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Una corte de rosas y espinas

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Feyre, una cazadora de diecinueveaños, mata a un lobo en el bosque.Como consecuencia, una criaturamonstruosa llega buscandovenganza y la arrastra a una tierraencantada que solo conoce a travésde las leyendas. Allí descubre quesu captor no es un animal, sinoTamlin, uno de los letales fae.En su cautiverio, se dará cuenta deque lo que siente por él pasa de lafría hostilidad a una pasión quearderá a pesar de las advertenciasque ha recibido.Pero una antigua y siniestra sombra

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crece en esta tierra extraña, y Feyredeberá encontrar una forma dedetenerla o Tamlin y su mundoestarán condenados para siempre.

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Sarah J. Maas

Una corte derosas y espinas

Una corte de rosas y espinas -1

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ePub r1.0Titivillus 08.06.16

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Título original: A Court of Thorns andRosesSarah J. Maas, 2015Traducción: Márgara Averbach

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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A Josh…porque sé que irías Bajo laMontaña por mí.Te amo

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CAPÍTULO

1

El bosque se había transformado en unlaberinto de hielo y nieve.

Yo había estado vigilando los

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alrededores del sotobosque durante unahora, y mi punto de observación, sentadaa horcajadas en una gruesa rama, sehabía convertido en una atalaya inútil.El viento soplaba en ráfagas espesas queborraban mis huellas, aunque tambiénocultaban cualquier señal de vida de unaposible presa.

El hambre me había llevado lejos decasa, más de lo que acostumbraba, peroel invierno era una época dura. Losanimales se habían alejado de la aldea,se habían refugiado en la profundidad delos bosques, donde yo ya no podíaseguirlos, y me habían dejado a losrezagados para que yo los cazara unopor uno mientras rezaba para que

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duraran hasta la primavera.No habían durado.Me pasé los dedos entumecidos

sobre los ojos para sacar los copos denieve que se me pegaban a las pestañas.Ahí no había árboles sin corteza quemarcaran el paso de los ciervos, comodecían las leyendas: los ciervos nohabían llegado todavía. Seguramente sequedarían donde estuvieran hasta que seles terminara la corteza de la que sealimentaban, después viajarían al norte,más allá del territorio de los lobos, y talvez hasta entrarían en las tierras de losinmortales, en Prythian, donde ningúnser humano se atrevería a entrar, amenos que tuviera deseos de morir.

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Sentí un estremecimiento a lo largode la columna vertebral cuando pensé eneso, y rechacé esa idea para alejarla demí mientras ponía toda mi atención en loque me rodeaba, en la tarea que teníapor delante. Era lo único que podíahacer, lo único que había conseguidohacer durante años: poner toda miatención en la supervivencia, tratar desobrevivir esa semana, ese día, esahora. Y ahora, con la nieve, tendríasuerte si veía algo, sobre todo desde miposición en el árbol, con un campovisual de apenas cinco metros a mialrededor. Ahogué un gemido cuandomis miembros entumecidos crujieron almoverme, y desarmé el arco antes de

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bajar del árbol.La nieve congelada crujió bajo mis

botas deshechas y apreté los dientes.Con la poca visibilidad, y el ruido quehacía…, era evidente que esta sería otracacería inútil.

Me quedaban solamente unas horasde luz diurna. Si no regresaba rápido,tendría que arriesgarme en la oscuridaden el camino de vuelta a casa, y lasadvertencias de los cazadores todavíame sonaban en los oídos: «Lobosgigantes al acecho, y muchos». Por nomencionar los rumores sobre seresextraños que se habían visto en la zona,altos, fantasmales y mortíferos.

«Cualquier cosa menos inmortales»,

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habían rezado los cazadores a nuestrosdioses, olvidados hacía ya tantotiempo… y yo había rezado con ellos ensecreto. Hacía ocho años que vivíamosen esa aldea, a dos días de viaje de lafrontera con los inmortales de Prythian,y en ese tiempo no había habido ningúnataque, aunque los vendedoresambulantes llevaban con ellos historiasque describían pueblos fronterizosconvertidos en astillas, huesos y cenizas.En los últimos tiempos, esos relatos,antes tan excepcionales que los ancianosde la aldea los descartaban comorumores absurdos, se habían convertidoen susurros cotidianos durante los díasde mercado.

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Me había arriesgado mucho aladentrarme tanto en el bosque, pero mifamilia, la noche anterior, había comidola última hogaza de pan, y un día anteslo que quedaba de la carne seca. Peroyo, personalmente, prefería pasar otranoche con la panza vacía antes que serla presa que calmara el apetito de unlobo. O de un inmortal.

Aunque en realidad ya no quedabade mí mucho que sirviera de alimento.Para entonces estaba muy delgada ydesmejorada, y mis costillas semarcaban de forma ostensible. Me movíentre los árboles en el mayor de lossilencios y con la máxima agilidadposible. Llevaba una mano apretada

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contra el estómago vacío y dolorido.Imaginé la expresión de las caras de misdos hermanas mayores cuando yovolviera otra vez a la choza con lasmanos vacías.

Después de unos minutos debúsqueda cuidadosa, me agaché enmedio de un grupo de zarzas cargadas denieve. A través de las espinas, tenía unavista casi buena de un claro y delpequeño arroyo que lo atravesaba. Unospocos agujeros en la nieve sugerían queel lugar era visitado con frecuencia. Consuerte, algo pasaría por ahí. Con suerte.

Suspiré por la nariz y hundí la puntadel arco en la nieve mientras apoyaba lafrente contra la curva de madera. No

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aguantaríamos otra semana sin comida.Demasiadas familias habían empezadoya a pedir limosna con la esperanza derecibir las sobras de los ricos de laaldea. Yo había visto con mis propiosojos hasta dónde llegaba la caridad delos ricos.

Me acomodé un poco e hice unesfuerzo para calmar la respiraciónmientras escuchaba al bosque a travésdel viento. La nieve caía y caía,bailando y curvándose en remolinos deespuma brillante; lo blanco, fresco ylimpio contra los marrones y los grisesdel mundo. Y a pesar de mí misma, apesar de los miembros semiparalizados,calmé la parte inquieta, despiadada de

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mi mente y dejé entrar en ella losbosques velados de nieve.

En otros tiempos, había sido misegunda naturaleza saborear el contrastede la hierba fresca con el suelo oscuro,o un broche de amatista en un nido depliegues de seda esmeralda; en otrostiempos, había soñado y respirado ypensado en colores y luces y formas. Aveces, hasta me permitía imaginar el díaen que mis hermanas se casarían yseríamos solamente papá y yo, conbastante comida para los dos, dineropara comprar algo de pintura y tiemposuficiente para poner esos colores y esasformas en papel o tela o sobre lasparedes de la choza.

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No era algo que fuera a pasarpronto; tal vez nunca ocurriera. Así queme quedaban momentos como ese, en losque admiraba el brillo de la luz pálidadel invierno sobre la nieve. Ya norecordaba la última vez que me habíaasombrado ante cualquier cosa hermosao interesante.

Las horas robadas en un viejogranero con Isaac Hale no contaban;esos momentos eran vacíos y llenos dehambre y, a veces, crueles; nuncahermosos.

De pronto, el aullido del viento secalmó y se convirtió en un suspirosuave. La nieve caía con pereza ahora,en grandes copos gordos que se

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amontonaban en los nudos y los salientesde los árboles. Me fascinaba la bellezaletal, amable, de la nieve. Pronto tendríaque volver a las calles embarradas,congeladas, de la aldea; al calorcompartido de nuestra choza. Una partemuy pequeña y fragmentada de mírechazó la idea.

Se oyó un crujido de arbustos al otrolado del claro.

Levanté el arco de la nieve en unmovimiento instintivo. Espié a través delas espinas y contuve la respiración.

A menos de treinta pasos había unacierva pequeña, todavía no del todoflaca por la carestía del invierno, perolo suficientemente hambrienta como para

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ponerse a comer la corteza de un árbolen el claro.

Una cierva así podía alimentar a mifamilia durante una semana o más. Se mehizo la boca agua. Silenciosa como elviento que rozaba las hojas muertas,apunté con el arco.

Ella seguía arrancando pedazos decorteza, los masticaba despacio, sinsiquiera sospechar que a pocos metrosla esperaba la muerte.

Pondríamos a secar la mitad de lacarne y después nos comeríamos elresto: guisos, pasteles… El cuero lovenderíamos, o tal vez con él haríamosropa para uno de nosotros. Yonecesitaba unas botas, pero seguramente

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Elain querría una capa nueva, y Nestasolía desear todo lo que poseíacualquier otra persona.

Me temblaron los dedos. Tantacomida… la salvación. Respiré hondo yapunté con cuidado.

Pero de repente vi un par de ojosdorados que brillaban en el arbustovecino al mío.

El bosque quedó en silencio. Elviento se detuvo. Hasta la nieve hizo unapausa.

Nosotros, los mortales, dejamos detener dioses a los que adorar, y aun así,si yo hubiera sabido sus nombresolvidados les habría rezado. A todos.Escondido entre los arbustos, el lobo se

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acercaba despacio, la mirada fija en lacierva, que no se daba cuenta de nada.

Era enorme, del tamaño de un poni,y aunque me habían avisado que habíalobos como ese, se me secó la boca.

Pero peor que el tamaño era el sigiloantinatural: se acercaba poco a poco y lacierva seguía sin verlo, sin oírlo.Ningún animal tan grande podía ser tansilencioso. Y si no era un animal común,si su origen era Prythian, si era uninmortal, entonces que me comiera erala menor de mis preocupaciones.

Si era un inmortal, yo debería estarcorriendo a toda prisa.

Y sin embargo… sin embargo, seríaun favor al mundo, a mi aldea, a mí

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misma, si lo mataba, aprovechando queél no se había dado cuenta de mipresencia. No sería tan difícil clavarleuna flecha en el ojo.

A pesar del tamaño, parecía un lobo,se movía como un lobo. «Un animal —me dije para tranquilizarme—. Unanimal no es más que eso». No mepermití considerar la alternativa:necesitaba la mente clara, la respiracióntranquila.

Tenía un cuchillo de caza y tresflechas. Las dos primeras eran flechascomunes, simples y eficientes, yseguramente no serían más que lapicadura de una abeja para un lobo deese tamaño. Pero la tercera, la más larga

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y pesada, se la había comprado a unvendedor ambulante durante un veranoen el que teníamos suficientes monedascomo para darnos esos lujos. Una flechatallada en fresno de montaña y provistade una punta de hierro.

De las canciones que nos cantabanpara dormirnos en la cuna todossabíamos que los inmortales odian elhierro. Pero era la madera de fresno laque hacía que la magia inmortal, lamagia de curación de Prythian, fallase eltiempo suficiente para darle a un humanola posibilidad de asestar un golpemortal. O así decían las leyendas y losrumores. La única prueba que teníamosde la eficacia del fresno era su rareza.

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Yo había visto dibujos de esos árbolespero nunca uno con mis propios ojos, nodespués de que los altos fae losquemaran hacía ya tanto tiempo.Quedaban tan pocos… La mayoríapequeños y débiles y escondidos por lanobleza en bosquecillos rodeados deparedes altas. Semanas después de lacompra, seguía preguntándome si esecaro pedazo de madera había sido ungasto inútil o una estafa, y durante tresaños la flecha había quedado ahí, en elcarcaj, sin moverse.

La saqué con movimientos mínimos,eficientes, cualquier cosa para evitarque ese lobo monstruoso mirara en midirección. La flecha era lo bastante larga

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y pesada como para infligir daño, tal vezmatarlo si apuntaba bien.

El pecho se me tensó de tanto queme dolía. Y en ese momento me dicuenta de que mi vida se reducía a unaúnica pregunta: ese lobo, ¿estaba solo?

Aferré el arco y tiré de la flechahacia atrás. Tenía buena puntería, peronunca me había enfrentado a un lobo.Había pensado que eso significaba queyo tenía suerte, que estaba bendita. Peroahora… ahora no sabía adónde apuntarni conocía la velocidad que erancapaces de alcanzar esos animales. Nopodía permitirme el lujo de errar el tiro.No cuando tenía solamente una flecha defresno.

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Y si lo que latía debajo de esa pielera de verdad el corazón de un inmortal,entonces, mejor… Mejor después detodo lo que nos había hecho su especie.No podía arriesgarme a que este searrastrara después hasta nuestra aldea ymatara e hiriera y atormentara a otros.Que muriera allí y en ese mismoinstante. Sería una alegría acabar con él.

El lobo se acercó arrastrándose; unaramita se quebró bajo una de sus patas,más grandes que mis manos. La ciervase quedó inmóvil. Miró a ambos lados,las orejas estiradas hacia el cielo gris.El lobo estaba contra el viento y ella nolo veía ni lo olía.

Este se aplastó contra el suelo, la

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cabeza baja y el cuerpo sólido,plateado, perfectamente fundido con lanieve y las sombras. La cierva seguíafijando los ojos en la direcciónequivocada.

Miré a la cierva y miré al lobo, unay otra vez. El animal estaba solo, por lomenos en esto había tenido suerte. Perosi el lobo asustaba a la cierva yo mequedaría sin nada, excepto un lobohambriento y demasiado grande…Posiblemente un inmortal que buscaríasu siguiente comida. Y si él la mataba,destruiría preciosas partes de cuero ygrasa…

Si me equivocaba, mi vida no seríala única que se perdería. Pero, en esos

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últimos ocho años de caza en el bosque,mi vida se había reducido a correrriesgos, y yo había actuadocorrectamente la mayor parte de lasveces. La mayor parte.

El lobo salió disparado desde losarbustos como un rayo gris, blanco ynegro, los colmillos amarillos brillandobajo la luz. Era todavía más grande así,al descubierto, una maravilla demúsculos y velocidad y fuerza bruta. Lacierva no tenía ninguna oportunidad.

Disparé la flecha de fresno antes deque él la destrozara demasiado. Elproyectil se le hundió en el flanco, yhabría jurado que el suelo mismo vibrócon ella. Él ladró de dolor y soltó el

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cuello de la cierva mientras la sangre sederramaba sobre la nieve, de unbrillante rojo rubí. Se volvió hacia mí,los ojos amarillos muy abiertos, el peloerizado.

El gruñido grave me reverberó en elpozo vacío del estómago mientras meponía de pie y volvía a levantar el arco;la nieve me caía del cuerpo convertidaahora en lluvia.

Pero el lobo solo me miró, el hocicomanchado de sangre, la flecha de fresnoclavada profundamente en el flanco. Lanieve empezó a caer de nuevo. Élmiraba y miraba, con una suerte deconciencia y de sorpresa que mehicieron disparar la segunda flecha. Por

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si acaso, por si acaso esa inteligenciaera del tipo inmortal, malvado.

No trató de esquivar la flechacuando le atravesó limpiamente el ojoamarillo muy abierto.

Se derrumbó en el suelo.El color y la oscuridad se

arremolinaron, me taparon la visión, semezclaron con la nieve.

Las patas del lobo se retorcían y ungemido grave se deslizó en el viento.Imposible…, tendría que haber estadomuerto, no muriéndose. La flecha lehabía atravesado el ojo casi hasta lasplumas de ganso.

Lobo o inmortal, no teníaimportancia. No con esa flecha de fresno

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clavada en el costado. Estaría muertomuy pronto. Sin embargo, me temblabanlas manos mientras me sacudía la nievey me acercaba a él, pero no del todo. Lasangre salía a borbotones de las heridasque le había hecho; la nieve semanchaba cada vez más de colorpúrpura.

Movió las patas despacio, larespiración cada vez más leve. ¿Le dolíaenormemente o ese gemido era unintento para alejar de sí a la muerte? Yono estaba segura de querer saberlo.

La nieve se arremolinó a nuestroalrededor. Fijé los ojos en el lobo hastaque ese pecho de carbón y obsidiana ymarfil dejó de subir y bajar. Lobo…, en

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definitiva un lobo a pesar del tamaño.La tensión en mi cuerpo se aflojó un

poco y dejé escapar un suspiro, mialiento flotó como una nube frente a mí.Por lo menos la flecha de fresno habíaprobado que era letal, fuera lo que fueseel ser al que había derribado.

Un examen rápido de la cierva medijo que solo podría llevarme un animal,y hasta eso sería toda una lucha. Peroera una lástima dejar el lobo.

Aunque eso me hizo perder minutospreciosos —minutos durante los cualescualquier predador podría oler la sangrefresca—, lo despellejé y limpié lasflechas lo mejor que pude.

Por lo menos aquel trabajo me

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entibió las manos. Envolví el lado aúnsangrante de la piel del lobo alrededorde la herida mortal de la cierva, y porúltimo la levanté y me la puse alhombro. Estaba a varios kilómetros dela choza y no quería dejar un rastro desangre que llevara a todos los animalescon colmillos y garras directamentehacia mí.

Gemí por el peso, tomé las patas dela cierva y di una última mirada alcuerpo humeante del lobo. El ojo doradoque le quedaba miraba al cielo cargadode nieve, y durante un momento deseétener la capacidad para sentirremordimientos por esa cosa muerta.

Pero estaba en el bosque y en mitad

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del invierno.

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CAPÍTULO

2

El sol se había puesto para cuando salídel bosque. Las rodillas me temblaban.Tenía las manos completamente

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entumecidas, heladas alrededor de laspatas de la cierva. Ni siquiera el cuerpomuerto podía aislarme de ese frío cadavez más profundo.

El mundo estaba bañado en tonos deazul oscuro, interrumpidos solo por ejesde luz de color amarillo que escapabande las ventanas cerradas de nuestrachoza medio derruida. Era comocaminar a través de una pintura viviente,un momento fugaz de quietud mientraslos azules cambiaban deprisa hacia unaoscuridad más sólida.

Seguí andando trabajosamente por elsendero, mis pies empujados por elhambre que tenía, al borde del desmayo,y por último oí la algarabía de las voces

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de mis hermanas que acudían arecibirme. No necesitaba entender laspalabras para saber que con todaprobabilidad estaban charlando sobrealgún joven o sobre las cintas quehabían visto en la aldea cuando deberíanhaber estado partiendo leña, pero detodos modos sonreí un poquito.

Golpeé las botas contra el marco depiedra de la puerta para sacarme lanieve. Cayeron algunos pedazos de hielodesde las piedras grises de la choza, ypor debajo aparecieron las marcasmedio borradas que estaban talladas enel umbral. Una vez, mi padre habíaconvencido a un charlatán ambulantepara que aceptara tallar unos dibujos

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contra el mal que eran capaces deinfligirnos los inmortales a cambio deuna de sus esculturas de madera. Era tanpoco lo que mi padre había podidohacer por nosotras que yo no habíatenido corazón para decirle que esasinscripciones eran inútiles… y, sin duda,falsas. Los mortales no tenían magia, noposeían ni un pequeño fragmento de lafuerza superior, de la velocidad de losinmortales o los altos fae. El hombre,que decía tener sangre de alto fae en lasvenas, sangre de sus antepasados, sehabía limitado a tallar rulos y remolinosy runas alrededor de la puerta y lasventanas, había musitado unas palabrassin sentido y se había ido en zigzag

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hacia el sendero.Abrí la puerta de golpe. El picaporte

congelado de hierro me mordió la pielcomo una víbora. El calor y la luz mecegaron cuando me deslicé hacia elinterior.

—¡Feyre! —El jadeo suave de Elainme rozó las orejas, y parpadeédevolviéndole el brillo del fuego;entonces, vi a la segunda de mishermanas, las dos mayores que yo.Aunque envuelta en una manta raída,llevaba el cabello entre dorado ycastaño que teníamos las tresperfectamente peinado y recogido sobrela cabeza. Ocho años de pobreza no lehabían arrancado el deseo de ser

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hermosa.—¿De dónde has sacado eso? —La

corriente del hambre erosionaba suspalabras como un río subterráneo y lesdaba un filo muy común en las últimassemanas. No mencionó la sangre que mecubría el cuerpo. Yo había dejado deesperar hacía ya mucho que alguna deellas notara de verdad que llegaba delos bosques todas las tardes. Por lomenos hasta que tuvieran hambre denuevo. Pero claro…, mi madre no leshabía hecho jurar nada cuando estabande pie junto a su lecho de muerte. Toméaire para calmarme mientras bajaba lacierva del hombro. Esta golpeó la mesade madera con un ruido fuerte, y una taza

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de cerámica tembló en el otro extremo.—¿De dónde crees que puedo

haberla sacado? —Yo tenía la vozronca; las palabras me quemaron cuandome salieron de los labios. Mi padre yNesta seguían calentándose las manos ensilencio junto al hogar; como siempre,mi hermana mayor lo ignoraba de formacuidadosa. Separé la piel del lobo delcuerpo de la cierva y, después desacarme las botas y ponerlas junto a lapuerta, me volví hacia Elain. Sus ojosmarrones, exactamente iguales a los demi padre, seguían fijos en la cierva.

—¿Te va a llevar mucho limpiarla?—Yo tendría que hacerlo, claro. Noella. No los demás. Nunca había visto

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las manos de mis hermanas sucias desangre y pelo. Hasta había aprendido apreparar y a trocear mis presassiguiendo las instrucciones de otros.

Elain se apoyó la mano contra elvientre, con toda probabilidad tan vacíoy dolorido como el mío. No es que Elainfuera cruel. No como Nesta, que habíanacido con una mueca burlona en lacara. No, es que a veces Elain… parecíaque no entendía. No era maldad lo quehacía que nunca se ofreciera a ayudar;era algo más simple: no se le ocurríaque tal vez fuera necesario que tuvieraque ensuciarse las manos. Todavía noestaba segura de si ella realmente noentendía que éramos pobres, pobres de

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verdad, o si se negaba a aceptarlo. Esono me había impedido usar el pocodinero que tenía para comprarlesemillas para el jardín que ellacultivaba en los meses más tibios.

Y no le había impedido a ellacomprarme tres latitas de pintura —rojo,amarillo y azul— el mismo verano enque yo había conseguido la flecha demadera de fresno. Era el único regaloque me había hecho Elain, y los dibujosseguían ahí, en nuestra casa, aunque lapintura ya se estuviera cuarteando ydesvaneciendo: pequeñas enredaderas yflores alrededor de las ventanas y losumbrales y en los bordes de las cosas;rulos de fuego en las piedras que

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rodeaban el hogar. Aquel verano, apenastenía un minuto libre decoraba nuestracasa con colores, a veces escondíadibujos delicados en el interior de loscajones, detrás de las cortinas raídas,por debajo de las sillas y la mesa.

No habíamos vuelto a tener unverano así.

—Feyre —retumbó desde el fuego elrumor profundo de la voz de mi padre.Su barba oscura estaba bien cortada, lacara impecable, como las de mishermanas—. ¡Qué suerte has tenido hoy!¡Qué abundancia nos has traído!

Junto a mi padre, Nesta resopló condesprecio. No era ninguna sorpresa.Todo tipo de halago dirigido a

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cualquiera —yo, Elain, otros aldeanos— le provocaba un gesto de desprecio.Y ridiculizaba las palabras que dijerapapá.

Yo me incorporé. Estaba demasiadocansada para permanecer de pie, peroapoyé una mano en la mesa junto a lacierva mientras miraba a Nesta. Detodos nosotros, ella era la que habíasufrido más la pérdida de nuestrafortuna. Había desarrollado un granresentimiento contra papá desde elmomento en que dejamos la finca, sobretodo después de aquel día espantoso enque uno de los acreedores acudió amostrarnos lo enojado que estaba por lamerma de su inversión.

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Pero por lo menos Nesta no nosllenaba la cabeza con charlas inútilessobre cómo recuperar nuestra riqueza,como hacía papá. Ella se limitaba agastar el dinero que yo no escondía yraramente se preocupaba por reconocerla presencia de los pasos renqueantes depapá. Había días en los que yo no sabíacuál de nosotros estaba más amargado,quién era el más desdichado de todos.

—Comamos la mitad de la carneesta semana —dije, mirando a la cierva.Su cuerpo ocupaba toda la mesa que nosservía como área de comida, de trabajoy de cocina—. La otra mitad lasecaremos —seguí diciendo, aunquesabía que, lo dijera como lo dijese,

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sería yo la que haría la mayor parte deltrabajo—. Y mañana iré al mercado aver cuánto puedo sacar por las pieles.

Terminé la frase más para mí mismaque para ellas. De todos modos, nadiese molestó en demostrar que me habíaoído.

La pierna maltrecha de mi padreestaba estirada frente a él, bien cercadel fuego. El frío, la lluvia y loscambios de temperatura hacían que ledolieran aún más las terribles heridasque tenía en la rodilla. Había apoyado elsencillo bastón de madera tallada contrala silla —se lo había hecho él mismo—,aunque muchas veces Nesta lo cogía y lodejaba fuera de su alcance.

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Podría conseguir trabajo si noestuviera tan avergonzado de sí mismo,decía Nesta cuando yo me enfurecía porsu actitud. Ella lo odiaba por la herida,también, por no haber plantado caracuando el acreedor y sus matonesentraron en la choza y le golpearon larodilla una y otra y otra vez. Nesta yElain se habían refugiado en eldormitorio y levantado una barricadacontra la puerta. Yo me había quedado yhabía suplicado y llorado con cada gritode mi padre, con cada crujido de sushuesos. Me había hecho pis encima ydespués había vomitado en las piedrasfrente al hogar. Solamente entonces sefueron. Nunca volvimos a verlos.

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Habíamos usado una gran parte deldinero que quedaba para pagar alsanador. A mi padre le había llevadoseis meses empezar a caminar, un añopoder andar un kilómetro. Las monedasque nos llevaba cuando alguien seapiadaba de él lo suficiente como paracomprarle lo que tallaba en madera nollegaban para darnos de comer. Hacíacinco años, cuando el dinerodesapareció por completo y mi padresiguió sin poder —ni querer— moverse,aceptó que yo fuera a cazar al bosque encuanto dije que lo haría.

No se había molestado en ponersede pie desde su asiento junto al fuego, nisiquiera se había molestado en levantar

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la vista de la madera que estabatallando. Me dejó que fuera a losbosques letales, llenos de fantasmas, losbosques que temían incluso loscazadores más curtidos. Ahora, encambio, era un poco más consciente y aveces me ofrecía señales de gratitud, aveces caminaba muy lentamente hasta laaldea para vender sus tallas. Nosiempre, no demasiado.

—Me encantaría una capa nueva —dijo Elain por fin con un suspiro, en elmismo momento en que Nesta selevantaba y decía:

—Necesito un nuevo par de botas.Yo me quedé callada —sabía que no

tenía que meterme en esas discusiones

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—, pero miré el par de botas todavíarelucientes de Nesta junto a la puerta. Adiferencia de esas, las mías, demasiadopequeñas para mí, se habían abierto porlas costuras y apenas se podían cerrarcon unos cordones muy gastados.

—Pero yo me estoy congelando conesta capa raída —protestó Elain—. Voya morir congelada. —Fijó los ojos en míy agregó—: Por favor, Feyre. —Pronunció las dos sílabas de mi nombre,«feyre», en el lamento más horrendo queyo hubiera tenido que soportar jamás, yNesta chasqueó la lengua dos vecesantes de ordenarle que se callara.

Dejé de escucharlas cuandoempezaron a discutir sobre quién se

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quedaría con el dinero de las pieles aldía siguiente, y de pronto descubrí a mipadre de pie frente a la mesa, una manoapoyada en ella para sostenerse,mientras inspeccionaba la cierva.Después, dedicó la atención a la piel dellobo gigante. Sus dedos todavía suaves—eran los dedos de un caballero— ledieron la vuelta y trazaron una líneasobre la piel ensangrentada. Yo me pusetensa.

Sus ojos oscuros se volvieron haciamí.

—¿De dónde has sacado esto,Feyre? —murmuró. Su boca era unalínea tensa.

—Del mismo lugar en el que

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encontré a la cierva —contesté con lamisma calma. Las palabras brotaronfrías, afiladas.

Posó la mirada sobre el arco y elcarcaj que yo llevaba en la espalda, elcuchillo de caza con mango de maderaen la cintura. Los ojos de papá sehumedecieron.

—El peligro… Feyre…Señalé la piel con el mentón y no

pude esconder la rabia en la voz cuandodije:

—No tuve opción.Lo que realmente quería decir era:

«En general, tú ni siquiera te preocupaspor salir de casa. Si no fuera por mí nosmoriríamos de hambre. Si no fuera por

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mí, estaríamos muertos».—Feyre —repitió él y cerró los

ojos.Mis hermanas se habían callado y yo

levanté la vista a tiempo para ver aNesta arrugar la nariz con gestodespectivo. Me levantó la capa.

—Hueles igual que un gorrino queacaba de revolcarse en su propiasuciedad. ¿No podrías tratar de fingirque no eres una campesina ignorante?

No dejé que se me notara la formaen que me quemaban, me dolían, esaspalabras. Cuando nuestra familia perdióla fortuna, yo era demasiado pequeñapara haber aprendido más que lo mínimoen cuanto a modales, lectura y escritura,

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y Nesta nunca dejaba que yo lo olvidara.Dio un paso atrás y se pasó un dedo

sobre sus cabellos, entre castaños ydorados, bien trenzados.

—Sácate esa ropa asquerosa.Me tomé mi tiempo y lo hice,

tragándome las palabras que tenía ganasde ladrarle. Era tres años mayor yparecía más joven que yo; sus mejillasdoradas siempre teñidas de un rosadodelicado, vibrante.

—¿Podrías calentar un bol de agua yañadir leña al fuego?

Pero mientras lo pedía me fijé en lapila de leña. Solamente quedaban cincotroncos.

—Pensé que ibas a cortar un poco

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hoy.Nesta se miró las uñas largas y

cuidadas.—Odio partir leña. Siempre me

lleno de astillas. —Levantó la vistadebajo de las pestañas oscuras. Detodos nosotros, ella era la que más separecía a mamá, sobre todo cuandoquería algo—. Además, Feyre —añadióhaciendo pucheros—, ¡tú lo hacesmucho mejor! Lo haces en la mitad deltiempo que yo. Tienes las manos que senecesitan para ese trabajo…, ya estántan encallecidas…

Se me tensó la mandíbula.—Por favor —le dije mientras me

esforzaba por calmar la respiración,

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sabiendo que una discusión era lo últimoque quería en ese momento, lo últimoque necesitaba—. Por favor, levántate alamanecer y parte un poco de leña. —Medesabotoné la parte superior de la túnica—. O vamos a desayunar sin fuego.

Ella levantó las cejas.—¡No pienso hacer tal cosa!Pero yo ya me alejaba hacia la

segunda habitación, mucho más pequeña,que era el lugar donde dormíamos mishermanas y yo. Elain murmuró una suavepetición a Nesta y consiguió un siseocomo respuesta. Miré por encima de mihombro y señalé la cierva.

—Preparad los cuchillos —dije sinmolestarme en suavizar la voz—. Voy a

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cambiarme de ropa. —No esperérespuesta y cerré la puerta detrás de mí.

La habitación era lo suficientementegrande como para contener una cómodadesvencijada y la enorme cama demadera en la que dormíamos las tres.Era lo único que quedaba de nuestraantigua riqueza y había sido un regalo debodas encargado por mi padre para mimadre. Era la cama en la que habíamosnacido y la cama en la que había muertomi madre. Yo había pintado muchascosas en casa en esos años, pero nuncahabía tocado la cama.

Coloqué la ropa en la cómoda,fruncí el entrecejo frente a las violetas ylas rosas que había pintado en los

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tiradores del cajón de Elain, las llamasfuriosas en el de Nesta y el cielonocturno —remolinos de estrellasamarillas porque no había conseguidopintura blanca— en el mío. Lo habíahecho para darle brillo a una habitaciónoscura. Ellas nunca dijeron nada alrespecto. No sé por qué yo esperaba quelo hicieran.

Sollocé y tuve que hacer un esfuerzopara no dejarme caer sobre la cama.

Cenamos ciervo asado esa noche. Puestoque ya sabía que no serviría de nada, mecallé cuando todos nos servimos unasegunda pequeña porción antes de que

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yo dijera que ya era suficiente. Mepasaría el día siguiente preparando loque quedaba de las partes comestiblesde la cierva para el consumo y despuésdedicaría algunas horas a limpiar bienlas pieles antes de llevarlas al mercado.Conocía a algunos vendedores que talvez estuvieran interesados, aunqueninguno iba a pagarme el precio que yopretendía. Pero el dinero era el dinero, yno tenía tiempo ni fondos suficientespara viajar hasta el primer pueblogrande y buscar una oferta mejor.

Chupé bien el tenedor y saboreé loque quedaba de la grasa alrededor delmetal. Deslicé la lengua sobre losdientes torcidos: el tenedor era parte de

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un botín miserable que había salvado mipadre de las habitaciones de lossirvientes mientras los acreedoressaqueaban la finca. Todos los cubiertosestaban desaparejados, pero era mejorque usar los dedos. Habíamos vendidohacía ya mucho los que pertenecían a ladote de mi madre.

Mi madre. Imperiosa y fría con sushijas, alegre y deslumbrante con losamigos y visitantes que frecuentaban supropiedad, amorosa con mi padre, laúnica persona a la que realmente amabay respetaba. Le encantaban las fiestas,tanto que no tenía tiempo para hacernada conmigo, excepto pensar si, en elfuturo, mis habilidades crecientes para

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dibujar y pintar me asegurarían unesposo. Si hubiera vivido lo suficientepara ver cómo se esfumaba nuestrariqueza, habría quedado destrozada, mástodavía que mi padre. Tal vez había sidouna suerte para ella morir cuando lohizo.

En cualquier caso, ahora teníamosmás comida para nosotros.

No quedaba nada de ella en lachoza, excepto la cama de madera y lapromesa que yo le había hecho.

Cada vez que miraba hacia algúnhorizonte, cada vez que me preguntaba sino era mejor seguir caminando ycaminando y no mirar atrás, oía lapromesa que le había hecho hacía once

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años, cuando ella se iba desvaneciendoen su lecho de muerte. «No os separéis ycuida de ellos». Yo le dije que sí; erademasiado joven para preguntar por quéno les había pedido eso a mis hermanasmayores, por qué no se lo había pedidoa mi padre. Yo se lo había jurado, ydespués ella había muerto, y en nuestromiserable mundo humano —sostenidosolamente por la promesa de los altosfae, que tenía ya cinco siglos—, ennuestro mundo que había olvidado losnombres de nuestros dioses, unapromesa era ley; una promesa eradinero; una promesa era una obligación.

Había veces en que odiaba a mimadre por haberme hecho prometer eso.

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Tal vez, en el delirio de la fiebre, no sedio cuenta de lo que me pedía. O tal vezla cercanía de la muerte le había dadoalguna claridad sobre la verdaderanaturaleza de sus hijas y su marido.

Dejé el tenedor y miré las llamas denuestra pequeña hoguera que bailabansobre los troncos que aún quedaban.Estiré las piernas doloridas debajo de lamesa.

Me volví hacia mis hermanas. Comosiempre, Nesta se quejaba de losaldeanos: no tenían modales, no teníangracia, no tenían idea de lo fea que erala tela de la ropa que usaban y fingíanque era tan fina como la seda o la gasa.Desde que nos habíamos quedado sin

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fortuna, los amigos que ellas habíantenido las ignoraban escrupulosamente,por lo que mis hermanas se paseabancomo si los campesinos jóvenes de laaldea fueran un círculo social desegunda clase.

Tomé un trago de mi taza de aguacaliente —ya no podíamos permitirnosel lujo de tomar té— mientras Nestaseguía con la historia que le estabacontando a Elain.

—Y entonces yo le dije a él: «Si voscreéis que me lo podéis preguntar comosi nada, señor, ¡creo que voy a decir queno!». ¿Y sabes qué dijo Tomas? —Teníalos brazos apoyados sobre la mesa y losojos muy abiertos. Elain negó con la

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cabeza.—¿Tomas Mandray? —interrumpí

—. ¿El segundo hijo del leñador?Los ojos entre azules y grises de

Nesta se entrecerraron.—Sí —respondió, y se dio la vuelta

para dirigirse de nuevo a Elain.—¿Qué quiere? —Miré a mi padre.

Ninguna reacción, ninguna señal dealarma o de que estuviera escuchandosiquiera. Perdido en la niebla que lehabía cubierto la memoria, fuera la quefuese, sonreía sin énfasis a su adoradaElain, la única de nosotras que semolestaba en dirigirle la palabra.

—Quiere casarse con ella —dijoElain con voz soñadora.

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Yo parpadeé. Nesta inclinó lacabeza a un lado. Había visto esemovimiento en algunos predadores. Aveces me preguntaba si, en el caso deque ella no hubiera estado tanpreocupada por su pérdida de estatus,ese acero constante no podría habernosayudado a sobrevivir, incluso a mejorar.

—¿Algún problema, Feyre? —Pronunció mi nombre como un insulto, yapreté la mandíbula hasta que me dolió.

Mi padre se movió en su asiento,parpadeando, y aunque yo sabía que erauna estupidez responder a lasprovocaciones de Nesta, dije:

—¿No puedes partir leña paranosotros pero quieres casarte con el hijo

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del leñador?Nesta enderezó los hombros.—Yo pensé que querías que Elain y

yo nos fuéramos de esta casa, que noscasáramos, para tener tiempo de pintartus gloriosas obras de arte. —Hizo ungesto de desprecio hacia las flores deplanta dedalera que yo había pintado alo largo del borde de la mesa, loscolores demasiado oscuros y demasiadoazules, sin ninguna de las motas blancasque adornaban la parte interior de lascorolas; pero bueno, aunque me torturarano tener pintura blanca, me las habíaarreglado bien para hacer algo tandefectuoso y tan duradero.

Reprimí las ganas de cubrir la

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pintura con la mano. Tal vez al díasiguiente la sacara de la mesaraspándola.

—Te aseguro —le dije— que el díaque quieras casarte con alguien quevalga la pena, voy a ir enseguida a sucasa y voy a entregarte personalmente.Pero no vas a casarte con Tomas.

La mirada de Nesta se volviódesafiante.

—No hay nada que puedas hacerpara impedirlo. Clare Beddor me hadicho esta mañana que Tomas se me va adeclarar uno de estos días, que ya lotiene decidido. Así no tendré que comermás estas sobras. —Y agregó con unasonrisita—: Por lo menos yo no tengo

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que recurrir a revolcarme en el heno conIsaac Hale. Como un animal.

Mi padre dejó escapar una tosavergonzada y miró su jergón junto alfuego. Ya fuera por miedo o porsentimiento de culpa, él nunca habíadicho ni una palabra contra Nesta, y porlo que parecía no pensaba empezarahora, aunque fuera la primera vez queoía hablar de Isaac.

Apoyé las palmas de las manossobre la mesa mientras la mirabafijamente. Elain apartó la mano del lugardonde la había apoyado, cerca de lasmías, como si la suciedad y la sangreque había debajo de mis uñas pudierasaltar hacia su piel de porcelana.

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—La familia de Tomas apenas siestá mejor que la nuestra —dije,tratando de no gruñir—. Serías otraboca que alimentar, nada más. Si él nose da cuenta de eso, sus padres sí.

Pero Tomas se daba cuenta. Ya noshabíamos encontrado en los bosques, yyo había visto el brillo del hambredesesperada en esos ojos cuando él mevio acechando un grupo de conejos.Nunca había matado a otro ser humano,pero ese día sentí que mi cuchillo decaza era como un peso al costado delcuerpo. Desde entonces me habíamantenido lejos de él.

—No podemos pagar una dote —continué yo, y aunque tenía el tono firme,

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mi voz se calmó—. Para ninguna devosotras. —Si Nesta quería irse, que sefuera. Bien. Estaría un paso más cercade alcanzar ese futuro pacífico, glorioso,una casa tranquila y suficiente comida ytiempo para pintar. Pero no teníamosnada, absolutamente nada, para atraer aningún pretendiente, nada que llevara aque alguien alejara a mis hermanas demí.

—Estamos enamorados —declaróNesta, y Elain asintió. Casi solté unacarcajada. ¿Cuándo había pasado ella dellorar a los posibles pretendientesaristócratas a poner ojos de corderodegollado por un campesino?

—El amor no llena el estómago —le

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repliqué, mirándola con dureza a losojos.

Como si yo la hubiera golpeado,Nesta saltó del asiento.

—Estás celosa, es eso. Oí decir porahí que Isaac se va a casar con una chicade la aldea de Campo Verde por unabuena dote.

Yo también lo había oído; Isaachabía estado hablando de ello en nuestroúltimo encuentro.

—¿Celosa? —dije despacio,llevando muy adentro mi furia paraesconderla—. No tenemos nada queofrecerles…, ni dote ni ganado…, nada.Tal vez Tomas quiera casarse contigo,pero para él, tú… tú eres una carga.

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—¿Qué sabes tú? —jadeó Nesta—.Tú eres una bestia medio salvaje ytienes el descaro de ladrar órdenes a losdemás todo el día y toda la noche. Sigueasí y un día… un día, Feyre, no vas atener a nadie que te recuerde, a nadie leva a importar que hayas existido. —Semarchó furiosa, y Elain salió corriendotras ella, llamándola para ofrecerle suapoyo, su consuelo. Cerraron la puertadel dormitorio con tanta fuerza que losplatos temblaron en sus estantes.

Había oído esas palabras antes ysabía que ella las repetía solamenteporque yo me había sentido muy mal laprimera vez que me las escupió. Detodos modos, me seguían doliendo.

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Tomé un largo trago de la tazadesportillada. El banco de madera de mipadre crujió cuando él se movió. Toméotro trago y dije:

—Deberías tratar de hablar con ella.Él examinaba una marca de carbón

sobre la mesa.—¿Qué voy a decirle? Si es amor…—No puede ser amor, no por parte

de él. No con esta familia horrible. Yahe visto cómo actúa Tomas en laaldea… Hay una sola cosa que quiere deNesta, y no es su mano en matri…

—Necesitamos esperanza tantocomo necesitamos pan y carne —meinterrumpió él, con los ojos clarosdurante un momento extraño—.

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Necesitamos esperanza para seguiradelante. Así que, por favor, déjale a tuhermana su esperanza, Feyre. Deja quese imagine una vida mejor. Un mundomejor.

Me puse de pie, los puñosapretados, pero no había adónde huir ennuestra choza de dos habitaciones. Miréla pintura de las flores de dedaleradescoloridas que había pintado en elborde de la mesa. Las flores máscercanas al exterior estabandescascarilladas y desvaídas, elfragmento más bajo del tallocompletamente borrado. En unos añoshabría desaparecido… no quedaríaninguna marca, nada que indicara que

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alguna vez habían estado ahí. Que yohabía estado ahí.

Cuando levanté la vista hacia mipadre, mi mirada era dura.

—Eso no existe.

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CAPÍTULO

3

La nieve pisoteada que cubría elsendero hacia la aldea estaba manchadade negro por el paso de los carros y los

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caballos. Elain y Nesta hacían chasquearla lengua y ponían caras raras mientrastrataban de esquivar las partes másasquerosas cuando caminábamos. Sabíapor qué estaban ahí: las dos vieron laspieles que yo había doblado para meteren el morral y habían cogido sus capas.

No me molesté en hablarles, asícomo ellas no se habían dignado adirigirme la palabra desde la nocheanterior, aunque Nesta se habíadespertado al amanecer y se habíapuesto a cortar leña. Con todaprobabilidad porque sabía que yovendería las pieles en el mercado y que,por lo tanto, volvería a casa con dineroen el bolsillo. Las dos me siguieron por

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el camino solitario que describía sucurso a través de los campos cubiertosde nieve hasta la aldea ruinosa.

Las casas de piedra de la aldea eranidénticas y aburridas, más tristes aúnbajo la luz tétrica del invierno. Pero eraun día de mercado, lo cual significabaque el pequeño espacio cuadrado en elcentro de la aldea estaría ocupado portodos los vendedores que se hubieranatrevido a salir en esa fría mañana.

Una calle antes, flotó hasta nosotrasel olor de la comida caliente: aromasque colgaban en el borde de mimemoria, llamándome. Elain dejóescapar un gemido suave detrás de mí.Especias, sal, azúcar…, sabores muy

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poco frecuentes en nuestra aldea,absolutamente fuera de nuestro alcance.

Si me iba bien en el mercado, tal veztendría suficiente dinero como paracomprar algo delicioso. Abrí la bocapara sugerirlo, pero en ese momentogiramos una esquina y casi tropezamosunas con otras al detenernos.

—Que la Luz Inmortal brille sobrevosotras, hermanas —dijo la joven detúnica pálida que estaba de piecortándonos el paso.

Nesta y Elain hicieron ruidos dedesaprobación; yo dejé escapar unsuspiro. Lo último que necesitaba eraque los hijos de los benditos estuvieranen la aldea, irritando y molestando a

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todo el mundo. En general, los ancianosde la aldea les permitían quedarsedurante unas pocas horas, pero la solapresencia de esos tontos fanáticos queseguían adorando a los altos fae poníanerviosos a todos. A mí también. Hacíatiempo, los altos fae habían sidonuestros señores, no nuestros dioses. Yno habían sido amables, por cierto.

La joven extendió sus manos blancascomo la luna en un gesto de bienvenida;un brazalete de campanillas de plata —plata de verdad— le tintineaba en lamuñeca.

—¿Tenéis un momento para oír lapalabra de los benditos?

—No —gruñó Nesta, ignorando las

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manos de la joven y empujando a Elainpara que siguiera adelante—. Notenemos un momento.

El pelo oscuro y suelto de la jovenbrillaba en la luz de la mañana, y la caralimpia, fresca, se le abrió en unapreciosa sonrisa. Había otros cincoacólitos tras ella, todos jóvenes, mujeresy varones, con el cabello largo, sincortar; todos buscaban a quien losescuchara en el mercado.

—Un momento solamente —dijo lamujer, y volvió a ponerse en el caminode Nesta.

Era impresionante, realmenteimpresionante, ver a Nesta enderezarsehasta quedar recta como un clavo, lanzar

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los hombros hacia atrás y mirar a lajoven acólita como una reina sin trono.

—Ve a recitar tus estupideces defanática a los tontos. No vas a encontrarposibles conversos por aquí.

La muchacha se estremeció, y unasombra pasó por sus ojos marrones. Yocontuve mi lengua. Tal vez no era lamejor manera de tratar con ellos: sepodían convertir en una tremendamolestia cuando se sentían agredidosverbalmente…

Nesta levantó una mano y deslizó lamanga del abrigo hacia atrás paramostrarle el brazalete de hierro. Elmismo que usaba Elain; se habíancomprado dos iguales hacía ya años. La

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muchacha jadeó, los ojos muy abiertos.—¿Ves esto? —siseó Nesta mientras

daba un paso adelante. La muchacharetrocedió—. Es lo que tú tambiéndeberías llevar. No unas campanitas deplata para atraer a esos monstruosinmortales.

—¿Cómo te atreves a usar esahorrible afrenta que ofende a nuestrosamigos inmortales…?

—Vete a predicar a otra aldea —escupió Nesta.

Dos esposas de granjeros, bonitas yregordetas, pasaron despacio en sucamino al mercado, una del brazo de laotra. Cuando se acercaron a los acólitos,las caras se les torcieron en muecas de

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disgusto.—Puta amante de los inmortales —

susurró una. Yo no estaba endesacuerdo.

Los acólitos guardaron silencio. Laotra aldeana —lo bastante rica parallevar un collar de hierro forjadoalrededor del cuello— entrecerró losojos, el labio superior encogido paramostrar los dientes.

—¿No entendéis, idiotas, lo que noshicieron esos monstruos en todos estossiglos? ¿Lo que siguen haciéndonos pordiversión, cuando consiguen salirse conla suya? Os merecéis el final que vais atener en las tierras de los inmortales.Tontos y putas…, todos vosotros.

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Nesta asintió y miró a las mujeresmientras ellas seguían su camino. Ledimos la espalda a la joven quecontinuaba de pie frente a nosotras, yhasta Elain hizo una mueca dedesagrado.

Pero la joven tomó aire, serenó elgesto de su cara, y dijo:

—Yo también viví en esa ignoranciahasta que escuché la palabra de losbenditos. Crecí en una aldea muyparecida a esta, tan amarga y tétricacomo esta. Pero hace un mes, una amigade mi primo fue a la frontera; era nuestraofrenda a Prythian y ellos la aceptaron.Ahora vive en medio de riquezas ycomodidad, es la novia de un alto fae, y

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también puede pasaros a vosotras si ostomáis un momento para…

—Seguramente se la comieron —dijo Nesta—. Por eso no volvió.

O peor, pensé yo, si es querealmente había habido un alto faeinvolucrado en sacar a una humana denuestro mundo y llevarla a Prythian.Nunca había visto a los crueles altos faede aspecto humano que mandaban enPrythian ni a los inmortales queocupaban sus tierras, con sus escamas yalas y brazos largos, delgados, capacesde arrastrar a cualquiera muy abajo,lejos de la superficie, en los estanquesolvidados. Yo no sabía cuál de esos dosdestinos era peor.

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La cara de la muchacha se pusotensa.

—Nuestros amos benevolentes nonos harían daño, eso nunca. Prythian esuna tierra de paz y riqueza. Si alguna devosotras tiene la bendición de recibir laatención de uno de ellos, será felizcuando viva allí.

Nesta puso los ojos en blanco. Elainmiraba hacia el mercado, allá delante, alas aldeanas que también miraban. Erael momento de marcharnos.

Nesta abrió la boca de nuevo paradecir algo, pero rápidamente me metíentre las dos y observé la capa celeste,las joyas de plata, la limpieza profundade esa piel. Ni una marca, ni una arruga.

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—Estás peleando una batalla que yaestá perdida —le dije a la chica.

—Una causa justa. —La jovenbrillaba en su beatitud.

Empujé despacio a Nesta para quesiguiera adelante y le respondí a laacólita:

—No, no es una causa justa.Sentía la atención de los acólitos fija

en nosotras cuando entramos en la plazadel mercado, aunque no me volví paramirarlos. Muy pronto se irían a predicara otra aldea. Nosotras tendríamos quedar un largo rodeo para no encontrarnoscon ellos a la vuelta. En cuantoestuvimos lejos, miré a mis hermanaspor encima del hombro. La cara de Elain

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seguía muda en una mueca, pero los ojosde Nesta estaban furiosos, los labiosapretados. Me pregunté si no volveríaatrás, buscaría a la muchacha y sepondría a pelear con ella.

No era mi problema, no en esemomento.

—Nos vemos aquí dentro de unahora —dije, y no les di tiempo a que mesiguieran. Me deslicé hacia la plazallena de gente.

Me llevó poco rato pensar en mistres opciones. Estaban mis doscompradores de siempre: el curtidozapatero remendón y el sastre de ojosagudos que viajaban al mercado desdeun pueblo cercano, y la desconocida:

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una montaña de mujer sentada en elborde de nuestra fuente destruida, sincarro ni puesto propio, pero con aspectode ser la reina en una corte. Marcadapor las armas que llevaba y lascicatrices que mostraba, era fácil saberqué era: una mercenaria.

Sentí los ojos del zapatero y delsastre sobre mí, y tuve la sensación deque fingían desinterés pero miraban conatención mi morral. De acuerdo…,ahora sabía cómo sería esa jornada.

Me acerqué a la mercenaria, cuyocabello grueso, oscuro, le llegaba almentón. La cara quemada por el solparecía de granito y los ojos negros sele entrecerraron un poco cuando me vio.

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Ojos muy interesantes…, no solo un tonode negro sino… muchos, con pintasmarrones que brillaban entre lassombras. Empujé contra esa parte inútilde mi mente el instinto que me hacíapensar en color y luz y forma, y mantuvelos hombros hacia atrás mientras ella mejuzgaba como una amenaza potencial oquizá una potencial empleadora. Lasarmas que llevaba —brillantes y llenasde maldad— eran suficientes parahacerme tragar saliva. Y para detenermea medio metro de distancia.

—No cambio mercancía por misservicios —dijo ella. La voz tenía unacento que yo no había oído antes—.Solo acepto monedas.

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Algunos aldeanos trataron de noparecer demasiado interesados ennuestra conversación, especialmentecuando yo dije:

—Entonces, en este lugar no vas atener suerte.

Ella era enorme, incluso cuandoestaba sentada.

—¿Qué quieres de mí, niña?Era difícil saber la edad que tenía,

cualquier número entre veinticinco ytreinta, pero supuse que yo le parecíauna niña por mi aspecto, carcomida porel hambre.

—Tengo una piel de lobo y una deciervo para vender. Pensé que tal vezquerrías comprarlas.

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—¿Las robaste?—No. —Le sostuve la mirada—.

Cacé a esos animales. Lo juro.Ella me recorrió con sus ojos

oscuros una vez más.—Cómo. —No era una pregunta, era

una orden. Tal vez era alguien que sehabía encontrado con otros que nocreían que los juramentos fueransagrados, que las palabras significaranobligaciones. Y tal vez los habíacastigado como correspondía.

Así que le conté cómo los habíamatado, y cuando terminé, ella tendióuna mano hacia el morral.

—Quiero verlos. —Yo saqué las dospieles, dobladas con cuidado.

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—No mentías sobre el tamaño dellobo —murmuró ella—. No parece uninmortal. —Examinó las dos pieles conojo experto, pasando las manos sobreellas una y otra vez. Me dijo el precio.

Yo parpadeé, pero me dominé parano parpadear de nuevo. Estabapagándome de más…, mucho más.

Ella miró más allá de mí, como através de mi cuerpo.

—Supongo que esas dos chicas quemiran desde el otro lado de la plaza sontus hermanas. Todas vosotras tenéis esepelo de bronce y esa mirada de hambre.—Sí, claro, las dos seguían tratando deespiar sin que yo las viera.

—No necesito tu lástima.

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—No, pero sí mi dinero, y los otroscomerciantes están pagando muy baratoesta mañana. Todo el mundo estádemasiado distraído con esos fanáticosde ojos de vaca que gritan en la plaza.—Señaló con el mentón a los hijos delos benditos, que seguían haciendo sonarsus campanillas de plata y saltando alpaso de cualquiera que tratara de llegaral mercado.

La mercenaria sonreía de maneraapenas perceptible cuando la miré denuevo.

—Es tu decisión, muchacha.—¿Por qué?Ella se encogió de hombros.—Alguien hizo lo mismo por mí y

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los míos una vez, en el momento en quemás lo necesitábamos. Supongo que estiempo de devolver lo que debo.

Yo la miré de nuevo, sopesando suoferta.

—Mi padre tiene algunas tallas demadera que podría darte también…,para que fuera más justo.

—Viajo con poco equipaje. No lasnecesito. Esto, en cambio —tocó laspieles que tenía en las manos—, mepuede ahorrar el esfuerzo de matar a laspresas yo misma.

Yo asentí. Tenía las mejillascalientes mientras ella buscaba la bolsade monedas dentro del abrigo. Estaballena… y pesaba mucho, plata y tal vez

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oro, si es que podía tomarse comoindicación el ruido del metal. Losmercenarios solían cobrar buena paga ennuestro territorio.

Este era demasiado pequeño y pobrecomo para mantener un ejército quevigilara el muro que nos separaba dePrythian, y nosotros, los aldeanos,confiábamos solamente en la fuerza deltratado forjado hacía quinientos años.Pero la clase alta se podía permitirpagar espadas de alquiler, como la deesa mujer, y pedirles que guardaran lastierras que estaban junto al reino de losinmortales. Era una ilusión, un consuelo,como las marcas en el umbral de nuestrapuerta. En el fondo, todos sabíamos que

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contra los inmortales no había nada quehacer. A todos nos lo habían dicho desdeel momento en que nacíamos; a todosnos cantaban esas advertencias mientrasnos mecían en la cuna, y después con lascancioncitas que se entonaban en lospatios de las escuelas. Un alto faepodría convertir los huesos decualquiera en polvo a cien metros dedistancia. Y no lo digo porque mishermanas o yo hubiéramos visto alguno.

Pero seguíamos tratando de creerque algo, cualquier cosa, funcionaríacontra ellos si alguna vez nos losencontrábamos. Había dos puestos en elmercado que se aprovechaban de esosmiedos y ofrecían hechizos,

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encantamientos, chucherías y pedazos dehierro. Yo no podía permitirmecomprarlos, y si realmente funcionaban,solo nos habrían concedido un par deminutos para prepararnos. Correr erainútil; pelear, también. Pero Nesta yElain seguían usando sus brazaletes dehierro cada vez que salían de la choza.Hasta Isaac tenía una pulsera de hierroalrededor de la muñeca, siempre metidabajo la manga. Una vez me habíaofrecido comprarme una, pero yo mehabía negado. Me había parecidodemasiado personal, demasiadosemejante a una paga, un recordatoriodemasiado… permanente de lo queéramos y no éramos uno del otro, fuera

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lo que fuese.La mercenaria transfirió las monedas

a mi palma y yo me las metí en elbolsillo, un peso tan enorme como lapiedra de un molino. No había ningunaposibilidad de que mis hermanas nohubieran visto el dinero, ningunaposibilidad de que no estuvieranpreguntándose ya cómo podíanconvencerme para que les diera algo.

—Gracias —le dije a la mercenaria,tratando de no elevar la voz sinconseguirlo mientras sentía que mishermanas se acercaban, como buitresque vuelan en círculo sobre un cuerpomuerto.

La mercenaria acarició la suave piel

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del lobo.—Unas palabras de consejo, de una

cazadora a otra.Yo levanté las cejas.—No te metas demasiado

profundamente en el bosque. Yo nisiquiera me acercaría al lugar en el queestuviste ayer. Un lobo de este tamañosería el menor de tus problemas. Mellegan más y más historias que afirmanque esas cosas atraviesan el muro.

Un frío helado me bajó por lacolumna.

—¿Van… van a atacarnos? —Si esoera verdad, tenía que encontrar unaforma de sacar a mi familia de eseterritorio miserable, húmedo, y

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trasladarlos a todos al sur, lejos delmuro invisible que dividía en dosnuestro mundo, llevármelos antes de queellos lo cruzaran.

Una vez —hacía mucho tiempo ydurante milenios—, habíamos sidoesclavos de los señores, los alto fae.Una vez, habíamos creado para elloscivilizaciones gloriosas que seexpandían, habían construido todo esocon nuestra sangre y nuestro sudor,habíamos levantado templos para susdioses salvajes. Una vez, nos habíamosrebelado, en todas las tierras, en todoslos territorios. La guerra había sido tansangrienta, tan destructiva, que pasaronseis reinas mortales hasta que se forjó el

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tratado que detuvo la matanza de amboslados y se construyó el muro: el norte denuestro mundo concedido a los altos faey los inmortales, que se llevaron sumagia con ellos; el sur para nosotros,los humanos, encogidos de miedo,obligados para siempre a arrancar elalimento de la tierra.

—Nadie sabe lo que planean losinmortales —dijo la mercenaria, conexpresión pétrea—. No sabemos si eldominio de los altos señores sobre susbestias se está debilitando o si sonataques dirigidos. Yo fui guardia de unviejo noble que decía que todo habíaestado empeorando en estos últimoscincuenta años. Hace dos semanas, el

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hombre se marchó al sur en un bote y medijo que si era inteligente yo me iríatambién. Antes de partir, admitió queuno de sus amigos le había dicho queuna manada de martax cruzó el muro enmitad de la noche y destrozó la mitad desu aldea.

—¿Martax? —jadeé. Sabía quehabía distintos tipos de inmortales, queeran tan variados como cualquier otraespecie de animales, pero conocía muypocos por su nombre.

Los ojos de la mercenaria, oscuroscomo la noche, destellaron.

—Cuerpo alto como el de un oso,cabeza parecida a la de un león y tresfilas de dientes más afilados que los de

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un tiburón. Y malos, más malos que esostres animales juntos. Dejaron a losaldeanos hechos pedazos, dijo el noble.

Se me revolvió el estómago. Detrásde nosotras, mis hermanas parecían tanfrágiles, la piel pálida tan infinitamentefácil de rasgar. Contra algo como unmartax no tendríamos ni unaoportunidad. Esos hijos de los benditoseran tontos, tontos fanáticos.

—Así que no sabemos qué significantodos estos ataques —siguió lamercenaria—, excepto más pieles paramí y que tú te quedes bien lejos delmuro. Sobre todo si empiezan a aparecerlos altos fae, o peor, uno de los altoslores. Si aparecen, los martax van a

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parecer perros a su lado.Estudié sus manos resecas,

agrietadas por el frío.—¿Alguna vez te has enfrentado a

otro tipo de inmortal?Los ojos de ella se cerraron.—No es algo que quieras saber,

muchacha, no a menos que quierasvomitar el desayuno.

Y tenía razón: me sentíadescompuesta, descompuesta y asustada.

—¿Era más letal que el martax? —me atreví a preguntar.

La mujer se levantó la manga delpesado abrigo y dejó al descubierto unantebrazo tostado por el sol, musculoso,poblado de cicatrices enormes,

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retorcidas. El arco que trazaban era tansimilar a…

—No tenía la fuerza bruta o eltamaño de un martax —dijo—, pero sumordisco estaba cargado de veneno…Dos meses me llevó levantarme; cuatrotener la fuerza necesaria para volver acaminar. —Se remangó la pernera de lospantalones. «Hermoso», pensé, aunqueel horror me revolvió los intestinos.Contra la piel tostada, las venas erannegras, un negro sólido, una tela dearaña que se abría como la escarcha—.El sanador dijo que no se podía hacernada…, que yo era afortunada por habervuelto a caminar a pesar de este venenoen las piernas. Tal vez algún día me

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mate, tal vez me deje inválida. Bueno,por lo menos, si muero, me voy a irsabiendo que lo maté.

Me pareció que se me helaba lasangre en las venas mientras ella sebajaba la pernera del pantalón. Sialguien lo había visto en la plaza, nadiese atrevió a decir nada sobre el asunto,ni tampoco a acercarse. Y yo ya teníasuficiente por un día. Así que di un pasoatrás y me recompuse de lo que ella mehabía dicho, de lo que me habíamostrado.

—Gracias por las advertencias —ledije.

Su atención se desvió hacia algodetrás de mí y me dedicó una sonrisa

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levemente divertida.—Buena suerte.Entonces, una mano delgada se me

aferró al antebrazo y me arrastró haciaella. Yo sabía que era Nesta antes devolverme.

—Son peligrosos —susurró ella, losdedos clavados en mi brazo mientras mearrastraba para alejarme de lamercenaria—. No te acerques a ellos denuevo.

La miré durante un momento, ydespués a Elain, que tenía la cara páliday tensa.

—¿Hay algo que yo tenga que saber?—pregunté con calma. No recordaba laúltima vez que Nesta hubiera tratado de

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advertirme contra algo. Elain era laúnica que se molestaba en cuidarme.

—Son brutos, se quedan con todas lamonedas que pueden…, hasta por lafuerza.

Yo eché una mirada a la mercenaria,que seguía examinando sus nuevaspieles.

—¿Te ha robado?—Ella no —murmuró Elain—. Otro

que pasaba. Solo teníamos unas pocasmonedas y él se puso nervioso, pero…

—¿Por qué no lo denunciaste… ome lo dijiste a mí?

—¿Qué habrías hecho? —se burlóNesta—. ¿Desafiarlo a una pelea con unarco y unas flechas? ¿Y quién en esta

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cloaca se preocuparía si denunciáramosalgo?

—¿Y tu Tomas Mandray? —preguntécon frialdad.

Los ojos de Nesta relampaguearon,pero en ese momento hubo unmovimiento detrás de mí y me dedicó loque supongo que era una sonrisa dulce…Seguramente recordó el dinero que yollevaba conmigo.

—Tu amigo te espera.Me di la vuelta. Y sí, Isaac nos

miraba desde el otro lado de la plaza,los brazos cruzados, el cuerpo recostadocontra un edificio. Aunque era el hijoprimogénito del único granjero rico denuestra aldea, estaba delgado a causa

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del invierno; ya no le brillaba el cabellocastaño. Bastante buen mozo, de vozsuave y reservado, pero con una especiede oscuridad que le corría por dentro,esa oscuridad que nos hacía acercarnos:la comprensión compartida de ladesdicha profunda en nuestras vidaspresentes y también futuras.

Nos habíamos conocido vagamentehacía años —cuando mi familia habíallegado a la aldea—, pero nunca habíapensado demasiado en él hasta que unatarde, por casualidad, nos encontramoscaminando en la misma dirección por lacalle principal. Solo conversamos sobrelos huevos que él estaba llevando almercado, y yo admiré los colores del

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interior de la canasta: marrones ytostados, celestes y verdes claros.Simple, fácil, tal vez un poquitoincómodo, pero por lo menos meacompañó a la choza y me sentí conmenos… con menos soledad. Unasemana más tarde, lo empujé al granerodecrépito.

Él había sido mi primer amante y elúnico en los dos años que siguieron. Aveces nos encontrábamos todas lasnoches durante una semana seguida;otras, pasábamos un mes sin vernos.Pero siempre era igual: una avalanchade ropas desprendidas y alientos unidosy lenguas y dientes. Ocasionalmentehablábamos, o más bien hablaba él

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sobre las presiones y las cargas que leimponía su padre. Con frecuencia, nocruzábamos ni una palabra. No puedodecir que la forma en que hacíamos elamor fuera particularmente experta, peroseguía siendo un alivio, un respiro, unpoquito de egoísmo.

No había amor entre los dos y nuncalo había habido —por lo menos no esoque yo suponía que querían decir otroscuando hablaban de amor—, y, sinembargo, algo se había desplomadodentro de mí cuando él dijo que muypronto se iba a casar. Mi desesperaciónno llegaba a tanto como para pedirle quenos viéramos después de la boda, aúnno.

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Isaac inclinó la cabeza en un gestofamiliar y después se alejó calle abajo,directo hacia las afueras de la aldea yhacia el viejo granero, donde sequedaría esperando. Nunca escondíamosmucho nuestros encuentros, aunquetomábamos medidas para que no fuerandemasiado obvios.

Nesta chasqueó la lengua y cruzó losbrazos.

—Espero que estéis tomandoprecauciones.

—Es un poquito tarde parapreocuparse —dije. Pero sí, tomábamosprecauciones. Como yo no podíapermitírmelo, Isaac bebía el brebajeanticonceptivo. Sabía que yo no lo

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tocaría sin que lo hubiera hecho.Busqué en el bolsillo y saqué una

moneda de veinte marcas. Elain dejóescapar un jadeo y yo ni me molesté enmirar a ninguna de mis hermanasmientras la ponía en la palma de sumano y les decía:

—Os veré en casa.

Más tarde, después de cenar otra vezvenado, cuando estábamos todosreunidos alrededor del fuego durante lahora tranquila que sigue a la comida,miré cómo mis hermanas susurraban y sereían. Se habían gastado todo el dineroque les había dado, no sabía en qué,

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aunque Elain había llevado a casa unnuevo cincel para las tallas de maderade mi padre. La capa y las botas quetanto les habían preocupado las habíanpagado demasiado caras. Pero no meenfrenté a ellas por eso, no cuandoNesta salió una vez más a partir leña sinque yo se lo pidiera. Por suerte,habíamos podido evitar todaconfrontación con los hijos de losbenditos.

Mi padre estaba medio dormido ensu silla, el bastón sobre la rodillatorcida. Un momento tan bueno comocualquier otro para sacar el tema deTomas Mandray y Nesta. Yo me volví yabrí la boca.

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Pero en ese instante, me ensordecióun rugido y mis hermanas gritaron; lanieve entró en la habitación y una formaenorme, furiosa, apareció en el umbral.

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CAPÍTULO

4

Yo no sabía cómo había llegado a mimano el mango de madera de mi cuchillode caza. Los primeros momentos fueron

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una confusión de la furia de una bestiagigante de pelo dorado, los gritosagudos de mis hermanas, el fríodesgarrador que entró en cascada en lahabitación y la cara de mi padre,demudada por el terror.

No era un martax, me di cuentaenseguida, pero el alivio fue breve. Labestia era por lo menos tan grande comoun caballo, y aunque tenía un cuerpo másbien felino, la cabeza se parecía más ala de un lobo. No sabía qué pensar delos cuernos, que eran curvados como losde un alce. Pero león, sabueso o alce, nohabía duda del daño que podían haceresas garras negras, afiladas como dagas,y esos colmillos amarillos.

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Si yo hubiera estado sola en losbosques, tal vez me habría dejadodevorar por el miedo, tal vez habríacaído de rodillas y pedido con lágrimasen los ojos una muerte rápida, limpia.Pero no tenía tiempo para el terror, noquería entregar ni un poquito de miespacio a pesar del corazón que melatía, salvaje, en los oídos. De algunaforma, terminé delante de mis hermanas,mientras la criatura se levantabaapoyándose en las patas traseras ylanzaba un aullido a través de una bocallena de dientes:

—¡Asesinos!Pero la palabra que hacía eco dentro

de mí era…

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Inmortal.Esos guardianes ridículos del

umbral eran como telas de araña contraél. Sentí que debería haberle preguntadoa la mercenaria qué había hecho paramatar al inmortal. Pero el cuello gruesode la bestia…, sí, ese lugar parecía unbuen hogar para el cuchillo.

Me atreví a echar una mirada porencima del hombro. Mis hermanasgritaban, arrodilladas contra la pareddel hogar; mi padre, en cuclillas frente aellas. Otro cuerpo más que defender.Como una estúpida, di un paso hacia elinmortal, con la mesa siempre entre losdos, mientras luchaba contra el temblorque me sacudía la mano. Mi arco y mis

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flechas estaban al otro lado de lahabitación…, la bestia estaba entre ellosy yo. Tendría que rodearlo para alcanzarla flecha de fresno. Y ganar el tiemponecesario para dispararla.

—¡Asesinos! —rugió la bestia denuevo. El pelo erizado lo hacía pareceraún más grande.

—P… por favor —balbució mipadre detrás de mí; carente de corajepara ponerse a mi lado—. No sé quéhemos hecho…, pero sea lo que sea, hasido sin intención…

—No… nosotros no hemos matado anadie —agregó Nesta, ahogándose ensollozos, el brazo sobre la cabeza, comosi ese pequeño brazalete de hierro

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pudiera hacerle algo a la criatura.Yo tomé otro cuchillo de la mesa;

era mi mejor oportunidad hasta queconsiguiera llegar al carcaj.

—¡Fuera! —le ladré a la criatura, yagité los cuchillos frente a mí. No habíanada de hierro cerca que pudiera usarcomo arma…, a menos que le arrojaralos brazaletes de mis hermanas—.¡Fuera, fuera! —Mis manos temblorosasapenas si conseguían seguir sosteniendolos cuchillos. Un clavo… Eso es,buscaría un clavo de hierro.

Él aulló en respuesta y toda la chozase estremeció, los platos y las tazasentrechocaron unos con otros. Pero labestia dejó su cuello al descubierto. Yo

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le arrojé el cuchillo de caza.Rápido, tanto que casi no lo vi,

levantó una garra y lo envió a un rincón,repicando, mientras se ponía frente a micara mostrando los dientes.

Yo salté hacia atrás y casi tropecécontra mi padre, que seguía acurrucadoen el suelo. El inmortal podría habermematado, sí, sin duda, pero el gesto habíasido una advertencia. Nesta y Elain, quelloraban, rezaban a los diosesolvidados, a cualquier dios que pudieraandar por los alrededores.

—¿Quién lo mató? —La criatura dioun paso hacia nosotros. Puso una pata enla mesa, que crujió bajo su peso. Lasgarras hicieron un ruido seco cuando las

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hundió en la madera, una por una.Me atreví a dar otro paso hacia

delante mientras la bestia estiraba elhocico sobre la mesa para olernos.Tenía los ojos verdes con puntos decolor ámbar. No eran ojos de animal, nocon esa forma y esos colores. Mi vozsonó sorprendentemente firme cuando lodesafié:

—¿Matar a quién?Él gruñó; su voz era grave, furiosa.—El lobo —dijo, y mi corazón dejó

de latir un instante. Había cesado derugir, pero la rabia seguía ahí…, tal vezhasta con algo de tristeza.

El alarido de Elain se convirtió enun grito muy agudo. Yo mantuve el

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mentón en alto.—¿Un lobo?—Un lobo grande, de pelo gris —

ladró él como respuesta. ¿Se daríacuenta si le mentía? Los inmortales nopodían mentir, todos los mortales losabíamos, pero ¿olían las mentiras enlas lenguas humanas? No teníamosoportunidad alguna de escapar con unapelea, pero tal vez hubiera otras formas.

—Si alguien mató al lobo por error—le dije a la bestia con la mayor calmaque conseguí reunir—, ¿qué pagopodríamos ofrecer a cambio? —Todoesto era una pesadilla; me despertaríadentro de un momento junto al fuego,exhausta después del día en el mercado

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y de mi tarde con Isaac.La bestia dejó escapar un ladrido

que podría haber sido una risa amarga.Empujó la mesa y se puso a caminar enun círculo muy pequeño frente a lapuerta destrozada. El frío era tan intensoque yo temblaba.

—El pago que tiene que ofrecer esel que exige el tratado entre nuestros dosreinos.

—¿Por un lobo? —pregunté, y mipadre murmuró mi nombre comoadvirtiéndome. Yo tenía vagos recuerdosde haber leído el tratado durante mislecciones de infancia, pero no meacordaba de que dijera nada sobrelobos.

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La bestia se volvió hacia mí.—¿Quién mató al lobo?Clavé la vista en esos ojos de jade.—Yo.Él parpadeó y echó una mirada a mis

hermanas, después de nuevo a mí, a midelgadez, sin duda, y vio solamentefragilidad.

—Estás mintiendo para salvarlas.—¡Nosotras no matamos a nadie! —

sollozó Elain—. ¡Por favor, porfavor…, ten piedad!

Nesta le chistó para que se callaraen medio de sus propios llantos yempujó a Elain detrás de ella. Sentí unnudo en mi pecho cuando vi ese gesto.

Mi padre se puso de pie, gruñendo

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por el dolor en la pierna, se tambaleó uninstante, pero antes de que pudieracaminar renqueando hacia mí, repetí:

—Yo lo maté. —La bestia, que habíaestado oliendo a mis hermanas, meestudió. Levanté los hombros—. Hevendido la piel en el mercado estamañana. Si hubiera sabido que era uninmortal no lo habría tocado.

—Mentirosa —siseó él—. Losabías. Te habrías sentido más tentada amatarlo si hubieras sabido que era unode los nuestros.

Verdad, verdad, verdad.—¿No es lógico?»¿Te atacó? ¿Te provocó?Yo abrí la boca para decir que sí,

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pero respondí:—No. —Entonces dejé salir un tono

agresivo—. Pero si se considera lo quevuestra especie le hizo a la nuestra, loque sigue queriendo hacernos, se lomerecía aunque yo lo hubiera sabido,aunque no hubiera tenido ninguna duda.

Mejor morir con la frente en alto quellorando como un gusano cobarde.Aunque el gruñido de respuesta fuera ladefinición de la rabia, de la furiadesatada.

La luz del fuego brillaba sobre loscolmillos de la bestia, y me preguntécómo se sentirían en el cuello y a quétono llegaría el grito de mis hermanascuando ellas también murieran. Pero

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sabía —con una claridad súbita que meiba invadiendo por dentro— que Nestaharía todo lo posible para darle a Elaintiempo para huir. No a mi padre, contraquien albergaba un resentimiento queocupaba todo su corazón de acero. No amí, porque Nesta siempre había sabidoque ella y yo éramos dos caras de lamisma moneda y que yo era muy capazde pelear mis propias batallas. Nestasiempre lo había sabido y odiaba quefuera así. Pero Elain, la sembradora deflores, la de corazón amable… Nesta sedejaría matar por ella.

Fue ese rayo de comprensión el queme hizo agitar el cuchillo que mequedaba frente a la bestia.

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—¿Cuál es el pago que pide eltratado?

Sus ojos no dejaron de mirarmemientras decía:

—Una vida por una vida. Cualquierataque sin provocación a un inmortaldebe pagarse con una vida humana.

Mis hermanas dejaron de llorar. Lamercenaria del pueblo había matado aun inmortal…, pero el inmortal la habíaatacado primero.

—Yo no lo sabía —dije—. Noconocía esa parte del tratado.

Los inmortales no podían mentir…,y él hablaba con simpleza, sin retorcerlas palabras.

—La mayoría de los mortales

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prefieren olvidar esa parte —dijo—, locual hace que sea todavía más fácildisfrutar de castigarlos.

Me temblaron las rodillas. No iba apoder escapar, no podía correr másrápido que él. Ni siquiera iba a podertratar de hacerlo, porque él estababloqueándome la salida.

—Fuera —susurré con voztemblorosa—, hazlo fuera. Aquí… aquíno. —No donde mi familia tuviera quelimpiar la sangre y las tripas más tarde.Si es que él decidía no matarlos.

El inmortal soltó una risa horrenda.—¿Te es tan fácil aceptar tu destino?

—Yo lo miré sin decir nada, y entonces,él dijo—: Por haber tenido el valor de

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pedirme que te matara en un lugardeterminado, voy a decirte un secreto,humana: Prythian debe pedirte tu vida acambio de la que tomaste. Debepedírtela, sí, en algún sentido. Así que,como representante de ese reinoinmortal, puedo desangrarte como a uncerdo o… puedes cruzar el muro y vivirel resto de tus días en Prythian.

Yo parpadeé.—¿Qué?Él lo repitió despacio, como si yo

fuera más estúpida que el cerdo quehabía mencionado.

—Puedes morir esta noche… opuedes ofrecer tu vida a Prythianviviendo allí para siempre. Tendrías que

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abandonar el reino de los sereshumanos.

—Hazlo, Feyre —susurró mi padredetrás de mí—. Vete. —Yo no lo miré.

—¿Vivir dónde? Prythian es letalpara nosotros, todos y cada uno de losrincones de ese lugar… —Era mejormorir aquella misma noche que vivir enel terror del otro lado del muro hastaque finalmente encontrara la muerte deuna manera todavía más horrenda.

—Yo tengo tierras —dijo el inmortalcon calma, como si no quisiera decirlo—. Te doy permiso para vivir allí.

—¿Para qué molestarse? —Tal vezera una pregunta tonta, pero…

—¡Tú mataste a mi amigo! —ladró

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el inmortal—. Lo asesinaste, learrancaste la piel, la vendiste en elmercado y después dijiste que se lomerecía. ¿Y tienes el descaro decuestionar mi generosidad?

«Qué actitud tan típica de loshumanos», parecía pensar en silencio.

—No hacía falta que lomencionaras. —Me acerqué tanto a élque su aliento me calentó la cara. Losinmortales no mentían, pero podíanomitir información.

El inmortal ladró de nuevo:—Es muy tonto por mi parte olvidar

que los humanos tienen una opinión tanbaja de nosotros. ¿Es que ya noentienden la piedad? —dijo, los

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colmillos moviéndose a centímetros demi cuello—. A ver si me entiendes,muchacha: puedes venir a vivir a micasa en Prythian, ofrecer tu vida por ladel lobo de esa forma, o salir ahoramismo y dejar que te haga pedazos. Es tudecisión.

Los pasos temblorosos de mi padresonaron en el aire y un instante despuésme tomó del hombro.

—Por favor, buen señor…, Feyre esmi hija menor. Te ruego, te ruego que laperdones. Ella es lo único… lo único…—Pero lo que iba a decir, fuera lo quefuese, murió en su garganta cuando labestia rugió de nuevo. Y sin embargo,oír esas pocas palabras que se había

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atrevido a pronunciar, el esfuerzo quehabía hecho… era como una hoja deacero clavada en el vientre. Papá seencogió mientras repetía—: Por favor…

—¡Silencio! —ladró la criatura, y larabia brotó en mí con tanta fuerza quefue toda una hazaña controlarme para noclavarle la daga en el ojo. Pero yo sabíaque para cuando levantara el brazo éltendría las garras alrededor de micuello.

—Puedo darte oro… —dijo mipadre, y la rabia me desbordó. La únicaforma en que él podría conseguir dineroera pidiendo limosna. E incluso así,necesitaba mucha suerte para que ledieran unas pocas monedas. Yo había

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visto la falta de piedad de los ricos enmi aldea. Los monstruos de nuestroreino mortal eran tan malos como losque vivían al otro lado del muro.

La bestia se burló de su tonoimplorante.

—¿Cuánto vale la vida de tu hijapara ti, humano? ¿Crees que se la puedecomparar con una suma de dinero?

Nesta seguía protegiendo a Elaindetrás de ella; su cara estaba tan pálidaque parecía competir con la nieve queentraba en ráfagas por la puerta abierta.Pero Nesta vigilaba con cuidado cadauno de los movimientos de la bestia, elceño fruncido. No se preocupó pormirar a mi padre…, como si supiera la

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respuesta.Cuando mi padre no contestó, yo me

atreví a dar un paso más hacia elinmortal para que me prestase atención amí, a mí únicamente. Tenía que sacarlode la casa, alejarlo de mi familia. Por laforma en que había tirado al suelo elcuchillo, cualquier esperanza de escapardependía de atacarlo por sorpresa. Consu oído agudo, dudaba que me dieraalguna oportunidad, al menos no en lospróximos momentos, no hasta que él meconsiderara dócil. Si trataba de atacarloy huir antes de que llegara ese momento,él destruiría a mi familia solo por elplacer de hacerlo. Y después mebuscaría y me encontraría. No, tenía que

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irme con él, no había otra opción. Ydespués, más tarde, tal vez encontraríauna oportunidad para cortarle ese cuellode bestia. O por lo menos dejarlo heridolo suficiente como para poder escapar.

Y si los inmortales no me hallabande nuevo, no podrían hacerme cumplir eltratado. Aunque eso me convirtiera enuna maldita, una mujer capaz de rompersus promesas. Pero si me iba con él,rompería la promesa más importante quehubiera hecho en mi vida. Era probableque esa promesa fuera más importanteque cualquier tratado antiguo que yo nisiquiera había firmado.

Solté la daga que tenía en la mano ymiré directamente a esos ojos verdes

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durante un rato largo, en silencio, antesde decir:

—¿Cuándo nos vamos?Sus rasgos de lobo seguían llenos de

ferocidad, de crueldad. Toda esperanzaque hubiera tenido de pelear muriócuando él se movió hacia la puerta y fuedirecto hacia el carcaj que yo habíadejado allí. Sacó la flecha de fresno, laolió y le ladró con furia. Con dosmovimientos la partió por la mitad y laarrojó al fuego que ardía detrás de mishermanas antes de volverse hacia mí. Yoolía mi destino trágico en ese alientocuando dijo:

—Ahora.«Ahora».

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Hasta Elain levantó la cabeza paramirarme con la boca abierta en un gestode horror mudo. Pero yo no conseguíamirarla, no miré a Nesta, no así, ahora,cuando las dos seguían allí, agachadas,en silencio. Me volví hacia mi padre.Sus ojos brillaban con fuerza, así queeché una ojeada a los pocos armariosque teníamos, donde dos narcisosdemasiado amarillos y desvaídos securvaban sobre las puertas. «Ahora».

La bestia se paseaba en el umbral.Yo no quería pensar en el lugar al queiba, no quería pensar en lo que él haríaconmigo. Correr era una estupidez hastaque fuera el momento adecuado.

—El venado os va a durar dos

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semanas —le dije a mi padre mientrascogía ropa para protegerme del frío—.Empezad con la carne fresca, despuésseguid con la seca… Ya sabéis cómohacerlo.

—Feyre… —dejó escapar mi padre,pero yo seguí hablando mientras meponía el abrigo.

—He dejado el dinero de las pielesen la cómoda —dije—. Os va a durar untiempo si tenéis cuidado. —Finalmentemiré a mi padre de nuevo y me permitímemorizar las líneas de su cara. Meardían los ojos, pero parpadeé paraborrar la humedad al tiempo que metíalas manos en los guantes tibios—.Cuando llegue la primavera, cazad en el

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bosquecito al sur de la curva del arroyoPlateado…, los conejos hacen susmadrigueras en esa zona. Preguntad…preguntadle a Isaac Hale…, os enseñaráa hacer trampas. Yo le enseñé a él el añopasado.

Mi padre asintió y se tapó la bocacon una mano. La bestia gruñó unaadvertencia y salió hacia la noche. Yome obligué a seguirlo, pero me detuve amirar a mis hermanas, que continuabanagachadas frente al fuego, como si no seatrevieran a moverse hasta que yo mehubiera ido.

Elain murmuró mi nombre, perosiguió en cuclillas, con la cabeza baja.Así que yo me volví hacia Nesta, cuya

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cara era tan parecida a la de mi madre,tan fría, tan implacable.

—Hagas lo que hagas —le dije concalma—, no te cases con TomasMandray. Su padre pega a su mujer y loshijos no hacen nada al respecto. —Losojos de Nesta se abrieron mucho y memiraron. No obstante, agregué—: Losgolpes son más difíciles de ocultar quela pobreza.

Nesta se puso tensa, pero no dijonada…, ninguna de mis hermanas dijonada mientras yo me volvía hacia lapuerta abierta. Sin embargo, una manome tomó del brazo y me detuvo.

Me volví para mirarlo. Mi padreabrió y cerró la boca intentando que le

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salieran las palabras. Fuera, la bestiasintió que yo me había detenido y envióun gruñido furioso hacia el interior de lachoza.

—Feyre —dijo mi padre. Los dedosle temblaron cuando me cogió las manosenguantadas, pero, de pronto, tenía losojos más claros y más valientes que enmuchos años—. Siempre fuistedemasiado buena para este lugar, Feyre.Demasiado buena para nosotros,demasiado buena para cualquiera. —Meapretó las manos—. Si alguna vez teescapas, si alguna vez los convences deque ya has pagado tu deuda, no vuelvas.

Yo no había esperado un adiós tanconmovedor, no lo había esperado en

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absoluto.—No vuelvas, no vuelvas nunca —

repitió mi padre, y me soltó las manospara cogerme por los hombros—.Feyre… —Titubeó al decir mi nombre;le palpitaba la garganta—. Vete a otrolugar…, un lugar distinto, y empieza unanueva vida.

Fuera, la bestia era solo una sombra.Una vida por una vida… ¿Y si la vidaofrecida como pago también significabaperder otras tres? Esa idea era suficientepara sostenerme, para hacerme fuerte.

Yo nunca le había contado a mipadre la promesa que le había hecho amamá, y no tenía sentido explicárselaahora. Así que me separé un poco para

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que él me soltara y me fui.Dejé que los sonidos de la nieve que

crujía bajo mis pies se llevaran laspalabras de mi padre mientras seguía ala bestia hacia los bosques cubiertos porla noche.

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CAPÍTULO

5

Cada paso hacia la línea de árboles meparecía demasiado rápido, demasiadoleve, demasiado pronto, porque me

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llevaba hacia donde me esperaban eltormento o la desdicha, fueran cualesfuesen… No me atreví a mirar haciaatrás, hacia la choza.

Llegamos al bosque. La oscuridadnos llamaba desde más allá.

Había una yegua blanca queesperaba con paciencia junto a un árbol—no estaba atada—, la piel como nievefresca bajo la luz de la luna. Bajó lacabeza, un gesto como si expresararespeto, nada menos, a la bestia que sele acercaba.

Él me hizo una señal con la garragigantesca para que montara. La yeguaseguía quieta, aunque él pasó losuficientemente cerca como para

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comérsela de un solo bocado. Habíantranscurrido años desde la última vezque yo me había subido a un caballo, yno era más que un poni, pero saboreé latibieza de la yegua contra mi cuerpomedio congelado cuando subí a lamontura y ella empezó a andar. Sin luzpara guiarme, dejé que la bestia mecondujera por el camino. Él y la yeguatenían casi el mismo tamaño. No mesorprendió cuando nos dirigimos alnorte, hacia el territorio de losinmortales, y sin embargo se me encogióel estómago con tanta fuerza que empezóa dolerme.

Vivir con él. Podría vivir el resto demi vida mortal en las tierras de la

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bestia. Tal vez eso era piedad…, peroclaro, él no había especificado cómosería mi vida. El tratado prohibía quelos inmortales nos tomaran comoesclavos…, aunque tal vez eso excluía alos humanos que hubieran asesinado a uninmortal.

Seguramente iríamos a la grieta en elmuro que él había usado para llegarhasta la choza, estuviera dondeestuviese, y así me llevaría al otro lado.Y una vez que atravesáramos el muroinvisible, una vez que estuviéramos enPrythian, no habría forma de que mifamilia me encontrara. Yo no sería másque una oveja en un reino de lobos.Lobos… lobo.

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Asesinar a un inmortal. Eso era loque había hecho en el bosque.

Se me secó la garganta. Habíamatado a un inmortal. No conseguíasentirme mal al respecto. No con mifamilia abandonada así a la muerte porinanición, porque eso era lo que lespasaría sin duda; no cuando esa muertesignificaba que hubiera una criaturahorrenda, malvada, menos en el mundo.La bestia había quemado mi flecha defresno, así que ahora tendría que confiaren la suerte para conseguir siquiera unaastilla de esa madera de nuevo…, si esque se presentaba una oportunidad paramatarlo. O por lo menos obligarlo a quefuera más lento para poder escapar.

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Conocer esa debilidad, esaindefensión frente a la madera de fresno,era la única razón por la que habíamossobrevivido contra los altos fae durantela antigua rebelión, un secreto que noshabía llegado por la traición de uno delos suyos.

Se me congeló la sangre mientrasbuscaba en vano cualquier señal deltronco estrecho y la explosión de ramasque, según me habían dicho, eran lascaracterísticas de los fresnos. Nuncahabía visto el bosque tan quieto.Hubiera lo que hubiese ahí fuera, teníaque ser algo manso comparado con labestia que yo tenía junto a mí, a pesar dela tranquilidad que mostraba la yegua.

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Con suerte, él mantendría a otrosinmortales a raya cuando entráramos ensu reino.

Prythian. La palabra era unacampanada de muerte que me atravesabacomo un eco una y otra y otra vez.

Tierras…, él había dicho que teníatierras, pero ¿qué clase de casahabitaba? La yegua era hermosa y lamontura estaba fabricada con cuero delujo, lo cual significaba que la bestiatenía algún contacto con la vidacivilizada. Yo nunca había oído ningúndetalle sobre las vidas de los inmortalesy los altos fae, no había sabido nada queno se refiriera a sus habilidades yapetitos mortíferos. Apreté las riendas

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para que no me temblaran las manos.Había pocas descripciones de

primera mano sobre Prythian. Loshumanos que habían cruzado el muro —ya fuera por propia voluntad, o comotributos de los hijos de los benditos, osecuestrados— no habían vuelto. Habíaoído la mayor parte de las leyendas deboca de los aldeanos, aunque mi padreme había ofrecido alguna vez una o doshistorias más moderadas en las nochesen que hacía un intento por recordar quenosotras existíamos.

Por lo que yo sabía, los altos faeseguían gobernando el norte de nuestromundo, desde nuestra gran isla del otrolado del mar que nos separaba del

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enorme continente, a través de fiordosprofundísimos, tierras inhabitadas ycongeladas y desiertos de arena, hasta elgran océano del otro lado. Algunosterritorios de los inmortales eranimperios; dominados por reyes y reinas.Y también había lugares como Prythian,divididos y gobernados por siete altoslores, seres de un poder tan terroríficoque, según la leyenda, eran capaces dearrasar edificios, acabar con ejércitosenteros y destruir a cualquiera antes deque esa persona pudiera parpadear unavez. Yo no lo dudaba.

Nadie me había explicado por quélos seres humanos seguían quedándoseen nuestro territorio cuando nos habían

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dado tan poco espacio y estábamos tancerca de Prythian. Tontos… Quienquieraque hubiera permanecido después de laguerra era un tonto suicida por vivir tancerca de los inmortales. A pesar de esetratado de siglos entre los reinosinmortal y humano, había agujeros lobastante grandes en el muro como paraque esas criaturas letales se deslizaranhasta nuestro territorio para divertirseatormentándonos.

Ese era el lado de Prythian que loshijos de los benditos nunca se dignabana reconocer, un aspecto de ese lugar quetal vez yo conocería muy pronto. Se merevolvió el estómago. Vivir con él, merecordé una y otra vez. Vivir, no morir.

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Aunque suponía que también podíallegar a vivir en un calabozo.Seguramente él me encerraría y seolvidaría de que yo estaba ahí, seolvidaría de que los humanosnecesitamos cosas como comida y aguay tibieza.

La bestia galopaba delante de mí,los cuernos en espiral hacia el cielo dela noche y algunos hilos de alientocaliente que se curvaban desde suhocico. En algún momento tendríamosque acampar; la frontera de Prythianestaba a días de camino. Cuando nosdetuviéramos, me quedaría despiertatoda la noche y nunca lo perdería devista. Aunque él había quemado la

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flecha de madera de fresno, yo habíaescondido mi último cuchillo dentro dela capa. Tal vez esa noche tuviera unaoportunidad.

Pero no era en mi propia destrucciónen lo que pensaba cuando me dejaballevar por el miedo, la rabia y ladesesperación. Mientras seguíamosadelante —los únicos sonidos a nuestroalrededor eran los del crujido de lanieve bajo sus garras y los cascos de layegua—, pasé de un engreimientomiserable, cuando pensaba en mi familiamuerta de hambre y me daba cuenta delo importante que había sido yo paraellos, a una agonía cegadora frente a laidea de mi padre arrodillado en las

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calles pidiendo limosna, la piernatorcida, mientras renqueando pasaba depersona en persona. Cada vez quemiraba a la bestia veía a mi padrecojeando por las calles de la aldea,pidiendo monedas para mantener convida a mis hermanas. Peor… porque dequé sería capaz Nesta para mantener convida a Elain. No le importaría la muertede mi padre. Pero mentiría y robaría yvendería cualquier cosa por Elain…, ypor ella misma también.

Miré con cuidado la forma en que semovía la bestia para tratar de detectarcualquier debilidad, si hubiese alguna.No encontré ninguna.

—¿Qué clase de inmortal eres? —

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pregunté, las palabras casi tragadas porla nieve y los árboles y el cielo carentede estrellas.

Él no se molestó en volverse haciamí. No se molestó en decir ni una solapalabra. De acuerdo. Al fin y al cabo, yohabía matado a su amigo.

Lo intenté de nuevo.—¿Tienes nombre? —O cualquier

otra cosa con la que yo pudieramaldecirlo.

Un resoplido que podría haber sidouna risa amarga acompañó sus palabras.

—¿Acaso te importa, humana?Yo no contesté. En cualquier

momento, él podía cambiar de opiniónsobre no matarme.

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Pero tal vez conseguiría escaparantes de que decidiera destriparme. Mellevaría a mi familia y nos iríamos enbarco, nos marcharíamos lejos, muylejos. Tal vez tratara de matarlo, y no meimportaba la inutilidad del intento, nome importaba si eso era otro ataque sinprovocación; lo mataría por ser el quehabía venido a pedirme la vida, mi vida,cuando todos ellos valoraban tan pocolas vidas humanas. La mercenaria habíasobrevivido; tal vez yo también podría.Tal vez.

Abrí la boca para preguntar denuevo, pero él dejó escapar un gruñidode disgusto. No tuve oportunidad deluchar, de devolver el golpe: un olor

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pesado, metálico, me alcanzó la nariz.El agotamiento se cerró sobre mí y lanegrura me devoró por completo.

Me desperté de pronto sobre el caballo,asegurada por lazos invisibles. El sol yahabía salido hacía tiempo.

Magia…, eso había sido ese olor, yera lo que me mantenía prisionera, meimpedía buscar el cuchillo. Reconocí elpoder muy en mi interior, en el centro delos huesos, por una memoria, un terrorcolectivo. ¿Cuánto tiempo hacía que esome mantenía inconsciente? ¿Cuánto mehabía mantenido inconsciente el inmortalpara no tener que hablarme?

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Apreté los dientes, y tal vez hubieraexigido respuestas, tal vez habríagritado hacia donde fuera que élestuviera, más adelante, ignorándome.Pero en ese momento pasaron a mi ladounos pájaros que cantaban y una brisadulce me besó la cara. Miré el portón demetal que tenía delante, la única entradade un seto verde y alto.

Mi prisión o mi salvación; noconseguí decidir cuál de las dos cosasera.

Dos días, llevaba dos días llegardesde la choza hasta el muro y entrar enla frontera sur de Prythian. ¿Me habíamantenido dormida durante todo esetiempo? Maldito.

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El portón se abrió sin que nadie loempujase y la bestia pasó hacia elinterior. Quisiera yo o no, mi yegua losiguió.

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CAPÍTULO

6

La propiedad se extendía sobre unatierra ondulada, verde. Yo nunca habíavisto nada semejante; era imposible

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comparar nuestra vieja finca de losbuenos tiempos con lo que yo estabaviendo. Tenía un velo de rosas y hiedra,con patios, balcones y escaleras quenacían en los laterales de alabastro.Había bosques en el horizonte, lejos,tanto que yo no veía del todo la líneadistante de los árboles. Tanto color,tanta luz del sol y movimiento ytexturas… No conseguía empaparme detodo eso con la suficiente rapidez.Pintarlo habría sido inútil: nunca lehabría hecho justicia.

Tal vez mi asombro habría dominadoa mi miedo si el lugar no hubiera estadotan vacío y silencioso. Hasta el jardínpor el que andábamos, siguiendo un

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sendero de grava hacia las puertasprincipales de la casa, parecía callado yhundido en el sueño. Por encima delconjunto de lirios de color amatista,campanillas pálidas y narcisos de colormanteca que se balanceaban en la brisatranquila, me rozó la nariz aquel olorleve, metálico.

Claro que era magia, porque a eselugar había llegado la primavera. ¿Quépoder terrible tenían los inmortales parahacer de sus tierras un lugar tandiferente del nuestro, para controlar lasestaciones y el clima como si fueran susdueños? El sudor me bajó por lacolumna mientras sentía las capas deropa como un peso sofocante. Hice girar

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las muñecas y me moví sobre lamontura. Los lazos que me habíanretenido, fueran lo que fuesen, habíandesaparecido.

Delante de mí, el inmortal avanzabaen zigzag; saltó sin esfuerzo la grandiosaescalera de mármol que llevaba a lasenormes puertas de roble en unmovimiento único, fluido, enorme. Laspuertas se abrieron para él sobrebisagras silenciosas y entró como unafiera. Había planificado esa llegada, sinduda: me había mantenido dormida paraque no supiera dónde estaba, noreconociera el camino a casa ni quéotros territorios mortales podríanacechar entre el muro y yo. Busqué el

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cuchillo, pero descubrí solamente capasde ropa raída.

La idea de esas garras sobre mi capaen un intento por hallar el cuchillo mesecó la boca. Hice un esfuerzo paraapartar la furia, el terror y el ascomientras la yegua se detenía al pie de laescalera, sin necesidad de que yohiciera nada. El mensaje era claro. Eseenorme castillo parecía vigilarme,esperarme.

Eché una mirada sobre el hombro alportón, que seguía abierto. Si iba aescaparme, ese era el momento.

Al sur, lo único que tenía que hacerera ir hacia el sur y al final llegaría almuro… si no me encontraba con nada en

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el camino. Tiré de las riendas, pero layegua se quedó donde estaba, aunque leclavé los talones en los costados. Dejéescapar un siseo bajo, fuerte. «Deacuerdo». Me bajé.

Me dolieron las rodillas cuandotoqué el suelo, me deslumbraron losrayos de luz. Me aferré a la montura ehice una mueca; el hambre y el dolor mearrasaron los sentidos. Ahora…, teníaque irme ahora. Empecé a moverme,pero el mundo seguía girando yrelampagueando.

Solamente una tonta correría sincomida, sin fuerzas.

No podría hacer ni media milla así.Ni media milla y él me atraparía y me

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despedazaría, como había prometido.Respiré hondo, largo, temblando.

Comida…, conseguiría comida ydespués me iría, apenas surgiera otraoportunidad. Ese plan sonaba un pocomás inteligente.

Tan pronto como tuve fuerzassuficientes para caminar, dejé la yeguaal pie de la escalera y subí los escalonesde uno en uno. Contuve la respiracióncuando pasé a través de las puertasabiertas hacia las sombras de la casa.

Dentro, la casa era todavía másopulenta. Bajo mis pies brillaba elmármol en cuadrados blancos y negros,un suelo que fluía hacia incontablespuertas y una escalera curvada. Delante

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se abría un largo y ancho pasillo hacialas puertas gigantescas de cristal en elotro extremo de la mansión, y al otrolado vi un segundo jardín, másimpresionante que el que habíamosatravesado al llegar. Ninguna señal decalabozos, ni gritos ni ruegos que seelevaran desde cámaras secretasubicadas abajo, en los sótanos. No, tansolo el largo gruñido que provenía deuna habitación cercana, tan profundo quehacía resonar los floreros llenos degruesos ramos de hortensias sobre lasvarias mesas del pasillo. Como si lerespondieran, se abrieron unas puertasde madera pulida a mi izquierda. Unaorden que yo tenía que obedecer.

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Me temblaban los dedos cuando mefroté los ojos. Yo sabía que los altos faehabían construido palacios y templos entodo el mundo, edificios que misantepasados habían destruido despuésde la guerra, pero nunca me había puestoa pensar cómo vivían hoy en día, laelegancia y la riqueza que seguramenteposeían. Nunca había pensado que losinmortales, esos monstruos feroces,tuvieran propiedades más grandiosasque cualquier castillo humano.

Me puse tensa cuando entré en lahabitación.

La mayor parte del espacio estabaocupada por una mesa larga, más largaque ninguna de las que habíamos tenido

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en nuestra propiedad perdida. Estabarepleta de vino y comida, tanta comida—algunos platos coronados de vapor,incluso— que se me hizo la boca agua.Por lo menos era comida que me erafamiliar y no alguna delicia rara de losinmortales: pollo, pan, patatas, pescado,espárragos, cordero… Podría habersido la fiesta de cualquier palaciomortal. Otra sorpresa. La bestia caminóhacia la silla enorme a la cabecera de lamesa.

Yo me detuve en el umbral, los ojosfijos en la comida, toda esa comidacaliente, gloriosa…, comida que nopodía comer. Esa era la primera reglaque nos enseñaban en la infancia,

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generalmente en canciones o tonadas: sila desgracia hacía que uno tuviera comocompañía a un inmortal, no se debíabeber jamás su vino, nunca se debíacomer lo que se le sirviera. Nunca. Amenos que uno quisiera quedaresclavizado en cuerpo y mente, a menosque quisiera terminar siendo arrastradohacia Prythian. Bueno, la segunda partede la amenaza ya había pasado…, perotal vez yo podría evitar la primera.

La bestia se dejó caer en la silla, lamadera crujió, y en un relámpago de luzblanca se convirtió en un hombre decabello dorado.

Ahogué un grito y me apreté contrala pared de paneles junto a la puerta,

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buscando la moldura del umbral,tratando de calcular la distancia entre mipropio cuerpo y la salida. Esa bestia noera un hombre, no era un inmortal depoca alcurnia. Era uno de los altos fae,pertenecía a la nobleza gobernante:hermoso, letal, cruel.

Era joven, o por lo menos lo que yoveía de su cara parecía joven. La nariz,las mejillas y las cejas estaban cubiertaspor una exquisita máscara dorada,adornada con esmeraldas que dibujabanremolinos de hojas. Seguramente unaabsurda moda de los altos fae. Los ojoseran lo único que quedaba a la vista;esos ojos me miraban igual que cuandoél tenía la forma de bestia; la boca, la

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poderosa mandíbula, estaban frente a mí,y los labios se tensaban en una finalínea.

—Deberías comer algo —dijo. Adiferencia de la elegancia de la máscara,la túnica verde oscura que llevabapuesta era más bien simple, acentuadatan solo por una banda de cuero sobre elpecho. La banda era más para pelear quepor razones de estilo, aunque no llevabaarmas, ninguna que yo pudiera detectar.No era solo uno de los altos fae,entonces: también era guerrero.

No quería pensar en las razones quetenía para llevar ropas de guerrero ytraté de no mirar con fijeza el cuero dela banda que brillaba bajo la luz del sol

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que se derramaba desde las ventanasubicadas más atrás. Yo no había visto uncielo sin nubes desde hacía meses.Llenó un vaso de vino con el líquido deuna exquisita jarra de cristal trabajado ytomó un largo trago. Como si lonecesitara.

Me deslicé hacia la puerta, elcorazón desbocado con tanta furia quecreí que iba a vomitar. El metal frío delas bisagras de la puerta me mordió losdedos. Si me movía con rapidez, tal vezpodría salir de la casa y pasar por elportón en segundos, o menos. No habíaduda de que él era más rápido que yo,pero tal vez esos hermosos muebles delpasillo lo hicieran un poco más lento.

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Aunque sus orejas de fae —con losarcos superiores delicados, puntiagudos— eran capaces de detectar cualquiersusurro, cualquier movimiento que yohiciera.

—¿Quién sois? —apenas pude decir.El cabello dorado y claro era tanparecido al color de la piel de labestia… Esas garras enormes sin dudaseguían acechando bajo la superficie.

—Siéntate —ordenó él conbrusquedad, y movió la mano señalandola mesa—. Come.

Yo recordé las tonadas en la menteuna y otra y otra vez. No valía la penacalmar mi hambre desesperada, no valíael riesgo de quedar esclavizada en

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cuerpo y alma por esa bestia.Él dejó escapar un gruñido.—A menos que prefieras

desmayarte…—No es bueno para los humanos —

me las arreglé para decir. Al diablo elintento de procurar no ofenderlo.

Él dejó escapar una risa, mássalvaje que alegre.

—Esta comida es buena para ti,humana. —Los extraños ojos verdes meclavaron en el lugar en el que estaba,como si pudiera detectar que yo estaba apunto de escaparme en cada uno de mismúsculos—. Vete, si quieres —agregómostrando los dientes—. No soy tucarcelero. Las puertas están abiertas.

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Dentro de Prythian, puedes vivir en ellugar que quieras.

Y sin duda… terminar comida otorturada por algún maldito inmortal.Pero aunque el lugar en que meencontraba fuera civilizado, limpio yhermoso allá donde miraras, yo teníaque irme, tenía que volver. Aunque fuerafría y vana, la promesa a mi madre eralo único que yo tenía. No me acerqué ala comida.

