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Visitas a Mediacuesta, Entrega XI

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Este es el capítulo 11 de la novela Visitas a Mediacuesta de Camilo Velásquez. Que disfrute la lectura. Para más información siga nuestro Facebook: https://www.facebook.com/todoslosrugidos https://www.facebook.com/esfaleron

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Page 1: Visitas a Mediacuesta, Entrega XI
Page 2: Visitas a Mediacuesta, Entrega XI

AutorCamilo Velásquez

Edición y corrección de estiloAndrea Garcés F.

Ilustración y diagramaciónSylvia Gómez G.

Mayor información y contacto:todoslosrugidos@gmail.comtodoslosrugidos.blogspot.comfacebook.com/todoslosrugidos

Más información del autorlacancionescrita.netfacebook.com/esfaleroncamilovelasquez.bandcamp.com

Este trabajo está licenciado bajo Creative Commons Reconocimien-to-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported

Queremos que usted pueda copiar, distribuir y comunicar esta obra con fines no comerciales, pero le pedimos que si lo hace, reconozca nuestra autoría.

También puede hacer obras deri-vadas, siempre y cuando las com-parta bajo esta misma licencia. Avísenos si lo va a hacer; uno de los propósitos de compartir es gene-rar vínculos. Si tiene ganas de usar esta obra de una forma diferente a la que esta licencia permite, escrí-banos y nos ponemos de acuerdo.

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Visitas a MediacuestaCamilo Velásquez

Entrega XI

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XI

Nunca pensé que estar en este lugar se pareciera a esto. Es-toy cansado, más bien diré exprimido, sí, exprimido, pero feliz. Después de las últimas manifestaciones de vitalidad, sería des-carado afirmar que no estoy mejorando. Intentaré enfocarme y decir las cosas en orden. Empecemos con que el doctor Cabal por fin se decidió a recetarme algo para la ansiedad y el insom-nio: unas gotas con un sabor más bien desagradable, frutal y aceitoso, pero qué importa si funcionan bien. Desde que des-perté me sentí mejor que ayer, más sosegado, no me sentía tan bien desde hace meses. Por la mañana el doctor me dijo que mis cambios en el estado de ánimo seguramente se deben a un efecto colateral de alguno de los nuevos medicamentos; al fi-nal, sin embargo, salió con que lo más prudente era tomar unas muestras para descartar otras cosas. Cuando dijo eso pensé en Inés y aproveché para preguntarle por su estado; pero fue en vano, solo logré oírle decir que quizás se recupere pronto de la complicación. No creí prudente pedir detalles. Espero que mejore, ojalá vuelva. Por mi parte no sé exactamente qué es, pero algo en mi cuerpo me dice que las cosas van por buen camino. Hoy por ejemplo volví al gimnasio, hice bicicleta estáti-ca una media hora, pero sudé muy poco… lástima, cuando no sudo me siento como si no hubiera hecho ejercicio. Mientras pedaleaba estuve escarbando en mi reproductor en busca de algo distinto… es que no sé por qué siento a veces que he oído todo mil veces… y bueno, cuando pasé por la N no pude evi-tar detenerme en Nick Drake para oír Things behind the sun.

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Es una canción sombría, pero hermosa; había pasado tanto tiempo desde la última vez… la escuché y me obsesioné con ella, sentía que acaba demasiado pronto y la oí completa por lo menos unas diez veces; si contara todas las veces que la corte al comienzo o en la mitad serían más de veinte. Después de la ducha vino el almuerzo que no estuvo mal a pesar de que eran lentejas; no es que las lentejas sean mi debilidad. El postre sí estaba exquisito: dulce de leche y limón con galletitas mojadas, ¡dos porciones y media!, es mi día de suerte. Felipe me estuvo contando que no había podido comunicarse con Inés, que la había llamado a su celular y las primeras llamadas le habían en-trado, pero las últimas lo mandaron directamente a correo de voz. Como si los dos hubiéramos dado por hecho que él tenía más razones que yo para estar preocupado por ella, le dije que todo iba a estar bien con un tono que debió sonar desalentado-ramente paternal. Me dio las gracias y se fue tan pronto acabó de comer dejándome su postre. Una o dos mesas atrás estaban Rodrigo y Manuel sentados junto a la ventana, mirando en la misma dirección en la que hace tantos días Felipe y yo había-mos visto a Inés agacharse; recrearla en esa posición lejos de entristecerme me produjo el principio de un erección. Sí. Mien-tras tanto Rodrigo se giró y viendo que lo miraba me hizo señas con la mano para que los acompañara, así que tomé el plato y fui a sentarme junto a ellos. Seguían entretenidos con algo que veían del otro lado del ventanal.

