34
Variaciones sobre el Adviento P. Julián Arturo López Amozurrutia Parroquia San Agustín de las Cuevas, Tlalpan 4-7 de diciembre de 2006 Introducción En el Adviento, el tiempo se vuelve profecía. Es un tiempo litúrgico relativo, que nos vincula con aquello que señala como realidad y cumplimiento. En el Adviento todo es anuncio. Particularmente, el tiempo mismo: la sucesión, el movimiento con un destino, la peregrinación, el caminar, el «dirigirse hacia» un punto de llegada. Con la calidez de hogar navideño en la mente, procedemos a unas reflexiones para este tiempo. Nos preparan a la Navidad. Nos encaminaremos guiados por diamantes del prólogo de san Juan, mismo que se lee, precisamente, en la misa de Navidad. Delante del Niño Dios nos postramos adorantes. Y es porque al reconocer que «el Verbo se hizo carne», el Verbo que en el principio ya existía con el Padre, con emoción reconocemos que «hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Haremos cuatro aproximaciones al mismo misterio. Como olas que vuelven sobre la misma playa, como variaciones musicales sobre el mismo tema, acercándose al misterio. Cada una nos dispondrá a la oración. «En el principio ya existía la Palabra» nos llevará, hoy, al silencio profundo del que brota la palabra. «El que viene detrás de mí», dice el Bautista, y nos abrirá a la esperanza. «La palabra era la luz que ilumina» nos marcará enseguida. Concluiremos reconociendo que «de su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia». Que la Virgen del silencio, de la esperanza, de la luz y de la gracia nos acompañe en nuestra meditación.

Variaciones sobre el Adviento P. Julián Arturo López ... · Señor, tiene un toque original en el Nuevo Testamento. En ese principio

  • Upload
    vuthuy

  • View
    216

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

Variaciones sobre el Adviento P. Julián Arturo López Amozurrutia

Parroquia San Agustín de las Cuevas, Tlalpan 4-7 de diciembre de 2006

Introducción

En el Adviento, el tiempo se vuelve profecía. Es un tiempo litúrgico relativo, que nos vincula con aquello que señala como realidad y cumplimiento. En el Adviento todo es anuncio. Particularmente, el tiempo mismo: la sucesión, el movimiento con un destino, la peregrinación, el caminar, el «dirigirse hacia» un punto de llegada.

Con la calidez de hogar navideño en la mente, procedemos a unas reflexiones para este tiempo. Nos preparan a la Navidad. Nos encaminaremos guiados por diamantes del prólogo de san Juan, mismo que se lee, precisamente, en la misa de Navidad. Delante del Niño Dios nos postramos adorantes. Y es porque al reconocer que «el Verbo se hizo carne», el Verbo que en el principio ya existía con el Padre, con emoción reconocemos que «hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

Haremos cuatro aproximaciones al mismo misterio. Como olas que vuelven sobre la misma playa, como variaciones musicales sobre el mismo tema, acercándose al misterio. Cada una nos dispondrá a la oración. «En el principio ya existía la Palabra» nos llevará, hoy, al silencio profundo del que brota la palabra. «El que viene detrás de mí», dice el Bautista, y nos abrirá a la esperanza. «La palabra era la luz que ilumina» nos marcará enseguida. Concluiremos reconociendo que «de su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia».

Que la Virgen del silencio, de la esperanza, de la luz y de la gracia nos acompañe en nuestra meditación.

Primera Variación El silencio del Adviento Oíd, pueblos, la palabra del Señor… (Ant. Entrada Lunes I Adviento; cf. Jr 31,10).

A lo largo de esta primera meditación, deseamos detenernos en el misterio de la Palabra de Dios. «En el principio existía la Palabra» (Jn 1,1). El principio nos sumerge en el misterio. El hombre de hoy pretende haber amarrado los hilos de la técnica con los que puede controlar su presente y su destino. El «principio», en cambio, nos señala lo incontrolable, lo inaferrable, aquello de lo que no podemos disponer. Nos recuerda que la realidad nos sobrepasa, que está antes de nosotros y después de nosotros. Y nos lleva, más aún, a aquello que antecede al cosmos en su integridad y dinamismo, y que constituye la única seguridad que puede sostenerlo.

Hacia allá dirigimos nuestra mirada: al silencio profundo de Dios que suscita el profundo silencio de nuestra intimidad. Sólo en él podremos reconocer la novedad radical y siempre fresca de la Palabra de Dios, y podremos vivir nosotros mismos el estupor ante su pronunciarse en la historia. Sólo entonces podremos recibir de su fuerza purificadora la libertad y la verdad que brota de nuestra vocación eterna. «Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también llamó; y a los que llamó, a ésos también justificó; y a los que justificó, a ésos también glorificó» (Rm 8,29-30).

Para alcanzar la hondura del principio debemos acudir al Espíritu de Dios. Invoquémoslo a él, que conoce las profundidades de Dios, que desciende a los abismos de nuestra propia interioridad, para que nos permita alcanzar una comprensión espiritual del misterio y podamos maravillarnos ante lo que Dios ha preparado para quienes lo aman (cf. 1Co 2,9-16).

1. Un silencio profundo La Palabra que brota del silencio. «En el principio existía la Palabra» (Jn 1,1),

inicia el evangelio de Juan, evocándonos el secreto de la primera revelación: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra». La deuda cósmica de Dios, la conciencia de un mundo que depende radicalmente del acto creador de su Señor, tiene un toque original en el Nuevo Testamento. En ese principio absoluto ya existía la palabra. «Antes» del mundo, en ese «antes» primigenio e incomparable, no se encuentra la nada de un Dios hermético, cerrado, solo, sino la vida intensa del Padre que se pronuncia en su Verbo; su «Verbo surgido

Variaciones sobre el Adviento

3

del silencio», como dijera Ignacio de Antioquía1. En el origen, en el «antes» absoluto de todas nuestras búsquedas, el abismo previo a todo «big bang» y a toda concentración de hidrógeno, en el principio existía la Palabra.

Tal es, en realidad, el misterio mismo de Dios. Por él sabemos que siempre que Dios actúa en la creación y en la historia, que cada vez que somos testigos de su omnipotencia, la Palabra que existe desde la eternidad en el seno del Padre y la fuerza del Espíritu que nos abre a su comprensión, extienden en la realidad creada la intimidad de Dios Trino. Nuestra vida prolonga, en este sentido, el amor y la vida que permanentemente el Hijo recibe del Padre.

Misterio profundo. En su hondura, queda bien descrito por el autor del libro de la Sabiduría: «Cuando un profundo silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera...» (Sb 18,14). Así de distante de nuestras claridades y logros es el abismo divino. La paz de Dios supera todo conocimiento humano (cf. Flp 4,7). La realidad de Dios es la mayor de nuestras ignorancias, pues siempre que lo conocemos es más lo que ignoramos. El profundo silencio de Dios, su abismo insondable.

Sin embargo, el texto de la Sabiduría no se refiere al misterio de Dios en sí mismo. Se trata en realidad de un preámbulo para hablar de su intervención poderosa en medio de los hombres. «Cuando un profundo silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del cielo...» (Sb 18,14-15). A pesar de que el pasaje se refiere directamente a la noche terrible del exterminio de los primogénitos en Egipto, ese mismo pasaje se vuelve elocuente expresión de la obra salvífica de Dios. Así lo entendieron muchos Padres de la Iglesia, leyendo en él una indicación de la Encarnación.

La Encarnación del Verbo de Dios, en realidad, no sólo fue precedida por la intensa oscuridad del pecado. Antes que nada, reclamó para sí como espacio casi natural un silencio acogedor, el del seno orante de María. Así, el profundo acercarse de Dios al hombre pasó por la elocuente disposición de María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Ella, la mujer del silencio, el corazón inmaculado, era la profundidad humana disponible para recibir la palabra.

Guardar silencio. El Adviento nos enseña, como María, a guardar silencio. La expresión es significativa: «guardar silencio». No se trata de callar; no se trata de anular al espíritu. Si a quien esperamos en este tiempo es a la Palabra que brota del silencio de Dios, requiere el silencio del corazón para acogerla, ese silencio del que María es ejemplo insigne. En ella el amor no calla, ni se aniquila la libertad; antes bien, es un movimiento humano denso, cargado de significado, el del más intenso dinamismo espiritual. «Guardar silencio». Se trata

1 IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Magn 8,2.

Variaciones sobre el Adviento

4

de un silencio creado, cultivado, conservado, producto de la más delicada atención interior.

Los antiguos padres hablaban del «silencio del espíritu», el hesykio (la hs̀uci,a o el hs̀uci,on). En él, la receptividad no es pasividad; su dinamismo resulta de la más viva capacidad de acoger la obra de Dios. «Cuanto más despierta está el alma, más apaciguada resulta. En el consejo que da san Serafín para buscar ante todo la paz interior, ésta designa el hesykio, donde el hombre se convierte en el lugar de Dios. Si “el Verbo procedió del silencio”, entre los hombres el silencio despoja al hombre de sus habladurías desconsideradas y entonces el silencio se convierte en “fuente de gracia para el que escucha”»2.

La actitud de María, mujer del adviento, se reflejó después en su propio estilo de discípulo. Ella, según el evangelio de san Lucas, «conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51), refiriéndose a cuanto acontecía en el niño de sus entrañas. El verbo utilizado por el evangelista, diathre,w, indica el cuidado que se tiene por conservar algo valioso. Ella, literalmente, atesoraba todas esas cosas en su corazón.

Por otro lado, el discípulo fiel, según la conclusión del evangelio de Mateo (cf. Mt 28,20), debe aprender a «cumplir» (thre,w) todo lo que el Señor Jesús ha enseñado. Este «cumplimiento» de los mandatos reviste también un carácter de cuidado, de conservación, de apropiación en la vida. También es un «guardar» la enseñanza del maestro.

De esta manera, podemos comparar las actividades espirituales de María y de todo discípulo. El guardar de María en Lucas es una atención contemplativa. El guardar del discípulo en Mateo es una obediencia diligente. En ambos casos, se trata de la asimilación amorosa del designio de Dios, del dinamismo de una acogida libre y personal delante de la obra de Dios. Podemos decir, más aún, que ambas acciones se complementan: por una parte, está la invitación a acariciar interiormente el tesoro recibido, y por otro el de hacer operativa la fe a través del propio comportamiento.