—De acuerdo —dijo él, laspalabras adornadas por un gruñido, yempezó a servirse.

No tuve que afrontar lasconsecuencias de negarme otra vez,porque alguien pasó caminando a mi

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lado y fue directamente hacia lacabecera de la mesa.

—¿Y? —dijo el desconocido, otroalto fae, de cabello rojo y finamentevestido con una túnica de plata. Éltambién llevaba una máscara. Hizo unareverencia frente al hombre que estabasentado y después cruzó los brazos. Poralguna razón, no me había detectado ahí,apretada contra la pared.

—Y ¿qué? —Mi captor inclinó lacabeza en un movimiento más animalque humano.

—Entonces, ¿Andras está muerto?Hubo una inclinación de cabeza de

mi captor… salvador, fuera lo que fuese.—Por desgracia —dijo, con voz

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apesadumbrada.—¿Cómo? —quiso saber el

desconocido; tenía los nudillos blancosy los brazos musculosos cruzados sobreel pecho.

—Una flecha de fresno —respondió.Su compañero pelirrojo siseó con rabia—. El mandato del tratado me llevóhasta la mortal. Le ofrecí refugio.

—Una chica…, una chica mortal…mató a Andras. —No había sido unapregunta sino más bien un reguerovenenoso de palabras. El desconocidomiró al otro extremo de la mesa, dondese encontraba mi silla vacía—. Y elmandato dijo que la chica eraresponsable.

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El de la máscara dorada dejóescapar una risa amarga, grave, y meseñaló.

—La magia del tratado me llevódirectamente al umbral de su casa.

El desconocido se volvió con graciafluida. La máscara era de bronce y teníalos rasgos de un zorro. Lo tapaba todomenos la mitad inferior de la cara, ydejaba a la vista lo que parecía unacicatriz horrible que iba desde la frentehasta la mandíbula. No escondía el ojoque le faltaba, o la esfera dorada ytallada que lo reemplazaba, y se movíacomo si él fuera capaz de usarla paraver. Su mirada se fijó en mí.

Incluso desde el otro lado de la

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habitación vi cómo abría el ojo que lequedaba, un ojo de color púrpura.Olfateó una vez el aire, los labios unpoquito curvados y, debajo, los dientesblancos, y después se volvió hacia elotro inmortal.

—Estás bromeando —dijo contranquilidad—. ¿Esa cosita flacuchahizo caer a Andras con una sola flechade fresno?

Maldito, un maldito, sí. Lástima queyo no tuviera la flecha en mis manos…podría haberlo matado a él en esemismo instante.

—Ella lo admitió —dijo el del pelodorado, tenso, mientras tocaba el bordede su vaso con un dedo. Una garra larga,

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letal, se apoyó contra el metal. Yo peleépara mantener tranquila mi respiración.Especialmente cuando él dijo—: Notrató de negarlo.

El inmortal de la máscara de zorrose apoyó en el borde de la mesa; la luzse enredó en el largo cabello rojo. Podíaentender que usara la máscara, con esacicatriz brutal y ese ojo vacío, pero elotro alto fae parecía entero. Tal vez lausaba por solidaridad. Tal vez esoexplicaba esa absurda moda.

—Bueno —gruñó enfurecido elpelirrojo—, ahora estamos obligados atener eso aquí gracias a tu piedad inútil.Así arruinaste…

Yo di un paso adelante, solo un paso.

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No estaba segura de lo que iba a decir,pero que me hablaran así… Mantuve laboca cerrada, pero el paso fuesuficiente.

—¿Disfrutaste al matar a mi amigo,humana? —preguntó el pelirrojo—.¿Dudaste, o el odio en tu corazón tearrastraba con tanta fuerza que nisiquiera pensaste en dejarlo ir? Imaginoque acabar con él fue muy satisfactoriopara una cosita mortal como tú.

El de cabello dorado no dijo nada,pero se le tensó la mandíbula. Mientraslos dos me estudiaban, busqué elcuchillo que no estaba ahí.

—Bueno —continuó diciendo el dela máscara de zorro, mirando otra vez a

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su compañero con gesto despectivo.Seguramente se reiría si yo sacaba unarma contra él—. Tal vez hay una formade…

—Lucien —lo interrumpió mi captorcon tranquilidad; el nombre tenía un ecode desprecio—. Compórtate.

Lucien se puso rígido, pero dio unsalto, alejándose del borde de la mesa, yme hizo una gran reverencia.

—Mis disculpas, señora. Ha sidosolo una broma. Soy Lucien. Cortesano yemisario. —Me dirigió un gesto florido—. Vuestros ojos son como estrellas yvuestro cabello como oro pulido.

Inclinó la cabeza; esperaba que yo lediera mi nombre. Pero decirle cualquier

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cosa sobre mí, sobre mi familia, sobreel lugar del que yo procedía…

—Se llama Feyre —dijo el inmortalque me había apresado. Supuse quehabía oído mi nombre en la choza. Esosojos verdes sorprendentes buscaron losmíos de nuevo y después se volvieronhacia la puerta—. Alis te acompañará atu habitación. Te vendría bien un baño yotra ropa.

Yo no terminaba de decidir si lo queme decía era un insulto o no. Una manofirme se me posó en el hombro y meestremecí. Una mujer obesa de cabellocastaño con una máscara simple depájaro me tomó del brazo y señaló conla cabeza hacia la puerta abierta a

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nuestra espalda. El delantal blanco quellevaba estaba limpio sobre el vestidomarrón hecho en casa. Una sirvienta. Lasmáscaras eran una especie de tendencia,entonces.

Si les importaba tanto la ropa que seponían, lo que se ponían los sirvientes,tal vez eran lo suficientementesuperficiales y vanos para que yoconsiguiera engañarlos a pesar de labanda de guerrero del señor de lamansión. Sin embargo, eran altos fae.Tendría que ser inteligente y paciente yesperar mi momento para escapar. Asíque dejé que Alis me llevara a dondequisiera. Habitación, no celda. Unpequeño alivio, por cierto.

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No había dado ni dos pasos cuandoLucien gruñó:

—¿Esas son las cartas que nos dio elCaldero para jugar esta mano? ¿Ellamató a Andras? No deberíamos haberlomandado allá, ninguno de ellos deberíahaber ido allá. Era una misión estúpida.—El gruñido era más amargo queamenazador. ¿También él podía cambiarde forma?—. Tal vez deberíamos serfirmes por una vez…, tal vez ha llegadoel momento de decir basta. Dejemos a lachica en alguna parte, matémosla…, nome importa; si se queda, va a ser unacarga. Ella preferiría clavarte uncuchillo en la espalda antes que dirigirtela palabra…, y lo mismo haría con

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cualquiera de nosotros.Yo mantuve la respiración tranquila,

la espalda firme y…—No —replicó el otro—. No vamos

a hacer nada hasta que sepamos conseguridad que no hay otra salida. Y encuanto a la chica, se queda. No va asufrir ningún daño. Fin de la discusión.Su vida en esa covacha era ya bastanteinfierno.

Se me arrebolaron las mejillas, soltéel aire retenido y evité mirar a Alismientras sentía sus ojos sobre mí. Unacovacha…, supongo que eso era nuestrachoza comparada con este lugarfabuloso.

—Entonces, tienes un buen trabajo

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por delante, muchacho —dijo Lucien—.Seguramente la vida de ella va a ser unbuen sustituto de la de Andras…; tal vezhasta pueda entrenarse con los otros enla frontera.

Un gruñido de rabia resonó en elaire.

Las paredes brillantes, sin marcas,me tragaron y ya no oí nada.

Alis me llevó por pasillos de oro y platahasta que llegamos a un dormitoriofastuoso en el segundo piso. Admito queno luché demasiado cuando ella y otrosdos sirvientes, enmascarados también,me bañaron, me cortaron el pelo y

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después me frotaron la piel hasta que mesentí como un pollo al que preparan parala cena. Por lo que sabía…, tal vez yofuera la próxima comida de los señores.

Solamente la promesa del alto fae —vivir mis días en Prythian en lugar demorir— impedía que me viniera abajo.Aunque los inmortales que había a mialrededor parecían humanos, exceptopor las orejas, yo nunca había sabidocómo llamaban los altos fae a sussirvientes. Pero no me atreví a preguntarni a dirigirles la palabra, y mucho menoscuando el solo hecho de tener esasmanos sobre mi cuerpo, tenerlos tancerca, bastaba para que debieraconcentrarme en no echarme a temblar.

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Sin embargo, miré el vestido deterciopelo turquesa que Alis habíapuesto sobre la cama y me apreté la batablanca contra el cuerpo, me hundí en unasilla y pedí que me devolvieran mi ropa.Alis se negó, y cuando volví a rogarle,tratando de sonar patética, triste y dignade lástima, salió de la habitación dandoun portazo. Yo no me había puesto unvestido en años. No pensaba empezarentonces, cuando escaparme era laprioridad número uno. Dentro de unvestido no podría moverme confacilidad.

Envuelta en la bata, me quedésentada ahí dejando pasar el tiempo; losúnicos sonidos eran los de los trinos de

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los pajaritos en el jardín del otro ladode las ventanas. Ni gritos, ni ruidosmetálicos de armas, ninguna señal dematanzas y torturas.

El dormitorio era más grande quetoda nuestra choza. Las paredes estabanpintadas de verde claro, decoradas condelicadeza con líneas de oro y moldurastambién doradas. Me habría parecido demal gusto si no fuera porque los mueblesde marfil y las alfombras secomplementaban perfectamente. Lagigantesca cama era de un color similary las cortinas que colgaban de la enormecabecera se movían a causa de la brisaque entraba por las ventanas abiertas. Labata era de la seda más fina que yo

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hubiera visto nunca, con bordes depuntilla, tan simple y exquisita que mesentí tentada a pasar un dedo sobre latela.

Las pocas historias que yo conocíaeran un error, o quinientos años deseparación las habían trastocado. Sí, yoseguía siendo la presa, seguía siendodébil por nacimiento, inútil comparadacon ellos, pero el lugar era… pacífico.Tranquilo. A menos que todo fuera unailusión y la solución a las exigencias deltratado fuera una mentira…, un trucopara hacer que yo me relajara antes dedestruirme. A los altos fae les gustabajugar con la comida.

La puerta crujió y Alis volvió a

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entrar con una pila de ropa en las manos.Levantó una camisa gris empapada.

—¿Esto queréis poneros? —Yo mirécon la boca abierta los agujeros en loscostados y las mangas—. Se hizopedazos apenas las lavanderas lapusieron en el agua. —Levantó unosharapos marrones—. Esto es lo quequedó de vuestros pantalones.

Enterré la palabrota que luchaba porsalir del centro de mi pecho. Tal vezAlis fuera sirvienta, pero podía matarmecon facilidad.

—¿Vais a poneros el vestido,entonces? —quiso saber. Yo eraconsciente de que tenía que levantarme,aceptar, pero me hundí más en la silla.

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Alis me miró un instante y después salióde nuevo.

Volvió con unos pantalones y unatúnica que me quedaban bien, los dos dehermosos colores. Un poco demasiadocomplicados, sí, pero no me quejécuando me puse la camisa blanca nicuando me abotoné la túnica verdeoscura y pasé las manos sobre el hiloáspero, dorado, del bordado de lassolapas. Eso tenía que costar una fortunay le gustaba a una parte de mi mente, laparte que admiraba las cosas hermosas yraras y llenas de colores.

Yo era demasiado joven pararecordar el tiempo anterior a la caída demi padre. Él me había consentido lo

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suficiente como para dejarme entrar ensus habitaciones y, a veces, hasta mehabía explicado lo que valían lasmercancías, pero hacía ya mucho que mehabía olvidado de esos detalles. Eltiempo que pasé en sus oficinas, llenasde perfumes de especias exóticas ymúsica en lenguas desconocidas, era elcentro de la mayoría de mis pocosrecuerdos alegres. No necesitaba saberel valor de lo que había en esahabitación para comprender quesolamente esas cortinas de coloresmeralda —de seda, con terciopelodorado en los bordes— podríanhabernos alimentado durante una vidaentera.

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Un escalofrío me corrió por laespalda. Tal vez hacía días que me habíaido. La carne del venado ya estaríaterminándose en la choza.

Alis me arrastró hacia una silla bajafrente al hogar oscurecido por el fuego,y no me resistí cuando me pasó el peinepor el cabello y empezó a trenzármelo.

—No sois mucho más que piel yhuesos —dijo, los dedos hundidos en micabellera.

—Es lo que le hace el invierno a lospobres mortales —respondí, luchandopara que no se notara la agresividad enla voz.

Ella ahogó una risa.—Si sois sensata, mantened la boca

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cerrada y los oídos bien abiertos. Os vaa ir mejor que con la lengua suelta. Yestad siempre alerta…, hasta lossentidos traicionan aquí. —Traté de noasustarme por esa advertencia. Aliscontinuó—: Algunos van a estar furiosospor Andras. Es lógico. Para mí Andrasfue un buen centinela, pero él ya sabía alo que podía enfrentarse cuandoatravesara el muro…, sabía queencontraría problemas. Y los otrosentienden los términos del tratado,aunque tal vez estén resentidos porvuestra presencia aquí. Estáis aquígracias a la naturaleza piadosa denuestro señor. Así que bajad la cabeza ynadie va a molestaros. Aunque

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Lucien…, bueno, a ese le vendría bienque alguien le ladrara un poco si vostenéis el coraje de hacerlo.

Yo no lo tenía, y cuando iba apreguntarle a quién debía evitar, ella yahabía terminado con mi pelo y salíahacia el pasillo.

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CAPÍTULO

7

El alto fae de cabellos dorados y Lucienestaban sentados a la mesa cuando Alisme condujo al comedor. Ya no había

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platos frente a ellos, pero los dosseguían tomando tragos cortos en copasde oro. Oro verdadero, no pintado nichapado. Me pasaron por la mentenuestros cubiertos, todos diferentes entresí, mientras me detenía en medio de lahabitación. Tanta riqueza…, tantariqueza deslumbrante, y nosotros sinnada.

«Bestia medio salvaje», me habíallamado Nesta. Pero comparada con él,comparada con este lugar, comparadacon la forma elegante con que ellossostenían las copas de oro, la forma enque el de pelo dorado me había llamadohumana…, nosotros éramos las bestiasmedio salvajes. Aunque ellos fueran los

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que podían meterse en una piel con peloy garras.

La comida seguía en la mesa, lacombinación de aromas de las especiasme llamaba por el aire. Me estabamuriendo de hambre, me sentíaterriblemente mareada.

La máscara del alto fae de cabellodorado brillaba con los últimos rayosdel sol de la tarde.

—Antes de que me preguntes denuevo, te aviso: no va a pasarte nada sicomes. —Indicó la silla al otro lado dela mesa. No vi señal alguna de lasgarras. Cuando no me moví, suspiró confuerza—. ¿Qué quieres, entonces?

No dije nada. Comer, escaparme,

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salvar a mi familia…Lucien habló con mucha lentitud

desde el otro lado de la mesa.—Te lo dije, Tamlin. —Volvió la

mirada a su amigo—. Tus habilidadescon las hembras se han oxidado un pocoen las últimas décadas.

Tamlin. Él miró a Lucien con furia, yse removió en la silla. Yo traté de noponerme rígida frente a la otrainformación que había dejado escaparLucien: «Décadas».

Tamlin no parecía mucho mayor queyo, pero su especie era inmortal. Tal veztenía cientos de años. Miles. La boca seme secó cuando estudié esas caras raras,enmascaradas…, no humanas, primarias,

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imperiosas. Como dioses inmóviles ocortesanos salvajes.

—Bueno —dijo Lucien; el único ojoque le quedaba estaba ahora fijo en mí—, después de todo no tienes tan malaspecto. Un alivio, supongo, ya que vasa vivir con nosotros. Aunque la túnicano es tan bonita como un vestido.

Lobos listos para saltar sobre lapresa, eso eran, como su amigo muerto.Yo era totalmente consciente de misituación, y tomé aire para decir:

—Preferiría no usar vestido.—¿Y por qué no? —preguntó Lucien

con voz suave. Fue Tamlin el quecontestó por mí.

—Porque matarnos es más fácil en

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pantalones.Mantuve la cara impasible y obligué

a mi corazón a calmarse mientras decía:—Ahora que estoy aquí, ¿qué

pensáis hacer conmigo?Lucien hizo un ruidito despectivo,

pero Tamlin ladró impaciente:—Siéntate.Había una silla vacía cerca del

extremo de la mesa. Tanta comidacaliente y cubierta de especiastentadoras… Seguramente los sirvienteshabían llevado más mientras yo melavaba. Tanto gasto inútil. Cerré lasmanos hasta que se convirtieron enpuños.

—No vamos a morderte. —Los

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dientes blancos de Lucien brillaron deuna forma que sugería lo contrario. Yoevité la mirada, evité ese ojo metálico,extraño, animado, que ponía el foco enmí mientras me acercaba muy despacio ala silla y me sentaba.

Tamlin se levantó, caminó alrededorde la mesa, acercándose cada vez más;sus movimientos eran suaves y letales,un predador cuya sangre era poder puro.Me supuso un esfuerzo quedarme quieta,sobre todo cuando él cogió un plato, melo acercó y puso algo de carne y salsa enél.

Dije con la voz tranquila:—Puedo servirme sola. —Cualquier

cosa, cualquiera, con tal de mantenerlo

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lejos de mí.Tamlin se detuvo, tan cerca que un

movimiento rápido de esas garras queacechaban bajo la piel podría habermedesgarrado el cuello. ¿Por eso era que labanda de cuero no tenía armas? ¿Quiénlas necesitaba cuando uno mismo era unarma?

—Es un honor para un ser humanoque lo sirva un alto fae —dijo él con lavoz ronca.

Yo tragué saliva. Él siguió apilandocomida en el plato. Se detuvo solocuando este estuvo repleto de carne,salsa y pan, y después me llenó el vasode vino blanco, brillante. Solté el aireretenido cuando volvió a su asiento, y

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seguramente él lo oyó.No quería otra cosa que enterrar la

cara en el plato y comer y seguircomiendo todo lo que había en la mesa,pero apreté las manos contra los muslosy miré con detenimiento a los dosinmortales.

Ellos me observaron, los ojosdemasiado fijos para que fuera unamirada casual. Tamlin se enderezó unpoquito.

—Tienes…, tienes mejor aspectoque antes.

¿Era un cumplido? Yo podría haberjurado que Lucien le hacía un gesto deasentimiento a Tamlin.

—Y tienes el cabello… limpio.

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Tal vez era el hambre desesperadaque tenía lo que me llevaba a alucinarese pobre intento de halago. Sinembargo, me recliné en la silla y hablé,sin levantar la voz, como le hubierahablado a cualquier predador.

—¿Sois alto fae…, de la nobleza delos inmortales?

Lucien tosió y miró a Tamlin.—Creo que eres capaz de contestar

eso.—Sí —asintió Tamlin, con el

entrecejo fruncido como si buscara algoque decirme. Después, se decidió ycontinuó—: Los dos somos altos fae.

De acuerdo. Un hombre…, uninmortal… de pocas palabras. Yo había

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matado a su amigo, era una invitada noquerida. Claro que él no tenía ganas dehablarme.

—¿Qué vais a hacer conmigo ahoraque estoy aquí?

Los ojos de Tamlin seguían fijos enmí.

—Nada. Haz lo que tú quieras.—Entonces, ¿no soy vuestra

esclava? —me atreví a preguntar. Luciense ahogó con el vino. Pero Tamlin nosonrió.

—No tenemos esclavos.Disimulé el alivio de la tensión en el

pecho.—¿Y qué hago con mi vida aquí,

entonces? —insistí—. ¿Queréis que me

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gane…, que me gane lo que como? ¿Quetrabaje? —Si él no lo había pensadoantes era una estupidez hacer esapregunta, pero yo tenía… tenía quesaber.

Tamlin se puso tenso.—Lo que hagas con tu vida no es

problema mío.Lucien se aclaró la garganta con

mucha intención y Tamlin le echó unamirada furiosa. Después de unintercambio que no entendí, Tamlinsuspiró y dijo:

—¿No… no tienes pasatiempos?—No. —No era verdad, pero no

pensaba explicarle que me gustabapintar. No cuando aparentemente le

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costaba tanto hablarme de formacivilizada.

Lucien musitó:—Tan típico de los humanos…La boca de Tamlin se ladeó en una

mueca.—Haz lo que quieras con tu tiempo.

Pero no te metas en problemas.—Así que pensáis retenerme para

siempre. —Lo que yo quería decir era:«Así que voy a quedarme en medio deeste lujo mientras mi familia se muerede hambre…».

—Yo no hice las reglas —dijoTamlin, lacónico.

—Mi familia se está muriendo, semueren de hambre —dije. No me

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importaba ponerme de rodillas yrogar… No era por eso. Había dado mipalabra y la había mantenido tantotiempo que no era nada ni nadie sin ella—. Por favor, dejadme ir. Tiene quehaber… tiene que haber una manera dedarles otra interpretación a las reglasdel tratado…, otra forma de expiar loque hice.

—¿Expiar? —dijo Lucien—. ¿Tedisculpaste acaso?

Por lo visto, se habían terminado losintentos de halagarme. Así que miré aLucien directamente al ojo que lequedaba y dije:

—Lo lamento.Lucien se inclinó hacia atrás en la

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silla.—¿Cómo lo mataste? ¿Fue una lucha

sangrienta o un asesinato a sangre fría?Se me tensó la espalda.—Le disparé una flecha de madera

de fresno. Y después una común en elojo. No peleó. Tras el primer ataque, loúnico que hizo fue mirarme.

—Pero lo mataste de todosmodos…, lo mataste aunque no hizoningún movimiento para atacarte. Ydespués le arrancaste la piel —siseóLucien.

—Basta, Lucien —interrumpióTamlin a su amigo. Su voz fue como unladrido—. No quiero oír ningún detalle.—Se volvió hacia mí, oscuro, brutal,

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inflexible.Yo hablé antes de que él pudiera

decir nada.—Mi familia no va a durar ni un mes

sin mí. —Lucien soltó una risita y yoapreté los dientes—. ¿Sabéis lo que estener hambre? —pregunté mientras larabia devoraba mi sentido común—.¿Sabéis lo que es no tener ni idea decuándo vas a comer de nuevo?

La mandíbula de Tamlin se habíapuesto tensa.

—Tu familia está viva y bienatendida. ¿Tan baja es tu opinión de losinmortales que crees que soy capaz dellevarme a su única fuente de ingresos yalimento y no reemplazarla?

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Yo me enderecé.—¿Lo juráis? —Aunque los

inmortales no podían mentir, tenía queasegurarme.

Se rio con incredulidad.—Por todo lo que soy y lo que

poseo.—¿Por qué no me lo dijisteis cuando

salimos de la choza?—¿Me habrías creído? ¿Me crees

ahora? —Las garras de Tamlin sehundieron en los apoyabrazos de susilla.

—¿Por qué iba a creer una solapalabra que vos me dijerais? Vosotrossois maestros en enredar las verdades yusarlas en vuestro beneficio.

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—Algunos dirían que es pocosensato insultar a un fae en su propiacasa —gruñó Tamlin—. Algunos diríanque deberías estar agradecida conmigoporque te encontré antes de que otro demi especie se presentara a cobrar ladeuda, agradecida conmigo porperdonarte la vida y ofrecerte laoportunidad de vivir rodeada de estacomodidad.

Me puse de pie de un salto. ¡A lamierda la sensatez! Estaba por derribarla silla cuando unas manos invisibles mecogieron de los brazos y me volvieron asentar.

—No hagas lo que estás pensandohacer, sea lo que sea —dijo Tamlin. Me

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quedé inmóvil mientras el olor de lamagia me rozaba la nariz. Traté deretorcerme en la silla, busqué los lazosinvisibles. Pero tenía los brazos biensujetos y la espalda aplastada contra lamadera con tanta fuerza que me dolía.Miré el cuchillo junto al plato. Deberíahaberlo levantado primero…, fuera o noun esfuerzo inútil.

—Te lo voy a decir una sola vez. —La voz de Tamlin era amenazadoramentesuave—. Solo una y después quedará entus manos, humana. No me importa si tevas a vivir a otro lugar de Prythian. Perosi cruzas el muro, si te escapas, nadie vaa seguir cuidando a tu familia.

Esas palabras fueron como si

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hubiera lanzado piedras contra micabeza. Si me escapaba, si trataba dehuir, con toda probabilidad él hundiría ami familia. Y aunque me atreviera acorrer ese riesgo…, aunque consiguierallegar hasta ellos, ¿adónde los llevaría?No podía meter a mis hermanas en unbarco…, cuando llegáramos al lugar queeligiéramos, fuera cual fuese, un lugarseguro, no tendríamos dónde vivir. Peroque él usara el bienestar de mi familiacomo arma contra mí, que amenazara susupervivencia si yo no obedecía…

Abrí la boca, pero su vozdespectiva, su grito, hizo vibrar losvasos.

—¡¿No te parece justo?! Y si te

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escapas, tal vez no tengas tanta suertecon el que vaya a buscarte la próximavez. —Volvió a esconder las garrasdentro de los nudillos—. La comida noestá encantada, no tiene drogas y esculpa tuya si te desmayas. Así que vas asentarte a esa mesa, Feyre, y vas acomer. Y Lucien va a hacer todo lo quepueda para ser cortés. —Echó unamirada aguda en dirección a su amigo.Lucien se encogió de hombros.

Los lazos invisibles se aflojaron yyo hice una mueca mientrasdesentumecía las manos al lado de lamesa. Los lazos en las piernas y en lacintura seguían ahí. Una mirada a losojos ardientes, verdes, de Tamlin me

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dijo lo que yo quería saber: era suinvitada, pero no iba a levantarme de lamesa hasta que hubiera comido algo.Pensaría más tarde en mi súbito cambiode planes. Ahora… ahora miré eltenedor de plata y lo levanté con muchocuidado.

Me vigilaban, vigilaban todos mismovimientos, hasta el temblor de lanariz cuando olí la comida que tenía enel plato. No parecía haber ningún aromametálico. Y los inmortales no mentían.Así que él había dicho la verdad sobrela comida. Pinché un pedacito de pollo yme lo metí en la boca.

Fue un esfuerzo no dejar escapar ungemido. No había probado nada

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semejante en años. Comparado con eso,incluso lo que comíamos antes de laruina de mi padre sabía a ceniza. Mecomí el plato entero en silencio,demasiado consciente de la mirada delos altos fae, que controlaban cadamordisco, pero cuando estiré la manopara coger otro pedazo de tarta dechocolate, la comida desapareció.Desapareció bruscamente como si nuncahubiera existido, y no quedó ni una miga.

Me tragué lo que tenía en la boca,apoyé el tenedor en la mesa para que novieran que me temblaba la mano.

—Un bocado más y lo hubierasvomitado todo —dijo Tamlin mientrastomaba un trago de su copa.

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Los lazos que me retenían seaflojaron. Era un permiso silenciosopara que me retirara.

—Gracias por la comida —dije. Eralo único que se me ocurría.

—¿No vas a quedarte a tomar algode vino? —dijo Lucien, como un venenosuave, desde donde estaba sentado.

Puse las manos sobre losapoyabrazos de mi asiento paralevantarme.

—Estoy cansada. Me gustaríadormir.

—Hace décadas que no veo a uno devosotros. —Lucien hablaba despacio—.Pero vosotros no cambiáis nunca, asíque no creo equivocarme cuando

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pregunto por qué razón os parece tandesagradable nuestra compañía cuandoes probable que los hombres de allá nosean gran cosa.

En el otro extremo de la mesa,Tamlin le echó una mirada larga, deadvertencia. Lucien lo ignoró.

—Vos sois alto fae —dije tensa—.Os preguntaría entonces para qué osmolestáis en invitarme…, en cenarconmigo. —Qué tonta era… Esos dospodrían haberme matado cien veces.

Lucien dijo:—Cierto. Pero hazme un favor y

contesta: eres una mujer humana y sinembargo prefieres comer carbón antesque sentarte con nosotros más de lo

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necesario. Olvida esto. —Hizo un gestoleve hacia el ojo de metal y la cicatrizbrutal que le cruzaba la cara—.Seguramente no somos tan feos. —Típica arrogancia inmortal. Por lomenos en eso las leyendas tenían razón.Me guardé ese pensamiento—. A menosque tengas a alguien en tu casa. A menosque haya una fila de pretendientes en lapuerta de tu covacha que haga quenosotros te parezcamos gusanos…

Había mucho de rabia en eso, y sentícierta satisfacción cuando dije:

—Tenía un trato cercano con unhombre de mi aldea.

Antes de que ese tratado mearrancara de ahí, antes de que fuera

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tan claro que los altos fae puedenhacernos lo que quieran y nosotros notenemos con qué devolver el golpe.

Tamlin y Lucien intercambiaronmiradas, pero fue Tamlin el quepreguntó:

—¿Estás enamorada de ese hombre?—No —dije, con voz tan indiferente

como pude. No era mentira, y si yohubiera sentido algo así por Isaac, mirespuesta habría sido la misma. Ya erabastante que un alto fae supiera queexistía mi familia. No necesitabaagregar a Isaac a esa lista.

Por segunda vez, se volvieron amirar.

—¿Amas a otro? —preguntó Tamlin

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a través de los dientes apretados. A míse me escapó una risa histérica.

—No. —Los miré a los dos. Quéestupidez. Esos seres letales,inmortales…, ¿no tenían nada mejor quehacer?—. ¿En serio es eso lo quequeréis saber sobre mí? ¿Si sois máshermosos para mí que los hombreshumanos? ¿Si tengo un hombre en casa?¿Para qué os preocupáis por preguntarlosi estoy condenada a quedarme aquídurante el resto de mi vida? —Unacorriente roja de rabia me corrió por lossentidos.

—Queremos saber más de ti porquevas a quedarte durante un buen tiempo—dijo Tamlin; sus labios eran como una

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línea fina—. Pero la vanidad de Luciensuele ganar a sus modales. —Suspirócomo si estuviera listo para acabarconmigo y dijo—: Vete a descansar. Lamayor parte de los días estamos muyocupados, así que si necesitas algo,pídeselo al personal. Ellos seencargarán.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por quésois tan generoso?

Lucien me observó con una miradaque sugería que él tampoco tenía ni idea,que al fin y al cabo yo había matado a suamigo, pero Tamlin fijó los ojos en mídurante un largo momento.

—Porque mato demasiado —dijopor fin, encogiendo los anchos hombros

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—. Y tú eres lo suficientementeinsignificante como para no molestar enestas tierras. A menos que decidasempezar a matarnos.

Un calor leve me subió a lasmejillas, al cuello. Insignificante…, sí,yo era insignificante para esas vidas,insignificante frente a ese poder. Taninsignificante como los dibujosdesvaídos, descascarillados, que habíapintado en la choza.

—Bueno…, gracias —dije, aunqueno sentía ningún tipo de agradecimiento.

Él inclinó la cabeza en un gestodistante y me hizo un ademán para queme fuera. Despedida. Como ladespreciable humana que era. Lucien

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levantó el mentón y me mostró unamedia sonrisa perezosa.

Ya había tenido suficiente. Me pusede pie y retrocedí hacia la puerta.Darles la espalda habría sido comodarle la espalda a un lobo que podíadecidir en un instante si matarme operdonarme la vida. Ellos no dijeronnada cuando me deslicé por la puerta ysalí al pasillo.

Un momento después, la risa comoun ladrido de Lucien hizo eco en lospasillos, seguida por un gruñido agudo,feroz, que lo obligó a callarse.

Esa noche dormí a ratos; la traba quecerraba la puerta de mi habitaciónparecía una burla.

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Me desperté por completo antes delalba, pero seguí mirando el techoadornado con filigranas, cómo se colabala luz creciente entre las cortinas,saboreando la suavidad del colchón. Encasa, yo salía de la choza apenasamanecía, aunque mis hermanas mechistaban para que no hiciese ruidotodas las mañanas, enojadas porque yolas despertaba temprano. Si hubieraestado en casa, ya habría ido a losbosques, no habría querido perder ni unmomento de la preciosa luz del sol,estaría escuchando la charla adormiladade los pocos pájaros del invierno. En

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lugar de eso, ese dormitorio y la casamás allá de las paredes se hallaban ensilencio; la enorme cama, desconocida yvacía. Una pequeña parte de míextrañaba la tibieza de los cuerpos demis hermanas contra el mío.

Nesta estaría estirando las piernas ysonriendo en ese espacio más grande.Seguro que me imaginaba en el vientrede un inmortal; probablemente eso lasatisfacía y contaría la noticia parahacerse la víctima con los aldeanos. Talvez mi fatídico destino haría que algunosentregaran, compasivos, unas sobras ami familia. O tal vez Tamlin les habíadado suficiente dinero o comida, o loque él supusiera que significaba

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«cuidarlos», y así sobrevivirían eseinvierno. O tal vez los aldeanos sehabían puesto en contra de mi familia,tal vez no querían que los asociaran conPrythian, tal vez los habían echado de laaldea.

Enterré la cabeza en la almohada ysubí las mantas más arriba. Si Tamlin leshabía dado algo, y si esos beneficiosfueran a terminar apenas yo cruzara elmuro, seguramente en lugar de festejarmi regreso lo lamentarían.

«Tienes el cabello… limpio».Un cumplido patético. Yo suponía

que si él me había invitado a vivir ahí,me había perdonado la vida, no era deltodo… malvado. Quizá había estado

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tratando de suavizar de algún modo laforma horrible en que nos habíamosconocido. Quizá habría una forma depersuadirlo de que encontrase unresquicio para hacer que la magia deltratado me dejara ir. Y si no unresquicio, puede que una persona…

Estaba pasando de un pensamiento aotro, intentando entender ese laberintode sucesos, cuando oí un ruido en latraba de la puerta y…

Un golpe y un alarido. Me puse enpie de un salto y encontré a Alisderrumbada en el suelo. La soga quehabía hecho con los adornos de lascortinas colgaba suelta desde el lugar enque la había colocado para que golpeara

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la cara de cualquiera que entrase en lahabitación. No había podido hacer másque eso.

—Perdón, perdón —balbucí, y saltéde la cama, pero Alis ya se habíalevantado y refunfuñaba mientras sealisaba el delantal. Frunció el entrecejo,mirando la soga que colgaba de ungancho.

—¿Qué es esto?, ¡por el sagradonombre del Caldero…!

—No supuse que entraría nadie tantemprano. Pensaba sacarlo y…

Alis me examinó de pies a cabeza.—¿Y creéis que un poquito de soga,

un golpe en la cara, va a impedir que osrompa los huesos? —Se me congeló la

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sangre en las venas—. ¿Pensasteis queesto nos haría algo… a cualquiera denosotros?

Yo me habría seguido disculpandode no ser por el desprecio que noté ensus palabras. Crucé los brazos.

—Es solo una alarma para tenertiempo para huir. No una trampa.

Ella parecía dispuesta a escupirme,pero de pronto entrecerró los ojos.

—No sois más rápida que nosotros,muchacha —dijo.

—Lo sé —asentí, con el corazón porfin tranquilo—. Pero prefiero estarpreparada ante la muerte.

Alis ladró una risa.—Mi señor os dio su palabra:

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podéis vivir aquí. Vivir, no morir.Nosotros obedecemos. —Estudió elpedazo de soga que colgaba frente a ella—. ¿Teníais que arruinar esas hermosascortinas?

Yo no quería… traté de impedirlo,pero me surgió en los labios una sonrisa.Alis se dirigió con grandes zancadashasta lo que quedaba de las cortinas ylas abrió; al otro lado, el cielo seguíasiendo de un color azul oscuro, casinegro, con pinceladas de tonos magentay naranja de la aurora creciente.

—Perdón —me disculpé de nuevo.Alis hizo chasquear la lengua.—Por lo menos estáis dispuesta a

luchar, muchacha. Eso tengo que

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admitirlo.Abrí la boca para contestar, pero en

ese momento entró otra sirvienta con unamáscara de pájaro y una bandeja con eldesayuno en la mano. Me deseó buenosdías en tono cortante, puso la bandeja enuna mesita junto a la ventana ydesapareció en la cámara de baño queestaba a un lado. El sonido del aguacorriente llenó la habitación.

Me senté a la mesa y estudié laavena, los huevos y la panceta…, sí,panceta. La comida seguía siendoparecida a la que conocíamos al otrolado del muro. No sé por qué habíaesperado otra cosa. Alis sirvió una tazade algo que se parecía al té en aspecto y

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en olor: aromático, de cuerpo fuerte, sinduda importado y muy costoso. Prythiany mi tierra no eran exactamente lugaresfáciles de alcanzar.

—¿Qué es este lugar? —preguntécon voz tranquila—. ¿Dónde está estelugar?

—Es seguro, y eso es lo único quehace falta que sepáis —dijo Alis,dejando la tetera sobre la mesa—. Almenos esta casa lo es. Si vais a estarhusmeando por ahí, manteneos alerta.

Bien. Si ella no iba a responder aeso… lo intentaría de otro modo.

—¿De qué clase de… inmortalesdebo cuidarme?

—De todos —respondió—. La

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protección de mi señor solo funciona eneste territorio. Van a perseguiros y amataros únicamente por ser humana…, yeso sin contar lo que le hicisteis aAndras.

Otra respuesta inútil. Me dediqué ami desayuno, saboreando cada sorbo deté, y ella se dirigió a la cámara de baño.Cuando terminé de comer y de bañarme,rechacé la oferta de Alis y me vestí conotra túnica exquisita, esta de un púrpuratan profundo que podría haber sidonegro. Deseaba saber el nombre de esecolor. Me puse las botas marrones quehabía usado la noche anterior, y cuandome senté frente a la cómoda de mármolpara que Alis me trenzara el cabello,

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hice una mueca al observar mi reflejo.No era agradable…, aunque no por

el aspecto. Tenía la nariz bastante recta,rasgo que había heredado de mi madre.Recordaba todavía cómo arrugaba lanariz para expresar una alegría fingidacuando uno de sus amigos fabulosamentericos hacía una broma en absolutodivertida. Pero por lo menos tenía laboca de rasgos suaves, como mi padre,aunque esa boca convertía en una burlalas mejillas demasiado hundidas. Noquise mirarme los ojos levementerasgados hacia arriba. Yo sabía quehabría visto a Nesta o a mi madremirándome. A veces me habíapreguntado por qué se había sentido tan

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insultada mi hermana por mi aspecto. Yono era tan fea, pero… tenía demasiadoen mí de personas que habíamos amadoy odiado para que Nesta lo tolerara.Para que yo lo tolerara.

Aunque suponía que para Tamlin…,para un alto fae acostumbrado a labelleza etérea, sin mácula, había sidodifícil encontrar un cumplido parahacerme. Maldito inmortal.

Alis terminó de hacerme la trenza yyo salté desde el taburete antes de queella pudiera ponerme flores en el pelo;las había llevado en una canasta. Habríavivido según correspondía a mi nombresi no hubiera sido por la pobreza, peronunca me había importado demasiado el

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aspecto. La belleza no significaba nadaen el bosque.

Cuando le pregunté a Alis qué teníaque hacer ahora —qué tenía que hacercon el resto de mi vida mortal—, ella seencogió de hombros y sugirió unacaminata por los jardines. Casi me reí,pero mantuve la lengua quieta. Habríasido una tontería ofender a aliadospotenciales. Dudaba que ella tuviera eloído de Tamlin y todavía no podíapreguntarle según qué, pero por lomenos la charla me daba la oportunidadde entender en parte lo que merodeaba… y averiguar si había alguienque pudiera hablarle a Tamlin por mí.

Los pasillos estaban silenciosos y

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vacíos, lo que era raro para unas tierrastan grandes. Había oído los nombres deotros inmortales la noche anterior, perono había visto ni oído señales de ellos.En los pasillos flotaba una brisa fragantecon perfume a… jacintos —los conocíaaunque solo fuera de haberlos visto en eljardincito de Elain— y arrastrabaconsigo el trino agradable de unverderón, un pájaro que en casa nohabríamos oído hasta dentro de variosmeses, si es que alguna vez lo oíamos.

Casi había llegado a la escaleraprincipesca cuando me fijé en laspinturas.

El día anterior no me habíapermitido mirar, pero ahora, en el

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pasillo vacío, sin nadie que me viera…,me detuvo un rayo de color sobre elfondo sombrío, triste, una rebeldía decolor y textura que me obligó apermanecer frente al marco dorado.

Nunca…, nunca había visto nadasemejante.

«Es una naturaleza muerta, nadamás», se dijo una parte de mí. Y eso era:un florero de cristal verde con un ramovariado de flores que se abrían desde laboca estrecha del mismo, pimpollos ypétalos de todas las formas, tamaños ycolores: rosas, tulipanes, peonías,campanillas azules, botones de oro,lazos de novia…

La habilidad con que se había hecho

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esa pintura tan parecida a la vida, másviva que la propia vida… Solamente unflorero contra un fondo oscuro… peromucho más que eso: las flores parecíanvibrar con una luz propia, comodesafiando las sombras que se reunían asu alrededor. La maestría que senecesitaba para hacer que el florerocaptara esa luz, redoblara la luz dentrodel agua, como si tuviera peso propiosobre el pedestal de piedra… Eraincreíble.

Lo hubiera mirado durante horas —mirar las innumerables pinturascolocadas a lo largo de ese únicopasillo me habría llevado todo el día—,pero… el jardín. Planes.

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Y sin embargo, cuando me alejécaminando, me fue imposible negar queel lugar donde me encontraba era muchomás… civilizado de lo que yo habíaesperado. Pacífico, incluso, aunque mecostara admitirlo.

Y si los altos fae eran más amablesde lo que me habían hecho creer lasleyendas y los rumores humanos,entonces tal vez no fuera tan difícilconvencer a Alis de mi desdicha. Si mela ganaba, si la convencía de que eltratado se había equivocado al pedir esepago, tal vez ella intentaría encontraruna forma de que yo pagara la deuda y…

—Tú —dijo alguien, y salté haciaatrás un paso. Bajo la luz de las puertas

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de cristal que daban al jardín sedibujaba una enorme silueta masculina.

Tamlin. Llevaba puesta su ropa deguerrero, cortada para resaltar su cuerpoatlético. Tenía tres simples cuchilloscolocados en la banda de cuero, tanlargos como para pensar que era muycapaz de destriparme tan fácilmente conellos como con las garras de bestia queescondía bajo la piel. Llevaba el pelorubio recogido hacia atrás. Su caradespejada revelaba las orejaspuntiagudas y la máscara extraña,hermosa.

—¿Adónde vas? —dijo, con voz lobastante brusca como para sonar casicomo una orden. «Tú…». Me pregunté

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si recordaba mi nombre.Tardé un momento en obligar a mis

piernas a que se enderezaran desde miposición en cuclillas.

—Buenos días —dije sin expresión.Era un saludo mejor que: «Tú»—.Dijisteis que podía pasar mi tiempocomo quisiera. No sabía que estaba bajoarresto en la casa.

Su mandíbula volvió a tensarse.—Claro que no estás bajo arresto.Mientras él mascaba aquellas

palabras, yo no conseguí ignorar labelleza pura, masculina, de su fuertemandíbula, la riqueza de la piel tostada,dorada. Era probable que fueraatractivo… si se sacara la máscara.

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Cuando se dio cuenta de que no iba acontestarle, me mostró los dientes en loque yo supuse que era un intento desonrisa y dijo:

—¿Quieres una visita guiada?—No, gracias —me las arreglé para

decir, consciente de cada movimientoincómodo que hacía mi cuerpo mientraslo rodeaba para seguir adelante, hacia eljardín.

Él me cortó el paso… y se acercótanto que tuve que retroceder.

—He estado sentado ahí dentro todala mañana. Necesito aire. —«Y tú erestan insignificante que no memolestarías».

—Estoy bien —dije, tratando de

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alejarme como por casualidad—. Yahabéis sido demasiado generosoconmigo… —Procuré sonar como si losintiera.

Una media sonrisa no tan agradable.No estaba acostumbrado a que lorechazaran; de eso no tuve dudas.

—¿Tienes algún problema enparticular conmigo?

—No —respondí con tranquilidad, yme fui caminando por la puerta.

Él dejó escapar un ruido despectivo.—No voy a matarte, Feyre. Yo no

rompo mis promesas.Casi me caí por los escalones que

bajaban al jardín porque me volví paramirarlo por encima del hombro. Él

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permaneció de pie, sin moverse, tansólido y ceremonioso como las pálidaspiedras de la mansión.

—Matarme no… Pero ¿y hacermedaño? Esas palabras, ¿son una trampa?¿Una que puede usar Lucien contramí…, o cualquier otro en este lugar?

—Tienen órdenes estrictas de notocarte.

—Pero sigo atrapada en vuestroreino, y por romper una regla que yo nisiquiera sabía que existía. ¿Por quéestaba vuestro amigo en los bosques esedía? Yo creía que el tratado prohibía alos inmortales entrar en nuestras tierras.

Él se limitó a mirarme. Me preguntési no habría ido demasiado lejos. Tal

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vez lo había provocado en exceso.Quizá él se daba cuenta de por qué se lohabía preguntado.

—Ese tratado —dijo él contranquilidad— no nos prohíbe hacernada, no a nosotros, nada exceptoesclavizar a humanos. El muro es uninconveniente. Si quisiéramos,podríamos atravesarlo y matarlos atodos.

Puede que estuviera obligada a viviren Prythian para siempre, pero mifamilia… Me atreví a preguntar:

—¿Y a vos os gustaría hacerlo?Él me miró de arriba abajo, como si

estuviera decidiendo si yo valía elesfuerzo de darme una explicación.

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—No tengo interés en las tierras delos mortales, aunque desconozco lasintenciones de los otros de mi especie.

Pero seguía sin contestar a mipregunta.

—Entonces ¿qué estaba haciendovuestro amigo allí?

Tamlin se quedó inmóvil. Tenía unagracia extraterrenal, primaria, hasta enla respiración.

—Hay…, hay una enfermedad enestas tierras. En todo Prythian. Ya hacecincuenta años que existe. Por eso estacasa y estas tierras están tan vacías. Lamayoría de los míos se marcharon. Lapeste se extiende lentamente, pero hahecho que la magia actúe… de una

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manera extraña. Mis poderes tambiénestán disminuidos. Estas máscaras —setocó la suya—…, estas máscaras son elresultado de un brote de la enfermedadque tuvimos durante un baile dedisfraces hace cuarenta y nueve años. Yseguimos sin poder sacárnoslas.

Atrapados detrás de las máscaras…durante casi cincuenta años. Yo mehubiera vuelto loca, me habríaarrancado la piel de la cara.

—No llevabais máscara cuandoerais una bestia… y vuestro amigotampoco.

—La peste es cruel.Vivir como bestia o vivir con la

máscara.

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—¿De qué… de qué clase deenfermedad se trata?

—No es una enfermedad, enrealidad no es una plaga en el sentidoestricto. Tiene que ver solamente con lamagia, con los que viven en Prythian.Andras había atravesado el muro ese díaporque lo mandé a buscar una cura.

—¿Y puede perjudicar a loshumanos? —Se me retorció el estómago—. ¿Se va expandir al otro lado delmuro?

—Sí —asintió él—. Hay… hay unaposibilidad de que afecte a los mortalesy a su territorio. Más que eso, no lo sé.Se mueve con lentitud y tu especie está asalvo por ahora. No ha progresado en

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décadas… La magia parece estableaunque está débil. —Que hubieraadmitido todo eso decía muchísimosobre la forma en que él se imaginabami futuro: yo nunca volvería a casa,nunca me encontraría con otro serhumano a quien pudiera darle noticiasde esa vulnerabilidad secreta.

—Una mercenaria me dijo que creíaque tal vez los inmortales estabanpreparándose para atacar. ¿Estárelacionado con esto?

Un rastro de sonrisa, tal vez un toquede sorpresa.

—No lo sé. ¿Hablas mucho conmercenarios?

—Hablo con cualquiera que se

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moleste en decirme algo útil.Él se irguió y solamente su promesa

de no matarme impidió que yo mecubriera para defenderme. Entoncesechó los hombros hacia atrás, comointentando ignorar el insulto.

—Ese cable que ataste en tuhabitación, ¿era para mí?

Hice un ruido con los labios.—¿No os parece lógico por mi

parte?—Tal vez pueda vivir dentro de la

forma de un animal, Feyre, pero soycivilizado.

Así que recordaba mi nombre. Perole miré las manos, las puntas de lasgarras, afiladas como navajas, que se

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insinuaban a través de la piel tostada.Él notó la mirada y ocultó las manos

detrás de la espalda.—Te veré a la hora de la cena —

dijo con voz afilada.No era una pregunta, y yo asentí

mientras me alejaba entre los setos; nome importaba adónde ir, lo único quequería era que él se quedara muy atrás.

Una enfermedad en sus tierras queafectaba a la magia y secaba el poderque tenían… Una peste mágica que talvez un día llegaría al mundo humano.Después de tantos siglos sin magia,nosotros no teníamos defensa contraella, contra lo que fuera que eso pudierahacerles a los humanos.

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Me pregunté si algún alto fae sepreocuparía por avisar a los míos. Nome llevó mucho tiempo encontrar larespuesta.

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CAPÍTULO

8

Fingí pasear a través de los jardinesexquisitos y silenciosos, memorizandomentalmente los senderos y lugares

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donde esconderme si es que alguna vezlo necesitaba. Él se había llevado misarmas y yo no era estúpida: sabía que noencontraría un fresno en esta tierra. Perosi la banda de cuero que él llevabaestaba llena de cuchillos, tenía quehaber una armería en alguna parte. Y sino, encontraría otras armas, las robaríasi hacía falta. Por si acaso.

La noche anterior, después deexplorar, había descubierto que miventana no tenía rejas. Salir de lahabitación y bajar por las glicinias nopodía ser demasiado difícil; yo habíatrepado a muchos árboles y no teníamiedo a las alturas. No es que yahubiera pensado en escapar, pero… por

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lo menos era bueno saber cómo hacerlosi alguna vez estaba lo bastantedesesperada como para correr eseriesgo.

No dudaba de la afirmación que mehabía hecho Tamlin sobre el peligromortal del resto de Prythian para unahumana. Si es que realmente había unapeste en esas tierras, por ahora estabamejor donde estaba.

Pero seguiría tratando de encontrar aalguien que defendiera mi caso frente aTamlin.

Aunque Lucien…, bueno, a ese levendría bien que alguien le plantara carasi tenía el coraje de hacerlo, me habíadicho Alis el día anterior.

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Me comí lo que me quedaba de lasuñas mientras caminaba pensando entodos los planes posibles, todos losprobables desastres. Nunca había sidodemasiado buena con las palabras,nunca había aprendido elcomportamiento social al que habíansido tan adeptas mis hermanas y mimadre, pero… me las había arregladobastante bien para vender pieles en elmercado de la aldea.

Así que tal vez buscaría al emisariode Tamlin, aunque él me detestara. Eraevidente que Lucien tenía poco interésen que yo viviera ahí…, incluso habíasugerido matarme. Tal vez leentusiasmaría la idea de mandarme de

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vuelta, de persuadir a Tamlin de queencontrara otra forma de cumplir con eltratado. Si es que había alguna.

Me acerqué a un banco en medio deuna glorieta llena de flores cuando oíunos pasos sobre la grava del camino.Dos pares de pies rápidos, silenciosos.Me enderecé y miré por el sendero queme había llevado hasta allí: estabavacío.

Me quedé un rato al borde de uncampo abierto entre colinas sembradasde botones de oro. El prado, vibrante deverdes y amarillos, estaba desierto.Detrás de mí se elevaba un manzanosilvestre que se abría en floresgloriosas; los pétalos caídos de las

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flores llenaban un banco en sombras enel que estuve a punto de sentarme. Unaráfaga de brisa movió las ramas y unalluvia de pétalos blancos cayó sobre mícomo una nevada.

Miré el jardín, el campo, concuidado, con mucho cuidado, observé yescuché tratando de descubrir lo que meseguía.

No había nada en el árbol, nadadetrás.

Una sensación de miedo me recorrióla columna. Había pasado mucho tiempoen los bosques y eso me había enseñadoa confiar en mi instinto.

Alguien estaba de pie detrás de mí,tal vez dos de ellos. De alguna parte,

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desde un lugar demasiado cercano, mellegaron un jadeo leve y una risita sorda.El corazón me saltó a la garganta.

Miré de forma discreta por encimadel hombro. Pero solamente vi temblaruna luz plateada, brillante con el rabillodel ojo.

Me di la vuelta. Tenía queenfrentarme a lo que fuera que hubieraallí.

Las piedrecitas crujieron, más cercaahora. El brillo se hizo más grande y sedividió en dos figuras pequeñas, no másaltas que mi cintura. Las manos se mecerraron en puños.

—¡Feyre! —llegó la voz de Alis através del jardín. Sentí que se me

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erizaba la piel cuando ella llamó denuevo—: ¡El almuerzo, Feyre! —aullaba. Giré en redondo, con un grito enlos labios para alertarla sobre lo quehabía detrás de ella, y levanté los puños,aunque ese esfuerzo fuera inútil… Perola cosa brillante había desaparecido ytambién los ruiditos y las risas, y meencontré frente a una estatua querepresentaba a dos corderos alegres enmedio de un salto. Me froté el cuello.

Alis me llamó de nuevo y meestremecí mientras tomaba aire y volvíahacia la mansión. Caminé entre los setosverdes, dirigiéndome con cuidado endirección a la casa, pero no conseguíaborrar la sensación aterradora de que

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alguien me vigilaba, alguien curioso ydecidido a jugar.

Esa noche robé un cuchillo de la cena.Algo…, cualquier cosa, paradefenderme.

Comprendí que la cena era la únicacomida a la que me invitaban, y esoestaba bien. Tres comidas al día conTamlin y Lucien habrían sido una torturapara mí. Yo era capaz de soportar unahora sentada a esa mesa fastuosa si esolos convencía de que era una humanadócil y no estaba haciendo planes paracambiar mi destino.

Mientras Lucien hablaba y hablaba

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con Tamlin sobre el mal funcionamientodel ojo mágico tallado que le permitíaver, escondí el cuchillo en la manga dela túnica. El corazón me latía con tantafuerza que creí que ellos lo oirían, peroLucien siguió hablando y los ojos deTamlin no se apartaron de su emisario.

Supongo que deberían haberme dadolástima por las máscaras que se veíanobligados a usar, por la plaga que habíainfectado a la magia y al pueblo. Perocuanto menos interactuara con ellos,mejor, sobre todo cuando Lucien parecíacreer que todo lo que yo decía era tanrisiblemente humano y poco educado.Responderle no hubiera ayudado a misplanes. Me costaría una dura batalla

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ganarme su favor, aunque solo fuera porel hecho de que yo estaba viva y suamigo Andras no. Tendría queencargarme de él sola o arriesgarme adespertar demasiado pronto lassospechas de Tamlin.

El cabello rojo de Lucien brillababajo la luz del fuego, sus reflejostemblaban con cada movimiento; lasjoyas de la empuñadura de su espadadejaban escapar un brillo suave; la hojaornamentada, muy diferente a las de loscuchillos que colgaban de la cinta decuero cruzada sobre el pecho de Tamlin.Pero ahí no había nadie contra quienusar una espada. Y aunque el armaestaba cubierta de filigrana y joyas,

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tenía el tamaño suficiente para ser algomás que una mera decoración. Tal vez laespada estaba relacionada con esascosas invisibles en el jardín. Tal vez élhabía perdido el ojo y se había ganadoesa cicatriz en una batalla. Luché parareprimir un estremecimiento.

Alis había dicho que la casa erasegura, pero me había advertido que memantuviera alerta. Que prestaraatención. ¿Qué acechaba más allá de lamansión? ¿Qué podría usar mis propiossentidos humanos contra mí? ¿Hastadónde llegaba la orden que había dadoTamlin para protegerme? ¿Qué tipo deautoridad era la suya?

Lucien hizo una pausa y lo descubrí

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mirándome con una sonrisa que volvíatodavía más brutal su cicatriz.

—¿Estabas admirando mi espada osolamente pensando cómo matarme,Feyre?

—Claro que no —dije con suavidad,mirando a Tamlin. Durante un momento,los puntos de oro de los ojos del dueñode la casa brillaron con fuerza y eldestello llegó hasta el otro lado de lamesa. Me galopaba el corazón. ¿Mehabía oído coger el cuchillo, había oídoel susurro del metal sobre la madera?Me obligué a mirar a Lucien de nuevo.

Su sonrisa feroz, perezosa, seguíaahí. «Actúa con educación, compórtate,tal vez así lo pongas de tu lado…». Yo

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era capaz de eso.Tamlin rompió el silencio:—A Feyre le gusta cazar.—No es que me guste cazar. —

Seguramente debería haber usado untono más amable, pero continué—:Cazaba por necesidad. Y vos ¿cómo losabéis?

La mirada de Tamlin me estudió.—¿Por qué si no habrías estado en

los bosques ese día? Tenías un arco yflechas en tu… casa. —Me pregunté sino habría estado a punto de decir«covacha»—. Cuando vi las manos de tupadre supe que no era él quien losusaba. —Hizo un gesto hacia mis manosmarcadas, llenas de callos—. Tú le

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dijiste lo de racionar la carne y eldinero de las pieles. Los inmortalessomos muchas cosas, pero no estúpidos.A menos que tus leyendas ridículastambién digan eso de nosotros.

Ridículos, insignificantes.Miré fijamente las migas de pan y

los remolinos de la salsa que habíanquedado sobre mi plato de oro. Sihubiera estado en casa, habría lamido elplato hasta dejarlo limpio, desesperadapor conseguir cualquier pedacito extrade alimento. Y los platos… Podríahaberme comprado un par de caballos,un arado, un campo con uno solo deellos. Era detestable.

Lucien se aclaró la garganta.

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—¿Qué edad tienes?—Diecinueve —respondí de manera

cortés, civilizada.Lucien hizo un gesto parecido a la

admiración con la cabeza.—Tan joven y tan seria. Y una

asesina experta.Yo tensé las manos, las convertí en

puños, el metal del cuchillo tibio contrala piel. Dócil, nada amenazadora,domesticada… Le había hecho unapromesa a mi madre y la habíacumplido. Que Tamlin cuidara a mifamilia no era lo mismo que cuidarlosyo. Ese sueño diminuto, siemprepresente, todavía era posible: mishermanas casadas con comodidad y una

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vida con mi padre, con comidasuficiente para los dos y bastante tiempopara pintar, tal vez, o tal vez para saberlo que quería realmente. Todavía eraposible… en una tierra lejana, quizá, sialguna vez conseguía salir de misituación. Yo todavía podía aferrarme aese retazo de sueño, aunque esos altosfae con seguridad se reirían de lotípicamente humano de un pensamientotan nimio, de un deseo tan pobre.

Sin embargo, cualquier informaciónpodía ser una ayuda, y si yo mostrabainterés en ellos, puede que ellos seablandaran. ¿Qué era ese lugar sino otratrampa en los bosques? Por tanto dije:

—¿Así que esto es lo que hacéis con

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vuestras vidas? ¿Salvar a humanos deltratado y disfrutar de buenas comidas?—Señalé la banda de cuero de Tamlin,sus ropas de guerrero, la espada deLucien.

Este hizo una mueca.—También bailamos con los

espíritus bajo la luna llena y nosllevamos bebés humanos de las cunas ylos reemplazamos por mutantes…

—Tu… —lo interrumpió Tamlin, suvoz grave sorprendentemente amable—… tu madre ¿no te dijo nada denosotros?

Apoyé el dedo índice sobre la mesay clavé la uña en la madera.

—Mi madre no tenía tiempo para

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contarme historias. —Por lo menos esaparte de mi pasado podía revelarla.

Por una vez, Lucien no se rio.Después de una pausa bastante forzada,Tamlin preguntó:

—¿Cómo murió? —Cuando levantólas cejas, agregó con mayor suavidad—:No vi señales de una mujer adulta en tucasa.

Predador o no, yo no necesitaba sulástima. Pero dije:

—Tifus. Yo tenía ocho años. —Mepuse de pie para irme.

—Feyre —dijo Tamlin, y me di lavuelta a medias. Un músculo tembló enmi cara.

Lucien nos miró a los dos, con el ojo

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de metal en movimiento, pero mantuvoel silencio. Después, Tamlin meneó lacabeza, un movimiento animal, ymurmuró:

—Te doy el pésame…Traté de no hacer una mueca

mientras daba media vuelta y meretiraba. No quería sus condolencias, nolas necesitaba…, no por mi madre, nocuando hacía años que ya no laextrañaba. Que Tamlin pensara que yoera una humana bruta, grosera, que nomerecía su piedad.

Tendría más oportunidades sipersuadía a Lucien de que hablara conTamlin a mi favor y, sobre todo, si lohacía con rapidez, antes de que

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aparecieran los otros que habíanmencionado, o creciera la plaga. Al díasiguiente…, hablaría con Lucien al díasiguiente, indagaría un poco.

En la habitación descubrí un morralpequeño en un armario, lo llené con unamuda de ropa y añadí el cuchillorobado. Era una hoja patética, pero uncubierto era mejor que nada. Por sialguna vez me permitían marcharme… ytenía que partir de un momento a otro.

Por si acaso…

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CAPÍTULO

9

A la mañana siguiente, mientras Alis yotra mujer me preparaban el baño,diseñé mi plan. Tamlin había dicho que

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él y Lucien tenían obligaciones quecumplir, y aún no los había visto. Asíque localizar a Lucien, estar con él asolas, sería el primer punto de la lista.

Una pregunta como despreocupadaque le formulé a Alis hizo que merevelara que creía que Lucien patrullaríalas fronteras ese día y se encontraría enlos establos preparándose para partir.

Cuando me hallaba a mitad deljardín, caminando, apurada, hacia losedificios que había visto el día anterior,oí a Tamlin a mi espalda que me decía:

—¿No has preparado una trampahoy?

Yo me quedé paralizada y miré porencima del hombro. Él estaba de pie, a

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tan solo unos pasos.¿Cómo lo había hecho para llegar

caminando sobre la grava del senderode forma tan silenciosa? La capacidadde sigilo de los inmortales, sin duda. Meobligué a calmarme física ymentalmente. Y respondí de la formamás amable que pude:

—Dijisteis que estoy segura aquí.Os oí con claridad.

Los ojos de él se entrecerraron, perohizo lo que supuse era el intento de unasonrisa agradable.

—Mi trabajo de esta mañana se hapospuesto —dijo. Era verdad, nollevaba la túnica de siempre, tampoco labanda de cuero, y las mangas de la

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camisa blanca estaban enrolladas hastalos codos, dejando ver sus antebrazosmusculosos—. Si quieres recorrer acaballo estas tierras…, si te interesatu… nueva residencia, te guiaré.

Otra vez se esforzaba por acercarse,aunque cada una de las palabras quehabía dicho parecieron dolerle. Tal vezLucien pudiera hacerlo cambiar deopinión. Y hasta entonces…, ¿cuálesserían mis posibilidades si él era capazde llegar al límite de hacer que lossuyos jurasen no hacerme daño paraprotegerme del tratado? Sonreí consuavidad y le dije:

—Creo que prefiero pasar el día asolas. Pero gracias por el ofrecimiento.

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Él se puso tenso.—¿Y si…?—No, gracias —lo interrumpí,

maravillándome un poco de mi propiaaudacia. Pero tenía que hablar conLucien a solas, tenía que tantearlo unpoco. Tal vez ya se habría marchado.

Las manos de Tamlin se cerraron enpuños, como si estuviera luchandocontra el deseo de sacar las garras. Sinembargo, no hizo otra cosa que darse lavuelta y caminar despacio hacia la casasin decir una sola palabra más.

Con suerte, muy pronto él ya no seríami problema. Me apresuré a dirigirme alos establos, tratando de ocultar lo quesabía. Tal vez un día, si me liberaban, si

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había un océano y años entre nosotros,volvería a pensar en el pasado y mepreguntaría por qué se molestaba Tamlinen acercárseme.

Intenté no parecer demasiadoansiosa, de no agitarme en excesocuando por fin llegué a los establos. Nome sorprendió que los mozos de cuadratambién llevaran máscaras con la carade un caballo. Sentí un poco de lástimapor lo que les había hecho la plaga, lasmáscaras ridículas que tenían que usarhasta que alguien descubriera cómodeshacer el hechizo que las ligaba a esascaras. Pero ninguno de los mozos memiró siquiera, ya fuera porque no valíala pena o porque ellos también estaban

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resentidos por la muerte de Andras. Loscomprendía.

Cualquier intento de que todopareciera un encuentro casual se vinoabajo cuando hallé a Lucien sobre uncaballo negro, sonriéndome con unosdientes exageradamente blancos.

—Buenos días, Feyre. —Intentédisimular la tensión que sentía en loshombros y traté de sonreír un poco—.¿Vas a cabalgar o estás volviendo apensar en la oferta que te hizo Tam, la devivir con nosotros? —Traté de recordarlas palabras que había pensado antes,las palabras para ganármelo, pero él serio, y no fue una risa agradable—.Vamos. Voy a patrullar los bosques del

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sur y tengo curiosidad por conocer las…habilidades que usaste para derribar ami amigo…, quiero saber si fueaccidental o no. Hace tiempo que noveía a un humano, y mucho menos a unaasesina capaz de matar a un fae. Sébuena y ven conmigo a cazar.

Perfecto… Por lo menos esa partedel asunto había salido bien, aunquesonara tan tentador como enfrentarse aun oso dentro de su madriguera. Así quedi un paso al costado para dejar pasar aun mozo de cuadra que se movía con unasuavidad fluida, como todos por allí. Nisiquiera me miró, ninguna indicación delo que pensaba acerca de tener a laasesina de un fae en la caballeriza.

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Mi tipo de cacería no se hacía acaballo, ese era el problema. Consistíaen acechar con cuidado y poner trampasy lazos. Yo no sabía cazar desde uncaballo. Lucien aceptó un carcaj deflechas de manos del mozo de cuadracon un gesto de agradecimiento. Sonreía,pero la sonrisa no llegaba hasta el ojode metal ni tampoco hasta el otro, el decolor rojizo.

—Por desgracia, hoy no hay flechasde fresno.

Yo apreté la mandíbula para que nose me escapara una respuesta. Aunque éltuviera prohibido hacerme daño, noconseguía entender por qué me invitaba,excepto para burlarse de mí en todas las

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formas que se le ocurrieran. Tal vezestaba aburrido. Eso me favorecía.

Así que me encogí de hombros ytraté de parecer tan aburrida como pude.

—Bueno…, supongo que ya estoyvestida para cazar.

—Perfecto —dijo Lucien; su ojo demetal brillaba bajo la luz del sol queatravesaba en diagonal la puerta abiertadel establo. Recé para que Tamlin noapareciera por ahí en uno de suspaseos…, recé para que no decidiera ira cabalgar y nos encontrara juntos.

—Vamos, entonces —asentí, yLucien hizo un gesto para que los mozosme prepararan un caballo. Me apoyécontra una pared de madera mientras

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esperaba, mirando de reojo el umbralpor si acaso aparecía Tamlin, y ofrecílas respuestas más insulsas que pude alos comentarios de Lucien sobre elclima.

Por suerte, pronto estuve sobre unayegua blanca, atravesando los bosquesque se alzaban detrás de los jardines,envueltos en la primavera. Mantuve unadistancia razonable entre mi yegua y elinmortal de la máscara de zorro, y deseéque, con ese ojo, no pudiera ver haciaatrás a través de la nuca.

Esa idea me perturbó y traté deapartarla de mi mente, mientras otraparte de mí se maravillaba por la formaen que el sol iluminaba las hojas y

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crecían las plantas de azafrán comorayos de púrpura vibrante contra losmarrones y los verdes. Esos detalles noeran necesarios para mis planes, eraninútiles, y lo único que conseguían eraentorpecer todo lo demás: la forma y lainclinación del sendero, qué árboleseran buenos para trepar, los sonidos delas fuentes o los arroyos que habría enlos alrededores. Esas eran las cosas queme ayudarían a sobrevivir si lonecesitaba. Pero esos bosques, como elresto de las tierras de Tamlin, estabanprofundamente vacíos. No había señalesde ningún inmortal, ningún alto fae quevagara por los alrededores. Tanto mejor.

—Bueno, ciertamente tienes bien

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entendida la parte del silencio de la caza—dijo Lucien, y se retrasó paracabalgar junto a mí. Eso estaba bien…,que viniera él en lugar de tener queparecer demasiado ansiosa, demasiadoamigable.

Me ajusté el peso de la banda delcarcaj sobre el pecho, después pasé undedo a lo largo de la curva del arco quellevaba en el regazo. El arco era muchomás grande que el que yo usaba en casa,las flechas más pesadas y de punta másfuerte. Era probable que erraracualquier blanco que encontrase hastaque me acostumbrara al peso yequilibrio de estas armas.

Hacía cinco años había cogido las

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últimas monedas que le quedaban a mipadre de su fortuna anterior y habíacomprado un arco y algunas flechas.Desde entonces, había separado unapequeña suma todos los meses para lasflechas y las cuerdas del arco.

—¿Y? —me presionó Lucien—. ¿Nohay presas lo bastante buenas para lamasacre? Ya hemos dejado atrás muchasardillas y pájaros. —Las copas de losárboles depositaban sombras sobre lamáscara con cara de zorro. Sombra, luzy metal brillante.

—Yo diría que hay mucha comida envuestra mesa y que no necesito agregarnada a eso, sobre todo si siempre sobratanto. —Dudaba que la carne de ardilla

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fuera lo suficientemente buena para esamesa.

Lucien dejó escapar un bufido, perono dijo nada más mientras pasábamosbajo unas campanillas lila florecidas,los conos violeta lo bastante bajos comopara rozarme la mejilla como dedosfrescos de terciopelo. El perfume dulce,crujiente, me quedó en los sentidosmientras seguíamos adelante. «No esútil», me dije. Pero… esa zona dearbustos sería un buen lugar paraesconderme si llegara a hacerme falta.

—Dijisteis que erais emisario deTamlin —me atreví a empezar—. ¿Losemisarios suelen patrullar las tierras? —Una pregunta casual, desinteresada.

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Lucien hizo chasquear la lengua.—Soy emisario de Tamlin para

cuestiones formales, pero esta patrullaera de Andras. Así que alguien tenía quereemplazarlo. Es un honor hacerlo.

Tragué saliva. Andras tenía un lugarahí, y amigos…, no había sido uninmortal sin nombre, sin cara. Sin duda,lo extrañaban más que los míos a mí.

—Lo… lo lamento —dije, y lo decíaen serio—. No sabía… no sabía lo queél significaba para todos vosotros…

Lucien se encogió de hombros.—Tamlin dijo lo mismo, y por eso te

trajo aquí. O tal vez le pareciste tanpatética vestida con esos harapos que lediste lástima.

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—No habría aceptado acompañarossi hubiera sabido que ibais a usar lacabalgata como excusa para insultarme.—Alis había dicho que a Lucien no levendría mal que alguien le replicara.Eso era fácil.

Lucien hizo una mueca.—Me disculpo, Feyre.Lo habría llamado mentiroso si no

hubiera sabido que él no podía mentir.Lo cual hacía que la disculpa fuera…¿Qué? ¿Sincera? No estaba segura.

—Así que —continuó él—, ¿cuándovas a empezar a tratar de persuadirmede que le pida a Tamlin que encuentreuna forma de liberarte de las reglas deltratado?

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Yo intenté disimular mi sorpresa.—¿Qué?—Por eso aceptaste venir, ¿verdad?

¿Por eso llegaste a los establos justocuando me iba? —Me echó una miradade costado con ese ojo rojizo—.Sinceramente, estoy impresionado… yme halaga que creas que tengo semejanteinfluencia sobre Tamlin.

No quería mostrarle mi plan…,todavía no.

—¿De qué estáis hablando…?Su cabeza inclinada era respuesta

suficiente. Él soltó una risita y dijo:—Antes de que pierdas algo de tu

precioso tiempo humano, déjameexplicarte dos cosas. Una: si yo pudiera

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imponer lo que quiero, tú te irías ahoramismo, así que no te costaría muchoconvencerme. Dos: no puedo imponer loque quiero porque no hay alternativa alo que pide el tratado. No hay salida.

—Pero… pero tiene que haber al…—Admiro tus agallas, Feyre…,

realmente las admiro. O tal vez sea soloestupidez. Pero ya que Tam no quieredestriparte, lo cual fue mi primeraopción, te vas a quedar aquí. No hayotra salida. A menos que quierasarreglártelas sola en Prythian… y yo note lo aconsejaría. —Me miró de arribaabajo.

No… no… no podía quedarme allí.No para siempre. No hasta que muriera.

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Tal vez… tal vez había otra forma oalguien que pudiera encontrar unasalida. Dominé mi respiración aceleraday me sacudí los pensamientos punzantes,aterrorizados.

—Un esfuerzo valiente —dijoLucien con una mueca.

No me molesté en controlar lamirada furiosa que le lancé. Cabalgamosen silencio, y aparte de algunos pájarosy ardillas, no vi nada raro, no oí nadaextraño. Después de unos minutos,conseguí controlar lo suficiente mispensamientos llenos de furia como paradecir:

—¿Dónde está el resto de la corte deTamlin? ¿Todos huyeron de la plaga?

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—¿Cómo sabes lo de la corte? —preguntó él con tanta rapidez que me dicuenta de que pensaba que yo habíaquerido decir otra cosa.

Mantuve la cara impávida.—¿Los señores no siempre tienen

emisarios? Y los sirvientes hablan. ¿Noles hicieron usar máscaras de pájaros enesa fiesta por eso?

Lucien hizo una mueca. La cicatrizpareció tensarse.

—Cada uno eligió lo que quería usaresa noche para honrar los dones deTamlin, su capacidad para cambiar deforma. También los sirvientes. Peroahora, si pudiéramos, nos lasarrancaríamos con nuestras propias

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manos —dijo, y tironeó de la suya. Lamáscara no se movió.

—¿Qué le pasó a la magia? ¿Por quéocurrió eso?

Lucien dejó escapar una risa áspera.—Enviaron algo desde el infierno,

desde los agujeros más profundos, másllenos de mierda —dijo; después echóuna mirada a su alrededor y dejóescapar una maldición—. No deberíahaber dicho eso. Si le llega algo aella…

—¿Ella? ¿Quién?Su piel, bronceada por el sol, se

había tornado de color leche. Se pasóuna mano lenta por el pelo.

—No importa. Cuanto menos sepas,

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mejor. Tal vez a Tam no le suponga unproblema contarte lo de la plaga, peroyo creo que los seres humanos son muycapaces de vender la información almejor postor.

Me inquieté. Los pocos detalles queél me había dado brillaban frente a mícomo joyas. Una «ella» que asustaba aLucien tanto como para preocuparlo,como para que le diera miedo quealguien estuviera escuchando, espiando,controlando lo que él decía. Incluso enese bosque. Estudié las sombras entrelos árboles, y no vi nada.

Prythian estaba regido por siete altoslores, tal vez esa «ella» era la quegobernaba el territorio donde se alzaba

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la mansión; si no un alto lord, entoncesuna alta lady… Si es que tal cosa eraposible.

—¿Qué edad tenéis? —pregunté conla esperanza de recibir más informaciónútil. Siempre era mejor eso que no sabernada.

—Soy viejo —respondió él. Estudiólos arbustos, pero tuve la sensación deque esos ojos rápidos no buscabanpresas. Lucien tenía los hombrosdemasiado tensos.

—¿Qué clase de poderes tenéis?¿Podéis cambiar de forma, comoTamlin?

Él suspiró y miró al cielo antes deestudiarme con cansancio, el ojo de

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metal entrecerrado, fijo, irritante.—¿Tratas de estudiar mis

debilidades para…? —Lo miré conrabia—. De acuerdo. No, no cambio deforma. Solamente Tam lo hace.

—Pero vuestro amigo…, vuestroamigo parecía un lobo. A menos que esofuera…

—No, no. Andras también era altofae. Cuando cruzó el muro, Tam loconvirtió en lobo para que nadie supieraque era un inmortal. Aunqueprobablemente el tamaño fuese señalsuficiente…

Me corrió un escalofrío por laespalda, tan violento que no reconocí lamirada roja, furiosa, que me lanzó

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Lucien. No tuve el coraje de preguntarlesi Tamlin también podía cambiarme amí, darme otra forma.

—De todos modos —continuó él—,los altos fae no tienen poderesespecíficos como los inmortalesinferiores. Yo no soy igual que ellos denacimiento, si es lo que estáspreguntando. No limpio todo lo que veoni atraigo a los mortales a una muertepor agua ni les contesto cualquierpregunta que puedan tener si consiguenatraparme. Nosotros existimos, solo eso.Existimos… para gobernar.

Me di la vuelta en otra direcciónpara que él no me viera los ojos cuandolos puse en blanco.

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—Supongo que si yo fuera una devosotros, sería una inmortal inferior, nouna alta fae… ¿Una inmortal inferiorcomo Alis, dispuesta a serviros todo eltiempo? —Él no contestó, lo cual era lomismo que un sí. Semejantearrogancia… Con razón, para él eraaborrecible la idea de que yo estuvieraahí como reemplazo de su amigo. Ycomo de todos modos seguramente meodiaría siempre, ahora que habíadescubierto mi plan antes de que estehubiera empezado a funcionar, lepregunté—: ¿Por qué tenéis esa cicatriz?

—No mantuve la boca cerradacuando debía y me castigaron por eso.

—¿Tamlin os hizo eso?

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—¡Por el Caldero, no! Él ni siquieraestaba ahí. Pero me consiguió elsustituto para el ojo más tarde.

Más respuestas que no eranrespuestas.

—¿Así que hay inmortales quecontestan cualquier pregunta que se lesquiera hacer si los atrapan? —Tal vezellos sabrían cómo liberarme de lostérminos del tratado.

—Sí —dijo él tenso—. Los suriel.Pero son viejos y malvados y el riesgode buscarlos no vale la pena. Y si ereslo bastante estúpida como para seguirsimulando que te interesan esas cosas, amí me va a parecer sospechoso y le voya decir a Tam que te ponga bajo arresto

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y no te deje salir de la casa. Aunquesupongo que te merecerías lo que tepasara si fueras lo bastante estúpidacomo para salir a buscar un suriel.

Ah, si él se preocupaba tanto, eraque los suriel andaban por ahí, muycerca, acechando. Lucien volvió conbrusquedad la cabeza a la derecha,escuchó, el ojo metálico crujió consuavidad. A mí se me erizó el pelo de lanuca y en un instante tensé el arco yapunté en la dirección en que mirabaLucien.

—Baja el arco —susurró él con vozbaja y áspera—. Mierda, baja el arcoahora mismo, humana, y miradirectamente hacia delante.

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Yo hice lo que él me decía, el peloerizado en los brazos, y vi que algo semovía entre los arbustos.

—No hagas nada —dijo Lucien, y seobligó a mirar también hacia delante,con el ojo de metal quieto y silencioso—. No reacciones, no importa lo queveas o sientas. No mires a los lados.Mira frente a ti.

Empecé a temblar, tenía las riendasapretadas en las manos cubiertas desudor. Tal vez me hubiera preguntado sieso no era algún tipo de broma horrible,pero la cara de Lucien se había puestomuy muy pálida. Las orejas de loscaballos se aplastaron hacia atrás, perosiguieron caminando como si también

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hubieran entendido la orden de Lucien.Y después, lo sentí.

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CAPÍTULO

10

Se me heló la sangre cuando sentí un fríoacechante que se arrastraba, pegado amí. No veía nada, nada excepto un brillo

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vago con el rabillo del ojo, pero elcaballo se tensó entre mis piernas.Obligué a mi cara a no expresar nada.Hasta los bosques primaverales,tranquilos, parecieron retroceder,secarse y congelarse.

La cosa fría susurró al pasar, hizo uncírculo. Yo no la veía pero la sentía conclaridad. Y en la parte de atrás de lamente, una voz antigua, vacía, memurmuraba:

Voy a aplastarte los huesos con lasgarras; voy a beberte la médula; voy adarme un banquete con tu cuerpo. Yosoy lo que temes; yo soy lo que teaterroriza… Mírame. Mírame.

Traté de tragar saliva, pero se me

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había cerrado la garganta. Mantuve losojos en los árboles, en las copas, arriba,en cualquier cosa excepto la masa fríaque daba vueltas a nuestro alrededor unay otra y otra vez.

Mírame.Quería mirar…, necesitaba ver lo

que era.Mírame.Clavé la vista en el tronco áspero de

un olmo distante, pensé en cosasagradables. Como pan caliente yestómagos llenos…

Voy a llenarme la panza de ti. Voy adevorarte. Mírame.

Un cielo nocturno lleno de estrellas,sin nubes, pacífico, brillante, infinito.

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Un amanecer de verano. Un bañorefrescante en una charca del bosque.Encuentros con Isaac, ese perdermelejos de mí misma durante una hora odos, perderme en su cuerpo de hombre,en las respiraciones compartidas de losdos.

La cosa estaba alrededor de mí, entodas partes, tan fría que mecastañeteaban los dientes.

Mírame.Miré fijamente hacia delante, miré y

miré el tronco de árbol; no me atrevía aparpadear. Me dolían los ojos; se mellenaron de lágrimas y las dejé caer, menegué a reconocer a esa cosa queacechaba a nuestro alrededor.

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Mírame.Justo cuando pensaba que iba a

ceder, cuando me dolían tanto los ojosde no mirar, el frío desapareció detrásde un arbusto, dejando un rastro deplantas en movimiento. Solamentedespués de que Lucien hubo soltado elaire y nuestros caballos hubieronmeneado la cabeza me atreví a relajarmeen la montura. Hasta las plantas deazafrán parecieron enderezarse.

—¿Qué ha sido eso? —preguntélimpiándome las lágrimas. La cara deLucien seguía pálida.

—No es bueno que lo sepas.—Por favor… ¿Era un… suriel?

¿Esos que habéis mencionado hace un

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rato?El ojo rojizo de Lucien se había

oscurecido cuando contestó con vozronca:

—No. Era una criatura que nodebería estar en estas tierras. Lallamamos bogge. Es imposible cazarla ytambién es imposible matarla. Nisiquiera con tus amadas flechas defresno.

—¿Por qué no tengo que mirarla?—Porque cuando la miran, cuando la

reconocen, es cuando se vuelve real. Esentonces cuando mata.

Un escalofrío me recorrió lacolumna vertebral. Ese era el Prythianque yo había esperado: criaturas que

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hacían que los humanos bajaran la vozcuando hablaban de ellas. La razón porla que yo no había dudado ni siquiera uninstante cuando pensé en la posibilidadde que ese lobo fuera un inmortal.

—He oído la voz de esa cosa dentrode la cabeza. Me pedía que la mirara. —Lucien enderezó los hombros.

—Bueno, gracias al Caldero que nolo has hecho. Limpiar el desastre quehabría dejado me hubiera arruinado elresto del día. —Me dedicó una sonrisadébil. Yo no se la devolví.

Seguía oyendo la voz del bogge quesusurraba entre las hojas, llamándome.

Después de una hora de vagar entrelos árboles, casi sin dirigirnos la

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palabra, me detuve, temblando confuerza, y me volví hacia él.

—Así que sois viejo —dije—. Ylleváis una espada y patrulláis loslímites de las tierras. ¿Peleasteis en laguerra? —De acuerdo, tal vez no habíaterminado de expresar mi curiosidad porel ojo perdido.

Él se encogió.—Mierda, Feyre… no soy tan viejo.—Pero sí guerrero.¿Seríais capaz de matarme si las

cosas llegaran a complicarse?Lucien ahogó una risa.—No tanto como Tam, pero sé

manejar armas, sí. —Sujetó el puño dela espada—. ¿Te gustaría que te

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enseñara a manejar una espada o yasabes hacerlo, grandiosa cazadorahumana? Si derribaste a Andras,probablemente no tienes nada queaprender. Solo dónde apuntar, ¿verdad?—Se palmeó el pecho.

—No sé manejar una espada. Melimito a cazar.

—Es lo mismo, ¿no?—Para mí es diferente.Lucien se quedó callado, pensando.—Supongo que vosotros, los

humanos, sois tan cobardes que tehabrías hecho pis encima, te habríasencogido del todo y esperado la muertesi hubieras sabido sin lugar a dudas loque era Andras. —Insoportable. Lucien

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suspiró mientras me miraba—. ¿Algunavez dejas de ser tan seria y aburrida?

—¿Alguna vez dejáis de ser tanimbécil? —le ladré.

Que me mataran…, en serio, merecíaque me mataran por haberle dicho eso.

Pero Lucien me sonrió.—Eso está mucho mejor. Alis no se

equivocaba.

La tregua que nos concedimos esa tarde,fuera la que fuese, desapareció en lamesa de la cena.

Tamlin estaba sentado en su silla desiempre, con una garra alrededor de lacopa, que detuvo justo apoyada en el

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labio cuando entré. Lucien iba detrás.Los ojos verdes de Tamlin se clavaronen mí y me quedé inmóvil.

Correcto. Yo lo había rechazado esamañana, le había dicho que quería estarsola.

Tamlin miró a Lucien despacio; lacara del emisario se había puesto seria.

—Nos hemos ido de caza —aclaró.—Me lo han dicho —dijo Tamlin

con voz áspera, mirándonos a los dosmientras nos sentábamos—. ¿Y lo habéispasado bien? —Lentamente, la garravolvió a esconderse bajo la piel.

Lucien no contestó; me lo dejaba amí. Cobarde. Me aclaré la garganta.

—Más o menos —respondí.

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—¿Alguna presa? —Pronunciabacada palabra separada de las demás porun silencio.

—No. —Lucien tosió una vez, comopidiéndome que dijera algo más. Peroyo no tenía nada que añadir. Tamlin memiró un largo momento, después empezóa comer; evidentemente él tampocoquería hablarme.

—El bogge estaba en el bosque hoy—dijo Lucien.

El tenedor que estaba en la mano deTamlin se dobló sobre sí mismo, ypreguntó con voz letal:

—¿Os habéis cruzado con él?Lucien asintió.—Se movía por ahí y se ha

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acercado. Seguramente ha atravesado lafrontera.

El metal crujió entre las garras deTamlin mientras lo destruía. Se puso depie con un movimiento brutal, poderoso.Traté de no temblar frente a esa furiacontenida, frente a la forma en que mepareció que se le alargaban loscolmillos cuando dijo:

—¿Dónde? ¿En el bosque?Lucien se lo explicó. Tamlin lanzó

una mirada en mi dirección antes desalir a grandes zancadas de la habitacióny cerrar la puerta detrás de él con unadulzura inquietante.

Lucien suspiró, empujó el plato amedio terminar y se frotó las sienes.

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—¿Adónde va? —pregunté mirandola puerta.

—A cazar al bogge.—Pero vos habéis dicho que era

imposible matarlo…, que no se lo puedemirar.

—Tam puede.Dejé de respirar durante un segundo.

El alto fae que trataba de halagarme singanas era capaz de matar a una cosacomo el bogge. Y, sin embargo élmismo, esa primera noche, me habíaofrecido la vida y no la muerte. Yo habíasabido siempre que era letal, que era unguerrero, pero…

—¿Así que ha ido a cazar al bogge?¿Va a donde hemos ido nosotros antes?

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—Lucien se encogió de hombros.—Si va a seguir su rastro tiene que

probar ahí.A mí me parecía increíble que

alguien pudiera enfrentarse a ese horrorinmortal, pero… no era mi problema.

Lucien no iba a comer nada…,bueno, eso no significaba que yo no lohiciera. Perdido en sus pensamientos, nisiquiera notó el banquete que me di.

Volví a mi habitación y, despierta ysin nada más que hacer, empecé a vigilarel jardín, buscando señales del regresode Tamlin. No volvió.

Afilé el cuchillo que habíaescondido con una piedra que habíarecogido en el jardín. Pasó una hora… y

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Tamlin seguía sin volver.La luna mostró la cara y bañó el

jardín en plata y sombras.Ridículo. Totalmente ridículo estar

ahí esperando que él volviera, pensandosi había conseguido sobrevivir al bogge.Me di la vuelta, alejándome de laventana, lista para irme a la cama.

Pero algo se movía en el jardín.Me escondí detrás de las cortinas,

junto a la ventana, no quería que él meviera esperándolo, y espié para ver quépasaba.

No era Tamlin, no… Alguien estabaentre los setos, mirando la casa.Mirándome a mí.

Un hombre, encorvado y…

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Me quedé sin aliento cuando elinmortal se acercó un poco más…, hastaentrar en la mancha de luz que salía dela casa.

No era un inmortal: era un hombre.Mi padre.

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CAPÍTULO

11

No me permití tener pánico, dudar, nome permití hacer ninguna otra cosa másque lamentarme por no haber robado

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comida de la mesa del desayunomientras me ponía túnica sobre túnica,me envolvía en una capa y me metía elcuchillo que había robado en la bota. Laropa que había guardado sería un pesoextra para cargar en el morral.

Mi padre. Mi padre había venido abuscarme…, a salvarme. Entonces losbeneficios que le había dado Tamlin pormi partida, fueran los que fuesen, nopodían ser demasiado tentadores. Talvez tenía un barco listo para llevarnoslejos, muy lejos; tal vez había vendidola choza y conseguido dinero suficientepara establecernos en alguna otra parte,en un nuevo continente.

Mi padre había venido…, mi padre

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inválido, roto.Una revisión rápida del terreno bajo

mi ventana me dijo que no había nadiecerca, y la casa en silencio era señal deque nadie había visto a mi padretodavía. Él seguía esperando junto alseto y me hacía señas. Por lo menosTamlin no había vuelto.

Dando una última mirada a mihabitación, me quedé escuchando paraver si alguien se acercaba por el pasillo,y después me agarré a los troncos de laglicinia y bajé por la pared de la casa.

Me encogí cuando oí el crujido delas piedras bajo mis pies, pero mi padreya se estaba alejando hacia los portones,renqueando con el bastón.

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¿Cómo había llegado hasta ahí?Tenía que haber llevado caballos yhaberlos dejado en alguna parte. No sehabía puesto ropa suficiente para elinvierno que deberíamos soportar encuanto cruzáramos el muro. Pero yo mehabía puesto tanta encima que si hacíafalta podría darle algo.

Mantuve los movimientos leves ysilenciosos, evité con cuidado la luz dela luna y corrí detrás de mi padre. Él sedesplazaba con una rapidezsorprendente hacia los bordes oscurosde la propiedad, hacia el portón deentrada.

En la casa quedaban solamente unaspocas velas encendidas. No me atreví a

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hacer ruido al respirar…, no me atreví allamar a mi padre, que renqueaba haciael portón. Si nos íbamos ahora, si élrealmente tenía caballos, estaríamos amitad de camino de casa antes de queellos se dieran cuenta de que me habíaido. Y entonces huiríamos…, huiríamosde Tamlin, huiríamos de la plaga quepronto invadiría nuestras tierras.

Mi padre llegó al portón. La granentrada estaba abierta, nos llamaban losbosques al otro lado. Seguramente habíaescondido los caballos allí, entre lostroncos. Se volvió hacia mí, la carafamiliar, tensa y enjuta, los ojoscastaños limpios por una vez, y me hizouna seña. Rápido, rápido, parecían

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gritar los movimientos de esa mano.El corazón me galopaba con fuerza

en el pecho, en la garganta. Solo unosmetros más… y llegaría a él, a lalibertad, a una nueva vida…

Una mano enorme me cogió delbrazo.

—¿Vas a alguna parte? —Mierda.Mierda.

Mierda.Sentí las zarpas de Tamlin a través

de las capas de ropa cuando levanté lavista hacia él con terror desatado.

No me atreví a moverme, no frente aesos labios tensos, esa mandíbula en laque temblaban los músculos. No ahoraque él abría la boca y yo veía sus

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colmillos brillantes bajo la luz de laluna, unos colmillos largos, capaces dequebrar cuellos.

Iba a matarme…, me mataría allímismo y después mataría a mi padre. Nohabría más vueltas al tratado, máshalagos, más piedad. Yo ya no leimportaba. Estaba muerta.

—Por favor —jadeé—. Mi padre…—¿Tu padre? —Levantó la vista

hacia los portones detrás de mí. Sugruñido resonó en mi cuerpo cuando memostró los dientes—. ¿Por qué no mirasde nuevo? —me dijo mientras mesoltaba.

Di dos pasos inestables hacia atrás,giré en redondo, tomé aire para gritarle

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a mi padre que corriera, pero…Pero él ya no estaba ahí. Solamente

quedaban un arco pálido y un carcaj deflechas apoyados contra los portones.Fresno de montaña. No estaban ahí hacíaunos instantes, no esta…

Hubo una onda, como si las flechasfueran agua… y después el arco y lasflechas se convirtieron en un paquetegrande, lleno de suministros, dealimentos. Otra onda…, y ahí estabanmis hermanas, apretadas una contra laotra, llorando.

Se me aflojaron las rodillas.—¿Qué…?No terminé la pregunta. Mi padre

estaba de nuevo ahí, de pie, encogido y

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con la mano concentrada en el mismomovimiento. Una representaciónidéntica.

—¿No te dijeron que te mantuvierasalerta? ¿Que no te dejaras llevar? —ladró Tamlin—. ¿Que tus sentidoshumanos te iban a traicionar? —Memiró de arriba abajo y se le fueronretrayendo los colmillos. Las garras yahabían desaparecido—. De noche haycosas peores que el bogge en estosbosques. Esa cosa del portón no es unade ellas…, pero te aseguro que sehubiera tomado un largo rato paradevorarte.

No sé cómo, la boca empezó afuncionarme de nuevo. Y de todas las

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cosas que podía decir, le espeté:—¿No es lógico lo que he hecho?

Aparece mi padre inválido bajo miventana… ¿no es lógico que salgacorriendo tras él? ¿Realmente creísteisque me iba a quedar aquívoluntariamente, para siempre, aunquevos os ocuparais de mi familia, por untratado que no tiene nada que verconmigo y permite que los altos faematéis a humanos cada vez que os vengaen gana?

Él flexionó los dedos como si tratarade volver a meter las uñas, pero estaspermanecieron en el exterior, listas paracortar carne y hueso.

—¿Qué quieres, Feyre?

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—¡Quiero irme a casa!—¿A casa? ¿Para qué exactamente?

¿Preferirías esa existencia humanamiserable a esto?

—Yo hice una promesa —le dije conla voz ronca—. A mi madre, cuandomurió. Prometí que cuidaría a mifamilia. Que me ocuparía de todos. Loúnico que he hecho en mi vida, día trasdía, hora tras hora, ha sido cumplir esevoto. Y justamente porque estabacazando para salvar a mi familia, paraponer alimento en esas bocas, ahoratengo que romperlo.

Él se alejó caminando hacia la casay esperé unos segundos antes de irmetras él. Las garras se le fueron

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retrayendo despacio. No me mirócuando dijo:

—No estás rompiendo el voto alquedarte, estás cumpliéndolo, y más queantes. Tu familia está mejor cuidadaahora que cuando tú estabas allí.

Vi de repente una imagen de laspinturas descascarilladas, descoloridas,dentro de la choza. Tal vez ellos sehabían olvidado de quién las habíapintado. Insignificante…, eso sería todolo que yo les había dado en esos años,tan insignificante como lo era yo paraesos altos fae. Y ese sueño que habíatenido, la vida con mi padre, con comiday dinero y pintura…, ese había sido misueño, no el de los demás.

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Me froté el pecho.—No puedo renunciar a la promesa.

No importa lo que me digáis. Aunquefuera una tonta, una humana estúpida,tonta, por creer que mi padre vendría abuscarme.

Tamlin me miró de reojo.—No estás renunciando.—Vivo en el lujo. Me lleno de

comida. ¿Qué otra cosa más queabandonarlos es eso…?

—Están bien cuidados…, estánalimentados y cómodos.

Alimentados y cómodos. Si él nopodía mentir…, si eso era verdad,entonces eso era más que cualquier cosaque yo hubiera podido esperar.

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Si era así, mi promesa a mi madreestaba cumplida.

La idea me dejó tan conmocionadaque no dije nada durante un momentomientras seguíamos caminando.

El dueño de mi vida era ahora eltratado, pero tal vez…, tal vez eso mehabía liberado de alguna forma.

Nos acercamos a la ancha escaleraque llevaba a la mansión, y por último lepregunté:

—Lucien sale a patrullar y vosmencionasteis otros centinelas…, peronunca he visto a ninguno. ¿Dónde están?

—En la frontera —dijo él como sieso fuera una respuesta. Después agregó—: No necesitamos centinelas si yo

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estoy aquí.Porque él era suficientemente letal.

Traté de no pensarlo, pero pregunté:—Entonces ¿estáis entrenado como

guerrero?—Sí. —Como yo no dije nada, él

añadió—: Pasé la mayor parte de mivida en el destacamento de mi padre enlas fronteras, entrenándome paraservirlo algún día… a él o a otros. Nose suponía que el peso de ocuparse deestas tierras fuera a recaer algún díasobre mí. —La simpleza con que lo dijome demostró con claridad lo que élsentía por su título, por la razón por laque era necesaria la presencia de suamigo emisario, con su lengua de plata.

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Pero era demasiado personalpreguntarle qué había pasado para quecambiaran tanto las circunstancias de suvida. Así que me aclaré la garganta ydije:

—¿Qué tipo de inmortales andan porlos bosques más allá de esos portones,si el bogge no es el peor? ¿Qué era esacosa?

Lo que en realidad quería preguntarera: ¿qué era lo que querríaatormentarme y después comerme?¿Quién sois para ser tan poderoso?¿Quién sois para que esa cosa nosuponga ningún peligro para vos?

Él se detuvo en el último escalón yesperó a que yo lo alcanzara.

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—Un puca. Usa los deseos de cadauno para atraerlo y llevarlo a algúnlugar remoto y comérselo. Despacio.Seguramente el puca te olió comohumana en los bosques y te siguió hastala casa. —Me estremecí y no intentédisimularlo. Tamlin prosiguió—: Estastierras eran seguras hace tiempo. Losinmortales más peligrosos estabancontenidos dentro de las fronteras de susterritorios nativos, controlados por loslores locales o escondidos. Ningunacriatura como el puca se hubieraatrevido a poner un pie aquí. Pero ahora,la enfermedad que infecta Prythiandebilitó a los guardianes que losmantenían apartados. —Hizo una larga

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pausa, como si alguien le arrancara laspalabras, ahogándolo—. Ahora lascosas son diferentes. No es seguro paranadie viajar solo de noche, sobre todo sies humano.

Porque los humanos estaban tanindefensos como bebés si se loscomparaba con predadores comoLucien… y Tamlin, seres que nonecesitaban armas para cazar. Miré susmanos, pero ya no había ninguna señalde las garras. Solo piel tostada, llena decallos.

—¿Qué más ha cambiado ahora? —pregunté, siguiéndolo por los escalonesde mármol.

Esta vez él no se detuvo y ni siquiera

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miró por encima del hombro mientrasdecía:

—Todo.

Así que yo iba a vivir en este lugar parasiempre. Por más que desearaasegurarme de que la palabra que habíadado Tamlin de encargarse de mi familiaera cierta, por más que él hubiera dichoque yo cuidaba más de ellosquedándome ahí…, aunque realmenteestuviera cumpliendo mi promesa sidecidía quedarme en Prythian…, laverdad era que sin el peso de esapromesa me sentía vacía, hueca.

Los siguientes tres días me fui con

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Lucien a hacer la patrulla de Andras altiempo que Tamlin buscaba al bogge porsus tierras. Ninguno de nosotros lo vio.A pesar de que a veces era malicioso,Lucien no parecía molesto por micompañía y cargaba con el mayor pesode la conversación, lo cual a mí meparecía bien; así yo podía pensar en lasconsecuencias de disparar una únicaflecha.

Una flecha que no disparé nunca enesos tres días que cabalgamos a lo largode las fronteras. Esa misma mañanahabía visto a una cierva roja en unacañada y había levantado el arco yapuntado por instinto, la flecha dirigidadirectamente al ojo, mientras Lucien se

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burlaba y decía que por lo menos lacierva no era una inmortal. Pero yo lahabía mirado —gorda, saludable ysatisfecha— y había bajado el arco yvuelto a poner la flecha en el carcaj. Lahabía dejado marchar.

Durante esos días, no vi a Tamlin enla mansión: estaba lejos, intentandoatrapar al bogge día y noche, me dijoLucien. Incluso en la cena hablaba pocoy se iba temprano, a seguir la cacería. Amí no me molestaba esa ausencia. Sisentía alguna cosa, era alivio.

La tercera noche después de miencuentro con el puca, apenas me senté ala mesa Tamlin se levantó con la excusade que quería seguir con la cacería del

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bogge.Lucien y yo lo miramos un momento.La parte que yo veía de la cara de

Lucien estaba pálida y tensa.—Os preocupáis por él —dije.Lucien se hundió en su silla, una

posición del todo indigna de un alto fae.—Tamlin… Tamlin tiene rachas de

mal humor.—¿No quiere que lo ayudéis a cazar

al bogge?—Prefiere hacerlo solo. Y tener al

bogge en nuestras tierras… No creo quelo entiendas. Los pucas son inferiores,no lo preocupan, pero incluso cuandotermine con el bogge va a seguirpensando en eso.

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—¿Y no hay nadie que lo ayude?—Seguramente los haría pedazos

por desobedecer la orden de noacercarse.

Una fría sensación se deslizó sobremi nuca.

—¿Tan brutal es?Lucien estudió el vino que tenía en

la copa.—No se consigue permanecer en el

poder siendo amigo de todos. Y entrelos inmortales, los inferiores y los altosfae, se necesita mano firme. Somosdemasiado poderosos y estamosdemasiado aburridos con lainmortalidad; no dejamos que noscontrole cualquiera.

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Parecía una ocupación solitaria, fría,la de ostentar el poder en Prythian,sobre todo si uno no la apreciabademasiado. Yo no estaba segura de larazón por la que eso me molestaba tanto.

Caía la nieve, espesa e incesante. Ya mellegaba a las rodillas mientras apuntabacon el arco, tirando de la cuerda más ymás hacia atrás hasta que me tembló elbrazo. Detrás de mí acechaba unasombra… No, no acechaba, vigilaba. Nome atrevía a darme la vuelta para mirar,no me atrevía a ver quién podía estardetrás de esa sombra, observándome, nocomo me había mirado el lobo desde el

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otro lado del claro.Miraba solamente. Como si

esperara, como si me desafiara adisparar la flecha de fresno.

No… no, no quería hacerlo, no estavez, no de nuevo, no…

Pero no controlaba los dedos, no loscontrolaba, y él seguía mirándomecuando disparé.

Un disparo…, un disparo directocontra ese ojo dorado.

Una pluma de sangre que salpicabala nieve, un golpe pesado, como el de uncuerpo al caer, un suspiro del viento.No.

No era un lobo el que cayó en lanieve, no, era un hombre, alto y bien

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formado.No…, no era un hombre. Era un alto

fae, con esas orejas puntiagudas.Parpadeé y entonces… entonces vi quetenía las manos tibias y pegajosas desangre. Después el cuerpo de él estabarojo y sin piel, humeando en el aire frío,y era su piel…, su piel…, la que yosostenía entre las manos y…

Sacudí la cabeza hasta despertarme deltodo; el sudor me bajaba por la espalda.Me obligué a respirar, a abrir los ojos ya estudiar cada detalle del dormitoriooscuro. Real…, esto era real.

Pero todavía veía la cara del alto

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fae, abajo, en la nieve, la flecha clavadaen el ojo; rojo y lleno de sangre en ellugar en el que yo le había sacado lapiel.

La bilis me quemó en la garganta.No era real. Era un sueño solamente.

Aunque lo que yo le había hecho aAndras, aunque él estuviera en su pielde lobo, era… era…

Me froté la cara. Tal vez era elvacío, la sensación de hueco de losúltimos días, tal vez era solamente queya no tenía que pensar hora tras hora trashora en mantener viva a mi familia,pero… sí, lo que me cubría la lengua,los huesos, era arrepentimiento y tal vezvergüenza.

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Me estremecí, como en unescalofrío, pero tampoco así podríasacarme eso de encima. Aparté lassábanas con los pies para levantarme dela cama.

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CAPÍTULO

12

No había podido sacudirme el horror, lasangre del sueño mientras caminaba porlos pasillos oscuros de la mansión; los

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sirvientes y Lucien se habían retiradohacía ya mucho. Pero yo tenía que haceralgo, cualquier cosa, después de esapesadilla. Aunque fuera para evitardormirme de nuevo. Con un pedazo depapel en una mano y una pluma aferradaen la otra, caminé fijándome bienadónde iba, prestando atención a lasventanas, puertas y salidas, dibujandocada tanto esquemas vagos y poniendoalgunas X en el pergamino.

Era lo que podía hacer, y paracualquier humano que supiera leer mismarcas no habrían tenido sentido. Peroyo no sabía leer ni escribir, apenas lasletras básicas; mi mapa improvisado eramejor que nada. Si iba a quedarme en

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este lugar era esencial conocer losmejores escondites, las salidas másfáciles de usar si las cosas se poníandifíciles para mí. No conseguíaabandonar del todo ese instinto desupervivencia.

La luz era demasiado tenue paraadmirar las pinturas que cubrían lasparedes, y no me atreví a arriesgarme aencender una vela. Esos últimos tresdías siempre había sirvientes en lospasillos cuando yo me atreví a mirar lasobras de arte… y la parte de mí quehablaba con la voz de Nesta se habíareído ante la idea de que una humanaignorante tratara de admirar el arte delos inmortales. «Otro día, entonces», me

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había dicho a mí misma. Ya encontraríaotro día, una hora tranquila en la que nohubiera nadie por ahí. Tenía muchashoras por delante ahora, una vida entera.Tal vez, tal vez se me ocurriera quéhacer con ella.

Me deslicé hacia abajo por laescalera principal; la luz de la lunainundaba las baldosas blancas y negrasdel vestíbulo. Llegué hasta la entrada;los pies descalzos, silenciosos sobre lasbaldosas frías. Nada…, nadie.