—Abel —dijo Rodrigo tocando el vidrio con uno de sus de-dos—, ¿ves ese punto brillante junto a la cancha?

Miré y efectivamente había un punto que relucía con fuerza en una de las orillas de la cancha.

—Manuel dice que es agua —continuó Rodrigo—, que es el reflejo de la luz en el agua, pero tendría que ser una gota gigan-te, además no ha llovido desde…

—No tiene que ser agua de lluvia —le interrumpió Manuel—, hace no mucho Libardo estaba regando.

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—Como sea, yo digo que es una moneda, ¿tú qué dices? —preguntó mirándome fijamente.

—Pues no sé —respondí pensando todavía en Inés—, si al-guien nos viera pensaría que estamos viendo quién sabe qué… la verdad no creo que sea agua.

—Muy sencillo —dijo Manuel—, vamos a mirar.

—Uy, ¿con este dolor de espalda? —se quejó Rodrigo.

—Yo podría ser tu abuelo, muchachón —le dijo Manuel.

—Eso no lo discuto —contestó Rodrigo—, pero aquí no es por orden de edad.

—Vamos —dije mirándolos a los dos y pensando en la cos-tumbre de Felipe de resolver todo apostando—, yo digo que no es agua, ¿quieres apostar tu postre? Por lo que veo Rodrigo ya se comió el suyo, creo que eso lo deja fuera de concurso.

—No creo que me convenga mucho comerme dos postres —dijo Manuel—, pero qué cuentas, hagámosle.

—Yo te doy la opción de la moneda —me dijo Rodrigo—, si es una moneda, me das la mitad del postre.

—No lo creo, para entrar no necesitas ideas sino capital, y de eso no tienes.

Camino a la cancha, Rodrigo empezó en efecto a rezagarse. Al ver que caminaba con dificultad —hacía un movimiento ex-traño con la cadera—, Manuel y yo aflojamos el paso como si hubiéramos acordado dejarnos alcanzar. Rodrigo pareció notar que lo aguardábamos y nos pidió, en un tono a la vez triste y au-toritario, que le hiciéramos tranquilos al paso de nosotros que él le hacía tranquilo al suyo. De todas formas lo esperamos. El pasto de la cancha estaba seco y lo que creí una moneda resul-tó ser un trozo de papel aluminio tiznado con un olor como a sustancia de pollo. Rodrigo me lo quitó de las manos, lo arrugó y se lo guardó en el bolsillo.

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—Como que ganaste Abel, no creí que ese brillo fuera un pedazo de basura, basura además coleccionable —dijo Manuel punzando a Rodrigo.

—Estoy haciendo una escultura —se justificó Rodrigo son-rojándose, aunque el tono que empleo sonó más bien irónico.

—No me digas —dije.

—Sí, y te adelanto de una vez el nombre, esta escultura se va a llamar dificultades metálicas de la mónada.

—De qué cosas hablas muchacho… —le dijo Manuel.

—No me haga caso, la verdad quería preguntar si Abel va a compartir o no su premio. ¿Qué dices?

—Déjame lo pienso hasta la mesa.

—Imposible que arriba me digas que no.

—Yo —intervino Manuel— les deseo la mejor de las diges-tiones.

—¿No subes? —preguntó Rodrigo.

—No, gracias. Creo que me viene mejor una siesta.

—Tú te lo pierdes —le dijo Rodrigo.

—Creo que pierdo poco si me voy a dormir—respondió con un bostezo más bien forzado—, los veo en un rato.

