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El día que conocí a... Einstein y Tagore

Viajes imaginarios a India. El día que conocí a Einstein y Tagore

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El día que conocí a...

Einstein y Tagore

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Einstein y TagoreEl día que conocí a...

Escrito por:Esther Pardo Isla

L a luz del amanecer ya te permite verles. Apenas se ven dos puntos dentro de una barca de color rojo. Si no la hubieran pintado hace un

par de semanas difícilmente se distinguiría del resto que ya, desde esta hora tan temprana, pueblan el Ganges. Son sólo un elemento más del paisaje del lugar, como los bañistas que buscan purificarse, los que rezan y hacen sus abluciones de la mañana o los moribundos que esperan la muerte al lado del río sagrado que les liberará de su ciclo de reencarnaciones. Sin embargo, ese par de figuras diminutas que ya aprecias con más claridad en la lejanía, ambos de cabello extremadamente blanco reflejado por los primeros rayos del sol de justicia que caerá sobre ellos y el resto de los mortales en este 29 de abril de 1941 en Benarés (Varanasi), son, ni más ni menos, que Albert Einstein y Rabindranath Tagore. El primero, revolucionó las leyes de la Física. El segundo, hizo lo propio con la Literatura bengalí y la mundial, al ser el primer no europeo en obtener el Nobel. Para saber qué hacen allí juntos tendremos que ir casi once años atrás cuando estos dos símbolos vivos merecedores y ganadores del Nobel se encontraron por primera vez a las afueras de Berlín.

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E ra una tarde de verano del 14 de julio de 1930 en Caputh (Brandenburgo, Alemania). En casa de Albert aparecía un invitado, no por sorpresa, aunque eso fuera precisamente lo que provocó en el anfitrión. Matemática mística, empirismo e hinduismo, occidente

y oriente. Dos mundos que se entrelazaron y una relación intelectual que fue registrada por los medios de comunicación. La conversación que mantuvieron se centró sobre todo en esclarecer qué era para ellos el concepto de verdad. El siguiente escenario con el que contaron para sus encuentros fue en casa de un amigo común, el Dr. Mendel. No obstante, nadie o mejor dicho, casi nadie, se molestó en retratar su último encuentro. Esta vez, Einstein, recién nacionalizado estadounidense, viajó al territorio del poeta. Tagore le había invitado con cierta urgencia meses atrás pero, hasta ese momento a finales de abril, Einstein no pudo escapar de los compromisos de un mundo en guerra. Tagore acudió al encuentro del que ya intuía que empezaba a convertirse en amigo. El científico no dejó al poeta, visiblemente cansado, hacerse cargo de su equipaje. Su maleta era suya, luego nadie más debía cargar con ella. Tras el tiempo adecuado para su recuperación en la estancia que Rabindranath había habilitado personalmente para él, éste tocó a su puerta y esperó sin hacer el más mínimo gesto hasta que su invitado abrió.

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— ¿Listo para perder el miedo, Albert?

— Depende de a qué. Aunque a estas alturas de mi vida, ya no tengo tiempo para temores de corto alcance.

— Mejor para mí, cuanto menor sea la resistencia mayor será el disfrute de ambos. Tenga, aquí le dejo un sombrero. Nos espera un día largo y fructífero.

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Los dos hombres salieron de la casa, donde todavía se respiraba el frescor de

las primeras horas del día para dirigirse a la colosal escalinata de piedra desde la cual se podía contemplar la inmensidad de la diosa Ganga al descender a esta tierra ayudada por las trenzas de Shiva. Se sentaron un rato a contemplar el espectáculo aunque Albert no se sentía muy cómodo. — ¿Qué le inquieta, lo que ve aquí o lo que trajo como equipaje?, preguntó Tagore. — Ambas cosas. Siempre he sentido odio por los que son capaces de desfilar campantes al son de una marcha porque

han recibido un cerebro por error, les bastaría con la médula espinal; y ahora todo el mundo parece desfilar al son de marchas contrarias que están destruyendo el mundo. Temo que yo vaya a contribuir a lo mismo. No sé cómo podría convivir con eso. — Nada de lo que usted proponga puede estar teñido a sabiendas de guerra. Usted es de los pocos que ven con sus propios ojos y escucha con sus propios oídos. Así que no le deseo ese destino. Sí, es verdad que el mundo está de nuevo batallando y, sin embargo, aquí, en este momento, la única lucha es contra lo de siempre: el hambre, la ignorancia, la buena muerte, la vida soportable.