Apoyé mi mapa sobre la mesa delvestíbulo y dibujé unas cuantas X ycírculos que representaban puertas,ventanas, la escalera de mármol… Mefamiliarizaría tanto con la mansión que

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podría recorrerla aunque alguien metapara los ojos con una venda.

Sentí una brisa y me volví hacia laspuertas abiertas de cristal que daban aljardín.

Me había olvidado de lo grande queera, me había olvidado de los cuernostorcidos y la cara de lobo, el cuerpoparecido al de un oso que se movía conuna fluidez felina. Los ojos verdesbrillaban en la oscuridad, fijos en mí, ycuando las puertas se cerraron tras él, elvestíbulo se llenó del ruido que hacíanlas garras sobre el mármol. Me quedéquieta, de pie, sin atreverme a hacer unmovimiento o a mover un solo músculo.

Él renqueaba un poco. Y bajo la luz

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de la luna quedaban manchas oscuras asu espalda.

Siguió caminando hacia mí; parecíaabsorber todo el aire del vestíbulo. Eratan grande que el espacio parecíapequeño, como una jaula. El roce de unagarra, un jadeo de respiración agitada,la caída de la sangre.

Entre un paso y el siguientecambiaba de forma, y yo cerraba losojos con fuerza ante cada rayo de luzdisparado al techo cuando eso ocurría.En cuanto por fin mis ojos se ajustaron ala oscuridad poblada de ruidos, vi queél estaba de pie frente a mí.

De pie, pero… no del todo. Nohabía señal de la banda de cuero ni de

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sus cuchillos. Tenía las ropas hechaspedazos, cortes largos, feroces, que mehicieron preguntarme por qué no estabamuerto y destripado. Pero la pielmusculosa que se veía bajo la camisaparecía hallarse incólume, ilesa.

—¿Matasteis al bogge? —Mi vozera apenas algo más que un susurro.

—Sí. —Una respuesta opaca, vacía.Como si ya no quisiera molestarse enser amable. Como si yo estuviera alfondo, muy al fondo de una larga lista deprioridades.

—Estáis herido —le dije con vozmás baja todavía.

Así era. Tenía la mano cubierta desangre y esta seguía cayendo al suelo

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detrás de él. Me miró con los ojos enblanco, como si le costase un esfuerzomonumental recordar que tenía una manoy que esa mano estaba herida. ¿Quéesfuerzo de voluntad y energía le habíacostado matar al bogge, enfrentarse aesa amenaza terrible? ¿Hasta dóndehabía tenido que hurgar dentro de símismo —buscando el poder inmortal yanimal que vivía en él, fuera cual fuese— para matarlo?

Miró el mapa que estaba sobre lamesa, y cuando habló su voz estabavacía de toda emoción, de toda furia, detoda diversión.

—¿Qué es eso?Arranqué de un tirón el mapa de la

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mesa.—Pensé que sería bueno conocer el

lugar donde estoy.Sangre, sangre, sangre.Abrí la boca para señalar la mano,

pero él dijo:—No sabes escribir, ¿verdad?No le contesté. No sabía qué decir.

Humana ignorante, insignificante.—Con razón te volviste hábil en

otras cosas.Supuse que él estaba tan perdido en

el recuerdo de su encuentro con el boggeque no se había dado cuenta delcumplido que me hacía. Si es que era uncumplido.

Otra gota de sangre sobre el mármol.

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—¿Dónde podemos limpiar esamano?

Levantó la cabeza y me miró denuevo. Quieto y agotado, silencioso.Después dijo:

—Hay una pequeña enfermería.Quería decirme a mí misma que eso

era tal vez lo más útil que habíaaveriguado ese día. Pero mientras loseguía, esquivando el rastro de sangreque él iba dejando, pensé en lo que mehabía contado Lucien acerca de lasoledad de Tamlin, acerca del peso quetenía que llevar sobre los hombros;pensé en lo que había dicho él: que esastierras no deberían haber sido suyas, ysentí… sentí lástima por él.

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La enfermería estaba bien provista, peroera más un botiquín con suministros yuna buena mesa de trabajo que un lugaren el que curar a inmortales enfermos oheridos. Supuse que eso era lo único quenecesitaban: de todos modos, erancapaces de curarse a sí mismos con suspoderes inmortales. Pero esa herida…,esa herida no se estaba curando.

Tamlin se dejó caer contra el bordede la mesa cogiéndose la mano heridapor la muñeca mientras me mirabarebuscar en los cajones. Cuandoencontré lo que necesitaba, hice unesfuerzo para no retroceder frente a la

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idea de tocarlo, y no dejé que el miedome dominara cuando le cogí la mano; elcalor de su piel me pareció un infiernocontra mis dedos frescos.

Limpié la mano sucia, cubierta desangre, preparándome para el primerdestello de las garras. Pero estassiguieron retraídas y él continuó ensilencio mientras yo le vendaba la mano.Me sorprendió no encontrar más quealgunos cortes feroces que no teníannecesidad de puntos.

Aseguré el vendaje y me alejé,llevándome el bol con agua teñida derojo hacia la fuente al final de lahabitación. Sus ojos eran como unamarca candente sobre mí mientras yo

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terminaba de limpiar; la habitación sevolvió demasiado pequeña, casiasfixiante. Había matado al bogge ysalido relativamente ileso. Si Tamlintenía ese poder, entonces los altos loresde Prythian debían de ser semidioses.Todos los instintos mortales de micuerpo temblaban de horror ante la idea.

Estaba casi en la puerta, tratando dedominar la urgencia por salir corriendode vuelta a mi habitación, cuando éldijo:

—No sabes escribir pero aprendistea cazar, a sobrevivir. ¿Cómo?

Hice una pausa con el pie apoyadosobre el umbral.

—Es lo que pasa cuando una es

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responsable de las vidas de los demás,¿no? Una hace lo que tiene que hacer.

Él seguía sentado sobre la mesa,todavía en medio de ese límite internoentre el aquí y el ahora por un lado y,por otro, el lugar al que había tenido queir con su mente para luchar contra elbogge, fuera donde fuese… Miré defrente a esos ojos salvajes y brillantes.

—No eres lo que yo esperaba…,para ser humana —dijo. No le contesté.Y no se despidió cuando me fui.

A la mañana siguiente, mientras bajabapor la grandiosa escalera, traté de nopensar demasiado en las baldosas de

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mármol, ahora muy limpias…; ya nohabía señales de la sangre que habíaperdido Tamlin. En realidad, traté de nopensar demasiado en nuestro encuentro.

Cuando no vi a nadie en el vestíbulo,casi sonreí…, sentí una onda cálida enese vacío hueco que me había estadopersiguiendo. Tal vez ahora, tal vez enese momento de tranquilidad, podríacontemplar por fin las obras de arte enlas paredes, tomarme tiempo paraexaminarlas, conocerlas, admirarlas.

Con el corazón a todo galope, estabaa punto de dirigirme hacia donde habíavisto un pasillo con paredes cubiertascon gran cantidad de pinturas, una allado de otra, cuando, desde el comedor,

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llegaron flotando voces masculinas.Me detuve. Las voces eran lo

bastante tensas como para incitarme aque me deslizara entre las sombrasdetrás de la puerta abierta tratando de nohacer ruido. Lo que hacía era un actocobarde, horrible, pero lo que estabandiciendo esos dos me forzó a olvidar laculpa.

—Quiero saber qué crees que estáshaciendo. —Era Lucien…, la ferocidadfamiliar revistiendo todas sus palabras.

—¿Qué estás haciendo tú? —ladróTamlin. A través del espacio entre lasbisagras y la puerta los vi a los dos depie, cara a cara. En la mano sin vendasde Tamlin brillaban las garras bajo la

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luz de la mañana.—¿Yo? —Lucien se llevó una mano

al pecho—. Por el Caldero, Tamlin…,no tenemos mucho tiempo y tú te lopasas envuelto en tristeza y rabia. Ya nisiquiera tratas de fingir.

Levanté las cejas. Tamlin giró sobresus talones para alejarse, pero volvió adar una vuelta un instante después ymostró los dientes.

—Fue un error desde el principio.No lo tolero, y menos después de lo quemi padre les hizo, lo que hizo a lastierras de esa especie… No quiero sercomo él…, no voy a ser ese tipo depersona. Así que deja de molestarme.

—¿Dejar de molestarte? ¿Dejar de

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molestarte mientras tú sellas nuestrodestino, mientras lo arruinas todo? Mequedé contigo por esperanza, no paraverte caer. Para alguien con un corazónde piedra, el tuyo parece estar muyblando estos días. El bogge estaba ennuestras tierras… ¡El bogge, Tamlin!Cayeron todas las barreras entre lascortes y hay basuras como el puca hastaen nuestros bosques. ¿Vas a mudarte ahípara matar a todos los gusanos queentren sin permiso?

—Ten cuidado con lo que dices —loamenazó Tamlin.

Lucien se le acercó; él tambiénmostraba los dientes. Un soplo de aireme golpeó el estómago y un olor

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metálico me llegó a la nariz. Pero yo noveía la magia…, solamente la olía. Nohubiera sabido decir si eso hacía peor omejor la situación.

—No me provoques, Lucien. —Eltono de Tamlin era peligroso y tranquiloy se me erizó el pelo en la nuca cuandoemitió un gruñido puramente animal—.¿Crees que no sé lo que pasa en mispropias tierras? ¿Lo que puedo perder?¿Lo que ya he perdido?

La plaga. Tal vez estuvieracontenida, aunque parecía que todavíacausaba estragos, que seguía siendo unaamenaza, y quizá se tratara del tipo deamenaza de la que ellos no querían queyo supiera nada, ya fuera porque no

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confiaban en mí o porque… porque yono era nada para ellos. Me incliné haciadelante, pero cuando lo hice, moví lamano y un dedo golpeó con suavidadcontra la puerta. Puede que un serhumano no lo hubiera oído, pero los dosaltos fae se volvieron en redondo. Elcorazón se me subió a la boca.

Di un paso hacia el umbral, meaclaré la garganta y pensé en una docenade excusas para justificarme. Miré aLucien y me obligué a sonreír. Los ojosde él se ensancharon y tuve quepreguntarme si sería por mi sonrisa oporque tenía aspecto de culpable.

—¿Vais a cabalgar? —pregunté, unpoco descompuesta, mientras hacía un

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gesto hacia atrás con el pulgar. No habíapensado en salir con él ese día, perosonaba a una buena excusa.

El ojo rojo de Lucien brillaba confuerza, aunque la sonrisa que me dedicóno tenía ningún brillo. La cara delemisario de Tamlin más calculadora,más cortesana que nunca anteriormente.

—Hoy es imposible —dijo. Señalóa Tamlin con el mentón—. Él puede ircontigo.

Tamlin miró con desdén a su amigo;no se preocupó por disimular el gesto.La banda de cuero llevaba esta vez máscuchillos que los días anteriores, y lasempuñaduras de metal ornamentadobrillaban cuando él se volvió hacia mí

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con los hombros tensos.—A donde quieras ir, iremos. Basta

con que lo digas. —Las garras de lamano libre se deslizaron bajo la piel ydesaparecieron.

«No». Casi lo dije en voz altamientras volvía a mirar a Lucien y lerogaba con los ojos. Lucien me puso unamano en el hombro al tiempo que sealejaba.

—Tal vez mañana, humana.Me quedé a solas con Tamlin, tragué

saliva con fuerza.Él estaba ahí de pie, esperando.—No quiero ir a cazar —dije

finalmente con la voz calma. Era cierto—. Odio cazar.

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Él asintió con la cabeza.—¿Qué quieres hacer, entonces?

Me llevó por los pasillos. Una brisasuave enredada con el perfume de lasrosas entraba a través de las ventanasabiertas y me acariciaba la cara.

—Estuviste cazando —dijo Tamlinpor fin—, pero no tienes ningún interésen ello. —Me observó de reojo—. Conrazón vosotros dos nunca atrapáis nada.

No había rastro del guerrero frío,vacío, de la noche anterior, ni del noblefae furioso de hacía unos minutos. Ahoraera solamente Tamlin.

Había sido una tonta por bajar la

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guardia cuando estaba con él, por pensarque su actuación significaba algo, sobretodo cuando era evidente que algoandaba tan mal en sus tierras. Habíaacabado con el bogge… y eso loconvertía en la criatura más peligrosacon la que me hubiera encontrado nunca.Dado que no sabía cómo proceder, lepregunté en un tono algo artificial:

—¿Cómo está vuestra mano?Flexionó la mano herida y estudió

las vendas blancas, austeras y limpiascontra la piel besada por el sol.

—No te di las gracias.—No hacía falta.Pero él negó con la cabeza y su

cabello dorado atrapó y sostuvo la luz

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de la mañana como si la arrancara delsol.

—El mordisco del bogge estabapensado para retardar la curación de losaltos fae, retardarla lo suficiente comopara matarnos. Tienes toda mi gratitud.—Cuando me encogí de hombros, élagregó—: ¿Cómo aprendiste a vendarheridas así? Puedo usar la mano a pesarde las vendas.

—A base de equivocarme. Siempreque me hacía daño, tenía que poderarmar la cuerda en el arco al díasiguiente.

Él se quedó callado mientrasgirábamos por otro pasillo de mármolbañado por el sol, y entonces me atreví

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a mirarlo. Descubrí que me estabaestudiando, los labios convertidos enuna línea tensa.

—¿Alguna vez alguien te cuidó a ti?—preguntó con voz pausada.

—No. —Hacía muchos años que yohabía dejado de tenerme lástima.

—¿Aprendiste a cazar de la mismamanera, a base de equivocarte?

—Espiaba a los cazadores cuandopodía y después practiqué hasta queempecé a acertar a las cosas. Cuandodisparaba mal, no comíamos. Así queapuntar fue lo primero que aprendí.

—Tengo curiosidad —dijo él entono despreocupado. Había un brillo enlos puntos ambarinos de sus ojos verdes.

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Tal vez no era cierto que no quedaranrastros de la bestia guerrera—. ¿Vas ausar ese cuchillo que robaste de lamesa?

Me quedé paralizada.—¿Cómo lo supisteis?Podría haber jurado que, debajo de

la máscara, él tenía las cejas levantadas.—Estoy entrenado para notar esas

cosas. Pero sobre todo, olí el miedo enti.

Gemí.—Pensé que nadie lo había notado.Él mostró una sonrisa torcida, más

genuina que todas las sonrisas desvaídasy los halagos que me había ofrecidoantes.

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—Aun si dejamos de lado el tratado,vas a necesitar pensar con mayorcreatividad si quieres tener laoportunidad de escapar de los míos…Eso de robar cuchillos en la cena…Pero con tu habilidad para espiar detrásde las puertas, algún día tal vezaverigües algo valioso.

Sentí calor en las orejas.—Yo… yo no… Lo lamento —

murmuré. Pero no tenía sentido fingirque no los había espiado—. Lucien hadicho que no teníais mucho tiempo. ¿Quéquiso decir con eso? ¿Van a venir máscriaturas como el bogge por la plaga?

Tamlin se puso rígido, levantó lavista y miró alrededor del pasillo,

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estudió las imágenes, los sonidos y losolores. Después se encogió de hombros,un gesto demasiado tenso para sergenuino.

—Soy inmortal. Lo único que tengoes tiempo, Feyre.

Había dicho mi nombre con tanta…intimidad. Como si no fuera una criaturacapaz de matar monstruos salidos de unapesadilla. Abrí la boca con la intenciónde pedirle una respuesta más exacta,pero él me interrumpió.

—La fuerza que enferma nuestrastierras y nuestros poderes…, esotambién va a acabar algún día si elCaldero nos da su bendición. Pero ahoraque el bogge ha entrado en estas tierras,

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yo diría que es lógico suponer que otrospueden seguirlo, sobre todo si el puca semostró tan desafiante.

Sin embargo, si las fronteras entrelas cortes habían caído, como yo lehabía oído decir a Lucien, si a causa dela plaga todo en Prythian era diferenteahora, como había dicho Tamlin…, yono quería quedar atrapada en medio deuna guerra brutal o una revolución.Dudaba que sobreviviera mucho tiempoen un escenario como ese.

Tamlin siguió caminando y abrió unpar de puertas dobles al final delpasillo. Los músculos poderosos de laespalda se le movieron bajo la ropa.Nunca debía olvidar lo que él era…, lo

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que podía hacer. Lo que, aparentemente,le habían enseñado a hacer.

—Como tú pediste —dijo entonces—: El estudio.

Vi lo que había más allá de suespalda y se me hizo un nudo en elestómago.

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CAPÍTULO

13

Tamlin agitó la mano y cien velassaltaron a la vida. Era evidente que esoque había dicho Lucien sobre la magia

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—que se había secado y torcido por laplaga— no había afectado de forma tandramática a Tamlin o, tal vez, si todavíaera capaz de cambiar la forma de suscentinelas y transformarlos en loboscuando quería, había sido mucho máspoderoso antes. El olor metálico de lamagia me rozó los sentidos, peromantuve el mentón alto. Bueno, hastaque observé lo que había dentro.

Las palmas de las manos empezarona sudarme cuando vi ese estudio enorme,opulento. Había tomos y tomosalineados en la pared como soldados deun ejército silencioso, y sillones,escritorios y alfombras gruesas tendidaspor toda la habitación.

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Hacía más de una semana que habíaabandonado a mi familia. Aunque mipadre me había dicho que no volviera,aunque mi promesa a mi madre se habíacumplido, por lo menos tendría quehacerles saber que estaba sana ysalva…, relativamente. Y mandarles unaadvertencia sobre la enfermedad quebarría Prythian y que tal vez, algún día,pronto, atravesaría el muro.

Solo había un método para hacerlo.—¿Necesitas algo más? —preguntó

Tamlin, y me estremecí. Él seguía detrásde mí.

—No —dije, y entré en el estudiodando zancadas. No quería pensar en elpoder que me había mostrado hacía un

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instante, en la gracia despreocupada conla que había dado la vida a tantasllamas. Era importante que pusiera todala atención en la tarea que tenía pordelante.

No era del todo culpa mía queapenas supiera leer. Antes de la ruina demi padre, mi madre había descuidadocompletamente nuestra educación, no sehabía preocupado por tomar unainstitutriz. Y después de que nosgolpeara la pobreza, y mis hermanasmayores, que ya leían y escribían,consideraran que la escuela de la aldeaera poco para nosotras, tampoco sepreocuparon por enseñarme. Yo leíaapenas lo suficiente para funcionar…, lo

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suficiente para darles forma a las letras,pero tan mal que hasta firmar meavergonzaba.

Ya era bastante que Tamlin losupiera. Pensaría en el modo de hacerllegar la carta a los míos cuando lahubiera terminado; tal vez podríapedirles un favor a él o a Lucien.Pedirles que escribieran por mí seríademasiado humillante. Ya imaginaba suspalabras: «Una humana típica, tanignorante». Y como Lucien parecíaconvencido de que me convertiría enespía apenas pudiera, sin duda quemaríala carta y cualquier otra cosa queintentara escribir después. Así quetendría que aprender.

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—Te dejo, entonces —dijo Tamlincuando el silencio entre los dos sevolvió demasiado largo, demasiadotenso.

No me moví hasta que él cerró laspuertas y me dejó dentro. Sentí latir micorazón en todo el cuerpo cuando meacerqué a un escritorio.

Tuve que hacer un intermedio para lacena y para dormir, pero estuve devuelta en el estudio antes de que hubierasalido del todo el sol. Descubrí unpequeño escritorio en un rincón ybusqué papel y tinta. Reseguí una líneade texto con el dedo y susurré las

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palabras allí escritas.—«Ella… ella tomó, tomó el

zapato…, de pie… en su po… pos…».Me senté en la silla y me apreté los

ojos con las manos. Cuando sentí queestaba más calmada, cogí el pergamino ysubrayé la palabra: «posición».

Con mano temblorosa, hice lo quepude para añadir letra tras letra a la listacada vez más larga que tenía junto allibro. Había por lo menos cuarentapalabras, con las letras malformadas ycasi ilegibles. Después me preocuparíapor la pronunciación.

Me puse de pie: tenía que estirar laspiernas, la espalda… o escaparme de lalarga lista de palabras que no sabía

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pronunciar y del calor permanente queme entibiaba la cara y el cuello.

Supongo que el estudio era sobretodo una biblioteca: no se veían lasparedes, ocultas detrás de los pequeñoslaberintos de pilas de libros querodeaban el área principal. Había unentrepiso arriba, cubierto de libros depared a pared. Pero «estudio» sonabamenos intimidante. Caminé en zigzag através de algunas de las pilas, siguiendoun rayo de luz hasta las ventanas queestaban en el otro extremo de lahabitación. Me descubrí mirando unjardín de rosas, con docenas de tonosrosados, púrpuras, blancos y amarillos.

Tal vez me habría permitido un

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momento para admirar los colores,brillantes de rocío bajo el sol de lamañana, si no hubiera visto la pintura alo largo de la pared junto a las ventanas.

No era una pintura, pensé,parpadeando mientras retrocedía paraver desde más lejos la enormeextensión. No, era un… Busqué lapalabra en esa parte medio olvidada demi mente. Un mural. Eso era.

Al principio no conseguí hacer nadaque no fuera mirar con fijeza el tamaño,la ambición, el hecho de que esa obra dearte estuviera en ese lugar donde nadiepodía verla, como si crear algo así nosignificara nada…, absolutamente nada.

El mural contaba una historia usando

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la forma en que fluían los colores, lasformas y la luz, la forma en quecambiaba su intensidad a lo largo delmural. La historia de…, sí, la historia dePrythian.

Empezaba con un caldero.Un enorme caldero negro sostenido

por manos delicadas, brillantes,femeninas, sobre una noche infinita,estrellada. Esas manos lo volcaron; ellíquido brillante, lleno de chispasdoradas se derramó por encima delborde. No, no eran chispas…, era unaefervescencia de pequeños símbolos, talvez en algún antiguo lenguaje de losinmortales. Fuera lo que fuese esaescritura, el contenido del caldero cayó

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al vacío más abajo y formó una lagunaen la tierra y así se creó nuestromundo…

El mapa abarcaba todo nuestromundo…, no solo la tierra en la queestábamos sino también los mares y losenormes continentes que había más allá.Cada territorio estaba marcado ycoloreado, algunos con pinturasintrincadas y ornamentadas con los seresque habían reinado alguna vez sobretierras que ahora pertenecían a loshumanos. Todo, recordé con unescalofrío, todo el mundo había sido deellos…, por lo menos eso era lo queellos creían, un mundo fabricado paraellos por la figura femenina que sostenía

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el caldero. No había mención de loshumanos, ninguna señal de nosotros.Supuse que para ellos habíamos sidomenos que cerdos.

Era difícil mirar el siguiente panel.Era tan simple y al mismo tiempo tandetallado que me quedé ahí, de pie,durante un momento, metida en esecampo de batalla, y sentí la textura delbarro ensangrentado más abajo, hombrocon hombro con los miles de otrossoldados humanos que se alineabanfrente a las hordas de inmortales que nosatacaban. Una pausa antes de la matanza.

Las flechas y espadas humanasparecían inútiles contra los altos fae ensus armaduras brillantes o los

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inmortales inferiores erizados de garrasy colmillos. Sabía —sin que me lomostrase ningún panel explícito— quelos humanos no habían sobrevivido aesa batalla. La mancha negra sobre elpanel siguiente, iluminada con brillosrojos, era suficientemente expresiva.

Después otro mapa: un reino deinmortales mucho más reducido. Losterritorios norteños se habíandiseccionado y dividido para hacer sitioa los altos fae que habían perdido sustierras al sur del muro. Todo lo quequedaba al norte del muro era paraellos; todo lo que estaba al sur era unamancha desierta. Un mundo destrozado,olvidado…, como si el pintor no

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quisiera molestarse en representarlo.Miré con cuidado varias tierras y

territorios que ahora pertenecían a losaltos fae. Tanto territorio todavía…,tanto poder monstruoso esparcido por elnorte de nuestro mundo. Sabía queestaban regidos por reyes o reinas oconsejos o emperatrices, pero nuncahabía visto una representación de eso,de lo mucho que habían tenido que cederal sur, de lo apretadas que estaban ahorasus tierras.

En comparación, a Prythian le habíaido bien en nuestra enorme isla: solo elextremo final para los miserableshumanos. La mayor parte del sacrificiola habían hecho los estados que

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quedaban más al sur, lugares que lapintura representaba con plantas deazafrán, ovejas y rosas. Tierras deprimavera.

Me acerqué hasta que vi la manchaoscura, horrible, que representaba elmuro: otro toque de desprecio por partedel pintor. No había ninguna figura enlos reinos humanos, nada que indicaraninguno de los grandes centros ociudades, pero… descubrí la zonaaproximada en la que estaba nuestraaldea y los bosques que la separaban delmuro. Esos dos días de viaje parecíantan pequeños si se los comparaba con elpoder que acechaba por encima denosotros, en el norte… Tracé una línea,

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el dedo suspendido sobre la pintura,hacia arriba, en la pared, hacia estastierras, las tierras de la CortePrimavera. Ahí tampoco había marcas,pero la tierra estaba sembrada contoques de primavera: árboles florecidos,tormentas pasajeras, animales reciénnacidos… Por lo menos pasaría misdías en una de las cortes más moderadasen cuanto al clima. Un pequeñoconsuelo.

Miré al norte y retrocedí de nuevo.Las otras seis cortes de Prythianocupaban un rompecabezas deterritorios. Otoño, Verano e Inviernoeran fáciles de distinguir. Por encima,dos cortes brillantes: la del sur, una

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paleta más suave, más rojo, la CorteAmanecer; por encima, brillantesdorados, amarillos y azules, la CorteDía. Y más arriba, posada sobre unacadena congelada de montañas deoscuridad y estrellas, el territorioexpandido, enorme, de la Corte Noche.

Había cosas en las sombras quehabitaban esas montañas…, ojosdiminutos, dientes brillantes. Una tierrade belleza letal. Se me erizó el vello delos brazos.

Tal vez debería haber examinado losotros reinos, los que quedaban al otrolado del mar que rodeaba nuestra tierra.Por ejemplo, el reino inmortal aisladoque quedaba al oeste, un reino que no

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parecía haber perdido territorio alguno yseguía siendo el mismo, pero en esemomento miré el corazón de ese mapahermoso, viviente.

En el centro, como si fuera el núcleoa partir del cual se había expandidotodo, o tal vez el lugar que había tocadoprimero el líquido caído del caldero,había una pequeña cadena de montañasnevadas. En medio de las cuales seerguía un enorme pico solitario. Sinnieve, sin vida…, como si los elementosse negasen a tocarlo. No había otrasclaves sobre su esencia; nada queindicara su importancia, y pensé que sesuponía que los espectadores sabían loque era. Ese no era un mural destinado a

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ojos humanos.Con esa idea volví a mi escritorio.

Por lo menos ahora sabía cómo eranaquellas tierras, y sabía que nunca,nunca debía ir hacia el norte.

Me volví a sentar y busqué mi lugaren el libro, el rostro caliente frente a lasilustraciones que aparecían cada tanto.Un libro para chicos y, sin embargo, yono conseguía terminar sus veintepáginas. ¿Por qué tenía Tamlin librospara chicos en esta biblioteca? ¿Eran desu propia infancia o para futuros chicosque llegarían alguna vez? No importaba.Yo no lograba leerlos. Odiaba el olor deesos libros, la podredumbre de laspáginas, el susurro burlón del papel, el

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cuero áspero de la cubierta. Miré la hojay todas las palabras que no conocía.

Apreté la lista en la mano,transformando el papel en una bola, y lohundí en la papelera.

—Podría ayudarte a escribirles, siesa es la razón por la que estás aquí. —Salté hacia atrás en el asiento, casi loderribé y giré en redondo. Ahí estabaTamlin, detrás de mí, con una pila delibros en las manos. Empujé el asiento yme puse de pie, las mejillas y las orejasrojas… ¿Qué información creería él queiba a enviar? La idea me dio pánico.

—¿Ayudarme? ¿Queréis decir que uninmortal está dejando pasar laoportunidad de burlarse de una mortal

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ignorante?Puso los libros sobre la mesa. Tenía

la mandíbula tensa. Yo no conseguía leerlos títulos que brillaban sobre los lomosde cuero.

—¿Por qué iba a burlarme por undefecto que no es tu culpa? Deja que teayude. Te debo algo por el vendaje de lamano.

Defecto. Sí, cierto, era un defecto.Y sin embargo, una cosa era

vendarle la mano, hablar con él como sino fuera un predador creado para matary destruir, y otra revelar lo poco que yosabía, dejarle ver esa parte de mí queera todavía una niña, sin terminar, enbruto… Su cara era inescrutable.

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Aunque no había lástima en su voz, meenderecé orgullosa.

—Me las arreglo bien sola.—¿Crees que no tengo nada mejor

que hacer que perder el tiempopensando formas elaboradas dehumillarte?

Me acordé de la mancha de nada quehabía usado el pintor para representarlas tierras humanas y no encontré unarespuesta, por lo menos no una que fueralo suficientemente amable. Ya habíacedido demasiado… frente a todosellos, frente a él.

Tamlin negó con la cabeza.—¿Así que dejaste que Lucien te

llevara a cazar, pero…?

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—Lucien —lo interrumpí contranquilidad, pero no con voz suave—no finge ser lo que no es.

—¿Qué significa eso? —gruñó él,pero las garras siguieron retraídasaunque él cerró las manos y lasconvirtió en puños a los costados delcuerpo.

Estaba caminando por una líneadefinitivamente peligrosa, pero no meimportaba. Aunque él me estuvieraofreciendo su ayuda, yo no iba a caer asus pies.

—Significa —dije con la mismafrialdad— que yo no os conozco. No séquién sois, o lo que sois, o lo quequeréis.

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—Significa que no confías en mí.—¿Cómo voy a confiar en un

inmortal? ¿Acaso no disfrutáismatándonos y engañándonos?

Las palabras furiosas de surespuesta hicieron temblar las llamas delas velas:

—No eres lo que yo esperaba en unhumano, eso te lo aseguro.

Casi sentí la profunda herida en mipecho cuando se partió y salieron todasesas palabras horribles, silenciosas:«analfabeta», «ignorante»,«insignificante», «orgullosa», «fría»…,todas en boca de Nesta, como un eco desu voz burlona en mi cabeza.

Apreté los labios con fuerza.

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Él hizo una mueca y levantó un pocouna mano, como si fuera a tocarme.

—Feyre… —empezó a decir, y suvoz fue tan suave que hizo que yomeneara la cabeza y abandonara lahabitación. Él no me detuvo.

Pero esa tarde, cuando fui arecuperar la lista que había tirado en lapapelera, ya no estaba allí. Y mi pila delibros parecía distinta, los títulosestaban en otro orden. Tal vez algúnsirviente los había cambiado, pensé paracalmar la tensión que sentía en el pecho.Alis o alguno de los otros que limpiabancon máscaras de pájaros. Yo no habíaescrito nada que me incriminara, nohabía forma de que él supiera que yo

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había querido advertir a mi familia.Dudaba que me castigara por eso,pero… la conversación que habíamostenido ya había sido lo suficientementemala.

Sin embargo, me temblaban lasmanos cuando me senté al escritorio ybusqué el lugar exacto en que habíadejado el libro esa mañana. Sabía queera una vergüenza marcar los libros continta, pero si Tamlin podía permitirsecomer en platos de oro, también podríareemplazar uno o dos libros.

Miré sin ver el amontonamiento deletras.

Tal vez era una tonta por no aceptarsu ayuda, por no tragarme el orgullo y

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pedirle que escribiera la carta. Nisiquiera era una carta de advertencia,solo…, solo para hacerles saber queestaba bien. Si él tenía otras cosas quehacer con su tiempo, si no perdía eltiempo buscando formas deavergonzarme, entonces seguramentetenía mejores cosas que hacer queayudarme a escribir cartas a mi familia.Y sin embargo, me lo había ofrecido.

Oí sonar la hora en un reloj cercano.Defecto…, otro de mis defectos. Me

froté las cejas con el pulgar y el índice.También había sido tonta al sentir unpoco de lástima por él, por el inmortalsolitario, pensativo, por alguien que,había pensado yo como una estúpida,

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realmente se interesaría si conocía aotra persona que tal vez sentía lo mismo,que tal vez entendía lo que era cargarcon el peso de cuidar a otros, aunque loentendiera en la forma ignorante,insignificante en que podían hacerlo loshumanos. Debería haberlo dejadosangrar esa noche, debería habermedado cuenta de que era tonto creer…,era tonto creer que tal vez…, tal vezhabría alguien, humano o inmortal ocualquier otra cosa que entendería esoen lo que se había transformado mi vida,en lo que yo me había transformado enlos últimos años.

Pasó un minuto, después otro.Tal vez los inmortales no pudieran

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mentir, pero sí que podían escamotear lainformación; Tamlin, Lucien y Alishabían hecho lo posible por no contestara mis preguntas específicas. Saber mássobre la plaga que los amenazaba, sabercualquier cosa sobre esa plaga, dedónde procedía, qué era capaz de hacer,sobre todo a un ser humano…

Y si había alguna posibilidad de queellos tuvieran también algún tipo deconocimiento acerca de encontrar unasalida para escapar a las exigencias delmaldito tratado, si sabían una forma enla que pudiera pagar la deuda que habíaadquirido y volver con mi familia yadvertirles sobre la plaga en persona…,entonces tenía que arriesgarme.

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Veinte minutos más tarde fui a ver aLucien a su dormitorio. Había marcadoen mi mapa el lugar donde estaba suhabitación —en un ala separada delsegundo piso, bien lejos de la mía— ydespués de buscarlo en los lugares desiempre, pensé que estaría allí. Golpeécon los nudillos la puerta doble pintadade blanco.

—Entra, humana. —Seguramente élme detectaba por mi respiración. O talvez ese ojo suyo veía a través de lapuerta.

Traspasé el umbral. La habitaciónera muy parecida a la mía en cuanto aforma, pero estaba pintada en tonos denaranja, rojo y oro, con algunos leves

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toques de verde y marrón. Era comoestar en un bosque otoñal. Y mientras mihabitación era toda suavidad y gracia, lasuya estaba marcada por la aspereza. Enlugar de la bonita mesa de desayunojunto a la ventana, dominaba el espaciouna mesa de trabajo muy gastada, yencima de ella había varias armas. Ahíestaba él, sentado, vestido con unacamisa blanca y pantalones, el pelo rojosin atar, brillante como fuego líquido. Elemisario de Tamlin, entrenado para lacorte, pero también guerrero porderecho propio.

—No os he encontrado por la casa—dije, cerrando la puerta y apoyando laespalda en ella.

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—Tuve que ir a poner orden enalgunos exaltados en la frontera delnorte, asuntos oficiales como emisario—dijo él, guardando el cuchillo de cazaque había estado limpiando, una hojaterrible, larga—. Volví a tiempo para oírtu discusión con Tam y decidí que aquíarriba iba a estar más seguro. Me alegrósaber que tu corazón humano se habíaentibiado un poco con respecto a mí, esosí. Por lo menos no soy el primero en tulista de futuros asesinatos.

Lo miré largamente.—Bueno —siguió él, encogiéndose

de hombros—, parece que te lasarreglaste para meterte bajo la piel deTam, tanto que él me buscó y casi me

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arrancó la cabeza de un mordisco. Asíque supongo que tengo que darte lasgracias por arruinar lo que deberíahaber sido un almuerzo pacífico. Porsuerte para mí, había un problema en losbosques del oeste y mi pobre amigo tuvoque ir a encargarse de eso como solo élsabe hacerlo. Me sorprende que no te loencontraras en la escalera.

Gracias a los dioses olvidados porlas pequeñas alegrías.

—¿Qué tipo de problema?Lucien se encogió de hombros, pero

el movimiento fue demasiado tenso paratratarse del gesto de alguien que sedesentiende del asunto.

—Lo de siempre: criaturas no

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queridas, criaturas horrendas que hacendesastres.

Bien…, era estupendo que Tamlinestuviera lejos y no pudiera volver parapillarme en lo que yo estaba a punto dehacer. Otra vez tenía un poco de suerte.

—Me impresiona que me hayáiscontestado todo eso —dije con el tonomás desenfadado que pude, pensandobien mis palabras—. Pero por desgraciano sois como el suriel, que me vomitaríatoda la información que le exigiera si yofuera lo bastante inteligente y loatrapara.

Por un momento, él me miró yparpadeó. Después, hizo una mueca conla boca y su ojo de metal zumbó y se

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entrecerró para mí.—Supongo que no vas a explicarme

lo que quieres decir con eso.—Vos tenéis vuestros secretos y yo

tengo los míos —dije con cuidado. Noconseguía predecir qué pasaría si yo lecontaba lo que iba a hacer. ¿Trataría élde convencerme de que no lo hiciera?—. Pero si fuerais un suriel —agreguécon deliberada lentitud, por si él no lohabía entendido del todo—, ¿qué tendríaque hacer para atraparos?

Lucien apoyó el cuchillo y se mirólas uñas. Durante un momento mepregunté si me diría algo o no. Mepregunté si se iría directamente a ver aTamlin y se lo contaría todo.

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Y entonces él dijo:—Supongo que yo tendría una

debilidad por los bosquecitos deabedules en los bosques occidentales ypor los pollos que acaban de morir, yprobablemente sería tan glotón que novería los lazos dobles preparados en elbosque para atraparme por las patas.

—Mmm. —No me atreví a preguntarpor qué había decidido contestarme.Todavía había una posibilidad bastantegrande de que su mayor deseo fueraverme muerta, pero decidí arriesgarme—. Creo que os prefiero como alto fae.

Él me dedicó una sonrisa, pero ladiversión le duró poco.

—Pero si yo fuera tan loco y

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estúpido para perseguir a un suriel,también llevaría un arco y una flecha ytal vez un cuchillo como este. —Metióen la vaina el cuchillo que acababa delimpiar y lo puso en el borde de la mesa,como si me lo ofreciera—. Y estaríapreparado para correr lo más rápidoposible cuando lo soltase…, hasta elagua corriente más cercana, porqueodian cruzar ese tipo de agua.

—Pero vos no estáis loco, así quevais quedaros aquí, ¿no es cierto? Sanoy salvo.

—Voy a estar cazando, y con mi oídosuperior tal vez me sienta losuficientemente generoso como paraescuchar si alguien grita en los bosques

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occidentales. Pero es bueno que yo nohaya tenido la idea de decirte quesalieras hoy, porque Tam le sacaría lastripas a cualquiera que te dijera cómoatrapar un suriel, y es bueno que yo hayahecho planes para cazar de todos modos,porque si alguien me descubreayudándote, habría todo un infierno deproblemas esperándonos. Confío en quetus secretos valgan la pena. —Lo dijocon la sonrisa de siempre, pero habíauna tensión en el gesto, una advertenciaque no me pasó desapercibida.

Otro enigma y otro poquito deinformación.

—Es bueno que vos tengáis un oídosuperior y que yo tenga una habilidad

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superior para mantener la boca cerrada.Soltó un resoplido mientras yo cogía

el cuchillo de la mesa y me daba lavuelta para ir a buscar el arco a mihabitación.

—Creo que estás empezando agustarme… para ser una humana asesina.

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CAPÍTULO

14

Bosques occidentales. Bosquecito deabedules. Pollo muerto. Lazo doble.Cerca de una corriente de agua.

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Repetí mentalmente las instruccionesde Lucien mientras salía de la mansión,atravesaba los cuidados jardines,cruzaba las colinas cubiertas de hierbasilvestre, vadeaba arroyos cristalinos yentraba en los bosques primaverales.Nadie me detuvo, nadie me vio salir,arco y carcaj al hombro, el cuchillo deLucien en la cintura. Llevaba también unmorral con un pollo muerto, cortesía delpersonal de la cocina, que se quedó muyextrañado con mi petición. También mehabía metido un cuchillo adicional en labota.

Las tierras estaban tan vacías comola mansión, aunque de vez en cuandoveía algo que brillaba con el rabillo del

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ojo. Y cada vez que me daba la vueltapara mirar, el brillo se convertía en laluz del sol que bailaba sobre un arroyocercano, o el viento que movía las hojasde un sicomoro solitario sobre una loma.Cuando pasé junto a una charca que sehabía formado a los pies de una colinaalta, habría jurado que cuatro cabezasfemeninas salían del agua y me miraban.Me apresuré a seguir adelante.

Cuando entré en los bosques verdesoccidentales, se oía solamente el cantode los pájaros que se llamaban y el rocede los animales que se movían entre losarbustos. Nunca había llegado hasta esosbosques en las cacerías con Lucien. Nohabía senderos, ni nada domesticado.

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Los robles, los olmos y las hayas seentremezclaban en un tejido espeso, ycasi ahogaban el resto de la luz de solque se arrastraba a través de las densascopas. El suelo cubierto de musgo setragaba cualquier sonido que yo pudierahacer.

Viejo…, ese bosque era antiguo. Yestaba vivo, vivo de una forma que yosentía en lo más profundo de mis huesos.Tal vez era la primera humana enquinientos años que caminaba bajo esasramas oscuras, pesadas, la primera queinhalaba la frescura del tapiz de hojasprimaverales que cubría la podredumbrehúmeda, espesa.

Abedules…, corrientes de agua. Me

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abrí paso por los bosques, larespiración tensa en la garganta. Lanoche era el momento peligroso, merecordé. Solamente tenía unas pocashoras hasta la puesta de sol.

Aunque el bogge nos había asaltadobajo la luz del sol.

El bogge había muerto, y fuera cualfuese el horror del que se estabaencargando Tamlin, vivía en otra parte.La Corte Primavera. Me pregunté de quéformas tendría que responder Tamlin asu alto lord, y si era este el alto lord quele había sacado el ojo a Lucien. Tal vezera la mujer del alto lord, la «ella» quehabía mencionado Lucien, la queinspiraba tal terror en los dos. Empujé

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esa idea para alejarla de mi mente.Mantuve los pasos silenciosos, los

ojos y oídos abiertos y el corazón firme.Tuviera defectos o no, yo sabía cazar. Ylas respuestas que necesitaba valían elriesgo que iba a correr.

Descubrí un bosquecito de jóvenesabedules delgados, después caminé encírculos cada vez más amplios hasta queencontré el arroyo más cercano. No eraprofundo, pero sí tan ancho que tendríaque saltar corriendo para cruzarlo sinmojarme. Lucien me había aconsejadobuscar una corriente de agua, y estaestaba lo bastante cerca como parahacer que me fuera posible huir. Si lonecesitaba. Con suerte, no me haría

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falta.Caminé y volví a caminar trazando

distintas rutas hacia el arroyo. Ydespués busqué otras alternativas, por sialgo me impedía utilizar las primeras. Ycuando estuve segura de que recordabacada roca, cada raíz y cada pozo en lazona, volví al pequeño claro rodeado deesos árboles blancos y preparé el lazo.

Esperé en mi atalaya en un árbolcercano, un roble denso, fuerte, cuyashojas vibrantes me escondían porcompleto de cualquiera que pasara pordebajo. Esperé. Y esperé. El sol de latarde trepó por el cielo, y a pesar de que

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la luz tenía que atravesar las copas, elcalor aumentó lo suficiente para quetuviera que sacarme la capa y subirmelas mangas de la túnica. Me protestabael estómago, y saqué un pedazo de quesodel morral. Comerme eso sería mássilencioso que la manzana que tambiénhabía cogido de la cocina cuando meiba. En cuanto lo terminé, acosada por elcalor, tomé un trago de agua de lacantimplora que había llevado conmigo.

¿No se cansaban Tamlin y Lucien deesa primavera eterna, de ese mismoclima día tras día? ¿Se aventurabanalguna vez en otros territorios aunquefuera para experimentar una estacióndiferente? A mí no me hubiera

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importado una primavera templada,infinita, mientras cuidaba a mi familia—el invierno nos ponía peligrosamentecerca de la muerte cada año—, pero sifuera inmortal, tal vez querría algo devariación para pasar el tiempo. Con todaprobabilidad querría hacer algo más queacechar dentro de una mansión. Aunqueseguía sin reunir el coraje para hacer lapregunta que se me había metido en lacabeza apenas vi el mural del estudio.

Me moví todo lo que me atreví paraacomodarme sobre la rama para que nose me durmieran los miembros. Acababade situarme de nuevo cuando subió haciamí una onda de silencio. Como si lasardillas, los tordos y las polillas del

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bosque retuvieran el aliento para dejarpasar algo.

Ya tenía el arco armado. Despacio,puse una flecha en la cuerda. El silenciose acercó más y más.

Los árboles parecían inclinarse, lasramas entretejidas se apretaron depronto: una jaula viviente para que hastael más pequeño de los pájaros supieraque no debía apartarse de las copas.

Tal vez todo esto había sido una muymala idea. Tal vez Lucien habíasobreestimado mis habilidades. O talvez había estado esperando unaoportunidad para llevarme al desastre.

Tenía los músculos tensos por elesfuerzo de mantenerlos muy quietos

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sobre la rama, pero mantuve elequilibrio y escuché. Entonces lo oí: unsusurro, como si alguien arrastrara telasobre musgo y piedra; así, desde elclaro, subió el ruido chirriante de unanimal que huele algo con hambre.

Había colocado los lazos concuidado, lo había preparado todo parafingir que el pollo muerto se habíaalejado demasiado de su territorio y sehabía roto el cuello tratando de liberarsede una rama caída. Me preocupé poreliminar mi olor todo lo posible. Peroesos inmortales tenían sentidos muyagudos, y aunque había borrado mishuellas…

Hubo un ruido brusco, un zumbido y

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un alarido hueco, horrible, que hizo quese me paralizaran los huesos, losmúsculos y el aliento.

Otro alarido enfurecido desgarró elbosque y mis lazos se tensaron peroaguantaron, aguantaron y aguantaron.

Entonces bajé del árbol y fui alencuentro del suriel.

Lucien, decidí mientras me arrastrabahacia el inmortal en el claro entre losabedules. Sí, Lucien realmente mequería muerta.

No sabía qué esperar cuando entréen el círculo de árboles blancos, altos yrectos como pilares, pero no había

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esperado esa figura alta, flaca, velada,envuelta en ropa oscura, harapienta.Llegué hasta él por detrás de su espaldaencogida y conté los nudos de lacolumna que se le marcaban a través dela tela. Los brazos delgados, grises,cubiertos de costras, trataban dedestrozar la cuerda con unas uñasamarillentas, partidas.

«Corre —me susurró una parteprimaria, intrínsecamente humana de mímisma—. Corre y corre y nunca miresatrás».

Pero mantuve la flecha preparada.—¿Sois uno de los suriel? —

pregunté con tranquilidad.El inmortal se puso rígido. Y olió.

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Una vez. Dos.Después, despacio, se volvió hacia

mí, el largo velo oscuro sobre la cabezacalva, mientras soplaba como una brisafantasmal.

Una cara que parecía tallada sobrehuesos gastados por el tiempo, secos; lapiel inexistente; una boca sin labios ydos largos dientes sostenidos por encíasennegrecidas; agujeros oblicuos en lugarde nariz, y ojos…, ojos que no eran másque pozos arremolinados de colorblanco lechoso…, el blanco de lamuerte, el blanco de la enfermedad, elblanco de los cadáveres que alguien haroído hasta limpiarlos.

Por encima del cuello desgarrado de

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las ropas oscuras, asomaba un cuerpo devenas y huesos, tan seco, sólido yhorrendo como la textura de la cara.Soltó la soga y los dos dedosextremadamente largos entrechocaron,como si me estudiara.

—Humana —dijo, y la voz era almismo tiempo una y muchas, vieja yjoven, hermosa y grotesca.

Las entrañas se me convirtieron enagua.

—¿Tú has preparado esta trampainteligente, malvada, para mí?

—¿Sois uno de los suriel? —pregunté. Mis palabras eran apenas unacorriente desgarrada de aire.

—Sí, sí, sí. —Clic, clic, clic hacían

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los dedos unos contra otros, uno porcada palabra.

—Entonces la trampa era para vos—me las arreglé para decir.

«Corre, corre, corre».La cosa se quedó sentada, los pies

desnudos, retorcidos, atrapados en mislazos.

—Hace eras que no veo a una mujerhumana. Acércate para que vea a la queme ha capturado.

No hice nada semejante.La cosa dejó escapar una risa

jadeante, horrenda.—¿Y cuál de mis hermanos traicionó

mis secretos?—Ninguno. Mi madre me contaba

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historias sobre vosotros.—Mentira… Huelo las mentiras en

tu aliento. —Volvió a aspirar aire porlos dos agujeros, los dedos siguieronchocando unos contra otros. Despuésmovió la cabeza a un costado, unmovimiento errático, extraño. El velonegro se movió con él—. ¿Qué podríaquerer una mujer humana de un suriel?

—Decídmelo vos —respondí consuavidad.

Él dejó escapar otra risa breve.—¿Una prueba? Una prueba tonta e

inútil, porque si te has atrevido acapturarme, debes necesitarconocimiento con mucha urgencia. —Nodije nada, y él sonrió con esa boca sin

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labios, los dientes grisáceoshorrendamente grandes—. Hazme tuspreguntas, humana, y después libérame.

Tragué saliva.—¿Hay… hay alguna forma en que

pueda regresar a mi casa?—No a menos que quieras que te

maten y también a tu familia. Tienes quequedarte aquí.

El último jirón de esperanza al quehabía estado aferrándome, el últimooptimismo tonto, tembló en el aire ymurió. Antes de mi pelea con Tamlin esamañana ni siquiera se me había ocurridola idea. Tal vez solo había venido pordespecho. Así que…, bueno, si estabaahí enfrentándome a una muerte segura,

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entonces tal vez pudiera averiguar algo acambio.

—¿Qué sabéis de Tamlin?—Sé más específica, humana. Sé

más específica. Porque yo sé muchascosas sobre el alto lord de la CortePrimavera.

La tierra pareció inclinarse bajo mispies.

—¿Tamlin es…, Tamlin es un altolord?

Clic, clic, clic.—¿No lo sabías? Interesante.No únicamente un inmortal

intrascendente o el dueño de unamansión, sino… sino el alto lord de unode los siete territorios. Un alto lord de

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Prythian.—¿Tampoco sabías que esta es la

Corte Primavera, humana diminuta?—Sí, sí…, eso lo sabía.El suriel se acomodó en el suelo.—Primavera, Verano, Otoño,

Invierno, Amanecer, Día y Noche —musitó como si yo no le hubieracontestado—. Las siete cortes dePrythian, cada una dirigida por un altolord, todos letales, cada uno a sumanera. No es que sean poderosos, sonel Poder. —Por eso Tamlin había sidocapaz de enfrentarse al bogge ysobrevivir. Alto lord.

Me guardé mi miedo.—Todos en la Corte Primavera usan

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máscaras, tienen que hacerlo, y vos no…—dije con cuidado—. ¿No soismiembro de la corte?

—Yo no soy miembro de ningunacorte. Soy más viejo que los altos lores,más viejo que Prythian, más viejo quelos huesos de este mundo.

No había duda de que Lucien habíasobreestimado mis habilidades.

—¿Y qué puede hacerse con esaplaga que se esparce por Prythian,robando la magia, alterándola? ¿Dedónde ha venido?

—Quédate con el alto lord, humana—dijo el suriel—. Es lo único quepuedes hacer. Vas a estar segura. Nointerfieras, no vayas a buscar respuestas,

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no después de hoy, o la sombra que seextiende sobre Prythian te va a devorar.Él te protegerá de ella, así que quédatecerca de él y todo va a mejorar.

Esa no era exactamente unarespuesta.

—¿De dónde ha venido la plaga? —repetí.

Los ojos lechosos se entrecerraron.—El alto lord no sabe que has

venido hoy aquí, ¿verdad? No sabe quesu mujer humana vino a atrapar a unsuriel porque él no puede darle lasrespuestas que ella busca. Pero esdemasiado tarde, humana…, para el altolord, para ti, tal vez también para tureino…

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A pesar de todo lo que había dicho,a pesar de su orden —«quédate con elalto lord», «no vayas a buscarrespuestas»—, lo que hizo eco en mimente fue el «su mujer humana». Y mehizo rechinar los dientes.

Pero el suriel siguió hablando:—Del otro lado del violento mar del

oeste hay otro reino de inmortalesllamado Hybern, regido por un reymalvado, poderoso. Sí, un rey —repitiócuando yo levanté una ceja—. No unalto lord…, allí el territorio no estádividido en cortes. Allí él es la ley. Loshumanos ya no existen en ese reino…,aunque el trono en el que se sienta el reyestá fabricado con huesos humanos.

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Esa isla enorme que yo había vistoen el mapa, la que no había entregadoninguna tierra para que la habitaran loshumanos después del tratado. Y… y untrono de huesos. El queso que habíacomido se convirtió en hierro dentro demi estómago.

—Hace ya tiempo que el rey deHybern está disconforme con el tratadoque firmaron los otros altos fae con loshumanos. Está resentido porque loobligaron a firmarlo, porque loobligaron a dejar libres a sus esclavoshumanos y a quedar confinado en esaisla verde al borde del mundo. Y poreso, hace unos cien años, envió a suscomandantes más leales, a los que tenían

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su confianza, a sus guerreros másmortales, a lo que quedaba de losejércitos que una vez navegaron hacia elcontinente para librar una guerra tanbrutal contra vosotros, los humanos,todos tan hambrientos y malvados comoél. Como espías y cortesanos y amantes,se infiltraron durante cincuenta años envarias cortes y reinos e imperios de losaltos fae en todo el mundo, y cuandorecogieron suficiente información, élideó un plan. Pero hace casi cincodécadas, uno de los comandantes lodesobedeció. La Traición. Y… —Elsuriel se enderezó—. No estamos solos.

Saqué el arco y lo armé, pero apuntéhacia el suelo mientras miraba con

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cuidado entre los árboles. Todo anuestro alrededor se había quedado ensilencio.

—Humana, tienes que liberarme yescapar —dijo el suriel, los ojos llenosde muerte cada vez más grandes—.Corre hacia la mansión del alto lord. Note olvides de lo que te he dicho: quédatecon el alto lord y vive hasta que todo secorrija.

—¿Qué pasa? —Si sabía quién seacercaba, tal vez tendría mayoresposibilidades de…

—Los naga…, inmortales hechos desombra, odio y podredumbre. Han oídomi grito y te han olido. Libérame,humana. Si me encuentran aquí, van a

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meterme en una jaula. Libérame y vuelvejunto al alto lord.

«Mierda. Mierda». Me lancé sobreel lazo, tratando de preparar el arco y debuscar el cuchillo.

Pero cuatro figuras sombrías sedeslizaron entre los abedules, tanoscuras que parecían hechas con unpedazo de noche sin estrellas.

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CAPÍTULO

15

Los naga se habían escapado de unapesadilla. Cubiertos solamente deescamas oscuras eran una combinación

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horrenda de rasgos de serpiente ycuerpos humanoides, masculinos, conbrazos poderosos que terminaban enespolones aguzados, negros, capaces dedesgarrar a cualquiera.

Ahí estaban las criaturassanguinarias de las leyendas, lascriaturas que atravesaban el murodeslizándose para atormentar y asesinara los mortales. Las que habría estadofeliz de matar aquel día en los bosquescubiertos por la nieve. Los ojosenormes, almendrados, miraron conhambre al suriel y a mí.

Los cuatro se detuvieron en el bordedel claro y el suriel quedó entre ellos yyo; disparé la flecha de mi arco contra

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el que estaba en el centro.La criatura sonrió: una línea de

dientes afilados como navajas me saludómientras entre ellos se adelantaba unalengua bífida.

—La Madre Oscura nos ha enviadoun regalo hoy, hermanos —dijo, mirandocon cuidado al suriel, que trataba deromper el lazo. Después, los ojos decolor ámbar cambiaron de dirección yme estudiaron—. Y una comida.

—No hay mucho para comer ahí —dijo otro, y flexionó las garras.

Empecé a retroceder… hacia elarroyo, hacia la mansión, y mantuve laflecha en dirección a ellos. Un solo gritobastaría para que Lucien supiera lo que

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pasaba, pero apenas tenía aliento. Y siél me había mandado ahí, tal vez noviniera. Mantuve todos los sentidos fijosen mis pasos en retroceso.

—Humana —me rogó el suriel.Tenía diez flechas, no, nueve, porque

ya había disparado la primera que puseen el arco. Ninguna era de fresno, perotal vez mantuvieran a raya a los naga eltiempo suficiente para que pudieraalejarme.

Di otro paso atrás.Los cuatro naga se acercaron

despacio, como saboreando la lentitudde la cacería, como si ya conocieran deantemano el gusto que tendría mi carne.

Supe que tenía tres parpadeos para

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tomar una decisión. Tres parpadeos paraejecutar mi plan.

Tensé el arco más todavía. Metemblaba el brazo.

Y después aullé. Un grito agudo yfuerte, en el que puse hasta el últimoresto de aire que llevaba en lospulmones, que estaban demasiadotensos.

Cuando vi que los naga me mirabana mí solamente, disparé la flecha contrael lazo que retenía al suriel.

El lazo se rompió en pedazos. Comouna sombra en el viento, el surieldesapareció, un estallido de oscuridadque hizo tropezar y retroceder a losnaga.

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El que estaba más cerca de mí selanzó hacia el suriel; la fuerte columnadel cuello escamoso se estiró en elmovimiento. Ya no había posibilidad deque mis movimientos no se consideraranun ataque directo y no provocado…, noahora que habían visto a qué apuntaba.Seguían con la intención de matarme.

Así que solté la flecha.La punta brilló como una estrella

fugaz a través de la oscuridad delbosque. Apenas si conseguí respirarcuando llegó a su blanco y saltó lasangre.

El naga cayó hacia atrás mientras losotros tres se volvían hacia mí enredondo. No llegué saber si lo había

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matado con ese disparo: ya estaba lejos.Corrí hacia el arroyo por el camino

que había calculado antes; no me atrevía mirar atrás. Lucien había dicho queestaría por los alrededores… pero yome encontraba muy lejos en los bosques,demasiado lejos de la mansión y decualquier ayuda.

Las ramas y los brotes se quebrabana mi espalda —demasiado cerca— y elbosque se llenó de alaridos que no separecían a nada que yo hubiera oído enboca de Tamlin o de Lucien o del lobo ode ningún otro animal.

Mi única esperanza de sobrevivirera correr a mayor velocidad que elloshasta donde estuviera Lucien, y eso solo

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si él realmente estaba ahí como habíaprometido. No me permití pensar entodas las colinas que iba a tener quesubir cuando dejase atrás el bosque. Oen lo que haría si Lucien habíacambiado de idea.

El ruido de los cuatro se volvió másy más fuerte entre los árboles, se meacercó más y yo giré hacia la derecha ysalté sobre el arroyo. Tal vez el aguacorriente detuviera al suriel, pero unsiseo y un ruido fuerte detrás de mí meconfirmó que no servía para mantener araya a los naga.

Corrí entre los arbustos y las espinasme desgarraron las mejillas. Casi nosentí los besos ardientes de la sangre

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tibia que me bajaba por la cara. Nisiquiera tuve tiempo de hacer una muecapor el dolor cuando dos sombras negrasse me pusieron a los costados y secerraron para cortarme la retirada.

Me crujieron las rodillas cuandocorrí todavía más rápido, los ojos fijosen el brillo cada vez mayor del final delbosque. Pero el naga que tenía a laderecha se desplazaba hacia mí contanta rapidez que apenas conseguí saltara un costado para evitar el filo de susespolones.

Tropecé una vez, pero conseguíquedarme de pie cuando me alcanzó elnaga de la izquierda.

Me detuve en seco, levanté el arco y

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lo blandí en un movimiento circular.Casi lo solté cuando la madera seestampó con la cara de serpiente y elhueso crujió con un ruido horrendo.Salté sobre el cuerpo enorme, caído, sindetenerme a mirar dónde estaban losotros.

No llegué a dar ni un par dezancadas antes de que el terceroapareciera frente a mí.

Le disparé una flecha a la cabeza. Élla esquivó. Los dos que quedabansisearon al acercarse por detrás de mí yme aferré al arco con mayor fuerza.

Estaba rodeada.Giré en redondo en un círculo lento,

el arco listo para disparar.

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Uno de ellos me olfateó, la narizoblicua bien abierta para aspirar el aire.

—Cosa flaca —escupió a los demás,y las sonrisas de todos se afilaron—.¿Sabes lo mucho que nos has costado,humana?

No pensaba morir sin pelear, sinllevarme a alguno de ellos conmigo.

—Al infierno con vosotros —intentédecir, pero salió como un jadeo casiinaudible.

Ellos se rieron y dieron un paso máshacia mí. Traté de dispararle una flechaal primero. Él esquivó el tiro, riéndose.

—Nosotros elegiremos el juego…,aunque dudo que a ti te parezcadivertido.

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Apreté los dientes y volví a intentardisparar otra flecha. No iban a cazarmecomo hacen los lobos con los ciervos.Encontraría una salida…

Una garra negra se cerró alrededorde mi arco y un ruido fuerte, crac,resonó a través de los bosquesdemasiado silenciosos.

El aire abandonó mi pecho con unssssshhhh, y solamente tuve tiempo dedarme la vuelta a medias antes de queuno de ellos me agarrara del cuello y mearrojara al suelo. Me golpeé el brazocon tanta fuerza que me crujieron loshuesos y los dedos se me abrieron ysoltaron lo que quedaba del arco.

—Cuando terminemos de sacarte la

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piel, vas a desear no haber entradonunca en Prythian —me jadeó elinmortal en la cara. El mal olor de lacarroña me bajó por la garganta y meprovocó una arcada—. Te vamos acortar en pedacitos tan pequeños que nova a quedar nada para los cuervos.

Una llama caliente, blanca, meatravesó el cuerpo. Rabia o terror, oinstinto puro, no lo sé. No pensé. Cogí elcuchillo que llevaba en la bota y se loclavé en el cuello, que parecía de cuero.

La sangre me salpicó la cara, laboca, mientras aullaba mi furia, miterror.

El naga cayó hacia atrás. Me puse depie como pude antes de que los dos que

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quedaban pudieran atraparme, pero algoque tenía la fuerza de una roca megolpeó en la cara. Sentí el sabor de lasangre, la tierra y la hierba cuando caí atierra. Aparecieron pequeñas luces antemis ojos y me puse en pie de nuevo,tambaleándome, por instinto, y empuñéel cuchillo de caza de Lucien.

«Así no, así no, así no».Uno de ellos me embistió y me

agaché para esquivarlo. Los espolonesse le enredaron en mi capa y tiraron deella, desgarrándola, convirtiéndola enlargas tiras cuando el otro inmortal mearrojó al suelo, y sus garras me hicieroncortes en los brazos.

—Vas a sangrar —jadeó uno de

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ellos, riéndose bajito frente al cuchilloque yo sostenía en la mano—. Te vamosa desangrar despacio, con cuidado. —Movió los espolones, que eran perfectospara cortes profundos, brutales. Abrió laboca de nuevo, y en ese momentoatravesó el claro un rugido profundo quehizo crujir los huesos de todos.

Pero no provenía de la boca de lacriatura.

El eco de aquel rugido no habíaterminado de repetirse cuando el nagasalió volando y se estrelló en un árbolcon tanta fuerza que la madera sequebró. Distinguí el brillo del oro de lamáscara, el pelo y las largas garrasmortales antes de que Tamlin destrozase

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a la criatura.El naga que me sostenía gritó, me

soltó y saltó sobre sus pies mientras lasgarras de Tamlin despedazaban el cuellode su compañero. Saltaron fragmentosde carne y sangre.

Me quedé en el suelo, con elcuchillo listo, esperando.

Tamlin soltó otro rugido que mecongeló la médula y dejó a la vista suslarguísimos colmillos.

La criatura que había quedado vivaintentó alejarse a toda velocidad haciael bosque.

Dio apenas unos pasos antes de queTamlin la arrojara al suelo y ladestripara en un movimiento largo,

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profundo.Me quedé donde estaba, en tierra, la

cara medio hundida entre las hojas, lasramitas y el musgo. No traté delevantarme. Temblaba tanto que penséque me desmoronaría entera. Lo únicoque hice fue aferrarme al cuchillo.

Tamlin se puso de pie y arrancó lasgarras del abdomen de la criatura. Lasangre y algunos pedazos de carne sedesprendieron de ellas y mancharon elmusgo verde oscuro.

«Alto lord. Alto lord. Alto lord».La rabia salvaje seguía humeándole

en los ojos y me sobresalté cuando searrodilló a mi lado. Me tendió unamano, pero retrocedí, alejándome de las

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garras manchadas de sangre y expuestasal aire. Me senté, y en ese momento eltemblor empezó de nuevo. Sabía que nopodría levantarme del todo.

—Feyre —dijo él. La rabia sedesvaneció de sus ojos y las garrasvolvieron a esconderse bajo la piel,pero el rugido seguía sonando en misoídos. En él no había otra cosa que furiaprimaria.

—¿Cómo…? —Eso fue lo único queconseguí decir, pero él entendió.

—Estaba rastreando una manada…Estos cuatro se han escapado yseguramente han seguido tu olor por losbosques. Te he oído gritar.

Así que él no sabía nada del suriel.

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Y… y había venido a ayudarme. Estiróuna mano hacia mí, y temblé mientras élme pasaba los dedos frescos, húmedos,por el cuello, que me ardía y me dolía.Sangre…, los dedos se le cubrieron desangre. Sentía la cara pegajosa, y así medi cuenta de que estaba bañada ensangre.

De pronto, el dolor en la cara y elbrazo se atenuó, después desapareció.Los ojos de Tamlin se oscurecieron unpoco cuando tocaron el hematoma que seme estaba formando sobre el pómulo,pero el latido que anidaba en aquelpunto se desvaneció enseguida. El olormetálico de la magia me envolvió porcompleto, después se alejó flotando en

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una brisa.—He encontrado a un naga muerto a

un kilómetro de aquí —siguió diciendoél mientras las manos dejaban detocarme la cara para desprenderse de labanda de cuero, y después sacarse latúnica y entregármela. La parte delanterade la mía estaba completamentedesgarrada por el encuentro con losespolones de los naga—. He visto unade mis flechas clavada en su cuello, asíque he seguido las huellas hasta aquí.

Me puse la túnica por encima de laotra, ignorando cómo se le dibujaban losmúsculos bajo la camisa blanca, laforma en que la sangre que lo cubría loshacía destacar todavía más. Un predador

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purasangre, afinado para matar sinpensarlo dos veces, sin remordimiento.Temblé de nuevo y saboreé la tibiezaque se desprendía de la tela. Alto lord.Debería haberlo sabido, debería haberloadivinado. Tal vez la cuestión era que nohabía querido saber, que había tenidomiedo.

—Vamos —dijo él, y se incorporó yme ofreció una mano cubierta de sangre.Yo no me atreví a mirar al nagaasesinado, me agarré de esa manotendida y él me puso de pie. Se medoblaron las rodillas, pero no caí.

Miré nuestras manos unidas, las doscubiertas de sangre que no era nuestra.

No, él no había sido el único en

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hacer correr la sangre. Y no erasolamente mi sangre la que me cubría lalengua. Tal vez eso me hacía tan bestialcomo él. Pero él me había salvado.Había matado por mí. Escupí a la hierbay deseé no haber perdido micantimplora.

—Quiero saber qué estabashaciendo aquí —dijo.

No. Definitivamente no. No despuésde todas las advertencias que él mehabía hecho.

—Pensé que no estaba confinada ala casa y el jardín. No me di cuenta deque me había alejado tanto.

Me soltó la mano.—Los días que tenga que irme a

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atender… problemas, quédate cerca dela casa.

Asentí, un poco confusa todavía.—Gracias —murmuré, luchando

contra el temblor que me sacudía elcuerpo, la mente. La sangre del naga seme volvió casi insoportable. Volví aescupir—. No…, no es solo por esto.Por salvarme la vida, quiero decir. —Quería decirle lo mucho que significabaeso para mí…, que el alto lord de laCorte Primavera pensara que valía lapena salvarme a mí, pero no encontrabalas palabras.

Los colmillos de él desaparecieronen el interior de su boca.

—Era… era lo menos que podía

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hacer. No deberían haberse metido asíen mis tierras. —Negó con la cabezamás para sí mismo, los hombros un pocoencogidos—. Vamos a casa —dijo, y mesalvó del intento de explicar por quéestaba ahí. No me atreví a señalarle quela mansión no era mi casa…, que tal vezya no tenía ninguna casa en ningunaparte.

Volvimos caminando en silencio, losdos pálidos y bañados en sangre.Todavía olía y sentía la carnicería quehabíamos dejado atrás…, el suelo y losárboles empapados de sangre. Lospedazos de naga.

Bueno, el suriel me había dicho algopor lo menos. Aunque no fuera

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exactamente lo que yo quería oír…, osaber.

«Quédate con el alto lord». Deacuerdo, eso era fácil. Pero en cuanto ala lección de historia que la criaturaestaba dándome, la cuestión de los reyesmalvados y sus comandantes y cómo serelacionaban todos ellos con el alto lordque tenía a mi lado y con la plaga…,sobre eso no tenía suficientes detallesespecíficos que sirvieran para advertir ami familia. Y el suriel me había pedidoque no siguiera buscando respuestas.

Tenía la sensación de que siignoraba esa advertencia sería una tonta.Bueno, mi familia tendría que arreglarsecon lo que sabía. Ojalá fuera suficiente.

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No le pregunté nada más sobre losnaga a Tamlin, sobre cuántos habíamatado antes de que se le escaparanesos cuatro, no le pregunté nada de nadaporque no detectaba ningún rastro desensación de triunfo en él, más bien unaespecie de vergüenza interminable y dederrota infinita.

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CAPÍTULO

16

Después de hundirme en la bañeradurante casi una hora, me descubrísentada en una silla de respaldo bajo

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frente al fuego enorme que ardía en mihabitación, deleitándome con lasensación del cepillo de Alis sobre elpelo mojado. Aunque no faltaba muchopara que sirvieran la cena, Alis mehabía llevado una taza de chocolatecaliente y se había negado a hacer nadahasta que yo tomara algunos sorbos.

Era la cosa más maravillosa quehubiera probado jamás. Bebí de la jarragrande mientras ella me cepillaba elpelo; yo casi ronroneaba bajo lasensación que me dejaban esos dedosfinos sobre la cabeza.

Pero cuando las otras mujeresbajaron la escalera para ayudar con lacena, apoyé la jarra sobre mi falda y le

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pregunté:—Si los inmortales siguen cruzando

las fronteras de la corte y atacando así,¿va a haber una guerra? —«Tal vezdeberíamos ser firmes por una vez, talvez ha llegado el momento de decirbasta», le había dicho Lucien a Tamlinla primera noche.

El cepillo se detuvo.—No hagáis esas preguntas. Estáis

llamando a la mala suerte.Me retorcí en el asiento y levanté la

vista hacia la cara enmascarada.—¿Por qué los otros altos lores no

mantienen bajo control a sus súbditos?¿Por qué se permite que esas criaturashorribles vayan a donde ellos quieren,

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sea donde sea? Alguien…, alguienempezó a contarme una historia sobre unrey en Hybern…

Alis me tomó del hombro e hizo queme volviera hacia ella.

—Eso no es cosa vuestra.—Ah, yo creo que sí. —Volví a mi

posición original y me aferré al respaldode la silla de madera—. Si esto llega almundo humano…, si hay una guerra oesta plaga envenena nuestras tierras…—Reprimí con fuerza la ola de pánicoque me aplastaba. Tenía que avisar a mifamilia…, tenía que escribirles. Pronto.

—Cuanto menos sepáis mejor. Dejadque lord Tamlin se encargue delasunto…, él es el único que puede

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hacerlo. —El suriel también me habíadicho eso. Los ojos marrones de Aliseran duros, no perdonaban—. ¿Creéisque nadie me ha dicho lo que habéispedido en la cocina esta mañana?¿Creéis que no me doy cuenta de lo quequeríais atrapar? Niña tonta y estúpida.Si el suriel no hubiera estado de unhumor benevolente, habríais merecido lamuerte que os hubiera dado. No sé quées peor: esto o vuestra idiotez con elpuca.

—¿Acaso habríais hecho las cosasde otra forma? Si tuvierais familia…

—Tengo familia.La miré de arriba abajo. No llevaba

ningún anillo en los dedos. Alis notó la

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mirada y dijo:—Mi hermana y su compañero

murieron hace unos cincuenta años ydejaron dos hijos. Todo lo que hago, larazón por la que trabajo, es para esosniños. Así que no tenéis derecho amirarme así ni a preguntarme si yo haríalas cosas de otra forma.

—¿Dónde están? ¿Viven aquí? —Talvez por eso había libros para chicos enel estudio. Quizá esas dos figuritasbrillantes en el jardín… fueran ellos.

—No, no viven aquí —respondióella con la voz demasiado huidiza—.Están en otra parte, muy lejos.

Pensé en lo que ella me decía ydespués incliné la cabeza.

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—¿Los hijos de los inmortalescrecen de otra forma? —Si sus padreshabían muerto asesinados hacía casicincuenta años, no podían ser muypequeños.

—Ah, algunos crecen como vos ypueden reproducirse como conejos, perohay otros tipos, como yo, como los altosfae, que casi no podemos producirdescendencia. Y los que nacen crecencon mayor lentitud. Todos nos quedamosmuy impresionados cuando mi hermanaconcibió al segundo solamente cincoaños después del primero; el mayor noiba a llegar a adulto hasta que tuvierasetenta y cinco años. Pero son tanraros…, todos nuestros chicos son raros,

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y son más preciosos para nosotros quelas joyas y el oro. —Apretó lamandíbula de una manera que me dio aentender que eso era todo lo que iba asacarle.

—No he querido cuestionar vuestradedicación por ellos —dije con calma.Cuando ella no me contestó, agregué—:Entiendo lo que estáis diciendo… sobrehacer cualquier cosa por ellos.

Los labios de Alis se afinaron ydijo:

—La próxima vez que el tonto deLucien os dé un consejo sobre la formade atrapar al suriel, venid a verme a mí.Pollos muertos…, mierda, quéestupidez. Lo único que teníais que

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hacer era ofrecerle una túnica nueva y sehubiera arrastrado a vuestros pies.

Para cuando llegué al comedor habíadejado de temblar y sentía que algúntipo de tibieza me volvía a correr porlas venas. Fuera Tamlin o no un alto lordde Prythian, no pensaba mostrarmiedo…, no después de lo que habíavivido ese día.

Lucien y Tamlin me esperaban en lamesa.

—Buenas noches —dije, y meacerqué a mi lugar de siempre. Lucieninclinó la cabeza como si me hiciera unapregunta en silencio y yo moví la

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cabeza, saludándolo sutilmente mientrasme sentaba. Su secreto estaba seguro,aunque se merecía una buena zurra porhaberme mandado a por el suriel tan malpreparada.

Él se encogió un poco en la silla.—He sabido que has tenido una

tarde bastante emocionante. Ojaláhubiera estado ahí para ayudar.

Una disculpa escondida, tal vez nosentida del todo, pero volví a hacerle ungesto con la cabeza.

—Bueno, a pesar de tu tardeinfernal, estás hermosa —dijo condespreocupación forzada.

Resoplé. Nunca había sido hermosa,nunca, ni un solo día de mi vida.

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—Pensé que los inmortales nomentían.

Tamlin se ahogó con el vino, peroLucien me sonrió; su cicatriz se veíabrutal y cruda.

—¿Quién te dijo semejante cosa?—Todos lo saben —respondí

mientras me servía comida en el plato yempezaba a dudar de todo lo que mehabían dicho hasta ese momento, de todolo que yo había aceptado comoverdadero.

Lucien se reclinó en la sillasonriendo con alegría felina.

—Claro que mentimos. Paranosotros, mentir es un arte. Y mentimoscuando les dijimos a esos antiguos

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mortales que no podíamos hablar sindecir la verdad. ¿De qué otra formaíbamos a conseguir que confiaran ennosotros e hicieran lo que nosotrosqueríamos?

La boca se me convirtió en una líneafina, tensa. Estaba diciendo la verdad,porque si mentía… La lógica del asuntohizo que la cabeza me diera vueltas.

—¿El hierro? —me las arreglé paradecir.

—No nos hace absolutamente nada.Solo el fresno, como tú bien sabes.

Sentí el calor de la sangre en la cara.Había tomado todo lo que me habíandicho como una verdad. Tal vez el surieltambién había mentido esa tarde, con esa

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larga explicación sobre la política enlos reinos de los inmortales. Sobrequedarme con el alto lord para que todose corrigiera al final.

Miré a Tamlin. Alto lord. Eso no eramentira…, sentía esa verdad en loshuesos. Aunque él no actuara como losaltos lores de la leyenda, esos lores quesacrificaban a vírgenes y masacraban aseres humanos cuando se les ocurría.No…, Tamlin era exactamente comohabían descrito las maravillas ycomodidades de Prythian los fanáticoshijos de los benditos con ojos de vaca.

—Aunque Lucien acaba de revelaruno de nuestros más preciados secretos—dijo Tamlin, arrojando la última

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palabra contra su compañero con ungruñido—, nunca usamos esa malainformación contra ti. —Su mirada seencontró con la mía—. Nunca tementimos de forma voluntaria.

Me las arreglé para asentir y tomé unlargo trago de agua. Comí en silencio,tan ocupada tratando de descifrar cadapalabra que había oído desde mi llegadaque no noté cuando Lucien se disculpópor retirarse antes del postre. Me quedésola con el ser más peligroso que habíaconocido.

Las paredes de la habitación se mecaían encima.

—¿Te sientes… mejor? —Aunquetenía el mentón apoyado sobre el puño,

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la preocupación, y tal vez la sorpresapor esa preocupación, brillaban en susojos.

Yo tragué con fuerza.—Si nunca vuelvo a encontrarme

con un naga, voy a considerarmeafortunada.

—¿Qué estabas haciendo en losbosques del oeste?

Verdad o mentira, verdad omentira… Las dos.

—Una vez oí hablar de una leyendaque decía que hay una criatura quecontesta preguntas si una es capaz deatraparla.

Tamlin se contuvo cuando las garrassaltaron de la piel y le arañaron la cara.

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Pero las heridas se cerraron un instantedespués, dejando solamente una manchade sangre que le corría sobre la pieldorada y que se limpió con el extremo lamanga.

—Has ido a atrapar al suriel.—He atrapado al suriel —lo

corregí.—¿Y te ha dicho lo que querías

saber? —No estaba segura de que élestuviera respirando.

—Nos han interrumpido los nagaantes de que pudiera decirme nada quevaliera la pena.

Se le tensó la boca.—Debería estar enfadado, pero creo

que lo de hoy ha sido castigo suficiente.

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—Meneó la cabeza—. Realmente hasatrapado al suriel. Una muchachahumana.

A pesar de mí misma los labios seme curvaron hacia arriba.

—¿Se supone que es difícil hacerlo?Él soltó una risita, y después buscó

algo en el bolsillo.—Bueno, si tengo suerte, no voy a

tener que atrapar al suriel para saberqué es lo que te preocupa. —Levantó lahoja con mi lista de palabras arrugada.

Mi corazón pareció desplazarsehacia el estómago.

—Es… —No conseguía pensar unamentira razonable… todo aquello eraabsurdo.

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—¿Extraordinario? ¿Fila?¿Masacre? ¿Flamas? —Tamlin estabaleyendo la lista. Yo querría replegarmesobre mí misma y morir. Palabras que nohabía reconocido en los libros y queahora, cuando él las decía en voz alta,parecían tan simples, tan absurdamentefáciles—. ¿Es un poema sobre cómo vasa matarme y después quemar mi cuerpo?

Se me cerró la garganta y tuve queapretar las manos y convertirlas enpuños para no esconder la cara detrás deellas.

—Buenas noches —dije con unbreve suspiro, y me puse de pie con lasrodillas temblorosas.

Casi estaba en la puerta cuando él

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volvió a hablar.—Los quieres muchísimo, ¿verdad?Me volví a medias. Los ojos verdes

se encontraron con los míos mientras élse levantaba de la silla para dirigirsehacia mí. Se detuvo a una distanciarespetable.

La lista de palabras mal formadasseguía en su enorme mano.

—Me pregunto si tu familia se dacuenta —murmuró— de que todo lo quehiciste no fue por esa promesa a tumadre, o por ti misma, sino para ellos.—No dije nada, no confiaba en que mivoz mantuviera mi vergüenza bienescondida—. Sé que cuando lo he dichoantes… no ha sonado bien, pero puedo

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ayudarte a escribir…—Dejadme sola —dije. Estaba casi

al otro lado de la puerta cuando tropecécon algo…, con él. Retrocedí un paso,tambaleándome. Me había olvidado dela velocidad con la que el alto lord eracapaz de moverse.

—No te estoy insultando. —Su voztranquila lo hacía aún peor.

—No necesito vuestra ayuda.—Eso está muy claro —dijo él con

una sonrisa a medias que pronto sedesvaneció—. Una humana que puedematar a un inmortal escondido en la pielde un lobo, una humana que ha atrapadoal suriel y ha matado a dos naga sinayuda… —Se ahogó en una risa y meneó

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la cabeza. La luz de la luna bailó sobresu máscara—. Son tontos. Tontos…, nose dan cuenta. —Hizo una mueca dedolor. Pero los ojos no escondían nada—. Toma —dijo, y me tendió la lista depalabras.

La metí en mi bolsillo. Me di lavuelta, pero él me tomó del brazo consuavidad.

—Renunciaste a tanto por ellos… —Levantó la otra mano como paraapartarme un mechón de pelo de lamejilla. Me preparé para el roce, peroél bajó la mano antes de establecercontacto—. ¿Sabes cómo se hace parareír?

Sacudí el brazo para que me soltara

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y no pude contener mis palabras deenfado. A la mierda con el alto lord.

—No quiero vuestra lástima.Los ojos de jade estaban tan

brillantes que no pude desviar lamirada.

—¿Y no quieres un amigo?—¿Los inmortales pueden ser

amigos de los humanos?—Hace quinientos años hubo

suficientes inmortales tan amigos de loshumanos que fueron a la guerra porellos.

—¿Qué? —Yo nunca había oídonada semejante. Y no estaba en el muraldel estudio.

—¿Cómo crees que sobrevivieron

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tanto tiempo los ejércitos humanos?¿Cómo crees que les hicieron el dañosuficiente a los inmortales, un daño quelos forzó a firmar un tratado? ¿Solo conflechas de fresno? Hubo inmortales quepelearon y murieron al lado de loshumanos, por la libertad de los humanos,y que lloraron cuando la única soluciónfue separar a los dos pueblos.

—¿Fuisteis uno de ellos?—Era pequeño entonces, demasiado

joven para entender lo que estabapasando… o para que me lo contasen —dijo él. Era un chico, solo un chico. Esdecir que ahora tenía…—. Pero sihubiera tenido la edad necesaria lohabría hecho. Contra la esclavitud,

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contra la tiranía, habría ido a la muertecon ganas, y no me hubiera importadoque la libertad por la que peleaba fuerahumana.

No estaba segura de que yo hubierasido capaz de hacer lo mismo. Miprioridad habría sido proteger a mifamilia… y habría elegido el lado quemás útil fuera para mantenerlos convida. No había pensado en eso como unadebilidad, no hasta ese momento.

—No sé si te sirve de algo —dijoTamlin—, pero tu familia sabe que estásbien. No tienen recuerdo de una bestiaque entró a la fuerza en la choza; creenque te mandó llamar una tía muy rica yque habíais olvidado. Quería que la

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ayudaras en su lecho de muerte. Sabenque estás viva y que tienes comida y quete cuidan. Pero también saben que hayrumores de… de una amenaza enPrythian, y están preparados para huir siven alguna señal de advertenciaalrededor del muro.

—Vos… ¿vos les alterasteis lamemoria? —Di un paso atrás. Quéarrogancia tan típica de los inmortales,qué arrogancia inmortal la de cambiarlas mentes de los humanos, implantarlespensamientos como si eso no fuera unaviolación…

—Solo les nublé la memoria; escomo ponerles un velo por encima.Tenía miedo de que tu padre viniera a

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buscarte o persuadiera a algún aldeanode cruzar el muro con él y violara eltratado.

Y habrían muerto de todos modoscuando se cruzaran con cosas como elpuca o el bogge o los naga. Una mantade silencio me cubrió la mente hasta queme sentí tan exhausta que casi noconseguía pensar. Pero no pude dejar dedecir:

—Vos no lo conocéis. Mi padrenunca se habría molestado en hacerninguna de esas cosas.

Tamlin me miró por un largomomento.

—Claro que lo hubiera hecho.Pero no, no lo hubiera hecho, no con

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esa rodilla torcida. No con esa rodillacomo excusa. Me di cuenta de eso en elmismo momento en que me fuearrancada la ilusión creada por el puca.

Alimentados, cómodos, seguros…,hasta los habían avisado sobre la plaga,entendieran o no la advertencia. Él teníalos ojos abiertos, sinceros. Había idomucho más allá de lo que yo hubierasoñado para calmar mis ansiedades, mispreocupaciones.

—¿Realmente los avisasteis, sobrela posible amenaza? —Un movimientograve de cabeza. «Sí».

—No fue una advertencia directa,pero… estaba entretejida en lo queintroduje en esas mentes, junto con

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instrucciones para huir si aparecenseñales de que algo anda mal.

Arrogancia inmortal, pero… perohabía hecho más de lo que podía haceryo. Tal vez mi familia habría ignoradomi carta por completo. Si hubiera sabidoque él tenía esos poderes y no hubiesehecho lo que me acababa de contar, talvez le habría pedido al alto lord quehiciera eso con las mentes de los míos…No tenía nada de que preocuparme,entonces, excepto por el hecho de queseguramente me olvidarían mucho másrápido de lo que yo esperaba. Y no eraculpa de ellos, no. Una vez cumplida lapromesa, la tarea completa… ¿Qué mequedaba?

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La luz del fuego bailaba sobre lamáscara del alto lord, entibiando el oro,haciendo brillar las esmeraldas. Tantoscolores, tanta variación…, colores delos que yo desconocía el nombre,colores que quería catalogar y combinar.Colores que ahora ya no tenía por quéno explorar.

—Pintura —dije, apenas en unsuspiro. Él inclinó la cabeza y yo traguésaliva y enderecé los hombros—. Si…si no es mucho pedir, me gustaría teneralgo de pintura. Y pinceles.

Tamlin parpadeó.—¿Te gusta…, te gusta el arte?

¿Pintas?Sus palabras de perplejidad no eran

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severas. Tenían la amabilidad suficientepara que yo dijera:

—Sí, no soy… no soy buena, pero sino es demasiado problema… Pintaríafuera para no hacer desastres, pero…

—Fuera, dentro, en el techo, pintadonde quieras. No me importa —dijo él—. Pero si necesitas pinturas y pinceles,también vas a necesitar papel y tela.

—Puedo… puedo trabajar en lacocina o en los jardines para pagar porlo que use.

—Serías una molestia. Tal vez noslleve unos días conseguir todo eso, perolas pinturas, los pinceles, la tela y elespacio son tuyos. Trabaja cuandoquieras. La casa está demasiado limpia,

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de todos modos.—Gracias…, quiero decir, en serio,

gracias.—No hay de qué. —Me di la vuelta

para irme pero él volvió a hablar—:¿Has visto la galería?

—¿Hay una galería en la casa? —pregunté abruptamente.

Él sonrió…, realmente sonrió, elalto lord de la Corte Primavera.

—Hice que la cerraran cuandoheredé este lugar. —Había heredado untítulo que no parecía alegrarse por tener—. Parecía una pérdida de tiempo hacerque los sirvientes la limpiaran.

Era una decisión evidente paraalguien entrenado como guerrero.

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Siguió hablando:—Mañana estoy ocupado y la

galería necesita limpieza, así que… te laenseñaré dentro de dos días. —Se frotóel cuello. Había algo de color en susmejillas…, más vivas y más cálidas delo que yo las hubiera visto nunca—. Porfavor…, sería un enorme placer para mí.—Y yo le creí.

Asentí mareada. Si las pinturas enlos pasillos eran exquisitas, entonces lasque hubieran seleccionado para lagalería tenían que estar más allá de laimaginación humana.

—Me…, me gustaría mucho.Él seguía sonriéndome,

abiertamente, sin reprimirse, sin dudas.

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Isaac nunca me había sonreído así. Isaacnunca había hecho que se me cortase elaliento aunque fuera un instante.

La sensación era tan sorprendenteque me fui apretando el papel arrugadodentro del bolsillo, como si al hacerlopudiera impedir que esa sonrisa llena derespuestas tirara de mí, llamándome.

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CAPÍTULO

17

Me desperté bruscamente en medio de lanoche. Jadeaba. Mis sueños habíanestado llenos del ruido que hacían los

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dedos huesudos del suriel, llenos denaga sonrientes y con una mujer pálida,sin cara, que me pasaba las uñas rojasde sangre a través de la garganta y me laabría poco a poco. Me preguntaba minombre, pero cada vez que yo intentabahablar, la sangre salía por las heridassuperficiales del cuello y me ahogaba.

Me pasé las manos por el cabellohúmedo de sudor. Cuando se me calmóla respiración, un nuevo sonido llenó elaire, un sonido que procedía delvestíbulo y penetraba en mi habitaciónpor la rendija de debajo de la puerta.Eran gritos, y también los alaridos dealguien.

Salté fuera de la cama en menos de

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un instante. Los gritos no eran agresivos,sino más bien severos, órdenes…,organización. Pero los alaridos…

Tenía el pelo totalmente erizadocuando abrí la puerta con un gestorápido. Tal vez hubiera debidoquedarme quieta en la habitación, asalvo, pero había oído alaridos comoesos antes, en los bosques, cerca decasa, cuando no conseguía matar a unanimal con un disparo limpio y llegabael sufrimiento. Para mí era intolerable.Tenía que saber.

Llegué a la parte superior de la granescalera a tiempo para ver cómo seabrían las puertas de la mansión yentraba Tamlin. Llegaba a la carrera con

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un inmortal herido que aullaba sobre suhombro.

Era casi tan grande como Tamlin, ysin embargo el alto lord cargaba con élcomo si no fuera más que una bolsapequeña de grano. Era otra especie deinmortal, de los menos poderosos, conla piel azul, los miembros desgarbados,las orejas puntiagudas y el pelo largo decolor ónice. Pero incluso desde arribase veía la sangre que corría por laespalda del inmortal…, la sangre quecorría desde los muñones negros que lesalían por encima de los omóplatos. Lasangre empapaba la túnica verde deTamlin en manchas profundas, brillantes.En la banda de cuero faltaba uno de los

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cuchillos.Lucien entró corriendo en el

vestíbulo mientras Tamlin gritaba:—¡Despéjame la mesa!Lucien tiró al suelo el florero para

dejar libre la mesa que ocupaba elcentro del vestíbulo. O Tamlin no estabapensando con claridad o tenía miedo deperder los minutos extra que implicabanllevar al inmortal a la enfermería. Elruido del vidrio al quebrarse hizo quemis pies se movieran por fin, y ya estabaa mitad de camino de la escalera antesde que Tamlin dejara a la criatura quegritaba boca abajo sobre la mesa. Elinmortal no llevaba máscara; no habíanada que ocultara la agonía que le

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contorsionaba los rasgos largos, tansobrenaturales.

—Lo han encontrado losexploradores. Alguien lo había tiradopor encima de la frontera —le explicóTamlin a Lucien, pero movió los ojoscon rapidez para mirarme. Abrió mucholos ojos como advertencia, sin embargoyo di otro paso hacia abajo. Se dirigióentonces a Lucien—: Es de la CorteVerano.

—¡Por el Caldero! —exclamóLucien mirando las heridas.

—Mis alas —consiguió decir elinmortal, pero se ahogaba; tenía los ojosbrillantes, negros, muy abiertos, sinmirar a nada—. Ella se llevó mis alas.

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Otra vez esa «ella» innominada quelos perseguía. Si no era la que regía enla Corte Primavera, entonces tal vezfuera la reina en otra corte. Tamlinmovió la mano, y sobre la mesaaparecieron de la nada vendas y aguacaliente. Se me secó la boca, aunquellegué al pie de la escalera y seguíavanzando hacia la mesa y la muerte quesin duda flotaba sobre nosotros en elvestíbulo.

—Se llevó mis alas —dijo elinmortal—. Ella se llevó mis alas —repitió, aferrándose al borde de la mesacon sus largos dedos azules.

Tamlin pronunció un sonido suave,sin palabras, amable, de una forma que

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yo no había oído antes, y cogió unavenda para hundirla en el agua. Elegí unlugar frente a Tamlin en la mesa y exhaléprofundamente mientras miraba lasheridas.

Fuera quien fuese ella, no era soloque lo hubiera dejado sin alas: se lashabía arrancado.

La sangre manaba de los muñonesnegros, aterciopelados, sobre la espaldadel inmortal. Las heridas tenían unaforma aserrada, cartílago y tejidomuscular cortado a golpes que parecíanirregulares. Como si ella le hubieraserrado las alas poco a poco.

—Se llevó mis alas —dijo elinmortal de nuevo con voz quebrada. Y

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tembló cuando su mente empezó aderrumbarse al recordar lo que le habíapasado; la piel le brilló en venas de oropuro…, iridiscentes, como una mariposaazul.

—Quedaos quieto —le ordenóTamlin mientras retorcía la tela que teníaentre las manos—. Vais a sangrar conmayor abundancia si os movéis.

—Nnnnno, nnno —empezó a decir elinmortal, y se retorció sobre la espalda,alejándose de Tamlin, alejándose deldolor que sin duda lo recorría cuando latela le tocaba la carne viva de losmuñones.

Tal vez fue instinto, tal vez piedad,tal vez desesperación, pero tomé los

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brazos del inmortal y lo empujé otra vezcontra la mesa, con tanta dulzura comopude. Él se defendió, con tanta fuerzaque tuve que concentrarme mucho parasostenerlo. Tenía la piel suave como elterciopelo y resbaladiza, una textura queno habría podido pintar ni en unaeternidad de tiempo. Pero volví aempujar, apreté los dientes y deseé queél dejara de moverse. Miré a Lucien,pero el color se le había borrado de lacara, dejando un blanco verdoso,enfermizo, sobre las mejillas.

—Lucien —dijo Tamlin con voztranquila. Pero Lucien seguía mirandocon los ojos muy abiertos la espaldalastimada del inmortal, los muñones; los

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miraba y cerraba y abría el ojo de metal.Después retrocedió un paso. Y otro. Yun instante más tarde vomitó en unaplanta que crecía en una maceta y salióhuyendo de la habitación.

El inmortal volvió a retorcerse y loretuve con fuerza; me temblaban losbrazos. Seguramente las heridas lohabían debilitado mucho, de otra manerano habría podido mantenerlo tumbado.

—Por favor —jadeé—. Por favor,quedaos quieto.

—Ella se llevó mis alas —dijo elinmortal sollozando—. Se las llevó.

—Sí —murmuré. Me dolían losdedos—. Ya lo veo.

Tamlin apoyó la tela en uno de los

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muñones y el inmortal aulló con tantafuerza que se me revolvieron lossentidos y retrocedí. Él trató delevantarse, pero se le aflojaron losbrazos y volvió a caer boca abajo sobrela mesa.

La sangre saltó con tanta rapidez ytanta fuerza que me llevó un instantedarme cuenta de que una herida asínecesitaba un torniquete y que elinmortal ya había perdido demasiadasangre para que un torniquete pudierasalvarlo. La sangre le corrió por laespalda y llegó al borde de la mesa,desde donde goteó despacio hasta elsuelo, cerca de mis pies.

Descubrí que Tamlin me miraba

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fijamente.—Las heridas no se cierran —dijo

en voz muy baja mientras el inmortaljadeaba.

—¿No podéis usar la magia? —pregunté deseando arrancarle la máscarade la cara y ver la expresión que habíadebajo, fuera cual fuese.

Tamlin tragó saliva.—No. No para heridas tan grandes.

Antes sí, pero ya no.El inmortal gemía sobre la mesa, su

respiración era cada vez más lenta.—Se llevó mis alas —susurró. Los

ojos verdes de Tamlin parpadearon unavez, y en ese momento exacto supe queel inmortal iba a morir. La muerte no se

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limitaba a flotar en el vestíbulo; estabacontando los latidos de corazón que lequedaban al herido.

Tomé una de las manos del inmortalentre las mías. La piel era casi de cuero,y tal vez más por reflejo que por ningunaotra cosa, los dedos largos delmoribundo se cerraron alrededor de losmíos y los cubrieron por completo.

—Se llevó mis alas —volvió a deciry el temblor disminuyó un poco. Yo leaparté el pelo largo, húmedo, de la caraladeada del inmortal y dejé aldescubierto una nariz puntiaguda y unaboca llena de dientes afilados. Sus ojososcuros se movieron hacia los míos,rogándome, suplicándome.

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—Todo va a ir bien —le dije, ydeseé que no pudiera oler mentirascomo hacía el suriel. Le acaricié elcabello suave, de una textura como denoche líquida…, otra textura que nuncaconseguiría pintar, aunque lo seguiríaintentando, tal vez para siempre—. Todova a ir bien —repetí. El inmortal cerrólos ojos y le apreté la mano.

Algo húmedo me tocó los pies y notuve que mirar hacia abajo para saberque había un charco de sangre inmortalalrededor de ellos.

—Mis alas —susurró el inmortal.—Vamos a devolvéroslas.El inmortal hizo un esfuerzo por

abrir los ojos.

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—¿Lo juráis?—Sí —susurré. El inmortal hizo un

esfuerzo para mostrarme una sonrisaleve y cerró los ojos de nuevo. A mí metemblaba la boca. Deseé tener algo másque decir, algo más que mis promesasvacías para ofrecerle. El primerjuramento falso que había pronunciadoen mi vida. Pero Tamlin empezó ahablar, y levanté la vista y lo vi coger laotra mano del inmortal.

—Que el Caldero os salve —dijo, yrecitó una plegaria que probablementeera más antigua que el reino de losmortales—. Que la Madre os sostenga.Que paséis a través de los portales yoláis pronto esa tierra inmortal de leche

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y miel. No tengáis miedo a ningún mal.No tengáis miedo a ningún dolor. —Suvoz tembló, pero él terminó la plegaria—: Entrad en la eternidad.

El inmortal dejó escapar un últimosuspiro y la mano que yo tenía entre lasmías se aflojó por completo. No la solté,seguí acariciándole el pelo, inclusocuando Tamlin dio unos pasos paraalejarse de la mesa.

Sentía sus ojos sobre mí, pero noquería soltar esa mano. No sabía cuántotiempo hacía falta para que un almaabandonara el cuerpo. Me quedé de pieen el charco de sangre hasta que ellíquido se enfrió, sosteniendo la manohuesuda del inmortal y acariciándole el

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pelo, preguntándome si él sabía que yole había mentido cuando le juré quevolvería a tener las alas que habíaperdido, preguntándome si las habríarecibido de nuevo en el lugar en el queestaba ahora, fuera donde fuese.

En algún lugar de la casa sonaron lascampanadas de un reloj y Tamlin mepuso una mano sobre el hombro. No mehabía dado cuenta del frío que teníahasta que el calor de esa mano meentibió la carne a través del camisón.

—Ya se ha ido. Tienes que dejarlomarchar.

Estudié la cara del inmortal…, tansobrenatural, tan inhumana. ¿Quién eratan cruel como para haberle hecho tanto

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daño?—Feyre —insistió Tamlin, y me

apretó el hombro. Le acomodé elcabello al inmortal detrás de la orejaacabada en punta, larga, y deseé sabersu nombre. Después lo solté.

Tamlin me llevó por la escalera, yninguno de los dos se preocupó por lashuellas de sangre que dejábamos ni porla que había empapado la partedelantera de mi camisón. Me detuve enlo alto de la escalera, me aparté un pocopara que él me soltase, y miré la mesaabajo, en el vestíbulo.

—No podemos dejarlo ahí —dije, ehice un movimiento como para bajar denuevo. Tamlin me cogió del codo.

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—Lo sé —asintió con voz seca yagotada—. Iba a llevarte arribasolamente. Antes de enterrarlo.

—Quiero ir.—Es demasiado peligroso de noche

para que…—Yo soy muy capaz…—No —replicó. Sus ojos verdes

relampaguearon. Me enderecé, pero élsuspiró, los hombros inclinados haciadelante—. Tengo que hacer esto solo.

Lo miré. La cabeza baja. Nada degarras, nada de colmillos…, no habíanada que hacer contra ese enemigo, esedestino. Nadie contra quien luchar. Asíque asentí con la cabeza, porque a mítambién me hubiera gustado hacerlo

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sola, y me di la vuelta para dirigirmehacia mi dormitorio. Tamlin se quedóahí, frente a la escalera.

—Feyre —dijo, con tanta suavidadque me volví para mirarlo—. ¿Por qué?—Inclinó la cabeza a un costado—.Antes nuestra especie te disgustaba. Ydespués de Andras… —Incluso en esevestíbulo oscuro sus ojos, por lo generalbrillantes, estaban ensombrecidos—.Dime… ¿por qué?

Di un paso hacia él, los piescubiertos de sangre se me pegaban a laalfombra. Miré hacia la planta baja,donde seguía viendo la forma tendidadel inmortal y los muñones de las alas.

—Porque yo no querría morirme

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sola —respondí, y me tembló la vozcuando volví a mirar a Tamlin y meobligué a buscar sus ojos con los míos—. Porque me gustaría que alguien mesostuviera la mano hasta el final y unrato más después. Eso es algo que todoel mundo merece, inmortales y humanos.—Tragué saliva. La garganta tan tensaque me dolía—. Lamento lo que le hicea Andras —dije, y mis palabras nofueron más que un murmullo—. Lamentoque hubiera… que hubiera tanto odio enmi corazón. Ojalá pudiera… deshacer loque hice… Lo lamento, lo lamentotanto…

No recordaba la última vez que lehabía hablado así a alguien, si es que lo

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había hecho alguna vez. Pero él asintió yse dio la vuelta, y me pregunté si notendría que decir algo más, si deberíainclinarme frente a él y pedirle derodillas que me perdonase. Si él sentíaese dolor, esa culpa, por undesconocido, entonces Andras… Paracuando abrí la boca, Tamlin ya habíabajado la escalera.

Lo miré, miré todos los movimientosque hizo, los músculos de su espaldavisibles a través de la túnica empapadade sangre, contemplé el peso invisibleque le doblegaba los hombros. Él no sedio la vuelta; levantó el cuerpodestrozado y lo llevó hacia las puertasdel jardín, más allá de mi línea de

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visión. Fui hasta la ventana que había alcomienzo de la escalera y miré cómo sellevaba al inmortal a través del jardíniluminado por la luna hacia los camposondeados que quedaban más allá. Novolvió la vista atrás en ningún momento.

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CAPÍTULO

18

Al día siguiente, para cuando terminé dedesayunar, bañarme y vestirme, lasangre del inmortal ya había

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desaparecido. Me había tomado mitiempo esa mañana, y era casi mediodíacuando me detuve en la parte superiorde la escalera, mirando al vestíbulo dela entrada. Para asegurarme de que nohabía nada ahí.

Había decidido buscar a Tamlin yexplicarle, explicarle realmente lo malque me hacía sentir lo de Andras. Si sesuponía que tenía que quedarme allí, quetenía que quedarme con él, entonces porlo menos intentaría una vez más repararlo que había arruinado. Miré hacia lagran ventana que tenía detrás de mí, lavista tan amplia que se veía hasta elreflejo de la laguna tras el jardín.

El agua estaba lo bastante quieta

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como para que se reflejasen, comocongelados, el cielo vibrante y las nubesgordas, hinchadas. Preguntar por lo quele había pedido parecía fuera de lugardespués de lo ocurrido la última noche,pero tal vez cuando llegasen las pinturasy los pinceles me aventuraría hasta lalaguna para tratar de plasmarla en ellienzo.

Tal vez me habría quedado mirandoesa mancha de color, luz y textura siTamlin y Lucien no hubieran salido alvestíbulo desde otra ala de la mansión.Discutían sobre una patrulla o algo porel estilo. Se quedaron callados cuandobajé por la escalera, y Lucien saliócaminando por la puerta de entrada sin

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decir siquiera buenos días, solamente ungesto desenfadado con la mano. No fueun gesto agresivo, pero sí que hizoevidente que no tenía intenciones deunirse a la conversación que íbamos atener Tamlin y yo.

Miré a mi alrededor deseando veralguna señal de las pinturas, pero Tamlinme señaló las puertas abiertas por lasque había salido Lucien. Más allá deellas vi nuestros dos caballosensillados, esperando. Lucien ya estabasubiendo a un tercero. Me volví haciaTamlin.

«Quédate con él, te va a mantenersegura y las cosas van a mejorar». Deacuerdo. Eso era algo que podía hacer.

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—¿Adónde vamos? —Mis palabrasfueron casi un murmullo.

—Tus cosas no van a llegar hastamañana. Están limpiando la galería yhan pospuesto mi… mi reunión. —¿Estaba divagando?—. Pensé quepodríamos… ir a pasear un rato, sinmatar nada. Sin naga que nos preocupen.—Mientras terminaba la propuesta conuna media sonrisa, la pena parpadeó deforma clara en sus ojos verdes. Y sí, yahabía tenido suficiente muerte en esosdos días. No quería matar másinmortales. No quería matar nada.Tamlin no llevaba armas al costado ni enla banda de cuero, solamente un cuchillocuya empuñadura le brillaba en la bota.

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¿Dónde había enterrado al inmortal?Un alto lord que cavaba la tumba de undesconocido. Si me lo hubieran contado,tal vez no lo habría creído.

—¿Adónde? —pregunté. Él se limitóa sonreír.

