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En 1934 Victoria Ocampo visita Londres. Tiene 44 años. Es noviem- bre y las calles están frías y húmedas. Una tarde, Aldous Huxley la invita a una pequeña reunión en una sala donde se exponen fotografías de Man Ray. “Virginia Woolf vendrá también, quizás”, le confía Huxley. Virginia tiene por entonces 52 años, sale poco y según lo que se dice, es cada vez más difícil encontrarse con ella. Victoria acepta la invitación de Huxley, sin albergar grandes esperanzas, y mientras pasea por el lugar mirando las fotografías intenta no adivinar el rostro de la escritora entre la con- currencia. De pronto, escucha su nombre pronunciado por un amigo, y al darse vuelta la ve. Ahí está de pie frente a ella, con su cabellera gris y su amplia frente escondidas bajo el borde de un sombrero adornado con plumas, Virginia Woolf. “Yo la miré con admiración. Ella me miró con curiosidad… con la mis- ma curiosidad que hubiese despertado en ella una tijereta o un tucán”, escribiría luego Victoria. Virginia interroga a la argentina, le pregunta con avidez como si la examinara desde todos los ángulos: ¿cómo eran los cuartos de su casa?, ¿qué libros leía en su adolescencia?, ¿a qué jugaba cuando tenía seis años? Le pregunta también sobre Mussolini, ya que Victoria acaba de llegar de Roma donde ha conocido al Duce. Quiere saber especialmente qué ha dicho Mussolini, a quien llama “el bruto”, acerca de las mujeres. La respuesta de Victoria confirma sus Virginia Woolf TESTIMONIOS DE VILLA OCAMPO / 12 Para Victoria Ocampo, la obra de Virginia Woolf fue una revelación literaria pero también el inicio de su toma de conciencia sobre la condición de la mujer. Su admiración despertó la curiosidad de la escritora inglesa, que veía a la directora de Sur como la embajadora de un país exótico, más imaginario que real. TEXTO MARÍA GAINZA 1. Virginia Woolf fotografiada por Gisèle Freund, 1939. 2. Un cuarto propio, en traducción de Jorge Luis Borges, publicada por la Editorial Sur en 1936. 3. Sobrecubierta de la edición original de The Years, dibujada por Vanessa Bell, hermana de Virginia. 2 3 1

Virginia Woolf

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Para Victoria Ocampo, la obra de Virginia Woolf fue una revelación literaria pero también el inicio de su toma de conciencia sobre la condición de la mujer. Su admiración despertó la curiosidad de la escritora inglesa, que veía a la directora de Sur como la embajadora de un país exótico, más imaginario que real.

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En 1934 Victoria Ocampo visita Londres. Tiene 44 años. Es noviem-bre y las calles están frías y húmedas. Una tarde, Aldous Huxley la invita a una pequeña reunión en una sala donde se exponen fotografías de Man Ray. “Virginia Woolf vendrá también, quizás”, le confía Huxley. Virginia tiene por entonces 52 años, sale poco y según lo que se dice, es cada vez más difícil encontrarse con ella. Victoria acepta la invitación de Huxley, sin albergar grandes esperanzas, y mientras pasea por el lugar mirando las fotografías intenta no adivinar el rostro de la escritora entre la con-currencia. De pronto, escucha su nombre pronunciado por un amigo, y al darse vuelta la ve. Ahí está de pie frente a ella, con su cabellera gris y su amplia frente escondidas bajo el borde de un sombrero adornado con plumas, Virginia Woolf.

“Yo la miré con admiración. Ella me miró con curiosidad… con la mis-ma curiosidad que hubiese despertado en ella una tijereta o un tucán”, escribiría luego Victoria. Virginia interroga a la argentina, le pregunta con avidez como si la examinara desde todos los ángulos: ¿cómo eran los cuartos de su casa?, ¿qué libros leía en su adolescencia?, ¿a qué jugaba cuando tenía seis años? Le pregunta también sobre Mussolini, ya que Victoria acaba de llegar de Roma donde ha conocido al Duce. Quiere saber especialmente qué ha dicho Mussolini, a quien llama “el bruto”, acerca de las mujeres. La respuesta de Victoria confirma sus

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TEST IMONIOS DE V I LLA OCAMPO / 12

Para Victoria Ocampo, la obra de Virginia Woolf fue una revelación literaria pero también el inicio de su toma de conciencia sobre la condición de la mujer. Su admiración despertó la curiosidad de la escritora inglesa, que veía a la directora de Sur como la embajadora de un país exótico, más imaginario que real.

