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 Primera parte El saber bíblico sobre la violencia

Veo a Satán caer como el relámpago - Capítulo 1

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Primera parte

El saber bíblico sobre la violencia

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I. ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO

Un análisis atento de la Biblia y los Evangeliosmuestra la existencia en ellos de una concepción originaly desconocida del deseo y sus conflictos. Para percibir suantigüedad podemos remontarnos al relato de la caída enel Génesis,1 o a la segunda mitad del decálogo, toda elladedicada a la prohibición de la violencia contra el prójimo.

Los mandamientos sexto, séptimo, octavo y novenoson tan sencillos como breves. Prohiben las violenciasmás graves según su orden de gravedad:

No matarás.No adulterarás. No hurtarás.No depondrás contra tu prójimo testimonio falso.

El décimo y último mandamiento destaca respecto delos anteriores por su longitud y su objeto: en lugar de

prohibir una acción, prohibe un deseo:No codiciarás la casa de tu prójimo; nocodiciarás su mujer, ni su siervo, ni su criada, ni sutoro, ni su asno, ni nada de lo que a tu prójimopertenece.

(Éxodo 20, 17)

Sin ser completamente erróneas, algunas traduccionesde la Biblia conducen al lector por una falsa pista. Enprincipio, el verbo «codiciar» sugiere que se trata aquí deun deseo fuera de lo común, un deseo perverso,

1 Raymund Schwager, Brauchen wir einen Sündenbock , Kösel, Munich, 1978, päg. 89; Jean-Michel Oughourlian, Un mime nommé désir, Grasset, Paris, pâgs. 38-44.

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reservado a los pecadores impenitentes. Pero el términohebreo traducido por «codiciar» significa, sencillamente,«desear». Con él se designa el deseo de Eva por el frutoprohibido, el deseo que condujo al pecado original. Laidea de que el decálogo dedique su mandamientosupremo, el más largo de todos, a la prohibición de undeseo marginal, reservado a una minoría, es difícilmentecreíble. El décimo mandamiento tiene que referirse a undeseo común a todos los hombres, al deseo por antono-

masia.Pero si el decálogo prohibe incluso el deseo máscorriente, ¿no merece el reproche que el mundo modernohace de forma casi unánime a las prohibicionesreligiosas? ¿No refleja el décimo mandamiento esacomezón gratuita de prohibir, ese odio irracional por lalibertad que los pensadores modernos atribuyen a loreligioso en general y a la tradición judeo- cristiana enparticular?

Antes de condenar las prohibiciones como «inútilmente

represivas», antes de repetir extasiados el lema que los«acontecimientos de mayo del 68» hicieron famoso,«prohibido prohibir», conviene preguntarse sobre lasimplicaciones del deseo definido en el décimomandamiento, el deseo de los bienes del prójimo. Si esedeseo es el más común de todos, ¿qué ocurriría si, enlugar de prohibirse, se tolerara e incluso alentara? Puesque habría una guerra perpetua en el seno de todos losgrupos humanos, de todos los subgrupos, de todas lasfamilias. Se abriría de par en par la puerta a la famosapesadilla de Thomas Hobbes: la guerra de todos contra todos.

Para aceptar que las prohibiciones culturales son inúti-les, como repiten sin reflexionar demasiado losdemagogos de la modernidad, hay que adherirse al másradical individualismo, el que presupone la autonomíatotal de los individuos, es decir, la autonomía de sus deseos.Dicho de otra forma, hay que creer que los hombres semuestran naturalmente inclinados a no desear los bienesdel prójimo.

Pero basta con mirar a dos niños o dos adultos que sedisputan cualquier fruslería para comprender que esepostulado es falso. Es el postulado opuesto, el únicorealista, el que sustenta el décimo mandamiento del

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decálogo. Si los individuos se muestran naturalmenteinclinados a desear lo que el prójimo posee, o, incluso,tan sólo desea, en el interior de los grupos humanos hade existir una tendencia muy fuerte a los conflictos derivalidad. Y si esa tendencia no se viera contrarrestada,amenazaría de modo permanente la armonía de todas lascomunidades, e incluso su supervivencia.

