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SEMINARIO MAYOR INMACULADA CONCEPCION GIRARDOT- CUND. LA PERFECCIÓN DE LA PERSONA CURSO SOBRE LAS VIRTUDES AUTOR: TOMÁS TRIGO

Virtudes

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SEMINARIO MAYOR INMACULADA CONCEPCIONGIRARDOT- CUND.

LA PERFECCIÓN DE LA PERSONACURSO SOBRE LAS VIRTUDES

AUTOR: TOMÁS TRIGO

CONTENIDO

I. EL CONCEPTO DE VIRTUD EN LA TRADICIÓN FILOSÓFICA Y TEOLÓGICA1. Pensamiento griego y romano2. Enseñanzas de la Sagrada Escritura 3. Las virtudes en la Patrística4. La reflexión teológica sobre la virtud en la teología medieval

4.1. Las virtudes en la moral de Santo Tomás4.2. Las virtudes en el nominalismo

5. Las virtudes en el pensamiento moderno5.1. Las virtudes en la teología moral 5.2. Las virtudes en la filosofía moderna

6. La revalorización de la virtud en el pensamiento actual6.1. Renovación tomista y virtudes6.2. La virtud en la fenomenología inicial (1900-1930)6.3. El Concilio Vaticano II6.4. El renacimiento de la virtud en la ética filosófica contemporánea6.5. Las virtudes en la teología moral después del Vaticano II

a) Las virtudes en la moral autónomab) La restauración de las virtudes en la teología moral actual

II. LAS VIRTUDES HUMANAS 1. Concepto de virtud2. Las virtudes intelectuales

2.1. División de las virtudes intelectuales2.2. Características de las virtudes intelectuales

3. Las virtudes morales 3.1. Noción3.2. Sujeto y objeto3.3. División3.4. La necesidad de las virtudes morales

4. Las tres dimensiones esenciales de la virtud moral4.1. La dimensión intencional 4.2. La dimensión electiva 4.3. La dimensión ejecutiva

5. Características del obrar virtuoso6. Las virtudes morales como término medio7. La conexión o interdependencia de las virtudes8. Adquisición, crecimiento y pérdida de las virtudes morales

8.1. Las virtudes morales son fruto de la libertad8.2. El crecimiento en las virtudes es crecimiento en la libertad 8.3. Las virtudes se pierden libremente

9. La educación en las virtudes 9.1. La concepción de la vida moral 9.2. Los vínculos de la amistad y la tradición 9.3. La necesidad de maestros de la virtud

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III. LAS VIRTUDES SOBRENATURALES Y LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO1. La vocación del cristiano

1.1. La unión con Cristo por la gracia a) El bautismob) La filiación divinac) Gracia, virtudes y dones

1.2. Seguimiento e identificación con Cristoa) Conformarse con Cristob) Identificación con Cristo y Eucaristía

1.3. El don del Espíritu Santo1.4. Las virtudes sobrenaturales y los dones

2. Las virtudes teologales3. Los dones del Espíritu Santo 4. La relación de las virtudes humanas y sobrenaturales

a) El organismo cristiano de las virtudes b) Unión, no yuxtaposición ni confusión, de las virtudes humanas y sobrenaturalesc) Las virtudes humanas y las sobrenaturales se necesitan mutuamente d) Unidad de vida y santidad en la vida ordinaria

5. La Iglesia, ámbito de la adquisición y educación de las virtudes

IV. EL CONOCIMIENTO DEL BIEN: SINDÉRESIS, SABIDURÍA, PRUDENCIA Y FE1. El comienzo y desarrollo de la vida moral: la sindéresis

1.1. ¿En qué consiste la sindéresis?1.2. El comienzo de la vida moral1.3. Guía genérica de la vida moral: la protoconciencia1.4. La sindéresis y los fines de las virtudes1.5. Sindéresis, ciencia moral y prudencia1.6. Apertura a Dios

2. La virtud de la sabiduría 2.1. Génesis de la sabiduría2.2. El camino hacia la sabiduría: necesidad de las virtudes morales 2.3. La sabiduría, virtud ordenadora de todos los conocimientos y artes o

técnicas2.4. La sabiduría como guía de la vida moral 2.5. Sabiduría, humildad y virtud de la religión2.6. La corrupción de la sabiduría

3. La prudencia3.1. Los actos propios de la prudencia3.2. Centralidad de la prudencia para la comprensión y desarrollo de la vida

moral3.3. Prudencia y conciencia moral

4. La fe, el conocimiento de Dios como bien del hombre4.1. La naturaleza de la fe4.2. La fe es una virtud sobrenatural y humana

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4.3. La fe como virtud intelectual 4.4. Fe y vida4.5. La fe y los dones del Espíritu Santo4.6. La razón iluminada por la fe y los dones: la prudencia cristiana

5. La virtud ordenadora del deseo de conocer la verdad: la estudiosidad

V. PARA QUE EL BIEN SEA POSIBLE: FORTALEZA Y ESPERANZA1. La afectividad sensible ante los bienes difíciles2. La virtud de la fortaleza

2.1. Los actos propios de la fortaleza2.2. Fortaleza y conciencia de la propia debilidad2.3. Fortaleza, prudencia y justicia2.4. Virtudes relacionadas con la fortaleza

3. La paciencia y la perseverancia4. La magnanimidad y la magnificencia5. La esperanza sobrenatural

5.1. ¿En qué consiste la esperanza sobrenatural?5.2. Cristo, fundamento de la esperanza5.3. Esperanza y vida cristiana

6. Esperanza sobrenatural y fortaleza cristiana 6.1. La fortaleza cristiana6.2. La paciencia y la perseverancia para alcanzar el Reino de Dios6.3. La magnanimidad y la magnificencia cristianas

7. El don de fortaleza 8. La humildad

VI. AMAR Y REALIZAR EL BIEN: AMOR, JUSTICIA, CARIDAD1. El amor de amistad2. La justicia 2.1. ¿En qué consiste la justicia?

a) La justicia como virtud general b) La justicia como virtud específica o particularc) El objeto de la justiciad) El fundamento del derecho

2.2. Justicia y amor de amistad3. Las especificaciones de la justicia3.1. La virtud de la religión

a) ¿En qué consiste la virtud de la religión?b) La función ordenadora y unificadora de la religión

3.2. Relaciones con los familiares y conciudadanos3.3. Relaciones con las personas constituidas en dignidad3.4. El amor a los benefactores: gratitud3.5. El amor a los necesitados: generosidad3.6. La manifestación externa del amor a los demás: afabilidad y virtudes de la cortesía3.7. La equidad o epiqueya3.8. La veracidad3.9. El justo castigo o vindicación

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3.10. ¿Amor y justicia respecto a los seres vivos no racionales?4. La virtud de la caridad4.1. ¿En qué consiste la virtud teologal de la caridad?4.2. Características de la caridad4.3. La caridad, amor de amistad entre el hombre y Dios4.4. El amor a los demás hombres4.5. El amor a uno mismo 4.6. La caridad, forma de todas las virtudes4.7. La transformación de la virtud de la religión 4.8. La caridad y los dones del Espíritu santo

a) El don de piedadb) El don de temor

VII. EL DOMINIO DE SÍ PARA PODER AMAR: LA TEMPLANZA

1. La virtud de la templanza1.1. ¿En qué consiste la virtud de la templanza?1.2. La templanza como virtud general1.3. La templanza como virtud especial2. Virtudes subordinadas a la templanza2.1. Las condiciones de la templaza2.2. Especies de templanza2.3. Partes potenciales de la templanza3. Templanza y lucidez de la mente4. Templanza, libertad interior y capacidad de amar5. La templanza cristiana5.1. La templanza en la Sagrada Escritura5.2. La transformación de la templanza en la vida cristiana

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I. EL CONCEPTO DE VIRTUD EN LA TRADICIÓN FILOSÓFICA Y TEOLÓGICA

El título con el que comenzamos es, sin duda, extremadamente ambicioso. Es necesario aclarar que solo se trata de hacer un brevísimo recorrido histórico, sin más pretensiones que señalar algunas de las fuentes y pensadores más relevantes en la comprensión del concepto de virtud.

Esto nos bastará para mostrar que cuando la vida moral se ha entendido como la búsqueda del bien, de la plenitud de la persona y de su felicidad, las virtudes han ocupado un primer plano. En cambio, cuando se ha adoptado otro punto de vista, el de la vida moral como conjunto de normas que se deben cumplir, las virtudes fueron mal entendidas y perdieron su prestigio, pasando en muchos casos a ser arrinconadas e incluso despreciadas.

1. Pensamiento griego y romano

En primer lugar es necesario hacer una referencia a Sócrates, debido a la influencia de su enseñanza en Platón e, indirectamente, en Aristóteles.

Existe un acuerdo general en afirmar que Sócrates entendía la virtud desde un punto de vista intelectualista, es decir, identificaba la virtud con el saber sobre el bien: solo el sabio podría ser virtuoso. Esta visión de la virtud subraya la importancia de la formación intelectual para la vida moral y funda el plan educativo de Sócrates, que consistirá en enseñar la vida virtuosa; pero tiene el inconveniente, si se lleva al extremo, de negar la responsabilidad moral, pues se podría pensar, por ejemplo, que el criminal lo es solo por su ignorancia del bien.

Su discípulo Platón (427-347 a.C.), a quien debemos la clasificación de las virtudes que llegará a imponerse en el pensamiento occidental: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza1, no logra superar el intelectualismo moral de su maestro. Según algunas interpretaciones, reduce todas las virtudes a la sabiduría. De todas formas, evita caer en la falsa conclusión de que el hombre no es responsable de sus malas acciones, porque en último término sería responsable de dejar que las pasiones le cieguen.

Pero tal vez lo más importante que debamos destacar es su concepción de la virtud como imitación de Dios y camino para la felicidad, que consiste en hacerse tan semejante a Dios como al hombre le sea posible. La virtud es también, para Platón, armonía, medida, proporción, salud del alma y medio de purificación de las pasiones.

Para Aristóteles (384-322 a.C), que presenta su elaboración más completa del concepto de virtud en la Ética a Nicómaco, la virtud es una disposición estable de las facultades operativas, tanto intelectuales (virtudes intelectuales o dianoéticas) como apetitivas (virtudes éticas).

Aristóteles centra su planteamiento ético en la respuesta a la pregunta sobre el bien con cuya posesión el hombre obtiene la felicidad, a fin de orientar hacia él su conducta. Como el bien propio de cada ser viene determinado por las

1 Cfr. PLATÓN, La República, lib. IV: 427 E, 433 B-C, 435 B, etc.

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posibilidades de su naturaleza, el hombre será feliz en la medida en que actualice sus posibilidades naturales específicas, es decir, su razón. Por tanto, la actividad propia del hombre, la que lo hace feliz, es vivir conforme a las exigencias de la razón. La persona que realiza esta «vida buena» o eupraxia es la persona virtuosa.

Hoy diríamos que Aristóteles adopta, en su planteamiento de la ética, la perspectiva de la primera persona, es decir, del sujeto que actúa, y no la del espectador que juzga las acciones desde fuera (perspectiva de la tercera persona).

Respecto al intelectualismo socrático y platónico, puede decirse que queda superado en el pensamiento del Estagirita: no basta conocer el bien para practicarlo, ni conocer el mal para dejar de cometerlo. La virtud y el vicio dependen no sólo del conocimiento, sino también de la voluntad.

Un dato que corrobora la profundidad del pensamiento aristotélico sobre el tema que nos ocupa es que el renacimiento de la ética de la virtud a partir de la segunda mitad del siglo XX se debe, en gran parte, a la relectura de Aristóteles.

Por último, hagamos una breve referencia a los estoicos (Séneca, Cicerón, Marco Aurelio), que insisten de modo especial en la armonía que existe entre la vida virtuosa y la naturaleza humana: la virtud consiste en vivir conforme a la naturaleza, que equivale a vivir de acuerdo con la razón. El problema es que toman la virtud como un fin en sí y no como un medio para lograr el objetivo de la vida moral.

La doctrina de Cicerón en su De officiis tuvo gran influencia en algunos escritores cristianos. Concretamente, San Ambrosio tomó esa obra como base de su exposición de la moral cristiana2.

2. Enseñanzas de la Sagrada Escritura

La Sagrada Escritura no nos ofrece un tratado sistemático de las virtudes. Contiene, sin embargo, las verdades fundamentales sobre la vida virtuosa y, sobre todo, el modelo de virtud, Jesucristo, con el que todo hombre debe identificarse.

La referencia a las virtudes como cualidades morales de la persona y, al mismo tiempo, dones de Dios, son constantes en la Sagrada Escritura. El término más empleado para designar la virtud es dynamis, que se traduce al latín por virtus3.

En el Antiguo Testamento, más que reflexiones sobre la virtud, encontramos narraciones y biografías de hombres virtuosos, «justos»: Abraham, Moisés, José, etc., que tienen un elevado valor pedagógico. El concepto de «hombre justo»

2 La bibliografía sobre la virtud en el pensamiento griego y romano es, como se puede suponer, interminable. De todas formas, siempre encontrará el lector una exposición clara y objetiva en los conocidos tratados de Historia de la filosofía de G. FRAILE (Tomo I, Grecia y Roma, BAC, Madrid 1965) y F.C. COPLESTON (Tomo I: Grecia y Roma, Ed. Ariel, Barcelona1969). De todas formas, ante la selva de autores que han intentado decir e interpretar lo que otros han dicho, aparece más atractiva que nunca la lectura directa de algunas obras originales, especialmente, por señalar solo una, la Ética a Nicómaco de Aristóteles.3 El término griego areté, que designa excelencia, bondad, fuerza, aparece pocas veces en la Sagrada Escritura. En el Nuevo Testamento se encuentra en Flp 4,8; 1 P 2,9 y 2 P 1,5.

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designa al hombre que cree en Dios y espera en Él, es sabio y paciente, misericordioso, prudente, perseverante y humilde, es decir, vive según la voluntad de Dios y es fiel a su Alianza.

En algunos libros del Antiguo Testamento, como en el de la Sabiduría, se puede detectar una cierta influencia griega. En él se mencionan las cuatro virtudes platónicas: «¿Amas la justicia? Las virtudes son sus empeños, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la vida» (Sb 8,7). Sin embargo, hay virtudes que no tienen correspondencia en el pensamiento griego, como la humildad, el perdón o la penitencia. La razón es que la visión del hombre en el Antiguo Testamento es diferente a la griega: el hombre es imagen de su Creador, ha caído por el pecado y Dios le perdona y le enseña a perdonar.

También en el Nuevo Testamento aparece la palabra «justicia» para designar el conjunto de virtudes que vive una persona santa: Zacarías, Isabel, Simeón, José. En el Sermón de la Montaña, la justicia, entendida en este sentido, es considerada como imprescindible para entrar en el Reino de los Cielos: «Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5,20). En la cuarta Bienaventuranza, promete el Señor la felicidad a los que «tienen hambre y sed de justicia», expresión que hace pensar en un deseo grande y eficaz de cumplir en todo la voluntad de Dios. Por otra parte, todas las Bienaventuranzas, que son como un retrato de Cristo, se refieren a diversas virtudes: pobreza de espíritu, mansedumbre, penitencia, limpieza de corazón, etc.

En los Evangelios encontramos, sobre todo, al Maestro de todas las virtudes: Cristo, «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,24), que nos invita a aprender de Él, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), de su vida y sus palabras. En Él, que es perfecto Dios, se nos muestra a la vez el Modelo acabado de la perfección humana, porque es perfecto Hombre.

El mensaje cristiano entra pronto en contacto con el mundo helenístico, como se puede apreciar en las cartas de San Pablo. Este contacto es, sin duda, enriquecedor; pero, en la moral cristiana, las virtudes ya conocidas en el mundo pagano y otras menos conocidas e incluso inconcebibles para él -como la penitencia, la humildad o el amor a la Cruz-, forman, bajo la dirección de las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo, un organismo específico, y adquieren un valor propio y una nueva finalidad: la identificación con Cristo, la edificación del Reino y la «alabanza de la gloria de Dios» (Ef 1,6), que no excluye, sino que incluye, la edificación de la ciudad terrena4.

La moral griega solo conocía el esfuerzo humano como medio para adquirir la virtud. Las virtudes cristianas, en cambio, se presentan sobre todo como dones de Dios, como «frutos del Espíritu» (Ga 5,22). No es la energía humana la que tiene la iniciativa en la edificación del Reino de los Cielos; no es el hombre el autor principal de la santificación, sino el Espíritu Santo. Es Él quien, introduciendo a los

4 Sobre la transformación de las virtudes paganas en el organismo de la moral cristiana, cfr. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 32007, 151ss.

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fieles en el misterio pascual de Cristo, les comunica la vida nueva, sintetizada por San Pablo en las virtudes de fe, esperanza y caridad (cfr. 1 Co 13,13; 1 Ts 1,3-4; Rm 15,13).

La práctica de las virtudes está, para el cristiano, íntimamente vinculada a la identificación con Cristo (cfr. Ef 5,2; Flp 2,5; Col 3,13.17). No se trata ya de vivir unas virtudes aprendidas de un maestro más o menos ejemplar, sino de dejarse guiar por el Espíritu Santo para identificarse ontológica y moralmente con el único Maestro y con el único Modelo.

3. Las virtudes en la Patrística

Los Padres y escritores cristianos de los primeros siglos no elaboran un tratado sistemático sobre las virtudes. Su interés fundamental es la predicación de las virtudes que se señalan en la Sagrada Escritura, para instruir a los files o para defender la fe. Sus enseñanzas no tienen, sin embargo, un carácter exclusivamente pastoral: la especulación teológica también tiene en ellas una parte importante.

La reflexión de los Padres sobre las virtudes asume el pensamiento griego y romano, especialmente el platónico y el estoico, sobre todo a partir de Orígenes. Pero su fuente más importante es la Sagrada Escritura. Por eso, para ellos, por encima de las virtudes humanas están siempre las virtudes teologales. La consecuencia es que, en este organismo de virtudes a cuya cabeza están la fe, la esperanza y la caridad, las virtudes humanas adquieren un nuevo relieve, y algunas que, como la humildad o la penitencia, apenas eran consideradas por el pensamiento pagano, pasan a ejercer un papel de primer orden.

Probablemente haya sido S. Ambrosio (339-397) –que tomó como modelo el De Officiis de Cicerón para su escrito del mismo nombre- el primero en llamar «cardinales» a las cuatro virtudes platónicas. A ellas se refiere en su interpretación de Gn 2,10: «De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos». El río representa a Cristo, la Sabiduría divina, fuente de la vida, de la gracia espiritual, y también de las cuatro virtudes que, representadas por los cuatro torrentes que nacen del primero, están íntimamente conexas y unidas, de modo que el que posea una posee también las otras tres5. La virtud es, para S. Ambrosio, el mayor bien, que dispone de medios sobreabundantes para garantizar el gozo de una vida feliz en esta tierra, y con la que se conquista al mismo tiempo la vida eterna6.

En el pensamiento teológico de S. Agustín (354-430), la virtud ocupa un lugar primordial: «Es el arte de llegar a la felicidad eterna»7. De él procede la definición de virtud como «una buena cualidad del alma por la cual se vive rectamente, que no puede ser usada para el mal, y que Dios produce en nosotros sin nosotros» 8.

5 Cfr. S. AMBROSIO, De paradiso, C.3, nn. 14-22; De Officiis, Lib. I, cap. 24.6 Cfr. ÍD., De Officiis, Lib. II, cap. 5. 7 S. AGUSTÍN, De libero arbitrio, II, c. 18.8 Esta definición –que corresponde propiamente sólo a las virtudes sobrenaturales- fue formulada por Pedro Lombardo y completada por Pedro de Poitiers, pero procede de las reflexiones de S. Agustín en De libero arbitrio, II, c. 19.

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Cristo es la fuente de todas las virtudes: «Es Él, Cristo, quien nos da en esta vida las virtudes; es Él quien en el lugar y el puesto de todas las virtudes necesarias en este valle de lágrimas, nos dará una sola virtud, a Él mismo»9.

Para San Agustín, la caridad es el centro de todas las virtudes y de toda la moral cristiana, hasta tal punto que define la virtud como «el orden del amor»10, y considera las virtudes cardinales como distintas funciones del amor: «Como la virtud es el camino que conduce a la verdadera felicidad, su definición no es otra que la de un perfecto amor a Dios. Su cuádruple división no expresa más que varios afectos de un mismo amor, y por eso no dudo en definir estas cuatro virtudes –que ojalá estén tan arraigadas en los corazones como sus nombres en boca de todos- como distintas funciones del amor. La templanza es el amor que se entrega totalmente al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor esclavo únicamente de su amado y que ejerce, por lo tanto, señorío conforme ala razón; finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos»11.

Otro de los Padres que es preciso tener en cuenta en la historia de las virtudes, es San Gregorio Magno (540-604), sobre todo su Comentario al libro de Job (Moralia in Iob), en el que sus reflexiones morales se orientan a la práctica cotidiana de las virtudes. También en él encontramos la idea de la conexión y entrelazamiento de las virtudes: todas se ayudan unas a otras, de modo que no existe una virtud, por pequeña que sea, si no se sostiene en las demás. «Si la humildad descuida la castidad, o la castidad abandona la humildad, ¿que valor tiene ante el Autor de la humildad y de la pureza una castidad soberbia o una humildad contaminada?»12.

En conclusión, los Padres ponen de relieve el carácter sobrenatural de las virtudes cristianas: si deben conducir al hombre a Dios, deben tener su origen en Dios; presuponen, por tanto, la fe y la esperanza, y no serían nada sin la caridad, que las engendra y orienta a su verdadero fin.

4. La reflexión teológica sobre la virtud en la teología medieval

Durante los siglos XII y XIII, el interés por enseñar la doctrina recibida de siglos anteriores lleva a estudiar en profundidad las características del obrar virtuoso, la condición de “verdaderas virtudes” de las virtudes adquiridas, la distinción entre virtudes teologales y cardinales, el sujeto de las virtudes, etc.13

Es preciso destacar las figuras de Pedro Abelardo (1079-1142) y de Hugo de San Víctor (1100-1141), que preparan, con sus estudios, el camino de dos corrientes de pensamiento: la de tendencia aristotélica, el primero; la de inspiración agustiniana, el segundo.

Las virtudes mantienen su carácter medular en la ciencia moral de los grandes escolásticos: Abelardo, S. Buenaventura, S. Alberto Magno, etc. El primer tratado

9 S. AGUSTÍN, Enarr. in ps. 83, 11.10 ÍD, De Civitate Dei, 1. XV, 22.11 ÍD, De moribus Ecclesiae Catholicae et de moribus manichaeorum, I, c. 15.12 Cfr. S. GREGORIO MAGNO, Moralia in Iob, Parte IV, 21, 6.13 Cfr. O. LOTTIN, Psycologie et Morale aux XII et XIII siècles, Duculot, Glemboux 1949, 100.

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sistemático sobre las virtudes es la Summa Aurea de Guillermo de Auxerre (+1236), en la que se analiza la esencia de la virtud y se estudian cada una de las virtudes teologales y cardinales, los dones del Espíritu Santo y las propiedades de las virtudes.

4.1. Las virtudes en la moral de Santo Tomás

En la Summa Theologiae de Santo Tomás (+1274), en la Prima Secundae (qq. 55-70) y en la Secunda Secundae (qq. 1-170), encontramos un estudio profundo y sistemático de la virtud y de cada una de las virtudes. Su pensamiento, fundado especialmente en la Sagrada Escritura, asume toda la riqueza filosófica del mundo pagano, especialmente de Aristóteles, y la riqueza teológica de los Padres de la Iglesia.

En el enfoque moral de Santo Tomás, caracterizado por la búsqueda de la felicidad y por la centralidad de la acción moral, las virtudes –definidas como hábitos operativos- adquieren una importancia capital: forman, con los dones del Espíritu Santo, la estructura de toda la vida moral, presidida por la caridad; son fuerzas interiores que potencian el conocimiento y la libertad; y, con la ley moral -entendida como principio intrínseco de la acción (lex indita)-, hacen posible la perfección humana y sobrenatural de la persona14.

La moral de Santo Tomás se organiza en torno a las virtudes y los dones del Espíritu Santo. Las virtudes teologales son infundidas en la razón y en la voluntad por la gracia, y asumen las virtudes humanas. Los dones son necesarios para recibir las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo con el fin de realizar obras perfectas. A las virtudes morales adquiridas, Santo Tomás añade las virtudes morales infusas, necesarias para adecuar las primeras al fin sobrenatural del hombre.

Todo el edificio moral descansa sobre las virtudes, porque «el camino indicado para alcanzar la felicidad es la virtud. Ninguna cosa alcanza su fin, si no obra bien en aquello que le es propio (...). El hombre obra rectamente cuando obra según la virtud, pues la virtud es “aquello que hace bueno a quien la posee y también su obra” (...). Por tanto, como el último fin del hombre es la vida eterna, no todos la alcanzarán, sino sólo aquellos que obren según la virtud»15.

4.2. Las virtudes en el nominalismo

Con el nominalismo bajo-medieval llegamos a un mal momento para la fortuna del concepto de virtud. Se puede afirmar que a partir de entonces la virtud pierde el lugar que le corresponde en la ciencia moral. La razón última hay que buscarla en un concepto erróneo de libertad -impuesto por Ockham (1300-1349), según el cual esta no consiste esencialmente en el poder de obrar con perfección, es decir, de acuerdo con la recta razón, cuando se quiere; sino en el poder de elegir entre

14 Sto. Tomás trata de las virtudes en muchas de sus obras: en el Comentario al libro II de las Sentencias, en los Comentarios al Nuevo Testamento, etc.; dedica a las virtudes en general una quaestio disputata: De virtutibus in communi; y otra a las virtudes cardinales: De virtutibus cardinalibus; pero es en la Summa Theologiae donde expone de modo completo y sistemático el organismo virtuoso. 15 S. TOMÁS DE AQUINO, Comp. Theologicum, c. 170.

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cosas contrarias, independientemente de toda otra causa distinta a la propia voluntad (libertad de indiferencia)16.

La concepción de la libertad como indiferencia impide entender la virtud como una cualidad que, al potenciar a la inteligencia y a la voluntad para conocer, amar y realizar el bien, nos hace más libres. Por el contrario, se llega a pensar que, en la medida en que las virtudes inclinan a actuar en una dirección determinada, disminuyen la indiferencia de la voluntad para poder elegir libremente entre cosas contrarias.

A partir de Ockham, el centro de la moral ya no es la virtud y el deseo de felicidad, sino la ley y la obligación de cumplirla, pero no porque la ley represente la verdad sobre el bien del hombre, sino porque está mandada. La virtud queda reducida a un mecanismo psicológico creado por la repetición de actos, es decir, como una costumbre que refrena las pasiones para que la voluntad cumpla la obligación que le impone la ley, olvidando que su verdadero papel consiste en ser una determinación que asegura la perfección de las acciones humanas17.

«Para los moralistas, la virtud se convierte simplemente en una categoría tradicional y cómoda en la que situar las obligaciones morales. En el campo de la libertad de indiferencia, ya no hay necesidad de la virtud; es incluso lógico rechazarla. Es lo que harán los manuales de moral cuando supriman el tratado de las virtudes de la moral fundamental, y los mandamientos substituyan a las virtudes a la hora de dividir la moral especial. Sin duda, hubo en aquel tiempo muchos hombres virtuosos, pero la idea de la virtud estaba casi muerta y solo subsistirá en la sombra»18

5. Las virtudes en el pensamiento moderno5.1. Las virtudes en la teología moral

La teología católica posterior al nominalismo abandona el positivo enfoque de las virtudes y se centra, sobre todo, en determinar la ley moral, aplicarla a los casos de conciencia, delimitar los pecados y señalar los medios para evitarlos. Las consecuencia de este planteamiento fueron muy negativas para la enseñanza de las virtudes.

La tendencia general de los manuales de moral, a partir de las Instituciones morales de Juan de Azor (principios del s. XVII), es reducir la teología moral al estudio de los preceptos comunes a todos los cristianos, ordenados en torno al Decálogo. En esta línea, la moral especial se organiza en torno al Decálogo, y las virtudes son tratadas casi exclusivamente desde el punto de vista de las obligaciones que comportan. Entre ellas, las más estudiadas serán la justicia, la templanza y la castidad.

El estudio de las virtudes se deja a la teología espiritual, que, debido su carácter práctico, se preocupa más de la aplicación de las virtudes a la vida cristiana que 16 Sobre las características de la libertad de indiferencia y las consecuencias de este concepto, cfr. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., capítulo XIV.17 Cfr. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., 396-397.18 Ibidem, 397.

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de profundizar en su naturaleza. Las virtudes teologales e infusas serán estudiadas en la teología dogmática, como parte del tratado sobre la gracia.

La influencia del nominalismo en el tratamiento teológico de la virtud durante la edad moderna es innegable. La libertad, entendida como indiferencia de la voluntad para determinase a sí misma a obrar a favor o en contra la ley, hace que la virtud se considere solamente como «una buena costumbre que facilita el acto libre, pero que no lo produce ya desde el interior para conferirle su pleno valor» 19. La virtud, «que por naturaleza estaba llamada a la búsqueda y consecución del máximo de perfección en el obrar, queda reducida a la búsqueda del mínimo esfuerzo para no pecar, perdiendo el atractivo que tenía en otros tiempos»20.

Las virtudes tuvieron todavía peor suerte en la teología protestante. La doctrina luterana de la justificación no es compatible con una moral de las virtudes, pues tal justificación no cambia ni renueva al hombre en su ser más íntimo, sino que permanece pecador. En consecuencia, la persona que tratase de adquirir las virtudes estaría suponiendo que tiene una capacidad para hacer el bien que en realidad no posee y, en cierto modo, estaría restando importancia a la gracia.

Mientras el tratamiento teológico de las virtudes en el período postridentino se mueve en el ámbito de las obligaciones, bajo una visión legalista y casuística de la moral, en los escritos de los autores espirituales como San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o San Francisco de Sales, las virtudes mantienen toda su fuerza como vías que conducen a las cumbres de la vida contemplativa.

5.2. Las virtudes en la filosofía moderna

Debido en gran parte al nominalismo, el pensamiento moderno pierde la noción clásica de virtud como perfección intrínseca de la inteligencia y la voluntad, y la transforma en simple costumbre o uso social, o bien la entiende como disposición para cumplir con más facilidad los preceptos de la ley moral.

En la filosofía moderna, pueden distinguirse dos posiciones fundamentales sobre la naturaleza de los hábitos: la mecanicista y la vitalista21. Para la posición mecanicista (Descartes, Comte, etc.), el hábito es un cierto reflejo corporal, producido como respuesta a estímulos y condiciones exteriores; su fundamento es la «pasividad» de la materia. Para la posición vitalista (Leibnitz, Maine de Biran, etc.), los hábitos son algo intermedio entre el puro automatismo y la actividad voluntaria libre. Con tales conceptos de hábito, la virtud se reduce a un factor de automatización de la conducta humana y, por tanto, se considera que disminuye la voluntariedad de la acción.

La vida virtuosa como ideal, como plenitud de la vida humana, no se acomoda a la mentalidad moderna, que evita establecer una visión unitaria y global de la vida, a fin de no interferir en la libertad personal y en el proyecto individual, y se limita a buscar las normas de colaboración social, indispensables para obtener la paz o el

19 Ibidem, 325.20 S. PINCKAERS, Morale casuistique et morale thomiste, Desclée, Paris-Tournai-Roma 1953, 242.21 Cfr. T. URDANOZ, La teoría de los hábitos en la filosofía moderna, “Revista de Filosofía”: 13 (1954) 90 ss.

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bienestar y la utilidad. La ética abandona completamente el concepto de telos y el punto de vista de la primera persona, situándose en la perspectiva del observador del fenómeno moral.

En el ámbito filosófico, vale la pena detenerse, en primer lugar, en Thomas Hobbes (1588-1679), influido también por el pensamiento ockhamiano, que entiende la moral como la búsqueda de las reglas para la colaboración social. La ley moral, que no prescribe ya la rectitud moral ante Dios, sino que está destinada únicamente a mantener el orden de la sociedad, llega a equipararse con la ley civil. La cuestión moral deja de ser una cuestión de la persona para convertirse en una propiedad del soberano legislador. La moral está orientada únicamente a lograr la paz social, y las virtudes tendrán esta misma finalidad: se consideran medios o instrumentos para lograr el mejoramiento de la sociedad civil.

La primera exposición de la corriente utilitarista la realizó J. Bentham en 178922, con la pretensión de elaborar una ética secular que fuese una ciencia de la utilidad, sin referencia a Dios ni a premisas teológicas. En el planteamiento de Bentham, la acción es calificada de justa o injusta por sus resultados o consecuencias: no se aprecia como un acto inmanente de la voluntad, sino como productora de un estado de cosas. En consecuencia, la virtud será entendida como una «tendencia a incrementar la cantidad acumulada de felicidad en todas sus formas consideradas conjuntamente»23.

Por su influencia en la teología, el pensamiento kantiano sobre la virtud requiere especial atención. Kant intenta construir un sistema moral basado exclusivamente en la razón. Esta define el deber moral concreto para el hombre con plena autonomía respecto a cualquier elemento perturbador: inclinaciones naturales, afectos, pasiones, etc. La voluntad no tiene otro papel que adherirse a lo que la razón manda como deber moral. En este sistema moral, la virtud tiene una función muy limitada, que consiste en resistir a los enemigos de la razón pura, es decir, a las pasiones. Las virtudes no se entienden como integración de las pasiones en el orden de la razón, para que colaboren positivamente en la realización de actos buenos, sino como una fuerza moral cuyo fin es rechazar las pasiones, consideradas como elementos que distorsionan la rectitud moral. La virtud no es más que un refuerzo volitivo al servicio del cumplimiento del deber24.

Por último, el pensamiento burgués, dominado por los valores económicos y mercantiles, arruinó el poco prestigio que ya tenían las virtudes, convirtiendo en virtudes esenciales el celo por el trabajo, el sentido del ahorro, la propiedad y el respeto a los convencionalismo sociales. De la creatividad, excelencia moral y

22 J. BENTHAM, An Introduction to the Pinciples of Morals and Legislation. A esta obra siguieron: J.S. MILL, Utilitarism, London 1863; H. SIDWICK, The Methods of Ethics, Cambridge 1974; G.E. MOORE, Principia Ethica, Cambridge 1903, etc.23 J. BENTHAM, The Nature of Virtue, en B. PAREKH (ed.), Bentham’s Political Thought, Barnes & Noble Books, New York 1973, 89.24 Cfr. A. RODRÍGUEZ LUÑO, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Ares, Milano 1987, 111; M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 217. Para una crítica profunda del planteamiento moral kantiano: A. RODRÍGUEZ LUÑO, Immanuel Kant: Fundamentación metafísica de las costumbres, EMESA, Madrid 1977, 173-183.

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potenciación de la libertad, no queda nada. La virtud es ahora algo «edificante» y mediocre, pasivo y mecánico, sumisión a reglas externas, algo muy cercano a la hipocresía.

6. La revalorización de la virtud en el pensamiento actual6.1. Renovación tomista y virtudes

La renovación tomista de finales del siglo XIX y comienzos del XX, introduce alguna novedad interesante en los manuales de moral respecto a las virtudes: se sustituyen los mandamientos por las virtudes, como criterio de estructura, y se añade un tratado sobre las virtudes en la moral fundamental. Pero, a pesar de los indudables avances renovadores, los contenidos apenas sufren modificación: «Las categorías han cambiado –afirma S. Pinckaers-, pero el contenido continúa estando formado por las obligaciones y prohibiciones legales. La doctrina de las virtudes es interesante, pero es más teórica que práctica y sufre siempre del empobrecimiento de las nociones heredadas del nominalismo (...). De hecho, varias de las virtudes mencionadas están reducidas al mínimo al no implicar apenas obligaciones, como la esperanza y la fortaleza. Las virtudes más unidas a la ley, como la justicia por su naturaleza y la castidad por su materia, conservan el predominio, manifestado por el espacio que se les concede»25.

La renovación bíblica, los estudios de teología patrística y algunas corrientes de filosofía moral, influyen positivamente en la recuperación de las virtudes. No obstante, quienes ejercen el mayor impulso son los autores que, entre los años 30 y 60 del siglo pasado, tratan de renovar la teología moral buscando en las virtudes teologales los principios específicamente cristianos sobre los cuales fundamentar y estructurar esta disciplina. Entre ellos, merecen una mención especial É. Mersch (Morale et Corps Mystique, 1937) y G. Gilleman (Le primat de la charité en théologie morale, 1952). Mersch, concretamente, se propone aplicar a toda la formulación de la moral el principio universal de la teología de Santo Tomás: caritas forma omnium virtutum, y establecer los principios de un método que reconozca explícitamente a la caridad la misma función vital que ejerce en la realidad de la vida cristiana y en la revelación de Cristo26.

6.2. La virtud en la fenomenología inicial (1900-1930)

Otro resurgimiento de la teoría de la virtud en el siglo XX ha venido de la mano de la fenomenología. Esta corriente de pensamiento no solo se ocupa de la teoría del conocimiento, sino que también posee una fecunda y rigurosa dimensión de filosofía práctica moral27.

Entre los fenomenólogos, fue Max Scheler quien más se ocupó de los asuntos morales, también de la virtud. En su concepción, la virtud aparece sobre todo de dos modos. Por un lado, en sí misma, como tendencia permanente a actuar de cierto modo, o -con sus expresiones más propias- como configuración del ordo amoris que rige e impulsa a la acción. Por otro lado, como la conciencia inmediata

25 S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., 358. Cfr. J.Mª AUBERT, Les vertus humaines dans l’enseignement scolastique, “Seminarium”: 3 (1977) 431.26 Cfr. G. GILLEMAN, La primacía de la caridad en teología moral, Desclée de Brouwer, Bilbao 1957, 31.27 Como puede verse en E. Husserl, A. Reinach, A. Pfänder y otros.

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que el sujeto posee de lo que este es capaz de llevar a cabo en el marco de ciertos valores28.

Otro fenomenólogo, Dietrich von Hildebrand, trata también de modo explícito el tema de la virtud. Siguiendo las inspiraciones fundamentales de Scheler, este filósofo habla de la virtud como “respuesta afectiva sobreactual”; respuesta a un valor o género de valores29. Además, estudia con mayor detalle las virtudes o actitudes más básicas para la vida moral en el marco de una antropología coherente con la doctrina cristiana30. Pero quizá la mayor originalidad de Hildebrand en este terreno sea su estudio de la relación entre el conocimiento moral y el ser moral, es decir, del clásico problema de la mutua relación entre la virtud intelectual y la virtud moral31.

6.3. El Concilio Vaticano II

Las líneas maestras trazadas por el Concilio Vaticano II, que señala como objeto de la teología moral «mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo»32, apuntan a un enfoque en el que las virtudes y los dones vuelvan a ocupar el lugar que les corresponde en la vida cristiana.

La Const. Lumen gentium recuerda que la vocación de los fieles en Cristo es vocación a la santidad33, y ésta supone vivir las virtudes humanas y sobrenaturales. De modo especial, muestra que la caridad es la nota distintiva de la praxis cristiana: «El don principal y más necesario es el amor con el que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo a causa de Él». Para que este amor pueda crecer y dar fruto, el cristiano debe escuchar la palabra de Dios, obedecer a su voluntad, participar en los sacramentos… y dedicarse «a la práctica de todas las virtudes»34.

Estas y otras orientaciones del Concilio impulsaban una fecunda perspectiva: la del desarrollo armónico del sujeto moral, enriquecido por las virtudes y los dones que le permiten realizar el propio proyecto de hijos de Dios en Cristo35. Sin embargo, durante los años posteriores se avanzó poco en esta línea, debido, en parte, a que la atención se desvió hacia diversas polémicas teológicas centradas en torno a la autonomía moral, la existencia o no de normas específicamente cristianas en el ámbito de las relaciones intramundanas, y a la autoridad, en dicho ámbito, del magisterio de la Iglesia36.

28 Cf. MAX SCHELER, Ética, Caparrós, Madrid 2001 y Ordo Amoris, Caparrós, Madrid 1996; y el estudio de S. SÁNCHEZ-MIGALLÓN, La persona humana y su formación en Max Scheler, Eunsa, Pamplona 2006.29 Cf. DIETRICH VON HILDEBRAND, Ética, Ed. Encuentro, Madrid 1997.30 Cf. ALICE Y DIETRICH VON HILDEBRAND, Actitudes morales fundamentales, Ed. Palabra, Madrid 2003; y el estudio de ROGELIO ROVIRA, Los tres centros espirituales de la persona, Fund. Emmanuel Mounier, Madrid 2006.31 Cf. DIETRICH VON HILDEBRAND, Moralidad y conocimiento ético de los valores, Ed. Cristiandad, Madrid 2006.32 Decreto Optatam totius, n. 16.33 Cfr. Const. Dog. Lumen gentium, cap. V.34 Ibidem, n. 42.35 Cfr. O.H. PESCH, La teologia della virtù e le virtù teologiche, “Concilium”: 23 (1987/3).36 Sobre este debate: T. TRIGO, El debate sobre la especificidad de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 2003.

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6.4. El renacimiento de la virtud en la ética filosófica contemporánea

En el campo de la ética filosófica se produce un interesante renacimiento de la ética de la virtud, a partir, sobre todo, de los estudios de G.E.M. Anscombe y A. MacIntyre.

Elizabeth Anscombe publica en 1958 un artículo37 que puede considerarse el comienzo del debate contemporáneo sobre el deber y la virtud, y el inicio de la vuelta a la virtud por parte de la comunidad filosófica, especialmente en el ámbito anglo-americano. En este y otros estudios posteriores, Anscombe critica las teorías morales modernas del utilitarismo y deontologismo de corte kantiano, y advierte que el desarrollo de la filosofía moral exige redescubrir el concepto de virtud.

A partir de la llamada de atención de Anscombe, se multiplican los estudios sobre la virtud38. Merecen destacarse los trabajos de I. Murdoch, M. Stocker, Ph. Foot, M.C. Nussbaum, Ch. Taylor y A. MacIntyre.

MacIntyre es considerado el autor más importante en el resurgir de la virtud en la ética contemporánea. Después de diez años de trabajo, publica en 1981 su famosa obra After Virtue: A Study in Moral Theory, que constituye para muchos la publicación más importante dentro del debate contemporáneo sobre la ética de la virtud. En ella cuestiona la ética moderna como fruto de los ideales ilustrados y del individualismo liberal. En su opinión, el proyecto ilustrado ha fracasado porque sus principales exponentes rechazaron la concepción teleológica de la naturaleza humana y la visión del hombre como poseedor de una esencia que define su verdadero fin. Frente a este fracaso, MacIntyre propone la vuelta a la ética de la virtud fundada en Aristóteles y en la Sagrada Escritura, y enriquecida por Santo Tomás.

Hoy en día se puede hablar de la «ética de la virtud» como perspectiva ética cuya principal preocupación es la formación de un determinado carácter moral en el que son más importantes las disposiciones internas, las motivaciones y los hábitos del sujeto, que los juicios sobre la rectitud de los actos externos y sus consecuencias. Esta perspectiva contrasta con las teorías éticas que fijan la atención en el deber o la norma (deontologismo), o en las consecuencias de la acción (utilitarismo), a las que critican haber reducido la moralidad a los aspectos externos de la conducta y al cumplimiento de las obligaciones sociales, y haber convertido la ética en la búsqueda de fundamentación de reglas morales o en el cálculo de prejuicios y beneficios particulares de las acciones humanas39.

Dentro del amplio campo de la ética de la virtud, algunos autores se han planteado el concepto de virtud en clave narrativa. Uno de ellos es el ya mencionado Alasdair MacIntyre. En su libro Tras la virtud, intenta desarrollar un concepto moderno de virtud como parte de la «estructura narrativa» que da unidad a la vida

37 G.E.M. ANSCOMBE, Modern Moral Philosophy, “Philosophy”: 33 (1958) 1-19.38 Una amplia recopilación bibliográfica de la ética de la virtud se encuentra en G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona 1992, 89-95.39 Sobre las diferencias de la ética de la virtud con respecto a las éticas normativas modernas, cfr. G. ABBÀ, L’originalità dell’etica delle virtù, “Salesianum” 59 (1997) 491-517).

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moral. Pone de relieve la necesidad de unir moral e historia personal: las virtudes están necesariamente vinculadas a la noción de una estructura narrativa de la vida humana, como medios para alcanzar con éxito la finalidad del proyecto vital. Por otra parte, insiste en el valor que tienen para la vida moral tanto la existencia de una comunidad de referencia, como la tradición, gracias a la cual los conceptos morales no se vacían de contenido40.

6.5. Las virtudes en la teología moral después del Vaticano II

Desde el Concilio Vaticano II hasta hoy se ha escrito mucho sobre el papel de las virtudes en la teología moral. Nos limitamos a ver dos líneas teológicas: la de la moral autónoma, en primer lugar, y, a continuación, la línea común de un grupo de autores contemporáneos que –tanto en el ámbito filosófico como teológico- ponen el acento en la perspectiva del sujeto o de la primera persona como la única que puede dar cuenta cabal del fenómeno moral.

a) Las virtudes en la moral autónoma

El modelo de la moral autónoma corresponde al modelo de una ética normativa en la que las virtudes no desarrollan más que un papel secundario. La virtud se concibe únicamente como motivación para observar las normas, o como efecto psíquico de su observancia, o como decisión fundamental de la libre voluntad de obrar según normas morales41.

Para este modelo moral, lo decisivo no está en ser buenos, sino en analizar qué modos de comportamientos son rectos o erróneos para saber si se es bueno. De esta forma, la virtud se entiende como modo recto de acción y resolución habitual libre a ello. Para la moral autónoma, primero son las normas, después se dice que el que hace lo que es recto actúa de manera virtuosa. Con ello, el concepto de virtud moral deja de tener consistencia propia: se convierte en un mero nombre para «lo recto». Esta noción de virtud resulta analíticamente insuficiente para la comprensión del fenómeno moral y, por tanto, prácticamente carente de contenido.

Dentro de esta línea se pueden encuadrar muchos autores de la denominada «moral autónoma», centrados, sobre todo, en la fundamentación de las normas morales. Uno de ellos es Bruno Schüller, que se considera a sí mismo como representante de la llamada «ética de la acción» o «ética normativa», orientada a determinar el contenido de las normas morales y los motivos que fundan la obligatoriedad. Concentra su interés en la determinación de la acción moralmente justa en sentido teleológico, es decir, aquella que produce el mayor bien para todas las personas interesadas.

40 A. MACINTYRE, Tras la virtud, Ed. Crítica, Barcelona 1987, 272ss. Después de Tras la virtud (1981), MacIntyre publicó Justicia y racionalidad: conceptos y contextos (1988), obra en la que completa las reflexiones de la anterior sobre la cuestión de la estructura narrativa de la moral y el concepto de virtud. La teoría de MacIntyre sirvió de base para el trabajo posterior de muchos otros autores en la misma línea, aunque con facetas diversas P.H. Hall, M. Nussbaum, S. Hauerwas, etc.41 Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, o.c., 108.

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Ante las acusaciones de descuidar el carácter y las intenciones del sujeto agente, Schüller afronta el tema de la virtud. La define como una «disposición moral de fondo positiva», producto de la «libre determinación» de la voluntad, es decir, como una orientación genérica de la voluntad hacia el bien. Las virtudes particulares «son simples caracterizaciones particulares del único querer moralmente bueno»42.

Para Schüller, la virtud se queda, por tanto, en el ámbito de las buenas intenciones generales, o de una decisión fundamental. Pero como ésta no es todavía la elección realizada, la virtud no alcanza a las acciones concretas, no es un hábito de la recta elección, ni comporta la integración de la afectividad en la razón, ni la captación del bien concreto43.

b) La restauración de las virtudes en la teología moral actual

En los últimos años, un grupo de filósofos y teólogos intenta una interpretación moderna de la doctrina de Santo Tomás sobre la ley natural, la racionalidad práctica y la virtud44. Respecto a la virtud, pretenden subrayar cuestiones esenciales que habían sido relegadas por la interpretación legalista y extrinsecista de la moral: la virtud como integración de lo sensible en el orden espiritual y como hábito de la recta elección, la connaturalidad afectiva con el bien que produce la vida virtuosa, su conformidad con los principios de la razón práctica, el concepto teológico y cristocéntrico de las virtudes del cristiano, etc.

