. Sir George había sabidoarreglárselas con un alarde deingenio y discreción. El periódicodecía que la señora Johnson, esposade un oficial de marina que servíaen el puesto de las Antillas habíasufrido una desafortunada caída,debida en parte a la inclemencia deltiempo, en una nevera de hielosituada en una finca vecina. Sehabía golpeado la cabeza en una

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rejilla de hierro, lo cual había sidocausa de su muerte inmediata. Eljurado del juez de primera instanciaemitió un veredicto de muerteaccidental. El informe era exacto encuanto a la información, peroaportaba poca.

Así pues, una mujer habíapasado a mejor vida, bienengalanada, y pronto quedaríarelegada al olvido. A principios demarzo, cuando ya había pasado eltiempo de rigor, el compromiso dela señorita Carswall con sir George

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Ruispidge se anunció en losperiódicos de Londres. A los pocosdías se anunciaba que el señorCarswall y su familia se marchabande Monkshill para regresar aLondres, a su antigua casa de lacalle Margaret.

¿Habrían venido Sophie yCharlie también? ¿Habría vueltoEdgar al colegio del señorBransby? El nuevo trimestre habíaempezado el primer día de febreroen Stoke Newington. Me habríagustado saber si la señorita

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Carswall confiaba en que fuera aser feliz. Al fin y al cabo, unmojigato era un mojigato, tuviera ono el título de baronet o una fortunaque ofrecer.

Durante esta época, me puseen contacto solamente una vez conmis antiguos compañeros. Así, elúltimo día de enero escribí aEdward Dansey para agradecer suamabilidad —sin concretar— ypedirle que recogiera y guardara mibaúl hasta que estuviera encondiciones de recibirlo. Remití

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adjunto algo de dinero para costearlos gastos que pudiera tener. No lefacilité mi dirección, aunque le dijeque le daba mi palabra de quevolvería a escribirle en cuantoestuviera establecido. A aquellacarta acompañé una nota dirigida alseñor Bransby, en la cual lamentabaque las circunstancias me habíanobligado a renunciar a mi puesto deinmediato y le rogaba que aceptarael sueldo que me debía paracompensar la ausencia denotificación previa.

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Obviamente, leía los diariospor otro motivo. Para mi inefablealivio, no se mencionaba nadaacerca del robo de un anillo, ni dela búsqueda de Thomas Shield.Llegué a la conclusión de que, trashaberme espantado y arruinado lavida, Stephen Carswall habíadecidido —o eso esperaba yo—dejarme en paz, acaso porque elplacer de perpetuar su venganza nomerecía el riesgo de un escándaloen aquel momento tan delicado dela vida de su hija. No querría poner

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en riesgo la hipotética existencia deaquellos Carswall Ruispidge.

El único objeto que seguíaatándome al pasado era el anillo deluto por Amelia Parker. No habíaosado lanzarlo al Támesis, quehabría sido lo más sensato. Lohabría devuelto a su dueño de habersabido quién era. En general,Sophie parecía la persona con másderecho a la joya que nadie.Entretanto, lo oculté en una grietade las vigas horizontales queatravesaban el techo de mi cuarto

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de un extremo al otro. Lo disimulécon un trozo de yeso desmenuzado,que embutí en la hendidura y, con eltiempo, una araña tejió una telasobre ella y yo me olvidé de que elanillo existía.

Me desentendí de mi propiavida. No fui demasiado feliz enaquella época, pero me sentíaseguro.

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CAPÍTULO 68

La ilusión se truncó un martes deabril. Era un día agradable y casitan caluroso como en verano, demodo que por la mañana había dadoun paseo hasta Stanmore, un bonitopueblo donde la señora Jem teníauna amiga que deseaba escribir unacarta larga, cuidada y bienexpresada, para presentar una quejaal albacea encargado de la modestafinca de su padre. Al regresar a la

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habitación al final de la tarde, meencontré a una de las niñas de losJem esperándome en las escaleras.

—Mamá quiere hablar contigo—me anunció—. Señor Shield,¿soy tan guapa como Lizzie? Elladice que no. Es una mentirosa,¿verdad?

—Tanto tú como tu hermanasois de una belleza incomparable,cada una a su manera.

Le di un penique y bajé a laplanta del sótano, donde solía estarla señora Jem, sentada en una

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butaca colocada entre una cocina yuna ventana desde la cual se veía laparte de la escalera que llegaban ala puerta principal. Al entrar, meescudriñó con unos ojos bonitos yoscuros, que asomaban entrepliegues de grasa.

—Antes de comer ha venidoun hombre preguntando por usted —me dijo.

—¿Quería que le escribierauna carta?

—No quería nada. Sólo sabersi usted vive aquí.

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—¿Y le ha dicho que sí?—Las niñas se lo han dicho.

Estaban jugando en las escaleras deafuera, como los monitos. Luego hesalido yo y lo he mandado a paseo.

Me escrutó el rostro ypreguntó:

—¿Qué hizo antes de veniraquí?

—¿A qué se refiere, señora?—A mí no me la da. Hace

tiempo que lo tengo calado. Unhombre culto como usted tiene quetener sus razones para vivir en un

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sitio como éste.—Ya se lo conté...—Yo ya sé qué me contó, y no

me lo tiene que contar otra vez —dijo aplanándose el delantal—. Medirá que no meta las narices, ynormalmente no las meto mientrasno hay problemas. Pero no me gustaque hombres como ése vayanpreguntando por ahí por misinquilinos. Era un mequetrefeespabilado, que sabía lo que sehacía. Y además intentóintimidarme.

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Le sonreí y dije:—Me habría gustado verlo.La señora Jem no me devolvió

la sonrisa y añadió:—Puede que antes fuera un

policía y que ahora investigue paraotros. El típico sujeto que ronda alas sirvientas con intencionesdeshonestas.

—Le aseguro, señora, que noes el caso.

Sin embargo, sentí que meacaloraba. Si Henry Frant estabavivo, Sophie y yo habríamos

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cometido delito de adulterio por loocurrido aquella noche enGloucester.

—No... no sé qué querría.—Le quería a usted —dijo la

señora Jem—. Eso está claro. Ledigo una cosa, señor Shield: noquiero perderlo porque es limpio,amable y paga el alquiler. Pero noquiero situaciones desagradables enesta casa. Tengo que pensar en misniñas.

Hice una reverencia.—Por Dios, no malgaste sus

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buenos modales conmigo. Procureque no vengan a incordiar más poraquí y ya está —me dijo, pero conuna sonrisa en los labios.

Agitó la mano, instándome asalir, como lo hubiera hecho conuna de sus propias hijas.

Subí corriendo a mibuhardilla. Sabía perfectamente aqué había venido aquel visitante:Carswall había averiguado dóndevivía. Maldije mi propiacomplacencia. Sabía desde elprincipio que era un hombre de

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malas pasiones, capaz de abrigar unodio perdurable. Entonces deseécon todas mis fuerzas no haberocultado el anillo en mi habitación.Habría sido mucho más preferiblehaberlo lanzado al Támesis. Lepregunté de qué modo podíadeshacerme de él antes de quevinieran a buscarme. Por otra parte,el enviado de Carswall ya sabíadónde me hospedaba, y lo másprobable era que tuvieran vigiladala casa. Si estaba en lo cierto,acaso era mejor dejar el anillo

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donde estaba, en vez de correr elriesgo de que lo encontraran en elbolsillo de mi chaleco. Aun así,algún día tendría que sacarlo deallí.

Había dejado abierta la puertade mi habitación. Entonces oí quellamaban a la puerta principal. Seoían voces en el recibidor, y elruido de pasos infantiles que subíancorriendo por la escalera. Lizzie yLottie entraron juntas.

—Oh, señor —empezó a decirLottie.

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Lizzie apartó a su hermana aun lado, la hizo callar y dijo a suvez:

—Hay otro hombre quepregunta por usted, no es el...

Lottie interrumpió a suhermana propinándole una patadaen el tobillo:

—No, señor, pide por favorque le dejemos hablar con usted.

A medida que pronunciaba lasúltimas palabras, apareció unasonrisa ufana en su rostro pecoso.Su hermana le tiró del pelo. Detuve

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el altercado, como había detenidotantas veces otros, colocándomeentre las dos, y las hice bajarconmigo.

La casa olía a col. En ciertomodo, me alegraba de haberllegado a aquella disyuntiva en laque yo no debía tomar ningunadecisión; no tenía por quédebatirme entre quedarme o huir,entre llevarme el anillo o dejarlodonde estaba. Mientras andábamos,las dos niñas me hablaban sin teneren cuenta la presencia de la otra.

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Yo tenía la boca seca y estabamareado.

En el recibidor me esperabaun hombre con un abrigo negro. Medaba la espalda, y al parecer estabaexaminando las gotas de sangreseca del suelo, que marcaban ellugar donde Lottie y Lizzie sehabían peleado por un confite deciruela el domingo por la tarde. Alllegar al final de la escalera, se diola vuelta para saludarme. Reconocía Atkins, el ayudante del señorRowsell.

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—Señor Shield, espero que seencuentre bien.

Mientras entablábamos laconversación con las cortesías derigor, aunque sin entusiasmo, meexaminó con una curiosidaddescarada. Luego se llevó la manoal bolsillo y sacó una carta.

—El señor Rowsell me hapedido que le entregue esto. Me hadicho que, si lo encontraba,esperara a saber la respuesta.

Me hice a un lado, rompí elsello y desplegué la carta:

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Querido Tom:Lamento el equívoco que hubo,

cuando vino a visitarme a la calleNorthington el pasado mes deenero. Si es tan amable, leexplicaré a qué se debió. Sería unplacer para mí que comieraconmigo cualquier día de estasemana, a excepción del sábado.

Un afectuoso saludo de suamigo,

Humphrey Rowsell

Miré a Atkins.

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—Le ruego que salude alseñor Rowsell de mi parte, y lediga que el jueves me iría bien.

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CAPÍTULO 69

El señor Rowsell me llevó a unataberna de la calle Fleet. Nostomamos una botella de burdeosdurante la cena, y luego otra. Entodo momento, se mostró amableconmigo, aunque al principio laconversación giró en torno a temasgenerales. Hablaba a trompicones,precipitándose en su discurso,como si las palabras se le fueran aescapar y se reía escandalosamente

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a la menor ocasión. Y no es quedijéramos nada divertido, ya quehablamos sobre la conspiración dela calle Cato contra el gobierno, dela cual se hacían eco los periódicosdel momento, y de la matanzaocurrida en Manchester el veranoanterior.

—Son momentos difíciles parael país —dijo el señor Rowsell,dejando el tenedor sobre el plato—.Me preocupa que haya una quiebrageneral, una gran crisis deconfianza pública, que haga parecer

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la caída del Wavenhoe un nimiopercance. Así que guarde su capital,Tom, no lo invierta enespeculaciones.

—Gracias, señor —dije,fijándome en el rostro de mianfitrión, que se había oscurecidopor el vino—. ¿Puedo preguntarle aqué se refería en la carta que meenvió..., en cuanto a unaexplicación?

—¿Una explicación? —preguntó cerrando los ojos uninstante—. Ah, sí. Antes debo

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decirle que he escrito al señorBransby. Cuando le estababuscando, como es natural, él fue laprimera persona en quien pensé.

—En tal caso, ya estará alcorriente de que renuncié a mipuesto en la escuela.

—Sí... él..., bueno, no meandaré con rodeos: hizo una seriede alegaciones contra su conductaque resultaban difíciles de creer.

—Quizá porque no fueranciertas.

Rowsell enarcó las cejas.

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—Me alegra oírlo, Tom.—¿Robo, amoríos y falta al

cumplimiento de mi deber con susalumnos?

Asintió y añadió:—Le recordé al caballero que

en este país existe el delito dedifamación, pero no contestó a misegunda carta.

—Y seguramente la señoraRowsell se enteró de mi desgraciamucho antes de que usted lo supierapor el señor Bransby, ¿no?

—Sí, sí, la señora Rowsell...

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sí, luego se lo cuento —dijo conuna tez aún más oscura, pero siguióbebiendo vino—. No sabía dóndeestaba, así que no sabe cuánto mealegré cuando el lunes por lamañana Atkins me dijo que lo habíaencontrado.

—¿El lunes? ¿No será elmartes?

—No, fue el lunes... a simplevista nadie lo diría, pero tiene undon para tratar con desconocidos,para hacer preguntas inocuas sinofender, y además tiene conocidos

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por toda la ciudad. Decidí centrarla búsqueda en el barrio de la calleStrand... me parecía la parte deLondres en la que podía estarporque fue donde vivió su tíadurante mucho tiempo. Solamentefue cuestión de recorrer las calles yhacer preguntas durante el tiemponecesario, y así le encontramos.Para ser exactos, le presentaron aun picapedrero en un bar. Resultóque usted había escrito una carta aaquel hombre. Atkins lo confirmótras invitar a un vaso de ron a un

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hombre que había sido marino, quese aloja en la planta de abajo. Debodecir que ambos dieron buenasreferencias de usted. Y entonces fuecuando le escribí la carta.

Quería insistir en el asunto,pero vacilé porque no sabía cuálera el mejor modo de hacerlo.

—El martes otro hombre pasópor la calle Gaunt preguntando pormí. Me preguntaba si me estaríabuscando otra persona, acaso conpeores intenciones.

—¿El martes? No, creo que

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no. Estoy seguro de que fue ellunes. Dígame —prosiguió el señorRowsell con un tono de voz bajo yapremiante—, hábleme del señorCarswall. Él tiene que haber metidola mano en esto.

—Me fui de Monkshill bajosospecha. Y no es que hiciera nada,pero el señor Carswall me tratóinjustamente. Su malevolencia mepersiguió hasta Londres, ya queescribió al señor Bransby una cartaen la que me acusaba de variascosas, las que ya conoce. Fabricó

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pruebas falsas para apoyar laacusación más grave. Pretendía queperdiera mi trabajo y acaso milibertad... y puede que hasta mivida.

—Si fuera usted mi cliente, lerecomendaría que no repitiera esasacusaciones en público.

Rowsell se mojó un dedo conun poco de vino y en la mesa dibujóel contorno de lo que parecía lacabeza de un zorro.

—El señor Carswall es unhombre rico —añadió—, y un

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hombre de cierta reputación. Puedeque sea un perro viejo, pero todavíapuede morder.

—Un amigo me avisó de susintenciones —proseguí—. Así queme dirigí directamente a usted, conel propósito de explicarle lasituación y pedirle consejo.

Rowsell bajó la cabeza sobresu copa.

—Lo lamento. Fue una penaque no estuviera presente cuandovino a verme.

—Primero fui a Lincoln's Inn,

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y Atkins me envió a la calleNorthington. Por el recibimiento dela señora Rowsell, deduje que elseñor Carswall se me habíaadelantado y les habíaemponzoñado contra mí.

—Es lógico, muchacho. Sinembargo no fue así... La primeravez que supe algo de lo ocurridofue al leer la respuesta del señorBransby a mi carta. No, la conductade la señora Rowsell se debía aotro motivo. Yo tengo buena partede culpa. No he sido del todo

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sincero con usted, y la culpa es mía.Las circunstancias me pusieron enuna situación difícil, y aún ahora —dijo y se bebió media copa de vino—. Por eso le pedí que cenara aquíconmigo, y no en la calleNorthington.

—Sea como fuere, sé que heofendido a la señora Rowsell, y lolamento mucho.

—No, no, no es usted quien laha ofendido, sino yo. Y, claro, austed también lo he ofendido. Esmás bien un caso de suppressio

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veri que de suggestio falso.Dígame, ¿no se le ocurrió pensarnunca por qué la señora Wilsondejó sus asuntos en mis manos? Noquiero parecer inmodesto, perodebo decir que soy bastante buenoen mi trabajo y nunca dedicaríatantas atenciones a una señora de suposición, por muy amable quefuera. Como bien sabe, ella no teníagrandes propiedades.

—Siempre he admirado suamabilidad, señor. Le pareceráridículo, pero siempre lo he

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considerado un filántropo, siemprele he atribuido una benevolencianatural.

—Soy despreciable. Ojaláestuviera usted en lo cierto. Sinembargo, debo decir a mi favor quepresté ayuda legal a su tía y, claro,a usted mismo, sin ánimo de lucro.Tenía motivos desinteresados, perotampoco se debía a unabenevolencia absoluta.

Rowsell quedó en silenciopara servirse más vino. Se habíaolvidado de la comida, lo cual no

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era propio de él, ya que solía ser unhombre de buen comer.

Entonces le dije amablemente:—No se lo echaré en cara,

señor, cualesquiera que sean susrazones. Se portó muy bien conmigoa la muerte de mi tía y despuéstambién, y siempre le estaréagradecido por ello.

—A la señora Rowsell —dijo— le encanta leer novelas.

Lo miré sin entenderle.—¿Cómo dice, señor? Creo

que no he entendido bien...

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—Intento decirle lo siguiente—me interrumpió presuroso, en untono susurrante, casi imperceptible—. Alimenta su mente con el placerde la lectura durante su tiempolibre. Nada la hace disfrutar tantocomo sentarse a leer un ejemplar dela última novela que ha adquirido labiblioteca. A veces, desearía... ah,no importa; me estoy yendo por lasramas.

Al quedarse sin palabras cortóla carne, que apenas había probado,con una inquina impropia de él.

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—Por favor —le dije—, si noquiere, no continúe por mí. Hay quejuzgar a los hombres por sus actos,y usted siempre ha sido generoso.

Rowsell dio un buen trago devino. Luego extendió el brazo sobrela mesa y me agarró de la mangadel abrigo.

—Muchacho. A veces es ustedcomo su madre. Es asombroso.

Dejé en el plato cuchillo ytenedor.

—¿Mi madre, señor? ¿Mimadre? No le sigo, no sabía que

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conociera a mi madre.—Sí, una dama encantadora y

elegante. De hecho, por eso mecuesta tanto, es decir, por la señoraRowsell. ¿Recuerda que tenía quevenir a comer con nosotros el díade Navidad, pero no pudo? Esemismo día dije algo inoportuno.Estábamos cenando con dos tíos demi esposa y varios primos suyos, ypropuse un brindis por usted en suausencia. Ahora me doy cuenta deque fue una insensatez. Esto llevó aque la señora Rowsell se interesara

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más por... ah... el afecto evidenteque tengo por usted. Mencioné quede joven había conocido a su madrey a su tía. Acabé hablandodemasiado de las cualidades de sumadre. Ahora veo que mientusiasmo se entendió mal. Aunquela señora Rowsell sabía que ustedera sobrino de un clienteimportante, no lo relacionó con queyo conociera a su madre. De hecho,éramos mucho más que conocidos.

Tras poner énfasis en lasúltimas palabras, volvió a guardar

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silencio y me miró apesadumbrado.Entonces me abordó una terriblesospecha. Le serví otra copa devino, que se bebió como un vaso deagua. Sacó un pañuelo y se secó lafrente.

—Empieza a hacer calor aquídentro —dijo, intentando sonreír—.No le había dicho que de jovenpasé entre uno y dos años enRosington, ¿verdad?

Le confirmé que no lo habíamencionado.

—No es que quisiera ocultar

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este hecho, pero lo delicado de lasituación me obligó a escoger concuidado el momento de revelarlo.Fui a Rosington para ocupar uncargo de ayudante subalterno en unacasa de subastas, Cutlack's, puedeque recuerde el nombre.

Incliné la cabeza en señal deasentimiento.

—El padre de familia eraentonces el viejo Josiah Cutlack.Fue en su casa donde conocí a ladama que luego sería su madre. Eraamiga de la sobrina de Josiah.

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Desde aquel día nos vimos envarias ocasiones y, bueno, dicho enpocas palabras, creció mi afectopor ella, y ella... ella tampoco memiraba con malos ojos.

—Señor —empecé abalbucear—. ¿Me está diciendoque...?

Sin embargo, el propioimpulso de la confesión lo llevó aseguir contando.

—No tenía dinero paracasarme. De hecho, apenas teníapara mantenerme... y sus padres

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nunca habrían permitido semejanteunión. Luego, un abogado deClerkenwell, amigo de mi difuntopadre, me ofreció un trabajo deoficinista. Al fin tenía ante mí laposibilidad de prosperar, dealcanzar una posición que me fueraa permitir mantener a una esposa.Su madre me instó a aceptar aquellaoportunidad. A pesar de queninguno de los dos dijo nada,confieso que abrigaba la esperanzade que un día, al cabo de unosaños... pero no fue posible.

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Volvió la cabeza a un ladopara sonarse y, supongo, parasecarse alguna lágrima. Con la vistafija en mi copa, yo intentabadescifrar el esquema de mi vida,que volvía a estar envuelta en unaniebla. Acababa de descubrir unpasado que no quería, y tenía antemí la posibilidad de un futuro quetampoco deseaba. ¿Tampoco mellamaba Thomas Shield?

—Claro, no mantuvimoscorrespondencia —continuó elseñor Rowsell—. Tampoco nos

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comprometimos, ya que no teníasentido. Sin embargo, al cabo de unaño o dos supe que se había casadocon el señor Shield, un hombrerespetable, estoy seguro, que enaquella época gozaba, además, debuena posición. Creo que en unaocasión había coincidido con él encasa de señor Cutlack. A una mujerjoven suele convenirle que suesposo sea mayor que ella, como esmi caso también con la señoraRowsell.

—¿Al cabo de un año o dos?

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—dije enseguida.—¿Qué? —dijo, tomando la

jarra de vino—. Sí, un año y nuevemeses. Y cada mes se me hacía unsiglo.

—¿Y no la vio durante esetiempo?

—No..., pero de vez en cuandome llegaban noticias de ella. Yomantenía correspondencia conNicholas Cutlack, el nieto delanciano. El pobre murió al caersede un caballo. Él me contó que ellase había casado. Reconozco que fue

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un amargo revés para mí, pero unhombre debe mirar adelante, ynunca atrás. Me entreguéenteramente al trabajo y, a sudebido tiempo, mi superior meinvitó a asociarme con él. Y teníauna hija con la que me entendía muybien.

Alcé la copa y propuse:—Brindemos por la señora

Rowsell, señor.—Que Dios la bendiga —

murmuró el señor Rowselllimpiándose una lágrima.

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Cuando hubo dejado la copasobre la mesa, prosiguió:

—Casi he terminado. Muchosaños después vi su nombre en losperiódicos, en relación con aquel...aquel lamentable accidente en HydePark. No es un apellido corriente, yen un artículo se decía que era deRosington. Hice averiguaciones, ydescubrí que era el hijo de miamiga de la juventud. De modo queme di a conocer a su tía, la señoraWilson, una mujer digna de estima,a propósito, que me trató muy bien

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durante el tiempo que estuve enCutlack's.

—¿Ella le conocía? ¿Y nuncame dijo nada?

—Era una situaciónsumamente delicada, Tom... y porambas partes. Deseaba ayudar, perono podía hacerlo de forma abierta.Por mi parte, debía tener en cuentaa la señora Rowsell, y la señoraWilson fue la primera en decirlo.Además, ella era muy celosa de lareputación de su madre y de la deusted, Tom. Si esto se supiera, hay

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muchas personas que estaríandispuestas a dar una interpretaciónmezquina a mis razones y las de sumadre.

—Me pone usted en uncompromiso, señor.

Rowsell desestimó lo queacababa de decir agitando la mano.

—Quisiera que fuera así, perola señora Wilson era una mujerorgullosa. Pocas veces aceptó miayuda. Lo único que hice por ellafue aliviar la carga legal que tuvoque soportar después de su

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detención. Y luego puse en ordensus propios asuntos. Poco antes demorir, le propuse que contemplarala posibilidad de encontrarte untrabajo en una oficina, pero ellaprefirió que antes probara con elseñor Bransby. Decía que no queríaque le hiciera más favores. Y luego,a su muerte, fue cuando le conocí.

—Lamento haber sido la causade una situación incómoda entreusted y la señora Rowsell.

—Usted no tiene la culpa.Con la punta del dedo,

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convirtió la cabeza del zorro en unaaraña.

—Apenas sé cómo ocurrió —prosiguió—, pero nunca encontré elmomento justo de mencionar a laseñora Rowsell mi relaciónanterior. Fue hace tanto tiempo,¿sabe?, y la palabra «relación» dicemucho más de lo que realmentehubo entre su madre y yo. No hubocompromiso, ni siquiera unacuerdo. Aun así, el día deNavidad, como le he contado, bebímás de la cuenta para celebrar la

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ocasión, estaba menos circunspectode lo conveniente, y se me fue lalengua.

—¿Y si yo escribiera a laseñora Rowsell para explicarle lascircunstancias?

—Gracias, pero no creo quesirviera de nada, al menos porahora. Por desgracia, los tíos yprimos de la señora Rowsellestaban en la mesa con nosotros, demodo que echaron leña al fuego consu presencia. Lo que más lamentoes que la señora Rowsell

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interpretara mal lo que dije, pero escomprensible. La culpa fue todamía. Llegó a una conclusiónabsolutamente equivocada, que nohabría estado mal para una de susnovelas. Es indecible lodesagradable que fue la situación.Lloró, me acusó de haberlatraicionado en su propia casa, medijo que le estaba quitando el pande la boca a sus hijos, que era unser despreciable... La señoraRowsell es una mujer muyobstinada, y cuando algo se le mete

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en la cabeza, es difícil hacerlacambiar de opinión.

Quedó en silencio. Mi primerareacción a cuanto me había contadofue sentir alivio. Aunque el señorRowsell me gustara, me alegraba deque no hubiera pasado de pronto aser mi padre. Ahora sabía que suamabilidad se debía a un hechoocurrido en el pasado, y lorespetaba por ello. Mi madre habíaelegido con acierto lo que ledictaba el corazón, pero su mente lehabía puesto el veto. Asimismo, no

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era de extrañar que mi presenciahubiera alterado tanto a la señoraRowsell en la puerta de su casa.Sentí pena por ellos, ya que si laseñora Rowsell creía que yo era elhijo ilegítimo de su esposo, queéste me había llevado al seno de sufamilia, como el cuco con sushuevos, no debían de llevar unavida muy feliz desde aquel aciagodía de Navidad.

—Fue mala suerte que aqueldía que vino a verme, yo estuvieraen cama. Oí el escándalo en la

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puerta, pero no sabía la causa.Atkins me dijo posteriormente queantes había venido a verme aLincoln's Inn. El resto ya lo conoce.Habría preferido no emplear tantotiempo innecesario para buscarlo.Le habría encontrado antes sihubiera contratado a un agente depolicía. Sin embargo, después deconocer las absurdas acusacionesdel señor Bransby, creí que seríamás sensato no implicar a untercero.

—¿Puedo hablar claro, señor?

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¿Confía en él?—¿En Atkins? Sin reservas.

No es que sea un hombre brillante,y nadie diría que es un genio. Perome ha acompañado a lo largo demás de veinte años, y lo conozcotan bien como a mí mismo. ¿Lepreocupa que el señor Carswallhaya enviado a alguien paraseguirle el rastro?

—No sé a qué atenerme. Elmartes vino un hombre preguntandopor mí a la casa en que me alojo.Les preguntó a las niñas. La casera

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lo mandó a paseo, pero le diotiempo a descubrir que vivo allí. Aella le pareció que era una suerte deagente investigador, puede que unantiguo agente de policía, quetrabaja para un abogado.

—No ha hecho nada malo,muchacho. Lo mejor será que sequede donde está, y que las cosassigan su curso. Por otra parte, si elseñor Carswall intentarademandarle, necesitaría la pruebapara sustentar la acusación.

El señor Rowsell se inclinó

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sobre la mesa y sus rasgos seensombrecieron de repente: volvíaa ser un hombre de negocios, y yano quedaba indicio del entrañableanfitrión.

—Imagino —me dijo— quehay algo más de lo que se ve asimple vista. Leí los informes quepublicaron en los periódicos acercade una señora que había caído poraccidente en la nevera de Monkshillen enero. Además, sé que laseñorita Carswall va a casarse consir George Ruispidge, sin duda con

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una generosa dote. Ahora bien, notengo muy claro en qué puedeafectarle a usted todo esto, o quérazones puede tener el señorCarswall para perseguirle.

Introduje dos dedos en elbolsillo del chaleco y saqué unpaquetito envuelto con una telablanca, formando un cuadrado. Lodejé sobre la mesa y fui apartandola tela, pliego a pliego. Allí estaba,titilando, el anillo de luto porAmelia Parker.

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CAPÍTULO 70

—Oh, por favor, señor —gritóLizzie al abrirme la puerta cuandollegué a la calle Gaunt—, leestábamos viendo acercarse. Estáusted tan borracho que se cae.

Lottie le dio un golpe en elbrazo.

—Así es de mala educación,Lizzie. Pregúntale si está «alegre».

—No digáis tonterías —lesdije al tiempo que entraba en la

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casa y daba un ligero traspié altropezar, no sé cómo, con el bastón—. Ninguno de los dos términos esadecuado.

—Te lo digo yo, ha estadoempinando el codo —siguiódiciendo Lizzie—. Como papá,¿verdad, señor?

Lottie la reprendió:—«Empinar el codo» es una

expresión vulgar.Di media vuelta y las miré con

severidad.—No me he tomado ni una

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gota de ginebra, niñas. Ni estoyebrio. Puede que parezca algoanimado, pero estoy más sobrio queun juez.

—Oh...—dijo Lizzie con unchillido—. Qué bonito. Habla comoun libro, ¿verdad?

Se oyó a alguien subir lasescaleras del sótano arrastrando lospies, y apareció la señora Jem. Memiró de arriba abajo. Supongo quedebía de tener un aspecto algodesaliñado, ya que había caído enuna sentina al volver de Holborn.

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Cuando le sonreí, hizo una señalbrusca con la cabeza y me dijo:

—Vaya derecho arriba. Dejela ropa en la puerta. Ahora envío aalguien para que la recoja.

No hay posibilidad de discutircon una persona que tiene autoridadsuprema por naturaleza. Las niñasdesaparecieron por la parte traserade la casa. Subí poco a poco laescalera, tramo a tramo,tambaleándome.

—Cuidado con su vela —meavisó la señora Jem a mi espalda

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—. No vaya a ser que nos queme atodos mientras dormimos.

Al subir las escaleras, tuve laimpresión de que se me aclarabanlas ideas a medida que aumentabala altura. Había bebido bastanteburdeos durante la cena y despuésde ésta, pero no había seguido elejemplo del señor Rowsell deseguir con el brandy después delvino. Lo cierto era que nosolamente estaba embriagado porefecto del alcohol, sino también porel alivio.

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A diferencia de Dansey, que sedebatía entre el corazón y lacabeza, el señor Rowsell habíademostrado inmediatez ycontundencia a la hora de ofrecermesu ayuda. Al menos había unapersona que creía en mi palabrafrente a la del señor Carswall. Esevidente que no se lo había contadotodo. Sólo un necio pelagatoshabría revelado lo ocurrido conSophie aquella noche, o incluso loocurrido con la señorita Carswall.Tampoco había mencionado mis

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sospechas en torno a la muerte de laseñora Johnson. Cualquier alusiónhabría derivado inevitablemente enhipótesis aún más estrambóticas ypeligrosas sobre la identidad delhombre asesinado en los jardinesWellington. El señor Rowsell mehabría tomado por loco si hubieraexpuesto mis sospechaba de queHenry Frant, no sólo era undesfalcador, sino además unasesino, que ahora se habíadesembarazado de quien fuera sugran cómplice, la señora Johnson.

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No, habría sido unaindiscreción y una insensatezconfiarle mis temores al respecto.No obstante, el señor Rowsell mehabía quitado un gran peso deencima. A su parecer, había quedevolver el anillo al señorCarswall. Mientras se decidía aquién le pertenecía, a él lecorrespondía por derecho. El hechode tener el anillo en mis manos mecolocaba en una situaciónvulnerable, y le asombró que lohubiera guardado durante tanto

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tiempo.—Déjemelo a mí —me dijo—.

Yo me encargaré de que sedevuelva al señor Carswall.

—Pero usted no debeimplicarse en este asunto —objetéyo.

A aquellas alturas de la cenaRowsell aún tenía la cabeza clara.

—Es muy sencillo. Déme sudirección y se lo enviaré de unmodo que será imposible seguir elrastro del remitente. No llevaráninguna nota adjunta. La dirección

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de Carswall se escribirá en letrasmayúsculas. Espere, enredaremosmás la cuestión: la semana queviene Atkins tiene que hacerme unencargo en Manchester; le daré elanillo y le pediré que lo envíedesde allí. Así no tendrá quepreocuparse de nada. Olvídese dehaberlo visto.

Al llegar al refugio de mihabitación, me senté sobre laestrecha cama, que se balanceabaligeramente, como la hamaca de unbarco, y me quité el abrigo, el

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pañuelo, el chaleco y las botas.Entonces reparé en que, en mediodel alivio afloraba otra emoción: eldeseo de escribir a Sophie, así desimple, y deseaba hacerlo en elacto. No perdí ni un instante ybusqué una pluma, tinta y papel yme senté frente al lavabo, quetambién hacía las veces deescritorio.

