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frontera colombo-venezolana
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Una política de fronteras no puede ser construida sobre el chovinismo. El blanco no puede ser el
pueblo, el blanco es la estructura mafiosa fronteriza. Una explicación histórica
Frank Molano Camargo
Historiador y docente de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas
Es dolorosa la imagen repetida de colombianos expulsados de Venezuela, con miradas angustiadas
y desesperanzadas, con sus corotos a cuestas. Los grandes medios colombianos dicen que parecen
a los judíos bajo el régimen nazi, el gobierno venezolano dice que son base social del
paramilitarismo. El chovinismo (nacionalismo cargado de odio) se expande en los dos países. Sin
embargo una solución estable y duradera en este espacio social binacional, requiere poner fin a
unas condiciones históricas y políticas impuestas por actores sociales que han generado la crisis
social, económica y política fronteriza. Una mirada histórica puede ayudar a entender lo que está
en juego.
Colombia y Venezuela comparten una frontera de 2.219 kilómetros. Esta frontera empezó a
delimitarse a partir de la tercera década del siglo XIX para establecer acuerdos diplomáticos sobre
el territorio de los dos Estados nacientes que estaban por entonces inventando una nación y un
territorio, para lo cual requerían ejercer control sobre una región y una población con lazos
históricos y culturales existentes con anterioridad a la existencia de la convención fronteriza.
Particularmente la zona fronteriza Táchira-Norte de Santander ha sido históricamente un espacio
de intercambios sociales, culturales y políticos, anhelado por la población como zona de flujos y
oportunidades, pero usado por poderes políticos y económicos, legales e ilegales como espacio de
usufructo y enriquecimiento particular. La frontera es un bien común, o por lo menos a eso aspira
el pueblo que habita en el territorio binacional.
La frontera y sus cierres
Sin embargo las fronteras has sido vistas históricamente con recelo y sospecha por parte de todos
los Estados, y Colombia y Venezuela no han sido la excepción. A lo largo del siglo XIX el espacio
fronterizo se convirtió en un mundo de intercambios económicos, y en zona de refugio de los
perseguidos políticos de ambos países. La élite tachirense siempre vio a Colombia como una
oportunidad para formar a sus hijos en los colegios y universidades de Pamplona, Bucaramanga y
Tunja. Y los comerciantes colombianos de cacao y el café cultivado en el departamento de
Santander, encontraron por décadas en el puerto de Maracaibo en Venezuela, la principal salida
para sus exportaciones. Así desde finales de siglo XIX y hasta mediados del siglo XX Cúcuta y
Maracaibo fueron polos de un pujante entramado económico y social que dinamizo la vida
binacional. Este auge tuvo un primer declive con la gran depresión de 1929 y los efectos de la
segunda guerra mundial, tiempo en que disminuyó la exportación del café del oriente colombiano.
Para regularizar los intercambios económicos y controlar la inquieta población binacional, que no
quería ser enmarcada como exclusivamente de un estado-nación, los gobiernos de los países
establecieron en 1942 el Estatuto del Régimen Fronterizo, un primer intento de regulación
comercial y de control laboral de la población que a ambos lados de la frontera mantenía
intercambios sociales, culturales, comerciales y laborales. Empero, a la decadencia del café del
oriente, se le sumó la ola migratoria de refugiados colombianos que huían de la represión estatal
de los años 40 y 50. Además en 1953 se cerró el Puerto de Maracaibo para la exportación cafetera
colombiana, quedado miles de braceros colombianos en el desempleo. Población flotante,
desempleo e inseguridad llevaron a los dos Estados a buscar soluciones comunes, para esto
firmaron en 1959 el Tratado de Tonchalá, en el marco del primer gobierno del Punto Fijo (pacto
oligárquico venezolano) y del primer gobierno del Frente nacional (pacto oligárquico colombiano).
El bloque oligárquico binacional aspiraba con este tratado a regular el libre tránsito de la población
entre las ciudades de Cúcuta, San Antonio del Táchira y Urueña, para lo cual se propusieron censar
a la población de cada país residente en el país vecino, legalizar su situación, y sobre todo
regularizar la situación de los trabajadores agrícolas e industriales principalmente colombianos,
que recibían mal tratos laborales y sociales por los empresarios venezolanos. En los años
posteriores para conmemorar el tratado, los gobiernos de ambos países promovieron festivales de
la integración nacional en Cúcuta y San Antonio, con reinados, corridas de toros, bailes populares y
fiestas en los salones exclusivos de las dos ciudades.
Pero las efusivas expectativas de integración se fueron deteriorando poco a poco. En 1960
seguidores del dictador Pérez Jiménez fracasaron en un intento de golpe de Estado y buscaron
refugio en la frontera con Cúcuta. Para combatirlos el gobierno venezolano Rómulo Betancur
ordenó un primer cierre de la frontera en abril de 1960, lo que le permitió capturar a los militares
golpistas. Este cierre afectó a la población de ambos países, cuya cotidianidad era hasta entonces
transfronteriza.
A lo largo de la década de 1960 y al amparo del Tratado de Tonchalá, aparecieron bandas de
contrabandistas de ganado colombiano hacia el Estado de Zulia, por lo que el 9 de julio de 1972,
el presidente venezolano Rafael Caldera ordenó un nuevo cierre de la frontera de Táchira para
combatir a la mafia contrabandista.