Cuando llegamos me quedé sin palabras,y supe que incluso si hubiera sabidocómo pintar lo que veía, nada le habríahecho justicia. No era solo que ese fuerael lugar más hermoso que hubiera vistoen mi vida, ni que me llenase de deseo yde alegría, sino que además parecía…parecía perfecto. Como si los colores,las luces y las formas del mundo se

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hubieran reunido para formar un únicolugar irrepetible, un pedacito deverdadera belleza. Después de la últimanoche era exactamente el lugar en el queyo necesitaba estar.

Nos sentamos en una colina cubiertade hierba que daba justo sobre unbosque de robles tan anchos y tan altosque podrían haber sido los pilares y lascolumnas de un antiguo palacio.Alrededor de nosotros se mecíanpenachos brillantes de dientes de león, yel suelo del claro estaba cubierto deazafrán y campanillas azules de lasnieves movidas por la brisa. Paracuando llegamos habían pasado una odos horas del mediodía, pero la luz

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seguía siendo intensa y dorada.Aunque los tres estábamos solos,

habría jurado que oía cantar. Puse losbrazos alrededor de las rodillas y bebíese panorama con los ojos.

—Hemos traído una manta —dijoTamlin. Miré por encima del hombro ylo vi señalar con el mentón una mantapúrpura que alguien había tendido allado. Lucien se dejó caer sobre ella yestiró las piernas. Tamlin se quedó depie, esperando mi reacción.

Meneé la cabeza y miré adelante,pasando la mano sobre la hierba suave,como si hubiera sido de plumas,intentando captar el color y la textura.Nunca había tocado una hierba como esa

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y no pensaba echar a perder laexperiencia sentándome sobre unamanta.

Hubo un intercambio de susurrospresurosos a mi espalda, y antes de quepudiera darme la vuelta para ver de quése trataba, Tamlin se sentó a mi lado.Tenía la mandíbula tan apretada quemiré hacia delante de nuevo y no volví amoverme.

—¿Qué es este lugar? —pregunté,con los dedos todavía sobre la hierba.

Mirándolo con el rabillo del ojo,Tamlin no era más que una figuradorada, brillante.

—Un bosquecito, nada más. —Lucien resopló detrás de mí—. ¿Te

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gusta? —preguntó Tamlin con rapidez.El verde de sus ojos hacía juego con lahierba que acariciaba, y su cabello decolor ámbar era como los rayos del solque se filtraban a través de los árboles.Hasta la máscara, extraña y en generalfuera de lugar, parecía ocuparexactamente su espacio dentro delbosque, como si el sitio hubiera sidopensado para él solamente. Me loimaginé ahí en su forma de bestia,enroscado en la hierba, durmiendo.

—¿Qué? —dije. Me había olvidadode su pregunta.

—¿Te gusta? —repitió él. Tenía loslabios curvados en una sonrisa. Despuésde una respiración entrecortada, miré

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otra vez el bosque.—Sí.Él soltó una risita.—¿Eso es todo? ¿Sí?—¿Desearíais que me arrastrase a

vuestros pies en un gesto de gratitud portraerme hasta aquí, alto lord?

—Ah, el suriel no te dijo nadaimportante, ¿verdad? —Esa sonrisaencendió algo osado en mi pecho.

—También me dijo que os gusta queos provoquen, y que si soy inteligente,tal vez pueda domesticaros con algúnpremio.

Tamlin levantó la cabeza al cielo yrugió de risa. A pesar de mí misma,solté una risa suave.

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—Me parece que voy a morirme dela sorpresa —dijo Lucien detrás de mí—. Has hecho una broma, Feyre.

Me volví y lo miré con una sonrisafría.

—No creo que os guste si os digo loque el suriel me dijo de vos. —Enarquélas cejas y Lucien levantó las manos,como para darse por vencido.

—Yo pagaría bastante por saber loque piensa el suriel de Lucien —afirmóTamlin.

Oí el sonido de un corcho aldestapar una botella, seguido por elruido del líquido cuando Lucien tomó untrago y rio mientras musitaba:

—Tocado.

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Los ojos de Tamlin seguíanencendidos de risa cuando me puso unamano en el codo y me levantó.

—Ven —dijo señalando el pie de lacolina con el mentón, hacia el pequeñoarroyo que corría por el valle—. Quieromostrarte algo.

Me levanté, pero Lucien se quedósentado sobre la manta y alzó la botellade vino en un gesto de saludo. Bebiódirectamente de ella mientras se tendíasobre la espalda y miraba las copasverdes de los árboles.

Los movimientos de Tamlin eranprecisos y eficientes, sus piernas demúsculos poderosos devoraban ladistancia mientras nos abríamos paso en

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zigzag entre los altos árboles,saltábamos por encima de pequeñosarroyos y subíamos laderas empinadas.Nos detuvimos sobre una colina y losbrazos se me aflojaron a los costadosdel cuerpo. Ahí abajo, en un clarorodeado de árboles que parecían torres,había una laguna plateada, brillante.Incluso desde la distancia vi que aquellono era agua sino algo más raro einfinitamente más precioso.

Tamlin me agarró de la muñeca y mellevó colina abajo; los dedosencallecidos me raspaban la piel consuavidad. Me soltó para saltar sobre laraíz de un árbol en una única maniobra yse acercó a la orilla. Apreté los dientes

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mientras tropezaba para seguirlo y meesforzaba por encaramarme a la raíz.

Él estaba en cuclillas sobre lalaguna y había recogido un poco delíquido en la palma. Inclinó la mano y ellíquido se derramó hacia la superficiede la laguna.

—Mira.El líquido brillante, plateado, que le

caía de la mano formaba ondas quebrillaron en toda la laguna; cada unaemitía distintos colores y…

—Parece luz de las estrellas —jadeé.

Él soltó una risa, se llenó la mano delíquido y volvió a abrirla. Me quedé conla boca abierta ante aquel espectáculo.

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—Es luz de las estrellas.—Eso es imposible —dije, luchando

contra el impulso que me llevaba a darun paso hacia el agua.

—Esto es Prythian. Según lasleyendas que vosotros tenéis, nada esimposible aquí.

—¿Cómo? —pregunté sin poderapartar los ojos de la laguna: la plata sí,pero también el azul y el rojo y elrosado y el amarillo que parpadeabanpor debajo, la levedad increíble…

—No lo sé…, nunca lo pregunté ynadie me lo explicó.

Como yo seguía con la boca abiertafrente a la laguna, él se rio, y con esoconsiguió que le prestara atención, así

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descubrí que se estaba desabotonando latúnica.

—Vamos —dijo, y la invitación lebailó en los ojos.

Nadar… sin ropa, sola. Con un altolord. Negué con la cabeza y retrocedí unpaso. Sus dedos se detuvieron en elsegundo botón del cuello.

—¿No quieres saber lo que sesiente?

Yo no sabía a qué se refería: ¿nadaren la luz de las estrellas o nadar con él?

—Yo… no.—De acuerdo. —Se dejó la túnica

abierta. Por debajo había solamentecarne musculosa, dorada, desnuda.

—¿Por qué este lugar? —pregunté,

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arrancando mis ojos de su pecho.—Era mi lugar predilecto cuando yo

era pequeño.—¿Y eso cuándo fue? —No era

capaz de conseguir que las preguntasdejaran de salir de mis labios.

Él lanzó una mirada en mi dirección.—Hace mucho mucho tiempo. —Lo

dijo en un tono tan bajo que me obliguéa cambiar el peso del cuerpo sobre lospies. Hacía mucho mucho tiempo, claro,si es que durante la guerra era todavíaun niño.

Bueno, ya habíamos empezado asoltarnos, así que me atreví apreguntarle:

—¿Lucien está bien? Después de

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anoche, quiero decir. —El emisarioparecía haber vuelto a su yo irreverente,sarcástico, pero recordaba el vómito alver al inmortal moribundo—. Noreaccionó demasiado bien.

Tamlin se encogió de hombros, perosu tono era amable cuando dijo:

—Lucien ha soportado cosas quehacen que momentos como el de anochesean difíciles para él. No solamente porla cicatriz y el ojo…, aunque estoyseguro de que lo de anoche le despertómuchos recuerdos de eso también.

Tamlin se frotó el cuello, despuésme miró a los ojos. Había un peso muyantiguo en esos ojos, en la forma en quetensaba la mandíbula.

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—Lucien es el hijo menor del altolord de la Corte Otoño. —Yo di unrespingo—. El menor de siete hermanos.La Corte Otoño es… Cortan cuellostodo el tiempo. Es hermosa, pero loshermanos de Lucien se ven unos a otroscomo competidores porque el más fuertees el que va a heredar el título, no elmayor. Ocurre lo mismo en todoPrythian, en todas las cortes. A Luciennunca le interesó, no esperaba sercoronado alto lord, así que se pasó lajuventud haciendo todo lo que nodebería hacer el hijo de un alto lord:pasando de corte en corte, haciendoamigos entre los hijos de otros altoslores. —Apareció un destello en los

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ojos de Tamlin—. Y estuvo con hembrasmuy alejadas de la nobleza de la CorteOtoño. —Tamlin hizo una pausa duranteun momento, y casi pude sentir su penaantes de que dijera—: Lucien seenamoró de una inmortal a quien supadre consideraba inapropiada paraalguien con la sangre de su familia. Éldijo que no le importaba que ella nofuese una alta fae, que estaba seguro deque pronto iba a casarse con ella y adejar la corte de su padre para lostramposos de sus hermanos. —Unsuspiro tenso brotó de su interior—. Elpadre la hizo matar. La ejecutó delantede Lucien mientras los dos hermanosmayores lo sujetaban y lo obligaban a

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mirar.Se me revolvió el estómago y me

llevé una mano al pecho. No podíaimaginarlo, no conseguía entender enprofundidad ese tipo de pérdida.

—Lucien se fue. Maldijo a su padre,abandonó el título y la Corte Otoño y sealejó. Y sin ese título como protección,los hermanos pensaron en eliminarlocomo un competidor para la corona.Tres salieron a matarlo; solo unoregresó.

—¿Lucien… Lucien los mató?—Mató a uno —dijo Tamlin—. Yo

maté al otro porque se habían metido enmi territorio, y al convertirme en altolord podía hacer lo que quisiera con los

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que invadieran mi territorio yamenazaran la paz de mis tierras. —Unaafirmación fría, brutal—. Y reclamé aLucien como parte de mi corte…, lonombré emisario, aprovechando quehabía hecho muchos amigos en lasdiferentes cortes y siempre había sabidocómo tratar con los demás, en cambio amí… me cuesta mucho. Está conmigodesde entonces.

—Y como emisario —empecé adecir—, ¿ha tenido tratos con su padre?¿O sus hermanos?

—Sí. Su padre nunca se disculpó ysus hermanos me tienen demasiadomiedo como para arriesgarse a hacerledaño. —No había arrogancia en esas

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palabras, solamente una verdad fría—.Pero él nunca se olvidó de lo que lehicieron a ella o de lo que trataron dehacerle a él. Finge que sí, pero…

Eso no era justificación para todo loque había dicho Lucien, para todo lo queme había hecho, pero… ahora loentendía. Entendía las paredes ybarreras que había tenido que construir asu alrededor. Sentí el pecho demasiadoestrecho, demasiado pequeño para queel dolor que estaba creciendo en élcupiera bien en su interior. Miré lalaguna de brillante luz de estrellas ydejé escapar un largo suspiro.Necesitaba cambiar de tema.

—¿Qué pasaría si bebiera de esa

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agua?Tamlin se irguió un poco, y después

se relajó, como si fuera feliz de poderexpresar su tristeza.

—Dice la leyenda que serías felizhasta tu último aliento. —Y agregó—:Tal vez los dos necesitamos una copa.

—No creo que tuviera suficiente contoda esa laguna —dije, y él se rio.

—Dos bromas en un día…, unmilagro que viene directamente delCaldero —declaró. Dejé escapar unasonrisa. Él se me acercó un paso, comosi estuviera esforzándose por dejar atrásla mancha triste, oscura, de lo que lehabía pasado a Lucien, y la luz de lasestrellas le brilló en los ojos cuando

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dijo—: ¿Y qué sería suficiente parahacerte feliz?

Me sonrojé desde el cuello hasta lapunta de la cabeza.

—No… no sé. —Y era verdad,nunca había pensado en nada parecido,nada más allá de hacer que mishermanas se casaran con alguien y tenersuficiente comida para mí y para mipadre y algo de tiempo para aprender apintar.

—Mmm —murmuró él, pero no sealejó—. ¿Qué te parece el sonido de lascampanillas azules? ¿O un rayo de luzde sol? ¿O una guirnalda de luz de luna?—Sonrió con picardía.

Alto lord de Prythian, sí. Alto lord

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de las Tonterías era el título que mejorle iba. Y él lo sabía…, sabía que yodiría que no, que me pondría nerviosasolo por estar a solas con él.

No. No iba a darle la satisfacción dehacerme sentir vergüenza. Ya habíatenido demasiado de eso últimamente,suficiente de… de esa chica encorsetadaen hielo y amargura. Así que le sonreícon dulzura y me esforcé en fingir queno tenía el estómago del todo revuelto.

—Nadar suena delicioso.No me permití pensarlo un segundo

más. Y no fue poco el orgullo que sentícuando mis dedos no temblaron mientrasme sacaba las botas, desabotonaba latúnica y los pantalones y lo dejaba todo

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en la hierba. La ropa interior quellevaba puesta era bastante modesta y lobastante recatada, yo lo sabía, pero detodos modos lo miré a los ojos mientrasme quedaba de pie en la orilla cubiertade verde. El aire estaba tibio y templadoy una brisa suave me besó el vientredesnudo.

Despacio, muy despacio, los ojos deTamlin bajaron por mi cuerpo y despuésvolvieron a subir. Como si estuvieranestudiando cada centímetro, cada curva.Y aunque yo llevaba puesta ropa interiorde color marfil, esa mirada me desnudódel todo.

Sus ojos verdes se encontraron conlos míos y dibujó una sonrisa perezosa

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antes de sacarse la ropa. Botón a botón,y hubiera podido jurar que el brillo enesa mirada se llenó de hambre yferocidad…, tanto que tuve que desviarla vista de su cara.

Me permití una imagen de ese pechoancho, los brazos perfilados conmúsculos y unas piernas largas, fuertes,antes de que él se dirigiera directamentehacia la laguna. Tamlin no tenía lahechura de Isaac, cuyo cuerpo flotabatodavía en ese lugar desgarbado entre elchico y el hombre. No: el cuerpoglorioso de Tamlin tenía laconfiguración de siglos de lucha ybrutalidad.

El líquido estaba delicioso,

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templado, y me adentré hasta que laprofundidad fue suficiente como paranadar unas brazadas y caminar por elfondo. No era agua, sino algo más suave,más denso. No era aceite, sino algo máspuro, más leve. Era como estar envueltaen seda tibia. Estaba tan ocupadasaboreando la sensación de deslizar losdedos a través de esa sustancia plateadaque no lo noté hasta que él estuvo a milado.

—¿Quién te enseñó a nadar? —preguntó, y metió la cabeza bajo lasuperficie. Cuando volvió a salir, estabasonriendo y había arroyos de luz deestrellas en los bordes de la máscara.

Yo no me hundí. No sabía si había

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estado bromeando cuando dijo que elagua me haría sentir alegre en cuanto labebiera.

—A los doce años vi a los hijos delos aldeanos que nadaban en un pequeñolago y lo fui descubriendo sola.

Fue una de las experiencias másterroríficas de mi vida y me habíatragado medio lago en el proceso, perolo conseguí; me las arreglé para dominarel pánico ciego que sentía y confié en mímisma. Saber nadar me había parecidouna habilidad esencial, que tal vez undía significara la diferencia entre la viday la muerte. Pero nunca se me habíaocurrido que podría suceder en unatarde así.

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Él volvió a hundirse, y cuando salió,se pasó una mano por el pelo dorado.

—¿Cómo perdió su fortuna tu padre?—¿Cómo sabéis que la perdió?Tamlin resopló.—No creo que un humano que nació

aldeano tenga tu dicción.Una parte de mí quiso decir algo

acerca de esa observación, pero… al finy al cabo tenía razón; no podía culparlopor ser tan buen observador.

—A mí padre lo llamaban elpríncipe de los Mercaderes —dije sincomplicar las cosas mientras caminabapor ese líquido sedoso, extraño. Casi nocostaba ningún esfuerzo…, el agua eratan tibia, tan leve; era como si estuviera

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flotando en el aire y todos los doloresmanaran de mi cuerpo hacia fuera y sedesvanecieran—. Pero ese título,heredado de su padre y de su abueloantes que él, era mentira. Era solo unhombre que enmascaraba tresgeneraciones de endeudamiento. Mipadre había estado tratando de encontraruna forma de disminuir sus deudasdurante años, y cuando tuvo unaoportunidad de pagarlas todas, sedecidió por ella sin calcular los riesgos.—Tragué saliva—. Hace ocho añospuso toda la riqueza que teníamos entres barcos que viajaban hacia Bharat,tres barcos que debían volver conespecias y telas de muchísimo valor.

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Tamlin frunció el entrecejo.—Eso sí que es un riesgo. Esas

aguas son una trampa mortal a menosque uno tome el camino más largo.

—Bueno, él no tomó el camino máslargo. Habría llevado demasiado tiempoy nuestros acreedores nos estabanacosando. Así que lo arriesgó todo ymandó los barcos a Bharat directamente.Nunca llegaron. —Hundí el cabello enel líquido echando la cabeza hacia atrás,tratando de recordar la cara de mi padreel día que recibimos las noticias delnaufragio—. Cuando se hundieron losbarcos, los acreedores nos rodearoncomo una manada de lobos. Lo atacarony lo saquearon todo hasta que no quedó

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nada excepto un nombre desprestigiadoy unas pocas monedas para comprar lachoza. Yo tenía once años. Mi padre…,después de eso, dejó de intentarlo. —Nome vi con fuerzas para contarle lo quehabía ocurrido al final, ese momentoterrible en el que el último acreedorllegó con sus matones y le rompió lapierna para dejarlo inválido.

—¿Ahí fue cuando empezaste acazar?

—No. Aunque nos fuimos a la choza,durante tres años tuvimos algo dedinero; después se terminó —dije—.Empecé a cazar a los catorce.

Los ojos de él brillaron…, no habíarastros del guerrero obligado a aceptar

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el peso de su título de alto lord.—Y aquí estás. ¿Qué habías

imaginado para ti, en realidad?Tal vez era la laguna encantada, o tal

vez el interés genuino detrás de lapregunta: lo cierto es que sonreí y leconté acerca de esos años en losbosques.

Esa tarde, cansada perosorprendentemente satisfecha por laspocas horas de descanso en el bosque,la laguna y también por la comida,observé a Lucien mientras volvíamos ala mansión. Cruzábamos una ampliapradera de hierba nueva de primavera

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cuando me descubrió mirándolo pordécima vez, y me preparé mientras éldejaba que Tamlin se adelantara y se meacercaba.

El ojo metálico se entrecerró; el otroseguía desconfiado, frío.

—¿Ocurre algo?Eso fue suficiente para convencerme

de que no debía decir nada sobre supasado.

Yo también habría odiado que metuvieran lástima. Y él no me conocía, nolo suficiente para garantizar otra cosaque resentimiento si yo sacaba el tema,aunque a mí me pesara saberlo, aunqueyo llorara por él.

Esperé hasta que Tamlin se hubiera

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alejado lo suficiente para que su oído dealto fae no oyera mis palabras.

—Nunca os agradecí vuestroconsejo sobre el suriel.

Lucien se puso tenso.—¿Ah, no?Miré hacia delante, la forma fácil en

que cabalgaba Tamlin, el caballotranquilo, como si no sintiera a suenorme jinete.

—Si seguís queriendo que me muera—dije—, vais a tener que intentarlo unpoquito más.

Lucien dejó de respirar un instante.—No era eso lo que yo quería. —Lo

miré largamente—. No habría lloradonada —sentenció él. Yo sabía que era

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verdad—. Pero lo que te pasó…—Estaba bromeando —lo

interrumpí, y le sonreí un poquito.—No te creo. No creo que me

perdones con tanta facilidad pormandarte hacia el peligro.

—No. Y una parte de mí no quiereotra cosa que castigaros por no habermeadvertido de lo del suriel. Pero osentiendo: soy una humana y maté avuestro amigo, y ahora vivo en vuestracasa y vosotros tenéis que convivirconmigo. Lo entiendo —dije de nuevo.

Él se quedó callado tanto tiempo quecreí que no me contestaría. Justo cuandoiba a seguir mi camino hacia la casa, mehabló:

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—Tam me dijo que el primerdisparo que hiciste fue para salvar alsuriel. No para salvarte tú.

—Era lo correcto.Su mirada era más contemplativa

que cualquier otra que me hubieradedicado antes.

—Conozco demasiados altos fae einmortales menores que no lo habríanvisto de esa forma…, que no se hubieranmolestado. —Buscó algo al costado desu cuerpo y me lo arrojó. Tuve que hacerun esfuerzo para mantenerme sobre lamontura cuando lo atrapé: un cuchillo decaza de mango enjoyado—. Te oí gritar—dijo mientras yo examinaba la hoja.Nunca había tenido algo tan bien tallado

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en mis manos, nada con un equilibrio tanperfecto—. Y dudé. No mucho, perodudé antes de salir corriendo. AunqueTam llegó antes que yo. Lo cierto es querompí mi promesa con esos segundos deespera. —Señaló el cuchillo con elmentón—. Es tuyo. No me lo claves enla espalda, por favor.

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CAPÍTULO

19

Al día siguiente, llegaron mis pinturas ysuministros desde el lugar donde loshubieran encontrado los sirvientes o

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quienquiera que hubiera sido, pero antesde llevarme a verlos, Tamlin me guiopasillo por pasillo hasta que llegamos aun ala de la mansión en la que yo nohabía estado nunca, ni siquiera en misexploraciones nocturnas.

Yo sabía adónde íbamos sin que éltuviera que decirlo. Los suelos demármol brillaban tanto que no habíaduda de que los habían limpiado hacíapoco, y la brisa con perfume a rosasflotaba a través de las ventanas abiertas.Todo eso…, todo, lo había hecho pormí. Como si a mí me hubieran molestadoalgunas telas de araña o algo de polvo.

Cuando Tamlin se detuvo frente a unpar de puertas de madera, la leve

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sonrisa que me dirigió fue suficientepara hacerme tartamudear:

—¿Por qué hacer algo… algo así debueno para mí? —La sonrisa sedesvaneció.

—Hace mucho tiempo que no haynadie aquí que aprecie estas cosas. A míme gusta la idea de que se usen denuevo. —En especial cuando había tantasangre y tanta muerte en las otras partede su vida.

Abrió las puertas de la galería y mequedé absolutamente sin aliento.

Los suelos de madera clara brillabanbajo la luz limpia, resplandeciente, queentraba sin impedimento por lasventanas. La habitación estaba vacía

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excepto por algunas sillas y bancos paraver…, para ver el… Casi no percibí elmomento en que entré en la largagalería, una mano apoyada en el cuello,los ojos fijos en las pinturas.

Tantas, tan diferentes, y sin embargodispuestas para que fluyeran de modouniforme. Tantas vistas y retazos yángulos del mundo. Pinturas pastorales,retratos, naturalezas muertas…; cada unade ellas una historia y una experiencia;cada una, una voz que gritaba osusurraba o cantaba sobre lo que habíasentido en ese momento, frente a esasensación en particular; cada una, ungrito que se arrojaba al vacío del tiempopara decir que ellos habían estado ahí,

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que habían existido. Algunos de esoscuadros los habían pintado ojos comolos míos, artistas que veían en colores yformas que yo comprendía. Algunosmostraban colores que no habíaconsiderado nunca; esos tenían unamirada hacia el mundo que me decía quelos habían pintado otro par de ojos. Unapuerta hacia la mente de una criatura tandiferente y, sin embargo…, yo miraba eltrabajo y lo comprendía y lo sentía, yese trabajo me parecía importante.

—No sabía… —dijo Tamlin a míespalda—… que los humanos fuerancapaces de… —Dejó de hablar cuandome di la vuelta. La mano que habíaestado en el cuello ahora reposaba en el

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pecho, donde el corazón me latía conuna especie de alegría, de pena y dehumildad rugientes, increíbles. Sí, unagran humildad frente a ese arte tanmagnífico.

Él estaba de pie junto a las puertas,la cabeza inclinada de esa forma en quelo hacen los animales, las palabrastodavía perdidas en la lengua. Me sequélas lágrimas de las mejillas.

—Es… —Perfecto, maravilloso.Más allá de mis sueños más salvajes,nada de eso lo describía. Mantuve lamano sobre el corazón—. Gracias —dije. Era lo único que se me ocurríapara mostrarle lo que significaban esaspinturas para mí, lo que significaba para

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mí que me hubiera dejado entrar en esahabitación.

—Ven todas las veces que quieras.Yo le sonreí, incapaz de contener el

calor que fluía en mi corazón. La sonrisaque él me devolvió fue tibia, aunquebrillante; después me dejó para que yorecorriera la galería tranquila, a solas.

Me quedé horas, me quedé hasta queme emborraché con ese arte, hasta queme sentí mareada de hambre y me alejéa buscar comida.

Después del almuerzo Alis me llevóa una habitación vacía en el primer pisodonde había una mesa llena de telas devarios tamaños, pinceles cuyos mangosde madera brillaban bajo la luz clara,

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perfecta, y pinturas…; tantas, tantaspinturas, muchas más que los cuatrocolores básicos que había esperado, quevolví a quedarme otra vez sin aire.

Cuando Alis se fue, la habitaciónpermaneció en silencio, esperándome, yfue solamente mía…

Entonces empecé a pintar.

Pasaron semanas, los días se fundieronunos en otros. Pinté y pinté, y la mayorparte de lo que hacía era feo, inútil.

Nunca dejé que nadie lo viera apesar de lo mucho que insistió y de lomucho que se burló Lucien de mi ropamanchada de pintura; nunca sentí que mi

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trabajo fuera parecido a las imágenesque me quemaban la mente. En muchasocasiones pintaba desde el amanecerhasta la puesta de sol, a veces en esahabitación, a veces en el jardín. Decuando en cuando me tomaba undescanso para explorar las tierras dePrimavera con Tamlin como guía, yvolvía con ideas nuevas que me hacíansaltar de la cama a la mañana siguiente yponerme a dibujar bosquejos o anotarescenas y colores para reflejar lo quehabía visto.

Pero había días en los que Tamlintenía que ir a enfrentarse a la últimaamenaza en sus fronteras, y ni siquiera lapintura podía distraerme hasta que él

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volvía, cubierto de la sangre de otros, aveces en su forma de bestia, a vecescomo alto lord. Nunca me dio detalles yyo jamás me atreví a preguntarle; mebastaba con que hubiera vuelto sano ysalvo.

Alrededor de la mansión no habíaseñales de criaturas como los naga o elbogge, pero me mantuve lejos de losbosques del oeste, aunque los pinté enmuchas ocasiones de memoria. Y aunquemis sueños siguieron invadidos por lasmuertes que había visto, las muertes queyo había causado y esa horrible mujerpálida que me convertía en pedazos decarne mientras en alguna parte vigilabauna sombra que nunca conseguí ver,

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poco a poco dejé de tener miedo.«Quédate con el alto lord. Vas a estar asalvo». Y eso fue lo que hice.

La Corte Primavera era una tierra decolinas ondulantes y de bosquescargados de vida y de lagos claros, sinfondo. La magia no se limitaba a reinaren ciertas hondonadas y lugaresespeciales…, la magia crecía ahí. Pormás que yo tratara de pintar eso, nuncaconseguiría plasmar la sensación. Asíque a veces me atrevía a pintar al altolord que cabalgaba a mi lado cuandopaseábamos por sus tierras en días detranquilidad, el alto lord, con quien megustaba mucho charlar o pasar horascómodamente en silencio.

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Era probable que fuera el arrullo dela magia que me nublaba lospensamientos: no volví a pensar en mifamilia hasta que una mañana pasé elborde externo del muro, buscando unnuevo lugar para pintar. Una brisa delsur me alborotó el cabello…, fresca ylimpia. En ese momento estaba llegandola primavera al mundo mortal.

Mi familia, hipnotizada, cuidada,segura, seguía sin saber realmente dóndeestaba yo. El mundo mortal habíaseguido adelante sin mí como si yonunca hubiera existido. Un susurro deuna vida miserable, ya pasada, una vidaolvidada por todos los que yo habíaconocido o me habían importado.

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Ese día no pinté y no fui a cabalgarcon Tamlin. En lugar de eso, me sentéfrente a una tela en blanco, sin ningúncolor en la mente.

En casa no me recordaba nadie…,yo estaba poco menos que muerta paraellos. Y Tamlin había permitido que losolvidase a ellos. Tal vez las pinturashabían sido una distracción, una formade hacer que dejara de quejarme, quedejara de ser una molestia, que dejarade pedirle que me permitiera ver a mifamilia. O tal vez eran una distracciónpara que no pensara en lo que fuese queestuviera pasando con la plaga yPrythian. Como me había ordenado elsuriel, yo había dejado de preguntar…,

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una humana inútil, estúpida, obediente.Me costó un esfuerzo notable

compartir la cena. Tamlin y Lucien sedieron cuenta de mi humor ymantuvieron una conversación entreellos. Eso no mejoró mucho mi rabiacreciente, y cuando terminé de comer loque quería, me alejé a grandes zancadashacia el jardín iluminado por la luna yme perdí en los laberintos de setosrecortados y parterres llenos de flores.

No me importaba adónde iba.Después de un rato me detuve en larosaleda. La luz de la luna manchaba lospétalos rojos de un color púrpuraprofundo y lanzaba un brillo plateadosobre los pimpollos blancos.

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—Mi padre hizo plantar este jardínpara mi madre —dijo Tamlin a miespalda. Yo no me molesté en mirarlo.Me hundí las uñas en las palmas cuandoél se detuvo a mi lado—. Fue un regalode apareamiento.

Fijé la mirada en las flores, pero noveía nada. Seguramente, las que habíapintado en la mesa de casa estabancayéndose a pedazos o se habíanborrado del todo. Suponía que Nestahabría raspado la madera para sacarlas.

Me dolían las uñas clavadas en lapalma. Ya fuera porque Tamlin loshubiera hipnotizado, ya fuera porque losalimentara, yo estaba… borrada de esasvidas. Olvidada. Eso había sido obra

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suya. Y yo había permitido que lohiciera. Me había ofrecido pinturas y elespacio y el tiempo necesarios parapracticar ese arte; me había mostradolagunas de luz de estrellas; me habíasalvado la vida como una especie decaballero salvaje salido de una leyenda,y yo me había tragado todo eso como sifuera vino de inmortales. Yo no eramejor que esos hijos de los benditos contoda su fe.

Su máscara era de color bronce en laoscuridad y las esmeraldas le brillabansobre las mejillas.

—Pareces… disgustada.Me alejé con grandes pasos hacia el

primer rosal y arranqué una flor; las

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espinas me desgarraron los dedos.Ignoré el dolor, la tibieza de la sangreque se deslizó hacia abajo. Nuncahubiera podido pintarla con exactitud…,nunca como esos artistas de los cuadrosde la galería. Nunca podría pintar elpequeño jardín de Elain fuera de lachoza como lo recordaba, porque yo lorecordaba, aunque mi familia ya no merecordase a mí.

No me riñó por arrancar una de lasrosas de sus padres, tan ausentes comolos míos, que con toda probabilidad sehabían amado el uno al otro y lo habíanamado a él más de lo que los míos sepreocuparon nunca por mí. Una familiaque se habría ofrecido a ir en su lugar si

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alguien hubiese acudido para llevárselo.Los dedos me dolían, me ardían,

pero seguí sosteniendo la rosa mientrasdecía:

—No sé por qué me siento tanterriblemente avergonzada de mí mismapor dejarlos. ¿Por qué me parece tanegoísta y terrible pintar como pinto? Nodebería sentirme así, ¿no es cierto? Losé, pero no puedo evitarlo. —La rosame colgaba de los dedos, desmayada—.En todos esos años, lo que llegué ahacer por ellos… Y sin embargo notrataron de impedir que vos mearrebatarais de su lado… —Ahí estaba,el dolor gigantesco que, si lo pensaba unrato, me partía en dos—. No sé por qué

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esperaba que lo hicieran…, por qué creíque la ilusión del puca era real aquellanoche. No sé por qué todavía memolesta pensar en eso. O por qué mesigue importando. —Él se quedó ensilencio tanto rato que agregué—:Comparada con vos, con vuestrasfronteras y vuestra magia debilitadas,supongo que esta lástima que tengo demí misma parece absurda.

—Si te apena —dijo él, y suspalabras me acariciaron los huesos—,entonces no creo que sea absurdo.

—¿Por qué? —Una pregunta directa.Solté la rosa entre los arbustos.

Él me tomó las manos. Los dedoscubiertos de callos, fuertes, robustos, me

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parecieron suaves cuando se llevó lamano que sangraba a la boca y me besóla palma. Como si eso fuera respuestasuficiente.

Sus labios eran suaves contra mipiel; el aliento, tibio; las rodillas se meaflojaron cuando él levantó mi otramano, se la llevó a la boca y la besótambién. La besó con cuidado…, de unaforma que hizo que me saltara el corazónen el centro del cuerpo, entre laspiernas.

Cuando él retrocedió, mi sangre lebrillaba en la boca. Miré mis manos,que él seguía sosteniendo entre lassuyas: las heridas habían desaparecido.Le miré la cara de nuevo, la máscara de

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bronce, el color dorado de la piel, elrojo de los labios cubiertos de sangremientras él murmuraba:

—Nunca, nunca te sientas mal porhacer lo que te da alegría. —Se acercóun paso, soltó una de mis manos y mecolocó la rosa que yo había cortadodetrás de la oreja. No supe nunca cómohabía llegado esa rosa a sus manos ocuándo habían desaparecido las espinas.

No pude evitar insistir:—¿Por qué…, por qué todo esto?Él se acercó todavía más, tan cerca

que tuve que inclinar la cabeza haciaatrás para verlo.

—Porque me fascina tu alegríahumana…, la forma en que experimentas

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las cosas en el tiempo que tienes devida, con tanta profundidad, con tantaintensidad, y todo de una vez; eso es…fascinante. Me atrae aunque sé que nodebería, aunque trato de no sentirme así.

Porque yo era humana y envejeceríay… No me permití ir por ese camino. Élse acercó más. Lentamente, como si meestuviera dando tiempo para retrocedery alejarme, me rozó la mejilla con loslabios. Un gesto suave y tibio, de unadulzura que me rompió el corazón. Nofue mucho más que una caricia, ydespués se incorporó. No me habíamovido desde el momento en que suboca me tocó la piel.

—Un día… un día va a haber

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respuestas para todo —dijo, y me soltóla mano y se alejó—. Pero no hasta quesea el momento correcto. Hasta que seaseguro. —En la oscuridad, bastó con eltono para que yo supiera que sus ojostemblaban de amargura.

Entonces respiré hondo: no me habíadado cuenta de que hacía un rato que norespiraba.

Hasta que él estuvo lejos no me dicuenta de lo mucho que deseaba sucalor, su cercanía.

Una mortificación permanente conrespecto a lo que había admitido, lo quehabía… cambiado entre nosotros hizo

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que saliera huyendo de la mansióndespués del desayuno, corriendo haciael santuario de los bosques a tomar algode aire fresco y a estudiar la luz y loscolores. Me llevé mi arco y mis flechasy el cuchillo enjoyado de caza que mehabía dado Lucien. Mejor estar armadaque dejarme atrapar sin nada entre lasmanos.

Me arrastré en medio de los árbolesy los arbustos durante no más de unahora antes de sentir una presencia detrásde mí…, algo que se me acercaba cadavez más y hacía que los animalescorrieran a refugiarse a mi alrededor.Sonreí, y veinte minutos más tarde meacomodé entre dos ramas en un olmo

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antiguo y esperé.Crujieron los arbustos…, nada más

que una brisa que pasaba, pero sabíaqué sucedería, conocía las señales.

El ruido de algo que se tensa y unrugido de furia hicieron eco en loscampos, y los pájaros se asustaron.

Cuando bajé del árbol, caminé hastael pequeño claro, crucé los brazos ylevanté la vista hacia el alto lord, quecolgaba cabeza abajo de la trampa quehabía puesto.

Incluso así, cabeza abajo, me sonriócon pereza cuando me acerqué.

—Humana cruel.—Es lo que consigue uno cuando

persigue a alguien.

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Él soltó una risita y yo me acerquélo suficiente como para atreverme apasar un dedo por el cabello dorado ysedoso que colgaba a la altura de micara, a admirar los muchos colores quehabía en él: los tonos de amarillo,marrón y trigo. El corazón me golpeabaen el pecho y sabía que, seguramente, éllo oía. Pero inclinó la cabeza hacia mí,una invitación silenciosa, yo le pasé losdedos por el pelo, con dulzura, concuidado.

Ronroneó, y ese sonido me pasórodando sobre los dedos, los brazos, laspiernas y el centro del cuerpo. Mepregunté cómo sentiría ese sonido si élestuviera apretado contra mí, piel contra

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piel. Retrocedí un paso.Él se curvó hacia arriba en un

movimiento suave, poderoso, y destrozócon una única garra la enredadera queyo había usado como lazo. Respiréhondo para gritar, pero él se dio lavuelta al caer y aterrizó con suavidadsobre los pies. Siempre sería imposiblepara mí olvidar lo que él era, lo que eracapaz de hacer. Dio un paso,acercándose, la sonrisa todavía en lacara.

—¿Te sientes mejor hoy?Murmuré una respuesta que a nada

me comprometía.—Me alegro —dijo él, ignorando o

escondiendo cuánto lo divertía todo eso

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—. Pero por si acaso, quiero darte esto.—Sacó unos papeles que llevaba bajo latúnica y me los tendió.

Me mordí el costado de la bocamientras miraba los tres pedazos depapel. Era una serie de poemas, sí,poemas de cinco líneas cada uno. Habíacinco en total, y empecé a sudar por laspalabras que no reconocía. Me llevaríaun día entero entender qué significabanesas palabras.

—Antes de que te vayas corriendo oempieces a gritar —dijo, y se dio lavuelta para mirar por encima de mihombro. Si me hubiera atrevido, mehabría recostado contra ese pecho. Sualiento entibiándome el cuello, la oreja.

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Se aclaró la garganta y leyó elprimer poema:

Una vez hubo una dama muyhermosa,

de fuego aunque un pocodistinta,

tenía pocos amigospero cómo hacían fila los

hombres,los dioses son testigos,y ella a todos les daba una

negativa.

Subí tanto las cejas que me parecióestar tocando con ellas la línea del

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nacimiento del cabello, y me di la vueltaparpadeando; el aliento de los dos semezcló cuando él terminó el poema conuna sonrisa.

Sin esperar respuesta, Tamlin cogiólos papeles y dio un paso atrás para leerel segundo poema, que no era tan buenoen las rimas como el primero. Paracuando leyó el tercero, a mí me ardía lacara.

Hizo una pausa antes de leer elcuarto, y después me devolvió lospapeles.

—Mira las palabras: en el primerpoema en la segunda y cuarta líneas —dijo, y señaló los poemas que yo teníaen la mano.

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«Distinta». «Fila». Miré el segundopoema. «Masacre». «Flamas».

—Son… —empecé a decir.—Tu lista de palabras era

demasiado interesante para pasarla poralto. Y no eran de mucha utilidad paraescribir poemas de amor. —Cuandolevanté una ceja en una pregunta sinpalabras, dijo—: Antes competíamospara ver quién podía escribir las rimasmás verdes y sucias, cuando vivía conlos guerreros de mi padre en lasfronteras, quiero decir. No me gustaperder, la verdad, así que decidípracticar, ser bueno para estas cosas.

Yo no entendía cómo recordaba élmi larga lista de palabras…, no quería

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saberlo. Se dio cuenta de que no iba acoger una flecha y dispararle, así quelevantó los papeles y leyó el quintopoema, el más sucio y verde de todos.

Cuando terminó, incliné la cabezahacia atrás y lancé una carcajada, y mirisa rompió el aire como la luz del solrompe el hielo congelado desde haceeras.

Yo seguía sonriendo cuando salimoscaminando del parque hacia las colinasy volvimos sin prisas hacia la mansión.

—Dijisteis… dijisteis… esa nocheen la rosaleda… —Hice un ruido con laboca un momento—. Dijisteis que

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vuestro padre la hizo plantar paravuestra madre por el apareamiento…, nodijisteis matrimonio.

—Los alto fae en general se casan—respondió él; la piel dorada lebrillaba un poco—. Pero si tienen labendición de los dioses, encuentran aalguien con quien aparearse, un igual,alguien que les corresponde en todos lossentidos. Los altos fae se casan sin eselazo de apareamiento, pero si unoencuentra su compañero, el lazo es tanprofundo que el casamiento es…insignificante en comparación.

No tuve el valor de preguntar si losinmortales habían tenido alguna vez esetipo de lazo con humanos. En lugar de

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eso, me las arreglé para preguntar:—¿Dónde están vuestros padres?

¿Qué les pasó?A él se le movió un músculo en la

mandíbula y lamenté haber hecho lapregunta, lo lamenté por el dolor que lerelampagueó en los ojos.

—Mi padre… —Las garrasbrillaron cerca de la punta de los dedos,pero no las sacó más que eso.Definitivamente la pregunta era un error—. Mi padre era tan malo como el deLucien. Peor. Mis dos hermanosmayores eran como él. Teníanesclavos…, todos ellos. Y mishermanos… Yo era joven cuando seforjó el tratado, pero recuerdo que mis

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hermanos… —Dejó morir la voz—.Aquello me dejó marcado…, losuficiente…, y por eso cuando te vi, entu casa…, no pude…, no quise ser comoellos. No deseaba haceros daño a tufamilia ni a ti, y no quería someterte alos deseos de los inmortales.

Esclavos…, había habido esclavosen ese mismo lugar. Yo no queríasaberlo quinientos años más tarde; nuncahabía buscado rastros de ningúnesclavo. Pero para la mayor parte delmundo de Primavera, para su mundo, yoseguía siendo casi una propiedad. Y poreso… por eso me había ofrecido lasalida, por eso me había ofrecido lalibertad de vivir donde yo quisiera en

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Prythian.—Gracias —dije. Él se encogió de

hombros, como si se esforzara por dejarde lado ese acto amable y el peso de laculpa que seguía siendo una carga paraél—. ¿Y vuestra madre?

Tamlin aguantó la respiracióndurante un instante.

—Mi madre… amaba a mi padrecon locura. Demasiado, pero se habíanapareado, y… aunque ella se dabacuenta de que él era un tirano, no decíajamás una palabra en su contra. Yo noesperaba, no quería, el título de mipadre. Mis hermanos nunca me habríandejado vivir hasta la adolescencia sihubieran sospechado lo contrario. Así

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que apenas tuve edad suficiente, me uníal grupo de guerreros de mi padre y meentrené para servirlo a él o a cualquierade mis dos hermanos, el que heredara eltítulo. —Flexionó las manos, como siimaginara las garras debajo de la piel—. Desde muy joven me di cuenta deque pelear y matar eran las únicas doscosas para las que era bueno.

—Eso lo dudo mucho —dije.Él dejó escapar una sonrisa torcida.—Ah, por supuesto que puedo tocar

el violín más o menos mal, pero loshijos de los altos lores no se conviertenen músicos itinerantes. Así que meentrené y peleé por mi padre contracualquiera que él quisiera, y habría sido

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feliz si hubiera podido dejar las intrigasy las insidias para mis hermanos. Peromi poder creció y creció y yo no fuicapaz de esconderlo, no entre losnuestros. —Negó con la cabeza—. Porla razón que fuera o porque el Calderome dio suerte, sobreviví. A mi madre lalloré. A los otros… —Sus hombros setensaron—. Mis hermanos no habríantratado de salvarme de un destino comoel tuyo.

Levanté la vista hacia él. Un mundotan brutal, tan duro…, familiares que seasesinaban unos a otros por el poder,por venganza, por desprecio o por afánde control. Tal vez la generosidad deTamlin, su amabilidad, eran una

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reacción contra eso…, tal vez él mehabía visto y descubierto que mirarmeera como mirarse a sí mismo en unaespecie de espejo.

—Lamento lo de vuestra madre —dije, y eso fue lo único que conseguíofrecerle, lo único que él había podidoofrecerme a mí una vez. Me dedicó unabreve sonrisa—. Así que de este modoos convertisteis en alto lord.

—La mayoría de los altos lores seentrenan desde que nacen en modales,leyes y guerras de la corte. Cuandorecayó el título sobre mí, se trató deuna… una transición muy ruda. Muchosde los cortesanos de mi padre se fuerona otras cortes para no tener que aguantar

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que les ladrara una bestia de guerra.Una bestia medio salvaje, me había

llamado Nesta una vez. Me costó muchoesfuerzo no cogerle la mano, noacercarme a él y decirle que lo entendía.Solamente dije:

—Entonces son idiotas. Vos habéismantenido estas tierras protegidas de laplaga, cuando parece que a otros no lesha ido tan bien. Son idiotas —repetí.

Pero la oscuridad relampagueó enlos ojos de Tamlin y dio la impresión deque se le encogían los hombros haciadentro. Antes de que pudiera preguntar,salimos del bosquecillo y nosencontramos frente a un paisaje decolinas y pequeñas elevaciones. A

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bastante distancia había inmortalesenmascarados que trabajaban,preparando lo que parecía una serie dehogueras todavía sin encender.

—¿Qué es eso? —pregunté haciendoun alto.

—Son fogatas, para Calanmai.Faltan dos días.

—¿Y para qué son?—¿La Noche de los Fuegos?Yo negué con la cabeza. No

entendía.—Nosotros, en los reinos humanos,

no celebramos fiestas. No después deque vosotros os fuerais. En algunoslugares está prohibido. Ni siquierarecordamos los nombres de vuestros

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dioses. ¿Qué se celebra en Cala…, en laNoche de los Fuegos?

Él se frotó el cuello.—No es más que una ceremonia de

primavera. Encendemos fogatas y lamagia que creamos nos ayuda aregenerar la tierra para un nuevo año.

—¿Y cómo se crea la magia?—Hay un ritual. Pero es… es muy

de inmortales. —Apretó la mandíbula ysiguió caminando en dirección contrariaa los que preparaban los fuegos—. Talvez veas más inmortales que antes porlos alrededores…, inmortales de estacorte y de otros territorios. Ellostambién pueden cruzar las fronteras esanoche.

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—Pensé que la plaga los habríaasustado.

—Sí…, pero van a venir algunos. Loúnico que tienes que hacer es mantenertealejada de ellos. Vas a estar a salvo enla casa, pero si te encuentras con algunoantes de que encendamos los fuegos alatardecer, dentro de dos días, ignóralo.

—¿Y no estoy invitada a vuestraceremonia?

—No. No. —Cerró las manos ydespués volvió a estirar los dedos una yotra vez, como si tratara de mantener lasgarras bajo control.

Aunque traté de disimular, se mecontrajo un poco el pecho. Caminamosde vuelta en una especie de silencio

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tenso que no habíamos tenido durantesemanas.

Tamlin se puso rígido apenasentramos en los jardines. No por mí onuestra conversación incómoda… Habíasilencio y también esa horrible quietudque en general significaba que andabacerca uno de los inmortales másdesagradables. Mostró los dientes ygruñó en tono bajo.

—Mantente fuera de la vista y, oigaslo que oigas, no salgas. —Después sefue.

Sola, miré a los dos lados delsendero de grava, como una idiota conla boca abierta. Así, al descubierto, sihabía algo ahí, me atraparía con

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seguridad. Tal vez era una vergüenzaque no fuera a ayudar a Tamlin, pero élera un alto lord. Sería solamente unamolestia para él.

Me acababa de esconder detrás deun seto cuando oí a Tamlin y a Lucienque se acercaban. Maldije en voz baja yme quedé inmóvil. Tal vez podríadeslizarme a través de los campos haciael establo. Si algo andaba mal, losestablos no solo me ofrecerían refugio,sino también un caballo para salirhuyendo. Estaba por ir hacia los pastosmás altos, más allá del borde de losjardines, cuando el rugido de Tamlinreverberó en el aire al otro lado delseto.

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Me di la vuelta… justo lo suficientepara espiarlos a través de las hojas.«Mantente fuera de la vista», habíadicho él. Si me movía ahora, sin dudame descubrirían.

—Ya sé qué día es hoy —dijoTamlin, pero no a Lucien. Más bien losdos miraban… la nada. Miraban aalguien que no estaba allí. A alguieninvisible. Habría pensado que meestaban gastando una broma si nohubiera oído una voz baja, sin cuerpo,que les contestaba.

—Tu comportamiento estádespertando mucho interés en la corte —dijo la voz, profunda y sibilante. Tembléa pesar de la tibieza del día—. Ella

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empieza a preguntarse por qué no te daspor vencido. Y por qué murieron cuatronaga no hace mucho.

—Tamlin no es como los otrostontos —ladró Lucien, los hombrosechados hacia atrás, desafiante, másparecido a un guerrero de lo que yo lohubiera visto nunca. Con razón teníatodas esas armas en su habitación—. Siella esperaba cabezas inclinadas, es másestúpida de lo que creía.

La voz siseó y sentí que se mecongelaba la sangre.

—¿Habláis tan mal de ella, que tienevuestro destino en sus manos? Unapalabra y podría destruir estas patéticastierras. No le gustó nada cuando supo

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que habíais matado a sus guerreros. —La voz pareció volverse hacia Tamlin—.Pero como no pasó nada más, decidióignorarlo.

Un gruñido salió de lasprofundidades de la garganta del altolord, pero sus palabras eran tranquilascuando dijo:

—Decidle que me estoy cansando delimpiar la basura que ella arroja dentrode mis fronteras.

La voz soltó una risita. Sonó comoarena que cambia de lugar.

—Ella los suelta como regalos… yrecordatorios de lo que va a pasar si osatrapa tratando de romper los términosde…

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—Tamlin no rompe los términos —siseó Lucien—. Ahora, largo. Yatenemos bastante con todos vosotroscomo enjambres de insectos en lasfronteras…, no necesitamos que tambiénensuciéis nuestra casa. Y marchaos yade la cueva. No es un caminocualquiera, no está hecha para quebasuras como vosotros la atraveséiscada vez que os dé la gana.

Tamlin soltó un gruñido. Estaba deacuerdo.

La cosa invisible volvió a reírse, unsonido horrible, feroz.

—Aunque tengáis un corazón depiedra, Tamlin —dijo, y Tamlin se pusorígido—, hay miedo en él. —La voz se

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convirtió en una especie de canto—. Noos preocupéis, alto lord. —Pronunciósarcásticamente el título nobiliario comosi fuera un chiste—. Muy pronto todo vaa estar tan bien como la lluvia.

—Ojalá ardáis en el infierno —contestó Lucien en lugar de Tamlin, y lacosa volvió a reír; después se oyó unruido de alas de cuero desplegándose,un viento maloliente me golpeó la cara ytodo quedó en silencio.

Un instante más tarde, Tamlin yLucien respiraron profundamente. Yocerré los ojos; también necesitabarespirar, respirar para calmarme, perounas manos enormes me cogieron de loshombros y lancé un grito.

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—Ya se ha ido —dijo Tamlin, y mesoltó. Tuve que hacer un esfuerzo parano recostarme en el seto.

—¿Qué has oído? —quiso saberLucien, que se acercaba cruzando losbrazos sobre el pecho. Dirigí los ojoshacia Tamlin, pero lo encontré tanblanco de ira, ira contra esa cosa, quetuve que volver a mirar a Lucien.

—Nada…, nada que yo entendiera—respondí, y lo decía en serio. Nadatenía sentido. No conseguía dejar detemblar. Algo en esa voz me habíaarrancado todo el calor—. ¿Quién… quéera eso?

Tamlin empezó a caminar y laspiedrecitas del sendero crujieron bajo

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sus botas.—Hay ciertos inmortales que

inspiraron las leyendas de las quevosotros, los humanos, tenéis tantomiedo. Algunos, como ese, son mitosencarnados.

Dentro de esa voz susurrante habíaoído los alaridos de víctimas humanas,la súplica de jóvenes muchachas a lasque habían abierto en dos sobre altaresde sacrificio. Y había oído mencionesde cortes que aparentemente eran muydistintas de la de Tamlin… ¿Era esa la«ella» que había matado a los padres deTamlin? Una alta lady, tal vez, en lugarde un alto lord. Si se tenía en cuenta labrutalidad de los altos fae con sus

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propios familiares, seguramente para susenemigos eran más que pesadillas. Y siiba a haber una guerra entre cortes, y sila plaga ya había debilitado tanto aTamlin…

—Si el attor la ha visto… —dijoLucien, y miró a su alrededor.

—No la ha visto —afirmó Tamlin.—¿Estás seguro de que…?—No la ha visto —gruñó por

encima del hombro. Después me miró, lacara todavía pálida de furia, los labiostensos—. Nos veremos en la cena.

Entendí su reacción como una señalpara que me retirara. Deseaba estardetrás de la puerta de mi dormitorio,cerrada con llave, así que volví a la

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casa, preguntándome quién sería esa«ella» para poner tan nerviosos a Lucieny a Tamlin y tener a esa cosa comomensajero.

La brisa de la primavera me susurróque no me convenía saberlo.

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CAPÍTULO

20

Después de una tensa cena en la queTamlin casi no nos dirigió la palabra (nia Lucien ni a mí), encendí todas las

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velas de mi habitación para dispersarlas sombras.

Al día siguiente no salí, y cuando mesenté a pintar, lo que me salió fue unacriatura gris, alta, delgada como unesqueleto, con orejas de murciélago yenormes alas membranosas. Teníaabierto el hocico en un rugido y se leveían filas y más filas de dientes en elmomento exacto en que saltaba hacia lalucha. Mientras la pintaba, habría juradoque le olía el aliento a carroña, que oíael aire detrás de esas alas susurrandopromesas de muerte.

El producto final fue losuficientemente terrorífico como paraque tuviera que poner la tela al fondo de

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la habitación y me fuera a tratar depersuadir a Alis de que me dejaraayudarla con la preparación de lacomida de la Noche de los Fuegos.Cualquier cosa para evitar salir aljardín, donde tal vez apareciera el attor.

Cuando terminó el día anterior a laNoche de los Fuegos, Calanmai, la habíallamado Tamlin, yo no lo había visto a élni a Lucien en ningún momento. Amedida que la tarde fue convirtiéndoseen crepúsculo, me descubrí otra vez enel lugar donde se cruzaban todos lospasillos de la casa. No vi a ninguno delos sirvientes con máscaras de pájaro.La cocina estaba vacía, no había nipersonal ni nada de la comida que

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habían preparado antes.Se oían tambores a lo lejos…, más

allá del jardín, más allá del parque, enlos bosques que se abrían después detodo eso. Era un ritmo profundo, unritmo que llegaba a gran distancia. Unsolo golpe al que respondían dos, comoun eco. Llamadas.

Me quedé de pie junto a las puertasdel jardín, mirando las tierras mientrasel cielo se teñía de tonos naranja y rojo.A la distancia, sobre las colinas quedescendían hacia los bosques,resplandecían unos pocos fuegos, y lascolumnas de humo negro manchaban elcielo de color rubí. Eran las hoguerasque había visto preparar hacía dos días.

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«No estoy invitada», me recordé. No meinvitaban a la fiesta que hacía que todoslos inmortales de la cocina rieran yparlotearan unos con otros.

Los tambores sonaron con másrapidez, con más fuerza. Aunque mehabía acostumbrado ya al olor de lamagia, me escoció la nariz con superfume metálico, que llegaba conmayor fuerza que nunca. Di un pasoadelante y me detuve en el umbral. Eramejor entrar de nuevo. Detrás de mí, lapuesta de sol manchaba las baldosasblancas y negras del suelo del vestíbulocon un tono mandarina brillante, y misombra alargada parecía latir al ritmode los tambores.

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Hasta el jardín, que generalmentezumbaba con la orquesta de sushabitantes, se había callado paraescuchar los tambores. Sentí unacuerda…, una cuerda atada a misentrañas que me arrastraba hacia esascolinas, que me ordenaba acercarme,que me pedía que escuchara lostambores de los inmortales…

Tal vez lo habría hecho si en esemomento no hubiera aparecido Tamlinpor el pasillo.

No llevaba camisa, tan solo la bandade cuero cruzada sobre el pechomusculoso. La empuñadura de la espadabrillaba dorada bajo el sol que moría, ylas colas de pluma de las flechas

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estaban manchadas de rojo sobre supoderoso hombro. Lo miré de arribaabajo y él me devolvió la mirada. Laencarnación del guerrero.

—¿Adónde vais? —me las arreglépara decir.

—Es Calanmai —dijo él sin mostrarmucho entusiasmo—. Tengo que ir. —Señaló los fuegos y los tambores con elmentón.

—¿A…? —iba a preguntar mirandoel arco que llevaba en la mano. Micorazón semejaba el eco de lostambores que sonaban fuera, y el latidoera cada vez más salvaje.

Sus ojos verdes parecían sombríosdetrás de la máscara de bronce.

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—Como alto lord, tengo que serparte del Gran Rito.

—¿Qué es el Gran…?—Vete a tu habitación —ladró él, y

miró hacia los fuegos—. Cierra laspuertas con llave, pon una trampa, esascosas que siempre estás haciendo.

—¿Por qué? —exigí saber. La vozdel attor se abrió paso como unaserpiente en mi recuerdo. Tamlin habíadicho algo sobre un ritual muy deinmortales… ¿Qué mierda significabaeso? A juzgar por las armas, con todaprobabilidad era brutal y violento,especialmente si la forma de bestia deTamlin no era arma suficiente.

—Haz lo que te digo. —Los

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colmillos empezaron a alargársele en laboca. Mi corazón se lanzó a un galopeenloquecido—. Y no salgas hasta lamañana.

Los tambores sonaban cada vez conmás fuerza; los músculos temblaron enel cuello de Tamlin, como si quedarsede pie en ese lugar fuera muy dolorosopara él.

—¿Vais a una batalla? —susurré, yél soltó una risa y un jadeo. Levantó lamano como si fuera a tocarme el brazo.Pero lo dejó caer antes de que los dedosrozaran la tela de mi túnica.

—Quédate en tu habitación, Feyre.—Pero yo…—Por favor.

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Y antes de que pudiera pedirle quepensara una vez más si no podíallevarme con él, se marchó. Se letensaron los músculos de la espaldacuando bajó la corta escalera, y saliócorriendo al llegar al jardín, tan rápido,tan fuerte como un ciervo. En segundosya no estaba.

Hice lo que él me había ordenado,aunque me di cuenta muy pronto de queme había encerrado en la habitación sinhaber cenado antes. Y con los tamboresrepiqueteando sin cesar y las docenas dehogueras que despertaban en las colinaslejanas, no conseguí dejar de caminar de

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un lado a otro de la habitación, mirandohacia los fuegos que ardían en ladistancia.

«Quédate en tu habitación».Claro, pero había una voz salvaje,

horrenda, que me susurraba algocompletamente distinto entretejido conlos golpes de tambor. «Ve —decía lavoz, y me arrastraba—. Ve a ver».

A las diez ya no pude aguantar más.Me fui en pos de los tambores. Losestablos estaban vacíos, pero en lasúltimas semanas Tamlin me habíaenseñado a cabalgar sin silla, y prontoencontré a mi yegua blanca. No me hizofalta guiarla, ella también seguía lallamada de los tambores. Así subimos a

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la primera colina.En el aire colgaban, espesos, el

humo y el olor de la magia. Escondidadentro de mi capa con capucha vicientos de altos fae, pero no discerní losrasgos de ninguno detrás de lasmáscaras que usaban. ¿De dónde habíansalido…? ¿Dónde vivían si pertenecíana la Corte Primavera y no estaban en lamansión? Cuando trataba de fijar lavista en un rasgo específico, la cara seconvertía en una mancha de color. Eranmucho más sólidos cuando los mirabacon el rabillo del ojo, pero si me dabala vuelta para observarlos de frente,solo encontraba sombras y remolinos decolor.

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Era magia…, algún tipo de hipnosissobre mí, una hipnosis pensada paraimpedirme verlos con claridad, tal comohabían hipnotizado a mi familia. Estabafuriosa, pensaba en volver a la mansión,pero los tambores repetían su eco dentrode mis huesos y la voz salvaje seguíallamándome.

Desmonté de la yegua, pero memantuve cerca de ella mientras me abríapaso en medio de la multitud, mis rasgosclaramente humanos escondidos en lassombras de la capucha. Recé para que elhumo y los olores incontables de losaltos fae y los inmortales fueransuficientes para tapar mi olor a humana,al tiempo que constataba que mis dos

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cuchillos seguían conmigo mientras memovía hacia el centro de la celebración.

Al ritmo de un grupo detamborileros que tocaban junto al fuego,los inmortales caminaban hacia un valleestrecho entre dos colinas cercanas.Dejé la yegua atada a un sicomorosolitario en la cima de un monte bajo ylos seguí, saboreando el latido de lostambores que resonaba a través de latierra y me subía por los pies. Nadie mehabía mirado con extrañeza.

Cuando entré en el valle, estuve apunto de resbalar en la ladera empinada.En un extremo, en el flanco de unacolina, se abría la boca de una cueva. Elexterior estaba adornado con flores,

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ramas y hojas, y distinguí el comienzode un suelo cubierto de pieles en elinterior. Lo que había dentro permanecíafuera de la vista, pero la luz del fuegodanzaba en las paredes de la cueva.

Lo que ocurría dentro de la cueva olo que iba a ocurrir, fuera lo que fuese,era el foco de la atención de todos losinmortales que se alineaban en lassombras a los lados del largo senderoque llevaba hasta ahí. Este zigzagueabaentre las hondonadas que separaban lascolinas, y los altos fae se movíanconstantemente en el lugar en que seencontraban, siguiendo el ritmo de lostambores cuyos golpes me retumbabanen el vientre.

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Los miré balancearse a un lado y aotro, después cambié el peso del cuerpode uno al otro pie.

¿Eso era lo que me habían prohibidocontemplar? Miré el área iluminada porel fuego, tratando de distinguir algo através del velo de la noche y el humo.No descubrí nada interesante y ningunode los inmortales enmascarados meprestó atención. Se quedaron en el lugardonde estaban, a lo largo del sendero, ya medida que pasaban los minutos, habíamás y más de ellos. Fuera lo que fueseel Gran Rito, algo tenía que pasar; deeso no había duda alguna.

Me abrí paso hacia atrás, hacia laloma de la colina, y me quedé al borde

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de una hoguera, cerca de los árboles,mirando a los inmortales. A punto estuvede preguntarle a un inmortal menor quepasó en ese momento —un sirviente conmáscara de pájaro, como Alis— quétipo de ritual era el que iba a empezar,cuando alguien me tomó del brazo e hizoque me diera la vuelta.

Parpadeé frente a los tresdesconocidos, paralizada delante deesas caras agudas, sin máscara. Parecíanaltos fae, pero había algo un pocodiferente en ellos, más altos y másdelgados que Lucien y Tamlin, algo máscruel en esos ojos sin profundidad, esosojos absolutamente negros. Inmortales,sin duda.

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El que me había tomado del brazome sonrió desde arriba y vi los dientespuntiagudos.

—Mujer humana —murmuró,recorriéndome con los ojos de arribaabajo—. Hacía mucho que no veía a unode vosotros.

Traté de liberar mi brazo, pero él mesujetaba el codo con firmeza.

—¿Qué queréis? —dije con la vozfirme y fría.

Los otros dos inmortales mesonrieron, y uno me cogió del otro brazojusto cuando estaba a punto de sacar elcuchillo.

—Algo de diversión para la Nochede los Fuegos —dijo uno de ellos, y

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sacó una mano pálida, extremadamentelarga, para deslizarme hacia atrás unmechón de cabello. Yo retorcí la cabezapara apartarme de esos dedos, pero él semantuvo firme. No hubo reacción deninguno de los inmortales que estabancerca de la hoguera; nadie prestabaatención.

Si pedía auxilio, ¿acudiría alguien aayudarme? ¿Tamlin? No volvería a tenertanta suerte; imaginaba que habíagastado ya mi cuota de eso en elepisodio con los naga.

Sacudí los brazos. La fuerza de losdos inmortales fue en aumento y meresultó imposible sacar los cuchillos.Los tres se me acercaron más y me

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separaron de los demás. Miré a mialrededor, buscando un aliado. En esemomento vi solamente inmortales sinmáscaras. Los tres que me reteníansoltaron una risita, un siseo que merecorrió todo el cuerpo. No me habíadado cuenta de lo lejos que estaba delos demás, de lo mucho que me habíaacercado al borde del bosque.

—Dejadme —dije, con másdeterminación y furia de la que habíaesperado, dado el temblor que meatenazaba las rodillas.

—Esas sí que son palabras valientesde una humana en Calanmai —afirmó elque me sujetaba el brazo izquierdo. Losfuegos no se reflejaban en sus ojos. Era

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como si esa mirada se tragara toda laluz. Pensé en los naga, cuyo aspectohorrible se correspondía con el corazónputrefacto que tenían en el interior. Dealguna forma, estos inmortaleshermosos, etéreos, eran todavía peores—. Cuando haya terminado el ritovamos a pasarlo bien, ¿eh? Unadelicia…, qué delicia encontrar unamujer humana por aquí.

Les mostré los dientes.—¡Soltadme! —grité, en un tono de

voz lo suficientemente alto para que looyeran todos.

Uno de los tres me pasó la mano porel costado, los dedos huesudos meacariciaron las costillas, las caderas.

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Me sacudí y retrocedí, llevándome pordelante al tercero, que deslizaba suslargos dedos por mi pelo y se meacercaba cada vez más. Nadie miraba;nadie se daba cuenta.

—Basta —dije en medio de unjadeo, porque me estaban arrastrandohacia la primera línea de árboles, haciala oscuridad. Los empujé y peleé; ellosse limitaron a sisear. Uno me dio unempujón y me tambaleé y pude soltarme.Iba a caerme y busqué los cuchillos,pero unas manos duras me tomaron porlos hombros antes de que pudierasacarlos, antes de que llegara al suelo.

Eran manos fuertes, tibias y anchas.No eran parecidas a los dedos huesudos

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que me habían explorado antes; los tresinmortales se habían quedadoprofundamente quietos y callados frenteal que me había levantado y me ayudabaa ponerme de pie con amabilidad.

—Ahí estás. Te he estado buscando—dijo una voz masculina, profunda,sensual, que no había oído nunca antes.Pero yo tenía los ojos fijos en los tresinmortales y me preparaba para salircorriendo cuando quienquiera que fueraque tenía detrás, el que acababa desalvarme, se adelantó un poco y me pasóun brazo relajado sobre los hombros.

Los tres inmortales menorespalidecieron, tenían los ojos negros muyabiertos.

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—Gracias por encontrarla —dijo misalvador con suavidad, educado—.Disfrutad del rito. —Las últimaspalabras tenían la aspereza suficientepara poner muy tensos a los otros tres.Sin más comentarios, se alejaron denuevo hacia las hogueras.

Di un paso para liberarme de losbrazos de mi salvador y me di la vueltapara agradecérselo.

De pie frente a mí estaba el hombremás hermoso que había visto en mi vida.

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CAPÍTULO

21

En el desconocido todo irradiaba gracia,sensualidad y fluidez. Alto fae, sin duda.El pelo negro, corto, brillaba como las

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plumas de un cuervo, y destacaba su pielpálida y los ojos tan azules que parecíande color violeta, incluso bajo la luz delfuego. En ese momento brillabandivertidos, mirándome.

Durante un momento no dijimosnada. «Gracias» no parecía sersuficiente para lo que él había hecho pormí, pero algo en la forma en quepermanecía ahí, de pie, perfectamentequieto, en la forma en que la nocheparecía apretarse a su alrededor, mehizo dudar… y desear salir corriendo.

Él tampoco tenía máscara. De otracorte, entonces. Una media sonrisa lejugaba en los labios.

—¿Qué está haciendo una mujer

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mortal en la Noche de los Fuegos? —Lavoz era el ronroneo de un amante y mehizo temblar, porque me acarició todoslos músculos, los huesos y los nervios.

Di un paso atrás.—Me han traído mis amigos.Los tambores estaban acelerando el

tempo y llegando a un clímax que yo nocomprendía. Hacía tanto que no veía unacara descubierta que parecieravagamente humana… Su vestimenta —totalmente negra, refinada— le quedababien ajustada al cuerpo y no ocultaba enabsoluto su perfección. Como si lanoche misma lo hubiese moldeado.

—¿Y quiénes son tus amigos? —Meseguía sonriendo… Un predador que

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contempla su presa.—Dos damas —mentí de nuevo.—¿Nombres? —Se me acercó un

poco mientras metía las manos en losbolsillos. Retrocedí un paso y mantuvela boca cerrada. ¿Acababa de cambiar atres monstruos por algo peor?

Cuando se hizo evidente que no iba acontestarle, soltó una risita.

—De nada —dijo él—. Por salvarte.Sentí su arrogancia y retrocedí otro

paso. Ya estaba más cerca de la hoguera,del valle bajo en el que se reunían losinmortales, tanto que tal vez podríallegar hasta allí si corría. Y tal vezentonces alguien me ayudaría…, tal vezLucien o Alis estaban por allí.

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—Es raro que una mortal sea amigade dos inmortales —musitó él, y empezóa dar vueltas a mi alrededor. Habríajurado que detrás de él se veía unaestela de dedos de noche besada porestrellas—. ¿No sentían terror loshumanos cuando nos veían? Y enrealidad, ¿no se supone que vosotrosdeberíais quedaros al otro lado delmuro?

Su presencia me hacía sentir terror,claro, pero no pensaba decírselo.

—Las conozco de toda la vida.Nunca tuve nada que temer de ellas.

Él dejó de caminar. Y se quedó justoentre la hoguera y yo… y mi ruta deescape.

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—Y sin embargo te han traído alGran Rito y te han abandonado aquí.

—Se han ido a buscar algo paracomer —dije, y su sonrisa se ensanchó.Mi respuesta acababa de dejarme aldescubierto, aunque no sabía por qué.Había visto a los sirvientes llevandocomida, pero tal vez…, tal vez lacomida no estaba en los alrededores.

Él sonrió un segundo más. Nuncahabía visto a alguien tan hermoso… ynunca había sentido tantas señales deadvertencia en mi cabeza por esa razón.

—Lamento decirte que la comidaestá muy muy lejos —dijo élacercándose más—. Tal vez tardenmucho en volver. ¿Puedo escoltarte a

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alguna parte mientras tanto? —Sacó unamano del bolsillo y me ofreció el brazo.

Había hecho huir a los otrosinmortales sin levantar un dedo.

—No —respondí con la lenguapesada, pastosa.

Él movió la mano hacia lostambores.

—Disfruta del rito, entonces. Y tratade no meterte en problemas. —Los ojosle brillaron de una forma que sugeríaque no meterse en problemas significabaquedarse lejos, bien lejos de él.

Aunque tal vez era el mayor de losriesgos que hubiera asumido alguna vez,no pude mantenerme callada:

—Así que no sois de la Corte

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Primavera, ¿verdad?Él se volvió hacia mí, cada uno de

sus movimientos era exquisito y parecíalleno de poder letal. No retrocedímientras me mostraba su sonrisaperezosa.

—¿Parezco alguien de la CortePrimavera? —Sus palabras estabanteñidas de una arrogancia solo posibleen un inmortal. Él se rio entre dientes—.No, no soy parte de la noble CortePrimavera. Y me alegro mucho de eso.—Se señaló la cara con un dedo, comohaciéndome ver que no llevaba máscara.

Debería haberme alejado, deberíahaber cerrado la boca.

—Entonces, ¿por qué estáis aquí?

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Los ojos notables del inmortalparecieron llenarse de brillo…,suficiente filo letal para que yoretrocediera un paso.

—Porque todos los monstruos estánfuera de sus jaulas esta noche, noimporta a qué corte pertenezcan. Por loque tengo permiso para vagar por dondequiera hasta que salga el sol.

Más enigmas, más preguntas quenecesitaban respuesta. Pero ya habíatenido suficiente, especialmente ahoraque su sonrisa se volvió fría y cruel.

—Disfrutad del rito —repetí con eltono más desenfadado que conseguí. Yme fui, lo más rápido que pude, hacia lahondonada, consciente del hecho de que

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le estaba dando la espalda. Qué aliviopoder perderme en la multitud que sereunía en el sendero que iba hacia lacueva esperando ver los preparativos.

Cuando dejé de temblar, miré lascaras reunidas a mi alrededor. Lamayoría llevaba máscara, pero habíaalgunos, como ese desconocido letal ylos tres horribles inmortales, que notenían nada sobre el rostro: eraninmortales sin ningún lugar de origen opertenecían a otras cortes. No sabíadiferenciar esos dos grupos. Mientrasmiraba la multitud, puse los ojos en losde un inmortal enmascarado al otro ladodel sendero. Un ojo era púrpura ybrillaba con tanta intensidad como su

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pelo rojo. El otro era de… sí, de metal.Parpadeé en el mismo momento que él yentonces sus ojos se ensancharon.Desapareció en la nada y un segundodespués alguien me tomó del hombro yme arrancó de la multitud.

—¡¿Has perdido la cabeza?! —megritó Lucien por encima del estruendo delos tambores. Tenía la cara pálida comola de un fantasma—. ¿Qué estáshaciendo aquí?

Ninguno de los inmortales se fijabaen nosotros…, todos miraban conconcentración hacia el sendero, lejos dela cueva.

—Quería… —empecé a decir, peroLucien soltó una violenta maldición.

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—¡Estúpida! —aulló. Después echóuna mirada tras él, hacia el lugar al quemiraban los otros inmortales—. Humanaestúpida. Inútil. —Y sin decir nada másme colocó sobre su hombro como sifuera un saco de patatas.

A pesar de que me retorcía encimade él, a pesar de mis gritos de protesta,a pesar de que le exigí que me llevarahasta el caballo, él se mantuvo firme, ycuando levanté la vista me di cuenta deque Lucien corría…, corría a todavelocidad. A mayor velocidad quecualquier cosa que hubiera vistomoverse. Me hizo sentir tantas náuseasque cerré los ojos. Él no se detuvo hastaque el aire fue más fresco y apacible y

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el ruido de los tambores quedó muylejos.

Me dejó caer en el suelo delvestíbulo de la mansión, y cuando melevanté y dejé de tambalearme descubríque él tenía la cara tan pálida comoantes.

—¡Estúpida mortal! —ladró—. ¿Note ha dicho Tamlin que te quedases en tuhabitación? —Lucien miró por encimade su hombro, hacia las colinas, dondelos tambores sonaban con tanta rapidez ytanta fuerza que parecía una tormenta deverano.

—Eso no ha sido algo…—¡Ni siquiera era la ceremonia! —

Y solamente entonces vi el sudor en su

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cara y el brillo de pánico en los ojos—.Por el Caldero, si Tam te llega aencontrar allí…

—¡¿Qué?! —dije, gritando también.Odiaba sentirme como una niñadesobediente.

—Es el Gran Rito, ¡que me lleve elCaldero! ¿Nadie te ha contado lo quees? —Mi silencio fue respuestasuficiente. Casi podía ver los tamboresque le latían en la piel, llamándolo areunirse con la multitud—. La Noche delos Fuegos señala el comienzo oficial dela primavera… en Prythian y entre losmortales —dijo Lucien. Aunque suspalabras parecían calmadas, mostrabanun leve temblor. Me recosté contra la

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pared del pasillo, obligándome aparecer tranquila, aunque no me sentíaasí—. Aquí, nuestras cosechas dependende la magia que regeneramos en elCalanmai…, esta noche.

Me metí las manos en los bolsillosde los pantalones. Tamlin había dichoalgo parecido hacía dos días. Lucientembló como si se quitara de encimaalgo invisible.

—Lo hacemos mediante el GranRito. Cada uno de los altos lores dePrythian lo hace todos los años porquesu magia proviene de la tierra y vuelve aella al final… Es un intercambio.

—Pero ¿qué es lo que hacen? —pregunté, y él chasqueó la lengua.

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—Esta noche, Tamlin va a permitirque una magia grande y terrible le entreen el cuerpo —respondió Lucien,mirando los fuegos distantes—. Lamagia va a dominarlo completamente, encuerpo y alma, y lo va a convertir en elCazador. Lo va a llenar con un únicopropósito: encontrar a la Doncella. Deesa unión va a salir la magia y va apasar a la tierra, a regenerar la vidadurante el año que empieza.

Una oleada de calor me subió a lacara y luché contra un impulso terribleque me exigía que me retorciera lasmanos.

—Esta noche, Tamlin no va a ser elinmortal que tú conoces —dijo Lucien

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—. Esta noche no va a recordar ni supropio nombre. La magia se va a tragartodo lo que hay en él excepto esa únicaorden…, esa necesidad.

—¿Quién… quién es la Doncella?—conseguí decir.

Lucien resopló.—Nadie lo sabe hasta que llega el

momento. Después de que Tam cace alciervo blanco y lo mate en sacrificio, vaa acudir a esa cueva sagrada, dondeencontrará un sendero bordeado dehembras inmortales que esperan que éllas elija como pareja esta noche.

—¿Qué? —Lucien se rio.—Sí…, todas las inmortales

femeninas que has visto eran hembras

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para que Tamlin eligiera. Es un honor, ylos que eligen son sus instintos.

—Pero vos estabais ahí…, ytambién otros inmortales masculinos. —Tanto me ardía la cara que empecé asudar. Esa era la razón por la que esostres inmortales horribles estaban ahí…,como si pensaran que, a juzgar por mipresencia en el lugar, yo sería feliz siformaba parte de sus planes dediversión.

—Ah. —Lucien volvió a reírse—.Bueno, Tam no es el único que va arealizar el rito esta noche. Una vez queél elija, podemos unirnos nosotrostambién. Aunque no es el Gran Rito,nuestros juegos también van a ayudar a

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estas tierras. —Se volvió a sacar deencima esa mano invisible por segundavez y sus ojos cayeron sobre las colinaslejanas—. Tienes suerte de que te hayaencontrado yo —dijo—. Porque él tehabría olido y te habría reclamado, perono habría sido Tamlin el que te llevara aesa cueva. —Sus ojos se encontraroncon los míos y sentí un escalofrío—. Yno pienses que te hubiera gustado. Estanoche no es para hacer el amor.

Yo me tragué las náuseas.—Tengo que irme —dijo Lucien

mirando a las colinas—. Necesitovolver antes de que él llegue a la cueva,para tratar de controlarlo cuando tehuela y no te encuentre entre la multitud.

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Se me revolvió el estómago… Laidea de Tamlin como mi violador, esamagia capaz de arrancar de uno todosentido del yo, de la diferencia entre locorrecto y lo incorrecto. Pero oír eso…,saber que una parte salvaje de él medeseaba a mí… Me costaba respirar.

—Quédate en tu habitación, Feyre—dijo Lucien mientras se dirigía hacialas puertas del jardín—. No importaquién llame a la puerta. Mantenlacerrada. No salgas hasta que llegue lamañana.

En algún momento llegué a dormitarsentada frente a mi cómoda. Me desperté

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tan pronto como dejaron de sonar lostambores. Un silencio escalofriantellenó la casa y se me erizó el vello delos brazos cuando la magia pasó enoleadas junto a mí.

Aunque traté de no hacerlo, pensé enla fuente probable de esa magia y mesonrojé mientras se me encogía elpecho. Miré la hora. Eran más de lasdos de la madrugada.

Bueno, él se había tomado su tiempopara el ritual, sin duda, lo cualsignificaba que la chica seguramente erahermosa y encantadora y había llamadoa sus instintos.

Me pregunté si ella se habríaalegrado de ser la elegida. Suponía que

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sí. Sin duda había ido a la colina porvoluntad propia. Y después de todo,Tamlin era un alto fae y era un granhonor ser su pareja. Y Tamlin era muyatractivo, eso pensaba yo. Terriblementeatractivo. Aunque no podía verle laparte superior de la cara, sí veía susojos hermosos y su boca llena. Y elcuerpo, el cuerpo era… era… Hice unruido con los labios y me puse de pie.

Miré la puerta y la trampa que habíaplantado frente a ella. Qué absurdo, quéabsurdo…, como si esos pedazos decuerda y madera pudieran protegerme delos demonios de la tierra de Tamlin.

Necesitaba hacer algo con lasmanos, y por eso desmonté el lazo.

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Después destrabé la puerta y salí alpasillo. Qué fiesta tan ridícula. Absurda.Era bueno que los humanos hubierandejado de lado esos festejos.

Fui hasta la cocina vacía, me traguémedia hogaza de pan, una manzana, unaporción de tarta de limón. Mordisqueabauna galleta de chocolate mientrascaminaba hacia mi pequeño estudio depintura. Necesitaba sacarme de la mentealgunas de las imágenes furiosas que lapoblaban, aunque tuviera que pintar a laluz de las velas.

Iba a girar por el pasillo cuandoapareció frente a mí una figuramasculina muy alta. La luz de la luna queentraba por la ventana abierta daba un

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resplandor argénteo a la máscara ybrillaba con fuerza sobre el pelo rubio,suelto y coronado de hojas de laurel.

—¿Vas a alguna parte? —preguntóTamlin. La voz no parecía del todo deeste mundo.

Contuve un escalofrío.—Tenía un poco de hambre —dije, y

de pronto, mientras me acercaba a él, mesentí extremadamente consciente detodos mis movimientos, de mirespiración.

El pecho desnudo de Tamlinmostraba unos remolinos de pintura azuloscura que delataban los lugares dondelo habían tocado. Traté de obviar quelos manoseos bajaban más allá de su

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abdomen musculoso.Estaba a punto de pasar a su lado

cuando él me atrapó, con tanta rapidezque no vi nada hasta que me retuvocontra una pared. Se me cayó la galletaen el momento en que me cogió de lasmuñecas.

—Te he olido —jadeó. El pechopintado subía y bajaba muy cerca delmío—. Te he buscado y no estabas ahí.

Olía a magia. Cuando miré dentro desus ojos vi restos de poder en ellos.Ninguna amabilidad, nada del humorácido y las conversaciones amistosas. ElTamlin que yo conocía ya no estaba allí.

—Suéltame —dije tutéandolo, con lavoz más firme que conseguí poner, pero

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las garras me sostenían con firmeza y sehundían en la madera detrás de mismanos. Todavía inundado de magia,parecía medio salvaje en ese momento.

—Me vuelves loco —gruñó, y elsonido me golpeó en el cuello y sobrelos pechos hasta que me dolieron—. Tehe buscado y no estabas ahí. Cuando note he encontrado —dijo, acercando lacara a la mía hasta que compartimos elmismo aire—, la magia me ha hechoelegir a otra.

Yo no podía escapar. Y no estabatotalmente segura de querer hacerlo.

—Me ha pedido que no fuera amablecon ella —se burló, los dientesbrillantes bajo la luz de la luna. Acercó

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los labios a mi oído—. Contigo lohabría sido. —Temblé mientras cerrabalos ojos. Se me tensó todo el cuerpocuando esas palabras lo atravesaroncomo un eco—. Habría hecho quegimieras mi nombre todo el tiempo. Yme habría tomado mucho mucho tiempopara hacerlo, Feyre. —Dijo mi nombrecomo una caricia, y su aliento calienteme hizo cosquillas en la oreja. Se mearqueó la espalda.

Me soltó las muñecas y se meaflojaron las rodillas. Me aferré a lapared para no caer al suelo, para notener que aferrarme a él…, para nogolpearlo o acariciarlo, no estaba segurade cuál de las dos cosas. Abrí los ojos.

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Él seguía sonriendo, sonriendo como unanimal.

—¿Por qué voy a querer lo que ya esde otra? —dije, y empecé a empujarlo.Él me tomó la mano de nuevo y memordió el cuello.

Grité cuando sus dientes se mehundieron en el lugar donde el cuello seencuentra con el hombro. No conseguíamoverme, no conseguía pensar, y mimundo se redujo a la sensación de esoslabios y esos dientes contra la piel. Nome desgarró, más bien mordía paramantenerme en mi lugar. La fuerza de sucuerpo contra el mío, lo duro y loblando, me hacían verlo todo de colorrojo, me hacían ver relámpagos, me

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hacían frotar las caderas contra lassuyas. Hubiera debido odiarlo, odiarlopor ese ritual estúpido, por la hembracon la que había estado esa noche… Elmordisco se hizo más suave y con lalengua acarició las marcas que habíandejado los dientes. Tamlin no se movió,se quedó exactamente en el mismo lugar,besándome el cuello. Un beso intenso,terrible, territorial. El calor me latíaentre las piernas, y en cuanto él apretó elcuerpo contra mí, contra todos lospuntos que me dolían, se me escapó ungemido.

Se apartó de mí con violencia. Elaire era frío, afilado contra la piel aldescubierto, y jadeé cuando me clavó la

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mirada.—Nunca vuelvas a desobedecerme

—dijo. Su voz era un ronroneo profundoque rebotó dentro de mí, despertándolotodo y acunándolo, haciéndolocómplice.

Después volví a pensar en laspalabras que me había dicho y meenderecé. Me sonrió de esa formasalvaje y entonces lo abofeteé.

—No me digas qué puedo o no hacer—repliqué jadeando; la palma de lamano me dolía—. Y no me muerdascomo una bestia rabiosa.

Soltó una risita amarga. La luz de laluna convirtió sus ojos en el color de lashojas de los árboles a la sombra. Pero…

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yo deseaba la dureza de ese cuerpoapretada contra mí; deseaba esa boca yesos dientes y esa lengua sobre mi pieldesnuda, sobre mis pechos, entre mispiernas. En todas partes…, lo deseabaen todas partes. Me estaba ahogando enesa necesidad.

Su nariz se movió en el aire cuandome olió, y olió cada pensamientoardiente, rabioso, que me latía en elcuerpo, en los sentidos. El aliento salióde su cuerpo en un suspiro enorme.

Gruñó una vez, un sonido bajo yfrustrado, horrible, antes de alejarsedando grandes pasos hacia la oscuridad.

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CAPÍTULO

22

Me desperté cuando el sol estaba muyalto en el cielo, después de retorcerme ydar vueltas toda la noche, llena de dolor.

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Los sirvientes dormían tras la nochede celebración, así que tomé un bañolargo, tranquilo. Traté de olvidar lasensación de los labios de Tamlin en elcuello. Tenía un moretón enorme dondeél me había mordido. Después debañarme, me vestí y me senté frente alespejo para hacerme unas trenzas.

Abrí los cajones de la cómodabuscando una chalina o algo para cubrirla piel amoratada que asomaba porencima de la túnica azul, pero despuésme detuve bruscamente y me miré alespejo. Él había actuado como un brutoy un salvaje, y si esa mañana habíavuelto a dejarse llevar por su sentidocomún, ver lo que había hecho sería un

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pequeño castigo.Suspiré, desabotoné el cuello de la

túnica y me acomodé algunos mechonesde mi pelo rubio castaño detrás de lasorejas para que no ocultaran el moretón.Había cruzado un límite, estaba más alláde cualquier deseo de esconderme.

Canturreando para mí misma ybalanceando los brazos, bajé por laescalera y seguí los olores hasta elcomedor, donde sabía que se servía elalmuerzo para Tamlin y Lucien. Cuandoabrí las puertas con un gesto brusco, losdescubrí despatarrados sobre la silla.Podría haber jurado que Lucien se habíadormido con el tenedor en la mano.

—Buenas tardes —saludé con

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alegría, dedicando una sonrisa artificialal alto lord.

Él parpadeó, mirándome, y los dosinmortales murmuraron unos saludosmientras me sentaba frente a Lucien y nofrente a Tamlin, como hacía siempre.

Bebí un largo trago de mi copa deagua y después me serví comida en elplato. Saboreé el tenso silencio cuandoterminaba de comer lo que tenía frente amí.

—Pareces… recuperada —dijoLucien echando una mirada a Tamlin. Yome encogí de hombros—. ¿Has dormidobien?

—Como un bebé. —Le sonreí ytomé otro bocado, y sentí que los ojos

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de Lucien viajaban de forma inexorablehacia mi cuello.

—¿Qué es ese golpe? —quiso saber.Yo señalé a Tamlin con el tenedor.

—Preguntádselo a él. Él me lo hizo.La mirada de Lucien pasó de Tamlin

a mí y después volvió a hacerlo ensentido inverso.

—¿Por qué le hiciste un moretón enel cuello a Feyre? —preguntó con untono verdaderamente divertido.

—La mordí —dijo Tamlin sin dejarde cortar la carne—. Nos encontramosen el pasillo después del rito.

Me enderecé en la silla.—Diría que esta humana tiene el

deseo de morir —dijo él mientras seguía

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cortando. Las garras estaban escondidas,pero le tensaban la piel sobre losnudillos. Se me cerró la garganta. Ah,qué furioso estaba…, furioso por miestupidez, porque yo había abandonadomi habitación, y sin embargo se lasarreglaba para mantener la rabiacontenida, bien contenida—. Si Feyre noconsigue obedecer las órdenes que ledoy, no soy responsable de lasconsecuencias.

—¿Responsable? —estallé yo,poniendo las manos sobre la mesa—.¡Me acorralaste en el pasillo como haríaun lobo con un conejo!

Lucien puso un codo sobre la mesa yse cubrió la boca con la mano; tenía el

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ojo púrpura muy brillante.—Aunque tal vez no haya sido yo.

Lucien y yo, los dos, te dijimos que tequedaras en tu habitación —dijo Tamlincon tanta calma que tuve ganas detirarme del pelo.

No pude evitarlo. Ni siquiera tratéde luchar contra la furia roja que medominaba los sentidos.

—¡Eres un cerdo, inmortal! —grité,y Lucien aulló y casi se cayó de la silla.Cuando vi la sonrisa y oí el gruñido deTamlin, me fui de la habitación.

Me llevó un par de horas pintarretratitos de Tamlin y Lucien con rasgosde cerdo. Pero cuando terminé el último—«Dos cerdos inmortales que se

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revuelcan en su propia mierda», iba aser el título—, sonreí en la luz clara,brillante, de mi estudio privado. ElTamlin que yo conocía estaba de vuelta.

Y eso me hacía… feliz.

Nos pedimos disculpas a la hora de lacena.

Él me trajo un ramo de rosas blancasde la rosaleda de sus padres, y aunqueyo traté de mostrar cierta indiferencia,cuando volví a la habitación me aseguréde que Alis las cuidara bien. Ella selimitó a asentir, tensa, con la cabezaladeada, antes de prometerme que laspondría en el estudio. Y me dormí con

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una sonrisa en los labios.Por primera vez en mucho mucho

tiempo, dormí en paz.

—No sé si alegrarme o preocuparme —dijo Alis a la noche siguiente mientrasme deslizaba sobre los brazos la enaguadorada que iba debajo de la túnica.

Sonreí un poquito, maravillándomepor las intrincadas puntillas metálicasque me colgaban de los brazos y el torsocomo una segunda piel, antes de caer,sueltas, hasta la alfombra.

—Es un vestido, nada más —dije, ylevanté los brazos de nuevo mientrasella me traía la túnica turquesa que me

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pondría por encima. Era muy fina, losuficiente para que se viera el orobrillante por debajo. Era leve y airosa,llena de movimiento, como si flotarasobre una corriente invisible.

Alis soltó una risita como para símisma y me guio hasta el espejo de lacómoda, donde se puso a trabajar unrato en el peinado. No tuve el valor demirarme mientras ella daba vueltas a mialrededor.

—¿Eso quiere decir que vais a usarvestidos de ahora en adelante? —preguntó ella mientras separabamechones de mi pelo para las maravillasque le estaba haciendo, fueran las quefuesen.

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—No —respondí con rapidez—.Quiero decir… de día me voy a poner lode siempre, pero pensé que estaría biensi… pruebo uno por lo menos estanoche.

—Ya veo. Suerte que no estáisperdiendo del todo vuestro sentidocomún.

Torcí la boca hacia un costado.—¿Quién te enseñó a peinar así?—Mi hermana…, y mi madre, y su

madre antes que ella.—¿Siempre has vivido en la Corte

Primavera?—No —respondió, y me recogió el

pelo con sutileza—. No, éramos de laCorte Verano, en realidad…, y ahí

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siguen viviendo los míos.—¿Y cómo terminaste aquí?Alis me miró a los ojos en el espejo,

con los labios como una línea tensa.—Decidí venir aquí…, y los míos

creyeron que estaba loca. Pero habíanmatado a mi hermana y a su pareja, y encuanto a los hijos… —Tosió como si seahogara con las palabras—. Vine aquípara hacer lo que pudiera. —Me dio unapalmada en el hombro—. Mirad.

Y entonces me atreví a mirar mireflejo en el espejo.

Salí de la habitación a todavelocidad para no perder el valor.

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Cuando bajé al comedor, tuve quemantener las manos cerradas a loscostados para no ensuciar con el sudorde las palmas las faldas del vestido.Pensé de inmediato en volver arribacorriendo y ponerme pantalones y unatúnica. Pero sabía que ya me habíanoído, o tal vez olido o detectado mipresencia con esos sentidos tansensibles que tenían, fueran los quefuesen; y como una huida soloempeoraría las cosas, encontré la fuerzasuficiente para empujar la puerta doble.

La charla que estaban teniendoTamlin y Lucien, fuera la que fuese, se

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detuvo en seco, y traté de no mirar losojos abiertos como platos en las carasde los dos mientras caminaba hasta milugar de siempre, en el extremo de lamesa.

—Bueno, debo irme ya o llegarétarde para algo terriblemente importante—dijo Lucien, y antes de que yo pudierallamarlo y decirle que eso era unamentira obvia o rogarle que se quedara,el inmortal con máscara de zorrodesapareció en el pasillo.

Sentí todo el peso de la atenciónconcentrada que Tamlin ponía en mí…,en cada inspiración, en cada movimientoque yo hacía. Estudié los candelabrossobre la repisa junto a la mesa. No tenía

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nada que decir que no fuera absurdo, ysin embargo, por alguna razón, mislabios decidieron moverse.

—Estás tan lejos. —Hice un gestocomo abarcando el largo de la mesa quenos separaba—. Es como si estuvierasen otra habitación.

Una gran parte de la mesadesapareció y Tamlin quedó a menos dedos metros de mí, sentados a una mesainfinitamente más íntima. Jadeé y casime caí de la silla. Él se rio cuando mequedé mirando aquel sorprendentecambio.

—¿Mejor así? —preguntó.Ignoré el olor metálico de la magia y

dije:

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—¿Cómo… cómo se hace eso?¿Adónde ha ido a parar la mesa?

Él inclinó la cabeza.—Está entre nosotros. Piénsalo,

como un armario para las escobasubicado entre nuestros mundos. —Flexionó las manos e hizo girar elcuello, como si intentara aliviar undolor.

—¿Cansa? —El sudor parecíabrotarle del cuello.

Dejó de flexionar las manos y apoyólas palmas sobre la mesa.

—En otro tiempo era tan fácil comorespirar. Pero ahora…, ahora requiereconcentración.

Por la plaga de Prythian; por todo lo

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que pesaba sobre él.—Podrías haberte levantado y

sentado más cerca, con eso bastaba —dije.

Tamlin me miró con una sonrisaperezosa.

—¿Y perderme la oportunidad dealardear frente a una mujer hermosa?Nunca. —Sonreí mirando mi plato—. Esque estás realmente preciosa —insistióél con calma—. Lo digo en serio —agregó cuando hice una mueca con laboca—. ¿Te has mirado en el espejo?

Aunque el moretón todavía meafeaba el cuello, era cierto que teníabuen aspecto. Femenino. No hubierallegado al extremo de llamarme una

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belleza, pero… no me había parecidohorrible. Unos meses en ese lugar habíanhecho maravillas: me habían cambiadolos rasgos afilados, desagradables, de lacara. Me atrevería a decir que tambiénme había subido cierto tipo de luz a losojos…, mis ojos, no los de mamá, no losde Nesta. Los míos.

—Gracias —respondí, y me sentíagradecida por no tener que decirninguna otra cosa mientras él me servíay después se servía a sí mismo. Cuandotuve el estómago lleno, me atreví avolver a mirarlo, a mirarlopausadamente.

Tamlin se reclinó hacia atrás en lasilla, pero sus hombros estaban tensos,

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su boca era una línea estrecha. Hacíadías que no había tenido que acudir a lafrontera; no había vuelto agotado ycubierto de sangre desde la Noche delos Fuegos. Y sin embargo… habíallorado por el inmortal sin nombre de laCorte Verano, el de las alas arrancadas.¿Qué dolor, qué peso soportaba por losque había perdido en el conflicto, fueranquienes fuesen los que habían muerto enla plaga o en los ataques en lasfronteras? Alto lord, un puesto que nohabía querido ni esperado… y que, sinembargo, se había visto obligado aacarrear el peso que iba con él de lamejor manera posible.

—Ven —dije, y me levanté de la

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silla y le cogí la mano. Los callos de supalma rozaron los míos, pero los dedosse le tensaron cuando levantó la vista yme miró—. Tengo algo para ti.

—Para mí —repitió él con cuidadomientras se levantaba. Lo saqué delcomedor. Cuando le iba a soltar lamano, él no liberó la mía. Eso fuesuficiente para que yo caminara muydeprisa, como si pudiera correr más quemi corazón desatado por la merapresencia de ese inmortal a mi lado. Lollevé pasillo tras pasillo hasta quellegamos a mi pequeño estudio depintura, y entonces, por último, me soltóla mano mientras yo buscaba la llave. Elaire frío me mordió la piel cuando ya no

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tuve el calor de la suya envolviéndome.—Sabía que le habías pedido una

llave a Alis, pero no pensé querealmente cerraras la puerta con ella —dijo a mi espalda.

Lo miré con intensidad por encimadel hombro mientras empujaba la puerta.

—Todo el mundo espía en esta casa.Yo no quería que tú o Lucien entraseisaquí hasta que yo estuviese lista.

Di un paso en la habitación oscura yme aclaré la garganta, una petición sinpalabras para que él encendiera lasvelas. Le llevó más tiempo que antes, yme pregunté si acortar la mesa lo habíaagotado más de lo que demostraba. Elsuriel había dicho que los altos lores

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eran el poder, así que… algo tenía queestar verdadera y terriblemente mal si lecostaba tanto recuperarse. La estancia seiluminó de forma gradual, aparté de mimente esa preocupación y seguí adelantepor la habitación. Respiré hondo e hiceun gesto hacia el caballete y la pinturaque había colocado ahí. Esperaba que élno viera las que había apoyado contralas paredes.

Giró sobre sus pies, mirando a sualrededor.

—Sé que son raras —le advertí, conlas palmas de mis manos de nuevosudorosas. Me las puse detrás de laespalda—. Y sé que no se acercansiquiera…, que no son tan buenas como

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las que tienes en la galería, pero… —Me acerqué a la pintura que estabasobre el caballete. Era una impresión,no una copia de la realidad—. Queríaque vieras esta —dije, y señalé lamancha de verde, oro, plata y azul—. Espara ti. Un regalo. Por todo lo quehiciste.

El calor me subió a las mejillas, elcuello, las orejas, mientras él seacercaba en silencio al lienzo.

—Es el bosque…, con la laguna deluz de las estrellas —expliqué conrapidez.

—Sé lo que es —murmuró él,estudiando la pintura. Retrocedí un paso,incapaz de tolerar la tensión que

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significaba verlo mirándola, deseandono haberlo llevado, culpando al vinoque había tomado en la cena, al estúpidovestido. Él la examinó durante unaeternidad, después puso los ojos en laprimera pintura que estaba contra lapared.

Se me encogió el estómago. Unpaisaje perezoso de nieve y árbolescomo esqueletos y nada más. Paracualquiera que no fuera yo, era… era lanada, suponía. Abrí la boca paraexplicárselo, deseando haber dado lavuelta a los cuadros hacia la pared, peroél empezó a hablar.

—Ese era tu bosque. Donde cazabas.—Se acercó al lienzo mirando el frío

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deprimente, vacío, el blanco y el gris, elmarrón y el negro.

»Esa era tu vida —afirmó él.Yo me sentía demasiado mortificada,

demasiado asombrada para contestar.Caminó hasta la pintura siguiente en lapared. Oscuridad y marrón denso, pecasde rubí y naranja que se apretaban sobreél.

—Tu choza de noche.Traté de moverme, de decirle que

dejara de mirar esas y mirara las otrasque había preparado, pero no pude…,no podía siquiera respirar con facilidadmientras él miraba y seguía mirando. Lasiguiente pintura: una mano masculina,ruda, tostada, convertida en puño sobre

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el heno, las briznas pálidas, entrelazadascon mechones marrones y dorados…, micabello. Se me revolvió el estómago.

—El hombre que veías… en laaldea. —Inclinó la cabeza de nuevo yestudió el cuadro y dejó escapar ungruñido bajo—. Mientras hacíais elamor. —Dio un paso atrás y miró lahilera de pinturas—. Esta es la únicaque tiene algo de brillo.

¿Eran… celos?—Era el único alivio que yo tenía.

—La verdad, no pensaba disculparmepor Isaac. No cuando Tamlin acababa dellevar a cabo el Gran Rito. No lorecriminaba por eso, pero si él pensabasentir celos de Isaac…

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Seguramente Tamlin se dio cuenta,porque contuvo la respiración una vez ydespués soltó un suspiro largo,controlado, antes de moverse hacia elcuadro siguiente. Altas sombras dehombres, gotas rojas que les caían delos puños, de los mazos de madera,hombres que se mostraban amenazantesy llenaban los bordes de la pinturamientras se inclinaban sobre la figuraencogida en el suelo, la figura cubiertade sangre, la pierna doblada en unángulo imposible.

Tamlin soltó una maldición.—Estabas ahí cuando le destrozaron

la pierna a tu padre.—Alguien tenía que pedirles piedad.

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Tamlin dirigió la mirada en midirección, la mirada de alguien queentiende, y se volvió para mirar el restode las pinturas. Ahí estaban todas lasheridas que había estado lamiéndomepoco a poco en esos últimos meses.Parpadeé. Unos pocos meses. ¿Acaso mifamilia creía que iba a quedarme parasiempre con esa tía que supuestamentese estaba muriendo?

Por último, Tamlin miró la pinturadel bosque y la laguna de la luz de lasestrellas. Hizo un gesto con la cabeza: legustaba. Pero señaló la pintura de losbosques cubiertos de nieve.

—Esa. Quiero esa.—Es fría y melancólica —protesté,

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escondiendo mi mueca—. No va coneste lugar. En absoluto.

Se acercó a la pintura y la sonrisaque me dedicó fue más hermosa quecualquier colina encantada o laguna deluz de las estrellas.

—La quiero de todos modos —insistió con suavidad.

Nunca había deseado nada tantocomo deseaba sacarle la máscara ycontemplar el rostro que había debajo,descubrir si tenía que ver con lo que yohabía soñado.

—Dime si hay alguna forma deayudarte —dije agitada—. Con lasmáscaras, con la amenaza que se llevótanto poder, sea la que sea. Dime…

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dime lo que puedo hacer para ayudarte.—¿Una humana quiere ayudar a un

inmortal?—No me provoques —le advertí—.

Por favor…, dime…—No hay nada que yo quiera que

hagas, nada que puedas hacer… Ni tú ninadie. La carga es mía; yo tengo quellevarla.

—No tienes que…—Sí. Lo tengo que afrontar, que

aguantar, Feyre…, tú no lo resistirías.—¿Así que tengo que vivir aquí para

siempre sin saber la profundidad, elalcance, de lo que está pasando? Si noquieres que entienda lo que ocurre…,¿preferirías…? —Tragué saliva—.

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¿Prefieres que busque otro lugar dondevivir? ¿Un lugar donde yo no sea unadistracción?

—¿No te enseñó nada Calanmai?—Solo que la magia te convierte en

un bruto.Él se rio aunque la risa no era

totalmente divertida. Cuando me quedécallada, suspiró.

—No, no quiero que vivas en otraparte. Te quiero aquí, donde puedocuidarte…, donde puedo volver a casa ysaber que estás aquí, pintando, segura.

Yo no conseguía desviar la vista desus ojos.

—Al principio pensé en mandartelejos —murmuró—. Parte de mí todavía

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cree que debería haberte buscado otrolugar para vivir. Pero tal vez fui egoísta.Aun cuando dejaste tan claro queestabas más interesada en ignorar eltratado o encontrar una forma de escapara tus obligaciones, no fui capaz dedejarte ir…, de encontrar un lugar enPrythian donde estuvieras lo bastantecómoda como para que no intentarashuir.

—¿Por qué?Levantó la pequeña pintura del

bosque congelado y la examinó denuevo.

—He tenido muchas amantes —admitió—. Hembras de alta cuna,guerreras, princesas… —La rabia me

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golpeó con fuerza, muy dentro en lasentrañas, cuando pensé en ellas…, rabiacontra sus títulos, su hermosura, queestoy segura de que tenían, su cercaníacon él—. Pero ellas nunca entendieronlo que era para mí, lo que era enrealidad ocuparme de mi pueblo, de mistierras. Las heridas que siguen ahí, loque son los días malos. —Mis celosfuriosos desaparecieron como el rocíode la mañana cuando él sonrió frente ami pintura—. Esto me recuerda eso.

—¿El qué? —jadeé.Bajó la pintura y me miró directo a

los ojos.—Que no estoy solo.Esa noche no cerré con llave la

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puerta de mi dormitorio.

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CAPÍTULO

23

La tarde siguiente, estaba acostada bocaarriba en la hierba, saboreando latibieza de la luz del sol que se filtraba a

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través de las hojas de las copas ypensando cómo iba a plasmarla en mipróxima pintura. Lucien dijo que teníaobligaciones miserables que llevar acabo como emisario y nos dejó a los dossolos, y el alto lord me llevó a otrolugar hermoso de su bosque encantado.

Pero ahí no había hechizos, ningunalaguna de luz de las estrellas, ningunacascada llena de arco iris. Erasolamente una colina cubierta de hierbay árboles, vigilada por un sauce yrecorrida por un arroyo de aguas claras.Nos sumimos los dos en un silenciocómodo y miré a Tamlin, que dormitabaa mi lado. El cabello rubio y la máscarabrillaban contra la alfombra de color

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esmeralda. El arco delicado de susorejas puntiagudas me quitaba larespiración.