En ello estaba cuando el señorJem subió la escalera comobuenamente pudo, llamó a la puertay me preguntó cómo estaba; cuando

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las campanas de la iglesia dieron lamedia hora, y luego la hora. Al findesistí de buscar las palabras queexpresaran todo cuanto anhelabadecirle, explícita y tácitamente. Alfinal sólo escribí lo siguiente:

Le ruego que no dé crédito alas acusaciones que oiga sobre mí,y sepa que siempre seré un amigoleal.

No puse fecha ni firma a lacarta. Doblé el papel y lo sellé conuna oblea. Escribí en el anverso elnombre de Sophie disimulando mi

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letra, pero no escribí su dirección,pues no sabía si había regresado ala ciudad con el señor Carswall.Por último, me llevé la carta a loslabios para besarla.

Momentos después entré en lacama y me dormí con la velaencendida.

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CAPÍTULO 71

A la mañana siguiente, me despertécon la luz del día. Tenía la bocaseca, pero la menteasombrosamente lúcida. Echado enla cama, aún medio dormido, laimagen de Sophie acudió a mimente con tal claridad, que sentíque si alargaba el brazo podríatocar el cuerpo cálido de una mujerde carne y hueso.

Me incorporé y miré hacia el

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rincón del lavabo y vi la carta quele había escrito la noche anterior.Ahora que ya no estaba en posesióndel anillo y tenía la seguridad deque el señor Rowsell no me dejaríaen la estacada, me sentía libre yresuelto como no me había sentidoen meses. Quería que Sophie leyeralo que yo había escrito.

Sin embargo, antes debíaaveriguar dónde estaba. Aunque eraposible que hubiera regresado a lacalle Margaret con los Carswall, noera seguro. Supuse que si paseaba

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por el vecindario acabaría porverla. Tal vez hasta podría —elcorazón se me aceleró con esta idea— entregarle la carta en mano. Noconfiaba en el servicio de correo ados peniques. Dos horas despuésestaría en manos del señorCarswall, pues él supervisaba todaslas cartas que llegaban. Y le creíamás que capaz de leer una quellegara a nombre de Sophie.

Mi plan no era perfecto, nimucho menos, pero merecía la penaporque estaba haciendo algo que

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estaba en mis manos para poder vera Sophie otra vez. Es cierto quecorría el peligro de que otromiembro de la casa me reconociera,pero hacía poco había comprado unabrigo verde oscuro al tristecaballero ruso del segundo piso,prenda con la que no podríareconocerme nadie. Si llevaba elcuello levantado y el sombrero biencalado, y si andaba con cien ojos,tenía la razonable convicción deque podría evitar ser descubierto.

Eran poco más de las once

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cuando me dirigía hacia el nortedesde la concurrida calle Oxford yentraba en la calle Margaret por elextremo oeste. La casa del señorCarswall estaba en el lado norte,entre las calles Lichfield yPortland. Sin mirar a la casa, pasé atoda prisa a la acera de enfrente.

Era demasiado pronto paraque hubiera alguien por allí, apartede los sirvientes que salían a hacerencargos y los recaderos de loscomerciantes. De hecho, tan pocagente había, que tenía la sensación

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de que atraía las miradas ajenas.Giré a la izquierda en la calle GreatTitchfield y, presa de nerviosismo,eché a correr en dirección sur,hacia el barullo de vehículos de lacalle Oxford. Pasé la hora siguientedeambulando por el vecindario dela casa. Vi a Pratt, el pelele deCarswall, con su librea de lamañana, comiéndose con los ojos acuantas mujeres se cruzaba mientraspaseaba por el mercado de Oxford.Nunca antes se me había ocurridoque un espía debe de tener la

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impresión de que lleva estampadoen la frente el nombre de suprofesión.

Finalmente mi paciencia se viorecompensada. Estaba en la calleJohn cuando me fijé en dos niñosque iban por la acera delante de mí.Enseguida los reconocí deespaldas, aunque sentí una punzadade pena. No me di cuenta de queechaba de menos a los niños hastaese momento. Cuando los alcancé,toqué a Charlie en el hombro.

—¡Señor Shield, es usted!

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¡Edgar, espera!Los chicos me dieron la mano

de buena gana. Se quedaroncallados un momento, pero laalegría que reflejaban sus rostrosera inconfundible.

—¿Ha venido a vernos, señor?—preguntó Charlie.

—No. Pasaba... pasaba poraquí.

Edgar le dio un codazo a suamigo para indicarle claramenteque aquella pregunta era unaindiscreción; Charlie se sonrojó de

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vergüenza.—Hace tan buen día que he

salido a pasear —añadí.—Claro —dijo Charlie—.

Justo lo que he pensado: es un díaperfecto para dar un paseo —dijoatropelladamente, pero con buenaintención, pues era un niño bieneducado.

—Me sorprende verles aquí—dije—, pero me alegro de verles,por supuesto. En todo caso, tendríanque estar en el colegio, ¿no? O almenos usted, Edgar.

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—Al final, el señor Carswalldijo que Charlie podía regresar alcolegio conmigo, así que ahora losdos seguimos en la escuela delseñor Bransby.

Incliné la cabeza. El señorBransby había tenido muchasatenciones con el señor Carswall,de modo que el cambio de idea deéste era comprensible.

—Eso es un motivo de alegríapara ambos. ¿Y hoy es fiesta en laescuela?

—En la escuela no, señor.

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Sólo nos han dado el día a Charliey a mí.

—Ayer fue el aniversario demi prima Flora, señor. Prepararonuna gran cena y luego hubo baile ycartas, y vino mucha gente. Florarogó que nos dejaran venir: a mí,porque soy su primo, y a Edgarporque es mi mejor amigo. Elcapitán Ruispidge fue a recogernosa la escuela. ¡Fue increíble! Nosvino a buscar con una calesaformidable, y tuvimos que sentarnosapretujados todo el camino.

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Nuestros compañeros se morían deenvidia.

—Pero esta tarde volvemos ala escuela del señor Bransby —dijoEdgar—. El ayudante del señorAllan nos llevará.

—Y además llevará el pájaro—dijo Charlie.

—¿Qué pájaro? —pregunté.—Un loro, señor. El señor

Carswall me lo regaló. Y nos lovamos a llevar al colegio. El señorBransby nos ha dado permiso.Ahora íbamos a comprarle

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semillas. Todavía no habla mucho,pero le enseñaremos.

—Oh, señor —dijo Edgardespués de un extraño silencio en laconversación—. Hay un hombrenuevo en la escuela, el señorBrown, y a los chicos no les gustatanto. Preferirían... preferiríamosque usted no se hubiera ido.

—Yo también lo lamento —dije, y con ello me di cuenta de queni Carswall ni Bransby habíanquerido hacer pública la razón demi despido o, acaso, ni siquiera el

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hecho en sí. A ninguno de los dosles interesaba dar que hablar.

—Disculpe, señor —dijoCharlie—, pero, ¿hubo algunadesavenencia entre usted y el señorCarswall? No entendíamos por quéabandonó Monkshill de repente, nipor qué el señor Carswall nopermitía pronunciar su nombre encasa.

—Hubo una desavenencia —les dije con una sonrisa—. Pero noles quiero molestar con los detalles,y tampoco quiero retenerlos más

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tiempo.—¿Le gustaría ver el pájaro,

señor? —preguntó Edgar—. Es desingular interés, y además es de unainteligencia fuera de lo común.Siempre dice lo mismo, pero no loentendemos.

—Me encantaría, pero...—Esta tarde Edgar y yo vamos

a llevarlo a casa del señor Allan —dijo Charlie de repente—. El señorCarswall no puede dejarnos elcarruaje, y mamá dice que no valela pena alquilar un coche para un

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recorrido tan corto. Si nosacompaña, se lo enseñaremos conmucho gusto.

Hice una reverencia.—El placer será mío.Me remordió la conciencia

ante la idea de tener una cita conlos chicos que no se me habríapermitido. Sin embargo, pensé enuna estrategia que, además de paliarmis escrúpulos de conciencia, mesería de ayuda.

—Charlie, ¿le importa si lepido un favor? Tengo una carta para

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su madre que tenía intención deentregarle al pasar por la casa, perose me olvidó. Me preguntaba sisería tan amable de entregárselausted mismo.

Charlie dijo que estaríaencantado de ayudar. Los chicoscruzaron miradas sin decir nada, ysupe que no era necesario dar aentender que era indispensable serdiscretos. Estaban acostumbrados avivir bajo la tiranía, ya fuera la deBransby o la de Carswall, y latiranía desarrolla la habilidad para

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guardar secretos. Quedamos en laplaza Bedford, que quedaba decamino a la calle Southampton, queles permitiría ir hacia el nortebordeando St. Giles.

No dejé de andar hastaentonces, pues sentía una comezónque no me permitía estar quieto unmomento. Me dirigí hacia el nortesin rumbo fijo, pasando por laiglesia de San Pancracio queestaban construyendo en lo alto deWoburn, hasta la plaza Clarendon.Al llegar allí temí llegar tarde a la

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cita, de modo que me encaminé otravez hacia el sur como alma quelleva el diablo y llegué a la plazaBedford veinte minutos antes de lahora acordada. Estuve paseandopor la plaza y las calles dealrededor hasta que, al fin, diezminutos más tarde de lo previsto, vidos figuras menudas que seacercaban en fila. A medida que seaproximaban, descubrí que losniños, que iban cargados con unagran cartera cada uno, llevabansobre los hombros una barra, de la

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que colgaba una jaula cubierta conun paño azul de sarga. Nosencontramos en una esquina de laplaza, y dejaron la carga en el suelocon suma solicitud.

—Cuando la jaula estácubierta el pájaro cree que es denoche —explicó Charlie—. Seduerme enseguida.

Se agachó y levantó el pañomuy despacio. Después de vercómo se balanceaba la jaula en elpalo, no me extrañó que el ocupanteestuviera despierto. Era un ser

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despeluchado, de plumajedeslustrado y sucio y miradaaviesa. Por otra parte, la jaulaestaba impecable. Por lo vistoCharlie todavía estaba en la fase detratar con sumo cuidado una nuevaadquisición. Estaba desesperadopor saber qué había dicho Sophie,pero sabía que era mejor nopreguntar.

—¿Tiene nombre el pájaro?—Tiene dos —respondió

Edgar.—Se llama Jackson —dijo

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Charlie—. Por Gentelman Jackson,el boxeador. Estoy seguro de quesería un valiente luchador sipudiera, pero Edgar también queríaponerle un nombre. ¿Por qué no ibaun pájaro a poder tener dosnombres, como las personas?

—Cierto —dije.—Yo le he puesto Tamerlán.—Es un apelativo tremendo.—Es que es un pájaro

tremendo —dijo Edgar congravedad—. Estoy seguro de que esinteligente. Le enseñaremos poemas

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épicos.—Ya habla —intervino

Charlie, a la vez que metía el dedoentre las barras para pinchar aldesdichado animal, que se apartó alotro lado de la percha—. Vamos,Jackson, dinos algo.

El ave mantuvo un silencioobstinado. A pesar de los ruegos delos niños, miraba torvamente através de las barras y se negaba aemitir sonido alguno.

—Qué pena —dijo Charlie—.Le habría encantado. Habla con

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tanta claridad, que parece unapersona, sólo que no entendemos loque dice.

—No importa. Dígame, ¿hapodido entregarle la carta a sumadre?

Me miró con unos ojoscándidos, que me hicieron pensarhasta dónde un niño era capaz depercibir, de entender algo.

—Ah, sí. Mamá le da lasgracias por la nota y ha dicho queno habrá respuesta.

Asentí, esperando que mi

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semblante reflejara que era justo loque esperaba oír.

—Ayez peur —graznó el loro.—¿Qué ha sido...? —empecé a

decir sin terminar la pregunta.Edgar aplaudió.—¡Ahora! Sabía que lo haría.

¿Verdad que es fabuloso, señor?—Sin duda.—¿Y verdad que parece una

persona?—Es idéntico.—¿Entiende qué dice? —dijo

Charlie.

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—Ayez peur —repitió el ave,y picoteó unas semillas.

—Creo que sí —dije—, perono domina a la perfección lasconsonantes. Parece que diga «allávoy».

—Ayez peur —dijo el animalpor tercera vez, y defecó en el suelode la jaula.

—Sí, está claro que dice eso.¿Siempre avisa antes de hacerlo?

Aquel penoso intento de hacerun chiste hizo muchísima gracia alos niños. El alborozo remitió al

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poco rato. Charlie consultó un relojque yo nunca le había visto.

Edgar también miró la hora.—Tenemos que irnos —dijo

—. Al señor Allan no le gustará quehagamos esperar a su ayudante.

Charlie se inclinó sobre lajaula y volvió a cubrirla con elpaño azul.

Edgar dijo con una voz tanbaja que solamente yo le oí:

—Creo que esta tarde laseñora Frant va a ir al cementerio.He oído como se lo decía a la

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señora Kerridge. Ya han colocadola lápida del señor Frant.

—Ya está —dijo Charlie—.Vuelve a ser de noche. Supongo queno le molestará que movamos lajaula al llevarlo, porqueseguramente le recordará elbalanceo de los árboles de cuandovivía en la selva.

—Gracias —le dije a Edgar, ylo repetí más alto—. Muchísimasgracias por enseñarme el pájaro.Ha sido muy interesante. Estoyseguro de que conseguiréis

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enseñarle poemas enteros.Nos dimos las manos y nos

separamos. Los contemplé duranteun momento mientras desfilabandeprisa hacia la calle Southampton,y luego empecé a andar sin prisahacia el este, aunque desviándomeun poco hacia el norte para no irdetrás de ellos.

Caminaba absorto por lascalles, rozándome con las paredes ocon otros transeúntes, o tropezandoalguna que otra vez. La gente que secruzaba conmigo me evitaba,

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lanzándome miradas dedesaprobación. Estaba aturdido,como si acabara de despertar de unsueño profundo y me hallara en unaépoca y un lugar desconocidos.

En mi cabeza retumbaba una yotra vez el sonido de aquellahorrible criatura chillando lasúnicas palabras que sabía decir:Ayez peur, ayez peur.

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CAPÍTULO 72

Desde el camposanto de St. George,en Bloomsbury, oía el griterío deunos niños que jugaban, un sonidotan estridente e incomprensiblecomo el lenguaje de las aves. Justohacia el sur se alzaban los edificiosdel hospital Foundling, flanqueadospor los jardines de las plazasMecklenburg y Brunswick.

Sophie no estaba. Quizá ya sehabía ido. Quizás Edgar había

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entendido mal el lugar o elmomento. Intenté evocar su rostro y,por primera vez, incluso se me negóese consuelo.

Decidí entrar para consolarmecon un paseo. A la luz de aquellahermosa tarde de primavera,parecía que acabaran de limpiar elcementerio. Un guardaholgazaneaba en la verja. Le di unamoneda de seis peniques para queme llevara hasta la tumba quebuscaba. La lápida era pequeña,sencilla y tosca y el rigor de la

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intemperie aún no la habíadeteriorado. No se veíanquerubines llorando niinscripciones melifluas. En lapiedra sólo había inscritas lassiguientes palabras:

HENRY WILLIAM FRANT

17 de julio de 1775 − 25 denoviembre de 1819

aet. suæ 44

La figura delgada y el cabellonegro que tenía Henry Frant le

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hacían parecer más joven. La fechade su nacimiento me hizo recordaralgo: según la placa que había en laiglesia de Flaxern Parva, su madre,Emily, había fallecido ese mismoaño. Quizás había muerto durante elparto, o a raíz de algunacomplicación consiguiente.Entonces tuve una visióninesperada, vivida y poco grata. Via un niño solo entre los sirvientesde Monkshill; un niño que creciósin una madre, y con un padrededicado a actividades disolutas

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que lo distanciaban de su hijo; unniño que, al venderse Monkshill,dejó atrás la tranquilidad de unavida conocida y fue enviado aIrlanda a vivir entre extraños.Henry Frant era, o había sido uncaballero, pero quizá su situaciónno tenía nada de envidiable.

Me aparté de la tumba y paseépor los caminos de grava, sin queme abandonara la cantinela deaquel maldito pájaro. Por delantede mí pasó un cortejo fúnebre, y alinstante me descubrí y me hice a un

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lado. Ay, la horrible panoplia de lamuerte. Después de que pasara laúltima persona del cortejo, allíestaba. Alejándose por el senderode grava, en ángulo recto de laprocesión, vi la inconfundiblefigura de Sophie Frant. Estaba sola.

Me dirigí deprisa hacia ella.La ropa de luto suele ocultar aquien la lleva bajo un velo deanonimato, y aunque el rostro estédescubierto, vemos a la viuda y noa la mujer. Sin embargo, no meequivocaba: aquélla era Sophie.

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Reconocí cada línea de su cuerpo;había acariciado la curva de sunuca en la realidad y en miimaginación; conocía sus ademanesy su forma de andar, mirando de unlado a otro, pues siempre estabaatenta, siempre estaba alerta,siempre interesada en lo queocurría a su alrededor.

A sus espaldas, oyó mis pasosen la grava y se apartó paradejarme pasar, fingiendo estudiar lainscripción de una lápida. Alalcanzarla me detuve. Lentamente,

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volvió la cabeza hacia mí.Me descubrí e hice una

reverencia. Ninguno de los dos dijonada. Allí estábamos, a poco másde un metro el uno del otro. Teníapresente que el cortejo se estabaabriendo paso a una tumba abierta,muy próxima al lugar consagrado alos restos mortales de Henry Frant.Era un viernes por la tarde, y habíaotras personas visitando a susmuertos. Una multitud de personasvivas pululaba a nuestro alrededorentre las tumbas.

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Se apartó el velo del rostro.Sus ojos siempre me cautivaban. Diun paso adelante y me detuve, comosi se hubiera interpuesto un muro decristal entre nosotros. EnMonkshill, nos veíamos a diario,comíamos en la misma mesa,paseábamos por los mismoscampos... Todo ello había creadoentre nosotros una intimidadilusoria tal, que hasta habíaparecido absolutamente natural queuna persona de su posición trataracomo a un semejante a un hombre

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de la mía. Sin embargo, aquellostres meses sin vernos habíandisipado cualquier posible ilusión,y al volver a verla, no podía evitarpensar en el abismo que nosseparaba, en el contraste de migastado abrigo de segunda mano yla oscura elegancia del suyo.

No reconocí el abrigo, ni lapelliza, ni el vestido que llevaba.

—Tom... —dijo—. Nodebería verle.

—¿Y por qué no me hacontestado la nota? ¿Por qué me ha

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dejado así, en ascuas?Hizo un gesto de dolor, como

si le hubiera pegado.—Eso no es lo que pretendía.

Pensé que lo mejor sería unaruptura inmediata y tajante.

—¿Mejor para quién?Me miró directamente a los

ojos y dijo:—Para mí. Y quizá, también

para usted.—¿Se debe esto a las falsas

acusaciones que el señor Carswallha inventado contra mí?

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Negó con la cabeza.—Yo ya sabía que eso no era

verdad, y Flora también.—Mandó a alguien que

cosiera el anillo en mi abrigo.Supongo que fue Pratt. Por suerte,lo descubrí al llegar a Londres. Hepedido que se le devuelva conremitente anónimo; lo recibirá de undía a otro.

—Estaba muy preocupada. Nosabía dónde estaba, ni cómo estaba—dijo, hablando más deprisa yanimada—. El señor Carswall

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cambió de idea en cuanto a sacar aCharlie del colegio del señorBransby. Según tengo entendido,usted ya no trabaja allí, ¿verdad?

Asentí y dije:—El señor Bransby y el señor

Carswall llegaron a un acuerdo.Renuncié antes de que medespidieran.

—¿De qué vive?Me fijé en cómo me miraba, y

sabía que mi aspecto dejababastante que desear con aquelsombrero estropeado y aquel raído

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abrigo de corte extranjero.—Me las apaño muy bien,

gracias. No me faltan amigos.—Me alegro.—¿Y usted?Movió ligeramente los

hombros.—Sigo viviendo con mis

primos. El señor Carswall se ocupade todo. Paga el sueldo de Kerridgey las facturas del colegio deCharlie. No me falta nada.

—Sophie, hay algo que...—Estoy buscando la tumba del

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señor Frant —interrumpió, y lainterrupción fue una forma dereprobación—. Colocaron la lápidala semana pasada. Creía que lavería.

—Está por allí —le indiqué.—El señor Carswall también

la ha costeado.Aunque no me lo pidió, la

acompañé en silencio. Le mostré ellugar exacto, y nos detuvimos.Sophie la contempló unos instantescon el semblante pálido y tranquilo.Creo que no vi atisbo alguno de

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emoción en su rostro: bien podríahaber estado examinando la cartade un restaurante.

—¿Cree que descansa en paz?—preguntó de pronto.

—No lo sé.—Siempre fue un hombre

inquieto. Creo que le habría gustadoestar en paz. No ser nada. Noquerer nada.

Señaló la tumba con la mano,como quien echa un puñado detierra sobre la tumba de un serquerido antes de enterrarlo para

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siempre. Sin mirarme, echó a andar.Volví a colocarme el sombrero y laseguí.

—Sophie —dije, pues despuésde lo sucedido entre nosotros novolvería a llamarla señora Frant—.¿Puede escucharme un momento?

—Por favor, no diga nada —dijo con los ojos brillantes—. Porfavor, Tom.

—Debo decírselo. Esta podríaser la última ocasión. No puedequedarse donde está.

—¿Por qué no? Los Carswall

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son mis primos.—¿Qué ocurrirá cuando la

señorita Carswall contraigamatrimonio con sir George? Sequedará sola con ese viejo gordo ymiserable.

—Eso es asunto mío, no suyo.—Claro que es asunto mío: no

puedo mantenerme al margen ydejarla desamparada.

—No quiero que mecompadezca.

—No quiero compadecermede usted. Sólo quiero amarla. No

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puedo darle gran cosa, Sophie, perosé que con esfuerzo podría darles aCharlie y a usted cuantonecesitaran, incluso ahora. Si ustedme lo permitiera, le tendería lamano de todo corazón.

—No puedo considerar eseofrecimiento. Es imposible.

—Entonces, permítamemantenerla sin estar casados.

—¿Cómo su concubina? —dijo con severidad—. No esperabaque usted...

—No, no, como mi hermana,

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como lo que usted deseara. El lugardonde me alojo es más querespetable, y quedaría bajo laprotección de la dueña de la casa ypodría mudarse a otra parte.

—No, señor, no —dijo en untono de voz más amable—. Nopuede ser.

—Sé que al principioseríamos pobres, pero con eltiempo espero alcanzar unaposición modesta. Tengo amigos, yno me faltan las ganas de trabajar.Haría todo cuanto estuviera en mis

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manos para...—No lo dudo, Tom —dijo,

poniéndome una mano sobre elbrazo—. Pero no puede ser. Cuandotermine el año de luto, voy acasarme con el señor Carswall.

Me la quedé mirandoconsternado, con la boca abiertacomo un idiota. Entonces le cogí lamano y supliqué:

—Sophie, mi amor, no, no lohagas...

—¿Y por qué no? —dijoapartándose de mí—. Lo hago por

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Charlie. El señor Carswall me haprometido que pondrá una sumaconsiderable a nombre del niñocuando nos casemos, y que loincluirá en su testamento.

—Es lamentable. Es unmonstruo. Yo...

—Será un acuerdo respetablea los ojos del mundo, y a los ojosde la familia y los amigos. Somosprimos. Hay una gran diferencia deedad, pero eso es lo de menos.Estoy segura de que nos irá bienjuntos. Charlie tendrá el porvenir

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asegurado, y yo tendré una vidadesahogada. No puedo fingir queese aspecto no me importe. Y, comohe aceptado al señor Carswallcomo futuro marido, debo respetarsus deseos, y debemos poner fin aesta relación.

Miré horrorizado a aquelsemblante pálido y resuelto. Dentrode mí, algo se partía en milpedazos. Di media vuelta y eché acorrer. Tenía la visión borrosa, laslágrimas me helaban las mejillas.Me abrí paso entre un grupo de

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asistentes al cortejo fúnebre y crucélas verjas del cementerio.

Afuera había una hilera decarruajes aparcados. En mi carrerareconocí a alguien en la ventanilladel más próximo. Era la señoraKerridge, que esperaba a su señora.Seguí corriendo. En mi mente, elgraznido de aquel maldito pajarracoretumbaba como un sonsonete.

Ayez peur, ayez peur.

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CAPÍTULO 73

Aquel día debí de caminar casicincuenta kilómetros de una punta ala otra de Londres, y de vuelta,cuarteando el recorrido. A lasnueve de la noche llegué a SevenDials sin que me importara el maltiempo. Para entonces ya habíasuperado la amargura que meenvolvía al salir del cementerio.Estaba tranquilo, en un estadoabsolutamente racional. Había

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recuperado mi instinto deconservación, el más resistente detodos, de modo que tenía bienagarrado el bastón, evitaba losportales oscuros y me fijaba bien entodo aquel con quien me cruzaba.

Había caminado hasta elagotamiento para caer rendido desueño por la noche, ya que uncuerpo exhausto era el mejorsoporífero. Y había ido hasta SevenDials con un propósito. Un hombreque se está ahogando se agarrará auna rama con la esperanza de que

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ésta soporte su peso.Ayez peur, ayez peur.Llegué a la calle Queen y al

cabo de un rato estaba delante de latienda del señor Theodore Iversen.Vi luz al otro lado del escaparate.Crucé la calle y entré en un bar,unas puertas más abajo. Pedí unapinta de cerveza negra, me abrípaso entre la multitud de clientes yme apoyé contra una pared, junto aun ventanuco mugriento, desde elcual veía el otro lado de la calle.

Bebía despacio, rechazando

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cualquier intento de conversación.Estaba en un dilema. No quería quese notara demasiado mi interés enla tienda, pero a menos que meacercara más, no había posibilidadde dar con lo que buscaba. No tardéen darme cuenta del trajín que habíatanto en la tienda como en el pasajeque daba al patio de atrás, el mismodonde me habían atacado. Ladecencia no era un rasgocaracterístico de Seven Dials, perotodo es relativo, y poco a pocollegué a la conclusión de que, en

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general, los que frecuentaban latienda no parecían de peor calañaque los que iban y venían por elpasaje.

Los mejores clientes deTheodore Iversen salían de latienda con un paquete o con unabotella. Aparte de las formas vagasque discernía a través delescaparate, las veces que másclaramente veía el interior eracuando la puerta se abría. Pormucho que vigilara, desde allí eraimposible alcanzar con la mirada el

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fondo del establecimiento.Alguien me tocó el brazo. Me

di la vuelta con el ceño fruncido.Por un instante creí que no habíanadie. Luego bajé la vista y, a latenue luz del bar, me pareció ver lacara pálida y sucia de una niñapelirroja con un pelo desgreñadoque le llegaba a los hombros. Luegome fijé en la curva del busto bajo elvestido harapiento que llevaba y medi cuenta de que se trataba de unamujer, al tiempo que la reconocía.

—Mary Ann —dije—. ¿Có...

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cómo se encuentra?Aquella mujer muda y menuda

emitió el mismo sonido agudo,como el de un pájaro, del día que laconocí en la casa del señor Iversen.Su gesto revelaba miedo, o acasoinquietud. Me agarró la manga delabrigo con las dos manitas sucias ytiró de mí hasta la puerta. Sinsoltarme, la seguí hasta la calle.

—¿Qué pasa? ¿Qué quiereenseñarme?

Esta vez el grito fue másagudo, con un tono de enfado.

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Agitaba con desesperación el brazoderecho, señalando al final de lacalle, a la vez que movía la otramano, como si así reafirmara laurgencia. Luego me empujó a unlado y, al hacerlo, miró hacia latienda. Entonces vi la inconfundibleexpresión de miedo en su rostro.Cerró las manos e hizo ver que medaba puñetazos en el pecho una yotra vez, con golpes suaves con laintención de decirme algo y no dehacerme daño.

—¿Me están buscando? —

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pregunté—. ¿Alguien quierehacerme daño?

Abrió la boca formando unóvalo, dejando así al descubiertounos dientes cariados. Los chillidosse agudizaron. Me pasó la palma desu mano por la tráquea.

Cortar el cuello.—Dígame una cosa antes de

que me vaya —dije, llevándome lamano al bolsillo para coger lacartera—. ¿El señor Iversen aúntiene ese pájaro? ¿Ese que decíaayez peur, el que solía tener en la

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tienda?Negó con la cabeza y me

empujó para que me fuera, como auna gallina.

—¿Qué pasó con él? —dije yabrí la cartera y se lo enseñé—.¿Adónde lo llevaron?

Escupió sobre la cartera, y lasaliva me cayó en la mano.

Me maldije por idiota.—Lo lamento, pero, ¿cuándo

se llevaron al pájaro? ¿La semanapasada?

La escasa luz nocturna del

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amanecer y el brillo de farolas yantorchas, acentuaban la palidez delrostro de Mary Ann y resaltaba laspecas, que parecían erupcionestifoideas. No me miraba a mí,miraba al otro lado de la calle. Doshombres corpulentos vestidos denegro aparecieron por el pasaje quehabía junto a la tienda. Uno de ellosme miró directamente y le tocó elbrazo a su compañero.

En aquel mismo instante vialgo tan insospechado, que no dabacrédito a mis ojos. Por delante de

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aquellos hombres pasó,obstaculizando el paso eimpidiendo así que se precipitaransobre mí, una figura encorvada ymenuda, pero robusta. Entró en latienda del señor Iversen —poralgún fenómeno acústico oí lacampanilla de la puerta— ydesapareció en su interior.Reconocí a aquel hombre: era elsacamuelas, el que decía llamarseLongstaff, que vivía con su madreen la calle Lambert, en un barriomuy distinto de éste; el mismo

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hombre que me había entregado lacartera con el dedo amputado.

Mary Ann soltó un chillido yechó a correr. Yo apreté el paso enel sentido opuesto, hacia el cruceque daba el nombre a Seven Dials.Miré atrás y vi que los dos hombrespasaban por en medio de la calle,sin preocuparles el tráfico. Dejé aun lado la dignidad y arranqué acorrer.

Durante el siguiente cuarto dehora jugamos al ratón y al gato; nodejé de correr hacia el sur y hacia

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el oeste. Al final les di esquinazoen un callejón de la calle Gerard, ydesde allí seguí adelante por laspartes traseras de los edificios,hasta que salí por la entrada este dela calle Lisie. Aflojé el paso y toméel tiempo necesario para pasear porla plaza Leicester. Pensé que en unlugar tan iluminado como aquél noosarían atacarme, aun cuando mehubieran seguido hasta allí, pero mepreocupaba que descubrieran dóndevivía. Sin prisas, di un par devueltas por la plaza, las necesarias

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para asegurarme de que los habíadespistado.

Finalmente regresé a Strandand Gaunt. Estaba rendido y teníatanta hambre que desfallecía, puesno había comido nada desde muchoantes del encuentro con Sophie. Sinembargo, pese a estar agotado ytener los pies doloridos, muchopeores eran las inquietudes que meabrumaban.

En la entrada de la calle Gauntesperaba un coche de alquiler. Conel sobretodo puesto, el conductor se

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dejó caer sobre la caja. Laventanilla estaba bajada y el aromadel tabaco se mezclaba en el airenocturno, tapandomomentáneamente los olores de lacalle. Alcancé a ver un par de ojos,cuyo blanco resaltabaasombrosamente a la media luz dela noche, y oí una voz ronca yfamiliar.

—Bienvenido, señor Shield —dijo Salutation Harmwell.

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CAPÍTULO 74

En casa del señor Noak, en la calleBrewer, Salutation Harmwell meofreció un bocadillo y una copa devino de Madeira. Agradecí elrefrigerio, pero el efecto que mecausó, combinado con la calidez,las altas horas de la noche, lacomodidad de la butaca y, sobretodo, el cansancio, fueron miperdición. Mientras esperábamosen una sala grande y venida a menos

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en la primera planta, me quedéprofundamente dormido.

Un golpeteo repentino en lapuerta principal me despertó. Enaquel instante en que me hallabaentre el sueño y la realidad, unlecho de rosas resplandecía ypalpitaba como ascuas, y el tiempose extendía en derredor como unpáramo oscuro e infinito; las rosasse convertían en copos de lana, enun lecho reluciente a la luz de unalámpara, y el tiempo no era más queel tictac del reloj y la espera del

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amanecer.Oí pasos abajo, el ruido de

una cadena y de un cerrojo alabrirse. Me di cuenta de que estabahundido en la butaca, y me sentéderecho. Tenía la sensación, nopoco violenta, de que habíaroncado.

—Disculpe —me excusé—.Me he quedado dormido.

Salutation Harmwell, tranquilocomo un cazador, silencioso yalerta, estaba sentado muy erguidoen un sillón al otro lado de la

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chimenea.—No tiene la menor

importancia, señor Shield —dijo,poniéndose en pie—. La culpa esnuestra por traerle aquí a estashoras. Pero ya no tendrá queesperar más.

Alguien subía por la escalera.La puerta se abrió, y entró el señorNoak. Se acercó derecho a mí paradarme la mano.

—Me alegro de que hayavenido, señor Shield. Siento muchohaberme retrasado tanto. Estaba

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cenando con el pastor americano, yresulta que había invitado a varioscaballeros expresamente parapresentármelos. No podía irme dela calle Baker sin hablar antes contodos.