En la década de 1970 y 1980 se juntaron dos dinámicas sociales, de una parte el boom petrolero
venezolano que atrajo a miles de colombianos pobres en busca de una imaginada tierra de
promisión. Simultáneamente se inició el ciclo de la siembra y exportación de marihuana en el
espacio fronterizo. Para combatir la oleada migratoria y el naciente narcotráfico, que ya había
penetrado a sectores políticos y policiales de Norte de Santander y Táchira, desde caracas se
ordenó el presidente Herrera Campins ordenó la persecución y deportación de miles de
colombianos indocumentados. La más mencionada fue el diciembre negro de 1980, sobre la que
incluso se han escrito narrativas y se han hecho telenovelas colombianas. Luego en diciembre de
1982 ese mismo gobierno cerró nuevamente la frontera, pero esta vez en la zona limítrofe con la
Guajira, en los municipios de La Playa y Paraguachón, argumentando que más de 30 mil
colombianos habían ingresado como turistas, pero en realidad habían ido en busca de trabajando,
dejando en la pobreza a los “nativos” venezolanos.
La frontera y el conflicto armado colombiano
A este espacio binacional ya de por sí conflictivo se le agrega el conflicto armado colombiano
reciente. Desde la década de 1980 se empezó a registra presencia de las guerrillas colombianas en
la zona de frontera, y en la década de 1990 apareció la respuesta paramilitar, apoyada por
empresarios, políticos y militares, con intereses en la zona de frontera y que buscaban beneficiarse
de las medidas de Apertura Económica decreta en Colombia por el gobernó neoliberal de César
Gaviria Trujillo en 1991. Este proyecto neoliberal fronterizo acudió a la creación del Bloque
Fronteras y del Bloque Catatumbo de los paramilitares colombianos, cuya presencia generó en la
región una de las versiones más salvajes del capitalismo: libre comercio, desempleo, contrabando,
prostitución, mafia de la gasolina, segregación espacial en la ciudad de Cúcuta: barrios de
desplazados y barrios de los estratos más altos de la región, que sin ningún reparo ostentan su
modo de vida ante la miseria de la mayoría. Defender este orden económico exigió la vía
paramilitar y sus manifestaciones sociales, culturales, urbanas y políticas.
Al comenzar el siglo XXI la frontera va a ser objeto de nuevos conflictos. En Colombia se instaló un
gobierno de ultraderecha y en Venezuela un gobierno de izquierda. Ambos proyectos políticos
miraron con sospecha lo que sucede en ese espacio binacional. La desmovilización del bloque
Catatumbo y el Bloque Fronteras en 2005, dio paso al surgimiento de nuevos grupos paramilitares,
que operan en ambos países: urabeños, águilas negras, rastrojos. El gobierno venezolano tanto de
Chávez como de Nicolás Maduro insistió en que estos grupos aprovechaban el marco del Tratado
de Tonchalá, para asentarse en la región y establecer relaciones económicas y políticas con la
oposición venezolana, que ha tenido uno de sus fortines políticos en el Táchira. Igualmente el
gobierno de Uribe Vélez reclamó permanentemente a Venezuela que protegía campamentos de la
guerrilla colombiana. Esta situación estuvo a punto de estallar como un conflicto mayor a lo largo
de la primera década del siglo XXI.
El inició de las conversaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc,
distensionó inicialmente el conflicto fronterizo. No obstante el crecimiento mafioso del
contrabando, la gasolina y el narcotráfico en manos de los Rastrajos y los Urabeños, sus continuos
enfrentamientos, la perpetración de masacres asociadas al control de población de los municipios
del Táchira, se ha convertido en un nuevo elemento de tensión entre los dos países. Lo cierto es
que ni las autoridades nacionales colombianas y de Norte de Santander han querido atender las
reclamaciones venezolanas, tampoco el gobierno del Táchira, opuesto a Maduro ha buscado
medidas para controlar la delincuencia. No gratuitamente Chávez en su tiempo denunciaba a la
policía de Táchira, como bastión del paramilitarismo colombiano.
Un nuevo tratado binacional es urgente
La reciente crisis se genera en un contexto altamente complejo. Crisis económica en Venezuela,
inestabilidad política del proyecto bolivariano, incremento de la mafia paramilitar, nexos entre
mafias y políticos de oposición y próximas elecciones territoriales en Diciembre de 2015 en
Venezuela. La decisión de Maduro de imponer un estado de excepción en la zona de frontera y las
medidas contra los colombianos, la destrucción de sus propiedades, la deportación violente es
desesperada y arbitraria, no es para nada justificable, pero se entiende en ese entramado de un
conflicto fronterizo de larga data, desatendida por los Estados de los dos países y enmarcada en
un tratado binacional a todas luces obsoleto. Las apelaciones al chovinismo en ambos países no
contribuye a comprender lo que está en juego, el blanco no puede ser la población colombiana, el
responsable de esta situación es la presencia mafiosa del paramilitarismo y sus vínculos con las
autoridades políticas y líderes empresariales de Cúcuta y San Cristobal. No sirve de nada el
chovinismo al que apela el uribismo, la gran prensa y los políticos. Es urgente un nuevo tratado,
que se entronque en una apuesta de respeto a los derechos transfronterizos del pueblo, a la
soberanía nacional y el principio de no injerencia en los asuntos internos y a la solidaridad e
integración entre países hermanos.