El tesoro interior y la operatividad evangélica nos remiten a otros dos pasajes, no menos significativos: la enseñanza de que donde está el propio tesoro ahí tenemos el corazón (cf. Mt 6,21) y la del talento que fue escondido (Mt 25,25). El primero es una invitación a purificar nuestro interior a partir del silencio contemplativo. El segundo es una advertencia contra la pasividad espiritual. Aunque hoy guardar nos pueda parecer lo mismo que esconder, el guardar del espíritu es fecundo, mientas que el esconder en la tierra es estéril, y el Señor lo reprueba abiertamente.

2 P. EVDOKIMOV, Las edades de la vida espiritual, Salamanca 2003, 198, citando a IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Magn 8,2, y a BASILIO DE CESAREA, Regla Breve, 208.

Variaciones sobre el Adviento

5

El silencio del espíritu es, así, el espacio necesario de la invocación. Pero no se trata de un silencio mudo, que se opone a la palabra, sino al contexto que permite escuchar la palabra. No es el silencio del oprimido, del que no puede hablar, del que se hace callar a fuerza de amenaza y enfrentamiento. No es tampoco el silencio cobarde de quien calla cuando debería levantar la voz, ni el silencio escéptico del que desconfía ante toda voz humana. Por otro lado, se opone a la palabrería vana y superficial, al hablar irresponsable y ligero que caracteriza nuestros discursos y conversaciones. Es por ello que el silencio del espíritu pasa también por la ascesis, el deber de acallar la necedad. Es, en una palabra, el silencio que fragua la palabra, la palabra verdadera, la única que merece la pena ser escuchada, acogida y encarnada.

2. Estupor ante la palabra

Asombro. «¿Cómo será esto, puesto que yo no conozco varón?» (Lc 1,34), dijo María ante el anuncio del ángel. «¿Cómo será esto?» En realidad, a la pregunta la antecede la sorpresa. Y la sorpresa es silenciosa, expectantemente silenciosa. La palabra de Dios genera estupor. El acontecimiento inesperado nos pone alerta, mantiene en alto nuestra cabeza.

La rutina suele velarnos la realidad. Es digno de asombro estar vivos, habitar un mundo como el nuestro, cuestionarnos sobre él, encontrarnos unos con otros como semejantes, construir con ingenio estancias nuevas. Y sin embargo, nos acostumbramos, perdiendo la dimensión extraordinaria de todo lo ordinario. El contenido radicalmente inaudito del anuncio del ángel nos abre, en el Adviento, a la mayor perplejidad.

Tendríamos que reconocer, con san Bernardo, que la venida celebrada en este tiempo no es la de alguien que se encuentra lejos, sino de alguien que ya estaba, pero que no habíamos sido capaces de descubrir. «Non ergo venit qui aderat, sed apparuit qui latebat»3. El que, escondido, latía en el espesor de nuestro propio existir, es el que en el anuncio del ángel se ofrece como promesa y desconcierta a la Virgen. «¿Cómo será esto?». Dios estaba escondido, y se requería una mirada especial para descubrirlo. La encarnación compromete su presencia en un modo singular, y nos hace visible a Dios de manera inesperada. Es la revelación plena de Dios, su manifestación inequívoca. Con todo, no deja dormir la necesaria apertura del silencio humano. Muchos lo han visto y no han llegado a conocer en Él a Dios. La encarnación mantiene despierta la tensión del espíritu humano en su búsqueda de la plenitud, pero le da un rostro igualmente humano a su objetivo. A Cristo, la palabra encarnada, hemos de

3 SAN BERNARDO, Sermones sobre el Adviento, III, 1, 2.

Variaciones sobre el Adviento

6

mirarlo con la misma capacidad de maravilla, con el mismo estupor eucarístico del que hablaba Juan Pablo II4.

Así, el Adviento como tensión hacia la palabra que llega encarnada es ante todo un ejercicio que nos abre a la contemplación del poder de Dios. Es un tiempo que pone a la Iglesia en la actitud expectante y emocionada que describe Gregorio de Nisa, comentando el Cantar de los Cantares:

«La esposa está a la espera de acoger en persona y por completo al esposo en su morada. Está muy contenta de ver aunque sea solamente su mano por la cual él manifiesta, actuando, su poder. “Mi amado metió la mano por el agujero de la puerta” (Cant 5,4). La pequeñez humana no puede recibir dentro de sí la naturaleza ilimitada, infinita. Dice la esposa: “Por él se estremecieron mis entrañas”. La palabra estremecimiento expresa cierto estupor y turbación causados por la novedad del fenómeno asombroso. Su facultad reflexiva enmudeció de admiración ante las obras que por mano divina había llevado a cabo. Comprender esas cosas excede nuestra capacidad humana. Ésta confiesa que la naturaleza de aquel que actúa está por encima de toda comprensión y de todo límite. La creación es obra de esta mano que se nos manifiesta por el postigo de la puerta… Podríamos interpretar de modo diferente el texto, reflexionando de modo semejante. Se me ocurre que por morada de la esposa se entiende también la morada humana. En ésta se ha situado la mano creadora de todos los seres, abajándose hasta la pequeñez y debilidad de la vida humana…»5

Este asombro emocionado ante el poder de Dios que se va desvelando y enamorado ante la inminencia de su llegada caracteriza también el silencio del Adviento. Lo sintetiza así el obispo de Hipona: «Llagaste mi corazón con tu palabra, y yo te amé»6. El estupor ante la palabra llega a ser una herida de amor.

3. La palabra purificadora

Purificación. El estupor ante la palabra no nos hace descuidar su aspecto terrible. De acuerdo con el texto de la Sabiduría al que aludíamos al inicio, la Palabra que viene cuando una oscuridad intensa envolvía todo, llega a purificar. «Cuando un profundo silencio todo lo envolvía... tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del cielo, desde el trono real, en medio de una tierra condenada al exterminio. Empuñado como afilada espada tu decreto irrevocable, se detuvo y sembró la muerte por doquier; y tocaba el cielo mientras pisaba la tierra» (Sb 18,14-16).

La Palabra purifica cuando la tierra se encuentra sumida en el error. Es necesario reconocer que el silencio profundo de la noche incluye también este 4 Cf. JUAN PABLO II, Carta Encíclica «Ecclesia de Eucharistia», n. 6. 5 GREGORIO DE NISA, Homilías sobre el Cantar de los Cantares, XI, 13-14. 6 AGUSTÍN DE HIPONA, Conf. X, 6.

Variaciones sobre el Adviento

7

rasgo terrible: la oscuridad intensa del mundo. El silencio positivo es el profundo misterio de Dios, es el abismo maravilloso de nuestra propia intimidad. Pero existe también un silencio negativo, el frío y criminal rechazo a la Palabra, el silencio hostil del odio. Contra este se entiende la misión del Espíritu Santo como aquel que debe convencernos en lo referente al pecado (cf. Jn 16,16)7. En particular, hoy es necesario que la palabra nos ilumine sobre esta realidad que se pretende olvidar, contra las sugestiones psicológicas por callarlo y sustituirlo con todo tipo de justificaciones. El pecado existe, y se opone a la Palabra. La Palabra viene a luchar contra él, empuñando como espada afilada el decreto irrevocable de Dios.

Este carácter destructor de la Palabra no tiene la intención de asustarnos, sino de mantenernos alerta. A este respecto conviene recordar que la primera mitad del Adviento no nos coloca primero ante el misterio de la Encarnación, sino de la Parusía, la segunda venida del Señor, cuando vendrá como juez de vivos y muertos. Esta venida tiene, por supuesto, un carácter glorioso y salvador. Es ante todo la majestad de Dios que procede a poner al descubierto el sentido de la historia. Sólo a Cristo compete abrir los sellos, emitir el juicio sobre el libro de la vida. Para nosotros, entonces, ello significa despertar nuestra conciencia ante el Dios que es también juez, al que hace que nuestro acontecer no se diluya y cada vaso de agua dado al sediento pueda tener, en efecto, repercusiones de eternidad (cf. Mt 25,40). Para aquellos que viven en oposición a la Palabra, los signos de su venida son terribles. Para quienes han entrado en armonía con ella, son motivo de alegría porque llega el momento de la liberación (cf. Lc 21,25-28).

El Adviento es, pues, también, un tiempo de purificación. Con un matiz diverso de la sobriedad cuaresmal, mantiene, con todo, un sentido aún más radical: delante del juez de la historia nuestra capacidad de acogida se pone en movimiento. No es, por lo tanto, una purificación penitente, sino expectante; una purificación cribada por el amor. Estamos, en este sentido, en consonancia con el comentario de Gregorio Niseno: «¡Que viene el esposo! Uno de los grandes preceptos del Señor es éste: que por Él los discípulos del Verbo, sacudiendo el polvo del alma y liberándola de toda materialización, levanten sus deseos a lo sobrenatural. Cuando los ojos miran a lo alto han de ser más fuertes que el sueño y guardarán el espíritu bien despierto frente al que engaña las almas y pone asechanzas a la verdad. Entiendo por dormición lo que, cuando nos sumergimos en las añagazas de la vida, provoca sueños ilusorios, como son honores, riquezas, poder, vanidad, fascinación de los placeres, ansias de

7 Cf. también JUAN PABLO II, Carta Encíclica «Dominum et Vivificantem», nn. 27-48.

Variaciones sobre el Adviento

8

renombre, deseos de gozar, pretensiones de grandeza y cuanto lleva consigo la vida de hombres irreflexivos con tantos esfuerzos inútiles, de mera ilusión»8.

El pasaje de la Sabiduría concluye describiendo que la palabra toca el cielo mientras pisa la tierra. Esa es la síntesis del acontecimiento que celebraremos: la Encarnación. Delante del Niño Dios en quien se realiza tal misterio, confesamos nuestra certeza de que será Él quien rescate a los hombres de la esclavitud. Dice Guillermo Abad: «Por eso, después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los profetas en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en el tiempo final, nos has hablado por medio de tu Hijo, tu Palabra: por él fue hecho el cielo y por su Espíritu los ejércitos celestiales. El habernos hablado por medio de tu Hijo no fue otra cosa que poner de manifiesto cuánto y de qué manera nos amaste, ya que no perdonaste ni a tu propio Hijo, sino que lo entregaste por todos nosotros; él también nos amó y se entregó por nosotros. Señor, ésta es la Palabra que nos has enviado, tu Palabra omnipotente, que cuando un silencio profundo envolvía toda la tierra, es decir, cuando estaba sumida en el error, bajó de tu trono real, para destruir todos los errores, para promulgar la suave ley del amor. Y todo lo que él hizo, todo lo que dijo aquí en la tierra, todo lo que sufrió, los oprobios, salivazos y bofetadas, hasta la cruz y el sepulcro, no fue otra cosa sino el hablarnos tú por medio de tu Hijo, atrayéndonos con tu amor, suscitando nuestra respuesta de amor»9.