Enseguida objeté que no mehabía importunado en absoluto, a lavez que me extrañaba aquellamuestra de cortesía hacia mí. Elseñor Noak me indicó con una señaque me sentara otra vez. El mismose sentó en el sillón del que sehabía levantado Harmwell. Este se

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quedó de pie, siempre atento con elseñor Noak, pero nunca servil; supiel y abrigo oscuros se fundían enla penumbra que quedaba en torno ala luz de la chimenea.

Con un tono más brusco delque pretendía emplear dije:

—¿Puedo preguntarle cómo hadado con mi dirección, señor?

—¿Eh? Oh, mis abogadoslondinenses me recomendaron a unagente investigador que hace estetipo de trabajos —dijo mirándomepor encima de las gafas—. No se lo

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puso usted muy difícil.Tuve la impresión de que

había cierto dejo interrogativo ensus palabras, que preferí desoír.

—¿Cuándo me encontró? —pregunté.

—A principios de esta semana—dijo y, después de un silencio suvoz adquirió de repente un tono másagudo—. ¿Por qué?

—Porque llamó la atención enla casa donde me hospedo.

—Vaya, no volveré acontratarlo. Fue menos discreto de

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lo que me habría gustado —dijo yvaciló un momento—. Verá, cuandole encargué que le buscara, noestaba seguro de cuándo querríaverle, o si querría verle siquiera.No obstante, hoy han sucedido unaserie de cosas, por las cuales eraurgente que volviéramos a vernos.

—¿Urgente para quién?—Para ambos —dijo el

americano y, al reclinarse en elsillón, hizo una mueca de dolor—.Es decir, en mi opinión. Claro está,usted será quien mejor juzgue sus

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propios intereses.—Es difícil juzgar algo sin

tener la menor idea de lo que estáocurriendo, señor.

Inclinó la cabeza, como si deeste modo admitiera la fuerza de miargumento, y dijo con voz monótonay serena:

—Un asesinato, señor Shield.—¿Se refiere al del señor

Frant?—Vamos demasiado deprisa.

Debería haber dicho: asesinatos.Al pronunciar la palabra en

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plural, un silencio incómodo seimpuso en la habitación. Una cosaes elaborar una teoría en laprivacidad de la mente propia; yotra muy distinta es oírlo de la bocade otro, sobre todo si se trata de unhombre sensato.

Fingí no saber de qué mehablaba.

—Disculpe, señor, pero noacabo de entenderle.

—El hombre que yace en elcementerio de San Jorge es unhombre sin rostro, señor Shield. La

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ley determinó que era el señorFrant, pero en ocasiones la leypuede equivocarse.

—Si no era el señor Frant,¿quién era?

Noak me miró unos instantessin decir nada, impasible.Finalmente suspiró y dijo:

—Vamos, hombre. No noshagamos los desentendidos. Usted yHarmwell encontraron el cuerpo dela señora Johnson. Tanto sir Georgecomo el señor Carswall teníanmotivos de peso para tratar esa

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muerte como el accidente queparecía, cuando menos a simplevista. Pero no hay razones para queusted y yo nos engañemos. ¿Quédemonios hacía una mujer dealcurnia en la nevera del vecino enplena noche de invierno, una mujerde alcurnia vestida con la ropa desu esposo? Imagino que se acordaráde los perros envenenados y delcepo que saltó en East Coveraquella noche. E imagino querecordará el anillo que usted yHarmwell encontraron a la mañana

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siguiente —dijo con un resoplidoque me pareció una muestra deregocijo—. A propósito, tengo muybuen ojo para la gente, y nunca mehe creído las imputaciones que leachaca el señor Carswall.

—No sabe cuánto me alegro,señor. Reconozco que poco o nadasé de leyes, sin embargo, aunquehubiera dos asesinatos en vez deuno, y aunque la víctima delprimero no fuera el hombre queparecía, es difícil cambiar lasentencia del jurado de un juez de

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primera instancia, ¿no? Cuandomenos, es difícil a falta de pruebasirrefutables.

—¿Dos asesinatos? —dijo,obviando mi pregunta—. Yo no hedicho dos asesinatos. Supongo quehabrá habido otro.

El señor Noak se inclinó haciadelante con los codos apoyados enlos brazos del sillón, e hizo otra vezla mueca de dolor.

—Por eso me he inmiscuido eneste asunto. Pero de esto ya le contéalgo en su momento —añadió.

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Se me quedó mirando. Pasaronunos instantes hasta que entendí aqué se refería. Entonces me invadióuna inmensa compasión.

—¿Se refiere al tenienteSaunders, señor? ¿Su hijo?

Noak se levantó. Caminósobre la alfombra roja conparsimonia, como si tuviera másaños, y se detuvo frente a lachimenea. Apoyó una mano sobre larepisa y se volvió hacia mí.

—¿Recuerda cuando le habléde él en Monkshill? —preguntó—.

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En parte, lo hice para ver quéefecto provocaba el pronunciar sunombre entre los del grupo, trasdescubrir la relación. Esto no losabe todo el mundo, ni siquiera enAmérica.

También me había dicho queme parecía a su hijo, y que aqueldía era el aniversario delnacimiento de éste. Tambiénrecordé que más tarde, en el salón,me había hecho saber en tono deconfidencia algo sobre cómo habíamuerto su hijo.

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—Creía que había muerto enun accidente —dijo.

—Otro accidente —Noak dioun énfasis violento a la últimapalabra—. Y cometido con torpeza.Lo encontraron en un callejóninmundo, detrás de un hotel que másbien era un burdel; bocabajo,apestando a brandy, ahogado...Hasta encontraron a una mujer quejuraba que había querido acostarsecon ella. Dijo que había aceptado eldinero, pero que él no había podidocumplir con su parte del trato

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porque estaba demasiado borracho.Según otros oficiales, compañerossuyos, mi hijo no solía beberbrandy, y no tenía negocios poraquella parte de Kingston. Tampocoera conocido por ser un hombre quefrecuentara prostitutas.

Calló un momento y me mirócon ojos interrogantes, casisuplicantes.

—Señor, los amigos de unhombre joven pueden preferirocultar la verdad sobre él a supadre.

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—Ya lo sé, y lo he tenido encuenta. Sin embargo, no creo que lamuerte de mi hijo fuera unaccidente. Y si no fue un accidente,¿cómo y por qué murió? —preguntóNoak, señalando las sombras de suizquierda—. Harmwell estáconvencido de que mataron a mihijo para que no hablara.

Inesperadamente, me habíaadelantado a él, si bien es ciertoque no demasiado y, sin duda, porpoco tiempo; aun así, aquello mereanimó y agudizó mis sentidos de

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un modo asombroso.—Señor, lamento mucho la

muerte de su hijo, pero no se ofendasi le digo que no entiendo por quéha acudido a mí y por qué me hahecho venir a estas horas a su casa.

—Lo que nos une, señorShield, y que pone en relación lamuerte de mi hijo con las otras dos,es Wavenhoe. El banco tuvonegocios en Canadá durante laúltima guerra. El señor Frantsupervisaba las operacionespersonalmente. En tiempos de

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guerra siempre hay posibilidad deenriquecerse, siempre y cuando nose tengan en cuenta los riesgos queello conlleva. Un contratistaempezó a tener problemas, el bancolo salvó y le hizo pagar el preciopor ello. La empresa pasó a manosdel Wavenhoe, y el señor Frantquedó al mando. Inicialmente, laempresa se dedicaba a venderforraje para caballos de laartillería, pero el Wavenhoe amplióla esfera de operacionesconsiderablemente. Les iba muy

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bien, hasta que el ansia deganancias del señor Frant superó superspicacia mercantil y susescrúpulos patrióticos. El ejércitoatrae a muchos hombres, pero notodos son reacios a sacar beneficiosde aquél, sobre todo si se tratasolamente de hacer la vista gordade vez en cuando. Al fin y al cabo,¿a quién estafan? No soncompañeros, ni personas concretas,sino una entidad abstracta, como elMinisterio de la Guerra, elgobierno o el rey Jorge. Se

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convencen de que no están robando,de que sencillamente se trata de unaganancia añadida, legítima, de suempresa, de la que todos sebenefician y de la que nadie habla.Así, firman los recibos de artículosque nunca han recibido o que sondefectuosos, o se las ingenian paraperder los documentos necesarios.Esto se deriva en que el contratistatiene un substancioso superávit delque disponer, y en muchos casos, yesto ya es un hecho, el señor Frantencontró un mercado receptivo al

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otro lado de la frontera, en EstadosUnidos.

—Pero es un acto de traición—dije.

—El lucro no tienenacionalidad —dijo a su vez Noak—. Y sigue sus propios principios.Supongo que, una vez Frantestableció una vía que unía laNorteamérica británica y EstadosUnidos, descubrió que podíaemplearse tanto para el paso deinformación, como de productos. Lainformación deja mucho menos

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rastro y es mucho más lucrativa.—¿Tiene pruebas?—Sé que esta información

llegaba a Estados Unidos, y estoyseguro de que el señor Frant estabaimplicado, tan seguro como que mellamo Noak.

El señor Noak calló de pronto,dio media vuelta y extendió elbrazo hacia el señor Harmwell.

—¿Sabía usted que Harmwellestaba alistado en el 41.°Regimiento cuando nombraronoficial a mi hijo? Cuéntale al señor

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Shield lo que viste, Harmwell.Harmwell dio un paso y salió

de la penumbra.—El teniente Saunders me

concedió el honor de confiar en mí—dijo pausadamente con una vozcavernosa que hacía que la delseñor Noak pareciera un susurro—.Estaba convencido de que elintendente del regimiento cometíadelitos de apropiación indebidajunto con un contratista. Poco antesde morir, me llevó a un café paraque presenciara un encuentro entre

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el intendente y un caballero. Enaquella ocasión no sabía cómo sellamaba, pero vi su rostro.

—¿Ve? —saltó Noak—. Haypruebas. Posteriormente, Harmwellidentificó al hombre que había vistocon el intendente como Henry Frant.Da la casualidad de que ustedestaba presente el día que se hizoesa identificación. Fue el día quellegamos de Liverpool y pasamospor la plaza Russell para hacer unavisita; usted estaba allí parallevarse al hijo de Frant de vuelta a

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la escuela.—Pero, ¿puede demostrar que

el caballero estaba implicado en elfraude?

—Mi hijo estaba convencido—dijo Noak—. Eso le dijo aHarmwell.

Podría haber observado que untestimonio de oídas era una pruebaque dejaba mucho que desear, perodije:

—El señor Frant lo recibiócon los brazos abiertos. Parecía unvisitante honorable.

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—¿Por qué no iba a serlo? Élno sabía nada de mi relación con elteniente Saunders, ni de losverdaderos motivos que me habíantraído a Inglaterra. Frant solamenteme vio como un americano rico condinero que invertir y con muchosamigos que podrían serle útiles. Mecostó trabajo asegurarme de quefuera a recibirme de buen grado.

—Usted escribió el nombredel señor Carswall en la nota queentregó para avisar al señor Frantde que había llegado.

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Noak frunció el ceño.—Tiene usted buena vista —

dijo—. Lo hice para dar másmotivos a Frant para que merecibiera, y sin demora. Lahostilidad que había entre él y elseñor Carswall era vox populi, demodo que dije que queríaconsultarle sobre cómo recuperaruna deuda incobrable que yo teníacon el señor Carswall. Un hombresiempre está dispuesto a mirar conbuenos ojos a otro que tiene elmismo enemigo; siempre me ha

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parecido un buen principio. YHarmwell lo reconoció en cuanto lovio.

—Pero la identificación delseñor Harmwell no basta parademostrar que Frant fuera culpablede algo.

—Claro que no —dijo Noak—. No me andaré por las ramas,señor Shield: tengo la convicciónde que mataron a mi hijo por ordendel señor Frant, porque era unaamenaza para el desarrollo delsórdido plan que lo estaba

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enriqueciendo. Pero no puedodemostrarlo.

—Seguramente, si acudiera alas autoridades...

—¿Si acudiera con qué? ¿Conacusaciones estrambóticassustentadas por la palabra de unsimple negro? Harmwell es unhombre muy respetable, pero...bueno, no hace falta decir nada más.Y no debe olvidar que yo soy unciudadano americano. Créame, yahe intentado llevar este asunto pormedios ortodoxos sin conseguir

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nada.No obstante, algo había

conseguido, pues a propósito de losintentos de Noak, en la ciudad sehabían levantado los rumores quehabía oído Rowsell.

—Sin embargo, existen otrosmétodos —leyó en mi rostro unaexpresión de asombro, y prosiguió—: dentro de la legalidad, señorShield. Me niego a rebajarme a sualtura. Dicho en pocas palabras, enmi fuero interno, siempre he estadoseguro de que el señor Frant era el

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culpable directo de la muerte de mihijo, pero nunca he tenido pruebaspara demostrarlo. Por otra parte,realicé una serie de investigacionessobre su persona y sus actividadesen Inglaterra, que revelaron suvulnerabilidad en otros aspectosque podrían llevarlo ante lostribunales por otros delitos. Es más,quise venir a Inglaterra por otrarazón: para averiguar si Frantactuaba en Canadá por iniciativapropia o bajo las órdenes de unsuperior más poderoso.

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Entonces me acudió a la mentela desgracia que había causado laquiebra del Wavenhoe a finales delaño anterior, y dije:

—¿Quiere decir con esto queusted provocó la ruina del banco, lade sus clientes y familiares,solamente para tomarse unavenganza personal contra Frant?

—Caballero, yo no provoquéla ruina del banco —se defendió elseñor Noak—. No exactamente. Elbanco quebró inevitablementecuando el señor Carswall retiró su

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capital y Henry Frant asumió ladirección del negocio. Yosimplemente aceleré el proceso, yme aseguré de que Frant fueraimplicado en la bancarrota, y que sesupiera que había malversado losfondos bancarios.

—¿Adquirió letras de cambioa precio reducido y las presentópara cobrarlas?

—Me sorprende lo bieninformado que está. Así es, peroempleé otras tácticas. Por ejemplo,hice creer a Frant que estaba

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considerando la posibilidad dehacer una inversión sustanciosa enun banco inglés; de eso hablábamosla noche que murió el señorWavenhoe. La información que meproporcionó era de considerablevalor. Cuando uno sabe poco,puede sonsacar mucho a alguien sile dice la palabra justa. Un bancoes como un globo de aire calienteque se sostiene gracias al aliento dela confianza pública. Si el globo sepincha, el aparato se desploma.

—Y entonces asesinan al

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señor Frant —dije de plano.Noak me miró en silencio un

instante.—Fue muy oportuno, ¿verdad?

Les ahorré a él y a su familia lavergüenza de un juicio y elsubsiguiente ahorcamiento público.Sin embargo, con su muerte tambiénquedaron en el aire variaspreguntas, ya que sólo Henry Frantconocía la respuesta. Por ejemplo,había una suma considerable dedinero invertida en valores quenunca se recuperó. Su ayudante de

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confianza me facilitó una lista deletras de cambio que faltaban y quea finales de agosto estaban enposesión del Banco Wavenhoe.

—¿Se refiere a Arndale? ¿Nofue él quien identificó el cuerpo desu señor durante la investigación?

—¿Insinúa acaso que podríano ser una fuente fidedigna? Esposible. Sin embargo, heconfirmado la información que medio a través de otra fuente, y yodiría que ya no tiene motivos paraocultar la verdad. Pero volvamos a

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los valores. Cabe dentro de loposible que Frant los perdierajugando o que los vendiera a precioreducido antes de su presuntamuerte el veinticinco de noviembre.Sin embargo, yo creo que no fueasí.

—¿Podrían canjearse pordinero en efectivo? ¿Incluso ahora?

Noak asintió moviendo lacabeza y explicó:

—Todos eran negociables alportador. Para cambiarlos, seríanecesario saber cómo hacerlo y,

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claro está, las transaccionesquedarían registradas.

Volvió al sillón y se sentó muydespacio.

—Hace dos semanas —continuó— en Riga, alguienpresentó una de las letras decambio de la lista para cobrarla. Lasuma ascendía a casi cinco millibras. No se presentó directamente,sino a través de un intermediariolocal.

—Pronto hará seis meses queFrant murió —observé.

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—O que desapareció —dijoNoak, mirando a Harmwell, que sehabía retirado a la penumbra—. Sinembargo, creo que tal vez Frant nopodría disponer de los valoreshasta bien entrado enero de esteaño.

Quedó en silencio y me mirófijamente.

—¿Cree que los dejó enMonkshill poco antes denoviembre?

Noak me miraba impertérrito.—Conocía muy bien

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Monkshill y los alrededores —prosiguió—, como sólo puedeconocerlos un niño que ha crecidoallí.

Me pareció que movíalevemente la cabeza, como siasintiera.

—El hueco del sumiderodonde el señor Harmwell y yoencontramos el anillo. Es el tipo deescondrijo que un niño curiosoencontraría. Claro que Frant debióde llegar hasta allí a través deldesagüe, porque la nevera estaba

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llena de hielo. No podía prever eldesprendimiento que las tormentasde otoño provocarían.

—Así es, señor Shield. ¿Y porqué Monkshill?

Sonreí al darme cuenta de queyo sabía tanto como él, y porquepor una vez estábamos en igualdadde condiciones.

—Por la señora Johnson.—Ella era su cómplice —dijo

Noak lisa y llanamente—. No tengoni sombra de duda en cuanto a eso.

—Yo la vi en Londres el mes

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de octubre, cerca de la plazaRussell, y la señorita Carswall lavio en Pall Mall. Sin embargo, ellanegó haber ido a la ciudad.

—Supongo que eran amantes—dijo el señor Noak, y su vozreveló un dejo de irritación, comosi el adulterio le repugnara más queun robo o un asesinato—. CuandoFrant se percató de que la ruina erainminente, imagino que reuniría unaserie de objetos de valor que laseñora Johnson guardaría enMonkshill. Es posible que él se los

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encomendara a ella y que ella lostrasladara a Monkshill. Sin duda,tendrían la intención de esperar aque se calmaran los ánimos, paraluego escapar al extranjero bajonombres falsos. Como el desagüeestaba obstruido, se vieronobligados a esperar a que limpiaranla nevera, y se pudiera acceder alsumidero desde la cámara. Lanoche en cuestión envenenaron a losperros y fueron a la nevera desdeGrange Cottage, a fin de recuperarlo que habían guardado allí. Y

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entonces algo no salió bien: unapelea entre amantes que seenardeció, o incluso un accidentesin más, y la señora Johnson murió,y Frant no tuvo más remedio quellevarse lo que había ido a buscar yhuir cuanto antes, ya que lo habríancolgado fuera como fuere.

—Pero eso son suposiciones,señor.

—No del todo; y hay pruebasque apoyan las suposiciones quepueda haber.

Evoqué los acontecimientos de

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los últimos meses y dije:—Pero esto no explica el

interés que usted ha mostrado por elseñor Carswall —dije con la vozronca por el cansancio y el enfadoque empezaba a sentir—. Ni el quetiene por mí.

—El señor Carswall —dijoNoak, apretando los labios mientraspensaba en lo que iba a decir—.Según las investigaciones que herealizado, tanto aquí como enNorteamérica, han demostrado sinninguna duda que, hasta hace unos

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años, Frant era un títere deCarswall. Cuando Frant pasó a sersocio del Wavenhoe, de joven notenía nada a su favor salvo sunacimiento, e incluso éste estabamancillado por los excesos de supadre. Aun así, prosperó y conenorme rapidez, pues encontró unprotector, Carswall, que ya era unsocio activo en el banco. Carswallhabía vendido sus intereses de lasAntillas justo antes de que seaboliera el comercio de esclavos, einvirtió buena parte de su capital en

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el banco. Ya en aquella época,George Wavenhoe había dejado deser el hombre que fuera una vez,aunque la reputación del banco sesustentaba todavía en la integridadmoral y financiera que la ciudad leatribuía. En teoría, fue GeorgeWavenhoe quien envió a Frant aCanadá durante la última guerra,con el fin de gestionar los interesesdel banco en aquel país, yampliarlos. Sin embargo, en lapráctica, no me cabe la menor dudade que Carswall fue quien lo

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decidió. El ayudante de Frant diceque daba por sentado que así fue.

—Entonces la pregunta es siCarswall estaba al corriente de lasactividades de Frant en Canadá, ydel asesinato del teniente Saunders.

—Exactamente. Todas misinvestigaciones me conducen aCarswall, pero no puedodemostrarlo. Y quiero que se hagajusticia, señor Shield, no quierovenganza; dentro de la legalidad,siempre dentro de la legalidad.

Tenía el rostro encendido, con

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las manos agarradas a los brazosdel sillón.

—Recordará —prosiguió—que estaba negociando conCarswall la compra de unosalmacenes de Liverpool. Aquellaexcusa me valió para dospropósitos. Por una parte, me diouna razón para prolongar la estanciaen Monkshill Park; por otra,permitió a mis abogados analizarlos registros de los almacenes.Todos eran propiedad de Carswall,y no hay duda de que algunos

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artículos destinados a loscontratistas de Frant en laNorteamérica británica pasaron porallí. Y Carswall cobraba una buenasuma por el privilegio. Pero claro,esto no basta para demostrar suconnivencia con Frant, ni siquierapara demostrar que hubo negocioscorruptos. Y la cuestión secomplica sobremanera por la riñaentre Frant y Carswall cuando ésteretiró el capital del banco despuésde que Frant regresara de Canadá ypasara a ser socio del Wavenhoe.

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Cuando Carswall se retiró, labancarrota fue casi inevitable,sobre todo, dada la vida disoluta yde derroche que llevaba Frant. Demodo que él y su amante tramaronun plan.

—Si el hombre al que mataronen los jardines Wellington no eraFrant, ¿quién era?

Noak se encogió de hombros.—¿Acaso importa? En

Londres cada día desaparecenmontones de hombres. Es evidenteque Frant buscó a un desdichado de

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su misma edad y complexión,enredó a alguien y lo mató. Supongoque la señora Johnson hizo de ladyMacbeth. Me parecía una mujerimplacable y decidida, que no sehabría detenido ante nada paraobtener lo que quería.

Era un argumento más queconvincente, pero Noak no sabíatodo lo que yo sabía.

—Y ahora regresamos almomento presente —dijo con la vozronca de cansancio y de hablar—.Una de las letras de cambio ha

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pasado a manos de otra persona.Podemos deducir de esto, casi concerteza, que Frant se encuentra en elextranjero. Sin embargo, Carswallsigue en Inglaterra, y es tanresponsable de la muerte de mi hijocomo Frant, y como el hombre quele hundió la cabeza en el charco. Sino puedo demostrar su implicaciónen la muerte de mi hijo, encontraréotra cosa de la que acusarle, algoque no pueda ocultar, como en elcaso de Frant. Durante estos mesesprevios a la boda de su hija, está en

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una posición especialmentedelicada.

Noak hizo una pausa,moviendo la boca como si le dieravueltas al problema hasta hacerlodigerible, y reanudó el discurso.

—Hay una segundaposibilidad que le pondría en unasituación más precaria todavía, sipudiéramos demostrar que él yFrant, que no eran enemigosmortales ni mucho menos, actuaronconjuntamente.

—Eso sería muy difícil: se

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odiaban.Noak hizo caso omiso a mi

interrupción.—Incluso ahora no es del todo

imposible matar dos pájaros de untiro. Lo que me da esperanzas es laletra que se cobró en Riga. Heinvestigado las circunstancias queconducen al momento en que sepresentó para hacer efectivo elcobro, cómo pasó de mano enmano. Es como una cadena: en unextremo está la letra de cambio, ycada eslabón se corresponde con

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cada persona por cuyas manos pasóla letra. Sin embargo, la cadena seinterrumpió en febrero. La letradesapareció sin más, para resurgiren el programa que Arndale mepreparó. Ninguno de esos eslabonestiene nada que ver con Frant. Noobstante, uno de ellos, un notario deBruselas, es un conocido asociadode Stephen Carswall.

El razonamiento erademasiado endeble para aquellaconclusión. Disimulé un bostezo ydije:

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—El odio inveterado entreCarswall y Frant va en contra deeste argumento, además de otrasrazones.

—Enseguida hablaré de ellas—replicó Noak—. Por el momentome limitaré a comentar que lanecesidad hace que nunca falte unroto para un descosido. No mesorprendería que a Frant leresultara difícil operar con absolutoanonimato, incluso en el extranjero.El mundo de las finanzas es muyreducido: puede que abarque el

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mundo entero, pero tiene algunascualidades propias de un pueblo.

Asentí con la cabeza y dije:—No veo por qué Carswall

iba a estar dispuesto a corrersemejante riesgo por un hombre alque odiaba.

Y que desea con tal fervor a sumujer —pensé para mis adentros—y que pasará por alto la falta dedote y los delitos de su primeresposo.

—¡Ah! —exclamó Noak, comosi rebosara tanta vitalidad que

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tuviera la necesidad de soltarla—.En ello reside el encanto. Supongoque todavía se odian, pero ambostienen algo que ganar si vuelven aasociarse, y ambos saben que elotro no lo traicionará. Frantnecesita hacer efectivo el dineroque ha adquirido ilícitamente; debeencontrar algún lugar donde vivirseguro y evitar a toda costa la horcaque le aguardaría en Inglaterra. Porotra parte, Carswall obtendría unjugoso beneficio por prestar susservicios para convertir en dinero

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efectivo lo que Frant pudo salvar dela quiebra del Wavenhoe. No tendrátentación de traicionar a Frant. Enprimer lugar, porque él tambiénnecesita dinero, a pesar de ser rico.Sir George Ruispidge es un buenpartido para su hija bastarda, peroun baronet como sir George cuestamucho dinero. En segundo lugar,Frant le daría una letra cada vez, demanera que Carswall no tuvieraningún aliciente para estafarlo. Y entercer lugar, si se demostrara queFrant está vivo, se interpondría

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entre Carswall y lo que éste másdesea en el mundo... y lo desea contoda la fuerza de la obsesión de unhombre viejo.

—Le ruego que me explique aqué se refiere, señor —dije confrialdad.

—Me refiero, como ya debesaber, a la señora Frant. Entérminos legales, su esposo estámuerto y ella puede casarse otravez. Sin embargo, si el señor Frantlo deseara, podría invertir lasituación de un plumazo desde la

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seguridad de su refugio en elextranjero. No, tal como están lascosas, todo está perfectamenteequilibrado. Perfectamente, peroprecariamente.

Hacía rato que pensaba que elseñor Carswall no era el únicohombre de edad perseguido por unaobsesión. Dije entonces con el tonomás amable que pude:

—Ha erigido usted un edificioimpresionante y prodigioso. Sinembargo, no creo que los cimientossean lo bastante firmes para

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soportar el peso.Noak se acercó a mí y, pese a

su baja estatura, quedaba a mayoraltura que yo, que estaba sentado.

—Pues ayúdeme a poner aprueba esa firmeza —dijo con talapasionamiento, que hasta mecayeron unas gotas de saliva en lacara—. Si mi hipótesis es correcta,señor Shield, y el equilibrio de susdeseos es tan precario, la menorsacudida, el menor temblor,bastarán para derrumbarlos. ¿Yquién mejor que usted para hacerlo?

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CAPÍTULO 75

Mentiría si dijera que salí de allíhecho una furia. Me despedí conabsoluta cortesía, si bien con ciertafrialdad. No obstante, me fui de allísin perder un momento. Me neguéen rotundo a oír cualquier otrapropuesta que pudiera hacerme elseñor Noak y a escuchar las razonespor las que debía ayudarle, razonesque había ido forjandocuidadosamente. Tampoco permití

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que el señor Harmwell fuera abuscar un coche de alquiler a laparada ni que me acompañara acasa.

Caía una lluvia fina. Me abrípaso entre las calles, que aúnbullían con parranderos y granujasque se aprovechaban de ellos. Conel sombrero en la mano, me detuveante el asilo de pobres de la calleCastle y miré al cielo, pensandodónde estarían las estrellas. Sentí elfrescor del agua en las mejillas. Yen aquel momento acepté la

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realidad que debía haberreconocido en el instante en queSophie salió de mi cuarto aquellanoche en Fendall House: la habíaperdido. De hecho nunca había sidomía, salvo en un sentidoestrictamente carnal, de modo queen realidad no podía decir que lahabía perdido. Sencillamente sehabía prestado a mí por sus propiasrazones; y al igual que sucedemuchas veces con los préstamos, lanegociación duró un período detiempo breve y establecido, y el

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tipo de interés era más elevado delo que el prestatario había previsto.

A los pocos minutos llegué ala calle Strand. Caminaba muydespacio. Estaba tan agotado queapenas sentía el cansancio, estabatan abrumado por las inquietudesque ni siquiera me preocupaba quealguien pudiera seguirme. Tenía lasensación de flotar sobre la acerapor el dolor de mis pies hinchados;el izquierdo estaba mojado porquela suela de la bota tenía un agujero.

Mientras caminaba le daba

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vueltas a lo que había ocurrido enla calle Brewer. Mis pensamientostenían la engañosa limpidez quesuele acompañar a la fatiga. Elseñor Noak había mostrado unafranqueza sorprendente, que acasose debía a la fuerza de su ciega sedde venganza por la muerte de suhijo, a su desesperación porprogresar, a la vejez y laconsiguiente merma de lasfacultades intelectuales, o a todo ala vez. Por otra parte, habíaplaneado cada hipótesis, cada

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muestra aparente de confianza, conel propósito de alcanzar un objetivodesconocido.

Los acontecimientos deaquella noche fueron los últimos deuna larga serie. Desde que habíaempezado aquella historia, yo habíasido víctima de la manipulación porparte de Henry Frant, StephenCarswall y ahora el señor Noak;por parte de Flora Carswall y hastade Sophie, aunque mi debilidad porella me hacía creer que ella tambiénera una víctima. Era innegable que

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había estado a punto de aceptar lapropuesta del señor Noak, puescoincidía con mis propios deseos.Sin embargo, el inconveniente quemás pesaba en el plan era que nopodía dejar de pensar que si alguientenía motivos para matar a Frant,era el mismo Noak.

Me detuve para apoyarmecontra una reja. Me di cuenta deque, al detenerme, unos pasosdetrás de mí también seinterrumpieron. En cuanto reanudéla marcha, también lo hicieron los

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pasos. Repetí la acción y volvió asuceder. Londres es una ciudadajetreada, pero por las noches elsilencio llega a ser tal en algunaspartes, que hasta podría oírse unaaguja al caer en la calle. Los pasosdeberían haberme puesto en estadode alerta, pero estaba tan cansado, yeran tantas mis preocupaciones, queno consideré que debía alarmarme.

La intriga que el señor Noakhabía tramado para frustrar losplanes de sus enemigos era lasiguiente: quería que espiara a

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Sophie y, a través de ella, al señorCarswall. Al parecer, la señoraKerridge había facilitadogustosamente información al señorHarmwell alguna vez, y había dadorazón de mi encuentro con su señoraen el cementerio aquella tarde. Apartir de este dato y de susobservaciones había inferido, y conacierto, que yo sentía cierto cariñohacia Sophie Frant. Al poco tiempode conocerme, había deducido queel señor Carswall me habíacontratado para tratar asuntos

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confidenciales. Por este motivohabía encargado a Harmwell queme siguiera aquella primera vez quefui a la calle Queen, en busca dequien podía ser David Poe o HenryFrant. Había sido una suerte que mesiguiera, ya que él me habíasalvado de los matones que el señorIversen había contratado paraatacarme, y Noak quería un favor acambio.

Así, aquella noche Noak metentó con la posibilidad de unarecompensa: si conseguía que

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Sophie fuera su espía, quizá podríaconseguirla. Si Carswall caía endesgracia, ella no tendría a nadiemás a quien acudir. Noak meprometió que, si todo iba bien, meecharía una mano para vivirholgadamente. Sin embargo, eranpromesas vagas, y yo no teníagarantía alguna de que fuera acumplirlas. Pensé que me habríaprometido cualquier cosa si lehubiera asegurado que iba aderrocar a Stephen Carswall y adescubrir la identidad del hombre

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hallado en los jardines Wellington.Decidí no fiarme del americano, ypor ello no le hablé del dedo queme habían llevado a encontrar encasa del sacamuelas, ni de queaquel mismo día había descubiertoque el sacamuelas se contaba entrelos clientes de Iversen.

Con gran fuerza de voluntad,me aparté de la reja en que estabaapoyado y me dirigí tambaleándomehasta la calle Strand. Iba con loshombros caídos, tenía las piernasdoloridas y los pies me estaban

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martirizando. Sin embargo, ladesesperación del ánimo era peorque los males de mi cuerpo. Lapropuesta de Noak me había dadola posibilidad de recuperar aSophie. Jamás me había encontradoante una tentación tan apetecible. Escierto que podría haberlajustificado alegando que habríasalvado a Sophie del señorCarswall, el peor hombre que habíaconocido jamás.

Oí los pasos detrás de mí,lentos y arrastrados, como el eco de

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los míos. Némesis me perseguía yno tenía prisa.