TEXTO MARÍA GAINZA

1. Virginia Woolf fotografiada por Gisèle Freund, 1939. 2. Un cuarto propio, en traducción de Jorge Luis Borges, publicada por la Editorial Sur en 1936.3. Sobrecubierta de la edición original de The Years, dibujada por Vanessa Bell, hermana de Virginia.

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peores sospechas: cuando la fundadora de Sur preguntó al Duce cuál sería el lugar de la mujer en la sociedad fascista, éste se había limitado a contestar “la cocina”.

Para fines de la década de 1920 Virginia había logrado una reputa-ción como narradora y ensayista: dos novelas de vanguardia, La señora Dalloway y El faro le habían dado algo de fama, pero eran demasiado originales para atrapar una gran cantidad de lectores. En 1928, con la aparición de Orlando, eso había cambiado. A esa obra la siguió un año más tarde su ensayo sobre la condición de la mujer como creadora, Un cuarto propio, que conquistó un público más vasto. Victoria había cono-cido este libro en 1930 gracias a Sylvia Beach, la dueña norteamericana de Shakespeare & Co., la librería de la Rive Gauche de París que había publicado la primera edición del Ulises de James Joyce. “Estoy segura de que con este libro sueña usted”, le habría dicho Sylvia Beach a Vic-toria, y tanto le gustó que años más tarde lo elegiría como una de las primeras publicaciones de Sur, en traducción de Jorge Luis Borges. En los meses siguientes, Victoria leerá con atención cada uno de los libros de Virginia. Sobre Mrs. Dalloway escribe: “La historia del día del baile de Clarissa Dalloway es la historia del pasado contenido en el presente hasta desbordarlo; es la historia de su turbadora simultaneidad. Es también la historia de los lazos invisibles que ligan a los seres humanos unos a otros”. Sobre Orlando pronuncia en una conferencia en 1937: “A la vez que Orlando se presenta a nuestros ojos como un ser humano, no existen para ella o existen reducidas a su mínima expresión, esas leyes de gravedad que son para nosotros el tiempo, el sexo, la carne y que nos clavan a la tierra por más que intentemos evadirnos”. Y en cuanto al estilo de la escritora inglesa, señala: “Cuando Virginia toma la pluma ya no puede apoyar los talones en tierra, ya no puede caminar, parece flotar a unos centímetros del suelo, alada en su prosa como Pavlova en sus danzas”.

Cuando Victoria regresa a la Argentina la amistad entre ambas mu-jeres continúa por carta. Virginia vivía su correspondencia con intensi-dad, era su modo de profundizar las relaciones. La imaginación de la novelista creaba una Buenos Aires de inmensas tierras gris-azuladas y jóvenes bronceados que toman bebidas frescas protegidos por sombri-llas. Virginia le escribe a Victoria en 1934: “La veo jugando al tenis en la cubierta de un barco con un señor moreno parecido al rey de España. Dígame si hay algo cierto y mándeme una descripción muy detallada de su casa…” Después sigue fantaseando con un país lleno de colas de zorro y ganado salvaje. Victoria piensa para sí: “¡Santo Dios! Con el trabajo que les ha costado a nuestros estancieros criar vacas, toros y caballos dignos de figurar junto a los mejores de Inglaterra (de donde muchos provienen). Pero si te divierte imaginar las cosas así, Virginia, no me opongo”. Entonces Virginia continúa: “Cada vez que salgo a la calle fabrico otro cuadro de Sudamérica… Hace siempre calor y veo ma-riposas nocturnas sobre flores plateadas. Y todo eso en pleno día. ¿Hay muchas mariposas en la Argentina?” Virginia usaba sus recreaciones de

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la descolorida realidad para refinar y elevar la conciencia, y el asunto de las mariposas, en especial, la encandilaba.