La propuesta de estos autores tiene un profundo eco en el mundo teológico, en el que un grupo cada vez más numeroso de moralistas propugna un cambio hacia la perspectiva del sujeto moral –la adoptada por Aristóteles y por Santo Tomás, y señalada por la encíclica Veritatis splendor45-, que se fija en la relación intrínseca entre la persona y la acción. Para esta línea moral, la virtud es un elemento clave; gracias a ella, la libertad recupera su verdadera finalidad, que es la realización de la verdad sobre el bien, a fin de alcanzar la plenitud de vida, y no el mero cumplimiento de la ley, ni mucho menos su creación; la vida afectiva se pone –gracias a la virtud- al servicio de la razón, integrándose así en el dinamismo moral de la persona y capacitándola para el conocimiento del bien por connaturalidad; y el deber -aislado de su comprensión kantiana- encuentra en el terreno de la virtud su verdadera rehabilitación46.

42 B. SCHÜLLER, La fondazione dei giudizi morale. Tipi di argomentazione etica in Teologia Morale, San Paolo, Cinisello Balsamo 1997, 395.43 Para una crítica del concepto de virtud de Schüller, cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, o.c., 127ss; M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica, EUNSA, Pamplona 2000, 329.44 Entre otros, cabe destacar a M. Rhonheimer, G. Abbà, Á. Rodríguez Luño, L. Melina, E. Schockenhoff, J. Porter, J.J. Pérez-Soba, R. Cessario, M. D’Avenia y P. Wadell.45 A esta perspectiva, en efecto, se refiere también la encíclica Veritatis splendor: «Para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifique moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa» (n. 78).46 Cfr. L. MELINA, Participar en las virtudes de Cristo, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, especialmente el cap. II: Una ética de la vida buena y de la virtud, 53-84. M., RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, o.c.; E. COLOM-A. RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos, Ed. Palabra, Madrid 2000, especialmente el cap. VI: Las virtudes morales y los dones del Espíritu Santo, 221-267.

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Hoy se puede hablar, en el ámbito de la teología moral, de un verdadero renacimiento de las virtudes, que responde a causas de muy diversa índole. Además de la influencia que la ética filosófica ha ejercido en este campo sobre los teólogos, cabe destacar motivos propiamente teológicos: la visión de la moral como seguimiento de Cristo, la toma de conciencia de la vocación de todo cristiano a la santidad, la concepción de la vida cristiana como una misión a cumplir -participación de la misión de Cristo- y el convencimiento de que lo humano es parte integrante de la vocación divina.

* * *

Una de las conclusiones que se pueden extraer de este breve recorrido histórico es que el concepto de virtud sólo puede valorarse adecuadamente en el contexto de una ética orientada a la búsqueda de una vida feliz, encaminada a la santificación, a la unión con Dios en Cristo, y no sólo ni principalmente a la fundamentación y cumplimiento de obligaciones morales. Si la moral se reduce al cumplimiento de obligaciones, las virtudes pierden su papel y se convierten, en el mejor de los casos, en mecanismos que facilitan el cumplimiento de las normas.

Por otra parte, cuando en la ciencia moral se adopta la perspectiva de la tercera persona, es decir, del observador que juzga sólo el aspecto externo de la acción, no se valoran las virtudes. Estas solo adquieren todo su relieve cuando se adopta la perspectiva del sujeto agente y, por tanto, se tiene en cuenta no solo la acción externa, sino sobre todo el acto interior de la persona, sus disposiciones voluntarias y afectivas más o menos estables, y los motivos e intenciones que le llevan a realizar la acción. Solo esta perspectiva nos permite, además, tener una visión realista del sujeto moral, de su debilidad natural para alcanzar su perfección humana y sobrenatural y, por tanto, de la necesidad de adquirir las virtudes humanas y sobrenaturales.

El concepto de virtud es clave para la renovación de la teología moral: por una parte salva la originalidad y la autonomía del esfuerzo humano en su temporalidad; por otra, gracias a la prioridad de las virtudes infusas, interioriza la ley moral. De este modo, la teología moral puede unirse de nuevo a la teología espiritual, sin la cual la moral cristiana perdería su profundo sentido47.

47 Cfr. J-Mª. AUBERT, Vertus, en Dictionnaire de Spiritualité, t. 16, Beauchesne, Paris 1994, 496.

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II. LAS VIRTUDES HUMANAS

En este capítulo, ofrecemos las definiciones de los conceptos fundamentales relativos a las virtudes y trataremos de explicar su naturaleza y necesidad (1-3).

A continuación, estudiaremos las dimensiones esenciales de la virtud: intencional, electiva y ejecutiva (4). Se trata de un tema especialmente importante para comprender la virtud moral; su olvido fue la causa de la reducción de este concepto en el pensamiento moderno.

Expondremos las características del obrar virtuoso (5), y veremos en qué consiste la virtud moral como término medio, un concepto que no siempre ha sido bien entendido (6), la conexión de las virtudes y las consecuencias de esta cualidad (7).

Haremos también una breve reflexión sobre cómo se adquieren las virtudes, cómo se desarrollan y cómo pueden llegar a perderse por medio de actos contrarios (8).

Por último, dedicaremos un apartado (9) a señalar los elementos del contexto educativo adecuado para el cultivo de la vida virtuosa.

1. Concepto de virtud

Con el término «virtud» (del latín virtus, que corresponde al griego areté) se designan cualidades buenas, firmes y estables de la persona, que, al perfeccionar su inteligencia y su voluntad, la disponen a conocer mejor la verdad y a realizar, cada vez con más libertad y gozo, acciones excelentes, para alcanzar su plenitud humana y sobrenatural.

Alcanzar la plenitud humana y sobrenatural no puede entenderse en un sentido individualista: el fin de las virtudes no es el autoperfeccionamiento ni el autodominio, sino -como ha puesto de relieve S. Agustín- el amor, la comunión con los demás y la comunión con Dios.

Las virtudes que se adquieren mediante el esfuerzo personal, realizando actos buenos con libertad y constancia, son las virtudes humanas, naturales o adquiridas: unas perfeccionan especialmente a la inteligencia en el conocimiento de la verdad (intelectuales); y otras, a la voluntad y a los afectos en el amor del bien (morales).

Las virtudes que Dios concede gratuitamente al hombre para que pueda obrar de modo sobrenatural, como hijo de Dios, son las virtudes sobrenaturales o infusas. Solo a estas puede aplicarse enteramente la definición agustiniana de virtud: «Una buena cualidad del alma, por la que el hombre vive rectamente, que nadie usa mal, y que Dios obra en nosotros sin nosotros»48. Entre ellas ocupan un lugar central las teologales –fe, esperanza y caridad-, que adaptan las facultades de la persona a la participación de la naturaleza divina, y así la capacitan para unirse a Dios en su vida íntima.

Con la gracia, se reciben también los dones del Espíritu Santo, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las

48 S. AGUSTÍN, De libero arbitrio, II, c. 19.

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iluminaciones e impulsos del Espíritu Santo. A algunas personas Dios les otorga ciertas gracias, los carismas, ordenadas directa o indirectamente a la utilidad común.

2. Las virtudes intelectuales

Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo y la necesidad de conocer la verdad. Esta aspiración, que consiste, en el fondo, en el «deseo y nostalgia de Dios»49, solo se sacia con la Verdad absoluta. Una vez conocida la verdad, el hombre debe vivir de acuerdo con ella y comunicarla a los demás.

La actividad intelectual –aprendizaje, estudio, reflexión- de la persona que busca la verdad, engendra en ella las virtudes intelectuales. La adquisición de conocimientos verdaderos capacita para alcanzar otros más profundos o difíciles de comprender.

2.1. División de las virtudes intelectuales

La razón dispone de dos funciones: la especulativa o teórica y la práctica. La razón especulativa tiene por fin conocer la verdad sobre el ser; y la razón práctica, dirigir la acción según la verdad sobre el bien. La primera aprehende lo real como verdadero; la segunda, como bueno.

a) Las virtudes que perfeccionan la razón especulativa son las siguientes:

—El hábito de los primeros principios especulativos o entendimiento (noûs, intellectus). Gracias a él la razón percibe de modo inmediato las verdades evidentes por sí mismas, sobre las que se asientan todos los demás conocimientos.

—La sabiduría (sophía, sapientia): es la virtud que perfecciona a la razón para conocer y contemplar la verdad sobre las causas últimas de todas las cosas; la verdad que responde a los problemas más profundos que la persona, en cuanto tal, se plantea. Es, en último término, el conocimiento de Dios como causa primera y fin último de toda la realidad.

—La ciencia (epistéme, scientia): perfecciona el conocimiento de la verdad sobre los diversos campos de la realidad observable.

b) La razón práctica, a su vez, es perfeccionada por las siguientes virtudes:

—El hábito de los primeros principios prácticos o sindéresis (del griego synteréo: observar, vigilar atentamente): hábito por el que se conocen las primeras verdades de la ley moral natural y los fines de las virtudes.

—La prudencia (frónesis, prudentia): virtud que perfecciona a la inteligencia para que razone y juzgue bien sobre la acción concreta que se debe realizar en orden a conseguir un fin bueno, e impulse su realización.

—La técnica o arte (téjne, ars): consiste en el hábito de aplicar rectamente la verdad conocida a la producción o fabricación de cosas.

49 JUAN PABLO II, Encíclica Fides et Ratio, n. 24.

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2.2. Características de las virtudes intelectuales

Se suele afirmar que las virtudes intelectuales no son estrictamente virtudes, porque, aunque son buenas cualidades del alma, no perfeccionan a la persona desde el punto de vista moral. Mientras que las virtudes morales dan la capacidad para obrar moralmente bien, las intelectuales solo proporcionan el conocimiento de la verdad, y no garantizan el buen uso de ese conocimiento. Sin embargo, esta afirmación no es aplicable a la prudencia –que puede considerarse la virtud moral por excelencia-. En cuanto a las demás, es necesario tener en cuenta lo siguiente: el hecho de que no perfeccionen moralmente a la persona no quiere decir que carezcan de relevancia para la vida moral, ni que su adquisición sea independiente de las virtudes morales del sujeto. Como se irá viendo, unas y otras están íntimamente relacionadas.

Los hábitos de los primeros principios están íntimamente radicados en la naturaleza de la persona: puede decirse que, en cierto modo, son innatos a su mente50. Son una luz intelectual que se actualiza ante la presencia de su objeto propio (la verdad y el bien): siempre que la persona quiere conocer la verdad y el bien, los primeros principios del ser y de la bondad se le presentan como evidentes. Ahora bien, el conocimiento que nos proporcionan estos hábitos se afirma y se hace más luminoso a medida que el sujeto actúa virtuosamente; y, por el contrario, se oscurece en la práctica si el hombre se deja llevar por el error, o actúa en contra de lo que establece la sindéresis.

La sabiduría, como conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el sentido último de la realidad, es una virtud del entendimiento especulativo. Desde este punto de vista, no constituye una virtud en el sentido pleno del término51: no implica necesariamente la perfección moral de quien la posee. Pero tiene también una vertiente práctica, que consiste en dirigir toda la vida de la persona de acuerdo con Dios, Verdad suprema y fin último52. El hombre verdaderamente sabio es aquel que no solo posee conocimientos sobre Dios, sino que además los toma como criterio de pensamiento y regla de actuación. Por otra parte, como veremos más adelante, las virtudes morales de la persona juegan un papel muy importante en la adquisición de la verdadera sabiduría.

Los conocimientos científicos y técnicos, por sí mismos, no hacen moralmente bueno al hombre: puede adquirirlos y emplearlos para el bien o para el mal. Pero si los usa bien –lo cual depende de la voluntad-, se convierten en camino para conocer y amar más a Dios, y en medio para contribuir al desarrollo material y a la perfección moral de uno mismo y de los demás. En este sentido, pueden considerarse virtudes.

50 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In II Sententiarum, d. 24, q. 2, a. 3c.51 Cf. ID., Summa Theologiae, I-II, q. 57, a. 1 (en adelante S.Th.)52 Cf. ID., De Veritate, q. 15, a. 2.

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3. Las virtudes morales

3.1. Noción

Las virtudes morales son hábitos operativos buenos, es decir, perfecciones o buenas cualidades que disponen e inclinan al hombre a obrar moralmente bien.

Debido a la persistente influencia de algunas antropologías modernas que desprecian la virtud, se impone aclarar que el término «hábito», aplicado a la virtud, no significa costumbre o automatismo, sino perfección o cualidad que da al hombre la fuerza (virtus) para obrar moralmente bien y alcanzar su fin como persona. No se trata de una simple cuestión terminológica; del concepto de hábito operativo depende la adecuada valoración de la virtud en la teología y en la vida moral de la persona.

Por costumbre o automatismo se entiende un comportamiento maquinal, rutinario, adquirido por la repetición de un mismo acto, que implica disminución de la reflexión y de la voluntariedad. Cuando se identifica la virtud -hábito operativo- con la costumbre, se concluye fácilmente que el comportamiento virtuoso apenas tiene valor moral, porque es mecánico, no exige reflexión y resta libertad. Sin embargo, nada más lejos de la virtud que la disminución de la libertad. El hábito virtuoso, que nace como fruto del obrar libre, proporciona un mayor dominio de la acción, es decir, un conocimiento más claro del bien, una voluntariedad más intensa y, por tanto, una libertad más perfecta.

Además, la costumbre es un determinismo psicosomático, y por eso puede ser modificada por causas ajenas al sujeto: enfermedad, circunstancias externas, etc. En cambio, la virtud, por ser algo propio del alma, es una disposición firme que solo puede ser destruida por la propia voluntad53.

3.2. Sujeto y objeto

Las virtudes morales –excepto la prudencia, que es una virtud de la razón- radican, como en su sujeto, en las potencias apetitivas de la persona: en la voluntad (apetito intelectual) y en los apetitos o afectos sensibles (irascible y concupiscible)54.

No sólo la voluntad, también la afectividad sensible tiene que ser integrada en el orden de la razón de tal modo que, en lugar de ser una rémora para la voluntad, potencie su querer. «Pertenece a la perfección moral del hombre que se mueva al bien, no solo según su voluntad, sino también según sus apetitos sensibles»55. La educación de la libertad no consiste, por tanto en anular o suprimir las pasiones y los sentimientos, sino en racionalizarlos y encauzarlos, por medio de las virtudes, para que contribuyan a conseguir el fin que la razón señala. Las pasiones así ordenadas son una ayuda que Dios ha concedido al hombre para facilitarle el buen ejercicio de su libertad: contribuyen a la lucidez de la mente y al buen comportamiento moral.

53 Cf. S. PINCKAERS, La renovación de la moral, Ed. Verbo Divino, Estella 1971, 221-246.54 No obstante, en sentido estricto, el sujeto de las virtudes morales es la voluntad.55 Cf. S.Th., I-II, q. 24, a. 3c.

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Los objetos o fines de las virtudes morales son las diversas clases de obras buenas, necesarias o convenientes, que el hombre debe realizar para alcanzar su perfección como persona. Como los bienes que el hombre debe amar son múltiples, lo son también las virtudes.

3.3. División

La división clásica de las virtudes morales establece cuatro virtudes cardinales (del latín cardo: quicio) –prudencia, justicia, fortaleza y templanza-, en torno a las cuales giran otras virtudes particulares.

—La prudencia (prudentia) -virtud intelectual, por perfeccionar a la inteligencia- es, por su objeto, una virtud moral, madre y guía de todas las demás.

—La justicia (justitia) «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido»56.

—La fortaleza (fortitudo) «reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral»57.

—La templanza (temperantia) «modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados»58.

Las virtudes cardinales tienen dos dimensiones: una general y otra particular. En general son cualidades que deben poseer todas las acciones virtuosas: toda acción debe ser prudente, justa, valiente y templada. La dimensión particular se refiere a los aspectos de la conducta de la persona en los que estas virtudes son más necesarias; así, el objeto particular de la prudencia es imperar la acción que se ha juzgado buena; el objeto de la justicia son las acciones entre iguales; el de la fortaleza, los peligros más difíciles de superar: el miedo a la muerte, etc.; y el de la templanza, las actividades cuya moderación es más difícil: el placer sexual y el placer del gusto.

Las virtudes particulares o partes de las virtudes cardinales suelen dividirse en subjetivas, integrantes y potenciales. Se definen brevemente estos conceptos a continuación, pero se comprenderán con más claridad al estudiar cada una de las virtudes cardinales.

—Las partes subjetivas de una virtud cardinal son diversas especies de esa virtud.

—Las partes integrantes son virtudes necesarias para la perfección de la virtud correspondiente.

—Las partes potenciales o virtudes anejas de una virtud cardinal, son virtudes que tienen algo en común con esa virtud cardinal, pero no se identifican con ella.

El esquema de las cuatro virtudes cardinales citadas se remonta a Platón, es adoptado por muchos teólogos y filósofos, entre ellos por Santo Tomás en la Summa Theologiae, y recientemente por el Catecismo de la Iglesia Católica. Tiene, por tanto, una larga tradición y serios fundamentos. En cambio, la

56 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1807 (en adelante CEC).57 CEC, n. 1808.58 CEC, n. 1809.

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clasificación de las virtudes particulares es más compleja. Aquí se tendrá muy presente la clasificación que sigue Santo Tomás en la Summa Theologiae, pero no conviene tomarla de manera rígida, ni pensar que la importancia de una virtud depende del lugar en el que esté situada dentro del esquema general. Así, por ejemplo, una virtud fundamental como la humildad, que es la condición de toda virtud y debe informar toda la vida de la persona, parece quedar relegada a un segundo término. Sin embargo, si se estudian con detenimiento la misma Summa Theologiae y otras obras de Santo Tomás, se observa que, independientemente de las clasificaciones, el Aquinate otorga a dicha virtud la importancia que tiene realmente en la vida moral59.

3.4. La necesidad de las virtudes morales

Hay al menos tres importantes razones por las que la persona necesita adquirir las virtudes morales60:

1. La razón y la voluntad no están determinadas por naturaleza a un modo de obrar recto61.

—La razón puede equivocarse al determinar la acción adecuada para alcanzar un fin bueno.

—La voluntad puede querer muchos bienes que no están de acuerdo con la recta razón, que no corresponden a la naturaleza humana y que, por tanto, no se ordenan a Dios.

—Los bienes apetecidos por la afectividad sensible no siempre son convenientes para el fin de la persona.

Por todo ello, el hombre tiene la posibilidad de hacer mal uso de su libertad. Pero gracias a las virtudes, que son principios que “determinan” el bien para la persona y la capacitan para elegirlo, se pueden superar esas dificultades y ejercitar bien la libertad. «La necesidad de las virtudes se justifica por nuestra capacidad de ser muchas cosas, aunque estemos llamados a ser solamente una. Según Tomás, ésta consiste en ser amigos de Dios. Sin embargo, alcanzar este estado no sucede por necesidad, ocurre solamente por medio del desarrollo y la práctica de hábitos especiales, que el Aquinate denomina virtudes»62.

2. El pecado original introdujo un desorden en la naturaleza humana: la dificultad de la razón para conocer la verdad, el endurecimiento de la voluntad para querer el bien y la falta de sumisión de los apetitos a la razón. Los pecados personales agravan todavía más este desorden. Todo ello hace más necesario que las potencias operativas de la persona (razón y apetitos) sean sanadas y

59 Véase, por ejemplo, sobre la primacía y la universalidad de la humildad: S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 5, y a. 5.60 Para este tema, recomendamos la lectura de P.J. WADELL, La primacía del amor, Palabra, Madrid 2002; concretamente el cap. VII: “Las virtudes: acciones que nos guían hacia la plenitud de vida” (185-214), del que hemos tomado algunas reflexiones.61 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 4, a. 4, ad 9; cf. S.Th., I-II, q. 49, a. 4.62 P.J. WADELL, La primacía del amor, cit., 192-193.

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perfeccionadas por las virtudes, que le otorgan además prontitud, facilidad y gozo en la realización del bien63.

3. Por último, las circunstancias en las que se puede encontrar una la persona a lo largo de su vida son muy diversas, y a veces requieren respuestas imprevisibles y difíciles. Las normas generales, siendo imprescindibles, no siempre son suficientes para asegurar la elección buena en cada situación particular. Sólo las virtudes proporcionan la capacidad habitual de juzgar correctamente para elegir la acción excelente en cada circunstancia concreta y llevarla a cabo.

El bien concreto «varía de muchas maneras y consiste en muchas cosas, no puede existir en el hombre un deseo natural del bien en toda su determinación, es decir, según todas las condiciones requeridas para que sea efectivamente bueno, ya que estas cambian según las circunstancias de las personas, del tiempo, del lugar, etc. Por eso, el juicio natural, que es uniforme, resulta insuficiente: es necesario que mediante la razón, a la que compete comparar las cosas diversas, el hombre busque y juzgue su propio bien, determinado según todas las circunstancias, y decida cómo debe actuar aquí y ahora»64. Esta es la función propia de la prudencia, que, como se verá, engendra, dirige y, al mismo tiempo, necesita las demás virtudes morales.

La experiencia personal e histórica muestra que el hombre tiene una gran capacidad para el bien y para el mal; es capaz de lo más sublime y de lo más vil; puede perfeccionarse o corromperse. Y nada le garantiza que, en las diversas circunstancias de la vida, pueda superar los obstáculos que se presenten para la realización del bien. Lo único que le puede asegurar una respuesta adecuada son las virtudes humanas y sobrenaturales.

Cuando el hombre vea a Dios como es, sus deseos de felicidad serán plenamente colmados, y no querrá nada que le aparte de Él. Pero mientras está en camino, tiene la posibilidad de poner otros bienes en lugar de Dios, de amarse desordenadamente a sí mismo y a los demás. Sin embargo, la persona que posee las virtudes o lucha por adquirirlas, siente una creciente aversión por todo lo que le aparta de Dios y le atrae cada vez más todo lo que le acerca a Él.

La necesidad de las virtudes humanas y sobrenaturales resulta obvia para quien se sabe llamado a crecer en bondad moral, en santidad, a identificarse con Cristo, a fin de cumplir la misión que su Maestro le ha encomendado. Gracias a ellas, la vida de la persona goza de una fuerte unidad: todas sus acciones se dirigen, de modo estable y firme, hacia el objetivo de la amistad con Dios y con los demás. Cuando la vida moral se entiende como respuesta a la llamada de Dios al amor, la lucha por alcanzar las virtudes adquiere todo su sentido. En cambio, si se reduce a un conjunto de normas para asegurar la convivencia pacífica, las virtudes pierden su verdadero valor. Y cuando se vive como si lo único importante fuese el éxito económico, la eficacia técnica o el bienestar material, las virtudes son sustituidas por las habilidades.

63 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De virtutibus in communi, a. 1c.64 Ibidem, a. 6.

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La necesidad de las virtudes morales quedará todavía más clara en el siguiente apartado, en el que se estudia el papel esencial que juegan en la realización de la obra buena.

4. Las tres dimensiones esenciales de la virtud moral

Para entender adecuadamente la naturaleza de las virtudes y su papel en la vida moral, es preciso considerarlas como perfecciones que capacitan a la persona a fin de proponerse habitualmente fines buenos, elegir los medios buenos para alcanzar esos fines, y llevar a cabo la acción elegida65.

Para obrar bien y con perfección, se requiere:

—recta intención: que la voluntad quiera un fin bueno, conforme a la recta razón;

—recta elección: que la razón determine bien la acción que se va a poner como medio para alcanzar aquel fin bueno, y la voluntad elija esa acción; y

—recta ejecución de la acción elegida.

4.1. La dimensión intencional

«La virtud moral –afirma Santo Tomás- es un hábito electivo, es decir, que hace buena la elección, para lo cual se requieren dos cosas: primera, que exista la debida intención del fin, y esto se debe a la virtud moral que inclina la facultad apetitiva al bien conveniente según razón, y tal es el fin debido; segunda, que el hombre escoja rectamente los medios conducentes al fin (…)»66.

La recta elección, que es el acto propio de la virtud moral, presupone una intención recta por parte de la afectividad sensible y de la voluntad. ¿En qué consiste esa intención recta? En que la persona quiera y busque el «bonum rationis» o bien moral, es decir, que dirija y oriente su vida siempre de acuerdo con aquello que es conforme a la recta razón67.

Pero el bien moral adopta diversas formas, o se divide en diversos ámbitos, según los bienes a los que tienden las inclinaciones naturales de la persona (la conservación de la vida, su transmisión a través de la unión del hombre y la mujer, la convivencia, el conocimiento de la verdad, etc.). Estos bienes no pueden ser queridos y buscados de cualquier manera, sino de modo que se integren en el bien de la persona como totalidad. Para ello, la razón, que de modo natural conoce los fines de las virtudes, preceptúa que los bienes se busquen de acuerdo con tales fines, es decir, de modo justo (cuando se trata de relaciones entre personas); con fortaleza (si se trata de bienes arduos y difíciles); y con templanza (en el caso de los bienes que producen placer)68.

65 Esta importante cuestión está ampliamente desarrollada en: Á. RODRÍGUEZ LUÑO, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Ed. Ares, Milano 1988. De modo más breve en: E. COLOM-Á. RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos, cit., 228-248; y M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, cit., 199-230. Nos hemos inspirado en estos estudios para la elaboración de este apartado.66 S.Th., I-II, q. 58, a. 4c.67 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In III Sententiarum, d. 33, q. II, a. 3, so.; S.Th., II-II, q. 47, a. 7.68 Todo ello corresponde a la virtud de la sindéresis.

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Pues bien, las virtudes perfeccionan a la voluntad y a los apetitos sensibles para que tiendan de modo firme y estable a los fines virtuosos en los diversos ámbitos del bien moral. La voluntad necesita esta perfección para tender a los fines que exceden el bien propio del sujeto: para tender al fin sobrenatural, necesita la virtud de la caridad; para querer, respetar y promover el bien de los demás, necesita la justicia. Los apetitos sensibles necesitan las virtudes de la fortaleza y de la templanza para aspirar establemente al bien sensible de acuerdo con el juicio de la razón.

La persona virtuosa tiene habitualmente la intención de actuar conforme a los fines virtuosos (quiere ser justa, valiente y templada), que la encaminan al fin último. Y además los encuentra cada vez más atractivos, no sólo en sí mismos, sino como bienes para ella, es decir, adquiere una creciente connaturalidad con el bien. Las virtudes morales hacen que los fines buenos sean algo connatural a la persona y le permiten reconocerlos a la manera de un instinto. En eso consiste, en el lenguaje de la Escritura, tener una intención o “corazón” puro.

4.2. La dimensión electiva

Para actuar bien no basta desear un fin bueno; es necesario, además, que sean buenos los medios elegidos para alcanzar el fin, y esta es precisamente la función esencial de la virtud moral: ser hábito de la buena elección. El acto propio de la virtud moral es la elección recta69. Una de las definiciones aristotélicas de virtud subraya este aspecto: «La virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón, tal como decidiría el hombre prudente»70.

Gracias al deseo firme de tender a la buena intención, la razón puede deliberar sin obstáculos sobre los medios adecuados que hay que poner para conseguirla. Como fruto de esta deliberación, la razón juzga cuál es la acción concreta que está conforme con el fin virtuoso e impera su puesta en práctica. Si la persona elige libremente esa acción, se hace buena y virtuosa. De este modo, la razón, guiando y mandando a las potencias apetitivas (voluntad y afectividad sensible), forma en ellas las virtudes morales.

Para llegar al juicio sobre la acción concreta que se debe realizar, la persona debe contar con el conocimiento de las normas (ciencia moral). Este conocimiento es importante, y deben ponerse los medios para adquirirlo; pero no es suficiente: se puede conocer muy bien la ciencia moral y, a pesar de ello, juzgar mal y elegir una acción mala por influencia de una pasión. Por ejemplo, al avaro le parece bueno lo que desea, aunque sepa que es contrario a la norma moral. Para elegir aquí y ahora una acción buena, es preciso que la persona la “vea” como buena, no solo en general, sino también como buena para ella, aquí y ahora, y para eso necesita tener connaturalidad afectiva con el bien71. Por eso, además de la ciencia moral, se necesitan las virtudes morales (naturales y sobrenaturales), que proporcionan esta connaturalidad, gracias a la cual la razón se hace prudente, es decir, capaz

69 Cf. S.Th., I-II, q. 65, a. 1.70 ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, II, 6. Sto. Tomás recoge esta definición en S.Th., II-II, q. 47, a. 5.71 Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor, n. 64 (en adelante VS).

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de un conocimiento concreto, directo y práctico, que le permite juzgar rectamente, de modo sencillo y con certeza, sobre la acción que se debe realizar en cada momento72. De este modo, las virtudes morales hacen posible que la deliberación y la elección sean rectas73.

La connaturalidad con el bien es indispensable para que la persona pueda deliberar rectamente sobre la acción que debe elegir, como medio, en cada caso concreto, es decir, para que sea prudente74. Así como los primeros principios especulativos son los presupuestos, las bases, del conocimiento científico, los deseos de alcanzar los fines virtuosos son los principios del conocimiento práctico o moral. Y del mismo modo que sin los primeros principios especulativos no puede haber ciencia, sin las virtudes morales –que consolidan el deseo de los fines virtuosos- no puede haber prudencia. La influencia de la voluntad y de los afectos sensibles sobre la razón es decisiva para que ésta juzgue acertadamente sobre los medios. Es necesario que los apetitos estén bien ordenados por las virtudes, para que la razón pueda deliberar sin obstáculos sobre la acción que se debe realizar en cada momento, para que pueda “ver” la verdad sobre el bien; si la voluntad y los afectos están bien dispuestos por las virtudes morales, estimulan a la razón a conocer mejor la verdad sobre el bien; en cambio, si están mal dispuestos por los vicios, la razón se vuelve “ciega” para reconocerla. Por eso afirma Santo Tomás que «el hombre que tiene corrompida la voluntad, como conformada con las cosas mundanas, carece de rectitud de juicio sobre el bien; por el contrario, quien tiene su afecto sano, juzga acertadamente del bien»75.

Para juzgar acertadamente sobre el bien concreto, es decir, para ser prudente, el hombre necesita, como se acaba de ver, las virtudes morales en la voluntad y en los apetitos sensibles. Pero, a la vez, para adquirir las virtudes morales, necesita las virtudes intelectuales: la sindéresis, que le indica el fin bueno que debe buscar, y la prudencia, que señala la acción verdaderamente buena, excelente, para alcanzar el fin propuesto. De este modo, la razón “racionaliza” a la voluntad y a los apetitos sensibles, formando las virtudes morales.

Se puede concluir, por tanto, que las virtudes morales son el mismo orden de la razón implantado en las facultades apetitivas, la racionalización de la conducta determinada por la voluntad y los apetitos para que concuerde con la razón76. Si se olvida o niega esta dimensión esencial, las virtudes quedan reducidas necesariamente a costumbres o automatismos, y pierden su puesto clave en la ciencia y en la vida moral.

72 Cf. S.Th., I-II, q. 58, a. 5. Cf. VS, n. 64. Cf. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, cit., 218.73 No se debe olvidar, sin embargo, que hacer posible la elección recta no quiere decir garantizarla plenamente. Desear de modo firme un fin virtuoso es necesario, pero no suficiente, para que la elección de la acción concreta sea recta. En el estudio particular de la virtud de la prudencia se examinarán los pasos que han de darse a fin de superar los obstáculos que impiden llegar a un juicio recto sobre la acción y a su efectiva realización. 74 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De virtutibus in communi, aa. 6 y 12.75 S. TOMÁS DE AQUINO, In Epistola ad Romanos, c. 12, lect. 1. Para profundizar en esta cuestión, remitimos a: A. SARMIENTO-T. TRIGO-E. MOLINA, Moral de la Persona, EUNSA, Pamplona 2006, capítulo XIX, donde se trata de la importancia de las buenas disposiciones morales para el conocimiento de la verdad moral.76 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De virtutibus, q. 1, a. 9c.; In Ethicorum, l. II, lect. 4, n. 7.

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4.3. La dimensión ejecutiva

Una vez elegida la acción buena, hay que ejecutarla: convertir en vida la verdad sobre el bien que la razón ha conocido y que la voluntad quiere. Además, hay que ejecutarla bien, de modo oportuno, acertado y eficaz, porque la bondad del acto interior se refleja precisamente en la perfección externa de la acción. Para ello se necesitan también las virtudes, sobre todo cuando se trata de acciones difíciles, complejas o de larga duración.

En el caso de las acciones que se extienden mucho en el tiempo, las virtudes permiten que la persona no decaiga en su propósito de obrar bien; que supere los obstáculos internos y externos, tal vez imprevistos, que se puedan presentar; que mantenga la rectitud de intención; y que no se desanime si en algún momento desaparece el entusiasmo con el que contaba al comienzo.

El siguiente apartado puede considerarse como un tratamiento más amplio de esta cuestión.

5. Características del obrar virtuoso

Gracias a las virtudes, la persona busca los bienes a los que está naturalmente inclinada, no de cualquier manera, sino -como se ha explicado- de suerte que se integren en el bien de la persona como totalidad. Esta integración no es forzada, extraña o contraria a las inclinaciones esenciales, pues en ellas ya están incoadas las virtudes. Santo Tomás, recogiendo la doctrina estoica, considera las inclinaciones naturales como semillas de las virtudes (semina virtutum)77. Por eso, el obrar virtuoso, que ya está latente en la misma naturaleza de la persona, es el obrar más natural y humano. Las virtudes, lejos de anular las tendencias esenciales de la persona, las encauzan de modo verdaderamente humano.

Las virtudes hacen que reine entre las diversas potencias operativas el orden, la unión y la armonía que corresponde a la naturaleza humana, inclinando a cada una de ellas a su fin propio, a su operación perfecta78. Cada una desempeña su papel natural: la razón dirige, la voluntad manda, la sensibilidad ayuda, las fuerzas corporales obedecen79.

La consecuencia de esta armonía es que la conducta virtuosa se realiza con firmeza, prontitud, facilidad y gozo.

Actuar con firmeza es obrar con un querer más intenso de la voluntad, tender de modo estable y con más amor al acto virtuoso80. La firmeza en el obrar no quiere decir inflexibilidad ni rigidez, pues se trata de firmeza respecto a los fines propios de la virtud, y no respecto a los medios, que serán diversos según cada acción concreta. El templado es siempre templado, pero no siempre de la misma manera, porque sabe tener en cuenta las circunstancias de cada acción.

77 Cf. S.Th., I-II, q. 51, a. 1; q. 63, a. 1.78 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De virtutibus in communi, a. 8c.79 Cf. S. PINCKAERS, La renovación de la moral, cit., 238.80 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De Malo, q. 3, a. 13, ad 5; Summa contra gentes, III, c. 138.

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La facilidad y prontitud del obrar virtuoso81 no es consecuencia del automatismo o de la falta de deliberación, sino fruto de la mayor capacidad de conocer el bien y amarlo que proporciona la virtud. En efecto, el que posee, por ejemplo, la virtud de la justicia quiere de modo firme un fin determinado: ser justo. Por eso, cuando juzga una acción como conveniente para realizar ese fin –después de una deliberación que puede ser breve o larga, según los casos-, la elige inmediatamente, sin dudar entre ser justo o no serlo, y la pone en práctica diligentemente, sin plantearse la opción por la injusticia.

La acción virtuosa se realiza con gozo82, que no implica necesariamente placer sensible, y está muy lejos de ser autocomplacencia. Las virtudes, al adaptar y asimilar las facultades humanas a los actos buenos, connaturalizan a la persona con la conducta virtuosa, de modo que ésta se convierte en algo natural que causa el gozo y la satisfacción83.

Gracias a las virtudes, el hombre realiza la acción buena que ha elegido no con amargura o como quien tiene que soportar una pesada carga, contradiciendo una y otra vez sus afectos para no volverse atrás, sino con alegría y con verdadero interés, porque todas sus energías –intelectuales y afectivas- cooperan a la realización del bien.

Influidos todavía por una cierta mentalidad puritana y por el pensamiento kantiano, algunos juzgan que realizar acciones con facilitad y gozo tiene menos valor moral y menos mérito que hacer el bien sintiendo repugnancia y disgusto. Pero lo esencial para que una acción sea moralmente buena no consiste en la dificultad de su realización, sino en su perfección interior y exterior, es decir, en el amor al verdadero bien. La persona virtuosa actúa con más facilitad y gozo, y su acción tiene más valor, porque esa facilidad y ese gozo son consecuencia de amar más el bien. Por eso se puede decir que «la verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre»84.

De esto no se debe deducir que el actuar virtuoso aleje de la persona el sufrimiento. El virtuoso también sufre y siente pena y dolor, y a veces más que el vicioso o el mediocre, por tener una sensibilidad más perfecta; pero sufre por amor al bien, y ese sufrimiento es perfectamente compatible con la alegría y el gozo interior. De todas formas, para que esta compatibilidad sea plena se necesitan las virtudes infusas.

6. Las virtudes morales como término medio

Como hemos visto, Aristóteles define la virtud moral como un hábito electivo que consiste en un “término medio” relativo a nosotros, determinado por la razón. Santo Tomás, asumiendo esta idea de Aristóteles, afirma que el orden que las virtudes morales establecen tanto en sus propios actos como en los actos de las pasiones es un cierto medio85.

81 Cf. S.Th., I-II, q. 40, a. 5, ad 1.82 Cf. ID., In III Sententiarum, d. 23, q. 1, a. 2, ad 3.83 Cf. ID., In II Sententiarum, d. 27, q. 1, a. 1c; In III Sententiarum, d. 33, q. 2, a. 3, ad 3.84 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 2001, 72ª, n. 657.85 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In IV Sententiarum, d. 15, q. 1, a. 1c.

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La expresión “término medio” no siempre ha sido bien entendida. No es raro que la frase in medio virtus se utilice como cita de autoridad para confirmar que lo más prudente en la vida es optar por la mediocridad sin riesgos. Pero ni Aristóteles ni Santo Tomás pretenden afirmar que la virtud sea lo mediocre, sino lo bueno, lo excelente, la cumbre entre dos valles igualmente viciosos, uno por exceso y otro por defecto.

La persona virtuosa no elige sin más una acción buena entre varias posibles, sino la acción óptima. Como afirma Santo Tomás, citando a Aristóteles, la virtud de cada cosa se define por lo máximo de que es capaz86. La virtud moral es, por tanto, «la cualidad que permite a la razón y a la voluntad del hombre llegar a su máximo de potencia en el plano moral, producir las obras humanamente perfectas, y por lo mismo conferir al hombre la plenitud del valor que le conviene»87. Las virtudes capacitan a la persona para realizar acciones perfectas y alcanzar su plenitud humana, y la disponen a recibir, con la gracia, la plenitud sobrenatural, la santidad.

Aristóteles afirma que el término medio de la virtud es “relativo a nosotros”. Esto se refiere específicamente a las virtudes que perfeccionan los apetitos sensibles: fortaleza y templanza. En efecto, respecto a las propias pasiones, cada uno es distinto a los demás, y además las pasiones y sentimientos varían según las circunstancias en las que una persona se encuentra. Por eso, realizar determinada acción externa (como comer cierta cantidad de alimento) puede constituir un acto de templanza para uno, y no para otro; lanzarse al mar para salvar a alguien, puede ser una acción valiente para una persona, y temeraria para otra, sobre todo si no sabe nadar.

Decir que la fortaleza y la templanza constituyen un término medio quiere decir que la persona valiente y templada no se deja afectar por las pasiones ni más ni menos de lo que es razonable, es decir, en la medida exigida por la razón.

Para encontrar el término medio es preciso realizar una actividad cognoscitiva: comparar varias realidades, relacionarlas unas con otras, etc. Esta función la realiza la recta razón, es decir, la razón práctica perfeccionada por la virtud de la prudencia, que es la guía y medida de las virtudes morales88.

Conviene recordar aquí la existencia de acciones que, sean cuales sean las circunstancias de la persona que las realiza, nunca son virtuosas, porque son intrínsecamente malas: nunca es lícito el adulterio, el hurto, la mentira o dar muerte al inocente. Cuando se trata de estas acciones –afirma Aristóteles-, «no está el bien y el mal..., por ejemplo, en cometer adulterio con la mujer debida y cuando y como es debido, sino que, de modo absoluto, el hacer cualquiera de estas cosas está mal»89.

86 Cf. S.Th., I-II, q. 55, a. 3; ARISTÓTELES, De coelo, l. 1, c. 11, 281 a, 14-19. Santo Tomás define también la virtud como «dispositio perfecti ad optimum», la buena disposición de la potencia (lo perfecto) para realizar las acciones óptimas en el orden moral (In III Sententiarum, d. 23, q. 1, a. 3, sol. 1).87 S. PINCKAERS, La renovación de la moral, o.c., 231.88 Cf. S.Th., I-II, q. 64, a. 1, co y ad 1; De virtutibus, q. 4, a. 1, ad 7.89 ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, II, 6, 1107a 9-18.

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7. La conexión o interdependencia de las virtudes

Las virtudes morales dependen unas de otras debido a que todas ellas participan de la prudencia90, pues por ser hábitos electivos ninguna puede darse sin esta virtud. A la vez, como se ha visto, la persona no puede ser prudente si no posee las demás virtudes morales, ya que si en el razonamiento moral interfieren las pasiones desordenadas, la deliberación comienza a ser defectuosa y pueden nacer los conflictos irresolubles91.

La conexión de las virtudes morales supone que cualquier virtud, para que sea perfecta, necesita de las peculiaridades de las demás. Por ejemplo, para ser templada, una persona necesita tener sentido de la justicia y de la fortaleza. Y viceversa, para ser justa y fuerte, necesita la virtud de la templanza.

Por otra parte, la ausencia de una virtud es un obstáculo para desarrollar cualquier otra. Una persona puede tener, por ejemplo, un gran sentido de la justicia, pero si no es templada, es fácil que tarde o temprano deje de practicar la justicia para satisfacer sus pasiones desordenadas. De igual manera, un cobarde no puede ser realmente justo. En circunstancias normales cumplirá con sus deberes de justicia, pero en cuanto llegue una situación difícil en la que ser justo suponga mayor dificultad o riesgo, es más fácil que, llevado por el miedo, defraude o mienta. Puede incluso odiar la deshonestidad, pero su falta de fortaleza, su miedo a enfrentarse a situaciones difíciles, no le dejarán otra opción92.

La unión de las virtudes morales en la prudencia impide que se puedan dar verdaderos “conflictos de virtudes”93. Al ser la misma prudencia la que está presente en todas las virtudes como su principio de unidad, cuando la persona es verdaderamente prudente, lo es en todas sus acciones, ya se refieran a cuestiones de justicia, de fortaleza o de templanza.

Como las virtudes no son independientes unas de otras, sino que están íntimamente relacionadas y conectadas, formando un organismo regulado por la prudencia, crecen todas al mismo tiempo94, y ninguna llega a ser perfecta sin el desarrollo de las otras. Por eso, el esfuerzo por adquirir una virtud determinada, hace progresar a todas las demás. A esta realidad responde una práctica ascética arraigada en la tradición cristiana: el examen particular, que consiste en luchar de modo especial por desterrar un vicio o adquirir una virtud, examinando frecuentemente los avances y retrocesos.

Por último, es preciso tener en cuenta que el organismo de las virtudes adquiridas no puede ser perfecto –dado el fin sobrenatural del hombre y el estado real de su naturaleza- sin las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Y en el nuevo organismo formado por las virtudes adquiridas e infusas –como veremos más adelante-, la virtud que unifica y compacta a todas las demás es la caridad.

90 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, Quodlibetum, 12, q. 15c.91 Cf. S.Th., I-II, q. 65, a. 1.92 Cf. Y.R. SIMON, The Definition of Moral Virtue, Fordham University Press, New York 1986, 128.93 Según G. Abbà, en los aparentes conflictos entre virtudes, las conductas implicadas no son virtudes, sino vicios o falsas virtudes (cf. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona 1992, 135ss).94 Cf. S.Th., I-II, q. 66, a. 1, ad 1; a. 2c.

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8. Adquisición, crecimiento y pérdida de las virtudes morales

8.1. Las virtudes morales son fruto de la libertad

Las virtudes morales se adquieren por la libre y repetida elección de actos buenos. Ahora bien, para que la repetición de actos no lleve al automatismo, sino a la virtud, es preciso atender siempre a las dos dimensiones del acto humano. La dimensión interior (acto interior) se encuentra en la razón y en la voluntad: es el ejercicio de la inteligencia, que conoce, delibera y juzga; y de la voluntad, que ama el bien que la inteligencia le señala. La dimensión exterior (acto exterior) es la ejecución, por parte de las demás facultades, movidas por la voluntad, de la acción conocida y querida95.

Pues bien, la repetición de actos con los que se alcanza la virtud, se refiere, en primer lugar, a los actos interiores. Se trata de elegir siempre las mejores acciones, las más acertadas, para alcanzar un fin bueno, en unas circunstancias determinadas. Y esto no puede hacerse de modo automático; exige ejercitarse en la reflexión y en el buen juicio. Las virtudes nacen de la elección de actos buenos, crecen con la elección de actos buenos y se ordenan a la elección de actos buenos.

En consecuencia, los actos exteriores que se deben realizar no son siempre los mismos, ni se ejecutan siempre del mismo modo, pues la prudencia puede mandar, según las cambiantes circunstancias, actos externos muy diferentes, incluso contrarios. La fortaleza, por ejemplo, supone un acto interior de conocimiento y amor al bien que a veces se realiza resistiendo, otras atacando y otras huyendo.

De ahí que un acto externo bien realizado no signifique, sin más, la existencia de verdadera virtud. No es justo el que sólo ejecuta un acto externo de justicia de modo correcto, sino el que lo hace, antes de nada, porque quiere el bien del otro. Sin embargo, el valor esencial del acto interior no debe restar importancia al acto exterior. Si no se realiza el acto exterior de dar lo que se debe a quien se debe, no se vive la virtud de la justicia; no vive la virtud de la gratitud el que solo se siente agradecido, sino el que además lo manifiesta del modo adecuado.

8.2. El crecimiento en las virtudes es crecimiento en la libertad

La esencia de la libertad no consiste en que la voluntad sea indiferente para poder elegir entre el bien y el mal (en tal caso, Dios no sería libre, ni tampoco los que ya gozan de su presencia en el cielo), sino en el dominio de los propios actos, en la capacidad de dirigir la propia acción hacia el fin último, en el poder de hacer el bien queriendo hacerlo. Esta libertad puede crecer: en la medida en que progresa el conocimiento de la verdad y el amor al bien, aumenta el dominio sobre la acción.

Pues bien, las virtudes, al perfeccionar las potencias espirituales (la razón y la voluntad) para que realicen acciones moralmente excelentes, contribuyen al

95 Véase sobre este tema el interesante estudio de S. PINCKAERS, La renovación de la moral, o.c., 221-246, al que seguimos en este apartado.

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perfeccionamiento de la libertad: dan al hombre más capacidad de conocer y amar, más poder de hacer el bien, y de hacerlo cada vez con más facilidad, prontitud y gozo.

Además, la libertad es potenciada también por los mismos apetitos sensibles perfeccionados por las virtudes de la fortaleza y la templanza. Gracias a estas virtudes, que racionalizan los apetitos, la razón puede juzgar sobre el bien que se debe realizar en cada situación, sin que las pasiones constituyan un obstáculo que la inclinen a falsear ese juicio; es más, como hemos visto, éstas pueden ejercer sobre la razón un papel positivo en su función judicativa. La voluntad, por su parte, puede querer el bien con todas sus fuerzas; y las pasiones, en lugar de ser una rémora para amar el bien, pueden ayudar a la voluntad a amar el bien con más intensidad96.

Las virtudes perfeccionan a la inteligencia y a la voluntad para realizar obras buenas. Pero además, una vez que estas facultades alcanzan un cierto grado de perfección, quedan capacitadas para realizar actos todavía mejores, más perfectos que los anteriores. La vida moral es, por tanto, un constante progreso en el conocimiento de la verdad y en el amor al bien, un continuo crecimiento en humanidad, que tiene como consecuencia la felicidad propia y la de los demás.

Cuando la persona advierte que tiene esta capacidad de ser feliz y hacer felices a los demás, descubre la verdadera motivación para vivir bien y adquiere una visión optimista de la vida moral. En cambio, cuando la enseñanza moral prescinde de la noción de virtud, la persona tiende a instalarse en la mediocridad y a conformarse con el cumplimiento de las exigencias mínimas, como atestigua la historia de la ética moderna.

8.3. Las virtudes se pierden libremente

Las virtudes pueden disminuir y perderse por la falta prolongada de ejercicio y por la libre realización de acciones contrarias. De este modo se genera el vicio, que es un hábito contrario a la virtud.