El escollo que me detenía erael siguiente: a lo largo de losúltimos seis o siete meses habíaaprendido qué significaba sermanipulado por otros, habíaaprendido que tenemos menoscontrol de nuestro destino que lasmarionetas de una pantomima. Siaccedía a la propuesta del señorNoak, Sophie habría sido mi propiamarioneta. Había tomado unadecisión sensata y racional al

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decidir contraer matrimonio con elseñor Carswall. Él era rico y ellaera pobre. Él era viejo, y ellajoven, lo cual al menos tenía laventaja de que la unión duraríapoco. Ella no se casaba por amor.En el caso de él, dudo que lossentimientos que lo llevaban adesearla tuvieran algo que ver conel concepto de amor propiamentedicho, porque el deseo de poseer aalguien, de ser el amo de unapersona, no es amor. Sin embargo,ambos saldrían ganando con el

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matrimonio. Ella ya sabía qué eraun matrimonio feliz sin amor, perono un matrimonio sin dinero. Comodijera Flora Carswall, es muybonito vivir enamorado en unacasita en el campo, pero no bastapara pagar las cuentas. El amor noalimenta; el amor no viste nimantiene a los hijos.

Llegué a la calle Gaunt. Porsupuesto, la casa no tenía luces degas, sólo el fulgor irregular de unalámpara de aceite en una esquina.Pensé que nada había cambiado

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desde que Sophie se despidiera demí aquella tarde.

Antes de subir a la escalera,me detuve en la entrada principaldel número tres y, apoyándome enel pasamanos, me volví y miré a laplazoleta que formaba la calle. Oíun carruaje que pasaba a lo lejospor la calle Strand, el ruido de loscascos y cascabeles, y las ruedascontra los adoquines. Los pasos yano se oían. Había dejado de oírloshacía irnos minutos. Me dije queLondres era una ciudad donde cada

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noche se representaban diversosdramas, y no había razón para creerque aquellos pasos formaran partede mi tragicomedia particular. Sinembargo, al dejar de oír los pasosme sentí inexplicablementeinquieto.

Ayez peur, murmuré, ayezpeur.

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CAPÍTULO 76

A la mañana siguiente salí en buscade un café. Iba sin lavar y sinafeitar. Había dormido hasta tarde ytodavía estaba aturdido por elsueño. En la esquina de la farolahabía estacionado un coche decolor negro, pequeño y cerrado, ybastante deteriorado. Cuando pasépor delante, la puerta se abrió yapareció un hombre moreno vestidocon ropas negras y raídas, que se

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asomó para preguntarme cuál era elrecorrido más corto para llegar aCovent Garden.

Simultáneamente, de la partede atrás del coche apareció otrohombre de negro y me cogió delbrazo. El primero me agarró de lassolapas. Entre los dos me metierona empujones y tirones en elvehículo. El segundo entró detrásde mí y cerró la puerta. El cochearrancó de golpe.

No quedaba espacio paramoverse siquiera, y mucho menos

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para forcejear. Las cortinillasestaban bajadas, por lo que habíapoca luz. El primer hombre merodeaba el cuello con el brazo parainmovilizarme la cabeza contra elrespaldo. Sentí el pinchazo de unanavaja.

—No te muevas, amigo —murmuró—. No te muevas otendremos un accidente.

Mientras el coche avanzabadando tumbos entre el bulliciomatinal y familiar de la ciudad,dentro se desarrollaba un ritual

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mucho menos familiar. Y digo ritualporque mis secuestradores estabantan acostumbrados a hacer aquello,que había cierta naturalidad ydespreocupación en susmovimientos. El segundo hombreme ató las muñecas por delante, meintrodujo un paño sucio en la bocay, por último, me ató las piernas.Me arrinconaron en el asiento delcoche, sin apartar la punta de lanavaja del cuello. Ninguno de losdos hablaba. En aquel espaciocerrado sólo se oían las

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respiraciones, en medio del olor denuestros cuerpos. En vano intentépensar en cómo lidiar con aquellasituación, pero el miedo inhibe elraciocinio. No dejé de maldecir lainsensatez que había cometido alregresar a la calle Gaunt, en vez dehuir a otra ciudad bajo otraidentidad. Volvía a ser un títerecontrolado por otro, pero encircunstancias más violentas quenunca.

No sé cuánto tiempo pasamosen medio del tráfico del centro

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londinense. En cambio, fue sencilloadivinar cuándo había quedadoatrás, pues el ruido exterior se fueapagando y el vehículo aceleró ydejó de hacer las paradasfrecuentes e inevitables al circularpor una ciudad.

Volvimos a detenernos. Oíbajar al cochero, y luego voces yuna puerta pesada al abrirse. Elcaballo volvió a moverse. Por elsonido de los cascos, supe quehabíamos entrado en un lugarcerrado.

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En aquel momento meagarraron la cabeza con brusquedady me colocaron una venda sobre losojos. La puerta del coche se abrió,y entró una corriente de aire fresco.Uno de mis acompañantes bajó, mesacaron del vehículo de unempujón, con un hombre a cadalado para llevarme por los brazos.

Debido a que tenía las piernasatadas por las rodillas, no podíaandar. Entre gruñidos y reniegos,me arrastraron sobre un sueloadoquinado dando tumbos, y me

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soltaron en un lugar con un intensoolor a serrín y barniz. Fue entoncescuando empezó mi verdaderapesadilla. De improviso, unosbrazos fuertes me levantaron delsuelo y me colocaron en posiciónhorizontal. Me subieron, primero, yluego me bajaron. Noté un golpedetrás de la cabeza, al que siguióuna risotada espontánea, yabsolutamente inesperada enaquella siniestra situación.

—El tipo es demasiado largo—dijo alguien—. Habrá que cortar

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los pies otra vez.—No —dijo otro hombre—.

Quítale las botas. Con eso valdrá.Me quitaron las botas con

brusquedad. Me habían tumbado deespaldas, y con los tobillos tocabaalgo rígido. Algo me cayó sobre lapierna. Volvió a caer algo más allado, y luego un tercer objeto.Alargué cuanto pude las manosatadas y toqué una superficie rugosacon tachuelas, que enseguidaidentifique como la suela de una demis botas. Al volver a dejar las

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manos donde estaban, con los codostoqué una superficie dura y plana.

—Eh, muchacho —dijo elprimer hombre—. Tienes agujerospara respirar. Aunque no son muygrandes, la verdad. Si eres tan tontode armar bulla, te hará falta másaire, y no tendrás. Así que acallarse como un muerto.

Al principio no le entendía,porque había aire de sobra, aunqueimpregnado de olor a serrín ybarniz, además del hedorsubyacente a estiércol de caballo.

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Entonces oí un ruido estridente apocos centímetros sobre mí y, notéque me habían encerrado y quehabía menos luz. De súbito se inicióun tremendo estruendo. Oía tancerca los martillazos, que debía detener los clavos muy cerca delcuerpo. Sonaban dos o tresmartillos a la vez y en aquelespacio cerrado, que potenciaba elsonido como un tambor, sonabancomo una multitud. Me estabanencerrando en una caja poco másgrande que un féretro.

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De pronto me di cuenta de loque estaba ocurriendo. Dadas lasdimensiones de la caja, y alrecordar el coche negro, la raídavestimenta negra de los doshombres, no es que la cajapareciera un féretro, es que era unféretro.

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CAPÍTULO 77

Iban a enterrarme vivo. No habíaninguna duda. Vi ante mí el horrorde una muerte lenta y espantosa.Mis raptores me introdujeron enotro vehículo, probablemente uncoche cerrado. El trayecto se mehizo eterno, cuando debió de durarunos minutos. El tiempo pierde elsentido cuando no hay modo demedirlo. Me llegaban muchosmenos sonidos que en el trayecto

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desde la calle Gaunt.Traté de salir de allí, por

supuesto que sí. Sin embargo, dadaslas dimensiones del ataúd, lapresencia del sombrero y las botas,la falta de aire y, sobre todo, lascuerdas que me ataban, se me hacíacasi imposible moverme siquiera.Solamente alcanzaba a emitir unosquejidos ahogados desde unagarganta seca y a golpear con loscodos los lados de aquella cárcel.Dudo que alguien pudiera oír losruidos que hacía, aun estando junto

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al ataúd, y no digamos desde lacalle.

También tenía paralizadas misfacultades mentales. Quisiera poderdecir que afronté con calma lo queme esperaba. Es cierto que si nopuedes evitar la muerte, lo mejor esmirarla a la cara. Sin embargo, lasnecesidades del momentosofocaban tan noblesconsideraciones. Tenía que seguirrespirando, seguir viviendo; noimportaba nada más.

Volvimos a detenernos. Oí un

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traqueteo y luego percibí unasacudida. Alguien dio unos golpesen la parte superior de mi prisión.Alguien se rió con una carcajadarayana al histerismo. El féretro semovía en un brusco vaivén y recibíagolpes. Cuando la caja se inclinómucho y empezó a recibir golpesregulares supe que subíamos poruna escalera. Volvieron a dejarrecto el ataúd, y luego oí la voz deun hombre, sin entender lo quedecía.

Oí el ruido de unos golpecitos

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sobre el féretro, que empezó achirriar y a crujir: alguien estabaquitando la tapa. Sentí que meentraba aire fresco. El extremo deuna barra de hierro me rozó lacabeza. Me invadió una inmensasensación de felicidad.

—Quitadle la mordaza —dijouna voz masculina que me resultófamiliar—. Y la venda.

Cuando me quitaron el trapode la boca me atraganté. Intentépedir agua pero no alcancé apronunciar las palabras. Una mano

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me agarró del pelo y me echó atrásla cabeza. Noté unos dedos quetiraban del nudo de la venda. La luzme cegó tanto, que solté un quejido.Sólo veía una blancura luminosa.Cerré los ojos.

—Dadle algo de beber —dijola voz—. Y luego dejadnos solos.

Me sostuvieron con una manola parte de atrás de la cabeza. Notéel metal de una botella en losdientes. De pronto empezó a caeragua por todas partes, cubriéndomeel rostro, entrando entre el cuello y

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el pañuelo, llenándome la boca y lagarganta hasta atragantarme.Apartaron la taza.

—Más —imploré con ungraznido—. Más.

Volvieron a acercarme la taza.Estaba tan débil que no podíasaciar la sed.

—Dejadnos solos —ordenó elhombre.

Oí pasos —creo que de doshombres— sobre un suelo sinalfombra, y el ruido de una puertaque se abría y se cerraba. Tenía las

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pestañas mojadas, pero no sabía siera por el agua o las lágrimas. Aúntenía los ojos cerrados por la luz.Los fui abriendo poco a poco. Sólovi un techo combado y agrietado,con las vigas a la vista allí donde elenlucido se había descalichado.

—Incorpórese —dijo la voz.Apoyé las manos atadas en el

borde del ataúd y conseguísentarme. Lo primero que vi fue unaenorme masa de pelo gris debajo deun casquete de terciopelo negro quele hacía parecer un juez patibulario.

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Bajé la vista y le vi la cara, a laaltura de la mía. Al reconocerlatuve la sensación de que era loinevitable.

—Señor Iversen —dije—.¿Por qué me han traído hasta aquí?

—Estará más cómodo en unosmomentos —dijo y se reclinó en lasilla de ruedas para examinar mirostro—. Mueva los brazos y laspiernas lo más que pueda. Écheseun poco hacia atrás, ahora haciadelante. ¿Verdad que así seencuentra mejor? ¿Quiere más

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agua?Esta vez bebí con ansia. El

señor Iversen vertió agua de unajarra que había en una mesa junto ala silla. El inválido llevaba elmismo atuendo que la última yprimera vez que lo había visto, unatúnica negra y vaporosa consímbolos astrológicos bordados conhilo amarillo desvaído. Habíaapoyado las muletas a los pies delataúd. Sobre la mesa había unapistola de bolsillo.

Seguí mirando a mi alrededor

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y descubrí que no estábamos solos.Sentada a la ventana, dándonos laespalda, había otra figura con untraje polvoriento de color marrón yun sombrero de tres picos pasadode moda.

—Es usted un idiota —observó mi anfitrión con un tono devoz amable—. No debería habervuelto. Debería haberse marchadolejos, muy lejos. Supongo que no sepuede esperar que la juventud obrecon sentido común.

—¿Qué desea de mí, señor?

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—La verdad. ¿Por qué regresóaquí ayer?

Todo cuanto podía conseguircon mis palabras era una muertemás amable. Estaba harto dementiras, así que le dije la verdad:

—Volví por ese loro suyo —dije y vi en sus ojos que empezabaa comprender—. Ese que dice ayezpeur.

—Ese maldito pajarraco —renegó Iversen, golpeando con losdedos la culata de la pistola—. Lotenía allí para atraer clientes, pero

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ya no lo aguantaba más. Creía queno volvería a saber de él jamás.

—Llevo un memorando de loshechos —dije—. He apuntado cadadetalle de este asunto, incluyendomis visitas a la calle Queen, desdeque conocí al señor Henry Frant.

—Sí, claro, y un grupo deabogados dan fe de él y lo apoyan,y han enviado una copia alpresidente de la Cámara de losLores. Vamos, señor Shield, no sehaga el tonto. Si hubiera querido,habría acudido a un juez hace

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mucho tiempo.Tenía razón. En realidad,

había empezado a escribir elmemorando la última noche quehabía pasado en Monkshill Park.Pero estaba en mi cuarto de la calleGaunt, sin terminar.

—No —prosiguió Iversen—.No me creo ni media palabra.Tampoco es que importe. Enseguidanos dirá la verdad.

Los dos callamos unosmomentos. La atmósfera de la salaestaba cargada con un extraño olor

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dulzón. Miré a las dos figuras quetenía ante mí: Iversen, sentado juntoal féretro, y el viejo, en una butacajunto a la ventana con barrotes. A lolejos, me pareció oír la actividaddel mundo exterior. También seoían ruidos dentro de la casa: pasosen la escalera, golpecitos en algunaparte y una mujer cantando unanana. A mi alrededor había vida, yuna vida desbordante de maravillas,algo muy preciado que no queríaperder.

—Señor —imploré al hombre

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de marrón—. Se lo ruego.Ayúdeme, por favor.

El viejo no respondió. No hizoninguna muestra de haberme oído.

—Tiene el pensamientoocupado con otras cosas —dijoIversen.

Me dirigí a él:—Señor, si desea que le

responda con cierta coherencia,sería más fácil si me diera algo decomer. Y le estaría agradecido sime permitiera utilizar el excusado.

Iversen se echó a reír, dejando

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al descubierto una relucientedentadura falsa de hueso, o acasode marfil, pero claramente costosa.Entonces me acordé del sacamuelasy, una vez más, pensé en curiosasposibilidades.

—Tendrá las comodidadesque su cuerpo requiere, señorShield.

Se movió hasta el borde de lasilla, se impulsó con los brazospara levantarse y, en un solomovimiento calculado, agarró unamuleta y se la colocó bajo el brazo

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derecho. Se quedó allí de pie unmomento, balanceándose, agarradoal borde del ataúd con la manodesocupada, con un gesto de triunfo.Era un hombre grande, y se alzabaante mí como una montaña.

—Sin embargo, antes levaciaremos los bolsillos.

Movió con rapidez y destrezalas manos por mis bolsillos. Mequitó el cuaderno, la cartera, elcortaplumas y el pañuelo de lunaresrojos que me habían regalado losniños la víspera de mi partida de

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Monkshill. Examinó cada objeto yluego los introdujo en el bolsillo dela toga. Cuando estuvo satisfecho,dijo:

—Les pediré que le traigan unorinal enseguida. Y algo paracomer.

—Supongo que no esperaráque lo haga aquí dentro, en esteféretro.

—Sí, no sería nadaconveniente. No veo ninguna razónpara que no lo saquen de ahí. Al finy al cabo, no le van a perder de

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vista.—Tanto para ellos como para

mí, será difícil sacarme si no medesatan las manos —señalé.

—No creo que haga faltadesatarle, señor Shield. Lo cierto esque no me preocupa demasiadocausarles molestias a ellos o austed —dijo el señor Iversencogiendo la pistola de la mesa y acontinuación se dirigió a la puertapara abrirla. Se dio la vuelta y medijo:

—¡Hasta la vista! —dijo con

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un ademán ampuloso que me trajoalgo a la memoria.

Salió al rellano arrastrándose,y me quedé a solas con el viejo a laluz decadente de una tarde de abril.Escuché sus pasos renqueantes porel rellano, y luego los golpes alapoyar la muleta en cada escalónque bajaba.

—Señor —musité al viejo dela ventana—. No puede quedarseahí parado y permitir que estoocurra. Tiene intención de matarme.No querrá ser cómplice de un

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asesinato.No hubo respuesta. No movió

un solo músculo.—¿Es usted el padre del señor

Iversen? No le gustaría que su hijose manchara las manos con lasangre de un semejante, ¿verdad?

Aparte de mi respiraciónentrecortada, no se oía nada más.De pronto la sala se iluminó al salirel sol entre las nubes. En los rayosque entraban por la ventana flotabanmotas. Los brazos y las barras de lasilla estaban cubiertos de polvo.

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Entonces tuve una sospecha: elhombre del abrigo no podía ayudara nadie.

Antes de poder orinar tuve queesperar en torno a un cuarto dehora, según pude calcular por lasdistantes campanadas de unaiglesia, y mi necesidad se hizo másurgente por momentos.

Finalmente entraron doshombres vestidos con ropas negrasdesgastadas. Eran los mismos queme habían secuestrado; y supuseque eran los mismos que me habían

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perseguido el día anterior, aunqueno estaba seguro, ya que no leshabía visto bien las caras. Quizáseran los mismos que me habíanatacado en diciembre, después demi primera visita a la calle Queen.El primero entró balanceando elorinal con despreocupación. Elsegundo traía una fuente de maderasobre la que había una barra de pan,queso y una jarra de cerveza. Dejóla fuente sobre la repisa, cerca delcodo del hombre del traje marrón.Ambos estaban acostumbrados a la

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silenciosa presencia del viejo, yaque no se fijaron en él.

—¿Es una figura de cera? —pregunté con voz temblorosa.

—En casa de la vieja Salmonnunca habría una figura de cera —dijo el primero a la vez que dejabael orinal sobre la mesa—. Ese es elseñor Iversen padre, a su servicio.

Me sacaron del féretro, quereposaba sobre dos caballetes. Eraevidente que mi torpeza al intentarusar el orinal les provocaba unregodeo burdo e insolente. Por

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suerte, se distrajeron un momentocon algo que vieron por la ventana.

—Nadie diría que tiene la pieltan blanca —dijo uno de ellos.

—Solamente tiene ese aspectopor los cortes —dijo el otro,agitando unas llaves que llevaba enel bolsillo—. Si la vieras de cerca,te aseguro que verías las manchas.

Seguían discutiendo lacuestión con objetividad, como dosentendidos, mientras yo meabrochaba los botones del abrigo lomejor que podía con las manos

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atadas. Tal era la convicción de suscomentarios, que bien podríanhaber pasado por un par de críticosde arte contemplando un cuadro queles traía sin cuidado en la sala deexposiciones de Somerset House.Con las rodillas atadas, me arrastréun poco más cerca de la ventana y,por encima de sus hombros, vi elpatio a través de la ventana.

Abajo había dos mujeres, unavieja y otra joven. La mayor eraalta, e iba encorvada. Era unasombra gris en comparación con la

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otra, que era menuda como unaniña, e iba desnuda de cintura paraarriba porque le habían bajado elvestido y la enagua por loshombros. Supe que no era una niña,en parte por los pechos y la curvade las caderas, y en parte porque lareconocí. Era Mary Ann, la mudaque vivía en el cobertizo del patiode atrás.

—Se lo ha hecho esta mañana—dijo uno de los hombres—. Mehabría gustado verlo.

—¿Se ha desmayado?

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—Una vez, pero le ha echadoagua hasta despertarla y haempezado otra vez.

Me costó contener un gritoahogado de horror al ver losverdugones que la muchacha teníaen la espalda blanca. Vi cómogemía y temblaba mientras la otramujer le aplicaba lo que parecía unungüento curativo en las heridas. Laparte de atrás del vestido estabacubierta de sangre seca y reciente.

—Zorra cretina —dijo uno delos hombres—. Es peor que un

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animal.Dio un golpe a la ventana,

hasta que una de las hojas se abrió.Me hizo a un lado de un empujón,como si fuera una silla que estorba,y recogió el orinal. Los barrotes dela ventana eran horizontales y entreellos quedaba el espacio justo paraque cupiera el orinal. Extendió elbrazo cuanto pudo y vació elrecipiente.

—¡Agua va! —gritó y ambosse echaron a reír.

Yo estaba demasiado lejos de

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la ventana para ver el patio; y mealegraba. Hice lo que pude paramordisquear el pan y el queso.Tenía que alimentarme, ya que nohabía comido nada desde elbocadillo que me preparóHarmwell la noche anterior. Losdos hombres se quedaron en laventana abucheando a la muchachacon evidente regocijo. Al ratodejaron de reírse, y supuse que lasmujeres les habían aguado la fiestaal entrar a cobijarse en el cobertizo.

Yo había llegado a la

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conclusión de que ambos estabanmuy borrachos. El olor a alcoholllenaba la habitación, mezclándosecon otros olores desagradables dela sala. Este tipo de hombressiempre están algo borrachos, perosu conducta denotaba que noestaban simplemente achispados.Uno de ellos se bajó los pantalones,se levantó los faldones del abrigo ycolocó el trasero sobre elantepecho de la ventana, sin dudaesperando que las mujeres de abajolo vieran. Sin embargo, mientras

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éste se alborotaba, la excitación delotro fue decreciendo, y su rostropicado de viruelas empezó apalidecer. Al final murmuró algo ysalió disparado de la habitación. Sucolega, que parecía tener másaguante, me arrastró hasta laventana, derramando mi cervezacon la prisa, y me ató las manos auno de los barrotes con una cuerda.

—Para que no te escapes,guapo —dijo con voz ronca—.Tengo que hacer un recado, peroserá un minuto. Ya me avisarás si

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las señoras vuelven, ¿eh?Me dio una palmada en la

espalda con un compañerismonunca visto y salió de la habitacióndando un golpe con la puerta, queluego cerró con llave. Esperé unmomento. El patio de abajo estabavacío. Los muros de ladrillotiznado que lo formaban se alzabancomo acantilados. La puerta delcobertizo estaba cerrada. El hombrehabía dicho que salía por unrecado, y supuse que había salido acomprar más ginebra, acaso en el

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bar al otro lado de la calle, dondeyo había estado la noche anterior.Podría demorarse un minuto, o diezo veinte.

Doblé las muñecas. Los nudosque me ataban las manos estabanmuy apretados, pero la cuerda quepasaba entre las muñecas y losbarrotes tenía un nudo que dejabamucho que desear. Para empezar, laposición era errónea, ya que alestar la cuerda un poco suelta,quedaba un pequeño espacio queme permitía mover las manos. En

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segundo lugar, el nudo era bastantevulnerable. Conseguí torcer la manohasta coger una parte del nudo conlos dedos, mientras tiraba de otracon los dientes. Sin dejar de prestaratención a los pasos que podía oíral otro lado de la puerta, intentabaaflojar desesperadamente la gruesacuerda alquitranada, que meraspaba la piel como una lija.Sentía que perdía preciososminutos. Al fin noté que el nudo seaflojaba, y pude soltarme delbarrote.

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Sin embargo, allí no acabaronmis problemas. Todavía tenía lasmuñecas atadas, y tan apretadas quela cuerda me dificultaba lacirculación de la sangre y no podíaaflojar el nudo con los dientes.Todavía tenía las rodillas atadas, yel nudo quedaba detrás. Por tanto,sólo podía moverme despacio y arastras, con ruidosa ineficiencia,avanzando unos cinco centímetros acada intento.

Tardé una eternidad en llegar ala puerta. Probé a abrirla, pero

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estaba cerrada con llave, comoesperaba. Miré a través de lacerradura y vi que mi secuestradorhabía retirado la llave, de modoque no había posibilidad de hacerlacaer al suelo del rellano yrecuperarla por debajo de la puerta.Además era una puerta sólida,reforzada con hierro, lo cual mehizo pensar que Iversen quizá lausara como una cámara acorazada.

Me acerqué a duras penas a laventana y miré. Mary Ann habíasalido del cobertizo y estaba en la

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entrada con una pipa de barrohumeante en la mano. La ventanatodavía estaba ligeramenteentornada. Oí pasos justo debajo dela ventana, por lo cual preferí nollamar a la muchacha.

Miré a mi alrededor. Lahabitación no tenía chimenea y,aparte de las dos sillas, el féretro yun arcón reforzado en hierro, nohabía muebles. Al fin miré al padrede Iversen. Estaba sentado con lospies ligeramente separados, tenía elrostro cetrino y demacrado de cara

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a la ventana y las manosenguantadas sobre los muslos. Latela del abrigo apolillada, y unafina capa de polvo cubría tanto elcuerpo como el abrigo. Este estabadesabrochado, y dejaba el chalecoal descubierto. Me fijé en elbolsillo izquierdo. De él sobresalíaun lápiz.

Lo saqué con cuidado.Todavía tenía punta, aunque estabadesafilada. Recorrí con la vista lahabitación con ansiedad, en buscade un papel. Volví a mirar al

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cadáver. Con un dedo toquéligeramente el ala del sombrero quellevaba. No se movió. Lo levantécon las dos manos, esperandoencontrar una etiqueta cosida a lacinta. La peluca se levantó unoscentímetros con el sombrero y luegose desprendió y cayó otra vez sobrela cabeza calva, provocando unanube de polvo. Con el movimientocayeron unos trozos de pielamarilla sobre los hombros delseñor Iversen.

Miré dentro del sombrero y vi

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unos papeles que habían metidopara calzarlo en la cabeza. Todoseran finos y quebradizos, algunos sehabían desmenuzado, pero unospocos aún estaban enteros. Tomé elfragmento más grande y lo desdoblécon cuidado. Era un recibo quecertificaba que Francis Corker, uncarnicero, había recibido la sumade diecisiete chelines y trespeniques de Adolphus Iversen el 9de julio de 1807. El dorso estaba enblanco.

Aplané el papel sobre la

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repisa de la ventana, aguantandouna punta con la fuente de madera, yparte de un lado con el trozo dequeso que quedaba. Nunca habríacreído que fuera posible escribircon las manos atadas, pero lanecesidad aguza el ingenio. Letra aletra, palabra a palabra, conseguígarabatear el siguiente mensaje:

Si el portador entrega estepapel al señor Noak o a su ayudantenegro Harmwell recibirá la suma decinco libras. Se alojan en la calleBrewer, lado norte, segunda casa al

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oeste desde la calle St. Pultney. Mehan hecho prisionero en la casa deIversen, calle Queen, Seven Dials.

Abrí la ventana de par en par.Mary Ann aún estaba allí sentada,fumando, pero no miraba hacia lacasa. Oía voces, pero no sabía sivenían del patio o de algunaventana o alguna puerta abierta;fuera como fuere, preferí no atraersu atención a voces. Probé a agitarde un lado a otro los brazos atados,lo más cerca que podía estar de laventana, con la esperanza de que el

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movimiento la hiciera volversehacia mí. Luego, para mi horror, oífuertes pisadas en la escalera,acercándose al rellano.

No tenía nada que perder, demodo que saqué los brazos por losbarrotes y solté el papel. En esemismo instante, Mary Ann levantóla cabeza, acaso al oír una risotadao un movimiento repentino en laparte de atrás de la cocina. Alvolverse me vio, y abrió los ojosante la sorpresa. Siguió con lamirada la caída de la nota.

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La llave giró en la cerradura yla puerta se abrió de súbito. Elhombre que me había atado a laventana irrumpió en la habitación.Con los ojos inyectados en sangrerecorrió toda la sala, percatándosede que se habían producidocambios. Vino derecho a mí.Levantó la mano y me dio un revésque me hizo caer sobre el féretro.

—Vuelve a meterte ahí dentro,maldito gusano —musitó sin porello restar dureza a sus palabras,como si temiera que alguien le

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oyera y descubriera su negligencia—. Te he dicho que te metas.

Se agachó y me introdujo a lafuerza en el ataúd de un modo quequedé echado de lado. Alempujarme la cabeza hacia abajome golpeé la nariz contra la maderay empecé a sangrar. Oí lospisotones de las botas al ir de unlado al otro de la habitación. Meincorporé un poco apoyándome enun codo. Volvió a colocar elsombrero y la peluca como estaban,levantando otra nube de polvo en

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torno al cadáver. No advirtió quefaltaba el lápiz. Se asomó a laventana, pero no vio nadapreocupante.

Al apartarse de la ventanatropezó con la pierna izquierda delcadáver. Con el golpe, la manoenguantada que estaba apoyadasobre el muslo se movió concrujido audible, como el de la ropaal rasgarse. No se movió mucho,pero bastó para que la manoquedara colgando por debajo de lasilla.

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Supuestamente, un cuerpoembalsamado debe ser rígido. Noreparé en ello hasta después,cuando caí en las mientes de lo querepresentaba aquel movimiento, dela poca fuerza que había hecho faltapara romperlo: aquella pierna yaestaba rota. Y la primera vez que serompió había sido un accidente.

Al principio, mi secuestradorno se había percatado de lo quehabía hecho. Notó el golpe y sevolvió hacia el señor Iversen,mirándolo con recelo, como si

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creyera que el viejo le habíapegado.

El guante empezó a deslizarse.Saltaba a la vista que era muchomás grande que la mano —tal vezporque ésta había encogido— ycayó al suelo. La mano quedódescubierta. La piel era de un tonoamarillento, céreo, las uñas eranlargas, y los dedos tenían unasmanchas que parecían de tinta. Enalgún lugar remoto de mi mente,muy lejos de las preocupacionespresentes, sabía que ya había visto

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algo de características muysimilares a las de aquella mano.Entonces, en un momento declarividencia tal, que se aproximaal dolor físico, caí en la cuenta deque faltaban las articulacionessuperiores del dedo índice. Depronto recordé la taberna de lacalle Charlotte, y el contenido de lacartera del señor Poe sobre la mesafregada y el gritito de sorpresa dela camarera.

La muestra rara de digitusmortus praecisus que me había

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dejado el profesor de medicina.Sólo que ya no era tan singular.

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CAPÍTULO 78

Por la noche, los mismos hombresque me habían llevado a la calleQueen repitieron el cruelpasatiempo de la mañana, esta vezbajo la supervisión de Iversen.Milagrosamente, su presencia leshacía recuperar la sobriedad.Cuando se dispusieron a colocar latapa del ataúd, aquél les hizo unaseña para que se apartaran y memiró para decirme:

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—Le ruego que no se ofenda—dijo—. Solamente será una horao así. Intente descansar, ¿sí? Dulcessueños, señor Shield.

Hizo una señal, y uno de loshombres clavó la tapa del ataúd amartillazos que retumbaban comofuego de artillería. Me llevaronescaleras abajo y subieron elféretro a un coche que esperaba enla calle, el mismo, supongo, que mehabía llevado hasta allí. El vehículoarrancó. A aquellas horas de lanoche íbamos a mucha más

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velocidad pese a la oscuridad. Alprincipio oía el ruido de las calles,bien que débilmente, y en unmomento hasta alcancé a oír a unsereno pregonando la hora. El ruidofue apagándose y el coche fueganando velocidad.

Supuse que el coche tenía doscaballos y, dada la suavidad deldesplazamiento, imaginé queviajábamos por una carretera depeajes. Pensé que nos dirigíamoshacia el norte o el oeste, ya que dehaber ido hacia el este o el sur,

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habríamos tardado más en salir dela ciudad. A ratos me llegaba elruido de carros al pasar, y supuseque serían las caravanas nocturnasque llevaban alimentos ycombustible a la insaciablemetrópolis.

Aquel viaje fue una especie demuerte, una antesala del infierno.Aún tenía las muñecas y las rodillasatadas; me habían vuelto aamordazar y a encerrar con elsombrero y las botas. Privar aalguien de ver, de moverse, de la

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posibilidad de actuar, de teneresperanza, todo ello, es dejarloreducido a lo más próximo a unestado de inexistencia. Cadasacudida aumentaba miincomodidad física dentro de aquelféretro, y habría dado lo que fuera,mi propia vida o incluso la deSophie, por transformarme en unobjeto inanimado como un saco depatatas o un montón de piedras,cualquier cosa incapaz de sentir otemer.

Mi incomodidad creció

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cuando salimos de la carretera depeajes. Nos desviamos por caminosde baches y con muchas curvascerradas e íbamos tan deprisa comoel conductor podía. En un momentodado, el vehículo dio una violentasacudida a la izquierda y se detuvoen seco, de manera que impulsó elataúd, que iba suelto, hacia delantey a un lado hasta pararse con unimpacto que me magulló más queninguno. Supuse que las ruedas dela izquierda se habían hundido enuna zanja. Recé por que se hubiera

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roto una rueda o un eje, esperandoque así aumentara la suerte de queme encontraran. Ay, pero a lospocos minutos volvíamos a estar enmarcha.