Nos despedimos con un apretón de manos y por alguna razón no nos movimos de ahí hasta poco después de ver que Manuel cerraba la puerta de los dormitorios. Esta vez intenté andar despacio desde el comienzo para evitar dejarlo rezagado. En el comedor quedaban pocas personas. En una de las mesas de enfrente estaba Astrid con los ojos cerrados y la mandíbula ligeramente relajada; quise decirle que nos hiciera el favor de irse a dormir a su cuarto.

De vuelta le pregunté por la supuesta escultura.

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—¿Lo de la mónada? —dijo Rodrigo mientras se sentaba.

Asentí.

—No hablaba en serio, aunque el nombre sí tiene que ver con un poema en el que he venido trabajando.

—Perdón, ¿para dónde crees que vas? —pregunté viendo que se disponía a participar del postre con una cuchara.

—Tú tienes dos, además el otro día te di gomitas, eso sin ha-blar de las trufas.

—Está bien, te puedes comer la mitad de ese.

—Gracias, eres asombrosamente generoso. Te decía que vengo trabajando en un poema acerca de alguien que todavía no ha nacido…

—¿Y qué es lo de la mónada? —le interrumpí.

—Si me permites te voy contar desde el principio para que entiendas.

—Escucho.

—Digamos que ese alguien que todavía no ha nacido bien podría ser yo, aunque a fin de cuentas eso no tiene importancia. El hecho es que ese alguien está de visita en su pueblo veinte años antes de venir a este mundo. Claro que decir “está de visita” es solo una forma de hablar, pues para empezar ese alguien to-davía no es exactamente un alguien. No tiene una silueta huma-na o algo por el estilo porque es una modesta conciencia en for-ma de punto infinitesimal, o si prefieres una esfera diminuta, en la que se reflejan los hechos de ese pueblo según el momento.

—¿Se supone que eso es un poema? —pregunté

—¿Me dejas hablar? —dijo con la boca llena.

—Perdón, continúa.

—Digamos entonces que esa esfera diminuta es un alma que está hibernando, que refleja al pueblo y reflejaría al universo

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entero, deformado por supuesto, si tuviéramos la potencia su-ficiente para magnificar hasta ver todos los pormenores del reflejo. Pero me limito al pueblo, al reflejo del pueblo que repo-sa en la esfera, donde está teniendo lugar una rebelión justa-mente veinte años antes de que esa alma encarne en el mundo. Dentro de la rebelión están su padre y su madre, quiero decir los que serán su padre y su madre, que son primos entre ellos y no tienen mucho más de quince años pero igual forman parte de esa rebelión que cada vez se torna más agresiva, tanto que empiezan a haber heridos y luego muertos.

—¿Y el alma o el punto, es fija o es móvil? —pregunté.

—Ya te contesto —agregó despectivamente en voz baja mientras le daba una cucharada su postre.

—Gracias —dije alzando la voz para hacerle notar que se estaba demorando en retomar—, te preguntaba por la esfera. ¿Ve solamente lo que ocurre en un lugar o se mueve en plano secuencia por el pueblo entero?

Unas mesas adelante Astrid recobró su postura y vino hacia nosotros con una expresión entre contrariada y aliviada, como si el volumen de mi voz la hubiera sacado de un mal sueño.

—Lo siento —dijo—, pero no pienso continuar así, esto de medias porciones no invita sino a contar las cosas hasta la mitad.

—Dale si quieres —dije acercándole aún más el plato—, trá-gatela entera.

—La esfera más que ver —dijo atacando la otra mitad del postre— refleja, pero dejemos eso así por ahora. Lo importante es que la rebelión se torna muy sangrienta, hay hombres defen-diéndose con machetes y cadenas, con martillos, con hachas… al percibir esta subida de violencia el alma que hay en la esfe-ra teme por la vida de sus padres y empieza a hacer lo único que puede hacer, que es dar vueltas en torno a ellos emitien-do un ligero resplandor rojo que es percibido como una apari-ción maligna, lo que acaba por infundir más odio en el tumulto.

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Muchos, incluidos sus futuros padres, olvidan el motivo por el que luchan, matan por euforia, se vuelven crueles. Por un mo-mento que se alarga o se detiene, la rebelión parece un carna-val vertiginoso amoldado a la geometría de la esfera. Finalmen-te la esfera deja de girar. En su reflejo pueden verse muchos muertos y algunos heridos exhaustos, reposando junto a más muertos, entre los sobrevivientes, como era de esperarse, están sus padres, sus futuros padres que él ha salvado al precio de una matanza.