Los vicios también se adquieren libremente. Pero se trata de un modo moralmente malo de ejercer la libertad, que produce la ceguera para ver el bien sobre la verdad, y convierte a la persona en esclava de sus pasiones desordenadas. En efecto, la capacidad para ver la verdad sobre el bien, para discernir lo que es bueno, disminuye. La prudencia se corrompe, y si no se rectifica, tienden a corromperse también la ciencia moral y la sabiduría. Por otra parte, la persona viciosa pierde capacidad para elegir el bien, y en este sentido es menos libre. Pero en la medida en que se trata de una esclavitud voluntaria, la persona es responsable de su situación. De ahí la importancia de una actitud vigilante, que implica el examen de las propias acciones, y de renovar una y otra vez la lucha, a pesar de los errores.

9. La educación en las virtudes

Se ha dicho más arriba que las virtudes se adquieren a fuerza de elegir y realizar, de modo libre y constante, actos buenos. Pero esta adquisición sólo es posible, 96 Cf. S.Th., I-II, q. 77, a. 6c.

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como han puesto de relieve diversos autores contemporáneos, siguiendo a Aristóteles y Santo Tomás, en un contexto educativo adecuado. Algunos elementos de este contexto se estudian a continuación.

9.1. La concepción de la vida moral

El contexto para la adquisición de las virtudes será adecuado si en él predomina el concepto de vida moral como un progreso hacia la meta (telos) de la excelencia humana. Sin esta visión teleológica de la vida, presente en el pensamiento de Aristóteles, San Agustín o Santo Tomás, la educación en las virtudes pierde su verdadera razón de ser; y la formación moral, aunque hable de virtudes, tiende a transformarse en transmisión teórica de normas que el sujeto debe aplicar sin conocer su verdadero sentido. En tal caso, la educación moral produce necesariamente una tensión entre la afectividad y la razón: las normas se ven como un obstáculo para la expansión de las tendencias; la razón, como hostil al corazón; y todo el orden moral, como límite y represión de la afectividad. Esta oposición, característica de las éticas de inspiración kantiana, es contraria a la naturaleza humana, y por eso no conduce a la perfección y armonía interior, sino a la ruptura moral y psíquica de la persona.

La educación de las virtudes implica que la vida se entienda como un proyecto hacia la perfección moral de la persona, un proyecto que sólo puede realizarse libremente gracias a las virtudes.

Este aspecto ha sido puesto de relieve en el pensamiento ético contemporáneo por MacIntyre y otros autores97 al hablar de la estructura narrativa de la vida moral: la educación de las virtudes supone que la vida moral se concibe como un todo, y no como un conjunto de acciones aisladas que nada tienen que ver unas con otras, ni guardan relación con el proyecto de la persona; como una unidad inteligible y ordenada; o como un viaje en el que hay un fin que se busca, y una concepción de fondo sobre lo que la persona quiere ser. Sólo así cada una de las acciones que la persona realiza y los sucesos que le advengan a lo largo de su vida, adquieren verdadero sentido.

Según MacIntyre, “cualquier intento contemporáneo de encarar cada vida humana como un todo, como una unidad, cuyo carácter provee a las virtudes de un telos adecuado, encuentra dos tipos de obstáculos, uno social y otro filosófico”98. El obstáculo social lo constituye la modernidad como cultura de la segmentación y multiplicidad respecto a la vida humana. Los obstáculos filosóficos son la atomizante filosofía analítica, que tiende a pensar fragamentariamente la conducta humana y a descomponerla en “acciones básicas”, y el existencialismo, para el que la vida es teatral en su esencia, representación de papeles que nada tienen que ver con la realidad del ser personal en su integridad.

97 MacIntyre reconoce que sus reflexiones son tributarias de las intuiciones de otros intelectuales dedicados a la literatura y a la filosofía, como Iris Murdoch y Barbara Hardy.98 MACINTYRE, Tras la virtud, o.c., 252.

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9.2. Los vínculos de la amistad y la tradición

Otro elemento fundamental del ámbito adecuado para la formación de las virtudes es la existencia de vínculos de amistad y tradición.

La amistad que se requiere es aquella cuyo centro de relación es un mismo amor por la virtud, un mismo deseo de ser buenos, un proyecto común hacia la excelencia moral. «No podemos ser virtuosos sin la guía, el apoyo y la fraternidad de otros que comparten nuestro amor por el bien y que están igualmente empeñados en buscar con nosotros la mejor vida posible para los seres humanos»99. El crecimiento en la virtud está intrínsecamente unido a la amistad, porque solo en las relaciones duraderas con personas que aman ante todo el bien es de hecho posible conseguir la virtud100. Los amigos son necesarios porque se refuerzan en la vida moral gracias a su ánimo, su ejemplo, sus consejos, su sabiduría, y ofrecen ocasiones para cultivar y ejercitar la virtud. Pero además las amistades son intrínsecas a la vida virtuosa porque proporcionan la forma precisa y el modo de vivir en el cual un agente puede realizar su virtud y conseguir la felicidad101.

A. MacIntyre ha puesto de relieve que la búsqueda del bien está definida por el encuadramiento de la persona en una tradición. El hombre no es un ser abstracto, autónomo, sin tradición ni relación, como ha querido construirlo el liberalismo, que ve en los principios y convicciones compartidos con la comunidad obstáculos para la objetividad, elementos deformantes de la verdad. La biografía de cada persona está inmersa en la historia de su propia comunidad, de la que deriva gran parte de su identidad personal. La persona tiene una dimensión heredada de una tradición específica, que ella misma se encarga de transmitir a las generaciones venideras. Su conducta no puede calificarse como la de un “individuo” abstracto, sino que es hijo, padre, maestro, etc., es decir, es una parte de la comunidad en la que tiene lugar la narración de su vida. En consecuencia, no se puede aprender y ejercitar la virtud más que formando parte de una tradición que heredamos y discernimos102.

Esto no quiere decir que en la comunidad y tradición a la que uno pertenece no existan elementos deformantes de la verdad, errores asumidos acríticamente, etc. De ahí la importancia de formar a las personas en el amor a la verdad y en un sano espíritu crítico, que las capacite para discernir entre lo que se ha de conservar, porque es bueno y verdadero, y lo que debe ser superado.

9.3. La necesidad de maestros de la virtud

Para adquirir las virtudes morales se requiere la prudencia, pero la prudencia se forma en la persona gracias a las virtudes morales. Este dilema se resuelve cuando el sujeto se encuentra en un ámbito educativo en el que cuenta con modelos y maestros.

99 P.J. WADELL, Amicizia, virtù e agire eccellente, en L. MELINA-P. ZANOR (a cura di), Quale dimora per l’agire? Dimensioni ecclesiologiche della morale, Pontificia Università Lateranense, Mursia, Roma 2000, 45.100 Cf. ibidem.101 Cf. N. SHERMAN, The Fabric of Character: Aristotle’s Theory of Virtue, Oxford1989, 126-127. Citado por Wadell en Amicizia, virtù e agire eccellente, o.c., 46. 102 Cf. A. MACINTYRE, Tras la virtud, o.c., 62, 272ss.

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La primera característica del educador es ser él mismo modelo para sus discípulos. Su misión no consiste únicamente en informar, sino sobre todo en formar, y eso solo es posible si él mismo es virtuoso. De otro modo no tendría la autoridad moral necesaria para ser maestro de virtudes. Debe ser consciente además de que él mismo está en proceso de adquisición de las mismas virtudes que enseña. Los grandes maestros no se consideran nunca plenamente formados y tienen la humildad de aprender incluso de sus propios discípulos.

El primer paso hacia la virtud consiste en hacer lo que mandan las personas a las que se reconoce autoridad moral y son consideradas como modelos. El motivo de esa obediencia e imitación suele ser agradarles103. El aprendizaje de las virtudes requiere, por tanto, una base de amistad-afecto entre el discípulo y el maestro. Sin esa base, el educador puede coaccionar y exigir el cumplimiento externo de normas y de mandatos, pero lo que no puede es transmitir el amor al bien y a las virtudes. Los modelos de los que verdaderamente se aprende son aquellos a los que nos une un mayor vínculo afectivo. El amor de amistad –en sus diversas facetas- es imprescindible para una verdadera educación en las virtudes.

La imitación del modelo es, sin duda, un primer paso. Pero la imitación externa no comporta necesariamente en el alumno la dimensión interior de las acciones. Sucede más bien que el alumno tiende a imitar las acciones externas que ve en el modelo porque le unen a él lazos afectivos, sin dar importancia a la intención que se debe buscar y sin pararse a reflexionar para juzgar por sí mismo qué acción es la que debe elegir en cada situación concreta.

En consecuencia, el educador no puede descuidar el aspecto cognoscitivo, intelectual de la vida moral. Ha de enseñar a su discípulo los fundamentos morales necesarios para que sea capaz de realizar por sí mismo los juicios prácticos conformes a las virtudes. Sin los recursos intelectuales, la vida moral queda sin fundamento racional, y una vez que desaparece el educador, o las relaciones afectivas con él, el alumno no sabe cómo actuar.

En la formación de las virtudes, el maestro o modelo –cuyo papel es primordial en el comienzo de la educación- va pasando necesariamente a un segundo plano, y el alumno adquiere un mayor protagonismo en el desarrollo de su vida moral.

103 Cf. ID., Justicia y racionalidad, Barcelona 1994, 124ss.

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III. LAS VIRTUDES SOBRENATURALES Y LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

El fin último al que todo hombre está llamado es único: el fin sobrenatural, la participación en la vida íntima de la Trinidad como hijos en el Hijo.

La vocación del cristiano (y de todo hombre) es la identificación con Cristo (1), en quien somos injertados en el Bautismo por la gracia, con la que también recibimos las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo (1.1.).

La vida nueva del cristiano, hijo de Dios, consiste en seguir, imitar e identificarse con el Hijo por naturaleza, es decir, en vivir de acuerdo con el don de la filiación divina, fundamento ontológico de toda la vida cristiana (1.2.).

Esta vida es posible gracias al Don del Espíritu Santo, que habita en el alma del cristiano (1.3.).

Después de la reflexión general sobre la vocación cristiana y los medios sobrenaturales para vivirla, estudiaremos las características de las virtudes teologales (2) y los dones (3), lo que ayudará a comprender mejor un tema siempre difícil: las relaciones entre las virtudes humanas y sobrenaturales, que es un aspecto particular de las relaciones entre naturaleza y gracia (4).

Por último, expondremos algunas reflexiones sobre la Iglesia como ámbito de la recepción y educación en las virtudes (5).

1. La vocación del cristiano

La vocación del hombre está claramente señalada por San Pablo en la Carta a los Efesios: Dios nos eligió en Cristo «antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza y gloria de su gracia, con la cual nos hizo gratos en el Amado, en quien, mediante su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia» (Ef 1, 4-7).

La doxología final de las plegarias eucarísticas constituye la síntesis de la vocación a la que todos los hombres están llamados: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria…»

Dar gloria al Padre, siendo hijos en el Hijo, mediante el Espíritu Santo: he aquí en pocas palabras el verdadero sentido de la vida del hombre.

1.1. La unión con Cristo por la gracia

a) El bautismo

Dios ha revelado su voluntad de salvar a los hombres en Cristo. Esta voluntad obra eficazmente en el Bautismo, por el que «somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión»104.

104 Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), n. 1213.

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Por el Bautismo, el creyente participa en la muerte de Cristo, es sepultado y resucita con Él: «¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rm 6, 3-4).

El hombre renacido en el Bautismo es una nueva criatura (cf. 2Co 5, 17). Se trata, en efecto, de un nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 3) por el que la persona adquiere una nueva vida -la vida sobrenatural-, la cual debe crecer y desarrollarse hasta poder afirmar con San Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

b) La filiación divina

El Bautismo no solo purifica de todos los pecados, sino que hace del hombre un hijo adoptivo de Dios (cf. Ga 4, 5-7), «partícipe de la naturaleza divina» (2P 1, 4), miembro de Cristo, coheredero con Él y templo del Espíritu Santo (cf. 1Co 6,19)105.

«Insertado en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1Co 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo “reviste de Cristo” (cf. Ga 3,27): “Felicitémonos y demos gracias –dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados-: hemos llegado a ser no solamente cristianos sino el propio Cristo (…). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!”106»107.

El cristiano, el hombre injertado en Cristo, está divinizado, es verdaderamente hijo de Dios por participación, hermano de Cristo: pertenece en el sentido más auténtico a la familia de Dios (domestici Dei: Ef 2,19); por la gracia es introducido en la vida íntima de la Santísima Trinidad.

La filiación de Cristo y la del cristiano son distintas: la de Cristo es eterna, inmutable y plena; la del cristiano tiene un comienzo y es perfectible, su modelo es Cristo, Primogénito además de Unigénito. Pero, aunque se trate de una filiación distinta, el cristiano está incorporado realmente a Cristo. No se trata de una adopción meramente legal, sino de una verdadera participación en la naturaleza divina. Por eso, se puede decir que el cristiano unido a Cristo es “ipse Christus”, el mismo Cristo.

c) Gracia, virtudes y dones

La vida nueva en Cristo está llamada a crecer y fortalecerse, y a dar fruto para la vida eterna: «Los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y, finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y, así por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad»108.105 Cf. CEC, n. 1265.106 S. AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium Tractatus, 21, 8.107 JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor (VS), n. 21.108 PABLO VI, Const. apost. Divinae consortium naturae: AAS 63 (1971) 657.

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Para poder vivir como hijo de Dios, el cristiano recibe, con la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones. La gracia de la justificación que la Santísima Trinidad otorga al bautizado, lo capacita, mediante las virtudes teologales, para creer en Dios, esperar en Él y amarlo; mediante los dones del Espíritu Santo, le concede poder vivir y obrar bajo sus mociones e inspiraciones; y mediante las virtudes morales, le permite crecer en el bien. El bautizado es así un hombre nuevo, dotado de un organismo sobrenatural gracias al cual puede vivir una nueva vida: la vida divina, la vida de hijo de Dios109.

1.2. Seguimiento e identificación con Cristo

¿Qué implica la unión del cristiano con Cristo, la filiación divina? El nuevo ser comporta un nuevo obrar: vivir como hijos de Dios, es decir, imitar a Cristo, seguir a Cristo e identificarse con Él. No se trata de un aspecto accidental de la vida del cristiano, sino de su esencia. «Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana»110.

Si el cristiano es, por la gracia, el mismo Cristo, la vida del cristiano debe ser prolongación de la vida terrena de Cristo; debe pensar, sentir y actuar como Cristo, hasta que sea conforme con la imagen del Hijo (cf. Rm 8, 29).

Cristo no solo es el Salvador, sino también el modelo humano-divino de todo hombre; es el maestro de la vida moral, de todas las virtudes y de su culminación en el amor, manifestado especialmente en su pasión y muerte en la Cruz; es la Persona a la que el hombre tiene que seguir y con la que debe identificarse para vivir la vida de hijo de Dios, para la gloria del Padre, en el Espíritu Santo.

Por tanto, solo en la contemplación amorosa de la vida de Cristo se descubre en plenitud el sentido de las diversas virtudes y el valor moral de las acciones: solo Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»111.

«Seguir a Cristo: este es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cf. Rom XIII, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo»112.

La nueva vida y la conciencia de saberse hijo de Dios, que es la verdad más radical e íntima sobre la propia identidad, proporciona al cristiano un nuevo modo de ser y de estar en el mundo, cualesquiera que sean sus circunstancias, muy distinto al de quien solo se supiese criatura de Dios. Configura toda su existencia, su visión de la realidad y su conducta, el trabajo, el descanso y las relaciones con los demás hombres, sus hermanos.

109 Cf. CEC, n. 1266.110 VS, n. 19.111 CONCILIO VATICANO II, Const. Past. Gaudium et sepes, n. 22.112 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 2001, 28ª, n. 299.

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a) Conformarse con Cristo

La imitación y seguimiento de Cristo no consisten en «una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2,5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3,17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros»113.

Al pensar en la imitación de Cristo es preciso evitar un peligro no poco frecuente, especialmente en algunas épocas: considerar a Jesús solo como un modelo humano; muy elevado, pero, a fin de cuentas, humano. Jesús es Dios y, por tanto, está por encima de todo modelo humano. Precisamente por eso puede pedir al hombre, no que le imite como se imita a un modelo externo, sino que se conforme ontológica y moralmente con Él, que se una a Él, que viva su misma vida divina y que participe de su misión real, profética y sacerdotal. Y para que tal identificación sea posible, le concede la gracia y las virtudes sobrenaturales y dones que la acompañan.

Ser Cristo implica vivir la vida de Cristo: su misión y su destino. Concretamente, la identificación con Cristo lleva a corredimir con Él, a participar en su misión redentora: «No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cf. I Tim II, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres»114.

b) Identificación con Cristo y Eucaristía

La inserción en Cristo alcanza su vértice, desde el punto de vista sacramental, en la Eucaristía. «La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 23-29), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de “vida eterna” (cf. Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús –según el testimonio dado por Pablo- manda hacer memoria en la celebración y en la vida…»115.

En la celebración eucarística, Cristo renueva su sacrificio por todos los hombres, y, como primogénito de toda criatura, hace de la asamblea litúrgica, signo de la Iglesia, co-víctima con Él al Padre. Participar en la celebración significa consentir ser introducidos, por el Espíritu Santo, en la santa Oblación de Cristo, es decir, participar sacramentalmente en su muerte y resurrección.

Pero la celebración no es una realidad cerrada sobre sí misma, sino abierta a la vida. Con la despedida del celebrante: «Glorificad a Dios con vuestras vidas. Podéis ir en paz», comienza la misión. De la lex orandi se pasa a la lex vivendi. Entonces, el cristiano debe proseguir existencialmente lo que el Espíritu Santo ha 113 VS, n. 21.114 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 2000, 38ª, n. 138.115 VS, n. 21.

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hecho de él sacramentalmente: una sola víctima con Cristo al Padre. Se trata de ser «sacerdotes de nuestra propia existencia»116. Con esta expresión se alude a que todas las circunstancias de la vida son ocasión para vivir la propia vocación como don a Dios y a los demás, a imitación de Cristo que «se entregó por nosotros como oblación y ofrenda de suave olor ante Dios» (Ef 5, 2b).

La vida moral del cristiano debe ser, por tanto, una prolongación del sacrificio de Cristo, viviendo en todo momento el mandamiento del amor. Y puede serlo gracias, precisamente, a la donación de Dios al hombre en el mismo sacrificio. Se entiende así que la Santa Misa sea «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano»117. En consecuencia, se puede afirmar también que la Eucaristía es el fundamento y la raíz de la moral cristiana118.

1.3. El don del Espíritu Santo

La filiación divina es obra del Espíritu Santo. «Hijos de Dios son, en efecto, como enseña el Apóstol, los que son guiados por el Espíritu de Dios (cf. Rm 8, 14). La filiación divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo. Entonces, realmente recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ¡Abbá!, ¡Padre! Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo»119.

En la progresiva identificación del cristiano con el modelo, que es Cristo, el Espíritu Santo -«el Espíritu de Jesús» (Hch 16,7)- asume el papel de modelador y maestro interior. El fin que pretende con sus mociones e inspiraciones –a las que el hombre puede ser dócil gracias también a sus dones y carismas- es ir formando en el cristiano la imagen de Cristo. Por eso puede afirmar San Ambrosio que el fin de todas las virtudes es Cristo120.

El modelo del cristiano es Cristo; el modelador es el Espíritu Santo, que quiere conformar a cada hombre con Cristo. Pero esta conformación será operada por el Espíritu Santo, si el cristiano se deja guiar por Él: «Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Por eso, «la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los

116 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 96.117 «La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación» (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 87). Cf. CEC, n. 2031: «La vida moral, como el conjunto de la vida cristiana, tiene su fuente y su cumbre en el Sacrificio Eucarístico».118 Cf. C. CAFFARRA, Vida en Cristo, EUNSA, Pamplona 1988, 23.119 JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem, (18-V-1986), n. 52.120 S. AMBROSIO, In Ps. CXVIII, 48: «Finis omnium virtutum, Christus».

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movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón»121.

1.4. Las virtudes sobrenaturales y los dones

Dios llama al ser humano a un fin sobrenatural: a participar como hijo en la vida de conocimiento y amor interpersonal entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Con la gracia, Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad, las virtudes sobrenaturales y los dones (hábitos infusos), que otorgan al hombre la posibilidad de obrar como hijo de Dios, en conformidad con el fin sobrenatural.

Lo mismo que las virtudes naturales, las sobrenaturales no son “cosas” añadidas a la inteligencia y a la voluntad, sino despliegue ordenado de esas potencias. En el caso de las virtudes sobrenaturales y los dones, ese despliegue es causado por la presencia de la Trinidad en el alma, en virtud de la gracia creada. «Cada virtud sobrenatural intensifica –con un actualización divinizante- la energía del alma, capacitando a la persona a mejor conocer y amar el bien divino y los diversos bienes creados, mediante una participación gratuita y sobrenatural en el conocimiento y amor intratrinitarios. De ahí, la íntima conexión que guardan entre sí y con las virtudes adquiridas: son nuevo y más rico poder de conocer y amar, generado por la acción divinizante del Espíritu»122.

Las virtudes infusas otorgan a la inteligencia y a la voluntad una capacidad que antes no poseían: obrar sobrenaturalmente; sin la fe, la esperanza y la caridad, el hombre no podría creer, esperar y amar como un hijo de Dios.

Pero, además de otorgar la capacidad, inclinan a la persona a la realización de sus actos propios: creer, amar y esperar. Esta inclinación, sin embargo, no significa plena facilidad para obrar: hay que vencer las inclinaciones contrarias (el egoísmo, el orgullo, la autosuficiencia, etc.), y para ello no basta con la gracia; se necesita también la lucha personal por desarrollar las virtudes humanas, en las que se asientan las sobrenaturales.

Son dones gratuitos, es decir, se adquieren y crecen no por las fuerzas naturales, sino por el don de la gracia y por los medios que Dios ha dispuesto para su aumento: oración y recepción fructuosa de los sacramentos. El hombre debe desearlos, pedirlos, no poner obstáculos para recibirlos y, una vez recibidos, cooperar con sus obras buenas y merecer así su aumento, siempre causado gratuitamente por Dios.

No disminuyen directamente por los propios actos, pero pueden disminuir indirectamente por los pecados veniales, porque enfrían el fervor de la caridad. Las virtudes sobrenaturales desaparecen con la gracia por el pecado mortal, excepto la fe y la esperanza, que permanecen en estado informe e imperfecto, a no ser que se peque directamente contra ellas (por ejemplo, por infidelidad, desesperación, etc.).

En el campo de las virtudes sobrenaturales, la iniciativa y el crecimiento dependen, sobre todo, de Dios. Los dones de Dios tienen la primacía no solo

121 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 130.122 R. GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, EUNSA, Pamplona 1992, 657.

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ontológica, sino también histórica: «Nosotros amamos, porque Él nos amó primero» (1Jn 4, 19).

Pero como los dones de Dios no anulan la libertad humana, requieren la colaboración del hombre. De ahí que la vida moral sea a la vez e inseparablemente don y tarea: «Don, pues Dios no solo llama al hombre, sino que lo eleva hasta Él con su gracia, dándole, con las virtudes teologales, la capacidad de participar de su conocimiento y su amor, y por tanto, de su vida. Tarea, porque ese don se transforma en vida en la medida en que es personal y libremente asumido»123.

Una consecuencia de que el desarrollo de las virtudes sobrenaturales sea fruto de la iniciativa divina, es que, por su parte, la persona debe cultivar particularmente la humildad y la docilidad, es decir, vaciar el corazón del amor desordenado a sí mismo para que Dios pueda colmarlo con su amor.

Las virtudes sobrenaturales suelen dividirse en teologales y morales. La existencia de las virtudes morales sobrenaturales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza infusas, es doctrina común entre Padres y teólogos124. Por una parte, en muchos pasajes de la Escritura las virtudes morales se presentan como dones que se piden a Dios y se reciben de Él. Por otra, como el cristiano camina hacia su fin sobrenatural a través de todas sus acciones, parece necesario que las virtudes humanas sean elevadas al plano sobrenatural, a fin de que pueda realizar con sentido divino todas las tareas de su vida.

2. Las virtudes teologales

La existencia de las virtudes teologales solo nos es conocida por la Revelación. En la Sagrada Escritura, además de los textos en los que se habla de cada una de ellas, hay otros que unen las tres en un conjunto armónico: «Como hijos de la luz vivamos sobriamente, vestidos de la cota de la fe y la caridad, y el yelmo de la esperanza» (1 Ts 5, 8); «Ahora permanecen estas tres virtudes: fe, esperanza y caridad; y de las tres la más excelente es la caridad» (1 Co 13, 3)125.

De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Concilio de Trento enseña que «en la misma justificación, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas, que se le infunden por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad»126.

Las virtudes teológicas o teologales son dones de Dios por los que el hombre se une a Él en su vida íntima. Pero son verdaderas virtudes, es decir, disposiciones permanentes del cristiano que le permiten vivir como hijo de Dios, como otro Cristo, en todas las circunstancias. No se puede entender, por tanto, la caridad como el mismo Espíritu Santo que obra en el hombre, al modo de Pedro

123 J.L. ILLANES, Tratado de teología espiritual, EUNSA, Pamplona 2007, 399-400.124 Por ejemplo, S. Gregorio Magno (Moralia in Iob, 2, 49) y Sto. Tomás de Aquino (S.Th., I-II, q. 51, a. 4; q. 63, a. 3). En cuanto al Magisterio, véase CONC. DE VIENNE, Const. Fidei catholicae: DS 904; Catecismo Romano, II, 2, 51.125 Cf. también: 1Ts 1, 3; Rm 5, 1-15; Col 1, 3-5; Hb 10, 22-24.126 CONC. DE TRENTO, sess. VI, c.7, DS 800/1530.

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Lombardo127. Ni se puede decir –como afirma Nygren- que el sujeto del amor cristiano no es el hombre, sino el mismo Dios. El hombre no sería más que «el canal, el conducto que transporta el amor de Dios»128. Por ser virtudes, el sujeto de las acciones de creer, esperar y amar es la persona humana.

Ahora bien, las virtudes teologales no solo perfeccionan las potencias, sino que elevan al hombre a un nuevo nivel (sobrenatural) de conocimiento y amor, porque son una participación del conocimiento y amor divinos. No solo llevan hacia Dios, como las demás virtudes, sino que tienen por objeto a Dios, a quien se adhieren: tocan a Dios, alcanzan a Dios, es decir, elevan la capacidad humana de conocer y amar hasta hacer participe al hombre del conocer y amar divinos129. Además, Dios es su origen y su fin, porque, a través de la acción del Espíritu Santo, las infunde en el alma, las activa internamente y hace que las acciones humanas de creer, esperar y amar acaben en el mismo Dios. Las virtudes teologales se pueden definir, por tanto, como aquellas que tienen al mismo Dios por objeto, origen y fin130.

—Por la fe, «creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma»131; por tanto, por la fe, se conoce la intimidad de Dios.

—Por la esperanza «aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo»132.

—Por la caridad, Dios nos ama y nos da el amor con que podemos libremente amarle a Él «sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios»133.

Las virtudes teologales son necesarias para saber que el destino del hombre es la contemplación amorosa de Dios, cara a cara; y para poder vivir como hijos de Dios y merecer la vida eterna: por la fe, el hombre puede saber, asintiendo a lo que Dios le ha revelado, que la vida con la Santísima Trinidad es el fin al que está llamado; la esperanza refuerza su voluntad para que confíe plenamente en que, con la ayuda divina, puede alcanzar su destino; y la caridad le confiere el amor efectivo por su fin sobrenatural.

La luz natural del entendimiento y la rectitud natural de la voluntad, que tiende naturalmente al bien de la razón, no son suficientes para alcanzar la

127 Cf. PEDRO LOMBARDO, Libri Sententiarum I, d. 17, c. 1, 2, Grottaferratta, II, Romae 1971, 141.128 A. NYGREN, Eros und Agape, II, 557 (citado por J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 487).129 Cf. S.Th., II-II, q. 17, a. 6c.; I-II, q. 62, a. 1. Como han puesto de relieve algunos autores, «hay que destacar la importancia de “tocar el fin último” porque es un concepto de medida moral absolutamente nuevo que permite comprender la renovación que aportan las virtudes teologales a los dinamismos humanos» (L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del Amor. Los fundamentos de la moral cristiana, Palabra, Madrid 2007, 367).130 Cf. S.Th., I-II, q. 62, a. 1.131 CEC, n. 1418.132 CEC, n. 1817.133 CEC, n. 1822.

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bienaventuranza sobrenatural. La inteligencia necesita los principios sobrenaturales: las verdades de fe que son aceptadas y creídas. Y la voluntad debe ser dirigida hacia el mismo fin de dos modos: en cuanto al «movimiento de intención que tiende a ese fin como a algo que es posible conseguir» (la esperanza); y en cuanto a una «cierta unión espiritual, por la que la voluntad se transforma de algún modo en aquel fin» (la caridad)134.

Gracias a las virtudes teologales –que «son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano»135-, la persona crece en intimidad con las Persona divinas y se va identificando cada vez más con el modo de pensar y amar de Cristo. Perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo, proporcionan la sabiduría o visión sobrenatural, por la que el hombre, en cierto modo, ve las cosas como las ve Dios, pues participa de la mente de Cristo (cf. 1Co 2,16).

Si las virtudes humanas potencian la libertad, con las virtudes teologales y los dones, la persona adquiere la «libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21). El dominio sobre uno mismo ya no es solo el que se alcanza por las propias fuerzas, sino también el que se adquiere por participar del señorío de Dios, pues el Espíritu Santo es el principio vital de todo el obrar.

Las virtudes teologales constituyen la esencia y el fundamento de toda la moral cristiana. Las tres virtudes deben estar presentes en todas las acciones del cristiano: la fe, como luz que permite percibir el sentido divino de los acontecimientos; la caridad, como principio que empuja a amar siempre con el amor de Dios; y la esperanza, como seguridad y optimismo fundados en la confianza en Dios136.

A diferencia de las virtudes humanas, las virtudes teologales no están regidas por la regla del término medio entre dos extremos. Como la medida de la virtud teologal es el mismo Dios, «nuestra fe se regula según la verdad divina; nuestra caridad, según la bondad de Dios; y nuestra esperanza, según la inmensidad de su omnipotencia y misericordia. Es esta una medida que excede a toda facultad humana, de manera que el hombre nunca puede amar a Dios todo lo que debe ser amado, ni creer o esperar en Él tanto como se debe; luego mucho menos llegará al exceso en tales acciones»137.

3. Los dones del Espíritu Santo

«El hombre justo, que ya vive la vida de la gracia y opera por las correspondientes virtudes –como el alma por sus potencias- tiene necesidad además de los siete dones del Espíritu Santo. Gracias a ellos el alma se dispone y fortalece para seguir más fácil y prontamente las inspiraciones divinas»138.

134 S.Th., I-II, q. 62, a. 3.135 CEC, n. 1813.136 Cf. R. GARCÍA DE HARO, L’agire morale e le virtù, o.c., 148-49.137 S.Th., I-II, q. 64, a. 4.138 LEÓN XIII, Enc. Divinum illud munus, 9-V-1887, AAS 29 (1896/97) 646 y ss.

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Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales que disponen a la inteligencia y a la voluntad para recibir las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Permiten al hombre realizar los actos de todas las virtudes no solo según la deliberación de su razón, sino bajo la influencia directa, inmediata y personal del Espíritu Santo, que es así el impulsor, el guía y la medida de las acciones de los hijos de Dios, a fin de que vivan como otros Cristos en el mundo139.

Para llegar a Dios, no basta con las virtudes. «Por muy fuerte, puro y vibrante que sea nuestro amor, frente al de Dios, el nuestro tiene una limitación que debe ser superada. El que las virtudes conformadas por la caridad encuentren su plenitud en el don reside en el hecho de que el único amor capaz de Dios es el amor divino, solo Dios tiene la bondad requerida para llegar a Él mismo. Por buenos que seamos, nunca podemos serlo suficientemente, y al fin alcanzamos la felicidad, fundamentalmente, no por nuestra propia actividad, sino gracias al Espíritu»140.

Los actos realizados bajo la influencia de los dones son los más humanos, los más libres, los más personales, y, a la vez, los más divinos, los más meritorios. La iniciativa es de Dios; pero el cristiano, por su parte, tiene que consentir libremente a la acción divina. Del mismo modo que las virtudes morales, al “racionalizar” los afectos sensibles, potencian la libertad, los dones del Espíritu Santo divinizan y hacen más libres todas las facultades operativas de la persona.

Para vivir como hijo de Dios, el hombre necesita la guía continua del Espíritu Santo y los dones lo disponen a seguir esa guía. Son luces, inspiraciones e impulsos que lo capacitan para obrar de modo connatural con Dios. Por medio de los dones, Dios le comunica su modo de pensar, de amar y de obrar, en la medida en que es posible a una criatura141. Los dones son necesarios para que el cristiano pueda “conformarse” a Cristo, vivir como “otro Cristo”, pensar como Él, tener sus mismos sentimientos y realizar así su misión en esta tierra, que es continuar la misión de Cristo.

En la persona existe un instinctus rationis que funda y contiene en unidad las inclinaciones naturales al bien, a la verdad, a la vida en sociedad, etc., que la inclina a sus operaciones propias, por las que se dirige a la perfección. Este instinto se desarrolla por las virtudes adquiridas, que, como hemos visto, proporcionan al hombre una cierta connaturalidad con el bien. Santo Tomás, siguiendo a algunos Padres, habla también de un instinctus Spiritus Sancti o gratiae, un instinto espiritual divino: el conjunto de las virtudes teologales y los dones, que dispone a la persona a corresponder a la acción del Espíritu Santo142. Las virtudes infusas y los dones proporcionan al hombre una más perfecta instintividad o connaturalidad con lo divino para conocer y obrar el bien: lo conforma con el pensamiento y la voluntad de Cristo, y hace que le sea connatural

139 Cf. S.Th., q. 68, aa. 1-8. Un extenso estudio sobre los dones, siguiendo a Santo Tomás: M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 41997.140 P.J. WADELL, La primacía del amor, o.c., 234-235.141 Cf. M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 125.142 Cf. S. PINCKAERS, El Evangelio y la moral, EIUNSA, Barcelona 1992, 215-216.

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pensar, sentir y obrar como hijo de Dios143. Esta connaturalidad afectiva halla su realización suprema en el don de sabiduría.

Los dones tienen una íntima relación con la vocación personal. Todo hombre está llamado a ser otro Cristo, a la santidad. Pero cada uno es distinto, y cada uno ha de vivir su vocación a la santidad -recorriendo el Camino, que es Cristo-, según el plan concreto que Dios desea para él. El Espíritu Santo, por su influencia a través de los dones, lleva a cada persona a identificarse con Cristo según su vocación específica, y le comunica la gracia y los carismas oportunos para realizarla. En este diálogo entre Dios y el hombre, desempeñan un papel muy importante los que ejercen la dirección espiritual, que deben ser fieles instrumentos del Espíritu Santo.

La Sagrada Escritura habla de siete dones: «Descansará sobre él, el Espíritu del Señor: Espíritu de sabiduría e inteligencia; Espíritu de consejo y fortaleza; Espíritu de ciencia y piedad, y le llenará el Espíritu de temor de Dios» (Is 11, 2-3). En la biblia hebrea, la enumeración consta de seis espíritus; el número de siete proviene de la versión de los Setenta, en la que se tradujo por dos vocablos griegos diferentes -“piedad” y “temor de Dios”- la palabra hebrea “yirah”, repetida dos veces. Los Padres de la Iglesia y los teólogos medievales utilizaban los Setenta y la Vulgata, por lo que se hizo tradicional el número siete y la Iglesia lo ha homologado en su magisterio ordinario144. «Se puede decir –afirma Juan Pablo II- que el desdoblamiento del temor y de la piedad, cercano a la tradición bíblica sobre las virtudes de los grandes personajes del Antiguo Testamento, en la tradición teológica, litúrgica y catequética cristiana se convierte en una relectura más plena de la profecía, aplicada al Mesías, y en un enriquecimiento de su sentido literal»145.

—El don de entendimiento o inteligencia es una luz sobrenatural que hace al hombre aprender los misterios y las verdades divinas bajo la guía misma del Espíritu Santo.

—El don de ciencia lleva a entender, juzgar y valorar las cosas creadas en cuanto obras de Dios y en su relación al fin sobrenatural del hombre.

—El don de sabiduría perfecciona la virtud de la caridad. Hace al hombre dócil para juzgar con verdad sobre las más diversas situaciones y realidades bajo el impulso del Espíritu Santo. Hace que sea connatural al hombre querer todo y solo lo que lleva a Dios: da la inclinación amorosa a seguir las exigencias del amor divino.

—El don de consejo hace dócil al hombre para apreciar en cada momento lo que más agrada a Dios, tanto en la propia vida como para aconsejar a otros.

—El don de fortaleza confiere la firmeza en la fe y la constancia en la lucha interior, para vencer los obstáculos que se oponen al amor a Dios.

143 Cf. S.Th., I-II, q. 108, a. 1; cf. R. GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, o.c., 677-679.144 Cf. M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 139.145 JUAN PABLO II, Audiencia general, 3-IV-1991, 4.

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—El don de piedad da la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y hermanos de todos los hombres.

—El don de temor perfecciona la esperanza, e impulsa a reverenciar la majestad de Dios y a temer, como teme un hijo, apartarse de Él, no corresponder a su amor.

Los dones del Espíritu Santo están subordinados enteramente a las virtudes teologales, a su servicio. Son las virtudes teologales las que unen inmediatamente a Dios. Todo el organismo sobrenatural de las virtudes infusas y los dones tiene, respecto a las virtudes teologales, el valor de medio que ayuda al hombre a unirse mejor a Dios. Los dones son solo auxiliares de las virtudes teologales, porque proporcionan a las facultades humanas disposiciones nuevas (sobrenaturales o infusas) para que la persona pueda creer, esperar y amar con la máxima perfección146.

4. La relación de las virtudes humanas y sobrenaturales

a) El organismo cristiano de las virtudes

«Las virtudes no existen aisladas; forman siempre parte de un organismo dinámico que las reúne y las ordena alrededor de una virtud dominante, de un ideal de vida o de un sentimiento principal que les confiere su valor y medida exactas. Al pasar de un sistema moral a otro, una virtud se integra en un organismo nuevo»147.

El organismo de las virtudes del hombre cristiano, del hombre nuevo renacido en el Bautismo, es radicalmente nuevo respecto al concebido por la filosofía griega y romana y por el pensamiento judío. San Pablo pone de relieve esta novedad, sobre todo en la primera Carta a los Corintios y en la Carta a los Romanos.

La virtud dominante y el nuevo fundamento del edificio moral, sobre el cual se asientan las demás virtudes, es la fe en Jesús, crucificado, muerto y resucitado. El nuevo ideal de vida es la identificación con Cristo. En consecuencia, la moral humana es radicalmente transformada en su inspiración, en sus elementos, en su estructura y en su aplicación148.

El centro de la moral cristiana en una persona: Jesús. En su individualidad histórica, Jesús, Dios y Hombre, se convierte en la fuente de la santidad y de la sabiduría nuevas ofrecidas a los hombres por Dios. Las morales judía y griega y cualquier otra moral, dejan a los hombres solos ante la ley, ante las virtudes y sus exigencias. El cristiano, en cambio, posee un nuevo principio de vida que actúa desde el interior: el Espíritu Santo, que lo hace vivir en Cristo y lo modela a imagen de Cristo.

El centro y el fin de la vida del hombre cambian de lugar. Para el cristiano unido a Cristo por la fe y el amor, se encuentran en Cristo resucitado, hacia el que camina lleno de esperanza, pero sin despreciar las realidades terrenas, sino precisamente identificándose con Cristo en y a través de ellas.

146 Cf. M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 154ss.147 S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., 170. En este apartado seguimos de cerca el capítulo V de esta obra, en el que el autor desarrolla ampliamente el tema que nos ocupa. 148 Ibidem, 157.

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La consecuencia de la fe es la caridad: una virtud que supera a todas las virtudes humanas, pues tiene su fuente en Dios. El amor de Dios se derrama en el corazón del cristiano (cf. Rm 5, 5) y penetra todas las virtudes, las purifica, las eleva y les confiere una dimensión divina. De este modo, las virtudes conocidas por los griegos son transformadas al ser introducidas en un organismo moral y espiritual diferente cuya cabeza son las virtudes teologales, que aseguran la unión directa con Dios149.

En la nueva estructura del organismo moral, virtudes como la humildad y la castidad adquieren un puesto particular. La humildad aparece «como el umbral de la vida cristiana contra el cual choca necesariamente toda moral que se quiera presentar como totalmente humana»150. La castidad, por su parte, se hace más honda, pues recibe un nuevo fundamento: el que comete impureza peca no solo contra su cuerpo, sino contra el Señor, pues somos miembros suyos, y contra el Espíritu Santo, del cual nuestro cuerpo se ha convertido en templo. El elogio y la recomendación de la virginidad manifiestan también esta nueva dimensión y hondura que la castidad recibe en el Evangelio151.

b) Unión, no yuxtaposición ni confusión, de las virtudes humanas y sobrenaturales

En el sujeto moral cristiano, las virtudes humanas y sobrenaturales están unidas y forman un organismo moral, con un único fin: la identificación con Cristo y, en consecuencia, la realización en el mundo de la participación en la misión de Cristo. Las virtudes sobrenaturales y las humanas se exigen mutuamente para la perfección de la persona.

Cuando se intenta profundizar en el misterio de la unión de lo humano y lo sobrenatural (creación-redención) en el hombre, es fácil derivar hacia la comprensión de ambos órdenes como yuxtapuestos. No se trata de un problema trivial: las consecuencias para la vida práctica del cristiano son muy negativas, porque se reduce al hombre a un ser unidimensional, prevaleciendo en unos casos la dimensión natural (naturalismo, laicismo) y en otros la sobrenatural (espiritualismo, pietismo).

Para evitar este peligro, es necesario recordar que Cristo es el fundamento a la vez de la antropología y del obrar moral de todo hombre, pues todo hombre ha sido elegido en Cristo «antes de la creación del mundo» para ser santo y sin mancha en la presencia de Dios, por el amor, y predestinado a ser hijo adoptivo por Jesucristo (cf. Ef 1, 3-7).

De modo análogo a como en Cristo –perfecto Dios y hombre perfecto- se unen sin confusión la naturaleza humana y la divina, en el cristiano deben unirse las virtudes humanas y las sobrenaturales. Para ser buen hijo de Dios, el cristiano debe ser muy humano. Y para ser humano, hombre perfecto, necesita la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.

149 La especificidad de la moral cristiana se manifiesta especialmente –según Pinckaers- al considerar este nuevo organismo de las virtudes humanas y sobrenaturales en íntima relación con Cristo (cf. ibídem, 171).150 Ibidem, 173.151 Cfr ibidem, 174-175.

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«Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Jn. 1, 14)»152.

«Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»153.

c) Las virtudes humanas y las sobrenaturales se necesitan mutuamente

En el estado real del hombre –redimido, pero con una naturaleza herida por el pecado original y los pecados personales-, las virtudes humanas no pueden ser perfectas sin las sobrenaturales. Por eso se puede afirmar que solo el cristiano es hombre en el sentido pleno del término. «Solo la clase de conocimiento que proporciona la fe, la clase de expectativas que proporciona la esperanza, y la capacidad para la amistad con los otros seres humanos y con Dios que es el resultado de la caridad, pueden proveer a las otras virtudes de lo que necesitan para convertirse en auténticas excelencias, que conformen un modo de vida en el cual y a través del cual puedan obtenerse lo bueno y lo mejor»154.

Pero las virtudes sobrenaturales sin las humanas, carecen de auténtica perfección, pues la gracia supone la naturaleza. En este sentido, las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales. «Muchos son los cristianos –afirma San Josemaría Escrivá- que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales –a pesar de todo el armatoste externo de piedad-, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas»155.

Las virtudes humanas pueden ser camino hacia las sobrenaturales: «En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales. Es verdad que no basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero

152 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Las virtudes humanas, en Amigos de Dios, o.c., n. 74.153 Ibidem, n. 75.154 A. MACINTYRE, Tres versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid 1992, 181.155 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, Rialp, Madrid 2001, 19ª n. 652.

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si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien»156.

Las virtudes humanas disponen para conocer y amar a Dios y a los demás. Las sobrenaturales potencian ese conocimiento y ese amor más allá de las fuerzas naturales de la inteligencia y la voluntad; asumen las virtudes humanas, las purifican, las elevan al plano sobrenatural, las animan con una nueva vida, y así todo el obrar del hombre, al mismo tiempo que se hace plenamente humano, se hace también “divino”.

d) Unidad de vida y santidad en la vida ordinaria

La unión de las virtudes sobrenaturales y humanas significa que toda la vida del cristiano debe tener una profunda unidad: en todas sus acciones busca el mismo fin, la gloria del Padre, tratando de identificarse con Cristo, con la gracia del Espíritu Santo; al mismo tiempo que vive las virtudes humanas, puede y debe vivir las sobrenaturales. Todas las virtudes y dones se aúnan, en último término, en la caridad, que se convierte en forma y madre de toda la vida cristiana.

La íntima relación entre virtudes sobrenaturales y humanas ilumina el valor de las realidades terrenas como camino para la identificación del hombre con Cristo. El cristiano no solo cree, espera y ama a Dios cuando realiza actos explícitos de estas virtudes, cuando hace oración y recibe los sacramentos. Puede vivir vida teologal en todo momento, a través de todas las actividades humanas nobles; puede y debe vivir vida de unión con Dios cuando lucha por realizar con perfección los deberes familiares, profesionales y sociales. Al mismo tiempo que construye la ciudad terrena, el cristiano construye la Ciudad de Dios157.

«No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades -buenas, nobles, y aun indiferentes- que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte. Porque en Cristo plugo al Padre poner la plenitud de todo ser, y reconciliar por El todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la Cruz (Col I, 19-20)»158.

Desde esta perspectiva, puede apreciarse con más claridad la relevancia moral de las virtudes intelectuales. El cristiano no se conforma con realizar bien un trabajo, dominar una técnica o investigar una ciencia, sino que, a través de esas actividades, busca amar a Dios y servir a los demás, es decir, vive la caridad. Y por este motivo –el amor- trata de realizar su trabajo no de cualquier manera, sino con perfección humana y competencia profesional. Además, ese trabajo así

156 ID., Las virtudes humanas, en Amigos de Dios, o.c., 74-75. 157 Cf. GS, capítulo III.158 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Cristo presente en los cristianos, en Es Cristo que pasa, o.c., n. 112. Una magnífica exposición pastoral de este tema es la homilía del mismo autor, pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967, Amar el mundo apasionadamente, incluida en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 2001, 20ª, nn. 113-123.

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realizado es medio y ocasión para dar testimonio de Cristo con el ejemplo y la palabra.

5. La Iglesia, ámbito de la adquisición y educación de las virtudes

Al tratar de las virtudes humanas, se señalaba que para su adquisición y educación se requiere: a) un ámbito en el que se conciba la vida moral como un progreso hacia la meta (telos) de la excelencia humana; b) caracterizado por los vínculos de la verdad, el afecto o amistad y la tradición; y c) por la existencia de maestros de la virtud.

Al considerar al sujeto moral cristiano, se ha dejado constancia de que la Iglesia es precisamente el hogar en el que ese sujeto nace a la vida de hijo de Dios y progresa hacia la excelencia humana que es la identificación con Cristo. La Iglesia es el ámbito en el que se dan las condiciones adecuadas, el ambiente necesario, para la adquisición y educación de las virtudes sobrenaturales y humanas: es la casa del Padre en la que cada uno se sabe hijo y, por tanto, libre; en la que cada uno se siente querido por sí mismo y ve reconocidos sus derechos y su dignidad; en la que cada uno se sabe partícipe de un proyecto común159.

1. En la Iglesia, el cristiano descubre el verdadero y pleno sentido de su vida, la meta (telos) a la que está llamado, es decir, la vocación a identificarse con Cristo en su ser y en su misión. La gracia, junto con las virtudes humanas y sobrenaturales, y todos los dones, que el cristiano recibe en la Iglesia, están encaminados al cumplimiento de esa vocación. Dentro de la vocación universal a la santidad, el cristiano descubre también en la Iglesia su vocación específica, la misión concreta a la que Dios lo ha destinado y para cuya realización lo ha dotado de los talentos y carismas necesarios.

2. En la Iglesia, todos los miembros están unidos por los vínculos de la verdad, la caridad y la tradición.

—El vínculo de la verdad. «De la Iglesia (el cristiano) recibe la Palabra de Dios, que contiene las enseñanzas de la “ley de Cristo”»160. Los miembros de la Iglesia comparten una verdad común, la Palabra de Dios, que contiene enseñanzas de fe y moral.