Los deseos emulativos son tanto más temibles porquetienden a reforzarse recíprocamente. Se rigen por el

principio de la escalada y la puja. Se trata de unfenómeno tan trivial, tan conocido por todos, tancontrario a la idea que tenemos de nosotros mismos, tanhumillante, por tanto, que preferimos alejarlo de nuestraconciencia y hacer como si no existiera, por más quesepamos muy bien que existe. Esta indiferencia ante loreal constituye un lujo que las pequeñas sociedadesarcaicas no podían permitirse.

El legislador que prohibe el deseo de los bienes delprójimo se esfuerza por resolver el problema número uno

de toda comunidad humana: la violencia interna.AJ leer el décimo mandamiento, se tiene la impresiónde estar asistiendo al proceso intelectual de suelaboración. Para impedir a los hombres que luchen entresí, el legislador intenta primero prohibirles todos losobjetos que sin cesar se están disputando, y decide paraello confeccionar su lista. Pero enseguida cae en lacuenta de que esos objetos son demasiado numerosos: esimposible enumerarlos todos. En vista de lo cual sedetiene en su camino, renuncia a hacer hincapié en los

objetos, que cambian constantemente, y se vuelve haciaaquello, o más bien hacia aquel, que siempre está pre-sente: el prójimo, el vecino, el ser de quien, sin duda, sedesea todo lo que es suyo.

Si los objetos que deseamos pertenecen siempre alprójimo, es éste, evidentemente, quien los hacedeseables. Así pues, al formular la prohibición, el prójimodeberá suplantar a los objetos, y, en efecto, los suplantaen el último tramo de la frase, que prohibe no objetosenumerados uno a uno, sino todo lo que es del prójimo.

Aun sin definirlo explícitamente, lo que el décimo man-damiento esboza es una «revolución copernicana» en lainteligencia del deseo. Creemos que el deseo es objetivo

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o subjetivo, pero, en realidad, depende de otro que davalor a los objetos: el tercero más próximo, el prójimo. Demodo que, para mantener la paz entre los hombres, hayque definir lo prohibido en función de este temible hechoprobado: el prójimo es el modelo de nuestros deseos. Esoes lo que llamo deseo mimètico.

El deseo mimètico no siempre es conflictivo, pero sueleserlo, y ello por razones que el décimo mandamientohace evidentes. El objeto que deseo, siguiendo el modelode mi prójimo, éste quiere conservarlo, reservarlo para supropio uso, lo que significa que no se lo dejará arrebatarsin luchar.

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Así contrarrestado mi deseo, en lugar de desplazarseentonces hacia otro objeto, nueve de cada.diez vecespersistirá y se reforzará imitando más que nunca el deseode su modelo.

La oposición exaspera el deseo, sobre todo, cuandoprocede de quien lo inspira. Y si al principio no procedede él, pronto lo hará, puesto que si la imitación del deseodel prójimo crea la rivalidad, ésta, a su vez, origina laimitación.

La aparición de un rival parece confirmar lo bien

fundado del deseo, el valor inmenso del objeto deseado.La imitación se refuerza en el seno de la hostilidad,aunque los rivales hagan todo lo que puedan por ocultara los otros, y a sí mismos, la causa de ese reforzamiento.

Lo contrario es también verdad. Al imitar su deseo,doy a mi rival la impresión de que no le faltan buenasrazones para desear lo que desea, para poseer lo queposee, con lo que la intensidad de su deseo se duplica.

Como regla general, la posesión tranquila debilita eldeseo. Al dar a mi modelo un rival, en algún modo lerestituyo el deseo que me presta. Doy un modelo a mipropio modelo, y el espectáculo de mi deseo refuerza elsuyo justo en el momento en que, al oponérseme,refuerza el mío. Ese hombre cuya esposa deseo, porejemplo, quizás hacía tiempo que había dejado dedesearla. Su deseo estaba muerto, y al contacto con elmío, que está vivo, ha resucitado...

La naturaleza mimètica del deseo explica el malfuncionamiento habitual de las relaciones humanas.