El silencio que buscamos, el que nos prepara a acoger la palabra, dispone el corazón a dicha purificación. No teme el abrazo del Señor para el que no hay secretos.

Conclusión. A modo de conclusión, podemos preguntarnos a qué se debe

que fracasen tantos esfuerzos contemporáneos por «dialogar», sino a la precipitación por iniciar la conversación, una urgencia que arrolla la posibilidad del encuentro en el naufragio del egoísmo. El diálogo tendría que ser ante todo escucha. Precisamente la escucha nos enseña a hablar. No hay fe sin escucha, no hay hogar sin acogida, no hay vida sin asimilación. El diálogo que hoy necesitamos, al interno de nuestra propia conciencia, entre amigos, entre familias, entre naciones, entre grupos políticos, entre grupos sociales, tiene mucho que aprender de la disciplina silenciosa del Adviento. Finalmente, el amor al que tiende el diálogo es sobre todo obediencia a la belleza que surge ante mis ojos, contemplación devota, silencio maravillado.

8 GREGORIO DE NISA, Homilías sobre el Cantar de los Cantares, XI, 1. 9 GUILLERMO ABAD, Tratado sobre la contemplación de Dios.

Variaciones sobre el Adviento

9

A la Virgen del Silencio Abismo purísimo creado para acoger la palabra, para guardarla en tu corazón; silencio fecundo abierto a la gestación en ti, por ti, de la Palabra salvadora; núbil doncella desposada con la nube, el aliento, el fuego de Dios, a ti consagramos el tiempo de gracia del Adviento. Bajo el amparo de tu mirada reposada y orante, señora del Tepeyac, deseamos cobijar nuestro camino. Nuestro abismo grita hoy al tuyo con voz de cascadas. Nuestra carne herida clama a la tuya, hermana, remedio infalible, prístino barro, nuevo despertar. Imploramos la gracia del silencio, la gracia del asombro, la gracia de la libertad. Procúranos tú, corazón del silencio, madre del Verbo, rosa del amor, la dócil respuesta del alma dispuesta: “Que hoy se cumpla en mí, Padre, tu santa voluntad”. Amén.

Segunda Variación La esperanza del Adviento Vendrá el Señor, mi Dios… (Ant. Entrada Martes I Adviento; cf. Zc 14,5).

Vendrá… Viene… Está por llegar. «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). El silencio del Adviento nos ha dispuesto a escuchar la voz para reconocerlo y abrirle la puerta. La emoción de su llegada se asemeja a la del precursor, cuando decía: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí» (Jn 1,15).

Hay en todo el Adviento una notable tensión de futuro. Incluso cuando recordamos un nacimiento acaecido hace más de dos milenios, la vivencia espiritual del nacimiento del Salvador nos proyecta hacia delante. Es por ello que la virtud característica de este tiempo es la esperanza. Como sabemos, la esperanza teologal tiene a Dios por objeto. Es decir, no se trata simplemente de mirar adelante esperando un indistinto «futuro mejor». El futuro es «mejor», sin duda, pero no como un lacónico buen deseo, sino como consecuencia de una certeza, la certeza misma de la fe: es Dios quien viene, es el Señor quien se acerca. «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios –reza el Benedictus– nos visitará el sol que nace de lo alto» (Lc 1,79). La indicación del Bautista no es distinta de la de su padre Zacarías. Delante de nosotros está el Señor, que viene.

1. El «tema» del Adviento: ¡Ven! Signo de contradicción. Tal es, en efecto, el «tema» del Adviento: «¡Ven!»

Imploración más que oportuna cuando muchas voces en nuestro entorno dicen «¡Vete! ¡No te queremos aquí! Tu presencia es impertinente y molesta». ¡Con cuánta razón el evangelista constataba que la Palabra «vino a su casa y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). ¡Cuán vigente resulta la advertencia del anciano Simeón a la Virgen María!: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción» (Lc 2,34)! Su presencia contradice un mundo hedonista, el del corazón saturado de sí mismo hasta el aburrimiento, el de la afirmación egoísta y la instrumentalización cínica del hermano. El escándalo de su predicación se repite, y al igual que en su discurso inaugural en Nazaret, muchos intentan hoy llenos de ira llevarlo «a una altura escarpada del monte sobre el cual está edificada su ciudad para despeñarle» (Lc 4,29). Y él, entonces como hoy, al encontrar una reacción hostil, pasando por medio de ellos, se marcha (cf. Lc 4,30). El que viene como luz para alumbrar a las naciones se retira ante el rechazo de sus hermanos. Y esos hermanos suyos quedan vacíos de esperanza.

Variaciones sobre el Adviento

11

El rechazo que vivió Cristo en su vida terrena se repite, con frecuencia, en el rechazo que sufre su Esposa, la Iglesia. En ocasiones por el desconcierto que generan las traiciones a su amor originario; a veces por el cristal roto de fieles y ministros indignos de su nombre; pero sobre todo por la incomodidad de manifestar la exigencia de la plenitud y el mensaje de la misericordia. Hoy la Iglesia de Cristo vive esa doble persecución: la de verse desacreditada por dentro a causa de sus infidelidades y la de encontrarse acosada por fuera a causa de la sublimidad de sus galas. Hoy también, como la mujer del Apocalipsis, debe huir al desierto acosada por la Bestia (cf. Ap 12,6). Sin embargo, sabe que las túnicas de sus hijos han de ser blanqueadas por la Sangre del Cordero, y que el himno de alabanza se entonará con fuerza en la Jerusalén celestial. La esperanza vence todo desgano y tranquiliza todo activismo desenfrenado. Ningún paso carece de sentido, ningún dolor es estéril, porque miramos aquella promesa que no falla: Él mismo «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,4). Escuchamos en verdad al Señor que nos dice «Mira que hago un mundo nuevo» (Ap 21,5), y esa novedad ofrecida es la que anima nuestros pasos y nos hace confiar, la que nos hace hoy dar razón de nuestra esperanza (cf 1P 3,5).

Un futuro siempre nuevo. Esta novedad radical que miramos delante y nos alienta explica que la fe nos proponga un esquema lineal, que mira el futuro con esperanza. Los cristianos no concebimos un tiempo pasado mejor, ni nos conformamos con ciclos monótonos en la historia. Hay un horizonte. No giramos en el vacío. Y el horizonte es tan amplio como el ímpetu de nuestra vida que tiende hacia delante; más aún, mayor que él. Porque por una parte nuestro impulso tiene el tamaño del anhelo de Dios clavado en nuestro corazón como una nostalgia inmensa, y su desembocadura es el Dios vivo, océano inconmensurable que supera todo posible deseo.

Esta perspectiva de las bodas del Cordero retoma y sobrepasa la lógica de la promesa del Antiguo Testamento. Es verdad que ya el pueblo de Israel caminaba hacia una tierra prometida. Abraham, creyendo, salió y esperó contra toda esperanza (cf. Rm 4,18). El pueblo esclavo en Egipto creyó y salió hacia la tierra que mana leche y miel, que nunca había visto y sin embargo por la palabra había percibido en la fe. Toda la corriente mesiánica nos encauza hacia un rey mesías. Y esto es lo que Cristo cumple, llevándolo más allá. Este divino «llevar siempre más allá» explica que la forma de la espiritualidad cristiana haya quedado marcada para el ser humano por esta permanente invocación: «¡Ven!»

No es extraño, así, que Karl Rahner pueda constatar: «En las primeras páginas de la sagrada Escritura ya está prometida tu venida y, sin embargo, en su última página, a la cual nunca debe ser agregada otra, se encuentra la oración: ¡Ven, Señor Jesús!». Es la invocación que caracterizó la antigüedad cristiana:

Variaciones sobre el Adviento

12

Maranathá, con su doble posible significado: la constatación de que el Señor viene, atendiendo a nuestra oración, y la garantía de su promesa, por la fuerza del Espíritu: viene y vendrá. Está siempre llegando. Realidad que se cumple plena y constantemente en la epíclesis eucarística.

Un deseo intenso. Se trata de una invocación que brota del deseo, y a la que Dios da respuesta superlativa. ¿Será posible que los hombres hayan renunciado al reclamo interior, que se acalle el legítimo impulso que el corazón humano guarda de tender hacia Dios? No lo creo. ¿Quién no se reconoce en aquella reflexión de san Agustín sobre el salmo 37?: «Rugía debido a los gemidos de mi corazón. Hay un gemido oculto que no puede ser oído por el hombre; pero, si el corazón está invadido por un deseo tan ardiente que la herida del hombre interior llegue a expresarse con voz más clara, entonces se investiga la causa… Si bien los hombres pueden oír los gemidos de un hombre, frecuentemente lo que oyen son los gemidos de la carne, pero no oyen al que gime en su corazón. Y ¿quién conoce el motivo de estos gemidos? Escucha: Todas mis ansias están en tu presencia. Por tanto, nuestros gemidos no están delante de los hombres, que no pueden ver el corazón, sino que todas mis ansias están en tu presencia. Que tu deseo esté siempre ante él; y el Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Tu mismo deseo es tu oración; si el deseo es continuo, la oración es continua… Existe otra oración interior y continua, que es el deseo. Aunque hagas cualquier cosa, si deseas el reposo en Dios, no interrumpes la oración. Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo»10.

El «¡Ven!» del Adviento recoge no sólo la invocación del corazón humano, sino de la Iglesia entera. Ella emite estos gemidos porque necesita de su Esposo. Más aún, el universo entero gime, esperando que Él venga y se muestra también en el rostro refulgente de su Iglesia. La belleza gime por ser restaurada. Y el Esposo la embellece con el Espíritu. ¡Qué necesidad tenemos de seguir gritando al Esposo que nos envíe su gracia!

2. Tres formas de esperar

Esperar. El apóstol Pablo, en un célebre pasaje de su carta a los cristianos de Roma, deja ver el alcance cósmico de la invocación de Dios y el lugar que en ella ocupa la esperanza. «La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad..., en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos, es 10 AGUSTÍN DE HIPONA, In Psal. 37.

Variaciones sobre el Adviento

13

aguardar con paciencia. Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rm 8,20-27).