—¿Pero la esfera sabía que iba a generar una matanza, quie-ro decir, era mala?

—No —respondió Rodrigo—, que yo sepa no. Es más el he-cho de un nacimiento que no se logra sino vertiendo mucha sangre. La maldad viene de otro lado, eso ya es otro cuento, lar-go y para otro momento.

—Veo —le concedí con vaguedad— ¿y qué es lo de la mónada?

—Ah bien, ¿has leído laibnits?

—¿Perdón? —pregunté como si no hubiera oído.

—L-E-I-B-N-I-Z —escribió en una servilleta.

—Ah, Leibniz… —dije exagerando mi tono de reconoci-miento—, no, no lo he leído, pero me suena.

—En el cuarto tengo el tratado sobre la monadología. Es un libro muy pequeño. Luego vamos y te lo presto, ya verás la rela-ción con la esfera del poema.

—¿Y por qué dijiste al principio que esa esfera podías ser tú?

—Porque el poema salió de un sueño. Es un poco extraño porque no eran mis padres a quienes yo salvaba, no eran mis padres, pero yo sentía como si lo fueran. Eran unos campesinos enfurecidos, podían ser los años treinta o cuarenta, pero en el sueño tenía la certeza de que yo iba a nacer en veinte años y que ellos serían mis padres.

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—Nunca he tenido un sueño tan elaborado —dije.

—Seguro que sí, y muchos —respondió confiado—, solo que seguro ya se desvanecieron. Mira que es curioso porque ese sueño lo tuve cuando estaba leyendo la monadología, por eso lo de la esfera. El hecho es que, ¿crees en fantasmas?

—Ni sí ni no.

—Yo creo que muchos de los supuestos fantasmas —conti-nuó mirando fijamente a través de la ventana— son personas soñando unos sueños que les permiten anclar en algún lugar de la realidad, pasada o futura. Presente también, por supuesto.

—Muy peregrino —le dije.

—Si lo ves bien no; lo curioso es que tus sueños muchas ve-ces se hacen de las cosas que has tenido en la vigilia a tú alre-dedor, lo que hablas, lo que lees, lo que oíste o viste de reojo; cualquier cosa que te ha sucedido te sirve para ir a un lugar de la historia, para habitar un momento de esta realidad como una presencia de esas que a veces se sienten y que llaman fantas-mas. Por supuesto que muchos sueños conducen a lugares que no existen, al menos no en nuestra historia, pero otros sueños sí, y no creo que sean pocos. La realidad se está barajando todo el tiempo. ¿Visualizas la imagen?

—¿De qué habla Rodrigo, si se puede saber? —preguntó Astrid.

—Qué quieres que te diga…

—De poesía —me cortó Rodrigo.

—Poesía, qué bien —dijo todavía medio dormida—, ¿me puedo sentar con ustedes?

—Claro —dijimos casi al tiempo.

—¡Mira! —gritó Rodrigo señalando hacia afuera—, ahí está el ternerito, sí nació, ahí está.

Entre el pastizal, cerca a la reja, se veía al ternerito delante de la vaca. Su fragilidad me hizo pensar en un gato mojado.

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—Olvidé decirte que lo vi al día siguiente —agregué—, pero no lo volví a ver hasta unos días después. Quién sabe a dónde se lo habían llevado.

—Lástima que no esté Inés —dijo Rodrigo pensativo—, se habría emocionado.

—¿Cuál es la cosa con ese ternero? —preguntó Astrid.

—Nada —contestó Rodrigo—, que la noche de luna llena esa vaca estaba muy cerca a la reja y vimos que ya casi iba a dar a luz, y ahora mira.

—Les tengo una propuesta —dijo Astrid sin mirar hacia el ternero—, por qué no nos vamos para mi cuarto a pasar la tar-de, conversamos un poco y amenizamos con una bebidita.

—Perdón —dijo Azucena que apareció en ese momento para llevarse los platos de la mesa.