Nuestras ciencias sociales deberían considerar unfenómeno que hay que calificar de normal, mientras que, alcontrario, se obstinan en estimar la discordia como algoaccidental, tan imprevisible, por consiguiente, que esimposible tenerla en cuenta en el estudio de la cultura.

No sólo nos mostramos ciegos ante las rivalidades mi-méticas en nuestro mundo, sino que las ensalzamos cadavez que celebramos la pujanza de nuestros deseos. Noscongratulamos de ser portadores de un deseo que poseela capacidad de «expansión de las cosas infinitas», pero

110 vemos, en cambio, lo que esa infinitud oculta: laidolatría por el prójimo, forzosamente asociada a laidolatría por nosotros mismos, pero que hace muy malasmigas con ella.

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Los inextricables conflictos que resultan de nuestra do-ble idolatría constituyen la fuente principal de la violenciahumana. Estamos tanto más abocados a sentir pornuestro prójimo una adoración que se transforme en odiocuanto más desesperadamente nos adoramos a nosotrosmismos, cuanto más «individualistas» nos creemos. Deahí el famoso mandamiento del Levítico, para cortar porlo sano con todo esto: «Amarás a tu prójimo corno a timismo»; es decir, lo amarás ni más ni menos que a timismo.

La rivalidad de los deseos no sólo tiende aexasperarse, sino que, al hacerlo, se expande por losalrededores, se transmite a unos terceros tan ávidos defalsa infinitud como nosotros. La fuente principal de laviolencia entre los hombres es la rivalidad mimética. Noes accidental, pero tampoco es fruto de un «instinto deagresión» o de una «pulsión agresiva».

Las rivalidades miméticas pueden acabar resultandotan intensas que los rivales se desacrediten

recíprocamente, se arrebaten sus posesiones, seduzcan asus respectivas esposas y, llegado el caso, no retrocedanni ante el asesinato.

Acabo otra vez de mencionar, como el lector habrá ob-servado, aunque esta vez en el orden inverso al deldecálogo, las cuatro grandes violencias prohibidas por loscuatro mandamientos que preceden al décimo, y que yahe citado al principio de este capítulo.

Si el decálogo dedica su último mandamiento aprohibir el deseo de los bienes del prójimo, es porque

reconoce en él, lúcidamente, al responsable de lasviolencias prohibidas en los cuatro mandamientosanteriores.

Si no se desearan los bienes del prójimo, nadie seríanunca culpable de homicidio, ni de adulterio, ni de robo,ni de falso testimonio. Si se respetara el décimomandamiento, los cuatro anteriores serían superfluos.

En lugar de comenzar por la causa y continuar por lasconsecuencias, como se haría en una exposiciónfilosófica, el decálogo sigue el orden inverso. Se previeneprimero frente a lo que más prisa corre: para alejar laviolencia, prohibe las acciones violentas. Y se vuelve acontinuación hacia la causa, y descubre que es el deseo

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inspirado por el prójimo. Y lo prohibe a su vez, aunquesólo puede hacerlo en la medida en que los objetosdeseados son legalmente poseídos por uno de los dosrivales. Pues no puede desalentar todas las rivalidades deldeseo.

Si se analizan las prohibiciones de las sociedadesarcaicas a la luz del décimo mandamiento, se compruebaque, sin llegar a ser tan lúcidas como éste, se esfuerzan

asimismo por prohibir el deseo mimètico y susrivalidades.Las prohibiciones aparentemente más arbitrarias no

son fruto de ninguna neurosis, ni de resentimiento algunode viejos gruñones, sólo deseosos de impedir a los jóvenes que se diviertan. En principio, las prohibicionesno tienen nada de caprichoso ni de mezquino, se basanen una intuición semejante a la del decálogo, pero sujetaa todo tipo de confusiones.Muchas de las leyes arcaicas, sobre todo en África, con-denan a muerte a todos los mellizos que nacen en lacomunidad, o sólo a uno de cada par. Una regla absurda,sin duda, pero que no prueba en absoluto la «verdad delrelativismo cultural». Las culturas que no toleran losmellizos confunden su semejanza natural, de ordenbiológico, con los efectos «in- diferenciadores» de las

rivalidades mimética. Cuanto más se exasperan esasrivalidades, más intercambiables resultan, en el seno dela oposición mimética, los papeles de modelo, deobstáculo y de imitador.En suma, paradójicamente, cuanto más se envenena suantagonismo, más se asemejan los antagonistas. Éstos seoponen entre sí de modo tanto más implacable cuantomás borradas quedan por su oposición las diferenciasreales que antes los separaban. Por más que la envidia,