Un año más tarde, Victoria mandó a una prima y a su institutriz inglesa a la casa de Tavistock Square donde vivía la escritora. Llevaban un regalo. Según Victoria, eran dos personas de los más comunes, pero Virginia las vio como apariciones enigmáticas y escribió: “Dos señoras misteriosas se presentaron en el hall de mi casa en momentos en que me despedía de una amiga... Estas señoras me entregaron un gran paquete y después de murmurar unas palabras musicales pero ininteligibles, desaparecieron”. (Victoria acotaría que su prima hablaba perfecto inglés y que Miss May era tan inglesa como Virginia.) “Puse diez minutos en darme cuenta que ese trataba de un regalo y que ese regalo era una caja llena de mariposas bajo vidrio. Nada podía ser más fantásticamente irreal. Era una tarde destemplada de octubre y estaban arreglando la calles. Una hilera de lucecitas rojas marcaba el borde de la vereda deshecha y en medio de eso llegaron sus mariposas. Venían a comer unos amigos. Durante toda la noche miré, olvidando a los comensales, las mariposas apoyadas en el respaldo de una silla, y pensé en las diferencias que existen entre dos mundos. Debo reconocer que ha tenido usted una ocurrencia ex-traordinaria. Y a pesar de mi bisabuelo puritano, no puedo desaprobar ni rechazar este espléndido regalo. Por consiguiente, he resuelto colgarlo de la pared sobre el retrato de mi adusto antepasado, con la mística esperanza de que un día lleguen a reconciliarse.” Y agregaba un agra-decimiento a las “dos misteriosas señoras veladas”, a lo que Victoria acota: “En mi vida noté que estas dos personas usaran velos sobre la cara. Pero Virginia los vio”.

Desde entonces cada vez que Victoria volvía a Londres visitaba a Vir-ginia en su casa estrecha de escalera empinada. Las charlas animadas transcurrían en un salón de paneles pintados por Vanessa Bell, hermana de Virginia, con las dos mujeres sentadas en sillones floreados y un perro dormido a sus pies. Cuenta Victoria que lo primero que le llamó la aten-ción fue la belleza de la escritora inglesa: sus huesos fuertes, “dibujados con una firmeza desmentida por la boca, dolorosamente vulnerable” y una mirada que parecía perderse a lo lejos. “Bien ha dicho Ruskin”, escribió Victoria, “que el espectáculo más extraordinario que puede ofrecernos la naturaleza es el de un bello ser humano que tiene, además, un cerebro”. Sería esa belleza la que Victoria intentaría captar cuando llevó a su amiga Gisèle Freund a fotografiar a la escritora. Virginia, arisca y frágil, se indignó: la intromisión de Victoria le resultó inaceptable y provocó el único malentendido que tuvieron a lo largo de su amistad.

1. Victoria Ocampo dedicó, además de varios artículos, un libro entero a analizar la personalidad de la escritora inglesa. 2. Anotación manuscrita de Victoria en la que refiere un almuerzo en Londres con Quentin Bell, sobrino y biógrafo de la autora de Las olas. 3. Virginia Woolf junto a su padre, el crítico literario Leslie Stephen. 4. La Editorial Sur publicó Orlando, en traducción de Jorge Luis Borges, en 1937.

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Nº 12 - VIRGINIA WOOLF. V1, enero 2011.

Las tareas de investigación y puesta en valor de la Biblioteca de Villa Ocampo

son posibles gracias a la generosa contribución de la Sra. Cristina Khallouf.

DISEÑO: SERGIO MANELA / HERNÁN TURINA

BIBLIOGRAFÍA

Ocampo, Victoria; “Carta a Virginia Woolf, Testimonios.

Primera serie. Madrid: Revista de Occidente, 1935.