—El vínculo de la caridad. «El cristiano realiza su vocación en la Iglesia, en comunión con todos los bautizados»161. Esta comunión tiene su fundamento en la comunión con Cristo, Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Todos están unidos a la misma Cabeza, todos son hijos de un mismo Padre, todos están vivificados por el mismo Espíritu, todos tienen la misma misión (participación en la misión de la Iglesia, en la misión de Cristo).

En el Cuerpo de la Iglesia, hay una corriente vital que va de Cristo a cada uno: es la gracia con las virtudes sobrenaturales y los dones que Él da; y hay otra corriente entre todos los miembros del Cuerpo, los del cielo, los del purgatorio y

159 Sobre este tema, se recogen interesantes estudios en L. MELINA-P. ZANOR (a cura di), Quale dimora per l’agire? Dimensioni ecclesiologiche della morale, o.c.160 CEC, n. 2030.161 Ibidem.

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los que todavía caminan en esta tierra: «El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión»162. Además de esta dimensión “ontológica” de la comunión de los santos, hay también una dimensión moral, que consiste en la ayuda mutua que unos a otros se prestan, con la palabra y el ejemplo, movidos por la caridad, para vivir todas las virtudes a imitación de Cristo.

—El vínculo de la tradición. Además de la transmisión del depósito de la fe y la moral, en la Iglesia se transmiten las virtudes de unos miembros a otros, virtudes que cada uno debe aprender para ser fiel a la historia sobre la que la Iglesia está asentada: la de la vida, muerte y resurrección de Cristo. En esta transmisión tienen una especial importancia, en primer lugar, la familia (iglesia doméstica) y, en segundo lugar, las asociaciones, movimientos, comunidades, etc., que el Espíritu Santo suscita a lo largo del tiempo, en armonía con la dimensión institucional de la Iglesia.

3. «De la Iglesia, (el cristiano) aprende el ejemplo de la santidad: reconoce en la Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa santidad; la discierne en el testimonio auténtico de los que la viven; la descubre en la tradición espiritual y en la larga historia de los santos que le han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del santoral»163.

El primer ejemplo y modelo de virtudes que el cristiano encuentra en la Iglesia es el mismo Cristo. No es un modelo que vivió hace dos mil años, porque Cristo es siempre contemporáneo a cada cristiano. «La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia»164.

«Con su palabra y con sus sacramentos, con la totalidad de su vivir, la Iglesia realiza verdaderamente la contemporaneidad con Cristo con el hombre de todo tiempo y, al realizar esa contemporaneidad, abre al hombre a esa conciencia y esa vivencia de lo teologal desde la que la vida y el comportamiento éticos reciben su plenitud de sentido»165.

Las virtudes solo se pueden aprender y comprender en una relación de amistad. Entre Cristo y cada cristiano hay una relación de amor, de caridad que supera a cualquier amistad humana. Pero esa amistad, por parte del cristiano, tiene que reforzarse por medio de los sacramentos, las buenas obras y la oración.

Además, el cristiano aprende las virtudes de la Virgen y de los santos. Espera también un particular ejemplo por parte de los pastores. Y todos los cristianos, por la amistad de caridad y conscientes de su munus propheticum, deben ayudarse unos a otros, con su vida y su palabra, a buscar la plenitud de la virtud que les llevará a la identificación con Cristo. Por último, toda la comunidad de la Iglesia y

162 CEC, n. 953.163 CEC, n. 2030.164 VS, n. 25.165 J.L. ILLANES, La Iglesia, contemporaneidad de Cristo con el hombre de todo tiempo, en G. BORGONOVO (a cura di), Gesù Cristo, Legge vivente e personale della Santa Chiesa, Atti del IX Colloquio Internazionale di Teologia di Lugano, Facoltà di Teologia di Lugano, Piemme, Casale Monferrato 1996, 209.

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cada miembro en particular deben testimoniar y enseñar a los demás, con sus virtudes, el nuevo modo de vida que Cristo quiere instaurar en el mundo.

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IV. EL CONOCIMIENTO DEL BIEN: SINDÉRESIS, SABIDURÍA, PRUDENCIA Y FE

Para poder hacer el bien, antes hay que conocerlo. El conocimiento del bien es espontáneo y natural al hombre, pero requiere y espera su progresivo perfeccionamiento mediante las virtudes intelectuales, que se estudian en este capítulo: el hábito natural de la sindéresis (1); la sabiduría, como integradora de todos los conocimientos y artes o técnicas (2); y la prudencia, que nos proporciona el conocimiento práctico sobre las acciones concretas (3).

Pero las virtudes humanas no bastan para los hijos de Dios llamados a ser otros Cristos, a penetrar en la intimidad misma de Dios: se requiere la gracia santificante, que, con la fe y los dones del Espíritu Santo, perfecciona la razón y transforma las virtudes anteriores, otorgando al cristiano una capacidad de conocimiento antes insospechada (4).

Por último, dedicaremos una breve reflexión a la virtud que regula el deseo de conocer la verdad: la estudiosidad o estudio (5).

1. El comienzo y desarrollo de la vida moral: la sindéresis

La razón conoce la verdad y el bien gracias a dos hábitos intelectuales básicos: el entendimiento (intellectus) y la sindéresis. Por medio del entendimiento, la razón, en su función especulativa, conoce las verdades teóricas más básicas; por medio de la sindéresis, en su función práctica, conoce las primeras verdades sobre el bien, es decir, los principios morales evidentes166. La sindéresis –como el entendimiento- no es propiamente una virtud, porque no es un perfeccionamiento ulterior de la razón, sino más bien un hábito innato, la capacidad primera del hombre para percibir el bien que le es propio.

1.1. ¿En qué consiste la sindéresis?

El término sindéresis procede del griego synteréo, que significa observar, vigilar atentamente, y también conservar. Para santo Tomás equivale a razón natural167.

Es un hábito que constituye el núcleo de la razón práctica. Gracias a él, la razón, de modo natural, conoce el bien y preceptúa su realización. Por eso, el hombre no es indiferente ante el bien y el mal, sino que experimenta de modo natural que debe amar el primero y evitar el segundo.

—Es un hábito cognoscitivo: su función propia consiste en juzgar la conducta para indicar a la persona lo que debe obrar. Puede decirse por ello que la sindéresis es el primer nivel de la conciencia moral, la protoconciencia.

166 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 16, a. 1, sol.; In II Sententiarum, d. 24, q. 2, a. 3.167 Cf. S.Th., II-II, q. 47, a. 6c. y ad 1. J. Ratzinger propone sustituir el término sindéresis, que considera problemático, por el concepto platónico de anámnesis, «que ofrece la ventaja no sólo de ser lingüísticamente más claro, más profundo y más puro, sino también de concordar con temas esenciales del pensamiento bíblico y con la antropología desarrollada a partir de la Biblia» (La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, E. Paulinas, Madrid 1992, 108).

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—Es un hábito prescriptivo: no sólo proporciona un conocimiento teórico del bien, sino también práctico; es decir, no se conforma con señalar el bien y el mal, sino que además prescribe o manda hacer el bien y prohíbe hacer el mal.

Como veremos, la sindéresis puede juzgar y mandar el bien porque conoce de modo natural y habitual los fines virtuosos que la persona debe perseguir y, por tanto, los primeros principios de la ley moral natural.

Se trata de un hábito natural. Esto quiere decir que la persona está dotada de este hábito naturalmente, de modo inmediato, por el Creador168. No es un hábito adquirido como consecuencia de la repetición de actos169.

De su carácter natural se desprenden dos consecuencias. La primera es que la sindéresis es una luz inextinguible: permanece siempre en el hombre, aunque éste pueda oscurecerla a fuerza de no seguir sus indicaciones. En este sentido, la sindéresis representa un punto de esperanza, porque siempre está ahí para hacer oír su voz a quien quiera rectificar su vida moral. La segunda es que no yerra nunca. Los errores morales no se deben a la sindéresis, sino a otras causas. La sindéresis señala siempre y a todos los hombres el verdadero bien.

1.2. El comienzo de la vida moral

La importancia de la sindéresis radica en que constituye el comienzo y, a la vez, la guía natural de toda la vida moral de la persona.

La vida moral puede nacer y desarrollarse porque gracias a la sindéresis, de modo natural, la persona conoce el bien y el mal, y no sólo lo conoce, sino que se siente llamada a amar el primero y a evitar el segundo: el bien conocido no es algo que esté ahí, sin más, ante lo que la persona pueda permanecer indiferente. Por el contrario, la sindéresis presenta el bien como algo que interpela a la persona exigiéndole una respuesta personal, y de este modo constituye el arranque de toda la vida moral (que tiene también otros supuestos, como la tendencia natural de la voluntad al bien o voluntas ut natura).

La sindéresis es el origen del deber moral, que no es otra cosa que el bien en cuanto mandado por la sindéresis. La sindéresis manda hacer el bien porque es un bien: el deber moral, por tanto, se funda en el bien que es propuesto como debido por la sindéresis. En consecuencia, todo el bien en su conjunto (alcanzar la perfección) es un deber para el hombre. Por eso no tiene sentido dividir la vida moral en dos niveles: el de lo debido (como un primer nivel obligatorio para todos), y el de lo perfecto (un nivel superior para los que “libremente” quieran aspirar a la perfección moral).

Ante el bien que le interpela como algo que debe hacer, la persona adquiere conciencia de su libertad, porque se da cuenta de que depende de ella y sólo de ella hacerlo o no. A la vez, experimenta que su libertad no es absoluta, porque el

168 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In II Sententiarum, d. 24, q. 2, a. 3c.; In III Sententiarum, d. 23, q. 3, a. 2, ad 1; S.Th., I, q. 111, a. 1, ad 2; Summa contra gentes, l I, cap. 7.169 Decir que la sindéresis es un hábito natural no equivale a decir que es innato, entendiendo por innato algo que procede totalmente de la naturaleza. Sin el conocimiento sensible, no podría formarse el hábito de la sindéresis.

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bien la reclama de modo absoluto, sin condiciones. Su respuesta es libre, pero su respuesta libre es la respuesta a una llamada absoluta, es un deber.

Cuando la persona responde positivamente al deber reconoce, a la vez, que ella no es un absoluto, y que existe un absoluto que la interpela absolutamente. Se puede decir, por eso, que el supuesto de la respuesta positiva al bien es la humildad: que consiste en reconocer la verdad del propio ser y la verdad del ser absoluto, y que la respuesta positiva al deber es el comienzo de la apertura al Absoluto.

Es importante subrayar que el deber moral nace de la razón práctica, concretamente de la sindéresis, y no de la razón teórica. La razón teórica concibe los objetos como objetos de saber: A es A; la razón práctica, en cambio, como objetos de realización, es decir, como bienes: debo hacer A. Este comienzo de la vida moral vacía de contenido la objeción de que la moral no tiene fundamento porque no se puede pasar del ser al deber ser. En efecto, el deber no se puede deducir del ser. Pero, como se ha visto, el comienzo de la vida moral es la sindéresis, virtud de la razón práctica, no el entendimiento, virtud de la razón teórica.

1.3. Guía genérica de la vida moral: la protoconciencia

Como afirma San Agustín, «en nuestros juicios no sería posible decir que una cosa es mejor que otra, si no estuviese impreso en nosotros un conocimiento fundamental del bien»170. Sobre esta noción de bien, que es lo primero que se alcanza por la aprehensión de la razón práctica, se funda el primer principio o verdad moral171. Este principio fundamental, recto, permanente e inmutable, puede enunciarse así: “El bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse”. Gracias a él es posible orientar y guiar toda la vida moral, porque examina y juzga todas las acciones de la persona, se opone a todo lo malo y asiente a todo lo bueno172.

Gracias a la sindéresis, la persona cuenta, en su propia naturaleza, con un guía infalible y permanente para discernir el bien del mal, y para orientar hacia el verdadero bien su pensamiento, su querer y sus afectos.

Sin la sindéresis «no habría racionalidad alguna, sino solamente tendencias ciegas, condicionamientos afectivos, convenciones sociales, coerciones de la sociedad internalizadas por los individuos, la ley del más fuerte; no habría autoridad alguna que no fuese siempre una amenaza para la libertad; no habría vida práctica. No habría tampoco diferencia alguna entre “bien” y “mal”, a no ser la establecida por quien poseyese el poder necesario para imponer su modo de trazar dicha diferencia entre nosotros. Una razón sin “naturaleza” sería una razón carente de toda base y desorientada. Sería un mero instrumento para cualquier fin»173.

De todo lo dicho se desprende que la sindéresis es el primer nivel de la conciencia moral, la protoconciencia. La conciencia moral propiamente dicha no es un hábito, 170 S. AGUSTÍN, De Trinitate, VIII, 3,4.171 Cf. S.Th., I-II, q. 94, a. 2c.172 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 16, a. 2, sol.173 M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, o.c., 276.

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sino un acto, un juicio de la razón práctica sobre la bondad o maldad de una acción concreta; supone la ciencia moral; no es infalible, puede errar; pero sin este primer nivel infalible y permanente, carecería de la orientación fundamental para poder juzgar la bondad o malicia de las acciones. El relativismo moral suele afirmar que la conciencia habla de modo distinto a los distintos pueblos y culturas: a unos les dice que el canibalismo es bueno y a otros que es malo. Esto es cierto, pero referido al juicio de la conciencia, donde cabe el error, no a la sindéresis. La sindéresis habla del mismo modo a todos los hombres174.

1.4. La sindéresis y los fines de las virtudes

La sindéresis no podría regular la conducta de la persona si sólo señalase y preceptuase el bien moral en general, porque el bien moral adopta diversas formas, según los bienes a los que tienden las diversas inclinaciones naturales de la persona, que deben ser integrados en el bien de la persona como totalidad.

La sindéresis no sólo conoce y preceptúa el primer principio práctico (“el bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse”), que es el fundamento de toda la vida moral; también señala y preceptúa los fines de las virtudes que la persona debe perseguir175, cuando quiere los bienes a los que tiende de modo natural. En consecuencia, dirige la vida moral según las verdades fundamentales de la ley natural. Veamos esto con más detenimiento.

El hombre está naturalmente inclinado a ciertos fines: la conservación de la vida, su transmisión a través de la unión del hombre y la mujer, la convivencia, el conocimiento de la verdad, etc. Estos fines no se deben perseguir de cualquier manera; sólo son bienes para el hombre en cuanto son conocidos y regulados por la razón, en cuanto son integrados por la razón en el bien de la persona. En efecto, es la razón la que determina cuál es el modo “razonable” de buscar y realizar los bienes de las inclinaciones naturales para que contribuyan al bien de la persona.

Pues bien, los criterios genéricos según los cuales deben ser buscados y realizados los fines de las inclinaciones naturales para que contribuyan efectivamente al bien de la persona, son los fines virtuosos. Y estos fines virtuosos son conocidos de modo natural por la sindéresis.

La sindéresis, señalando y preceptuando los fines de las virtudes (justicia, fortaleza, templanza), ordena y regula, “forma”, a las inclinaciones naturales para que busquen sus fines de modo justo, valiente y templado, y contribuyan así al bien de la persona en su totalidad, es decir, al bien moral.

A partir de los fines virtuosos captados naturalmente por la sindéresis, se establecen las verdades o principios prácticos que siguen al primer principio de la razón práctica, y que no son otra cosa que los modos de regulación racional de las inclinaciones naturales176. Por eso se afirma que la sindéresis contiene los primeros

174 Cf. J. MESSNER, Ética general y aplicada, Rialp, Madrid, México, Buenos Aires, Pamplona 1969, 25-26.175 Cf. S.Th., II-II, q. 47, a. 6c.176 Cf. E. COLOM-A. RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de Teología Moral Fundamental, o.c., 328.

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principios de la ley moral natural, conocidos por sí mismos, inmutables y universalmente verdaderos177.

A la luz de estos principios o verdades prácticas, la sindéresis orienta a la razón acerca de lo que se va a realizar: juzga y advierte como malas las acciones que son contrarias a esas verdades, y como buenas o debidas las que están de acuerdo con ellas178. Es como una voz interior que asiente o, por el contrario, protesta de todo aquello que contradice las verdades fundamentales de la ley natural, y así orienta a la persona acerca de la moralidad de su conducta179.

De este modo, la sindéresis es, al mismo tiempo, generadora de las virtudes180 y regla y medida de todas las acciones humanas181.

Como la sindéresis es una luz que no se puede extinguir, los fines de las virtudes y los principios de la ley natural no desaparecen nunca del corazón del hombre, aunque puedan oscurecerse en la práctica si el hombre se deja llevar por las pasiones, por errores y costumbres corrompidas, si actúa en contra de los que la sindéresis establece182.

1.5. Sindéresis, ciencia moral y prudencia

A pesar de todo lo dicho, la sindéresis no basta para dirigir la acción. Esta es siempre particular, concreta, y como la sindéresis tiene carácter universal, sus principios quedan lejos de la práctica. Por eso es necesaria otra virtud: la prudencia. La sindéresis prescribe buscar los fines de las inclinaciones naturales de acuerdo con las virtudes. La misión de la prudencia, en cambio, es determinar por medio de un juicio práctico, en cada caso particular, según las circunstancias concretas y teniendo en cuenta los principios de la sindéresis, cuál es la acción que se debe poner como medio para alcanzar un determinado fin y de qué manera debe realizarse.

El proceso que va desde el conocimiento, por parte de la sindéresis, de un bien que se debe buscar, hasta el juicio práctico de la prudencia que manda o preceptúa realizar determinada acción concreta como medio, es la experiencia moral. En ese proceso, el objeto de la razón es el bien debido.

Sólo después, la persona, como consecuencia de una reflexión espontánea (a la que se puede prestar mayor o menor atención) sobre su inclinación al bien o huida del mal y sobre los correspondientes juicios prácticos, enuncia “preceptos” y “normas morales” en forma de deber: “se debe hacer el bien y evitar el mal”, “no

177 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In II Sententiarum, d. 24, q. 2, a. 3, ad 4.178 Cf. Ibidem, d. 39, q. 3, a. 1; d. 7, q. 1, a. 2, ad 3.179 Los juicios de la sindéresis no implican la existencia de ideas innatas. Se trata de algo análogo a lo que sucede en el plano especulativo. A la razón le basta con conocer los términos “todo” y “parte” para que el intelecto formule de modo natural el principio “el todo es mayor que la parte”. En el plano práctico, basta con saber qué significa mentir, robar, adulterar, para que la sindéresis capte estas acciones como contrarias a la justicia y prohíba hacerlas. 180 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In III Sententiarum, d. 33, q. 1, a. 2, b, ad 2; De Veritate, q. 16, a. 2, ad 5.181 Cf. S.Th., I-II, q. 91, a. 3, ad 2.182 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De Malo, q. 4, a. 2, ad 22; Super ad Romanos, c. 7, lc. 1/39.

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se debe hacer a nadie lo que no quiero que los demás me hagan a mí”, etc. El producto de esta reflexión es el saber moral habitual o hábito de la ciencia moral183.

1.6. Apertura a Dios

La sindéresis activa a la voluntad y encamina a la razón para que busque los bienes auténticos y, en último término, el Bien absoluto.

La voluntad apetece naturalmente el bien. Pero la voluntad no es una facultad cognosicitiva. Es la sindéresis o razón natural la que preceptúa a la voluntad buscar y amar el Bien absoluto y los bienes genéricos que son medios para llegar a Él. Se puede decir, por tanto, que la persona está abierta a Dios de modo natural: no sólo porque puede conocerlo con su razón especulativa, sino porque, gracias a la sindéresis, hábito de la razón práctica, está inclinada naturalmente a reverenciarlo184.

Que ese Bien supremo es Dios no lo dice la sindéresis, sino la sabiduría, virtud de la razón especulativa. Es esta virtud la que conoce cuál es el fin último al que deben dirigirse todos los fines particulares: Dios185. Sólo una vez que Dios es conocido como Creador y Fin último, la sindéresis dictamina el deber de amar y honrar a Dios como Creador y Fin último, y de usar los bienes creados como medios ordenados a este fin.

2. La virtud de la sabiduría

La sabiduría (sapientia, sophía) es una virtud que perfecciona a la razón especulativa. Consiste en el conocimiento de Dios, causa última de todos los seres, y en la dirección y configuración de todos los saberes y de toda la vida según ese conocimiento. La sabiduría se concreta de modo sistemático y científico en la metafísica.

La sabiduría es la base racional del saber sobrenatural. Por muy importante que sea el saber que se adquiere por la fe, por mucho que supere a la sabiduría racional, no hace de ésta un saber inútil. Sería como decir que cuanto más grande es un edificio, más inútiles son sus cimientos.

Por eso, el descuido de la formación de esta virtud –piénsese en el olvido y desprecio de la metafísica-, tiene graves consecuencias, también para los que poseen el don de la fe. La fe sin la razón degenera en fideísmo, es decir, en una fe sostenida únicamente por el sentimiento; y sobre ese endeble fundamento, la fe no resiste las pruebas por las que necesariamente ha de pasar a lo largo de la vida.

2.1. Génesis de la sabiduría

La sabiduría nace del amor a la verdad, del deseo natural que toda persona experimenta de saber cuál es la causa última de todo lo que conoce, y especialmente la verdad sobre el sentido de su existencia. El deseo natural de

183 Cf. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, o.c., 310-311.184 Cf. S.Th., II-II, q. 81, a. 2, ad 3.185 Cf. S.Th., I-II, q. 63, a. 3c.; II-II, q. 47, a. 6c.

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conocer y el reconocimiento de que hay misterio, es decir, de la propia ignorancia (humildad), impelen a indagar, a buscar.

La actividad intelectual se origina en el entendimiento (intellectus), virtud de la razón especulativa que nos da la evidencia de las primeras verdades teóricas del conocimiento humano, sobre las que se asientan los demás conocimientos. Son verdades evidentes y necesarias. De su necesidad se deriva la de las verdades que sobre ellas se asientan.

Estas primeras verdades corresponden a la realidad y suponen el conocimiento a través de los sentidos. No son sólo verdades lógicas, sino que corresponden a la verdad de los seres (verdad ontológica). Pero a pesar de su evidencia y necesidad, el hombre puede asentir o no a ellas. El papel de la voluntad consiste en hacer que el entendimiento asienta a esas verdades sin tergiversarlas, y que sea coherente con ellas en sus razonamientos. En este sentido, el entendimiento es educable: en la formación intelectual es importante prestar atención a las verdades evidentes, especialmente cuando alguna conclusión, que parece acertada, contradice alguna de ellas. Cuando el hombre, a pesar de la evidencia de los primeros principios, se niega a ser coherente, a respetar la realidad, manifiesta que su deseo de buscar la verdad no es sincero, y que tal vez está mediatizado por algún interés personal, por alguna pasión o sentimiento, que distorsiona su visión intelectual.

A partir de las primeras verdades evidentes, la razón, impulsada por la voluntad, va conociendo la verdad sobre los distintos ámbitos de la realidad (ciencias).

Ahora bien, las verdades parciales no aquietan el deseo del hombre, que quiere conocer la verdad que dé respuesta a todos los porqués que se plantea. Por eso, la voluntad sigue impulsando a la inteligencia para que indague hasta el final. El término de esta búsqueda se encuentra en el conocimiento de Dios, Verdad suprema, causa última de toda la realidad. La sabiduría es, por tanto, la cima de la actividad cognoscitiva.

De todas formas, la sabiduría que el hombre puede alcanzar es siempre limitada. El hombre nunca es plenamente sabio. La contemplación amorosa de Dios de modo pleno sólo se puede dar en la vida eterna. Por eso, en esta vida, la búsqueda no acaba nunca: el hombre es siempre buscador, amante de la sabiduría, filósofo.

La sabiduría es un deber: una tarea que todo hombre debe realizar. Como se ha visto, la persona tiende naturalmente a amar el bien y a conocer la verdad, y, en último término, a amar el Bien absoluto y a conocer la Verdad plena. En correspondencia a tales tendencias, la sindéresis preceptúa al hombre no sólo el deber de amar el Bien absoluto, sino también el de buscar la Verdad que colme su deseo natural de saber (sabiduría).

La sabiduría tiene carácter de don recibido. Ciertamente, se adquiere por el esfuerzo humano, pero, a la vez, es don de Dios. La inteligencia humana es participación de la Inteligencia divina. Sólo si reconoce (humildad) este carácter de “don”, puede el hombre alcanzar la verdadera sabiduría y convertirla, a su vez, en un don para ofrecer gratuitamente a los demás.

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Gracias a la luz que le proporciona el conocimiento de Dios, el hombre puede juzgar y ordenar todos los demás conocimientos y acciones. Al conocer la causa final de todas las cosas, el sabio conoce el sentido de su propia vida y de todas las cosas, el fin por el que han sido hechas y, en consecuencia, el fin por el que todo ha de hacerse. El saber sobre Dios se transforma así en saber directivo y configurador de toda la vida cognoscitiva y moral de la persona. Sólo entonces se puede decir que el hombre posee la virtud de la sabiduría como perfección de su razón y como perfección moral.

2.2. El camino hacia la sabiduría: necesidad de las virtudes morales

Por medio de la razón, a partir de los seres creados, el hombre puede llegar a conocer con certeza la existencia de Dios «porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de lo creado» (Rm 1,20)186. No se trata, por tanto, de una verdad que pertenezca propiamente al ámbito de la fe, sino al de la razón. El que sabe que Dios existe, no necesita creer esa verdad.

La ignorancia de la existencia de Dios no es el término natural del proceso intelectual. Cuando se interrumpe la búsqueda suele ser porque la persona se niega voluntariamente a seguir el dictado de su razón, algo que puede suceder por motivos de índole moral más que de índole intelectual.

En efecto, el camino hacia la sabiduría no es un proceso sólo intelectual sino también volitivo, moral. Quien conoce es la persona, que es razón, voluntad, afectos. No se busca a Dios sólo con la razón (que tiene capacidad para conocer la verdad, pero también cierta dificultad), sino también con el corazón. Y éste puede abrirse al amor del bien o replegarse sobre sí mismo por la soberbia y el egoísmo. De hecho, es la voluntad la que mueve a la inteligencia a buscar la verdad. «El entendimiento, en su función especulativa –afirma Santo Tomás-, no mueve». Es la voluntad la que aplica todas las energías de la persona a un acto, «pues entendemos porque queremos, imaginamos porque queremos, y así en las otras facultades»187.

En la adquisición de la sabiduría, la libertad o la esclavitud de la voluntad respecto a las pasiones, tiene un papel de primer orden. Para que la voluntad mande al entendimiento indagar sobre la Verdad última, basta con que esté rectamente inclinada al bien. Por eso afirma San Agustín que el principio de la sabiduría es la bona voluntas, la buena voluntad188. Y está tanto más inclinada al bien cuanto más arraigadas estén en ella las virtudes. En caso contrario, trata de conseguir que el entendimiento cese en su búsqueda de la Verdad.

De todas las virtudes, tal vez sea la humildad la más necesaria para alcanzar la sabiduría, porque implica, por una parte, reconocer la propia ignorancia y, por otra, considerar la verdad como algo que se alcanza y descubre, y no como producto creado por la propia razón autónoma.

186 Cf. CONCILIO VATICANO I, Const. Dei Filius, c. 2. Este tema se trata en Metafísica y en Teología Fundamental.187 S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, I, c. 72.188 S. AGUSTÍN, De libero arbitrio, I, 12.

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En segundo lugar, son necesarias las virtudes que se refieren más directamente a la limpieza del corazón (el desprendimiento de las cosas, la castidad, la sobriedad, etc.), porque capacitan a la persona para elevarse a los intereses del espíritu. Pueden entenderse también en este sentido las palabras del Señor: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8).

La buena disposición de la voluntad es condición imprescindible para alcanzar la sabiduría, pero no suficiente: es preciso dedicar tiempo al estudio, a la reflexión y al aprendizaje, es decir, desarrollar la virtud de la studiositas, de la que se tratará en el tema dedicado a la templanza189.

Por último, además de las condiciones interiores, la persona necesita ciertas condiciones exteriores que le faciliten la búsqueda de la sabiduría. En este sentido, es preciso reconocer que el ambiente intelectual y moral en el que la persona nace y se educa puede ser una gran ayuda para encontrar a Dios o, por el contrario, un gran obstáculo; puede proporcionar un concepto adecuado de Dios o puede imbuir al hombre, desde la infancia, de una imagen deformada de la divinidad.

2.3. La sabiduría, virtud ordenadora de todos los conocimientos y artes o técnicas

La sabiduría ordena y juzga a todas las demás virtudes intelectuales, siendo como la “ciencia arquitectónica” de todas ellas190.

Por ser la cima de la actividad cognoscitiva, la sabiduría ordena las ciencias a su fin debido y a su fin proporcionado191.

Decir que la sabiduría ordena las ciencias a su fin debido quiere decir, en primer lugar, que, a la persona sabia, todos los conocimientos le llevan a conocer y amar más a Dios, porque sabe que toda verdad es participación de la Verdad suprema. Un científico sabio, cuanta más ciencia adquiera, más se acerca a Dios, pues cada vez sabe más sobre su Sabiduría.

Si el hombre de ciencia está, al menos, abierto a la sabiduría, cuanto más profundiza en su ciencia, más se convence de que la realidad tiene un significado inexplicable para la misma ciencia. Entonces, la ciencia le lleva a reconocer un principio inteligente en el fundamento de la realidad. Y al hacer esto «no peca en absoluto de inducción ilícita y antropomorfismo, sino que da satisfacción a una exigencia ínsita en el mismo fenómeno físico globalmente considerado, y en las condiciones fundamentales de la inteligibilidad del mismo, si bien no desde un punto de vista estrictamente físico sino antropológico, o también (si se quiere) existencial»192.

La sabiduría unifica y ordena los diversos saberes, de modo que todos adquieran su sentido fundamental. Como el hombre tiende a dar unidad a todos sus

189 Un estudio más amplio de esta cuestión se encuentra en A. SARMIENTO-T. TRIGO-E. MOLINA, Moral de la persona, EUNSA, Pamplona 2006, 313-319.190 S.Th., I-II, q. 66, a. 5c.191 Cf. S.Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 2.192 C. FABRO, Dios. Introducción al problema teológico, Rialp, Madrid 1961, 144.

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conocimientos, si no los ordena y juzga tomando como criterio la Verdad suprema, buscará un sustituto que permita el juicio y la unificación. El sustituto puede ser su propia razón, es decir, él mismo. Entonces la razón se convierte en fuente de toda verdad, y se llega a pensar que aquello que la razón no puede conocer o entender no existe o no tiene sentido (racionalismo).

En segundo lugar, ordenar las ciencias a su fin debido quiere decir que la persona sabia pone sus conocimientos al servicio del bien de la persona o, dicho de otro modo, que subordina siempre la ciencia a la ética. Gracias a la sabiduría, el conocimiento científico no se convierte en fin último, ni se dirige contra la dignidad de la persona, sino que se orienta a su servicio.

Ordenar los conocimientos a su fin proporcionado significa que la sabiduría garantiza a la ciencia el carácter de ciencia. La gran tentación de la ciencia es reducir toda la realidad al ámbito empírico, el único que puede ser conocido por el método científico y, en consecuencia, aplicar el método científico a todos los ámbitos de la realidad, como si fuese el único método para conocer toda la verdad. Esta tentación, el cientifismo, sólo puede ser superada si el científico es, a la vez, sabio.

Respecto a las artes y técnicas, también la sabiduría ejerce un papel de suma importancia: muestra que la técnica no es un fin, sino un medio al servicio del bien de la persona; y que la persona no puede tratarse nunca como un medio técnico, por muy interesantes que pudieran ser los resultados para el progreso de la Humanidad.

La sabiduría es, en cierto modo, la virtud ordenadora de la prudencia. Si bien, por una parte, la prudencia sirve a la sabiduría, porque impera todas aquellas acciones singulares que se ordenan a adquirirla193, por otra, la persona prudente, cuando delibera, juzga y decide realizar las acciones concretas, lo hace no sólo a partir de la sindéresis y de la ciencia moral, sino también a partir de la visión del mundo que se ha formado, que implica una determinada valoración de los acontecimientos y las personas, una jerarquía de valores; y es la sabiduría la que proporciona esta visión del mundo.

2.4. La sabiduría como guía de la vida moral

Como se ha visto, aunque es la sindéresis la que preceptúa a la voluntad buscar y amar el Bien supremo y los bienes genéricos que son medios para llegar a Él, es la sabiduría la que da a conocer a la persona que ese Bien supremo es Dios. Se puede decir, por tanto, que, gracias a la sabiduría, el fin último al que ordena la sindéresis adquiere un rostro: el Absoluto que apela a nuestra libertad cuando conocemos el bien es un Alguien, infinitamente bueno, al que conocemos y podemos amar.

En consecuencia, la virtud de la sabiduría no es sólo una virtud especulativa, no consiste únicamente en poseer el conocimiento sobre Dios y las causas últimas de la realidad, sino también en tomar ese conocimiento como criterio de pensamiento y regla de actuación. Así entendida, la sabiduría se convierte en la virtud práctica

193 S.Th., I-II, q. 66, a. 5, ad 1.

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que refuerza el deber moral, porque nos da a conocer que es Dios quien solicita nuestro buen obrar.

La sabiduría no puede separarse del amor, como se ha dicho al hablar de su génesis y se dirá de nuevo al hablar de su pérdida. El que adquiere la sabiduría adquiere la regla para juzgar la vida, y esa regla se imprime también en la afectividad: es el ordo amoris, el orden en el amor194. Conocer a Dios mueve a amarlo; saber que Dios es el Bien supremo, impulsa a amarlo sobre todas las cosas, y a amar a todos los seres ordenadamente, es decir, en orden a Dios. El sabio, si lo es de verdad, es un enamorado de Dios, y trata de apreciar y amar a las personas y a todo el mundo creado desde el punto de vista de Dios, con la mirada y el corazón de Dios, en la medida en que esto es posible al hombre.

El estudio de la sabiduría como virtud se ha perdido o descuidado en la ética y en la teología moral, tal vez porque ha sido entendida como un saber objetivado sobre un Dios concebido como un objeto de especulación o una idea abstracta. Pero la sabiduría es sobre todo una virtud, una perfección del sujeto que configura su vida. Esto sólo es posible si se entiende que Dios es Alguien, un ser personal, capaz de amar y de ser amado. La contemplación está animada por al amor a Dios: cuanto más se le conoce, más se le ama. Contemplar a Dios es ser amado por Él y responder a ese amor. La sabiduría aspira a la amistad con Dios. Todo esto adquiere unas dimensiones inimaginables con la sabiduría sobrenatural que proporcionan las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. Pero no se puede despreciar la base humana de la vida sobrenatural. Tal vez sorprenda saber que ya Aristóteles decía que el filósofo es el más amado de Dios y, por eso, el más feliz de los hombres195.

La sustitución del homo sapiens por el homo faber en la filosofía moderna ha influido también en la concepción de la vida moral, que tiende a valorar las acciones por sus resultados útiles, olvidando su dimensión inmanente. Las acciones interiores, como la contemplación o la oración, han ido perdiendo importancia a favor de las acciones “eficaces” para transformar el mundo y obtener consecuencias materiales prácticas. La moral autónoma, con la separación que establece entre ethos de salvación y ethos mundano, ha colaborado a agrandar esta ruptura entre contemplación y acción.

La sabiduría, sin embargo, no podría ser guía de la vida moral sin la razón práctica y sus correspondientes virtudes: la sindéresis, la ciencia moral y la prudencia, que, como se verá, delibera, juzga e impera la acción concreta que se debe realizar en cada momento.

2.5. Sabiduría, humildad y virtud de la religión

La función de la sabiduría como guía de la vida moral se pone especialmente de relieve al considerar que esta virtud, junto con la humildad, es la raíz de la virtud de la religión, la cual, aunque tiene unos actos específicos, abarca en realidad la entera vida de la persona, pues todas las acciones, por el hecho de ser realizadas para la gloria de Dios, pertenecen a esa virtud, en cuando son imperadas por ella.

194 Cf. R.T. CALDERA, El oficio del sabio, Fundación Tomás Liscano, Caracas 1991, 23.195 Cf. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, X.

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Por la sabiduría, el hombre conoce y “reconoce” a Dios como infinitamente bueno, creador y señor del Cosmos; por la humildad, acepta el lugar que le corresponde y considera su propio ser y todas las cosas del mundo como dones recibidos del amor de Dios; en consecuencia, entiende que debe corresponder con amor, lo que implica el reconocimiento de la suprema dignidad y excelencia de Dios (culto), y la entrega total a su servicio (devoción), dimensiones esenciales de la virtud de la religión. La sabiduría, por tanto, descubre al hombre su deber de dar culto a Dios y de vivir para su gloria.

Por otra parte, un concepto correcto de Dios tiene una importancia capital para la vida moral y religiosa, y todo error en este aspecto se traduce en una deformación práctica de la religión y la vida moral. Esa imagen o concepto depende de la sabiduría que la persona ha alcanzado.

Por último, la humildad no sólo está en la raíz de la virtud de la religión y de la sabiduría, sino también en su desarrollo. En efecto, es necesaria para que el hombre mantenga viva su conciencia creatural, cuya pérdida lo conduciría a considerarse a sí mismo como “creador”, ser autónomo y dueño absoluto del mundo, negando radicalmente su esencial dimensión religiosa, y dejando de ser, en consecuencia, sabio.

2.6. La corrupción de la sabiduría

Del mismo modo que el camino hacia la sabiduría es un proceso intelectual y volitivo, también lo es la corrupción de esta virtud. La razón humana está dañada por el pecado original, pero mucho mayor daño y ceguera provocan los pecados personales. Si se deja de amar a Dios, por poner el corazón en otro bien como si fuese el bien supremo (stultitia, necedad), o por no querer someterse a lo que comporta el conocimiento de Dios (caecitas mentis, ceguera de la mente), se llega a “desconocer” a Dios como fin. Esto no quiere decir que se niegue su existencia, sino que se vive como si Dios no existiese, como si no fuese el fin que hay que alcanzar. Pero el paso siguiente, si no se rectifica la vida, puede ser fácilmente la negación de Dios, por considerarlo un obstáculo para la propia autonomía.

Una consecuencia de este proceso es que el hombre convierte la verdad en mentira, debido al oscurecimiento que las pasiones desordenadas producen en la mente (cf. Rm 1,25).

3. La prudencia

La prudencia es la virtud «que dispone a la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo (...). Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar»196.

196 CEC, n. 1806. Para un estudio completo de la virtud de la prudencia, remitimos a A. SARMIENTO-T. TRIGO-E. MOLINA, Moral de la persona, o.c., cap. XX, donde se exponen también las partes integrales de esta virtud.

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La prudencia tiene como objeto propio razonar y juzgar sobre las acciones concretas, que hay que realizar aquí y ahora, en orden a conseguir un fin bueno, e impulsar su realización. Es, por tanto, una virtud intelectual de la razón práctica197.

Aunque la prudencia es una virtud intelectual, cognoscitiva, lo que gracias a ella se conoce se refiere a la vida moral: la acción buena, en la que interviene la voluntad con sus actos y virtudes. Por eso afirma Santo Tomás que la prudencia no pertenece sólo a la razón, sino también, en cierto modo, a la voluntad198. Si bien formalmente es una virtud intelectual, su materia es moral; de ahí que pueda considerarse una virtud media entre las intelectuales y las morales.

Hay dos especies fundamentales de prudencia (partes subjetivas de esta virtud): la prudencia personal, por la que cada uno dirige sus actos individuales; y la prudencia social, que se refiere al bien común de la sociedad199.

3.1. Los actos propios de la prudencia

La prudencia, como virtud de la razón práctica, es cognoscitiva e imperativa. Primero conoce la realidad y, según ese conocimiento verdadero -y teniendo en cuenta los principios morales-, juzga qué se debe hacer. Después impera, manda poner por obra lo que se ha juzgado conveniente.

En la prudencia hay, por tanto, tres actos; los dos primeros son cognoscitivos: el consejo y el juicio práctico; el tercero es imperativo: el precepto, imperio o mandato200.

a) El consejo

Aconsejarse o deliberar quiere decir sopesar los pros y los contras de una acción. No consiste, por tanto, propiamente en el hecho de pedir consejo —algo que también se debe hacer cuando sea conveniente—, sino en el acto de deliberación que realiza uno mismo. Cuando la persona saber aconsejarse de modo recto, se dice que tiene la virtud de la eubulia (buen consejo)201. A esta virtud se opone la precipitación.

b) El juicio práctico

Es un acto cognoscitivo por el que la razón destaca, por encima de las demás, la acción que debe realizarse. Este acto engendra la virtud llamada synesis, que quiere decir sensatez, sentenciar bien, juzgar rectamente, tener buen sentido, rechazando ideas y concepciones erróneas202. A la sensatez se opone la inconsideración o insensatez.

Todavía hay otra virtud relacionada con el juicio práctico: la gnome, juicio equitativo o sentido de la excepción, que consiste en saber sentenciar ad casum, cuando se presenta la necesidad de hacer alguna cosa al margen de las reglas

197 Cf. S.Th., II-II, q. 47, aa. 1 y 2.198 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In Ethicorum, l. VI, lec. 7, n. 6. Cf. In III Sententiarum, d. 1, q. 1, a. 4.199 Cfr. S.Th., II-II, q. 50, aa. 1-4. 200 Cf. S.Th., II–II, q. 47, a. 8.201 Cf. S.Th., II–II, q. 51, aa. 1 y 2.202 Cf. S.Th., II–II, q. 51, a. 3.

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comunes de acción. Mientras que la synesis se refiere al juicio recto sobre las cosas comunes y ordinarias, la gnome se refiere al recto juicio en los casos excepcionales no previstos por las leyes humanas203. Esta virtud facilita la epiqueya, que consiste en apartarse de la materialidad o letra de la ley para realizar justamente la intención del legislador.

c) El imperio

Este acto, que consiste en mandar sobre uno mismo para poner por obra lo que se ha juzgado conveniente, es el más específico de la virtud de la prudencia204; por eso puede definirse como «la virtud de la función imperativa de la razón práctica que determina directamente la acción»205.

Los actos contrarios al imperio o mandato son: la negligencia, en cuanto supone falta de solicitud en imperar eficazmente lo que debe hacerse; y la inconstancia, que consiste en abandonar por motivos insignificantes el propósito dictado por la prudencia206.

3.2. Centralidad de la prudencia para la comprensión y desarrollo de la vida moral

El concepto clásico de prudencia se ha ido desvirtuando progresivamente. Según una mentalidad muy extendida, se considera prudente a la persona que no se compromete, que no arriesga nunca su propia seguridad, que opta más por lo útil que por lo honrado, que sabe mantener un “sabio” equilibrio para ser considerada “persona sensata”. La decisión de entregar la vida al servicio de Dios y a los demás, la generosidad del matrimonio que quiere formar una familia numerosa, el compromiso de los esposos de ser fieles durante toda la vida, la valentía de defender la verdad aun a riesgo de perder beneficios materiales, etc., no rara vez se consideran conductas imprudentes e irresponsables.

Para esta mentalidad, la santidad, la decisión de seguir a Cristo, no es compatible con la prudencia. «La teoría clásico-cristiana de la vida sostiene, por el contrario, que sólo es prudente el hombre que al mismo tiempo sea bueno; la prudencia forma parte de la definición del bien. No hay justicia ni fortaleza que puedan considerarse opuestas a la virtud de la prudencia; todo aquel que sea injusto es de antemano y a la par imprudente»207.

La importancia de la prudencia en la vida moral puede resumirse diciendo que esta virtud es condición imprescindible de toda conducta moralmente buena. No puede haber vida virtuosa sin prudencia: para que el querer y el obrar sean buenos deben ser conformes a la verdad, y es la prudencia la que enlaza rectamente la verdad con lo que se debe hacer en la acción concreta.

203 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, In Ethicorum, l. VI, lec. 9, n. 9. Eubulia, synesis y gnome son las virtudes anejas o partes potenciales de la prudencia.204 Cf. S.Th., II–II, q. 47, a. 8. 205 M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, o.c., 241. Cf. A. RODRÍGUEZ LUÑO, La scelta etica. Il raporto fra libertà & virtù, o.c., 83ss.206 Cf. S.Th., II–II, q. 53, a. 5.207 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 36.

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Actuar moralmente bien no consiste en cumplir materialmente unos preceptos como si viniesen impuestos desde el exterior a la voluntad (voluntarismo), ni en actuar únicamente con buena intención (subjetivismo), sino que exige valorar cada situación con la razón perfeccionada por el conocimiento de la verdad (la verdad sobre el bien, conocida a partir de la sindéresis; la verdad sobre Dios, el hombre y el mundo, proporcionada por la sabiduría; la verdad sobre las circunstancias concretas, propias y ajenas, relacionadas con la acción) y decidirse personalmente a actuar de acuerdo con la verdad. La persona prudente es la que está habilitada para actuar así.

De ahí que la prudencia pueda llamarse genitrix virtutum, madre y causa de las demás virtudes: sólo la persona que actúa de acuerdo con la verdad puede ser justa, fuerte y templada. Esta primacía de la prudencia –afirma J. Pieper- «refleja, mejor quizá que ningún otro postulado ético, la armazón interna de la metafísica cristiano-occidental, globalmente considerada; a saber; que el ser es antes que la verdad y la verdad antes que el bien»208.

Pero para poder conocer la verdad y someterse a ella, para ver las cosas como son y aceptar y reconocer su verdad, es necesaria la buena disposición de la voluntad, es decir, las virtudes morales.

a) La prudencia engendra las virtudes morales

El papel de la prudencia no consiste en señalar a las demás virtudes el fin que deben perseguir. Este papel corresponde a la sindéresis, que dirige también a la misma prudencia a un fin bueno. Lo propio de la prudencia es indicar y mandar poner por obra los medios verdaderamente buenos para alcanzar el fin209. Gracias a la prudencia, la persona que quiere ser justa, valiente o templada, elige y realiza la acción buena que en las circunstancias concretas en las que se encuentra es la mejor para conseguir ese fin. De esta manera, la razón va plasmando su orden en la voluntad y los afectos, es decir, hace nacer en ellos las virtudes morales.

b) Las virtudes morales hacen prudente a la razón

Sin la prudencia, el hombre no puede actuar moralmente bien, no puede tener virtudes morales. Pero también es verdad que sin éstas no puede ser prudente210. Como se ha estudiado en el capítulo XII, las virtudes morales proporcionan a la persona la connaturalidad con el bien, gracias a la cual la razón se hace prudente, es decir, capaz de un conocimiento concreto, directo y práctico, que le permite juzgar rectamente, de modo sencillo y con certeza, sobre la acción que se debe realizar en cada momento211.

La influencia de la voluntad y de los afectos sensibles sobre la razón es decisiva para que ésta juzgue acertadamente sobre los medios. Si la voluntad y los afectos

208 Ibidem, 34.209 Cf. S.Th., II-II, q. 47, a. 6.210 Aparece así un dilema aparentemente insoluble. Aunque exponer la solución exigiría otras explicaciones, es suficiente decir que el dilema desaparece cuando se considera el proceso de la adquisición de las virtudes a través de la educación. 211 Cf. S.Th., I-II, q. 58, a. 5c; I-II, q. 57, a. 4.

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están bien dispuestos por las virtudes morales, la razón puede conocer mejor la verdad sobre el bien; y si están desordenados por los vicios, la razón se oscurece o se ciega.

Además, las virtudes morales son necesarias también para poner en práctica la acción que se ha elegido, porque para ello es necesario no dejarse frenar por la cobardía, por la pereza, por ningún lazo que tienda, en último término, el egoísmo o la soberbia.

En la interacción que se da entre prudencia y virtudes morales o entre razón y apetito, el papel principal corresponde a la razón: es ella la que señala a las facultades apetitivas la verdad sobre los fines buenos (sindéresis) y los medios excelentes para conseguirlos (prudencia). Es la razón la que conoce la verdad sobre el bien.

3.3. Prudencia y conciencia moral

Para evitar confusiones y ambigüedades respecto a las relaciones entre la conciencia y la virtud de la prudencia, es necesario distinguir entre el juicio de la conciencia y el juicio de la prudencia.

—El juicio de la conciencia es un juicio sobre la licitud moral del acto singular. Es el resultado de aplicar la ciencia moral, las normas, al obrar concreto para juzgar si tal obrar es bueno o malo, si se debe hacer o evitar. Se caracteriza por mantenerse en el plano del conocimiento, es decir, en la estricta comparación entre la norma y el acto singular. Asegura la licitud moral de la acción.

—El juicio de la prudencia es un juicio sobre la oportunidad y conveniencia del acto singular. Asegura la rectitud moral de la puesta en práctica de ese acto (en todos sus pormenores prácticos), teniendo en cuenta la multitud de intereses y circunstancias que en él intervienen, y dirige su realización212.