Esta vida en el espíritu, descrita magistralmente por el apóstol, nos permite entender que la esperanza cristiana es el impulso del Espíritu Santo en nuestro interior, gimiendo por alcanzar la libertad, la salvación, la plenitud que Cristo ofrece al hombre. Esperar es vivir despierto, no dejar que se nos agache la mirada al sueño. El cristianismo es una religión de esperanza.

Esperan en Dios, en el hermano, en el sentido de mi vida. Un célebre filósofo de la religión explica que en el cristianismo convergen las tres formas de creer: creer en el sentido de mi vida, creer en Dios, creer en el hombre11. Tendríamos que decir lo mismo respecto a la esperanza: en el cristianismo convergen los tres modos de esperar. Hoy existe una fuerte crisis respecto a lo que podemos esperar. El alcance de nuestras aspiraciones se ha moderado, se ha vuelto mediocre, precisamente porque no esperamos una plenitud, sino pequeños subterfugios, paliativos insuficientes para calmar nuestra sed de Dios. Nos convencen con promociones de baratijas, nos venden espejos de ilusiones sin contenido, y nos advierten que aspirar a Dios es un modo de alejarnos de la realidad que nos rodea. ¡Grande mentira! Desde que aceptamos que la fe era un opio enajenante, no sólo dejamos de esperar el cielo, sino también dejamos de esperar la tierra. El impulso de nuestras búsquedas se satisfizo –o creyó poder satisfacerse– con migajas de sentido. Y nuestra vida terrena se ha vuelto superficial, inconsistente, aburrida.

El Adviento nos ayuda a recuperar y hacer vigentes en nuestra propia vida los tres modos de esperar. Podemos esperar para nuestra propia vida un sentido de plenitud. Pero debemos sacudirnos la fantasía de que toca a nosotros inventar caprichosamente un sentido: nuestra vida tiene sentido como el regalo dado por Dios, como la acogida de su amor. Esperar no es sentarme fatigado a ver qué ocurre, sino ponerme en camino, dirigirme hacia el horizonte que Dios me ofrece.

Podemos esperar también en Dios. Con frecuencia, se despierta en nosotros el recuerdo de Dios en nuestras necesidades, y ello es válido. De hecho, tenemos mil testimonios para recordar que esperamos de Dios. Esperamos de Él porque todo nos ha sido dado por Él. Nuestra vida viene de Él, nuestro entorno viene de Él, nuestros nexos humanos vienen de Él. Toda la riqueza, tantas veces descuidada, que colma nuestra existencia proviene de él. Y por ello, podemos confiar y seguir levantando nuestra mirada hacia su largueza y benignidad. Es lícito para el cristiano levantar con confianza su mirada hacia 11 Cf. B. WELTE, ¿Qué es creer?Barcelona 1984.

Variaciones sobre el Adviento

14

su Padre y esperar de él. Sin embargo, el Adviento nos lleva más lejos. No somos limosneros en el camino de Dios levantando la mano hacia Él. Precisamente porque somos sus hijos, porque hemos recibido las prendas del Espíritu, el Adviento nos recuerda que no podemos conformarnos con esperar de Él: debemos ante todo esperarlo a Él. Quien viene a nuestro encuentro es Él mismo, quien se nos da es Él mismo. El camino del Adviento, representado tantas veces en las pastorelas populares, nos pone en camino para encontrarnos con Él, que ha venido a nuestro encuentro. Nuestro pequeño acercamiento hacia el pesebre es muy corto, comparado con el inmenso abajamiento del Verbo de Dios, que «se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Pero este es el punto que convierte nuestra esperanza en una esperanza teologal. Su objeto es Dios. Es a Él, como salvador, a quien esperamos, hacia el que tendemos, nuestro punto de llegada, nuestro horizonte, porque Él mismo –esto es lo que nos recuerda la Navidad– decidió hacer de nuestro pobre barro su morada y hacer de nosotros el horizonte de su amor.

Por último, el Adviento nos enseña también a esperar en el hermano. Nadie puede amar a Dios, a quien no ve, si no ama a su prójimo, a quien sí ve (cf. 1Jn 4,20). Lo mismo ocurre con la esperanza: nadie puede esperar en Dios si no espera, a la vez, en el hermano. Y aquí se ponen en juego también dos actitudes espirituales diversas. Por una parte, esperamos del hermano. No cabe el engaño del encerramiento en los límites de nuestro propio egoísmo. Necesitamos del hermano. La comunión, la participación, el encuentro con el hermano me enriquece. Mi vida no sólo se empobrecería sin él: sería un círculo vicioso, el hartazgo de mi propio ombligo. El Adviento me enseña a salir de mí para reconocer mi indigencia y colocarme con ella delante del hermano. Necesito su compañía, necesito su calor, necesito su amor. El sentido de mi propia vida se enlaza con el caminar de sus pasos, y el encuentro con el hombre me humaniza. Necesito del hermano. Espero del hermano. Y ello no sólo en cuanto él sea más rico que yo y tenga cosas que darme. Su misma presencia me aporta algo. Creemos no tener nada que esperar del pobre, del hambriento, del que necesita cobijo, y es todo lo contrario: precisamente de ellos recibimos la riqueza de la gratuidad, del no tener con qué pagar, del caminar juntos porque reconocemos juntos una humanidad solidaria. Y el reconocimiento de la mutua indigencia nos puede mover a la caridad, y abrir el horizonte de nuestra espera en Dios de modo que se vuelva también en espera para el hermano. Lo que espero para mí lo espero también para él, de parte de Dios. Y esto sin ningún tipo de envidia o rivalidad. La riqueza del hermano, lo que espero para él, no me empobrece. Al contrario, descubrir que yo tengo algo que ver con él, que es mi hermano, me lleva a alegrarme de su propia alegría. Espero para él no porque eso redunde en beneficio material para mí, sino porque en razón de la comunión fraternal, su riqueza es mi alegría. Así, descubrimos que la esperanza

Variaciones sobre el Adviento

15

es ante todo apertura y amor. En realidad, las tres formas de creer que corresponden a tres formas de esperar, coinciden con las tres formas de amar. Se contraen, sin embargo, al único amor, el mismo amor que Dios ha derramado en nuestros corazones, el Espíritu que gime en nuestro interior. El gemido es esperanza, es amor y es fe: es apertura a lo divino, a lo divino que es Dios en sí mismo, a lo divino que es el impulso de mi interior hacia la plenitud en Dios, a lo divino que es la imagen de Dios en el hermano.

3. El amor espera sin límites

Esperanza y amor. La intensidad de la esperanza cristiana es presentada en el himno paulino a la caridad de manera radical: «el amor espera sin límites» (1Co 13,7). La esperanza caracteriza el amor cristiano. Esta relación entre amor y esperanza la explica san Alfonso María Ligorio en una rica reflexión: «La esperanza hace crecer la caridad y ésta hace aumentar la esperanza. Esperar en la bondad divina, ciertamente acrecienta el amor a Jesucristo, y es sentencia de Santo Tomás que, desde el punto en que esperamos algún bien de otro, comenzamos ya a amarlo… Por otra parte, Dios ama a quien lo ama y colma de gracias a quien con amor lo busca: El Señor es bueno con quien lo busca (Lm 3,25). Por lo que, en consecuencia, quien más ama a Dios, más espera en su bondad. Y de esta esperanza nace en los santos aquella inalterable tranquilidad que les conserva en perpetua alegría y paz aun en medio de las adversidades; porque, amando a Jesucristo y sabiendo cuán largo es y liberal en sus dones con los que lo aman, confían en Él y sólo en Él hallan reposo…» A este propósito, el santo nos recuerda el carácter teologal de la esperanza. Su objeto primario «es la posesión de Dios en el cielo» y no debemos creer que la posesión de Dios en el paraíso signifique un obstáculo para nuestra caridad, «porque la esperanza del paraíso está unida inseparablemente a la caridad, la cual en el cielo llega a su cabal perfeccionamiento. La caridad es aquel tesoro infinito que, como dice el Sabio, nos hace amigos de Dios. El angélico Tomás escribe que la amistad tiene por fundamento la comunicación de bienes, porque, no siendo la amistad más que un amor recíproco entre los amigos, es necesario que entre ellos se establezca la comunicación de bienes, como a cada uno conviene. Por eso decía el santo: “Si no hay comunicación alguna, tampoco habrá amistad”; y por eso también dijo Jesús a sus discípulos: A vosotros os he llamado amigos, pues todas las cosas que de mi Padre oí os las di a conocer (Jn 15,15). Porque había hecho a los apóstoles amigos suyos, por eso les había comunicado todos sus secretos… Enseña Santo Tomás que la caridad no excluye el deseo de alcanzar las mercedes que Dios en el cielo nos tiene preparadas, sino que las hace considerar como el objeto principal de nuestro amor, que es el mismo Dios, que se deja ver y gozar de sus escogidos; porque es propio de la amistad que el amigo disfrute con el bien de su amigo. Ésta es aquella mutua comunicación de

Variaciones sobre el Adviento

16

dones de la que hablaba la esposa de los Cantares: Mi amado es mío y suya yo (Cant 2,16). El alma se da del todo a Dios en el cielo, y Dios se da del todo al alma, en cuanto ella es capaz y conforme a la medida de sus merecimientos… Éste es el último fin que el Señor, en su bondad, nos tiene deparado en la otra vida: mientras que el alma no llegue a unirse con Dios en el cielo, que es donde se verifica la perfecta unión, no puede hallar en la tierra cumplido reposo. Cierto que los amadores de Jesucristo hallan su paz en conformarse con la divina voluntad, pero no pueden hallar en esta vida pleno descanso, porque esto sólo se alcanza cuando se logre el fin último, que es ver a Dios cara a cara y ser como consumido en su santo amor. Mientras el alma no consiga este fin, estará siempre inquieta, gimiendo y llorando»12.