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los celos y el odio hagan uniforme a quienes se oponen,en nuestro mundo se rehusa pensar en esas pasiones enfunción de las semejanzas e identidades queconstantemente engendran. Sólo hay palabras para lafalaz celebración de las diferencias —esa celebración quehace hoy más estragos que nunca en nuestras socie-dades—, y  no porque las diferencias reales aumentensino porque desaparecen.La revolución que anuncia y prepara el décimo manda-miento se consuma plenamente en los Evangelios. Si Jesús no habla nunca en términos de prohibiciones y, encambio, lo hace siempre en términos de modelos eimitación, es porque llega hasta el fondo de la lección del

décimo mandamiento. Y cuando nos recomienda que loimitemos, no es por narcisismo, sino para alejarnos de lasrivalidades miméticas.¿En qué debe centrarse, exactamente, la imitación de Je-sucristo? No en su manera de ser o en sus hábitospersonales: nunca en los Evangelios se dice esto. Tampoco Jesús propone una regla de vida ascética en elsentido de Tomás de Kempis y su célebre Imitación de

Cristo, por muy admirable que esta obra sea. Lo que Jesúsnos invita a imitar es su propio deseo, el impulso que lolleva a él, a Jesús, hacia el fin que se ha fijado: parecerselo más posible a Dios Padre.La invitación a imitar el deseo de Jesús puede parecer

paradójica puesto que Jesús no pretende poseer un deseopropio, un deseo específicamente «suyo».

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Contrariamente a lo que nosotros pretendemos, nopretende «ser él mismo», no se vanagloria de «obedecersólo a su propio deseo». Su objetivo es llegar a ser laimagen perfecta de Dios. Y por eso dedica todas susfuerzas a imitar a ese Padre. Y al invitarnos a imitarlo nosinvita a imitar su propia imitación.Una invitación que, lejos de ser paradójica, es más razo-nable que la de nuestros modernos gurús, que nos invitana hacer lo contrario de lo que ellos hacen o, al menos,pretenden hacer. Cada uno de ellos pide, en efecto, a susdiscípulos que imiten en él al gran hombre que no imita anadie. Por el contrario, Jesús nos invita a hacer lo que élhace, a que nos convirtamos, exactamente como él, en

imitadores de Dios Padre.¿Por qué Jesús considera al Padre y a sí mismo los mejo-res modelos para todos los hombres? Porque ni el Padreni el Hijo desean con avidez, con egoísmo. Dios «haceque el sol se levante sobre los malos y los buenos». Dasin escatimar, sin señalar diferencia alguna entre loshombres. Deja que las malas hierbas crezcan encompañía de las buenas hasta el momento de la cosecha.Si imitamos el desinterés divino, nunca se cerrará sobrenosotros la trampa de las rivalidades miméticas. De ahí que Jesús diga también: «Pedid y se os dará...»Cuando Jesús afirma que no sólo no abóle la Ley, sino quela lleva a su culminación, formula una consecuencia ló-

gica de su enseñanza. La finalidad de la Ley es la pazentre los hombres. Jesús no desprecia nunca la Ley, ni

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siquiera cuando reviste la forma de prohibición. Adiferencia de los pensadores modernos, sabeperfectamente que, para impedir los conflictos, hay quecomenzar por las prohibiciones.Sin embargo, el inconveniente de las prohibiciones es queno desempeñan su papel de manera satisfactoria. Su ca-rácter sobre todo negativo, como Pablo comprendió muybien, aviva forzosamente en nosotros la tendenciamimética a la transgresión. La mejor manera de prevenirla violencia consiste no en prohibir objetos, o incluso eldeseo de emulación, como hace el décimo mandamiento,sino en proporcionar a los hombres un modelo que, enlugar de arrastrarlos a las rivalidades miméticas, los

proteja de ellas.A menudo creemos imitar al verdadero Dios y, en

realidad, sólo imitamos a falsos modelos de autonomía einvul- nerabilidad. Y, en lugar de hacernos autónomos einvulnerables, nos entregamos, por el contrario, a lasrivalidades, de imposible expiación. Lo que para nosotrosdiviniza a esos modelos es su triunfo en rivalidadesmiméticas cuya violencia nos oculta su insignificancia.