Cuando se realiza una acción mala, lo que falla no es necesariamente la conciencia, sino la prudencia. En efecto, puede suceder que una persona, dejándose llevar por una pasión, realice una elección opuesta al juicio de la conciencia. En ese caso, se equivoca en la elección (falla el juicio de la prudencia), pero no en el juicio de conciencia, puesto que actúa precisamente contra este juicio213.

4. La fe, el conocimiento de Dios como bien del hombre

Con su razón, siguiendo su inclinación natural a la búsqueda de la verdad, el hombre conoce las verdades morales fundamentales y puede llegar también a conocer a Dios como Creador. Pero ese Dios Creador se ha revelado al hombre y le ha dado a conocer su plan de salvación. El hombre acoge este mensaje gracias a la virtud teologal de la fe.

En este apartado se estudia, directamente, la fe como virtud subjetiva y sobrenatural, es decir, la fides qua creditur, y sólo indirectamente la fe objetiva, el objeto de la virtud teologal, el depósito de la fe, es decir, la fides quae creditur.

212 Cfr Ph. DELHAYE, La conciencia moral del cristiano, Herder, Barcelona 1969, 197-254.213 Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 17, a. 1, ad 4.

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Además se reflexiona sobre la fe como virtud ya constituida en un sujeto cristiano, en una persona que es una criatura nueva por la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones; por tanto, no se contempla cómo brota el acto de fe, ni los preambula fidei, ni el acto de fe en sí mismo214.

Interesa también aquí la articulación de la fe con otras virtudes intelectuales y con la esperanza, la caridad y los dones.

4.1. La naturaleza de la fe

Dos definiciones, una del Concilio Vaticano I y otra del Vaticano II, proporcionan, desde perspectivas complementarias, una noción básica de la naturaleza de esta virtud:

—La fe «es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos. Es, en efecto, la fe, en testimonio del Apóstol, “sustancia de las cosas que se esperan, argumento de lo que no aparece”»215.

—«Cuando Dios revela, el hombre tiene que prestarle la obediencia de la fe (cf. Rm 16,26; comp. con Rm 1,5; 2 Co 10, 5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad”, asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones»216.

Al considerar la fe, hay que tener en cuenta, en primer lugar, la iniciativa divina de revelarse al hombre, y, en segundo lugar, la acogida del mensaje divino por parte del hombre.

a) La iniciativa de Dios

Dios se revela a lo largo de la Historia de la Salvación y, de modo definitivo, en Jesucristo. En la fe hay un elemento objetivo: el mensaje de Dios (fides quae creditur). «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina. En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía»217.

214 Para estos y otros temas que aquí no se contemplan por motivos de brevedad, remitimos a la Teología Fundamental, a la Teología Dogmática y a la Moral Teologal.215 CONCILIO VATICANO I, Const. Dei Filius, c. 3.216 CONCILIO VATICANO II, Const. Dei Verbum, n. 5.217 DV, n. 2.

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Dios se revela a Sí mismo al hombre; revela su plan de salvación; invita al hombre a ser, por Cristo y con el Espíritu Santo, partícipe de la naturaleza divina, hijo de Dios. Al mismo tiempo, le da al hombre la gracia de la fe para que crea. Esta revelación y ofrecimiento de su amistad se realiza en Cristo. Dios «envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios»218.

b) La respuesta del hombre

La respuesta del hombre es la “obediencia de la fe”, por la que acoge el mensaje divino. Es el elemento subjetivo: fides qua creditur.

La obligatoriedad de la fe procede del designio divino sobre el hombre como su Creador y Señor. El magisterio de la Iglesia haciendo referencia a la “obediencia de la fe” de Rm 16, 26, dice: «Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y de voluntad»219.

Pero esta obediencia es una respuesta al proyecto salvífico de Dios, a su invitación de convertir al hombre en hijo suyo: es pues una respuesta filial, un identificarse con la cabeza y el corazón de un Dios que es Padre, lo cual es propio de un hijo.

Es, además, una respuesta en la Iglesia. Como Jesucristo, después de su Ascensión, no está “físicamente” entre los hombres, el encuentro con Él se lleva a cabo mediante la Iglesia, la cual es “sacramento” de Jesucristo, esto es, signo eficaz de la presencia de Cristo en el mundo. «“Creer” es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la madre de todos los creyentes. “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre” (S. Cipriano de Cartago)»220.

En la acogida del mensaje por parte del hombre, cabe destacar tres dimensiones:

—La fe es asentir voluntariamente, confesar, creer que es verdad, afirmar como verdadero lo que Dios ha revelado. Se trata de una adhesión intelectual al depósito revelado.

Como Dios se ha revelado en Cristo, la fe es asentir voluntariamente a la revelación hecha en Cristo. «Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, “su Hijo amado”, en quien ha puesto toda su complacencia. Dios nos ha dicho que les escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: “Creed en Dios, creed también en mí” (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: “A Dios nadie le ha visto jamás:

218 DV, n. 4.219 CONCILIO VATICANO I, Cons. Dei Filius. Véase también DV, n. 5: «Cuando Dios revela hay que prestarle “la obediencia de la fe”, por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asistiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él». 220 CEC, n. 181.

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el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Porque “ha visto al Padre” (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar»221.

—Por la fe, la persona se adhiere incondicional y enteramente a Dios, entregándole «el homenaje del entendimiento y de la voluntad»222. Es una respuesta de toda la persona no sólo a la doctrina sino también a la Persona de Cristo. Por la obediencia de la fe, toda la persona libremente se abandona en Dios y confía plenamente en Él. La fe introduce al hombre en una relación profundamente personal con Dios; comporta, por tanto, por parte del hombre, relacionarse personal y amorosamente con Cristo: diálogo y amistad.

Al doble aspecto que presenta la fe en Cristo (creer en su Persona y creer en su doctrina), corresponde una doble faceta en relación con la fe en la Iglesia: creer en ella como continuadora de la obra de Cristo y creer en las enseñanzas de su Magisterio.

—La virtud de la fe implica vivir de fe, de acuerdo con la fe. En el cristiano no sólo hay un nuevo conocimiento, una nueva luz, una nueva visión; no sólo afirma y confiesa la verdad revelada (fidelidad intelectual); hay además una vida nueva, sobrenatural, la vida de Cristo, que está llamada a desarrollarse en una amistad personal con la Trinidad, en el seguimiento e identificación con Cristo: vivir como hijos del Padre, como otros Cristos, en el Espíritu Santo.

4.2. La fe es una virtud sobrenatural y humana

a) Es virtud sobrenatural

Sobrenatural quiere decir que es participación del conocimiento divino, y que es un don de Dios, que es gratuita. Por eso «cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido “de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. “Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad” (Const. dogm. Dei Verbum, 5)»223.

«La respuesta humana a la auto-revelación de Dios, y en particular a su definitiva auto-revelación en Jesucristo, se forma interiormente bajo la potencia luminosa de Dios mismo que actúa en lo profundo de las facultades espirituales del hombre, y, de algún modo, en todo el conjunto de sus energías y disposiciones. Esa fuerza divina se llama gracia, en particular: la gracia de la fe»224.

Para conocer bien a una persona, es necesario tener una cierta connaturalidad con ella. De modo semejante, para descubrir que Jesucristo es Dios se necesita tener una cierta connaturalidad con Él, lo cual exige tener connaturalidad con Dios, y Dios nos la da mediante la gracia, que es una realidad creada que nos hace

221 CEC, n. 151.222 DV, n. 5.223 CEC, n. 153.224 JUAN PABLO II, Audiencia, 10.V.85, 2.

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participar de la naturaleza divina (divinae consortes naturae), en la intimidad misma de Dios Trino.

La fe sobrenatural es una participación en el autoconocimiento que Dios tiene de Sí mismo, y tiene como finalidad el que el hombre llegue a ser amigo de Dios. La fe es participación en la vida íntima de Dios, y esto sólo es posible si Dios se abre al hombre y lo capacita para participar en esa vida.

El hombre que ha recibido el don gratuito e inestimable de la fe, debe ser consciente de que puede perderlo. Para vivir, crecer y perseverar en la fe, debe alimentarla con la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia, pedirle al Señor que la aumente y ponerla en práctica por la caridad225.

b) La fe es auténticamente humana

Lo sobrenatural es superior a lo natural, pero supone lo natural, lo humano. La virtud de la fe es humana porque requiere la colaboración permanente de una decisión libre de la persona. Como toda virtud, necesita la iniciativa de la voluntad. Es la persona como totalidad, con su inteligencia, voluntad y afectos, la que responde al don de Dios.

Es humana en cuanto es razonable y libre, condiciones necesarias para que, cualquier fe, también la teologal, sea digna del hombre.

—La fe es razonable. En las obras y palabras de Jesucristo se manifiesta suficientemente su Persona: da los signos necesarios para llegar al convencimiento de que es el Hijo de Dios. Los milagros de Cristo y de los santos, las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad, son motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu226.

Aunque Jesucristo se da a conocer suficientemente, el hombre no sería capaz de reconocerlo como Hijo de Dios sin la ayuda de la gracia, ya que se presenta como un hombre, uno de los hombres, y a la vez como alguien que es más que un hombre. Sólo con la ayuda de la gracia se puede saber con certeza que es el Hijo de Dios. «En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: “Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia”»227.

Por tanto, «el motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos “a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos”»228.

—La fe es libre. La decisión de creer —también con fe teologal— es siempre un acto racional y libre, fruto de una decisión personal de amor y entrega a una persona. Jesucristo no se impone, invita: existe una obligación de conciencia de aceptar, pero la fe nunca se puede imponer coactivamente.

225 Cf. CEC, n. 162.226 Cf. CEC, n. 156.227 CEC, n. 155.228 CEC, n. 156.

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«Uno de los más importantes capítulos de la doctrina católica, contenido en la Palabra de Dios y predicado constantemente por los Padres, es que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; por lo tanto, nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado por Jesucristo a recibir la adopción de hijo, no puede adherirse a Dios, que se revela a Sí mismo, a no ser que, atrayéndolo el Padre hacia El, entregue a Dios el don racional y libre de la fe»229.

Sólo se puede creer si se quiere creer. Puede haber argumentos convincentes para creer a alguien, pero ningún argumento puede forzar a la persona a creer. La verdad revelada no fuerza al creyente a aceptarla. Entre otras cosas porque la fe es “de lo que no se ve”. Lo que mueve al que cree es la intuición de que es bueno aceptar algo como verdadero y real en virtud de las manifestaciones de otro. Lo bueno no responde al conocer, sino al querer. Por tanto, la respuesta y el asentimiento de la voluntad tienen la primacía en el conocimiento de la fe230.

4.3. La fe como virtud intelectual

a) Dimensión cognoscitiva de la fe

La fe es una virtud intelectual cuyo sujeto es el entendimiento especulativo o teórico.

La fe proporciona un conocimiento verdadero sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo, que junto a verdades que la razón puede llegar a conocer, incluye también otras que la superan, pues son propias del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y del mundo que ha creado:

—Por la fe se conoce a Dios. La fe alcanza la realidad invisible de Dios (cf. Hb 11,1), la presencia de Dios y su acción, es decir, su gloria (cf. Jn 2,11; 2 Co 4,6). El objeto de la fe es Dios mismo.

—Por la fe se conoce también al hombre. Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»231. La vocación cristiana «enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía»232.

—Por la fe se conoce el sentido del mundo, de la creación, de las realidades terrenas.

«La fe es la respuesta particular del hombre a la Palabra de Dios que se revela a Sí mismo hasta la revelación definitiva en Jesucristo. Esta respuesta tiene, sin

229 DH, n. 10.230 Véanse al respecto las interesantes reflexiones de J. PIEPER en Las virtudes fundamentales, o.c., 317-323.231 GS, n. 22.232 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 45.

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duda, un carácter cognoscitivo; efectivamente, da al hombre la posibilidad de acoger este conocimiento (auto-conocimiento) que Dios comparte con él. La aceptación de este conocimiento de Dios, que en la vida presente es siempre parcial, provisional e imperfecto, da, sin embargo, al hombre la posibilidad de participar desde ahora en la verdad definitiva y total, que un día le será plenamente revelada en la visión inmediata de Dios. Abandonándose totalmente a Dios, en respuesta a su auto–Revelación, el hombre participa en esta verdad. De tal participación toma origen una nueva vida sobrenatural, a la que Jesús llama “vida eterna” (Jn 17,3) y que, con la Carta a los Hebreos, puede definirse “vida mediante la fe”: “mi justo vivirá de la fe” (Hb 10,38)»233. Es un conocimiento que salva y lleva a la vida eterna: «Esto es la vida eterna, que te conozcan a Ti único Dios verdadero» (Jn 17,3).

La fe es luz, ilumina el entendimiento para que perciba la realidad e intimidad de las cosas divinas, ilumina los ojos del corazón (cf. Ef 1, 18). El acto de fe apunta a la realidad testificada por Cristo. «El creyente se convierte en cierto sentido en partícipe de esta realidad; la toca, se le torna presente y actual en la medida en que se identifica por amor con el testigo, con cuyos ojos y desde cuyo punto de vista puede captarla»234. En este sentido se habla de la fe como luz por la que se ve lo que se cree. «La luz de la fe (lumen fidei) hace ver las cosas que se creen»235.

El conocimiento que proporciona la fe no es meramente teórico, sino de un conocimiento que brota del amor y engendra el amor, el afecto, que es fruto de vivir con esa realidad conocida, es decir, con Cristo. Es un conocimiento que engendra connaturalidad con Cristo.

Es importante destacar la dimensión cognoscitiva de la fe frente a algunas tendencias que la reducen a un sentimiento, sin contenido de verdad. Creer es conocer la verdad: Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4); es obrar según la verdad (cf. Jn 3,21); es creer en la verdad (cf. 2 Ts 2,11). Cristo vino a dar testimonio de la verdad: «Yo para esto he nacido y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18,37); Él es la Verdad (cf. Jn 16,6); su Evangelio es Palabra de verdad (cf. Ef 1,13); quienes lo anuncian son predicadores de la verdad (cf. 2 Tm 2,16; 2 Co 6,7).

El conocimiento de fe está teñido de oscuridad: «Ahora vemos como en un espejo, en forma enigmática» (1 Co 13,12). Pero esta oscuridad es sólo relativa, porque es conocimiento cierto de una verdad que orienta e ilumina la existencia humana y la visión del mundo; conocimiento que se funda en la autoridad de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.

«Ahora, sin embargo, “caminamos en la fe y no (…) en la visión” (2 Co 5,7), y conocemos a Dios “como en un espejo, de una manera confusa (…), imperfecta” 233 JUAN PABLO II, Audiencia, 10.V.85, 1. 234 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 335.235 S.Th., II-II, q. 1, a. 4, ad 3. Esta luz de la fe no muestra la evidencia del misterio, sino que, por una especie de conocimiento connatural, hace que la mente del creyente se incline a prestar asentimiento a lo que concierne a la fe recta y no a otras cosas (cf. ibidem).

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(1 Co 13,12). Luminosa por Aquél en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte, parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación»236.

b) La sabiduría sobrenatural

La fe es el principio de la auténtica sabiduría. El conocimiento de la verdad revelada por Dios proporciona al hombre la sabiduría sobrenatural, la sabiduría de la fe, que supera la capacidad de su razón, pero se asienta sobre ella. Es una incoación de la visión de Dios y, precisamente por ello, guía al hombre en su camino terreno: es una luz que le enseña a pensar y actuar en todo momento como hijo de Dios. Por la fe, el hombre adquiere no sólo nuevos conocimientos, sino también un nuevo modo de pensar y actuar, propio de los hijos de Dios.

Mediante la fe, el cristiano va adquiriendo el modo de “pensar” de Dios, la «mente de Cristo» (1 Co 2, 16), los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Flp 2, 5). Ve las personas, las cosas, la historia, los acontecimientos, desde una perspectiva nueva: sub specie aeternitatis. «La actitud del hombre de fe es mirar la vida, con todas sus dimensiones, desde una perspectiva nueva: la que nos da Dios»237.

La fe ilumina el sentido de toda la vida del hombre y especialmente de aquellas circunstancias y situaciones que resultan incomprensibles para la razón, como el dolor y la muerte: «Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma. Cristo resucitó, destruyendo la muerte con su muerte, y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: “Abba!, ¡Padre!”»238.

De ahí que la fe sea fuente de alegría. El gozo específico del cristiano no se debe a «la sandez de cerrar los ojos a la realidad»239, sino al convencimiento de que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio» (Rm 8, 28); de este modo, el optimismo es «necesaria consecuencia» de la fe240.

c) La sabiduría teológica

Por ser imperfecta «“la fe trata de comprender”: es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre “los ojos del corazón” (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, “para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu

236 CEC, n. 164237 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 46.238 GS, n. 22.239 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 2001, 72ª, n. 40.240 Ibidem, n. 378.

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Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones”. Así, según el adagio de san Agustín “cree para comprender y comprende para creer”»241.

Fides quaerens intellectum: la búsqueda de la inteligencia de la fe no es otra cosa que la Teología.

«El afán por adquirir esta ciencia teológica —la buena y firme doctrina cristiana— está movido, en primer término, por el deseo de conocer y amar a Dios. A la vez, es también consecuencia de la preocupación general del alma fiel por alcanzar la más profunda significación de este mundo, que es hechura del Creador»242.

4.4. Fe y vida

La fe es principio, inicio, de una vida nueva, la vida sobrenatural, la vida de los hijos de Dios. Es una vida de amistad con las tres Personas divinas.

a) La fe, fuente de la vida moral

«Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. S. Pablo habla de la “obediencia de la fe” como de la primera obligación. Hace ver en el “desconocimiento de Dios” el principio y la explicación de todas las desviaciones morales. Nuestro deber para con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él»243.

La vida moral cristiana, que es vida sobrenatural, tiene su fuente en la fe. Los actos de las demás virtudes teologales necesitan, como una realidad previa, el acto de fe, del mismo modo que todo acto de la voluntad necesita de un acto previo del entendimiento. Los actos de esperanza y caridad son fruto de un acto de conocimiento: no se puede desear ni amar lo que no se conoce. El acto de fe es por tanto “inicio” y, a la vez, fundamento de la vida sobrenatural, que se realiza mediante el obrar propio de los hijos de Dios.

b) La fe, una verdad que se ha de hacer vida

«La fe requiere una vida que esté de acuerdo con la verdad reconocida y profesada. Según san Pablo, esa fe “actúa por la caridad”. Santo Tomás, refiriéndose a este texto de san Pablo, explica que “la caridad es la forma de la fe”, o sea, el principio vital, animador, vivificante. De él depende que la fe sea una virtud y que dure en una adhesión creciente a Dios y en las aplicaciones al comportamiento y a las relaciones humanas, bajo la guía del Espíritu»244.

En la encíclica Veritatis splendor se afirma que la separación radical entre libertad y verdad, característica de nuestro tiempo, es consecuencia, manifestación y realización de otra dicotomía más grave y nociva: la que se produce entre fe y moral. «Este separación constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de la Iglesia en el presente proceso de secularismo»245.

«Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y

241 CEC, 158242 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 10243 CEC, n. 2087.244 JUAN PABLO II, Audiencia, 8-V-1991.245 VS, n. 88.

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ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia, es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Ga 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos»246.

El peligro de una fe sin obras es denunciado ya en la carta de Santiago: «La fe sin obras está muerta» (St 2,26). Las verdades de fe tienen consecuencias prácticas, que se pueden resumir en vivir la identificación con Cristo: «Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él» (1 Jn 2,6).

No hay que olvidar además que la fe tiene también un contenido moral concreto: «La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida; comporta y perfecciona la acogida y la observancia de los mandamientos divinos»247. Algunas corrientes teológicas, a partir de una concepción antropológica dualista, reducen la fe al ámbito de la intencionalidad, y niegan que determine el actuar concreto de la persona. Se volverá sobre esto al hablar de la prudencia cristiana.

En la vida cristiana debe haber unidad entre fe y vida, pensamiento y acción. La falta de unidad puede llevar o bien al espiritualismo, que reduce la vida cristiana al culto, mientras desprecia las realidades terrenas; o bien al naturalismo, que olvida la unión con Dios y se vuelca en la actividad humana.

Una consecuencia de vivir coherentemente la fe es confesarla con las obras y con las palabras, comunicarla: «A través de la vida moral la fe llega a ser “confesión”, no solo ante Dios, sino también ante los hombres: se convierte en testimonio»248.

«El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia”. El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos”»249.

La confesión de fe es el primer paso para que los cristianos —y la Iglesia— hagan presente a Cristo en el mundo.

El modo habitual de esta confesión es vivir y comportarse siempre y en cualquier circunstancia, con plena naturalidad, de acuerdo a la fe que se profesa. En algunas ocasiones, es necesaria también una confesión pública y explícita de la fe. 246 VS, n. 88.247 VS, n. 89.248 VS, n. 89.249 CEC, n. 1816.

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4.5. La fe y los dones del Espíritu Santo

La fe es perfeccionada por los dones intelectuales de entendimiento, ciencia y sabiduría.

La actividad de los dones intelectuales no depende de la capacidad intelectual de la persona, sino de sus disposiciones interiores, especialmente del grado de su caridad y, por tanto, de su connaturalidad con Dios250.

a) El don de entendimiento

Por el don de entendimiento, el cristiano llega a una mayor profundización en las verdades reveladas, y puede descubrir luces nuevas en la fe251.

Lo propio del don de entendimiento es que el Espíritu Santo ilumina a la persona para que pueda penetrar profundamente los misterios de Dios, a los que se ha adherido por la fe. Una cosa es creer, por ejemplo, que se es hijo de Dios, y otra muy distinta es “darse cuenta”, “descubrir”, “entender a fondo” qué es y qué implica ser hijo de Dios.

Este segundo modo de entender lleva a la acción. Las verdades vislumbradas por el don de entendimiento aparecen como principios y móviles de la conducta. «Fascinado por lo espléndido de su destino y por su título de hijo de Dios, el hombre, inspirado por el Espíritu del Padre y del Hijo, organiza su propia vida en función de esta vocación sublime. La inteligencia de los misterios le revela el sentido y el valor de eternidad del más pequeño acto humano. La fe lo transfigura todo y nuestras acciones más banales participan de la misma alteza divina»252.

Gracias al don de entendimiento, el cristiano considera las realidades eternas como regla de los actos humanos253. Esta afirmación de Santo Tomás ayuda a comprender la especificidad o identidad de la moral cristiana. La regla de los actos humanos, explica el Angélico, es la razón humana y la ley eterna. Pero la razón no es suficiente para regular los actos humanos según la ley eterna. Necesita para ello la luz sobrenatural de este don del Espíritu Santo254.

«Mediante este don, el Espíritu Santo, que “escruta las profundidades de Dios” (1 Co 2, 10), comunica al creyente una chispa de esa capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios (…). Esta inteligencia sobrenatural se da no solo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores, que (…), gracias a la “unción” del Espíritu (1 Jn 2, 20.27), poseen un especial “sentido de fe” (sensus fidei) que les guía en las opciones concretas (…). Se descubre la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro: “¡signos de los tiempos, signos de Dios!”»255.

250 Cf. M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 185-186.251 Cf. S.Th., II-II, q. 8.252 M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 185.253 Cf. S.Th., II-II, q. 8, a. 3, ad 2.254 Cf. ibidem, ad 3.255 JUAN PABLO II, Regina Coeli, 16-IV-1989.

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b) El don de ciencia

Por el don de ciencia, el cristiano puede captar con más perfección la relación que hay entre las realidades humanas y los planes de Dios; advierte de modo inmediato el sentido último que tienen los acontecimientos y las cosas del mundo; y mira las obras de Dios con la mirada de quien es su hijo.

El sentido fundamental del don de ciencia consiste en que «a través del mundo de la naturaleza, del de la gracia y del de la gloria, y sobre todo a través del orden hipostático, el Espíritu de ciencia nos hace percibir y contemplar la infinita sabiduría, la omnipotencia, la bondad, la naturaleza íntima de Dios»256. Su sentido es primordialmente contemplativo; secundariamente, dirige la acción.

El cristiano, gracias al don de ciencia, contempla el mundo con una mirada nueva que sabe captar en cada criatura la omnipotencia, la belleza, la verdad y la bondad de Dios. El que se sabe hijo de Dios, ante la creación se siente en la casa de su Padre y de sus hermanos. Todos los bienes que Dios ha creado son para él, y él es para Cristo. No es un extraño ante las riquezas creadas, ni las trata como si fueran ajenas a él. Dios le ha concedido el dominio sobre ellas y lo ha nombrado su colaborador en la creación; en consecuencia, respetando el ser y el fin de las cosas, las emplea para servir a Dios y a los demás. El don de ciencia concede a la persona una visión nueva que le permite descubrir el sentido y el lugar de cada ser, de los animales, de las plantas y especialmente de los demás hombres.

Gracias al don de ciencia, «se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador (…), el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cf. S.Th., II-II, q. 9, a. 4). Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado (…) y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias (…). El hombre iluminado por el don de la ciencia descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir cuando, al pecar, hace de ellas mal uso»257.

c) El don de sabiduría

Se ha tratado ya de la sabiduría humana, que descubre en Dios la Causa Primera y la Verdad explicativa de todo, y lo ordena todo a la luz de esa Causa; y de la sabiduría teológica, científica, discursiva.

El sentido primordial del don de sabiduría es la contemplación amorosa de Dios. Hace que al hombre le resulte connatural querer todo y sólo lo que lleva a Dios, le da la inclinación amorosa a seguir las exigencias del amor divino, y por ello juzga con verdad sobre las diversas situaciones y realidades, bajo el aspecto divino y eterno, “sub specie aeternitatis”, con la luz del Espíritu Santo. Es la sabiduría que «Dios revela a los pequeños» (Mt 11, 25).

Gracias al don de sabiduría, el cristiano ve todas las cosas con los ojos de Dios, también el dolor y el sufrimiento: no los considera una desgracia, sino una

256 M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 200.257 JUAN PABLO II, Regina Coeli, 23-IV-1989.

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manifestación del amor de su Padre, que le permite purificarse y participar en la redención, uniéndose a la Cruz de Cristo. San Pablo opone la falsa sabiduría de este mundo, que es “locura a los ojos de Dios”, al escándalo de la Cruz, que es la verdadera sabiduría divina: «Porque el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé la prudencia de los prudentes» (1 Co 1, 18-19). Cristo crucificado es escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, pero para los llamados, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (cf. 1 Co 1, 22-24).

El don de sabiduría «es luz recibida de lo alto: una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo que es propio de Dios (…); un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual, el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. Santo Tomás habla precisamente de “un cierto sabor de Dios” (S.Th., II-II, q. 45, a. 2, ad 1), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive. Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades de este mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios»258.

4.6. La razón iluminada por la fe y los dones: la prudencia cristiana

Después de estudiar las virtudes intelectuales, la virtud de la fe y los dones que la perfeccionan, es preciso ver cómo, a partir de ese organismo natural y sobrenatural de las virtudes, el cristiano juzga de un modo nuevo sobre las acciones singulares que debe realizar a lo largo de su vida.

La razón del cristiano no sólo contiene las verdades universales naturalmente conocidas, de las que parte tanto en el orden especulativo como en el práctico (entendimiento y sindéresis), sino también las verdades sobrenaturales conocidas por la luz divina, las verdades de fe259. En consecuencia, la prudencia cristiana está informada por esas verdades y perfeccionada además, de modo especial, por el don sobrenatural de consejo. La prudencia del hijo de Dios reviste, por tanto, características propias, específicas, que le permiten llevar a su plenitud la rectitud en el obrar moral.

—El cristiano sabe por la fe que el fin al que está destinado es la comunión con la Santísima Trinidad, y que el camino es el seguimiento de Cristo y la identificación con Él. Conoce también su doctrina y las enseñanzas de la Iglesia. Todo ello le proporciona una nueva concepción de la realidad, un modo característico de valorar las cosas, los acontecimientos y las personas, y unas motivaciones específicas para su conducta. Cuenta además con luz del Espíritu Santo, que ilumina su inteligencia para juzgar acertadamente qué le pide Dios en cada momento de su existencia.

258 JUAN PABLO II, Regina Coeli, 9-IV-1989.259 Cf. S.Th. I-II, q. 62, a. 3.

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—En muchos casos, el cristiano, con su prudencia iluminada por la fe, puede y debe elegir acciones que serían calificadas de imprudentes si no contase con la gracia que debe esperar de Dios. Desde el punto de vista natural, sería imprudente realizar acciones que con el único apoyo de las fuerzas humanas no tienen probabilidades de éxito. En cambio, puede ser prudente elegir esas mismas acciones cuando se espera el auxilio la gracia divina. Por ejemplo, una acción apostólica que aparentemente resulta imposible, y que la prudencia humana juzgaría insensata, la prudencia cristiana, apoyada en la esperanza, puede juzgarla como acertada y conveniente.

—La prudencia, guía de todas las virtudes morales, es guiada a su vez por la caridad. Esto quiere decir que, al deliberar sobre lo que se debe hacer, la prudencia ha de considerar, por encima de los motivos o razones humanas, una razón o motivo más elevado: el amor sobrenatural a Dios. Como afirma San Agustín, la prudencia «es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos». Este amor es el amor de Dios. Por eso, precisando más, añade que la prudencia «es el amor que sabe discernir qué es útil para ir a Dios y qué le puede alejar de Él»260.

La prudencia cristiana, mediante la fe y la esperanza, informadas por la caridad, abre al hombre a un ámbito de motivaciones sobrenaturales, determinantes de su conducta, que son nuevas respecto a las naturales. El modelo de esta nueva prudencia es Cristo.

a) Cristo, modelo de prudencia

En Cristo, la Sabiduría de Dios hecha carne, encuentra el cristiano la prudencia perfecta. Con sus obras, enseña que la prudencia dicta convertir la vida en un servicio a los demás, amigos y enemigos, por amor al Padre. Con su muerte en la Cruz, muestra que la prudencia lleva incluso a entregar la propia vida, en obediencia al Padre, por la salvación de los hombres. Esta prudencia de Cristo parece exageración e imprudencia a los ojos humanos, como se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando anuncia a sus discípulos que debe ir a Jerusalén, padecer y morir: Pedro «se puso a reprenderle diciendo: “¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso”. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tropiezo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!”» (Mt 16, 22-23).

La medida de la nueva prudencia la da un amor sin medida al Reino de Dios, valor absoluto que convierte en relativo todo lo demás: «Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33). Por el Reino vale la pena darlo todo (cf. Mt 13, 44-46), hasta la vida misma, porque según la lógica divina, el que busca su vida, la pierde; y el que la pierde, la encuentra (cf. Mt 10, 39). En consecuencia, muchas decisiones que parecen prudentes a los ojos humanos, en realidad son necias, como la del hombre que acumula riquezas pero se olvida de su alma (cf. Lc 12, 16-20), la del joven que no quiere seguir a Cristo porque tiene muchos bienes (cf. Lc 18, 18-23), o la del siervo que guarda su talento en lugar de hacerlo fructificar para el Señor (cf. Mt 25, 24-28). Son

260 Cf. S. AGUSTÍN, De moribus Eccl. cathol., I, 15.

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conductas imprudentes que tienen su raíz en la falta de libertad, en la esclavitud voluntaria a los bienes materiales, a la comodidad, al egoísmo o a la soberbia.

En la Carta a los Romanos, San Pablo distingue entre la prudencia del espíritu y la prudencia de la carne. La primera es consecuencia de la gracia y del Espíritu Santo, que ilumina la razón: «Vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8, 9). La segunda procede de las tendencias de la carne –es decir, de las inclinaciones al pecado-, que son muerte, pues «son contrarias a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así los que están en la carne, no pueden agradar a Dios» (Rm 8, 7-8). La prudencia del espíritu, fruto de la renovación de la mente, da la capacidad para poder distinguir «cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2).

El cristiano debe actuar de acuerdo con la renovación de su juicio y de su capacidad para discernir la voluntad de Dios (cf. Rm 12, 2). En este aspecto, el cristiano, renovado ontológicamente, está en una situación distinta a la del pagano y a la del judío: el primero es incapaz de comprender y realizar lo que es conforme a la voluntad de Dios (cf. Rm 1, 28-32); el segundo, aun conociéndola mediante la ley, no tiene la fuerza para cumplirla (cf. Rm 2, 17-18).

Las consecuencias para la vida moral son notables, y sólo teniendo en cuenta esta nueva prudencia se puede apreciar el contraste entre la ética cristiana y una ética simplemente humana: es el contraste entre la vida que se despliega según la lógica de la sabiduría revelada en la Cruz y la vida fundada en la sabiduría humana. Para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios ya no basta la mera sabiduría del hombre sabio; se requiere la sabiduría de Dios, que rebasa las luces de la razón humana. «La sabiduría del hombre rehúsa ver en la propia debilidad el presupuesto de su fuerza; pero San Pablo no duda en afirmar: “cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Co 12, 10). El hombre no logra comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido, para revelar y realizar su designio de salvación, precisamente lo que la razón considera “locura” y “escándalo”»261.

b) El don de consejo

La prudencia guarda una especial relación especial con el don de consejo: puede decirse que este don es su fuente, su fin y su perfección262.

El don de consejo tiene por fin dirigir los actos del hombre conforme al plan eterno con que Dios gobierna el mundo. Si el cristiano es fiel al don de consejo se identifica en cada uno de sus actos con la voluntad de Dios, regla suprema de toda santidad263. El alma es iluminada «directamente por Dios, que le inspira la elección de los medios y le va indicando, gradualmente, los caminos que le conviene seguir, hasta cuando el alma no los entiende»264.

261 FR, n. 23.262 Cf. S.Th., II–II, q. 52, a. 2.263 Cf. M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 267.264 Ibidem, 271.

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El Espíritu Santo cuenta, sin embargo, con la colaboración del hombre. Para que el don de consejo pueda desplegarse con toda su fuerza, es preciso que la inteligencia no ofrezca resistencia a su luz. Para ello, el hombre debe poner los medios de los que dispone —su razón iluminada por la fe—, para aprender las lecciones del pasado, comprender el presente, ser dócil a los consejos, prever las consecuencias de la acción, etc. Confiar en la iluminación del Espíritu Santo despreciando los medios ordinarios que Dios proporciona, está fuera de toda lógica, también de la sobrenatural.

Es preciso deliberar, pedir consejo cuando sea necesario, etc. Pero a la vez, el cristiano debe mantenerse atento y ser dócil a las luces e inspiraciones del Espíritu Santo, que es el auténtico Maestro interior. El hijo de Dios no encuentra contradicción entre las inspiraciones del Espíritu y la obediencia a las enseñanzas de la Iglesia o a los consejos de quien tiene autoridad espiritual para dirigir su alma, porque el mismo Espíritu Santo inspira esa filial sumisión a los legítimos representantes de la Iglesia: «Quien a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10,6).

El Espíritu Santo, mediante el don de consejo, «enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia, y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente, cuando se trata de opciones importantes (…). El don de consejo actúa como un soplo nuevo sobre la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma (cf. San Buenaventura, De septem donis, VII, 5). La conciencia se convierte entonces en el “ojo sano” del que habla el Evangelio (Mt 6, 22) (…). El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial, de los que manifiesta el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7)»265.

5. La virtud ordenadora del deseo de conocer la verdad: la estudiosidad

La estudiosidad o estudio es la virtud que modera y orienta según la razón el deseo de conocer266. Como toda actividad del hombre, si se quiere desarrollar bien, comienza por el conocimiento y reclama, a lo largo de su ejecución, la aplicación de la mente, la estudiosidad influye en toda la conducta267. La estudiosidad implica actos de diverso tipo: no sólo el estudio propiamente dicho, o la lectura, sino también la reflexión, el diálogo y, en general, todas aquellas acciones cuyo fin es alcanzar algún conocimiento.

Las virtudes humanas intelectuales nacen y se desarrollan por el deseo natural de conocer la verdad. La estudiosidad dirige ese deseo para que la persona lo aplique, de acuerdo con la prudencia, a los diversos campos del conocimiento,

265 JUAN PABLO II, Regina Coeli, 7-V-1989.266 Cf. S.Th., II–II, qq. 166–167. Un estudio moderno sobre el tema puede verse en A. MILLÁN- PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 161-169. Sto. Tomás utiliza, para referirse a esta virtud, la palabra latina studiositas, que puede traducirse por estudiosidad o estudio. El empleo de este segundo término no debe hacer olvidar que se trata de una virtud y no de una actividad. 267 Sto. Tomás incluye la estudiosidad entre las partes potenciales de la templanza atendiendo a su función moderadora. Sin embargo, teniendo en cuenta su directa relación con las virtudes intelectuales, se ha optado por tratarla en este lugar. Un estudio más extenso de esta virtud, puede encontrarse en A. SARMIENTO-T.TRIGO-E.MOLINA, Moral de la persona, o.c., cap. XVII.

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especialmente al que se refiere a las verdades necesarias para alcanzar su plenitud como persona, su felicidad y salvación.

La fe, aunque tiene un origen distinto al de las demás virtudes intelectuales, porque es infundida por Dios en el alma, también necesita la virtud del estudio. En efecto, el cristiano debe profundizar cada vez más en la fe y adquirir una buena formación teológica en la medida de sus posibilidades, a fin de conocer mejor a Dios (y así amarlo más) y poder enseñar a otros el camino de la salvación.

El vicio opuesto es la curiosidad. El significado más obvio de este término es querer enterarse de lo que a uno no le afecta. De modo más preciso, la curiosidad puede definirse como el exceso en el deseo de conocer268; es un modo impertinente, moralmente malo, de ejercerlo. En realidad, a la persona curiosa le importa más satisfacer su afán de conocer que la verdad en sí misma. De ahí también que descuide el conocimiento de las verdades importantes para su vida, que exigen estudio y reflexión, y oriente su conocimiento a verdades irrelevantes, para satisfacer fácilmente sus deseos de saber.

268 Cf. S.Th., II–II, q. 167, a. 1.

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V. PARA QUE EL BIEN SEA POSIBLE: FORTALEZA Y ESPERANZA

En el capítulo anterior se ha estudiado cómo adquiere la persona el conocimiento del bien humano y sobrenatural por medio de las virtudes intelectuales, la fe y los dones del Espíritu Santo. Pero realizar el bien resulta, en muchas ocasiones, una tarea ardua. Cuando se presenta ante la persona un bien difícil de conseguir, pueden despertarse en ella diversas pasiones: la esperanza, la audacia, el temor y la ira (1).

La virtud de la fortaleza (2), junto con la paciencia y la perseverancia (3), la magnanimidad y la magnificencia (4), encauza adecuadamente estas pasiones para fortalecer a la voluntad en su búsqueda y consecución del bien a pesar de las dificultades. Gracias a esas virtudes, los bienes difíciles se convierten en posibles de conseguir.

Pero el bien último al que debe aspirar la persona humana es el bien sobrenatural, es Dios mismo, y no le es posible alcanzar este Sumo Bien sólo con las virtudes humanas, necesita la virtud teologal de la esperanza sobrenatural (5), virtud que, junto a la fe y la caridad, transforma y abre un nuevo horizonte a la virtud humana de la fortaleza (6).

Necesita también un don del Espíritu Santo: el don de fortaleza, que perfecciona a la fortaleza sobrenatural (7).

Al final del capítulo, trataremos de la humildad, virtud moderadora de la esperanza y condición de todas las virtudes (8).

1. La afectividad sensible ante los bienes difíciles

El hombre tiende, en razón de su propia naturaleza, a alcanzar su bien propio: la perfección. Esta tendencia se manifiesta no sólo en la voluntad, sino también en las demás potencias: el entendimiento busca su bien, que es la verdad, y la afectividad sensible persigue los bienes conocidos por los sentidos, ya sean placenteros (apetito concupiscible) o difíciles (apetito irascible).

Cuando la inteligencia presenta un bien concreto como posible y adecuado a la perfección del hombre, surge el deseo, comenzando así el proceso del acto voluntario libre, que puede terminar en la búsqueda de ese bien o en su rechazo.

Un caso especial de este proceso es aquel en el que el bien presentado es posible pero difícil de conseguir. La respuesta de la voluntad puede ser la esperanza: anhela ese bien y está dispuesta a superar las dificultades que se presenten; o la desesperanza: abandona ese bien debido a las dificultades.

Por otra parte, la esperanza de la persona puede estar fundada o bien en sus propias fuerzas, o bien en las fuerzas de alguien que está dispuesto a dárselas. En ese caso, la esperanza incluye la confianza en esa persona y, por tanto, la fe en ella.

Cuando la esperanza está razonablemente fundada tiene carácter de ilusión: el hombre esperanzado es un hombre ilusionado. Al estar persuadido de que el bien

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que espera es posible, se esfuerza en conseguirlo. «El hombre obra diligentemente a causa de la esperanza»269. En cambio, cuando no está razonablemente fundada es una falsa ilusión, una veleidad, y quien tiene este tipo de esperanza es un iluso.

Junto a la esperanza por alcanzar un bien humano difícil pero posible, pueden aparecer otros sentimientos o pasiones, como la audacia, el temor y la ira. Ante un mal ausente pero que consideramos vencible, surge la audacia: con su impulso, la persona acomete y supera los obstáculos que se oponen a la consecución del bien; es engendrada por la esperanza, pues quien confía alcanzar algo bueno y costoso, lucha con vigor hasta alcanzarlo. Ante un mal ausente que se considera difícilmente evitable, nace el temor. La ira brota ante un mal presente y difícil de evitar. En todos los casos, se trata de pasiones que emergen ante un mal, pero sería más adecuado decir que su causa es un bien que se quiere alcanzar o que no se quiere perder.

La virtud humana que pone orden en estos sentimientos o pasiones del apetito irascible es la fortaleza o valentía.

2. La virtud de la fortaleza

El concepto de fortaleza puede tomarse en dos sentidos270: como condición necesaria de todas las virtudes, pues todas deben ser firmes y estables; o como virtud específica. En este caso significa la especial firmeza para resistir y rechazar todos los peligros graves.

El Catecismo de la Iglesia Católica la define así: «La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa»271.

El objeto de la fortaleza es superar los obstáculos que provienen de las pasiones del apetito irascible y, positivamente, ordenar dichas pasiones para que la voluntad siga los dictados de la recta razón frente a los peligros graves o grandes males corporales, llegando, si es preciso, hasta la muerte. Gracias a la fortaleza, la persona puede alcanzar el bien humano.

Es importante advertir que el fin de la fortaleza no consiste sin más en superar o vencer dificultades, sino en alcanzar el bien cueste lo que cueste. El fuerte no busca ser herido, no busca el sufrimiento, sino el bien. No es mejor el que más sufre, sino el que se adhiere con más firmeza al bien. Como explica Santo Tomás, la esencia de la virtud y del mérito radica más en lo bueno que en lo difícil272. No es más meritorio lo más difícil: el mérito está en lo más difícil cuando esto sea también lo mejor273.

269 S.Th., I-II, q. 40, a. 8c.270 Cf. S.Th., II-II, q. 123, a. 2c.271 CEC, n. 1808.272 Cf. S.Th., II-II, q.123, a.12, ad 2.273 Cf. S.Th., II-II, q. 27, a. 8, ad 3.

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«En esta virtud lo cronológicamente presente no se vive como agradable, proporcionado, armonioso o bello. Más bien se sabe que es un mal: dolor, miedo, sufrimiento, dificultad. ¿Por qué ser fuerte entonces? Por amor al bien, a causa del fin. El fin, cronológicamente no presente, es la razón de ser del resistir en el bien pese al dolor, o a la repugnancia, que provoca el mal actual»274. El valiente está dispuesto a enfrentarse al mal, a las dificultades y sufrimientos, incluso a la muerte, como consecuencia de su fidelidad a un bien al que considera como superior a cualquier bien. La única razón para soportar el mal es el amor al fin, al bien que se ama sobre todas las cosas. De ahí la necesidad de poseer una presencia esperanzada de ese fin; en caso contrario, el esfuerzo tiende a aparecer como absurdo.

La razón más profunda de la necesidad de la fortaleza es la esencial vulnerabilidad del hombre. Quien no es vulnerable no necesita ser fuerte: los ángeles y los bienaventurados, no tienen necesidad de esta virtud. Ser fuerte supone poder ser herido.

La fortaleza impide caer en la cobardía, que consiste en ceder por temor ante los peligros que se deben afrontar para hacer el bien; en la impasibilidad o indiferencia ante los peligros que según la prudencia se deben temer; y en la temeridad, es decir, en salir al encuentro del peligro sin causa justificada.

2.1. Los actos propios de la fortaleza

Ser fuerte o valiente quiere decir realizar el bien haciendo frente a las dificultades. Pero se puede hacer frente de dos modos: atacando o resistiendo. Acometer y resistir para vivir y realizar el bien son los momentos decisivos del ejercicio de la virtud de la fortaleza.

Según Santo Tomás, el acto más propio de la fortaleza es resistir275. Esto no quiere decir que resistir posea un valor más alto que atacar, ni que sea más valiente el que resiste que el que ataca, sino que la situación en la que se muestra la verdadera esencia de la fortaleza es aquella en la que la única posibilidad que le queda a la persona es resistir.

Resistencia no equivale a pasividad. Por el contrario, resistir implica un enérgico acto del alma que consiste en adherirse fuertemente al bien, que es la causa de que el fuerte no ceda ante el peligro de ser herido o muerto276.

La fortaleza puede hacer uso de la ira en el acto de atacar, porque es propio de la ira revolverse contra lo que nos causa tristeza; pero no se trata de cualquier ira, sino de la controlada y rectificada por la razón277.

274 J. ARANGUREN, Resistir en el bien. Razones de la virtud de la fortaleza en Santo Tomás de Aquino, EUNSA, Pamplona 2000, 72.275 Cf. S.Th., II-II, q. 123, a. 6c.

276 Cf. Ibidem, ad 2.277 Cf. Ibidem, a. 10.

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2.2. Fortaleza y conciencia de la propia debilidad

La fortaleza sólo es virtud cuando se apoya en el conocimiento objetivo de las propias fuerzas y, en consecuencia, pide y confía en la fortaleza de los demás y en la ayuda de Dios.

El poder del hombre para realizar el bien moral se encuentra con las limitaciones propias de la naturaleza y con las heridas del pecado original y de los pecados personales. Por eso, la excesiva confianza en las propias fuerzas termina en la derrota.

En consecuencia, la fortaleza se fundamenta en la virtud de la humildad (que es fruto del conocimiento propio, y permite dejarse ayudar por la fortaleza de los demás), y en la virtud de la religión, por la que el hombre pide a Dios la ayuda que necesita para hacer su voluntad.

2.3. Fortaleza, prudencia y justicia

En sí misma, la fortaleza es una virtud insuficiente. Para que alguien esté dispuesto a sufrir por y para alcanzar el bien, primero tiene que saber cuál es el bien. De ahí que la prudencia sea condición de la fortaleza. Así, no es valiente el que se expone alocadamente a toda clase de peligros, pues estaría valorando cualquier cosa como mejor que su integridad personal. La fortaleza supone una valoración prudente de lo que se arriesga y de lo que se intenta proteger o conseguir. Al mismo tiempo, una fortaleza que no estuviese al servicio de la justicia también sería falsa, pues en realidad estaría al servicio del mal. Por eso afirma Santo Tomás que «el hombre no pone su vida en peligro más que cuando se trata de la salvación de la justicia. De ahí que la dignidad de la fortaleza sea una dignidad que depende de la anterior virtud»278.

2.4. Virtudes relacionadas con la fortaleza

Como la fortaleza tiene una materia propia muy determinada –los peligros de muerte-, no tiene partes subjetivas, pues no se divide en virtudes específicamente distintas. En cambio, sí se pueden distinguir virtudes cuasi integrales y anejas279.

Como se ha dicho, en la fortaleza se dan dos actos: resistir y atacar. Para que se dé el primero se necesita:

—no dejarse abatir por la tristeza ante la dificultad de los males que amenazan, perdiendo así el valor y la grandeza de ánimo; y

—no cansarse ante la duración del mal que hay que resistir.

Cuando estas virtudes se refieren a la materia propia de la fortaleza, es decir, a los peligros de muerte, son a modo de partes integrales de la misma, que no puede darse sin ellas, mientras que si se ordenan a cualquier otra materia difícil, dan lugar a virtudes distintas de la fortaleza, aunque unidas a ella como secundarias a la principal: la paciencia y la perseverancia.

278 S.Th., II-II, q. 123, a. 12, ad 3.279 Cf. S.Th., II-II, q. 128.

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Del mismo modo, para que se dé el segundo acto de la fortaleza –atacar- se requieren dos virtudes:

—tener el ánimo preparado para el ataque, y

—no desistir en la realización de lo que se ha comenzado.