La fuerza de la esperanza. Esta esperanza sin límites, la que tiene a Dios por objeto, la que se entusiasma con la perspectiva de la unión con Dios, adquiere por lo mismo una fuerza inusitada para su propia vida. La esperanza sin limites otorga al creyente su vigor sobrenatural. Como recordaba el libro de la consolación de Isaías: «Los que esperan en Yahveh renuevan las fuerzas, remontan el vuelo como águilas, corren y no se fatigan, andan y no se cansan» (Is 40,31). Esta esperanza, por otro lado, tiene el sabor de la alegría. Como observaba el Papa Juan Pablo II a propósito de María, la primera bienaventuranza fue dirigida a ella: «Dichosa tú que has creído». La fe es motivo de alegría en el espíritu. Esta alegría explica la explosión de júbilo del Magnificat, y que María se convierta en la mujer de la esperanza. Su prima Isabel, en efecto, completa la bienaventuranza con la sentencia de que «se cumplirá cuanto te fue anunciado». La mirada hacia el futuro la consagra como la mujer de la promesa. María puede esperar porque cree y porque ama, y es así la mujer que todo lo espera, y quien tiene, por ello, una fortaleza singular. Tal comprensión de su persona permite reconocerla en aquella descripción que presenta san Pablo de los buenos discípulos, que debe vivir «siendo fervientes en el Espíritu, sirviendo al Señor, alegrándose en la esperanza, perseverando en el sufrimiento, dedicándose a la oración» (Rm 12,11-12).

El Adviento, tiempo de esperanza, nos mantiene despiertos con el

estribillo «¡Ven, Señor!». En esta invocación se sintetiza el dinamismo espiritual cristiano, que nos abre e impulsa a Dios, a nuestros hermanos y al sentido de nuestra propia vida, haciéndonos fuertes en el amor, como María.

12 ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Práctica de amar a Jesucristo, cap. 16.

Variaciones sobre el Adviento

17

A la Virgen de la Esperanza Estrella de la mañana, profeta del sol, en ti ponemos nuestra sed y nuestro anhelo; el ansia de Dios, sembrada en el alma por nuestro creador, y el deseo de abrirnos a su presencia guiados por el brazo infalible de la gracia. Te suplicamos que, bajo tu mirada, la esperanza nos mantenga alegres, nos haga fuertes, despegue nuestro impulso al cielo de tu manto. Imploramos a tu Hijo: ¡Ven, Señor! Y suplicamos de tu amor el perenne sí que nos lo acerca, el potente fiat de tu voluntad atenta. ¡Virgen de la esperanza! Que esperemos en Dios, como tú; que esperemos de él su amor infatigable y lo esperemos a él como horizonte infinito. Que esperemos en el hermano, como tú; que esperemos para él su felicidad gloriosa y esperemos de él, con humildad sincera, el abrazo de paz; que esperemos para nuestra vida su sentido último en la patria eterna donde tú reinas ya. Santa María, ruega por nosotros que recurrimos a ti ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Tercera Variación La luz del Adviento Ilumina los secretos de las tinieblas… (Ant. Entrada Miércoles I Adviento; cf. 1Co 4,5).

El tema de la luz caracteriza la Natividad del Señor. El Adviento, por lo tanto, dispone el espíritu a recibir la luz. De hecho, la corona que adorna nuestras casas e iglesias es un recurso pedagógico para vivir espiritualmente esta acogida.

El evangelio de san Juan nos presenta a Jesús como luz del mundo. Leemos en el prólogo: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo» o, como dice otra traducción, «que viene a este mundo» (Jn 1,9). Los exegetas discuten la posible traducción, entendiendo la última expresión referida a Cristo o al hombre. Teológicamente ambas traducciones son plausibles. Cristo ilumina viniendo a este mundo. Ilumina a todo hombre que viene a este mundo. De cualquier manera, Cristo se identifica con la luz verdadera, y el tema del Adviento de su venida tiene el contenido propio de venir como luz. De hecho, en una de las más solemnes proclamaciones de la identidad de Jesús, el mismo evangelista pone en labios esta expresión: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Que la luz ilumine nos acerca a la idea de la verdad; este texto nos advierte que la luz orienta el camino y es una luz de vida. De ahí que podemos reconocer la cercanía de este texto con otro, muy conocido: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Cristo es luz verdadera, camino verdad y vida: es camino de vida porque porta la verdad de Dios. No una verdad entendida como una teoría, sino como la vida misma del hombre.

Sobre este tema reflexionaremos ahora: de qué manera la luz de Cristo nos orienta como verdad, en el camino, para la vida, y cómo el prepararnos en medio de la noche para recibir la luz nos coloca en la actitud espiritual básica de toda nuestra fe. El Adviento evoca nuestro bautismo y nos actualiza el rito en el que se nos entrega el cirio encendido: «Recibe la luz de Cristo».

1. La luz de la verdad

El testigo fiel y verdadero. Cristo es la luz verdadera que viene a este mundo. Hablar de la luz de Dios es hablar de su gloria, de su majestad, de su grandeza, pero no sólo en cuanto Él las posee en sí mismo, sino también en cuanto nos son dadas y participadas. Tal es el sentido de que la luz venga. Viene a dar testimonio. Por ello no es extraño que el Apocalipsis hable de Cristo como el «testigo fiel y verdadero» (Ap 3,14). El testigo, el ma,rtuj, es fiel y verdadero.

Variaciones sobre el Adviento

19

Estos dos adjetivos nos permiten percibir una doble referencia: por una parte, al Padre, de quien tiene que dar testimonio, a nombre de quien habla y con la fuerza de quien actúa, del que puede decir «el Padre y yo somos uno» (Jn 10,30). Cristo es, en este sentido, transparencia del Padre. Con respecto a Él, su testimonio debe ser fiel, pues “a Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Por ello puede responderle Jesús a Felipe: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9).

El testigo, por otro lado, ha de ser verdadero. Encontramos así una referencia al hombre, ante quien debe ser testigo, a quien se le entrega como luz. Para el hombre, Cristo es luz verdadera, porque el testimonio que da le otorga al hombre el conocimiento del Dios verdadero. Más que nadie, el cristiano, contemplador de Cristo, puede decir lo que osadamente proclamó Job: «Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5). Con razón exultó de alegría el anciano Simeón cuando el niño en brazos fue llevado al templo: «…porque mis ojos han visto a tu salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». (Lc 2,30-31...) Quien realmente ha visto a Dios es quien ve a Cristo. En su rostro brilla humanamente el misterio más profundo de Dios.

Debemos aún añadir que un testimonio no se recibe de manera automática: se cree o se refuta. Es por ello que el prólogo de san Juan presenta una especie de duelo entre luz y tinieblas, que se caracteriza precisamente en razón de la acogida o el rechazo a la luz verdadera que ilumina al hombre. Se trata de un duelo que recorre el evangelio, un contraste entre quienes reciben la verdad de Cristo a través de sus signos, es decir, quienes se convierten en discípulos (cf., p. ej., Jn 2,11) y quienes se resisten a él (cf., p.ej., Jn. 6,66). Así, el evangelista san Juan presenta una especie de gran proceso judicial en el que la respuesta de fe a la verdad de su testimonio es fundamental para obtener la vida. Y la vida personal, el desarrollo de la propia existencia, puede entenderse como un proceso de aceptación de la verdad de Dios.

El Espíritu de la verdad. De hecho, al final del evangelio, en la inminencia de su hora, de la hora de su vuelta al Padre, Jesús anuncia el consuelo del Espíritu: «Les conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito; pero si me voy, se lo enviaré» (Jn 16,7). Y la función del Espíritu consiste precisamente en continuar el proceso de asimilación de la verdad de Jesucristo: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y les anunciará lo que ha de venir» (Jn 16,13). La venida del Espíritu es, pues, condición de crecimiento del discípulo en la verdad.

En el Adviento, hemos de considerar no sólo la primera venida de Jesús, sino también su partida. Porque de su vuelta al Padre depende la entrega de una

Variaciones sobre el Adviento

20

nueva invocación, de una nueva venida, la del Paráclito. Y ésta nueva venida de la realidad de Dios a los hombres, a la apropiación en el propio corazón de la obra de Dios, incluye la fuerza que nos arrastra desde nuestra propia respuesta de fe a la casa del Padre. Por ello el cristiano, creciendo en el Espíritu, vive en su perenne invocación, la invocación de la fuerza de Dios, que todo lo cristifica. Se le invoca en el bautismo, para que selle con la forma de Cristo al ser humano; igualmente, en la epíclesis eucarística es el principio de consagración del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre del Señor. La misma Eucaristía incluye una segunda invocación, la epíclesis eclesiológica, en la que clamamos a él como principio unificador de la Iglesia, integrador del cuerpo místico de Cristo. El Espíritu invocado nos hace vivir en la constante memoria y actualización de la obra de Cristo; nos mantiene despiertos a la realización definitiva de la salvación. En el fondo, la invocación permanente del Espíritu por parte del cristiano y de la Iglesia coincide con la tensión hacia la venida última del Señor en la gloria. La realización plena y definitiva de la obra del Espíritu converge de alguna manera con la segunda venida del Señor.

La capacitación del corazón humano a este horizonte de futuro definitivo pasa, por ello, por la acogida de su primera venida en nuestra lucha cotidiana por ser fieles en nuestra respuesta creyente. Y esto lo potencia el tiempo litúrgico del Adviento.

El Dios verdadero. Ahora bien, el reconocimiento de esta relación con Cristo en su testimonio, que nos transparenta al Padre y nos envía al Espíritu para que nos conduzca, nos hace conscientes de un nivel más en el que Cristo se presenta como luz: a través de su obra, nos hace conocer el misterio más profundo de Dios, su misterio, su verdad misma. Tal es el amarre que cierra la plenitud de su revelación. Dice Jesús: «Él (el Espíritu) me dará gloria, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a ustedes» (Jn 16,14-15). La verdad que Cristo nos revela es el misterio trinitario, la donación eterna de amor que une en la esencia de la única divinidad a las tres personas del Padre, del Hijo y del Espíritu.

El tema de la luz verdadera no es exclusivo de Juan. En las cartas de Pablo encontramos una notable referencia a Cristo como luz, en una bella síntesis de cuanto hemos expuesto: «El mismo Dios que dijo: Del seno de las tinieblas brille la luz, la ha hecho brillar en nuestros corazones, para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2Co 4,6).