Lejos de surgir en un universo exento de imitación, elmandamiento de imitar a Jesús se dirige a serespenetrados de mimetismo. Los no cristianos se imaginanque, para convertirse, tendrían que renunciar a unaautonomía que todos los hombres poseen de manera

natural, una autonomía de la que Jesús quisiera privarlos.En realidad, en cuanto empezamos a imitar a Jesús,

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descubrimos que, desde siempre, hemos sido imitadores.Nuestra aspiración a la autonomía nos ha llevado aarrodillarnos ante seres que, incluso si no son peores quenosotros, no por eso dejan de ser malos modelos puestoque no podemos imitarlos sin caer con ellos en la trampade las rivalidades inextricables.

Al imitar a nuestros modelos de poder y prestigio, a laautonomía, esa autonomía que siempre creemos que porfin vamos a conquistar, no es más que un reflejo de lasilusiones proyectadas por la admiración que nos inspirantanto menos consciente de su mimetismo cuanto másmimética es. Cuanto más «orgullosos» y «egoístas»somos, más sojuzgados estamos por los modelos que nos

aplastan.

Aunque el gran responsable de las violencias que nosabruman sea el mimetismo del deseo humano, no hayque deducir de ello que el deseo mimètico es en sí mismomalo. Si nuestros deseos no fueran miméticos, estaríanfijados para siempre en objetos predeterminados,constituirían una forma particular del instinto. Comovacas en un prado, los hombres no podrían cambiar de

deseo nunca. Sin deseo mimètico, no puede haberhumanidad. El deseo mimètico es, intrínsecamente,bueno.

El hombre es una criatura que ha perdido parte de suinstinto animal a cambio de obtener eso que se llamadeseo. Saciadas sus necesidades naturales, los hombresdesean intensamente, pero sin saber con certeza qué,pues carecen de un instinto que los guíe. No tienen deseopropio. Lo propio del deseo es que no sea propio. Paradesear verdaderamente, tenemos que recurrir a los

hombres que nos rodean, tenemos que recibir prestadossus deseos.Un préstamo éste que suele hacerse sin que ni el

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prestamista ni el prestatario se den cuenta de ello. No essólo el deseo lo que uno recibe de aquellos a quienes hatomado como modelos, sino multitud decomportamientos, actitudes, saberes, prejuicios,preferencias, etcétera, en el seno de los cuales elpréstamo de mayores consecuencias, el deseo, pasa amenudo inadvertido.

La única cultura verdaderamente nuestra no es aquellaen la que hemos nacido, sino aquella cuyos modelosimitamos a esa edad en la que tenemos una capacidad de

asimilación mimètica máxima. Si su deseo no fueramimètico, si los niños no eligieran como modelo, porfuerza, a los seres humanos que los rodean, la humanidadno tendría lenguaje ni cultura. Si el deseo no fueramimètico, no estaríamos abiertos ni a lo humano ni a lodivino. De ahí que, necesariamente, sea en este últimoámbito donde nuestra incertidumbre es mayor y másintensa nuestra necesidad de modelos.

El deseo m imético nos hace escapar de la

animalidad. Es responsable de lo mejor y lo peor quetenemos, de lo que nos sitúa por debajo de los animalestanto como de lo que nos eleva por encima de ellos.Nuestras interminables discordias son el precio denuestra libertad.

Cabría objetar que, si la rivalidad rniméticadesempeña un papel esencial en los Evangelios, ¿cómoes que Jesús no nos previene contra ella? En realidad, sí nos previene, pero no lo sabemos. Cuando dice que seopone a nuestras ilusiones, no le entendemos. Laspalabras griegas que designan la rivalidad rnimética ysus consecuencias son el sustantivo skándalon y el verboskandalizein. En los Evangelios sinópticos Jesús dedica alescándalo una enseñanza tan notable por su longitudcomo por su intensidad.