También estas dos virtudes cuando se refieren a materias de menor dificultad que los peligros de muerte, dan lugar a virtudes específicamente distintas de la fortaleza: la magnanimidad y la magnificencia.

Suelen considerarse también como virtudes relacionadas con la fortaleza, la constancia, la longanimidad y la mansedumbre. La constancia puede asimilarse a la perseverancia, y la longanimidad es en cierto modo parte de la paciencia y de la magnanimidad. La mansedumbre modera la pasión de la ira. Se opone a la iracundia, que es uno de los vicios capitales, porque impide el juicio de la razón, que es lo que aparta al hombre del mal280. Es objeto de una de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 4), y cuando el Señor exhorta a aprender de Él, señala concretamente esta virtud junto con la humildad: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas» (Mt 11, 29).

3. La paciencia y la perseverancia

Soportar los males más difíciles, los peligros de muerte, corresponde a la fortaleza. Soportar los demás es el objeto de la paciencia. De modo especial, la paciencia se ocupa de las tristezas provocadas por las adversidades. Paciente es quien soporta de una manera digna de alabanza, con buen ánimo, con alegría, los males presentes, sin sucumbir a la tristeza, particularmente poderosa para impedir el bien de la razón281. El impaciente, en cambio, pierde la paz y la alegría ante las contrariedades, se queja de su suerte y se deja dominar por la ira.

La paciencia no debe confundirse con la actitud despreocupada y apática del que no se inquieta por nada, que en ocasiones puede ser cómoda, y siempre imprudente. «La virtud de la paciencia no es incompatible con una actividad que en forma enérgica se mantiene adherida al bien, sino justa, expresa y únicamente con la tristeza y el desorden del corazón»282. Tampoco tiene nada que ver con la ataraxia del estoico, conseguida con esfuerzo, una actitud que tiene como objetivo sentirse dueño de las situaciones, tal vez por el orgullo de no querer admitir la dependencia de nada ni de nadie. El que ha conseguido no tener interés por nada tampoco tiene interés por el bien.

La paciencia es dominio de uno mismo. «Por vuestra paciencia poseeréis vuestras almas» (Lc 21, 19). «La posesión –explica Santo Tomás- llega consigo un dominio tranquilo; por eso decimos que el hombre posee su alma mediante la paciencia, en cuanto que arranca de raíz la turbación causada por las adversidades, que quitan el sosiego al alma»283.

280 Cf. S.Th., II-II, q. 158, a. 6, ad 3.281 Cf. S.Th., II-II, q. 136, a. 4, ad 2.282 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 201.283 S.Th., II-II, q. 136, a. 2, ad 2.

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La perseverancia es la virtud que permite persistir en la realización del bien hasta el final, soportando la duración en todos los actos de virtud284. La aplicación continuada a la realización de algo difícil, la duración de la acción virtuosa, la resistencia en el bien un día tras otro, el tedio producido por la repetición de las cosas cotidianas, son dificultades que la virtud de la perseverancia ayuda a afrontar. Gracias a ella, se evita la rutina, se actúa con gusto y se supera el cansancio285. La perseverancia no debe confundirse con la pertinacia o terquedad, que es el vicio de quien se obstina en no ceder y seguir adelante cuando la prudencia aconseja no hacerlo.

4. La magnanimidad y la magnificencia

La magnanimidad o grandeza de ánimo es la virtud que inclina a lo grande, a lo que es verdaderamente digno de honor, en todo género de obras buenas. La persona magnánima asume ideales grandes y honestos con esperanza y confianza286. «Parece ser la magnanimidad el adorno de todas las virtudes, pues por ella todas las virtudes cobran mayor realce, obrando ella los actos excelentes en la materia de las demás. Y con estos actos todas crecen. Añádase que la magnanimidad no cabe sin las otras virtudes; por lo cual parece añadírseles como su ornato o complemento»287.

«Esta virtud tiene su raíz en la confianza intrépida en las altas posibilidades que la naturaleza humana, “admirablemente instituida y más admirablemente restaurada” (Misal Romano) por Dios, encierra dentro de sí»288.

La grandeza de ánimo guarda una especial relación con la pasión de la esperanza, que –como se ha visto- impulsa a la consecución de bienes difíciles. Ésta, como todas las pasiones, necesita ser regulada por la razón, de modo que aspire sólo a bienes arduos verdaderos y posibles. Es preciso discernir los bienes arduos verdaderos de los falsos, y buscar los primeros según la medida de las fuerzas disponibles. Pues bien, «la magnanimidad o grandeza de ánimo coloca a la esperanza ante sus propias posibilidades, previniendo de la realización falsa y ayudando al mismo tiempo a la realización auténtica». El oficio de norma negativa de la esperanza natural lo ejerce la humildad. «De la reunión, pues, de la grandeza de ánimo y de la humildad nace la justa ordenación de la esperanza natural»289.

La verdadera grandeza del hombre consiste, sobre todo, en realizar las acciones virtuosas más perfectas, pero también en adquirir ciencia y bienes exteriores, de los cuales el más elevado es el honor. A primera vista podría parecer que buscar el honor es contrario a la virtud. Ante esta objeción, Santo Tomás afirma que «son dignos de alabanza los que desprecian los honores de modo que no hacen nada improcedente para alcanzarlos ni los aprecian demasiado. Pero sería reprobable despreciarlos tanto que no se cuidara de hacer lo que es digno de honor. De este

284 Cf. S.Th., II-II, q. 137, a. 1.285 Cf. J. ARANGUREN, Resistir en el bien, o.c., 279.286 Cf. S.Th., II-II, q. 128, a. único.287 S. TOMÁS DE AQUINO, In Ethicorum, l. IV., lect. 8, n. 749.288 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 378.289 Ibidem, 379.

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modo trata del honor la magnanimidad: procurando hacer las cosas dignas de honor, sin tenerlo en mucha estima»290.

Al buscar las cosas dignas de honor, el magnánimo no busca el honor como fin (es sólo un medio o estímulo para la virtud), ni como superior a la virtud (sólo es su recompensa). En consecuencia, no se engríe por los grandes honores que los hombres rinden a la virtud, pues considera que no son superiores a ella, ya que nunca puede ser honrada suficientemente por los hombres. Del mismo modo, no se desalienta cuando es deshonrado por los ignorantes o viciosos, incapaces de apreciar el valor de la virtud, sino que desprecia ese deshonor como injusto291.

El aparente conflicto entre magnanimidad y humildad se debe o bien a un falso concepto de grandeza o un falso concepto de humildad. La grandeza a la que aspira el magnánimo no tiene nada que ver con la presunción, que sería empeñarse en realizar algo que rebasa las propias fuerzas; con la ambición o deseo desordenado de honor; ni con la vanagloria, que es buscar la propia gloria, en lugar de la gloria de Dios. Por el contrario, el magnánimo busca la grandeza como medio para servir a los demás y a Dios.

«Los objetivos más altos que pueden solicitar el corazón del hombre son tres: el hombre, el bien de la comunidad y el honor de Dios. Según esto se dan tres líneas de fuerza de la vida moral, tres grandes virtudes generales: la magnanimidad, la justicia social, la religión. La magnanimidad abraza toda la actividad humana para ordenarla a la grandeza del hombre; la justicia social abarca toda la actividad humana para ordenarla al bien de la ciudad; la religión abarca, de nuevo, toda la actividad humana para ordenarla al honor de Dios. Entre todas estas aspiraciones no existe conflicto, sino que reina perfecta armonía, porque la persona humana no alcanza su grandeza, a no ser en el servicio de la comunidad y en el culto a Dios. La magnanimidad no podrá olvidar estas perspectivas grandiosas. El hombre ambiciona ser grande para el bien de la ciudad y para honra de Dios»292.

La relación entre la magnanimidad y la humildad se comprende si se tiene en cuenta que en el hombre existe, por una parte, algo grande, los dones recibidos de Dios; y, por otra, algo defectuoso, que se debe a la debilidad de su naturaleza. Pues bien, la magnanimidad hace que el hombre se dignifique en cosas grandes contando con los dones recibidos de Dios. «Así –explica Santo Tomás-, si posee un ánimo valeroso, la magnanimidad hace que tienda a las obras perfectas de virtud. Lo mismo cabe decir del uso de cualquier otro bien, como la ciencia o los bienes exteriores de fortuna»293.

La humildad, por su parte, lleva al hombre a considerarse poca cosa teniendo en cuenta sus defectos, y a reconocer que las fuerzas que posee son un don de Dios. Por tanto, si espera alcanzar la grandeza es por ese don de Dios. Y tendiendo a ella, rinde homenaje a Dios. No es humildad sino pusilanimidad negarse a buscar

290 S.Th., II-II, q. 129, a. 1, ad 3.291 Cf. S.Th., II-II, q. 129, a. 2, ad 3.292 A. GAUTHIER, La fortaleza, en Iniciación Teológica, II. Teología Moral, Herder, Barcelona 1962, 739.293 S.Th., II-II, q. 129, a. 3, ad 4.

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la grandeza proporcionada a la propia capacidad, es decir, negarse a hacer fructificar los talentos que se han recibido.

La magnanimidad define todo un estilo de vida que se manifiesta incluso en el porte exterior, siempre sereno. El que se mueve mucho es el que tiende a muchas cosas y quiere realizarlas enseguida, mientras que el magnánimo sólo se propone cosas verdaderamente importantes, que son pocas y requieren atención. Esa misma atención a lo realmente valioso hace que sea parco en el hablar. Evita la adulación y la hipocresía, que indican pequeñez de ánimo. Sabe relacionarse con todos, pequeños y grandes. Siempre antepone lo honesto a lo útil. Está siempre pronto para hacer el bien, dar de lo suyo y devolver más de lo que ha recibido. No teme decir la verdad cuando debe decirla. Por las cosas que de verdad valen la pena, la persona magnánima no duda en ponerse en peligro. Confía en los demás cuando necesita de su ayuda, y confía en sí misma en todo aquello que debe hacer sin ayuda de otros. Desprecia los bienes materiales en cuanto no los considera tan importantes que por ellos deba hacer algo indebido. Pero los aprecia en cuanto le sirven de medios para realizar actos de virtud. No se enorgullece si los posee, y no se entristece ni abate si los pierde. En las más difíciles circunstancias permanece inaccesible a la desesperación294.

La magnificencia (de magnum facere, hacer algo grande) es la virtud que inclina a emprender obras espléndidas (para el culto a Dios o para la utilidad de los hombres) sin acobardarse ante la magnitud del trabajo o de los grandes gastos que sea necesario realizar. Son opuestas a la magnificencia la suntuosidad y el despilfarro, que consisten en hacer grandes gastos, pero innecesarios e imprudentes; y la tacañería, la mezquindad, que impide gastar lo necesario y razonable.

5. La esperanza sobrenatural

Hasta ahora se han considerado sobre todo las esperanzas de alcanzar bienes humanos que perfeccionan al hombre. «A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra (…). Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar»295. Por la fe, el hombre sabe que Dios le ama, que quiere salvarlo y que ha dispuesto los medios oportunos para que pueda realmente salvarse; y sabe también que podrá unirse plena y definitivamente con Dios, que podrá conocerlo cara a cara, amarlo y ser amado por Él por toda la eternidad.

La fe presenta a la voluntad este bien de la unión plena y definitiva con Dios no como un bien utópico, sino como un bien real y posible, en razón de la promesa divina y del poder amoroso, misericordioso y fiel de Dios.

Para que la voluntad inicie el movimiento hacia un bien, éste tiene que ser captado como adecuado a la perfección humana. Pero como la felicidad eterna,

294 Cf. S.Th., II-II, q. 129, a. 3-8.295 BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 30.

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participación de la Felicidad con la que son felices las Personas divinas, no es un bien proporcionado, propio de la naturaleza humana, el deseo o amor natural no es capaz de originar eficazmente ese movimiento. Sólo con el amor natural de su voluntad, la persona es incapaz de desear realmente la gloria. Por tanto, para que el hombre pueda desear para sí mismo este bien que es sólo propio de Dios, su voluntad tiene que ser elevada, hecha semejante a la divina, por la virtud sobrenatural de la esperanza. «Cuando Dios se revela y llama al hombre, éste no puede responder plenamente al amor divino por sus propias fuerzas. Debe esperar que Dios le dé la capacidad de devolverle el amor y de obrar conforme a los mandamientos de la caridad. La esperanza es aguardar confiadamente la bendición divina y la bienaventurada visión de Dios; es también el temor de ofender el amor de Dios y de provocar su castigo»296.

5.1. ¿En qué consiste la esperanza sobrenatural?

El Catecismo de la Iglesia Católica define así esta virtud: «La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo»297.

—Es una virtud teologal: tiene a Dios como motivo, como objeto y como fin: el cristiano espera por Dios, espera a Dios, espera para amar a Dios.

—Es una virtud sobrenatural, un don gratuito de Dios. «La capacidad misma entitativa de esperar (ipse habitus spei), en virtud de la cual se espera la bienaventuranza, no procede del mérito, sino únicamente de la gracia»298.

—El acto de esperanza es un acto de la voluntad: un anhelo, un impulso, un deseo eficaz de Dios mismo. Se funda en la fe, por la que se conoce tanto la Bondad, la Omnipotencia y la Misericordia de Dios, como la posibilidad de alcanzarlo en razón de su promesa.

—La elevación sobrenatural propia de la esperanza es una participación por semejanza en la voluntad divina, pero imperfecta, pues en Dios no hay esperanza, sino posesión del Bien que es Él mismo. Además no es la semejanza propia de la caridad, que lleva a amar a las Personas divinas como Ellas se aman; la esperanza es previa a este amor, es un deseo, un impulso sobrenatural hacia el Bien divino. Gracias a la esperanza, el hombre es capaz de querer como un bien para sí mismo el Bien de Dios, todavía no poseído.

Cuando el amor-necesidad (eros) y el amor-donación (ágape) se entienden como opuestos (egoísmo frente a amor puro), se concluye fácilmente que la esperanza del Cielo no puede ser virtud, pues manifestaría una actitud interesada. Más aún, hay quien piensa que la persona atea que, sin embargo, se esfuerza por vivir moralmente bien, tendría más mérito que la persona creyente, que vive bien porque espera una recompensa. Tal modo de actuar sería más bien pecado que 296 CEC, n. 2090.297 CEC, n. 1817. Los aspectos de la virtud de la esperanza que aquí no se tratan, se estudian en Moral Teologal. 298 S.Th., II-II, q. 17, a. 1, ad 2.

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virtud299. Ahora bien, por una parte, eros y ágape –como veremos al tratar de la caridad- no se oponen necesariamente, y, por otra, se olvida que la recompensa que el cristiano espera es amar a Dios mismo y ser amado por Él, y que no debe esperar de Dios algo menos que Él mismo300. Esperar amar a Dios no es un interés egoísta; el que espera, se mueve por el amor.

—Siendo una virtud sobrenatural, la esperanza es, a la vez, perfectamente humana, porque «corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad»301.

—Es humana también porque es libre –sólo espera quien quiere esperar- y razonable, pues tiene como fundamento la lealtad omnipotente de Dios: «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, porque fiel es el que hizo la promesa» (Hb 10, 23).

5.2. Cristo, fundamento de la esperanza

El fundamento de la esperanza sobrenatural es Cristo, «en ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre hay bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos» (Hch 4, 12; cf. Hb 6, 19-20). «Pues cuando éramos todavía débiles, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos. En verdad, apenas hay quien muera por un justo; por un hombre de bien quizás se atreviera alguno a morir. Pero Dios nos demuestra su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, nos salvaremos por él de la ira! Si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, cuánto más, una vez reconciliados, nos salvaremos por su vida; no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconciliación» (Rm 5, 6-11).

Más aún, «Cristo Jesús (es) nuestra esperanza» (1 Tm 1,1), pues la esperanza no es sino la atracción que Dios pone en el alma hacia Él, en razón de la Cruz de Cristo: «Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Decía esto señalando de qué muerte iba a morir» (Jn 12, 32). Cristo es el modelo, el fin, y la gracia pone en el hombre la atracción hacia su modelo y su fin, que tiene siempre razón de bien.

Al mismo tiempo, Cristo es el cumplimiento real de la esperanza: «La esperanza nuestra está en Cristo, pues en Él está ya cumplido lo que como promesa

299 Ante planteamientos de este tipo, la Iglesia se vio obligada a afirmar: «Si alguno dijera que el justificado peca al obrar bien mirando a la eterna recompensa, anathema sit». CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la Justificación, can. 31.300 Cf. S.Th., II-II, q. 17, a. 2.301 CEC, n. 1818,

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esperamos»302; «Todavía no vemos lo que esperamos. Sin embargo, somos el cuerpo de aquella cabeza en la que está realizado lo que esperamos»303.

Por ser Cristo el fundamento de la esperanza, ésta es firme y cierta, filial, eclesial y comunitaria.

—Su certeza se fundamenta en la fidelidad de Dios. «Dios, al querer demostrar con mayor claridad a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su decisión, la reafirmó con juramento; para que, gracias a dos cosas inmutables por las cuales es imposible que Dios mienta, los que buscamos refugio en la posesión de la esperanza que nos es ofrecida, tengamos un poderoso consuelo, que es para nosotros como segura y firme áncora de nuestra vida y que penetra hasta lo interior del velo [del Templo], donde como precursor nuestro entró Jesús, constituido para siempre Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec» (Hb 6, 17-20).

Sin embargo, en cuanto supone la cooperación humana, la esperanza incluye incertidumbre y temor. Esto quiere decir que el hombre debe tomarse en serio su libertad. Sus acciones libres tienen trascendencia: pueden llevarle a la salvación o a la condenación eterna.

Por otra parte, tal incertidumbre lleva al hombre a apoyarse más en Dios: «Cuando me siento capaz de todos los horrores y de todos los errores que han cometido las personas más ruines, comprendo bien que puedo no ser fiel... Pero esa incertidumbre es una de las bondades del Amor de Dios, que me lleva a estar, como un niño, agarrado a los brazos de mi Padre, luchando cada día un poco para no apartarme de El.

»Entonces estoy seguro de que Dios no me dejará de su mano. “¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Is XLIX, 15)»304.

—La esperanza cristiana es esperanza filial porque la filiación divina, don que Cristo ha ganado para el hombre, es como su fundamento, y además está orientada a que el cristiano viva en plenitud como hijo de Dios. Este carácter filial, después del pecado, se manifiesta en la misericordia de Dios, y tiene como prototipo la parábola del hijo pródigo.

«En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza»305.

—La esperanza cristiana es eclesial, pues «la contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia»306.

302 S. AGUSTÍN, Contra Faustum, 11, 7.303 S. AGUSTÍN, Sermones, 157, 3.304 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Vía Crucis, Rialp, Madrid 2001, 29ª, est. 14, n. 5.305 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 138.306 VS, n. 25.

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Dios ha querido su Iglesia para que los hombres pudieran realizar ese encuentro con Cristo. El fin al que ella debe servir es que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que cada uno pueda recorrer con Él el camino de su vida307. El hombre descubre en la Iglesia el rostro de Cristo308, y en Él encuentra la misericordia de Dios, que es la razón de la esperanza para el pecador.

—La esperanza cristiana no es sólo personal, sino también comunitaria: «Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza para mí (cf. CEC, n. 1032). Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal»309.

5.3. Esperanza y vida cristiana

a) La esperanza, primer impulso de la vida cristiana

La fe, como se ha dicho en su momento, es la fuente de la vida cristiana, pero su primer impulso —la tensión a la perfección sobrenatural del hombre— es la esperanza. Gracias a ella el hombre es capaz de tender a su perfección moral sobrenatural para alcanzar su fin. Sin ella quedaría inmovilizado, sin capacidad de desear, de luchar, de avanzar.

Por la esperanza, el hombre puede «esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman y hacen su voluntad»310. Pero la esperanza no es una virtud pasiva, sino activa y eficaz. No es un simple “esperar” sin hacer nada. La esperanza impulsa a la lucha por amar más a Dios y a los demás, por hacer su voluntad, es decir, a la búsqueda de la santidad. Lleva al cristiano a no conformarse con las metas alcanzadas, porque sabe que, con la gracia de Dios, puede llegar a más, crecer siempre en el amor. Gracias a la esperanza, el cristiano no se desanima ante las caídas, porque sabe que siempre le aguarda la misericordia de Dios.

En la lucha por la santidad, la esperanza impide que el cristiano confíe sólo en sus fuerzas, cayendo en una especie de pelagianismo, que suele tener como consecuencia el abatimiento ante las caídas y errores. Pero impide también el extremo contrario, la pasividad y el quietismo.

La esperanza lo espera todo de Dios; por ello, la primera consecuencia de la esperanza es la oración de petición. Cristo no se cansa de exhortar a sus discípulos a que pidan con confianza: muchas son las parábolas sobre la certeza de que Dios escucha la oración de sus hijos como el mejor de los Padres. Esa oración de petición, fundada en la esperanza sobrenatural, se llama impetración: pedir con la seguridad de recibir.

307 Cf. VS, n. 7.308 Cf. CFL, n. 46.309 BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi, n. 48. Véase también n. 28.310 CEC, n. 1821.

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La vida cristiana se manifiesta así como vida de esperanza, de deseos de Dios, de felicidad, de santidad y fidelidad, de servicio y apostolado, para llevar a Cristo a todos los hombres. Por eso los cristianos, viviendo la alegría en la esperanza —«spe gaudentes» (Rm 12, 12), son personas ilusionadas en la venida del Reino de Dios, y eso es lo que piden diariamente en la oración Dominical —el Padrenuestro—: «Venga a nosotros tu Reino». De la esperanza nace la juventud de espíritu y una lucha renovada por alcanzar la meta: «Mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día» (1 Co 4,16); «Los que confían en Yavé renuevan sus fuerzas y echan alas como de águila y vuelan velozmente sin cansarse y corren sin fatigarse» (Is 40,31).

b) Esperanza sobrenatural y realidades terrenas

La esperanza sobrenatural «asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos»311. No supone la ruptura de las esperanzas humanas, sino su adecuada continuidad y ordenación. Es más, sin la esperanza de la vida eterna, el hombre no podría afrontar adecuadamente su presente: «El presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»312.

Una de las formas actuales de ateísmo espera la liberación del hombre principalmente de su liberación económica y social. «Pretende que la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al orientar la esperanza del hombre hacia una vida futura ilusoria, lo apartaría de la construcción de la ciudad terrena»313. Sus consecuencias han sido funestas. «Las utopías que pretendieron construir la ciudad terrena sin el cielo, o incluso contra él, han dado paso a una extendida desesperanza: son cada vez menos los que confían con ingenua certeza que el futuro que la humanidad pueda construir, con denodado esfuerzo prometeico, vaya a ser indefectiblemente mejor que lo construido hasta hoy entre injusticias, violencias y fracasos de todo tipo. Las grandes utopías inmanentistas han entrado en crisis dejando tras de sí un amplio campo a la desesperanza; y, con la desesperanza, al cinismo ético, que establece, consciente o inconscientemente, el provecho propio de los individuos y de los grupos como criterio último de la conducta humana»314.

El carácter escatológico de la esperanza no induce al hombre a despreciar este mundo; más bien, lo capacita para apreciarlo en su verdadera perspectiva. «La esperanza escatológica no disminuye la importancia de las tareas terrenas, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su cumplimiento»315. La esperanza impulsa precisamente a buscar la santidad en la realización de las actividades terrenas: a verlas no como obstáculos, sino como medios para alcanzar la vida eterna.

311 CEC, n. 1818.312 BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi, n. 1.313 GS, n. 20.314 CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Esperamos la resurrección y la vida eterna, 26.XI.1995, n. 24.315 GS, n. 21.

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La religión cristiana no es, pues, el opio que lleva a los hombres a desentenderse de la realidad en la que vive. Todo lo contrario. «La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios»316. El cristiano, gracias a la fe y a la esperanza, contribuye con más claridad y empuje a resolver los problemas que preocupan a todos los hombres, esperando de Dios los medios oportunos.

6. Esperanza sobrenatural y fortaleza cristiana

La fortaleza y las virtudes con ella relacionadas, al entrar en el organismo moral cristiano, cuya cabeza son las virtudes teologales, adquieren una nueva dimensión. El cristiano no sólo trata de alcanzar la perfección y el bien humanos, sino el fin sobrenatural; no busca únicamente la construcción de la ciudad terrena, sino el Reino de Dios. En el camino que recorre para llegar a su destino sobrenatural hay peligros, obstáculos, dificultades internas y externas. La esperanza, apoyada en las virtudes humanas, a las que transforma dándoles un vigor sobrenatural, «protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento»317. Gracias a la esperanza, el hombre supera la tristeza y el desaliento: «Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación» (1 Ts 5,8).

En la misma tribulación, el cristiano no pierde la alegría. La esperanza «dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad»318. Evita que el hombre se reduzca a la mera consecución de metas inmanentes.

A continuación se reflexiona sobre la transformación que se produce, por obra de la gracia, y más concretamente por la esperanza teologal, en la virtud de la fortaleza y en las virtudes directamente relacionadas con ella.

6.1. La fortaleza cristiana

En la filosofía griega, la fortaleza se entendía como fuerza de ánimo frente a las adversidades de la vida, como desprecio del peligro en la batalla (andreía); dominio de las pasiones para ser dueño de uno mismo (kartería); virtud con la que el hombre se impone por su grandeza (megalopsychía). En todo caso, se partía de que el hombre sólo posee sus propias fuerzas para librarse de los males y del destino. Frente a la fortaleza griega, la característica distintiva de la fortaleza cristiana es su carácter cristocéntrico.

a) Cristo, modelo de fortaleza

El Nuevo Testamento muestra que la fortaleza reside plenamente en Cristo, que muestra su poder obrando milagros, revelación tangible de la potencia divina

316 GS, n. 39.317 CEC, n. 1818.318 CEC, n. 1818.

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presente en Él. Poder que concede a los apóstoles ya desde su primera misión (cf. Lc 9, 1).

El modelo de fortaleza es Cristo. Por una parte, a lo largo de su vida en la tierra, asume y experimenta la debilidad humana, que se manifiesta de modo especial durante su oración en Getsemaní (cf. Mt 26, 38ss). Pero, por otra, Cristo se mantiene firme en el cumplimiento de la voluntad del Padre y se identifica con ella. Demuestra el grado supremo de fortaleza en el martirio, en el sacrificio de la cruz, confirmando en su propia carne lo que había aconsejado a sus discípulos: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno» (Mt 10, 28).

El discípulo de Cristo, que sabe que «el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan» (Mt 11, 12), que ha de seguir a su Maestro llevando la cruz, que tiene que esforzarse por entrar por la puerta angosta, permanecer firme en la verdad y afrontar con paciencia los peligros que proceden del enemigo, necesita la virtud de la fortaleza. Pero se trata de una fortaleza sobrenatural. No bastan las fuerzas humanas para alcanzar la meta a la que está destinado.

Es el mismo Cristo quien comunica gratuitamente esta virtud al cristiano: «Todo lo puedo en aquél que me conforta» (Flp 4, 13); «Por lo demás, reconfortaos en el Señor y en la fuerza de su poder, revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este

mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires. Por eso, poneos la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y, tras vencer en todo, permanezcáis firmes» (Ef 6, 10-13).

Después de su resurrección y ascensión al cielo, Cristo envía el Espíritu Santo a sus discípulos y, con Él, la fuerza divina que los fortalece interiormente (cf. Ef 3, 16) y les proporciona la valentía necesaria para proclamar el Evangelio, incluso a costa de la vida. La fortaleza divina se manifiesta en la vida de los discípulos de muchas maneras: en el poder (dynamis) que Dios les concede para ser corredentores con Cristo y para sufrir por la expansión del Reino (cf. Ga 1, 11); en su confianza (parresía) para proclamar la palabra de Dios sin miedo, como Pedro el día de Pentecostés (cf. Hch 2), o en compañía de Juan ante los miembros del Sanedrín (cf. Hch 4, 19); en su firmeza en la fe y en las buenas obras (cf. 1 P 5, 8-9).

b) Humildad y confianza en Dios, elementos constitutivos de la fortaleza cristiana

La concesión de la fortaleza está condicionada al reconocimiento humilde, por parte del hombre, de su debilidad. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). El discípulo debe ser consciente de su debilidad: «Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la sobreabundancia del poder es de Dios y que no proviene de nosotros» (2 Co 4, 7). Es entonces cuando encuentra su fortaleza en la fortaleza de Dios: «Pero él me dijo: “Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza”. Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco

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en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 9-10).

El cristiano debe reconocer que es débil y que no le es fácil guardar el equilibro moral. Por tanto, ha de pedir a Dios la gracia de su luz y de su fortaleza, recurrir a los sacramentos y cooperar con el Espíritu Santo, siguiendo sus invitaciones a amar el bien y huir del mal319. El conocimiento de la propia debilidad lleva a la oración confiada, a pedir la fuerza para hacer la voluntad de Dios y no caer en la tentación320. A la vez, el cristiano debe ser consciente también de que, contando con la fortaleza divina, puede mantenerse firme ante los peligros que sea preciso afrontar y lanzarse con verdadera audacia a la consecución del bien.

«La ascética del cristiano exige fortaleza; y esa fortaleza la encuentra en el Creador. Somos la oscuridad, y Él es clarísimo resplandor; somos la enfermedad, y Él es salud robusta; somos la debilidad, y Él nos sustenta, quia tu es, Deus, fortitudo mea (Ps XLII, 2), porque siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza. Nada hay en esta tierra capaz de oponerse al brotar impaciente de la Sangre redentora de Cristo. Pero la pequeñez humana puede velar los ojos, de modo que no adviertan la grandeza divina. De ahí la responsabilidad de todos los fieles, y especialmente de los que tienen el oficio de dirigir -de servir- espiritualmente al Pueblo de Dios, de no cegar las fuentes de la gracia, de no avergonzarse de la Cruz de Cristo»321.

c) La disposición al martirio, piedra de toque de la autenticidad de la vida cristiana

En el Nuevo Testamento se utiliza la palabra mártir para designar al testigo de Cristo por excelencia, que es el apóstol. Sin embargo, en algunos textos aparece ya ligada a la idea de los sufrimientos y la muerte que padecerán los testigos a causa de su propio testimonio. El Señor predice a los apóstoles: «Vosotros estad alerta: os entregarán a los tribunales, y seréis azotados en las sinagogas, y compareceréis por causa mía ante los gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos» (Mc 13, 9). Esteban será el primer testigo que sufrirá la muerte por Cristo. En el lenguaje cristiano, la palabra mártir designará no ya al testigo, sino al testigo dispuesto a confesar la fe hasta la muerte322.

La fortaleza consiste, en última instancia, en la disposición a morir, a caer en el combate por el bien, si fuese necesario. Una fortaleza que no conllevase la disposición de pelear hasta morir, de morir antes que pecar, no sería verdadera fortaleza.

El martirio es acto de la fortaleza. Es propio de la fortaleza mantener firme al hombre en el bien contra los peligros, sobre todo contra los peligros de muerte. En el martirio, «el hombre es confirmado en el bien de la virtud de una manera singular, al no abandonar la fe y la justicia ante los peligros de muerte, que

319 Cf. CEC, n. 1811.320 Cf. CEC, nn. 2848-2849.321 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 80.322 Cf. A. GAUTHIER, La fortaleza, o.c., 732.

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amenazan inminentes, en una especie de combate particular, de parte de los perseguidores»323.

«El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. “Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios” (S. Ignacio de Antioquía, Rom 4,1)»324.

El martirio es el acto de virtud más perfecto, porque es el que manifiesta la mayor perfección de la caridad, ya que tanto mayor amor se demuestra a Dios cuanto más amado es lo que se desprecia por Él –la vida-, y más odioso lo que se elige: la muerte, especialmente si va a acompañada de dolores y tormentos corporales325. Por eso, contemplando la pasión y muerte de Cristo, se puede entrever cuánto ama al hombre, pues «nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

Para que se pueda hablar propiamente de martirio, ¿basta con que el hombre elija sufrir la muerte y mantenerse firme en la verdad y la justicia ante los peligros de muerte, o es preciso que padezca efectivamente la muerte que ha aceptado? Si es esencial al martirio que el hombre dé testimonio de la fe demostrando con sus obras que desprecia todos los bienes temporales para alcanzar a Dios, es obvio que mientras posea la vida corporal no ha demostrado todavía de facto que desprecia todos los bienes temporales. En conclusión, sólo se puede hablar con propiedad de martirio cuando se sufre la muerte por Cristo326.

La fortaleza en el martirio no consiste en el hecho de recibir la muerte, sino en recibirla por conservar o ganar un bien más importante. El mártir no menosprecia la vida, sino que le asigna menos valor que a aquello por lo que la entrega. De ahí que no sea malo huir de la muerte, salvo si supone no adherirse al bien. Con razón afirma Santo Tomás que «no debe darse a otro ocasión de obrar injustamente; pero si él obra así, debe soportarse en la medida que exige la virtud»327.

El cristiano ama la vida y las cosas de este mundo. Dios al crear vio que todo era bueno. La vida, la salud, las cosas materiales, el dinero, etc., son bienes que el cristiano no desprecia sino que ordena a la gloria de Dios. Si necesita desprenderse de todos esos bienes es para conseguir bienes más altos, más importantes para el bien de la persona.

Es mártir no sólo el que padece la muerte por la confesión verbal de la fe, sino todo el que la padece por hacer un bien y evitar un mal por Cristo, porque todo ello cae dentro de la confesión de la fe. Todas las obras virtuosas, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de fe, gracias a la cual sabemos que Dios las exige

323 S.Th., II-II, q. 124, a. 2c.324 CEC, n. 2473.325 Cf. S.Th., II-II, q. 124, a. 3c.326 Cf. S.Th., II-II, q. 124, a. 4c.327 S.Th., II-II, q. 124, a. 1, ad 3.

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de nosotros y nos premia por ellas. Por tanto, en este sentido, todas las virtudes pueden ser causa del martirio. Y por eso la Iglesia celebra el martirio de San Juan Bautista, que no sufrió la muerte por defender la fe, sino por haber reprendido un adulterio328.

6.2. La paciencia y la perseverancia para alcanzar el Reino de Dios

La gracia divina vigoriza la paciencia y la perseverancia, especialmente ante la persecución y las tribulaciones: «Hermanos míos: considerad una gran alegría el estar cercados por toda clase de pruebas, sabiendo que vuestra fe probada produce la paciencia. Pero la paciencia tiene que ejercitarse hasta el final, para que seáis perfectos e íntegros, sin defecto alguno» (St 1, 2-4).

Gracias a la ayuda de Dios, el cristiano, cuyo modelo es Cristo, vive la paciencia perdonando a los que le ofenden, renunciando a todo deseo de venganza (cf. Mt 18, 21-35; Rm 12, 20), refrenando todo sentimiento de cólera o irritación, y manteniendo la serenidad y la paz ante las ofensas.

El cristiano fundamenta su paciencia en la certeza de que Dios es Sabiduría y Amor, y, por tanto, todo lo dispone, incluso los sufrimientos y contrariedades, para el bien de los que le aman (cf. Rm 8, 28). Además ve en los sufrimientos un medio para purificarse de los pecados y para reparar por las ofensas a Dios, cooperando así con Cristo en la aplicación de la redención. Como San Pablo, puede decir que se alegra en sus padecimientos por los demás y completa en su carne lo que falta a la Pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1, 24).

La paciencia cristiana no es mera resignación ante los sufrimientos, sino aceptación voluntaria de lo que el Señor quiere o permite; implica paz y serenidad ante las dificultades, y agradecimiento a Dios que desea asociar a sus hijos al misterio de la Cruz.

La perseverancia es necesaria para salvarse: «Y todos os odiarán a causa de mi nombre; pero quien persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10, 22). Pero gracias a la virtud de la esperanza, el hombre puede «esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman y hacen su voluntad. En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo»329.

La perseverancia en el camino de la santidad es imposible sin la gracia, y la perseverancia hasta la muerte (la perseverancia final) requiere un auxilio especial de Dios enteramente gratuito, que nadie puede estrictamente merecer, y que debe pedirse confiadamente a Dios330.

6.3. La magnanimidad y la magnificencia cristianas

En el cuerpo de la moral cristiana, la magnanimidad adquiere una dimensión que no poseía en la ética pagana. La magnanimidad pagana pone la grandeza del hombre al servicio de la sociedad. En el nuevo orden cristiano, la magnanimidad 328 Cf. S.Th., II-II, q. 124, a. 5.329 CEC, n. 1821330 Cf. S.Th., II-II, q. 137, a. 4.

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se pone al servicio de la caridad: por amor a Dios, el hombre procura restaurar en sí mismo la obra de Dios331.

Al entrar en relación con la esperanza teologal, la magnanimidad ya no espera conquistar la grandeza simplemente humana, sino la grandeza de Dios, la santidad a la que el mismo Cristo invita: «Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt, 5, 48); santidad que no desprecia sino que incluye la perfección humana. Se trata de una conquista para la que no basta la fuerza del hombre: se necesita la fuerza divina. El hombre, sin embargo, no permanece pasivo: como se ha dicho, la virtud de la esperanza sobrenatural supone la cooperación humana.

La esperanza teologal aparece, pues, como una magnanimidad sobrenatural que viene a coronar la magnanimidad humana, y como la condición misma del desarrollo completo de la magnanimidad humana:

«Aquel que para conquistar la grandeza de Dios cuenta sólo con Dios, es también el único que tiene fundamento para confiar en sí, bajo la dependencia de Dios, para la conquista de la grandeza humana. Aquel que espera de Dios su salvación, la única salvación verdadera, superior al hombre, divina, es el único que tiene derecho a contar con sus propias fuerzas, reparadas y sostenidas por Dios, para salvar en el hombre lo humano. Ahora bien, la esperanza divina está ofrecida a todos y por ella, como por el don de fortaleza, queda deshecha la aristocracia de la magnanimidad natural, y puede instaurarse el único humanismo de masa que no sea una utopía»332.

Pero, a la vez, la magnanimidad y la humildad son los supuestos esenciales para la conservación y fomento de la esperanza teologal. La pérdida culpable de la esperanza tiene sus raíces en la falta de grandeza de ánimo y en la falta de humildad333.

Por su parte, la magnificencia dirigida por las virtudes teologales se lanza sin miedo a la realización de grandes obras orientadas al servicio de los demás, especialmente de los más necesitados, y, sobre todo, al culto a Dios. En este sentido, la magnificencia está íntimamente relacionada con la santidad, «ya que su efecto principal –afirma Santo Tomás- se ordena a la religión o santidad»334.

Jesús alaba el gasto (unos trescientos denarios, el sueldo de un año) que hace una mujer en Betania, rompiendo el frasco de nardo purísimo para derramarlo sobre la cabeza del Maestro. Ante el “escándalo” de los que la reprenden, Jesús afirma: «Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una buena obra conmigo, porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, y podéis hacerles bien cuando queráis, pero a mí no siempre me tenéis. Ha hecho cuanto estaba en su mano: se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. En verdad os digo: dondequiera que se predique el Evangelio, en todo el mundo, también lo que ella ha hecho se contará en memoria suya» (Mc 14, 6-9).

331 A. GAUTHIER, La fortaleza, o.c., 741.332 Ibidem, 742-743.333 Cf. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 379.334 S.Th., II-II, q. 134, a. 2, ad 3.

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7. El don de fortaleza

La virtud de la fortaleza hace fuerte al cristiano para luchar por ser fiel a Dios, pero normalmente no evita la angustia y el miedo, los vaivenes de la sensibilidad y la repugnancia ante el sufrimiento. Para no doblegarse ante esas dificultades, necesita el don de fortaleza, cuya esencia consiste en revestir al hombre de la fuerza misma de Dios.

Este don del Espíritu Santo robustece el alma para practicar, por instinto del Espíritu Santo, todas las virtudes heroicas con invencible confianza en superar los mayores peligros o dificultades en la búsqueda de la santidad. Esta confianza en la victoria es una de las diferencias fundamentales entre la virtud y el don de fortaleza. Como afirma Santo Tomás, «la fortaleza como virtud da al alma fuerza para soportar toda suerte de peligros, pero no puede darle la seguridad de que se librará de todos ellos; esto lo hace el don de fortaleza»335.

Otra consecuencia del don de fortaleza es la completa destrucción de la tibieza, que se debe casi siempre a la falta de fortaleza para superar las dificultades que se oponen a la santidad.

La fortaleza del Espíritu Santo transforma al cristiano y lo convierte en valiente testigo de Cristo ante cualquier peligro o enemigo, como sucede a los Apóstoles el día de Pentecostés: desaparece la cobardía que les había llevado a dejar solo a Jesús, incluso a negarle, como Pedro, y se presentan ante el pueblo y, más tarde, ante el Sanedrín con una valentía que nadie puede doblegar.

El don de fortaleza no sólo lleva al heroísmo en lo grande, sino también en lo pequeño, a la amorosa fidelidad en el cumplimiento de los deberes ordinarios de la vida.

«El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no sólo en momentos dramáticos como el martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez. Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemaní, “la debilidad de la carne” (cf. Mt 26, 41; Mc 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de fortaleza»336.

8. La humildad

La humildad es la virtud por la que el hombre se domina a sí mismo para no desear lo que es superior a él337. Se opone a la soberbia, que es el deseo desordenado de la propia excelencia.

335 S.Th., II-II, q. 139, a. 1, ad 1.336 JUAN PABLO II, Regina Coeli, 14-V-1989.337 Cf. S.Th., II-II, q. 161, a. 2c. Santo Tomás estudia la humildad dentro del tratado de la templanza, subordinándola a la modestia. Sin embargo, afirma que es una de las dos virtudes del apetito del bien arduo, cuya función es atemperar y refrenar el ánimo para que no aspire desmedidamente a las cosas excelsas (cf. S.Th., II-II, q. 161, a. 1c.).

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La humildad tiene una importante dimensión cognoscitiva, como se ha intentado mostrar al estudiar las virtudes intelectuales. En este sentido, es una virtud que dispone a la persona para reconocer la propia ignorancia y avanzar así en el conocimiento de la verdad, tanto por sí misma como pidiendo ayuda a los demás. Dispone particularmente para conocer y “reconocer” la verdad sobre Dios y sobre uno mismo: es la base que permite adquirir la sabiduría humana y la prudencia, y prestar a Dios el obsequio de la fe a todo lo que Él revela.

Este conocimiento, cuyo ámbito privilegiado es la oración, hace que la persona sea consciente de su verdadera situación en el mundo, es decir, del lugar que le corresponde respecto a Dios y a los demás.

El conocimiento propio consiste en saber, en primer lugar, lo que uno es desde el punto de vista propiamente ontológico: criatura, persona ante el Absoluto, hijo de Dios, con determinadas cualidades naturales y sobrenaturales que ha recibido y con las limitaciones propias de todo ser humano. En segundo lugar, lo que uno es desde el punto de vista moral, debido a la propia conducta libre: una persona con cualidades positivas y virtudes (reconocidas sobre todo como dones) y con defectos morales, vicios o pecados (reconocidos como causados por uno mismo).

El conocimiento de quién es Dios y de quién es uno mismo mueve al hombre a la reverencia divina, que se convierte en la razón por la que el hombre refrena la presunción y no se atribuye más de lo que le pertenece según el grado que Dios le ha concedido, sujetándose así a la sabiduría y voluntad de Dios. La reverencia divina es, por tanto, la “razón” de la humildad338.

Una vez que la persona conoce a Dios y se conoce a sí misma, la humildad la impulsa a ser coherente con ese conocimiento en la acción. En este sentido, la humildad es directiva de la conducta. Santo Tomás afirma concretamente que «el conocimiento de los propios defectos pertenece a la humildad como regla directiva del apetito»339. La persona humilde actúa siempre de acuerdo con la verdad sobre Dios, sobre ella misma y los demás. De ahí que la humildad sea condición sine qua non de todas las virtudes, incluso de las teologales.

Esto significa que cuando la persona humilde se plantea hacer o alcanzar un bien difícil, como conoce sus cualidades positivas y también sus defectos y limitaciones, pone en acción las primeras (lo contrario sería falsa humildad) y a la vez pide a Dios y a los demás la ayuda que necesita. Así, la humildad es la base de la fortaleza y de la esperanza.

Además, el hombre humilde, consciente de su situación y misión en el mundo respecto a Dios y los demás, se considera siempre como amigo y servidor. La humildad es de este modo la base de la amistad, de la justicia y de la caridad.

«Cuando sinceramente nos consideramos nada; cuando comprendemos que, sin el auxilio divino, la más débil y flaca de las criaturas sería mejor que nosotros;

338 «Al refrenar la presunción de la esperanza, la razón principal se toma de la reverencia divina, que hace que el hombre no se atribuya más de lo que le pertenece según el grado que Dios le ha concedido. De donde se deduce que la humildad lleva consigo principalmente una sujeción del hombre a Dios» (S.Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3).339 S.Th., II-II, q. 161, a. 2c.

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cuando nos vemos capaces de todos los errores y de todos los horrores; cuando nos sabemos pecadores aunque peleemos con empeño para apartarnos de tantas infidelidades, ¿cómo vamos a pensar mal de los demás?, ¿cómo se podrá alimentar en el corazón el fanatismo, la intolerancia, la altanería?

La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse —¡siempre!— como instrumentos de unidad. No en vano existe en el fondo del hombre una aspiración fuerte hacia la paz, hacia la unión con sus semejantes, hacia el mutuo respeto de los derechos de la persona, de manera que ese miramiento se transforme en fraternidad. Refleja una huella de lo más valioso de nuestra condición humana: si todos somos hijos de Dios, la fraternidad ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio: resalta como meta difícil, pero real»340.

Por último, cuando la persona humilde crece en unión con Dios y en las virtudes, como es consciente de sus propias fuerzas y limitaciones, no atribuye esta riqueza a mérito propio y, por tanto, no se enorgullece de ello, sino que lo atribuye a la ayuda de Dios y de los demás y la agradece. Se dispone así para recibir nuevas gracias. La humildad es, por tanto, la condición del avance en la virtud y en la santidad.

340 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, o.c., n. 233.

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VI. AMAR Y REALIZAR EL BIEN: AMOR, JUSTICIA, CARIDAD

En los capítulos anteriores hemos visto que la dinámica del obrar humano lleva consigo, en primer lugar, conocer el bien, y, en segundo lugar, percibirlo como posible. Ahora veremos que, en tercer lugar, hace falta amar ese bien.

En el presente capítulo, trataremos las virtudes que perfeccionan a la voluntad y disponen a la persona para amar eficazmente a Dios, a sí misma y a los demás. Estas virtudes pueden resumirse en el concepto de amor de amistad (1), que es la base humana, natural, del amor sobrenatural.

Intentaremos mostrar que sólo a partir del amor de amistad puede entenderse adecuadamente la virtud de la justicia (2).

A continuación, estudiaremos brevemente las virtudes en las que se especifica la justicia (3).

Todo ello constituye un paso imprescindible para comprender la virtud de la caridad, que, perfeccionada por los dones de piedad y temor de Dios, es la madre y forma de todas las virtudes (4).

1. El amor de amistad

La persona está naturalmente inclinada al amor de Dios y de los demás. Tal amor, en sí mismo, no es una virtud, sino una tendencia, pero cuando se desarrolla se convierte en virtud y viene a ser la raíz y el fundamento de las demás virtudes morales 341.

Se puede definir el amor de amistad, amor electivo o dilectio, como la virtud que capacita a la persona para buscar el bien para el otro como si fuera para ella misma: el amigo «quiere el bien para el amigo igual que si fuese para él mismo»342.

El amor de amistad tiene dos dimensiones esenciales: la benevolencia y la unión afectiva.

—La benevolencia consiste en querer de modo eficaz el bien para el otro. Esto implica que, en la medida de sus posibilidades, el que ama procura el bien para la persona amada. Se trata, por tanto, de un amor efectivo. No se reduce a respetar la dignidad de la persona, ni a un sentimiento genérico de humanidad. El amor de amistad exige poner los medios adecuados para que la persona amada pueda alcanzar los bienes que necesita para perfeccionarse como persona.

—La unión afectiva. El amor de amistad es algo más que la benevolencia: «conlleva una unión afectiva entre quien ama y la persona amada, de modo que el primero considera a la segunda como unida a él o como perteneciéndole, y por

341 Cf. R. GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, EUNSA, Pamplona 1992, 625-628; C. CARDONA, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona 1987, 210: «La primera de todas las virtudes tiene que ser la del amor mismo».342 S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae (en adelante: S.Th.), I-II, q. 28, a. 1.