En el ascenso hacia esta luz nos puede guiar Gregorio de Nisa, en su meditación de la subida de Moisés al monte para encontrarse con Dios: «Mientras vivamos en esta quietud y paz brillará sobre nosotros la verdad que ilumina los ojos del alma con su esplendor. Dios es la verdad de inefable y misteriosa iluminación que se apareció a Moisés. El hecho de que procediese de

Variaciones sobre el Adviento

21

una zarza la llama que iluminó el alma del profeta no carece de interés para nuestro propósito. La verdad es Dios y la verdad es luz, expresiones sublimes, fiel evangelio en relación a Dios hecho hombre por nosotros. Por consiguiente, la vida virtuosa nos lleva al conocimiento de esta luz que se ha puesto a nuestro nivel por su naturaleza humana. No es que provenga de los astros su fulgor, pues podríamos imaginarlo mero producto de la materia. Tiene su origen en una simple zarza de la tierra, y sin embargo supera con mucho el brillo de los astros de los cielos». Y la misma reflexión del capadocio nos lleva a una consideración mariana, pues el pasaje de la zarza «nos revela también el misterio de la Virgen: luz de Dios por la cual él ha iluminado a todo el mundo. Como la zarza no se consumía, así la Virgen quedó intacta en su alumbramiento; no se marchitó la flor de su virginidad. Esta luz ante todo nos enseña lo que debemos hacer para mantenernos bajo los rayos de la luz verdadera. Pies calzados no pueden subir a la altura donde se ve la luz de la verdad. Hay que descalzar los pies del alma, despojarnos de las pieles terrenales con que nuestra naturaleza se revistió al principio cuando nos hallábamos desnudos por no cumplir lo que Dios manda. A la desnudez espiritual sigue el conocimiento de la verdad, manifiesta por sí misma. Conocemos plenamente lo que somos cuando la mente se purifica de las ideas que tiene sobre lo que no es. A mi entender, ésta es la definición de la verdad: conocer las cosas como son. Error es la ilusión producida en el espíritu tomando por ser lo que no es. La verdad, en cambio, es ver con certeza el ser que realmente es: Hay que pasar mucho tiempo en recogimiento, reflexionando sobre tan importantes cuestiones, y alcanzar con trabajo a comprender lo que es el ser que existe por sí mismo. Y también comprender el no ser, mera apariencia que no tiene existencia propia»13.

Contra tantas complicaciones contemporáneas, aparece en el Adviento la sencillez de la verdad, el esplendor de la verdad. Como discípulos, la luz de la verdad reclama de nosotros descalzarnos de nuestros excesos para adquirir la claridad de la mirada, la capacidad de asombro, la obediencia serena a la realidad. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). La gigantesca desconfianza ante la verdad objetiva que marca nuestra cultura y la deja conformarse con verdades pequeñas, a la medida de cada individuo, obnubilando la capacidad de un conocimiento cierto de Dios, edifica también muchos ídolos, a la altura de cada ocurrencia; ídolos de los que se debe decir, como lo hace el salmista: «Plata y oro son sus ídolos, obra de mano de hombre. Tienen boca y no hablan –¡trágica ironía!–, tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, tienen nariz y no huelen. Tienen manos y no palpan,

13 GREGORIO DE NISA, Vida de Moisés, II, 19-23.

Variaciones sobre el Adviento

22

tienen pies y no caminan, ni un solo susurro en su garganta. Como ellos serán los que los hacen, cuantos en ellos ponen su confianza» (Sal 115,4-8).

El Adviento nos conduce a la adoración del Dios verdadero. Conocemos en Cristo a Dios en verdad, y podemos, en el pesebre, adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).

2. La luz para el camino

La luz nos da paz. «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida». (Jn 8,12). El pasaje nos precisa respecto a la luz el tema del camino: el que sigue a Cristo no caminará en la oscuridad. Cabe aquí evocar la luz que guiaba el caminar de los Magos de Oriente (cf. Mt 2,9). Ya hemos visto que Cristo vino al mundo para enseñarnos el camino hacia la casa del Padre: su venir, irse y volver a venir, el venir del Espíritu para conducirnos hacia la plenitud, nuestro ir llevados por él, nos hace entender que Cristo se ha vuelto luz para nuestro camino. ¿Cómo ha de ser nuestro caminar, si somos iluminados por el que es la luz? ¿Cómo hemos de vivir?

En primer lugar, hemos de reconocer que la verdad de la luz nos da paz. El Viviente entrega a sus discípulos la paz: «Mi paz les dejo, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo. No se turbe su corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). Contra la oscuridad de la angustia, del desconcierto, del miedo ante el futuro, la luz nos hace caminar en paz. A diferencia del que a tientas se procura en la noche una cierta idea de los pasos que debe dar, nosotros podemos, por Él, vislumbrar el sendero y nos sentimos seguros. En realidad, la paz del Resucitado es el mismo don del Espíritu, del que ya hemos hablado, prenda para el camino. Los frutos del espíritu incluyen la paz. El Reino de Dios que Cristo vino a hacer presente, el Reino en el que se encuentra ya quien es dócil al Espíritu y vive bajo sus leyes, «no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el espíritu» (Rm 14,17).

De esta paz habla el santo Pío da Pietralcina: «La paz es la sencillez del espíritu, la serenidad de la conciencia, la tranquilidad del alma y el lazo del amor. La paz es el orden, la armonía en cada uno de nosotros, una alegría constante que nace del testimonio de una buena conciencia, la santa alegría de un corazón en el que reina Dios. La paz es el camino de la perfección, o mejor, la perfección se encuentra en la paz. Y el demonio, que sabe muy bien todo esto, pone todo su esfuerzo en hacernos perder la paz. El alma no debe entristecerse más que por un motivo: la ofensa a Dios. Pero, incluso en este punto, hemos de ser prudentes: debemos lamentar, sí, nuestros fallos, pero con un dolor paciente, confiando siempre en la misericordia divina. Pongámonos en guardia frente a ciertos reproches y remordimientos que, probablemente, proceden del enemigo con el propósito de alterar nuestra paz en Dios. Si tales

Variaciones sobre el Adviento

23

reproches y remordimientos nos humillan y nos hacen diligentes en el bien obrar, sin retirarnos la confianza en Dios, tengamos por seguro que vienen de Dios, pero si nos confunden y nos vuelven temerosos, desconfiados, perezosos y lentos en hacer el bien, tengamos por seguro que vienen del demonio y apartémoslos, buscando nuestro refugio en la confianza en Dios»14.

El faro del puerto. Pero además de enseñarnos a seguir nuestro camino en la paz de Cristo, la verdad de Cristo nos ilumina respecto al punto de llegada de nuestro camino, el faro potente que indica el puerto último en nuestra navegación, la máxima razón de nuestra paz última. Cristo siguió un camino: estando en el Padre, vino al mundo, regresó al Padre, y ahí nos prepara una morada, desde allá nos envía el Espíritu, y volverá para llevarnos con él. Nuestro camino es estar en el mundo, acoger a Cristo y su Espíritu a través del paso de nuestra vida, para llegar a Él, y estar así más allá del mundo.

El conocimiento de Dios nos abre el horizonte pleno de nuestra esperanza, la certeza de nuestro hogar de llegada. Contra toda desconfianza, la paz de Cristo eleva nuestra mirada hacia el cielo. Jesús advierta en la hora de máxima solemnidad: «No se turbe su corazón. Creen en Dios: crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, se lo habría dicho; porque voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde esté yo estén también ustedes» (Jn 14,1-3). Y eso mismo pide al Padre en su oración postrera: «Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Tal es nuestra esperanza. El que vino al mundo para darnos la luz, el que vuelve al Padre, el que nos envía al Espíritu para que nos conduzca, volverá para llevarnos consigo.

3. La luz de la vida

Vida teologal. «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida». (Jn 8,12). Tendrá la luz de la vida. Cristo mismo es la vida. «En ella (la Palabra) estaba la vida» (Jn 1,4). Conocerlo es, en realidad, permanecer en él. «Si permanecen en mí, y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán» (Jn 15,7). Unidos a Él, se obtienen los frutos de la vida. Separados de Él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Por eso, la unión con Él nos santifica. Si nos dejamos guiar en el camino por la verdad, somos santificados por ella. Así oraba Jesús al Padre: «Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad» (Jn 17,17). La vida es santidad, pues acoger la palabra equivale a poseer ya la participación de la vida

14 Citado por J. PHILIPPE, La paz interior, Madrid 2005, 100-101.

Variaciones sobre el Adviento

24

de Dios: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).

La luz verdadera, la luz de Cristo, brilla ya (cf. 1Jn 2,8). Y se nos comunica de tal manera que no queda como una realidad externa. Nos otorga su propia realidad. Nos vuelve a nosotros mismos luz. Hace de nuestra vida luz nueva. En la noche del cuestionar humano, Jesús responde a Nicodemo con el discurso de la vida nueva, para la cual es necesario nacer de nuevo. En ello consiste la vida del Espíritu, la vida del Bautismo, la vida teologal, el obrar la verdad como camino de luz (cf. Jn 3,1-21).

La Navidad nos vuelve conscientes de nuestro Bautismo. De hecho, el tiempo litúrgico navideño culmina con el Bautismo del Señor. Es, por una parte, la preparación a un tiempo ordinario en el que seguimos las acciones y escuchamos las palabras del Señor, para intentar vivir en las obras de la verdad. Pero es también un llamado a estar atentos a su manifestación, la disposición a su revelación; adquirir la mirada discipular de Caná.

Tal es la sugerencia de Juan Pablo II al incluir estos pasajes de la vida del Señor como misterios luminosos del rosario. Lo que ocurre en Cristo y se extiende a lo largo del año litúrgico para nuestra contemplación es, a la vez, lo que debe marcar nuestra existencia cristiana. Y ello lo posibilita el sello, el carácter de nuestro bautismo, que no es otra cosa que la pertenencia a ese mismo Señor, el Viviente. El Bautismo imprime la señal en nuestra alma que hace posible un estilo de vida conforme a la luz. El testimonio de Cristo se convierte en nuestro propio testimonio: «Brille así su luz delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). La luz, que es Cristo, nos convierte a nosotros mismos en luz. «Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con Él y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado» (1Jn 1,5-6). El conocimiento de la verdad nos hace vivir guardando sus mandamientos. «Quien dice: “Yo le conozco” y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él» (1Jn 2,4-6).

Caridad cristiana. La clave de este nuevo modo de vivir es el amor. Lo que Dios ha realizado con el envío de su Hijo no es sino manifestación de su amor. Amor manifestado, amor dado a conocer, amor que llama a vivir en el amor. Amar es entrar en sintonía para el conocimiento pleno de la verdad de Dios, que es amor. «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su

Variaciones sobre el Adviento

25

Hijo único para que vivamos por medio de él». (1Jn 4,8-9). Por ello, «si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4,11). «Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza» (1Jn 2,10). Estamos llamados a vivir en el amor. Así lo mandó el Señor como síntesis de la ley y proclamación de la nueva ley: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). Es la permanencia que resulta del don del Espíritu y que nos mantiene en la unión con Dios. «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16).