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T agore señaló una barca que descansaba en un improvisado embarcadero a

escasos metros de ellos. Su aspecto era deplorable. La mayor parte de la madera parecía podrida y, de hecho, comprobaron que lo estaba cuando se acercaron a revisarla. A Einstein se le salían los ojos de las órbitas. ¿En serio quería que así se le pasara su temor al agua? Le propuso a su colega de charla que mejor le tirara al agua, no sin antes haberle atado unas piedras a los tobillos. Total, el efecto sería el mismo que si subieran a esa ruina.

- ¿Y en qué se diferencia de lo de allí?, inquirió Albert. - Tal vez sólo en que aquí podemos ser dos espectadores impasibles, ya que poco podemos hacer más que lo que hacemos, crear, cada uno en su terreno. Aquí podemos ser anónimos, es lo bueno y lo malo de esta tierra. - ¿Y si lo que en su día creamos como una ayuda termina yendo en contra de nuestros más esenciales ideales? ¿Puede usted ayudarme a eliminar esa inquietud?

- No dudo que en su día flotara y diera disfrute a muchos, pero, a día de hoy, sería más útil como pira crematoria, dijo Einstein sin salir de su asombro.

- Le aseguro que no habrá bote en el que se sienta más seguro que en éste. Venga, vamos a ponernos manos a la obra. Fue Tagore el que empezó dando las instrucciones sobre los tablones que había que quitar, y quien gestionó las herramientas y la madera que necesitarían, mientras Einstein, como si un alumno de la escuela del escritor se tratara, se mantenía confiado en las directrices del bengalí. Pararon para comer un rato, más por la prudencia y la necesidad que les dictaba su estómago que por el cansancio, que no hacía mella en ellos pese a no estar acostumbrados al trabajo físico, sobre todo Tagore.

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- Empezaremos primero por lo que podemos asumir nosotros. Recuerdo que en nuestro primer encuentro, cuando todos se marcharon y nosotros salimos a pasear por el monte cercano a su casa, apenas hablamos más. Sólo nos pedimos una confesión banal a cambio de otra de la misma naturaleza, para compensar nuestra intensidad de horas anteriores. Fue entonces cuando me dijo, a cambio delatarme como auténtico opositor de la comida inglesa, que a usted le daba miedo estar en el agua. Me gustaría hacerle un regalo por su fidelidad de todos estos años y ayudarle a disfrutar de un paseo en esa barca.

Al tiempo que lijaban la proa, el alemán recordó en voz alta lo mucho que añoraba últimamente el ambiente que había en el taller de aparatos eléctricos de su padre y su tío Jacob. Allí empezó a despertar del letargo ante los ojos de los demás y a encontrar el

camino de descubrimientos que le llevaría a la fama. Los ojos melancólicos tan típicos de su rostro empezaron a mostrar un entusiasmo sincero que se contagió a Tagore. Últimamente los suyos no contaban con el fuego habitual. Todos a su alrededor lo habían notado y para él no era tampoco un secreto que esa falta de vida en su rostro significaba algo. Pero ahora, nada de eso importaba. El pacifista empedernido y el artista aún apasionado estaban dejando de lado sus sombras para centrarse en un objetivo, como el de cualquier hombre sencillo de los tantos que poblaban las calles de Varanasi esos días. El sol se estaba poniendo cuando la barca ya estaba totalmente restaurada. La llenaron de agua para que se hinchara la madera. Ya sólo quedaba pintarla pero decidieron que lo

Los ojos melancólicos

tan típicos de su rostro empezaron a

mostrar un entusiasmo sincero que se contagió a

Tagore.