Abrió un ojo y me miró con pereza.—La canción de ese sauce siempre

me hace dormir.—¿La qué de qué? —dije,

levantándome sobre los codos paramirar el árbol por encima de nosotros.

Tamlin señaló el sauce. Las ramassuspiraban en la brisa.

—Canta.—Y supongo que canta versos de

guerra, ¿no?Él sonrió y se sentó, volviéndose

para mirarme.—Eres humana —dijo, y yo puse los

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ojos en blanco—. Tus sentidos todavíaestán sellados, separados de todo.

Hice una mueca.—Otro de mis defectos. —Pero de

alguna forma, la palabra «defectos»había dejado de molestarme.

Él me sacó una brizna de hierba delcabello. El calor me subió a la caracuando sus dedos me rozaron la mejilla.

—Yo podría hacer que lo vieras —dijo. Los dedos de Tamlin seentretuvieron un poco al final de mitrenza jugueteando con ella—. Podríahacer que vieras mi mundo…, que looyeras, que lo olieras. —Se me cortó larespiración cuando se inclinó hacia mí—. Que le encontraras el gusto. —Sus

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ojos brillantes se detuvieron un instantesobre el moretón que todavía tenía en elcuello.

—¿Cómo? —pregunté. El calor meinundó cuando se puso en cuclillasfrente a mí.

—Todo regalo tiene un precio. —Fruncí el entrecejo y él sonrió—: Unbeso.

—¡No! —Pero la sangre me corriócon fuerza por el cuerpo y tuve queapretar las manos en la hierba para notocarlo—. ¿No crees que estoy endesventaja porque no veo todo eso?

—Yo soy uno de los altos fae…Nunca entregamos nada sin recibir algoa cambio.

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Para mi propia sorpresa, dije:—De acuerdo.Él parpadeó; probablemente

esperaba que me defendiera un pocomás. Disimulé mi sonrisa y me sentéfrente a él, mis rodillas pegadas a lassuyas, las piernas apoyadas en la hierba.Me lamí los labios, el corazón mealeteaba con tanta rapidez que meparecía tener un colibrí dentro delpecho.

—Cierra los ojos —dijo, y loobedecí, los dedos apretados contra elsuelo. Los pájaros charlaban unos conotros y las ramas del sauce suspirabancon fuerza. La hierba crujió cuandoTamlin también se puso de rodillas. Yo

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me encogí cuando él me rozó uno de lospárpados con los labios, después elotro. Entonces se alejó y me quedé sinaire; sentía sus besos suspendidostodavía sobre la piel.

El canto de los pájaros se convirtióen orquesta, en una sinfonía de alegría yde sonidos. Nunca había oído tantosniveles simultáneos de música, nuncahabía oído tales variaciones, tantostemas entretejidos en arpegios. Y másallá había una melodía etérea, una mujermelancólica y agotada…: el alma delsauce. Jadeé y abrí los ojos.

El mundo se había aclarado,enriquecido. El arroyo era un arco irisde agua casi invisible que fluía sobre las

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piedras, invitador, tan suave como laseda. Los árboles estaban revestidos deun brillo leve que irradiaba desde elcentro y danzaba entre las hojas. Nohabía nada de olor metálico: no, el olorde la magia se había convertido en algocomo el perfume del jazmín, como laslilas, como las rosas. Nunca sería capazde pintar aquello, la riqueza, lasensación… Tal vez algunas partes, perono todo.

Magia… Todo era mágico; todo merompía el corazón. Miré a Tamlin y micorazón se rompió del todo.

Era Tamlin… y no lo era. Más bienera el Tamlin que había soñado. La pielle ardía en un brillo dorado, y alrededor

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de la cabeza centelleaba un círculo deluz solar. Y los ojos…

No eran solamente verdes y dorados,sino de todas las tonalidades yvariaciones imaginables, como si cadauna de las hojas del bosque hubieradestilado y formado un único tono. Eseera el alto lord de Prythian…, atractivo,devastador, seductor, poderoso hasta loincreíble.

El aliento se me quedó en lagarganta cuando toqué el borde de lamáscara. El metal fresco me mordió laspuntas de los dedos y las esmeraldasresbalaron sobre la piel llena de callos.Levanté la otra mano y cogí los doslados de la máscara. Tiré despacio.

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No se movió.Él empezó a sonreír cuando volví a

tirar, y parpadeé y dejé caer las manos.Instantáneamente, el Tamlin dorado,brillante, se desvaneció y regresó el queyo conocía. Todavía oía el canto delsauce y de los pájaros, pero…

—¿Por qué ya no te veo?—Porque he vuelto a poner el

hechizo en su lugar.—¿Hechizo para qué?—Para parecer normal. O tan normal

como puedo detrás de esta maldita cosa—agregó señalando la máscara—. Serun alto lord, incluso uno con… podereslimitados, viene con marcas físicas. Poreso no conseguí esconder lo que estaba

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empezando a ser frente a mishermanos…, frente a nadie. Sigueresultando más fácil ser como losdemás.

—Pero la máscara no sale… ¿Estásseguro de que nadie sabe cómo arreglarlo que hizo la magia esa noche?¿Alguien de otra corte? —No sé por quéme molestaba tanto la máscara. Nonecesitaba verle la cara completa paraconocerlo.

—Lamento desilusionarte.—Es que…, es que quiero saber

cómo eres. —Me pregunté cuándo mehabía vuelto tan superficial.

—¿Y cómo crees que soy?Incliné la cabeza hacia un lado.

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—Nariz fuerte, recta —comencé,recordando lo que había tratado depintar una vez—. Pómulos altos quehacen que destaquen los ojos. Cejas…algo arqueadas. —Había enrojecidohasta la raíz del pelo. Él sonreía tantoque se le veían todos los dientes… aexcepción de los largos colmillos. Tratéde pensar en una excusa para mi maneradirecta de hablar, pero de repente sentíun gran deseo de bostezar, un pesosúbito que me cubría los ojos.

—¿Y tu parte del intercambio?—¿Qué?Se inclinó hacia mí con una sonrisa

pícara.—¿Y mi beso?

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Yo le tomé la mano.—Aquí está —dije, y apreté la boca

contra el dorso de su mano—. Ahí estátu beso.

Tamlin soltó un rugido de risa, peroel mundo se me borró, me acunó paraque me durmiera. El sauce me pidió queme tendiera y lo obedecí. Desde lejos oímaldecir a Tamlin.

—¿Feyre?Dormir. Yo quería dormir. Y no

había mejor lugar para dormir que ahímismo, escuchando el sauce, los pájarosy el arroyo. Me coloqué de costado, conel brazo por almohada.

—Debería llevarte a casa —murmuró él, pero no se movió para

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ponerme de pie. En lugar de eso, elperfume a lluvia y a hierba fresca deTamlin me llenaron la nariz cuando seacostó a mi lado. Sentí un hormigueo deplacer en el cuerpo cuando me acaricióel pelo.

Era un sueño tan hermoso… Nuncahabía dormido tan bien antes. Tanabrigada, tan protegida, junto a él. Encalma. Desde lejos, como un eco, élhabló, y sentí el aire como una cariciaen mi oído:

—Tú eres exactamente como yosoñé que fueras. —La oscuridad se lotragó todo.

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CAPÍTULO

24

No fue el amanecer el que me despertó,sino más bien algo parecido a unzumbido. Gruñí mientras me sentaba en

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la cama y vi a la mujer robusta con pielde corteza que servía el desayuno.

—¿Dónde está Alis? —pregunté,frotándome los ojos para arrancar deellos el sueño. Seguramente Tamlin mehabía trasladado ahí, me había llevadoen brazos todo el camino de regreso acasa.

—¿Qué? —La mujer se dio la vueltahacia mí. La máscara de pájaro me erafamiliar. Pero yo recordaría conclaridad a una inmortal con esa piel. Yala habría pintado.

—¿Se encuentra mal Alis? —pregunté, deslizándome fuera de lacama. Esa era mi habitación, ¿verdad?Una mirada rápida. Sí.

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—¿Qué es lo que os pasa? —preguntó la inmortal. Me mordí el labio—. Yo soy Alis —afirmó ella con unarisita, y con un movimiento de la cabezase metió en el cuarto de baño paraprepararme el agua.

Imposible. La Alis que yo conocíaera regordeta y rubia y parecía una altafae.

Me froté los ojos con el pulgar y elíndice. Un hechizo, eso había dichoTamlin. Era esa magia la que le habíapuesto el aspecto que yo había vistohasta esa mañana. Pero ¿por quémolestarse en hechizarlo todo de esaforma?

Porque yo había sido una humana

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cobarde, por eso. Porque Tamlin sabíaque me habría encerrado en mihabitación con llave y no habría vuelto asalir si hubiera visto ese mundo talcomo era.

Las cosas empeoraron cuando bajé ami encuentro con el alto lord. Lospasillos estaban repletos de inmortalesenmascarados que nunca había vistoantes. Algunos eran altos y semejantes aseres humanos, altos fae como Tamlin,otros… otros no. Traté de evitarmirarlos porque ellos parecían estar aúnmás sorprendidos por mi presencia.

Casi estaba temblando cuando lleguéal comedor. Lucien, por suerte, separecía a Lucien. No pregunté si eso era

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porque Tamlin le había pedido queutilizara otro hechizo mejor o porquenunca se había molestado en tratar deser algo que no era.

Tamlin estaba en su silla de siempre,pero se enderezó cuando me detuve en elumbral.

—¿Qué pasa?—Hay… hay muchos…

inmortales… Por todos lados. ¿Cuándohan llegado?

Casi había gritado cuando miré porla ventana del dormitorio y vi todos losinmortales que paseaban por el jardín.Muchos, todos ellos con máscaras deinsectos, cortaban los setos y seocupaban de las plantas en flor. Esos

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inmortales eran los más raros de todos,con alas iridiscentes, zumbonas, que lesbrotaban en la espalda. Y, claro está,estaba lo de la piel verde y marrón, ylos miembros demasiado largos, y…

Tamlin se mordió los labios para nosonreír.

—Siempre han estado aquí.—Pero… pero yo nunca oí nada…—Claro que no —dijo Lucien

despacio mientras hacía girar una de susdagas entre las manos—. Nosaseguramos de que no vieras ni oyeras anadie excepto a los indispensables.

Me ajusté la túnica.—Es decir que… que cuando corrí

detrás del puca esa noche…

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—Tenías público —terminó Lucienpor mí. Y yo que creía que había sidotan cautelosa. Mientras tanto, habíapasado de puntillas delante deinmortales que seguramente se habíanmuerto de risa viendo a esa humanaciega que perseguía una ilusión.

Luché contra mi creciente sensaciónde vergüenza y mortificación y me volvíhacia Tamlin. Sus labios se habíancurvado en una sonrisa y él volvió acerrarlos con fuerza, pero la diversiónle bailaba en los ojos cuando asintió.

—Fue un intento muy valiente.—Pero sí vi a los naga, y al puca, al

suriel. Y… y a ese inmortal, el de lasalas arrancadas —dije, encogiéndome

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por dentro—. ¿Por qué el hechizo no seles aplicaba a ellos?

Los ojos de Tamlin se oscurecieron.—No son miembros de mi corte —

explicó—. Mi hechizo no funcionó conellos. El puca pertenece al viento y alclima y a todo lo que cambia. Y losnaga…, los naga son de otra persona.

—Ya veo —mentí, porque la verdadera que no veía nada. Lucien soltó unarisita al darse cuenta. Lo miré con furia,de soslayo—. Hace un tiempo que estáismuy ausente, no aparecéis ni en lamesa…

Él usó la daga para limpiarse lasuñas.

—He estado muy ocupado. Y tú

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también, según creo.—¿Qué se supone que significa eso?

—quise saber.—Si te ofrezco la luna, ¿me vas a

dar un beso a mí también?—No seas grosero —lo recriminó

Tamlin con un gruñido suave, peroLucien se rio, y continuó haciéndolocuando salió del comedor.

Sola con Tamlin, moví los piesnerviosamente.

—Así que si me encontrase otra vezcon el attor —comenté, sobre todo paraevitar el pesado silencio—, ¿lo vería?

—Sí, y no sería agradable.—Dijiste que aquella vez el attor no

me vio, y ciertamente no me parece que

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él sea parte de tu corte —me atreví adecir—. ¿Por qué?

—Porque te hice un hechizo cuandoentraste en el jardín —respondió deforma directa—. El attor no te veía ni teoía ni te olía. —La mirada de Tamlin seposó en la ventana que estaba detrás demí. Se pasó una mano por el pelo—.Hice y hago todo lo que puedo paramantenerte invisible a ojos de criaturascomo el attor… o peores que él. Ahorala plaga está arreciando de nuevo y haymás criaturas de esas sueltas por ahí.

Se me revolvió el estómago.—Si te encuentras con alguna —

siguió Tamlin—, aunque te parezcainofensiva, si te hace sentir incómoda

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finge que no la ves. No le hables. Si tehace algo, los resultados no van a serplacenteros para él o para mí. Recuerdalo que pasó con los naga.

Todo eso era por mi seguridad, nopor diversión. Tamlin no quería que yoterminase lastimada, no quería tener quecastigarlos por hacerme daño. A mí.Aunque los naga no eran parte de sucorte, ¿le había dolido matarlos?

Me di cuenta de que esperaba unarespuesta, así que asentí.

—¿La… la plaga está arreciando denuevo, has dicho?

—Por ahora solamente en otrosterritorios. Aquí estás a salvo.

—No es mi seguridad la que me

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preocupa.Los ojos de Tamlin se suavizaron,

pero sus labios formaron una línea tensacuando dijo:

—Todo va a ir bien.—¿Es posible que el

recrudecimiento sea solo temporal? —La esperanza de una imbécil.

Tamlin no me contestó, lo cual erarespuesta suficiente. Si la plaga estabaactiva de nuevo… Ya no me molesté enofrecerle mi ayuda. Sabía que él no ibaa dejarme ayudarlo con el conflicto,fuera el que fuese.

Pero pensé en la pintura que le habíadado y en lo que había dicho sobreella… y deseé que me dejara ayudarlo

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de alguna manera.

A la mañana siguiente descubrí unacabeza en el jardín.

Una cabeza ensangrentada, un altofae, un macho, clavada en el pico de laestatua de una gran garza que abría lasalas encima de una fuente.

La piedra se hallaba empapada ensuficiente sangre como para sugerir quela cabeza todavía estaba fresca en elmomento en que alguien la habíaempalado en el pico aguzado de lagarza.

Estaba llevando el caballete y laspinturas al jardín para pintar uno de los

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parterres de iris cuando la vi. Lospinceles y las latas de pintura escaparonde mis manos y cayeron sobre la gravacon estrépito.

No sé qué pensé cuando miréfijamente la cabeza que seguía con laboca abierta, como gritando, los ojosmarrones fuera de las órbitas, losdientes quebrados y cubiertos de sangre.No había máscara, así que no formabaparte de la Corte Primavera. Si habíaalgo más que pudiera indicar quién era,yo no conseguí discernirlo.

La sangre brillante sobre la piedragris, la boca abierta en un gesto dehorror. Retrocedí un paso y tropecé conalgo tibio y duro.

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Me di la vuelta en redondo, lasmanos levantadas por instinto, pero lavoz de Tamlin dijo:

—Soy yo —y me detuvebruscamente. Lucien estaba junto a él,pálido, con rostro apesadumbrado.

—No es de la Corte Otoño —dijo—. No lo reconozco.

Las manos de Tamlin se cerraronsobre mis hombros cuando me volvíhacia la cabeza.

—Yo tampoco. —Había un gruñidoferoz, suave, enlazado en esas palabras,pero las garras permanecieron retraídasbajo la piel mientras seguíaapretándome el hombro. Las manos se letensaron cuando Lucien entró en el agua

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de la fuente sobre la que se alzaba laestatua y avanzó por el líquido rojohasta quedar debajo de la cara deexpresión angustiada.

—Lo marcaron detrás de la orejacon un sello de hierro —dijo Lucien, ysoltó una maldición—. Una montaña contres estrellas…

—Corte Noche —dijo Tamlin convoz peligrosamente calma.

La Corte Noche…, la parte delterritorio que quedaba en el extremonorte de Prythian, si yo recordaba bienel mapa del mural. Una tierra deoscuridad y luz de las estrellas.

—¿Por… por qué harían algo así?—pregunté jadeando.

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Tamlin me soltó los hombros y sepuso a mi lado mientras Lucien trepabaa la estatua para sacar de allí la cabezasangrante. Dirigí la vista hacia unmanzano de adorno que florecía cerca.

—La Corte Noche hace lo quequiere —explicó Tamlin—. Ahí vivensegún sus propios códigos, su propiamoral corrupta.

—Son todos unos asesinos sádicos—dijo Lucien. Hice acopio de valorpara mirarlo; ahora estaba subido al alade la garza de piedra. Volví a desviar lavista.

—Sienten placer frente a todo tipode tortura… y seguramente consideranesto una broma divertida.

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—¿Divertida…? ¿No un mensaje?—Miré al jardín por si veía algo.

—Ah, eso sí; es un mensaje sin duda—asintió Lucien, y yo me encogíangustiada, al oír los sonidos húmedos,espesos, de la carne y el hueso queraspaban sobre la piedra cuando arrancóla cabeza del pico. Yo había limpiadomuchos animales muertos, pero esto…Tamlin volvió a ponerme una mano en elhombro—. Haber entrado y salido através de nuestras defensas, cometer elcrimen tan cerca, con la sangre tanfresca… —Oí el ruido que se produjocuando Lucien volvió a meterse de pieen el agua—. Esto es exactamente lo quela Corte Noche consideraría divertido.

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Hijos de puta.Calculé la distancia entre la laguna y

la casa. Dieciocho, tal vez veintemetros. Esa era la distancia a la quehabían llegado, tan cerca de nosotros.Tamlin me pasó un dedo por el hombro.

—Sigues estando segura aquí.Justamente esa es la intención de estabarbaridad.

—¿No está relacionado con laplaga? —pregunté.

—Solo en cuanto a que ellos sabenque la plaga está despierta otra vez… yquieren que sepamos que están rodeandola Corte Primavera como buitres por sicaen nuestros guardianes. —Yo debía detener aspecto de sentirme muy mal,

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porque Tamlin agregó—: No voy apermitir que eso pase.

No tuve corazón suficiente paradecirle que la presencia de las máscarasdejaba bien claro que no se podía hacernada contra la plaga.

Lucien salió de la fuente, pero yo nopodía mirarlo, no con esa cabeza quellevaba, suponía que con las manos y laropa cubiertas de sangre.

—Muy pronto van a recibir lo quemerecen. Espero que la plaga los ataquea ellos también —gruñó Tamlin mientrashacía un gesto para que Lucien seocupara de la cabeza; la grava crujiócuando este se fue caminando por elsendero.

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Me agaché para recoger la pintura ylos pinceles; me temblaban las manoscuando traté de levantar uno de lospinceles gruesos. Tamlin se agachó a milado; sus manos se cerraron sobre lasmías con fuerza.

—Vas a estar bien —dijo de nuevo.La orden del suriel resonó en mi mente.«Quédate con el alto lord, humana. Vas aestar segura».

Asentí.—Es la posición de las cortes —

dijo él—. La Corte Noche es letal, peroeso ha sido solo una broma, según elcriterio del que manda allí. Atacar aalguien aquí, atacarte a ti, causaría másproblemas de los que él quiere. Si la

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plaga realmente hace daño en estastierras y la Corte Noche entra ennuestras fronteras, vamos a estarpreparados.

Me temblaban las rodillas cuandome puse de pie. Política de inmortales,cortes de inmortales…

—Imagino que la idea que tenían deuna broma era todavía más terriblecuando éramos vuestros esclavos. Contoda probabilidad nos torturaban cuandoles venía en gana, y les hacían todasesas cosas horrendas, innombrables, asus mascotas humanas.

Una sombra le pasó por los ojos.—Algunos días me alegro de haber

sido un niño cuando mi padre mandó a

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sus esclavos al sur del muro. Lo que vientonces ya fue bastante horrendo.

No quería imaginármelo. Todavía nohabía investigado si quedaban señalesde esos humanos, desaparecidos hacíaya tanto tiempo. No creía que cincosiglos fueran suficientes para borrar lamancha de los horrores que habíantolerado los que ya no estaban. Deberíahaberlo dejado así, pero no pude.

—¿Recuerdas si se alegraron deirse? —Tamlin se encogió de hombros.

—Sí. Y sin embargo no conocían lalibertad ni tampoco las estaciones delaño como las conoces tú. No sabían quéhacer en el mundo mortal… Pero sí, lamayor parte de ellos estaba muy feliz de

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partir. —Cada una de sus palabrasestaba más pensada que la anterior—.Yo me alegré de verlos marcharse, mipadre no. —A pesar de que estaba depie, muy quieto, le asomaban las garrasde los nudillos.

Con razón se había sentido tanincómodo conmigo, con razón le habíacostado saber qué hacer cuando llegué.Le dije con calma:

—Tú no eres tu padre, Tamlin. Nitus hermanos. —Él miró hacia otro ladoy yo añadí—: Nunca me hiciste sentirprisionera…, nunca me hiciste sentircomo un mueble.

La sombra que le cruzó los ojosmientras asentía para darme las gracias

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me dijo que había más…, más cosas quetenía que contarme sobre su familia, suvida antes de que ellos murieran ycayera sobre él el título como un lastre.Yo no quería preguntar, no mientras laplaga fuera un peso sobre esos hombrosanchos, no hasta que él estuviera listopara responderme. Me había ofrecido unlugar y respeto; yo no le daría menos.

Y sin embargo, ese día no conseguísentarme a pintar.

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CAPÍTULO

25

Un rato después de que encontrase esacabeza, Tamlin tuvo que partir hacia lasfronteras, y no quiso decirme adónde iba

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ni por qué. Pero pude intuir bastante porlo que no dijo: la plaga se arrastrabadespacio y se dirigía directamente desdeotras cortes hasta la nuestra.

Él no volvió esa noche, la primeravez que dormía fuera de la mansióndesde que yo había llegado. Sinembargo, envió a Lucien parainformarme de que estaba vivo. Lucienhabía enfatizado esta última palabra losuficiente para que yo durmieraterriblemente mal, incluso cuando unaparte de mí estaba maravillada de saberque Tamlin se había molestado pordarme noticias acerca de su paradero.Supe que estaba avanzando por uncamino que era probable que terminara

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con mi corazón mortal hecho pedazos…Sin embargo… ya no podía detenerme.No había podido desde el día de losnaga. Pero ver esa cabeza…, los juegosque tenían lugar en esas cortes, la formaen que todos jugaban con las vidas deotros, disponiéndolas como fichas sobreun tablero…, hacía que cada vez que lopensaba tuviera que esforzarme paramantener la comida en el estómago.

Sin embargo, a pesar de la maldadque se arrastraba hacia nosotros, medesperté al día siguiente con el alegresonido de un violín, y al mirar por laventana descubrí que el jardín estabacompletamente adornado con cintas yserpentinas. En las colinas lejanas vi la

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preparación de hogueras y de losmástiles de mayo. Cuando le pregunté aAlis —averigüé que ella era urisk, asíse llamaba su pueblo—, dijo sin ningunaalegría:

—Solsticio de verano. Lacelebración mayor era siempre en laCorte Verano, pero las cosas hancambiado mucho en estos tiempos. Asíque ahora tenemos una aquí también.

Verano… En las semanas que habíapasado cenando con Tamlin, pintando yrecorriendo las tierras de la corte juntoa él había llegado el verano. ¿Realmentecreía mi familia que yo seguía de visitacon una tía perdida hacía mucho tiempo?¿Qué estaban haciendo? Si ya había

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llegado el solsticio, habría una pequeñacelebración en el centro de la aldea,nada religioso, por supuesto, aunque talvez los hijos de los benditos entraran enel pueblo para tratar de convertir a losjóvenes. No sería una gran fiesta,solamente comida para todos, cervezaregalada por la única taberna y tal vezalgunos bailes. Lo único para celebrarera que suponía un día de descanso delas largas jornadas de verano que sepasaban sembrando y labrando la tierra.Por la decoración del jardín, se veía quelo que iba a ocurrir en la CortePrimavera sería mucho más grande,mucho más emocionante.

Tamlin no volvió en todo el día. La

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preocupación me carcomió a pesar deque me senté a pintar una imagen rápidade las cintas y serpentinas del jardín. Talvez era egoísta y mezquino por mi parte,ya que la plaga había vuelto, perodeseaba en mi interior que el solsticiono requiriera los mismos ritos que laNoche de los Fuegos. No me permitípensar demasiado en lo que haría siTamlin volvía a tener frente a él unahilera de hermosas inmortales.

Solo a última hora de la tarde oí lavoz profunda de Tamlin y la risa deLucien, parecida a un rebuzno, ecos queatravesaron el pasillo y llegaron a miestudio de pintura. El alivio se measentó en el pecho, pero cuando corrí al

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encuentro de los dos, Alis me arrastró aldormitorio. Me sacó la ropa manchadade pintura e insistió en que me pusieraun vestido azul de gasa con dibujos deespigas de maíz y mucho movimiento.Me dejó el pelo suelto, pero lo decorócon una guirnalda de flores silvestresrosadas, blancas y azules alrededor dela cabeza.

Tal vez antes me habría sentidoinfantil vestida así, pero en los mesesque habían pasado desde mi llegada a lamansión mi cuerpo ya no mostraba esoshuesos puntiagudos y esas formasesqueléticas. Ahora era un cuerpo demujer, el mío. Me pasé las manos sobrelas curvas suaves, generosas, de la

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cintura y las caderas. Nunca hubieracreído que algún día habría allí nadaque no fuera piel y hueso.

—Que el Caldero me hierva —silbóLucien cuando bajé por la escalera—.Tiene un aspecto decididamente fae.

Yo estaba demasiado ocupadamirando a Tamlin —buscando heridasde cualquier tipo, cualquier señal desangre o marca que pudiera haberdejado la plaga— para agradecer elcumplido de Lucien. Pero Tamlin estabaintacto, casi deslumbrante, no llevabaarmas y me sonreía. De a donde fueraque había ido había vuelto indemne.

—Estás adorable —murmuró, y algoen su tono suave casi me hizo ronronear.

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Enderecé los hombros, porque notenía ganas de que él supiera cuánto mehabían impactado sus palabras, o su voz,o su bienestar evidente. Todavía no.

—Me sorprende que me estépermitido participar esta noche.

—Por desgracia para ti y tu cuello—respondió Lucien—, lo de esta nochees tan solo una fiesta.

—¿Te quedas despierto toda lanoche inventando respuestas para el díasiguiente? —bromeé. Hacía unos díasque había comenzado a tutearlo.

Lucien me guiñó el ojo y Tamlin serio y me ofreció su brazo.

—Tiene razón —dijo el alto lord.Yo era claramente consciente de cada

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milímetro de contacto entre los dos, desus músculos fuertes bajo la túnicaverde. Me llevó al jardín y Lucien nossiguió—. El solsticio celebra elmomento en que el día y la noche tienenla misma duración, es un tiempo deneutralidad en el que todos puedensentirse libres y disfrutar de serinmortales… No hay altos lores niinferiores, esta noche eso no cuenta,solo nosotros y nada más.

—Y se canta y baila y se bebedemasiado —dijo con voz cantarinaLucien, interrumpiéndolo desde un parde pasos por detrás—. Y muchadiversión —agregó con una sonrisapícara.

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En realidad, cada roce del cuerpo deTamlin contra el mío me hacía másdifícil evitar el deseo de inclinarmesobre él, de olerlo y tocarlo y probarqué sabor tenía. Si él notó el calor queme subía por el cuello y la cara, si oyómi respiración agitada, no lo demostró ysostuvo mi brazo con fuerza mientrassalíamos de los jardines y entrábamosen los campos que estaban más allá dela mansión.

El sol empezaba su descenso finalsobre el horizonte cuando llegamos a lameseta donde iban a llevarse a cabo losfestivales. Traté de no mirar con la bocaabierta a los inmortales que habíareunidos allí mientras ellos sí me

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miraban a mí con la boca abierta. Nuncahabía visto tantos en un solo lugar, porlo menos sin el peso del hechizo. Ahoraque mis ojos estaban abiertos al mundo,los vestidos exquisitos y las formasdiminutas que se formaban y coloreabany se reconstruían eran tan extraños ydiferentes unos de otros… y era tanmaravilloso verlo. Sin embargo, lanovedad de mi presencia junto al altolord, fuera o no importante, prontoquedó atrás…, sin duda fruto de ungruñido bajo de advertencia que dejóescapar Tamlin y que hacía que losdemás se apartasen y se dedicaran a suspropios asuntos.

Había una enorme cantidad de mesas

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con comida dispuestas a lo largo delborde más alejado de la meseta, y en unmomento determinado perdí a Tamlinmientras esperaba mi turno para llenarel plato. Quedarme sola contribuyó aque dejara de parecer solamente unjuguete humano del alto lord. Cerca dela enorme hoguera empezó a sonar lamúsica: violines y tambores,instrumentos alegres que, sin que mediera cuenta, me hicieron seguir el ritmocon los pies en la hierba. Llena dealegría y abierta, la hermana feliz de lasangrienta Noche de los Fuegos.

Por supuesto, Lucien era excelentepara desaparecer siempre que lonecesitaba, así que, bajo un sicomoro

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del que colgaba un gran número defaroles de seda y cintas brillantes, mecomí a solas mis porciones de milhojasde frutas del bosque, tarta de manzana ypastel de arándanos, no muy distintas delas delicias de verano del reino mortal.

La soledad no me importaba, por lomenos cuando estaba ocupadacontemplando cómo brillaban losfaroles y las cintas, las sombras quedibujaban a su alrededor. Tal vez esasería mi próxima pintura. Y quizápintara a los inmortales etéreos que selanzaban a bailar en ese momento.Tantas perspectivas y colores. Mepregunté si alguno de ellos habría sidomodelo de los pintores cuyo trabajo

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había visto en la galería.Me moví de aquel lugar solamente

cuando necesité algo para beber. Tanpronto como se hundió el sol bajo elhorizonte, la meseta se llenó deinmortales. Al otro lado de las colinasempezaron a arder las hogueras ycomenzaron otras fiestas, y la música sefiltró en los momentos de silencio de lanuestra. Me estaba sirviendo una copade vino espumoso, dorado, cuando notéa Lucien, que espiaba por encima de mihombro.

—Yo no me bebería eso si fuera tú.—¿Por qué? —pregunté, mirando el

líquido lleno de burbujas con elentrecejo fruncido.

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—Vino de inmortales en el solsticio—me recordó Lucien.

—Mmm —dije, y lo olí un poco. Notenía perfume a alcohol. En realidad,olía a hierba fresca en verano, a bañosen lagunas de aguas frías. Nunca habíaolido nada tan fantástico.

—Lo digo en serio —afirmó Luciencuando me llevé el vaso a los labios.Levanté las cejas—. ¿Te acuerdas de laúltima vez que ignoraste misadvertencias? —Me señaló el cuello yyo le golpeé levemente la mano.

—También me acuerdo de que medijiste que las frutas de brujas eraninofensivas y al cabo de un rato estabadelirando y no conseguía ponerme de

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pie —señalé, recordando una tarde dehacía algunas semanas. Tuvealucinaciones durante horas después deeso, y Lucien se había muerto de risa,tanto que Tamlin lo había arrojado a lalaguna de los reflejos. Meneé la cabezapara sacarme de encima aquel recuerdo.Ese día… ese día solamente queríasentirme libre. Que se fuera al diablo lacautela. Quería olvidar la plaga queflotaba sobre los límites de la corte yamenazaba tanto a mi alto lord como asus tierras. ¿Y dónde estaba Tamlin, detodos modos? Si hubiera habido algunaamenaza, sin duda Lucien lo habríasabido…, y por supuesto habríancancelado la celebración.

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—Esta vez lo digo en serio —insistió Lucien, y puse la copa fuera desu alcance—. Tam me despellejaría si tedescubriera bebiendo eso.

—Siempre al cuidado de tus propiosintereses —dije, y bebí un sorbo deaquel vino.

Fue como si dentro de mi cuerpoestallaran cientos de fuegos artificiales yse me llenaran las venas de estrellas.Me reí en voz alta y Lucien gruñó.

—Humana inconsciente —siseó.Pero le habían arrancado el hechizo. Elpelo castaño rojizo ardía como metalcaliente y el ojo púrpura humeaba comouna forja sin fondo. Eso era lo quequería pintar.

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—Voy a pintarte —dije, y solté unarisita… cuando las palabras salieron demi boca.

—El Caldero me hierva y me fría —musitó él, y volví a reírme. Antes de queLucien pudiera detenerme, me habíabebido otra copa de vino de inmortales.Era la cosa más gloriosa que hubieraprobado nunca. Me liberó de lazos quenunca había sabido que existieran.

La música se convirtió en la canciónde una sirena. La melodía era un imánpara mí y no podía resistirme a suembrujo. Saboreé en cada paso lahumedad de la hierba bajo los piesdesnudos. No recordaba el momento enque había perdido mis zapatos.

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El cielo era un remolino de amatistade dos colores: zafiro y rubí, y todosesos tonos giraban dentro de una lagunade ónice. Deseaba tanto nadar en ella,quería bañarme en esos colores y sentirlas estrellas cuando me titilaran entrelos dedos.

Tropecé, parpadeé, y me descubrí depie en el borde de la pista de baile. Ungrupo de músicos tocaban instrumentosinmortales; yo me mecí sobre los piesmientras miraba cómo bailaban losinmortales, que se movían en círculoalrededor de la hoguera. No era un baileformal. Era como si estuvieran tansueltos como yo. Libres. Los amaba poreso.

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—Mierda, Feyre —dijo Lucien, yme cogió del hombro—. ¿Quieres queme mate tratando de impedir queensartes tu pellejo mortal en otra roca?

—¿Qué? —pregunté sin entender yme volví hacia él. Todo el mundo girabaconmigo, delicioso y embriagador.

—Idiota —exclamó él cuando memiró la cara—. Borracha idiota.

El tempo sonaba con mayor rapidez.Quería estar dentro de la música, queríacabalgar en esa velocidad y tejer algoentre las notas. Sentía profundamente lamúsica a mi alrededor, como una cosaviva, una cosa que respiraba; eramaravilla, alegría y belleza.

—Basta, Feyre —dijo Lucien, y

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volvió a tomarme del brazo. Yo habíaestado bailando y alejándome de él, y micuerpo seguía meciéndose, seguíarespondiendo a la llamada del sonido.

—Basta… Basta de ser tan serio —protesté y me lo saqué de encima.Quería oír la música, quería oírla talcomo salía, caliente, de losinstrumentos. Lucien soltó una maldicióny yo estallé en movimiento.

Me deslicé entre los que bailaban,girando y haciendo volar la falda. Losmúsicos, sentados, enmascarados, no memiraron cuando salté frente a ellos,danzando sin parar. Sin cadenas, sinlímites…, solamente yo y la música,baile y baile. No era inmortal, pero era

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parte de esta tierra y la tierra era partede mí, y no hubiera querido otra cosaque bailar sobre ella durante el resto demi vida.

Uno de los músicos alzó la vista delviolín y me detuve.

El sudor le bajaba por el robustocuello cuando apoyó el mentón en lamadera oscura del violín. Se habíalevantado las mangas de la camisa y sele veían los músculos como cuerdas a lolargo de los antebrazos. Una vez mehabía dicho que le hubiera gustado sermúsico itinerante en lugar de guerrero oalto lord, y ahora que lo oía tocar supeque habría ganado fortunas si hubierasido así.

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—Lo lamento, Tam —jadeó Lucien,que había aparecido no sabía de dónde—. La he dejado sola un momento enuna de las mesas de comida y cuando lahe encontrado estaba bebiendo vino y…

Tamlin no dejó de tocar. Con el pelodorado húmedo de sudor, estabamaravillosamente atractivo, aunque nole veía la mayor parte de la cara. Mededicó una sonrisa salvaje cuando mepuse a bailar frente a él.

—Yo la cuidaré —murmuró porencima de la música, y sentí que brillabay mi baile se hizo más rápido—. Ve adisfrutar de la fiesta.

Lucien se marchó deprisa.Grité por encima de la música:

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—¡No necesito que nadie me cuide!—Lo único que quería era girar y girar ygirar.

—Es verdad, es verdad —asintióTamlin, sin errar ni una sola nota. Cómobailaba su arco sobre las cuerdas, losdedos fuertes y firmes, ninguna señal delas garras que yo había dejado detemer…

»Baila, Feyre —me susurró.Así que bailé.Me sentía libre, giraba y giraba, y no

sé con quién bailaba o qué aspectotenían los que estaban a mi alrededor,solo sabía que me había transformado enla música y el fuego y la noche, y quenada podía detenerme.

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En todo ese tiempo Tamlin y susmúsicos tocaron una música tan alegrecomo no había oído otra jamás. Meplanté frente a él, mi lord inmortal, miprotector y guerrero, mi amigo, y bailé ybailé delante de él. Tamlin me sonreía, yyo no dejé de bailar ni siquiera cuandose levantó de su asiento y se arrodillófrente a mí en la hierba para ofrecermeun solo de violín.

Su música únicamente para mí. Unregalo. Él siguió tocando, los dedosrápidos y fuertes sobre las cuerdas delviolín. Mi cuerpo se contoneaba como elde una serpiente; levanté la cabeza alcielo y dejé que la música de Tamlin mellenara por completo.

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Sentí una presión en la cintura y unosbrazos me arrastraron de vuelta hacia lapista de baile. Me reí con tanta fuerzaque creí que iba a estallar, y cuando abrílos ojos descubrí a Tamlin, que me hacíagirar una y otra y otra vez.

Todo se convirtió en un borrón decolor y sonido y él era lo único visibleen su interior. Mi cuerpo brillaba y ardíaen todos los lugares en que él lo tocaba.

Me llené de sol. Fue como si nuncaantes hubiese experimentado el verano,como si nunca hubiera sabido quiénestaba esperando para surgir de esebosque de hielo y nieve que había sidomi vida. No quería que terminase, noquería irme jamás de esa colina.

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La música finalizó y, ya sin aliento,levanté la mirada hacia la luna queestaba a punto de ocultarse. El sudor mecorría por todo el cuerpo.

Tamlin, que también había perdidoel aliento, me cogió la mano.

—El tiempo pasa más rápido cuandoestás borracha por tomar vino deinmortales.

—No estoy borracha —dije, yresoplé. Él se rio y me llevó lejos de lapista de baile. Hundí los talones en elsuelo tan pronto como nos acercamos alborde de la luz del fuego—. Estánempezando de nuevo —continuémientras señalaba a los que volvían areunirse frente a los músicos, que habían

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estado descansando un rato.Él se inclinó hacia mí, y su aliento

me acarició la oreja cuando susurró:—Quiero mostrarte algo mejor. —

Dejé de resistirme.Me llevó hacia abajo, guiándome a

la luz de la luna. Los caminos queelegía, fueran los que fuesen, estabanpensados para mis pies descalzos,porque solamente la suave hierba meacariciaba las plantas. Pronto, hasta lamúsica quedó atrás, reemplazada por elsuspiro de los árboles en la brisa de lanoche.

—Aquí —dijo Tamlin, y se detuvoal borde de una vasta pradera. Apoyó lamano en mi hombro al tiempo que los

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dos contemplábamos lo que teníamosenfrente.

La hierba alta se movía ondulantecomo el agua mientras lo que quedabade la luz de la luna bailaba sobre ella.

—¿Qué? —suspiré, pero él se llevóun dedo a los labios y me hizo señaspara que mirase.

Durante unos minutos no pasó nada.Después, desde el otro lado de lapradera salieron flotando docenas deformas brillantes que atravesaron lahierba, como espejismos de luz de luna.Ahí fue cuando empezó el canto.

Era una voz colectiva, pero dentrode ella había un lado masculino y unofemenino, dos lados de la misma

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moneda, y se cantaban uno al otro en unallamada y una respuesta. Me llevé lamano al cuello en el momento en que lamúsica subió de tono y las formasbailaron. Etéreas y fantasmales, bailarona través del campo, únicamentedelicados rayos de luna.

—¿Qué son?—Susurros de sueños, espíritus de

aire y luz —dijo él con voz suave—.Vienen a celebrar el solsticio.

—Son hermosos.Sus labios me rozaron el cuello

mientras me hablaba dulcemente contrala piel.

—Baila conmigo, Feyre.—¿En serio? —Me di la vuelta y

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descubrí que tenía la cara a centímetrosde la mía.

Dejó escapar una sonrisa lenta.—En serio. —Como si yo fuera leve

como el aire, me llevó en una danzarápida. Casi no recordaba los pasos quehabía aprendido en la infancia, pero éllo compensó con su gracia salvaje, sintropezar, con una sensibilidad queevitaba que yo lo hiciera mientrasbailábamos por el campo lleno deespíritus.

Me sentía tan liviana como la pelusadel diente de león; él era el viento queme llevaba por el mundo.

Y me sonreía, y descubrí que leestaba devolviendo la sonrisa. No

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necesitaba fingir, no necesitaba ser nadamás que lo que era en ese momento, uncírculo que giraba sobre la praderamientras los susurros de sueños bailabana nuestro alrededor como docenas delunas.

Nuestra danza se hizo más lenta ynos quedamos de pie, sosteniéndonos eluno al otro mientras nos mecíamos alritmo de las canciones de los espíritus.Él apoyó el mentón en mi cabeza y meacarició el pelo, sus dedos me rozaronla piel desnuda del cuello.

—Feyre —me susurró. Hacía que minombre sonara hermoso—. Feyre —susurró de nuevo, no como si me llamarasino como si disfrutara diciéndolo.

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Con tanta rapidez como habíanaparecido, los espíritus sedesvanecieron llevándose su música conellos. Parpadeé. Las estrellas se estabanborrando y el cielo tenía un color entregris y púrpura.

La cara de Tamlin estaba cerca, muycerca de la mía.

—Está amaneciendo.Asentí, paralizada por él, por su olor

y su presencia, así, a mi lado. Alarguéuna mano para tocar la máscara. Era tanfría… a pesar de que la piel que se veíapor debajo estaba enrojecida,encendida. Me tembló la mano y jadeécuando le acaricié la mandíbula. Erasuave… y estaba caliente.

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Él se pasó la lengua por los labios,la respiración tan irregular como la mía.Sus dedos recorrieron de nuevo la parteinferior de mi espalda y lo dejé que meacercara a él hasta que los dos cuerposse tocaron y el calor que salía del suyose filtró en el mío.

Tuve que inclinar la cabeza haciaatrás para verle la cara. Tenía la bocaatrapada entre una sonrisa y una muecade dolor.

—¿Qué? —pregunté, y le apoyé unamano en el pecho, lista para empujarlo yalejarme. Pero su otra mano se deslizóbajo mi pelo y se quedó en la base delcuello.

—Estoy pensando que tal vez te bese

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—dijo él con tranquilidad, conintensidad.

—Hazlo entonces. —Me sonrojéante mi propio coraje.

Pero Tamlin no contestó; solamentese rio con esa risa fresca y se inclinóhacia mí.

Sus labios rozaron los míos, suavesy tibios, buscando. Retrocedió unpoquito. Seguía mirándome, y le devolvíla mirada cuando me besó de nuevo, conmás fuerza, pero no de la forma en quela otra noche me había besado el cuello.Volvió a retroceder, más lejos esta vez,y me miró.

—¿Eso es todo? —quise saber, y élse rio y volvió a besarme con más furia.

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Yo le pasé las manos alrededor delcuello, lo acerqué a mí, me apreté contraél. Sus manos me recorrieron la espalda,pasearon sobre mí, jugando, por el pelo,me cogieron la muñeca como si noconsiguiera tocar lo suficiente de mí.

Soltó un gruñido bajo.—Ven —dijo, besándome la frente

—. Nos lo vamos a perder si no nosvamos ahora.

—¿Mejor que los susurros desueños? —pregunté, pero él se limitó abesarme las mejillas, el cuello yfinalmente los labios. Lo seguí entre losárboles a través del mundo cada vez másiluminado. Su mano era sólida,inconmovible alrededor de la mía

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cuando atravesamos las ondas de nieblaque flotaban muy abajo, cerca del suelo,y cuando me ayudó a subir una colinadesnuda cubierta de rocío.

Nos sentamos juntos en la cima yescondí una sonrisa en el momento enque Tamlin me pasó un brazo alrededorde los hombros y me acercó a su cuerpo.Yo apoyé la cabeza contra su pechomientras él jugaba con las flores de miguirnalda.

En silencio, miramos con atención elmundo que se extendía verde, ondeado,frente a nosotros.

El cielo cambió de color y las nubesse llenaron de luz rosada. Después,como un disco brillante demasiado

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intenso para que las palabras pudierandescribirlo, el sol se deslizó sobre elhorizonte y lo bañó todo de oro. Eracomo ver nacer al mundo siendonosotros los únicos testigos.

El brazo de Tamlin se tensó a mialrededor y me besó la parte superior dela cabeza. Yo me aparté un poco ylevanté la vista para mirarlo.

El oro brilló en sus ojos, que ardíancon la luz del sol naciente.

—¿Qué?—Mi padre me dijo una vez que

tenía que dejar que mis hermanasimaginaran una vida mejor, un mundomejor. Y yo le dije que eso no existía.—Le pasé el pulgar por la boca,

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maravillada, y meneé la cabeza—.Nunca lo entendí… porque noconseguía… no conseguía creer quefuera posible. —Tragué saliva y bajé lamano—. Hasta ahora.

A él le tembló la garganta. Esta vezel beso fue profundo, intenso, lento,cuidadoso.

Dejé que el alba me iluminara pordentro, la dejé crecer con cadamovimiento de los labios de Tamlin, concada roce de su lengua contra la mía.Las lágrimas me ardían bajo los ojoscerrados.

Era el momento más feliz de mivida.

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CAPÍTULO

26

Al día siguiente Lucien se nos unió en elalmuerzo, que en realidad, para nosotrostres, era el desayuno. Desde que me

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había quejado por el tamaño innecesariode la mesa, cenábamos en una versiónmucho más reducida.

Lucien se masajeaba las sienesmientras comía; estaba callado, lo cualera raro, y disimulé una sonrisa cuandole pregunté:

—¿Y tú dónde estuviste anoche?El ojo de metal de Lucien se

entrecerró al mirarme.—Te informo de que mientras

vosotros dos bailabais con los espíritusyo tuve que ir a patrullar a las fronteras,nada menos. —Tamlin carraspeó confuerza y Lucien agregó—: Con algo decompañía, por supuesto. —Me sonriócon picardía—. Dicen los rumores que

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vosotros no volvisteis hasta después delamanecer.

Miré a Tamlin mientras me mordía ellabio. Había llegado a la camaprácticamente en el aire, flotando. Perola mirada de Tamlin estabaexplorándome la cara como si buscarauna señal de arrepentimiento, de miedo.Ridículo.

—Me mordiste el cuello la Nochede los Fuegos —dije entre dientes—. Sifui capaz de mirarte después de eso,unos pocos besos no son nada.

Apoyó los brazos sobre la mesa y seinclinó hacia mí.

—¿Nada? —Sus ojos bajaron hastamis labios. Lucien se removió en la silla

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y le pidió al Caldero que lo librara de loque estaba viendo, pero lo ignoré.

—Nada —repetí con ciertadistancia, mirando cómo se movía laboca de Tamlin, absolutamenteconsciente de cada uno de susmovimientos, enojada por la mesa quenos separaba. Casi sentía la tibieza deese aliento.

—¿Estás segura? —murmuró,intenso y con un hambre lo bastanteirrefrenable como para que yo mealegrase de estar sentada. Si hubiesequerido, habría podido tenerme ahímismo, sobre la mesa. Deseaba susmanos anchas sobre mi piel desnuda,deseaba sus dientes en el cuello,

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deseaba su boca en cada uno de losrincones de mi cuerpo.

—Estoy tratando de comer —dijoLucien, y yo parpadeé y exhalé de formaruidosa—. Pero ahora que tengo tuatención, Tamlin… —terció, aunque elalto lord estaba mirándome a mí denuevo, devorándome con los ojos.

Casi no conseguía quedarmesentada, apenas si toleraba la ropa sobrela piel demasiado caliente. Con bastanteesfuerzo, Tamlin volvió a mirar a suemisario. Inquieto, Lucien se movió ensu silla.

—No es que quiera ser portador demalas noticias, pero mi contacto en laCorte Invierno se las arregló para

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hacerme llegar una carta. —Lucien tomóaire y me pregunté si ser emisariotambién significaba ser jefe de espías. Yme pregunté por qué se molestaba endecir eso en mi presencia. La sonrisa sedesvaneció inmediatamente de la carade Tamlin—. La plaga —continuóLucien tenso, con voz suave— se llevó ados docenas de los jóvenes. Dosdocenas… que ya no están. —Tragósaliva—. Les quemó la magia…, ydespués les abrió la mente en dos. Nadiepudo hacer nada en la Corte Invierno…,nadie consiguió detener el proceso. Lapena es… es indescriptible. Mi contactodice que otras cortes también recibengolpes muy duros, aunque la Corte

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Noche, claro está, se las ha arregladopara no haber sufrido ninguna herida.Pero parece que la plaga viene haciaaquí…, se desplaza cada vez más al surcon cada ataque.

Toda la tibieza, toda la alegríaresplandeciente se alejaron de mí comosangre escurriéndose por unaalcantarilla.

—¿La plaga… mata? —me lasarreglé para preguntar. Jóvenes. Habíaasesinado a chicos, como una tormentade oscuridad y muerte. Y si los hijoseran tan raros como había dicho Alis, lapérdida de tantos de ellos tenía que sermás devastadora que cualquier otra cosaque yo pudiera imaginar.

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Los ojos de Tamlin se habíanensombrecido y meneaba la cabezadespacio, como si tratara de quitarse deencima la pena y el horror de esasmuertes.

—La plaga puede lastimarnos enformas que tú no… —Se puso de piecon tanta rapidez que la silla sederrumbó en el suelo. Sacó las garras ygruñó hacia el umbral abierto, se veíansus caninos largos y brillantes.

La casa, generalmente llena desusurros de faldas y charlas desirvientes, estaba en silencio.

No como el silencio preñado de laNoche de los Fuegos, sino más bien unaquietud temblorosa que hacía que

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quisiera meterme debajo de la mesa. Oempezar a correr. Lucien soltó unamaldición y sacó la espada.

—Lleva a Feyre a la ventana, junto alas cortinas —gruñó Tamlin sin apartarlos ojos de las puertas abiertas. La manode Lucien me tomó del codo y melevantó de la silla.

—¿Qué…? —empecé a decir, peroTamlin volvió a gruñir. El sonido hizoeco por la habitación. Cogí uno de loscuchillos de la mesa y dejé que Lucienme arrastrara hasta la ventana, donde meempujó contra las cortinas de terciopelo.Quise preguntarle por qué no semolestaba en esconderme detrás deellas, pero el inmortal de la máscara de

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zorro apretó la espalda contra mí y mecobijó entre él y la pared.

El olor de la magia me subió a lanariz. Aunque la espada señalaba alsuelo, la mano de Lucien se cerró confuerza alrededor de la empuñadura hastaque se le pusieron blancos los nudillos.Magia…, un hechizo para que no mevieran. Para ocultarme, para hacermeparte de Lucien, invisible, escondidapor la magia y el olor del inmortal. Miréa Tamlin por encima del hombro deLucien; el alto lord respiró hondo yguardó los colmillos y las garras; labanda de cuero llena de cuchillosapareció de la nada sobre su pechoancho. Pero no desenvainó ninguno

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cuando enderezó la silla y se sentó alimpiarse las uñas. Como si no pasaranada. Pero alguien llegaba, alguien losuficientemente horrible como paraasustarlos…, alguien que querríahacerme daño si sabía que estaba allí.

La voz ceceante del attor meatravesó la memoria. Había criaturaspeores que él, me había dicho Tamlin.Peor que los naga y el suriel, y tambiénque el bogge.

Unos pasos sonaron en el vestíbulo.Regulares, pesados, relajados.

Tamlin siguió limpiándose las uñas.A mi lado, Lucien asumió la posición dequien mira por la ventana. Los pasossonaron con más fuerza, el ruido de unas

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botas sobre las baldosas de mármol.Y después apareció.Sin máscara. Como el attor, él

pertenecía a otra corte. Pertenecía aotro. Y peor que eso…: yo ya loconocía. Me había salvado de aquellostres inmortales en la Noche de losFuegos.

Con pasos demasiado llenos degracia, demasiado felinos, se acercó a lamesa y se detuvo a pocos metros del altolord. Era tal como yo lo recordaba: laropa refinada, rica, recamada conjirones de noche, una túnica de colorébano con brocado de oro y plata,pantalones oscuros y botas negras que lellegaban a las rodillas. Nunca me había

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atrevido a pintarlo, y ahora supe quenunca tendría el valor de hacerlo.

—Alto lord —saludó con unsonsonete el desconocido inclinandolevemente la cabeza. Nada parecido auna reverencia.

Tamlin se quedó sentado. Con laespalda hacia mí, yo no le veía la cara,pero su voz estaba surcada de violenciacuando dijo:

—¿Qué quieres, Rhysand?Este sonrió —su belleza rompía

corazones— y se llevó una mano alpecho.

—¿Rhysand? Vamos, vamos, Tamlin.¿Hace cuarenta y nueve años que no teveo y me llamas Rhysand? Solo mis

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prisioneros y mis enemigos me llamanasí. —La sonrisa se le ensanchó cuandoterminó de hablar. Algo en esa cara sevolvió salvaje y letal, algo que jamáshabía visto en Tamlin. Se dio la vuelta yretuve el aliento mientras él fijaba lavista sobre Lucien—. Una máscara dezorro… Muy apropiada para ti, Lucien.

—Al infierno contigo, Rhys —ladróLucien.

—Siempre es un placer tratar con lachusma —replicó Rhysand, y volvió amirar a Tamlin. Yo seguía sin respirar—. Espero no haberos interrumpido.

—Estábamos en mitad del almuerzo—respondió Tamlin, su voz vacía detibieza. La voz de un alto lord. Oírla

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hizo que se me congelaran las entrañas.—Estimulante —dijo Rhysand.—¿A qué has venido, Rhys? —quiso

saber Tamlin sin moverse del asiento.—Quería ver cómo andaban las

cosas por aquí. Quería ver cómo os iba.Saber si recibisteis mi regalito.

—Tu regalo fue innecesario.—Pero un buen recuerdo de los días

de diversión, ¿no es cierto? —Rhysandhizo chasquear la lengua y echó unamirada alrededor de la habitación—.Casi medio siglo encerrados en elagujero de una propiedad en el campo.No sé cómo os arregláis. Pero —continuó, encarándose a Tamlin— eresun hijo de puta tan empecinado que esto

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tiene que haberte parecido un paraísocomparado con Bajo la Montaña.Supongo que lo es. Sin embargo, mesorprende: cuarenta y nueve años yningún intento de salvarte, ni tú ni a tustierras. Ni siquiera ahora que las cosasvuelven a ponerse interesantes.

—No hay nada que hacer —aceptóTamlin con voz baja.

Rhysand se acercó a él; susmovimientos, suaves como la seda. Lavoz se le convirtió en un susurro…, unacaricia erótica que me llenó de calor lasmejillas.

—Qué lástima que seas tú el quetiene que afrontar la peor parte delasunto, Tamlin…, y una lástima todavía

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mayor que estés tan resignado a tudestino. Tal vez seas caprichoso, peroesto es patético. Qué diferente es estealto lord del líder brutal de la banda deguerreros que conocí hace siglos.

Lucien lo interrumpió.—¿Quién eres tú para juzgar? Eres

solamente la puta de Amarantha.—Tal vez yo sea su puta, pero tengo

mis razones para eso. —Me encogícuando la voz se le afiló bruscamentehasta volverse peligrosa—. Por lomenos no perdí el tiempo entre setos yflores mientras el mundo se iba alinfierno.

La espada de Lucien se levantó unoscentímetros.

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—Si crees que eso es lo único quehice, estás equivocado, y pronto vas aenterarte.

—Querido Lucien. Ciertamente lesdiste algo de que hablar cuando tecambiaste a Primavera. Cosa triste, laverdad, ver a tu madre de luto perpetuodesde que te perdió.

Lucien levantó la espada haciaRhysand.

—Ten cuidado con esa boca sucia.Rhysand rio…, la risa de un amante,

baja, suave y muy íntima.—¿Te parece que esa es forma de

hablarle a un alto lord de Prythian?Mi corazón se detuvo. Por eso

habían huido los inmortales en la Noche

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de los Fuegos. Ir contra él hubiera sidosuicida. Y por la forma en que laoscuridad parecía ondear sobre esecuerpo perfecto, por esos ojos de colorvioleta que ardían como estrellas…

—Vamos, Tamlin —dijo Rhysand—.¿No deberías recriminar a tu lacayo porhablarme de esa forma?

—Yo no uso de esta forma el rangoen mi corte —dijo Tamlin.

—¿Ah, sigues con esas costumbres?—Rhysand se cruzó de brazos—. Peroes tan divertido cuando se humillan.Supongo que tu padre no se molestó enmostrarte…

—Esta no es la Corte Noche —siseóLucien—. Y tú no tienes poder aquí…,

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así que vete. A Amarantha se le estáenfriando la cama.

Traté de no respirar con fuerza.Rhysand…, él era el que había mandadoesa cabeza. Como regalo. Me estremecí.Esa mujer, esa Amarantha, ¿estabatambién en la Corte Noche?

Rhysand rio con ironía, perodespués, bruscamente, se plantó frente aLucien, con demasiada rapidez para queyo pudiera seguirlo con mis ojoshumanos. Le gruñó en la cara. Lucien meapretó contra la pared con la espaldacon tanta fuerza que tuve que ahogar ungrito cuando sentí que se me clavaba lamadera.

—Yo estaba matando en el campo de

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batalla antes de que hubieras nacidosiquiera —ladró Rhysand. Después, contanta rapidez como había entrado, sealejó, indiferente y descuidado. No,nunca me atrevería a pintar esa graciainmortal, oscura…, ni en cien millonesde años—. Además —dijo, metiéndoselas manos en los bolsillos—, ¿quiéncrees que le enseñó a tu adorado Tamlinlos aspectos más sutiles de las espadas ylas mujeres? No creerás que aprendiótodo eso en los campitos de guerra de supadre.

Tamlin se frotó las sienes.—Déjalo para otro momento, Rhys.

Con toda seguridad nos veremos muypronto. —Rhysand se alejó andando en

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zigzag hacia la puerta.—Ella se está preparando en serio

para enfrentarse a ti. Dado vuestroestado actual, creo que puedo informarlasin temor a mentir de que ya te das porvencido y que vas a reconsiderar laoferta. —Lucien contuvo el alientocuando Rhysand pasó frente a la mesa.El alto lord de la Corte Noche pasó undedo por el respaldo de mi silla…, ungesto casual—. Estoy deseando vervuestras caras cuando…

Rhysand estudió la mesa.Lucien se puso tenso y envarado y

me apretó todavía más contra la pared.La mesa estaba puesta para tres, miplato de comida a medio terminar justo

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frente al alto lord de la Corte Noche.—¿Dónde está tu invitado? —

preguntó, levantando mi copa yoliéndola antes de dejarla en su lugar.

—He hecho que se marchara cuandohe sentido que llegabas —mintió Tamlincon tranquilidad. Rhysand volvió amirar al alto lord; su cara perfecta vacíade emoción hasta que las cejas seelevaron. Un brillo de sorpresa, tal vezhasta de incredulidad, cruzó sus rasgos,pero volvió la cabeza como un látigohacia Lucien. La magia me llenó la narizy miré a Rhysand con un terror total, sindiluir, cuando él retorció el gesto derabia.

—¿Te atreves a hechizarme a mí? —

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gruñó, y sus ojos de color violetaardieron cuando taladraron los míos.Lucien se limitó a apretarme más contrala pared.

La silla de Tamlin chirrió cuando élla corrió hacia atrás. Se levantó, lasgarras al aire, más mortales que ningunode los cuchillos que llevaba en la bandade cuero.

La cara de Rhysand se convirtió enuna máscara de furia tranquila mientrasno dejaba de mirarme.

—Me acuerdo de ti —ronroneó—.Me parece que ignoraste el consejo quete di y volviste a meterte en problemas.—Se volvió hacia Tamlin—. ¿Quién estu invitada?

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—Mi prometida —contestó Lucien.—¿Ah, sí? Y ahí estaba yo,

pensando que seguías llorando a tuamante plebeya después de tantos siglos—dijo Rhysand, y se me acercó agrandes pasos. La luz del sol no brillabasobre el metal de su túnica, como si seasustara de la oscuridad que él esparcíaa su alrededor.

Lucien escupió la mano de Rhysandy puso la espada entre él y yo. Lasonrisa llena de veneno de Rhysand seamplió.

—Si derramas un poco de mi sangre,Lucien, verás con qué velocidad la putade Amarantha puede hacer sangrar atoda la Corte Otoño. Especialmente a

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esta adorable señorita.El color desapareció del rostro de

Lucien, pero mantuvo la compostura.Fue Tamlin el que respondió:

—Baja la espada, Lucien.Rhysand me echó una mirada.—Sabía que te gusta caer bajo con

tus amantes, Lucien, pero nunca penséque te mezclarías con basura mortal.

Mi cara ardió. Lucien estabatemblando, de rabia o de miedo oangustia, no podía discernirlo.

—La lady de la Corte Otoño selamentará mucho cuando reciba noticiasde su hijo menor. Si yo fuera tú,mantendría a tu nueva mascota bien lejosde tu padre.

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—Vete, Rhys —ordenó Tamlin, depie a la espalda del alto lord de la CorteNoche.

Todavía no había insinuado ningúnmovimiento de ataque a pesar de lasgarras, a pesar de que Rhysand se meacercaba. Tal vez una batalla entre losdos altos lores destruiría la mansiónhasta sus cimientos…, dejando solo unaestela de polvo. O tal vez, si Rhysandera realmente el amante de esa mujer, elcastigo por herirlo seríadesproporcionadamente grande, enespecial con la carga añadida de tenerque enfrentarse a la plaga.

Rhysand echó a Lucien a un ladocomo si fuera una cortina.

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No había nada entre nosotros ahora,y el aire era frío y cortante. Pero Tamlinpermaneció en su lugar y Lucien no hizomucho más que parpadear cuandoRhysand, con una suavidad terrorífica,me quitó el cuchillo de las manos y loarrojó al otro lado de la habitación, rotoen mil pedazos.

—Eso tampoco te iba ayudar, detodas maneras —me dijo este—. Sifueras sabia, huirías gritando de estelugar, de esta gente. Me maravilla queaún estés aquí. —La confusión quesentía debía de estar escrita en mi cara,porque Rhysand rio con fuerza—. Oh,¿no lo sabe?

Temblé, incapaz de encontrar las

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palabras o el coraje necesarios.—Te doy unos segundos, Rhys —le

advirtió Tamlin—. Unos segundos parairte de aquí.

—Si yo fuera tú, no me dirigiría a míde esa manera.

Contra mi voluntad, mi cuerpo seenderezó, cada músculo se tensó, mishuesos crujieron. Era magia, perotambién algo más profundo. Era algo quese apoderaba de mí y que tomaba elcontrol; incluso regía los latidos de micorazón.

No podía moverme. Una manoinvisible con dedos como espolonesestaba escarbando en mi mente. Y losupe… Un solo golpe de esas garras

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mentales y mi ser dejaría de existir.—Déjala en paz —dijo Tamlin con

brusquedad, pero no avanzó. Había algode pánico en sus ojos mientras su miradaiba de mí a Rhysand—. Ya es suficiente.

—Me había olvidado de que lasmentes humanas son tan fáciles dedestrozar como una cáscara de huevo —amenazó Rhysand, y deslizó un dedo porla base de mi cuello. Me estremecí; misojos brillaban como brasas—. Mira quéencantadora es, cómo está tratando de nollorar de terror. Será rápido, te loprometo.

Si no hubiera conservado un mínimocontrol sobre mi cuerpo, habríavomitado.

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—Tiene los pensamientos másdeliciosos sobre ti, Tamlin —dijo—. Sepregunta cómo se sentirían tus dedossobre sus muslos, y también entre ellos.—Soltó una risita. Aunque habíarevelado mis pensamientos másprivados, aunque hervía de vergüenza yde indignación, seguía temblando por lagarra que constreñía mi mente. Rhysandse volvió hacia el alto lord—. Dime,disculpa mi curiosidad: ¿por qué sepregunta si le gustará que muerdas suspechos del modo en que mordiste sucuello?

—Déjala ir. —El rostro de Tamlinestaba distorsionado por una rabia tansalvaje que despertó un terror nuevo,

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diferente y más profundo en mí.—Si te sirve de consuelo —le

confesó Rhysand—, ella habría sido laindicada para ti… y tú habrías logradosalirte con la tuya. Un poco tarde, sinembargo. Es más terca que tú.

Esas garras invisibles acariciaronmi mente con pereza una vez más… yluego desaparecieron. Me desplomé yme abracé las rodillas; me sentía comosi me hubieran despojado de mi ser.Quería evitar sollozar, gritar, vaciar miestómago en el suelo.

—Amarantha va a disfrutardestrozándola —comentó Rhysand—.Casi tanto como va a disfrutar vertemientras le arranca pedazos del cuerpo,

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uno por uno.Tamlin estaba helado; los brazos, las

garras, le colgaban a los costados delcuerpo. Nunca lo había visto así.

—Por favor —fue lo único que dijo.—¿Por favor qué? —preguntó

Rhysand con amabilidad, como paraconvencerlo. Como un amante.

—No le digas nada de ella aAmarantha —le pidió Tamlin. Sepercibía la tensión en su voz.

—¿Y por qué no? Como su puta —replicó Rhysand lanzando una mirada endirección a Lucien—, tengo quecontárselo todo.

—Por favor —consiguió decirTamlin, como si le resultara difícil

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respirar. Rhysand señaló al suelo y susonrisa se volvió feroz.

—Pídemelo de rodillas y tal vezconsidere si se lo digo o no aAmarantha. —Tamlin se dejó caer derodillas e inclinó la cabeza.

—Más abajo.Tamlin puso la frente y las manos en

el suelo, cerca de las botas de Rhysand.Me daban ganas de llorar de rabia al vercómo lo obligaban a humillarse, al ver ami alto lord caer tan bajo.

—Tú también, niño zorro.La cara de Lucien estaba oscura,

pero también se puso de rodillas yapoyó la frente en el suelo. Deseé tenerel cuchillo que Rhysand me había

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arrebatado, deseé cualquier cosa con laque pudiera matarlo. Dejé de temblar losuficiente como para oír lo que decía:

—¿Estáis haciendo esto porvosotros o por ella? —preguntó.Después se encogió de hombros, comosi no estuviera obligando a humillarse aun alto lord de Prythian—. Estásdemasiado desesperado, Tamlin.Resulta… poco atractivo. Cuando tetransformaste en alto lord te volvistemuy aburrido.

—¿Vas a decírselo a Amarantha? —insistió Tamlin, sin levantar la cara delsuelo.

Rhysand sonrió satisfecho.—Tal vez lo haga, tal vez no.

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En un veloz movimiento, demasiadorápido para que yo lo detectase, Tamlinse puso de pie, los colmillos largos,letales, muy cerca de la cara deRhysand.

—Nada de eso —dijo este,chasqueó la lengua y empujó a Tamlincon una sola mano—. No con una damapresente. —Sus ojos se posaron en micara—. ¿Cómo te llamas, amor?

Si le daba mi nombre…, y el nombrede mi familia, provocaría más dolor ymás sufrimiento. Tal vez él buscara a mifamilia y los arrastrara a Prythian paraatormentarlos, solamente paradivertirse. Pero era muy capaz dearrancarme el nombre de la mente si

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dudaba demasiado. Mantuve la mente encalma, en blanco, y solté el primernombre que me vino a la memoria, unaamiga de mis hermanas, una chica aquien yo nunca había dirigido la palabray cuya cara ni siquiera recordaba.

—Clare Beddor. —Mi voz no eramás que un jadeo.

Rhysand se volvió hacia Tamlin,imperturbable frente a la proximidad delalto lord.

—Bueno, esto ha sido muydivertido. En realidad, no me habíadivertido tanto en años. Ya estoy ansiosopor veros a los tres en Bajo la Montaña.Le daré vuestros saludos a Amarantha.

Después, Rhysand se desvaneció en

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la nada, como si hubiera pasado a travésde una grieta del mundo, y nos dejósolos en un silencio horrible,tembloroso.

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CAPÍTULO

27

Estaba en la cama, mirando las lagunasde la luz de la luna que se movían en elsuelo. Era todo un esfuerzo no seguir

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pensando en la cara de Tamlin cuandonos ordenó que nos fuéramos, a mí y aLucien, y cerró la puerta del comedortras nosotros. Si no hubiera estado tanconcentrada en mantenerme de pie, mehabría quedado. Pero en mi cobardía mefui corriendo a mi habitación, dondeAlis me esperaba con una taza dechocolate caliente. Fue todavía másdifícil no recordar el rugido que hizotemblar el candelero y crujir losmuebles cuando recorrió la casa comoun eco.

No bajé a cenar. No quería saber sihabían preparado la comida. No pudeobligarme a pintar.

La casa había estado en silencio

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durante un tiempo, pero la rabia deTamlin seguía reverberando en lamadera, la piedra y el vidrio.

No, no quería pensar en lo que habíadicho Rhysand…, no quería pensar en latormenta creciente de la plaga ni en Bajola Montaña, si es que ese era el nombre,y en las razones por las que tal vez meviera obligada a ir ahí. Y enAmarantha…, por fin un nombre para lapresencia femenina que pesaba sobretodas las vidas que me rodeaban.

Temblaba cada vez que se meocurría reflexionar sobre el poder quecon toda seguridad tenía Amarantha siera capaz de dominar a los altos loresde Prythian. Si tenía a Rhysand atado a

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una correa y hacía que Tamlin se pusiesede rodillas para impedir que ella seenterara de mi existencia.

La puerta crujió y me sentéinstantáneamente. La luz de la luna brillósobre los adornos de oro, pero micorazón no se tranquilizó cuando Tamlincerró la puerta y se acercó. Los pasosdel alto lord eran lentos, pesados, y nohabló hasta que estuvo sentado en elborde de la cama.

—Lo lamento —dijo. Tenía la vozronca y vacía.

—Está bien —mentí, apretando lassábanas con las manos. Si pensabademasiado en el asunto, todavía podíasentir en la mente las caricias de las

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garras del poder de Rhysand.—No, no está bien —gruñó él, y me

tomó una mano, arrancándomela de lassábanas—. Es que… —Bajó la cabeza,suspiró con fuerza y me apretó los dedoscon suavidad—. Feyre…, ojalá… —Negó con la cabeza y se aclaró lagarganta—. Te voy a mandar a tu casa.

Algo se quebró dentro de mí.—¿Qué?—Te voy a mandar a tu casa —

repitió él, y aunque su voz sonaba másfuerte ahora, temblaba un poco.

—¿Y los términos del tratado…?—Yo te tomé como deuda de vida.

Si alguien viene a preguntar por lasleyes que rompemos, me haré

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responsable por la muerte de Andras.—Pero dijiste una vez que no había

manera de escapar del asunto… Elsuriel dijo que no…

Soltó un gruñido.—Si alguien tiene algún problema

con eso, me lo puede decir a mí.«Y lo hará pedazos, claro».Se me encogió el estómago.

Dejarlo… Ser libre…—¿He hecho algo malo…?Me levantó la mano y la apretó

contra su mejilla. Era tan cálido…,como una invitación largo tiempodeseada.

—No has hecho nada. —Volvió lacabeza y me besó la palma—. Has sido

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perfecta —me murmuró contra la piel, ydespués bajó mi mano hasta la cama.

—Entonces ¿por qué tengo queirme? —Aparté la mano.

—Porque hay… quienes quierenlastimarte, Feyre. Lastimarte por lo queeres para mí. Pensé que sería capaz demanejarlos, de protegerte de ellos, perodespués de hoy… sé que no puedo. Asíque tienes que irte a casa, irte lejos.Allá vas a estar segura.

—Yo puedo defenderme sola y…—No, no puedes —me interrumpió

él, y le tembló la voz—. Porque yo nopuedo. —Me tomó la cara con las dosmanos—. Ni siquiera puedo protegermea mí mismo contra ellos, contra lo que

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está pasando en Prythian. —Sentí cadapalabra cuando salía de su boca yentraba en mis oídos: una ráfagacaliente, frenética de aire—. Aunque nosenfrentáramos a la plaga…, tecazarían…, ella encontraría una formade matarte.

—Amarantha. —Tamlin se pusorígido cuando pronuncié ese nombre,pero asintió—. ¿Quién…?

—Cuando llegues a casa —volvió ainterrumpirme—, no le digas a nadie laverdad sobre el lugar donde has estado,que crean lo que les contó el hechizo.No les digas quién soy, no les digasdónde estuviste. Los espías deAmarantha van a estar buscándote.

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—No lo entiendo. —Le cogí elbrazo y apreté con fuerza—.Cuéntame…

—Tienes que irte a casa, Feyre.A casa. Aquella ya no era mi casa,

era el infierno para mí.—Quiero quedarme contigo —

susurré con voz quebrada—. No meimporta el tratado, no me importa laplaga.

Él se pasó una mano por la cara. Losdedos se le contrajeron cuando seencontraron con la máscara.

—Eso ya lo sé.—Entonces…—No hay discusión —ladró él, y yo

lo miré con rabia—. ¿No lo entiendes?

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—Se puso de pie con rapidez—. Rhysno ha sido más que el principio.¿Quieres estar aquí cuando vuelva elattor? ¿Quieres saber qué tipo decriatura le da órdenes al attor? Cosascomo el bogge… y otras peores.

—Deja que te ayude…—No. —Empezó a caminar a un

lado y a otro frente a la cama—. ¿No hasleído la amenaza entre líneas, hoy?

Yo no la había captado, pero levantéel mentón y crucé los brazos.

—¿Así que me mandas lejos de tucasa porque soy inútil para una pelea?

—Te mando lejos porque me poneenfermo pensar que caigas en sus manos.—Hubo un silencio en el que solo se oía

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el sonido de su respiración pesada. Sedejó caer en la cama y se apretó los ojoscon las palmas de las manos.

Sus palabras hicieron eco en micuerpo y fundieron mi rabia;convirtieron todo lo que yo tenía dentrode mí en algo acuoso y frágil.

—¿Cuánto… cuánto tiempo tengoque irme?

No contestó.—¿Una semana? —No hubo

respuesta—. ¿Un mes? —Negó con lacabeza despacio. Sentí que se aflojabanmis labios, pero me obligué a parecerobjetiva—. ¿Un año?

Todo ese tiempo lejos de él…—No lo sé.

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—Pero no para siempre, ¿verdad?—Aunque la plaga llegara otra vez a laCorte Primavera, aunque la plagapudiera acabar conmigo…, yo volvería.Él me colocó un mechón de pelo de lafrente. Me aparté—. Supongo que todova a ser más fácil si me voy —dije sinmirarlo—. ¿Quién quiere a su alrededora alguien cubierto de espinas?

—¿Espinas?—Alguien que pincha. Alguien

demasiado sensible. Amargo. Alguienque siempre protesta.

Él se inclinó hacia delante y me dioun suave beso.

—No para siempre —respondió conlos labios apoyados sobre mi boca. Y

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aunque yo sabía que eso era mentira, ledeslicé los labios por encima del cuelloy lo besé.

Él me levantó y me sentó sobre susrodillas, me sostuvo con fuerza contra élmientras me abría los labios con lossuyos. Cuando su lengua entró en miboca, me sentí bruscamente conscientede cada uno de los poros del cuerpo.

Aunque el horror de la magia deRhysand seguía retorciéndome pordentro, empujé a Tamlin a la cama, subísobre él, lo apreté ahí como si de esaforma pudiera impedirle que se fuera,como si pudiera hacer que el tiempo sedetuviera por completo. Sus manos seapoyaron sobre mis caderas y el calor

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de las palmas atravesó la seda delcamisón. Mi pelo cayó alrededor denuestras caras como una cortina. Noconseguía besarlo con suficientevelocidad o con una fuerza que pudieraexpresar la necesidad que me recorríapor dentro.

Gruñó con suavidad y me hizo dar lavuelta con rapidez, me tendió debajo deél mientras me mordía los labios ydejaba un rastro de besos sobre micuello.

El mundo entero se redujo al roce deesos labios sobre la piel. Lo único quehabía más allá de él era un vacío deoscuridad y luz de luna. Se me arqueó laespalda mientras él buscaba el lugar que

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había mordido una vez y yo le pasabalas manos por el pelo, saboreando esasuavidad sedosa.

Él me recorrió el arco de lascaderas y se quedó en el borde de miropa interior. El camisón se me habíasubido hasta la cintura, pero no meimportaba. Lo rodeé con las piernasdesnudas y le pasé los pies por losmúsculos duros de las pantorrillas.

Jadeó mi nombre sobre mi pecho,una de sus manos me exploró el torso yllegó arriba, al nacimiento del seno.Temblé, anticipando la sensación de sumano en ese lugar, y su boca encontró lamía de nuevo mientras los dedos sedetenían justo debajo del pecho.

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Esta vez los besos fueron más lentos,más amables. Las puntas de los dedos desu mano derecha se deslizaron bajo elborde de la ropa interior y contuve larespiración.

Él entonces dudó y retrocedió unpoco. Pero le mordí el labio en unaorden sin palabras, y Tamlin me gruñóen la boca. Desgarró la puntilla deencaje y la seda y la ropa cayó enpedazos. Su garra se retrajo y el beso sehizo más profundo cuando los dedos sedeslizaron entre mis piernas, llamando ybuscando. Me restregué contra su mano,dejándome ir por completo hacia la zonasalvaje, inquieta, que había rugidodentro de mí, y susurré su nombre contra

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la piel caliente de su torso.Hizo una pausa y retiró los dedos,

pero yo lo apreté contra mí. Lo deseabaahora, quería que desaparecieran lasbarreras de la ropa que había entrenosotros, quería probar el sabor de esesudor, quería llenarme de él.

—No pares —jadeé.—Si… —repuso él con voz grave,

apoyándome la frente entre los senosmientras temblaba—. Si sigo… no voy apoder parar…

Me incorporé y él me miró, casi norespiraba. Pero yo mantuve los ojosfijos en él, la respiración se metranquilizó cuando levanté el camisónpor encima de mi cabeza y lo arrojé al

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suelo. Totalmente desnuda frente a él,miré cómo viajaban sus ojos sobre mispechos desnudos, tensos como picos quese levantan hacia la noche fría, ydespués hasta mi vientre, hasta lo quehabía entre mis piernas. Un hambrefuriosa, decidida, cruzó por su rostro.Doblé una pierna y la deslicé hacia uncostado, una invitación silenciosa. Élsoltó un gruñido bajo… y poco a poco,con intensidad de predador, levantó otravez la vista hasta encontrar mis ojos.

La fuerza completa de ese podersalvaje, implacable, de alto lord estabapuesta en mí, en mí solamente… y sentíla tormenta contenida por debajo de supiel, capaz de arrasar todo lo que yo

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era, incluso en ese estado de debilidad.Pero confiaba en él, confiaba en micapacidad para aguantar ese poderincreíble. Podía arrojarle todo lo que yoera y él no retrocedería.

—Dámelo todo —dije jadeando.Él se lanzó, una bestia por fin sin

riendas.Fuimos un remolino de piernas,

brazos y dientes y le arranqué el resto dela ropa hasta que estuvo todo en elsuelo; después le arañé la piel hasta quele dejé marcada la espalda, los brazos.Había sacado las garras, pero esasarmas letales fueron devastadoramenteamables sobre mis caderas. Después sedeslizó entre mis muslos y me devoró, y

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se detuvo solo cuando yo temblé y merendí. Yo gemía su nombre en elmomento en que se metió en mí con unempuje poderoso, lento, que hizo que meconvirtiera en partículas a su alrededor.

Nos movimos juntos, interminables ysalvajes, en llamas, y cuando me dejécaer al abismo por segunda vez, él rugióy se unió a mí.

Me dormí entre sus brazos y horasdespués, cuando desperté, volvimos ahacer el amor, con intensidad y lentitud,un fuego que ardía despacio frente a lahoguera salvaje que habíamos encendidoantes. Una vez que los dos estuvimos

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satisfechos, jadeando, bañados en sudor,nos quedamos un rato en silencio yrespiré el olor terrenal y crujiente deTamlin. Nunca sería capaz de capturareso…, nunca podría pintar la sensacióny el sabor del alto lord, lo intentara lasveces que lo intentase, usara los coloresque usase.

Tamlin trazó círculos perezosossobre mi vientre plano y murmuró:

—Deberíamos dormir. Tienes unviaje muy largo por delante mañana.

—¿Mañana? —Me senté en la cama,la espalda recta, y no me importó estardesnuda, no después de que él lo hubieravisto todo, probado el sabor de todo.

Su boca era una línea fina.

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—Al amanecer.—Pero es…Él se sentó con un movimiento ágil.—Por favor, Feyre.«Por favor». Tamlin se había

inclinado hasta el suelo frente aRhysand. Por mí. Se alejó hacia el bordede la cama.

—¿Adónde vas?Me miró por encima del hombro.—Si me quedo, no vas a poder

dormir nada.—Quédate —le dije—. Prometo no

hacer nada con las manos. —Mentira…,una mentira absoluta.

Él me sonrió a medias, una sonrisaque me dijo que también lo sabía, pero

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volvió a acostarse e hizo un nido paramí entre sus brazos. Pasé un brazo sobresu cintura y apoyé la cabeza en el huecode su hombro.

Me acarició el pelo con calma. Noquería dormirme, no quería desperdiciarni un minuto, pero un cansancio inmensome estaba llevando lejos de laconciencia hasta que lo único que notéfue el roce de sus dedos en el pelo y elsonido de su respiración.

Tenía que marcharme. Justo cuandoese lugar se había convertido en algomás que un santuario, justo cuando laorden del suriel se había convertido enuna bendición y Tamlin en mucho muchomás que un salvador o un amigo…

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Me iba. Tal vez pasarían años hastaque volviera a ver esa casa, años hastaque oliera el perfume de la rosaleda,hasta que viera de nuevo esos ojos conpuntos dorados. Me sentía en casa, sí,esa era mi casa.

Cuando la conciencia me abandonópor fin, pensé que lo oía hablar, la bocacerca de mi oído.

—Te amo —susurró, y me besó lafrente—. Con espinas y todo. —Se habíaido cuando me desperté y supuse que lohabía soñado.

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CAPÍTULO

28

No hay mucho que decir sobre lospreparativos para el viaje y lasdespedidas. Me sorprendí cuando Alis

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me vistió con una ropa muy distinta delas que elegía siempre…, algo lleno devolantes y apretado e incómodo en lospeores lugares. Una moda entre los ricosmortales, sin duda. El vestido estabahecho con capas de seda de color rosapálido y adornado con puntillas blancasy azules. Me puso un abrigo corto,ligero, de lino blanco, y encima de lacabeza un absurdo sombrerito de colormarfil, sin duda solo un adorno. Penséque hasta me daría una sombrilla quehiciera juego.

Se lo dije a Alis y ella chasqueó lalengua.

—¿Cómo es que no hay llanto en ladespedida?

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Yo tironeé de los guantes, inútiles yendebles.

—No me gustan las despedidas. Sipudiera, me iría por la puerta sin decirnada.

Alis me miró profundamente.—A mí tampoco me gustan las

despedidas.Me dirigí hacia la puerta, y a pesar

de mí misma, dije:—Espero que puedas estar con tus

sobrinos muy pronto.—Haced todo lo que podías con

vuestra libertad —fue lo único que dijoella. Cuando bajé encontré a Lucien, quese burló de mi vestimenta en cuanto mevio.

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—Esa ropa es suficiente paraconvencerme de que jamás quiero ir alreino humano.

—No estoy segura de que el reinohumano supiera qué hacer contigo —repliqué yo.

La sonrisa de Lucien era nerviosa,sus hombros estaban tensos cuando miródetrás de mí, donde esperaba Tamlinjunto a un carruaje dorado. Cuando estese dio la vuelta, él entrecerró el ojometálico.

—Creí que eras más inteligente.—Adiós a ti también —dije. No era

algo que yo hubiese elegido, no era miculpa que me hubieran ocultado la partemás importante del conflicto. Aunque no

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habría podido hacer nada contra laplaga, o contra las criaturas invasoras, ocontra Amarantha…, fuera quien fueseella.

Lucien negó con la cabeza y sucicatriz se hizo más visible bajo el solbrillante. Se acercó caminando haciaTamlin, a pesar del gruñido deadvertencia del alto lord.

—¿Ni siquiera vas a darle unos díasmás? ¿Unos pocos… antes de mandarlade vuelta a ese basurero humano? —exigió saber.

—Esto no está en discusión —ladróTamlin, señalando hacia la casa—. Teveré en el almuerzo.

Lucien lo miró un momento con los

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ojos muy abiertos, escupió en el suelo yvolvió a subir la escalera furioso.Tamlin dejó que se fuera.

Si hubiera pensado un poco más enlas palabras de Lucien tal vez le habríagritado algo, pero… el pecho se mevació cuando estuve frente a Tamlinjunto al carruaje dorado, las manoscubiertas de sudor bajo los guantes.

—Recuerda lo que te dije —manifestó con preocupación. Asentí conla cabeza. Estaba demasiado ocupadamemorizando las líneas de su cara paracontestarle. ¿Se refería a lo que yo creíaque él me había dicho esa noche…, queme amaba? Me moví sin cambiar delugar; los pies ya me dolían en los

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zapatitos de charol blanco que me habíaimpuesto Alis—. El reino mortal siguesiendo seguro… para ti, para tu familia.—Asentí nuevamente, preguntándome siestaba intentando persuadirme de queabandonara nuestro territorio, de quenavegara hacia el sur, pero eraconsciente de que me negaría a estar tanlejos del muro, tan lejos de él. Quevolver con mi familia era la mayordistancia que estaba dispuesta a permitirentre los dos.

—Mis cuadros… son tuyos —dije,porque no se me ocurría nada mejor queexpresara mis sentimientos, queexplicara lo mucho que me dolía que meestuviera enviando lejos y el terror que

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me causaba el carruaje que se elevabajunto a mí como un monstruo.

Me levantó el mentón con un dedo.—Vamos a volver a vernos. —Me

besó y se apartó con rapidez. Traguésaliva, luchando contra el escozor quesentía en los ojos—. Te amo, Feyre.

Giré en redondo antes de que se menublara la vista, pero él estaba ahí paraayudarme a subir al opulento carruaje.Miró cómo me sentaba a través de lapuerta abierta; su cara era una máscarade calma.

—¿Lista?No, no, yo no estaba lista, no

después de la noche anterior, no despuésde todos esos meses. Pero asentí. Si

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Rhysand volvía, si esa Amarantha erauna amenaza tan grande, si yo era tansolo alguien más a quien Tamlin tuvieraque defender…, tenía que irme.

Cerró la puerta, me encerró dentrocon un clic que resonó en todo micuerpo. Se inclinó sobre la ventanaabierta para acariciarme la mejilla, y yohabría jurado que sentí cómo se mequebraba el corazón. El cochero hizorestallar el látigo.

Los dedos de Tamlin me rozaron laboca. El carruaje dio un salto cuando losseis caballos blancos empezaron aandar. Me mordí el labio para evitar quetemblara.

Tamlin me sonrió una última vez.

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—Te amo —dijo, y dio un pasoatrás.

Yo debería haberlo dicho, deberíahaber dicho esas palabras, sí. Pero seme atragantaron en la garganta… por loque él tenía que afrontar, porque tal vezél no volviera a buscarme a pesar de supromesa, porque por debajo de todo esoél era un inmortal y yo envejecería ymoriría. Tal vez él estuviera siendosincero ahora, tal vez la noche anteriorhabía sido tan inquietante para él comopara mí, pero no quería convertirme enun problema. No quería ser otro pesosobre esos hombros.

Así que no dije nada mientras elcarruaje se alejaba. Y no miré atrás

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cuando cruzamos las puertas de lamansión y entramos en el bosque.

Apenas lo hicimos, me llegó a la nariz elolor de la magia y me sentí arrastradahacia un sueño profundo. Estaba furiosacuando me desperté. Me preguntaba porqué había sido necesario ese hechizo,pero el aire estaba lleno del ruidopoderoso de los cascos contra losadoquines de la calle. Me froté los ojos,miré por la ventana y vi un sendero queascendía por una ladera flanqueado deplantas y flores. Nunca había estado allí.

Traté de captar todos los detallesque pudiera mientras el carruaje se

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detenía frente a un castillo de mármolblanco y techos de color esmeralda…,casi tan grande como la mansión deTamlin.

Las caras de los sirvientes que seacercaron me eran desconocidas, ymantuve una expresión impávidamientras tomaba la mano del lacayo ysalía del carruaje.

Humano. Él era totalmente humano,con esas orejas redondas, esa caraenrojecida, esa ropa.

Los otros sirvientes también eranhumanos, todos inquietos, para nadaparecidos a la completa tranquilidad conla que se movían los altos fae. Criaturassin gracia, no terminadas, criaturas

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terrenales de sangre.Los sirvientes me miraban pero no

se acercaban…, incluso se alejaban.¿Tan fabuloso era mi aspecto? Me erguífrente al despliegue de movimiento ycolores que salía por la puerta principal.

Reconocí a mis hermanas antes deque ellas me vieran. Vinieron hacia míarreglándose los suntuosos vestidos, lascejas levantadas con sorpresa frente aese carruaje dorado.

La sensación de hundimiento quetenía en el pecho empeoró bruscamente.Tamlin había dicho que se estabaocupando de mi familia, pero eso…

Nesta habló primero. Hizo unareverencia profunda. Elain la imitó

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después.—Bienvenida a nuestra casa… —

dijo Nesta en un tono un pocoinexpresivo, los ojos clavados en elsuelo—, lady…

Yo solté una risa aguda.—Nesta… —dije, y ella se puso

rígida. Volví a reírme—. ¿No reconocesa tu propia hermana?

Elain jadeó.—¿Feyre? —Dio un paso hacia mí,

pero se detuvo—. Entonces, ¿qué hapasado con la tía Ripleigh? ¿Está…?¿Murió?

Esa era la historia, recordé: que yohabía ido a cuidar a una tía rica, perdidahacía ya mucho tiempo. Asentí. Nesta

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examinó mi ropa y el carruaje; las perlasque le adornaban el pelo castaño doradobrillaron a la luz del sol.

—Te dejó su fortuna —dijo despuéscon simpleza. No era una pregunta.

—¡Deberías habernos avisado,Feyre! —dijo Elain, que seguía con laboca abierta—. Ah, qué horrible…Estuviste sola allí cuando murió,pobre… Papá se va a sentir muy malcuando sepa que no pudo ir al funeral ypresentarle sus respetos.

Cosas tan… tan simples: parientesque se mueren, fortunas que se heredan ymostrar respeto. Y sin embargo… sealejó de mí un peso que yo ni siquierasabía que sentía. Esas eran las únicas

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cosas que les preocupaban.—¿Por qué estás tan callada? —dijo

Nesta. Seguía manteniendo la distancia.Había olvidado la inteligencia de

sus ojos, su frialdad. Mi hermana mayorestaba hecha de otro material, algo másduro y más fuerte que huesos y sangre.Era tan diferente como yo de loshumanos que la rodeaban.

—Me… me alegro de ver cómo hanmejorado las cosas por aquí —me lasarreglé para decir—. ¿Qué pasó? —Elconductor, que llevaba un hechizo paraparecer humano, sin ninguna máscara ala vista, empezó a bajar las maletas y aentregárselas al lacayo. No me habíadado cuenta de que Tamlin había

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ordenado también hacer mi equipaje.Elain sonrió de oreja a oreja.—¿No recibiste nuestras cartas? —

No recordaba, o tal vez ni siquiera sabíaque, de todos modos, yo no hubiera sidocapaz de leerlas. Cuando negué con lacabeza, se quejó de la inutilidad delcorreo, y después dijo—: ¡Ah, no lo vasa creer! Casi una semana después de quete fueras a cuidar a la tía Ripleigh, llegóun desconocido y le pidió a papá quetomara parte en un negocio que estaballevando a cabo… Papá dudó porque laoferta era demasiado buena, pero eldesconocido insistió tanto que papáaceptó. Y el hombre le dio un baúl deoro ¡solamente por aceptar! En un mes el

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hombre había duplicado la inversión, ydesde ese momento el dinero entró araudales. ¿Y sabes qué? ¡Encontraronlos barcos que se habían hundido enBharat! ¡Enteros, con todas lasganancias de papá!

Tamlin… Tamlin había hecho todoeso por ellos. Traté de no pensar en elcreciente vacío que sentía en el pecho.

—Pareces tan sorprendida comonosotras, Feyre —dijo Elain, y me dio elbrazo—. Ven, pasa. ¡Vamos a mostrartela casa! No tenemos una habitacióndecorada para ti porque pensábamos queibas a estar con la pobre tía Ripleighunos meses más, pero tenemos tantosdormitorios que, si quisieras, podrías

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dormir en uno diferente cada noche…Observé a Nesta por encima del

hombro; mi hermana me vigilaba conuna mirada carente de expresión. Asíque no se había casado con TomasMandray, después de todo.

—Papá se va a desmayar cuando tevea —parloteó Elain, dándomepalmaditas en la mano mientras meescoltaba hacia la puerta principal—. ¡Oquizá dé un baile en tu honor!

Nesta nos siguió. Una presenciacallada, al acecho. No quería saber loque estaba pensando mi hermana. Noestaba segura de si sentirme furiosa oaliviada frente al hecho de que se lashubieran arreglado tan bien sin mí… Me

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preguntaba si Nesta no sentiría lomismo.

Los cascos de los caballos sonaronsobre los adoquines y el carruajeempezó a bajar por el sendero deentrada, alejándose de mí, de vueltahacia mi verdadero hogar, de vueltahacia Tamlin. Tuve que hacer un enormeesfuerzo para no correr tras él.

Tamlin me había dicho que meamaba y yo había comprobado la verdadde esa declaración cuando hicimos elamor; y después él me había enviadolejos para ponerme a salvo, me habíaliberado del tratado. Porque la tormentaque estaba a punto de desatarse sobrePrythian, fuera lo que fuese, sería tan

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brutal que ni siquiera un alto lord podríahacerle frente.

Tenía que quedarme: lo másinteligente era quedarme donde estaba.Pero no conseguía dominar la sensaciónde que, a pesar de las órdenes deTamlin, había cometido un error muymuy grande al aceptar irme, y esasensación era como una sombra cadavez más oscura dentro de mí. «Quédatecon el alto lord», había dicho el suriel.Su único consejo.

Borré la idea de mi mente cuando via mi padre llorar y propuso dar un baileen mi honor. Y aunque yo sabía que lapromesa que le había hecho a mi madreestaba cumplida, aunque sabía que ya

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estaba libre de esa promesa y que mifamilia siempre estaría bien cuidada…,la sombra creciente, cada vez más larga,era un peso sobre mi corazón.

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CAPÍTULO

29

Inventar historias sobre el tiempo quehabía pasado con la tía Ripleigh meexigió un esfuerzo mínimo. Dije que le

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leía todos los días, que me habíaenseñado cómo comportarme desde sulecho de enferma y que la había cuidadohasta que, hacía quince días, habíamuerto dejándome toda su fortuna.

¡Y vaya fortuna!: los baúles que meacompañaban no contenían ropasolamente; varios estaban llenos de oroy joyas. No joyas talladas, sino piezasen bruto, enormes, que hubieran podidocomprar mil mansiones.

Papá estaba haciendo el inventariode esas joyas. Se había encerrado en elestudio que daba al jardín, dondeestábamos sentadas en la hierba conElain. Lo veía a través de la ventana,inclinado sobre el escritorio con una

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pequeña balanza pesando un rubí enbruto del tamaño de un huevo de pato.Se le había aclarado la vista de nuevo yse movía con una gran precisión, unavitalidad que no había visto en él desdeantes de la decadencia familiar. Hasta lacojera le había mejorado como pormilagro con un tónico y un ungüento queun sanador desconocido de paso por laaldea le había entregado sin cobrarlenada. Habría quedado en deuda conTamlin solamente por ese regalo.

Ya no se lo veía con los hombroscaídos ni con la vista baja, nublada.Ahora papá sonreía con libertad, se reíacon facilidad, y siempre estaba mimandoa Elain, que a su vez lo mimaba a él.

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Nesta, en cambio, todo el tiempo estabacallada y vigilante, nunca contestaba aElain con más de una palabra o dos.

—Esos bulbos —dijo Elain, yseñaló con una mano enguantada ungrupo de flores rojas y blancas—provienen de los campos de tulipanesdel continente. Papá prometió que lapróxima primavera me va a llevar averlos. Dice que hay kilómetros ykilómetros de esos campos llenos deflores. —Le dio unas palmaditas alsuelo fértil, oscuro. El jardincito debajode la ventana era suyo: había elegidocada uno de los brotes y los arbustos ylos había plantado con sus propiasmanos; no quería que nadie más lo

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cuidase. Hasta regaba y sacaba lasmalas hierbas. Aunque, admitió, lossirvientes la ayudaban a llevar lospesados baldes de agua. Se habríamaravillado si hubiese estado frente aesas flores que nunca se secaban en laCorte Primavera, habría llorado frente alos jardines a los que yo me habíaacostumbrado.

—Deberías venir conmigo —siguióElain—. Nesta no quiere porque diceque no le apetece arriesgarse a cruzar elmar, pero tú y yo… Ah, lo pasaríamosmuy bien, ¿no crees?

La observé de perfil. Mi hermanasonreía satisfecha…, más bonita quenunca, incluso con ese vestido sencillo

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de muselina que usaba para las tareas dejardinería. Tenía las mejillas rojasdebajo del sombrero grande y holgado.

—Creo… creo que me gustaría verel continente —dije.

Eso era cierto, me di cuenta en esemomento. Había tanto en el mundo queno había visto, que ni siquiera habíapensado en visitar. Que ni siquiera habíapodido soñar con visitar.

—Me sorprende que estés tanansiosa por irte la próxima primavera—dije—. ¿La primavera no es justo lamitad de la temporada? —La temporadade actos sociales, que aparentementehabía terminado hacía apenas unassemanas, llena de fiestas, bailes y

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almuerzos, y chismes, chismes, chismes.Elain me había contado todo eso en lacena de la noche anterior, sin notar quepara mí suponía un esfuerzo tragarme lacomida. La carne, el pan, las verduras,todo era igual, y todo era ceniza cuandome llegaba a la boca, ceniza cuando locomparaba con lo que había comido enPrythian—. Y me sorprende que notengas una fila de pretendientes en lapuerta, de rodillas, pidiendo tu mano.

Elain se puso roja pero clavó lapalita en el suelo para sacar un hierbajo.

—Sí…, bueno, habrá otrastemporadas. Nesta no te lo ha dicho,pero esta temporada ha sido… algo rara.

—¿De qué manera?

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Ella encogió los hombros delgados.—Todos actuaban como si

hubiéramos estado enfermos duranteocho años o nos hubiéramos ido de viajea un país lejano…, no a unos pocospueblos de distancia, en esa choza. Escomo si lo hubiéramos soñado todo…,lo que nos pasó en esos años, quierodecir. Nadie comentaba una sola palabrade eso.

—¿Y tú pensabas que iban a deciralgo? —Si éramos tan ricos comosugería la casa, seguramente habíamuchas familias dispuestas a olvidar lamancha de nuestra anterior pobreza.

—No…, pero me hizo… me hizodesear volver a esos años, a pesar del

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hambre y el frío. Esta casa parece tangrande a veces, y papá siempre estáocupado, y Nesta… —Miró por encimadel hombro hacia mi hermana mayor,que estaba junto a un árbol retorcido,contemplando el vasto territorio denuestras tierras. La noche anterior, Nestacasi no me había dirigido la palabra, yno me había hablado en absoluto duranteel desayuno. A mí me había sorprendidoque se nos uniera en el jardín, pero sequedó junto al árbol casi todo el tiempo—. Nesta no terminó la temporada. Noquiso decirme por qué. Empezó arechazar todas las invitaciones. Ya casino habla con nadie y me siento muy malcuando mis amigos vienen de visita,

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porque ella los incomoda mucho cuandolos mira de esa forma… —Elain suspiró—. Tal vez podrías hablar con ella.

Pensé en decirle a Elain que Nesta yyo no habíamos tenido una conversacióncivilizada en años, pero entonces, ellaagregó:

—Fue a verte, no sé si lo sabes…Yo parpadeé y la sangre se me heló

en las venas.—¿Qué?—Bueno, se fue solamente una

semana y dijo que se le estropeó elcarruaje cuando no había hecho ni lamitad del camino, y que por eso volvió.Pero claro, tú no lo sabes, nuncarecibiste las cartas.

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Miré a Nesta, de pie, tan quieta bajolas ramas; la brisa del verano moviendola falda de su vestido. ¿Me había ido abuscar y se lo había impedido la magia,un hechizo que le había lanzado Tamlin?

Me volví hacia el jardín y descubríque Elain tenía los ojos fijos en mí.

—¿Qué?Elain negó con la cabeza y continuó

arrancando hierbajos.—Pareces… Estás tan diferente.

Incluso suenas diferente.Era verdad. La noche anterior me

había costado creer a mis propios ojoscuando me vi en un espejo del vestíbulo.Tenía la misma cara, pero había… habíaun brillo en mí, una especie de luz que

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era casi indetectable. Sabía sin ningunaduda que eso era por haber pasado untiempo en Prythian, que toda esa magiase me había pegado de alguna forma.Temía el día en que se desvaneceríapara siempre.

—¿Pasó algo en casa de tíaRipleigh? —preguntó Elain—.¿Conociste… a alguien?

Me encogí de hombros y arranquédel suelo una mala hierba que crecíacerca de mi mano.

—Buena comida y mucho descanso,eso solamente.

Pasaron los días. La sombra que llevaba

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dentro de mí siguió teniendo el mismopeso; aborrecía hasta la idea de pintar.En lugar de eso, pasaba casi todo eltiempo con Elain en su jardincito. Mesentía satisfecha con solo escuchar cómohablaba acerca de cada arbusto, cadaflor, acerca de sus planes para empezarotro jardín cerca del invernadero, talvez una huerta si conseguía aprender losuficiente sobre cómo trabajarla en lospróximos meses.

En ese lugar de la casa, Elainparecía llena de vida y tenía una alegríacontagiosa. No había sirviente ojardinero que no le sonriera, y hasta lacocinera en jefe, siempre cortante,buscaba excusas para llevarle platos de

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galletas y tartas en distintos momentosdel día. A mí me maravillaba que todosesos días de pobreza no le hubieranrobado la luz. Tal vez la habíanentristecido un poco, pero ella eragenerosa, cariñosa y estaba llena deamabilidad; una mujer que a mí meenorgullecía conocer y llamar hermana.

Papá terminó de contabilizar misjoyas y el oro. Yo eraextraordinariamente rica. Invertí unpequeño porcentaje en sus negocios, ycuando vi la suma impresionante que mequedaba, hice que me entregara variasbolsas de dinero y salí de la mansióncon ellas en las manos.

La mansión quedaba a solo cinco

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kilómetros de nuestra choza derruida yel camino me era conocido. No meimportó que el ruedo del vestido seensuciara en el lodo del senderoembarrado. Me gustaba escuchar elviento en los árboles y oír el susurro dela hierba alta. Si me dejaba ir losuficiente en mis recuerdos, conseguíaimaginarme en una caminata con Tamlina través de los bosques.

No tenía razones para creer quevolvería a verlo pronto, pero cada nocheme iba a la cama rezando paradespertarme en su mansión o recibir unmensaje pidiéndome que volviera a sulado. Pero mucho peor que mi desilusiónporque nada de eso había sucedido era

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el miedo terrible, insistente, que sentíacuando pensaba que él estaba en peligro,que Amarantha, fuera quien fuese, leharía daño de alguna forma.

«Te amo». Casi oía esas palabras,casi lo oía diciéndolas, casi veía la luzdel sol sobre su cabello dorado, sobreel verde deslumbrante de sus ojos. Casisentía su cuerpo apretado contra el mío,los dedos de él sobre mi piel.

Llegué a una curva en el camino, unade esas curvas que conocía tanto quehabría podido recorrerla con los ojoscerrados, y ahí estaba.

Tan pequeña…, era tan pequeña laque había sido nuestra choza. El antiguojardín de Elain era un montón de

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hierbajos y algunas flores silvestres, ylas marcas para alejar a los inmortalesseguían talladas en el umbral de piedra.Habían reemplazado la puerta principal—destruida la última vez que yo lahabía visto—, pero uno de los panelesde las ventanas circulares seguía roto.El interior estaba oscuro, y en el suelono se veían marcas de ningún tipo.

Volví a recorrer el sendero invisibleque había seguido todas las mañanas através de la hierba alta, desde la puertade la casa hasta la línea de árboles. Elbosque…, mi bosque.

Me había parecido tan terroríficoentonces, tan letal, hambriento y brutal.Y ahora parecía… de lo más normal.

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Volví a mirar esa casa oscura, triste,el lugar que había sido una prisión paramí. Elain me había dicho que laextrañaba, y yo me pregunté qué veíaella cuando miraba la choza. Mepregunté si vería un refugio en lugar deuna prisión, un refugio contra un mundoque tan pocas cosas buenas tenía…Aunque ella siempre había tratado deencontrarlas, a pesar de que a mí eseintento me pareciera tonto e inútil.

Ella había mirado esa choza conesperanza; yo la había mirado con odio.Ahora sabía cuál de las dos era la másfuerte.