Ocampo, Victoria; “Virginia Woolf, Orlando y Cía.”, Testimonios.

Segunda serie, Buenos Aires: Editorial Sur, 1941.

Ocampo, Victoria; “Self-Inteviews: sobre Virginia Woolf”, Testimonios.

Séptima serie, Buenos Aires: Editorial Sur, 1967.

Ocampo, Victoria. Virginia Woolf en su diario, Buenos Aires:

Editorial Sur, 1954.

Ocampo, Victoria; “Reencuentro con Virginia Woolf”, Testimonios.

Novena serie, Buenos Aires: Editorial Sur, 1975.

Ibíd., “La trastienda de la historia”.

Woolf, Virginia; Cartas inéditas a Victoria Ocampo, archivo Fundación Sur-

Villa Ocampo.

El episodio había sido así: una tarde de junio de 1939, Victoria se dirigía en taxi a despedirse de Virginia. Había mucho tráfico y el taxi apenas se movía. De repente, en el auto de al lado, Victoria vio a la fotógrafa Gisèle Freund y le hizo señas para que se detuviera. Gritó: “Voy a ver a Virginia Woolf. Venga conmigo. Tiene que fotografiarla”. Por entonces Gisèle estaba retratando a los grandes escritores del país y no había conseguido incluir a Virginia en la serie. La fotógrafa no dudó, saltó al taxi de Victoria y juntas aparecieron en Tavistock Square. Al llegar, Victoria subió sola al living-room de Virginia, la saludó y le dijo: “Dis-cúlpeme. He traído sin avisarle a alguien que encontré por casualidad en la calle. Casualidad providencial. Es una gran fotógrafa. Permítame que la fotografíe, por favor”. Victoria sintió de inmediato que su pedido no era bien recibido. Pero no percibió, al menos al comienzo, hasta qué punto llegaba el enojo de la inglesa.

Cuando Victoria volvió a Buenos Aires recibió una carta enfurecida: Virgina no le perdonaba que la hubiese empujado a sacarse las fotos (cosa que hizo finalmente) sabiendo que ella odiaba que la fotografiaran. Victoria alegó que no estaba al tanto de esa fobia: “Había sacrificado el placer de conversar a solas con ella porque me parecía indispensable que quedaran algunas buenas fotografías de ese momento de su vida”. Victoria le contestó una carta seca. La respuesta no tardó en llegar. Vir-ginia le pedía disculpas, el tono volvía a ser afectuoso, y le explicaba que su disgusto por dejarse fotografiar se debía a un “antiguo complejo; odio imponer la presencia, la personalidad del escritor antes que su trabajo”.

Poco después, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, llegaría el final. Virginia escribe en su diario: “Vivimos sin un mañana. La nariz pegada a una puerta cerrada”. Londres es bombardeada por la fuerza aérea alemana, los Woolf se refugian en Rodmell, pero los aviones zum-ban sobre sus cabezas, el trabajo excesivo agota sus nervios delicados. El 28 de marzo de 1941 es un día frío y luminoso, Virginia escribe dos cartas y sale a caminar. Ha decidido hundirse en el río Ouse.

Cinco años después, Victoria vuelve a Londres. Visita la casa de Tavis-tock Square, pero sólo encuentra allí una pila de escombros. Se detiene frente al terreno baldío y tiene la sensación de que si dice en voz alta: “Virginia”, ella la oirá. Unos días después, Leonard Woolf le cuenta que las mariposas en su caja de vidrio han sobrevivido al bombardeo. Con sus frágiles antenas, rayas atigradas y colores como fuegos de artificio fueron llevadas a Rodmell donde aún hoy se las puede ver. Firme recuerdo de una amistad a la que la propia Victoria, con su dignidad intacta, calificó de “unilateral […] pues Virginia existía intensamente para mí y yo par ella fui una sombra lejana en un país exótico creado por su fantasía”.•

1. Sobrecubierta de la edición original de The Common Reader, dibujada por Vanessa Bell. 2. Anotaciones manuscritas de Victoria Ocampo en un ejemplar de Mrs. Dalloway.

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