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harían al día siguiente. Esa noche cenaron en compañía de alumnos, amigos, admiradores, familiares del anfitrión. Albert se fijó en que al despedirse de ellos, su amigo lo hacía con un afecto diferente con cada uno de ellos. No menor ni mayor, pero sí personalizado. Desde luego, nunca había visto a nadie con tanta habilidad y sensibilidad en las despedidas, pensó. A la mañana siguiente la faena empezó una hora antes. Estaban impacientes por comenzar a tintar su barca. Sí, ya podía decirse que era de su propiedad. La pusieron de un brillante color rojo para que la felicidad del momento no pasara desapercibida. Einstein no podía ocultar su nerviosismo. La expectativa que le estaba confiriendo la construcción con sus propias manos podía ser destruida por el temor en el momento en el que se metieran al agua. Pero hasta el día siguiente no tendría que preocuparse.

— Eso no es cierto, somos los más sencillos de etiquetar, querido amigo. Somos niños. Por eso estamos hoy aquí. — Y solitarios. — ¿Se da cuenta de que jamás hemos dejado de llamarnos de usted? — Creo que, a pesar de todo, sentimos sintiendo pudor de acercarnos el uno al otro. — Y eso que ahora apenas nos llevamos la contraria. ¿Se acuerda de nuestro primer encuentro? No nos dimos tregua alguna. — Eso también está en nuestra naturaleza. Para mí es una señal de respeto. Creo que todo el mundo debería hacerlo siempre. Buscar dentro de sí mismo y dentro del otro para que las conversaciones no sean mero intercambio de nada. El aburrimiento es tan inútil y tan innecesario.

— Estoy de acuerdo. No así el sueño y eso es lo que mi cuerpo necesita ahora mismo, concluyó Tagore. Pese al cansancio, ninguno de los dos pudo dormir bien aquella noche. Sentían la excitación de los chiquillos ante las grandes aventuras. Sólo se dieron cuenta de que la ya eran viejos cuando al día siguiente el agua del río les devolvió su imagen real. Entonces, decidieron no mirarla. Para qué hacerlo.

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Una vez terminada la labor, volvieron a sentarse un rato en las escalinatas más famosas de Varanasi mientras acompañaban a la barca en su secado. No se dijeron nada. Se limitaron a formar parte del peldaño que habían elegido, de los olores que allí se respiraban y que a veces eran irrespirables, de los ruidos de oraciones, súplicas, lamentos, últimas voluntades. Apenas unas pocas palabras salieron de sus bocas durante esas horas en las que descansaban de su jornada de trabajo. Se estaban preparando para el gran viaje. — Creo que uno de los motivos de nuestra complicidad, amigo Rabindranath, es que a ninguno de los dos se nos puede catalogar como una sola cosa. En la última conferencia a la que fui estuvieron cerca de quince minutos leyendo mis títulos, méritos, profesiones… Creo que me dio tiempo a echar un buena cabezada.

Se montaron en la barca. Primero Tagore. Luego, éste le pidió a su amigo que primero tocara la madera con la que había trabajado y que él mismo había moldeado y que después le agarrara la mano. Así lo hizo. Y antes de que le diera tiempo

a empezar ningún temor, el cuerpo de Einstein flotaba en esa barca en medio del majestuoso Ganges. Se alejaron hasta convertirse en puntos del paisaje. Flotaban sin rumbo ni ganas de tenerlo. Einstein hurgó en su bolsillo y de él extrajo una brújula. Buscó las coordenadas pero no se molestó en c o m p a r t i r l a s con su amigo. Daba igual. familiares del anfitrión. Albert se fijó en que al despedirse de ellos, su amigo lo hacía con un afecto diferente con cada uno de ellos. No menor ni mayor, pero sí personalizado. Desde luego, nunca había visto a nadie con tanta habilidad y sensibilidad en las despedidas, pensó. — Desde que tengo cinco años, esto me ha acompañado a todas partes. Así no te perderás nunca, me dijo mi padre cuando me la regaló. Yo apenas pude mostrarle mi agradecimiento