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CAPÍTULO

30

Tenía algo más que hacer antes devolver a la mansión de mi padre. Losaldeanos que alguna vez se habían

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burlado de mí o me habían ignorado seme quedaron mirando con la bocaabierta, y algunos se cruzaron en micamino para preguntar por mi tía y mifortuna. Fui firme y cortés, aunque menegué a conversar con ellos, a ofrecerlesnada que pudieran usar como chismemás tarde. Pero de todos modos mellevó tanto tiempo llegar a la partepobre de la aldea que para cuando llaméa la puerta de la primera choza casi enruinas, estaba exhausta.

Los pobres de nuestra aldea nohicieron preguntas en cuanto les entreguélas bolsitas de plata y oro. Trataron derehusarlas, algunos ni siquiera mereconocieron, pero yo les dejé el dinero

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de todos modos. Era lo menos que podíahacer.

Mientras volvía a la mansión de mipadre me crucé con Tomas Mandray ysus compinches; estaban ahí, sin hacernada, junto a la fuente de la aldea.Charlaban sobre una casa que se habíaquemado hasta los cimientos con unafamilia atrapada en su interior hacía unasemana, y se preguntaban si no habríaalgo que rescatar de entre las cenizas.Tomas me miró durante un largo rato, losojos pegados a mi cuerpo y una mediasonrisa que ya le había visto ofrecer alas chicas de la aldea unas cien veces.¿Por qué había cambiado de idea mihermana? Lo miré sin bajar los ojos y

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seguí adelante.Ya estaba casi fuera del pueblo

cuando la risa de una mujer tintineósobre las piedras, y al girar en unaesquina me encontré cara a cara conIsaac Hale y una joven regordeta quetenía que ser su nueva esposa. Iban delbrazo, los dos sonreían, los ojosencendidos desde dentro.

La sonrisa de él se quebró cuandome vio.

Humano…, parecía tan humano conesos miembros flacos, esa figura simpley agradable, pero la sonrisa que tenía unmomento antes lo había transformado enotra cosa.

La esposa nos miró a los dos, tal vez

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algo nerviosa. Como si lo que ella sentíapor él, fuera lo que fuese —el amor queyo había visto brillar en esa cara—,fuera tan nuevo, tan inesperado, quetemía que se acabara en cualquiermomento. Educadamente, Isaac inclinóla cabeza para saludarme. La última vezque lo había visto no era más que unchico; sin embargo, la persona que ahorase me acercaba era distinta… Fuera cualfuese el sentimiento que había florecidoentre él y su esposa lo había convertidoen un hombre.

Nada…, no había nada en micorazón ni en mi alma para él, nadaexcepto una vaga sensación de gratitud.

Después de unos pocos pasos nos

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dejamos atrás. Le sonreí a él, les sonreía los dos, e incliné la cabeza mientras ledeseaba el bien con todo mi corazón.

El baile que mi padre daba en mi honorse llevaría a cabo dentro de unos días yla casa ya era un frenesí de actividad.Tanto dinero malgastado en cosas quenunca, en ningún momento, habíamossoñado con volver a tener. Le habríarogado que no lo desperdiciara en eso,pero Elain era la encargada deplanificarlo y de conseguirme un vestidoen el último momento y… bueno, erasolamente una noche. Una noche en laque tendría que tolerar a personas que

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nos habían cerrado la puerta y noshabían dejado morir de hambre duranteaños.

El sol estaba cerca del horizontecuando dejé el trabajo de ese día: cavarun parterre cuadrado para la nuevahuerta de Elain. Los jardineros se habíanhorrorizado cuando una persona más dela familia había elegido esa actividad…,como si nosotras fuéramos a hacerlotodo y eso significara que pensábamosdejarlos sin trabajo. Les aseguré que notenía buena mano para las plantas y quelo único que quería era tener algo quehacer durante el día.

Pero todavía no sabía qué haría conmi semana, o mi mes, o lo que viniera

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después, fuera el tiempo que fuese. Si laplaga seguía creciendo al otro lado delmuro, si esa Amarantha mandaba a suscriaturas para aprovecharse de ello…Era difícil no concentrarme en la sombraque había en mi corazón, la sombra queme seguía paso a paso. No había tenidoganas de pintar desde mi llegada, y ellugar desde el que venían todos loscolores, las formas y las luces estabaquieto, callado y triste dentro de mí.Pronto, me dije. Pronto compraríapintura y empezaría de nuevo.

Clavé la pala en el suelo y puse elpie encima. Descansé un momento. Talvez los jardineros se habían horrorizadocuando vieron la túnica y los pantalones

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que me había puesto. Uno de ellos saliócorriendo y me ofreció uno de esossombreros grandes, holgados, que usabaElain. Lo acepté solo paracomplacerlos, pues tenía la piel tostaday pecosa por los meses que habíapasado dando vueltas por las tierras dela Corte Primavera.

Observé mis manos, aferradas a laparte superior de la pala. Callosas yllenas de cicatrices, líneas de suciedadbajo las uñas. Seguramente sehorrorizarían si me veían cubierta demanchas de pintura.

—Aunque te las lavaras, no habríaforma de esconderlo —dijo Nesta detrásde mí. Llegaba caminando desde el

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árbol bajo el que le gustaba sentarse—.Para hacer vida social tendrías que usarguantes y no sacártelos nunca.

Llevaba puesto un vestido sencillo,de color lavanda claro; el pelo recogidoa medias y suelto detrás en una cortinadorada. Hermosa, imperial, serena comouna de las altas fae.

—Tal vez no quiero entrar en elmundo de los círculos sociales de estaaldea —dije, volviendo a mirar la pala.

—Entonces ¿por qué te molestas enquedarte? —Una pregunta aguda, fría.

Hundí la pala en la tierra; medolieron los brazos y la espalda cuandotiré a un lado una palada de tierra oscuray hierba.

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—Es mi casa, ¿verdad?—No, no es tu casa —dijo ella

directa. Volví a meter la pala en la tierracon un golpe seco—. Yo creo que tucasa está en algún lugar, muy lejos.

Me detuve. Dejé la pala en el sueloy me di la vuelta despacio para quedarfrente a ella.

—La casa de la tía Ripleigh…—No hay ninguna tía Ripleigh. —

Nesta metió la mano en el bolsillo y tiróalgo a la tierra removida.

Era un pedazo de madera, como si lohubieran arrancado de algún sitio.Pintado sobre la superficie había unbrote de viña y unas flores de dedalera.Flores pintadas en un tono de azul que

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no era el correcto.Perdí el aliento. Todo ese tiempo…,

todos esos meses…—El truquito de tu bestia no

funcionó conmigo —dijo ella con un filode acero implacable en la voz—.Aparentemente, para que el hechizo nofuncione, lo único que hace falta es unavoluntad de hierro. Así que vi cómopapá y Elain pasaban de la histeria y elllanto desatado a nada de nada. Tuveque oírlos hablar de la suerte que habíastenido, lo bueno que había sido que tehubieran mandado llamar de la casa deuna tía inventada, qué desastre que unviento fuerte de invierno hubieradestruido la puerta. Y pensé que me

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había vuelto loca…, pero cada vez quelo pensaba, miraba esa parte pintada dela mesa, las marcas de las garras másabajo, y sabía que el problema no estabaen mi cabeza.

Nunca había oído decir que unhechizo pudiera fracasar así. Pero lamente de Nesta siempre había sidosolamente suya. Había levantado a sualrededor paredes tan fuertes, de hierroy acero y madera de fresno, que hasta lamagia de un alto lord se había quebradocontra ellas.

—Elain dijo… dijo que habías ido avisitarme. Que lo intentaste…

Nesta soltó un resoplido, la caraseria y llena de esa furia que se contiene

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durante mucho tiempo, una furia que ellanunca había dominado.

—Él te llevó hacia la noche y dijono sé qué estupidez sobre el tratado. Ydespués todo siguió adelante, como sinunca hubiera pasado nada. No estuvobien. Nada de eso estuvo bien.

Las manos me cayeron a loscostados.

—Trataste de buscarme —dije—.Fuiste hasta Prythian a buscarme.

—Llegué hasta el muro. No encontréun lugar por dónde pasar. —Levanté unamano temblorosa y me la llevé a lagarganta.

—¿Caminaste dos días hasta allí ydos días de vuelta… a través del

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bosque, en invierno?Ella se encogió de hombros mirando

la astilla que había arrancado de lamesa.

—Le pagué a esa mercenaria de laaldea para que me llevara. Una semanadespués de que te fueras. Con el dinerode la piel del lobo. Ella era la única queparecía… bueno, que me creía.

—¿Hiciste eso… por mí?Los ojos de Nesta, mis ojos, los ojos

de nuestra madre, se encontraron con losmíos.

—Aquello no estuvo bien —dijo denuevo. Tamlin se había equivocadocuando hablamos sobre ello: si mi padreiría a buscarme alguna vez…, si mi

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padre no tenía el coraje, no tenía esarabia. Como mucho, le habría pagado aalguien para que lo hiciera. Pero Nestalo había hecho, con la mercenaria. Mihermana odiosa, fría, había estadodispuesta a enfrentarse a Prythian pararescatarme.

—¿Qué pasó con Tomas Mandray?—le pregunté. Mis palabras salieronestranguladas.

—Me di cuenta de que no iba aacompañarme a salvarte de Prythian. —Y para ella, con ese corazón rabioso,que no cedía, ese descubrimiento habíasido una línea imposible de cruzar.

Miré a mi hermana, la miré en serio,esa mujer que no toleraba a los

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aduladores que la rodeaban ahora, quenunca había pasado un día en el bosquepero se había metido en territorio delobos… Que había envuelto la pérdidade nuestra madre, después de la ruina,en una rabia congelada y una enormeamargura, porque ese enfado había sidouna línea para aferrarse a la vida; lacrueldad, un alivio. Pero a ella le habíaimportado, sí, en el fondo le habíaimportado, y tal vez amaba con mayorferocidad de lo que yo comprendía, másprofundamente y con mayor lealtad.

—Tomas nunca te mereció —dijecon suavidad.

Mi hermana no sonrió, pero una luzbrilló en esos ojos entre grises y azules.

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—Cuéntame todo lo que pasó —medijo. Fue una orden, no una petición.

Así que lo hice.Y cuando terminé la historia, Nesta

se me quedó mirando un largo rato ydespués me pidió que la enseñara apintar.

Enseñar a pintar a Nesta fue tanplacentero como yo esperaba y nos diouna excusa para evitar los sectores másfrenéticos de la casa, cada vez máscaótica a medida que se acercaba lafecha del baile. Era fácil conseguirpinturas y otros materiales, peroexplicarle mi manera de pintar,

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convencerla de que expresara lo quetenía en la mente, en su corazón… no loera tanto. Por lo menos copiaba mispinceladas con mano sólida y precisa.

Cuando salimos de la habitacióntranquila que habíamos preparado, lasdos manchadas de pintura y de carbón,en el castillo estaban terminando lospreparativos. Había lámparas decristales de colores en el largo senderode entrada, y dentro, guirnaldas yadornos de flores de todos los coloresen todas partes. Hermoso. Elain habíaseleccionado las flores en persona, unapor una, y había dado instrucciones alpersonal para colocarlas en ese orden.

Nesta y yo nos deslizamos escaleras

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arriba, pero cuando llegamos aldescansillo aparecieron mi padre yElain, cogidos del brazo.

La cara de Nesta se tensó. Mi padremurmuraba alabanzas a Elain, que lesonreía iluminada, y le apoyaba lacabeza en el hombro. Y yo me alegré porellos, por la comodidad y la facilidad dela vida que vivían, por la alegría en lascaras de mi padre y de mi hermana. Sí,tenían sus pequeñas penas, pero los dosparecían tan…, tan relajados.

Nesta cruzó el vestíbulo y yo laseguí.

—Hay días —dijo ella cuandopasamos por la puerta hacia suhabitación, que estaba justo frente a la

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mía— en que me dan ganas depreguntarle a papá si se acuerda de losaños en que casi nos morimos dehambre.

—Tú te gastabas cada una de lasmonedas que entraban en casa —lerecordé yo.

—Sabía que tú podías conseguirmás. Y si no, entonces quería ver si éliba a intentar hacerlo en lugar deponerse a tallar esas piezas de madera.Quería ver si realmente iba a pelear pornosotras. Yo no podía ocuparme denosotros, no como lo hacías tú. Y teodiaba por eso. Pero a él lo odiaba más.Lo sigo odiando.

—¿Él lo sabe?

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—Siempre ha sabido que lo odio,incluso antes de que fuéramos pobres. Éldejó que mamá se muriera… Tenía unaflota de barcos a su disposición parabuscar una cura en cualquier parte delmundo; podría haberle pagado a alguienpara que entrara en Prythian y les rogaraa los inmortales que nos ayudasen. Perola dejó morir…

—Él la amaba, Nesta…, lloró porella. —Pero yo no sabía cuál era laverdad… Tal vez las dos lo eran.

—La dejó morir. Tú irías hasta el findel mundo para salvar a tu alto lord.

Se me encogió el pecho de nuevo,pero solamente dije:

—Sí, es verdad. —Y me metí en mi

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habitación para prepararme.

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CAPÍTULO

31

El baile fue un no parar de danzas y depavoneo, de aristócratas enjoyadas, devino y de brindis en mi honor. Yo me

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quedé cerca de Nesta porque ellaparecía buena para espantar a lospretendientes demasiado curiosos quequerían más información sobre mifortuna. Pero traté de sonreír, aunquesolo fuera por Elain, que daba vueltaspor la habitación y saludabapersonalmente a cada uno de losinvitados y bailaba con todos los hijosde los personajes importantes.

Seguía pensando en lo que habíadicho Nesta, en lo que había comentadosobre salvar a Tamlin.

Yo sabía que algo andaba mal. Antesde irme, supe que él estaba enproblemas…, no solo por la plaga, sinotambién porque las fuerzas que se

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reunían para destruirlo eran letales y, sinembargo… sin embargo había dejado debuscar respuestas, había dejado deluchar. Qué egoísta, satisfecha por haberdejado de lado esa parte salvaje de míque había sobrevivido de hora en horasin pensar jamás en el futuro. Le habíapermitido mandarme a casa. No habíatratado de comprender en toda suprofundidad la información que habíareunido sobre la plaga o sobreAmarantha. No había tratado desalvarlo. Ni siquiera le había dicho quelo amaba. Y Lucien… Lucien lo habíasabido también, y me había mostrado ensus palabras amargas del último día ladesilusión que yo le había causado.

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Eran las dos de la madrugada y lafiesta no mostraba señales de terminar.Mi padre charlaba en una especie decorte con varios mercaderes y hombresde la aristocracia a los que ya me habíanpresentado y cuyos nombres habíaolvidado en un instante. Elain se reía enmedio de un círculo de hermosasamigas, brillantes y acaloradas. Nesta sehabía retirado a su habitación ensilencio, a medianoche, y yo no mepreocupé por saludar a nadie cuandofinalmente me deslicé escaleras arriba.

Al mediodía siguiente, todos con losojos rojos y en silencio, nos reunimos enla mesa del almuerzo. Les di las graciasa mi hermana y a mi padre por la fiesta y

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esquivé las preguntas sobre si me habíallamado la atención alguno de los hijosde sus amigos.

Había llegado el calor del verano yapoyé el mentón sobre el puño mientrasme abanicaba. Había dormido maldebido al bochorno de la noche anterior.En la mansión de Tamlin nunca hacíafrío ni calor.

—Estoy pensando en comprar lapropiedad de los Beddor —estabadiciendo mi padre. Hablaba con Elain,la única de nosotras que lo escuchaba—.He oído un rumor. Dicen que va a salir ala venta pronto porque nadie sobrevivió.Sería una buena inversión. Tal vez unade vosotras pueda construir ahí su casa

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cuando llegue el momento.Elain asintió interesada, pero yo

parpadeé.—¿Qué les pasó a los Beddor?—Ah, fue horrible —dijo Elain—.

Se quemó la casa. Murieron todos.Bueno, no encontraron el cuerpo deClare, pero… —Miró su plato—. Pasóen mitad de la noche… La familia, lossirvientes… Todos. El día antes de quevolvieras a casa…

—Clare Beddor —dije yo despacio.—Era amiga nuestra, ¿te acuerdas?

—me preguntó Elain. Asentí y noté losojos de Nesta sobre mí.

No… no, no podía ser… Era unacoincidencia…, tenía que ser una

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coincidencia, porque si no… Yo lehabía dado ese nombre a Rhysand. Y élno lo había olvidado.

Se me revolvió el estómago y luchécontra la náusea que se movía dentro demí.

—¿Feyre? —me llamó mi padreinteresándose por lo que me ocurría.

Puse mi mano temblorosa sobre losojos y respiré hondo. ¿Qué habíapasado? ¿Qué había pasado? No solo encasa de los Beddor, sino también encasa, en Prythian… ¿Qué había pasado?

—Feyre —dijo mi padre de nuevo.—Cállate —le espetó Nesta.Traté de luchar contra la culpa, el

asco, el terror. Tenía que conseguir

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respuestas, tenía que saber si había sidouna coincidencia, si tal vez todavíahabía tiempo para salvar a Clare. Y sialgo había pasado ahí, en el reinomortal, entonces en la CortePrimavera…, entonces esas criaturasque Tamlin había temido tanto, la plagaque había infectado la magia, lastierras…

Inmortales. Habían cruzado el muroy no habían dejado ningún rastro. Bajéla mano y miré a Nesta.

—Escúchame con mucho cuidado —le dije, y tragué saliva—. Todo lo que teconté tiene que seguir siendo un secreto.No vengas a buscarme. No vuelvas amencionar mi nombre a nadie.

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—¿De qué estás hablando, Feyre?—Mi padre me miraba con la bocaabierta desde el extremo de la mesa.Elain nos miró con rapidez, a mí, a mipadre, y se removió en el asiento.

Pero Nesta me sostuvo la mirada.Sin estremecerse, sin retroceder.

—Creo que algo muy malo estápasando en Prythian —dije consuavidad. Nunca supe qué señales dealerta había puesto Tamlin en loshechizos, cómo había preparado a mifamilia para huir al continente, pero nopensaba arriesgarme a confiar en esosolamente. No cuando los inmortales sehabían llevado a Clare y matado a todasu familia… por mi culpa. La bilis me

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quemó la garganta.—¡Prythian! —exclamaron mi padre

y Elain. Pero Nesta levantó una manopara hacer que se callaran.

—Si no queréis iros —continué—,contratad guardias…, exploradores quevigilen el muro, el bosque. La aldeatambién. —Me levanté de la silla—. Ala primera señal de peligro, al primerrumor que diga que los inmortales hanatravesado el muro o que hay algo…, nosé, cualquier cosa rara, comprad unpasaje en un barco y marchaos. Lejos,tan al sur como sea posible, a algúnlugar que a los inmortales no lesinterese.

Mi padre y Elain empezaron a

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parpadear, como si trataran de disiparuna niebla que les rodeaba la mente…,como si emergieran de un largo sueño.Pero Nesta me siguió al vestíbulo ysubió la escalera conmigo.

—Los Beddor —dijo—. Se suponíaque éramos nosotros. Pero tú les diste unnombre falso a esos inmortales queamenazaron a tu alto lord. —Asentí. Ypude vislumbrar lo que pasaba por sumente—. ¿Va a haber una invasión?

—No lo sé. No sé qué está pasando.Me dijeron que había una especie deenfermedad que había debilitado lospoderes o los había vuelto salvajes, unaplaga que había dañado la seguridad delas fronteras y hasta podía llegar a matar

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personas si adquiría suficiente fuerza.Dijeron… dijeron que estabafortaleciéndose de nuevo…, que estabaen movimiento. Según lo último quesupe, no se hallaba lo bastante cercacomo para tocar nuestras tierras. Pero sila Corte Primavera está a punto de caerquiere decir que la plaga se estáacercando, y Tamlin era uno de losúltimos bastiones para mantener a raya alas otras cortes…, las cortes másletales. Y creo que él está en peligro.

Entré en mi habitación y empecé aquitarme el vestido. Mi hermana meayudó, después abrió el guardarropa ysacó una túnica pesada, pantalones ybotas. Me las puse, y me estaba

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trenzando el pelo cuando ella dijo:—Nosotros no te necesitamos aquí,

Feyre. No mires atrás.Terminé de calzarme las botas y

busqué los cuchillos de caza que habíacomprado discretamente apenas llegué ala mansión.

—Papá te dijo una vez que novolvieras nunca —me recordó Nesta—,y yo te lo repito ahora. Nosotrospodemos cuidarnos solos.

Hace un tiempo yo habría pensadoque eso era un insulto, pero ahora loentendía, entendía el regalo que ella meestaba ofreciendo. Metí los cuchillos enlas fundas que llevaba en la cintura y mecolgué un carcaj de flechas en la espalda

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(ni una sola de fresno). Después busquéel arco.

—Mienten, pueden mentir —dije,dándole una información que esperabaque ella no tuviera que usar—. Losinmortales mienten y el hierro no losdaña en absoluto. Pero la madera defresno…, eso sí funciona. Usa el dineroque traje para comprar fresnos y queElain plante un buen bosque.

Nesta negó con la cabeza mientras seaferraba a la pulsera, el brazalete dehierro que seguía alrededor de sumuñeca.

—¿Qué crees que puedes hacer paraayudarlo? Él es un alto lord…, tú ereshumana solamente. —Eso tampoco era

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un insulto. Era la pregunta de una menteque calculaba con frialdad.

—No importa —admití, ya en lapuerta, que abrí con un gesto amplio—.Tengo que intentarlo.

Nesta se quedó en mi habitación. Noquería decirme adiós… Odiaba lasdespedidas tanto como yo.

Pero me volví hacia ella y le dije:—Hay un mundo mejor, Nesta. Hay

un mundo mejor ahí fuera, esperandoque lo encuentres. Y si alguna vez tengola oportunidad, si las cosas mejoran, sihay más seguridad…, volveré abuscarte.

Era lo único que podía ofrecerle.Pero Nesta echó los hombros hacia

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atrás.—No te molestes. No creo que me

gusten los inmortales, noparticularmente. —Levanté una ceja.Ella se encogió de hombros en un gestoleve y continuó—: Trata de mandar unmensaje y avisar de que estás bien. Ysí…, si papá y Elain pueden quedarsesolos aquí. Creo que me gustaría ver quémás hay allá fuera, qué puede hacer unamujer con una fortuna y un buen nombre.

«No hay límites», pensé. No habíalímites para lo que Nesta era capaz dehacer ella sola, por sí misma, cuandodescubriera un lugar que pudiera sentirsuyo. Recé por tener la suerte de poderver eso alguna vez.

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Para mi sorpresa, cuando bajé laescalera a toda velocidad, Elain ya mehabía hecho preparar una yegua, unabolsa con comida y algo de ropa parallevarme. No vi a mi padre. Pero Elainme echó los brazos al cuello, me abrazócon fuerza y me dijo:

—Me acuerdo…, ahora me acuerdode todo.

Yo le pasé los brazos por la cinturay la abracé.

—Cuidaos y permaneced alerta.Todos.

Ella asintió con los ojos llenos delágrimas.

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—Me hubiera gustado ver elcontinente contigo, Feyre.

Le sonreí mientras memorizaba esacara hermosa y le enjugaba las lágrimas.

—Tal vez un día —dije. Otrapromesa que tendría que cumplir si teníasuerte.

Elain seguía llorando cuandoespoleé a la yegua y me alejé al galopepor el sendero. No tenía el valor devolver a decirle adiós a mi padre.

Cabalgué todo el día y me detuvesolamente cuando oscureció tanto que yano pude ver nada. Directo al norte, ycontinuaría en esa dirección hasta quellegara al muro. Tenía que volver…,tenía que ver lo que había pasado, tenía

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que decirle a Tamlin lo que me palpitabaen el corazón antes de que fuerademasiado tarde.

Cabalgué el segundo día, dormí aratos y salí antes del amanecer. Y seguíy seguí a través del bosque de verano,esplendoroso, denso y lleno demurmullos.

Hasta que de pronto se produjo unsilencio absoluto. Disminuí la velocidadde la yegua y escruté los arbustos y losárboles para encontrar cualquier señal,alguna onda. No había nada. Nada. Ydespués…

La yegua se levantó sobre las dospatas traseras y sacudió la cabeza, yapenas si pude mantenerme sobre la

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montura. Se negó a avanzar. Pero seguíasin haber nada…, ningún indicio. Sinembargo, cuando desmonté, casi sinrespirar, y estiré la mano, descubrí queno podía pasar.

Ahí, dividiéndolo todo a lo largo delbosque había un muro invisible. Pero losinmortales iban y venían, lo atravesabanpor ciertas grietas, decía el rumor. Asíque llevé a la yegua a lo largo de lapared, tocándola todo el tiempo paraasegurarme de no desviarme.

Me llevó dos días más, y la nocheentre los dos fue más terrorífica quecualquier pánico que yo hubiera vividoen la Corte Primavera. Dos días hastaque vi las piedras cubiertas de musgo,

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colocadas una frente a la otra y unaespiral leve tallada sobre ambas. Unportal.

Esta vez, cuando monté a la yegua yla llevé a través de esa grieta, ella meobedeció.

La magia me golpeó el olfato y mimontura volvió a resistirse, pero yahabíamos pasado al otro lado.

Yo conocía esos árboles.Cabalgué en silencio, una flecha

dispuesta en el arco, preparada; lasamenazas de esas frondas eran muchopeores que las que vivían en los bosquesque yo acababa de dejar atrás.

Tal vez Tamlin se pondría furioso…,tal vez me ordenaría que diera media

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vuelta y me fuera a casa. Pero yo le diríaque lo iba a ayudar, le diría que loamaba y que pelearía por él comopudiera, se lo diría aunque tuviera queatarlo para hacer que me escuchara.

Me concentré tanto en los planespara convencerlo de que no se pusiera arugir que no noté la quietud, noenseguida…, no noté que los pájaros nocantaban ni siquiera cuando me acerquéa la mansión, no noté que los setosestaban sin podar.

Para cuando llegué a los portonestenía la boca seca. Las grandes rejasestaban abiertas pero el hierro estabadeformado, como si lo hubieran dobladounas manos gigantescas.

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Los pasos de la yegua resonaban confuerza en el sendero de grava y se merevolvió el estómago cuando vi laspuertas de la entrada a la mansiónabiertas de par en par. Una de ellascolgaba en un ángulo imposible,arrancada de las bisagras.

Desmonté con el arco preparado.Pero no había necesidad. Vacío…, todoestaba totalmente vacío. Como unatumba.

—¿Tam? —llamé. Subí a saltos losescalones y entré en la mansión. Gritéuna maldición cuando resbalé sobre unpedazo roto de porcelana…: los restosde un florero. Giré despacio sobre mímisma en el vestíbulo principal.

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Daba la impresión de que por ahíhabía pasado un ejército. Los tapicescolgaban hechos harapos, la barandillade mármol estaba rota y los candeleroshabían caído al suelo reducidos amontones de cristal hecho añicos.

—¡¿Tamlin?! —grité. Nada. Lasventanas también estaban rotas.

—¿Lucien?Nadie contestó.—¿Tam? —Mi voz rebotó en un eco

a través de la casa, burlándose de mí.Sola en medio de las ruinas de lamansión, me dejé caer de rodillas.

Él se había ido.

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CAPÍTULO

32

Me concedí un minuto, un minutosolamente, para quedarme así, derodillas en medio de lo que quedaba del

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vestíbulo.Después me puse de pie con mucho

cuidado para no tocar el vidrio ni lamadera rota…, ni la sangre. Habíamanchas de sangre en todas partes,charcos y manchurrones sobre lasparedes arrasadas.

«Otro bosque —me dije—. Otrashuellas para rastrear».

Muy despacio, me moví por el suelo,tratando de entender la información queaquellos restos habían dejado. Habíasido una pelea feroz…, y a juzgar porlas manchas de sangre, la mayor partedel daño había ocurrido en el mismomomento de la pelea, no después. Elvidrio destrozado y las huellas iban y

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venían desde el frente hasta el fondo dela casa, como si el lugar hubiera estadorodeado. Los intrusos habían tenido queabrirse paso a través de las puertas deentrada; destrozando por completo lasque daban al jardín.

«Ningún cuerpo», me repetí una yotra vez. No había cuerpos y la sangreno era tanta. Tenían que estar vivos.Tamlin tenía que estar vivo.

Porque si él había muerto…Me froté la cara y respiré hondo,

temblando. No quería hacer demasiadasconjeturas. Me temblaban las manoscuando me detuve frente a las puertasdel comedor, desencajadas y rotas.

No conseguí decidir si ese

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desperfecto provenía del momento enque él se había enfurecido después de lavisita de Rhysand, el día anterior a mipartida, o si lo había causado algún otrodespués. La gigantesca mesa estabahecha pedazos, las ventanas rotas, lascortinas convertidas en jirones. Pero nohabía sangre…, nada de sangre. Y silograba interpretar las huellas en lospedazos de vidrio…

Estaba esparcido, pero conseguídistinguir dos grupos grandes, uno juntoal otro, que empezaban en el sitio en quehabía estado la mesa. Como si Tamlin yLucien hubieran estado sentados ahícuando empezó el ataque y hubiesensalido del comedor sin luchar.

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Si yo tenía razón…, entoncesestaban vivos. Seguí los rastros hasta elumbral, me puse en cuclillas unmomento para descifrar el mensaje delas astillas quebradas, el polvo y lasangre. Se habían encontrado ahí conmúltiples pares de huellas y se habíandirigido al jardín…

Oí un crujido en el pasillo. Saqué elcuchillo de caza y me agaché, buscandoun lugar para esconderme. Pero todoestaba hecho pedazos. Sin otra opción,me encogí detrás de la puerta abierta.Me puse una mano contra la boca paraamortiguar el sonido de mi respiración yespié por la rendija que quedaba entre lapared y la puerta.

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Algo entró cojeando en la habitacióny olfateó el aire con cuidado. Le veía laespalda solamente…, una espaldacubierta con una capa simple, de alturamedia… Lo único que tenía que hacerese inmortal para encontrarme era cerrarla puerta. Tal vez si decidía entrar en elcomedor yo podría salir sin hacer ruido,pero eso requeriría que abandonara miescondite. Tal vez, con suerte, esa figuramiraría a su alrededor y se iría.

Volvió a olfatear el aire y a mí se meencogió el estómago. Me había olido.Busqué un punto débil, un lugar parahundir el cuchillo si era necesario.

La figura se volvió un poco en midirección.

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Salté y la figura gritó cuando empujéla puerta con fuerza.

—Alis…Ella me miró con la boca abierta,

una mano en el corazón, el vestidomarrón de siempre roto y sucio, sindelantal. Pero no había sangre, nada deeso, nada excepto esa cojera leve que leprovocaba el tobillo derecho cuando seme acercó con rapidez; su piel de colorcorteza estaba blanca como la de losabedules.

—No puedes estar aquí. —Me cogióel arco, el cuchillo y el carcaj—. Tedijeron que no volvieras.

No me sorprendió que me tuteara.Habían cambiado muchas cosas.

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—¿Tamlin está vivo?—Sí, pero…Se me aflojaron las rodillas por la

sensación de alivio que sentí.—¿Y Lucien?—También. Pero…—Dime lo que pasó, cuéntamelo

todo. —Mantenía un ojo en la ventana,escuché por si oía algo en la mansión ylos jardines que la rodeaban. Ni unsonido.

Alis me tomó del brazo y me sacó dela habitación. No me habló mientras nosapresurábamos a través de los pasillosvacíos, demasiado silenciosos,arrasados y llenos de sangre pero sincuerpos. O se habían llevado sus

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cadáveres o… No quise seguir pensandocuando entramos en la cocina.

Un incendio había devorado esahabitación gigantesca y no quedaban másque cenizas y piedras ennegrecidas.Después de oler un poco y escuchar,buscando señales de peligro, Alis mesoltó.

—¿Qué estás haciendo aquí?—Tenía que volver. Se me ocurrió

que algo iba mal… No podía quedarmeallí. Tenía que ayudar.

—Él te dijo que no volvieras —ladró Alis.

—¿Dónde está?Alis se cubrió la cara con las manos

largas, huesudas, las puntas de los dedos

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cogidas al extremo de la máscara, comosi estuviera tratando de arrancársela dela cara. Pero la máscara permaneció ensu sitio y Alis suspiró mientras bajabalas manos de corteza.

—Ella se lo llevó —contestó, y a míse me heló la sangre en las venas—. Selo llevó a su corte Bajo la Montaña.

—¿Ella? ¿Quién? —le pregunté,pero ya sabía la respuesta.

—Amarantha —susurró Alis, y echóuna mirada a su alrededor, como situviera miedo de decir aquel nombre envoz alta, de que la magia la convocara.

—¿Por qué? ¿Y quién es ella…, quées ella? Por favor, por favor, dime…dime la verdad.

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Alis se estremeció.—¿Quieres la verdad, muchacha? —

dijo—. Entonces te la diré: se lo llevópor la maldición…, porque las sieteveces siete años se habían terminado yél no había vencido a la maldición. Ellallamó a todos los altos lores a su corteesta vez…, deseaba que todospresenciaran el momento en que lodestruiría.

—¿Qué es ella…? ¿Y de quémaldición me hablas? —Unamaldición…, una maldición que ella lehabía echado a la Corte Primavera. Unamaldición de la que yo ni siquiera habíaoído hablar.

—Amarantha es la alta reina de esta

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tierra. La alta reina de Prythian —susurró Alis, con los ojos abiertos porel recuerdo del horror.

—Pero los siete altos lores son losque rigen Prythian por igual. No hay altareina.

—Así era antes…, así había sidosiempre. Hasta hace unos cien años,cuando apareció ella en estas tierras; erala emisaria de Hybern. —Alis sacó unabolsa grande que seguramente habíadejado junto a la puerta. Ya estabamedio llena de algo que parecía ropa ycomida.

Mientras ella revisaba la cocinadestruida, reuniendo los cuchillos y todala comida que hubiera quedado, me

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pregunté por la información que mehabía dado el suriel sobre un reyinmortal, malvado, que había pasadosiglos resentido por el tratado que sehabía visto forzado a firmar y quedespués había enviado a suscomandantes más letales a infiltrarse enlos otros reinos y cortes inmortales paraver si alguien pensaba lo mismo que él,para tantear si tal vez considerarían laidea de reclamar las tierras humanaspara ellos. Me apoyé contra una de lasparedes manchadas de suciedad.

—Fue de corte en corte —siguióAlis mientras le daba vueltas a unamanzana entre las manos parainspeccionarla. Vio que estaba buena y

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la metió en la bolsa—, hechizó a losaltos lores con la promesa de que habríamás intercambio entre Hybern yPrythian, más comunicación, másbeneficios compartidos. La Flor queNunca se Marchita, la llamaban. Ydurante cincuenta años vivió aquí comocortesana, sin estar atada a ningunacorte, según decía, para compensar suspropios actos y los actos de Hyberndurante la guerra.

—¿Ella peleó en la guerra contra losmortales? —Alis dejó de recoger cosas.

—Su historia es una leyenda entrenosotros…, una leyenda y una pesadilla.Era la generala más letal del rey deHybern, luchó en el frente, masacró a

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humanos y a cualquier alto fae oinmortal que se atreviera a defenderlos.Pero tenía una hermana menor, Clythia,que peleaba a su lado, tan feroz ymaldita como ella…, hasta que Clythiase enamoró de un guerrero mortal:Jurian. —Alis dejó escapar un suspirotembloroso—. Jurian comandabaenormes ejércitos humanos, pero Clythialo buscó en secreto y lo amó con unalocura que no tenía límites. Estabademasiado ciega para darse cuenta deque Jurian la estaba utilizando paraconseguir información sobre las fuerzasde Amarantha. Esta lo sospechaba, perono conseguía persuadir a Clythia de quelo dejara…, y no lo mataba porque sabía

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el dolor que eso le causaría a suhermana. —Alis chasqueó la lengua yempezó a abrir los cajones, buscando ensu interior, que estaba todo revuelto—.Amarantha disfrutaba mucho torturandoy matando, pero amaba lo suficiente a suhermana como para contenerse conrelación a Jurian.

—¿Y qué pasó? —susurré.—Jurian traicionó a Clythia.

Después de meses de aguantarla, de sersu amante, consiguió la información quenecesitaba, la torturó y la mató poco apoco, lentamente; la crucificó sobremadera de fresno para que no pudieramoverse mientras él la descuartizaba.Dejó los pedazos abandonados para que

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Amarantha los viera. Dicen que el odiode Amarantha podría haber derrumbadolos cielos si su rey no le hubieraordenado que se calmara. Pero ella yJurian tuvieron una última confrontaciónmás tarde…, y desde entoncesAmarantha odia a los humanos con rabiainfinita.

Alis descubrió algo que parecía unfrasco de conservas y lo metió en labolsa.

—Después de que los dos ladosfirmaran el tratado —continuó Alismientras seguía revolviendo cajones—,ella masacró a sus propios esclavospara no tener que liberarlos. —Me pusepálida—. Pero siglos más tarde, los

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altos lores la creyeron cuando ella lesdijo que la muerte de su hermana lahabía cambiado…, sobre todo cuandoabrió las líneas de comercio entre losdos territorios. Los altos lores nunca seenteraron de que los barcos que traíanmercancías de Hybern también llevabanen sus bodegas a las fuerzas personalesde Amarantha. El rey de Hyberntampoco lo sabía. Pronto todos supieronque en esos cincuenta años ella habíadecidido que quería conquistar Prythianpara obtener poder, y usar nuestrastierras como punto de lanzamiento de unataque que destruiría tu mundo de unavez y para siempre, con la bendición delrey o sin ella. Por último, hace cuarenta

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y nueve años, Amarantha dio el golpe.»Ella sabía perfectamente que, a

pesar de su ejército personal, nuncasería capaz de vencer a los altos loressolo por ventaja de número o de poder.Pero era cruel y astuta y esperó hastaque todos confiaron en ella, hasta que sereunieron en un baile en su honor, y esanoche puso en el vino una poción quehabía robado del libro maldito dehechizos del rey de Hybern. Una vez quehubieron bebido, los altos lores fueronvulnerables frente a ella; la magia quetenían quedó desnuda y ella les robó lospoderes, sacándolos del lugar en que seoriginaban dentro de sus cuerpos… Selos arrancó como si estuviera

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arrancando una manzana de la rama deun árbol y los dejó solo con lo másbásico de la magia. Tu Tamlin…, lo queviste de él, es únicamente una sombra delo que fue, del poder que tenía antes.Con la fuerza de los altos lores tandisminuida, Amarantha luchó por elcontrol de Prythian y lo consiguió encuestión de días. Durante cuarenta ynueve años fuimos sus esclavos. Durantecuarenta y nueve años ella ha esperadoel momento exacto para violar el tratadoy apoderarse de vuestras tierras… y detodos los territorios humanos quequeden más allá.

Deseé que hubiera un banco, unasilla, para dejarme caer en ellos. Alis

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cerró de un golpe el último cajón y sefue cojeando hacia la despensa.

—Ahora la llaman la Engañadora, aella, que engañó a los altos lores yconstruyó su palacio debajo de lamontaña sagrada, en el corazón denuestra tierra. —Alis hizo una pausafrente a la puerta de la despensa, volvióa cubrirse la cara con las manos yrespiró una o dos veces para calmarse.

La montaña sagrada…, ese picodesnudo, monstruoso, que yo había vistoen el mural de la biblioteca tantos mesesatrás.

—Pero… la enfermedad que seextiende por el territorio… Tamlin dijoque la plaga es la que acabó con el

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poder…—La enfermedad es ella —ladró

Alis, bajando las manos mientrasentraba en la despensa—. No hayninguna plaga…, solamente ella. Lasfronteras se derrumban porque ella yahabía previsto destruirlas. Eso ladivertía, y por eso mandaba a suscriaturas para atacar nuestras tierras,por eso y para saber cuánta fuerza lequedaba a Tamlin.

Si la plaga era Amarantha, entoncesla amenaza contra el reino humano… eraella. Alis salió de la despensa, con losbrazos cargados de tubérculos.

—Tú podrías haber sido la indicadapara detenerla. —Los ojos de Alis se

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fijaron en mí con dureza, y ella memostró los dientes. Eran agudos,estremecedores. Metió los nabos y lasremolachas dentro de la bolsa—. Túpodrías haber sido la que lo liberara aél y a su poder, si no hubieras estado tanciega a tu propio corazón. Humanos…—escupió.

—Yo… yo… —Levanté las manosmostrándole las palmas—. Yo no losabía.

—No podías saberlo —replicó Aliscon una risa amarga cuando volvió aentrar en la despensa—. Eso era partede la maldición.

Me daba vueltas la cabeza y meapoyé aún más contra la pared.

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—¿Cuál era la maldición? —Peleécontra el tono agudo que me deformabala voz—. ¿Cuál era? ¿Qué le hizo?

Alis arrancó de los estantes losfrascos de especias que quedaban.

—Tamlin y Amarantha seconocían… La familia de él había tenidolazos con Hybern desde siempre.Durante la guerra, la Corte Primavera sealió con Hybern para manteneresclavizados a los humanos. Y el padrede Tamlin, que era un lord feroz yvoluble, estaba muy cerca del rey deHybern, muy cerca de Amarantha.Cuando era un niño, Tamlin loacompañaba con frecuencia en susviajes a Hybern. Y así conoció a

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Amarantha.Tamlin me había dicho una vez que

pelearía para proteger la libertad decualquiera, que nunca permitiría laesclavitud. ¿Era solamente por lavergüenza que sentía por el legado de supadre o porque él había sabido dealguna forma lo que era estaresclavizado?

—Amarantha empezó a desear aTamlin…, a desearlo con lujuria, contodo su corazón malvado. Pero él habíaoído historias sobre la guerra y sabía loque Amarantha, su propio padre y el reyde Hybern les habían hecho a otrosinmortales y a los humanos. Lo que ellale había hecho a Jurian como castigo por

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la muerte de su hermana. Así quedesconfió cuando ella vino aquí y seresistió a sus intentos por llevarlo a sucama… Mantuvo una buena distanciahasta que ella le robó los poderes.Lucien…, Lucien fue a verla comoemisario de Tamlin, para tratar deencontrar una solución, alguna forma depaz entre ellos.

La bilis me subió a la garganta.—Ella se negó y…, bueno, Lucien le

dijo que se volviera al agujero demierda del que había salido. Ella lesacó el ojo para castigarlo. Se loarrancó con la uña y después le marcó lacara. Lo envió tan ensangrentado… queel alto lord vomitó cuando vio a su

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amigo.Yo no podía imaginar el estado de

Lucien si había hecho vomitar a Tamlin.Alis se tocó la máscara. El metal

crujió bajo sus uñas.—Después de eso, organizó una

fiesta de máscaras en Bajo la Montaña.Todas las cortes estaban presentes. Unafiesta de disfraces, dijo, para tratar decompensarlos por lo que le había hechoa Lucien; con máscaras para que Lucienno tuviera que mostrar las cicatriceshorrendas que le marcaban la cara. LaCorte Primavera estaba obligada a ir,todos, incluso los sirvientes, y todos conmáscaras, para honrar el poder decambiar de forma que distinguía a

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Tamlin, dijo ella. Él estuvo de acuerdo;quería acabar con ese conflicto sin quese produjera ninguna masacre y aceptóllevarnos a todos.

Apreté las manos contra la paredque tenía detrás. Saboreé la frialdad dela piedra, su firmeza.

De pie en el centro de la cocina,Alis dejó en el suelo la bolsa llena decomida y suministros.

—Cuando todos estuvieron allí, elladeclaró que podría haber paz si Tamlinaceptaba unirse a ella como amante yconsorte. Pero cuando trató de tocarlo,él se negó y retrocedió. No pensabaceder después de lo que ella le habíahecho a Lucien. Esa noche, delante de

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todos, dijo que prefería llevarse unahumana a su cama, incluso casarse conuna, antes que tocarla a ella. Podríahaber dejado pasar ese insulto si él nohubiera dicho que hasta la hermana deAmarantha había preferido la compañíade un humano a la de ella, que su propiahermana había preferido a Jurian.

Hice una mueca porque ya sabía loque iba a contar Alis. Se llevó lasmanos a las caderas y siguió adelantecon la historia:

—Ya puedes imaginar lo bien que lesentó eso a Amarantha. Pero le dijo aTamlin que tenía el ánimo generoso…,que le daría una oportunidad pararomper el hechizo que le había robado

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los poderes.»Él le escupió en la cara y ella se

rio. Le señaló que tenía siete veces sieteaños antes de que ella le exigiera que serindiera y lo obligara a unirse a ella enBajo la Montaña. Si él quería romper elhechizo, lo único que tenía que hacer eraencontrar una joven humana dispuesta acasarse con él. Pero no cualquierhumana, tenía que ser una con hielo en elcorazón, alguien que odiara a nuestraespecie. Una humana capaz de matar aun inmortal. —El suelo se sacudió bajomis pies y me alegré de tener la pared ami espalda—. Peor todavía, el inmortalque ella tendría que matar debería seruno de los hombres de Tamlin…,

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enviado a través del muro para morircomo una oveja en un matadero. Lachica únicamente podía entrar enPrythian para que él la cortejase si habíamatado a uno de sus hombres en unataque sin provocación…, si lo habíamatado por odio tan solo, como Jurianhabía hecho con Clythia… De este modoentendería el dolor de su hermana.

—El tratado…—Una mentira. El tratado no dice

nada de eso, nada. Vosotros podéismatar a tantos inmortales inocentescomo queráis y no hay consecuencias.Tú mataste a Andras, enviado porTamlin. A él le tocaba el sacrificio esedía. —Andras buscaba una cura, le

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había dicho Tamlin. No un ungüentomágico…, sino una cura para salvar aPrythian de Amarantha, una cura para lamaldición.

El lobo… Andras me había miradocuando lo maté, eso era lo único quehabía hecho. Me había dejado matarloporque eso desataría esta cadena dehechos, lo había matado para que Tamlintuviera una oportunidad de romper elhechizo. Y si Tamlin había enviado aAndras al otro lado del muro con plenaconciencia de que muy posiblemente loestaba mandando a la muerte… Ah,Tamlin…

Alis se agachó a recoger del sueloun cuchillo para la manteca retorcido y

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doblado, y enderezó la hoja concuidado.

—Fue una broma, una broma cruel,un castigo inteligente de Amarantha.Vosotros, los humanos, odiáis y teméistanto a los inmortales que seríaimposible que la misma chica quehubiera matado a un inmortal a sangrefría se enamorase de otro. Pero elhechizo de Tamlin solo se rompería siella hacía eso antes de que terminaranlos cuarenta y nueve años…, si esachica le decía en la cara a Tamlin que loamaba y si mientras lo decía lo sentíacon todo el corazón. Amarantha sabeque los humanos están preocupados porla belleza, y por lo tanto nos impuso

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llevar máscaras en la cara, también él,para que fuera más difícil encontrar unachica dispuesta a mirar más allá de lamáscara, más allá de la naturaleza de losinmortales, y llegar al alma. Despuésnos hechizó para que no pudiéramosdecir nada sobre la maldición. Ni unapalabra. Apenas si podíamos decirtealguna que otra palabra sobre nuestromundo, nuestro destino. Tamlin no podíacontarte nada…, nadie podía. Lasmentiras sobre la plaga fueron lo que senos ocurrió, lo mejor que se nos pasópor la cabeza. Que yo puedaexplicártelo ahora significa que paraella el juego ha terminado.

Guardó el cuchillo.

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—Desde que ella lo maldijo, Tamlinenvió todos los días a uno de sushombres al otro lado del muro. A losbosques, a las granjas, todos bajo laapariencia de lobos para hacer que fueramás fácil que alguno de tu especiequisiera matarlos. Cuando volvían,hablaban de muchachas humanas quesalían corriendo o gritaban y rogabanpor sus vidas, que ni siquiera levantabanuna mano. Cuando no volvían…, el lazoque los unía con Tamlin como lord yseñor le decía que los habían matadootros: cazadores humanos, mujeresviejas, tal vez. Durante dos años envió auno día tras día, y tuvo que elegirlospersonalmente. Cuando quedaban solo

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una docena, se sintió tan abatido quedejó de hacerlo. Abandonó. Y desdeentonces permaneció aquí, defendiendosus fronteras mientras el caos y eldesorden reinaban en las otras cortes delreino dominadas por Amarantha. Losotros altos lores también pelearon. Hacecuarenta años, ejecutó a tres de ellos y ala mayor parte de sus familias porhaberse confabulado contra ella.

—¿Una rebelión abierta? ¿Quécortes? —Me enderecé y di un pasopara alejarme de la pared. Tal vezencontrara aliados, alguien que meayudara a salvar a Tamlin.

—La Corte Día, la Corte Verano y laCorte Invierno. Y no…, ni siquiera se

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puede considerar como una rebeliónabierta; no llegó a tanto. Ella usó lospoderes de los altos lores para atarlos ala tierra. Así los lores rebeldes trataronde pedir ayuda a los otros territorios faeusando como mensajeros a los humanosque eran lo bastante tontos como paraentrar en nuestras tierras…, sobre todojóvenes mujeres que nos adoraban comosi fuéramos dioses. —Los hijos de losbenditos. Sí que habían cruzado elmuro…, pero no para ser novias. Estabademasiado abatida por lo que oía parasentir lástima por ellos, enfurecerme porellos.

»Pero Amarantha atrapó a todas esasmensajeras antes de que dejaran este

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reino, y… ya te imaginas cómo terminóel asunto para esas jóvenes. Después,cuando también asesinó a los altos loresrebeldes, sus sucesores estabanaterrorizados y no volvieron adesafiarla.

—¿Y dónde se encuentra ahora? ¿Seles permite vivir en sus tierras, comoantes a Tamlin?

—No. Los tiene a ellos, a todas lascortes, en Bajo la Montaña, donde lospuede atormentar cuando y como quiere.A otros…, si juran obediencia, si sehumillan y la sirven, les permite un pocomás de libertad para ir y venir de Bajola Montaña. Nuestra corte permanecióaquí solamente hasta que se le terminó el

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tiempo a Tamlin… —Alis seestremeció.

—Por esa razón mantuvisteescondidos a tus sobrinos…, paraapartarlos de esto —dije, mirando labolsa llena a los pies de las dos.

Alis asintió, y cuando se aproximó ala mesa de trabajo volcada para ponerlaen su lugar, me acerqué a ayudarla y lasdos gemimos por el esfuerzo.

—Mi hermana y yo servíamos en laCorte Verano, y ella y su compañeroestaban entre los que murieron cuandoAmarantha invadió la corte por primeravez para vengarse. Yo me llevé a loschicos y escapé antes de que nosarrastrara a todos a Bajo la Montaña.

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Vine porque era el único lugar al quepodía ir, y le pedí a Tamlin queescondiera a mis dos muchachos. Élaceptó…, y cuando le rogué que medejara ayudarlo, en la forma quepudiera, me dio un lugar aquí, días antesde la fiesta de máscaras que me pusoesta cosa horrible en la cara. Así quehace cincuenta años que estoy aquí,viendo cómo se cierra el nudo de lasoga de Amarantha alrededor del cuellode Tamlin.

Pusimos la mesa de nuevo en sulugar; las dos jadeábamos un poquitocuando nos apoyamos en ella.

—Tamlin lo intentó —dijo Alis—. Apesar de los espías de Amarantha, trató

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de encontrar una forma de romper elhechizo, de hacer algo, de luchar contrala obligación de enviar a sus hombres alotro lado del muro para que los mataranlos seres humanos. Se le ocurrió que sila chica humana amaba realmente aalguien, entonces traerla aquí era otraforma de esclavitud. Y pensó que si élrealmente se enamoraba de ella,Amarantha haría todo lo posible paradestruir a la chica, como le habíapasado a su hermana. Así que se pasódécadas negándose a hacerlo, aarriesgarse. Pero este invierno, cuandono quedaban más que unos meses…,estalló. Así, sin más. Envió a losúltimos hombres, uno por uno. Y ellos

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estuvieron dispuestos. A lo largo detodos estos años le habían rogado quelos dejara ir. Tamlin estaba desesperadopor salvar a los suyos, tan desesperadoque aceptó arriesgar las vidas de sushombres, arriesgar la vida de esa chicahumana para salvarnos. Tres díasdespués, Andras se encontró con unachica humana en un claro… y tú lomataste con odio en tu corazón.

Pero les había fallado. Y al hacerlolos había maldecido a todos.

Había maldecido a todos y cada unode los que vivían en esas tierras, habíamaldecido Prythian.

Me sentí agradecida de habermereclinado sobre el borde de la mesa…;

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si hubiera estado de pie habría caídodesplomada al suelo.

—Tú podrías haber roto el hechizo.—La voz de Alis era un látigo, susdientes agudos estaban a centímetros demi cara—. Lo único que tenías quehacer era decirle que lo amabas…,decirle que lo amabas y sentirlo contodo ese inútil corazón humano quellevas en el pecho, y su poder habríavuelto entero a sus manos. Humanaestúpida, estúpida.

Con razón Lucien había sentido tantoresentimiento contra mí, y sin embargohabía tolerado mi presencia en la corte;con razón había mostrado tantadesilusión cuando me fui. Había

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discutido con Tamlin para que me dejaraquedarme unos días más.

—Lo lamento —dije. Me ardían losojos. Alis resopló.

—Díselo a Tamlin. Le quedabansolo tres días cuando te fuiste, tres díasantes de que se le terminaran loscuarenta y nueve años. Tres días y tedejó ir. En el momento exacto en que seterminaron los siete veces siete años,ella llegó con sus asesinos y losecuestró con la mayor parte de la corte,y los llevó a Bajo la Montaña, para quefueran sus súbditos. Las criaturas comoyo somos demasiado poco importantespara ella…, aunque es capaz dematarnos para divertirse.

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Traté de no imaginar la escena.—Pero ¿y el rey de Hybern? Quiero

decir…, si ella conquistó Prythian parasí misma y le robó sus hechizos…, ¿lave como una rebelde o como una aliada?

—Si está resentido con ella, no hahecho ningún movimiento paracastigarla. Durante cuarenta y nueveaños Amarantha ha mantenido estastierras bajo sus garras. Peor todavía.Después de que cayeron los altos lores,todos los malvados de nuestras tierras,los que eran demasiado horribles hastapara la Corte Noche, se fueron con ella.Lo siguen haciendo. Ella les dio refugio.Pero nosotros sabemos que estápreparando un ejército, tomándose su

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tiempo antes de lanzar un ataque contratu mundo, armada con los inmortalesmás letales y feroces de Hybern yPrythian.

—Como el attor —dije, y el horror yel miedo se retorcieron dentro de misentrañas. Alis asintió—. En el territoriode los humanos —continué—, dicen losrumores que cada vez hay más y másinmortales que pasan por encima delmuro para atacar a los humanos. Y si nohay inmortales que puedan cruzar elmuro sin su permiso, entonces estoquiere decir que ella está de acuerdocon esos ataques.

Y si yo tenía razón sobre lo que lehabía pasado a Clare Beddor y a su

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familia, entonces era que Amarantha leshabía dado la orden.

Alis quitó con la mano un poco depolvo que yo no veía sobre la mesa en laque nos apoyábamos.

—No me sorprendería que ellamandara a sus cómplices al reino de lostuyos para investigar las fuerzas ydebilidades de los humanos antes de ladestrucción que espera causar algún día.

Eso era peor…, mucho peor de loque yo había anticipado cuando lesadvertí a Nesta y a mi familia queestuvieran alerta y lo abandonaran todoal primer indicio de problemas. Se merevolvía el estómago cuando pensaba enla compañía que tenía Tamlin en ese

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momento…, me revolvía el estómagopensar en él en medio de esadesesperación, paralizado por la culpa yla pena por haber tenido que sacrificar asus hombres y no poder decirme laverdad… Y sin embargo, él me habíadejado ir. Había dejado que todos sussacrificios, que el sacrificio de Andras,fueran en vano para dejarme volver acasa.

Sabía que si me quedaba, aunque loliberase, estaría en peligro frente al odiode Amarantha.

«Ni siquiera puedo protegerme a mímismo contra ellos, contra lo que estápasando en Prythian. Aunque nosenfrentáramos a la plaga, te cazarían…,

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ella encontraría una forma de matarte».Recordé su doloroso esfuerzo para

halagarme cuando llegué…, perodespués había dejado todo eso de lado,había abandonado todo intento deconquistarme cuando me vio tandesesperada por irme, por no tener quevolver a dirigirle la palabra. Y se habíaenamorado de mí a pesar de todo eso,sabía que yo lo amaba y me habíaechado a pesar de que le quedaban solounos días. Me había elegido a mí y no atoda su corte, a mí y no a Prythian.

—Si Tamlin estuviera libre…, situviera todos sus poderes —dije,mirando un punto negro de la pared—,¿podría destruir a Amarantha?

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—No lo sé. Ella engañó a los altoslores con astucia, no con fuerza. Lamagia es una cosa muy específica…, legustan las reglas y ella las manipula muypero que muy bien. Mantiene su poderencerrado dentro de ella, como si nopudiera usarlo o tuviera acceso a solouna pequeña parte de ese poder. Tienesus propios poderes letales, claro, asíque si terminara en una pelea…

—Pero ¿él es más fuerte? —Meretorcí las manos.

—Es un alto lord —contestó Aliscomo si eso fuera respuesta suficiente—. Pero ahora eso ya no importa. Él vaa convertirse en su esclavo y nosotrosvamos a seguir con estas máscaras hasta

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que acepte ser su amante…, e inclusoentonces no va a recuperar todos suspoderes, no del todo. Ella nunca va adejar que se vayan los que ahora vivenen Bajo la Montaña.

Empujé la mesa y enderecé loshombros.

—¿Qué tengo que hacer para llegar aBajo la Montaña? —Alis hizo chasquearla lengua.

—No puedes ir a Bajo la Montaña.Ningún humano que entra ahí vuelve asalir.

Cerré las manos con tanta fuerza queme clavé las uñas en la piel.

—¿Qué tengo que hacer para llegarhasta allí?

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—Eso es un suicidio… Aunquelograras acercarte tanto como paraverla, ella te mataría.

Amarantha lo había engañado, lehabía hecho tanto daño… Les habíahecho daño a todos.

—Eres humana —siguió Alis,poniéndose en pie de nuevo—. Tienes lapiel fina como el papel.

Seguramente Amarantha se habíallevado también a Lucien… Ella, que lehabía sacado el ojo y le había marcadola cara. ¿Lo habría lamentado su madre?

—Fuiste tan ciega, tanto, que noviste la maldición —siguió diciendoAlis—. ¿Cómo esperas enfrentarte conAmarantha? Vas a empeorar las cosas.

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Amarantha se había llevado todo loque yo quería, todo lo que me habíaatrevido a desear después de tantotiempo.

—Muéstrame el camino —dije. Metemblaba la voz, pero no por algoparecido a las lágrimas.

—No. —Alis se cargó la bolsasobre el hombro—. Vete a casa. Yo tellevaré hasta el muro. No hay nada quehacer aquí. Tamlin va a ser esclavo deAmarantha para siempre, y Prythianquedará bajo su dominio. Esas son lascartas que nos ha dado el destino, es loque decidieron los remolinos delCaldero.

—Yo no creo en el destino. Y no

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creo en ningún caldero ridículo. —Alisvolvió a negar con la cabeza; el pelosalvaje, castaño, como barro brillaba enla luz mortecina—. Llévame con ella —insistí.

Si Amarantha me desgarraba elcuello, por lo menos estaría haciendoalgo por él…, por lo menos moriríatratando de arreglar la destrucción queno había impedido antes, tratando desalvar al pueblo al que habíacondenado. Por lo menos Tamlin sabríaque era por él y que yo lo amaba.

Alis me estudió durante un momentoy después se le suavizó la mirada.

—Como quieras.

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CAPÍTULO

33

Tal vez estuviera caminando hacia mimuerte, pero no pensaba llegardesarmada.

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Me acomodé la correa del carcajsobre el pecho y después pasé los dedospor las plumas de las flechas que mesobresalían por encima del hombro.Claro que no tenía flechas de madera defresno, pero me las arreglaría con lo queencontrara desperdigado en la mansión.Podría haberme llevado más, pero lasarmas disminuirían mi velocidad decarrera, y de todos modos no sabíacómo usar la mayoría de ellas. Así queme llevé un carcaj lleno, dos dagas en lacintura y un arco sobre el hombro.Mejor que nada, aunque estuvieraenfrentándome a inmortales que habíannacido sabiendo matar.

Alis me llevó a través de las colinas

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y los bosques silenciosos. Cada tanto sedetenía a escuchar y cambiaba el rumbo.Yo no quería saber qué oía u olía ella,no cuando era evidente que cada vez quelo hacía una quietud extrema caía comoun manto sobre la tierra. «Quédate conel alto lord», había dicho el suriel. Sime hubiera quedado, si hubiese admitidolo que sentía…, nada de esto habríapasado.

El mundo se llenó lentamente denoche y me dolieron las piernas al subirlas empinadas laderas de las colinas,pero Alis siguió adelante, y no miróatrás ni una vez para ver si la seguía.

Yo empezaba a preguntarme sidebería haber llevado más de un día de

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provisiones cuando ella se detuvo en unvalle entre dos colinas. El aire era frío,mucho más frío que el de la cima de lacolina, y me estremecí cuando mis ojosvieron la boca estrecha de una cueva.No había forma de que esa fuera laentrada…, no cuando en el mural serepresentaba a Bajo la Montaña como elcentro de todo Prythian. Eso quedaba asemanas de viaje.

—Todos los senderos oscuros yterribles llevan a Bajo la Montaña —dijo Alis en una voz tan baja que laspalabras no fueron más que un crujidode hojas secas. Entonces señaló la cueva—. Es un atajo antiguo…, uno quealguna vez se consideró sagrado, pero

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ahora ya no.Esa era la cueva que Lucien había

ordenado al attor no usar aquel día.Traté de dominar el temblor. Amaba aTamlin y hubiera ido al fin del mundopara arreglar las cosas, para salvarlo,pero si Amarantha era peor que elattor…, si el attor no era el peor de susverdugos…, si hasta Tamlin había tenidomiedo de ella…

—Sospecho que te estásarrepintiendo de tus impulsos. —Erguíla espalda.

—Voy a liberarlo. Te lo aseguro.—Vas a tener suerte si te da una

muerte limpia. Vas a tener suerte siconsigues que te lleven frente a ella. —

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Seguramente me puse pálida, porqueAlis abrió la boca y me palmeó elhombro—. Algunas reglas que tienesque recordar, muchacha —dijo, y lasdos miramos la boca de la cueva. Laoscuridad emanaba en un hedorprofundo por esa boca y envenenaba elaire fresco de la noche—: No tomes elvino que te ofrezcan… No es como loque bebimos en el solsticio y te va ahacer más mal que bien. No hagas tratoscon nadie a menos que tu vida dependade eso…, y en tal caso, piensa bien sivale la pena. Y sobre todo no confíes ennadie ahí…, ni siquiera en Tamlin. Tussentidos son tus peores enemigos; van aestar esperando para traicionarte.

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Luché contra el impulso de tocar unade mis dagas y asentí para darle lasgracias.

—¿Tienes un plan?—No —admití.—No esperes que ese acero te sirva

de nada —dijo ella echando una ojeadaa mis armas.

—No lo hago. —La miré,mordiéndome la parte del interior dellabio.

—Hay una parte de la maldición.Una parte que no podemos decirte.Incluso ahora mis huesos lloran solo pormencionarla. Una parte que tienes queentender sola, una parte que ella…ella… —Tragó saliva con fuerza—. Que

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ella no quiere que sepas todavía, poreso no puedo decirla —jadeó—. Peroten… ten los oídos bien abiertos.Escucha con atención.

Le puse una mano sobre el brazo.—Lo haré. Gracias por traerme. —

Las horas preciosas que había perdidopor esa bolsa de comida para ella, parasus sobrinos, decía suficiente sobre ellugar al que Alis se encaminaba.

—Es un día raro aquel en el quealguien agradece a otro por llevarlo a lamuerte. —Si yo pensaba demasiado enel peligro, tal vez perdería el valor,tanto si Tamlin estaba en juego como sino. En eso no me estaba ayudandomucho—. Te deseo suerte de todos

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modos —agregó Alis.—Cuando los recuperes, si tú y tus

sobrinos necesitáis un lugar dondevivir… —dije—, cruza el muro. Ve acasa de mi familia. —Le explique dóndeestaba—. Pregunta por Nesta, mihermana mayor. Ella sabe quién eres, losabe todo. Te protegerá todo lo quepueda.

Nesta lo haría, sí, ahora lo sabía, loharía aunque Alis y sus sobrinos laaterrorizaran. Los mantendría a salvo.Alis me dio unas palmaditas en el dorsode la mano.

—Sobrevive —me dijo.La miré por última vez, después

miré el cielo de la noche que se abría

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sobre las dos y el verde profundo de lascolinas. El color de los ojos de Tamlin.

Caminé hacia la cueva.

Los únicos sonidos eran mi respiraciónagitada y el crujido de las botas sobre lapiedra. Avancé muy despacio,tropezando en esa oscuridad congelada.Me mantuve siempre cerca de la pared ypronto se me heló la mano: la piedrahúmeda, fría, me mordía la piel. Dabapasos cortos, tenía miedo de que hubieraun pozo invisible en el que caeríadirectamente hacia mi perdición.

Después de lo que me pareció unaeternidad, un rayo de luz anaranjada

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dividió el espacio en la oscuridad. Yentonces llegaron las voces.

Siseos, gritos, elocuentes yguturales, una cacofonía que hizoestallar el silencio como el estampidode un petardo. Me apreté contra la paredde la cueva, pero el sonido pasó y sedesvaneció.

Me arrastré hacia la luz,parpadeando para dominar mi ceguera,cuando descubrí el origen del brillo: unafisura delgada en la roca que se abríahacia un pasillo subterráneo cavadotoscamente en la piedra e iluminado porel fuego. Permanecí en las sombras, conel corazón tembloroso en el pecho. Lagrieta era lo bastante grande como para

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que una persona pasara por ella, y tanirregular y rugosa que era obvio que nose usaba con frecuencia. Una mirada alentorno no revelaba ninguna huella,ninguna señal de nadie que hubierausado esa entrada en bastante tiempo. Elpasillo que se abría frente a la grietaestaba desierto, pero se doblaba conbrusquedad y no me permitía ver muylejos.

El pasaje estaba mortalmentesilencioso, pero me acordé de laadvertencia de Alis y no confié en misoídos, no cuando sabía que losinmortales son capaces de ser tansilenciosos como los gatos.

Sin embargo, tenía que salir de la

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cueva. Hacía semanas que Tamlin estabaahí. Tenía que descubrir dónde lo habíaencerrado Amarantha. Y con muchasuerte, no encontrarme con nadiemientras lo intentaba. Matar animales ya los naga era una cosa, pero matar aotros…

Tendría que hacer variasinspiraciones profundas para reunir elvalor para hacerlo. Era como en unacacería. Pero esta vez los animales eraninmortales. Inmortales capaces detorturarme eternamente, hasta que yopidiera la muerte a gritos. Torturarmecomo lo habían hecho con el inmortal dela Corte Verano con las alasdesgarradas.

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No me permití pensar en esosmuñones ensangrentados. Me deslicépor la pequeña abertura, encogiendo elvientre para pasar. Mi arma crujiócontra la piedra, raspándola, e hice unamueca cuando las piedrecitas quecayeron rebotaron contra el suelo.«Muévete, muévete». Me apresuré porel pasillo abierto y me metí en un huecoque se abría en la pared de enfrente. Nome daba demasiada cobertura.

Me deslicé a lo largo de la pared, ehice una pausa en la curva del pasillo.Un error…: solamente un idiota bajaríaahí. Quién sabía dónde estaba en esemomento… Alis debería haberme dadomás información sobre la corte de

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Amarantha, Y yo haber tenido lainteligencia suficiente como parapreguntar. O para pensar en otraforma…, cualquiera excepto esta.

Arriesgué una mirada hacia el otrolado del recodo y mi frustración casi mellevó al llanto: otro pasillo tallado en lapiedra clara de la montaña, iluminado enambos lados por antorchas. No habíasombras donde esconderme, y en el otroextremo, otra vez la mirada entorpecidapor un brusco giro. Me sentía casi comouna cierva muerta de hambre arrancandocorteza de un árbol en medio de unclaro.

Pero los pasillos estaban ensilencio…, las voces que había oído

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antes habían desaparecido. Y si oía aalguien, podía volver a la boca de esacueva de un salto. Tal vez pudiera haceruna breve expedición dereconocimiento, reunir información,descubrir dónde estaba Tamlin… No.Tal vez no tendría una segundaoportunidad. Debía actuar ahora. Si mequedaba ahí demasiado tiempo, nuncavolvería a tener el valor. Me dirigí haciala curva.

Unos dedos largos, huesudos, metomaron del brazo y me puse rígida. Unacara gris, correosa, puntiaguda, apareciófrente a mis ojos y los colmillosplateados brillaron cuando él me sonrió.

—Hola —siseó—. ¿Qué está

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haciendo algo como tú por aquí? —Conocía esa voz. Me perseguía en mispesadillas. Así que lo único queconseguí fue esforzarme para no gritarfrente a esas orejas parecidas a las delos murciélagos, inclinadas y atentas, yentonces me di cuenta de que estaba depie frente al attor.

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CAPÍTULO

34

El attor mantuvo sus dedos congeladossobre mi brazo mientras me arrastrabahacia la sala del trono. No se molestó en

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quitarme las armas. Los dos sabíamosque no servían de mucho.

Tamlin. Alis y sus sobrinos. Mishermanas. Lucien. Yo recitaba ensilencio sus nombres una y otra vezmientras el attor se alzaba sobre mí, undemonio de malicia. De vez en cuando,las alas correosas crujían una contra laotra, y si hubiera sido capaz de hablarsin gritar, tal vez le habría preguntadopor qué no me mataba ahí mismo. Elattor me empujó hacia delante con unpaso suave, deslizante. Las garras de lospies rasguñaban de modo perezososobre el suelo de la cueva. Me pusonerviosa descubrir que era idéntico a laforma en que lo había pintado.

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Había caras burlonas, crueles yrudas, que miraban cómo pasaba.Ninguna de ellas, ni una sola, sepreocupó un poco o pareció niremotamente disgustada por verme enlas garras del attor. Muchísimosinmortales…, pero muy pocos altos fae.

Atravesamos dos puertas de piedraantiguas, enormes, más altas que las dela mansión de Tamlin, y entramos en unavasta cámara tallada en la roca pálida,sostenida por innumerables pilares depiedra. La pequeña parte de mí quevolvía a ser insignificante e inútil notóque lo que estaba tallado no era solo unaserie de diseños de decoración, sino querealmente había inmortales, altos fae y

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animales representados en variosentornos y en diferentes actitudes. Habíaincontables historias de Prythiantalladas allí. Y candelabros recubiertosde joyas que colgaban entre los pilares,manchando de color el suelo de mármolrojo. Ahí, ahí sí había altos fae.

Una multitud ocupaba la mayor partedel espacio; algunos bailaban siguiendoel ritmo de una música extraña, sinarmonía; otros caminaban mientrashablaban; era una especie de fiesta.Pensé que había visto algunas máscarasentre los invitados, pero todo era unrevoltijo de dientes afilados y ropaexquisita. El attor me arrastró haciadelante y el mundo pareció girar ante

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mis ojos.El frío suelo de mármol no cedió

cuando caí sobre él; mis huesoscrujieron. Me apoyé contra el suelo paraincorporarme un poco; veía chispas antemí, pero me quedé en el suelo mientrasmiraba el estrado. Unos pocos escalonesllevaban a la plataforma. Levanté lacabeza.

Ahí, sentada en un trono negro,estaba Amarantha.

Aunque era hermosa, no era tandevastadoramente bella como la habíaimaginado, no era una diosa de negrura ydesprecio. Y eso la hacía todavía másterrorífica. Llevaba trenzado el peloentre rojo y dorado, entretejido en una

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corona de oro, color que le realzaba lapiel blanca como la nieve, y en esta, a suvez, destacaban los labios de color rubí.Pero aunque le brillaban los ojos decolor ébano, había algo que afeaba subelleza, algún tipo de despreciopermanente en los rasgos que hacía quesu atractivo pareciera frío y un tantoartificial. Pintarla me habría llevado a lalocura.

Era la alta comandante de las fuerzasdel rey de Hybern. Hacía ya muchossiglos, había aniquilado ejércitoshumanos enteros, había asesinado a susesclavos para no verse obligada aliberarlos. Y había capturado a todoPrythian en apenas unos días.

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Después miré la roca negra queestaba junto a su trono y se me aflojaronlos brazos. Él seguía con la máscaradorada, la ropa de guerrero, la cinta decuero sobre el pecho aunque no habíacuchillos en ella, no llevaba ni una solaarma encima. No mostraron sorpresa susojos al verme. No desplegó las garras,ni sacó los colmillos. Se limitó amirarme…, sin expresión, sin moverse.Sin ningún tipo de sentimiento. Mipresencia no lo había impresionado.

—¿Qué significa esto? —dijoAmarantha con un tono de vozdesconfiado, a pesar de la sonrisa devíbora que me dedicó. Alrededor de sucuello delgado, pálido como la crema,

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colgaba una cadena larga, fina… y deella pendía un hueso, carcomido por eltiempo, un hueso del tamaño de un dedo.No quise pensar a quién habríapertenecido. Me quedé en el suelo. Simovía un poco el brazo, podría sacar ladaga…

—Una humana. Nada más. La heencontrado abajo —siseó el attor, y unalengua viperina le sobresalió entre losdientes afilados como navajas. El attorsacudió una vez las alas y el airemaloliente me cubrió el rostro; despuésvolvió a doblarlas detrás del cuerpoesquelético.

—Eso es obvio —ronroneóAmarantha. Evité mirarla a los ojos y

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fijé la vista sobre las botas marrones deTamlin. Estaba a tres metros de mí…,tres metros y no decía ni una palabra, nisiquiera me miraba con horror o conrabia—. Pero ¿por qué me molestas consu presencia?

El attor soltó una risita, un sonidocomo el agua que sisea al caer sobre unaparrilla caliente, y me acercó,amenazante, un espolón del pie alcostado.

—Dile a su majestad por quéestabas deslizándote así por lascatacumbas…, por qué saliste de lavieja cueva que lleva a la CortePrimavera.

¿Era mejor matar al attor o tratar de

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llegar a Amarantha? El monstruo volvióa golpearme y yo hice una mueca cuandolas garras me lastimaron las costillas.

—Díselo a su majestad, basurahumana.

Necesitaba tiempo…, necesitabaentender lo que me rodeaba. Si Tamlinestaba bajo un hechizo, entonces tendríaque tratar de llevármelo a la fuerza. Mepuse de pie, las manos siempre cerca delas dagas, pero con un gesto relajado.Miré la corona brillante, dorada, deAmarantha para no mirarla directamentea los ojos.

—He venido a reclamar al que amo—dije con tranquilidad. Tal vez todavíatenía tiempo para romper el hechizo.

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Volví a mirarlo a él y la imagen de esosojos de color esmeralda fue como unbálsamo para mí.

—¿Cómo dices? —exclamóAmarantha, y se inclinó hacia delante.

—He venido a buscar a Tamlin, altolord de la Corte Primavera.

Una exhalación proferida al unísonopasó como una ola a través de toda lacorte reunida allí. Pero Amarantha echóla cabeza hacia atrás y se rio… Su vozera como el graznido de un cuervo.

La alta reina se volvió hacia Tamliny los labios se le estiraron hacia atrás enuna sonrisa malvada.

—Sí que has estado ocupado estosaños, Tamlin. Parece que desarrollaste

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el gusto por las bestias humanas, ¿eh?Él no dijo nada, la cara

completamente impasible. ¿Qué lehabían hecho? No se movía…, lamaldición se había cumplido, entonces.Había llegado demasiado tarde. Lehabía fallado, lo había maldecido.

—Pero… —continuó Amaranthalentamente. Yo sentía al attor y a toda lacorte detrás de mí—… esto hace que mepregunte…: si tomaste a una solahumana después de que matara a tucentinela… —Los ojos de la reinadestellaron—. Ah, eres delicioso.Dejaste que torturara a aquellamuchacha inocente para mantener a estacon vida, ¿verdad? ¡Eres hermoso!

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Hiciste que te amara un gusanohumano… Qué maravilla. —Golpeó lasmanos y Tamlin desvió la mirada, fue laprimera reacción que vi en él.

Torturada. Ella había torturado a…—Suéltalo —dije, tratando de que

mi voz se mantuviera firme. Amaranthavolvió a reírse.

—Dame una razón para no destruirteahí mismo, en el lugar donde estás,humana. —Tenía los dientes tanperfectos y blancos…, casideslumbrantes.

Me latía la sangre en las venas, peromantuve el mentón en alto cuando dije:

—Tú lo engañaste… Es injusto. —Tamlin se había quedado muy muy

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quieto.Amarantha chasqueó la lengua y se

miró una de sus delgadas manosblancas… El anillo del dedo índice. Unanillo adornado con algo que parecía…parecía un ojo humano enmarcado encristal. Hubiera jurado que se movía…

—Vosotros, bestias humanas, soistan poco creativos. Pasamos añosenseñándoos poesía y buena retórica, ¿yeso es todo lo que podéis hacer?Debería arrancarte la lengua pordesperdiciarla de ese modo.

Apreté los dientes.—Pero tengo curiosidad. ¿Cuál será

la verborrea que saldrá por esos labioscuando veas en qué estado deberías

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estar ahora? —Levanté las cejas encuanto Amarantha señaló detrás de mí yel horrible anillo miró con ella. Y me dila vuelta.

Ahí, clavada bien alto en la pared dela enorme caverna, estaba el cuerpomaltratado de una joven humana. La pielaparecía quemada en algunas partes, losdedos doblados en ángulos extraños;unas líneas rojas le cruzaban el cuerpodesnudo. Casi no oí las palabras deAmarantha bajo el rugido que se alzó enmis oídos.

—Tal vez debería haberla creídocuando dijo que nunca había visto aTamlin en su vida —musitó Amarantha—. O cuando insistió en que jamás había

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matado a un inmortal, en que nuncahabía cazado. Aunque sus gritos dedolor fueron deliciosos… Hacía siglosque no oía una música tan bella. —Loque dijo a continuación iba dedicado amí—: Debería darte las gracias porhaberle dado a Rhysand su nombre enlugar del tuyo.

Clare Beddor.Por eso se la habían llevado después

de haber quemado vivos a todos losmiembros de su familia. Eso era lo queyo le había hecho cuando le di sunombre a Rhysand para proteger a losmíos.

Se me retorcieron las entrañas, ytuve que hacer un enorme esfuerzo para

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no vomitar sobre el suelo.Los espolones del attor me cogieron

por los hombros y me dio la vuelta paraque yo quedara frente a Amarantha, queseguía ofreciéndome su sonrisa devíbora. Yo había matado a Clare. Habíasalvado mi vida y había acabado con lade ella. Ese cuerpo que se pudría en lapared debería haber sido el mío. El mío.

El mío.—Vamos, preciosa —dijo

Amarantha—. ¿Qué tienes que decir alrespecto?

Quería gritarle que lo que ella semerecía era quemarse en el infiernodurante toda la eternidad, pero no podíaapartar la vista del cuerpo de Clare,

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clavado en la pared de la cueva, inclusomientras miraba sin ver hacia dondeestaba Tamlin. Él había dejado quemataran a Clare… para que no supieranque yo estaba viva. Me dolían los ojos,la bilis me ardía en la garganta.

—¿Todavía quieres reclamar aalguien que es capaz de hacerle eso auna inocente? —dijo Amarantha consuavidad, como consolándome.

Reuní todo el valor que pude y dirigíla vista hacia ella. No dejaría que lamuerte de Clare fuera en vano. No iba acaer sin pelear.

—Sí —dije—. Sí, eso quiero.Su labio se curvó y dejó ver sus

colmillos afilados. Y mientras miraba

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sus ojos negros, me di cuenta de que ibaa morir.

Pero Amarantha se reclinó en eltrono y cruzó las piernas.

—Bueno, Tamlin —dijo, y puso unamano sobre su rodilla en un gestoposesivo—. No creo que esperaras esto.—Hizo un gesto en mi dirección y oí unmurmullo de risas contenidas de los quellenaban la sala, un eco que me golpeócomo si me estuvieran apedreando—.¿Qué tienes que decir, alto lord?

Miré la cara que amaba tanto y suspalabras casi me hicieron caer derodillas.

—Nunca la he visto en mi vida.Alguien tiene que haberla hechizado

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para gastarnos una broma. SeguramenteRhysand. —Seguía tratando deprotegerme incluso ahora, incluso en eselugar.

—Ah, vamos, esa no es una mentiracreíble en absoluto. —Amaranthainclinó la cabeza—. ¿Puede ser quedespués de tus palabras de hace tantosaños sientas algo por la humana? Unachica que odia a los de nuestra especiese las ingenia para enamorarse de uninmortal… ¿Y un inmortal cuyo padremasacró a humanos, y que ahora está ami lado, se enamora de ella también? —Soltó otra vez su risa de cuervo—. Ah,esto es increíblemente bueno…,increíblemente divertido. —Tocó el

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hueso que llevaba colgando del cuello ymiró el ojo que tenía en la mano—.Supongo que si alguien pudiera apreciareste momento —le dijo al anillo—, eseserías tú, Jurian. —Sonrió consatisfacción—. Una lástima que tu putahumana nunca se preocupara porsalvarte…

Jurian… El ojo era de él…, elhueso, de uno de sus dedos. El horror seme incrustó en el vientre. A través detodos los males, a través de todo supoder, ella retenía el alma de esehombre, su conciencia, en ese anillo, enese hueso.

Tamlin seguía mirándome sinreconocerme, sin ningún rastro de

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sentimiento. Tal vez ella había usado elmismo poder para hechizarlo; tal vez sehabía llevado todos sus recuerdos.

La reina se limpió las uñas.—Todo está muy aburrido desde que

Clare decidió morírseme entre lasmanos. Matarte enseguida, humana, seríauna estupidez. —Posó sus ojos sobre mí,después volvió a las uñas…, al anillo enel dedo—. Pero el destino mueve elCaldero de formas muy extrañas. Tal vezmi querida Clare tenía que morir paraque yo me divirtiera de verdad contigo.

Sentí que se me vaciaba el estómagosin poder evitarlo.

—Has venido a reclamar a Tamlin—dijo Amarantha, y no era una

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pregunta, sino un desafío—. Bueno, dala casualidad de que estoy aburridahasta las lágrimas del silencio monótonode este alto lord. Me preocupé cuando élno movió un pelo mientras yo jugaba conla querida Clare, ni siquiera mostró esasgarras tan bonitas…

»Pero voy a negociar contigo,humana —continuó, y unas campanas deadvertencia sonaron en mi mente. “Amenos que tu vida dependa de eso”,había dicho Alis—. Si llevas a cabo trespruebas que voy a ponerte…, tres tareaspara demostrar la profundidad de esesentido humano de lealtad y amor,Tamlin será tuyo. Deberás pasar trespequeños desafíos para probar tu

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dedicación, para probarme a mí y alquerido Jurian que tu especie es capazde sentir amor verdadero, y despuéspodrás llevarte a tu alto lord. —Sevolvió hacia Tamlin—. Considéralo unfavor de mi parte, alto lord. Estos perroshumanos pueden volver loca de lujuria anuestra especie y dejarnos tan ciegosque perdemos todo el sentido común.Mejor que veas ahora su verdaderanaturaleza.

—También quiero que se rompa lamaldición —exigí. Ella levantó la ceja,su sonrisa cada vez más abiertamostraba una hilera de dientes blancos—. Llevo a cabo las tres pruebas y sepone fin a la maldición, y nosotros, toda

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la corte, nos vamos y permanecemoslibres para siempre —añadí. La magiaera específica, había dicho Alis…, asíera como los había engañadoAmarantha. No iba a dejar que meganara con astucia.

—Por supuesto —ronroneóAmarantha—. Y puedo negociar unacosa más si no te importa, para ver sieres digna de tu especie, si eres losuficientemente inteligente como paramerecer a Tamlin. —El ojo de Juriangiraba en su anillo sin cesar, unmovimiento salvaje. Ella chasqueó lalengua y lo miró—. Vas a completar laspruebas…, y cuando hayas terminado, loúnico que tienes que hacer es contestar

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una pregunta. —Casi no podía oírla porel zumbido de la sangre que meinundaba los oídos—. Una adivinanza.Si la resuelves, desaparece lamaldición. La libertad será instantánea.Ni siquiera tendré que levantar un dedo,al momento quedará anulada. Dices larespuesta correcta y él es tuyo. Puedescontestarla cuando quieras…, pero siyerras la respuesta… —Señaló detrásde mí, y no necesité darme la vuelta parasaber que su dedo señalaba a Clare.

Analicé sus palabras, les di la vueltade un lado y de otro, buscando trampas yengaños. Pero todo sonaba bien.

—¿Y si no consigo cumplir con laspruebas?

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Su sonrisa se volvió casi grotesca yacarició con el dedo pulgar la esfera delanillo.

—Si fracasas en una de ellas, noquedará nada de ti para mis juegos. —Un escalofrío me recorrió la espalda.Alis me lo había advertido…, me habíaadvertido que no negociara. PeroAmarantha me mataría sin dudarlo si yodecía que no.

—¿Cuál es la naturaleza de esaspruebas?

—Ah, revelar tal cosa haría que nosperdiéramos toda la diversión. Peropuedo decirte que vas a tener que pasaruna cada mes, cuando llegue la lunallena.

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—¿Y mientras tanto? —Me atreví aechar una mirada a Tamlin. El oro de susojos estaba más brillante de lo que yorecordaba.

—Mientras tanto —respondióAmarantha con voz cortante—, vas aquedarte en tu celda, o hacer cualquiertrabajo extra que yo necesite.

—Si haces que me canse, ¿no vas aponerme en desventaja? —Sabía queella estaba perdiendo interés…, que nohabía esperado que le hiciera tantaspreguntas. Pero tenía que conseguir quedijera algo que me beneficiara.

—Nada que no sea trabajodoméstico, trabajo básico. Es justo quete ganes tu comida. —Podría haberla

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estrangulado solo por decir eso, peroasentí—. Entonces, estamos de acuerdo.

Sabía que ella esperaba que yorepitiera esas palabras, pero tenía queasegurarme.

—Si completo las tres pruebas oresuelvo la adivinanza, ¿vas a hacer loque yo quiero?

—Claro —afirmó Amarantha—.¿Estamos de acuerdo?

Con una cara terriblemente blanca,los ojos de Tamlin se encontraron conlos míos y casi imperceptiblemente seagrandaron. No.

Pero era eso o la muerte, una muertecomo la que había sufrido Clare, lenta ybrutal. El attor siseó detrás de mí, una

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advertencia para que yo respondiera. Yono creía ni en el destino ni en elCaldero…, y no tenía otra alternativa.

Porque cuando miré a los ojos deTamlin, incluso ahora, sentado junto aAmarantha como su esclavo o inclusoalgo peor, lo amé con una ferocidad queme quemaba el corazón. Porque cuandoél abrió los ojos, supe que me seguíaamando.

A mí no me quedaba nada exceptoeso, excepto los jirones de unaesperanza tonta…: tal vez podríaganarla, tal vez sería más inteligente queella y derrotaría a una reina inmortal tanantigua como la piedra que pisaban mispies.

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—¿Entonces? —insistió Amarantha.Detrás de mí, sentí que el attor sepreparaba para saltar, para sacarme larespuesta a golpes si era necesario. Ellalos había engañado a todos, pero yohabía aprendido a sobrevivir a lapobreza, a años de moverme en soledadpor los bosques. Mi mejor táctica era norevelar nada de mí misma o de lo quesabía. ¿Qué era la corte de Amaranthasino otro bosque, otro coto de caza?

Miré a Tamlin una vez más antes dedecir:

—De acuerdo.Amarantha me dedicó una sonrisita

horrible y la magia siseó en el aire entrelas dos mientras ella hacía chasquear los

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dedos. A continuación volvió aacomodarse en el trono.

—Dadle una digna bienvenida a micorte —le ordenó a alguien que estabadetrás de mí.

El siseo del attor fue la únicaadvertencia antes de que algo duro comouna piedra me golpeara la mandíbula.

Caí de costado, aturdida, pero meesperaba otro golpe terrible en la cara.Me crujieron los huesos, todos loshuesos. Las piernas se me doblarondebajo del cuerpo y la piel correosa delattor me raspó la mejilla cuando volvióa pegarme. Retrocedí, pero me encontrécon el puño de otro, un inmortal inferiorretorcido cuya cara no llegué a ver. Era

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como si alguien me estuviera golpeandocon un ladrillo. ¡Pam! ¡Crac! Creo queeran tres. Me convertí en un saco quesolo encajaba golpes; pasé de puñetazoen puñetazo; los huesos me restallabande agonía. Tal vez grité.

La sangre me salió por la boca y susabor metálico me cubrió la lengua antesde perder la conciencia.

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CAPÍTULO

35

Sentí que recuperaba lentamente lossentidos, y que cada uno era másdoloroso que el anterior. Primero oí un

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sonido de agua que goteaba, después eleco lejano de unos pasos fuertes. Ungusto a cobre en la boca…: sangre. Porencima del silbido de algo que tenía queser mi nariz aplastada, el olor fuerte ypicante del moho y el hedor de loshongos inundaban el aire frío, húmedo.Se me clavaban en las mejillaspuntiagudas briznas de paja. Toqué conla lengua mi labio partido y el gesto mellenó de fuego el rostro. Hice unamueca, intenté abrir los ojos, pero soloconseguí separar un poco los párpadoshinchados. Lo que veía, borroso, sinduda porque tenía los ojos amoratados,no me alegró el espíritu.

Estaba en una celda, en una prisión.

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Ya no tenía armas y mis únicas fuentesde luz eran las antorchas que ardían alotro lado de la puerta. Amarantha habíadicho que pasaría el tiempo en unacelda, pero cuando me senté, con lacabeza tan confusa que casi me desmayéde nuevo, se me aceleró el corazón. Unamazmorra. Examiné los finos rayos deluz que se arrastraban a través de lasgrietas de la puerta y la pared. Después,con cautela, me toqué la cara.

Dolía…, dolía más que cualquierotra cosa que yo hubiera soportadoantes.

Me mordí la lengua para no gritarmientras con los dedos me tocaba lanariz y caían trozos de sangre seca a mi

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alrededor. Estaba rota. Quebrada.Habría apretado los dientes si no mehubiera estado latiendo la mandíbula enun remolino de agonía.

No podía permitirme el pánico. No,tenía que mantener a raya las lágrimas,tenía que conservar la cordura. Y teníaque revisar mis laceraciones lo mejorque pudiera para después pensar quéhacer. Tal vez podría usar mi camisapara elaborar vendajes…, tal vez medarían agua en algún momento y podríalavarme las heridas. Respirando deforma superficial a causa del dolor delpecho y las costillas, me exploré el restode la cara. No tenía la mandíbula rota, yaunque se me habían hinchado los ojos y

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partido el labio, el peor daño era en lanariz.

Me llevé las rodillas al pecho, lasapreté con fuerza mientras controlaba larespiración. Había violado una de lasreglas de Alis. No había tenido opción.Ver a Tamlin sentado junto aAmarantha…

La mandíbula me dolía, pero apretélos dientes de todos modos. La lunallena… Era cuarto creciente cuando dejéla casa de mi padre. ¿Cuánto tiempohabía pasado inconsciente ahí abajo? Noera tonta: sabía que no tendría tiempopara prepararme para la primera pruebade Amarantha.

No me permití imaginarme lo que

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podía tener en mente para mí. Ya teníabastante con saber que ella esperaba queyo muriera… Había dicho que noquedaría suficiente de mí para quepudiera entretenerse torturándome.

Me abracé las piernas con másfuerza para que no me temblaran lasmanos. En algún lugar…, no demasiadolejos, empezaron los gritos. Un balidoagudo, un ruego, acentuado concrescendos de chillidos que hicieron quela bilis se me atragantara en la garganta.Tal vez yo gritaría así cuando me vierafrente a la primera tarea de Amarantha.

Sonó el chasquido de un látigo y elalarido fue más fuerte; a quienestuvieran azotando apenas le daban

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tiempo para detenerse a tomar aire.Seguramente Clare había gritado así. Ysí, era como si yo misma la hubieratorturado. ¿Qué habría pensado ella…?Todos esos inmortales que deseaban susangre y su dolor. Me lo merecía…, sí,me merecía cualquier dolor, cualquiersufrimiento que tuviera que afrontar,fuera el que fuese…, por lo que Clarehabía tenido que tolerar. Pero… peroiba a arreglar las cosas. De algunaforma.

Imagino que me dormí en algúnmomento, porque desperté cuando lapuerta de la celda raspó el suelo depiedra. Olvidé el dolor inmenso de micara y me arrastré para esconderme en

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las sombras del rincón más lejano.Alguien se deslizó en mi celda y cerró lapuerta con rapidez…, dejando pasarapenas un rayo de luz.

—¿Feyre?Traté de ponerme de pie, pero me

temblaban tanto las piernas que no podíamoverme.

—¿Lucien? —jadeé yo, y la paja delsuelo crujió cuando se dejó caer derodillas frente a mí.

—Por el Caldero, ¿estás bien?—La cara…Una luz pequeña flameó junto a su

cabeza, y su ojo de metal se entrecerró.Lucien resopló.

—¿Has perdido la cabeza? ¿Qué

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estás haciendo aquí?Luché por contener las lágrimas…

Llorar no tenía sentido, de todos modos.—Volví a la mansión… Alis me

dijo… me contó lo de la maldición… Yno podía dejar que Amarantha…

—No deberías haber venido, Feyre—dijo él con voz cortante—. Notendrías que estar aquí. ¿No entiendestodo lo que Tamlin sacrificó parasacarte de Prythian? ¿Cómo has podidoser tan estúpida?

—Bueno, pero ahora estoy aquí —dije con voz más alta de lo aconsejable—. Estoy aquí y no se puede hacer nadaal respecto, así que… ¡no te molestes enhablarme de mi cuerpo débil y humano y

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de mi estupidez! Eso lo sé, y… —Quería cubrirme la cara con las manospero me dolía demasiado—. Solo…tenía que decirle que lo amo.Comprobar si no era demasiado tarde.

Lucien se puso en cuclillas.—Así que lo sabes todo.Me las arreglé para asentir sin

desmayarme de dolor. Seguramente viocon claridad mi agonía, porque hizo unamueca.

—Bueno, por lo menos ya notenemos que mentirte. A ver si terecomponemos un poquito.

—Creo que tengo la nariz rota. Peronada más. —Mientras lo decía, miréalrededor de él buscando señales de

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vendajes o agua… Pero no vi nada.Sería magia, entonces.

Lucien dirigió la mirada por encimadel hombro, controlando la puerta.

—Los guardias están borrachos,pero el cambio llegará pronto —dijo, ydespués estudió mi nariz. Traté desoportar el suplicio mientras le permitíatocarla. Hasta el roce de sus dedos metransmitió relámpagos de dolor por todoel cuerpo—. Voy a tener que ponerla ensu lugar antes de curarte.

Apreté la boca para ocultar elpánico ciego que sentía.

—Hazlo. Ahora —le dije, antes deque pudiera hundirme en la cobardía ypedirle que no lo hiciera. Él dudó—.

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Ahora —jadeé.Con demasiada rapidez para que

pudiera seguirlo con la vista, los dedosde Lucien me cogieron la nariz. El dolorme atravesó como una lanza y un cracme sonó en los oídos, en la cabeza;después me desmayé.

Cuando volví en mí, conseguí abrirlos dos ojos completamente, y la nariz,mi nariz, estaba en su sitio y no me latíani hacía que la cara se me partiera dedolor. Lucien estaba agachado sobre mícon el entrecejo fruncido.

—No puedo curarte del todo…Sabrían que alguien te ha ayudado.Todavía tienes los moretones y ese ojonegro está horrible, pero… ya no hay

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hinchazón.—¿Y la nariz? —pregunté, tocándola

antes de que él contestara.—Lista…, tan bonita y descarada

como siempre. —Me dedicó su sonrisaladeada. El gesto familiar hizo que seme tensara el pecho casi hasta dolerme.

—Pensé que Amarantha habíaarrebatado la mayor parte del poder dela corte —me las arreglé para decir. Yocasi no lo había visto hacer magia en lamansión.

Asintió hacia la lucecita que semovía sobre su hombro.

—Ella me devolvió una fracción…,para que convenciera a Tamlin a aceptarla oferta. Pero él sigue negándose. —

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Levantó el mentón hacia mi cara curada—. Yo sabía que algo bueno saldría deestar aquí abajo.

—¿Así que tú también estásatrapado en Bajo la Montaña? —Unmovimiento amargo de la cabezaacompañó su asentimiento. «Sí».

—Ha mandado llamar a todos losaltos lores…, incluso los que le juraronobediencia están aquí y tienen prohibidoirse hasta que… hasta que terminen tuspruebas.

Hasta que yo estuviera muerta era loque quería decir en realidad.

—Ese anillo —dije—, ¿es… esrealmente el ojo de Jurian? —Lucien seencogió.

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—Sí. ¿Así que de verdad lo sabestodo?

—Alis no me dijo qué pasó cuandoJurian y Amarantha estuvieron frente afrente.

—Dejaron asolado todo un campode batalla y usaron a sus soldados comoescudos hasta que murieron casi todos.Jurian tenía alguna protección contraella, pero una vez que llegaron alcombate cuerpo a cuerpo… no le costódemasiado derrotarlo. Entonces loarrastró de vuelta a su campamento y setomó mucho tiempo, semanas, paratorturarlo y matarlo. Ignoró las órdenesde marchar en ayuda del rey deHybern… y eso le costó ejércitos a su

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soberano y al final perdió la guerra.Amarantha se negó a hacer cualquiercosa hasta que hubiera terminado conJurian. Las únicas partes del cuerpo quequedaron de él fueron el dedo y el ojo.Clythia le había prometido a Jurian queno moriría nunca…, y mientras suhermana mantenga ese ojo preservado enmagia, retendrá su alma y su conciencia,y él permanecerá atrapado, mirando. Uncastigo adecuado para lo que hizo,pero… —Lucien se tocó el ojo que lefaltaba—, pero me alegro de que no mehubiera hecho lo mismo a mí. Se diríaque está obsesionada con ese tipo decosas.

Me eché a temblar. Una cazadora…

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Amarantha no era mucho más que unacazadora cruel, inmortal, quecoleccionaba trofeos para recordar a suspresas y conquistas y se regodeaba conellos a lo largo de las eras. La rabia, ladesesperación y el horror que tenía queaguantar Jurian día tras día, durante todala eternidad… Merecidos, tal vez, peropeores que nada que yo hubiera podidoimaginar. Sacudí la cabeza para sacarmela idea de la mente.

—¿Tamlin está…?—Él… —Lucien iba a contestar,

pero se puso de pie bruscamente cuandooyó algo que los oídos humanos nocaptaban—. Va a haber un cambio deguardia y vienen hacia aquí. Trata de no

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morirte, ¿quieres? Ya tengo una largalista de inmortales que matar…, nonecesito añadir más nombres, ni siquierapor el bien de Tamlin.

Razón por la cual, sin duda, habíabajado hasta allí.

Y entonces desapareció…,desapareció en la tenue luz. Un momentodespués, un ojo amarillo manchado derojo apareció en el agujero de vigilanciade la puerta, me miró con furia y siguióadelante.

Dormitaba y me despertaba a lo largo deun ciclo que tal vez fue de horas, o quizáde días. Me dieron tres comidas

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miserables, pan duro y agua, y lasllevaron a intervalos irregulares, por loque pude detectar. Lo único que supecuando se abrió la puerta de la celda enun movimiento brusco fue que mihambre constante ya no importaba y queera mejor no luchar contra los dosinmortales bajitos, de piel roja, que mearrastraron hasta el salón del trono. Mefijé cuidadosamente en el camino, elegídetalles de los pasillos para acordarme,grietas diferentes en las paredes,escenas de los tapices, una curvadistinta a las demás, cualquier cosa queme recordara el camino de salida de lasmazmorras.

Esta vez vi algo más de la habitación

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del trono; por ejemplo, comprobé dóndeestaban las salidas. No había ventanasporque estábamos bajo tierra. Y lamontaña que había visto pintada en elmapa de la mansión se levantaba en elcorazón de esa tierra, lejos de la CortePrimavera y todavía más lejos del muro.Si quería escapar con Tamlin, mi mejoroportunidad sería correr y buscar esacueva en el vientre de la montaña.

De pie junto a la pared había unamultitud de inmortales. Cuando pasamosbajo el umbral traté de no mirar elcuerpo de Clare, que se descomponíaclavado en el muro, y me concentré enfijarme tan solo en la corte reunida.Todo el mundo se había puesto ropa

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elegante, colorida…; todos parecíanbien alimentados y limpios. Entre elloshabía inmortales enmascarados: la CortePrimavera. Si tenía alguna oportunidadde conseguir aliados, sería entre ellos.

Examiné a la multitud buscando aLucien, pero no lo encontré, y entoncesme empujaron junto a la tarima.Amarantha llevaba un vestido cubiertode rubíes que realzaba su cabello entrerojo y dorado y también los labios, que,cuando dirigí la vista hacia ella, estabanabiertos en una sonrisa viperina.

La reina de los inmortales chasqueóla lengua.

—Estás realmente espantosa. —Sevolvió hacia Tamlin, que permanecía

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quieto a su lado. Su expresión siguiósiendo distante—. ¿No es cierto que haempeorado mucho?

Él no contestó. Ni siquiera me miróa los ojos.

—¿Sabes? —musitó Amaranthainclinándose sobre el brazo del trono—,anoche no me podía dormir y estamañana me he dado cuenta de por qué.—Me miró de arriba abajo—. No sé tunombre. Si tú y yo vamos a ser tanamigas durante los próximos tres meses,debería saber tu nombre, ¿verdad?

Hice un esfuerzo para no asentir.Había algo encantador, cercano, en ella,y una parte de mí empezó a entender porqué los altos lores habían caído bajo su

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hechizo, por qué habían creído susmentiras. La odié por eso.

Cuando no contesté, Amaranthafrunció el entrecejo.

—Vamos, amor, vamos. Tú sabes minombre, ¿te parece justo que yo no sepael tuyo? —Me puse tensa cuandoapareció el attor en medio de la multitudque se separó para dejarlo pasar.Apenas me vio, me sonrió con sus filas yfilas de dientes—. Después de todo —Amarantha hizo un gesto elegante con lamano hacia el espacio que había detrásde mí y el cristal que protegía el ojo deJurian reflejó la luz—, ya sabes laconsecuencia de dar nombres falsos. —Una nube oscura me envolvió y sentí la

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forma de Clare clavada en la pareddetrás de mí. Pero mantuve la bocacerrada—. Rhysand —dijo Amarantha, yno necesitó levantar la voz para que élacudiera. Mi corazón pareció pesarcomo el plomo cuando sonaron a miespalda esos pasos relajados, ágiles. Sedetuvo junto a mí… Demasiado, sí,demasiado cerca para mi gusto.

Con el rabillo del ojo estudié al altolord de la Corte Noche cuando seinclinó doblándose por la cintura. Lanoche parecía ondear a su alrededorcomo una capa casi invisible.

Amarantha levantó las cejas.—¿Es ella la mujer humana que viste

en la propiedad de Tamlin?

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Él se sacudió una mota invisible depolvo de la túnica negra antes demirarme. Sus ojos violeta mostrabanaburrimiento… y desdén.

—Supongo.—Pero ¿me dijiste o no que esa

chica era la que viste? —dijoAmarantha alzando el tono mientrasseñalaba a Clare.

Él se metió las manos en losbolsillos.

—A mí, los humanos me parecentodos iguales. —Amarantha le dedicóuna sonrisa artificial.

—¿Y los inmortales?Rhysand volvió a inclinarse, con

tanta suavidad que el gesto parecía más

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una danza que una reverencia.—En medio de un mar de caras

mundanas, la vuestra es una obra de arte.Si yo no hubiera estado pisando la

línea entre la vida y la muerte, habríaresoplado.

«Los humanos me parecen todosiguales…». No lo creía, no, ni pormedio segundo. Rhysand conocía miaspecto con exactitud…, me habíareconocido aquel día en la mansión. Meesforcé por hacer que se viera mi rostrolo más neutral que pude, ahora que laatención de Amarantha volvía a dirigirsea mí.

—¿Cómo se llama? —le preguntó aRhysand.

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—¿Y cómo voy a saberlo? Ella memintió. —O jugar con Amarantha erauna diversión para él, una broma, comoponer una cabeza en una pica en mediodel jardín de Tamlin, o… todo eso eraotra vez una intriga cortesana. Mepreparé para el roce de esos espolonescontra mi mente, me preparé para laorden que, sin ninguna duda, ella estabaa punto de dar.

Mantuve la boca bien cerrada y mequedé quieta. Recé para que Nestatuviera ya guardias y exploradores a suservicio…, para que hubiera persuadidoa mi padre de tomar precauciones.

—Si te gustan tanto los juegos,muchacha, supongo que podemos hacer

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esto y divertirnos al mismo tiempo —dijo Amarantha. Hizo sonar los dedoshacia el attor, que se metió en la multitudy atrapó a alguien. Su cabello rojo brillóy me tambaleé hacia delante cuando elattor arrastró a Lucien por el cuello dela túnica verde. «No. No».

Lucien se defendía del attor, pero nopodía hacer nada contra esas uñasparecidas a agujas. El monstruo loobligó a arrodillarse y sonrió, soltó latúnica de Lucien y se mantuvo cerca.

Amarantha levantó un dedo endirección a Rhysand. El alto lord de laCorte Noche enarcó una ceja muy biencuidada.