Como el término hebreo que traduce la versión griegade los Setenta, «escándalo» no significa uno de esos

obstáculos corrientes que pueden evitarse sin apenasesfuerzo tras haber tropezado con ellos por primera vez,sino un obstáculo paradójico que resulta casi imposible

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de evitar; en efecto, cuanto más rechazo suscita ennosotros, más nos atrae. Cuanto mas afectado está elescandalizado por el hecho que ha suscitado suescándalo, con más ardor vuelve a escandalizarse.

Para comprender este extraño fenómeno, basta conreconocer en lo que acabo de describir elcomportamiento de los rivales miméticos, que, alprohibirse mutuamente el objeto que codician, refuerzancada vez más su doble deseo. Al situarse ambos de

manera sistemática frente al otro para escapar así de suinexorable rivalidad, vuelven siempre a chocar con elfascinante obstáculo que para los dos representa suoponente.

Con los escándalos ocurre lo mismo que con la falsainfinitud de las rivalidades miméticas. Segregan encantidadescrecientes envidia, celos, resentimiento, odio, todas lastoxinas más nocivas, y nocivas no sólo para losantagonistas iniciales, sino para todos aquellos que se

dejen fascinar por la intensidad de los deseos emulativos.En la escalada de los escándalos, cada represaliasuscita otra nueva, más violenta que la anterior. Así, si noocurre nada que la detenga, la espiral desembocanecesariamente en las venganzas encadenadas, fusiónperfecta de violencia y mimetismo.

La palabra griega skandalízein procede de un verbo quesignifica «cojear». ¿Qué parece un cojo? Un individuo quesigue como a su sombra a un obstáculo invisible con elque no deja de tropezar.

«¡Desgraciado quien trae el escándalo!» Jesús reservasu advertencia más solemne a los adultos que arrastran alos niños a la cárcel infernal del escándalo. Cuanto másinocente y confiada es la imitación, más fácil resultaescandalizar, y más culpable es quien lo hace.

Los escándalos son tan temibles que, para ponernos enguardia contra ellos, Jesús recurre a un estilo hiperbólicopoco habitual en él: «Si tu mano, o tu pie, te hace caer,córtalo [...] Y si tu ojo te hace caer, arráncalo [...]» (Mateo18, 8-9).

Los freudianos dan una explicación puramentesintomática de la palabra escándalo. Su prejuicio hostilles impide reconocer en esa idea la definición auténticade lo que llaman «repetición compulsiva».

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Para hacer a la Biblia psicoanalíticamente correcta, lostraductores modernos, al parecer más intimidados porFreud que por el Espíritu Santo, se esfuerzan por eliminartodos los términos censurados por el dogmatismocontemporáneo, y sustituyen por sosos eufemismos esaadmirable «piedra de escándalo», por ejemplo, denuestras antiguas Biblias, la única traducción que capturala dimensión repetitiva y «adictiva» de los escándalos.

  Jesús no se extrañaría al ver que se desconoce suenseñanza. No se hace ninguna ilusión sobre la forma en

que su mensaje será recibido. A la gloria procedente deDios, invisible en este bajo mundo, la mayoría prefiere lagloria que procede de los hombres, la que multiplica a supaso los escándalos y que consiste en triunfar en lasluchas de rivalidades miméticas tan a menudoorganizadas por los poderes de este mundo, militares,políticos, económicos, deportivos, sexuales, artísticos,intelectuales... e incluso religiosos.

La frase «es preciso que llegue el escándalo» no tiene nada quever ni con la fatalidad antigua ni con el «determinismocientífico» moderno. Aunque de manera individual loshombres no estén fatalmente condenados a lasrivalidades mimé- ticas, las comunidades, por el grannúmero de individuos que contienen, no pueden escaparde ellas. Desde el momento en que se produce el primerescándalo, éste crea otros, con el resultado de crisismiméticas que constantemente se extienden y se agravan.

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