Este permanecer en el amor de Dios, que caracteriza la vida cristiana, orienta nuestros pasos y se proyecta como esperanza para la gloria eterna, en la que nuestra condición filial llegará a su plenitud. «Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,1-2). El horizonte, pues, del amor de Dios como nuestro puerto de desembarco reaparece con toda su fuerza. Y lo hace como un principio purificador, el que estamos llamados a vivir en el Adviento: «Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro» (1Jn 3,3). El constante «volver» de Cristo a nosotros de este tiempo nos recuerda que no somos huérfanos. «Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán. Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre y ustedes en mí y yo en ustedes. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,18-21).

El Adviento es el tiempo que nos presenta refulgente la luz de Cristo,

que es verdad, vida y camino. Abrirnos a esta luz realiza la vocación de todo cristiano que describe el príncipe de los apóstoles: «Han purificado sus almas, obedeciendo a la verdad, para amarse los unos a los otros sinceramente como hermanos. Ámense intensamente unos a otros con un corazón puro, pues han sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente» (1P 1,22-23). Pues «la Palabra del Señor permanece eternamente. Y esta es la Palabra: la Buena Nueva anunciada a ustedes» (1P 1,25). Esta es la Palabra que aceptamos como luz de nuestras vidas, la leche espiritual pura que como niños recién nacidos, a fin de que, por ella, crezcamos para la salvación, ya que hemos gustado qué bueno es el Señor. A esta luz, piedra viva, nos acercamos, para que nos haga entrar en la construcción del edificio espiritual de su sacerdocio (cf. 1P 2,2-5).

Variaciones sobre el Adviento

26

A la Virgen de la Luz ¡Espejo de justicia! ¡Madre del verdaderísimo Dios, por quien se vive! ¡Señora de la luz! Nuestros ojos buscan en ti, mujer revestida de sol, encontrar la divina presencia, la intensidad de la zarza ardiente ante la cual, con pies descalzos, nos postramos en oración. Queremos ser, en el camino de la vida, adoradores de Dios en espíritu y en verdad. Queremos vencer con el testimonio de nuestro amor la oposición de la mentira, la falsedad y el engaño que entorpecen la mirada y oscurecen el destino. Queremos llevar en nuestra propia carne la luz que el Señor nos comunicó en el bautismo, y la paz que el Viviente derrama con su espíritu; ser, para nuestros hermanos, los hombres, como Juan, testigos de la luz. Rosa niña de invierno, mensajera de alegría, que la tilma de nuestro obrar sea digna de portar tu imagen radiante y vivaz. Amén.

Cuarta Variación La gracia del Adviento Tú estás cerca, Señor… (Ant. Entrada Jueves I Adviento; cf. Sal 119 (118),151).

El misterio de la Encarnación que contempla san Juan en su prólogo llega a un grado incomparable de asombro al constatar la sobreabundancia de la obra de Dios que hace partícipes a los hombres de su desbordamiento: «De su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia» (Jn 1,16). Es el resultado de haber «contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Cristo está lleno de gracia y verdad. Y de su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. Sobre este misterio nos detenemos en este último paso de nuestra reflexión.

¿Qué significa «gracia y verdad»? Esta expresión parece recoger, en san Juan, un antiguo modo de referirse al amor de Dios del Antiguo Testamento: hesed y ‘emet (cf. Ex 34,6). Se trata del amor misericordioso, que se abaja al hombre, y de la verdad firme, incólume. Dios es ante todo rico en benevolencia y fidelidad. Se acerca al hombre, cumple la postración amante del que quiere acercarse a su criatura para encontrarse a su altura, de modo que pueda elevarlo a Su propia altura. Por ello es también amor redentor y liberador.

La palabra «gracia», tan característica de la vida cristiana por mucho tiempo, ha tendido a caer en desuso. Y es lamentable, porque en ella se concentra toda la riqueza de la salvación: el designio inescrutable del Padre que marca nuestra vocación a la vida y a ser imagen y semejanza de Dios, la obra gratuita del Hijo que se entrega por nuestra salvación, el dinamismo intenso del Espíritu que nos purifica y eleva, el producto eficaz de esta obra en las mediaciones sacramentales e, incluido en todo ello, el carácter absolutamente inmerecido del don de Dios, que no merece sino nuestro agradecimiento, que convierte en mérito de nuestra libertad lo que en realidad es regalo suyo. Y tiene la virtud, además, de expresar tanto el carácter indebido de tal obra como la necesaria gratuidad que espera de nuestra parte.

1. La cercanía de Dios Comunión. El Adviento es tiempo de gracia porque nos vuelve atentos a la

cercanía de Dios. Jesús en su predicación anunciaba: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca» (o, mejor aún, el Reino de Dios se ha hecho cercano, se ha acercado) (Mc 1,15). ¿Qué mayor cercanía de Dios que el haber venido a los suyos? Esta idea de un tiempo cumplido tiene su equivalente en la plenitud de los tiempos de la que habla san Pablo. El tiempo ha alcanzado su máximo grado de intensidad. Su contenido es la realidad misma de Cristo, en

Variaciones sobre el Adviento

28

quien Dios se ha aproximado en grado extremo al hombre: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que ustedes son hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4,4-7). El contenido del Reino no es, pues, otra cosa que la misma realidad de Cristo, presente entre nosotros.

También el prólogo de san Juan relaciona la densidad del tiempo con la encarnación y con nuestra filiación. «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre viniendo a este mundo... Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre« (Jn 1,9.11-12).

La cercanía de Dios es gracia. La gracia no es otra cosa que la comunión con Dios, misma que se hace posible sólo debido a la encarnación. De hecho, en el Antiguo Testamento se podía hablar de una alianza con Dios. Pero ni la alianza más plena que conoce el ser humano, ni siquiera el pacto del amor matrimonial, podía vislumbrarse como comunión con Dios. En cambio, en el Nuevo Testamento, la kononía es una característica de los seguidores de Cristo (cf. Hch 2,42). Esto era algo impensable en el Antiguo Testamento. No se hablaba nunca de haburah entre Yahveh y su pueblo15. La novedad de la alianza cristiana supera, por lo tanto, incluso el amor más heroico del que se pueda pensar, el del amor indulgente del esposo delante de la esposa infiel. Se trata ahora de una integración plena: Dios se hace hombre, como decían los santos Padres, en un intercambio admirable, para que nosotros podamos hacernos dioses. En esto consiste nuestra divinización, nuestra filiación adoptiva.

De esto da cuenta un antiguo saludo, que encontramos en una carta de san Pablo, y que se sigue utilizando en contextos litúrgicos: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes”. La identidad del Dios Trino se nos presenta como obra de salvación: brota del amor del Padre, se realiza por gracia del Hijo y nos otorga, por el Espíritu, la comunión. La vida que reflexionábamos en nuestra anterior variación no es otra cosa que la comunión trinitaria en la que nosotros entramos a participar.

Gracia sacramental. De modo del todo singular, esta comunión nos es otorgada en los sacramentos. El teólogo bizantino medieval Nicolás Cabasilas considera la enorme grandeza de la obra de Dios aplicada a nosotros en los misterios de la salud: «¿Puede haber mayor señal de bondad y benignidad que verse libre de la inmundicia del alma por el solo hecho de lavarse con agua? ¿O

15 Cf. J. RATZINGER, «Communio», en Convocados en el camino de la fe, Madrid 2004, 74-78.

Variaciones sobre el Adviento

29

que el ungido con óleo reine compartiendo la realiza del Señor en el cielo? ¿O que convidados a su Mesa nos ofrezca su Cuerpo y Sangre? ¿Qué nuestra naturaleza reciba honores divinos y sea elevado el polvo a gloria tan alta, que alcance el honor y condición divina de la Naturaleza Divina misma! ¿Hay acaso alguna otra cosa parecida a ésta? ¿Novedad tan extraordinaria no supera todo? … Si es siempre obra constante de Dios comunicar bondad, y por esto hace las cosas, y éste es el fin de cuanto existe y pudiera existir –el bien se difunde y se propaga– cuando Dios comunica el bien supremo de la más excelente manera posible, la obra resultante será la más noble y bella creación de su amor, llevada la bondad al límite supremo. Pues bien, tal es la obra de la economía dispensada a favor de los hombres: Aquí no comunicó Dios a la naturaleza humana un bien cualquiera, reservándose para Sí lo mejor, sino que infundió en las almas la plenitud de la divinidad y toda la riqueza de su naturaleza»16.

El fruto, pues, de la cercanía de Dios, es lo que los cristianos vivimos cotidianamente en los sacramentos. Nuestro caminar del tiempo litúrgico está llamado a intensificar la participación consciente en los misterios que nos otorgan la gracia de Dios.

2. Gracia sobre gracia

La plenitud de la gracia. Pero la gracia de Dios es siempre mayor de cuanto nosotros podemos imaginar. Y es así que aparece ante nuestros ojos la más excelsa conciencia que podemos adquirir los cristianos durante nuestro peregrinar terreno. ¿Quiénes somos los cristianos? Los acogedores de la acción de Dios. ¿Qué recibimos? La plenitud. Nada menos que la plenitud. No migajas que caen de la mesa del amo; no pobres sobras de un amor satisfecho en sí mismo. Recibimos la plenitud de Dios. Así lo indica el prólogo de san Juan: «De su plenitud todos hemos recibido, y gracia sobre gracia» (Jn 1,16). De su plenitud. El tiempo cumplido, la plenitud de los tiempos, es el momento en el que Dios mismo está presente en la historia, colmándola con su presencia. De esa plenitud es de la que nosotros recibimos la salvación. La plenitud de Dios es lo que viene a nosotros en la Encarnación, la obra de su gracia, la plenitud de los tiempos. Esto lleva a la gran bendición paulina: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su

16 N. CABASILAS, La vida de Cristo, Madrid 19994, 31-33.

Variaciones sobre el Adviento

30

gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,3-10)

La obra de Cristo es, pues, una gracia sobreabundante. Una gracia que se manifiesta como multiforme, riquísima. El Padre «tuvo a bien hacer residir en él toda Plenitud» (Col 1,19), «y nosotros caminamos a la plenitud de la madurez en Cristo» (Ef 4,13). Tal es nuestro punto de llegada: una plenitud que el evangelio no teme indicar como perfección: «Ustedes, pues, sean perfectos, como es perfecto el Padre celestial» (Mt 5,48). No podríamos obedecer a este mandato si no se nos concediera como gracia.

Gracia por gracia. «De su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia» (Jn 1,16). Habiendo considerado lo que implica su plenitud, hemos de considerar aún lo que significa este «gracia por gracia» o «gracia sobre gracia». Dejemos que nos conduzca san Agustín.