—Mantén esa mente quieta —le

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ordenó ella.Se me desgarró el corazón. Lucien

se quedó completamente quieto. Elsudor le brillaba en el cuello cuandoRhysand inclinó la cabeza hacia la reinay se dio la vuelta para ponerse frente aél.

Detrás de los dos, abriéndose pasopara situarse frente a la multitud,aparecieron cuatro altos fae de granestatura y de cabello rojo. Algunos eranmusculosos, de buen físico, y parecíanguerreros listos para entrar en un campode batalla; otros eran hermososcortesanos. Todos miraron con fijeza aLucien… y sonrieron. Los cuatro hijosdel alto lord, los cuatro que quedaban en

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la Corte Otoño.—¿Cuál es su nombre, emisario? —

le preguntó Amarantha a Lucien. Peroeste miró a Tamlin, solo eso, antes decerrar los ojos y erguir los hombros.Rhysand empezó a sonreír y meestremecí cuando recordé la sensaciónde esas garras invisibles dentro de lamente. Qué fácil hubiera resultado paraél aplastarla por completo.

Los hermanos de Lucien acechabanen los bordes de la multitud, sinremordimientos, sin ningún miedo en suscaras hermosas.

Amarantha suspiró.—Pensé que habías aprendido la

lección, Lucien. Aunque esta vez tu

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silencio va a condenarte tanto como tulengua. —Lucien siguió con los ojoscerrados. Listo…, estaba listo para queRhysand borrara todo lo que era, paraque convirtiera su mente, a él incluso, enpuro polvo—. ¿Su nombre? —lepreguntó ella a Tamlin, y él no lecontestó. Los ojos de Tam estaban fijosen los hermanos de Lucien, como siestuviera tratando de ver cuál de ellosmostraba la sonrisa más satisfecha.

Amarantha pasó una uña a lo largodel brazo del trono.

—No creo que tus hermososhermanos lo sepan, Lucien —ronroneó.

—Si lo supiéramos, señora,seríamos los primeros en decíroslo —

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manifestó el más alto. Era delgado e ibavestido de forma elegante, un hijo deputa entrenado para la corte en cadacentímetro de su cuerpo. Seguramente elmayor, si se tenía en cuenta la forma enque lo miraban incluso los que parecíanguerreros de sangre, una mirada llena dedeferencia, de prevención y de miedo.

Amarantha le dedicó una sonrisa deagradecimiento y levantó la mano.Rhysand movió la cabeza y entrecerrólos ojos, fijos en Lucien.

Este se puso tenso. Un gruñido lesalió por la garganta y…

—¡Feyre! —grité—. Me llamoFeyre.

Tuve que esforzarme mucho para no

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caer de rodillas cuando Amaranthaasintió y Rhysand dio un paso atrás. Elalto lord de la Corte Noche ni siquierase había sacado las manos de losbolsillos.

Supongo que ella le había permitidoconservar más poder que a los otros. Sinduda si era capaz de infligir tanto daño apesar de estar sometido a ella. Antes deque ella se lo robara, el poder deRhysand había sido… extraordinario.Sí, tenía que haberlo sido si esto erasolo lo que conservaba de él.

Lucien se dejó caer al suelotemblando. Sus hermanos se adelantarony el mayor me mostró los dientes en unaamenaza silenciosa. Lo ignoré.

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—Feyre —dijo Amaranthasaboreando mi nombre, el gusto de lasdos sílabas sobre la lengua—. Unnombre viejo de nuestros primerosdialectos. Bueno, Feyre —continuó.Cuando me di cuenta de que no iba apreguntar por mi apellido, casi lloro delalivio—. Te prometí una adivinanza.

Todo se volvió espeso y confuso.¿Por qué Tamlin no hacía nada? ¿Porqué no decía nada? ¿Qué había estado apunto de decir Lucien antes dedesaparecer de mi celda?

—Resuelve esto, Feyre, y tú y tu altolord y toda la corte podréis iros con mibendición inmediatamente. Veamos sieres lo bastante inteligente como para

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merecer a uno de mi especie. —Sus ojososcuros brillaron y me aclaré la mentelo mejor que pude mientras ella hablaba.

Hay quienes me buscan todauna vida pero no nosencontramos,

y quienes reciben mi beso yme rechazan,desagradecidos,desdichados.

A veces, parece que prefiero alos inteligentes, a losbellos, a los altos,

pero bendigo a todos los quetienen el coraje de

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intentarlo.

En general, cuando actúo,soy de mano suave, dulce,de miel,

pero si me desprecian, meconvierto en una bestiadifícil de vencer.

Porque aunque mis golpes,todos, dan siempre en elblanco,

cuando mato, lo hago muymuy despacio…

Parpadeé y ella lo repitió, sonriendoal terminar, engreída como un gato. Mi

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mente era un vacío, una masa totalmenteinútil, un espacio en blanco.

¿Algún tipo de enfermedad? Mimadre había muerto de tifus y su primade malaria después de un viaje aBharat… Pero ninguno de los síntomasparecía tener nada que ver con laadivinanza. ¿Una persona, tal vez?

Una oleada de risas recorrió a losque estaban reunidos, y las másestruendosas fueron las de los hermanosde Lucien. Rhysand me miraba, envueltoen noche, con una sonrisa leve en laboca.

La solución estaba tan cerca… Unapequeña respuesta y todos seríamoslibres. Inmediatamente, había dicho

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ella…, y en cambio… Eh, un momento:¿las condiciones de las pruebas erandistintas de las que me había dado parala adivinanza? Amarantha habíaenfatizado lo de «inmediatamente»cuando hablaba de resolver laadivinanza. No, no tenía tiempo parapensar en eso ahora. Tenía que resolverla adivinanza. Así podríamos ser libres.Libres.

Pero no pude…, ni siquiera se meocurrió una posibilidad. Habría sidomejor que yo misma me abriera el cuelloy terminara allí mismo con misufrimiento antes de que ella pudierahacerme pedazos. Era una tonta, unahumana idiota. Miré a Tamlin. El oro en

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sus ojos titiló un poco, pero su cara notenía expresión.

—Piénsalo —dijo Amarantha paraconsolarme, y dirigió una mirada alanillo, al ojo que daba vueltas ahí dentro—. Voy a estar esperando.

Miré a Tamlin. Tenía la mente vacía,girando en un remolino, mientras meempujaban hacia las mazmorras.

Cuando volvieron a cerrar la puertade mi celda, supe que iba a perder.

Pasé dos días encerrada allí, o por lomenos supuse que eran dos, tomandocomo referencia las comidas, que habíanempezado a ser un poco mejores.

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Devoré las partes comestibles de lasporciones medio cubiertas de moho, yaunque deseaba que Lucien acudiera averme, nunca lo hizo. Sabía que no meera posible siquiera desear ver aTamlin.

Tuve muy poco que hacer exceptoreflexionar acerca de la adivinanza deAmarantha. Pero cuanto más lo hacía,menos sentido le encontraba. Pensé envarios tipos de venenos y animalesponzoñosos…, pero eso no me sirvió denada, excepto acrecentar la sensación deser cada vez más estúpida. Por nomencionar la impresión de que tal vezella estaba engañándome con esanegociación y que por eso había dicho

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«inmediatamente» cuando habló de laadivinanza. Tal vez lo que quería decirera que no nos liberaría inmediatamentesi yo terminaba con éxito las pruebas.Que podría tomarse todo el tiempo quequisiera para hacerlo. No…, no, meestaba poniendo paranoica. Estabadándole demasiadas vueltas. Pero laadivinanza podía liberarnos a todos alinstante. Tenía que resolverla. Aunquehabía jurado no pensar demasiado en lastareas que me esperaban, no dudaba dela imaginación de Amarantha, y muchasveces me despertaba sudando despuésde algún sueño inquieto…, un sueño enel que estaba atrapada dentro de unanillo de cristal, en silencio por toda la

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eternidad, obligada a ser testigo de esemundo cruel, sediento de sangre,separada de todo lo que había amado.Amarantha había amenazado con que noquedaría nada de mí, que ella no podríajugar conmigo si fracasaba en una de laspruebas…, y yo recé para que eso fueraverdad. Mejor desaparecer para siempreque sufrir el destino de Jurian.

Sin embargo, un miedo como nohabía conocido antes me devorócompletamente cuando se abrió la puertade la celda y los guardias de piel rojame dijeron que la luna llena estaba en elcentro del cielo.

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CAPÍTULO

36

Los sonidos de la multitud enmovimiento reverberaban en el pasillo.Mi escolta armada no se molestó en

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sacar las armas; se limitaron aempujarme hacia delante. Ni siquiera mehabían puesto grilletes. Algo o alguienme atraparía antes de que pudieraapartarme un paso y me devoraría en ellugar donde estuviéramos.

La cacofonía de risas, gritos yaullidos no terrenales empeoró cuandoel pasillo se abrió frente a algo queseguramente era un gran estadio. Nohabían colocado antorchas para iluminarla caverna… y no conseguí averiguar siestaba tallada en la roca o si la habíaformado la naturaleza. El suelo estabaresbaladizo y embarrado, y tuve quehacer un esfuerzo para mantenerme depie mientras caminábamos.

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Pero fue la multitud enorme, ruidosay rebelde la que me congeló las entrañascuando todos se volvieron paramirarme. No conseguía entender lo queme gritaban, pero tenía una idea bastanteclara. Las caras crueles y las sonrisasamplias me decían todo lo quenecesitaba saber. No solo habíainmortales inferiores, sino también altosfae. La excitación transformaba suscaras y las hacía casi tan lobunas comolas de sus hermanos más extraños. Meempujaron a una plataforma de maderaerigida por encima de la multitud. Ahíestaban sentados Amarantha y Tamlin, yfrente a la plataforma…

Hice todo lo que pude para mantener

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el mentón alto mientras miraba ellaberinto de túneles y trincheras que seabría en el suelo. La multitud estaba depie en los bordes, impidiendo la visiónde lo que había dentro. Me caí derodillas frente a Amarantha. El barromedio congelado se me metió en lospantalones.

Me puse de pie con las piernastemblando. Alrededor de la plataformahabía un grupo de seis machos,separados de la multitud principal. Porlas caras frías, hermosas, por el porte depoder que mostraban, supe que eran losotros altos lores de Prythian. Ignoré aRhysand apenas noté su sonrisa felina, lacorona de oscuridad sobre su cabeza.

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A Amarantha le bastó con levantaruna mano y la multitud rugiente quedó ensilencio.

El silencio era tan grande que casipodía oír el latido de mi corazón.

—Bueno, Feyre —comenzó la reinade los inmortales. Traté de no mirar lamano que se apoyaba en la rodilla deTamlin, el anillo tan vulgar como aquelgesto—. Tu primera prueba es en estemismo lugar. Veamos hasta dónde llegaese afecto humano que tienes.

Apreté los dientes y casi se losmostré en un gesto de odio. La cara deTamlin seguía en blanco.

—Me tomé la libertad de averiguaralgunas cosas sobre ti —dijo Amarantha

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con enorme lentitud—. Era justo.Supongo que lo entiendes.

Todos mis instintos, todos losfragmentos de mí que eranintrínsecamente humanos me gritaronque huyera, pero yo seguí ahí, los piesplantados en el suelo, las rodillasapretadas una contra la otra para evitarque me flaquearan las piernas.

—Creo que te va a gustar estaprueba —dijo ella. Hizo un gesto con lamano y el attor apartó a la multitud paraabrirme camino hasta el lugar dondeempezaba la primera trinchera—.Vamos. Mira.

Yo la obedecí. Las trincheras, quemás o menos tenían la altura de dos

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hombres de profundidad, estabanresbaladizas por el barro. Era como silas hubieran excavado en el barromismo. Me quedé mirando, luchandopara mantenerme en pie. Formaban unlaberinto en todo el suelo de la cámara ylas curvas y los giros no tenían ningúnsentido. El suelo estaba lleno deagujeros que sin duda llevaban a túnelessoterrados, y… Unas manos se aferrarona mi espalda y grité porque me dio laimpresión de que me caía, hasta que depronto me levantaron cada vez másarriba en el aire. Reverberaron las risascomo un eco dentro de la estancia yquedé colgada de las uñas del attor, susalas poderosas abiertas mientras él y yo

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atravesábamos el estadio. El aireparecía estremecerse con cada uno delos aletazos. Después, bajó con rapidezhacia las trincheras y me dejó ahí, depie.

El lodo me hizo chapotear, abrí losbrazos y me tambaleé. Las risascontinuaron a pesar de que yo seguía depie.

El barro olía de una maneraespantosa, pero conseguí contener lanáusea. Me di la vuelta y encontré laplataforma de Amarantha muy cerca:flotaba por encima de la trinchera. Ellame miró desde allí, sonriendo con sumueca de serpiente.

—Rhysand me ha dicho que eres

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cazadora —declaró, y a mí se me detuvoel corazón.

Seguramente él me había leído lospensamientos, o… tal vez habíaencontrado a mi familia y…

Amarantha chasqueó los dedos en midirección.

—Cázame esto.Los inmortales gritaron

emocionados, y vi el oro circular entrelas palmas delgadas de sus manos detodos los colores. Apostaban cuántotiempo duraría una vez que empezara.Apostaban sobre mi vida.

Levanté los ojos hacia Tamlin. Sumirada de color esmeralda estabacongelada…, y memoricé por última vez

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las líneas de esa cara, la forma de sumáscara, la sombra de su cabello.

—Suéltalo —ordenó Amarantha.Sentí un temblor en toda la médulacuando se oyó el crujido de la puerta deuna jaula; después, la cámara se llenócon el ruido de algo que se deslizabacon rapidez.

Los hombros se me encogieron. Lamultitud se quedó callada un instante, losuficiente como para que pudiera oír unaespecie de gruñido gutural, y sentí lasvibraciones del suelo cuando la cosa,fuera lo que fuese, se me acercó.

Amarantha chasqueó la lengua yvolví la cabeza hacia ella con lavelocidad de un látigo. Sus cejas se

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arquearon.—Corre —susurró.Y entonces apareció. Corrí.Era un gusano gigantesco, o tal vez

algo que habría podido ser un gusano sisu parte delantera no fuera más que unaboca llena de hileras circulares dedientes afilados como navajas. Elgusano se me acercó con rapidez. Sucuerpo, entre marrón y rosado, era unaonda que se retorcía y se alzaba con unafacilidad horrenda. Esas trincheras eransu guarida.

Y yo era su cena.Corrí por el foso deslizándome y

resbalando sobre el barro malolientemientras deseaba haber memorizado

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mejor el diseño del laberinto en lospocos momentos en que lo habíaobservado; sabía perfectamente bien queel camino que tomara podría conducirmea un callejón sin salida donde eraprobable…

La multitud rugió, y el clamor ahogólos sonidos del gusano; algunos erancomo el que se produce al sorber unlíquido; otros, como el rechinar de algometálico, pero no me atreví a mirar porencima del hombro. El olor cada vezmás cercano me decía bastante sobre laproximidad del animal. No tuve alientosuficiente para sollozar de alivio cuandodescubrí una bifurcación y giré conbrusquedad hacia la izquierda.

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Tenía que poner la mayor distanciaposible entre los dos; tenía queencontrar un lugar donde pudiera idearun plan, un sitio que me diera algo deventaja.

Otra bifurcación…, y volví a girar ala izquierda. Tal vez si seguía girando enese sentido podría correr en círculo ysorprender a la criatura desde atrás y…

No, eso era absurdo. Tendría quehaber sido tres veces más rápida que elgusano, y en ese momento apenas siconseguía mantener una escasa distanciaentre aquella cosa y yo. Cuando volví agirar a la izquierda, resbalé y me hundíen una pared; me metí dentro del barroblando. Frío, maloliente, sofocante. Me

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limpié los ojos y descubrí las carasburlonas de los inmortales que flotabansobre mí, riéndose. Corrí por mi vida.Llegué a una trinchera larga, recta, ypuse toda la fuerza de mi cuerpo en laspiernas para recorrer ese fragmento depasillo. Al final, me atreví a mirar porencima del hombro y el miedo meenloqueció, se convirtió en un remolinointerno apenas vi surgir al gusano tras demí: el animal seguía mis huellascalientes.

Esa mirada casi me hizo pasar poralto una pequeña grieta en un lado de latrinchera; aminoré la velocidad hastadetenerme y colarme a través de laabertura. Esa hendidura era demasiado

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estrecha para el gusano, peroseguramente la criatura destrozaría todoel muro de barro para pasar. Sinembargo, valía la pena intentarlo.

Cuando hice fuerza para pasar alotro lado, algo me agarró por detrás.Eran las paredes. La grieta era muypequeña y me había lanzado con tantafuerza a través de ella que habíaquedado encajada entre los dos lados.Con la espalda vuelta hacia el gusano,demasiado incrustada en la pared comopara darme la vuelta, no conseguía verloy él se estaba acercando. El olor… elolor empeoraba.

Empujé y tiré, pero el barro era muyespeso y se resistía.

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Las trincheras se estremecían conlos movimientos poderosos del gusano.Casi podía sentir el aliento malolientesobre mi cuerpo expuesto, oía losdientes que lanzaban dentelladas al airemás y más y más cerca. Así no. Mi vidano podía terminar así.

Hundí las manos en el barro, meretorcí, excavé con todas mis fuerzaspara pasar hacia el otro lado. El gusanose acercaba más con cada latido de micorazón; su olor casi me nublaba lossentidos.

Golpeé el barro endurecido, volví aretorcerme, di patadas y empujé, sollocéentre los dientes apretados. Así no.

El suelo tembló. Me rodeó un hedor

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insoportable y un aire caliente megolpeó el cuerpo. Los dientes de esacosa sonaron al cerrarse unos sobreotros.

Empujé y empujé, agarrándome de lapared. Hubo un chapoteo y un súbitoalivio de la presión alrededor de lamitad de mi cuerpo, y caí a través de lagrieta y me derrumbé en el barro.

La multitud suspiró. No tenía tiempopara soltar lágrimas de alivio porqueahora estaba en otro pasillo. Volví alanzarme hacia el laberinto. Por losrugidos, supe que el gusano habíapasado de largo.

Pero eso no tenía sentido…, elpasaje no ofrecía ningún lugar donde

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esconderse. Me habría visto acorraladaahí. A menos que no pudiera llegar yahora estuviera tomando alguna rutaalternativa para saltarme encima.

No controlé la velocidad quellevaba, aunque sabía que había perdidoinercia cuando me golpeé con una paredtras otra en cada una de las curvas máscerradas. El gusano también tenía queperder algo de velocidad cuandogiraba…, una criatura así de grande, pormás peligrosa que fuese, no podríamoverse en esas curvas sin bajar lavelocidad.

Me arriesgué a mirar a la multitud.Tenían las caras serias por la desilusióny no me miraban, estaban todos con los

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ojos fijos en el otro extremo de lacámara. Ahí tenía que estar el gusano…,ahí era donde terminaba ese pasaje. Nome había visto cuando pasó. No mehabía visto.

Era ciego.Me sorprendí tanto que no vi el pozo

enorme que se abría frente a mí,escondido por una ligera pendiente, ytuve que hacer un esfuerzo para nogritar. Aire, aire, vacío y…

Caí en el barro y la multitud gritó. Elbarro atenuó la caída, pero me dolíanlos dientes a causa del impacto. Sinembargo, no sentí dolor alguno, no mehabía roto nada.

Unos cuantos inmortales miraron

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hacia dentro, burlándose desde arribasobre la boca abierta del pozo. Giré enredondo, mirando desesperadamente ami alrededor, tratando de encontrar laforma más rápida de salir. El pozo seabría hacia un túnel pequeño, oscuro, yno había forma de trepar: la pared erademasiado empinada.

Estaba atrapada. Jadeando pararecuperar el aliento, di unos pasos haciala boca del túnel. Me mordí los labiospara no chillar cuando algo crujió conestrépito bajo mis pies. Retrocedítambaleándome y el coxis me bramó dedolor. Seguí alejándome, pero mi manotocó algo suave y duro y lo levanté: viun brillo blanco.

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A pesar de los dedos embarradosreconocí perfectamente la textura. Era unhueso.

Me agaché y toqué el suelo,moviéndome despacio a gatas hacia laoscuridad. Huesos, huesos, huesos detodas las formas y tamaños, y ahogué ungrito cuando me di cuenta de lo que eraese lugar. Solamente cuando apoyé lamano en la curva suave de un cráneosalté sobre mis pies.

Tenía que salir de allí. En ese mismoinstante.

—Feyre. —Oí la voz distante deAmarantha—. ¡Estás arruinando ladiversión de todos! —Lo decía como siyo fuera una mala compañera de juegos

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—. ¡Sal de ahí!No pensaba hacerlo, pero ella me

había dicho lo que necesitaba saber. Elgusano no sabía dónde estaba, noconseguía olerme… Tenía unossegundos preciosos para escapar.

Mientras adaptaba la vista a laoscuridad de la guarida del gusano, vibrillar montones y montones de huesos,pilas incontables en la penumbra. Elcolor blancuzco de ese barro debía deser por las capas y más capas de huesosen descomposición. Pero tenía que saliren ese momento, tenía que encontrar unlugar donde esconderme que no fuerauna trampa mortal. Salí de la guaridatropezando, haciendo sonar los huesos al

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chocar con ellos.Una vez en el aire más abierto del

pozo, traté de subir por una de lasparedes empinadas. Varios inmortalesde caras verdes me gritaron insultos; losignoré mientras intentaba escalar lapared. Avanzaba cinco centímetros y medeslizaba otra vez hasta el suelo. Nopodría salir sin una soga o una escalera,y meterme más en la guarida del gusanopara ver si había otra salida no era unaopción. Pero estaba segura de que teníaque haber una puerta de atrás. Todaguarida animal tiene dos salidas, perono iba a arriesgarme a entrar en esaoscuridad y a prescindir por completode mi única y pequeña ventaja.

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Necesitaba un camino hacia arriba.Volví a tratar de escalar la pared. Losinmortales seguían murmurando sudescontento. Mientras ellos siguieranhaciéndolo, significaba que la cosaestaba bien. Volví a arrojarme contra laresbaladiza pared, cavé en el barromaleable. Lo único que conseguí fue queel barro congelado se me metiera bajolas uñas, y volví a caer al suelo.

El olor del lugar había impregnadomi cuerpo. Contuve una náusea y lointenté una y otra y otra vez. Losinmortales se reían.

—Un ratón en una trampa —dijouno.

—¿Necesitas escalones? —se burló

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otro. Escalones.Me di la vuelta y miré las pilas de

huesos, después metí la mano con fuerzaen la pared. Parecía firme. El materialde base de ese lugar estaba hecho debarro apelmazado, y si esa criatura separecía en algo a sus hermanos máspequeños, más inofensivos, suponía queel olor, y por lo tanto el propio barro,era lo que quedaba de lo que fuera quehabía pasado por su sistema digestivodespués de que hubiera limpiado toda lacarne de los huesos de sus presas.

No seguí pensando en ese horror. Meaferré a esa brizna de esperanza y cogílos dos huesos más grandes, más fuertesque encontré después de una breve

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búsqueda. Los dos eran más largos quemis piernas y pesados…, muy pesados,cuando los clavé en la pared. No sabíaqué comía esa criatura, pero ese huesotenía por lo menos el tamaño de unavaca.

—¿Qué está haciendo esa cosa?¿Qué planea? —siseó uno de losinmortales.

Tomé un tercer hueso y lo hundí confuerza en la pared, lo más alto que pude.Tomé un cuarto, un poco más pequeño, yme lo metí en el pantalón, sujetándolosobre mi espalda. Probé la estabilidadde los tres huesos tirando de ellos,respiré hondo, ignoré a los inmortalesque charlaban, y empecé a subir por mi

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escalera. Mis escalones.El primer hueso aguantó bien. Si no

hacía nada mal, funcionaría.Funcionaría, sí, tenía que funcionar. Medejé caer otra vez al barro; losinmortales me miraron y murmuraron suconfusión. Saqué el hueso atado a laespalda y, con una profunda inspiración,lo quebré sobre la rodilla.

La pierna me ardía de dolor, peroahora tenía entre las manos dos astillasgrandes acabadas en punta. Sí, iba afuncionar.

Si Amarantha quería verme cazar, yocazaría.

Caminé hasta la mitad del pozo,calculé la distancia y hundí los dos

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trozos de hueso en el suelo. Volví a laspilas de huesos y busqué pedazosagudos y duros. Cuando mi rodilla ya nosoportó más que la usara como yunque,rompí los huesos con los pies. Uno poruno, los clavé en el suelo fangoso delpozo hasta que, salvo un pequeñoespacio, toda el área estuvo llena deaguzadas lanzas blancas.

No supervisé lo que había hecho,tendría que dar resultado o yo terminaríaen ese suelo, entre esos huesos. Unaúnica oportunidad, eso era lo que yotenía. Mejor que no tener nada.

Subí con rapidez mi escalera dehuesos e ignoré el dolor de las astillasen los dedos mientras trepaba hasta el

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tercer hueso, donde me equilibré paraclavar un cuarto en la pared.

Y así, despacio, subí hasta el bordedel pozo, y casi lloré de alegría cuandoestuve otra vez en la superficie, al airelibre.

Aseguré los tres huesos que habíallevado en mi cinturón —su peso era unconsuelo—, y corrí hasta la pared máscercana. Tomé un poco de barromaloliente y me embadurné la cara. Losinmortales murmuraron, pero volví ahacerlo, y esa segunda vez me pringué elpelo, y después el cuello. Aunque mehabía acostumbrado ya a aquel hedorinsoportable, me escocieron un poco losojos. Incluso me tomé un momento para

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revolcarme en el suelo. Tenía que cubrircada centímetro de mi cuerpo. Cadacentímetro.

Si la criatura era ciega, entoncesconfiaba en el olfato… y el olor sería mimayor vulnerabilidad.

Me froté con el barro hasta queestuve segura de que ya no se distinguíamás que un par de ojos entre azules ygrises. Volví a cubrirme una última vezlas manos, tan resbaladizas que casi noconseguían sostener los huesos cuandolos saqué del cinturón.

—¿Qué hace esa cosa? —Gimió denuevo el inmortal de cara verde. Estavez le contestó una voz profunda,elegante:

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—Está construyendo una trampa —dijo Rhysand.

—Pero el middengard…—El middengard confía en el olfato

—contestó Rhysand, y yo le lancé unamirada especial cuando dirigí la vista alborde de la trinchera y lo descubrísonriéndome—. Y Feyre acaba devolverse invisible.

Los ojos de color violetaparpadearon. Le hice un gesto obscenoantes de ponerme a correr directa haciael gusano.

Coloqué los huesos que me quedaban encurvas especialmente cerradas, sabiendo

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muy bien que no podría girar a lavelocidad que necesitaría paraalcanzarme. No me llevó mucho tiempoencontrar al gusano, porque había unamultitud de inmortales azuzándolo, perotenía que llegar al lugar adecuado…,tenía que elegir mi campo de batalla.

Aminoré la velocidad y por últimocaminé despacio y me aplasté contra unapared mientras oía a lo lejos el ruido deldeslizamiento y los crujidos del gusano.La masticación.

Los inmortales que miraban algusano —diez, con una piel de colorazul congelado y ojos negros con formade almendra— rieron bajito. Supuse queestaban aburridos de mí y habían

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decidido ver morir a alguna otra cosa.Lo cual era maravilloso, pero solo si

el gusano seguía con hambre, solo si, apesar de todo, reaccionaba al cebo queyo le iba a ofrecer.

La multitud volvió a murmurar, agruñir.

Giré al llegar a una curva y estiré elcuello. Estaba demasiado cubierta de suolor para que consiguiera olfatearme,así que el gusano siguió comiendo, yestiró su cuerpo bulboso hacia arribacuando uno de los inmortales dejó caeralgo que parecía un brazo peludo. Elgusano hizo crujir los dientes y losinmortales azules rieron de nuevo ydejaron caer el brazo en la boca abierta,

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expectante, del animal.Retrocedí por la curva y levanté la

espada de hueso que había fabricado.Repasé mentalmente el camino quehabía tomado, las curvas que habíacontado.

Sin embargo, tenía el corazón en laboca cuando apoyé el borde serrado delhueso en la palma y me corté la piel. Lasangre salió enseguida, brillante ylustrosa como una corriente de rubí.Dejé que se acumulara un poco antes decerrar la mano, convertirla en puño. Elgusano lo olería enseguida.

Solo entonces me di cuenta de que lamultitud se había quedado callada.

Miré al otro lado de la curva para

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ver al gusano y casi se me cae el hueso.No. No estaba.

Los inmortales azules sonrieron.Y entonces, en el silencio, como una

estrella fugaz, una voz —la de Lucien, sí— aulló a través de la cámara.

—¡A tu izquierda!Salté y conseguí separarme unos

metros de la pared antes de que el barrovolase en pedazos, salpicando en todasdirecciones cuando el gusano pasó através del muro: una masa de dientescapaces de desgarrarlo todo, dientes quese cerraron a apenas unos centímetros demi cuerpo.

Empecé a correr tan rápido que lastrincheras se convirtieron en un borrón

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marrón rojizo. Necesitaba un poco dedistancia o el gusano caería justo sobremí. Pero también tenía que mantenerlocerca, porque si no se detendría, y yonecesitaba que se viera arrastrado porun hambre frenética.

Tomé la primera curva cerrada y meaferré al hueso que había metido en lapared. Lo usé para girar sin disminuir lavelocidad, apoyándome paraimpulsarme, para darme unos pocossegundos de ventaja respecto al gusano.

Una a la izquierda. El aliento era unallamarada que me quemaba la garganta.La segunda curva se precipitó hacia mímuy pronto y volví a usar los huesospara volar a través de la curva.

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Me crujieron las rodillas y lostobillos y luché por no resbalar en elbarro. Únicamente una curva más.Después, una carrera recta…

Di la vuelta a la última curva y elrugido de los inmortales cambió de tono,de naturaleza. El gusano era una fuerzarabiosa, desatada, detrás de mí, peromis pasos eran firmes cuando volé porel último tramo.

Llegué a la boca del pozo, recé unaúltima plegaria y salté.

Tan solo aire oscuro, un aire que seextendía para devorarme.

Estiré los brazos cuando caí,buscando el lugar que había planeado.El dolor recorrió mis huesos y me llegó

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a la cabeza cuando choqué contra elsuelo fangoso y rodé. Me doblé en dos yaullé cuando algo me mordió el brazo,cortándome la piel.

Pero no tuve tiempo de pensar, demirar; me puse en pie y corrí lo másrápido que pude hacia la oscuridad de laguarida del gusano. Me aferré a otrohueso y giré cuando el gusano seprecipitó en el pozo.

El animal golpeó el suelo y retorcióel enorme cuerpo a un costado,anticipándose al ataque que iba a lanzarpara matarme, pero entonces un ruidohúmedo, desarticulado, llenó el aire.

Y el gusano dejó de moverse.Me quedé allí, en cuclillas, tragando

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el aire que me ardía por dentro, mirandoel abismo de esa boca capaz dedeshacer cuerpos, esa boca todavíaabierta para devorarme. Me llevóalgunos instantes darme cuenta de que elgusano ya no iba a engullirme y unospocos más entender que el animal habíaquedado destrozado, empalado en laslanzas de hueso. Muerto.

En realidad no oí los jadeos, nidespués los gritos; no pensé ni sentínada mientras pasaba junto al gusano yvolvía a subir despacio, con la espadade hueso en la mano.

En silencio, todavía sin palabras,tropecé de nuevo por el laberinto. Melatía el brazo izquierdo, pero el cuerpo

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se me estremecía tanto que ni siquierame daba cuenta.

Apenas vi a Amarantha sobre laplataforma en el borde de las trincherascerré la mano libre en un puño. Probarmi amor. El dolor me estalló en el brazopero lo aguanté. Había ganado.

Levanté la vista hacia ella y no mecontrolé cuando le mostré los dientes.Sus labios estaban tensos, apretados, yya no tenía la mano sobre la rodilla deTamlin.

Tamlin. Mi Tamlin.Cerré la mano con fuerza alrededor

del hueso largo que sostenía. Estabatemblando…, me temblaba todo elcuerpo. Pero no de miedo. Ah, no. No

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era miedo. Para nada. Había probado miamor… y más que eso.

—Bueno —dijo Amarantha con unapequeña sonrisa de satisfacción—.Supongo que cualquiera podría haberhecho eso.

Di unos pasos rápidos y le arrojé elhueso con toda la fuerza que mequedaba.

El hueso se hundió en el barro a suspies y le salpicó el vestido blanco;después, se quedó clavado en el suelo,vibrando.

Los inmortales volvieron a contenerla respiración y Amarantha permaneciómirando el hueso; luego intentó quitarseel barro que manchaba la parte superior

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del vestido. Sonrió muy despacio.—Eres una mala chica —dijo, y

chasqueó la lengua.Si no hubiera habido una trinchera

imposible de salvar entre nosotras, lehabría cortado la garganta. Un día, sisobrevivía a todo eso, la despellejaríaviva.

—Supongo que te hará feliz saberque la mayor parte de mi corte haperdido mucho dinero esta noche —dijo,y levantó un pergamino. Miré a Tamlinmientras ella estudiaba su contenido.Había mucho brillo en sus ojos verdes, yaunque tenía la cara mortalmente pálida,habría jurado que había una sombra detriunfo en su rostro.

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»Veamos —siguió Amarantha,leyendo el pergamino mientras jugabacon el hueso del dedo de Jurian quecolgaba del extremo de la cadena—. Sí,yo diría que casi toda mi corte apostóque morirías en el primer minuto;algunos dijeron que durarías cinco y…—le dio la vuelta al documento—, ysolamente una persona apostó queganarías.

Insultante, pero no me sorprendía.No luché cuando el attor me levantó yme dejó caer al pie de la plataformapara después alejarse volando. Losbrazos me ardieron con el impacto.

Amarantha frunció el ceño mientrasseguía mirando la lista, y después hizo

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un movimiento con la mano.—Llévatela. Ya me he cansado de

esa cara mortal. —Se aferró a losbrazos de su trono con tanta fuerza quelos nudillos se le pusieron blancos—.Rhysand, ven aquí.

No me quedé lo suficiente para vercómo se acercaba el alto lord de laCorte Noche. Unas manos rojas mecogieron por los hombros y mesostuvieron con fuerza para evitar queresbalara. Me había olvidado del barroque me cubría como una segunda piel.Mientras me sacaban a rastras, un dolorintenso me recorrió el brazo, una agoníaque casi me anuló los sentidos.

Entonces me miré el antebrazo

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izquierdo y se me retorció el estómagocuando vi la sangre que brotaba y lostendones desgarrados, la piel arrancaday, por encima, la punta afilada de unaastilla de hueso.

Ni siquiera conseguí mirar a Tamlin,ni tampoco encontré a Lucien para darlelas gracias: el dolor me consumió porcompleto y apenas si me las arreglé paracaminar hasta mi celda.

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CAPÍTULO

37

Nadie, ni siquiera Lucien, vino acurarme el brazo en los días quesiguieron a mi victoria. El dolor me

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invadía, me hacía gritar cada vez quetocaba el pedacito de hueso que salía demi cuerpo y no tenía otra opción quesentarme ahí y dejar que la herida mefuera debilitando, tratando de no pensaren el latido constante que palpitaba enmi brazo y enviaba esquirlas de rayosardientes a todo el cuerpo.

Peor que eso era el pánicocreciente…, un pánico cada vez mayorporque la herida nunca había dejado desangrar. Sabía lo que significaba que lasangre siguiera fluyendo. Vigilaba laherida, en parte porque tenía ciertaesperanza de que la sangre se detuviera,en parte atenazada por el terroranticipado que me daba la idea de

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detectar las primeras señales deinfección.

Era incapaz de comer la bazofiapodrida que me llevaban. Verla me dabanáuseas y ya había un rincón de la celdaque olía a vómito. No me ayudabamucho seguir cubierta de barro, ytampoco el frío helador que reinabapermanentemente en la mazmorra.

Me había sentado contra la paredmás alejada, saboreando la frialdad dela piedra bajo la espalda. Acababa dedespertarme de un sueño inquieto ydescubrí que tenía mucho calor. Unaespecie de fuego que hacía que todo mepareciera un poco borroso. El brazoherido me colgaba a un costado, y miré

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sin interés la puerta de la celda. Parecíabalancearse en el aire, las líneas demetal se movían en ondas.

El calor en la cara era una especiede resfriado leve…, no era a causa de lainfección. Me llevé la mano al pecho yme cayeron pedazos de barro seco sobrelas piernas. Cada vez que respiraba eracomo si tragara vidrio roto. «Fiebre no.Fiebre no. Fiebre no. Por favor, fiebreno».

Sentía los párpados pesados,ardientes. No conseguía dormirme.Tenía que asegurarme de que la heridano estuviera infectada. Tenía… teníaque…

La puerta se movió despacio… No

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la puerta, más bien la oscuridad a sualrededor, la oscuridad, convertida enondas. Un miedo real se me enroscó enel estómago cuando en esa oscuridad seformó una figura masculina; alguien sedeslizó por las grietas que había entre lapuerta y la pared como una sombra.

Ahora Rhysand ya se habíamaterializado por completo; los ojos decolor violeta le brillaban en la escasaluz que conseguía atravesar lapenumbra. Sonrió lentamente desdedonde estaba, junto a la puerta.

—Qué desastre de estado para lacampeona de Tamlin.

—¡A la mierda contigo! —ladré,pero mis palabras no fueron más que un

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jadeo. Sentía la cabeza leve y pesada almismo tiempo. Sabía que si trataba deponerme de pie me doblaría en dos.

Él se acercó con esa gracia felinatan suya y se dejó caer en cuclillasfrente a mí, un movimiento fácil,elegante. Olió el rincón salpicado devómito e hizo una mueca. Yo traté demover los pies para alejarme o darleuna patada en la cara, pero sentía laspiernas llenas de plomo.

Rhysand inclinó la cabeza. Su pielpálida parecía emitir una luz de coloralabastro. Parpadeé para librarme de laniebla que me rodeaba, pero no conseguíni apartar la cara a un lado mientras susdedos me exploraban la frente.

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—¿Qué diría Tamlin —murmuró—si supiera que su amada se estápudriendo aquí abajo, que arde defiebre? Y no porque le sea posible venir,ya que vigilan todos sus movimientos.

Mantuve el brazo escondido en lassombras. Lo último que necesitaba eraque él fuera consciente de mi debilidad.

—Fuera —le espeté, y los ojos meardieron mientras las palabras mequemaban la garganta. Me costabatragar. Él levantó una ceja.

—Vengo a ofrecerte ayuda ¿y teatreves a decirme que me vaya?

—Fuera —repetí. Tenía los ojos tandoloridos que me resultaba casiimposible mantenerlos abiertos.

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—Me hiciste ganar mucho dinero,¿sabes? Pensé en venir a devolverte elfavor.

Apoyé la cabeza en la pared. Tododaba vueltas a mi alrededor…, el mundogiraba, giraba como… Conseguícontrolar las náuseas.

—Déjame ver ese brazo —dijo élcon calma.

Yo mantuve el brazo atrás, oculto enlas sombras…, aunque fuera solo porquepesaba demasiado para levantarlo.

—Déjame verlo. —El gruñido lesalió de dentro. Sin esperar mi reacción,me tomó del codo y llevó el brazo haciala luz borrosa de la celda.

Me mordí el labio para no gritar, me

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mordí tanto que me brotó la sangremientras ríos de fuego estallaban dentrode mí; la cabeza me daba vueltas y todosmis sentidos se concentraban en elpedazo de hueso que me salía del brazo.No podía dejar que ellos supieran lomal que estaba porque usarían esocontra mí.

Rhysand examinó la herida con unasonrisa en sus labios sensuales.

—Ah…, esto es maravillosamenteespantoso. —Lo insulté y él se rio envoz baja—. Semejantes palabras enlabios de una dama…

—Fuera —repetí una vez más en unsuspiro. La fragilidad de mi voz era tanterrorífica como la propia herida.

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—¿No quieres que te cure el brazo?—Los dedos apretaron la zonaalrededor de mi codo.

—¿Y cuál sería el precio? —lesolté, pero mantuve la cabeza contra lapiedra; necesitaba sentir esa fuerzahúmeda.

—Ah…, eso. Vivir entre inmortaleste ha enseñado nuestras costumbres.

Traté de concentrarme en lasensación de la mano sana que teníasobre la rodilla…, en el barro seco quesentía bajo las uñas.

—Voy a hacer un trato contigo —dijo él con voz desenfadada, y me apoyóel brazo con dulzura en el suelo. Cuandomi extremidad se encontró con la piedra,

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tuve que cerrar los ojos y prepararmepara el flujo de la luz abrasadora—. Voya curarte el brazo y a cambio te quiero ati. Dos semanas al mes, dos semanas queyo elegiré; esas dos semanas vivirásconmigo en la Corte Noche.Empezaremos después de este lío de lastres pruebas.

Abrí los ojos.—No. —Ya era suficiente con una

negociación estúpida…—¿No? —Apoyó los brazos en las

rodillas y se inclinó hacia mí—. ¿Enserio?

Todo había empezado a bailar a mialrededor.

—Fuera —jadeé.

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—Estás rechazando mi oferta… ¿Porqué? —No le contesté, de modo quesiguió hablando—. Seguramente estásesperando a uno de tus amigos… Lucien,¿no es así? Después de todo, él ya tecuró antes, ¿no? Ah, vamos, no pongasesa cara de inocente. El attor y susmatones te rompieron la nariz. Así que amenos que tengas algún tipo de magiasobre la que no estamos informados, nocreo que los huesos de los humanos securen con tanta rapidez. —Le brillaronlos ojos, se puso de pie y empezó acaminar de un lado a otro—. Como yoveo las cosas, Feyre, tienes dosopciones. La primera y la másinteligente sería aceptar mi oferta. —

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Escupí frente a sus pies, pero él siguiócaminando y apenas si me lanzó unamirada de desaprobación—. Lasegunda…, y esa, bueno, esa solamentela elegiría un imbécil, sería querechazaras mi oferta y pusieras tu vida yla de Tamlin en manos de la suerte.

Dejó de caminar y me miró condureza. Aunque el mundo bailaba ygiraba frente a mis ojos, bajo esa miradaalgo primario se quedó quieto y heladodentro de mí.

—Digamos que me voy. Tal vezLucien venga en cinco minutos. Tal vezen cinco días. Tal vez no venga nunca.Entre tú y yo, está procurando pasar lomás desapercibido posible desde ese

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estallido vergonzoso que se le escapó enla prueba. Amarantha no está…,digamos que no está contenta con él.Tamlin tuvo que romper su silencio pararogarle que no lo destruyera… Unguerrero tan noble, tu alto lord. Ella loescuchó, claro…, pero antes hizo queTamlin le administrase el castigo. Veintelatigazos.

Empecé a temblar, enferma solo depensar en lo que habría sido para mi altolord castigar a su amigo.

Rhysand se encogió de hombros enun gesto hermoso, innato.

—Así que la cuestión es cuánto estásdispuesta a confiar en Lucien… y cuántoestás dispuesta a arriesgar por esa

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confianza. Ya te estás preguntando si lafiebre que sientes no será la primeraseñal de la infección. Tal vez las doscosas están conectadas, tal vez no. Talvez todo está bien. Tal vez el barro delgusano no está lleno de suciedad y deporquería. Y tal vez Amarantha va amandar a alguien para que te cure, ypara entonces tal vez estés muerta o talvez tu brazo esté tan infectado quetendrás suerte si te quedas con algo porencima del codo.

Se me encogió el estómago,convertido de pronto en una bola dedolor.

—No necesito meterme en tuspensamientos para saber eso. Ya sé que

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te estás dando cuenta… muy despacio.—Volvió a ponerse en cuclillas frente amí—. Te estás muriendo, Feyre.

Me ardían los ojos y me mordí loslabios.

—¿Cuánto estás dispuesta aarriesgar por la esperanza de que lleguealguna otra ayuda distinta a la mía?

Lo miré, y puse todo el odio quesentía en esa mirada. Él había sido lacausa de todo esto. Él le había dicho aAmarantha lo de Clare. Él había hechoque Tamlin le rogara de rodillas.

—¿Qué decides?Le mostré los dientes.—Fuera. Vete a la mierda.Rápido como la luz, él se inclinó

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hacia adelante, tomó el pedacito dehueso que me salía del brazo y loretorció. Un grito me partió en dos, y elmundo se volvió blanco, negro y rojo.Me retorcí y pataleé, pero él mantuvo supresa firme y apretó el hueso una vezmás. Después me soltó el brazo.

Jadeando, sollozando a mediasmientras el dolor me reverberaba entodo el cuerpo, descubrí que él volvía asonreírme. Le escupí a la cara.

Se rio mientras se ponía de pie,limpiándose la mejilla con la mangaoscura de la túnica.

—Es la última vez que te ofrezco miayuda —manifestó, de pie frente a lapuerta de la celda—. Cuando salga de

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esta celda la oferta dejará de existir. —Yo volví a escupirle y él negó con lacabeza—. Apuesto a que vas a escupirlea la cara a la Muerte cuando venga abuscarte…

Empezó a deshacerse en ondasnegras, su silueta se desdibujó y seconvirtió en noche infinita.

Tal vez estaba alardeando, tratandode obligarme a aceptar su oferta. Y talvez tenía razón…, tal vez me estabamuriendo. Mi vida dependía de esto. Mivida dependía de mi decisión. Si Lucienno podía acudir…, o si acudíademasiado tarde…

Sí, me estaba muriendo. Hacía ya untiempo que lo sabía. Y si Lucien había

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subestimado mis habilidades en elpasado…, la verdad era que nunca habíaentendido del todo mis limitacionescomo humana. Me había enviado a cazaral suriel con unos cuantos cuchillos y unarco. Hasta había admitido las dudasque tuvo aquel día cuando grité pidiendoayuda. Tal vez no estuviera al corrientede hasta qué punto estaba malherida. Talvez no era consciente de la gravedad deuna infección como esa. Tal vezacudiera un día, una hora, un minutodemasiado tarde.

La piel de Rhysand, blanca como laluna, empezó a oscurecerse hacia lassombras.

—Espera.

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La oscuridad que lo estabaconsumiendo se detuvo. Por Tamlin…por Tamlin vendería mi alma;abandonaría todo lo que tenía para queél fuera libre.

—Espera.La oscuridad se desvaneció dejando

a Rhysand en su forma sólida,sonriendo.

—¿Sí?Levanté el mentón lo más alto que

pude.—¿Dos semanas solamente?—Dos semanas —ronroneó él, y se

arrodilló a mi lado—. Dos semanas,pequeñas, breves, conmigo todos losmeses. Es lo único que pido.

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—¿Por qué? ¿Y cuáles… cuáles sonlos términos? —pregunté, luchandocontra el mareo.

—Ah —respondió él ajustándose lasolapa de la túnica de color obsidiana—. Si te dijera esas cosas arruinaríamostoda la diversión, ¿no te parece?

Me miré el brazo herido. Tal vezLucien no llegaría nunca, tal vezdecidiría que no valía la pena arriesgarla vida por mí, ahora que lo habíancastigado por eso. Y si los que enviaraAmarantha me cortaban el brazo…

Nesta habría hecho lo mismo por mí,por Elain. Y Tamlin había hecho tantopor mí, por mi familia… Aunquehubiera mentido sobre el tratado, sobre

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poder salvarme de sus términos, mehabía salvado la vida aquel día frente alos naga, y me la había vuelto a salvarcuando me ordenó que dejara lamansión.

No podía ponerme a pensar en laenormidad de lo que iba a entregar… Silo hacía, me negaría otra vez. Miré aRhysand a los ojos.

—Cinco días.—¿Vas a regatear? —Rhysand rio

entre dientes—. Diez días. —Sostuve lamirada violeta con toda mi fuerza.

—Una semana.Rhysand se quedó callado durante un

largo momento; sus ojos viajaron sobremi cuerpo y mi cara antes de murmurar:

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—Una semana, entonces.—Es un trato —dije. Un gusto

metálico me llenó la boca cuando lamagia se desplazó entre los dos.

Su sonrisa se volvió un pocosalvaje, y antes de que pudieraprepararme, me cogió del brazo. Huboun dolor rápido, cegador, y el alaridoque proferí me resonó en los oídos tanpronto como la piel, el hueso y el brazoentero se rompieron. Corrió la sangre ydespués…

Rhysand seguía sonriendo cuandoabrí los ojos. No tenía idea de cuántotiempo había pasado sumida en lainconsciencia, pero ya no tenía fiebre ynoté la cabeza clara al sentarme. Y el

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barro… el barro tampoco estaba; mesentía como si acabara de bañarme.

Pero entonces levanté el brazoizquierdo.

—¿Qué me has hecho?Rhysand se puso de pie, se pasó una

mano por el pelo corto y negro.—Es costumbre en mi corte que los

tratos se marquen en la piel, parasiempre.

Me froté el antebrazo y la manoizquierda: los tenía cubiertos deremolinos y espirales de tinta negra. Nisiquiera los dedos estaban limpios, yhabía un ojo grande tatuado en el centrode la palma. Era un ojo felino y la líneade la pupila me miraba directamente a

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los ojos.—Quiero que me lo saques —dije, y

él se rio.—Vosotros, los humanos, sois

criaturas sumamente agradecidas,¿verdad?

Desde cierta distancia el tatuajeparecía un guante largo hasta el codo,pero cuando me lo acerqué a la caradetecté los intrincados dibujos de floresy curvas que lo componían. Permanente.Para siempre.

—No me has dicho que iba a pasaresto.

—No lo has preguntado. ¿Y ahora yotengo la culpa? —Caminó hasta lapuerta, pero se quedó ahí mientras la

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noche pura flotaba alrededor de sushombros—. A menos que esa falta degratitud sea porque tienes miedo de lareacción de cierto alto lord.

Tamlin. Ya podía ver su cara pálida,los labios tensos y las garras fuera delos nudillos. Casi podía oír el gruñidoque se le escaparía cuando mepreguntase en qué estaba pensandocuando acepté.

—Creo que voy a esperar paradecírselo en el momento adecuado —manifestó Rhysand. El brillo en sus ojosme dijo lo suficiente. Rhysand no habíahecho nada de esto para salvarme; lohabía hecho solo para hacerle daño aTamlin. Y yo había caído en la

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trampa…, había caído como el gusanocuando cayó en la mía—. Descansa,Feyre —dijo. Se convirtió en unasombra viva y se desvaneció a través deuna grieta en la pared.

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CAPÍTULO

38

Traté de no mirarme el brazo izquierdomientras frotaba con un enorme cepilloel suelo del pasillo. La tinta de los

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tatuajes —que bajo esa luz se veía de unazul tan oscuro que parecía negro— erauna nube en mis pensamientos, y estoseran bastante deprimentes aun dejandode lado el hecho de que yo me hubieravendido a Rhysand. No conseguía mirarel ojo que estaba dibujado en mi palma.Tenía la sensación absurda, terrorífica,de que ese ojo me vigilaba.

Metí el cepillo en el balde que mehabían arrojado los guardias de pielroja. Apenas los entendía cuandohablaban a través de sus bocas llenas delargos dientes amarillos, pero cuandome dieron el cepillo y el balde y meempujaron a un largo pasillo de mármolblanco, comprendí.

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—Si no está fregado y brillante parala cena —había dicho uno de ellos,apretando los dientes cuando sonrió—,tendremos que atarte al asador y darteunas cuantas vueltas sobre el fuego.

Y diciendo eso, se fueron. No teníaidea de cuánto tiempo faltaba para lacena, así que me puse a limpiarfrenéticamente. Me dolía la espalda ysolo había estado fregando durante unostreinta minutos. Pero el agua que mehabían dado estaba sucia, y cuanto máscepillaba el suelo, más repugnante seponía. Cuando me acerqué a la puerta apedir un balde de agua limpia, descubríque estaba cerrada. No me ayudarían.

Una tarea imposible…, pensada solo

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para atormentarme. El asador… Tal vezesa era la fuente de los gritos constantesen las mazmorras. Unas pocas vueltas enel asador, ¿me abrasarían la piel, mequemarían lo bastante como paraobligarme a otro trato con Rhysand?Maldije mientras seguía fregando, y lospelos del cepillo susurraron y crujieroncontra las baldosas. Detrás iba dejandoun arco iris de marrones. Gruñí mientrasvolvía a hundirlo en el balde. El aguasucia salpicó el suelo, manchándolo aúnmás.

La mugre aumentaba con cadacepillada. Respiré con desesperación,tiré el cepillo al suelo y me cubrí la caracon las manos húmedas. Bajé la mano

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izquierda cuando me di cuenta de quehabía apoyado el ojo contra ella.

Respiré hondo para calmarme. Teníaque haber una manera racional de hacereso; tenía que haber algún truco de amade casa. Escupir… Traté de escupircomo un cerdo.

Tomé el cepillo del lugar en el quehabía quedado y froté el suelo hasta queme dolieron las manos. Pero era como sialguien hubiera esparcido barro en eselugar. Cuanto más frotaba, más seconvertía la suciedad en barro. Con todaseguridad terminaría rogando y pediríapiedad cuando me hicieran girar en eseasador. Había visto líneas rojas en elcuerpo desnudo de Clare… ¿De qué

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instrumento de tortura provendrían? Metemblaban las manos al apoyar elcepillo. Tal vez era capaz de acabar conun gusano gigante, pero fregar unsuelo…, esa sí que era una tareaimposible.

En algún lugar del pasillo se oyó elruido de una puerta abriéndose y saltésobre mis pies. Una cabeza rojiza memiró desde fuera. Suspiré de alivio.Lucien…

No era Lucien. La cara que se volvióhacia mí era femenina… y no llevabamáscara.

Me pareció un poquito mayor queAmarantha, pero su piel de porcelanaera de un color exquisito, las mejillas

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agraciadas por un rubor levísimo yrosado. Como si el cabello rojo nohubiera sido señal suficiente, cuando susojos púrpura miraron los míos, supequién era inmediatamente. Incliné lacabeza frente a la dama de la CorteOtoño, y ella inclinó un poquito elmentón. Supongo que eso era honorsuficiente.

—Por darle a ella vuestro nombre acambio de la vida de mi hijo —dijo convoz tan dulce como las manzanasentibiadas por el sol. Imaginé que aqueldía ella estaba en medio de la multitud.Señaló el balde con una mano larga,delgada—. Mi deuda está pagada. —Desapareció por la misma puerta por la

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que había entrado, y habría jurado queolí el perfume de las castañas asadas yel crepitar del fuego cuando salió.

Solo cuando cerró la puerta me dicuenta de que debería haberle dado lasgracias, y después, al mirar el balde, fuiconsciente de que había estadoescondiendo el brazo izquierdo detrásde la espalda.

Me arrodillé y metí las manos en elagua. Salieron limpias.

Temblé, permitiéndome un momentoantes de echar algo de agua en el suelo ymirar cómo desaparecía toda la mugre.

Para fastidio de los guardias, había

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completado una tarea imposible. Pero aldía siguiente, me sonrieron cuando meempujaron hacia un dormitorio enorme,oscuro, iluminado solamente por algunasvelas, y señalaron el hogar, que parecíaacechar en la negrura.

—Un sirviente volcó unas lentejasen las cenizas —gruñó uno de losguardias, entregándome un balde demadera—. Limpia la chimenea antes deque vuelva el dueño de la habitación ote va a despellejar.

La puerta se cerró de un golpe; seoyó el ruido de la cerradura al trabarse,y me quedé sola.

Separar lentejas de las cenizas y lasbrasas… Ridículo, una pérdida de

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tiempo…Me acerqué al hogar oscuro y no

pude evitar la mueca. Ridículo, unapérdida de tiempo… E imposible.

Miré a mi alrededor. No habíaventanas, ninguna salida posible exceptola que habían abierto para mí losguardias. La cama era enorme y estabamuy bien hecha, las sábanas negras…eran de seda. No había nada más en lahabitación a excepción de los mueblesbásicos, ni siquiera ropa, libros o armasen desuso. Como si su ocupante nuncadurmiera ahí. Me arrodillé frente alhogar y controlé la respiración.

Tenía buena vista, me recordé.Siempre había distinguido a los conejos

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entre los arbustos y rastreado a la mayorparte de los seres que queríanpermanecer invisibles. No debería sertan difícil ver las lentejas. Me arrastréhasta dentro del hogar y empecé la tarea.

Estaba equivocada.Dos horas más tarde, me dolían y

ardían los ojos, y aunque revisé cadacentímetro del hogar, siempre había másy más y más lentejas que yo no habíavisto antes. Los guardias no me habíandicho cuándo volvería el dueño de lahabitación, y por eso, cada ruidito delreloj que había sobre la repisa setransformaba en una campanada fúnebre

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para mí, cada rumor de pasos en elpasillo me hacía buscar el atizador dehierro apoyado contra la pared junto alhogar. Amarantha nunca había dicho queyo no pudiera defenderme…, nuncahabía especificado que eso no estuvierapermitido. Por lo menos moriríapeleando.

Revolví una y otra y otra vez en lascenizas. Tenía las manos manchadas ynegras, la ropa cubierta de hollín. Sinduda había terminado, no podía habermás que esas…

La cerradura hizo un ruidito, corríhacia el atizador y me puse en pie de unsalto, la espalda contra el hogar y lalanza de hierro escondida detrás de mí.

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La oscuridad entró en la habitación,ahogando las velas con una brisa besadapor la nieve. Aferré el atizador y meapreté contra la piedra que revestía elhogar, mientras la oscuridad seacomodaba en la cama y tomaba unaforma familiar.

—A pesar de lo hermoso que esverte, Feyre, querida —dijo Rhysand,tendido sobre la cama, la cabezaapoyada en una mano—, me gustaríasaber por qué estás ahí, metida en mihogar.

Doblé las rodillas un poco, mepreparé para correr, para agacharme,para hacer lo que hiciera falta y llegar ala puerta que ahora parecía tan tan lejos.

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—Me han dicho que sacara laslentejas de las cenizas… o que el dueñode la habitación me despellejaría.

—¿Ah, sí? —Una sonrisa felina sedibujó en su rostro.

—¿Tengo que agradecerte a ti esaidea? —siseé. Él no tenía permitidomatarme, no hasta que hubiera terminadomis pruebas con Amarantha, pero…había tantas otras maneras de hacermedaño.

—No, no —dijo él muy despacio—.Nadie sabe nada sobre nuestro acuerdotodavía…, y tú te las has arreglado bienpara mantenerlo en secreto. ¿Te estáagobiando mucho la vergüenza?

Apreté la mandíbula y señalé el

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hogar con una mano mientras sostenía elatizador en la otra, detrás de la espalda.

—¿Te parece lo bastante limpio?—La pregunta es por qué había

lentejas en mi hogar. —Lo miré contranquilidad.

—Una de las tareas de ama de casade vuestra dueña para mí, supongo.

—Mmm —murmuró mientras semiraba las uñas—. Por lo que parece,ella o sus matones creen que me voy adivertir contigo.

Se me secó la boca.—O quizá es una prueba para ti —

me las arreglé para decir—. Dices queapostaste a mi favor en la primeraprueba. Ella no parecía muy contenta

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con eso.—¿Y cuál exactamente sería la razón

por la que Amarantha tendría quesometerme a una prueba?

No retrocedí frente a su miradavioleta. «La puta de Amarantha», lohabía llamado Lucien una vez.

—Le mentiste. Acerca de Clare.Conocías mi aspecto a la perfección.

Rhysand se sentó con un movimientofluido y acomodó los brazos sobre losmuslos. Tanta gracia contenida en unaforma tan poderosa… «Yo estabamatando en el campo de batalla antes deque hubieras nacido siquiera», le habíadicho a Lucien. Yo no lo dudaba.

—Amarantha juega sus jueguecitos

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—dijo con tranquilidad—, y yo juegolos míos. Día tras día tras día aquí abajolas cosas se vuelven aburridas.

—Ella te dejó salir la Noche de losFuegos. Y de alguna forma te lasarreglaste para poner esa cabeza en eljardín.

—Ella me pidió que pusiera esacabeza allí. Y en cuanto a la Noche delos Fuegos… —Me miró de arribaabajo—. Yo tenía mis razones para estarahí. No pienses que no tuve que pagarpor ese viaje, Feyre. —Me sonrió denuevo, pero la sonrisa no le llegó a losojos—. ¿Vas a dejar ese atizador oespero que lo levantes contra mí encualquier momento?

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Me tragué la maldición que tenía enla garganta y lo saqué de detrás de laespalda, pero no lo dejé en el suelo.

—Un esfuerzo valiente pero inútil—dijo él. Cierto…, tan cierto… Si parameterse en la mente de Lucien nisiquiera había tenido que sacar lasmanos de los bolsillos.

—¿Cómo es que sigues teniendotantos poderes y los otros no? Pensé queella os había quitado a todos todasvuestras habilidades.

Él levantó una ceja cuidada, oscura.—Ah, claro que se llevó mis

poderes… Esto… —Una caricia deespolones contra mi mente. Meestremecí, retrocedí un paso y me golpeé

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con la pared del hogar. La presión en elinterior de mi cabeza se desvaneció—.Esto es lo que queda. Los restos quetengo para jugar. Tu Tamlin tiene lafuerza bruta y el cambio de forma, peromis armas son mucho más letales.

Sabía que no alardeaba…, nocuando un segundo antes había sentidoesos espolones en la mente.

—¿Así que no puedes cambiar deforma? ¿No es esa la especialidad delos altos lores?

—Ah, sí, todos los altos lores haceneso. Cada uno de nosotros tiene unabestia bajo la piel, una bestia que rugepara escapar de cualquier control. Ymientras tu Tamlin prefiere la piel del

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lobo, yo me divierto más con las alas ylos espolones.

Una caricia helada me recorrió laespalda.

—¿Eres capaz de cambiar ahora, oella se llevó eso también?

—Tantas preguntas para una humanatan diminuta…

Pero la oscuridad que flotabaalrededor de su cuerpo empezó aretorcerse, a girar y a flamear mientrasél se ponía de pie. Parpadeé y el cambioterminó.

Levanté un poco el atizador.—No una forma completa, como ves

—dijo Rhysand, haciendo entrechocarlos espolones negros, afilados como

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navajas, que bruscamente habíanreemplazado sus dedos. Por debajo dela rodilla, la oscuridad le recubría lapiel…, pero en lugar de dedos tambiénle habían salido espolones en los pies—. No me gusta demasiado ceder a milado más bajo.

En realidad seguía siendo la cara deRhysand, el mismo cuerpo masculinopoderoso, pero ahora también tenía unasenormes alas negras membranosas…,como las de un murciélago, como las delattor. Se las acomodó con cuidadodetrás de la espalda, pero la garra quehabía en el ápice de cada una sobresalíapor encima de sus anchos hombros.Horrendo, sorprendente…, la cara de

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miles de sueños y pesadillas. La partemás débil de mí tembló frente a esavisión, frente a la forma en que brillabala luz de las velas a través de las alas,iluminando los tendones, la forma en quese reflejaba la luz sobre los espolones.

Rhysand giró el cuello y todo sedesvaneció: las alas, los espolones, lasgarras, dejando solo al inmortal bienvestido y sereno.

—¿No vas a tratar de halagarme?Había cometido un error enorme al

ofrecerle mi vida. Solo le dije:—Ya tienes una opinión

suficientemente elevada de ti mismo.Dudo que los halagos de una humana tandiminuta te importen demasiado.

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Él soltó una risa grave que merecorrió los huesos, entibiándome lasangre.

—Sigo sin decidir si deberíaconsiderarte admirable o estúpida porser tan directa frente a un alto lord.

Era evidente que delante de él mecostaba mucho mantener la bocacerrada. Así que me atreví a preguntar:

—¿Conoces la respuesta a laadivinanza?

Él se cruzó de brazos.—Así que haciendo trampa, ¿eh?—Ella nunca dijo que yo no pudiera

buscar ayuda.—Ah, pero después de que hiciera

que te golpearan casi hasta la muerte nos

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ordenó a todos que no te ayudáramos. —Yo esperé. Pero él negó con la cabeza—. Aunque quisiera ayudarte, no puedo.Ella da una orden y todos obedecemos.—Se quitó una mota de polvo de lachaqueta negra—. Es bueno que yo leguste.

Abrí la boca para seguirpresionándolo…, para rogarle. Si esosignificaba la libertad instantánea…

—No pierdas tu tiempo —dijo él—.No puedo decírtelo…, en esta cortenadie puede. Si ella nos ordenara dejarde respirar, también tendríamos queobedecerla. —Frunció el entrecejo ehizo chasquear los dedos. La suciedad,el polvo, la ceniza se me esfumaron de

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la piel, y me sentí tan limpia como siacabase de bañarme—. Ahí va: unregalo… por tener las agallas depreguntar…

Lo miré sin inmutarme y él hizo unaseñal hacia el hogar.

Ahí estaba, completamente limpio ymi balde lleno de lentejas. La puerta seabrió de par en par y vi a los guardiasque me habían arrastrado hasta allí.Rhysand movió una mano perezosa haciaellos.

—Ya ha hecho su trabajo. Lleváosla.Me cogieron por los brazos, pero

Rhysand dejó ver los dientes en unasonrisa que era cualquier cosa menosamistosa… y se detuvieron.

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—Nada de tareas como estas.Ninguna más —dijo. Su voz sonó con eldejo de una caricia erótica. Los ojosamarillos perdieron su brillo, losdientes agudos parecían menospeligrosos y a ellos se les aflojó la cara—. Decídselo a los otros también. No osacerquéis a su celda y no la toquéis. Silo hacéis, vais a tener que sacar vuestraspropias dagas y destriparos.¿Entendido?

Hipnotizados, asintieron comoatontados, y después parpadearon y seenderezaron. Disimulé mi temblor.Hechizos, control de mentes… Fuera loque fuese, había funcionado. Mehicieron un gesto… pero no se

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atrevieron a tocarme.Rhysand me sonrió.—De nada —ronroneó cuando yo

salía de la habitación.

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CAPÍTULO

39

Desde ese momento, todas las mañanasy todas las tardes me llevaban unacomida caliente a la celda. La engullía

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entera, pero maldecía el nombre deRhysand. Encerrada en ese lugarhúmedo, no tenía otra cosa que hacerque pensar en la adivinanza deAmarantha…, de lo cual, por lo general,no sacaba otra cosa que un fuerte dolorde cabeza. La repetí una y otra y otravez, y nada.

Pasaron los días y no vi ni a Lucienni a Tamlin; Rhysand no acudió ni unasola vez a provocarme. Estaba sola,completamente sola, encerrada ensilencio, aunque los gritos de lasmazmorras seguían oyéndose día ynoche. Cuando el sonido se volvíainsoportable y no conseguía dejar deoírlo, me miraba el ojo tatuado en la

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palma. Me preguntaba si lo habría hechopara recordarme a Jurian…, unabofetada cruel, mezquina, que me decíaque tal vez estaba en camino depertenecerle a él como el antiguoguerrero humano pertenecía ahora aAmarantha.

De vez en cuando le decía algunaspalabras al tatuaje…, y después memaldecía, me llamaba estúpida. Omaldecía a Rhysand. Pero habría juradoque una noche, cuando me estabaquedando dormida, el ojo parpadeó.

Si había contado bien el horario queme marcaban las comidas, unos cuatrodías después de haber visto a Rhysanden su habitación acudieron dos altas fae

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a mi celda.Aparecieron a través de las grietas y

se formaron a partir de astillas deoscuridad, como había hecho Rhysand.Pero él se había convertido en una formatangible, sólida, y estas inmortalespermanecieron todo el tiempo comosombras, sus rasgos apenas discernibles,excepto la ropa suelta, flotante,fabricada con telas de araña. No dijeronnada mientras me cogían de los brazos.No peleé contra ellas…, no había nadacontra que pelear y ningún lugar adóndecorrer. Las manos que me sujetaban porlos antebrazos eran frías pero sólidas,como si las sombras fueran una capa,una segunda piel.

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Sirvientas de su Corte Noche, contoda seguridad las había enviadoRhysand… Podrían haber sido mudasporque no me dijeron nada, se apretaroncontra mi cuerpo y pasamos físicamentea través de la puerta cerrada como siesta no estuviera ahí. Como si yotambién me hubiera convertido ensombra. Las rodillas, mientrascaminábamos a través de las mazmorrasoscuras, con el aire lleno de gritos, seme doblaron con la sensación de arañaspaseando por mi espalda y mis brazos.Ninguno de los guardias nos detuvo…,ni siquiera miraron en nuestra dirección.Sin duda nos habían hechizado; solo undestello de oscuridad para el ojo del

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observador accidental.Las inmortales me llevaron por

escaleras polvorientas y pasillosolvidados hasta que llegamos a unahabitación inclasificable donde medesnudaron, me bañaron sin demasiadosmiramientos y después, para mi espanto,empezaron a pintarme el cuerpo.

El contacto con los pinceles erainsoportable, frío, me hacía cosquillas, ylas manos de ellas eran firmes cuandoyo me retorcía. Las cosas empeoraroncuando me pintaron partes más íntimas,y tuve que hacer un gran esfuerzo parano patearles la cara. No me dieronninguna explicación, ninguna señal de sieso era otra tortura enviada por

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Amarantha. Aunque pudiera escapar, nohabía ningún lugar en el querefugiarme…, no sin hacerle más daño aTamlin. Así que no pedí respuestas, noluché más y las dejé terminar con sutarea. Desde el cuello hacia arriba miaspecto era regio: tenía la caramaquillada con cosméticos, carmín enlos labios, una mancha de polvo doradoen los párpados, una línea negra en losojos y el pelo enroscado alrededor deuna diadema dorada incrustada con unlapislázuli. Pero desde el cuello haciaabajo era solamente el juguete de undios pagano. Habían continuado eldiseño del tatuaje que tenía en el brazo,y una vez que se secó la pintura, me

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pusieron un vestido de gasa blanca.Si es que se lo podía llamar vestido.

No era mucho más que dos largas tirasde telaraña sutil, lo bastante anchas paracubrirme apenas los senos, ajustadas acada hombro con broches de oro. Lasdos partes flotaban hasta un cinturónenjoyado que me colgaba bajo, sobre lascaderas, y allí se unían y seguían hastael suelo entre mis piernas. Apenas si mecubría algo, y por el frío que sentíasobre la piel me di cuenta de que lamayor parte de mi espalda y mi traseroestaban al descubierto.

La brisa fría que me acariciaba lapiel fue suficiente para encender mi ira.Las dos altas fae me ignoraron cuando

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les pedí que me pusieran otra cosa; suscaras permanecían impasibles, veladaspara mí, pero me sostuvieron los brazoscon firmeza en el momento en que tratéde arrancarme las dos telas.

—Yo no haría eso —dijo una vozprofunda, cantarina, desde el umbral.Rhysand estaba reclinado contra lapared, los brazos cruzados sobre elpecho.

Debería haber sabido que era cosade él, debería haberlo sabido por losdiseños que me cubrían el cuerpo.

—Nuestro arreglo no ha empezadotodavía —ladré. El instinto que mehabía dicho una vez que no meenfrentara a Tam y a Lucien me fallaba

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completamente cuando veía a Rhysand.—Ah, pero es que tengo que llevarte

a la fiesta. —En los ojos de colorvioleta brillaban estrellas—. Y cuandopensé en ti en esa celda, toda la noche,sola… —Hizo un gesto y las sirvientasinmortales se desvanecieronatravesando la puerta que quedaba anuestras espaldas. Esbocé una muecacuando pasaron a través de la madera,sin duda una habilidad que poseía todala Corte Noche, y Rhysand soltó unarisita—. Tienes exactamente el aspectoque esperaba que tuvieras.

De entre las telarañas de mimemoria recordé palabras similares, lasque me había susurrado Tamlin en el

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oído alguna vez.—¿Es necesario todo esto? —dije,

haciendo un gesto hacia la ropa y lapintura.

—Claro —respondió él con voz fría—. Si no, ¿cómo sabría si alguien tetoca?

Se acercó y tensé el cuerpo cuandome pasó un dedo por el hombro: lapintura se emborronó. Apenas el dedoabandonó la piel, la pintura serecompuso y los dibujos volvieron a serlo que eran.

—El vestido no va a mancharse ytampoco te va a costar moverte —dijo,con la cara muy cerca de la mía. Losdientes estaban demasiado próximos a

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mi garganta para mi gusto—. Y me voy aacordar del lugar donde yo ponga lasmanos. Pero si alguien te toca, alguienque no sea yo, digamos cierto alto lordque ama la primavera…, voy a saberloenseguida. —Me tocó la nariz—. Y,Feyre —agregó con un murmullo dulce—, no me gusta que toqueteen lo que mepertenece.

Algo se me congeló en el estómago.Él sería mi dueño durante una semanacada mes. Aparentemente, suponía queeso se extendía también al resto de mivida.

—Vamos —dijo Rhysand, y me hizoun gesto con la mano—. Ya llegamostarde.

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Caminamos por los pasillos. Lossonidos de la fiesta llegaron al cabo depoco desde el sitio al que nosdirigíamos. Me ardía la cara cada vezque me lamentaba por la tela demasiadofina del vestido. Por debajo de ellacualquiera podía verme los senos; lapintura casi no dejaba nada a laimaginación, y el aire frío de la cuevame ponía la piel de gallina. Con laspiernas, los costados y la mayor partedel vientre al aire excepto por esos dospedazos de tela, tenía que mantener losdientes apretados para que nocastañetearan por el frío. Se me

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congelaban los pies descalzos. Esperabaque fuera cual fuese el lugar al queíbamos, hubiera un fuego gigantesco.Una música extraña, carente de armonía,pasaba a través de dos grandes puertasde piedra que reconocí enseguida. Elsalón del trono. No. No, cualquier lugarmenos ese.

Los inmortales y los altos fae sequedaron con la boca abierta cuandocruzamos la entrada. Algunos seinclinaron frente a Rhysand, otrospermanecieron inmóviles. Vi a varios delos hermanos de Lucien reunidos ahí,cerca de la puerta. Las sonrisas que mededicaron eran maliciosas.

Rhysand no me tocó, pero caminaba

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lo bastante cerca de mí como para quefuera obvio que yo estaba con él, que lepertenecía. No me habría sorprendido sime hubiera puesto un collar al cuello yuna correa. Tal vez lo haría en algúnmomento, ahora que estaba atada a él,con la negociación marcada en la piel.

Hubo susurros que se oyeron pordebajo de los gritos de la celebración yhasta la música se detuvo mientras lamultitud se separaba para dejarnos pasarhasta la tarima donde estaba Amarantha.Levanté el mentón; el peso de ladiadema hacía que se me clavara en elcráneo.

Había ganado a la reina en laprimera prueba. La había ganado

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también en las tareas sin sentido. Podíallevar la cabeza en alto.

Tamlin estaba sentado junto a ella enel mismo trono, vestido con la ropa desiempre, sin armas encima. Rhysandhabía dicho que quería decírselo en elmomento oportuno, que quería hacerledaño a Tamlin revelando el intercambioque yo había aceptado. Hijo de puta. Unhijo de puta astuto, malvado.

—Feliz mitad del verano —dijoRhysand, y se inclinó frente aAmarantha. Ella llevaba puesto unvestido lujoso de tonos púrpura ylavanda, como una orquídea,sorprendentemente modesto. Yo era unasalvaje frente a esa belleza tan bien

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cuidada.—¿Qué has hecho con mi

prisionera? —preguntó ella sonriendo,aunque la sonrisa no se le reflejaba enlos ojos.

La cara de Tamlin era como depiedra…, excepto por la fuerza quehacían sus manos sobre los brazos deltrono, con los nudillos en blanco. Nohabía garras a la vista. Por lo menosconseguía mantener a raya esa señal desu temperamento. Había cometido unagran estupidez al aceptar la oferta deRhysand. Rhysand, con las alas y losespolones por debajo de esa superficiehermosa, perfecta; Rhysand, capaz dedeshacer una mente por completo. «Lo

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hice por ti», quería gritarle yo.—Hicimos un trato —respondió

Rhysand. Compuse una mueca cuando élme apartó un mechón de pelo de la cara.Me pasó los dedos por la mejilla… enuna caricia suave. La habitación deltrono estaba en completo silenciocuando pronunció las siguientespalabras, dirigidas a Tamlin solamente—: Una semana conmigo en la CorteNoche todos los meses comointercambio por mis servicios decuración después de la primera prueba.—Me levantó el brazo izquierdo paramostrar el tatuaje, cuya tinta no brillabatanto como la del resto de la pintura quellevaba sobre el cuerpo—. Para el resto

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de su vida —agregó con tonodesenfadado, pero ahora miraba confijeza a Amarantha.

La reina de los inmortales seenderezó un poquito; hasta el ojo deJurian estaba fijo en mí, en Rhysand.«Para el resto de su vida…», habíadicho él, como si ese tiempo fuera a serlargo, muy largo. Rhysand pensaba queyo iba a pasar las pruebas.

Lo miré de perfil: la nariz elegante,los labios sensuales. Juegos…, aRhysand le gustaban los juegos, y fueracual fuese el que estaba jugando en esemomento, supuse que yo iba a ser unapieza clave.

—Disfruta de mi fiesta —fue la

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única respuesta de Amarantha, queseguía toqueteando el hueso que lecolgaba del cuello. Rhysand me pusouna mano sobre la espalda parallevarme al centro de la estancia, paraalejarme de Tamlin, que seguía aferradoal trono.

La multitud se mantuvo a unaprudente distancia de nosotros y yo nopude hacerle un gesto a nadie: teníamiedo de tener que volver a mirar aTamlin, o tal vez de encontrarme aLucien…, de contemplar la expresión desu cara cuando él me viera.

Mantuve el mentón en alto. Nodejaría que nadie notase mi debilidad,no iba a dejar que nadie supiera cuánto

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me había costado que me expusieran asífrente a todos, que los símbolos deRhysand estuvieran ahí, pintados sobremi piel, sobre cada parte de mi cuerpo,que Tamlin me viera tan humillada.Rhysand se detuvo frente a una mesacargada de comida exquisita. Los altosfae que la rodeaban acabaron con todorápidamente. Si había otros sirvientes dela Corte Noche alrededor, ningunoarrastraba ondas de oscuridad comohacían Rhysand y sus sirvientas, yninguno se atrevió a acercársele. Lamúsica aumentó de volumen, losuficiente como para pensar que habíaun baile en algún punto de la estancia.

—¿Vino? —preguntó él, y me

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ofreció una copa. La primera regla deAlis. Negué con la cabeza.

Él sonrió y volvió a ponerme lacopa delante.

—Bebe. Vas a necesitarlo.«Bebe», repitió mi mente, y se me

movieron solos los dedos en dirección ala copa. No. No, Alis había dicho queno bebiera el vino de ese lugar…, queese vino era distinto del vino alegre,liberador, del solsticio.

—No —repetí, y algunos inmortalesque teníamos a nuestro alrededorsoltaron una risita.

—Bebe —ordenó él, y mis dedostraicioneros se acercaron a la copa.

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Me desperté en la celda, metida todavíaen ese pañuelo que él llamaba«vestido». Todo giraba en torno a mícon tanta fuerza que casi no llegué alrincón para vomitar, una y otra vez.Cuando vacié el estómago, me arrastréhasta el rincón opuesto de la celda y medejé caer.

El sueño me vino en rachas mientrasel mundo seguía dando vueltas conviolencia a mi alrededor. Estaba atada auna rueda que giraba y giraba y giraba ygiraba…

No es necesario decirlo, pero estuvedescompuesta casi todo el día. Acababade comer algo de la cena caliente que

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había aparecido hacía unos momentoscuando crujió la puerta y surgió una caradorada de zorro acompañada de un ojode metal entrecerrado.

—Mierda —exclamó Lucien—. Síque hace frío aquí.

Cierto, pero yo estaba demasiadodominada por las náuseas para darmecuenta. Levantar la cabeza me costabamucho y no vomitar la comida, todavíamás. Él se sacó la capa y me la pusoalrededor de los hombros. El calorpesado se coló dentro de mí.

—Mira eso —dijo dirigiendo lavista a la pintura. Por suerte, estaba todaintacta, excepto unos pocos lugares en lacintura—. Hijo de puta.

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—¿Qué pasó? —conseguí decir,aunque no estaba segura de querer unarespuesta. Mi recuerdo era un borrónoscuro de música salvaje.

Lucien retrocedió.—No creo que quieras saberlo.Estudié las pocas manchas en mi

cintura, como si unas manos me hubieransostenido por ahí.

—¿Quién me hizo eso? —preguntécon voz tranquila, los ojos sobre lapintura emborronada.

—¿Quién te parece?Mi corazón se encogió y miré al

suelo.—¿Tam…, Tamlin lo vio?Lucien asintió.

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—Rhys lo hacía para eso, para queél se enfureciera, únicamente para eso.

—¿Y sucedió? —Yo seguía sinpoder mirar a Lucien a la cara. Sabíaque, por lo menos, no me habíanviolado: solo me habían tocado elcostado. Era lo que decía la pintura.

—No —respondió Lucien, y yosonreí.

—¿Qué…, qué es lo que hice? —Meacordé de la advertencia de Alis. Luciensoltó un suspiro y se pasó una mano porel cabello rojo.

—Hizo que bailaras para él casitoda la noche. Y cuando no estabasbailando, te sentaba sobre sus rodillas.

—¿Qué tipo de baile? —seguí

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insistiendo.—No el que bailaste con Tamlin en

el solsticio —dijo Lucien, y a mí meardió la cara. Desde el barro de misrecuerdos de la última noche, me acordéde la cercanía de cierto par de ojos decolor violeta…, unos ojos que brillabancon malicia mientras me miraban.

—¿Frente a todo el mundo?—Sí —contestó Lucien, con mayor

amabilidad de la que yo le hubiera oídojamás. A mí se me tensó el cuerpo. Noquería su lástima. Suspiró y me cogió elbrazo izquierdo para examinar el tatuaje.

—¿En qué estabas pensando? ¿Nosabías que yo iba a venir en cuantopudiera?

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Aparté el brazo con brusquedad.—¡Me estaba muriendo! Tenía

fiebre…, apenas si conseguíamantenerme consciente… ¿Cómo sesupone que sabría que ibas a venir?¿Que comprenderías la rapidez con laque mueren los seres humanos de esascosas? Me dijiste que dudaste el día delos naga…

—Le juré a Tamlin…—¡No tuve opción! ¿Crees que voy a

confiar en ti después de lo que dijiste enla mansión?

—Arriesgué el cuello por ti en laprueba. ¿No es eso suficiente? —El ojode metal zumbó con suavidad—. Túdijiste tu nombre para salvarme…, a

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pesar de lo que te dije, de todo lo que tehice, dijiste tu nombre. ¿No pensaste queyo iba a ayudarte después de eso? ¿Conjuramento o sin él?

No me había dado cuenta de que esosignificara tanto para Lucien.

—No tuve alternativa —reconocí denuevo en un jadeo.

—¿No entiendes lo que es Rhys?—¡Claro que sí! —ladré. Después

suspiré—. Sí —repetí y miré el ojo quetenía dibujado en la palma—. Pero estáhecho. Así que no tienes que cumplir eljuramento que le hiciste a Tamlin, eljuramento de protegerme…, no tienesque sentir que me debes nada porsalvarte de Amarantha. Lo habría hecho

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solo para borrar la sonrisa de las carasde tus hermanos.

Lucien chasqueó la lengua, pero elojo que le quedaba brilló con fuerza.

—Me alegro de ver que no levendiste a Rhysand tu espíritu humano,tan vivo, tan hermoso, ni tampoco eseempecinamiento.

—Una semana de mi vida cada mes.Solamente eso.

—Sí, bueno…, veremos si será asícuando llegue el momento —gruñó él, yel ojo de metal se desvió hacia la puerta—. Tengo que irme. Está a punto decambiar la guardia.

Dio un paso para irse, y entonces ledije:

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—Lo lamento…, lamento que ella tecastigara por ayudarme en la prueba.Oí… —Se me cerró la garganta—. Oíque hizo que Tamlin te aplicara elcastigo… —Él se encogió de hombros yagregué—: Gracias. Por ayudarme,quiero decir.

Él fue hasta la puerta y por primeravez noté que se movía con mucha tensiónen el cuerpo.

—Por eso no pude venir antes —dijo él, y le temblaba el cuello—. Ellausó… nuestros poderes para que no seme curase la espalda. No he podidomoverme hasta hoy.

Se me hizo difícil respirar.—Toma —dije, y le devolví la capa

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mientras me ponía de pie. El frío súbitome puso la piel de gallina.

—Quédatela. Se la he quitado a unguardia cuando venía hacia aquí. —Enla escasa luz brillaba el símbolobordado de un dragón dormido. Elescudo de armas de Amarantha. Hiceuna mueca pero me la volví a poner—.Además —agregó Lucien—, con esevestido ya he visto lo suficiente de ticomo para que la imagen me dure todala vida. —Enrojecí cuando él abrió lapuerta.

—Espera —dije—. ¿Tamlin…?¿Está bien? Quiero decir… el hechizoque le lanzó Amarantha para que nohable…

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—No hay ningún hechizo. ¿No se teocurrió que Tamlin actúa así para queAmarantha no sepa cuál de los tormentosa los que te somete lo afecta más?

No, no se me había ocurrido.—Está jugando un juego peligroso,

eso sí —manifestó Lucien mientras salíapor la puerta—. Todos estamos en eso.

A la noche siguiente me volvieron apintar y me llevaron a la habitación deltrono. No era un baile esta vez…,solamente un poco de entretenimientonocturno. Y al parecer, elentretenimiento era yo. Después detomar el vino, sin embargo, ni siquiera

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me di cuenta de lo que pasaba. Unasuerte.

Noche tras noche me vistieron de lamisma forma y me hicieron acompañar aRhysand hasta la sala del trono. Así meconvertí en el juguete de Rhysand, en laputa de la puta de Amarantha. Medespertaba con vagos rastros derecuerdos…, de bailar entre las piernasde Rhysand mientras él se quedabasentado en una silla y reía, de sus manosmanchadas de azul por los lugares enque me tocaba la cintura, los brazos,pero de alguna forma, nunca más queeso. Hacía que yo bailara hasta que medescomponía, y cuando cesaba devomitar, me decía que siguiera bailando.

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Me despertaba enferma y exhaustatodas las mañanas, y aunque la orden deRhysand a los guardias seguía vigente,las actividades nocturnas me dejaronabsolutamente agotada. Me pasaba losdías durmiendo para tratar de digerir elvino de los inmortales, dormitando paraescapar de la humillación que sufría.Cuando podía, pensaba en la adivinanzade Amarantha, le daba vueltas palabrapor palabra… Nada.

Y cuando volvía a entrar en esa saladel trono, me permitían solamente unamirada rápida a Tamlin antes de que medominara la droga del vino. Y todas lasveces, todas las noches, en esa únicamirada, yo dejaba ver el amor y el dolor

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que me subían a los ojos cuando seencontraban con los suyos.

Estaban terminando de pintarme y devestirme —esa noche, la telatransparente y sutil era de un color entresangre y naranja— cuando entróRhysand en la habitación. Comosiempre, las sirvientas de sombraatravesaron las paredes ydesaparecieron. Pero en lugar dehacerme un gesto para que me acercase,Rhysand cerró la puerta.

—Tu segunda prueba es mañana porla noche —dijo con voz neutra. El hilodorado y plata de la túnica negra

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brillaba bajo la luz de las velas. Élnunca usaba otro color de ropa.

Fue como si me hubieran golpeadocon una roca en la cabeza. Habíaperdido la cuenta de los días.

—¿Y?—Tal vez sea la última —dijo él; se

reclinó contra el marco de la puerta ycruzó los brazos sobre el pecho.

—Si me estás provocando para quejuegue otro de esos jueguecitos tuyos,pierdes el tiempo.

—¿Me vas a rogar que te concedauna noche con tu amado?

—Ya voy a tener esa noche y todaslas que la sigan cuando pase la terceraprueba.

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Rhysand se encogió de hombros,después me dedicó una sonrisa mientrasse impulsaba con los hombros parasepararse de la puerta y daba un pasohacia mí.

—Me pregunto si tenías tantasespinas con Tamlin cuando fuiste suprisionera.

—Él nunca me trató como a unaprisionera…, o una esclava.

—Claro que no… ¿Cómo iba ahacer eso? No con la vergüenza quesiente por la brutalidad de su padre ysus hermanos, esa vergüenza que pesasobre él, pobre, noble bestia. Tal vez sise hubiera preocupado por averiguar unacosa o dos sobre la crueldad, sobre lo

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que significa ser un alto lord, habríaimpedido la caída de la CortePrimavera.

—Tu corte también cayó.La tristeza parpadeó en sus ojos de

color violeta. No la habría notado si nola hubiera sentido… muy en el fondo demi ser. Mi mirada pasó al ojo que él mehabía tatuado en la palma de la mano.¿Qué clase de tatuaje era ese? Pero enlugar de ello, pregunté:

—Cuando te movías libremente en laNoche de los Fuegos, durante el rito,dijiste que eso te había costado mucho.¿Fuiste uno de los altos lores quevendieron su alianza a Amarantha acambio de no vivir aquí abajo?

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La tristeza que había en sus ojos,proviniera de donde proviniese,desapareció, y solo quedó una titilantecalma fría. Habría jurado que unasombra de alas enormes se dibujaba enla pared detrás de él.

—Lo que yo haga o no por mi corteno es de tu incumbencia.

—¿Y qué ha estado haciendo ella enlos últimos cuarenta y nueve años?¿Teniéndoos a todos en su corte ytorturando a cualquiera como le place?¿Para qué? —«Cuéntame algo sobre laamenaza que significa esto para laespecie humana —quería rogarle enrealidad—. Cuéntame lo que significatodo esto, dime por qué han tenido que

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pasar tantos horrores».—La Dama de la Montaña no

necesita excusas para sus actos.—Pero…—Las celebraciones nos esperan. —

Rhysand hizo un gesto hacia la puertadetrás de él.

Sabía que estaba pisando terrenopeligroso, pero no me importaba.

—¿Qué quieres de mí? Además demolestar a Tamlin.

—Molestarlo es el mayor de misplaceres —dijo él con una reverenciaburlona—. Y en cuanto a tu pregunta,¿por qué necesitaría un macho decualquier especie razones para disfrutarde la presencia de una hembra?

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—Me salvaste la vida.—Y a través de tu vida, salvé la de

Tamlin.—¿Por qué?Él me guiñó un ojo y se pasó una

mano por el pelo entre negro y azul.—Esa, Feyre, es la cuestión,

¿verdad? —Y diciendo eso, me sacó dela habitación.

Llegamos a la sala del trono y mepreparé para que me drogaran y mehumillaran nuevamente. Pero todosmiraban a Rhysand entre la multitud…,era a Rhysand al que vigilaban loshermanos de Lucien. La voz deAmarantha llamándolo se oyó conclaridad por encima de la música.

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Rhysand hizo una pausa y miró a loshermanos de Lucien, que caminabanhacia nosotros con la atención puesta enmí. Ansiosos, hambrientos…, malvados.Abrí la boca; no me importaba elorgullo, estaba dispuesta a pedirle aRhysand que no me dejara sola con ellosmientras él se encargaba de Amarantha,pero me puso una mano en la espalda yme condujo al interior de la sala.

—Quédate cerca y mantén la bocacerrada —me murmuró al oído mientrasme llevaba por el brazo. La multitud seseparó como si estuviéramos envueltosen fuego y nos dejó ver lo que teníamosfrente a nosotros.

Frente a nosotros no; me corrijo:

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frente a Rhysand.Un alto fae de piel marrón sollozaba

en el suelo ante la tarima. Amaranthasonreía como una víbora…, con tantaintensidad que ni siquiera me dedicó unamirada. Junto a ella, Tamlin, del todoimpasible. Una bestia sin garras.

Rhysand me miró fugazmente con elrabillo del ojo, una orden silenciosapara que me quedara donde empezaba lamultitud. Lo obedecí, y cuando dirigí laatención a Tamlin, deseé que me mirara,que me mirara solo…, pero él no lohizo, estaba por completo concentradoen la reina y en el macho que habíafrente a ella. Entendí.

Amarantha se acarició el anillo

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mientras miraba cada movimiento deRhysand, que se le acercaba.

—Un súbdito de la Corte Verano —dijo refiriéndose al macho que seencogía a sus pies— trató de escaparpor la salida que da a la CortePrimavera. Quiero saber por qué.

Había un alto fae atractivo, de granestatura, de pie al borde de la multitud,el pelo casi blanco, los ojos de un azulcristalino que rompía el corazón, la pielde un color caoba intenso, hermoso.Pero tenía la boca tensa y su atenciónpasaba de Amarantha a Rhysand. Ya mehabía fijado en él durante la primeraprueba. El alto lord de la Corte Verano.Antes brillaba, casi emitía una luz

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dorada; ahora estaba mudo, apagado.Como si Amarantha le hubiera extraídohasta la última gota de poder mientrasinterrogaba a su súbdito.

Rhysand se metió las manos en losbolsillos y se acercó al macho queestaba en el suelo.

El inmortal de Verano se encogióaún más, la cara brillante de lágrimas. Amí se me revolvió el estómago de miedoy vergüenza cuando el macho se mojólos pantalones delante de Rhysand.

—P-p-por favor —tartamudeó.La multitud estaba sin aliento, el

silencio era sobrecogedor.Con la espalda vuelta hacia mí,

Rhysand tenía los hombros relajados, ni

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un centímetro de la ropa fuera de lugar.Pero apenas el macho dejó de temblaren el suelo, supe que sus espolones sehabían hundido en la mente del inmortal.

El alto lord de Verano se habíaquedado quieto también…, y era dolor,dolor real y miedo lo que brillaba en susojos azules, sorprendentes. Verano erauna de las cortes rebeldes, recordé. Asíque este era un alto lord nuevo, sinexperiencia, que todavía tenía queaprender a tomar decisiones quecostaban vidas.

Después de un momento de silencio,Rhysand miró a Amarantha.

—Quería escapar. Llegar a la CortePrimavera, cruzar el muro y huir al sur, a

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territorio humano. No tuvo cómplices, niningún motivo excepto su propiacobardía patética. —Hizo un gesto conla cabeza hacia el charco de orina bajoel macho. Pero con el rabillo del ojo vicómo el alto lord de Verano se relajabaun poco…, lo suficiente para hacer queme preguntara… qué clase de decisiónhabía tenido que tomar Rhys en elmomento en que había hurgado en lamente del macho.

Sin embargo, Amarantha puso losojos en blanco y se acomodó sobre eltrono.

—Quiébrale la mente, Rhysand. —Movió la mano hacia el alto lord de laCorte Verano—. Después puedes hacer

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lo que quieras con el cuerpo.El alto lord de la Corte Verano se

inclinó, como si le hubieran otorgado unregalo, y miró a su súbdito, que se habíaquedado quieto y tranquilo en el suelo,abrazado a sus rodillas. El inmortalmacho ya estaba listo…, aliviadoincluso.

Rhys sacó una mano del bolsillo y lamovió. Podría haber jurado que veíaunos espolones fantasmales cuando losdedos se le curvaron levemente.

—Me estoy aburriendo, Rhysand —dijo Amarantha con un suspiro,jugueteando de nuevo con el hueso. Nome había mirado ni una sola vez,demasiado concentrada en su presa.

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Los dedos de Rhysand se curvaronhasta formar un puño.

Los ojos del macho se abrieronmucho, después se pusieron vidriososmientras caía de costado en el charco desus propios líquidos. Le salió sangre dela nariz, de las orejas y corrió por elsuelo frente a nosotros.

Así de fácil…, así de rápido, conesa irreversibilidad… Muerto.

—Te he dicho que le destrozaras lamente, no el cerebro —ladró Amarantha.La multitud murmuró, se removióinquieta. Lo único que quería eradesaparecer de nuevo en ella,arrastrarme de vuelta a mi celda yquemar el recuerdo de lo que había

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visto. Tamlin no se había inmutado, nohabía movido un músculo. ¿Quéhorrores habría visto en su larga vida sini siquiera eso había roto su expresióndistante, su control?

Rhysand se encogió de hombros yvolvió a meter la mano en el bolsillo.

—Perdón, mi reina. —Dio mediavuelta sin que ella le dijera que podíaretirarse y no me miró mientras sedirigía hacia la parte de atrás de la saladel trono. Me puse a su lado, controlé eltemblor, traté de no pensar en el cuerpotendido que quedaba ahí detrás, o enClare…, que seguía clavada a la pared.

La multitud no se nos acercó, sinoque se alejó mucho para dejarnos pasar.

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—Puta —sisearon algunos cuandopasó Rhysand—. Puta de Amarantha. —Pero muchos le ofrecieron sonrisasvacilantes y palabras elogiosas—: Hashecho bien en matarlo. Bien por matar altraidor.

Rhysand no se dignó a mirar aninguno, con los hombros todavíarelajados, andando sin prisas. Mepregunté si alguien, excepto él y el altolord de la Corte Verano, sabía que esamuerte había sido un acto de piedad.Estaba dispuesta a apostar que habíahabido otros involucrados en ese plande huida, tal vez hasta el alto lord de laCorte Verano.

Pero quizá guardar esos secretos era

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algo que se había hecho solamente parajugar los juegos que tanto le gustaban aRhysand. Tal vez ayudar a ese machoinmortal matándolo en lugar dequebrarle la mente y dejarlo como untonto lleno de baba había sido solo otromovimiento calculado.

En ese largo camino por la sala deltrono, Rhysand no se detuvo ni uninstante, pero cuando llegamos a lacomida y el vino al final de la estancia,me dio una copa y se tomó otra él. Nodijo nada. Después, el vino me llevó alolvido.

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CAPÍTULO

40

Y llegó mi segunda prueba.Con los dientes brillantes, el attor

me sonrió cuando me puse de pie frente

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a Amarantha. Otra caverna…, máspequeña que el salón del trono pero losuficientemente grande para ser algúntipo de espacio dedicado alentretenimiento. No había decoración,ningún mueble; nada excepto las paredesdoradas. La reina estaba sentada en unasilla tallada en madera y Tamlinpermanecía de pie junto a ella. No mirédemasiado al attor, que descansaba alotro lado de la silla de la reina; la coladelgada reposando en el suelo, lista paramoverse como un látigo. La bestiasonreía solo para ponerme nerviosa.

Y realmente estaba funcionando. Nisiquiera mirar a Tamlin conseguíacalmarme. Apreté las manos a los

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costados cuando Amarantha sonrió.—Bueno, Feyre, ha llegado el día de

tu segunda prueba. —Sonaba tanprepotente, tan segura de que mi muerteflotaba sobre nosotros… Había sido unatonta por negarme a morir entre losdientes del gusano. Ella cruzó los brazosy apoyó el mentón en una mano. Dentrodel anillo, el ojo de Jurian dio mediavuelta…, sí, dio media vuelta paramirarme, la pupila dilatada en la tenueluz—. ¿Ya has resuelto mi adivinanza?

No me digné a contestar.—Qué mal —dijo ella con una

mueca—. Pero hoy me siento generosa.—El attor soltó una risita y variosinmortales lo imitaron detrás de mí; unas

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risas que se deslizaron como serpientespor mi espalda—. ¿Qué te parece siantes practicamos un poco? —continuóAmarantha, y me obligué a mostrar unaexpresión neutra. Si Tamlin jugaba a laindiferencia para mantenernos a salvo,yo haría lo mismo.

Pero en ese momento me atreví amirar rápidamente a mi alto lord, ydescubrí que tenía los ojos clavados enmí. Si pudiera abrazarlo, sentir su pielpor un momento…, olerlo, oírlo decirmi nombre…

Un siseo reverberó en un eco através de la estancia y mi mirada sedesvió. Amarantha fruncía el entrecejo;tenía los ojos fijos en Tamlin. No me

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había dado cuenta de que habíamosestado mirándonos. La caverna estabasumida en un silencio profundo.

—¡Ahora! —ladró Amarantha.Antes que pudiera prepararme, un

temblor sacudió el suelo.Se me doblaron las rodillas y

balanceé los brazos para mantenerme depie mientras las piedras que formaban elsuelo se hundían despacio y me bajabanhacia un pozo grande, rectangular.Algunos inmortales profirieron brevesexclamaciones, pero descubrí otra vez lamirada de Tamlin y la sostuve hasta queme hundí tanto que su cara desapareciómás allá del borde del pozo que seestaba formando.

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Miré las cuatro paredes a mialrededor, busqué una puerta, cualquierseñal que me permitiera adivinar lo quevendría a continuación. Tres de lasparedes estaban hechas de una únicalámina de piedra suave, brillante…,demasiado pulida y lisa para trepar porella. La otra pared no era un muro, sinouna reja de hierro que dividía la cámaraen dos, y a través de ella…

El aliento se me quedó atravesadoen la garganta.

—Lucien.Lucien estaba encadenado en el

centro de la otra mitad de la cámara, elojo púrpura tan abierto que parecíarodeado de blanco. El de metal giraba

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como si se hubiera vuelto loco; la brutalcicatriz destacaba mucho sobre su pielpálida. Amarantha había vuelto aconvertirlo en un juguete, en una cosaque ella pensaba atormentar. No habíapuertas, ninguna forma de llegar a eselado a menos que trepase sobre la reja.La división tenía agujeros tan grandes,tan anchos, que seguramente podríautilizarlos para encaramarme y saltar alotro lado. Pero no me atrevía.

Los inmortales empezaron amurmurar y oí el sonido de oro sobreoro. ¿Habría apostado Rhysand por míde nuevo? Entre la multitud vislumbré unbrillo rojizo, cuatro cabezas de pelorojo, y me erguí tanto como pude. Sabía

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que los hermanos estarían regocijándosecon la situación de Lucien, pero ¿dóndese encontraba la madre? ¿Y el padre?Seguramente estaría presente el alto lordde la Corte Otoño. Miré a la multitud.No había señales de ellos. SoloAmarantha, que miraba hacia abajo, depie con Tamlin en el borde del pozo.Ella inclinó la cabeza en mi dirección ehizo un gesto elegante con una manoseñalando la pared que tenía bajo lospies.

—Aquí, querida Feyre, encontrarástu prueba. Lo único que tienes que haceres contestar a la pregunta seleccionandola palanca correcta, y con eso ganas.Selecciona la equivocada y será tu fin.

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Como no hay más que tres opciones,creo que te estoy dando una ventajainjusta. —Hizo sonar los dedos y se oyóel gruñido de algo metálico—. Es decir—agregó—, si resuelves elrompecabezas a tiempo.

Desde un lugar no muy por encimade donde yo me hallaba, empezaron abajar hacia la cámara las dos parrillasde metal que yo había creído que erancandeleros…

Me di la vuelta para mirar a Lucien.Esa era la razón por la que la rejadividía la cámara en dos: para que yotuviera que ver mientras él sangraba,para que él pudiera verme mientras yomoría aplastada. Las puntas de metal

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que habían estado sosteniendo las velasy antorchas brillaban al rojo vivo… eincluso desde lejos vi las ondas delcalor alrededor de ellas.

Lucien sacudió las cadenas. Esa nosería una muerte limpia. Y entonces mevolví hacia la pared que me habíaseñalado Amarantha. Había una largainscripción en la superficie pulida, y pordebajo de ella tres palancas de piedragrabadas con los números I, II y III.

Empecé a temblar. Apenas reconocíalas palabras básicas…, palabras inútilescomo «la» y «pero» y «fue». Todo elresto era un amasijo de letras que yo noconocía, letras que tendría que repetirlentamente o intentar recordar para

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poder comprender.La parrilla de metal seguía

descendiendo. Ahora estaba al mismonivel que la cabeza de Amarantha ypronto no tendría ninguna posibilidad desalir del pozo. Ya podía notar el calordel hierro candente, y empecé a sentircómo el sudor me recorría las sienes.¿Quién le había dicho a ella que yoapenas sabía leer?

—¿Algún problema? —Amaranthalevantó una ceja. Puse toda mi atenciónen la inscripción y mantuve larespiración lo más firme que pude. Enningún momento había mencionado queleer fuera necesario…, se habríaburlado de mí si hubiera sabido que yo

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era analfabeta. El destino…, sí, unajugarreta cruel, feroz, del destino.

Las cadenas sonaron al entrechocar,y Lucien maldijo en cuanto vio lo quebajaba hacia él. Me volví para mirarlo,pero cuando le vi la cara supe queestaba demasiado lejos para leer lafrase en voz alta para mí; no lo lograríani siquiera con los poderes del ojometálico. Si hubiera podido conocer lapregunta tal vez habría tenido unaoportunidad…, aunque las adivinanzasnunca fueron mi punto fuerte.

Iba a morir bajo una parrilla depuntas al rojo vivo, ardientes, y despuésme aplastaría contra el suelo como a unauva.

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La parrilla pasó junto al borde delpozo sin dejar ningún resquicio…, nohabía ninguna esquina donde ponerse asalvo. Si no contestaba la pregunta antesde que la parrilla pasara junto a laspalancas…

Se me cerró la garganta y leí y leí yleí pero las palabras no llegaron. El airese puso espeso y empezó a oler ametal…, no el olor de la magia sino eldel acero ardiente, implacable, que seacercaba a mí centímetro a centímetro.

—¡Contesta! —gritó Lucien con vozaguda. Los ojos me ardían. El mundo erasolamente un borrón de letrasburlándose de mí en sus trazos, en susformas.

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El metal gruñó cuando rozó la piedrapulida de la cámara y los susurros de losinmortales se volvieron más frenéticos.A través de los agujeros de la parrillame pareció ver reírse al hermano mayorde Lucien. Calor…, un calorintolerable…

Iba a dolerme…, esas agujas erangrandes y de punta roma. No seríarápido. Se necesitaría fuerza para queme destrozaran el cuerpo. Se me deslizóel sudor por el cuello y la espaldamientras miraba las letras, losnúmeros I, II y III, que, de alguna forma,se habían convertido en mi línea devida. Dos opciones acabaríanconmigo…, la tercera detendría la

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parrilla.Busqué números en la inscripción…,

tenía que ser una adivinanza, unproblema lógico, un laberinto depalabras peor que cualquier laberinto degusano.