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eso se mueve hacia ella»343. Es, por tanto, un amor unitivo: añade a la benevolencia otro acto de la voluntad que es la unión de afecto. Por el amor de amistad, el que ama se hace uno con la persona amada, que es aprehendida como alter ipse, otro yo. «Es propio del amor –afirma Santo Tomás- unir al amado con el amante, en tanto sea posible»344.

Una característica esencial del amor de amistad es la gratuidad: el término del amor es “el otro”. La intención del que ama va hacia la persona amada y se detiene en ella, rechazando el retorno a sí mismo como un pecado destructor de ese amor345.

La gratuidad o desinterés del amor de amistad es posible gracias a la naturaleza espiritual de la persona. Esta naturaleza tiene de particular que, permaneciendo plenamente en ella misma, es capaz de recibir en sí y de llegar a ser, en cierto modo, el ser de otro, de conocerlo tal cual es y de amarlo por lo que es346.

El amor de amistad (que, como se ha dicho, incluye la benevolencia) difiere del amor de concupiscencia, que es el amor con el que se aman aquellos bienes que deseamos para alguien (uno mismo u otra persona). Esos bienes no son amados por sí mismos, sino por ser medios para amar a otro. El amor de amistad, en cambio, es el amor con el que se ama a la persona para la que se quieren esos bienes347. En este caso, la intención del que ama va a la persona amada y se detiene en ella.

No cabe oponer el amor de amistad al amor a uno mismo. Es más, el amor ordenado de la persona hacia sí misma hace posible el amor de amistad. «La forma y la raíz» del amor de amistad –afirma Santo Tomás- es el amor con el que la persona se ama a sí misma, «ya que con los demás tenemos amistad en cuanto nos comportamos con ellos como con nosotros mismos»348.

El amor a uno mismo debe distinguirse radicalmente del egoísmo; es el amor por el que la persona quiere para sí misma los bienes que atañen a su perfección como persona. En este sentido, la persona se debe amar a sí misma con un amor más fuerte que el amor de amistad, pues tiene consigo misma algo superior a la unión entre personas: la unidad.

El amor de amistad nace como respuesta al amor recibido por la persona. La persona humana es criatura e indigente: todo lo que es y tiene lo recibe gracias a alguien que la ama antes de que exista. Ella misma es un don gratuito, un fruto del amor de Dios. Además es también fruto del amor de sus padres y de todas las personas que de algún modo le han ayudado a desarrollarse en todos los aspectos. Cuando la persona descubre que, sin merecerlo, es amada por otros y que gracias a ese amor es lo que es, se despierta el agradecimiento, que sólo

343 S.Th., II-II, q. 27, a. 2c.344 S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, IV, c. 54.345 Cf. S. PINCKAERS, La renovación de la moral, Ed. Verbo Divino, Estella 1971, 390.346 Cf. Ibidem, 397.347 Cf. S.Th., I-II, q. 26, a. 4.348 S.Th., II-II, q. 25, a. 4c.

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puede cumplirse correspondiendo con amor: nada mueve tanto al amor como saberse amado349.

El hombre «no puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto –como nos dice el Señor- que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34)»350.

El amor de amistad es el amor propiamente humano, igualmente alejado del amor interesado y egoísta que del amor puramente extático.

Algunas corrientes de pensamiento consideran que el amor humano siempre es, en el fondo, amor interesado: el término del amor sería necesariamente el sujeto que ama. En realidad –se afirma-, la persona está siempre cerrada sobre sí misma y es incapaz de amar desinteresadamente. El altruismo no es otra cosa que un disfraz del egoísmo. Esta errónea concepción del amor justificaría el anonadamiento del sujeto amado, convirtiéndolo en objeto para la propia satisfacción.

Otras corrientes, situándose en el extremo contrario, afirman que el amor propiamente humano es el amor extático, que consiste en un salir totalmente de sí y adherirse completamente al amante. Sería puro altruismo. Todo amor que no fuera absoluta donación, sería egoísmo. Ahora bien, el amor extático o desinteresado así entendido no es humano, pues lleva a la destrucción del sujeto amante en provecho del amado.

Una propuesta de solución a esta aparente aporía es la que afirma que en la persona se dan a la vez dos amores: el eros y el ágape. Que sea o no la solución depende de cómo se entiendan ambos conceptos. Por ejemplo, para A. Nygren351, conocido defensor de este tratamiento del amor, el eros consiste en la búsqueda del bien propio: es amor de sí, egoísmo; el segundo es un amor totalmente desinteresado. Serían dos formas de amor irreconciliables. Nygren, en la línea del pesimismo antropológico luterano, reduce el amor humano a eros y considera el ágape –el único amor verdadero- como amor exclusivamente sobrenatural352.

La concepción del amor propiamente humano como amor de amistad resuelve las contradicciones planteadas. En efecto, «la amistad realiza esta maravilla de que cada uno de los sujetos en cuestión reconoce al otro como sujeto digno de ser amado por él mismo y quiere, por tanto, eficazmente su bien, sin retorno a sí. Además, cada uno de ellos encuentra su bien propio en esta amistad, y esto en virtud de la voluntad del otro que le ama correspondiéndole»353. De este modo, en

349 S. TOMÁS DE AQUINO, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta, proem.350 BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 7.351 A. NYGREN, Eros und Agape. Gestaltwandlungen der christlichen Liebe, 2 vol., Gütersloh 1930, 1937. Para un estudio crítico de la posición de Nygren, cf. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 477ss.352 En la encíclica Deus caritas est, Benedicto XVI, retomando los conceptos de eros y ágape, explica cómo ambas dimensiones del amor, si se entienden adecuadamente, se integran en el amor cristiano.353 S. PINCKAERS, La renovación de la moral, o.c., 391.

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el amor de amistad se realiza la síntesis del amor como entrega y del amor propio ordenado. La persona ama y se entrega a Dios y a los demás, y recibe el amor de Dios y de los demás como un don. Además, por el hecho mismo de amar y entregarse, la persona se perfecciona y se realiza a sí misma como persona.

Como el amor de amistad se funda en los bienes que se comunican o comparten, existen diferentes tipos de dicho amor, según sea el bien que se quiere para el otro o los bienes que se comparten: por ejemplo, el bien compartido de la intimidad conyugal, funda el matrimonio como amistad conyugal; el bien del hogar funda la familia como amistad familiar, en la que confluyen distintos tipos de relaciones; el bien de la cultura y de la seguridad funda la amistad civil; el bien de la bienaventuranza divina funda la amistad con Dios y la fraternidad entre los miembros de la Iglesia354.

2. La justicia

2.1. ¿En qué consiste la justicia?

Según Santo Tomás, «la justicia es el hábito según el cual un hombre, con voluntad constante e inalterable, da a cada uno su derecho»355.

Dar al otro lo suyo, lo que le corresponde por derecho, podría parecer que no llega al rango de virtud, porque el que así actúa no hace otra cosa que lo mínimo que se puede hacer. Esta objeción corresponde a un modo de considerar las acciones propio de la ética normativa, a la que sólo le interesa si el acto externo se ajusta a la norma, sin valorar el acto interior del sujeto que actúa. En cambio, cuando lo que importa es la virtud, no sólo se tiene en cuenta el efecto externo que se produce, sino la transformación interior que la acción buena origina en el sujeto que la realiza.

Es verdad –afirma Santo Tomás- que «cuando uno hace lo que debe, no aporta utilidad de ganancia a aquel a quien hace lo que debe, sino que solamente se abstiene de dañarle; en cambio, obtiene utilidad para sí en cuando hace lo que debe con espontánea y pronta voluntad, lo cual es obrar virtuosamente»356. Actuar con necesidad de obligación de precepto o necesidad de fin, es decir, cuando no se puede conseguir el fin de una virtud sin poner un medio determinado, no excluye el mérito357.

La definición de S. Agustín —«La justicia es el amor que tan sólo sirve a Dios»358—, es defendida también por Santo Tomás, y muestra que en aquella está incluida la que él propone, porque «así como en el amor de Dios se incluye el amor al prójimo (...), así también, en el servicio del hombre a Dios, se incluye que dé a cada uno lo que debe»359.

354 Cf. J. NORIEGA, Amistad y justicia, el papel de la experiencia primordial del amor, en L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Palabra, Madrid 2006, 204ss. 355 S.Th. II-II, q. 58, a. 1c.356 S.Th., II-II, q. 58, a. 3, ad 1.357 Cf. Ibidem, ad 2.358 S. AGUSTÍN, De moribus Eccl. cathol., 1 c. 15.359 S.Th., II-II, q. 58, a. 1, ad 6

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Uniendo amor de amistad y justicia, puede decirse que «la justicia es la virtud que, sustentada en la humildad y en el amor de amistad a Dios y a los demás, inclina al hombre a dar a cada uno lo suyo»360. Adviértase que en esta definición propuesta por García de Haro, la justicia se asienta y supone el amor de amistad. No se considera, pues, la justicia como una virtud que excluye el amor, ni el amor como una virtud que viene “desde fuera” a perfeccionar la justicia. Más adelante se volverá sobre este tema.

a) La justicia como virtud general

La justicia puede considerarse como virtud general, en cuanto ordena todos los actos del hombre al bien común, y, por tanto, a Dios, bien común trascendente361. «El bien de cada virtud, ya ordene al hombre hacia sí mismo, ya lo ordene hacia otras personas singulares, es susceptible de ser referido al bien común, al que ordena la justicia. Y así el acto de cualquier virtud puede pertenecer a la justicia, en cuanto que ésta ordena al hombre al bien común. Y en este sentido se llama a la justicia virtud general»362.

La justicia general se llama también justicia legal «porque por medio de ella el hombre concuerda con la ley que ordena los actos de todas las virtudes al bien»363. De la misma manera que la caridad puede llamarse virtud general porque ordena todas las virtudes al bien divino, la justicia legal puede llamarse general porque ordena a todas las virtudes al bien común364.

Desde esta perspectiva, se puede percibir con claridad que todas las acciones del hombre tienen relación con otro: con Dios, en primer lugar, y con los demás hombres; y que, por tanto, todas pueden calificarse de justas o injustas.

También desde este punto de vista se puede apreciar mejor el error del planteamiento individualista, según el cual se puede hacer lo que se quiera, excepto lo que dañe a otro. En realidad, todas las acciones libres del hombre tienen, en primer lugar, una relación directa con la ley de Dios, y, en segundo lugar, repercuten para bien o para mal en las demás personas. Concretamente, como verá más adelante, las acciones que van contra la templanza (y virtudes subordinadas), no sólo conciernen al sujeto, sino a la convivencia con los otros365.

b) La justicia como virtud específica o particular

La virtud de la justicia es una virtud particular en cuando ordena al hombre respecto a las cosas que se refieren a otra persona singular366.

«La justicia, considerada como virtud especial, contempla el bien bajo su aspecto de debido al prójimo. En este sentido, pertenece a la justicia especial hacer el bien bajo su aspecto de debido al prójimo y evitar el mal opuesto, esto es, aquello que

360 R. GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, o.c., 628.361 Cf. S.Th., II-II, q. 58, aa. 5-6; I-II, q. 109, a. 3; q. 100, a. 6.362 S.Th., II-II, q. 58, a. 5c.363 Ibidem.364 Cf. S.Th., II-II, q. 58, a. 6c.365 Cf. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976, 108-109.366 Cf. S.Th., II-II, q. 58, a. 7c.

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para el prójimo sea nocivo. En cambio, a la justicia general corresponde hacer el bien debido a la comunidad o a Dios y evitar el mal contrario»367.

Evitar el mal no es una pura negación. «Entraña un movimiento de la voluntad que repudia el mal»368, que lleva a poner los medios necesarios para evitarlo, en la medida de lo posible. De modo análogo, hacer el bien entraña un movimiento de la voluntad que quiere positivamente ese bien para una persona; no consiste en hacer lo justo sólo para evitar un mal propio, sino en querer el bien para otro como si fuera para uno mismo.

La justicia particular se divide en justicia conmutativa (en el campo de las relaciones entre personas privadas), y justicia distributiva (en las relaciones de las instituciones sociales con los individuos): son las partes subjetivas de esta virtud.

c) El objeto de la justicia

«El objeto de la justicia, a diferencia de las demás virtudes, es el objeto específico que se llama lo justo. Ciertamente, esto es el derecho»369. El objeto de la justicia es el derecho, entendiendo por tal ipsam rem iustam, la cosa justa en sí misma, lo que es justo.

Por tanto, en este sentido, el objeto de la justicia es dar al otro lo que le corresponde, su derecho, independientemente de la actitud subjetiva del que se lo da.

En las virtudes de la fortaleza y la templanza, la rectitud de la acción se determina por relación al sujeto que actúa370; en cambio, en el acto de justicia, lo recto se determina, en primer lugar, por relación a otro sujeto, «pues en nuestras acciones se llama justo a aquello que, según alguna igualdad, corresponde a otro, como la retribución del salario debido por un servicio prestado. Por consiguiente, se llama justo a algo, es decir, con la nota de la rectitud de la justicia, al término de un acto de justicia, aun sin la consideración de cómo se hace por el agente»371.

Las otras virtudes morales tratan sobre las pasiones, cuya rectificación se considera en relación al sujeto. El medio en esas virtudes se determina en relación con el mismo sujeto virtuoso. «En estas virtudes el medio es únicamente según la razón, con respecto a nosotros». «Pero la materia de la justicia es la operación exterior, en cuanto que esta misma, o la cosa de que se hace uso, tiene respecto de otra persona la debida proporción. Y, en consecuencia, el medio de la justicia consiste en cierta igualdad de la proporción de la cosa exterior a la persona exterior»372.

Esto quiere decir que si una persona debe a otra 100 euros, lo justo es darle 100 euros, ni más ni menos; y esta es la única condición esencial para que se pueda decir que se ha dado al otro lo justo, o para que el otro pueda decir que ha

367 S.Th., II-II, q. 79, a. 1c.368 S.Th., II-II, q. 79, a. 1, ad 2.369 Ibidem.370 Cf. S.Th., II-II, q. 57, a. 1c.371 S.Th., II-II, q. 57, a. 1c.372 S.Th., q. 58, a 10c.

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recibido lo justo. Y por eso, para saber que una acción es injusta basta con saber si se ha dado exactamente lo debido. Desde un cierto punto de vista, por tanto, en la virtud de la justicia, «lo que primeramente importa... es la acción exterior del hombre»373.

Ahora bien, este es sólo un aspecto del objeto de la justicia: la materia o acción exterior que exige374, porque la virtud no sólo se define por el acto externo, sino también por su dimensión inmanente. No se vive la virtud de la justicia si falta en la persona el orden interior que debe tener hacia el otro, y ese orden interior no es sólo el respeto, sino el amor. La única actitud verdaderamente justa respecto a una persona es amarla de tal manera que se quiera para ella el bien: se trata de un amor de amistad que entraña benevolencia y afecto.

El primer objetivo de la justicia es «ordenar al hombre en las cosas que están en relación con el otro»375. Por tanto, no sólo ordena la acción externa, sino también al hombre mismo que la realiza. El primer efecto de la justicia es que el hombre, en sí mismo, tenga la voluntad ordenada por la recta razón para que actúe bien en las relaciones con los demás. Esta es la dimensión inmanente de la justicia.

El acto externo de dar a una persona lo suyo, sin el acto interno de amor a esa persona, es sólo el cadáver de la virtud. Se cumple materialmente con la justicia, se da lo justo, pero no basta con eso para ser virtuoso: es preciso que el acto interior sea un acto de justicia con la otra persona. Y lo justo en las relaciones con los demás, lo que merecen en justicia por ser personas, es ser tratadas con amor de amistad.

Vivir la virtud implica, como se ha visto, facilidad, prontitud, firmeza y alegría. «No es justo —afirma Aristóteles— el que no se alegra de las operaciones justas»376. El que las realiza “porque no queda más remedio”, cumple sí con el objeto material de la justicia, pero no “vive” la virtud de la justicia.

Si se desliga el acto exterior del interior, no se entiende que el cometer injusticia sea peor que padecerla. «El cometer una injusticia sobre mi persona le reporta más perjuicio al responsable del acto que a mí mismo, a pesar de ser su víctima»377.

«Dondequiera que se dé la justicia en su pleno sentido, la acción externa será expresión de una interna afirmación por la que el otro es reconocido y confirmado en lo que se le debe»378. Reconocido y confirmado –habría que añadir- como persona. Y la persona sólo es reconocida y confirmada como persona cuando es amada.

Es una herencia del pensamiento moderno reducir la justicia al cumplimiento meramente externo de lo que es debido a otro, independientemente de la intención con que se realice tal cumplimiento, es decir, sin importar que la acción

373 S. TOMÁS DE AQUINO, In Ethicorum, l. 5, 1, n. 886.374 S.Th., II-II, q. 58, a. 11c.375 S.Th., II-II, q. 57, a. 1c.376 ARISTÓTELES, Ethic. 1, c. 8, n. 12 (1099a 18). Citado en S.Th., q. 58, a. 9, ad 1.377 PLATÓN, Gorgias, 508.378 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 111-112.

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justa sea movida por el amor al bien de la otra persona o por intereses egoístas. Esta concepción de la justicia está unida a una visión legalista de la ética, a la moral de obligaciones y al utilitarismo.

En una visión más propia de la ética de las virtudes, la justicia se considera intrínsecamente unida al amor debido a los demás. La justicia se basa en el amor natural de amistad que existe entre los hombres, y que les lleva a ayudarse y asistirse mutuamente. Sustentado en ese amor, el hombre justo da a los demás lo que les corresponde, según la ordenación divina. «No existe distancia entre el amor al prójimo y la voluntad de justicia. Al oponerlas entre sí, se desnaturalizan a la vez el amor y la justicia»379.

Gracias a este amor natural, el hombre no necesita ninguna virtud moral para hacer a los demás lo que le gustaría que a él le hiciesen, o para amar al prójimo como a sí mismo. Sin embargo, la tendencia de la voluntad al bien propio es por naturaleza más fuerte que la tendencia al bien ajeno. Y por eso, necesita la virtud de la justicia, que le permite tender al bien para los demás con la misma determinación, constancia y alegría con las que tiende por naturaleza al bien propio380.

Cuando el hombre es justo, se alegra de darle al otro el bien debido, como si fuese un bien propio, y le resulta atractivo buscar el bien para los demás: ama al prójimo como a sí mismo. Por tanto, la justicia es la virtud que hace querer bien a los demás y querer para ellos el bien debido; es la benevolencia en el campo de aquello que se debe al otro y que, por tanto, es su derecho. Es la primera realización del amor de amistad381.

d) El fundamento del derecho

«Si el acto de justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, es porque dicho acto supone otro precedente, por virtud del cual algo se constituye en propiedad de alguien»382.

Ese acto precedente es el acto creador: «Por la creación empieza primeramente el ser creado a tener algo suyo»383. Este acto no es, a su vez, un acto de justicia, pues Dios no es deudor. En último término, lo que el hombre es y tiene lo recibe de Dios como don, por Amor. Se puede afirmar, por tanto, que la justicia entre los hombres tiene como fundamento último el amor de Dios. En consecuencia, todo acto de justicia realizado por los hombres debe estar fundado también en al amor a los demás.

Para determinar el fundamento de los derechos de la persona no basta decir que ha sido creada por Dios, pues todo ser ha sido creado, y no todos tienen derecho. Es preciso añadir que, si la persona tiene derechos, es precisamente por ser persona, es decir, un ser espiritual, dueño de sus propios actos en vista a su propia perfección.

379 CONGREGACIÓN PARA LA D. DE LA FE, Inst. Libertatis conscientia, 22-III-1986, n. 57.380 Cf. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 247-248.381 Cf. Ibidem, 248.382 S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, II, c. 28.383 Ibidem.

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2.2. Justicia y amor de amistad

En el apartado 1 se ha dicho que el amor de amistad se especifica según el bien que se comparte y el tipo de comunidad. Ahora hay que añadir, con Santo Tomás, que «la justicia se diversifica según las diferentes amistades»384. Es decir, la justicia recibe de la amistad su especificidad.

La justicia consiste ciertamente en dar a cada uno lo suyo, lo que le es debido; pero lo suyo, lo que le es debido, se ha de especificar según un criterio: el de la amistad establecida y el puesto que cada uno ocupa en ella385. Así, la amistad civil implica vivir determinados actos de justicia, distintos a los que comporta la amistad conyugal, la amistad familiar o la fraternidad en la Iglesia.

La justicia necesita del amor de amistad: es su fundamento, su origen y su finalidad386, porque lo que mueve a la acción justa es el bien de la persona. Sin amor, como se ha visto, no puede existir la justicia como virtud. Además, la justicia adquiere diversas modalidades según los diversos amores de amistad.

Pero el amor, a su vez, necesita de la justicia para poder actuar eficaz y justamente, porque debe ser dirigido por la razón, que le señala la verdad sobre el bien. En efecto, el amor no es el único criterio para saber si una acción es buena: es preciso que ese amor responda a la verdad del bien para la persona. Se quiere de verdad a una persona cuando se buscan para ella los bienes convenientes a su perfección como persona y de acuerdo con la relación con ella establecida, según los bienes que se comparten387. Se puede decir, por tanto, que la justicia es una dimensión intrínseca de la amistad, porque determina el modo según el cual se debe querer un bien para la persona amada. La amistad será recta si quiere para el otro los bienes a los que tiene derecho388.

«El amor y la justicia se integran. Esta integración es posible una vez que se supera una concepción del amor basada en el sentimiento y se abre a la comprensión del amor como una unión afectiva, gracias a la cual se genera una amistad que posibilita un acto singular, “amar”, entendido como querer un bien para la persona amada. La justicia sería una calificación del modo en que se debe querer dicho bien: a causa de un derecho. No quererlo sería negar el amor a la persona. Por una parte, la justicia sin la especificación que implica cada tipo de amistad se encontraría con la dificultad de no saber determinar lo que es justo; por otra, la justicia es la primera realización del amor de amistad»389.

Como es lógico, el amor no se agota en la promoción de los bienes que le son debidos a la otra persona, porque puede empujar a la generosidad, sobrepasando lo debido, pero sin salirse nunca del orden del amor.

384 S. TOMÁS DE AQUINO, In Ethicorum, l. 8, lec. 9, 68.385 Cf. J. NORIEGA, Amistad y justicia, el papel de la experiencia primordial del amor, o.c., 210. Especialmente en este apartado, tenemos muy presentes las certeras reflexiones de este autor.386 Cf. Ibidem.387 Cf. Ibidem, 248ss.388 Cf. Ibidem, 211.389 Ibidem, 214-215.

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3. Las especificaciones de la justicia

A los diversos tipos de amistad corresponden, como se ha dicho, diversos tipos de justicia. A continuación se estudian las virtudes que nacen como especificaciones del amor de amistad-justicia. Pueden considerarse como sus partes potenciales o virtudes adjuntas.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, estas virtudes pueden definirse en función del tipo de amistad, incluyendo siempre la justicia como elemento intrínseco.

3.1. La virtud de la religión

a) ¿En qué consiste la virtud de la religión?

La religión es la virtud moral que inclina al hombre a dar a Dios el amor, el respeto, el honor y el culto debidos como primer principio de la creación y gobierno de todas las cosas390. A Dios le debe el hombre un amor eminente e ilimitado, que se manifiesta en la gratitud, el desagravio, la adoración y la obediencia.

Al tratar la virtud de la sabiduría, se dijo que la humildad y el reconocimiento de Dios como Creador engendran en la persona el deseo de corresponder a su amor. Cuando el hombre conoce a Dios como Creador del ser humano y del cosmos (sabiduría), puede comprender su propio ser, su vida y todas las cosas del mundo como un don concedido por Dios, a quien, por tanto, debe el reconocimiento de su total dependencia y el agradecimiento por todos los bienes recibidos.

La respuesta adecuada al don de Dios no puede ser otra que el amor. Ahora bien, la relación con Dios no es de igualdad, sino asimétrica: es la relación de la criatura con el Creador, de quien lo ha recibido todo gratuitamente. En consecuencia, debe reconocer su señorío absoluto con la adoración y la obediencia, y sobre todo manifestarle su agradecimiento, que implica la entrega total de sí mismo y de todo lo que ha recibido. La mejor manera de corresponder al Amor de Dios Creador es, precisamente, esa entrega total por amor. Como afirma Santo Tomás, «la justicia tiende a que el hombre, en la medida de sus fuerzas, dé lo suyo a Dios, sometiéndole totalmente su alma»391. La gratitud aparece así, por tanto, como la respuesta adecuada, el acto religioso más perfecto.

Otra consecuencia de la relación creatural con Dios es pedirle perdón por los propios pecados y realizar actos de penitencia, como un modo de de restituirle, en la medida de lo posible, la gloria debida, que ha sido usurpada por la ofensa del pecado. La penitencia, virtud especial pero directamente relacionada con la virtud de la religión, consiste en dolerse del pecado cometido en cuanto ofensa a Dios, con el propósito de enmendarse392.

b) La función ordenadora y unificadora de la religión

Aunque la virtud de la religión tiene unos actos específicos, abarca en realidad la entera vida de la persona, pues todas las acciones, por el hecho de ser realizadas para la gloria de Dios, pertenecen a esta virtud, en cuando son imperadas por ella.

390 Cf. S.Th., II-II, q. 81, a. 3c.391 S.Th., II-II, q. 57, a. 1, ad 3.392 Cf. S.Th., III, q. 85, a. 3c.

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Por esta razón, puede decirse que religión y santidad se identifican393, y que la religión tiene la preeminencia entre todas las virtudes morales394.

La virtud de la religión no puede ser considerada, por tanto, como una virtud más entre otras, pues debe animar y configurar toda la vida del cristiano: «Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10, 31; cf. Col 3, 17). La religión desempeña, en consecuencia, una importante función arquitectónica en la vida de la persona: dirige todas sus acciones a la gloria de Dios, y no a la búsqueda desordenada de la propia excelencia; la mueve a vivir las exigencias de la justicia como glorificación de Dios, constituyendo así la garantía más fundamental de la justicia en la sociedad; y ordena su relación con el mundo, a fin de que toda la creación glorifique a Dios a través del hombre395.

La virtud de la religión asegura, de este modo, la unión de culto y moralidad. El verdadero culto a Dios, que implica el deseo sincero de cumplir su voluntad, exige vivir todas las demás virtudes morales. Jesús fustiga la falta de amor, como contradictoria con el verdadero espíritu de adoración a Dios (cf. Mt 12, 1-14), y hace propias las palabras de Oseas (6, 6), según las cuales vale más la misericordia que el sacrificio. En la predicación apostólica aparece con frecuencia la exigencia de unidad del culto a Dios y el cumplimiento de su voluntad en todos los campos de la vida: «La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo» (St 1,27).

3.2. Relaciones con los familiares y conciudadanos

La familia y la patria, en las que se entrecruzan diversas relaciones, son el ámbito de diversas e importantes virtudes:

—el amor paterno-filial o amor de los padres hacia los hijos, que comporta criarlos y educarlos adecuadamente;

—el amor esponsal entre los cónyuges, que, además de ser fiel, casto y abierto a la vida, debe crecer y alimentarse con manifestaciones concretas de amor;

—la fraternidad o amor entre los hermanos;

—la piedad o amor de los hijos hacia los padres, que se expresa de múltiples formas: con la obediencia, las muestras normales de afecto y respeto, la ayuda material y espiritual, la asistencia a los padres ancianos, etc.

—el amor a la patria, que consiste en honrar y servir a los conciudadanos, con los que cada persona tiene una gran deuda porque de una manera u otra han colaborado para que fuese posible su vida y educación396. Un importante deber

393 Cf. S.Th., II-II, 81, 8.394 Cf. S.Th., II-II, 81, 6.395 Cf. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, o.c., 254-255.396 El amor a la patria no es un amor excluyente: no impide sentirse ciudadanos del mundo, unidos a todos los hombres y solidarios respecto a los que tienen especiales necesidades, y sentir admiración y agradecimiento por todas las cosas buenas de los demás pueblos. El amor a la patria no puede identificarse con la ideología política del nacionalismo que diviniza la propia patria o nación, faltando a la justicia con otros pueblos.

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que lleva consigo el amor a la patria (y no sólo el amor a uno mismo y a la familia) es el trabajo, porque es el medio con el que cada persona sirve más directamente a los conciudadanos, y con el que satisface de algún modo la deuda que tiene con ellos.

3.3. Relaciones con las personas constituidas en dignidad

Se emplean diversos términos para referirse a la virtud por la que se honra y respeta a las personas constituidas en dignidad, es decir, a quienes poseen cierta excelencia por su rango, unida o no al poder de gobernar (autoridades, maestros, ancianos, etc.): observancia, sumisión, acatamiento, respeto, veneración, etc.397

Debido a la excelencia de su estado, se les debe honor; por su oficio de gobernar, se les debe obediencia.

—El honor es el reconocimiento de la excelencia de una persona. Se manifiesta siempre mediante signos exteriores: palabras, hechos, regalos, homenajes, etc., que deben corresponder sinceramente al acto interior de reconocimiento398.

—La obediencia a los mandatos justos tiene como fundamento la autoridad del superior, recibida directa o indirectamente de Dios: «Que todo hombre se someta a las autoridades superiores, porque no hay autoridad que no provenga de Dios; y las que existen, por Dios han sido constituidas. Así pues, quien resiste a la autoridad, resiste al plan de Dios» (Rm 13,1-2). La obediencia no se opone a la libertad; por el contrario, es un acto de libertad, a condición de que ésta se entienda como el poder de hacer el bien por propia determinación, porque uno quiere, y no como el poder de hacer una cosa o su contraria399. Por ser libre, la obediencia es meritoria, porque la causa principal de que una acción sea virtuosa y meritoria es su procedencia de la voluntad400.

3.4. El amor a los benefactores: gratitud

El amor hacia las personas de las que se ha recibido algún beneficio se traduce en la gratitud. «La virtud del agradecimiento o gratitud tiene por objeto la retribución con que uno paga libremente una deuda de pura cortesía»401.

«El mismo orden natural exige que quien recibe un beneficio se sienta movido a expresar su gratitud al bienhechor mediante la recompensa, según su propia condición y la de aquél»402. Pero así como el beneficio consiste más en el afecto que en el efecto, en la gratitud lo principal es el afecto con el que se agradece el beneficio recibido403.

397 Cf. S.Th., II-II, q. 103, a. 1.398 Cf. S.Th., II-II, q. 103, a. 1.399 Cf. S.Th., II-II, q. 104, a. 1, ad 1.400 Ibidem, ad 3.401 S.Th., II-II, q. 106, a. 1, ad 2.402 S.Th., II-II, q. 106, a. 3c.403 Ibidem, ad 5.

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3.5. El amor a los necesitados: generosidad

La virtud de la generosidad o liberalidad consiste en el recto uso recto de los bienes404, y presupone que el corazón esté desprendido de esos bienes. Citando a San Agustín, el doctor Angélico enseña: «Es virtuoso usar bien de aquello que podríamos usar para el mal. Ahora bien, podemos usar bien o mal no sólo lo que está en nosotros, como las potencias y pasiones, sino también lo exterior, es decir, las cosas materiales que se nos dan para sustentar nuestra existencia. Y como el uso recto de estos bienes pertenece a la liberalidad, ésta es virtud»405.

La generosidad no consiste propiamente en dar mucho, sino en la disposición del donante406. «El afecto es el que hace rica o vil la dádiva y el que da valor a las cosas»407. Así entendida, la generosidad tiene todas las características de la solidaridad.

3.6. La manifestación externa del amor a los demás: afabilidad y virtudes de la cortesía

La amistad general que de modo natural debe reinar entre los hombres se manifiesta también en el trato externo: la afabilidad o amabilidad408. Esta virtud consiste en expresar esa amistad, incluso ante desconocidos, de diversas maneras: por medio de palabras, actitudes y modos de actuar (formas sociales, formas de buena educación, cortesía, urbanidad, etc.), que son de gran importancia para que la convivencia sea grata, propia de personas que sienten respeto y amor entre ellas. Cuando la amabilidad es verdadera virtud, las formas en las que se expresa tienen como contenido el respeto y amor a los demás. Sin ese contenido no habría verdadera virtud, y sus expresiones se convertirían en formulismos vacíos motivados por algún tipo de interés.

El hecho de que en determinados ambientes se vivan las buenas formas de modo interesado o hipócrita, no es motivo suficiente para eliminarlas. La verdadera solución consiste en que las personas vuelvan a valorar la amistad, que es el alma de esta virtud y de todas las virtudes sociales. La experiencia muestra además que despreciar las buenas formas influye en la desaparición de su contenido. El fondo, bueno o malo, tiende a manifestarse en las formas, y las formas, buenas o malas, influyen en el cambio de fondo.

3.7. La equidad o epiqueya

La equidad o epiqueya es la virtud que consiste en dejar a un lado la letra de la ley humana cuando cumplirla sería cometer una injusticia, y hacer, por amor a los demás, lo que en esos casos pide el espíritu de la ley, es decir, la justicia y el bien común409. Santo Tomás pone como ejemplo el caso de la ley que manda devolver a otro lo que nos ha dado en depósito: si alguien reclama un arma en depósito, en

404 Cf. S.Th., II-II q. 117, a. 1c.405 S.Th., II-II q. 117, a. 1c.406 S.Th., II-II, q. 117, a. 1, ad 3.407 Ibidem.408 Cf. S.Th., II-II, q. 114. Santo Tomás emplea aquí el término “amistad” como equivalente a “afabilidad”.409 S.Th., II-II, q. 120.

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estado de demencia, o para atacar a la patria, sería pernicioso e injusto cumplir la ley a rajatabla.

3.8. La veracidad

La veracidad es la virtud que inclina a la persona a decir la verdad y a manifestarse al exterior, con sus acciones y palabras, tal como es interiormente410. Su función consiste en establecer la conformidad de las acciones y palabras con la realidad que ellas expresan, como el signo con la cosa significada411. El Catecismo de la Iglesia Católica la define como «la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía»412.

Algunas virtudes especialmente relacionadas con la veracidad son la sinceridad, la sencillez y la fidelidad.

—En sentido amplio, la sinceridad se identifica con la veracidad. En un sentido más restringido, es la veracidad del hombre en sus íntimas y personales relaciones con Dios.

—También la sencillez puede asimilarse a la virtud de la veracidad. Según Santo Tomás, sólo las separa una mera diferencia racional: la veracidad se llama así cuando los signos concuerdan con lo significado; se llama, en cambio, sencillez o simplicidad cuando no se tiende a diversos objetivos, a saber, procurar internamente una cosa y buscar externamente otra413. La sencillez hace referencia, por tanto, a la conexión entre la intención del hombre y el camino que toma para realizarla. Puede definirse como la virtud «por la que en el hombre concuerdan sus intenciones íntimas con el modo en que las expresa y las pretende realizar»414.

—La fidelidad es la virtud que dispone al hombre a mantener aquello que ha prometido415. Mientras la veracidad consiste en la conformidad de las palabras y acciones con las realidades que expresan, la fidelidad es la conformidad de lo que se ha dicho con lo que se hace.

3.9. El justo castigo o vindicación

Hacia aquellos que injurian, el amor a Dios, a los demás y a uno mismo se traduce en el castigo justo o vindicatio. Esta virtud «consiste en guardar la proporción debida en el castigo, habida cuenta de todas las circunstancias»416.

En el castigo justo es importante tener en cuenta la intención de quien lo impone. Si lo que busca principalmente es el mal del castigado y se complace en él, realiza una acción moralmente mala. La acción –que ha de ser ejercida por quien tiene jurisdicción- debe estar motivada por la búsqueda de un bien al que se llega

410 Cf. S.Th., II–II, q. 109, a. 1c; a. 3, ad 3.411 Cf. Ibidem, a. 1, ad 2.412 CEC, n. 2468.413 S.Th., II–II, q. 111, a. 3.414 I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, Gran Enciclopedia Rialp, XXI, Madrid 1979, 173.415 Cf. S.Th., II–II, q. 110, a. 3, ad 5.416 S.Th., II-II, q. 108, a. 2, ad 3.

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mediante el castigo del culpable: «por ejemplo, su enmienda o, por lo menos, el que se sienta cohibido, la tranquilidad de los demás, la conservación de la justicia y del honor debido a Dios»417.

Directamente relacionada con esta virtud se encuentra la clemencia, una de las partes potenciales de la templanza, que atempera la ira y calma el deseo de venganza, suavizando la pena. El vicio opuesto es la crueldad.

3.10. ¿Amor y justicia respecto a los seres vivos no racionales?

El amor a Dios sobre todas las cosas lleva consigo también el amor ordenado a todas las cosas creadas: como medios para servir a Dios, a los demás y a uno mismo418.

El Catecismo de la Iglesia Católica sitúa el respeto a los seres vivos en el contexto del séptimo mandamiento de la ley de Dios y, por tanto, de la virtud de la justicia. «Los animales son criaturas de Dios, que los rodea de su solicitud providencial (cf. Mt 6,16). Por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria (cf. Dn 3,57-58). También los hombres les deben aprecio. Recuérdese con qué delicadeza trataban a los animales S. Francisco de Asís o S. Felipe Neri»419.

Los animales, como el resto de la creación, están confiados a la administración del hombre. Puede servirse de ellos para el alimento y la confección de vestidos, para su trabajo y su ocio. También son moralmente aceptables los experimentos médicos y científicos en animales, «si se mantienen dentro de límites razonables y contribuyen a curar o salvar vidas humanas»420.

Los seres vivos no son sujetos de derechos, ni es necesario tratarlos “como si los tuvieran”, para asegurar su cuidado. Lo importante es que la persona cumpla sus deberes respecto a Dios, a sí mismo y a los demás; el respeto y cuidado de la naturaleza vendrá como necesaria consecuencia.

Los defensores de los «derechos de los animales», suelen fundamentarlos en el hecho de que sufren o de que tienen una cierta conciencia. Pero lo que constituye a alguien en sujeto de derechos es el ser persona. Ni siquiera una persona es sujeto de derechos por el hecho de que sufra o tenga conciencia, sino por ser persona.

La afirmación de que los animales no tienen derechos no se basa en el hecho de que no tienen poder de exigirlos. Tampoco los derechos de las personas dependen de ese poder. El intento de fundamentar la ética ecológica en la concesión de derechos a los animales, supone la existencia de una oposición conflictiva entre el hombre y la naturaleza: una concepción que debe ser superada.

417 S.Th., q. 108, a. 1c.418 Un amplio estudio sobre las relaciones del hombre con la naturaleza se puede encontrar en A. SARMIENTO-T. TRIGO-E. MOLINA, Moral de la persona, EUNSA, Pamplona 2006, VI Parte. En este apartado se considera únicamente la relación de la persona con los seres vivos no racionales. 419 CEC, n. 2416. El 29 de noviembre de 1979, Juan Pablo II declaró a San Francisco de Asís patrono de los ecologistas (cf. Carta Apostólica Inter Sanctos, AAS 71, 1509ss).420 CEC, n. 2417.

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El hecho de que los animales no sean sujetos de derechos no quiere decir que puedan ser tratados de cualquier manera. Hacerlos sufrir inútilmente o gastar sin necesidad sus vidas, es contrario al plan de Dios sobre la creación y, por tanto, contrario a la dignidad humana. Como también lo es invertir en ellos sumas que deberían emplearse en remediar la miseria de los hombres, o desviar hacia los animales el afecto debido únicamente a las personas421.

4. La virtud de la caridad

4.1. ¿En qué consiste la virtud teologal de la caridad?

«La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios»422.

En Dios no tiene sentido hablar de fe ni de esperanza. En cambio, en Dios hay amor. Más aún, «Dios es Amor» (1 Jn, 4, 18). En consecuencia, el amor que Dios da al hombre lo da como una participación de su propio Amor, del Amor con que se ama a sí mismo y a cada una de sus criaturas, del amor con que el Padre y el Hijo se aman y espiran al Espíritu Santo, del mismo Espíritu Santo en cuanto Amor.

Como se ha dicho al comienzo de este capítulo, el amor de amistad está fundado en la capacidad de la naturaleza humana de abrirse a los otros, acogerlos como son y reconocerlos como dignos de ser amados por sí mismos, queriendo eficazmente su perfección como personas. Pues bien, «la caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino»423. El objeto propio del amor de Dios son las Personas divinas —Padre, Hijo y Espíritu Santo—. De este modo, el hombre puede amar a las Personas divinas como Ellas se aman entre sí.

Gracias a la caridad, el cristiano puede aceptar —de un modo limitado, por ser creado— la donación real que las Personas divinas hacen de sí mismas al hombre; y donarse a sí mismo a Dios, participando en la Comunión divina de Personas que es Dios.

Aunque la caridad es una virtud única e indivisible, se dirige a Dios, a lo demás y a uno mismo. El motivo de la caridad es la Bondad de Dios, y ese es también el motivo por el que el hombre debe amar todo lo que Dios ama y como Él lo ama: en primer lugar, a sí mismo y a los demás hombres, incluso a los enemigos y pecadores, con amor de caridad, pues en todos los hombres se refleja la Bondad divina, todos han sido creados a su imagen y semejanza, y por todos ha muerto Cristo para justificarlos, convertirlos en hijos y destinarlos a la misma felicidad; y, en segundo lugar, a todos los seres creados, tratándolos no como quien es su dueño absoluto, sino como colaborador de Dios y administrador de sus bienes.

421 Cf. CEC, n. 2418. 422 CEC, n. 1822. Como en los casos de la fe y la esperanza, el estudio exhaustivo de esta virtud corresponde a la Moral Teologal.423 CEC, n. 1827.

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4.2. Características de la caridad

La caridad o amistad sobrenatural entre Dios y el hombre tiene unas características específicas424:

—Es un amor nuevo, sobrenatural, gratuito, participación del amor mismo de Dios, que «ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).

—Es un amor de naturaleza divina, muy superior, por tanto, a las capacidades connaturales al alma humana.

—Es la forma de todas las virtudes, porque gracias a ella los actos de todas las virtudes se ordenan al fin último y debido.

—La fe es el fundamento de todas las virtudes y el comienzo de la salvación humana, pero la unión con Dios mediante la fe tiene por finalidad la unión con Él en el amor de caridad.

—El Espíritu Santo hace amar al Padre como el Hijo lo ha amado, a saber, con un amor filial que se manifiesta en el grito: “Abbá”, pero que se extiende a todo el comportamiento de quienes, en el Espíritu, son hijos de Dios.

—Bajo el influjo del Espíritu, toda la vida se transforma en un homenaje al Padre, lleno de reverencia y de amor filial.

4.3. La caridad, amor de amistad entre el hombre y Dios

«Ya no os llamaré siervos, sino amigos» (Jn 15, 15). «La caridad –afirma Santo Tomás- significa no sólo amor de Dios, sino también cierta amistad con Él, la cual añade al amor la correspondencia en el mismo con cierta comunicación mutua»425. Esta amistad con Dios, «que consiste en cierto trato familiar con Él, comienza aquí en la vida presente por la gracia y culminará en la vida futura por la gloria»426.

Como tal amor de amistad, la caridad es un amor de benevolencia recíproco entre Dios y el hombre, que está fundado en una comunicación de bienes; es unión de afectos y voluntades.

—Dios ama al hombre, lo invita a ser su amigo y quiere eficazmente su bien: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16); «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

—Dios comunica al hombre no sólo el ser, la vida y todos los bienes creados, sino también su propia bienaventuranza427: «Nos ha regalado los preciosos y más grandes bienes prometidos, para que por estos lleguéis a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4). Más aún, puede decirse que Dios se da a Sí mismo al hombre: ya en esta vida, se entrega realmente al hombre en la Eucaristía, que «significa y realiza la comunión de vida con Dios»428. El Señor no sólo ha querido 424 Cf. JUAN PABLO II, Audiencia General, 2.V.91.425 S.Th., I-II, q. 65, a. 5c.426 Ibidem.427 Cf. S.Th., II-II, q. 23, a 1c.428 CEC, n. 1325.

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ser amigo del hombre y elevarlo por la caridad a la amistad con Él, sino también que esa unión de amistad íntima se realizase y permaneciese por la recepción del Cuerpo y la Sangre de Cristo: «Quien come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 56).

La amistad que Dios ofrece, pide ser correspondida por el hombre. Por ser imagen de Dios, el hombre tiene la tendencia y la capacidad de amar a Dios como su Creador y Señor, con un amor que es total: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento» (Mt 22, 37–38). Pero Dios no quiere que el hombre le ame con amor de “siervo”, sino de amigo (cf. Jn 15, 15), y le concede la gracia -y, con ella, la virtud de la caridad- para elevarlo a la categoría de amigo e hijo. En consecuencia, el amor total a Dios tiene la característica de amistad filial que se reconoce en el Corazón de Cristo, en el cual «el Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra […] un Corazón humano»429.

Pero, ¿qué significa amar a Dios con amor de caridad, con amor de amistad filial?:

—Amar a Dios por Sí mismo con amor de benevolencia, es decir, porque es en sí y por sí amable, por su Bondad.

—Alegrarse y complacerse en los bienes divinos, porque el que ama se goza en el bien del amado: «Si me amarais, os alegraríais, pues voy al Padre» (Jn 14, 28).

—Gozarse por la presencia Dios, porque el amor causa gozo por la presencia del amigo: Dios está presente en el hombre que le ama, por su amorosa inhabitación: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23).

—Desear aumentar los bienes divinos en cuanto sea posible para el hombre y promover eficazmente la gloria de Dios. Esto lleva, por una parte, a entregarse a Él, a orientar la vida entera a su gloria, no como una cosa más entre otras, sino como finalidad última de toda acción: «Tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10, 31); y por otra, a querer que todos los hombres conozcan y amen cada vez más a Dios, especialmente por medio de una vida ejemplar y del apostolado: «Que te alaben los pueblos, oh Dios, que todos los pueblos te alaben» (Sal 67, 4).

—Identificarse con su Voluntad y cumplirla. Como se desprende de todo lo anterior, el amor de caridad hacia Dios ha de ser eficaz y no sólo afectivo. Jesucristo afirma claramente: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 14). Y San Juan enseña: «Hijos míos, no amemos de palabra y con la lengua, sino con obras y de veras» (1 Jn 3, 18). «La caridad –recuerda San Josemaría Escrivá- no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres»430.

Amar a Dios sobre todas las cosas implica cumplir sus mandamientos, porque la obediencia es la primera manifestación del amor filial: «Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced

429 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa: Homilías, Rialp, Madrid, 2000, (38ª), n. 169.430 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 2001, n. 62.

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en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15, 9-10)»431. La caridad lleva a la unión de voluntades: “idem velle, idem nolle”; a querer lo que Dios quiere, como lo quiere y cuando lo quiere: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» (Jn 15, 14).

La amistad entre el hombre y Dios fue querida por Él desde el principio. Perdida por el pecado original, Él la ha restituido por Cristo de una forma más profunda: no por razón de la sangre, sino por la del espíritu (cf. Jn 1, 12-13), y llamando al hombre a participar de la familia divina: «En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4, 9-10).

4.4. El amor a los demás hombres

El amor a Dios implica el amor a los demás. En la intimidad del Cenáculo, dice Jesús a los Apóstoles: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros» (Jn 13, 34-35). Y poco después, insiste: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Se trata de un mandamiento nuevo por varios motivos: por el modelo de este amor, que es el amor de Cristo por los hombres; y por su medida y modo, pues debe ser universal y absoluto: amar como Cristo ama.

«Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo. Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12)»432.

Al amor de amistad entre los hombres, basado en la comunicación de diferentes bienes, la caridad añade la comunicación de un bien propiamente divino: la bienaventuranza divina. Esta constituye ahora el sumo bien del hombre, compartido con aquellos a quienes ha sido dado. Los otros hombres son amados en esta amistad precisamente en cuanto participan de este bien divino o son llamados a él433, y lo que se desea para el prójimo según el amor de caridad es, precisamente, el bien de la bienaventuranza plena434.

De este modo, el amor de caridad incluye, perfecciona, sana y eleva todos los demás amores entre los hombres. Santo Tomás explica que con aquellos que están unidos a nosotros, tenemos diversas amistades, dependiendo del modo de unión con ellos. Pero, desde el momento en que el bien sobre el que se funda

431 CEC, n. 1824.432 CEC, n. 1823.433 Cf. S.Th., II-II, q. 26, a. 4c.434 Cf. J. NORIEGA, Amistad y justicia. El papel de la experiencia primordial del amor, o.c., 213-214.

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cualquier amistad honesta está ordenado, en cuanto fin, hacia el bien sobre el que se funda la caridad (la bienaventuranza), se deriva de ello que la caridad impera el acto de cualquier amistad. Se podría decir, por tanto, que de esta manera la caridad se convierte en la madre de todas las demás amistades435.