El primer indicio de que elviaje llegaba a su final fue cuandola superficie bajo las ruedas pasó aser de duros adoquines que mehacían temblar el cuerpo entero. Elcoche redujo la velocidad, se hizo ala izquierda y se detuvo. El cese delmovimiento debería haber supuestoun alivio, pero me hizo ser

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consciente del peligro de lasituación. Por mucho que lointentara, era incapaz de saber quéocurría a mi alrededor. Empecé asentir frío, y espasmos por loscalambres.

Necesitaba desesperadamenteuna bocanada de aire y de luz, demodo que empecé a aporrear latapa del ataúd. Me vino a la menteel recuerdo de mi cuerpo en elsuelo, aplastado por el cuerpo de uncaballo muerto, en medio de laoscuridad del campo de batalla de

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Waterloo, y grité, como si elpasado y el presentedesaparecieran. El pánico era comoun ente que compartía el féretroconmigo, un demonio que meahogaría si se lo permitía. Loafronté forzándome a respirar másdespacio, relajando los músculos.

De pronto oí un estrépito quehizo temblar el espacio de madera.Sacaron el féretro a rastras delvehículo y, por el balanceo, supeque me trasladaron unos metros.Oía más golpes y estallidos.

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Empecé a sentir náuseas. El ataúdse inclinó hacia delante. Los piesme frenaron en un ángulo deinclinación con la peor sacudida detodas. No me dio tiempo arecuperarme, ya que el féretrovolvió a moverse, dando vueltashasta recuperar la posiciónhorizontal con otra sacudida.

Alguien metió una barra dehierro entre la tapa y el interior delféretro, y los clavos se soltaron dela madera. Vi el primer atisbo deluz en horas. Procedía de un par de

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velas temblorosas que, por unmomento, se me antojaron dos solesluminosos. Junto a la luz vislumbrédos sombras enormes que secernían sobre el ataúd, que estabaen el suelo. Sobre mí había unenrejado de vigas y tablas demadera. Lanzaron la tapa a un ladocausando gran estruendo.

Al intentar incorporarme, nome respondían las manos ni laspiernas. Un hombre soltó unacarcajada, y me llegó un familiaraliento a ginebra. Conseguí

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impulsarme de manera que al menosla cabeza quedara fuera de la caja.Estaba en una sala que parecía unsótano con paredes de ladrillo.Reconocí a los dos hombres deIversen, cada uno sosteniendo unavela. Uno de ellos se inclinó ycogió la barra de hierro. El otro mequitó la mordaza. Acto seguido, sinprestarme ninguna atención, seescabulleron como dos escarabajosnegros por una escotilla que habíaal final de una escalera de madera.

—Oigan —grazné—. Se lo

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ruego, por Dios, déjenme una vela.Díganme dónde estoy.

Uno de ellos, el que me habíaretirado la mordaza, se detuvo y sevolvió para decirme:

—Amigo, no le va hacerninguna falta una vela en el sitio alque irá.

El otro se rió. Al instante laescotilla se cerró y me quedé soloen la oscuridad.

Sin embargo, ya no estabametido en una caja sin podermoverme. No tenía ninguna duda de

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que me habían llevado a aquelsolitario lugar para matarme.Cuando menos, les dificultaría eltrabajo.

A continuación sufrí laexperiencia más dolorosa de mivida. Saqué las botas y el sombreroa fin de tener espacio paramaniobrar. Me incorporé poco apoco hasta estar sentado.Apoyándome en el borde delféretro, conseguí levantarme hastaquedar agachado. Balanceé elcuerpo a izquierda y derecha hasta

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conseguir impulso para caertorpemente a un lado del ataúd. Mequedé tumbado sobre un costadosobre un suelo húmedo y sucio queparecía de piedra.

Me fui incorporando despacio,con la misma inseguridad de unniño que empieza andar, hastalograr ponerme de rodillas.Encontré las botas y conseguícolocármelas. Mi situación era tandesamparada como la vez anterior.Solamente me habían cambiado ellugar de encierro, salvo que aquél

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era más grande. Lo examiné tanbien como pude dada la oscuridad,lo cual no fue nada fácil, teniendoen cuenta que estaba atado demanos y rodillas. Sobre todoobservé las escaleras y la trampilla.Esta estaba bien ajustada, pero meparecía vislumbrar un indicio de luzen un ángulo. Intenté empujarlahacia arriba con los hombros, peroni siquiera se movió.

Cuando me aparté de laescalera, tropecé con algo que memordió, o eso me parecía. Con un

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grito ahogado me aparté de un saltoy se oyó un estrépito en el suelo,como si en el sótano hubiera otroanimal aterrado. Entonces caí en lacuenta. Con la bota izquierda habíapisado un clavo de la tapa delféretro.

Me arrodillé y, con manosfrías y torpes, tanteé el suelo hastadar con la tapa. Pasé la mano a lolargo del borde, tocando las puntasafiladas que sobresalían de la tapavuelta hacia arriba. En total habíaseis. Bajé las manos a la altura del

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clavo que tenía más cerca y empecéa serrar la cuerda.

No sé qué me impulsaba aseguir adelante. Mi lado másconsciente casi se había rendido aldestino que me esperaba,cualquiera que fuera. Sin embargo,otra parte de mí, en lo más hondode mi ser, seguía luchando. Yaquello fue lo que me hizo olvidarque me dolían las rodillas y mesangraban los brazos, lo que mehizo frotar y desgastar la cuerda queme ataba las muñecas con un clavo,

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y luego otro.No había forma alguna de

medir el tiempo. Acaso pasó unahora cuando noté que se soltaba elprimer ramal. Durante un rato estome dio nuevos ánimos para no cejaren mi empeño, pero pasó unaeternidad hasta que noté que sesoltaba otro ramal. Serraba lacuerda con las puntas de los clavos,colocaba el nudo sobre éstas ymovía las muñecas adelante y atrás,o sencillamente mordisqueaba ytiraba de las ataduras con los

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dientes, esperando que si un métodofallaba, funcionara el otro.

Tal era el dolor que sentía portener la piel cortada y por las vecesque me había rozado el clavo en elbrazo sin querer, que al ceder lacuerda apenas lo noté. Al separarselas manos, me dejé caer sobre lostobillos, llorando. Estiré los brazoshacia atrás cuanto pude, como siarqueara dos alas, al tiempo quemiraba hacia arriba. En aquelmomento confirmé que entraba luz através de una rendija de los

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tablones. La noche llegaba a su fin.Entonces intenté deshacer el

nudo que me ataba las rodillas, quehasta el momento había sidoinaccesible por estar detrás. Paraéste no podía usar los clavos, ytenía las manos débiles. Apenashabía empezado cuando oí pasospor arriba.

Renqueando, me dirigí a lasescaleras lo más rápidamente quepude y me dejé caer sobre la paredjunto a éstas. La luz inundó elsótano. Era más tarde de lo que

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creía. Unos pasos bajaronpesadamente los escalones.

Una mano me agarró delhombro y me agitó. Con toda lafuerza de que fui capaz, di mediavuelta estirando las rodillas y clavélos dedos en la cara del hombre quese alzaba ante mí. Soltó un grito alclavarle una uña en el ojo; tuvo laimprudencia de dar unos pasoshacia atrás y tropezó con el ataúd.A duras penas, empecé a subir lasescaleras hacia el rectángulo de luzy dejé atrás al hombre profiriendo

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imprecaciones contra mí.—Señor Shield —dijo una voz

ronca y sonora en cuanto asomé lacabeza y los hombros—, eso no leservirá de nada.

Me volví y a un metro de mí vial señor Iversen sentado en unasilla junto a una mesa, con lapistola en la mano. Había cambiadosu atuendo profesional por unabrigo de viaje marrón. Las muletasestaban apoyadas contra la mesa.

—Levante las manos, si es tanamable. Suba las escaleras poco a

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poco. No, no, Joseph —dijo alhombre de abajo—, déjalo en pazpor el momento.

Dando saltos torpemente, salía una sala dispuesta como unacocina, con unos fogones en unaparte y un aparador en otra. Lasuciedad del lugar eraindescriptible. Aparte de la teteraque humeaba en un fogón, el lugarpresentaba otros indicios de habersido utilizado para cocinar.Seguramente yo tenía un aspectolamentable: no iba ni afeitado ni

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limpio, y tenía el abrigo roto, y lospuños y los pantalones manchadosde sangre por el esfuerzo dedesatarme las manos durante lanoche.

El señor Iversen se habíalevantado de la silla y estaba enmedio de la cocina, pistola enmano, pero las muletas seguíanestando apoyadas en la mesa. Alver mi expresión de sorpresa,torció la boca en una sonrisa.

—Es un milagro, ¿verdad,señor Shield? Realmente edificante,

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¿no le parece? Encontrará unabomba de agua en el patio. Joseph yyo le acompañaremos.

Me hicieron salir a un patiotrasero al que daba la cocina,observándome cruzarlo por el fangoa saltos y trompicones para llegar aun retrete, que me obligaron a usarcon la puerta abierta. Desde elexcusado vi, sobre los tejados delos edificios anejos del otro ladodel patio, las chimeneas de dosedificios grandes y modernos aunos cincuenta metros de allí. El

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señor Iversen observó hacia dondemiraba y dijo:

—No hay nadie lo bastantecerca para oírle. Más le vale nogastar saliva.

—¿Dónde estamos?Se encogió de hombros con un

gesto que evidenciaba que no teníanada que perder por responder a mipregunta.

—Estamos al norte del pueblode Kilburn, en medio de una vastaextensión de tierra sobre la que vana edificar. Según creo, la propiedad

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está hipotecada a favor delWavenhoe. Esto era antes una casade labranza y las tierras dealrededor le pertenecían. Aqueledificio de allí de las chimeneasaltas y grises es un manicomio.Están acostumbrados a oír gritos yllamadas de socorro. Y el edificiode al lado... ¿lo ve?, el delcampanario..., es el asilo de pobres.Lo tienen bien pensado, porque loscustodios trasladan a los internosde un sitio al otro cuandoconsideran que están en

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condiciones. La parroquia sigueunas directrices de lo másracionales.

Me levanté y me abroché lospantalones.

—No entiendo qué quiere demí. ¿Por qué no me suelta? —ledije.

Se desentendió de mispalabras.

—Incluso tiene su propiocementerio, señor Shield. Mire alotro lado de la verja. Puede quealcance a ver el muro detrás de los

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limeros. La locura y la pobrezacomparten una mismacaracterística, y es que la muertellega más pronto que tarde. Ni a losvecinos del pueblo, o los quequedan, ni a los habitantes de lascalles y las plazas que un díavivirán aquí les importaría esperaral Juicio Final en el mismocamposanto que estos pobresdesdichados; así, todo el mundoestá contento, y todo es máscómodo. Es excelente, ¿no leparece? —dijo mirándome, como si

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esperara una respuesta.—¿Por qué me ha traído aquí?—Todo a su tiempo, señor

Shield. El cementerio tiene supropio sacristán, un tipo admirable,aunque poco refinado.

—¿Y también proporciona losféretros a sus clientes?

Iversen me miró y sacudió lacabeza en señal de asentimiento.

—Con la ayuda de loshombres que me trajeron aquí, porsupuesto.

—Está usted en lo cierto. No

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los juzgue por su aspecto —dijo,mirando al hombre que estaba depie en la puerta de la cocina—.¿Eh, Joseph? En el fondo son buenagente. Hasta ayudarían al pobresacristán a cubrir una tumba si estámuy ocupado con otros asuntos. ¿Vela verja del muro? —dijo,señalando a los limeros—. Elsacristán y sus ayudantes tienenpermiso para entrar en elcementerio.

Iversen me permitió utilizar labomba, echarme agua en la cara y

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beber hasta saciar la sed. Conaquellas palabras me había dichoclaramente que tenía el poder paraenterrarme en un cementerio parapobres y locos, y yo dudaba de quele importara algo si me metía vivoo muerto al bajar el ataúd en lasepultura.

—Señor —le dije mientrasvolvía adentro a pasos vacilantes—. ¿Me permite hablar con usted unmomento a solas?

—Nada me gustaría tanto —dijo e hizo una seña a Joseph para

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que se acercara—. ¿Está ensilladoel otro caballo?

—Sí, señor.—Regresa a la ciudad.

Deberías regresar con Elijah en elcarro esta tarde, en torno a las seis.Pero antes quiero que le ates lasmanos atrás a nuestro amigo, y queluego le sueltes las piernas.

Joseph le obedeció, y creo quedisfrutó con malignidadapretándome la cuerda cuantopodía. Cuando nos hubo dejadosolos, Iversen me empujó con el

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cañón de la pistola para que entraraen la cocina.

—¿Y bien? ¿Qué tiene quedecirme?

—Hay muchas cosas que noentiendo de todo este asunto —dije,una vez dentro, mirando aquí y alláen busca de algo que pudieraservirme de arma—. En realidad, aveces no entiendo nada. Sinembargo, sé lo suficiente parapreguntarme si es necesario queestemos en lados opuestos.

Me sonrió y dijo:

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—Esa propuesta es muyatrevida.

—Si es una cuestión dedinero... —empecé a decir.

—Tiene usted muchas ventajasnaturales, señor Shield, pero nocreo que la posesión de una fortunase cuente entre ellas.

—Pero conozco a un hombreque pagaría una generosa suma porobtener información, por obteneruna información determinada.

—¿El yanqui entrometido y sunegro domesticado? —dijo con un

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cambio de tono, más enérgico yuniforme—. No, creo que nofuncionaría —añadió, volviendo altono cultivado que había usadohasta entonces—. Hemos llegadodemasiado lejos, y un hombre nocambia de parecer a medio caminosi puede evitarlo.

Señaló la escotilla abierta conla pistola y dijo:

—Desearía que volviera abajar al sótano un rato.

No tuve más remedio queobedecer. Cuando cerró y me dejó

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en plena oscuridad intenté soltarmecon poco entusiasmo, pero Josephhabía hecho demasiado bien sutrabajo. No sé cuánto tiempo pasésentado en los travesaños más bajosde la escalera, pensando en losargumentos que podía proponerle aIversen, pero desdeñaba todoscuantos se me ocurrían. Sobre mí seoían pasos que iban de un lado aotro, y hubo un momento en queIversen incluso cantó una baladasentimental. En dos ocasiones mepareció oír cascos de caballería,

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pero no sabía si llegaban o se iban,si pasaban o se detenían.

Por fin oí más pasos, seguidosde un chirrido metálico y luego ungolpe en la escotilla.

—¿Señor Shield? ¿SeñorShield? —llamó Iversen—. Leruego que me conteste.

—Le oigo.—Puede subir despacio por la

escalera. He descorrido el cerrojode la escotilla. Y, por favor, noquiero movimientos precipitados.

Salí, parpadeando como un

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topo, a una sala iluminada con laluz de la mañana. Iversen esperabaa una distancia prudente de laescotilla. Me pidió que me diera lavuelta para examinar la cuerda queme ataba las muñecas. Actoseguido, me guió a través de unpasillo y luego a una salaamueblada como un salón rústicodel siglo pasado. Con la puertacerrada no entraba luz exterior, yaque los postigos estaban cerrados yatrancados. En una chimenea queocupaba casi toda una pared ardían

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unos troncos colocados dentro deun brasero. El resto de luz proveníade una media docena de velasencendidas.

Había dos personas más. Unade ellas era Mary Ann, que estabaatada a una silla. La habían atadoincluso a ella, a una muda que nopodía pronunciar palabras, sóloemitir gorjeos como un pajarito. Memiró con ojos grandes y tristes.

La otra persona estabasentada, con un reloj en la mano, enuna silla de madera de respaldo

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alto, junto al fuego. Era StephenCarswall.

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CAPÍTULO 79

—Ayez peur —dije, e Iversen mirórápidamente a Carswall al oírme.

—Ha perdido el juicio, Shield—dijo Carswall.

Iversen me sentó de unempujón en un banco frente al viejoy esperó en la puerta.

—Se sabe que estánconfabulados —dije, aprovechandolo que esperaba que fuera unaventaja.

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—¿Quién lo sabe? —dijoCarswall—. ¿Noak? Un hombretiene derecho a comprar un loro alniño que será su futuro hijastro,¿no? —dijo, dando énfasis a lasúltimas palabras, a la vez que melanzaba una mirada triunfal y llenade odio—. ¿Por qué molestó a laseñora Frant cuando fue a visitar latumba de su marido?

—¿Cómo sabe que nosencontramos allí? —solté.

—Ella me lo contó —dijoCarswall mirando a su alrededor,

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como si el desvencijadorevestimiento de madera fuera unpúblico de admiradores—. Lodespachó con cajas destempladas,¿eh?

—Se lo dijo la señoraKerridge, ¿verdad? Sirve a Dios yal diablo, ¿verdad?, a usted y alseñor Noak. Y no le ha contadosólo eso. Sabía dónde me alojabapor Salutation Harmwell y se lodijo. Por eso los matones deIversen dieron conmigo tan pronto.

Carswall se encogió de

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hombros y dijo:—No importa. ¿Hasta dónde

ha llegado el señor Noak?—No gozo de su confianza.—Pongamos a prueba esa

afirmación. ¿Ha visto alguna vezcómo queda una mano aldestrozarla con una puerta?

No le contesté.—No es una imagen

agradable. Y es algo tremendamentedoloroso. Sin embargo, es tan fácil.Se pone la mano en el espacio quequeda entre la parte fija de la puerta

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y la jamba; si se prefiere, un dedocada vez. Luego se cierra la puerta.Como le diría cualquier físicomecánico, no hace falta fuerza sihace palanca. Hasta un niño podríahacerlo, siempre y cuando haya otrapersona que sostenga la mano en laposición adecuada.

—Es usted un monstruo.—La necesidad no conoce

leyes —dijo Carswall—. ¿No esésa una de sus apostillas, señortutor? Yo acepto el mundo según sepresenta. Usted representa una

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doble amenaza para mí, para lareputación de mi futura esposa ypara el éxito de una operacióncomercial.

No dije nada. Estreché lasmanos atadas y pensé en la carne,los tendones y el hueso que cubríala piel.

Carswall hizo una seña con lacabeza a Iversen, que amartillo lapistola y se acercó a mí.

—A él no —ordenó Carswall—. Primero a la chica. Que vea elefecto de su silencio antes de

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sentirlo en carne propia.Iversen asintió y desató las

muñecas a Mary Ann. Sin desatarlelas piernas, la agarró del brazo y laarrastró hasta la puerta. Aún estabaamordazada, pero emitía un sonidogutural, más lastimero por suelocuencia que cualquier palabra.

—Esperen —dije—. No tienenpor qué hacerle daño.

Carswall se reclinó sobe elrespaldo, abrió su reloj y dijo:

—Le concedo un minuto paraconvencerme.

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—¿La soltará?—Puede. Depende de lo

sincero que sea.No tenía alternativa, de modo

que dije:—El señor Noak cree que

Henry Frant es el responsabledirecto o indirecto de la muerte desu hijo, que vivía en Canadá,durante la última guerra. Cree quemataron al teniente Saunders porqueamenazó con revelar los negocioscorruptos por parte del BancoWavenhoe, o más bien por parte del

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señor Henry Frant. Es más,sospecha, aunque no lo ha podidodemostrar, que usted, señorCarswall, fue cómplice de Frant y,por tanto, está implicado hastacierto punto en el asesinato delteniente Saunders.

Carswall hinchó los carrillos ysoltó un resoplido.

—¿Y qué pruebas tiene?—Ninguna que demuestre su

culpabilidad. Aun así, lainvestigación del señor Noak sacó ala luz el desfalco que Henry Frant

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cometió desde que asumió ladirección del Wavenhoe. Movióhilos para acelerar la quiebra delbanco y la ruina del señor Frant.

—Sin embargo, la cosa noacabó ahí —continuó Carswall amedia voz.

—No, señor, no acabó ahí. Elseñor Noak entabló una relacióncon usted. Las negociaciones de laventa de los almacenes deLiverpool le convencieron de queusted estaba involucrado en laoperación de Canadá, aunque no

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demostraban que estuvieraimplicado en la muerte de su hijo—vacilé un momento—. Y luegoocurrió lo de la señora Johnson enla nevera de hielo.

De pronto, al mencionar estaspalabras, percibí un aumento detensión entre los presentes. Iversendejó escapar un leve suspiro.

—Fue un accidente —dijoCarswall con un resoplido—. Esedijo el coronel.

—¿Un accidente, dice? Creoque el coronel no sabía que no

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estaba sola. Había un hombre conella.

—Imagino que no eran elmomento ni el lugar oportunos parauna cita amorosa.

—No era lo que pretendían.Henry Frant y la señora Johnsonhabían ocultado ciertos objetos devalor en la nevera con la esperanzade empezar una vida nueva tras laquiebra del banco, acaso en elextranjero y bajo nombres ficticios.

Carswall enarcó sus enormescejas.

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—A nadie se le ocurriría algotan insólito.

—Se dejaron el anillo. O, másbien, él se lo dejó.

—¿El anillo? ¿El que ustedrobó?

—El anillo que usted mandócoser en mi abrigo para darcredibilidad a la falsa acusacióncontra mí.

—¿Falsa? ¿Falsa, dice?¿Entonces dónde está el anillo?

—Eso no se lo puedo decir,pero pronto lo recibirá en su casa

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de la calle Margaret. Volviendo alseñor Noak, consiguió una lista delos valores que faltaban cuando elbanco quebró. Entre ellos se cuentauna letra de cambio que se cobróhace poco en Riga.

—¿Y cómo explica esto elseñor Noak?

—Cree que Henry Frantconcibió su propio asesinato, queaún está vivo y que usted y él hanllegado a un acuerdo.

Carswall se aclaró la garganta.—¿Le importaría explicarme

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eso?—Cree que usted le ayuda a

convertir los valores y tal vez otrostítulos en dinero efectivo, porque elseñor Frant no se atrevería ahacerlo solo, ni siquiera en elextranjero, porque aparte del asuntodel desfalco, también está pendientela identificación del hombre al quemataron en los jardines Wellington.

—¿Y qué beneficio obtengo yode esta intriga lucrativa?

—¿Usted? Usted comparte lasganancias y la posibilidad de

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disfrutar de la esposa de Frant.Carswall, que tenía el color

subido, se oscureció más.Contempló la esfera de su reloj. Supecho subía y bajaba al respirar.Finalmente dijo:

—Raras veces he oído algotan disparatado.

—Al menos explica por quéestamos los cuatro en esta sala.

Iversen tosió para recordar aCarswall su presencia.

Carswall volvió el cuerpoentero hacia él y señaló a Mary

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Ann.—Págale a esa fulana con su

misma moneda.—¿Con qué fin, señor? —

preguntó Iversen—. Creo que eljoven ya habla bastante por sí solo.

—¿Qué te pasa?—La chica es sirvienta mía,

señor, y bastante discreta debido asu desgracia. Si le aplasto lasmanos no la querrá ningún hombre.

Entonces para distraer aCarswall de su propósito, dije alazar:

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—Hay otra cuestión que alseñor Noak le encantaría aclarar.

—¿Eh? —preguntó Carswallapretando el botón de repetición delreloj, que emitió una levísimacampanada—. Ese hombre es uncompleto idiota. ¿Qué saca esemaldito yanqui metiendo las naricesen esto?

—Le gustaría saber si es ustedconsciente de que se pone enevidencia ante el mundo al tratar deengatusar a ese baronet hipócritacon su hija bastarda y con el dinero

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que ha adquirido por mediosilícitos. Le gustaría saber si estáusted al corriente de que el mundoentero se ríe a sus espaldas por suobsesión por imitar a la pequeñanobleza. Le gustaría saber si moriráde causas naturales o si morirá enla horca, como cree que merece.

A medida que hablaba subía eltono de voz, como si la pasiónemergiera de lo más recóndito demi ser. No era Noak quien se habíahecho aquellas preguntas, sino yo,pues ya no tenía nada que perder.

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En cuanto hube terminado, unsilencio absoluto se impuso en lasala. Iversen miraba a Carswall conuna expresión impasible, casidivertida. En la cara del viejoaparecieron manchas pálidas de ira.Con absoluta claridad, sonó unacampanada minúscula de su relojBreguet.

Soltando un extraordinariorugido, se levantó de la silla.

—¡Miserable granuja!¡Bellaco! ¡Maldito pelagatos!

—Supongo que sabrá que la

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señora Frant lo odia y lo desprecia—dije con tranquilidad—. Memaravilla su afán por poseerla. ¿Sedebe a que era la esposa de HenryFrant? ¿Tanto lo odiaba? ¿Le hacíasentir como un vasallo?

Carswall agitó el puño sinsoltar el reloj.

—Te veré sufrir, te lo aseguro.¡Tú! —llamó a Iversen—. Ponle lamano en la puerta, maldito seas.Voy a romperle todos los huesosdel cuerpo. Voy a... Voy a...

No terminó lo que estaba

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diciendo y la furia que lo invadía lozarandeó como una corrienteeléctrica, haciéndole vibrar,sacudirse y retorcerse como unasábana en manos de una lavanderacorpulenta. Abrió la boca sin emitirsonido alguno. Me mirabafijamente, pero ya no había ira ensus ojos, más bien tenía un gestodesconcertado, confuso y hastaimplorante. Luego dio un gritoahogado, como si de pronto sintierauna punzada. Le falló la piernaizquierda, y cayó de costado sobre

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la chimenea, tirando al suelo a supaso las herramientas de lachimenea con un estrépito queparecía una descarga de metralla.

Hice un esfuerzo por ponermeen pie sin apartar la vista del viejo.

Iversen gritó.Di media vuelta al oírle y casi

pierdo el equilibrio. Al volvermeoí un ruido metálico: la pistolahabía caído al suelo. De milagro nose disparó ni se había desmontadoel percutor. Sin abrir la boca,Iversen se inclinó sobre Mary Ann,

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la golpeó con los puños y la agarrópor la cintura. Yo me lancé alsuelo, giré sobre mi cuerpo y recogíla pistola. Iversen empujó a MaryAnn al centro de la sala. La chicatropezó con las piernas de Carswally soltó un grito al chocar laespalda, malherida por losrecientes azotes, contra el respaldode una silla. Agarré bien la culata ycoloqué el dedo en el gatillo. Apunto de dislocarme el brazoizquierdo, me encorvé paraapoyarme la pistola sobre la cadera

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derecha. El cañón apuntaba aIversen.

—Atrás —le ordené—, o leharé saltar la tapa de los sesos.Levante las manos y póngase en eserincón.

Por un instante me miró sin elmenor atisbo de miedo en suexpresión. Si algo podía decirse deaquel hombre es que no era uncobarde. Una gota de sangre cayósobre el suelo de madera. Al verque tenía la muñeca herida, caí enla cuenta de que Mary Ann le había

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mordido y por eso había soltado lapistola.

—Atrás —le dije—. Atrás, hedicho.

Levantó las manos muydespacio y se colocó en la esquina.

El cambio de situación fue tanrepentino que, de entrada, no sabíacómo aprovecharla. Mary Ann novaciló. Me lanzó una mirada,escupió la mordaza y se arrodillójunto a Carswall. Gorjeando ygimiendo, se puso a rebuscar entrelos bolsillos del viejo, esparciendo

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por el suelo lo que iba encontrando,girando el cuerpo ahora a un lado,ahora al otro como si se tratara deun niño de meses gigante. Creo queel hombre estaba completamenteconsciente, ya que tenía los ojosbien abiertos, los movía y caíanlágrimas mientras ella lo registraba.Son embargo, no podía moverse.Yacía en el suelo como una ballenavarada, como una isla de grasa conun abrigo elegante manchado deceniza.

Mary Ann encontró un

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cortaplumas y me lo trajo con ungesto de satisfacción, como unperro que sabe que ha hecho lo quedebía. Mientras yo apuntaba aIversen con la pistola, ella cortabalas cuerdas que me ataban lasmuñecas, procurando noobstaculizar la posible trayectoriade la bala.

De pronto sentí aún más dolor.La cuerda me había arrancado lapiel en algunas partes. Tomé elcortaplumas con la mano izquierday corté las cuerdas que la ataban a

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ella.—Tenemos que buscar ayuda

—le susurré—. Puede que los otroshombres sigan aquí.

Movió la cabeza de lado alado para responderme que no eraasí.

—¿Han vuelto a la ciudad?Asintió.Me puse a pensar. No podía

hacer venir a un agente de policía.La escena, con el señor Carswalltambado en la chimenea, lopredispondría a su favor.

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Tomé a Mary Ann del brazo, ydio un respingo.

—¿Pudo coger la carta quedejé caer ayer en el patio del señorIversen?

Asintió enérgicamente, luegohizo ver que fruncía el ceño, señalóa Iversen, luego a ella misma y, porúltimo, se pasó un dedo por lagarganta.

—¿La descubrieron? ¿Por esola trajeron aquí? ¿Para matarla?

—Está desquiciada, señorShield —dijo Iversen—. No puede

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fiarse de nada de lo que diga... esdecir, de lo que dé a entender.

Desoí sus palabras.—La carta era para un

caballero americano que vive en lacalle Brewer. Si le doy dinero,¿podría llevarle otra carta?

Mary Ann se apartó de mí y seagachó junto a la chimenea. Con eldedo índice escribió «NOAK» enlas cenizas.

—¡Alabado sea Dios! ¡Leyóusted la nota! ¿Sabe leer y escribir?

Asintió con una sonrisa

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inesperada. Luego borró el nombrede Noak y escribió: «CALESÍN ENPATIO. CONDUZCO».

—¿Podría llevarle una cartapersonalmente? ¿Sabe manejar uncaballo?

Asintió y borró las palabraspara escribir: «ESCRIBA CARTADICIENDO CRIADA ENVIADA».

Aquel diálogo era lento yextraño, no solamente por el medioque ella empleaba para expresarse,sino también porque no podíamosquitarle el ojo de encima al señor

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Iversen. Antes de seguir adelante,decidí meterlo en el sótano quehabía sido mi prisión no hacíamucho. El señor Iversen accediócon mucho gusto, o eso parecía.Primero le apunté a la cabeza con lapistola, mientras Mary Ann loregistraba para asegurarse de queno escondía otra arma. Acontinuación, cuando se lo ordené,salimos de la habitación con él pordelante, despacio y con las manosen alto, según le exigí.

—Vaya, vaya —dijo mientras

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bajaba la escalera desde la cocina—. Así que la muchacha es unaerudita. ¿Quién lo habría dicho? Haestado seis meses con nosotros ynadie tenía la más remota idea. Medejará una vela, ¿verdad? ¿No?Bueno, tampoco deberíaextrañarme.

—¿Dónde estamos? ¿Cuál esla ruta más fácil para llegar a laciudad?

—A la izquierda al salir delpatio, a la derecha en el cruce y, apoco más de un kilómetro saldrá a

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la carretera que va directamente deKilburn a Londres.

—¿De quién es el calesín?—El señor Carswall lo

alquiló en una posada, supongo quetendrá el recibo en el bolsillo. Vinohasta aquí él mismo, claro. Sihubiera viajado con uno de suscarruajes el mundo entero habríasabido adónde iba y para qué. Porcierto, hay dos caballos en elestablo: la yegua marrón es mía. Elotro es el de la calesa.

—Es usted muy amable.

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—¿Y por qué no iba a serlo?Puede confiar plenamente en miconsejo, señor Shield. Al fin y alcabo, no tengo motivos paramentirle, y me conviene másservirle de ayuda con cuanto esté enmis manos. Además, espero que asíme deje una vela. Realmente, no megusta nada la oscuridad.

Iversen parecía tan resuelto aaceptar con filosofía susinfortunios, que casi accedí a supetición. Sin embargo, Mary Ann leescupió de pleno en la cabeza en

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cuanto bajó el último escalón, cerrócon fuerza la escotilla y se carcajeóal pasar el cerrojo.

Enseguida nos pusimos aescudriñar el lugar. Era una casa decampo grande con un patio a unlado, donde había varios graneros,un establo y los recintos anejoshabituales, la mayoría de ellos enestado ruinoso. A juzgar por eltamaño de los edificios, nuncahabía sido una casa muy grande, ytodo cuanto quedaba eran esosedificios, aparte de los restos de un

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jardincillo en la parte delantera yun cercado con un huerto lleno demaleza en la parte de atrás. Laextensión de campo que rodeaba ellugar se aprovechaba como tierrasde pastoreo, hasta que lasconstructoras no empezaran aplantar ladrillos y levantar casas.

La cocina y el salón eran lasdos únicas partes de la casamedianamente habitables. El restode la vivienda estaba en estadocalamitoso: las tablas del suelo seestaban pudriendo y estaban llenas

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de salpicaduras de excrementos deave, el revoque se desprendía delas paredes y, en una habitación,parte del techo se habíaderrumbado y se podía ver el cielo.En uno de los graneros había tresataúdes amontonados, y loscaballos estaban. En otro estaba lacalesa, y en la cuadra de al ladoestaban los caballos.

Carswall pesaba demasiadopara poderlo mover yo solo, así queMary Ann me ayudó a apartarlo dela chimenea. Le aflojé los

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pantalones y el pañuelo del cuello;le até los dedos gordos de la manopor si estaba fingiendo, y lo cubrícon una manta que encontramos enel establo. Entre las cosas que MaryAnn había encontrado en su ropahabía un cuaderno y un lápiz.Arrancó varias hojas y se las metióen el bolsillo del vestido con ellápiz.