—¡Feyre! —gritó Lucien, jadeandomientras miraba las puntas quedescendían. Las caras alegres,encendidas, de los altos fae y losinmortales inferiores se burlaban de mípor encima de la parrilla.

Tres… salta… saltamon…saltamontes…

La parrilla no quería detenerse y yano había siquiera un cuerpo entero dedistancia entre mi cabeza y la primera

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de las puntas. Habría jurado que el calordevoraba el aire del pozo.

… estaban… sel… sal… ton…tan… saltando…

Debería despedirme de Tamlin.Ahora. Ya. Ese era el final de mivida…, esos eran mis últimosmomentos, había llegado el final, lasúltimas respiraciones, los últimoslatidos del corazón.

—¡Elige una! —gritó Lucien, yalgunos en la multitud rieron… Las desus hermanos seguramente eran las risasmás estruendosas.

Levanté una mano hacia las palancasy miré los tres números que aguardabanmás allá de los dedos temblorosos,

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tatuados.I, II, III.No significaban nada para mí

excepto la vida y la muerte. Tal vez mesalvara la suerte, pero…

Dos. Dos era el número de la suerteporque era como Tamlin y yo, solo dospersonas. Uno tenía que ser malo,porque uno era como Amarantha y comoel attor…, seres solitarios. Uno era unnúmero muy feo y tres era demasiado…,eran tres hermanas apretadas en unapequeña choza, odiándose hasta que seahogaban en el odio, hasta que el odiolas envenenaba. Dos. Tenía que ser eldos. En ese momento era capaz de creervoluntaria, fanática, alegremente en un

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Caldero o en el destino si ellos meprotegían. Creía en el dos. Dos.

Me estiré para coger la segundapalanca, pero un dolor muy fuerte meatenazó la mano antes de que pudieratocar la piedra. Jadeé mientrasretrocedía. Abrí la palma y miré el ojotatuado. Este se entrecerró. Con todaseguridad estaba alucinando.

La parrilla estaba a punto cubrir lainscripción, a apenas dos metros porencima de mi cabeza. No podía respirar,no podía pensar. El calor era demasiadofuerte y el metal crujía, muy cerca demis oídos.

Traté de coger otra vez la palancadel medio, pero el dolor me paralizó los

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dedos.El ojo había vuelto a su estado

natural. Extendí la mano hacia laprimera palanca. Dolor de nuevo.

Busqué la tercera. No hubo dolor.Mis dedos se encontraron con la piedray levanté la vista: la parrilla estaba a unmetro de mi cabeza. A través de ella viuna mirada de color violeta, una miradasalpicada de estrellas.

Volví a probar con la primera.Dolor. Pero cuando busqué la tercera…La cara de Rhysand seguía siendo unamáscara de aburrimiento. El sudor mecorrió por la frente, me ardió en losojos. No me quedaba otra posibilidadque confiar en él; ninguna otra que

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entregarme de nuevo, obligada a aceptarpor mi impotencia.

Ahora que estaban cerca, las puntasparecían enormes. Si levantaba el brazopor encima de la cabeza me quemaríalas manos.

—¡Por favor, Feyre! —gimióLucien.

Me estremecí tanto que casi noconseguí quedarme de pie. El calor delas puntas bajaba hacia mí.

La palanca de piedra estaba frescacuando la toqué con la mano. Cerré losojos, incapaz de mirar a Tamlin,preparándome para el impacto y laagonía, y tiré de la tercera palanca.

Silencio.

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El calor pulsante dejó de acercarse.Después…, un suspiro. Lucien.

Abrí los ojos y vi mis dedostatuados, mis nudillos, blancos pordebajo de la piel alrededor de lapalanca. Las puntas flotaban acentímetros de mi cabeza.

Sin movimiento…, detenidas. Habíaganado… Había…

La parrilla chirrió mientras seelevaba hacia el techo de la cueva, elaire fresco inundó la cámara. Lo aspiréen jadeos desacompasados.

Lucien estaba ofreciendo algún tipode plegaria, besando el suelo una y otray otra vez. El suelo que había bajo mispies empezó a elevarse, y me obligué a

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soltar la palanca que me había salvadomientras me arrastraban de nuevo haciala superficie. Me temblaban las rodillas.

No sabía leer y eso casi me habíamatado. Ni siquiera había ganadolimpiamente. Me dejé caer sobre lasrodillas, permití que la plataforma mesubiera y me cubrí la cara con manostemblorosas.

Las lágrimas cálidas me entibiaronel rostro, y después me llegó el dolor enel brazo izquierdo. Nunca pasaría latercera prueba. Nunca podría liberar aTamlin ni a su pueblo. El dolor mesacudió los huesos, y detrás de la nieblade una histeria cada vez mayor oí laspalabras que sonaron dentro de mi

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cabeza, unas palabras que me detuvieronen seco.

No dejes que ella te vea llorar.Pon las manos a los costados y

levántate.Yo no podía. No podía moverme.Ponte de pie. No le des la

satisfacción de verte rota.Las rodillas y la columna, que no era

capaz de dominar del todo, me obligarona ponerme de pie, y cuando el suelo dejóde moverse, levanté la vista haciaAmarantha con los ojos sin lágrimas.

Bien —me dijo Rhysand—. Mírala.Sin lágrimas…, espera a estar en lacelda.

La cara de Amarantha estaba tensa y

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blanca, los ojos negros, como de ónice,cuando me miró. Le había ganado; yodebería estar muerta. Debería estaraplastada, mi sangre convertida en uncharco en el suelo.

Cuenta hasta diez. No mires aTamlin. Mírala a ella solamente.

Lo obedecí. Era lo único queimpediría que rompiera en los sollozosque sentía atrapados dentro del pecho,los sollozos que pugnaban por salir. Meobligué a mirar a Amarantha a los ojos.La de ella era una mirada fría y llena demalicia antigua, pero se la sostuve.Conté hasta diez.

Buena chica. Ahora vete. Girasobre ti misma…, con los talones, eso.

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Camina hacia la puerta. Mantén elmentón alto. Deja que todos te abrancamino. Un paso y después otro.

Lo escuché, dejé que me mantuvieracontrolada en la cordura mientras losguardias me escoltaban de vuelta a lacelda…, aunque no se me acercaron. Laspalabras de Rhysand eran un eco en mimente, me conservaban en una solapieza.

Pero cuando se cerró la puerta de micelda, Rhysand se calló y me dejé caeral suelo y lloré.

Lloré durante horas. Por mí, por Tamlin,por el hecho de que debería haber

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estado muerta y, sin embargo, habíasobrevivido. Lloré por todo lo que habíaperdido, por cada herida que habíarecibido, por cada daño, físico o decualquier otro tipo. Lloré por la partemás insignificante de mí misma, una veztan llena de alegría y de color…, ahorahueca, oscura y vacía.

No conseguía detenerme. Noconseguía respirar. No iba a ganar aAmarantha. Ese día ella había ganado,había ganado y no lo sabía.

Había ganado. Solamente haciendotrampas había podido sobrevivir. Tamlinnunca sería libre y yo moriría de la peorforma. No sabía leer…, era una tontahumana, una humana ignorante. Mis

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errores, mis fallos me habían vencido yeste lugar sería mi tumba. Nuncavolvería a pintar; nunca volvería a verel sol.

Las paredes se cerraron a mialrededor, el techo bajó hacia mí.Quería que me machacaran, quería queme ahogaran, quería morir. Todoconvergía, todo me aplastaba, todo merobaba el aire. No conseguíapermanecer dentro de mi propio cuerpo.Las paredes me estaban sacando de él.Me aferré a él, pero tratar de mantenerla conexión me dolía demasiado. Loúnico que había querido…, lo único queme había atrevido a querer era una vidatranquila, fácil. Nada más que eso. Nada

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extraordinario. Pero ahora… ahora…Sentí la ola de oscuridad sin tener

que levantar la vista y no retrocedífrente al paso suave que se meaproximó. No me molesté en esperar quefuera Tamlin.

—¿Sigues llorando?Rhysand.No me saqué las manos de la cara.

El suelo se elevó hacia el techo quebajaba…, pronto no quedaría nada demí. No había color, no había luz ahídentro.

—Acabas de superar la segundaprueba. Las lágrimas son innecesarias.—Lloré más y él se rio. Las piedrasreverberaron cuando se arrodilló frente

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a mí y, aunque peleé con fuerza, mecogió con firmeza y me separó lasmanos de la cara.

Las paredes no se movían y la celdano había encogido. No había colores,solo tonos de oscuridad, de noche.Únicamente esos ojos violeta salpicadosde estrellas tenían brillo, color, luz. Mededicó una sonrisa perezosa antes deinclinarse hacia delante.

Me aparté, pero sus manos erancomo grilletes de metal. No pude hacernada cuando su boca me tocó la mejillay lamió una lágrima. Sentí la lenguacaliente contra la piel, tan alarmante queno pude moverme mientras él lamía otroarroyo de agua salada, y después otro.

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Se me tensó todo el cuerpo y al mismotiempo se me aflojó, y sentí que ardía,sentí escalofríos en las extremidades.Solamente cuando la lengua tocó losbordes húmedos de las pestañasretrocedí.

Soltó una risita cuando me alejétropezando hacia un rincón de la celda.Me sequé la cara y lo miré con furia.

Él hizo una mueca, sentado contrauna pared.

—Supuse que eso haría que dejarasde llorar.

—Asqueroso. —Me volví a secar lacara.

—¿En serio? —Levantó una ceja yseñaló en su propia palma el lugar

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donde estaba el ojo en la mía—. Pordebajo de ese orgullo y eseempecinamiento tuyos habría jurado quehe detectado algo diferente. Interesante.

—Fuera.—Como siempre, tu gratitud es

impresionante.—¿Quieres que te bese los pies por

lo que has hecho en la prueba? ¿Quieresque te ofrezca otra semana de mi vida?

—No a menos que te sientasobligada —respondió él, los ojosrefulgiendo como estrellas. Ya erabastante malo que mi vida estuviera enmanos de ese fae…, pero tener un lazopor el cual él era capaz de leerme conlibertad los pensamientos y sentimientos

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y comunicarse…—. ¿Quién habríapensado que la muchacha humana, tanorgullosa, no sabía leer?

—No se te ocurra decírselo a nadie.—¿Yo? Ni siquiera soñaría con

decirle eso a alguien. ¿Por qué perderesa información en chismes mezquinos?

Si hubiera tenido fuerza, habríasaltado sobre él y lo habría destrozado agolpes.

—Eres un hijo de puta.—Voy a tener que preguntarle a

Tamlin si fue este tipo de halago el queganó su corazón. —Ronroneó mientrasse ponía de pie; un ruido suave,profundo, que le salía desde el fondo dela garganta y que viajó a través de mis

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huesos. Los ojos de color violeta seencontraron con los míos y él sonriólentamente. Le mostré los dientes y casigruñí para rechazarlo.

—Voy a disculparte de tus deberescomo escolta mañana —dijo,encogiéndose de hombros mientrascaminaba hacia la puerta de la celda—.Pero la noche siguiente espero que estésmejor que nunca. —Me sonrió comodiciendo que mi «mejor que nunca» nosería nada impresionante. Se detuvojunto a la puerta pero no se disolvió enla oscuridad—. Estuve pensando enformas de atormentarte cuando vengas ami corte. Me pregunto algo: ¿exigirteque aprendas a leer te resultaría tan

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doloroso como parecía hoy?Desapareció en las sombras antes de

que pudiera lanzarme contra él.Caminé arriba y abajo por la celda,

mirando con furia el ojo en la palma dela mano. Escupí todos los insultos querecordaba, pero no hubo respuesta.

Me llevó mucho tiempo darmecuenta de que, lo supiera o no, Rhysandhabía impedido que me destrozaran porcompleto.

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CAPÍTULO

41

Lo que siguió a la segunda prueba fueuna serie de días que no quiero recordar.Una oscuridad permanente se asentó

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sobre mí y empecé a desear el momentoen que Rhysand me daría esa copa devino de inmortales y podría perdermedurante unas horas. Dejé de pensar en laadivinanza de Amarantha…, eraimposible. Sobre todo para una humanaanalfabeta, ignorante.

Pensar en Tamlin hacía que las cosasempeoraran. Ya había pasado dos de laspruebas de Amarantha, pero sabía, losabía muy dentro de mi corazón, que latercera sería la que me llevaría a lamuerte. Después de lo que le habíapasado a su hermana, de lo que habíahecho Jurian, no me dejaría salir de eselugar con vida. No era que yo no laentendiera. Pasaran los siglos que

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pasasen, dudaba que pudiera olvidar operdonar nada parecido a eso si lohubieran sufrido Nesta o Elain. Pero esono significaba que fuera a salir de estesubterráneo con vida.

El futuro que había soñado erasolamente eso: un sueño. De todosmodos, envejecería y me secaríamientras él seguiría siendo jovendurante siglos, tal vez milenios. En elmejor de los casos, pasaría algunasdécadas con él y después moriría.

Décadas. Por eso era por lo queestaba peleando yo: un relámpago en eltiempo para ellos…, una gota en lalaguna de los eones de los inmortales.

Así que bebí el vino con ansia; dejé

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de preocuparme por mi identidad y porlo que me había importado alguna vez.Dejé de pensar en el color, en la luz, enel verde de los ojos de Tamlin…, entodas esas cosas que había queridopintar y nunca pintaría.

No iba a salir viva de esa montaña.

Caminaba hacia la cámara en la que mevestían las dos sirvientas de sombra deRhysand, mirando la nada y pensando enmenos que nada, cuando oí un siseo y elbatir de unas alas en el aire desde unacurva más adelante. El attor. Lasinmortales que iban conmigo se pusierontensas pero levantaron un poquito el

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mentón.Nunca me había acostumbrado al

attor, pero había llegado a aceptar esapresencia maligna. Ver cómo se poníantensas mis dos escoltas despertó en míun miedo dormido y se me secó la bocacuando nos acercamos a la curva.Aunque estábamos veladas y cubiertaspor la sombra, cada paso me acercabamás a ese demonio alado. Los pies seme volvieron de plomo.

Después se oyó el gruñido de unavoz gutural, grave, en respuesta al siseodel attor. Ruido de garras sobre lapiedra. Mis escoltas intercambiaronmiradas, me empujaron a un nicho en lapared y un tapiz que un segundo antes no

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estaba ahí cayó sobre nosotras; lassombras se profundizaron, sesolidificaron. Tuve la sensación de quesi alguien separaba el tapiz de la paredsolamente vería piedra y oscuridad.

Una de ellas me tapó la boca con lamano y me sostuvo con fuerza contraella; las sombras se deslizaron porencima de nuestros brazos. Olía ajazmín… Nunca había notado eso antes.Después de todas esas noches, seguíasin saber sus nombres.

El attor y su compañero aparecierondelante, en la curva, y siguieronhablando… en voz baja. Solo cuandoconseguí entender sus palabras me dicuenta de que estábamos haciendo

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mucho más que escondernos.—Sí —estaba diciendo el attor—,

desde luego. Ella se va a sentir muy felizcuando sepa que por fin estánpreparados.

—¿Los altos lores van a contribuircon sus fuerzas? —preguntó la vozgutural. Habría jurado que resoplabacomo un cerdo.

Se acercaron y siguieronacercándose, pero no advirtieron nuestrapresencia. Mis dos escoltas meapretaron más, tanto que de pronto me dicuenta de que estaban reteniendo elaliento. Sirvientas… y espías.

—Los altos lores van a hacer lo quese les ordene —afirmó el attor

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relamiéndose, y su cola se movió comoun látigo en el suelo, no una sino variasveces.

—Oí decir a los soldados de Hybernque el alto rey no está contento con estasituación. Amarantha hizo unanegociación muy tonta. La última vez,ella le costó la guerra por esa locura quetenía con Jurian; si ahora le vuelve laespalda de nuevo, el rey no va a estartan dispuesto a perdonarla. Robarle sushechizos y tomar un territorio para ellaes una cosa. No ayudarlo en la causa quea él le interesa y por segunda vez esotra.

Hubo un siseo alto y me estremecícuando el attor le mostró los dientes a su

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compañero.—Milady no negocia cuando los

acuerdos no son ventajosos para ella.Les deja tener esperanzas, pero encuanto la esperanza se rompe, seconvierten en sus cómplices, cómplicessometidos por completo.

En ese momento seguramentepasaban frente al tapiz.

—Espero que así sea —replicó lavoz gutural. ¿Qué clase de criatura eraesa cosa para estar tan pocoamedrentada frente al attor? La mano desombras de mi escolta me apretó la bocay el monstruo pasó despacio frente anosotras.

«No confíes en tus sentidos», repitió

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el eco de la voz de Alis en el interior demi cabeza. El attor ya me había atrapadouna vez cuando yo pensé que estaba asalvo.

—Y será mejor que domines esalengua —advirtió el attor—. O Miladyla va a dominar por ti…, y sus pellizcosno son amables.

La otra criatura resopló como uncerdo.

—Estoy aquí con la inmunidad delrey. Si tu lady cree que está por encimade él porque es la reina de esta tierradestrozada, se va a acordar muy prontode alguien que puede arrebatarle todossus poderes…, sin hechizos ni pociones.

El attor no contestó…, y una parte de

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mí deseó que contestara, que ladrara unarespuesta. Pero no, se quedó en silencioy el miedo me golpeó el estómago comouna piedra que alguien tira a un pozo.

Tuviera el rey de Hybern los planesque tuviese, esos planes por los quehabía estado trabajando largos años, porlo que yo acababa de oír ya no pensabaesperar más en su campaña para volvera tomar el mundo mortal. Tal vezAmarantha recibiría pronto lo que tantodeseaba: la destrucción de mi reino.

Se me enfrió la sangre. Nesta… Ah,confiaba en que Nesta se llevase a mifamilia, en que los protegiera.

Las voces se desvanecieron y pasóun largo minuto hasta que las dos

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sirvientas se relajaron. El tapizdesapareció y volvimos a seguir nuestrocamino por el pasillo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté,mirándolas mientras las sombras seaclaraban a nuestro alrededor… aunquenunca del todo—. ¿Quién era ese? —quise saber.

—Problemas —contestaron las dosal mismo tiempo.

—¿Rhysand lo sabe?—Lo sabrá pronto —afirmó una de

ellas. Volvimos a caminar en silenciohacia la habitación donde me vestían.

De todos modos, no había nada quepudiera hacer con respecto al rey deHybern…, no mientras estuviera

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atrapada en Bajo la Montaña, no cuandoni siquiera había podido liberar aTamlin y mucho menos a mí misma. Ycon Nesta preparada para huir y llevarsea mi familia, no había nadie más a quienenviar una advertencia. Así que los díassiguieron pasando y mi tercera prueba sefue acercando más y más.

En ese tiempo, creo que me hundí tantoen mí misma que fue imposible quepudiera volver a salir a la superficie.Estaba mirando el baile leve de la luz alo largo de las piedras húmedas deltecho de mi celda —como la luz de laluna sobre el agua— cuando un ruido

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viajó hasta mí, pasó a través de laspiedras, ondeó sobre el suelo.

Estaba tan acostumbrada a lasextrañas flautas y tambores de losinmortales que cuando oí esa melodíacantarina pensé que era otra alucinación.A veces, si miraba al techo el tiemposuficiente, se convertía en una vastaextensión de cielo nocturno y me sentíauna cosa pequeña, poco importante, quese dejaba arrastrar por el viento.

Miré el pequeño agujero deventilación en el rincón del techo; de ahíprovenía la música. Su origen tenía queestar muy lejos porque era solamente unmovimiento leve de notas, pero cuandocerré los ojos la oí con mayor claridad.

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La vi…, sí, la vi. Como si fuera unapintura grandiosa, un mural viviente.

Había belleza en esa música…,belleza y bondad. La música se plegósobre sí misma como una pasta que caedesde un bol, una nota sobre la otra,fundiéndose para formar un todo,elevándose, llenándome por dentro. Noera música salvaje pero había unaviolencia apasionada en ella, una alegríay una pena que se alternaban y crecían.Me llevé las rodillas al pecho porquenecesitaba sentir la fortaleza de mipropia piel a pesar de la mugre de lapintura que quedaba sobre ella.

La música construyó un sendero, unpasaje sostenido por arcos de color. La

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seguí, caminé y salí de la celda, atravesécapas de tierra, subí y subí haciacampos llenos de flores, y más aún, porencima de las copas de los árboles,hacia el cielo abierto. El pulso de lamúsica era como el latido de unasmanos que me empujaban con dulzurahacia adelante, guiándome a través delas nubes. Nunca había visto nubes comoesas…, en los lados discerní carasllenas de pena y caras hermosas. Sedesvanecieron antes de que pudieraverlas con demasiada claridad, yentonces miré a la distancia, hacia ellugar desde el que me llamaba lamúsica.

Era una puesta o una salida del sol.

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Sus rayos llenaban las nubes con coloresmagenta y púrpura, y se fundieron conmi sendero y formaron una banda demetal brillante oro y naranja.

Quería desvanecerme en ella, queríaque la luz del sol me quemara, mepenetrara, quería llenarme de unaalegría tan inmensa que terminaría porconvertirme en un rayo de sol. Esa noera música para bailar…, era músicapara adorar, música para llenar lasgrietas del alma, para llevarme a unlugar en el que no había dolor.

No me di cuenta de que estaballorando hasta que la tibieza húmeda deuna lágrima me cayó en el brazo. Eincluso entonces me aferré a la música,

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me agarré a ella como a un borde depiedra que impedía que me cayera. Nome había dado cuenta de lo mucho quedeseaba no caer en esa oscuridadprofunda, de lo mucho que necesitabaquedarme ahí, entre las nubes, el color yla luz.

Dejé que los sonidos meconquistaran, que me recorrieran elcuerpo con sus tambores y me llenarande paz, de tranquilidad. Arriba, arriba,subiendo hacia un palacio en el cielo, unpasillo de alabastro y piedra de lunadonde todo lo que era hermoso, dulce yfantástico vivía en paz. Lloré…, llorépor estar tan cerca de ese palacio, llorépor la necesidad que sentía de estar ahí.

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Todo lo que yo quería estaba ahí…,aquel al que yo amaba estaba ahí.

La música era de los dedos deTamlin, que me tamborileaban sobre elcuerpo; era el oro de sus ojos verdes, lacurva de su sonrisa. Era su risitasusurrante y la forma en que decía esasdos palabras. Sí, esa era la razón por laque yo luchaba, eso era lo que yo habíajurado salvar.

La música se elevó, más fuerte, másgrandiosa, más rápida, fuera cual fueseel lugar en el que la estuvieran tocando,una onda suave que se convirtió en unanota aguda y quebró la penumbra de lacelda. Un sollozo tembloroso se rompiódentro de mí cuando ese sonido

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desapareció. Me quedé ahí sentada,temblando y llorando, la piel expuesta,desnudada por la música y el color queme habían abierto la mente.

Cuando las lágrimas se detuvieron(aunque el eco de la música seguía ahí),me acosté sobre el jergón de paja yescuché mi propia respiración.

La música se filtró a través de misrecuerdos, los unió unos con otros, losconvirtió en una manta ceñida a mialrededor, una manta que me entibió loshuesos. Miré el ojo en el centro de lapalma de mi mano, pero lo único quehizo el ojo fue devolverme la mirada…,sin moverse en absoluto.

Dos días más hasta la prueba final.

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Solamente dos días y entonces sabría loque tenían planeado para mí losremolinos del Caldero.

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CAPÍTULO

42

Era una fiesta como cualquier otra…,aunque seguramente sería la última paramí. Los inmortales bebían y bailaban, y

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se paseaban, se reían y cantabancanciones etéreas y obscenas. No capténingún atisbo de anticipación sobre loque podría ocurrir conmigo al díasiguiente, las posibilidades que tendríade alterar algo para ellos, en su mundo.Tal vez sabían que iba a morir.

Me quedé a un costado, cerca de unapared, olvidada por la multitud,esperando a que Rhysand me llamara yme ordenara beber el vino y me pusieraa bailar e hiciera lo que él quisiera,fuera lo que fuese. Llevaba puesta miropa de siempre, tatuada del cuello paraabajo con esa pintura azul negra. Esanoche, mi vestido de tela de araña erade un tono rosado parecido a la puesta

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de sol, demasiado brillante y femeninocontra los remolinos de pintura que mecubrían la piel. Demasiado alegre paralo que me esperaba al día siguiente.

Rhysand se estaba tomando mástiempo que otras veces para llamarme,aunque probablemente eso era por lainmortal de cuerpo sutil que teníasentada en las rodillas y que leacariciaba el pelo con dedos largos yverdosos. Muy pronto se cansaría deella. No me molesté en mirar aAmarantha. Era mejor fingir que noestaba ahí. Lucien nunca me hablaba enpúblico, y Tamlin… En los últimos díasse me había hecho difícil mirarlo.

Lo que quería era que todo

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terminase, solo eso. Quería que el vinome llevara a través de esa última nochey me arrastrase hasta mi destino. Estabatan concentrada en anticipar la orden deRhysand que no noté que alguien estabajunto a mí hasta que el calor de sucuerpo se hizo notar en el mío.

Me puse rígida cuando olí elperfume a lluvia y a tierra y no me atrevía darme la vuelta hacia Tamlin. Nosquedamos uno al lado del otro, mirandoa la multitud, tan quietos como estatuas.

Sus dedos rozaron los míos, y meatravesó una línea de fuego,quemándome con tanta fuerza que se mellenaron los ojos de lágrimas. Deseé…deseé que no me tocara la mano

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marcada, que sus dedos no tuvieran queacariciar los contornos del malditotatuaje.

Pero vivía en ese momento, ydurante los pocos segundos en quenuestras manos se tocaron, mi vida seconvirtió en algo hermoso de nuevo.

Mantuve la cara en una máscara fría.Él dejó caer la mano y, con tanta rapidezcomo había llegado, desapareció,abriéndose camino a través de lamultitud. Solo entonces me miró porencima del hombro e inclinó la cabezatan levemente que lo comprendí.

El corazón me latía con mayorvelocidad que durante las pruebas y meobligué a parecer lo más aburrida

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posible antes de dejar de apoyarme en lapared para enderezarme y caminar trasél como por casualidad. Tomé una rutadiferente pero siempre hacia la pequeñapuerta medio escondida detrás de untapiz donde él me estaba esperando.Solo tenía unos minutos antes de queRhysand empezara a buscarme, pero unmomento a solas con Tamlin seríasuficiente.

Me acerqué más y más a la puerta;casi no me atreví a respirar cuando paséjunto a la tarima de Amarantha, junto aun grupo de inmortales muertos derisa… Tamlin desapareció por la puertamás rápido que el relámpago y yocaminé más despacio hasta marchar a un

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ritmo muy lento. En esos días nadie meprestaba mucha atención hasta que meconvertía en el juguete drogado deRhysand. Casi con demasiada rapidez,la puerta estuvo frente a mí y se abriósin ruido para dejarme entrar.

La oscuridad me rodeó. Vi solo unrayo de color verde y oro antes de queel calor del cuerpo de Tamlin me cayeraencima y nuestros labios se encontrasen.

No conseguía besarlo con suficientefuerza, no conseguía estrecharlo consuficiente pasión, no podía tocarlo losuficiente. Las palabras no erannecesarias.

Le abrí la camisa, necesitaba sentirla piel debajo de la ropa por última vez.

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Tuve que ahogar el gemido que surgió enmí cuando me tomó los pechos con lasmanos. No quería que fuera dulceconmigo…, lo que yo sentía por él noera así. Lo que sentía era salvaje y duroy ardiente, y así fue él conmigo ahora.

Arrancó los labios de los míos y memordió el cuello, me mordió como lohabía hecho en la Noche de los Fuegos.Tuve que apretar los dientes para nogemir. Tal vez esa era la última vez quelo tocaba, la última vez que podríamosestar juntos. No quería malgastarla.

Se me enredaron los dedos con lahebilla del cinturón y entonces su bocavolvió a encontrar la mía. Nuestraslenguas bailaron…, no un vals ni un

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minué, sino una danza guerrera, unadanza de muerte al ritmo de tambores dehueso y flautas aullantes.

Yo lo deseaba…, lo deseaba allí, enese momento.

Le puse una pierna alrededor delcuerpo, necesitaba acercarme, y élapretó más los dientes contra los míos,me aplastó contra la pared congelada.Desabroché la hebilla, liberé el cuero,que se movió como un látigo, y Tamlinme gruñó su deseo en el oído…, unaespecie de ruido bajo que giraba a sualrededor y que me hizo ver en rojo y enblanco y en relámpagos encendidos. Losdos sabíamos lo que pasaría al díasiguiente.

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Tiré el cinturón al suelo y empecé adesabrocharle los pantalones. Alguientosió.

—Vergonzoso —ronroneó Rhysand,y los dos nos dimos la vuelta en redondoy lo encontramos ahí, iluminado por laluz que entraba por el umbral. Pero élestaba más bien detrás de nosotros, en elpasillo, no en la puerta. No habíallegado allí desde el salón del trono.Con esa habilidad suya, seguramentehabía atravesado las paredes—.Vergonzoso, sí… —Siguió caminandohacia nosotros. Tamlin se quedó dondeestaba, abrazándome—. Mira lo que lehas hecho a mi mascota.

Los dos jadeábamos, ninguno dijo

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nada. Pero el aire se convirtió en unbeso congelado sobre mi piel…, sobremis senos expuestos.

—Amarantha se sentiría muy peromuy ofendida si supiera que su guerreroestá jugando con una sirvienta humana—siguió diciendo Rhysand mientrascruzaba los brazos—. Me preguntocómo te castigaría. O tal vez haría loque hace siempre y castigaría a Lucien.Después de todo, él todavía tiene un ojoque perder. Quizá se lo pondría en unanillo…

Muy despacio, Tamlin levantó lasmanos que había apoyado en mi cuerpoy dio un paso atrás para separarse de miabrazo.

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—Me alegra ver que eres razonable—dijo Rhysand, y Tamlin se puso rígido—. Ahora, sé un alto lord inteligente yarréglate el cinturón y la ropa antes desalir.

Tamlin me miró, y para mi horrorhizo lo que le pedía Rhysand. Mi altolord nunca dejó de mirarme mientras seacomodaba la túnica y el pelo y despuésvolvía a abrocharse el cinturón. Lapintura en las manos y la ropa, esapintura que había salido de mi cuerpo,desapareció.

—Disfruta de la fiesta —susurróRhysand, señalando la puerta.

Los ojos verdes de Tamlin temblaronmientras me seguía mirando.

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—Te amo —dijo con suavidad, y sefue sin siquiera mirar a Rhysand.

Por un instante quedé cegada por elbrillo que entró en la habitación cuandoabrió la puerta y se deslizó hacia fuera.No se volvió para mirarme, la puerta secerró con un clic y la oscuridad nosrodeó de nuevo.

Rhysand soltó una risita.—Si necesitas tanto aliviarte,

deberías habérmelo dicho a mí.—Cerdo —le escupí, y me cubrí los

senos con los pliegues del vestido. Conunos pocos pasos, cruzó la distanciaentre nosotros y me puso los brazoscontra la pared. Me crujieron loshuesos. Habría jurado que los espolones

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de sombras se hundían en las piedrasjunto a mi cabeza.

—¿Realmente piensas someterte ami voluntad o eres tan estúpida comopareces? —Su voz irradiaba una irasensual capaz de quebrar huesos.

—No soy tu esclava.—Eres una estúpida, Feyre. ¿Tienes

idea de lo que podría haber pasado siAmarantha os hubiera encontrado a losdos aquí? Tamlin podrá negarse a ser suamante, pero ella lo tiene todo el tiempoa su lado porque conserva la esperanzade quebrar su resistencia…, dedominarlo, como le gusta hacer con losde nuestra especie. —Me quedé callada—. Sois dos estúpidos —murmuró él,

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con la respiración agitada—. ¿Pensasteque nadie iba a notar que no estabais enla fiesta? Deberías agradecerle alCaldero que los deliciosos hermanos deLucien no te estuvieran mirando.

—¿Qué te importa a ti? —ladré, yme apretó con tanta fuerza las muñecasque creí que se me iban a romper loshuesos.

—¿Que qué me importa? —jadeó él,y la rabia retorció sus rasgos. Se ledesplegaron en la espalda las alas…,esas alas de gloria, membranosas,fabricadas por las sombras que habíadetrás de él—. ¿Me estás preguntando amí qué me importa?

Pero antes de que pudiera seguir

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hablando, volvió la cabeza hacia lapuerta y después otra vez hacia mí. Lasalas desaparecieron con tanta rapidezcomo habían aparecido y de inmediatosus labios se apretaron contra los míos.Su lengua me abrió la boca, se metiódentro de mí a la fuerza, en el espacio enque yo todavía sentía el sabor deTamlin. Lo empujé y me defendí, pero élse mantuvo firme; la lengua me tocó elpaladar, los dientes, me reclamó la bocaentera, me reclamó…

La puerta se abrió de par en par y lafigura sinuosa de Amarantha llenó todoel espacio. Tamlin… Tamlin estaba conella, los ojos muy abiertos y loshombros tensos cuando vio que los

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labios de Rhys seguían apretados contralos míos.

Amarantha se rio y una máscara depiedra cayó de golpe sobre la cara deTamlin, bruscamente vacía desentimiento, vacía de cualquier cosaparecida, aunque solo hubiera sido porunos instantes, al Tamlin que se habíaentregado a mí poco antes.

Rhys me soltó con gestodespreocupado y pasó la lengua sobremi labio inferior justo cuando aparecíauna multitud de altos fae detrás deAmarantha. Todos se rieron con ella.Rhysand les sonrió también, una sonrisaperezosa, autoindulgente; después hizouna reverencia. Pero algo ardía en los

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ojos de la reina cuando miró a Rhysand.La puta de Amarantha, lo llamaban.

—Yo sabía que era cuestión detiempo —dijo ella, y puso una manosobre el brazo de Tamlin. Levantó laotra para que el ojo de Jurian viera loque pasaba mientras decía—: Vosotroslos humanos sois todos iguales,¿verdad?

Mantuve la boca cerrada aunquesentía que me moría de vergüenza,aunque me hubiera gustado explicarme.Tamlin tenía que entenderlo.

Sin embargo, no tuve el privilegiode saber si Tamlin lo entendía, porqueAmarantha chasqueó la lengua y diomedia vuelta llevándose a todos los que

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estaban allí con ella.—Típica basura humana. Esos

corazones inconstantes, aburridos —dijocomo hablándose a sí misma. Una gatasatisfecha.

Rhys me cogió del brazo y mearrastró detrás de ellos hacia la sala deltrono. Solo bajo la luz de la estancia vilas manchas y los borrones de lapintura…, borrones en los senos y elvientre, y la pintura que había aparecidode forma misteriosa en las manos deRhysand.

—Estoy cansado de ti por esta noche—dijo este empujándome levementehacia la salida principal—. Vete a tucelda. —Detrás de él, Amarantha y su

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corte sonrieron, todavía con mayorsatisfacción cuando vieron la pinturaemborronada. Busqué a Tamlin, pero élse encaminaba a su lugar de siempre enla tarima. En ese momento me daba laespalda. Como si no pudiera soportarmirarme.

No sé qué hora era, pero un buen ratomás tarde oí pasos cerca de mi celda.Me senté de un salto y Rhys salió de unasombra.

Aunque me había lavado la boca tresveces con el agua del balde de la celda,todavía sentía el calor de sus labioscontra los míos, el deslizamiento suave

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de su lengua dentro de mi boca.La túnica de Rhysand estaba abierta,

y se pasó una mano por el pelo oscuroantes de apoyarse sin palabras contra lapared frente a mí y resbalar lentamentehasta quedar sentado en el suelo.

—¿Qué quieres? —quise saber.—Un momento de paz y quietud —

murmuró él frotándose las sienes.—¿Para descansar de qué? —

pregunté después de un buen rato.Él se masajeó la piel pálida del

rostro y lanzó un suspiro.—De este lío —respondió.Me incorporé un poco sobre el

montón de paja. Nunca lo había visto tansincero.

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—Esa perra de mierda estáhaciéndome sudar la gota gorda —afirmó; se apartó las manos de la cara yapoyó la cabeza contra la pared—. Túme odias. Imagínate cómo te sentirías siyo te utilizara en mi dormitorio. Soy altolord de la Corte Noche…, no su puta.

Así que era cierto lo que se decía.Me imaginaba con facilidad lo muchoque lo odiaría…, lo que significaría seresclava de alguien así.

—¿Por qué me cuentas esto?La pedantería y la grosería

habituales en él habían desaparecido.—Porque estoy cansado y estoy

solo, y tú eres la única persona con laque puedo hablar sin ponerme en

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peligro. —Soltó una risa baja—. Quéabsurdo: un alto lord de Prythian yuna…

—Si vas a insultarme, vete.—Pero es que soy tan bueno para

eso… —Me dedicó una de sus sonrisas.Yo lo miré con furia, pero él suspiró—.Un movimiento en falso mañana, Feyre,y estaremos todos condenados.

La idea hizo sonar un acorde tanterrible en mi interior que de pronto mepareció que no podía respirar.

—Y si fallas —siguió él, más parasí mismo que para mí—, entoncesAmarantha va a ser reina para siempre.

—Si le arrebató una vez el poder aTamlin, ¿por qué no puede hacerlo de

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nuevo? —Era la pregunta que nunca mehabía atrevido a pronunciar en voz alta.

—Ahora él no se va a dejar engañarcon tanta facilidad —dijo, y miró altecho—. La mayor arma de Amaranthaes que mantiene contenidos nuestrospoderes. Pero no puede acceder a ellos,no del todo…, aunque sí nos controlacon ellos. Por eso nunca conseguídestrozarle la mente…, por eso todavíano está muerta. Apenas rompas lamaldición de Amarantha, la rabia deTamlin va a ser tan grande que no habráfuerza en el mundo que le impidadestrozarla, desparramarla por lasparedes.

Sentí un escalofrío.

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—¿Por qué crees que hago todoesto? —Me señaló con una mano.

—Porque eres un monstruo.Se rio.—Cierto. Pero soy un monstruo

pragmático. Hacer que Tamlin se vuelvaloco de furia es la mejor arma quetenemos contra ella. Verte en unanegociación de tontos con Amarantha fueuna cosa, pero cuando Tamlin descubriómi tatuaje en tu brazo… Ah, deberíashaber nacido con mis habilidadesaunque no fuera más que para sentir larabia que se filtraba desde su mente…

No quería pensar demasiado en esashabilidades.

—¿Y quién puede decir si Tamlin no

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va a aplastarte también a ti?—Tal vez lo intente…, pero tengo la

sensación de que primero va a matar aAmarantha. A eso se reduce todo, detodos modos, ya que ella es laresponsable del hecho de que tú hayasterminado sometida a mí. Así queTamlin va a matarla mañana, y yo voy aser libre antes de que él pueda empezaruna pelea conmigo, una pelea que podríareducir a escombros nuestra montaña,que antes fue sagrada. —Se miró lasuñas—. Y tengo otras cartas que jugar.

Levanté las cejas en una pregunta sinpalabras.

—Por el amor del Caldero, Feyre,yo te drogo, pero ¿nunca te has

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preguntado por qué nunca te toco másque la cintura o los brazos?

Hasta esa noche…, hasta ese besomaldito. Apreté los dientes, pero inclusoposeída por esa rabia se me aclaró elpanorama.

—Es la única prueba que tengo demi inocencia —dijo él—. Lo único queva a hacer que Tamlin se lo piense dosveces antes de meterse en una batallaconmigo, una batalla que causaría lapérdida de un número enorme de vidasinocentes. Es la única forma en quepuedo convencerlo de que estaba de tulado. Créeme, nada me hubiera gustadomás que disfrutar de ti…, pero hay cosasmás valiosas en juego, mucho más

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importantes que llevarme a la cama auna humana.

Sabía la respuesta, pero de todosmodos pregunté:

—¿Qué, por ejemplo?—Mi territorio —respondió él, y se

le llenaron los ojos de una mirada lejanaque yo nunca le había visto—. Porejemplo, lo que queda de mi pueblo,esclavizado por una reina tirana capazde acabar con sus vidas con una solapalabra. Supongo que Tamlin te dijocosas parecidas. —No, Tamlin no lohabía hecho, no del todo. La maldiciónse lo había impedido.

—¿Por qué Amarantha te ha hechoesto? —me atreví a preguntar—. ¿Por

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qué te convirtió en su puta?—¿Además de las razones obvias?

—Hizo un gesto señalando su caraperfecta. Como yo no sonreí, soltó elaire en un suspiro—. Mi padre mató alpadre de Tamlin… y a sus hermanos.

Me enderecé bruscamente. Tamlinnunca me había dicho…, nunca me habíacontado que la Corte Noche fuera laresponsable de eso.

—Es una larga historia y no mesiento con ganas de recordarla, perodigamos tan solo que cuando ella nosrobó nuestras tierras decidió que queríacastigar sobre todo al hijo del asesinode su amigo…, decidió que me odiabalo suficiente por los hechos de mi padre

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como para hacerme sufrir.Hubiera tendido una mano hacia él,

tal vez le habría ofrecido mis disculpas,pero se me habían secado todos lospensamientos. Lo que le había hechoAmarantha…

—Así que —dijo él agotado—, aquíestamos, con el destino de todo nuestromundo inmortal en las manos de unahumana analfabeta. —Su risa fuedesagradable, y él bajó la cabeza, seapretó la frente con una mano y cerró losojos—. Qué desastre.

Una parte de mí buscó palabras paraherirlo en su vulnerabilidad, pero la otraparte recordó lo que él acababa dedecir, lo que había hecho, la forma en

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que su cabeza se había desviadomirando hacia la puerta antes debesarme.

Sabía que Amarantha estaba a puntode llegar. Tal vez lo había hecho paradarle celos, pero tal vez…

Si no lo hubieran visto besándome,si no nos hubiera interrumpido, yohabría vuelto a esa sala del trono con lapintura manoseada. Y todo el mundo,sobre todo Amarantha, se habría dadocuenta. No habría costado muchodescubrir con quién había estado, sobretodo cuando vieran la pintura sobre elcuerpo de Tamlin. No quería ni pensaren el castigo que podría habernos caído.

Más allá de sus motivos y de sus

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métodos, Rhysand me estabamanteniendo con vida. Y lo había hechomucho antes de que yo llegara a Bajo laMontaña.

—Ya te he explicado demasiado —declaró mientras se ponía de pie—. Talvez debería haberte drogado primero. Sifueras inteligente, encontrarías unaforma de usar todo eso contra mí. Y situvieras mi estómago para la crueldad,irías a donde está Amarantha y lecontarías la verdad sobre su puta. Talvez ella te entregaría a Tamlin a cambiode esa información. —Se metió lasmanos en los bolsillos de sus pantalonesnegros, pero mientras se disolvía en lassombras, algo en la curva de sus

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hombros me obligó a hablar.—Cuando me curaste el brazo… no

tenías por qué negociar conmigo.Podrías haberme exigido todas lassemanas del año. —Yo tenía el ceñofruncido cuando se dio la vuelta paramirarme, consumido a medias por laoscuridad—. Todas las semanas y yohabría dicho que sí. —No era unapregunta en realidad, pero necesitaba larespuesta.

Una media sonrisa apareció en suslabios sensuales.

—Lo sé —dijo, y desapareció.

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CAPÍTULO

43

Para la última prueba me entregaron mivieja túnica y mis pantalones…,manchados, rotos y malolientes, pero a

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pesar del olor mantuve el mentón en altocuando me escoltaron hacia la sala deltrono.

Las puertas estaban abiertas de paren par y el silencio que reinaba en laestancia me abrumó. Esperaba las burlasy los gritos, el brillo del oro que losapostadores intercambiaban, pero estavez los inmortales solo me miraron; losque estaban enmascarados lo hicieroncon una intensidad especial.

El mundo descansaba sobre mishombros. Rhys lo había dicho. Pero nome pareció que lo que se veía en esosrasgos fuera únicamente preocupación.Tuve que tragar saliva con fuerza cuandovarios se llevaron los dedos a los labios

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y después me extendieron las manos, ungesto para los caídos, un adiós a losmuertos que se honran. No había nadamalicioso en su gesto. La mayoría deesos inmortales pertenecían a las cortesde los altos lores, habían pertenecido aesas cortes mucho antes de queAmarantha tomara esas tierras y conellas sus vidas. Y si Tamlin y Rhysandjugaban para mantenernos con vida…

Avancé por el sendero que medejaron libre, directa hacia Amarantha.La reina sonrió cuando me detuve frentea su trono. Tamlin estaba en su lugar desiempre, a un lado, pero no quisemirarlo, todavía no.

—Ya has superado dos pruebas —

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comenzó Amarantha mientras se sacabauna mota de polvo del guante de colorrojo sangre. Le brillaba el cabello, unaoscuridad brillante que amenazaba contragarse la corona dorada—. Queda solouna. Me pregunto si no será peorfracasar ahora…, cuando estás tancerca. —Me hizo un puchero burlón ylas dos esperamos la risa de losinmortales.

Pero solamente sisearon algunos delos guardias de piel roja. Todos losdemás permanecieron en silencio. Hastalos miserables hermanos de Lucien.Incluso Rhysand, si es que estaba entrela multitud.

Parpadeé para aclararme los ojos,

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que me ardían. Tal vez, como en el casode Rhysand, los juramentos de alianza ylas apuestas contra mi vida y la groseríano habían sido más que un espectáculopara ellos. Y tal vez ahora, que el finalera inminente, también querían afrontarmi posible muerte con la dignidad queles quedase.

Amarantha les dirigió una miradafuribunda, pero cuando sus ojos seposaron de nuevo en mí, sonrió con unasonrisa amplia, dulce.

—¿Alguna palabra que quieras decirantes de tu muerte?

A mí se me ocurrió una plétora deinsultos, pero miré a Tamlin en lugar dedar rienda suelta a mis deseos. Él no

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reaccionó…, tenía los rasgos como depiedra. Deseé verle la cara aunque fuerasolo un momento. Aunque lo único quenecesitaba ver en realidad era ese parde ojos verdes.

—Te amo —dije—. No importa loque ella diga al respecto, no importa quesea solo con este insignificante corazónhumano. Aunque me quemen el cuerpo,voy a seguir amándote. —Me temblabanlos labios y se me nublaron los ojos, ydespués unas lágrimas tibias sedeslizaron por mi cara congelada. Nome las limpié.

Él no reaccionó…, ni siquieraapretó con fuerza las manos alrededorde los brazos del trono. Yo supuse que

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era su manera de aceptarlo aunque esome hiciera sentir que se me rompía elcorazón. Aunque su silencio me matara.

Amarantha dijo con insidiosadulzura:

—Vas a tener mucha suerte, querida,si queda algo de ti para quemar.

Le dediqué una mirada larga y dura.Pero no hubo burlas, sonrisas niaplausos entre la multitud. Solamentesilencio.

Ese fue un regalo que me dio coraje,que me hizo apretar los puños, que mehizo aceptar el tatuaje en el brazo. Hastaentonces yo era la vencedora, de formajusta o no, y no me sentiría sola cuandomuriera. No moriría sola. Era lo único

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que podía pedir.Amarantha apoyó el mentón en una

mano.—No pudiste resolver mi

adivinanza, ¿verdad? —No le contesté yella sonrió—. Lástima. La respuesta estan hermosa…

—Terminemos —gruñí. Amaranthamiró a Tamlin.

—¿No tienes unas últimas palabraspara ella? —preguntó levantando unaceja. Cuando él no contestó, la reinasonrió—. Muy bien, entonces. —Dio unpar de palmadas.

Una puerta se abrió de par en par ylos guardias arrastraron hasta nosotros atres figuras, dos machos y una hembra;

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los tres tenían la cabeza cubierta conbolsas. Las caras ocultas se movían a unlado y a otro mientras trataban dediscernir los susurros que recorrían elsalón del trono. Se me doblaron un pocolas rodillas cuando los vi acercarse.

Con empujones brutales y dolorososaguijonazos, los guardias de piel rojaobligaron a los tres inmortales a ponersede rodillas ante la tarima, pero no frentea Amarantha, sino frente a mí. Loscuerpos y las ropas no revelaban nadasobre sus identidades.

La reina volvió a dar unas palmadasy aparecieron tres sirvientes de negroque se colocaron al lado de cada uno delos inmortales arrodillados. En las

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manos largas, pálidas, llevaban unaalmohada oscura de terciopelo. Y sobrecada almohada había una sola daga demadera pulida. La hoja no era de metal,sino de madera de fresno. Fresnoporque…

—Tu última prueba, Feyre —dijoAmarantha con lentitud mientras hacíaun gesto hacia los inmortalesarrodillados—. Clavarle la daga en elcorazón a cada uno de estosinfortunados.

La miré y abrí la boca con horror.—Son inocentes…, aunque eso no

debería importarte —siguió diciendoella—, porque no te importó el día quemataste al pobre centinela de Tamlin. Y

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tampoco le importó al querido Juriancuando asesinó a mi hermana. Pero si esun problema para ti…, bueno, siemprepuedes negarte. Claro que a cambio deeso tendré que arrebatarte la vida, peroun trato es un trato, ¿verdad? Según miopinión, dado tu historial de asesina denuestra especie, te estoy haciendo unregalo.

Negarse y morir. Matar a tresinocentes y vivir. Tres inocentes acambio de mi futuro. Por mi felicidad.Por Tamlin y su corte y la libertad deuna tierra entera.

La madera de las dagas, afiladacomo una navaja, estaba pulida con tantaprecisión que brillaba bajo los

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candeleros de cristal de colores.—¿Y bien? —dijo ella. Levantó la

mano para que el ojo de Jurian nosechara una buena mirada a mí y a lasdagas de fresno, y ronroneó—: Noquerría que te lo perdieras, viejo amigo.

No. No podía. No podía hacerlo. Noera como cazar; no era para sobrevivirni para defenderme. Era asesinato asangre fría…, el asesinato de aquellostres infortunados y el de mi propia alma.Pero por Prythian, por Tamlin, por todoslos de ahí dentro, por Alis y suschicos…, deseé saber el nombre dealguno de nuestros dioses olvidadospara pedirle que intercediera, deseéconocer una plegaria cualquiera que me

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ayudara a pedir consejo, a pedirabsolución.

Pero no sabía ninguna plegaria ni losnombres de nuestros dioses olvidados,solamente los de aquellos que quedaríanesclavizados si yo no hacía lo que mepedían. Recité esos nombres en silenciomientras me tragaba el horror de lo quesignificaban los que estabanarrodillados frente a mí. Por Prythian,por Tamlin, por este mundo y por elmío… Estas muertes no serían en vano,aunque a mí me harían maldita parasiempre.

Me acerqué a la primera figuraarrodillada…, el paso más brutal y máslargo que hubiera dado nunca. Tres

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vidas a cambio de la liberación dePrythian…, tres vidas que yo no tomaríaen vano. Sí, era capaz de hacerlo. Eracapaz aunque Tamlin me estuvieramirando. Era capaz de ese sacrificio…,de sacrificarlos…

Me temblaban los dedos cuando laprimera daga me saltó a la mano, laempuñadura fresca y suave; la maderade la hoja era más pesada de lo quehabía esperado. Había tres dagas porqueAmarantha quería que yo sintiera laagonía de levantar el cuchillo una y otray otra vez. Quería apurar mi sufrimientohasta el final.

—No tan rápido —dijo Amaranthariendo, y los guardias que sostenían a la

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primera figura le sacaron la capucha dela cabeza.

Era un hermoso joven, un alto fae.No lo conocía, nunca lo había vistoantes, pero sus ojos azules me rogabanque no lo hiciera.

—Así está mejor —continuó la reinaagitando la mano de nuevo—. Procede,Feyre, querida. Disfrútalo.

El inmortal tenía los ojos del colorde un cielo que no volvería a ver si menegaba a matarlo, un color que nuncapodría sacarme de la mente, que noolvidaría jamás aunque lo pintaracientos y cientos de veces. Negó con lacabeza con desesperación y sus ojos sehicieron tan grandes que vi el blanco

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alrededor de sus pupilas. Él tampocovolvería a ver el cielo. Y tampoco losdemás, si yo fallaba.

—Por favor —susurró. Aquellosojos azules pasaban la mirada del fresnode la daga a mi cara—. Por favor.

La daga tembló entre mis dedos y laagarré con más fuerza. Tresinmortales… eran lo único que habíaentre la libertad y yo, lo único quefaltaba para que Tamlin quedase libre deAmarantha. Y si él era capaz dedestruirla…

«No va a ser en vano —me dije—.No va a ser en vano».

—No —volvió a rogar el jovencuando levanté la daga—. ¡No! —

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Respiré hondo, los labios me temblarony perdí el ánimo. Decir «lo lamento» noera suficiente. No había tenido laposibilidad de decírselo a Andras…, yahora… ahora…

»¡Por favor! —suplicó, y los ojos sele llenaron de plata.

Alguien en la multitud empezó allorar. Iba a separar a ese joven dealguien que seguramente lo amaba tantocomo yo a Tamlin.

No debía pensar en eso, no debíapensar en quién era él, no debía pensaren el color de sus ojos, en nada de eso.Amarantha sonreía con una alegríasalvaje, triunfante. Matar a un inmortal,enamorarse de un inmortal, después

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tener que matar a otro para mantenervivo ese amor. La idea era brillante ycruel, y ella lo sabía.

La oscuridad ondeó cerca del tronoy Rhysand apareció allí, con los brazoscruzados…, como si hubiera cambiadode lugar para ver de más cerca. Su caraera una máscara de desinterés, pero a míme tembló la mano. «Hazlo», me gritó eltemblor.

—No —gimió de nuevo el joveninmortal. Empecé a menear la cabeza.No soportaba oírlo. Tenía que hacerloahora, antes de que él me convencierade otra cosa—. ¡Por favor! —La voz seconvirtió en un grito.

El sonido me desgarró tanto por

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dentro que me lancé hacia adelante y,con un sollozo desesperado, le hundí ladaga en el corazón.

Él aulló, se soltó de las manos delos guardias cuando la daga cortó lacarne y el hueso limpiamente, como sifuera de metal y no de fresno; la sangre,caliente y espesa, me llovió sobre lamano. Sollocé, saqué la daga de nuevo yel roce de los huesos contra la hoja medolió en la mano.

Los ojos del inmortal, llenos demuerte y odio, se quedaron fijos en míhasta que él se derrumbó,maldiciéndome, y la persona que anteshabía gemido en la multitud dejóescapar un aullido profundo.

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La daga llena de sangre rebotó sobreel suelo de mármol cuando retrocedítrastabillando varios pasos.

—Muy bien —dijo Amarantha.Quería salir de mi cuerpo;

necesitaba escapar del horror de lo quehabía hecho; tenía que huir de… Notoleraba la sangre que me cubría lasmanos, esa tibieza pegajosa entre losdedos.

—Ahora el próximo. Ah, no tederrumbes, Feyre. ¿No te estásdivirtiendo?

Me enfrenté a la segunda figura, queseguía encapuchada. Una hembra, estavez. La inmortal de negro me tendió elalmohadón con la daga sin usar y los

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guardias que sostenían a la que iba amorir le arrancaron la capucha.

Tenía una cara agradable y el peloentre marrón y dorado, como el mío. Lecorrían las lágrimas por las pálidasmejillas y los ojos de bronce siguieron ami mano ensangrentada cuando tomé lasegunda daga. La limpieza de la hoja demadera parecía burlarse de la sangreque tenía entre los dedos.

Quería ponerme de rodillas ypedirle perdón, decirle que su muerte nosería en vano. Quería…, pero ahorahabía una grieta tan grande abierta en míque apenas si sentía las manos, elcorazón hecho pedazos. Lo que habíahecho…

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—El Caldero me salve —empezó asusurrar ella con voz hermosa y firme…,como música—. Madre, sostenme —siguió, recitando una plegaria semejantea la que ya había oído en una ocasióncuando Tamlin ayudó a morir a aquelinmortal inferior en la mansión. Otravíctima de Amarantha—. Guíame haciaTi. —No podía levantar la daga, noconseguía dar el paso que anularía ladistancia que había entre las dos—.Ayúdame a pasar entre las puertas;déjame oler esa tierra inmortal de lechey miel.

Lágrimas silenciosas corrieron pormis mejillas y el cuello y mojaron elborde sucio de mi túnica. Mientras ella

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hablaba, sabía que a mí me prohibiríanpara siempre la entrada a esa tierrainmortal. Fuera quien fuese la Madre ala que ella rezaba, nunca me abrazaría.Para salvar a Tamlin debía condenarmea mí misma.

No podía hacerlo. No podía volver alevantar la daga.

—Sálvame de todo mal —jadeó,mirándome fijamente, hasta lo másprofundo del alma que se me partía enpedazos—. No sentiré dolor.

Un sollozo se escapó de mis labios.—Lo lamento —gemí.—Recíbeme en la eternidad —

suspiró la joven.Lloré porque entendía. «Mátame

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ahora —estaba diciendo ella—. Hazlorápido. Que no me duela. Mátameahora». Los ojos de color broncepermanecían firmes y tristes. Y eso erainfinitamente peor que el ruego delinmortal que había dejado muerto a unlado.

No podía hacerlo.Pero ella me sostuvo la mirada… y

asintió.Cuando levanté la daga de fresno

algo se fracturó tan completamentedentro de mí que supe que no habíaesperanza de arreglarlo, ni entonces ninunca. Pasaran los años que pasasen,fueran cuantos fuesen los intentos quehiciera de pintar esa cara…

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Muchos otros inmortales lloraban anuestro alrededor: su familia, susamigos. La daga me pesaba en la mano,recubierta aún de la sangre del primerinmortal. Sería más honorablenegarse…, morir en lugar de asesinarinocentes. Pero… pero…

—Recíbeme en la eternidad —repitió ella levantando el mentón—.Sálvame de todo mal —susurró, para mítan solo—. No sentiré dolor.

Tomé con la mano ese hombrodelicado, huesudo, y le hundí la daga enel corazón. Ella jadeó y la sangresalpicó el suelo como lluvia. Cuandovolví a mirarle la cara, sus ojos ya sehabían cerrado. Se desplomó en el suelo

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y dejó de moverse.Hui a algún lugar lejos, lejos de mí

misma.Los inmortales se movían…, muchos

susurraban y lloraban. Dejé caer la dagay el ruido del fresno contra el mármolrugió en mis oídos. Si solamentequedaba una persona entre la libertad yyo, ¿por qué seguía sonriendoAmarantha? Dirigí una mirada aRhysand, pero su atención estaba fija enla reina.

Un inmortal… y después seríamoslibres. Un movimiento más del brazo.

Y tal vez uno más después…, tal vezuno más, arriba y adentro y hacia mipropio corazón.

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Sería un alivio…, un alivio terminarpor mi propia mano, un alivio morir enlugar de enfrentarme con lo que habíahecho.

El sirviente inmortal me ofreció laúltima daga, e iba a cogerla cuando elguardia sacó la capucha del macho queestaba arrodillado a mi lado.

Las manos me cayeron, flojas, a loscostados del cuerpo. Unos ojos de colorverde y ámbar me miraron.

Todo cayó sobre mí, capa tras capa,todo se hundió, se destrozó y sederrumbó.

Era Tamlin.Volví la cabeza hacia el trono

levantado junto al de Amarantha,

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ocupado todavía por mi alto lord, y ellase rio mientras chasqueaba los dedos. ElTamlin que estaba junto a ella setransformó en el attor, que me mirabacon una sonrisa malvada.

Engañada…, engañada por mispropios sentidos otra vez. Lentamente,mientras el alma me temblaba pordentro, me volví hacia Tamlin. Solohabía culpa y pena en sus ojos; di unpaso atrás y me alejé trastabillando.Casi me caí cuando se me aflojaron lasrodillas.

—¿Algo va mal? —preguntóAmarantha mientras inclinaba la cabezahacia un lado.

—No… no es justo —conseguí

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decir.La cara de Rhysand se había puesto

pálida…, muy muy pálida.—¿Justo? —musitó Amarantha,

jugando con el hueso de Jurian—. Nosabía que vosotros, los humanos,conocierais ese concepto. Tú matas aTamlin y lo liberas. —La sonrisa de sucara era la cosa más horrible quehubiera visto en mi vida—. Y después lopuedes tener para ti sola.

Perdí el control de mi boca y mecastañetearon los dientes.

—A menos —siguió Amarantha—que creas que sería más apropiadosacrificar tu propia vida. ¿Qué sentidotiene? ¿Sobrevivir solamente para

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perderlo? —Sus palabras eran comoveneno—. Imagínate todos esos añosque pensaste que pasarías con él…,juntos, y ahora estarías sola. Trágico, sí.Aunque hace apenas unos meses odiabasa nuestra especie lo suficiente comopara asesinarnos…, así que supongo quepodrás seguir adelante. —Tocó con undedo el ojo del anillo—. La amantehumana de Jurian lo hizo.

Todavía de rodillas, los ojos deTamlin brillaban desafiantes.

—Así que —continuó Amarantha,pero yo no la miraba—. ¿Qué vas adecidir, Feyre?

Matarlo y salvar a su corte y mipropia vida, o matarme y dejar que

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todos vivieran como esclavos deAmarantha, dejar que ella y el rey deHybern desataran la última guerra contrael reino humano. No había nada quenegociar…, ninguna parte de mí quevender para evitar esta decisión.

Miré la daga de fresno sobre elalmohadón. Alis tenía razón: ningúnhumano que entraba en ese lugar volvíaa salir. Yo no era la excepción. Si erainteligente, me hundiría la daga en elcorazón antes de que pudieranatraparme. Por lo menos moriría conrapidez…, no soportaría la tortura queme esperaba, posiblemente un destinocomo el de Jurian. Alis tenía razón.Pero… Alis… Alis había dicho algo

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más…, algo para ayudarme. Una partefinal de la maldición, una parte que nopodían revelarme, una parte que meayudaría… Lo único que había podidodecirme era que escuchara. Lo dijocomo si yo ya supiera todo lo que mehacía falta saber.

Poco a poco volví a mirar a Tamlin.Los recuerdos se precipitaron sobre mí,uno tras otro, borrones de color ypalabras. Tamlin era alto lord de laCorte Primavera… ¿En qué me ayudabaeso? El Gran Rito que se llevó a cabo…No.

Me había mentido sobre todo…,sobre por qué me habían llevado a lamansión, sobre lo que estaba pasando en

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sus tierras. La maldición… No le eraposible decirme la verdad, pero nofingió que las cosas estaban bien, esono. No… Me había mentido y lo habíaexplicado todo lo mejor que le estabapermitido, y me lo dejabadolorosamente claro cada vez quepodía: algo iba mal, muy mal.

El attor en el jardín…,escondiéndose de mí como yo meescondía de él. Pero Tamlin me dijo queme quedara en la casa y después llevó alattor directo hacia mí, hizo que yoescuchara la conversación.

Eligió dejar las puertas del comedorabiertas cuando hablaba con Lucienacerca de la maldición, aunque yo no me

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había dado cuenta en ese momento.Quería que yo lo oyera.

Porque quería que supiera, queríaque escuchara…, porque eseconocimiento… Rememoré cadaconversación, les di vueltas a laspalabras como si fueran piedras. Nohabía entendido una parte de lamaldición, una parte que no podíandecirme de forma explícita, pero Tamlinnecesitaba que yo lo supiera… «Miladyno negocia cuando los acuerdos no sonventajosos para ella».

Ella nunca mataría lo que másdeseaba…, no si deseaba a Tamlin tantocomo yo. Pero si yo lo mataba… O ellasabía que yo no lo haría o estaba

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jugando un juego muy muy peligroso.Una conversación tras otra, una tras

otra en mi memoria, hasta que oí laspalabras de Lucien y todo se detuvo. Yahí fue cuando lo supe. No podíarespirar, no respiré mientras volvía arememorar el recuerdo, mientrasrepasaba la conversación que habíaoído. Lucien y Tamlin en el comedor, lapuerta abierta para que todos oyeran…,para que yo pudiera oírlo: «Para alguiencon un corazón de piedra, el tuyo pareceestar muy blando estos días».

Miré a Tamlin, clavé los ojos sobresu pecho un instante mientras me volvíaotro recuerdo: el attor en el jardín,riéndose. «Aunque tengáis un corazón de

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piedra, Tamlin —decía—, hay miedo enél».

Amarantha nunca se arriesgaría aque yo lo matara… porque sabía que nopodría hacerlo aunque quisiera.

Ninguna hoja podía atravesar esecorazón. No si alguien lo habíaconvertido en piedra.

Miré a Tamlin a la cara buscando unindicio, cualquier señal de la verdad.Únicamente encontré esa rebeldíavaliente en la mirada.

Tal vez me equivocaba…, tal vez erasolo una forma de hablar de losinmortales. Pero las ocasiones en quehabía abrazado a Tamlin… nunca habíasentido el latido de su corazón. Había

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estado ciega hasta que ahora todo habíavuelto a mí, a golpearme la cara, peroesta vez no lo haría.

Así era como ella lo controlaba,cómo controlaba su magia. Cómocontrolaba a todos los altos lores,dominándolos y reteniéndolos con unacorrea, de la misma manera que tenía elalma de Jurian atada a ese ojo y esehueso.

«No confíes en nadie», me habíadicho Alis. Pero yo confiaba enTamlin…, y más que eso, confiaba en mímisma. Confiaba en que había oídocorrectamente…, confiaba en queTamlin había sido más inteligente queAmarantha, confiaba en que lo que yo

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había sacrificado no sería en vano.Toda la estancia estaba en silencio,

pero tenía puesta mi atención en Tamlin,en él tan solo. La revelación debió dehacerse evidente en mi cara porque surespiración se volvió un poco másrápida y levantó el mentón.

Di un paso hacia él, después otro.Era así. Tenía que ser así. Respiréhondo mientras cogía la daga delalmohadón. Tal vez me equivocaba…,tal vez me equivocaba de forma trágica,dolorosa. Pero había una leve sonrisa enlos labios de Tamlin cuando me pusefrente a él, la daga de fresno en la mano.

El destino existía…, porque eldestino se había asegurado de que yo

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estuviera ahí escuchando cuando elloshablaban en privado, porque el destinole había susurrado a Tamlin que la chicafría, empecinada, que él habíaarrastrado a su mansión sería la querompería el hechizo, porque el destinome había mantenido con vida solo parallegar a ese punto, solo para ver si yohabía estado escuchando.

Y ahí estaba él…, mi alto lord, miamado, arrodillado frente a mí.

—Te amo —dije, y le clavé la daga.

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CAPÍTULO

44

Tamlin gritó cuando la daga le cortó lapiel y le rompió el hueso. Durante unmomento terrible, cuando su sangre me

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cubrió la mano, pensé que la daga defresno lo había traspasado.

Pero entonces noté un golpe leve yuna reverberación ardiente en la manoen el instante en que la daga tocó algoduro. Tamlin se tambaleó hacia delante,pálido, y arranqué la daga de su pecho.La sangre se escurrió de la maderapulida, y en ese momento levanté lahoja.

La punta se había ondulado, se habíadoblado sobre sí misma. Tamlin seaferró el pecho mientras jadeaba. Laherida ya se estaba curando. Rhysand, alos pies de la tarima, sonreíaabiertamente. Amarantha se había puestode pie con esfuerzo.

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Los inmortales murmuraban. Dejécaer la daga y la oí rebotar varias vecessobre el mármol rojo.

«¡Mátala ahora!», quería gritarle aTamlin, pero él no se movía, con lamano sobre la herida frenando la sangreque salía a borbotones. Demasiadodespacio…, se estaba curandodemasiado despacio. La máscara no secaía de su rostro. «Mátala ahora».

—La humana ha ganado —dijoalguien entre la multitud.

—Libéralos —fue el eco de otro.Pero la cara de Amarantha

palideció, los rasgos se le retorcieronhasta que realmente pareció unaserpiente.

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—Los voy a liberar cuando lo creaconveniente. Feyre no especificó cuándotenía que liberarlos…, solo que teníaque hacerlo… en algún momento. Talvez lo haga cuando estés muerta —rugiócon una sonrisa feroz—. Creíste quecuando dije «libertad instantánea» encuanto a la adivinanza se aplicabatambién a las pruebas, ¿no es cierto?Humana estúpida. Humana imbécil.

Retrocedí cuando bajó de la tarima.Sus dedos se curvaron en garras…, elojo de Jurian se volvió loco dentro delanillo, la pupila se dilató y se encogió.

—Y tú —me siseó—, tú. —Losdientes le brillaron y se volvieronpuntiagudos—. A ti te voy a matar.

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Alguien gritó, pero no podíamoverme, ni siquiera traté de apartarmecuando algo me golpeó, algo mucho másviolento que un relámpago, y caí alsuelo pesadamente.

—Voy a hacerte pagar por tuinsolencia —siseó Amarantha, y proferíun grito que me dejó la garganta en carneviva cuando un dolor como ninguno quehubiera sentido nunca me atravesó elcuerpo.

Se me quebraban los huesos y micuerpo se alzó en el aire y volvió a caergolpeando el suelo; otra oleada deagonía tortuosa.

—Admite que no lo amas y te dejaréir —jadeó Amarantha, y a través de los

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ojos anegados de dolor la vi inclinarsehacia mí—. Admite la basura humanacobarde, mentirosa e inconstante queeres.

No quería hacerlo. No iba a decireso aunque su poder me convirtiera enun charco de sangre en el suelo.

Pero algo me estaba destrozandodesde dentro hacia fuera y pataleé,incapaz siquiera de gritar para aliviar eldolor.

—¡Feyre! —rugió alguien. No, noalguien…, Rhysand. Pero Amaranthaseguía acercándose.

—¿Crees que eres digna de él? ¿Deun alto lord? ¿Crees que eres digna dealgo, humana? —Se me dobló la

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columna y se me rompieron las costillas,una por una.

Rhysand aulló mi nombre denuevo…, aulló como si yo le importara.Me desmayé, pero ella me hizo recobrarla conciencia para asegurarse de que losintiera todo, para asegurarse de quechillara cada vez que me rompiera unhueso.

—¿Qué eres tú? ¿Qué, más quebarro y huesos y carne de gusanos? —siguió Amarantha furiosa—. ¿Qué erescomparada con nuestra especie paracreer que eres digna de nosotros?

Los inmortales empezaron a gritar,gritaban que eso era hacer trampa, quetenía que liberar a Tamlin de la

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maldición. La llamaban mentirosa,tramposa. En medio de la niebla que mecegaba, vi a Rhysand agachado junto aTamlin. No para ayudarlo…, sino paracoger la…

—Y vosotros, vosotros sois todoscerdos…, cerdos sucios y traidores.

Yo sollozaba y gritaba cada vez quesu pie me pateaba las costillas rotas.Otra vez. Y otra.

—Tu corazón mortal no es nada,nada para nosotros.

Rhysand estaba de pie, el cuchilloensangrentado entre las manos. Se lanzóhacia Amarantha, rápido como unasombra, con la daga de fresno dirigidadirectamente a su garganta.

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Ella levantó una mano, ni siquiera semolestó en mirar, y él retrocedió,empujado por una pared de luz blanca.

Pero el dolor se detuvo durante unsegundo, lo suficiente para que lo vieraponerse de pie apenas tocó el suelo yvolverse contra ella con los espolonesal descubierto. Se estrelló contra lapared invisible que había levantadoAmarantha alrededor de sí misma, y midolor disminuyó cuando se volvió haciaél.

—Traidor, basura —le espetó aRhysand—. Eres tan malo como esasbestias humanas. —Uno por uno, comosi los empujase una mano poderosa, losespolones volvieron a meterse bajo la

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piel y dejaron un rastro de sangre en elcamino. Él la maldijo en voz alta, unamaldición feroz—. Lo estuvisteplaneando todo el tiempo…

La magia de Amarantha lo lanzócontra el suelo de nuevo y volvió agolpearlo, con tanta fuerza que suhermosa cabeza se estrelló contra elmármol y el cuchillo se le cayó de losdedos flácidos. Nadie hizo ni un solomovimiento para ayudarlo y ella volvióa golpearlo con su enorme fuerza. Elmármol rojo se resquebrajó y las grietasllegaron hasta mí. Esgrimiendo oleadatras oleada de poder, ella siguió sucastigo. Rhys gruñó.

—Basta —dejé escapar con la boca

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llena de sangre mientras trataba dealcanzar los pies de ella con las manos—. Por favor, basta.

Los brazos de Rhys se doblaroncuando intentó levantarse y la sangre lebrotó de la nariz, manchando el mármol.Los ojos de color violeta se clavaron enlos míos.

El lazo entre los dos se tensó. Paséde mi cuerpo al suyo y me vi a través delos ojos de él, sangrando y sollozando,rota.

Volví de repente a mi propia mentecuando Amarantha volvió a mirarme.

—¿Basta? ¿Basta? No finjas que élte importa, humana —susurró con vozcantarina, y dobló un dedo. Yo arqueé la

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columna, sentí que iban a rompérsemelas vértebras, y Rhysand aulló minombre cuando perdí la conciencia.

Después empezaron losrecuerdos…, una colección de lospeores momentos de mi vida, unahistoria completa de desesperación yoscuridad. Llegó la última página ylloré, sin sentir del todo la agonía de micuerpo mientras veía a ese joven conejoque sangraba en el claro del bosque, micuchillo en su garganta. Mi primerapresa, el primer animal que habíacazado en mi vida.

Estaba hambrienta, desesperada. Ysin embargo, después, cuando mi familiaterminó de devorar el conejo, volví al

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bosque y lloré durante horas, sabiendoque acababa de cruzar una línea, queahora mi alma estaba manchada.

—¡Dime que no lo amas! —gritóAmarantha, y la sangre de mis manos seconvirtió en la sangre de ese conejo, seconvirtió en la sangre de lo que habíaperdido.

Pero no quise decirlo. Porque amara Tamlin era lo único que me quedaba,lo único que no podía sacrificar. Unsendero en rojo y negro se abrió a mivisión. Descubrí los ojos de Tamlin,muy abiertos cuando se arrastró haciaAmarantha, mirándome morir, incapazde salvarme mientras la herida se lecuraba lentamente, mientras ella seguía

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en posesión de su vida y su poder.Amarantha nunca me hubiera dejado

ir con vida, y no iba a dejarlo a éltampoco.

—Basta, Amarantha —le rogóTamlin sin levantarse, a sus pies,mientras se sujetaba la herida abierta enel pecho—. Basta. Lo lamento…,lamento lo que dije de Cynthia hace yatantos años. Por favor.

Amarantha lo ignoró, pero yo nopodía dejar de mirar. Los ojos de Tamlineran tan verdes…, verdes como lascolinas de su tierra. Un tono de verdeque se llevaba los recuerdos que merecorrían, que empujaba y alejaba de míesa fuerza malvada que me quebraba los

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huesos, uno por uno, que me partía endos. Aullé de nuevo cuando se metensaron las rótulas de las rodillas comosi fueran a romperse, pero vi el bosqueencantado, vi la tarde en que habíamosestado ahí, tumbados en la hierba, vi lamañana en que habíamos disfrutado dela salida del sol, cuando, durante unmomento, un instante apenas, habíaconocido la verdadera felicidad.

—Di que no lo amas —escupióAmarantha, y mi cuerpo se retorció másy más—. Admite la inconstancia de tucorazón.

—Por favor, Amarantha —gimióTamlin, y su sangre salpicó el suelo—.Prometo que voy a hacer todo lo que

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quieras que haga…—Luego me ocuparé de ti —le ladró

ella, y me envió otra vez a un feroz pozode dolor.

Yo no iba a decirlo, nunca dejaríaque ella lo oyera de mis labios. No,aunque me matara. Y si ese había de sermi final, que lo fuera. Si mi debilidadiba a suponer mi muerte, la aceptaríacon todo mi corazón. Si eso era…

Porque aunque mis golpes,todos, dan siempre en elblanco,

cuando mato, lo hago muymuy despacio…

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Así habían sido esos últimos tresmeses…, una muerte lenta, horrible. Loque yo sentía por Tamlin era la causa detodo. No había cura…; ni el dolor, ni laausencia, ni la felicidad.

… pero si me desprecian, meconvierto en una bestia

difícil de vencer.

Podía torturarme todo lo quequisiera, pero jamás destruiría lo que yosentía por él. Nunca haría que Tamlin ladeseara a ella…, nunca aliviaría eldolor que le causaba el rechazo del altolord de Primavera.

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El mundo se oscureció a loscostados de mi mente y se llevó con esoel filo del dolor.

Pero bendigo a todos los quetienen el coraje deintentarlo.

Durante tanto tiempo había corridopara alejarme de él… Pero abrirme aTamlin, a mis hermanas…, eso habíasido una prueba de coraje tan difícil desuperar como mis tres pruebas letales.

—Dilo, bestia asquerosa —siseóAmarantha. Tal vez había mentido alnegociar conmigo, pero había jurado

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otra cosa con la adivinanza…: libertadinstantánea, más allá de su voluntadcomo reina.

La sangre me llenó la boca, estabatibia cuando se derramó entre los labios.Miré la cara enmascarada de Tamlin unavez más.

—Amor —jadeé mientras el mundose derrumbaba en una negrura sin fin.Una pausa en la magia de Amarantha—.La respuesta… a la adivinanza… —conseguí decir, ahogándome en mipropia sangre— es… amor.

Los ojos de Tamlin se abrieron cadavez más, y después algo se me quebrópara siempre en la columna.

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CAPÍTULO

45

Estaba lejos pero seguía viendo…, veíaa través de unos ojos que no eran míos,los ojos de una persona que se levantó

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despacio desde el suelo agrietado,ensangrentado.

La cara de Amarantha parecióaflojarse con brusquedad. Ahí estaba micuerpo, postrado, la cabeza a un costadoen un ángulo horrendo y absolutamenteimposible. Un reflejo de pelo rojo en lamultitud. Lucien.

Las lágrimas brillaban en el ojo quele quedaba cuando levantó las manos yse sacó la máscara.

La cara marcada de forma brutalseguía siendo hermosa, los rasgosangulosos y elegantes. Pero la personaque yo habitaba continuaba mirando aTamlin, que poco a poco se acercó a micuerpo exánime.

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Su cara, todavía enmascarada, seretorció, transformándose en algoverdaderamente lobuno cuando levantólos ojos hacia la reina y le mostró losdientes. Se le alargaron los colmillos.

Amarantha retrocedió…, un paso yotro y otro, cada vez más lejos de micuerpo. Solo susurró:

—Por favor. —Después estalló laluz dorada.

La reina salió despedida por el aire,arrojada contra la pared más lejana, yTamlin soltó un rugido que sacudió lamontaña mientras se lanzaba contra ella.No conseguí ver el momento en que setransformó en su forma de bestia…:pelo, garras y músculos poderosos.

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No había acabado de estrellarsecontra la pared cuando él la cogió delcuello, y el suelo crujió cuando laaplastó bajo una pata llena de garras.

Amarantha pataleó y se sacudió,pero no pudo hacer nada contra elataque brutal de la bestia en que sehabía convertido Tamlin. La sangrecorrió por el brazo peludo del alto lorden el lugar en que ella le hundió lasgarras.

El attor y los guardias seprecipitaron hacia la reina, pero muchosotros inmortales y altos fae, ya sinmáscaras, saltaron hacia ellos y losaniquilaron. Amarantha gritó, pateó aTamlin, le arrojó su magia negra, pero

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ahora una capa de oro le cubría el pelode lobo como una segunda piel. Ella noconsiguió tocarlo.

—¡Tam! —gritó Lucien, y su voz seoyó por encima del caos. Una espadacruzó el aire, una estrella fugaz deacero.

Tamlin la atrapó con una garraenorme. El alarido de Amarantha seinterrumpió bruscamente cuando él leclavó la espada en la cabeza, la atravesóy se hundió en la pared de piedra quehabía detrás.

Y entonces le cerró las garras sobreel cuello y se lo desgarró. El silencioinundó la estancia.

Solo cuando volví a mirar mi cuerpo

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roto me di cuenta de quién eran los ojosque yo había estado habitando. PeroRhysand no se acercó a mi cadáver; seoyeron pasos sobre el suelo, después unrelámpago de luz, y unos sonidosllenaron el aire. La bestia ya no estaba.

La sangre de Amarantha ya no estabaen su cara ni en su túnica cuando Tamlinse dejó caer de rodillas frente a mí.

Estudió mi cuerpo flácido, roto, meacunó contra el pecho. No se habíasacado la máscara, pero vi las lágrimasque caían sobre mi túnica mugrienta, yoí los sollozos que hacían estremecer sucuerpo mientras me acunaba, meacariciaba el pelo.

—No —jadeó alguien. Era Lucien,

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con la espada colgando de la mano.Muchos altos fae y también muchosinmortales miraban con los ojoshúmedos la ternura con que Tamlin mesostenía entre sus brazos.

Yo quería ir hacia él. Quería tocarlo,rogarle que me perdonara por lo quehabía hecho, por los otros cuerpos en elsuelo, pero estaba demasiado lejos.

Alguien apareció junto a Lucien: unhombre alto, agraciado, de pelo castaño,con una cara parecida a la suya. Lucienno miró a su padre, aunque se tensócuando el alto lord de la Corte Otoño seacercó a Tamlin y le tendió la manocerrada.

Tamlin solo levantó la vista en

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cuanto el alto lord abrió los dedos y letocó la mano. Una chispa brillante cayósobre mí, la chispa emitió una luz ydesapareció cuando me tocó el pecho.

Se acercaron dos figuras más…,ambos jóvenes y hermosos. A través deojos que no eran míos, los reconocíinstantáneamente. El de piel marrónllevaba puesta una túnica azul y verde ysobre la cabeza, entre blanca y rubia,una guirnalda de flores…: el alto lordde la Corte Verano. Su compañero, depiel clara, vestido de blanco y gris,llevaba una corona de hielo brillante. Elalto lord de la Corte Invierno.

Con el mentón levantado, loshombros hacia atrás, los dos dejaron

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caer las gotas brillantes sobre mí, yTamlin inclinó la cabeza en un gesto degratitud.

Después se acercó otro alto lord ydepositó una nueva gota de luz. Brillabapor encima de todas las demás, y por elvestido dorado y rojo supe que era elalto lord de la Corte Amanecer. Despuésfue el alto lord de la Corte Día, envueltoen blanco y oro, la piel oscuraresplandeciente con su propia luzinterior. Él también me ofreció su regaloy sonrió con tristeza a Tamlin antes dealejarse.

Después llegó Rhysand, que llevabalo que quedaba de mi alma consigo, ydescubrí que Tamlin me miraba…, nos

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miraba.—Por lo que ella entregó —dijo

Rhysand, y extendió el brazo—, ledamos lo que nuestros predecesoresotorgaron solamente a unos pocos. —Hizo una pausa—. Ahora estamos en paz—agregó, y yo sentí una pizca de suhumor cuando abrió la mano y soltó lasemilla de la luz sobre mí.

Con ternura, Tamlin me apartó de lacara el pelo enmarañado. Su manobrillaba como el sol naciente, y en elcentro de la palma se formó ese broteextraño, intenso.

—Te amo —susurró, y me besómientras me ponía la mano sobre elcorazón.

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CAPÍTULO

46

Todo estaba oscuro y tibio… y espeso.Como tinta, pero bordeado de oro. Yonadaba, pataleaba para llegar a la

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superficie donde me esperaba Tamlin,donde me esperaba, sí, la vida. Arriba,arriba, desesperada por respirar aire. Laluz dorada se hizo más fuerte y laoscuridad se transformó en vinoburbujeante, más fácil de atravesar. Lasburbujas danzaron a mi alrededor y…

Jadeé, el aire me entró por lagarganta.

Estaba en el suelo duro. No habíadolor…, ni sangre, ni huesos rotos.Parpadeé. Encima de mí colgaba uncandelero…; nunca había notado lointrincados que eran los cristales, cómorebotaba en ellos el eco, la respiracióncontenida de la multitud. Una multitud…Yo seguía en la habitación del trono y

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no…, no estaba muerta. Había… habíamatado a los… Había… La habitacióndaba vueltas a mi alrededor.

Dejé escapar un gruñido y me apoyéen el suelo con las manos,preparándome para ponerme de pie,pero… cuando me vi la piel me quedéfría. Brillaba con una luz extraña y losdedos parecían más, sí, más largos,quietos sobre el mármol. Me puse depie. Me sentía… me sentía fuerte yrápida y bien. Y… Y me habíaconvertido en una alta fae.

Me puse rígida cuando sentí aTamlin detrás de mí, olí ese perfume alluvia y a colina de primavera, másdenso que nunca antes. No podía darme

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la vuelta para mirarlo…, no podíamoverme. Una alta fae… una inmortal.¿Qué me habían hecho?

Oí cómo Tamlin retenía el aliento…y lo oí soltarlo. Oí la respiración, lossusurros, las lágrimas y la celebracióntranquila de todos en ese salón, de todoslos que todavía seguían mirándonos…,seguían mirándome a mí. Algunossalmodiaban el poder glorioso de losaltos lores.

—Era la única forma de salvarte —dijo Tamlin con suavidad. Pero entoncesmiré a la pared y me llevé la mano a lagarganta. Me olvidé de la multitud porcompleto.

Allí, bajo el cuerpo descompuesto

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de Clare, estaba Amarantha, la bocaabierta y la espada clavada en la frente.Ya no tenía garganta… y la sangre leempapaba la parte delantera de latúnica.

Amarantha había muerto. Ellos eranlibres. Yo era libre. Tamlin era…Amarantha había muerto. Y yo habíamatado a esos dos altos fae, yo había…

Meneé la cabeza despacio.—¿Estás…? —La voz sonaba

demasiado fuerte en mis oídos cuandoretrocedí frente a esa pared negra queamenazaba con tragarme. Amaranthahabía muerto.

—Míralo tú misma —respondió él.Mantuve los ojos en el suelo mientras

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me daba la vuelta. Ahí, sobre el mármolrojo, había una máscara dorada que memiraba con los ojos vacíos—. Feyre —dijo Tamlin, y me tomó el mentón entrelos dedos para levantarme la cara consuavidad. Vi el mentón que ya conocía,después la boca, y después…

Él era exactamente como yo habíasoñado que fuera.

Me sonrió, la cara entera iluminadacon esa alegría tranquila que yo habíallegado a amar tanto, y me apartó unmechón de pelo de la cara. Saboreé lasensación de sus dedos sobre mi piel ylevanté los míos para tocarle el rostro,para seguir los contornos de esospómulos altos y esa nariz recta,

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amada…, la frente limpia, ancha, lascejas ligeramente arqueadas queenmarcaban sus ojos verdes.

Lo que había hecho para llegar a esemomento, para estar de pie ahí… Tratéde apartar de mí ese pensamiento. En unminuto, en una hora, en un día, pensaríaen eso, me obligaría a afrontarlo.

Puse una mano sobre el corazón deTamlin y un latido firme encontró eco enmis huesos.

Me senté al borde de una cama, y aunquehabía creído que ser inmortalsignificaba un umbral más alto de dolory una curación más rápida, hice muchas

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muecas cuando Tamlin inspeccionó laspocas heridas que me quedaban ydespués las curó. Casi no habíamostenido un momento a solas en las horasque habían seguido a la muerte deAmarantha…, en las horas que siguierona lo que yo les había hecho a esos dosinmortales.

Pero ahora, en esa habitacióntranquila…, no podía apartar la miradade la verdad que sonaba en mi cabezacon cada respiración.

Yo los había matado. Los habíaasesinado. Ni siquiera había vistocuándo se llevaron los cuerpos.

Porque había un enorme caos en lasala del trono cuando me estaba

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despertando. El attor y los inmortalesmás malvados habían desaparecido alinstante junto con los hermanos deLucien, lo cual había sido inteligenteporque él no era el único inmortal concuentas que saldar. Tampoco habíaseñales de Rhysand. Algunos inmortaleshabían huido, otros habían estallado engritos de celebración y otros se habíanquedado de pie, quietos o caminaban deun lado a otro, la mirada perdida, lascaras pálidas. Como si ellos tampocosintieran que todo eso fuera real.

Uno por uno, reunidos a sualrededor, con llantos y risas de alegría,los altos fae y los inmortales de la CortePrimavera se habían arrodillado frente a

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Tamlin y lo habían abrazado, dándolelas gracias…, dándome las gracias. Memantuve lejos y asentí, solamente eso,porque no tenía palabras que ofrecerlesa cambio de esa gratitud, la gratitudhacia los inmortales a los que yo habíamasacrado para salvarlos a ellos.

Después hubo reuniones en lafrenética sala del trono…, reunionesrápidas, tensas, con los altos loresaliados con Tamlin, reuniones paradecidir los pasos que se debían seguir;más tarde con Lucien y algunos altos faede la Corte Primavera que sepresentaron como los guardias deTamlin. Para mí todas las voces, todaslas respiraciones, eran demasiado

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ruidosas; todos los olores demasiadofuertes; la luz demasiado brillante.Quedarme quieta mientras pasaba todoeso era mejor que moverme, mejor queadaptarme a ese cuerpo extraño, fuerte,que ahora era mío. Ni siquiera podíatocarme el pelo sin que me sorprendierala leve diferencia que sentía en losdedos.

Así fue y así siguió siendo hasta quecada uno de los sentidos aumentados medolió hasta que fui consciente de él, ypor fin, Tamlin notó mis ojos apagados,mi silencio, y me tomó del brazo. Meescoltó a través del laberinto de túnelesy pasillos hasta que encontramos undormitorio tranquilo en un ala distante

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de la corte.—Feyre —dijo Tamlin, y levantó la

vista, que había estado fija en lainspección de mi pierna desnuda. Estabatan acostumbrada a la máscara que esacara hermosa me sorprendía cada vezque la contemplaba.

Por eso…, por eso había asesinadoyo a aquellos inmortales. Esas muertesno habían sido en vano, y sin embargo…su sangre ya no me cubría cuandodesperté…, como si convertirme eninmortal, como si sobrevivir, me hubierahecho digna de que alguien me lavaraaquella culpa.

—¿Qué? —pregunté. Tenía la voztranquila. Vacía. Sabía que hubiera

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debido tratar de sonar…, sí, más alegrepor él, por lo que acababa de pasar,pero…

Él me ofreció su media sonrisa. Sihubiera sido humano habría tenidoalrededor de treinta años. Pero no erahumano…, y yo tampoco lo era ya. Y noestaba segura de si eso era bueno o no.

Y esa era la menor de mispreocupaciones. Sabía que debería estarpidiendo perdón, rogando por el perdónde las familias y los amigos de esosinmortales, debería estar de rodillas,llorando de vergüenza por lo que habíahecho…

—Feyre —dijo él de nuevo; me bajóla pierna y se quedó de pie entre mis

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rodillas. Me acarició la mejilla con eldorso de un dedo—. ¿Cómo podríarecompensarte por lo que has hecho?

—No hace falta —le aseguré. Quelas cosas quedasen así, que esa celdaoscura, húmeda, se desvaneciera, que lacara de Amarantha desapareciera parasiempre de mis recuerdos. Pero esos dosinmortales muertos…, esas dos carasnunca se me borrarían de la mente. Sialguna vez volvía a pintar, nunca dejaríade ver esos rostros, esos rostrossolamente, nunca otro color, otra luz.

Tamlin me sostuvo la cara entre lasmanos, se inclinó hasta quedar muycerca de mí y después me soltó y mecogió el brazo izquierdo, el brazo

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tatuado. Las cejas se le levantaronmientras estudiaba las marcas.

—Feyre…—No quiero hablar de eso —

murmuré. El trato que yo tenía conRhysand… Otra preocupación menorcomparada con la mancha en mi alma, elpozo dentro de ella. Pero volvería a vera Rhys muy pronto, no lo dudaba.

Los dedos de Tamlin siguieron lasmarcas del tatuaje.

—Vamos a encontrar una manera desalir de esto —murmuró, y su manoviajó por mi brazo y se detuvo en elhombro. Abrió la boca y yo supe lo queiba a decir…, el asunto que trataría deafrontar.

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Pero yo no podía hablar de eso, nopodía hablar de ellos…, todavía no. Asíque susurré:

—Más tarde. —Y le rodeé laspiernas con los pies y lo acerqué a mí.Le apoyé las manos sobre el pecho, sentíel latido del corazón bajo ellas. Eso…,eso era lo que necesitaba en esemomento. No hubiera querido borrar loque había hecho… pero necesitaba queél estuviera cerca, necesitaba olerlo ytocarlo, que me recordara que erareal…, que todo eso era real.

—Más tarde —repitió, y se inclinópara besarme.

Fue suave, tierno…, nada parecido alos besos salvajes, duros, que habíamos

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compartido en la sala del trono. Volvió aposar los labios sobre los míos. Yo noquería disculpas, no quería empatía, noquería mimos. Lo cogí de la pechera dela túnica y lo acerqué a mí mientras leabría la boca. Dejó escapar un gruñidoprofundo y el sonido me atravesó comouna lanza de fuego, hizo un lago en micorazón y lo abrasó. Dejé que el besome quemase y me abriera un agujero enel pecho, en el alma. Lo dejé arrasar yatravesar la onda negra que estabaempezando a presionarme, a rodearme,lo dejé consumir la sangre fantasma queseguía sintiendo en las manos. Meentregué a ese fuego, a él, mientras susmanos grandes me recorrían,

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desabrochando mis ropas.Después retrocedí de pronto,

interrumpí el beso para mirarlo a lacara. Sus ojos estaban brillantes,cargados de deseo, pero las manoshabían dejado de explorar ydescansaban, firmes, sobre mis caderas.Con la quietud de un predador, élesperaba y vigilaba mientras yodibujaba los contornos de su cara y lacubría de besos.

El único sonido era la respiraciónquebrada de Tamlin y las manos que merecorrían la espalda y los costados,acariciando, buscando y desnudándome.Cuando le puse los dedos en la boca, élme mordió uno, lo chupó. No me dolió,

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pero el mordisco fue duro, lo suficientepara que volviera a mirarlo a los ojos.Para que me diera cuenta de que él ya noesperaría… y yo tampoco.

Me puso sobre la cama, murmuró minombre de nuevo, me susurró contra elcuello, el lóbulo de la oreja, las puntasde los dedos. Yo le pedí más…, másrápido. Su boca me exploró la curva delseno, la parte interior del muslo.

Un beso por cada día que habíamospasado separados, un beso por cadaherida y cada terror, un beso por la tintametida bajo mi piel y por todos los díasque estaríamos juntos de ahora enadelante. Días, tal vez, que yo ya no memerecía. Pero de todos modos, me

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entregué de nuevo a ese fuego, me arrojéa él, a Tamlin, y dejé que me quemara.

Algo me tiraba del cuerpo paraarrancarme del sueño, un hilo que estabamuy dentro de mí. Dejé a Tamlin en lacama, el cuerpo pesado de agotamiento.En unas horas abandonaríamos Bajo laMontaña y volveríamos a casa, y yo noquería despertarlo antes de lo necesario.Recé por poder dormir ese sueñotranquilo alguna vez.

Sabía quién me llamaba mucho antesde abrir la puerta que daba al pasillo yrecorrerlo, tropezando y balanceándomemientras me acostumbraba a mi nuevo

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cuerpo, al nuevo ritmo y los nuevosequilibrios. Cuidadosa, lentamente, meencaminé hacia una escalera estrechaque subía, arriba y arriba, hasta que,para mi sorpresa, vi un delgado rayo deluz de sol que caía sobre los escalones yme descubrí en un pequeño balcón quese abría en la ladera de la montaña.

Protesté por el brillo que medeslumbraba y me tapé los ojos. Habíapensado que estábamos en mitad de lanoche… Había perdido del todo elsentido del tiempo en la oscuridad de lamontaña.

Rhysand soltó una risita desde dondeestaba sentado sobre la baranda depiedra.

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—Me olvidé de que para ti hapasado mucho tiempo.

Me dolían los ojos bajo esa luz, ypermanecí callada hasta que conseguícontemplar el paisaje sin sentir unapunzada de dolor en la cabeza. Mesaludó una tierra de montañas de colorvioleta coronadas de blanco, pero laroca de la montaña en la que estábamosera marrón y estaba desnuda…, ni unabrizna de hierba, ni un cristal de hielobrillaban sobre ella.

Por último lo miré. No vi las alasmembranosas…, metidas en la espalda,supuse, pero las manos y los piesparecían normales, sin espolones a lavista.

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—¿Qué quieres? —le pregunté. Nosalió como la invectiva que yo esperaba.Recordaba con claridad la forma en queél había peleado una y otra vez contraAmarantha, un ataque pensado parasalvarme.

—Decir adiós, solamente. —Unabrisa tibia le revolvía el cabello,mezclando ramas de oscuridad sobre sushombros anchos—. Antes de que tuamado te robe para siempre.

—No para siempre —repliqué, ymoví los dedos tatuados frente a él—.¿Acaso no tienes una semana cada mes?—Esas palabras, por suerte, salieroncon enorme frialdad.

Rhys apenas sonrió. Las alas se

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movieron, crujieron y volvieron aacomodarse detrás de la espalda.

—¿Cómo iba a olvidarme?Miré su nariz, que había visto

ensangrentada apenas unas horas antes,los ojos de color violeta que habíanestado tan llenos de dolor.

—¿Por qué? —pregunté.Él entendió lo que yo quería decir.

Se encogió de hombros.—Porque cuando se escriban las

leyendas, no querría que me recordarancomo alguien que escurrió el bulto.Quiero que mi futuro hijo sepa que yoestuve ahí, que peleé contra Amaranthaal final, aunque mis esfuerzos de pocosirvieran.

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Parpadeé, y esta vez no era por elbrillo del sol.

—Porque —continuó él, los ojosfijos en los míos— no quería quepelearas sola. O murieras sola.

Y durante un momento recordé alinmortal que había muerto en nuestrovestíbulo; recordé que yo le había dicholo mismo a Tamlin.

—Gracias —dije, con un nudo en lagarganta.

Rhys me dedicó una sonrisa que nole llegó a los ojos.

—Dudo que digas eso cuando telleve a la Corte Noche.

No me molesté en contestar mientrasme volvía hacia el paisaje. Las

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montañas seguían durante kilómetros ykilómetros, brillantes y en sombras, yvastas bajo el cielo claro, despejado.

Pero nada en mí se movía, nadacaptaba la luz y los colores.

—¿Vas a volar a casa? —pregunté.Me respondió con una risa suave.

—Por desgracia, eso me llevaríamás tiempo del que tengo. Quizá otro díavuelva a surcar los cielos de nuevo.

Miré las alas metidas dentro de sucuerpo poderoso y la voz me salió roncacuando hablé.

—Nunca me dijiste que amabas lasalas… y volar. —No, él siempre habíahecho que el cambio de formapareciera…, vulgar, inútil, aburrido. Se

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encogió de hombros.—Todo lo que amo tiene tendencia a

desaparecer, a que me lo roben. Muypocos saben que tengo alas. O quevuelo.

Algo de color había empezado asubirle a la cara blanca como la luna…,y me pregunté si alguna vez habríaestado bronceado, antes de queAmarantha lo hubiera tenido bajo tierradurante tanto tiempo. Un alto lord queamaba volar atrapado bajo una montaña.Había sombras, que él no había creado,enredadas en esos ojos de color violeta.Me pregunté si alguna vezdesaparecerían.

—¿Qué se siente al ser alta fae? —

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preguntó él… Una pregunta tranquila,curiosa.

Miré otra vez las montañas mientraspensaba en ello. Y tal vez fue porque nohabía nadie ahí que pudiera oírnos, talvez porque las sombras en sus ojosestarían también en los míos parasiempre, que dije:

—Soy inmortal…, yo, que fuimortal. Este cuerpo… —Me miré lamano, tan blanca y brillante…, una burlaa lo que yo había hecho con ella—. Estecuerpo es diferente, pero esto… —Mepuse la mano en el pecho, sobre elcorazón—. Esto sigue siendo humano.Quizá siempre lo sea. Pero sería másfácil vivir con… —Se me cerró la

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garganta—. Más fácil vivir con lo quehice si mi corazón también hubieracambiado. Tal vez no me importaríatanto, tal vez podría convencerme de queesas muertes no fueron en vano. Tal vezla inmortalidad hubiera logrado todoeso. Y no sé si quiero que eso ocurra ono.

Rhysand me miró durante el tiemposuficiente para que yo lo mirase a losojos.

—Agradece que tienes tu corazónhumano, Feyre. Deberías sentir lástimapor los que no sienten nada.

No podía explicarle el agujero quese me había formado en el alma…, noquería, así que solamente asentí.

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—Bueno, adiós… por ahora —dijo,e hizo un gesto con el cuello como si nohubiéramos estado hablando de nadaimportante. Se inclinó hasta la cinturapara despedirse, las alas desaparecieronpor completo, y ya había empezado adesvanecerse en la sombra más cercanacuando se puso rígido. Sus ojos seclavaron en los míos, muy abiertos, muysalvajes, y le tembló la nariz. Unaimpresión enorme, pura, le pasó por elrostro por algo que veía en mi cara yretrocedió un paso. Y tropezó, sí,tropezó.

—¿Qué…? —empecé a decir.Y él desapareció…, desapareció, no

quedó una sombra a la vista en el aire

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frío.

Tamlin y yo nos fuimos como yo habíallegado: a través de la angosta cavernaen el vientre de la montaña. Antes departir, los altos fae de varias cortesdestruyeron y después sellaron la cortede Amarantha en Bajo la Montaña.Fuimos los últimos en irnos, y con unmovimiento del brazo de Tamlin laentrada a la corte se derrumbó detrás denosotros.

Yo seguía sin encontrar las palabraspara preguntar qué habían hecho con loscuerpos de los dos inmortales. Tal vezun día, pronto, preguntaría quiénes eran,

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querría conocer sus nombres. Se habíanllevado el cuerpo de Amarantha, medijeron, para quemarlo…, aunque elhueso y el ojo de Jurian habíandesaparecido. Por mucho que yo laodiara, por mucho que deseaba escupirsobre la hoguera en que se quemaba sucuerpo…, entendía lo que la habíadominado. Sí, entendía esa pequeñaparte de ella.

Tamlin me cogió la mano mientrascaminábamos por la oscuridad. Ningunode los dos dijo nada cuando empezamosa ver la luz del sol, cuando esa luz tiñólas paredes húmedas de la cueva de unverde plateado, pero nuestros pasos seapresuraron en cuanto la luz del sol se

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hizo más fuerte y la cueva se entibió ylos dos salimos a la hierba verde de laprimavera que cubría los valles y lascolinas de las tierras de Tamlin. Denuestras tierras.

Me golpeó la brisa, el perfume delas flores salvajes, y a pesar del agujeroque sentía en medio del pecho, lamancha en el alma, no pude detener lasonrisa que se me dibujó en la cara en elmomento en que subimos a una lomaempinada. Mis piernas de inmortal eranmucho más fuertes que las humanas, ycuando llegamos a la cima no jadeabacomo antes. Pero me quedé sin aliento alver la mansión cubierta de rosas.Nuestra casa.

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Entre todas las imágenes que habíaevocado en las mazmorras deAmarantha, nunca me había permitidopensar en ese momento, nunca me habíapermitido soñar ese imposible. Pero lohabía logrado, sí…, nos había llevado acasa a los dos.

Apreté la mano de Tamlin mientrasmirábamos la mansión, con los establosy los jardines, unas voces infantiles quereían en algún lugar, risas libres,auténticas. Un momento más tarde, dosfiguras pequeñas, brillantes, pasaroncorriendo a toda velocidad por el jardín,gritando de alegría, perseguidas por unafigura más alta que también reía: Alis ysus sobrinos. Al fin seguros. Ya no

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necesitaban esconderse.Tamlin me pasó un brazo por los

hombros y me acercó a él mientrasapoyaba la mejilla en mi cabeza. A míme temblaron los labios y le pasé elbrazo por la cintura.

Nos quedamos de pie, en silencio,sobre la loma, hasta que el sol ponientecubrió de oro la casa, las colinas, elmundo, y Lucien nos llamó para la cena.

Me escurrí entre los brazos deTamlin y lo besé con suavidad.Mañana…, habría un mañana y unaeternidad para afrontar lo que yo habíahecho, para afrontar lo que se había rotodentro de mí en Bajo la Montaña. Peropor ahora…, por hoy…

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—Vamos a casa —dije, y lo cogí dela mano.

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GUÍA DE PRONUNCIACIÓN

PERSONAJES OTROS LUGARES

Alis: Alis Attor:Attor

Hybern:Jaibern

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Amarantha:Amaranza

Suriel:Suriiil

Prythian:Prai-ti-in

Feyre: Feyra Bogge:Bogui

Lucien:Lushian Puca: Puka

Rhysand:Riisand

Naga:Neigei

(Rhys: Riis) Calanmai:Ceileinmai

Tamlin:Tamlin

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SARAH J. MAAS. Es una joven autoranorteamericana, nacida en la ciudad deNueva York en el año 1986. GraduadaMagna Cum Laude en el HamiltonCollege con una licenciatura enEscritura Creativa, y una diplomatura enEstudios Religiosos en 2008.

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Vive en el sur de California, y le encantaleer historias de fantasía, coleccionartodo lo relacionado con Han Solo, bebercafé, la telebasura y las películasDisney. Cuando no está ocupadaescribiendo novelas de fantasía, se lapuede encontrar explorando la costaCaliforniana.

Trono de Cristal es su primera novela,publicada en agosto de 2012. A esta leprecedieron una serie de cuatro relatoscortos a modo de precuela: La asesina yel señor de los piratas (enero 2012), Laasesina en el desierto (marzo 2012), Laasesina en el submundo (mayo 2012) yLa asesina en el imperio (julio 2012),

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todas ellas protagonizadas por laheroína de «Trono de Cristal», CelaenaSardothien.

La saga «Trono de Cristal» constaademás, de tres novelas ya publicadasen ingles y otras dos más todavía sinpublicar. En septiembre de 2015 seanunció que se habían vendido losderechos para convertir la saga en unaserie de televisión.

Actualmente compagina la escritura de«Trono de cristal», con la trilogía «Unacorte de rosas y espinas».