El amor de caridad es un reflejo del Amor Paterno de Dios a los hombres: es un amor fraterno: de hijos de Dios a los hijos de Dios. La caridad hacia los demás implica amarlos siempre por sí mismos, por su valor como personas e hijos de Dios –copartícipes, por tanto, de la bienaventuranza divina-, superando sus limitaciones y defectos. Es un amor que busca ayudar a los demás en sus necesidades —especialmente, las espirituales— y tiene carácter de misericordia; un amor que es universal y vence al mal con la abundancia de bien, cuya máxima manifestación es perdonar a los enemigos.

Ese amor y las obras que implica son fruto de la acción del Espíritu Santo en el alma: «“La caridad con la que formalmente amamos al prójimo es una participación de la caridad divina”. Y esa participación se realiza por obra del Espíritu Santo, que así nos hace capaces de amar no sólo a Dios, sino también al prójimo, como Jesucristo lo amó. Sí, también al prójimo, porque habiéndose derramado el amor de Dios en nuestros corazones, podemos amar a los hombres e incluso, de algún modo, a las mismas criaturas irracionales como las ama Dios»436.

El amor al prójimo es la manifestación y la medida del amor a Dios: «Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).

El amor a los demás crece y se hace plenamente efectivo gracias a la participación en el sacramento de la Eucaristía. Este Sacramento –recuerda Benedicto XVI- «tiene un carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”, dice san Pablo (1 Co 10, 17). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo solo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él y, por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos “un cuerpo”, aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí»437.

4.5. El amor a uno mismo

La caridad por la que se ama a los demás como Dios los ama y porque Dios los ama, lleva consigo que la persona se ame a sí misma como y porque Dios la ama. La caridad es amistad del hombre con Dios y, por tanto, con todos aquellos a los

435 Cf. S.Th., II-II, q. 26, a. 7c.436 JUAN PABLO II, Audiencia general, 22.V.91.437 BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 14. Véase también CEC, n. 1396.

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que Dios ama. Entre estos se encuentra el hombre mismo que tiene caridad. En consecuencia, el hombre debe amarse a sí mismo con amor de caridad438.

Este amor se concreta en tender a la propia perfección sobrenatural y a la salvación eterna: querer ser partícipes de la naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4), desear ser santos como el Padre Celestial es Santo (cf. Mt 5, 48), identificarse con Cristo y vivir la filiación divina, realidad que debe impregnar la inteligencia, la voluntad y los afectos. Y para ello, poner los medios humanos y sobrenaturales: vivir las virtudes, recibir los sacramentos, hacer oración, etc. En general, todo acto de amor a Dios y a los demás es, al mismo tiempo, un acto bueno de amor a uno mismo.

El amor de caridad a uno mismo no sólo conserva el amor natural de sí mismo, sino que lo eleva y perfecciona. Los deberes que se derivan de ese amor natural (asumido ahora por la caridad), como amar y respetar el propio cuerpo, apreciar la vida terrena, desarrollar las capacidades naturales, ejercitar la propia profesión, procurar el progreso en beneficio propio y de los demás, defender y ejercitar la propia libertad, etc., adquieren su sentido pleno.

4.6. La caridad, forma de todas las virtudes

Que la caridad es la forma o fin de todas las virtudes quiere decir que ordena a todas las virtudes al fin último. La función de las virtudes es relacionar a la persona con el fin; pero como el fin del hombre es sobrenatural (la amistad con Dios), las virtudes sin la caridad no pueden ponerlo en relación con dicho fin. Por tanto, no hay ninguna virtud verdadera sin la caridad439.

«Se dice que la caridad es fin de las demás virtudes porque las dirige hacia su propio fin. Y puesto que una madre es la que concibe en sí misma al otro, en este sentido se llama a la caridad madre de las demás virtudes, ya que, por el apetito del fin último, concibe los actos de las otras virtudes imperándolos»440.

«La caridad, que es el amor de Dios, impera a todas las demás virtudes, y aunque sea una virtud específica atendiendo a su propio objeto, por el influjo de su imperio es común a todas las otras virtudes, por lo que se dice que es forma y madre de todas ellas»441.

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge brevemente esta doctrina: «El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es el “vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana»442.

Sólo con la caridad los actos de las demás virtudes tienen mérito sobrenatural. En este sentido se dice que la caridad “vivifica” a las demás virtudes, o que éstas sin la caridad están “muertas”: no porque no puedan obrar por sí mismas, sino porque sus actos no son directamente eficaces en el orden sobrenatural.

438 Cf. S.Th., II-II, q. 25, a. 4.439 Cf. S.Th., II-II, q. 23, a. 7; S.Th., I-II, q. 66, a. 1c.440 Ibidem, a. 8, ad 3.441 S. TOMÁS DE AQUINO, De Malo, q. 8, a. 2c.442 CEC, n. 1827.

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En consecuencia, la caridad es la más importante de todas las virtudes: «Si no tengo caridad, dice también el apóstol, “nada soy”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma... si no tengo caridad, “nada me aprovecha” (cf. 1 Co 13,1-3). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13)»443.

La caridad es la virtud más perfecta. Todas las virtudes disponen al hombre a su bien, pero el bien del hombre es la visión de Dios. Por ello, sólo la caridad merece el nombre de virtud perfecta, o, al menos, toda virtud regulada e informada por la caridad444.

Por todo lo dicho, los diez mandamientos pueden resumirse en la caridad con Dios y con el prójimo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 37-40).

4.7. La transformación de la virtud de la religión

Se ha estudiado la virtud de la religión como parte potencial de la justicia. Pero en el organismo de las virtudes cristianas, regido por las virtudes teologales, la religión adquiere una dimensión nueva.

Mientras que el objeto propio de la virtud de la religión son los medios para dar gloria a Dios: los actos internos y externos de culto445, las virtudes teologales tienen como objeto directo a Dios creído, esperado y amado; por ellas, el hombre se une íntimamente a Dios, establece un contacto directo con Él. En consecuencia, en la vida moral de la persona cristiana, las virtudes teologales son el alma de la virtud de la religión. Su raíz ya no es meramente natural, sino sobrenatural: la fe, la esperanza y la caridad son, en el cristiano, la causa de los actos propios de la religión.

«Las virtudes teologales pueden imperar a la virtud de la religión, cuyos actos se ordenan a Dios. He aquí por qué S. Agustín dice que a Dios se le da culto con la fe, la esperanza y la caridad»446. En efecto, el culto a Dios presupone que la persona cree en Dios, uno y trino, principio y fin de todas las cosas, que tiene la esperanza de que Él acepta sus dones, y que su voluntad está conformada a la de Dios por la caridad.

La ordenación del hombre a Dios (ordo hominis ad Deum), propia de la religión, es ahora, gracias a la fe, ordo filiorum, in Christo, ad Patrem, per Spiritum Sanctum. La relación con Dios del hombre redimido es la relación de un hijo en el Hijo, con su Padre, lleno del amor del Espíritu Santo.

En consecuencia, los actos de la virtud de la religión son también transformados. La oración, por ejemplo, se convierte en trato personal con las tres divinas

443 CEC, n. 1826.444 Cf. S.Th., II-II, q. 23, aa. 6 y 7; De Caritate, a. 2.445 Cf. S.Th., II-II, 81, 5c.446 S.Th., II-II, q. 81, a. 5.

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Personas, primer fruto de la vida de fe y elemento central en la vida de los hijos de Dios. En cierto modo, fe y oración se identifican, ya que la fe es la respuesta a la llamada de Dios —a su Revelación— y eso ya es oración. «Oración y vida cristiana son inseparables»447. Vivir de fe es vivir en oración, en trato continuo con Dios, ya sea con el pensamiento, con las palabras o con las obras.

Como la caridad realiza la comunión del cristiano con Dios, el culto debido al Creador –objeto de la virtud de la religión- queda transformado por la amistad entre el hombre y Dios y adquiere mayor dignidad. Por otra parte, mientras la religión confiere el carácter cultual a la vida moral convirtiéndola en culto a Dios, la caridad la transforma en donación amorosa a Dios.

El cristiano, que participa de la función sacerdotal de Cristo, ofrece toda su vida como ofrenda viva, santa, agradable a Dios: este es su culto espiritual (cf. Rm 12,1). Refiriéndose especialmente a los laicos, afirma el Concilio Vaticano II: «Todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2,5)»448.

Si la virtud de la religión, como se ha visto, exige una vida moral coherente, ésta sólo puede darse plenamente si la persona enraíza toda su vida en la Eucaristía, Sacramento de la caridad. En efecto, en ella, como afirma Benedicto XVI, «fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que se configura en el encuentro con el agapé de Dios. Así, la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En el “culto” mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros»449.

Por último, es importante tener en cuenta que en el cristiano se da un influjo recíproco entre la religión y las virtudes teologales. Así, la devoción es causada por la caridad, pues por amor se dispone uno a servir con prontitud a Dios; pero también la caridad se nutre de la devoción, al igual que toda amistad se conserva y crece por el intercambio de muestras de afecto y por la meditación450.

4.8. La caridad y los dones del Espíritu santo

Suele relacionarse con la caridad el don de sabiduría, debido sobre todo a la íntima influencia del amor en el conocimiento del amado. Sin embargo, se ha tratado este don en el ámbito de la fe por ser esencialmente un don de carácter intelectual. En este apartado se estudian brevemente los dones más directamente relacionados con la justicia y la caridad: el don de piedad y el don de temor.

a) El don de piedad

Es el don por el que «rendimos a Dios nuestro culto y cumplimos nuestros deberes para con Él, por instinto filial, puesto en nosotros por el Espíritu Santo»451.

447 CEC, n. 2757.448 CONCILIO VATICANO II, Const. Dog. Lumen Gentium, n. 34.449 BENEDICTO XVI, Enc. Deus Caritas est, n. 14.450 Cf. S.Th., II-II, q. 82, a. 2, ad 2.451 S.Th., II-II, q. 121, a. 1c.

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El don de piedad, que se extiende a todas las formas de la virtud de la justicia, da al cristiano la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijo de Dios y hermano de todos los hombres y lo impulsa a imprimir en todas sus relaciones con Dios y con los demás el sentido filial y fraterno, característico de los miembros de una misma familia452.

«El Espíritu de piedad no es otra cosa que ese Espíritu de Amor que procede del Hijo y anima a todos los hijos adoptivos, a los que hace musitar con él ¡Abba, Padre!»453.

Con palabras de Juan Pablo II, mediante el don de piedad, «el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos. La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vacío que las cosas terrenas dejan en el alma, suscitan en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno (…). La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre (…). El don de piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división, como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana que se fundamenta en la civilización del amor»454.

b) El don de temor

El don de temor lleva a reverenciar la majestad de Dios y a temer, como teme un hijo, apartarse de Él, no corresponder a su amor. «“Timor Domini sanctus”. -Santo es el temor de Dios. -Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano»455.

«Es el sentimiento sincero y trémulo –explica Juan Pablo II- que el hombre experimenta frente a la tremenda maiestas (tremenda majestad) de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades (…). Esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente, ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma, sobre todo, el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de ‘permanecer’ y de crecer en la caridad (cf. Jn 15, 4-7). De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende toda la práctica de las

452 M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 41997, 287-288.453 Ibidem, 304.454 JUAN PABLO II, Regina Coeli, 28-V-1989.455 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid (72ª), n. 435.

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virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos»456.

Se relaciona con la esperanza, la religión, la humildad, la templanza, pero de modo especial con la caridad, porque, como afirma Juan Pablo II en el texto que se acaban de citar, el don de temor infunde «el temor filial, que es el amor de Dios». El temor de Dios sólo se puede entender desde el amor filial.

«Fundada en la caridad, se eleva el alma a un grado más excelente y sublime: el temor de amor. Esto no deriva del pavor que causa el castigo ni del deseo de la recompensa. Nace de la grandeza misma del amor. En esa amalgama de respeto y afecto filial en que se barajan la reverencia y la benevolencia que un hijo tiene para con un padre, el hermano para con su hermano, el amigo para con su amigo, la esposa para con su esposo. No recela los golpes ni reproches. Lo único que teme es herir el amor con el más leve roce o herida. En toda acción, en toda palabra, se echa de ver la piedad y solicitud con que procede. Teme que el fervor de la dilección se enfríe en lo más mínimo»457.

456 JUAN PABLO II, Angelus, 11-VI-1989.457 CASIANO, Colaciones, 11.

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VII. EL DOMINIO DE SÍ PARA PODER AMAR: LA TEMPLANZA

Hemos visto hasta ahora que el dinamismo operativo humano necesita para la acción, en primer lugar, conocer el bien; luego, verlo como posible; y, en tercer lugar, amarlo.

La persona humana es espiritual y corpórea. No ama sólo con el alma, sino con todas sus energías espirituales, psíquicas y corporales. Pero necesita encauzarlas y dirigirlas hacia el objetivo señalado por la razón y la fe. En este capítulo estudiaremos cómo la virtud de la templanza realiza esa misión respecto a las pasiones más vehementes de la persona humana, las que se relacionan directamente con la conservación de la vida y con la procreación.

En el Apartado 1, se analiza la naturaleza de la templanza como virtud general y virtud especial.

En el Apartado 2, se enumeran y definen brevemente las virtudes subordinadas a la templanza (partes integrales, subjetivas y potenciales).

A continuación, se reflexiona sobre dos consecuencias de la templanza en la vida de la persona y de la sociedad: la lucidez de la mente para el conocimiento de las verdades más altas (sabiduría) y para el discernimiento de la acción (prudencia) (3), y el crecimiento en la libertad y en la capacidad de amar (4).

Por último, estudiaremos la templanza cristiana.

1. La virtud de la templanza

Los precedentes para la doctrina teológica sobre la templanza (sophrosyne, temperantia) se encuentran en la literatura griega antigua. Sócrates, Platón y Aristóteles recogen esa tradición y le dan una formulación filosófica que sirve de base a los pensadores latinos posteriores (Cicerón, Séneca, Macrobio y Dionisio). El pensamiento de estos autores es la base sobre la que San Agustín, Santo Tomás y otros muchos teólogos elaboran la doctrina teológico-moral sobre la templanza. Sin embargo, la fuente más importante –por su carácter revelado- es la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia.

1.1. ¿En qué consiste la virtud de la templanza?

«La templanza –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica— es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (Si 5, 2; cf. 37, 27-31)»458.

De modo sintético, se expresa en este texto la naturaleza y función de la templanza en la vida cristiana, es decir, el “vivir con moderación” o sobriedad de que habla la Escritura (cf. Tit 2, 12). Se pone de relieve además el sentido positivo

458 CEC, n. 1809.

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de esta virtud -dirigida al dominio de uno mismo- y de los apetitos sensibles, que pueden y deben ser orientados al bien.

En el lenguaje corriente la palabra “templanza” connota un cierto matiz negativo. Con frecuencia se entiende como freno, limitación o represión de las energías vitales. Pero no era ese el significado propio del término latino temperare (del que deriva la palabra templanza459): «hacer un todo armónico de una serie de componentes dispares»460. Este es el concepto sobre el que los grandes maestros de la Teología han cimentado sus reflexiones sobre la templanza461. Los componentes dispares que se deben armonizar son la “sensualidad”, la “pasión”, el “apetito”, que no pueden identificarse con “sensualidad enemiga del espíritu”, “pasión desordenada” y “apetito irracional”. Esas expresiones, «lejos de ser negativas, representaron fuerzas vitales para la naturaleza humana, puesto que la vida del hombre consiste en el ejercicio y desarrollo de esas energías»462.

También en Santo Tomás tiene la templanza un sentido positivo. Ya en el mismo comienzo del tratado de la templanza, afirma: «Es evidente que la templanza no se opone a la inclinación natural del hombre, sino que actúa de acuerdo con ella»463.

El sentido más adecuado de templanza es el de inclinación, tendencia o impulso464. Su misión es recoger las fuerzas vitales de la persona y encauzarlas de forma que se conviertan en fuente de energía para la verdadera realización personal. «La templanza tiene un sentido y una finalidad, que es hacer orden en el interior del hombre. De ese orden, y sólo de él, brotará luego la tranquilidad de espíritu»465. Gracias a la templanza, las pasiones, en lugar de obnubilar a la razón, colaboran con ella y con la voluntad en el discernimiento y la realización del bien.

1.2. La templanza como virtud general

Como virtud general, la templanza consiste en «una cierta moderación o atemperación impuesta por la razón a los actos humanos y a los movimientos de las pasiones, es decir, algo común a toda virtud moral»466. Este sentido genérico designa una propiedad que deben cumplir todas las virtudes. Desde este punto de vista, la templanza es una virtud que «aparta al hombre de aquello que le atrae en contra de la razón»467.

459 Entre los griegos se usan los términos enkráteia (derivado del verbo enkráteo: “soy dueño”) o sophrosine (derivado del verbo sophroneo: “soy sabio, moderado”).460 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 221.461 Cf. P. LOMBARDO, II Sent., d. 27, a. 2; S.Th., I-II, q. 55, a. 4; II-II, 141, a 3.462 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 282.463 S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 1.464 J. GARCÍA LÓPEZ, Virtud y personalidad, EUNSA, Pamplona 2003, 173: «La temperancia, pues, tiene forma de inclinación o tendencia (...). Se malentiende la temperancia cuando se la concibe sólo como freno, como moderación, porque esencialmente es también tendencia o impulso». Y un poco más adelante, al hablar del componente de moderación que incluye la templanza, advierte: «y nótese que esa moderación no es una disminución de la energía, un simple freno o cortapisa, sino un positivo encauzamiento».465 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 225.466 S. Th., II-II, q. 141, a. 2c.467 S. Th., II-II, q. 141, a. 2c. Cf. también De virtutibus, q. 1, a. 12. ad 23.

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El hecho de que la templanza, en este sentido amplio, sea una condición que debe cumplir toda virtud, es una consecuencia de la primacía de la prudencia entre las virtudes morales. En efecto, la prudencia incluye una cierta moderación en la esencia misma de su actividad ordenadora y, por tanto, la templanza (sinónimo de moderación) alcanza a todas las demás virtudes, como condición general, a través de la acción propia de la prudencia. Santo Tomás ve en esta noción más general de la templanza uno de los motivos para afirmar que la belleza, aun siendo común a todas las virtudes, pertenece por excelencia a la templanza. La razón es que dicha noción de templanza incluye como propia una «moderada y conveniente proporción, en la cual consiste precisamente la belleza»468.

1.3. La templanza como virtud especial

El objeto de la templanza como virtud especial consiste en moderar las pasiones del apetito concupiscible, es decir, el amor y el deseo del bien sensible ausente y el placer gozoso del bien poseído, y sólo indirectamente la tristeza que produce la ausencia de ese placer.

Más concretamente, la templanza modera el deseo y goce de lo que atrae al hombre con más fuerza y, por tanto, de lo más difícil y costoso de moderar469. Tal es el caso de los deseos y placeres producidos por la satisfacción de los dos apetitos naturales más fuertes que el hombre posee: el apetito de comer y beber, y el apetito sexual, dirigidos a la conservación de la naturaleza, y que se refieren principalmente al sentido del tacto. La templanza modera e integra dichos apetitos a la luz de la recta razón.

La templanza no aparta de los placeres sin más, sino de aquellos placeres que se oponen a la razón y, por ello, a la auténtica inclinación natural del hombre y a su perfección como persona. La templanza no se opone a la verdadera inclinación humana, que incluye los placeres acordes a la razón. Si acaso, se opone a la inclinación bestial, no sujeta a la razón470, que es, por tanto, inhumana. Además la templanza no ejerce su moderación impidiendo las operaciones propias del apetito concupiscible, ni siquiera las pasiones, sino dominándolas para que se ajusten al medio determinado por la razón471. En palabras del propio Santo Tomás, «no es propio de la virtud hacer que las facultades sometidas a la razón cesen en sus propios actos, sino que sigan el imperio de la razón ejerciendo sus propios actos. Por lo que, así como la virtud ordena a los miembros del cuerpo ejecutar los actos exteriores debidos, también ordena al apetito sensitivo tener sus propios actos ordenados»472.

Los vicios que se oponen a la templanza son la intemperancia (por exceso) y la insensibilidad (por defecto). El intemperante deja que sus pasiones desordenadas

468 S. Th., II-II, q. 141, a. 2, ad 3.469 S. Th., II-II, q. 141, a. 2c.470 Cf. S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 1.471 Estas ideas son tratadas en profundidad por Santo Tomás en De virtutibus, q. 1, a. 13.472 S. Th., I-II, q. 59, a. 5c.

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ofusquen su razón. El insensible considera equivocadamente todo placer como algo pecaminoso. Ambas actitudes son contrarias a la naturaleza humana.

2. Virtudes subordinadas a la templanza

2.1. Las condiciones de la templaza

Las partes integrales de la templanza, es decir, las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para que se dé esta virtud, son dos: la vergüenza, «que nos hace huir de la torpeza que implica el acto de la intemperancia»473, y la honestidad, que inclina a amar la belleza intrínseca de los actos virtuosos de la templanza.

—La vergüenza, como temor a un acto torpe, no es propiamente una virtud, sino «una pasión digna de alabanza»474 que ayuda a evitar los actos contrarios a la templanza y a crecer en ella.

—Con la vergüenza se relaciona el pudor. En un sentido reducido del término, el pudor es la vergüenza que lleva a ocultar ante la mirada ajena los actos venéreos y sus signos externos, incluso cuando son ordenados por la razón y, por tanto, virtuosos. Se trata de un cierto sentido natural de decencia por el que la persona no quiere exponerse a la mirada ajena cuando se entrega a otra persona, en un contexto de amor e intimidad. No se trata de ocultar algo (el propio cuerpo, la sexualidad, las manifestaciones de afecto, etc.) por considerar que es negativo. Lo que pretende el pudor es no generar una intencionalidad en otros o en uno mismo contraria al valor de la persona475.

En un sentido más amplio, el pudor guarda la propia intimidad no sólo corporal sino también espiritual y la reserva para quien corresponde.

—La honestidad476 es propiamente una pasión: el amor a la belleza moral que supone obrar de modo templado. «La belleza, en efecto, puede encontrarse en sentido analógico en los asuntos morales, es decir en las acciones humanas. Una acción humana es bella cuando manifiesta el resplandor de lo inteligible en lo sensible, o sea el orden de la razón en los impulsos pasionales. Si estos impulsos pasionales se sustraen al dominio de la razón, no son humanos, sino bestiales e infrahumanos, y eso es lo que constituye la torpeza o fealdad moral. En cambio, si resplandece en ellos la moderación y el orden de la razón, la conducta humana es entonces decente, decorosa, moralmente bella, digna de honor. Y el amor de esa belleza moral es lo que constituye la honestidad»477.

2.2. Especies de templanzaLas partes subjetivas de la templanza o especies en las que puede dividirse esta virtud, son tres: la abstinencia, la sobriedad, y la castidad. La abstinencia modera

473 S. Th., II-II, q. 143, a. 1c.474 S.Th., II-II, q. 144, a. 1c.475 Cf. J. NORIEGA, El destino del Eros. Perspectivas de moral sexual, Palabra, Madrid 2005, 155. Para una exposición más extensa de este tema, cf. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid 1979, 193-214.476 Cf. S.Th., II-II, q. 145.477 J. GARCÍA LÓPEZ, Virtud y personalidad, o.c., 176.

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los apetitos de la comida, la sobriedad los de la bebida, la castidad el apetito sexual. —La abstinencia capacita al hombre para «abstenerse del alimento en la medida de lo conveniente, conforme a las exigencias de los hombres con los que vive y de su propia persona, además de la necesidad de su salud»478. El vicio contrario es la gula.

Santo Tomás recoge un texto de San Agustín que constituye otra excelente definición de la abstinencia: «En orden a la virtud, no importa en modo alguno qué alimentos o qué cantidad se toma (mientras se haga en conformidad con el orden de la razón bajo la regla de la templanza), sino con qué facilidad y serenidad de ánimo sabe el hombre privarse de ellos cuando es conveniente o necesario»479.—La palabra sobriedad deriva de medida, por lo que, de modo general, puede aplicarse a cualquier materia. En un sentido más específico, la sobriedad consiste en observar medida o moderación en la bebida alcohólica, que puede suponer un especial impedimento para el uso de la razón480.—La materia específica de la castidad a la que se aplica la moderación propia de la templanza está constituida por «los deseos de deleite que se dan en lo venéreo»481. «La castidad –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica- significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer»482.La castidad es una virtud indispensable para amar a Dios y tener intimidad con Él, y para convertir la propia vida en servicio a los demás. Ensancha la capacidad para el amor y el sacrificio. La lujuria, por el contrario, suele tener estos efectos: «la ceguera de espíritu, la inconsideración, la precipitación, el egoísmo, el odio a Dios, el apegamiento a este mundo, el disgusto hacia la vida futura»483. De ahí que sea erróneo considerarla como una conducta que no hace daño a nadie: daña, en primer lugar, quienes la realizan; y daña también a la sociedad, cuyo bien depende de la bondad de cada uno de sus miembros.

Ante algunas concepciones de la castidad como negación y carga difícil de soportar, San Josemaría Escrivá expone una visión positiva que hace atrayente esta virtud: «La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa»484. «Con el

478 S.Th., II-II, q. 146, a. 1c.479 S.Th., II-II, q. 146, a. 1, ad 2.480 Cf. S.Th., II-II, q. 149.481 S.Th., II-II, q. 151, a. 2.482 CEC, n. 2337.483 S. GREGORIO MAGNO, Moralia, 31, 45.484 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 5.

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espíritu de Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación gozosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos —y no simplemente continentes u honestos—, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor»485.

2.3. Partes potenciales de la templanza

Las partes potenciales de la templanza son las virtudes que se refieren a su materia secundaria, es decir, a los deseos menos difíciles de moderar.

Se agrupan en tres series, según la materia a la que se aplique la moderación característica de la templanza:

a) La primera serie modera los movimientos y actos internos del alma. En ella se incluyen la continencia, la humildad, la mansedumbre y la clemencia486.

De estas virtudes, la única que tiene la misma materia que la templanza es la continencia. Es la virtud de la voluntad por la que, a causa de un motivo racional, el hombre resiste a los deseos desordenados de los placeres del tacto, que se dan en él con fuerza487. Es una virtud, pues reafirma la razón contra las pasiones, pero no es perfecta, ya que no impide que se levanten en el apetito sensitivo pasiones fuertes contrarias a la razón. En la persona continente la fuerza de la razón no llega a informar y someter el apetito concupiscible desde dentro (como hace la templanza), sino que lo domina desde fuera, desde la voluntad488.

b) La segunda serie de virtudes modera los movimientos externos y actos corporales, materia que cae toda ella dentro de la virtud de la modestia. Esta virtud, tomada en general, inclina a moderar los apetitos en aquellas pasiones que no son tan vehementes como las delectaciones del tacto, y que se manifiestan en actos externos. Se trata, por tanto, de la templanza en asuntos menos difíciles. Dentro de la modestia, se distinguen otras virtudes: la estudiosidad489, la eutrapelia, la modestia corporal y la modestia en el adorno.

—La eutrapelia tiene por objeto moderar, según la razón, los juegos y diversiones, que consisten en esos «dichos o hechos en los que no se busca sino el deleite del alma»490. La eutrapelia guarda directa relación con la necesidad del descanso espiritual. «Cuando el alma se eleva sobre lo sensible mediante obras de la razón, aparece un cansancio en el alma (…), tanto mayor cuanto mayor es el esfuerzo con el que se aplica a las obras de la razón. Y del mismo modo que el cansancio

485 ID., Amigos de Dios, o.c., n. 177.486 Sto. Tomás sitúa aquí la humildad, la mansedumbre y la clemencia tomando como criterio el modo de obrar de estas virtudes, que cosiste en moderar. En el presente manual se ha optado por ordenarlas de acuerdo con su objeto. Así, la mansedumbre y la humildad han sido tratadas en el capítulo XV, en relación con la fortaleza y la esperaza; y la clemencia, en el capítulo XVI, en relación con la justicia.487 Cf. S.Th., II-II, q. 155, a. 1c.488 Cf. S.Th., II-II, q. 155, a. 4, ad 3.489 La estudiosidad ha sido tratada en el capítulo XIV, como virtud necesaria para adquirir las virtudes intelectuales.490 Cf. S.Th., II-II, q. 168, a. 2.

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corporal desaparece por medio del descanso corporal, también la agilidad espiritual se restaura mediante el reposo espiritual. Ahora bien, el descanso del alma es deleite (…). Por eso es conveniente proporcionar un remedio contra el cansancio del alma mediante algún deleite, procurando un relajamiento de la tensión del espíritu»491. Los vicios opuestos son la alegría necia y la austeridad excesiva.

—La modestia corporal es la virtud que inclina a guardar el debido decoro en los gestos y movimientos corporales492. «Los movimientos externos son signos de la disposición interior, que se mira principalmente en las pasiones del alma. Por eso la moderación de los movimientos externos requiere la moderación de las pasiones internas»493. A esta virtud se oponen la afectación o amaneramiento y la rusticidad u ordinariez.

—La modestia en el adorno494 tiene por objeto guardar el debido orden de la razón en el arreglo del cuerpo y del vestido y en el uso de las cosas exteriores , de modo que tal uso no venga condicionado por una pasión desordenada, sea por exceso (lujo y ostentación) o por defecto (dejadez). Un término más actual que designa un concepto análogo al de modestia en el adorno es el de elegancia. Puede definirse como «la presencia de lo bello en la figura, en los actos y movimientos, o mejor dicho, el mantenimiento activo de esa presencia, aquella obra de arreglo y compostura que hace a la persona, no sólo digna y decente, sino bella y hermosa ante sí y ante los demás»495.

Podrían aplicarse de modo específico a la modestia las siguientes palabras que Juan Pablo II aplica de modo general a la templanza: «Pienso que esta virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica respecto a los dones que Dios ha depositado en nuestra naturaleza humana. Diría “la humildad del cuerpo” y la del “corazón”. Esta humildad es condición necesaria para la “armonía interior del hombre”, para la belleza “interior” del hombre. Reflexionen todos bien sobre ello, y en particular los jóvenes, y más aún las jóvenes, en la edad en que preocupa tanto ser bellos o bellas, para agradar a los demás. Acordémonos de que el hombre debe ser bello sobre todo interiormente. Sin esta belleza, todos los esfuerzos dirigidos solamente al cuerpo no harán -ni de él, ni de ella- una persona verdaderamente hermosa496.

c) La tercera serie modera el uso de las cosas externas relacionadas con la persona. Incluye la parquedad o suficiencia, que consiste en no usar lo superfluo; y la moderación o simplicidad, que modera el deseo de usar cosas demasiado exquisitas. La virtud del desprendimiento, que Santo Tomás no cita, está directamente relacionada con estas virtudes. Queda de manifiesto su importancia cuando el Señor la pone como condición para ser sus discípulos: «Así pues, cualquiera de 491 Ibidem.492 Cf. S.Th., II-II, q. 168, a. 1c.493 S.Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 3.494 Cf. S.Th., II-II, q. 169.495 R. YEPES STORK, La elegancia, algo más que buenas maneras, Revista Nuestro Tiempo, nº 508, octubre 1996, 110-123.

496 JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-XI-1978.

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vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 33). Como se ve por las palabras de Jesús, se trata de una virtud que el Señor pide a todos y no sólo a algunos de sus discípulos. En efecto, todos han de tener el corazón desprendido de las cosas (aunque se posean y se usen) para poder amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas, y al prójimo por amor a Dios (cf. Mc 12, 30-31). Se trata además de una virtud que requiere especial atención en las actuales circunstancias de la sociedad de consumo.La persona humana necesita las cosas materiales para la conservación de la vida y para vivir de acuerdo con su dignidad. De ahí que sea bueno desear y procurar los medios materiales necesarios. La virtud del desprendimiento hace que el deseo de bienes materiales se mantenga dentro del orden de la razón iluminada por la fe. Esto conlleva que tales bienes se quieran sólo como medios y no como fines, y que se ordenen a un verdadero fin humano.

3. Templanza y lucidez de la mente

Santo Tomás insiste con frecuencia en la necesidad de la templanza, no ya como virtud general, sino como virtud especial, para alcanzar la sabiduría. La templanza es necesaria para ser sabio, para conocer a Dios y para descubrir el verdadero valor de las cosas y los acontecimientos.La relación de la templanza con la sabiduría se refiere sobre todo a las disposiciones de la persona para alcanzar esta virtud fundamental. «Esencialmente –afirma Santo Tomás-, las virtudes morales no pertenecen a la vida contemplativa, cuyo fin es la consideración de la verdad, y el saber, que pertenece a la consideración de la verdad, interesa poco a las virtudes morales (…). Dispositivamente, sin embargo, las virtudes morales sí pertenecen a la vida contemplativa. Pues el acto de la contemplación, en el que esencialmente consiste la vida contemplativa, es impedido tanto por la vehemencia de las pasiones, por las que la intención del alma es abstraída de lo inteligible a lo sensible, como por los tumultos exteriores. Pero las virtudes morales aplacan la vehemencia de las pasiones y sedan el tumulto de las ocupaciones exteriores»497.

Más concretamente, las virtudes de la castidad y de la abstinencia, tan necesarias para la limpieza del corazón, «disponen óptimamente para la perfección de la operación intelectual. Y por eso dice el libro de Daniel, 1,17, que a ciertos jóvenes, abstinentes y continentes, les dio Dios la ciencia y la disciplina para comprender todo libro y sabiduría»498. La razón es que «el alma, cuando deja de ocuparse del propio cuerpo, se convierte en más hábil para entender lo más alto; por eso la virtud de la templanza, que distrae al alma de los deleites corporales, convierte principalmente a los hombres en más aptos para entender»499.

En la misma dirección opera la virtud del desprendimiento de los bienes materiales. La persona apegada y, por tanto, excesivamente preocupada por ellos, es esclava de esos bienes y, en lugar de buscar las verdades realmente

497 S.Th., II-II, q. 180, a. 2c.498 S.Th., II–II, q. 15, a. 3c.499 S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, II, caps. 80 y 81.

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importantes para su vida y su salvación, tiende a fijar la atención tan sólo en aquellas cuyo conocimiento puede resultar útil para conservarlos y acrecentarlos500. De ahí que el afán de tener y consumir, tan fomentado a través de la publicidad, contribuya también a la disminución del interés por la verdad.

«El hombre animal no percibe las cosas del espíritu» (1 Co 2,14). Si la soberbia ciega porque la persona busca su propia excelencia por encima de todo, incluso por encima de la verdad, a la que no quiere reconocer ni subordinarse, los vicios de la sensualidad, en cambio, ciegan de un modo diferente, no porque el hombre quiera elevarse, sino porque se sumerge en los placeres.

Sobre la incapacidad para percibir las cosas del espíritu, Santo Tomás distingue entre el embotamiento del sentido intelectual y la ceguera del espíritu501. Tiene embotado el sentido intelectual aquel que no llega a conocer la verdad sobre los bienes espirituales más que por medio de múltiples explicaciones, y aun entonces no ve perfectamente todo lo que se refiere a su naturaleza. Es ciego de espíritu, en cambio, el que está totalmente privado del conocimiento de esos bienes. Santo Tomás, siguiendo a S. Gregorio, afirma que el embotamiento del sentido intelectual tiene su origen en la gula, y la ceguera de la mente, en la lujuria502. La razón es que los placeres de la gula y de la lujuria llenan el alma de sensaciones embriagantes, de imaginaciones, recuerdos y deseos, y en medio de todo ello, el entendimiento no es libre para poder elevarse a la consideración de las cosas del espíritu503. En esta situación, además, la persona no aspira a elevarse, pues tiene su corazón donde considera que está su tesoro. Por el contrario, ante la necesidad de atender a los asuntos del espíritu, la persona esclavizada por la sensualidad siente molestia, malestar y tristeza. «El bien espiritual les parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupiscencia están asentados» 504.

Por otra parte, la templanza es esencial también para que pueda existir la virtud intelectual y moral de la prudencia. En efecto, las tendencias apetitivas, en la medida en que están naturalmente bien orientadas y obedecen dócilmente a la razón, facilitan el correcto conocimiento moral; bajo su influjo, «el acto de la razón y el bien de la razón no resultan alterados de ninguna manera, sino más bien facilitados»505. La afectividad impregnada de racionalidad mediante las virtudes morales, desempeña una función importante en el conocimiento: indica dónde está el bien conforme a la razón e inclina a lo que es racionalmente bueno; de este modo la razón descubre lo que es bueno sin necesidad de largos y complicados razonamientos, sino de manera inmediata506.

500 Cf. A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, o.c., 149.501 Cf. S.Th., II–II, q. 15, a. 2c.502 Cf. S.Th., II–II, q. 15, a. 3.503 Ibidem. Véase también S.Th., II–II, q. 46.504 S. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate, 12.505 S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, l. 3, c. 129, n. 7.506 Cf. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, o.c., 178-179.

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En cambio, «la intemperancia corrompe en grado sumo la prudencia. Por eso los vicios opuestos a la prudencia tienen su origen preferentemente en la lujuria, que es la principal especie de intemperancia»507.

Las pasiones desordenadas –como ya se ha dicho en capítulos anteriores- son un obstáculo para que la prudencia reflexione, juzgue y decida bien. «En cada uno de estos tres momentos deja su huella desoladora la lujuria. En lugar de llamar a sereno consejo a todas las potencias, impera la disipación y la ligereza (inconsideratio); el juicio se sucede sin que la razón pueda sopesar los pros y los contra (praecipitatio); y cuando el corazón se pone a decidir, caso de que realmente llegue a ello, opera, como si dijéramos, sin máscara de gas que filtre las impresiones que llegaron a través de los sentidos. Todo buen propósito quedará siempre amenazado por la inconstancia»508. Para que la prudencia pueda realizar con perfección cada uno de esos pasos se precisa, por tanto, la virtud de la templanza, que, “haciendo orden” (ordo rationis) en el interior del hombre, evita que la razón sea obnubilada o cegada por las pasiones sensibles. La intemperancia destruye de una manera especial la capacidad de percibir los detalles concretos, tan necesaria para elegir prudentemente la acción que en cada circunstancia se debe realizar. La obsesión de gozar, que tiene siempre ocupado al hombre intemperado, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento509. «El abandono del alma, que se entrega desarmada al mundo sensible, paraliza y aniquila más tarde la capacidad de la persona en cuanto ente moral, que ya no es capaz de escuchar silencioso la llamada de la verdadera realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa en una determinada circunstancia»510.

4. Templanza, libertad interior y capacidad de amar

La templanza, al moderar la inclinación a los placeres sensibles bajo el orden de la razón, hace posible que la voluntad no quede determinada o esclavizada por el apetito de esos placeres, y pueda amar libremente los distintos bienes que la recta razón le presenta. De ahí que una primera consecuencia de la templanza sea la libertad interior.

Hay que tener en cuenta que las energías que la templanza debe dominar, al ser esenciales para la vida humana, son muy fuertes y, por tanto, capaces de perturbar el espíritu humano en el más alto grado511. La ruptura interior de la persona humana, producida por el pecado original y los pecados personales, dificulta aún más el dominio de la razón sobre los apetitos. Pues bien, la templanza humana y sobrenatural restaña la herida de la concupiscencia y elimina la tensión interior entre las exigencias del apetito y el orden de la razón.

507 Cf. S. Th., II-II, q. 153, a. 5, ad 1.508 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 242509 Por eso, y en este sentido, puede decir Aristóteles, y lo recoge Santo Tomás, que «los placeres corrompen la estimación de la prudencia» (S. Th., I-II, q. 59, a. 2, obj. 3).510 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 242511 Cf. S.Th., II-II, q. 141, a. 2, ad 2.

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Esta armonía entre apetito y razón hace posible un mayor dominio de sí mismo, una mayor libertad y, por tanto, una mayor capacidad de amar a Dios y a los demás apasionadamente. Gracias a la templanza, las energías de la persona se encauzan, potencian y secundan la acción libre dirigida por la razón, comprometiendo en ella a la persona entera, en cuerpo y alma; las fuerzas de la pasión se ponen, entonces, al servicio del amor, de la propia perfección y de la construcción de la sociedad.«Hombre moderado es el que es dueño de sí mismo. Aquel en el que las pasiones no consiguen la superioridad sobre la razón, sobre la voluntad y también sobre el “corazón”. ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si es así, nos damos cuenta fácilmente del valor fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Ella es justamente indispensable para que el hombre “sea plenamente hombre”. Basta mirar a alguno que, arrastrado por sus pasiones, se convierte en “víctima” de las mismas, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos con claridad que “ser hombre” significa respetar la dignidad propia, y por ello, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza»512.

Sin la templanza, aquellas energías se malgastan y desperdician; el hombre se torna esclavo de sus pasiones, a las que tiene que satisfacer cada vez con más urgencia, pero el corazón, hecho para Dios, no se aquieta nunca. «Buscando el placer por el placer, acaba esclavo de él, sin llegar a encontrar nunca verdadera satisfacción, ya que el placer toca sólo una dimensión y dura sólo lo que dura la acción. Una vez pasada, deja la amargura de la vaciedad, que requiere nuevos y más excitantes placeres para olvidarse y saciarse»513. El hombre se siente insatisfecho y angustiado, y si, en lugar de rectificar, sigue buscando su felicidad por un camino que no conduce a ella, termina destruyéndose a sí mismo y tal vez a los demás, porque no es raro que la intemperancia engendre violencia.

Se suele considerar la templanza como una virtud exclusivamente individual, o al menos con pocas o nulas repercusiones en la vida social. En la literatura y en el cine no es difícil encontrar personajes que, mientras llevan una vida destemplada (aspecto que los hace más simpáticos, liberales y tolerantes), se presentan como modelos de humanidad, capaces de dar su vida en honor de la amistad. Pero en realidad, la destemplanza no se conjuga nada bien con la entrega a los demás. Sólo la persona que es dueña de sí y domina sus pasiones puede darse sinceramente a los otros. La persona intemperante, en cambio, pone en los bienes sensibles y placenteros un amor que debería reservar para las personas, su yo egoísta se sitúa en el centro de todos los intereses y tiende a utilizar a los demás como objeto para la propia satisfacción.

Todas las faltas de templanza que acaban en un acto externo, contienen un elemento de injusticia. Esto es muy claro en el caso de algunos vicios contra la castidad, como el adulterio o la violación. Pero incluso los vicios contra la templanza que permanecen en oculto, en la medida que devienen en un acto exterior, llevan implícito un punto de injusticia, mayor o menor según el caso. «En

512 JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-XI-1978.513 J. NORIEGA, El destino del Eros, o.c., 166.

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una palabra, toda acción tiene una trascendencia social»514, con las enormes consecuencias que este enunciado tiene para la vida política, la actividad legislativa, etc.

Los aspectos aparentemente costosos de la lucha por la templanza: esfuerzo, privación, etc., no debe hacer olvidar que esta virtud no se caracteriza propiamente por su negatividad. Todo lo contrario: el necesario aggere contra no hace más que potenciar las energías encerradas en la persona para hacerla capaz de una entrega plena a los demás.El hombre templado «sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así –con sacrificio- se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.»La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata»515.

5. La templanza cristiana

5.1. La templanza en la Sagrada Escritura

La Sagrada Escritura se refiere a la templanza teniendo delante el hombre “histórico” –es decir el hombre pecador y redimido—, y hablando de las disposiciones necesarias para ser fiel a la Alianza (Antiguo Testamento) o para participar en el Reino de Dios (Nuevo Testamento). Este es el sentido de textos como los siguientes: «Y si uno ama la justicia, los frutos de su trabajo son virtudes; porque enseña templanza y prudencia, justicia y fortaleza: que son las cosas más ventajosas para los hombres en la vida» (Sab 8, 7); «Óyeme, hijo, y no me desprecies, y al final comprenderás mis palabras. Sé en todas tus acciones moderado, y ningún daño te alcanzará» (Si 31, 22).

Entre las enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la templanza tienen especial importancia las cartas de san Pablo516. En unas ocasiones hablan de la “sobriedad” —es decir, de la “moderación” o templanza— como condición exigida a todos los cristianos: «No durmamos como los demás, sino estemos en vela y mantengámonos sobrios» (1 Ts 5, 6); «Como en pleno día tenemos que comportarnos honradamente, no en comilonas y borracheras, no en fornicaciones y en desenfrenos, no en contiendas y envidias; al contrario, revestíos del Señor Jesucristo, y no estéis pendientes de la carne para satisfacer sus

514 J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 109.515 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 84.516 En otros escritos del Nuevo Testamento encontramos también enseñanzas sobre esta virtud. Las cartas de san Pedro ponen de relieve particularmente dos cosas: a) es una virtud que han de practicar todos los cristianos (cf. 1 P 1, 13-14); b) está unida a la fe (cf. 2 P 2, 6).

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concupiscencias» (Rm 13, 13-14). En otras, esa sobriedad se concreta con acentos particulares en el caso de los ministros sagrados (cf. 1 Tm 3, 2-3; Tit 1, 7), los ancianos (Tit 2, 2), etc. El motivo por el que se ha de vivir la sobriedad en relación con el uso de los bienes es que quienes se entregan a ellos o los usan “inmoderadamente” no entrarán en el reino de los cielos (cf. Ga 5, 19-21). Por otro lado, se enseña que la templanza es un don de Dios: «Porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, caridad y templanza» (2 Tm 1, 7) y, en consecuencia, está al alcance del cristiano vivir la moderación en el uso de los bienes (cf. Tit 2, 1-15).

En todos los contextos, la palabra “templanza” o sus equivalentes (“moderación” o “sobriedad”) aluden siempre a una actitud de señorío y dominio frente a los bienes creados. Pero no porque estos sean malos o porque lo sea la atracción que el hombre siente hacia ellos. Si el hombre ha de usar de ellos sobria o moderadamente, es porque, siendo buenos, puede llegar a amarlos de tal manera que se deje esclavizar por ellos, sin tener en cuenta su condición de criatura e hijo de Dios. La bondad de la creación es una enseñanza constante en la Escritura y en la Tradición: el pecado de los orígenes no ha destruido la bondad de “el principio”. Por eso afirma Juan Pablo II que «la moralidad cristiana jamás se ha identificado con la moralidad estoica. Al contrario, considerando toda la riqueza de los afectos y de las emociones de que todo hombre está dotado -por otra parte, cada uno de forma distinta: de una forma el hombre, de otra la mujer, a causa de la propia sensibilidad-, es necesario reconocer que el hombre no puede conseguir esta espontaneidad madura si no es por medio de una labor lenta y continua sobre sí mismo y una “vigilancia” particular sobre toda su conducta. En esto, en efecto, consiste la virtud de la “templanza”, de la “sobriedad”»517.

5.2. La transformación de la templanza en la vida cristianaEn la vida cristiana, la templanza adquiere un nuevo y original sentido, sobre todo porque el modelo e ideal de la templanza y de todas las virtudes con ella relacionadas (sobriedad, castidad, desprendimiento, etc.) es Cristo, perfecto Dios y hombre perfecto. La finalidad de esta virtud no se reduce ahora a la moderación de las pasiones como condición de una vida verdaderamente humana. Al entrar en el organismo de virtudes teologales, la templanza sufre una transformación, como sucede con las demás virtudes humanas. Concretamente, la fe hace que la templanza se ponga al servicio de la caridad y de la unión con Cristo518. Esto significa, por una parte, que las energías de la afectividad son encauzadas por la virtud de la templanza, dirigida por la fe, para que el hombre ame a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente (cf. Mc 12, 30; Mt 22, 37), con el cuerpo y con el espíritu, con amor apasionado.Por otra parte, por la identificación con Cristo, el cristiano vive la virtud de la templanza como participación en la misión redentora de Cristo. «La práctica de la templanza se convierte en una participación en la Pasión de Cristo, en una especie de muerte voluntaria. De este modo, la templanza se convierte, de alguna

517 JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-XI-1978.518 Cf. PINCKAERS, S., Plaidoyer pour la vertu, Éd. Parole et Silence, Paris 2007, 281.

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manera, en el instrumento de una vida nueva que nace el día de Pascua, en una participación en la vida misma de Cristo y en su caridad. Adquiere así una cierta dimensión teologal»519.En la vida del cristiano que se sabe corredentor con Cristo, la templanza refleja el rostro de Cristo ante los demás, de modo que todos se pueden sentir atraídos por Él. En este sentido, la templanza es imprescindible para que el cristiano pueda llevar a la práctica la vocación apostólica que ha recibido en el Bautismo.Por último, la novedad de la templanza cristiana se manifiesta también en algunos modos específicos de vivir la castidad (celibato y virginidad), el desprendimiento de los bienes (prescindiendo de la propiedad sobre las cosas), etc., como expresiones de una entrega total al amor de Cristo, que Dios pide a algunas personas (tanto laicas como religiosas) otorgándoles la gracia para vivirlas.

519 Ibidem.

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