No fue hasta entonces cuandome di cuenta de que a mis ojos erauna persona muy distinta de la quehabía conocido, lo cual no sólo era

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obvio por cómo se comportaba,sino también por cómo mecomportaba yo con ella. Cuandosólo podía expresarse con gorjeos yun lenguaje de signos primitivo, lahabía tratado poco mejor que a unaidiota, como si su incapacidad parahablar se debiera a una deficienciaintelectual. Ahora que ya podíaexpresarse, reconocí que ladeficiencia había sido más mía quesuya.

Me senté a la mesa de lacocina y escribí a toda prisa una

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carta al señor Noak, en la cual leexplicaba sucintamente nuestrasituación y le pedía ayuda ydiscreción. Ayudé a Mary Ann aenganchar los caballos a la calesa ymiré cómo salía del patio.

Regresé al salón y añadí untronco al fuego. Carswall respirabacon dificultad. Seguía con los ojosabiertos. De vez en cuando letemblaban los labios, pero no decíanada. Entre el montón que formabansus posesiones estaba su cigarrera.Saqué un puro y lo encendí con una

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brasa de la lumbre.Me incliné y le separé los

dedos de la mano derecha, que aúnestaban cerrados en torno al relojde Breguet, como si el tiempo fueralo último que fuera a dejar escapar.Seguía todos mis movimientos conlos ojos. Coloqué el reloj junto a suoído y apreté el mecanismo derepetición, y sonaron lascampanadas minúsculas.

—Ayez peur —dije en vozalta, mirando aquel rostro rollizo ydecadente—. ¿Me oye, señor?

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No me respondió. Su menteestaba cautiva, como lo habíaestado la de Mary Ann, pero adiferencia de ella, ni siquiera podíaescribir nada en las cenizas. Cerréel reloj y lo introduje en el bolsillode su chaleco. Ayez peur. Lo dejé asolas para que contara cada minutoque pasara, cada hora, cada día, yvolví a la cocina, donde llamé a laescotilla. Al poco oí un golpe enrespuesta.

—Señor Iversen —dije—.¿Me oye?

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—Sin duda, caballero, aunqueno tan bien como me gustaría. Sifuera tan amable de abrir un poquitola escotilla...

—Creo que no.—Ha habido muchos

equívocos en todo este lamentableasunto —dijo el señor Iversen en untono lastimero—. Podría decirseque un equívoco tras otro, unadificultad tras otra, como ocurrió aHomero...

—Le agradecería que meexplicara esos equívocos.

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—Ah, sí, señor Shield... pero,¿estaré yo dispuesto? En unasociedad perfecta, todos loshombres serían honestos, todosserían abiertos, pero ay, no vivimosen Utopía. No obstante, meesforzaré tanto como pueda. Soy lafranqueza personificada.

—Supongo que usted le regalóel loro al señor Carswall.

—Así es. El señor Carswalldijo que el niño estaba loco por elpájaro, un pájaro que hablaba, yresulta que yo estaba dispuesto a

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complacerle. Si está en mis manos,me gusta complacer a los demás.

Espiré una voluta de humo.Justo en aquel momento desentrañéel sentido de todo. De niño solíadar vueltas durante minutos, horasincluso, a algún pasaje que elmaestro me mandaba traducir, hastaque, por medio de una revelaciónsemejante, daba con el hilo delsignificado, lo seguía y penetraba elsentido en un decir amén. Como enaquel preciso instante: la clave queresolvía el embrollo estaba en

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relacionar un loro que hablaba enfrancés y una muestra rara dedigitus mortus praecisus. ¿Acasono se desprendía de esta simpleobservación que el señor Iversenhabía querido complacer, nosolamente al señor Carswall, sinotambién al señor Frant?

—¿Huele a tabaco? —preguntó el señor Iversen.

Si el dedo que habíaencontrado pertenecía al cuerpoembalsamado del señor Iversenpadre, entonces no había razón para

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creer que el cuerpo de los jardinesWellington no fuera el de HenryFrant. En tal caso, sólo una personase beneficiaba de la confusión y laincertidumbre.

Como bien saben los actores,casi no nos fijamos en los rostrosde las personas con que noscruzamos. Solamente recordamosrasgos que destacan, que a menudoson características accesorias, y noesenciales. Así, por ejemplo, en vezde recordar a la persona,recordamos una barba desaliñada,

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un par de gafas de cristalesazulados, una silla de ruedas y unatoga con símbolos alquímicosbordados. Descarté aquellascaracterísticas accesorias yconsideré las esenciales.

—Creo —dije con voztemblorosa— que tengo el honor dedirigirme al señor David Poe, asícomo al señor Iversen, hijo, ¿meequivoco?

Agucé el oído para escuchar larespuesta. Pasaron unos segundos.Finalmente, oí una risilla ahogada.

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CAPÍTULO 80

Toda la verdad sobre David Poe,con domicilio en Baltimore(Maryland), y el señor Iversen hijo,con domicilio en la calle Queen deSeven Dials, no salió a la luzaquella mañana. No creo que nadiellegue a conocerla del todo algunavez. La naturaleza llevó al señorPoe a ser un hombre sincero, perola vida le había enseñado adisimular.

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—¿Qué más da el nombre,señor Shield? No tenemos el tiempoa nuestro favor. No compliquemosmás las cosas con nimiedades. Enmi cuaderno tengo un documentoque...

—¿Pero es usted Poe, o no?¿Es el padre de Edgar?

—No puedo negar ninguna delas dos atribuciones. De hecho,después de haber visto almuchacho, le desafío a encontrar unpadre más orgulloso en toda laCristiandad. No quiero parecer

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insistente, pero...—Señor Poe —le interrumpí

—, aunque Mary Ann no encuentreobstáculos en el camino, tenemosmuchas horas por delante parapasar en compañía el uno del otro.Creo que deberíamos ocupar eltiempo en su historia. No tenemosnada mejor que hacer.

—Existe la cuestión deldocumento que he mencionado.

—El documento puedeesperar, mi curiosidad con respectoa usted, no.

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Yo estaba sentado en una sillajunto a la escotilla, fumando, yjamás había disfrutado tanto de uncigarro. Desde abajo provenía lavoz profunda de David Poe, quearrastraba las palabras al hablar, yacon acento irlandés, ya americano,ya refinado, ya con acento del EastEnd, ya susurrante, ya declamatoria.Supongo que, en virtud de aquellaconversación, pero sobre todo deobservaciones posteriores einformación facilitada por otros,creía haber reconstruido una imagen

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relativamente acertada de su vida,si bien poco exhaustiva. Ni faltahace decir que era un hombrelibertino y depravado, capaz decaer muy bajo para alcanzar susviles objetivos. Sin embargo, todostenemos diferentes facetas y, comotodos, David Poe era una tela conremiendos, hecha de muchosimpulsos, algunos de los cualesgustaban a quienes lo rodeaban, yotros no.

Así es, era un hombre cruel ydisoluto, que solía emborracharse.

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Además, supongo que era unasesino, aunque en el caso de HenryFrant decía haberlo hecho endefensa propia, alegación que acasoentrañara cierta verdad. Por otraparte, atribuía la muerte de laseñora Johnson a un accidentedesafortunado, cosa que me resultómás difícil de creer. Según élmismo reconoció, ella lo habíaintentado matar media hora antes alconducirlo a una trampa en elbosque de East Cover en MonkshillPark.

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Tampoco creí que David Poe yel señor Carswall no tuvieran laintención de matarnos a Mary Ann ya mí. Poe me contó que el ataúdsimplemente era un método paratrasladarme con discreción desdeSeven Dials hasta allí, dondeStephen Carswall podríainterrogarme sin que hubieramiradas indiscretas. Y seguramentehabría servido para otro propósito.Habría sido muy fácil introducir unataúd o dos en el cementerioprivado del asilo de pobres vecino;

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el sacristán era un títere de Poe, yen un local de estas característicasno pasa demasiado tiempo entre unentierro y otro.

Pero me he precipitado. Alreferirme a telas y remiendos,quería decir sencillamente que elseñor Poe, cuando se lo proponía,podía ser una compañía agradable.Como he dicho, era un hombre demuchas facetas, que había corridomundo y conocía sus locuras yrarezas. También es cierto que teníamotivos de sobra para mostrarse

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amable conmigo, pues estaba a mimerced, encerrado en un sótano.

En resumidas cuentas, suhistoria es la siguiente. De joven, supadre quiso que estudiara derecho,pero él no quería y prefirió hacerseactor. Había contraído matrimoniocon Virginia Arnold, la actrizinglesa que sería la madre de Edgary de otros dos niños. Ay, pero lavida de un actor es precaria y estállena de tentaciones. Me contó que,dada su juventud, se habíaenfrentado a muchos representantes

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y críticos. Bebía mucho ydemasiado a menudo, y no fuecapaz de administrar sus recursos.

—Y supongo que no era tanbuen actor como creía. Mis dotesdramáticas no destacan en escena.Son más adecuadas para el másamplio escenario de la vida.

Las bocas que debía alimentareran otra preocupación. Al final, eljoven no soportó por más tiempo lacarga. Por entonces, él y su esposavivían en Nueva York. Conoció aalguien en una taberna, que se

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ofreció a buscarle un puesto en unbarco que zarpaba hacia CapeTown, donde había oído que habíatal sed de espectáculos dramáticos,que cualquier actor que se preciaraharía una fortuna en muy pocotiempo. No había tiempo queperder, pues el barco saldría con lamarea baja. Según me contó, Poeescribió una nota en la queexplicaba el motivo de su ausenciaa su esposa, nota que confió a unamigo que nunca la entregó.

—¡Ay! Me confié demasiado.

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Aquella carta nuca se entregó. Mipobre Elizabeth falleció a los pocosmeses sin saber siquiera si estabavivo o muerto, y dejó a misdesdichados hijos a merced de lacaridad de extraños.

Las vicisitudes de David Poeno habían hecho más que empezar.El barco en el que trabajaría parapagarse el pasaje a Cape Town eraun mercante que navegaba bajobandera británica (en aquella épocanuestros países todavía no estabanen guerra). La bandera del Reino

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Unido fue su perdición, ya que uncorsario francés secuestró el barcofrente a las costas de Le Havre. Elseñor Poe se mostró renuente acontar cómo pasó los mesessiguientes, pero el verano de 1812se trasladó a vivir a Londres.

—Sé que a un hombre sensiblecomo usted, señor Shield, no lecostará imaginar el disgusto quetuve al saber que mi amadaElizabeth había muerto. Mi primerimpulso fue correr al lado de mishijos, huérfanos de madre, y

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proporcionarles todo el alivio quepodía darles un padre viudo. Sinembargo, cambié de idea al darmecuenta de que no podía permitirmeel lujo, o el egoísmo, de sergeneroso, no ya conmigo, sino conmis propios hijos. Conseguir unpasaje a los Estados Unidos enaquella época no era cosa fácil, yaque el congreso de Estados Unidoshabía declarado la guerra a GranBretaña en junio. También tuve encuenta que mis hijos iban a seradoptados por generosos

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benefactores, de modo que aunquepudiera llegar a Estados Unidos,iba a empeorar sus circunstancias.Pese a que me avergüenzareconocerlo, al irme de Nueva Yorkhabía dejado atrás algunas deudas.Por tanto, a pesar de que el cariñome instaba a correr junto a mishijos, la prudencia me frenó.

Cuando dijo esto, lo imaginéal otro lado de la trampilla, de pie,con la mano en el pecho.

—Un padre debe anteponer elbienestar de sus hijos a sus propios

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deseos egoístas, señor Shield,aunque se le parta el corazón.

Por suerte, el triste viudo notuvo que pasar sus penas solo.Cortejó a la señorita Iversen y seganó su corazón. La joven vivía consu padre en la calle Queen (SevenDials) y lo ayudaba en su negocio.

—No estaba precisamente enla lozanía de la juventud —mecontaba el señor Poe—, pero yotampoco. Ambos teníamos una edaden la que se corteja más con lacabeza que con el corazón. El señor

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Iversen estaba delicado de salud yestaba preocupado por el futuro desu única hija en caso de que élfalleciera. Era una señora muyamable, y aparte de encantopersonal, mediante nuestroconnubio me aportó un modo deganarme la vida con el sudor de mifrente. Era un trabajo duro yhonesto, pero no me importaba. Nohay profesión más noble que la decurar los males de nuestrossemejantes. Estoy convencido deque el señor Iversen era más

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reconocido en esos menesteres queen todo el colegio de Médicos.Curaba sus almas, además de suscuerpos, como yo.

—¿Leía la buenaventura? —pregunté—. ¿Les daba aguacoloreada y pastillas hechas deharina y azúcar? ¿Interpretaba sussueños, les vendía hechizos yayudaba a mujeres a abortar?

—¿Quién dice que esté mal,señor? —replicó el señor Poe—.No se imaginaría a cuántos maleshe puesto remedio, cuántos dolores

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he aliviado. Les doy esperanza, quees algo mucho mejor que todo eldinero del mundo. Soy un filántropoa mi manera. ¿Qué es peor, vivircomo un honrado comerciante,como un creador de sueños, oaprovecharse de viudas ytrabajadores y sacarles los ahorrosde una vida sin darles nada acambio? Un establecimientomagnífico y un carruaje espléndidocon un escudo de armas en la puertano es una garantía de probidadmoral. Los señores Henry Frant y

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Stephen Carswall son un buenejemplo de ello.

Le creía o, más bien, creíaparte de lo que decía: un hombrenunca es un monstruo para símismo; cuando menos, no lo es eltodo. Y no decía más que la verdadal decir que la Seven Dials noestaba tan lejos de la calleMargaret o la plaza Russell.Cuando el señor Iversen falleció en1813, su hija quedó sumida en taldepresión que su esposo, que laadoraba, temía que nunca se

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recuperara. No soportaba tener quesepararse de su padre. Al final elseñor Poe le propuso embalsamarel cuerpo.

—Ahora lo hacen incluso lasmejores familias. Y el hombre, apesar de su trabajo, era unracionalista acérrimo. ¿Para qué ibaquerer acabar en una tumba, amerced de las malvas? Y, claroestá, la solución era perfectamentefactible. Mis clientes son, engeneral, gente supersticiosa. No seles ocurre tomarse a la ligera a un

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hombre cuyo suegro montasempiterna guardia desde la salaque queda encima de la tienda. Esmejor que tener un par de mastines,¿eh? Esos perros de Monkshill noservían para vigilar la casa una vezmuertos, en cambio, un suegromuerto tiene sus ventajas.

El señor Poe no sólo habíaadoptado el negocio del anciano,sino también parte de su identidad.

—Solamente un americanoaprecia el valor de la tradición.

Se hacía llamar «señor

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Iversen». Llevaba el atuendoprofesional de su suegro, es decir,la toga de símbolos extraños y elcasquete; incluso fingía ser uninválido, como lo había sido elseñor Iversen.

—Hay muchas razones por lasque se debe separar la vidaprofesional de la vida privada,señor Shield. Si me pongo unabarba y unas gafas oscuras meconvierto en otro hombre. En SevenDials la gente va y viene. Encuestión de un año o dos, muchos ya

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habían olvidado que había otroIversen, sobre todo después de quemi pobre Polly siguiera a su padre ala tumba.

Se mostrabacomprensiblemente renuente aexplicar la índole y el alcanceexactos del negocio que habíaheredado y que él mismo habíaampliado luego. Es probable quehubiera algo más que remedios decurandero y hechizos para loscrédulos. Mientras pensaba estotenía presentes a los matones de

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negro, la pequeña funeraria quetrabajaba tan asiduamente para él, yel asilo de pobres y lunáticos quedisponía de su propio cementerio.

Es muy probable que DavidPoe hubiera prosperado en la calleQueen, de no haber sabido que elseñor y la señora Allan estaban enLondres con su hijo adoptivoEdgar. Como es natural, a lo largode los años había prestado atencióna las noticias procedentes deAmérica y, en concreto, a lasvisitas de americanos a Londres.

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Según su propia explicación, leembargó un deseo irresistible dever a su hijo, al que había visto porúltima vez cuando aún no habíacumplido los dos años y llevabababero. No veo por qué dudar deque no fuera cierto. Como ya hedicho, estamos todos hechos deremiendos de emociones. ¿Por quéDavid Poe no iba a sentir ciertoapego por los hijos a los queapenas había visto? La ausenciaalimenta estos sentimientos.También es posible que al mismo

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tiempo empezara a forjar un planpara obtener provecho pecuniariodel señor Allan. Una acción puedetener más de un móvil.

Cualesquiera que fueran susrazones, el señor Poe acudió aStoke Newington, donde encontró alos chicos y donde me encontró amí. De hecho, en aquella ocasiónestaba algo más que achispado.

—... nunca un hombre hanecesitado tanto un refrigerio comoaquel día.

A todo esto se añadió otro

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elemento de confusión por el hechode que el señor Poe era corto devista, y las gafas azules dificultabanaún más su visión. Por consiguiente,le costó distinguir entre EdgarAllan y Charlie Frant, lo cualinicialmente le llevó a creer que elobjeto de su interés era Charlie y noEdgar. Y este error le condujo —por mi mediación— a conocer alseñor Frant.

Frant vio en David Poe lo quequería ver: un americano de origenirlandés aficionado a la ginebra,

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que no tenía medios con quémantenerse; un hombre que, endefinitiva, no representaba ningunaamenaza para él ni para nadie. Estofue lo que Frant vio, como viotambién a un hombre con su mismaaltura, su mismo peso, su mismaedad y su misma constitución. Sintener en cuenta las diferenciassuperficiales, Poe era el sustitutoidóneo de Henry Frant comovíctima de un asesinato. Alentadopor la señora Johnson, contrató losservicios de Poe. La tarde del

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miércoles 24 de noviembre, Franthizo acudir a Poe a los jardinesWellington con la intención dematarlo.

—Me dijo que íbamos avernos con un caballero y me dio untraje suyo, alegando que yo tambiéndebía parecer un caballero, o elplan que tenía en mente se echaría aperder. Por Dios, me tomaba por unimbécil de marca mayor, pero enrealidad era al revés. Me pidió quefuera a los jardines Wellingtonpronto, para explicarme el plan. De

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modo que fui hasta allí por lacarretera de peajes. Al llegar, seabalanzó sobre mí con un martilloen la mano.

David Poe interrumpió eldiscurso para toser.

—En parte lo esperaba —prosiguió—. Forcejeamos un poco,hasta que me hice con el martillo.Pongo a Dios por testigo que nopretendía matarlo, pero él mehabría matado a mí. Y de pronto,señor Shield, me hallé en medio deuna difícil situación, como

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comprenderá.—¿Y dice que no tenía

intención de matarlo? —protesté—.Señor Poe, olvida que vi el cuerpo.

—Le doy mi palabra, señorShield, de que no tenía intención dematarlo, como no tenía intención dematarle a usted. Lo entenderá encuanto le explique a qué sedebieron las lesiones del cuerpo.Cuando murió, solamente quedó unamarca en la parte posterior de lacabeza. Ahora bien, yo sabía queningún juez de este mundo habría

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creído que yo le había atacado endefensa propia y que no queríamatarlo. Mientras pensaba quépodía hacer, rebusqué entre susbolsillos. Verá, Frant teníaintención de huir después dematarme. Llevaba mucho dineroencima, un joyero, además de unacarta de la amante que tenía enMonkshill. La carta era de unaindiscreción impresionante, señor,impresionante.

—¿De modo que sabía quéplaneaban?

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—Entonces todavía no. Notuve tiempo de leer la carta entera,pero leí suficiente para saber quépapel ocupaba yo en aquella intriga,suficiente para descubrir que habíamucho dinero de por medio, muchomás del que había encontrado en losbolsillos del señor Frant. Queríanque ocupara el lugar de Frant, perocomo su cadáver, a fin de que asíno le persiguieran. ¿No le pareceincreíble semejante inventivamalévola? Por supuesto, necesitabatiempo para sopesar las ventajas y

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los inconvenientes. En fin, enresumidas cuentas, decidí que lomejor que podía hacer era seguirparte del plan que el señor Franttenía preparado para mí. Por tanto,le golpeé la cara con el martillohasta desfigurarlo tanto que ni supropia madre lo habría reconocido(tuve que hacerlo también con lasmanos, por el dedo que le faltaba) yme escabullí. Sabía que iban asurgir preguntas y que tendría queencontrar un modo de lidiarlas. Ycon su ayuda, señor Shield, como

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sucedió.El señor Poe me había

desorientado con pistas falsas, unade las cuales era el dedo que habíaencontrado en la cartera deldentista.

—María, la de la Fontana deSt. Giles es uno de los míos. Siusted me buscaba, ella lo vería; y siella lo veía, lo enviaría a la calleQueen y procuraría que yo supieraque venía. Luego representamos unadiscreta farsa: creo que fue un toqueingenioso que Mary Ann le diera el

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dibujo que le condujo hasta eldentista, ¿no le parece? Si usted nohubiera preguntado por ella, ella sehabría acercado a usted almarcharse. Y usted fue derecho aencontrar la cartera con el dedo. Sino hubiera acudido al dentista, yohabría encontrado el modo de quediera con el dedo.

—Cuando vi a su difuntosuegro en la calle Queen y se lecayó el guante de la manoizquierda, me di cuenta de lo quehabía ocurrido.

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—Necesitaba un dedo —dijoel señor Poe con un dejo devergüenza en la voz—. El suyoestaba a mano, si me disculpa estevil juego de palabras. Lamentabatener que amputárselo, claro, peroel resultado iba a ser tan ingeniosoque no pude evitarlo: el dedo dabaa entender que el cuerpo de losjardines Wellington era en realidadel mío, ¿verdad?, y que Henry Frantestaba vivito y coleando y que,además de ser un desfalcador, eraun asesino.

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Una vez hubo asegurado queestaba a salvo, el señor Poe dirigióla atención a Monkshill Park. Porentonces ya había leído la carta dela señora Johnson, en la cualquedaba claro que ella y Frantesperaban fugarse juntos, y que suescondrijo estaba en lasinmediaciones de la nevera deMonkshill Park, a la que seríadifícil acceder hasta enero. En lacarta también mencionaba elposible valor del tesoro escondido,una suma tan sustanciosa que, como

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dijo el señor Poe, «habría tentadohasta a los ángeles».

Así pues, el señor Poe mehasta Monkshill Park. Se dio aconocer a la señora Johnson, cuyoestado era lastimoso, pues no sabíasi Frant estaba vivo o muerto. Dehecho, el señor Poe le hizo creerque Frant podía no estar muertopara inducirla a colaborar con él.Él no tuvo ningún reparo enexplotar la debilidad de la mujer,ya que, a raíz de la carta encontradaen el bolsillo de Frant, había

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llegado a la conclusión de que laseñora Johnson había ideado elplan para matarle en lugar de Frant.Tanto Frant como la señora Johnsoneran dos personas despiadadas ytemerarias, me contó Poe, y amboseran impulsivos como niños. Ahorabien, la señora Johnson era condiferencia quien tenía el caráctermás fuerte; sin ella, los horriblesacontecimientos de los jardinesWellington no habrían tenido lugar.

David Poe le contó que laseguridad del señor Frant dependía

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de que recuperara lo que habíanocultado en la nevera y se loentregara a él. Con los días, forzódemasiado la credulidad de laseñora Johnson, hasta que ésta sequebró, lo cual la llevó a disponeruna trampa en East Cover, y derivóen el lamentable accidente de lanevera.

—¿Qué podía hacer? —preguntó el señor Poe—. Respeto laley por principio, y mi primerimpulso fue informar de la situaciónal juez más próximo. Sin embargo,

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tenía las circunstancias en micontra. En general, por la señoraJohnson, por la reputación de unafamilia ilustre a la que ella tenía elhonor de estar vinculada, lo mássensato era que me retiraradiscretamente. Mi presencia sólohabría valido para complicar másla situación.

Hablaba con tranquilidad,seguramente con una sonrisa en loslabios, como si me desafiara arechazar aquella interpretación delos hechos; el señor Poe era un

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provocador.—No tuve ocasión de ver lo

que el señor Frant y la señoraJohnson habían escondido en lanevera hasta regresar a Londres.Esperaba encontrar oro, billetes,esperaba encontrar joyas, y en nadade esto me decepcionaron. Tambiénesperaba que hubiera letras decambio y otros valores, aunque conmenor interés, ya que no iba a serfácil para un hombre de mi posicióncambiarlos por su valor real. Aunasí, había otro documento. Es

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irónico que estuviera en miposesión desde noviembre. Estabaoculto en un falso fondo del joyeroque había encontrado en el bolsillode Frant. Es posible que ni élsupiera que estaba ahí dentro, perocuánto se habrían alegrado él y laseñora Johnson de haberlo sabido.Les habría dado casi todo lo quedeseaban.

David Poe se interrumpió paraaclararse la garganta. Además de unprovocador, era un artista. Esperó aque yo dijera algo, a que lo animara

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a revelarme qué había hallado. Diun golpecito a lo que quedaba delcigarro para hacer caer la ceniza yesperé.

—Era una carta —dijo Poe alfin—. El contenido eraabsolutamente inesperado. Encuanto la leí me di cuenta de que locambiaba todo. Comportabagrandes posibilidades. Ahora bien,para cristalizar esas posibilidades,tendría que actuar, y actuar pronto.Como acierta a decir Shakespeare,los negocios de los hombres fluyen

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como la marea y la pleamarconduce a la fortuna.

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CAPÍTULO 81

La vida da muchas vueltas, y lahistoria que David Poe guardaba ensecreto no cambió las cosas parabien. He aquí la peor parte, la mástriste, de mi relato.

Allí estaba yo, sentado junto ala escotilla de la cocina de unamiserable casita de campo, con lapistola en una mano y el cigarro enla otra, con el acre regusto delmiedo retorciéndome el estómago,

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mientras el señor Poe, con vozquejumbrosa y melosa,embaucadora como la serpiente delParaíso, se filtraba entre las grietasde las tablas, tratando de ganarsemi favor.

—Señor Shield —me dijo—,nadie puede oponerse a losdictados de la Providencia. Lafortuna ha hecho que usted esté aese lado de la escotilla, y yo a éste,pero eso no es óbice para que ustedy yo hablemos de esta situacióncomo seres racionales que somos.

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En mi bolsillo hay una carta quepodría proporcionarle bastantesbeneficios. Beneficios materiales.A mí ya no me sirve. Sin embargo,usted todavía podría obtener algode ella.

—No quiero escucharle —dije, poniéndome en pie paraapagar el cigarro con el talón.

—Por favor, señor Shield...será un momento. No se arrepentirá,se lo prometo. Quizá despierte suinterés al decirle que la carta vadirigida a la señora Frant.

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—¿Así que el joyero era suyo?—Supongo. Entre otras cosas,

contenía un anillo con las inicialesSF en diamantes.

—¿Quién es el remitente?—La hija natural del señor

Carswall, la señorita FloraCarswall. Escribió la carta cuandocasi era una niña. Por entoncesestaba en un internado de Bath, cuyadirección aparece en la partesuperior de la hoja, con la fecha,detalle de suma importancia.Octubre de 1812. El contenido de la

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carta da a entender que durante elverano de ese año pasó unassemanas con su padre de viaje enIrlanda, visitando fincas que posee,o poseía.

—No acabo de ver laimportancia que pueda tener eso.

Poe subió el tono de vozdebido a su excitación.

—No es la típica carta que unahija escribiría de su padre, señorShield. Cualquiera que la leyeraentendería a qué se está refiriendo.Según mis cálculos, por entonces la

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señorita Carswall debía de ser unaniña de unos catorce o, a lo sumo,quince años. En la carta insinúa contoda claridad que su padre seatrevió a aprovecharse de suinocencia una noche en que estabaebrio, de hecho, no puedeentenderse de otro modo, y envirtud de lo ocurrido la niña temíaestar encinta. La pobre huérfanaestaba claramente consternada, y notenía a nadie más a quien acudir, demanera que pidió consejo a suprima, la señora Frant.

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Por un momento, me quedé sinpalabras. Me horroricé ante lo queacababa de oír, pero además meencendí en ira contra aquel serabominable que yacía en el salón deal lado. Pero sobre todo sentí penapor Flora. Si aquello era verdad,esclarecía muchas cosas de ella queantes yo no comprendía. Como hedicho, «si aquello era verdad».

—Enséñeme la carta —dije—.Puede pasarla entre las tablas.

—No tan deprisa, amigo mío.Si le doy la carta, le entregaré mi

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única baza. No tengo ningún interésen mancillar la reputación de unadesdichada dama, pero debe ustedentender que me hallo en unasituación difícil.

—¿Sabe Carswall que la tieneen su poder?

—Por supuesto. Lo sabe desdefebrero.

—Le hizo chantaje.—Prefiero decir que llegamos

a un acuerdo que nos beneficiaba alos dos.

—¿Qué quiere? —le pregunté.

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—Creo que es obvio: que melibere. No pido nada más. Si lodesea, podemos hacer que parezcaque nos peleamos y que no tuvo másremedio que soltarme. Eso lodecide usted. Me devuelve lalibertad a cambio de esta carta, quele permitirá hacer lo que quiera conel señor Carswall si recupera elsentido y el habla o, si no es así,con la señorita Carswall.

—¿Por qué iba a llegar a unacuerdo con usted, señor Poe, sitengo poder para imponer mi

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voluntad?—¿Con esa pistola? Creo que

no. No me parece que tenga ustedtemperamento para matar a unhombre a sangre fría.

—No sería necesario. Una vezllegue la ayuda, podemos reducirloy registrarle sin necesidad dederramar una gota de sangre.

El señor Poe se echó a reír ydijo:

—Veo dos defectos en eseplan. En primer lugar, si un grupode personas me registra, aparte de

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usted y el señor Noak, digamos esenegro que va con él, la zorra, elagente de policía y cualquier hijode vecino que esté presente, todosleerán la carta. El nombre de laseñorita Carswall quedarámancillado para siempre y sinnecesidad de que así sea. ¿Es eso loque quiere? En segundo lugar, yeste argumento es bastante máscontundente, si no llegamos a unacuerdo, sencillamente amenazarécon destruir la carta. No es más queuna hoja de papel, y no muy grande.

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En el tiempo de abrir la escotilla yllegar hasta mí, ya estaríaconvertida en pedacitos, bajando ami estómago.

—Quizá sería lo mejor para laseñorita Carswall.

—Dependería por completo dehaber cumplido mi amenaza. Ustedno podría asegurar que me hubieracomido la carta y, para ello,necesitaría la ayuda de sus amigos.Además, si la carta fuera destruida,perdería usted la ocasión deobtener beneficio de ella.

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—No sé a qué se refiere.—Creo que sí, señor Shield.

Perdóneme si me meto donde no mellaman, pero a mi parecer no haprosperado usted muchoúltimamente. Esta carta le daría elpoder para cambiarlo todo.

Estaba aturdido, tenía lagarganta seca como un hombre enun desierto, como un hombre que veun espejismo ante él.

—Sería una estupidez por miparte dejarle salir sin antes ver lacarta.

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—Ah... habla un hombresensato. Aplaudo su cautela. Creoque puedo hacerle una propuestaque solucionará la cuestión queplantea. Supongamos que rompo lacarta en dos partes desiguales, ypaso la más pequeña por la ranura.Contendrá suficiente texto paraconfirmar lo que le he dicho,aunque sólo le servirá si tiene laparte más grande, que le entregarégustoso cuando me deje en libertad.Claro está, me apuntará con lapistola en todo momento, de modo

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que usted no quede expuesto aningún peligro.

La audacia de Poe measombraba. He ahí un hombre queme había secuestrado y me habíamaltratado, que me habría matadocon toda certeza y que ahora meproponía con extraordinariaserenidad que lo soltara a cambiode una carta comprometedora queme permitiría hacer chantaje a unadama. Me mojé los labios y deseéuna taza de café cargado.

—Muy bien —dije—. Déjeme

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ver ese pedazo de la carta.Lo pasó por la rendija. Era una

hoja con pocas palabras, cuya tintaparecía algo borrosa, como sihubieran caído lágrimas encima.

...ro papá se puso hecho unafuria y luego dijo que la culpa eramía y que merecía que me azotaranpor lo...

Al leer aquellas palabrasrenuncié a la prudencia. Quería lacarta entera. En aquel momento nopensaba en sacar provecho. Queríala carta para evitar el peligro de

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que otros la leyeran. Queríaenseñársela a aquel hombre queyacía en el suelo del salón y patearel cuerpo inmóvil de aquel animal.

Abrí la escotilla. El señor Poelevantó la cabeza parpadeando. Acontinuación, los hechostranscurrieron deprisa y como en unsueño. Sentado en la montura, elseñor Poe alargó el brazo paradarme la mano con sumacordialidad.

—Dios te bendiga, muchacho—murmuró.

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No habrían pasado más deveinte minutos desde que el señorPoe abandonara el sótano, cuandome hallé en medio del patioescuchando una campanada lejanaque daba la una del mediodía.Mucho más cerca se oían los cascosque se alejaban por el camino.