Y antes de que le diera

tiempo a empezar ningún temor, el

cuerpo de Einstein flotaba en esa barca

en medio del majestuoso

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con palabras aunque desde ese día se había convertido en mi regalo más preciado. Me pasé toda la infancia mostrándome torpe sin pretenderlo. Era sólo que no me salían las frases al tiempo que al resto del mundo. Así que hasta los nueve años, más o menos, tenían la certeza de que era retrasado. Tagore rompió a reír como no lo había hecho nunca en su vida. ¡Cuán torpes podemos ser los seres humanos a veces en nuestros juicios y qué cantidad de tiempo perdemos en ellos!, pensó. Sentado frente

a él tenía a la persona más brillante que había conocido en toda su vida y la que cualquiera podría conocer y sin embargo ese hombre menudo y cabezón había pasado por ser lo opuesto de lo que resultó ser. Einstein se contagió de su risa y la barca empezó a moverse al son de sus carcajadas. Así permaneció

hasta que decidieron volver a la orilla. Einstein ayudó a Tagore a bajar. Parecía que su rostro había envejecido mil años. Más bien, pensó Albert, tiene el mismo aspecto que cuando vino a buscarme. Lo que sucede es que luego rejuveneció milagrosamente con nuestra aventura. Apostaron la barca con mimo y, antes de volver a casa, decidieron sentarse una última vez en las escalinatas.

— Esto es hermoso porque hay misterio y esa es la sensación fundamental.

Gracias por compartir eso conmigo.

— Ha sido uno de los mayores placeres de toda mi vida, querido amigo. Einstein sacó de nuevo la brújula regalada por su padre y se la extendió al bengalí. Si alguien hubiera podido sacar una foto de ese momento, habría retratado la más inmensa gratitud que se pueda sentir.

Horas más tarde, se despedían y sólo Tagore sabía que era para siempre aunque Einstein no dejó de intuirlo ni un solo instante durante esos pocos días en la India.

La Segunda Guerra Mundial seguía su curso cuando Einstein recibió la noticia de la muerte de su colega de charlas pocos meses después. Entonces recordó cómo al final de esa cena del segundo día de su estancia en Varanasi había ido personalizando ya sus despedidas con sus seres queridos. Eso es lo que había hecho con él al regalarle un paseo en barco. Desde luego, nadie supo despedirse tan bien como Tagore. Corrió a su despacho y abrió uno de los libros de su amigo y leyó en voz alta: “Si te parece bien, madre, cuando sea mayor quisiera ser el barquero”. Lo repitió una y otra vez hasta hacer vívido el recuerdo de su último encuentro.

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Catorce años después, Albert Einstein moría en Princeton. En sus últimas voluntades solicitó que sus restos fueran arrojados al río Delaware.

Quién sabe.

Tal vez esperaba que ese cauce se cruzara con la memoria de los días vividos en Benarés junto al poeta, cuando eran sólo dos puntos en medio de la inmensidad del Ganges, dejándose llevar por la corriente de la vida.

Definitivamente, Einstein había perdido su miedo al agua.

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A medio camino entre realidad y ficción, El día que conocí a… es una serie de relatos que narran encuentros ficticios entre nombres ilustres como Albert Einstein, George Harrison, Rudyard Kipling, Vicente Ferrer, y un largo etcétera. Lo único que tienen en común es a la

otra gran protagonista de estas historias: la India.

Escrito por: Diseño y maquetación:

Esther Pardo Isla Patrycja Zbierska

Fotografía de portada: Fotografías de Varanasi:

Gabriel Brau Jesús R. Morchón

Kuntal Gupta

indicpeace

© Sociedad Geográfica de las IndiasISSN 2255-14735

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