«¿Qué quiere decir “gracia sobre gracia”? –se pregunta el santo obispo–. Es mediante la fe que nosotros nos ganamos el favor de Dios. Y así como no merecíamos el perdón de los pecados, y a pesar de ellos, aunque de modo inmerecido, hemos recibido tal dos, he ahí la gracia. ¿Qué es, en efecto, la gracia? Un don gratuito. Algo que es regalado, no algo que es debido. Si ella fuera debida, dártela significaría pagarte una deuda, no hacerte una gracia. Si, luego, fuera algo verdaderamente debido, tú habrías sido bueno; si, en cambio, como es verdad, eras malo, quiere decir entonces que has creído en aquel que justifica al impío. ¿Qué significa, en efecto, que Dios justifica al impío, sino que hace volverse pío al impío? Piensa qué condenación pesaba sobre ti por vía de la ley, y qué has obtenido por vía de la gracia. Una vez obtenida, pues, la gracia de la fe, te vuelves justo en virtud de la fe. En efecto, el justo vive de fe. Y viviendo de fe, te ganas el favor de Dios. Una vez que te has ganado el favor de Dios, viviendo de fe, recibirás en premio la inmortalidad, la vida eterna. Y también ésta es gracia. ¿Por qué mérito, en efecto, recibes la vida eterna? Por gracia. Porque si la fe es gracia, y la vida eterna es la recompensa de la fe, puede parecer que Dios nos da la vida eterna como algo debido (es decir, debido al fiel que la ha merecido mediante la fe). Sin embargo, como la fe es una gracia, también la vida eterna es una gracia ligada a otra gracia: gracia sobre gracia»17.

3. Hospitalidad

Desconocimiento. Hemos dicho que la cercanía de Dios nos hace entrar en comunión con Dios, y en ello consiste la gracia. Queda, con todo, la dura

17 Ibid.

Variaciones sobre el Adviento

31

expresión del prólogo: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). He ahí el más grande y doloroso reclamo incluido en la misma palabra de Dios. Equivalente en intensidad a los celos veterotestamentarios de Yahveh cuando se descubría traicionado por el pueblo de la Alianza, lo que comparaba con una infidelidad matrimonial. Sin embargo, en el Nuevo Testamento tiene el toque de lo injustificable: porque Dios ahora se ha hecho lo más cercano posible. Tal es la tensión que se percibe a lo largo del evangelio de Juan contra los judíos. Porque ellos eran los suyos. El drama, sin embargo, se repite ahora entre los cristianos. Viene la Navidad, viene el Niño Dios a los suyos, a los que estamos marcados por el beso de su amor bautismal, y con frecuencia somos ahora nosotros, los verdaderamente suyos, quienes no lo recibimos. En su nombre elaboramos fiestas, posadas, rompemos la piñata del pecado disfrazado de colores para aspirar a la gracia, y en realidad renunciamos a su presencia. Lo desconocemos. Ahora mismo un anuncio sin pudor proclama: «Lo mejor de la Navidad son los regalos». Más claro no se había dicho. Incluso los centros comerciales han optado por adornos «menos confesionales»: olvidemos los pesebres y los nacimientos. Pongamos osos polares y estrellas zodiacales.

En el prólogo de Juan, quien no acoge la venida del Verbo es el «mundo». Y san Agustín lo explica: «¿Cómo se puede decir que el mundo no lo reconoció, sino porque “mundo” aquí significa aquellos que aman al mundo, que viven en el mundo con el corazón? Es en este sentido que decimos que el mundo es malo, porque malos son quienes habitan en él, así como decimos que es mala una casa si sino malos no los muros, sino aquellos que viven ahí. Él vino a su propia casa, es decir, vino a su propiedad, y los suyos no lo recibieron»18.

Reconocimiento. El desconocimiento de Dios se extiende fácilmente como desconocimiento del hermano. Por ello también podemos entender que el camino para recuperar el reconocimiento de Dios ha de pasar por la acogida del hermano, especialmente el más necesitado de cariño, el que se encuentra solo, el indigente, el marginado, el enfermo, el olvidado. El cristiano en este tiempo recuerda su vocación a la hospitalidad. La gracia de la comunión con Dios mueve a la comunión con los hermanos. La Iglesia, enseñó el Concilio Vaticano II, es en Cristo como un sacramento, es decir, un signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (cf. LG 1). En ella se vive la comunión fraterna, el sentido del mandamiento del amor que nos invita a repetir con sinceridad y gusto: «Hermano, esta es tu casa». Porque cada ser humano que nos encontramos es un rostro de Cristo que pide posada. Dios se nos acerca, se nos ofrece, pero no como quien exige, sino como quien pide ser admitido. Pide ser admitido quien en realidad está en su casa. Pero sólo así se

18 SAN AGUSTÍN, In Io Ev. III.

Variaciones sobre el Adviento

32

pone en juego nuestra libertad, nuestra capacidad de acogida y amor. El hijo pródigo podía desconfiar del perdón de su padre, pues realmente había tomado distancia de él, había malgastado su herencia, su propia vida, había roto los lazos de la unión familiar. Y sin embargo, se atrevió a regresar. Y en ese cuadro, Lucas retrató la más pura imagen del amor divino: la acogida del Padre. El Padre nos acoge, nos restablece en dignidad, hace fiesta por nosotros.

El corazón cristiano está llamado a hacer suya la acogida del padre misericordioso. Pero el que viene a nosotros no nos ha ofendido nunca, antes, no ha hecho sino bendecirnos. El que viene a nosotros no ha roto nunca el lazo de la relación. El que viene a nosotros es el sin pecado que se hace pecado para liberarnos. Y nos pide, con la misma humildad, que lo recibamos. Y este recibirlo se extiende como un imperativo de misericordia. «Sean misericordiosos como es misericordioso su Padre celestial» (Lc 6,36).

Renacimiento. Opuesto al drama del desconocimiento, el santo obispo de Hipona en su comentario a san Juan nos presenta cómo el reconocimiento equivale a un nuevo nacimiento. De él provienen su plena gloria y alegría: «¿Qué esperanza nos queda, pues, si no que a cuantos lo han recibido, Él les ha dado el poder de volverse hijos de Dios? Si se convierte en hijos significa que se nace; pero si se nace, ¿de qué manera se nace? Ciertamente no de la carne: No de la carne, ni del querer de la carne, ni de querer de hombre, sino que son nacidos de Dios. Alégrense, pues, porque han nacido de Dios; siéntase orgullosos de pertenecer a Dios; tomen en la mano el documento que demuestra que son nacidos de Dios: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Si el Verbo no se avergonzó de nacer del hombre, ¿se avergonzarán los hombres de nacer de Dios? Es porque se ha hecho carne que nos ha podido sanar; y ahora nosotros vemos, porque él nos ha sanado. Este Verbo que se ha hecho carne habitó entre nosotros, se ha convertido en nuestra medicina, de modo que, cegados por la tierra, con la tierra fuéramos curados. ¿Y para ver qué? Y nosotros hemos visto –dice el evangelista– su gloria, gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad... »19

El nuevo nacimiento, por ello, es un don, algo recibido, una realidad acogida. Nuestra propia condición de cristianos está marcada por la recepción, por la gracia. Constitutivamente somos los receptores. Nuestra naturaleza de cristianos consiste en recibir. La caridad cristiana se vive como hospitalidad fraterna.

En una reflexión sobre el Adviento y la Navidad, Santa Teresa Benedicta

de la Cruz, Edith Stein, escribía: «No sabemos ni debemos preguntarnos antes de tiempo dónde nos conduce el Niño Dios en esta tierra. Sólo sabemos que a

19 Ibid.

Variaciones sobre el Adviento

33

aquellos a los que el Señor ama les sucede todo para su bien. Y además, que los caminos que nos conducen al Salvador traspasan los límites de la tierra»20. Palabras conmovedoras de quien habría de completar su «Ciencia de la cruz» con su propio martirio. En ocasión de esta reflexión, señala tres elementos del cuerpo místico de Cristo suscitado por la encarnación: Ser uno con Dios, ser uno en Dios, hacer la voluntad de Dios21. He ahí nuestra conclusión de este itinerario. La gracia de Dios es ser uno con Él, lo que nos ha posibilitado su amor misericordioso manifestado en la encarnación del Verbo. La gracia es ser uno en Dios, de modo que Dios se vuelve el principio de vivencia de la caridad fraterna, el reconocernos unos a otros imagen redimida de Dios. La gracia es, por último, hacer la voluntad de Dios, armonizar nuestros pasos al sinfónico canto que, delante del Cordero, entonan todos los santos. «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría, la fuerza y el honor, la gloria y la alabanza» (Ap. 5,12). Es, en realidad, eco del mismo canto que escucharon los pastores a quienes se anunción el nacimiento del salvador, y que guió sus pasos a encontrar al niño nacido como su salvador en el pesebre de Belén: «¡Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace!» (Lc 2,14).

|

20 E. STEIN, «El misterio de la Navidad. Encarnación y humanidad», en Escritos espirituales, 28. 21 Cf. ibid, 28-33.

Variaciones sobre el Adviento

34

A la Virgen de la Gracia Llena de gracia, la mirada de tu Dios se complace en ti. También nuestros ojos contemplan la belleza incomparable de tu rostro y nuestra voz te proclama Bendita entre las mujeres. Dichosa tú, que llevaste en el seno y diste tu carne al Verbo de Dios. Dichosa tú, que fuiste digna de concentrar la cercanía de Dios, haciéndote el medio purísimo de la encarnación. Dichosa tú, que escuchaste la palabra y, dócil, hospedaste en tu vientre tibio a quien cobijaba el Padre en su amor. Sobre ti se posó la plenitud de Dios; la sombra del Altísimo te cubrió con su manto y diste un corazón humano a la voz del Señor. El Dios del cerca y del junto, la incomparable presencia, hizo de ti arca de la alianza, trono de la sabiduría, escala de Jacob. La gracia que salva al mundo nos la dio tu consagración; hoy somos hijos del Padre y ciudadanos del Reino de Dios. En este camino de adviento, madre de la divina gracia, te suplicamos nos lleves al pesebre de Belén. A los pies de tu niño, acepta esta ofrenda y danos aliento, Señora, que nos mantenga despiertos, velando, en oración. Las puertas están abiertas y nuestro techo seguro. Aquí está nuestra pobre casa. Que tu sagrada familia encuentre en ella su hogar. Amén.