Salió el sol, y la luztransformó el agua sucia delbebedero y los charcos de lossurcos en una visión hermosa. Dimedia vuelta para entrar en la casa.Stephen Carswall no se había

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movido del salón. Era una montañade carne y huesos que emitíasilbidos al respirar, en el suelo,junto a un fuego mortecino. Teníalos ojos abiertos, y me seguían concada movimiento. Él sabía qué meproponía.

Sostuve los fragmentos de lacarta delante de él, de manera quepudiera verlos a la luz temblorosade la última vela.

—Lo sé —le dije—. Lo sé.Fui hasta las ventanas, abrí los

postigos y empujé las hojas para

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que entrara la luz. Enfrente había unjardincillo donde habían crecidolas zarzas, las ortigas y los cardos.Los árboles del huerto abandonadotenían nuevos brotes, y en algúnlugar cantaba un mirlo.

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CAPÍTULO 82

Pasó abril y llegó mayo. Me quedéen casa de la señora Jem en la calleGaunt. Ganaba suficiente paramantenerme y algo más. Deberíahaberme sentido satisfecho, ya queme había quitado un gran peso deencima, pero no lo estaba.

Una o dos veces por semanacomía con el señor Rowsell, quienme dijo que acaso podría echarmeuna mano con un trabajo en el

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despacho de un amigo suyo. Seríaun empleo respetable conperspectivas de medrar a largoplazo. Me encontré varias vecescon Salutation Harmwell.Paseábamos por los parques ycontemplábamos el mundo, sinnecesidad de hablar demasiado.Fue él quien me dijo que la vida delseñor Carswall ya no estaba enpeligro y que lo habían trasladado ala calle Margaret.

Según me contó, los médicoscreían que la apoplejía le había

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afectado tanto a la mente como alcuerpo.

—Ahora se ha convertido enun niño grande, al que se le tieneque hacer todo.

—¿Y la boda de la señoritaCarswall?

Harmwell se encogió dehombros.

—Ella y sir George todavíaestán dispuestos a casarse, peroqueda por resolver la cuestión delas capitulaciones y la cuestión dequién asumirá la administración de

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los negocios del señor Carswall. Esasunto de los abogados. Así que porel momento ella y la señora Frantseguirán viviendo con el viejo en lacalle Margaret. Hasta cuándo, no losé —vaciló un momento y añadió—: La señora Kerridge me ha dichoque el capitán Ruispidge está en laciudad y ha pasado a visitarles endiversas ocasiones.

El mundo no sabía nada de loocurrido en la vieja casa delabranza de Kilburn. La historia quese publicó fue la siguiente. El señor

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Carswall había alquilado unacalesa para llevar al señor Noak aver un solar cercano con la idea dehacer una inversión conjunta. Elseñor Carswall se había encontradomal en el camino, y entraron en lacasa abandonada para guarecerse.Nadie puso en duda aquellahistoria, ya que no había motivospara hacerlo.

A principios de mayo, el señorNoak me invitó a cenar a la calleFleet, en Bolt-in-Tun. Fue unacomida frugal de chuletas de

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cordero a la salsa de alcaparras,acompañada de un burdeos. Elseñor Noak parecía muypreocupado.

—No se sabe nada de esehombre, Poe —dijo con sequedadal tiempo que apartaba a un lado elplato vacío—. He mandado vigilardía y noche el local de la calleQueen y he iniciado otrasinvestigaciones. Ese lugar estápatas arriba; entraron losalguaciles. Pero el hombre hadesaparecido. Puede que haya

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huido al extranjero.Se inclinó sobre la mesa y me

preguntó en voz baja y apremiante:—¿Está absolutamente

convencido de que era David Poe yno Henry Frant?

Noak volvió a apoyarse en elrespaldo.

—Es una verdadera lástimaque se le escapara.

Sonreí, afectandodespreocupación y dije:

—Me engañó, señor. Peroquizá sea mejor así. Lo que importa

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es que el dedo al que mecondujeron a través de pistas falsasera del cuerpo embalsamado de susuegro. De eso, no hay ningunaduda. Lo hicieron para despistarme,para hacerme creer que el cadáverde los jardines Wellington no era elde Henry Frant. Pero es obvio quelo era.

—Me habría gustado enviar aFrant a la horca, como se merecía—dijo Noak después de un silencio—. Siempre lo lamentaré. Elasesino de mi hijo quedó impune.

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Reprimí un escalofrío y dije:—Si usted hubiera visto el

cuerpo de Frant, señor, no creeríaque quedó impune. A fin de cuentasno tuvo un final feliz. Se arruinó ypasó a ser un desfalcador temerosode morir en la horca, y al finalvivió para ver sus planes frustradosy murió desfigurado. No, no murióen paz.

Noak soltó un resoplido.Cogió un palillo y jugueteó con élunos momentos. Luego suspiró.

—Tampoco creo que pueda

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tocar a Carswall.—¿No cree que la Providencia

ya lo ha juzgado? Vive encerradoen su propio cuerpo, y estácondenado a muerte.

El señor Noak no dijo nada.Llamó al camarero y pagó la cuenta,contando escrupulosamente lasmonedas de un modo que merecordó inesperadamente a StephenCarswall en el salón trasero de lacalle Margaret. Pensé que lo habíahecho enfadar. Sin embargo, alentrar en la calle Strand se detuvo y

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me tocó el brazo.—Señor Shield, aprecio

mucho el gran servicio que me haprestado. Las cosas no han salidocomo habría deseado, pero heconseguido buena parte de lo quepretendía, de un modo o de otro.Dentro de una o dos semanasregresaré a América. ¿Y usted?¿Qué quiere hacer con su vida?

—Todavía no lo sé.—No puede dilatar por mucho

tiempo la decisión. Es usted unjoven con talento, y si algún día

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decidiera ir a Estados Unidos, yopodría echarle una mano con algúntrabajo. Le escribiré antes deembarcarme para darle midirección.

Hice una reverencia y fui adarle las gracias, pero se dio lavuelta y, sin estrecharme la mano,se alejó. En un instante se perdióentre la multitud.

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CAPÍTULO 83

A finales de mayo, después de queel señor Noak y el señor Harmwellhubieran zarpado de Liverpool, mepresenté en la casa de la calleMargaret. Iba recién afeitado,llevaba el pelo recién cortado y mehabía comprado un elegante abrigonegro en honor a la ocasión.

Pratt me abrió la puerta. Alverme, el recelo cambió laexpresión de su rostro cetrino, y

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quizás hasta sintiera cierto miedo.Aproveché su incertidumbre parapasar al vestíbulo. Me quité elsombrero y los guantes y, sin tenertiempo para pensar, los recogió.

—¿Está en casa la señoritaCarswall? Le ruego que la saludede mi parte y le pregunte si tiene unmomento. Me contempló durante uninstante, entrecerrando los ojos.

—Ahora mismo —añadí envoz baja—, o revelaré hasta quépunto estaba dispuesto a rebajarsepara complacer al señor Carswall.

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Bajó la vista y me acompañóhasta el salón, el mismo donde elseñor Carswall me habíainterrogado, donde había contadosus monedas y donde había bebidovino durante aquellos últimosmeses. A pesar de que el mobiliarioera el mismo, el aire que serespiraba había cambiadocompletamente. En la sala habíamás luz, y estaba más ventilada. Laparafernalia masculina de cigarros,copas y periódicos habíadesaparecido, y la superficie de los

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muebles estaba despejada ylustrosa. Apenas hacía dos minutosque esperaba cuando la puerta seabrió. Me volví. Esperaba ver aPratt, pero era Flora Carswall.

Estaba sola. Cerró la puerta yse acercó a mí ofreciéndome lamano.

—Señor Shield, me alegraverle. ¿Cómo está? Supongo quebien.

Nos dimos la mano. Se sentóen el sofá y dio unas palmaditas enel asiento de al lado.

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—Por favor, siéntese aquí, quele vea bien.

Llevaba un vestido gris,sobrio, como correspondía a susituación, pero nada tenía de sobriosu semblante, y mostraba unaseguridad inusitada.

—Charlie está en el colegio,claro... Le dará mucha pena saberque ha estado aquí.

No mencionó a Sophie.Le pregunté por su padre, y me

dijo que se encontraba en el mismoestado. Sin preguntarle nada, la

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señorita Carswall me informó deque los abogados de sir George ylos del señor Carswall confiaban enque el casamiento mantendría lostérminos acordados previamente.

—En cuanto a papá —prosiguió ahogando una risita—,tengo un plan excelente para queesté bien. Cuando me case, como esnatural, tendré que dedicarme a miesposo. Sin embargo, lo hearreglado todo para que Sophie sequede con él y haga las veces dehija en mi ausencia —dijo con una

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sonrisa y un parpadeo de lo másfavorecedores—. ¿Verdad que esun plan delicioso? Así, la pobreSophie tendrá un hogar, y miquerido Charlie también; además,papá siempre ha adorado a Sophie—al decir esto me miró de soslayo—. A su manera.

No se me ocurría un plan máscalculado para angustiar a las dospartes a las que incumbía.

—¿Y el señor Carswall?¿Cómo se encuentra?

—No es que sea una

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insensible, señor Shield, pero notengo ni idea. Simplemente está ahí,tumbado en su habitación, sinmoverse. Tres veces al día loincorporan y le dan un caldo o algoparecido. Todavía puede tragar,¿sabe? Otra cosa es si sabe o noque está tragando. Es muy triste,claro, sobre todo al recordar elhombre que era, ¡tan enérgico, tanresuelto! —dijo y sonrió—. ¡Y tanamable! Se hace lo que se puede.Pero pasemos a un tema másanimado. Me alegra tanto que se

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haya deshecho el error de mi padreen cuanto al anillo. Precisamente elotro día le dije a sir George que unjoven con la educación y el carácterque usted tiene es demasiadovalioso para perderlo de vista.Procure no olvidarse de darme sudirección antes de irse.

Al decir esto se acercó más yañadió:

—Sir George podría ayudarlea prosperar.

—Señorita Carswall, ¿mepermite hacerle una sugerencia?

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—¡Cómo no, señor Shield! —me dijo con una amplia sonrisa.

—Es relativa a la señoraFrant.

Se puso derecha y dijo:—Creo que no le entiendo.

¿Qué tiene que ver usted con laseñora Frant?

—La sugerencia no tiene quever conmigo, señorita Carswall,sino con usted. Recordará que enotoño del año pasado di fe de ciertocodicilo.

Me miró con un gesto muy

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propio de su padre.—Claro que lo recuerdo.—Se me ocurrió que sería

todo un gesto que renunciara a laparte que heredó del señorWavenhoe en favor de la señoraFrant que, según tengo entendido,era la heredera original.

—Todo un gesto, sí, pero unainsensatez.

—¿Y por qué no? Ahora esusted una dama muy adinerada atodos los efectos. No tardará encasarse y entonces será más rica

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todavía. Y un gesto como ése levaldría la aprobación de todo elmundo. Sería una gran muestra degenerosidad.

Soltó un resoplido.—No se me ocurre nada mejor

para describirlo —dijo y ladeó lacabeza—. ¿Por qué? ¿Por qué mesugiere algo así?

—Porque no estoy conformecon las circunstancias en que sefirmó el codicilo.

—Eso tendría que haberlodicho antes de firmarlo.

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—No era tan fácil. La culpa esmía, debo reconocerlo. Aun así,nunca es tarde si la dicha es buena.Estoy seguro de que sir George esun hombre honorable. Me preguntocómo se lo tomará. A lo mejordebería plantearle la cuestión ypedirle consejo.

—Me sorprende usted, señorShield.

Se puso en pie, y yo hice lomismo enseguida. Mantenía unacuriosa dignidad a pesar delenfado.

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—Debo pedirle que semarche.

—¿No quiere considerar laidea?

—Le ruego que llame altimbre. Un sirviente le acompañaráa la puerta.

—Señorita Carswall, porfavor, piénselo bien. La propiedadde Gloucester no representa nadapara usted. En cambio, para laseñora Frant y Charlie lo seríatodo.

—Sí, claro, qué conmovedor

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—soltó, arrugando la naricilla—.Aun así, usted a mí no me engaña,señor Shield. Estoy segura de queusted saca algo con esto.

—No, lo cierto es que no.—Usted la quiere a ella —

dijo, sonrojándose—. No lo niegue.—Ella jamás se fijaría en mí

—dije.—¡Lo sabía! —exclamó—. Lo

sabía desde el principio.—Señorita Carswall, creo que

sería una crueldad y una falta decompasión por su parte dejar a la

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señora Frant con su padre, como siella fuera una enfermera contratadapara atenderle. Sabe de sobra queella lo odia.

—En tal caso debería hacer loposible por reprimir un sentimientotan indigno. Es cristiana, ¿no? Puessu deber es cuidar de los enfermos.Además, mi padre es su primo.

Obvié aquel acceso de lógicamoral.

—Si no accede, señoritaCarswall, me veré obligado aemplear otro argumento.

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Abrió la boca dejando aldescubierto unos dientes blancos yafilados.

—Y yo me veré obligada allamar al timbre.

Me interpuse entre ella y eltirador.

—Antes escuche lo que tengoque decir. Debe saber que hallegado a mis manos una carta, y nocreo que a sir George ni a usted lesgustara que se hiciera pública.

—¿Va a hacerme chantaje? Noesperaba que fuera a caer tan bajo.

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—No me deja otra alternativa.—Se lo está inventando. No

tiene ninguna carta.—Usted se la envió a la

señora Frant —dije—. La escribiócuando usted vivía en Bath, y ellaen la plaza Russell. La carta tienefecha del 9 de octubre de 1812.Había estado hacía poco en un viajepor Irlanda con el señor Carswall.En la carta alude a un incidente quetuvo lugar en Waterford.

—¿De qué me habla?Lo dijo mecánicamente; era

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una pregunta en la forma, pero noasí en el tono. Fue hasta la puertapara asegurarse de cerrar con llave,y luego se acercó a la ventana.Pasado un momento se volvió haciamí y me preguntó a media voz:

—¿De dónde la ha sacado?En vez de responder a la

pregunta, dije:—No tengo ningún interés en

revelar el contenido a nadie.Solamente quiero entregarle la cartapara que la destruya.

—Entonces démela ahora

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mismo.—Se la daré cuando haya

traspasado el legado del señorWavenhoe a la señora Frant.Considere, por una parte, ciertadesgracia y la posibilidad dequedarse con una propiedadinsignificante que no necesita nimerece; y por otra, la tranquilidad yel convencimiento de haber obradobien, la gratitud de sus primos y laaprobación del mundo.

Dio una patada en el suelo.—¡No! ¡Me está poniendo

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furiosa! ¡No me sermonee!Esperé a que continuara.—¿Cómo sé que me dice la

verdad? ¿Cómo sé que tiene esacarta? ¿Me la puede enseñar?

—No, no la he traído.Temía que intentara

quitármela, o que me hicieradetener por los criados y mearrebatara la carta bajo algúnpretexto.

—Si lo desea, le enviaré unacopia palabra por palabra.

Tragó saliva y dijo al fin:

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—Pensándolo bien, no... nocreo que sea necesario. Con...consideraré la cuestión, señorShield, y le escribiré paracomunicarle mi decisión.

Saqué mi cuaderno, anoté ladirección de la calle Gaunt yarranqué la página. Ahora bien,antes de dársela le dije:

—Hay dos condicionesmenores que quisiera mencionar,aprovechando la coyuntura, aunqueno creo que ninguna de las dos lesuponga un problema.

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—No es quién para imponercondiciones.

—En primer lugar, quiero quela escritura de donación, o elinstrumento legal necesario paratraspasar la propiedad, sea emitidapor un abogado de mi elección: esun caballero llamado HumphreyRowsell, de Lincoln's Inn; ya veráque es un hombre sumamenterespetable. En segundo lugar, noquiero que la señora Frant sepa queyo he intervenido en este asunto.Quiero que crea que el único

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motivo que la impulsa a hacerleeste regalo sea su generosidadnatural.

Flora Carswall se aproximó amí hasta que nuestros cuerposquedaron separados por pocoscentímetros. Al respirar su pechosubía y bajaba. Al levantar lamirada, estaba tan cerca de mí quesentí su aliento en la mejilla.

—No le entiendo, señorShield. De verdad, no le entiendo.

—No, supongo que no.—Pero si usted me entendiera

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a mí... y yo le entendiera... y si...Su voz parecía penetrar y

enredarse en mi mente como unaserpiente sinuosa. Con gran fuerzade voluntad, me aparté de su lado ytiré de la cuerda.

—Espero tener noticias suyasmañana, al final del día.

—¿Y si no las tiene?Le sonreí. Llamaron a la

puerta y entró Pratt. Me inclinésobre su delicada mano y medespedí. Sin embargo, al llegar a lapuerta me detuve.

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—Casi se me olvida —dije ysaqué del cuaderno un papelsellado con un lacre y lo dejé sobrela mesa—. Es para usted.

Suavizó el gesto.—¿Qué es?—El pago de las cinco libras

que tuvo la amabilidad deprestarme el día que me fui deMonkshill Park.

Momentos después, al bajarlos escalones de la puerta de lacalle, me crucé con el capitán JackRuispidge. Nos saludamos con una

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reverencia y seguimos andando.

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CAPÍTULO 84

El 23 de mayo recibí una carta, quede tan breve era grosera, dirigida amí, a nombre de la señora Jem, enla calle Gaunt, número tres. En ella,la señora Frant rogaba que seinformara al señor Shield de que, siel tiempo lo permitía, normalmentesalía a pasear por Green Park entrelas dos y las tres de la tarde. Erauna invitación expresada como uncomunicado.

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Yo no entendía cómo habíaaveriguado dónde me hospedaba.Enseguida decidí que no meencontraría con ella. Si un hombrehurga en una herida, volverá aabrirla y sangrará otra vez.

Preferí reñir a las hijas de laseñora Jem cuando se equivocabandurante las clases. Despaché a unhombre que me habría pagado bienpor escribir una carta a su tío parapedirle dinero, porque me pareciócodicioso y detestable. No eracapaz de concentrarme ni un

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instante en nada ni prestarleatención a nadie. Solamentepensaba una y otra vez en lasconsecuencias que podría teneraquella nota.

Poco después del mediodíasubí a mi habitación. Una horadespués salí de casa: iba limpio yacicalado, y parecía un perfectopretendiente, dentro de lo quepermitían mis posibilidades. Lleguéa Green Park pasadas las dos. Yaera primavera, de modo que lagente elegante —y la menos

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elegante— empezaba a dejarse verpor los paseos.

No tardé en encontrar a laseñora Frant. Paseabapausadamente a lo largo delestanque, en la parte norte delparque, al otro lado de DevonshireHouse, tras la mente. Me acerqué aella sin que se percatara de que laobservaba. Tenía la mirada puestaen el agua, que emitía destellosdorados y plateados a la luz del sol.Estaba obligada a ir de luto por elseñor Frant, pero tenía el velo

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levantado, y el atuendo negro noquedaba fuera de lugar entre tantospaseantes que vestían a la moda.Recuerdo a la perfección quéaspecto tenía y cómo iba vestida,porque me reveló en un instante elabismo que nos separaba y quesiempre existiría entre nosotros.

Llegué hasta ella y la saludécon una reverencia. Me dio lamano, pero sin sonreír. Acababa deabrir la herida, y la sangre volvía abrotar. Sugirió que nos alejáramosdel bullicio de Piccadilly y del

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gentío que paseaba por aquellaparte del parque. Fuimoscaminando con tranquilidad haciaSt. James Park. No me tomó delbrazo. Cuando llevábamos un ratocaminando y nadie podía oírnos, sedetuvo y me miró a los ojos porprimera vez.

—No ha sido sincero conmigo.Ha actuado a mis espaldas.

No dije nada. Me quedécontemplando la piel blanca de subrazo, que asomaba entre el guantey el puño de tela negra londinense.

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—Mi prima Flora me hadevuelto la herencia de mi tío, elseñor Wavenhoe.

—Me alegra oírlo.—Me ha dicho que no lo

habría hecho de no haber sido porusted —dijo, mirándome fijamente—. ¿Me puede decir qué le diousted a cambio? Flora no hace nadaa cambio de nada.

—Le dije que no estabaconforme con las circunstancias enque su tío había firmado elcodicilo. No sé si recordará que yo

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fui testigo de la firma. El resto sedebe a la generosidad de la señoritaCarswall.

Echó a andar, y yo la seguí através de la hierba. De pronto sedetuvo y se dio la vuelta.

—No soy una niña a quien sele pueda ocultar un secreto. Hayalgo más. Un abogado de Lincoln'sInn vino a verme para traerme losdocumentos necesarios. Almarcharse, le pregunté directamentesi le conocía. Trató de eludir lapregunta, pero insistí, y al final me

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dijo que sí.—Quería que el señor

Rowsell se encargara de laoperación porque confíoplenamente en él. Así que lorecomendé a la señorita Carswall.

—Eso indica que no confíausted en mi prima.

—No he dicho eso, señora. Enasuntos legales, siempre resultaconveniente recurrir al consejo deuna parte desinteresada.

—No esperará que me creaese cuento —dijo y me miró con

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enfado—. ¿Y a qué se debe queestuviera usted en condiciones paradar órdenes a mi prima?

—Yo no le di ninguna orden.Me limité a explicarle las ventajasque supondría para ella seguir unaconducta determinada.

—Entonces, ¿por qué le dijoque no quería que yo supiera queusted le... le había ofrecidoconsejo, si así prefiere llamarlo?Caballero, creo que tengo derecho asaber qué motivos tuvo parainterferir en mis asuntos.

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Pensé en todas las respuestasposibles, hasta llegar a laconclusión de que sólo cabía decirla verdad:

—No quería que sintiera quedebía agradecérmelo.

Se le iluminó el rostro.—Es usted insufrible.—¿Qué esperaba de mí? —

dije subiendo el tono, y al darmecuenta, respiré hondo y proseguícon mayor serenidad—.Perdóneme, pero lo último quedeseaba era que viviera bajo la

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férula de ese horrible viejo.—Supongo que se enorgullece

de esa preocupación. Pero no teníapor qué inquietarse. No negaré quela idea de vivir con él no megustaba, pero no habría sido pormucho tiempo —dijo, y tras unapausa levantó la barbilla—. Elcapitán Ruispidge me ha hecho elhonor de pedirme en matrimonio.

Me volví a un lado. Nosoportaba mirarla por más tiempo.Hay muchas razones para recurrir ala filosofía, pero el consuelo que

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ofrece no siempre es todo lo eficazque uno desearía.

—Me lo pidió antes de que miprima Flora me revelara suintención de traspasarme lapropiedad de Gloucester. De modoque las razones del capitán eranpuras.

La miré por encima delhombro y murmuré:

—No lo dudo. Espero que seamuy feliz. Me consta que es unhombre respetable, y estoy segurode que es una medida prudente.

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Sophie dio un paso adelante,lo cual me obligó a mirarla defrente.

—He sido prudente toda mivida. Me casé con Henry Frantporque era lo más prudente. Meinstalé en casa de mis primosporque era lo más prudente. Estoyharta de ser prudente. No me sientabien.

—No siempre ha sidoprudente.

Nos miramos a los ojos unmomento. A mi mente acudió la

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imagen de aquel cuarto deGloucester, de ella entregándose amí sin reservas. Sus rasgos sesuavizaron un momento. Fue aapartar el rostro, pero se detuvo yme miró con los párpados caídos.Una mujer coqueta bien podríahaber hecho aquel mismo gesto,pero ella no era una coqueta. Creoque la invadió una timidezrepentina.

—No fui prudente cuando elcapitán Ruispidge me pidió quefuera su esposa —dijo—. Le dije

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que apreciaba profundamente elhalago que me demostraba, y quesiempre lo consideraría un amigo,pero que no le quería. Él dijo queno importaba, y volvió aproponérmelo. Le dije quenecesitaba tiempo para considerarsu proposición antes de decidirnada.

—¿De modo que al final seráprudente?

—Tenía que pensar en Charlie—vaciló un momento—. Y sigopensando en él. Luego Flora me

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dijo que iba a traspasarme lapropiedad y... y escribí al capitánRuispidge para comunicarle midecisión. Cuando Flora supo que noiba a casarme con él, me dijo mehabía cedido el legado a peticiónsuya y que usted le había pedidoque ocultara su implicación en elasunto. Y yo vuelvo a preguntarle:¿por qué lo hizo?

—Y yo le respondo lo mismo:no quería que se sintieracomprometida conmigo.

—Ahora tengo un compromiso

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con mi prima Flora.—No lo dudo.—Me ha traspasado el

equivalente de una renta de casidoscientas cincuenta libras al año—dijo Sophie levantando la vistapara mirarme—. Así que, dígame,¿por qué no iba a estarle agradecidaa usted como le estoy agradecida aella?

—Yo no pretendía engañarla.Solamente quería garantizarle unavida independiente, nada más.Temía que, si hubiera creído que

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estaba en deuda conmigo, si hubierasabido que yo estaba implicado...podría haberla confundido.

—¿Confundido con respecto aqué?

No le contesté. Como si lohubiéramos decidido a la vez, nospusimos a caminar, y tuve lasensación de que se había acercadoun poco más a mí. Desde miposición, no alcanzaba a verle elrostro porque el sombrero se loocultaba; solamente veía las plumasque oscilaban sobre su cabeza.

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Susurró algo. Le pedí que lorepitiera.

Volvió a detenerse y me miró.—He dicho gracias. Ha

demostrado auténtica delicadeza.No esperaba menos de usted. Sinembargo, hay veces en que ladelicadeza perdura con respecto asu propósito. Es una virtud, sinduda, pero no siempre es apropiadohacer uso de ella.

—Dicho así, aunque parezcaextraño, parece una actitudprudente.

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Quedamos un momento ensilencio, contemplando a tresurracas que se peleaban por unpedazo de pan, emitiendo graznidosescandalosos y chirriantes,parecidos al ruido que hacen lasjudías al sacudir una vasija demetal.

—Cómo detesto las urracas —dijo Sophie.

—Sí... y a los buitres, losladrones y los matones.

—¿Conoce la rima que cantala gente de campo sobre las

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urracas? Una por la pena, dos porel contento...

—Tres por la muchacha ycuatro...

—¿Tres por la muchacha? —me interrumpió—. Cuando yo eraniña no era así... Además, el cuatrotendría que ser «por el muchacho»,y no rima con «contento». No,cuando yo era pequeña se decía«tres por la boda»...

Las urracas se asustaron yecharon a volar.

—Y cuatro por el nacimiento

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—añadió en una voz muy baja.—¿Sophie? —le dije, y le

tendí la mano—. ¿Estás segura?—Sí —respondió, y puso su

mano en la mía—. Sí.

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APÉNDICE 9 DEJUNIO DE 1862 I

El relato anterior fue enviadoa mi casa de la plaza Cavendish enenero, mientras yo me hallaba enEuropa. Habían enviado elpaquete el día antes desde laoficina de correos principal de St.Martins le Grand. Estaba envueltoen papel marrón y atado con unacuerda; en él había escritos un

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nombre y dirección en letrasmayúsculas. No llevaba ningunaindicación en cuanto al remitente,ni carta adjunta, ni firma. Sinembargo, en la primera páginaaparecían unos nombres queconocía tan bien como el mío.

El manuscrito estaba divididoen capítulos numerados, pero sinfecha. A medida que me fuiadentrando en la lectura, pasabalas páginas cada vez más deprisa,ya asombrado o fascinado, yaconsternado o inquieto. El

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contenido del relato tenía unsignificado especial y dolorosopara mí, pues el tiempo no curatodas las heridas, y a veces lasempeora.

Reconocí desde el principiola aparente identidad del autor.No tardé en darme cuenta de queel relato de Shield arrojaba unanueva luz —y no poco turbadora—sobre el escándalo Wavenhoe y, enconcreto, sobre los turbiosnegocios que el banco mantuvo enAmérica. Pocos lo recuerdan ya,

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pero este escándalo fue uno de losantecedentes de la gran crisisfinanciera del invierno de 1825 a1826; y hace cincuenta o sesentaaños sembró la discordia entrevarias familias, que además searruinaron. El manuscrito tambiénse refiere a las tristes secuelas enGloucestershire y, posteriormente,en Londres, aunque estosepisodios no despertaron muchointerés en la época.

Inevitablemente, hasta ahoraquedaban muchas preguntas sin

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respuesta, y preguntas quedebieran haberse hecho y quenunca se hicieron. Esto no debeser motivo de asombro, ya quebuena parte de la informaciónnunca se dio a conocerpúblicamente. Por ejemplo, nuncase mencionó el papel que tuvo elniño americano entonces odespués, a pesar de la fama y eloprobio que suscitó su carreraposteriormente. Asimismo, losinformes coetáneos obviaron elpapel de otros norteamericanos,

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entre los cuales se cuenta al señorNoak de Boston (Massachusetts) yel negro Salutation Harmwell, delAlto Canadá. Ahora bien, sin suintervención los acontecimientosno se habrían desarrollado comolo hicieron. Si no me equivoco,hasta ahora no se ha dicho nadasobre la relación entre la quiebrade un banco londinense en 1819 yel triste e innecesario conflictoque separó a las dos grandesnaciones anglosajonas, GranBretaña y Estados Unidos de

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América, pocos años antes.Dicho de otro modo, el

escándalo Wavenhoe fue como elreloj de Braguet que StephenCarswall apreciaba tanto, como lohabría hecho un niño,aparentemente simple a primeravista; una aparente simplicidadque encubría un complejomecanismo de resortes, tuercas,cheques y cuentas; unasimplicidad organizada segúnunos principios racionales, aunquedemasiado delicada y complicada

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para revelar sus secretos a losprofanos. Mientras escribo estotengo delante el reloj de Carswall,que aún marca la hora conprecisión, y cuyo funcionamientointerior sigue siendo hoy por hoyun misterio, como lo fue el día quellegó a mis manos.

Tom Shield estaba en locierto, cuando menos en una cosa,al igual que Voltaire, esedepravado empedernido. Debemosrespeto a los vivos, pero a losmuertos sólo debemos la verdad.

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II

Ahora me centraré en el autordel manuscrito. Lo conocí lasúltimas semanas del reinado deJorge III, cuando era maestro deescuela. Ante mí tengo una copiade la partida de bautismo deThomas Reynolds Shield en elregistro parroquial de St. Mary(Rosington). A estas alturas —desde el punto de vista de unactuario de seguros— es másprobable que esté muerto que vivo.

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En realidad, casi todos aquellos aquienes afectó el caso Wavenhoeya habrán respondido de sus actosal Juez Supremo.

Yo no sé si Thomas Shieldcreía que la historia que cuenta,según la conocemos, era la verdad.Si la memoria y el juicio no mefallan, creo que era un hombrehonrado y, sin duda, una buenapersona. Buena parte de lo quecuenta está en consonancia con lopoco que yo sabía del caso.Recuerdo varios incidentes que

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describe, si bien con menos detalley algunas diferencias, y puedoconfirmar que sus descripciones sebasan en hechos verdaderos.

Sin embargo, pudo habertenido otros motivos para escribireste relato. Es imposiblecontrastar con otras fuentes lamayor parte de la información queaporta. (Dadas las característicasde esta historia, nunca podrácorroborarse del todo.) Es más,incluso la memoria, con el pasodel tiempo, inconsciente e

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involuntariamente, ocultará laverdad de los hechos al revestirloscon la imaginación.

Pese a que el lenguaje deShield parece natural, mepregunto si tras esa sencillezsubyace un elemento depremeditación, un deseo demanipular la verdad para algúnpropósito que desconocemos. Enalgunos pasajes he observado unafalta de sinceridad, y en otros unatendencia al adorno. A menos quetomara abundantes notas en el

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momento de los hechos, me cuestacreer que después de tantos añosrecordara las palabras precisas detantas conversaciones, o losmatices expresivos en los gestos delos demás, o las incesantescabalas que ocupaban suspensamientos.

Por otra parte me fastidia quequeden tantas preguntas porresponder al final de suincompleto relato. Quizá la verdadsea necesariamente infinita ycualquier nueva aportación a lo

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que ya sabemos sólo sirva pararecordarnos lo incognoscible. Aunasí, desearía saber más cosassobre las circunstancias en que secompuso el manuscrito. En laprimera página el autor sumergeal lector in media res y, en laúltima página casi lo abandona enmitad de una frase. ¿Lo hace sinquerer o intencionadamente?

Tampoco he podidodeterminar por qué Shield, oalguien en su nombre, me envió elrelato a mí, ni por qué no se le

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adjuntó carta alguna. Sólo puedohacer suposiciones. Hacía añosque no nos habíamos visto; creoque la última vez fue al cruzarnosfrente a la puerta de Carswall enla calle Margaret, encuentro quemenciona en el relato, aunque nohe sabido hasta ahora laimportancia de esa visita. Esposible, y hasta probable, queShield —o alguien próximo a él—se mantuviera informado de mitrayectoria por el mundo. Si bienes cieno que tampoco habría sido

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difícil, ya que los hechos másimportantes de la vida de unhombre que se mueve en miscírculos sociales llegan al ámbitopúblico.

Tal vez había alcanzado esemomento en la vida de un hombreen que su pasado es tan vividocomo su presente, en que añora unconfidente que le escuche, no condeferencia, sino al menos concierta comprensión. Al fin y alcabo esta historia narra lasobsesiones que surgen a la vejez, y

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ahora él y yo somos viejos y acada uno toca completar las tareasencomendadas antes de morir. Elreloj de Carswall siguefuncionando igual que hace más demedio siglo. Y es que al final eltiempo nos domina. El hombre esquien se agota, quien se consume,quien se detiene.

En cuanto a la ausencia deuna carta adjunta, es posible queShield ya no viviera paraescribirla, y que fuera una tercerapersona quien me lo enviara, como

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última voluntad de Shield. ¿Esposible que no sólo buscaracomprensión con el manuscrito,sino que lo usara a modo dereparación? ¿O debería atribuir elenvío del paquete a una tercerapersona, a Sophie, y no al propioShield? Esta posibilidad mecausaría un dolor inefable.Además, si ella aún estuviera viva,¿habría osado describir con talfranqueza su relación con Flora?

A pesar de la ausencia de unacarta explicativa, dentro del

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manuscrito había una nota,aunque si ésta era intencionada ono es otra cuestión. Entre doshojas encontré una tira de papelque se desmenuzaba, de poco másde un centímetro de largo y cincode ancho, arrancada de un titularde un periódico. Debía de hacertiempo que estaba allí, pues habíadejado impronta en las dospáginas que la prensaban. Lapresencia de la tira podría ser taninsignificante como que otro lectorhabía interrumpido la lectura al

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final del capítulo LXXLX.Distinguí las letras «UN» y partede una fecha: miércoles, 3 deoctu[bre].

Sea cual fuere la explicaciónde que me llegara el manuscrito,ahora me enfrento al problema dequé hacer con él. La publicaciónperjudicaría a algunas personasque aún viven, y entre las que yome cuento. Es más, parte delcontenido de estas páginasescandalizaría hasta a una menteliberal. Es una lástima que el

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señor Shield no moderara parte desu lenguaje ni revistiera de ciertorecato algunos pensamientos yalgunas palabras y acciones quenarra. Ciertos pasajes revelan unafalta de gusto que, en el peor delos casos, degeneran en la falta dedecoro. Es cierto que se remonta auna edad en que se es mássaludable y menos maniático queen la nuestra, pero a menudorevela un tono ordinario que sólopuede ofender.

La publicación del relato de

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Thomas Shield, incluso en unámbito limitado y privado, estádescartada. No querría que mimujer lo leyera, pero tampocopretendo destruir el manuscrito. Ypor un motivo sencillo: comosugiere Voltaire, hay ocasiones enque debemos sopesar lasnecesidades de los vivos y las delos muertos, y estas últimas debendar prioridad a las primeras.

Por consiguiente, si debemosla verdad a los muertos, ¿no ladebemos también a quienes

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vendrán después de nosotros? Alescribir esto, se me ocurre queTom Shield tal vez me envió surelato porque sencillamente queríaque yo lo ampliara.

III

El relato de Thomas Shieldtiene un final abrupto, queabandona eternamente a la parejaen Green Park.

La generosidad que Florademostró al renunciar al legado enfavor de su prima le valió una

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lluvia de elogios. Incluso mihermano George, que no esprecisamente un hombredesprendido, reconoció la justiciade aquel gesto; y no pasó por altolas ventajas de estar tanestrechamente ligado a semejanteacto de filantropía. Él y Flora secasaron en una ceremonia privadaalgunos meses después de loprevisto.

Por entonces, la señora Frantse había marchado de la calleMargaret y había alquilado una

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casita de campo en Twickenham,cerca del río. Su antigua sirvienta,la señora Kerridge, se quedó paraatender al señor Carswall. Ahorame doy cuenta de que la señoraFrant debió de descubrir laduplicidad que manejaba la señoraKerridge, que había facilitadoinformación de su señora tanto aSalutation Harmwell como alseñor Carswall.

Visité a Sophie en diversasocasiones en su casa deTwickenham, y me aventuré a

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pedirle la mano otra vez. Rechazómi proposición. Una tarde de abrilhabía abrigado la esperanza deque empezaba a mirarme conbuenos ojos. Sin embargo, aquellofue después del regalo de Flora o,más bien, del regalo que el señorShield pidió a Flora que hiciera.

Las cosas fueron sucediendoa su tiempo. En la primavera de1821 fui a visitar a la señoraFrant, y encontré la puertaprincipal cerrada y los mueblescubiertos con fundas. Una joven

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sirvienta se había quedado paracuidar la casa. La muchacha eramuda. Ahora me atrevería a decirque conozco su nombre y suhistoria. Me escribió una nota conuna letra sorprendentementeimpecable, para decirme que suseñora estaría ausente unatemporada, aunque no sabíaadónde había ido. En mayo volví apasar por allí; la casa habíacambiado de inquilinos, y laseñora Frant no había dejado sunueva dirección.

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No volví a saber nada deSophia Frant hasta que recibí elmanuscrito de Thomas Shield, amenos que éste constituya unaforma de comunicación por partede ella. Durante los primeros seismeses después de su desapariciónme empeñé en seguirle el rastro.Flora me dijo que no sabía nadade su prima y me prometió que melo diría si le llegaban noticias; medijo que estaba tan perpleja comoyo.

Hacía tiempo que Charlie

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había salido de la escuela quetenía el señor Bransby en StokeNewington, y en la escuela a laque el niño había asistido enTwickenham no sabían nada de suparadero. Probé con el señorRowsell, el cual me comunicó queno estaba en sus manos ponermeen contacto con la señora Frant niel señor Shield. La siguiente vezque fui a Gloucester, pregunté porla propiedad de Sophie, pero medijeron que el inmueble de la calleOxbody había cambiado de dueños

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recientemente. Contraté losservicios de personas máscualificadas que yo para hacerindagaciones, pero tampococonsiguieron averiguar nada.

Que esto no les haga pensarque tuve una vida larga y agónica,dedicada a lamentar la pérdida deSophia Frant. Es cierto quesiempre he sabido que, en el fondode mi ser, siempre he sentido suausencia. A mi pesar, he pensadoinevitablemente en qué habríaocurrido si, por ejemplo, yo

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hubiera tenido suficiente valorpara proponerle matrimonio enMonkshill Park a pesar de su faltade recursos, a pesar de su hijo y apesar de la mala reputación de suprimer esposo. George y mi madrese unieron para convencerme —aunque no con estas palabras— deque yo no tenía bastante dineropara vivir holgadamente como unhombre casado, que debíabuscarme una esposa con recursosy que, en cualquier caso, tampocoiba a ser feliz en brazos de la

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viuda de un desfalcado.De modo que me incorporé al

servicio diplomático inglés y serví,primero, en una corte menoralemana y, posteriormente, en laembajada británica deWashington, un puesto que, enocasiones, era sumamentedesagradable debido al clima de lacapital americana. Volví a ver alseñor Noak, que era másexcéntrico de lo que recordaba,pero tan rico que ni siquiera podíaevitar ejercer considerable

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influencia. Murió al cabo de unaño, y luego se supo que habíarepartido su inmensa fortuna entreorganizaciones de beneficencia, aexcepción de una sumasustanciosa que había dejado enherencia al que fuera su ayudantede confianza, SalutationHarmwell.

Mi carrera diplomática, en laque nunca destaqué, llegó a su fincuando mi hermano murióinesperadamente en 1833. Muriósin dejar descendencia, y el relato

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del señor Shield quizás apunte auna posible razón para ello, comoa otras que explican algunascualidades que caracterizaban ami cuñada. Yo era el heredero demi hermano. Flora no volvió acasarse. Pasó buena parte de suviudez en Londres, dondeprocuraba entretenerse mucho, sino sabiamente, en su casa de laplaza Hanover. Falleció el añopasado de una inflamaciónpulmonar.

No debo olvidar al señor

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Carswall: vivió siete años más,bajo los cuidados de la señoraKerridge, hasta febrero de 1827.Tan pronto como lo permitió laley, Flora cerró la casa de la calleMargaret y trasladó a su padre y asu enfermera a Monkshill. Lamansión estaba alquilada, demanera que los instaló en GrangeCottage, donde la señora Johnsonpasara los últimos años de sudesdichada vida.

Stephen Carswall jamásrecuperó la facultad de hablar ni

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de moverse. Dos veces le vi enaquel estado decadente, inserviblecomo el fruto que se pudre en elárbol. La señora Kerridge lomortificaba sin piedad, y entoncesyo me preguntaba por qué Florano lo evitaba.

Con un título y dinero, meconvertí en un soltero cotizado.Me casé con una prima segunda,Arabella Vauden, unión que ambaspartes consideraron ventajosa.Era algo más joven que yo, y engeneral destacaba por su belleza.

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No tuvimos la suerte de tener hijosy, cuando yo muera, el título y laparte de la propiedad que vavinculado a éste pasarán a unprimo que sirve en la marina. Miesposa lamenta mucho estacircunstancia.

Edax rerum podría aplicarse alos procesos de la ley como a losprocesos del tiempo. Y es que,cuando el ánimo y las fuerzasabandonaron a Carswall sedescubrió que su fortuna habíamenguado mucho. Sin embargo,

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Flora siguió siendo una mujer ricay, al morir, yo heredé buena partede su riqueza según lo acordadoen sus capitulacionesmatrimoniales. Me pregunto si noes casualidad que el manuscrito deThomas Shield llegara a la plazaCavendish cinco o seis mesesdespués de darle sepultura en elcementerio de la plaza Kensal.

Y vayamos ahora a DavidPoe, el señor Iversen hijo (deSeven Dial), el padre del niñoamericano, que a la edad adulta

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sufrió las vicisitudes de la fama yla adversidad por igual. Tras leerel manuscrito del señor Shield,inicié investigaciones sobre estecaballero, tanto aquí como enAmérica. No encontré ningunapista segura. A los ojos del mundo,desapareció en 1811 o tal vez en1812.

No obstante, di con una pistaintrigante. Al parecer, el señorNoak ya había intentado seguir losúltimos años de la trayectoria deDavid Poe, para concluir que

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había quien prefería no revolverciertos asuntos. Uno de ellos erael señor Rush, que en 1820 habíasido ministro americano enLondres, un hombre con quienNoak había tratado bastantedurante su estancia en Inglaterra,y a quien sin duda insistiría alpedir información acerca de DavidPoe.

Para enfocar la cuestióndesde otro punto de vista, otrapersona a la que quisierareferirme es el mismo general

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Lafayette, el venerable héroe delas dos revoluciones, la francesa yla americana. A pesar de queLafayette no ocupó, claro está, unaposición de carácter oficial enEstados Unidos, gozó de bastanteprestigio en el país, lo cual levalió influencia en los lugares másinsospechados. Mi corresponsal enEstados Unidos me informó de queLafayette y el padre de David Poehabían sido compañeros de armasdurante la lucha revolucionaria.Tuvieron una relación muy

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estrecha. Cuando el viejo generalvisitó Estados Unidos pararealizar su gira triunfal en 1824,se desplazó hasta Baltimore(Maryland), donde se sabe quededicó especial atención a laesposa de su antiguo compañero,fallecido hacía pocos años. Pocassemanas después, Lafayette estuvoen Richmond (Virginia), donde sele asignó una guardia de honorformada por muchachos enuniforme de fusilero; uno de ellosera Edgar Allan Poe.

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Son hechos reales, pero sólodemuestran que Lafayette teníasimpatía por la familia Poe. Sinembargo, si se relacionan conotras pistas y otros rumores, esimposible pasar por alto lasospecha de que varios caballerosamericanos de renombre sealegraran de que David Poesiguiera siendo una ovejadescarriada.

Supongo que Henry Frant nopudo haber tenido peor suertecuando su propia vileza lo condujo

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a un villano más infame que él.Bien sabe Dios que pagó concreces sus vicios y sufrió en carnepropia sus delitos. Sin embargo,antes de sepultar en el olvido aDavid Poe, debo dejar constanciade cierta suposición por mi parte.Shield parece estar muy bieninformado de la vida de DavidPoe. ¿Es posible que tuvieraencuentros posteriores con él?

IV

En último lugar hablaré del

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niño americano. Edgar Allan Poeera como la espiga del gozne, pocoperceptible a veces, al tiempo queera el eje principal en torno alcual giraba todo lo demás. Surgeen casi cada giro que da el relatode Shield.

El niño americano llama a lapuerta de Bransby, en ocasión dela primera visita de Shield a laescuela Manor House. Es el mejoramigo de Charlie y su paladín. Éles la causa involuntaria de quepresenten a su padre a Tom Shield

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primero, y luego a Henry Frant, yde ahí que éste acabe conociendoa su asesino. El niño está en lanevera de Monkshill Park, ansiosopor buscar el tesoro. Él y Charlieestán juntos en la expedición a lasruinas, sin la cual losacontecimientos de aquella nochehabrían sido muy distintos. Élayuda a llevar el loro de Charliede un extremo al otro de Londres,y el grito de «ayez peur» delanimal es la clave que lleva aShield a Seven Dials por segunda

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vez, y a descubrir la relación entreCarswall y David Poe. Edgar esquien le dice al oído a Shield quepuede encontrar a Sophie en elcementerio de St. George(Bloomsbury), donde estáenterrado su difunto esposo. Esdifícil discrepar de la aseveraciónque hace Shield de que el niño«había sido la causa inmediata detodo cuanto ocurriría».

He seguido la trayectoria deEdgar Allan Poe como poeta ycrítico con interés. Desde que leí

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el relato de Shield, he observadoque algunos detalles de los añosde infancia que pasó en Inglaterraacaso se vislumbren en parte de suobra. Lamenté enterarme de lastribulaciones que marcaron susúltimos años de vida y su muerte.

No obstante, hace poco quecaí en la cuenta de que podríahaber una mayor relación entreEdgar Allan Poe y los hechos quedescribe Thomas Shield. El trozodel periódico que encontré en elmanuscrito me proporcionó la

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pista. ¿Alguien lo dejó allí conalgún propósito, para marcar elprincipio del capítulo LXXX? Elcapítulo empieza con la siguientefrase: «Toda la verdad sobreDavid Poe, con domicilio enBaltimore (Maryland), y el señorIversen hijo, con domicilio en lacalle Queen de Seven Dials, nosalió a la luz aquella mañana».

A principios de este año,había invitado a cenar a un amigoamericano, poco después de haberleído el relato de Shield por

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primera vez, y le enseñé elfragmento de periódico. Mesugirió que podría ser del diarioS un de Baltimore. Aquel detalleavivó al instante mi interés, ya quesabía que Baltimore tenía muchoque ver con la familia Poe, queDavid Poe había nacido allí en1784, y que Edgar Allan Poe habíafallecido en un hospital de laciudad. Hice más indagaciones ydescubrí que el primer número delSun se publicó en mayo de 1837.Estudié un almanaque y averigüé

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que desde aquel año, el 3 deoctubre había caído en miércolesel año 1838, el 1849 y el 1855.

Había una coincidencia quedebía analizarse: Edgar Allan Poemurió en Baltimore el 7 de octubrede 1849. Por desgracia, la guerraentre los Estados no me hafacilitado seguir lasinvestigaciones con la rapidez y laeficacia que habría deseado. Sinembargo, perseveré, ya quegracias a los años que pasé enWashington tengo amigos en los

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dos bandos, y suficientes interesesamericanos para mantener losservicios de un hombre denegocios en Nueva York. Sinembargo, no fue hasta principiosde este mes que recibí un informede mis agentes.

Debo decir que el informe erade una rigurosidad encomiable,pero en vez de disipar el misterio,lo ha acrecentado. Según parece,los hechos son los siguientes. El26 de septiembre de 1849 EdgarAllan Poe cenó en un restaurante

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de Richmond (Virginia). Amigos ycompañeros suyos creen que teníaintención de marcharse aBaltimore al día siguiente, unviaje de veinticinco horas en barcode vapor. No sólo hay controversiaen cuanto a la hora de salida, sinotambién en cuanto al medio detranspone y la hora de llegada.

Sea como fuere, la cuestión esque Poe desapareció. No se hapodido confirmar que alguien loviera entre la noche del 26 deseptiembre en Richmond y su

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reaparición en Baltimore unasemana después. Un tipógrafollamado Walker dijo haberlo vistoen Gunner's Hall, una taberna dela calle East Lombard enBaltimore, aunque no está claro sidentro o cerca, en la misma calle,la ciudad estaba en plena campañaelectoral, que trajo consigo undesenfreno de corrupción eintimidación, y Gunner's Hall erauno de los centros electorales.

Poe estaba «muy afligido» ypidió a Walter que se avisara a un

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amigo, Joseph Snodgrass, quellegó a su debido tiempo con otrasamistades de Poe. Dieron porsentado que Poe estaba borracho.«Parecía que tuviera los músculosde expresión paralizados hasta elpunto de que no podía hablar»,explicó Snodgrass en 1856, «y sólole oíamos murmurar cosas sinsentido».

Lo ingresaron en el HospitalUniversitario de Washington,donde lo atendió el médicointerino, el doctor John J. Moran.

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Según una carta que Moranescribió semanas después a la tíade Poe, la señora Clemm (hermanade David Poe), al principio elpaciente no era consciente de suestado. Luego empezaron atemblarle brazos y piernas yempezó a «delirar, a hablarconstantemente, pero sin violenciani mucha actividad, conversandocon objetos espectrales eimaginarios con expresión ausente(...)». El segundo día estaba lobastante sosegado para escuchar

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preguntas, pero «daba respuestasincoherentes e insatisfactorias».

El doctor Moran intentóanimar a su paciente al decirleque pronto estaría en condicionesde recibir amigos, pero EdgarAllan Poe «se enfureció y dijo quelo mejor que podía hacer su amigoera volarse los sesos con unapistola». Pronto empezó a tenerdelirios violentos, tanto, que apesar de su debilidad hacían faltados enfermeras para sujetarle.

Poe permaneció en este

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estado hasta la noche del sábado 6de octubre, «cuando empezó allamar a "Reynolds" y no dejó dehacerlo hasta las tres de lamadrugada del domingo». Luego«debilitado por tanto esfuerzo», setranquilizó durante un rato. Porúltimo, «ladeando suavemente lacabeza dijo "acoge, Señor, estapobre alma", ¡y expiró!».

La causa exacta de la muertese desconoce, ya que no se emitióninguna partida de defunción.Nadie sabe, ni sabía entonces,

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quién era o quién es «Reynolds».Mis agentes afirman queseguramente, aunque ni Snodgrassni Moran son testigos fiables, noexisten razones para dudar de laveracidad de sus declaraciones. Aeste testimonio, añaden que Poeparecía estar muy animado enRichmond, donde habían acogidocon muchos elogios unaconferencia suya y acababa deprometerse en matrimonio.También dirigieron mi atenciónsobre los rumores de que, al llegar

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a Baltimore, Poe se habíaencontrado con viejos amigos quele propusieron tomar una copapara celebrar el encuentro. Poe sehabía abstenido de tomar alcoholen los últimos meses, y se dice quefue otra víctima de la mania à potu.

Puede ser, pero ¿podríahaber otra causa que explique ladesaparición de Edgar Allan Poe yel insólito abatimiento que le llevóal colapso y la muerte?Recordemos la desesperación enque estaba sumido Poe, su

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inclinación al suicidio, lasinvocaciones a «Reynolds».Recordemos también el pedazoarrancado del Sun con fecha delmismo día en que Poe estuvo enBaltimore y que alguien habíadejado al principio del capítuloLXXX. Recordemos que, según elregistro parroquial de Rosington,el segundo nombre de Tom Shieldera Reynolds.

¿Estuvo Shield —o CharlieFrant, o incluso David Poe— enBaltimore en 1849?

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Edgar Allan Poe fue unhombre de mente y cuerpo frágiles.¿Y si hubiera sabido la verdad delo ocurrido en Inglaterra duranteaquellos meses entre 1819 y 1820?¿Y si, más concretamente, seencontró cara a cara con laterrible verdad sobre su padre?

Semejante hallazgo podríaempujara un hombre más fuerteque él a beber. Podría empujar aun hombre más fuerte que él amorir.

V

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Por consiguiente, no

publicaré este relato. Lo guardaréen una caja cerrada, que entregaréa mis abogados y daréinstrucciones de que sólo puedaabrirlo el cabeza de familiasesenta años después de midefunción. Tras este intervalo detiempo, ni el relato ni las notasque he añadido perjudicarán anadie.

Ha llegado el momento dedejar a un lado la pluma. Cuanto

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más viejo soy, más pienso en quéfue de Sophie. ¿Estará viva?¿Estará con Thomas Shield? Sifueron amantes, y ya pocas dudastengo al respecto, y si se casaron,¿qué fue de sus vidas? ¿En quécontinente encontraron su hogar?¿Tuvieron hijos, nietos? ¿EsSophie feliz?

Llevé una hoja del manuscritoa una papelería de Cheapside ypregunté al dueño si sabríadecirme de dónde venía el papel.Tocó el papel con los dedos y lo

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sostuvo al resplandor de una luzde gas para analizar la filigrana.«Nueva York, señor», me dijo.«Tengo varias resmas en latrastienda si desea compraralguna, y puedo encargar más alalmacén. Puede que sean lasúltimas que tengamos, ahora quelos americanos están como elperro y el gato».

Otro callejón sin salida, otroatisbo de lo incognoscible.

El reloj del señor Carswallme ha informado con su minúscula

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campanada de que son las dos dela madrugada. Si apago las velas ydescorro las cortinas de laventana de la biblioteca tendréante mí una extensión de tinieblas,una noche sin límites.

He dicho anteriormente queacaso la verdad sea infinita ycualquier nueva aportación a loque ya sabemos sirva pararecordarnos lo incognoscible. Yello, claro está, me hace pensar enqué habría podido suceder, enSophie, eternamente

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incognoscible, enteramente ocultaen la inmensidad de las tinieblas.

JRR

Clearland Court

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NOTA HISTÓRICASOBRE EDGARALLAN POE «Las novelas surgen a partir de losdefectos de la historia», escribióNovalis, comentario que PenélopeFitzgerald usó como epígrafe a lanovela que escribió sobre él, TheBlue Flower. La historia de EdgarAllan Poe abunda en defectos ymitos, suposiciones ycontradicciones. Sería una

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irresponsabilidad premeditadaaumentarlos, de ahí este intentopara describir dónde empieza lahistoria y dónde empieza la novela.

El abuelo de Edgar Allan Poe,David Poe padre, nació en Irlandaen torno al año 1742. La familiaemigró a América y acabó porestablecerse en Maryland. Davidera tendero y fabricante de ruecas.Durante la guerra de laIndependencia fue nombradoayudante segundo del intendentegeneral de Baltimore, y le

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concedieron el rango decomandante. En 1781 invirtió supropio dinero en la compra desuministros para las fuerzasrepublicanas bajo el mando deLafayette, y se dice que su esposallegó a coser quinientos pares depantalones con sus propias manospara las tropas. Es posible que, alfinal de su vida, David Poeparticipara en la defensa deBaltimore contra el ataque británicode 1814.

El padre de Edgar Allan Poe,

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David Poe hijo, nació en 1784.Intentó estudiar derecho en vano, demodo que en 1803 se hizo actor. En1806 se casó con Elizabeth Arnold,una viuda inglesa que habíadebutado como actriz diez añosatrás, a los nueve años, en Boston.Edgar, el tercero de sus tres hijos,nació el 19 de enero de 1809. Laspruebas que han sobrevivido (en sumayoría, críticas de teatro hostiles)sugieren que David Poe era un actormediocre y temperamental que solíaemborracharse. Por otra parte,

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sabemos que durante los seis añosque estuvo en los escenariosrepresentó ciento treinta y sietepapeles, algunos de los cualesfueron principales, lo cualdemuestra que ni era incompetente,ni informal.

En diciembre de 1809 eldirector de un semanario teatral deBoston elogió las dotesinterpretativas de David Poe.Posteriormente, todo cuanto se diceson rumores. Se dice que estuvo enNueva York en julio de 1810. Es

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probable, pero no seguro, queabandonase a su esposa en 1811.

Elizabeth Poe murió el 8 dediciembre de 1811. Nadie sabedónde ni cuándo murió su esposo.Aun así algunos biógrafos hanpropuesto al menos tres fechasaproximadas de su muerte dentro deun período de unos catorce meses.Todo cuanto sabemos de cierto enel rastro de David Poe desaparecede la historia documentada despuésde diciembre de 1809.

Dicho de otro modo, la vida

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de Edgar Allan Poe empezó con unmisterio que aún está por resolver.

Tras la muerte de su madre,una pareja sin hijos, el señor y laseñora Allan, quedaron prendadosde él. Allan era un prósperociudadano de Richmond (Virginia)nacido en Escocia, socio de unaempresa de exportadores de tabacoy comerciantes de productos varios.A pesar de que los Allan nuncallegaron a adoptar formalmente aEdgar, él adoptó su apellido ysiempre se consideró que aparte de

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su hijo era su heredero.En junio de 1815, John Allan

vendió a Scipio (uno de susesclavos) por seiscientos dólares yzarpó hacia Liverpool con su mujery su hijo. Tenía intención de abriren Londres una sucursal de sunegocio. Durante cinco años, entrelos seis y los once, Edgar Allan Poevivió en Inglaterra. Fue el únicoescritor americano destacado de sugeneración que pasó parte de suinfancia en Inglaterra, y laexperiencia le marcó

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profundamente.Al principio Allan prosperó.

Alquiló una casa en la calleSouthampton, número 47; en otoñode 1817 la familia se mudó alnúmero 39. Gracias a cartas quehan sobrevivido, se sabe conseguridad que la salud de la señoraAllan siempre fue motivo depreocupación, y acaso también unmotivo de irritación para el señorAllan. Los Allan visitaron al menosen dos ocasiones el balneario deCheltenham, y la segunda vez se

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alojaron en el Stiles Hotel. Laseñora Allan acudió allí para tomarlas aguas y beneficiarse del aire delcampo.

Mientras se hallaban enCheltenham en 1817, llegó aLiverpool un loro encargado anombre de la señora Allan. Sedecía que el loro hablaba francés yque sustituiría a otro que habíandejado en Virginia, capaz, porcierto, de recitar el alfabeto eninglés. En su Filosofía de lacomposición, Poe revela que antes

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de escribir El cuervo pensó en queel ave sería un loro.

En algún momento de los seisprimeros meses de 1818, JohnAllan retiró a Edgar de la escuelade Londres y, a pesar de losreveses que sufrió su negocio, lotrasladó a un colegio más caro, laescuela Manor House, situada enStoke Newington, un pueblo de lascercanías. El director era elreverendo John Bransby. «Edgar esun buen chico», escribió Allan auno de sus corresponsales en junio

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de aquel año, «y tiene facilidadpara el latín».

Hace tiempo que la escuelaManor House dejó de existir, perosabemos qué aspecto tenía lafachada que daba al camino, apartir de un boceto contemporáneoy una fotografía de 1860. Tambiénha perdurado un retrato de Bransby.Asimismo, han sobrevivido variasfacturas del colegio a nombre delseñorito Allan, que revelan, entreotras cosas, que Allan pagaba dosguineas más por trimestres para que

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Edgar tuviera el privilegio de tenerun dormitorio para él solo. Graciasa otras fuentes existe abundanteinformación sobre la vida en lasescuelas privadas inglesas deaquella época.

La mejor de todas es el cuentoWilliam Wilson , el cuento delpropio Poe que contiene unaversión ficticia de la escuela deStoke Newington, donde aparece supropio «reverendo Bransby». Enconcreto, la historia es interesanteporque trata de un muchacho a

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quien lo persigue un compañero dela escuela que parece su doble.

Años después, un alumno deManor House preguntó al señorBransby sobre el niño más ilustreque había pasado por la escuela.Posteriormente, en 1878, éstepublicó esa entrevista. Al parecer,el señor Bransby no se mostróinclinado a hablar de Poe, quizáporque no estaba muy contento conla forma en que lo había retratadoen William Wilson . Aun así, constaque dijo: «Edgar Allan era un niño

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espabilado y listo, y habría sido unmuchacho encantador si sus padresno le hubieran consentido tanto,pero le consentían y le permitíanllevar una cantidad exagerada dedinero en el bolsillo, algo que lepermitía hacer todo tipo detravesuras; aun así, apreciaba a eseniño... pobrecito, ¡sus padres lomalcriaron!» En otra ocasión, elseñor Bransby añadía: «Allan erainteligente, imprevisible y terco».

La empresa de Allan no serecuperaba de sus dificultades

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financieras, y el 2 de octubre de1819, el arrendador de la casa de lacalle Southampton le apremió a quele pagara la renta. Pese a ello,Allan seguía pagando las facturasde la escuela a la que asistía EdgarAllan; la última que se conoce tienefecha del 26 de mayo de 1820. El16 de junio de 1829 los Allan y suhijo adoptivo embarcaron enLiverpool en el Martha, con rumboa Nueva York. El niño americanovolvía a casa.

Es cierto que Lafayette estuvo

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en Baltimore en 1824 y quepreguntó por su antiguo compañeroa la abuela de Edgar Allan Poe.Según un artículo posterior, que seconserva en el PhiladelphiaSaturday Museum (4 de marzo de1843), el general se arrodilló juntoa la tumba de David Poe padre ydijo: «Ici repose un coeur noble!».Semanas después Lafayette estuvoen Richmond, donde Thomas Ellis,amigo de Poe, dejó constancia delorgullo que sintió al ver a Poe entrelos miembros de la guardia de

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honor formada para aquel ilustrevisitante.

La vida de Edgar Allan Poeempezó con el misterio de la muertede su padre y terminó con elmisterio de la suya propia. Laaportación del apéndice a Uncrimen imperdonable es de unaprecisión sólida. Nadie sabe dóndese hallaba Poe entre el 26 deseptiembre y el 3 de octubre de1849. Cuando volvió a aparecer enBaltimore, había perdido el dineroque llevaba, e iba vestido con ropas

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sucias y baratas que no eran suyas;sin embargo, aún tenía el bastón deMalaca que le había prestado unconocido de Richmond.

Las pruebas más exactas, y talvez las más fiables de todas, son lasque aportaron Joseph Snodgrass, elamigo que acudió a ayudar a Poe, yel doctor Moran, el médico que loatendió en su última enfermedad.Cierto es que ninguno de los dos esun testigo imparcial. Snodgrass eraun ardiente defensor de laabstinencia de beber alcohol y

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consideró que el final de su amigoera un ejemplo de los peligros deéste. Moran se convirtió en uno delos defensores póstumos de Poe yfue adornando su historia con losaños. Sin embargo, él escribió lospasajes citados más arriba pocassemanas después de la muerte dePoe: emplea un lenguaje sinadornos, y menciona tanto los gritosde Poe al invocar a Reynolds comosu deseo de morir.

Entre otras, existen tres teoríasprincipales que proponen una

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explicación al estado de Poe antesde morir. Una de ellas se refiere alos efectos del alcohol; unasegunda, a que fue víctima de unapráctica de captación de votantesviolenta e ilegal que consistía enemborracharles y obligarles a votarrepetidas veces; y una tercera teoría—de reciente aportación y algoimaginativa— afirma que su estadopudo deberse a que le mordió unperro rabioso. Pero no son más queteorías.

Tras su muerte, la reputación

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de Edgar Allan Poe creció, y lasentusiastas modificaciones de susdefensores y detractores hanaportado una mayor confusión a loshechos que rodearon su vida,misteriosa y predestinada. Su obrale ha valido admiradores de todo elmundo, entre ellos, AbrahamLincoln y Josef Stalin.

Quien esté interesado en sabermás acerca de él aconsejo queempiece por la obra Edgar AllanPoe de Arthur Hobson, publicadapor primera vez en 1941, que sigue

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siendo la mejor biografía de la quedisponemos. Dwight Thomas yDavid K. Jackson recopilaron untesoro de material biográficoesencial relacionado con Poe enThe Poe Log (1987). Por último, laEdgar Allan Poe Society deBaltimore, Maryland, tiene unapágina web digna de admiración en<www.eapoe.org>: es académica,detallada y bien organizada, unplacer utilizarla.

Andrew Taylor

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AGRADECIMIENTOSQuisiera dar las gracias a lamodesta legión de personas que mehan prestado su ayuda para que estanovela se haga un hueco en elmundo. Son tantas, que solamentepuedo nombrar a unas pocas:Vivien Green, Amelia Cummins yotras de Sheil Land; Julia Wisdom,Anne O'Brien y sus compañeros deHarper Collins; Patricia Wightman;Bill Penn; y los sufridos miembrosde mi familia más cercana, a

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quienes dedico la novela.Una novela histórica depende

inevitablemente de la ayudainvoluntaria de los muertos. Deseoque conste mi especial gratitudhacia Clarissa Trant (1800-1844),una mujer excepcional, cuyosdiarios merecen ser mucho másconocidos de lo que ya se conocen.

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Título original: American Boy

Diseño de la sobrecubierta: Pepe

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Far

Primera edición: febrero de 2005

©Andrew Taylor, 2003

© de la traducción: RoserVilagrassa Sentís, 2005

© de la presente edición: Edhasa,

2005

ISBN: 84-350-0932-7

Impreso en España

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21-11-2013

Scan V.1 Joseiera - Lerele

Epub editado por Sagitario