—¡Azucena, hágame el favor de explicarme qué le paso en ese ojo! —dijo Astrid al ver un morado verdoso, mal atenuado con una gruesa capa de base, que le bajaba del parpado inferior hacia el pómulo izquierdo.

—Me di con una puerta, doña Astrid —contestó Azucena sin dejar de recoger los platos.

—Mire, Azucena, no le voy a preguntar más, solo quiero de-cirle que si eso es lo que yo me imagino que es, pues tenga al menos presente que conozco gente que la puede ayudar. No se preocupe, no quiero instigarla, solo quiero que recuerde lo que le estoy diciendo porque se lo estoy diciendo en serio… Y con cariño —añadió después.

—Muchas gracias, doña Astrid —respondió Azucena con un tono de voz distante—, pero solo fue una puerta.

—Muy bien —dijo Astrid mirándome con una expresión que no supe si era de fastidio o de placer—. ¿Vamos o qué dicen?

—Vamos —dije.

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Rodrigo asintió. Apenas salimos del comedor Astrid volvió:

—No sé ustedes qué piensen pero eso de la puerta no se lo cree ni la mamá, si es que tiene.

—Qué mal —dijo Rodrigo—, ojalá no la hayan golpeado.

—Miren —les dije señalándoles a Gustavo que dormía en una banca con la cabeza pendiéndole sobre el pecho.

—Ese señor es un encanto, para qué —dijo Astrid.

—Sí —dije—, más o menos lo mismo pienso yo, pero creí que le desagradaba.

—¿A mí? —pregunto Astrid señalándose el pecho con el índi-ce. Un pecho pecoso hasta donde dejaba ver la blusa, con unos senos más grandes que pequeños, aparentemente erguidos. Quise preguntarle su edad.

—No —corrigió Rodrigo—, a la que le asquea Gustavo es a Inés.

—Sí, tienes razón —le dije.

—Tendrán que reconocer que Inés no es una persona fácil —dijo Astrid.

—Me encanta cuando hace sol y viento a la vez —dijo Rodri-go como pidiéndole que se callara.

—Es mi impresión o esa cañería está teniendo problemas otra vez —volvió Astrid después de un momento.

—No huelo nada —dije cuando ya entrábamos a los dormi-torios.

La puerta del cuarto de Astrid estaba entornada. Cuando abrió lo primero que vimos fue a un señor en overol que nos daba la espalda, estaba atareado con una brocha sobre una de las paredes del cuarto.

—Ah, buenas —dijo Astrid.

—Buenas —respondió.

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—¿Usted es la persona que mandaron de la vereda? —le preguntó Astrid.

—Exactamente —dijo sin dejar de retocar.

—¿En cuánto cree que termina?

—Máximo una hora —dijo el señor.

—Bueno —dijo Astrid mirándonos con cara de tener todo resuelto—, voy a sacar lo que ya sabemos y nos vamos para otro lado, ¿les parece?

—Puede ser para mi cuarto —propuso Rodrigo.

—Perfecto, corazón, no se diga más.

Cuando salimos del cuarto le pregunté por qué había male-tas abiertas llenas de ropa puestas sobre la cama.

—Es que por largo que sea el viaje no me gusta meter la ropa en un closet que no sea el de mi casa —respondió Astrid al tiempo que aprovechaba para abrir su licorera vigilando que no viniera nadie.

Quise preguntarle si no le molestaba pensar que ese señor podría hurgar en su maleta en busca de ropa interior y hacer cualquier clase de cosas; pero inmediatamente me pareció un comentario indigno. Caminamos en dirección opuesta a mi cuarto y seguimos hasta el final del corredor, allí subimos por unas escaleras angostas que yo ni sabía que existían.

—Vives en la palomera —dijo Astrid un poco agitada.

Apenas abrió la puerta entendí que me han estafado con mi habitación. La suya no solo es más amplia sino que además tiene un cielorraso más alto y cuenta no con una sino con tres ventanas en paredes distintas. Si me hubieran permitido elegir desde el primer día me habría instalado.

—Esto parece un mirador —le dije—, te dieron el mejor lugar.

—Sí, gracias, es una estación de vigilancia muy cómoda. De hecho a eso me dedico buena parte del tiempo, se ven cosas

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muy divertidas.

—Te creo —le dije.

—No está nada mal la ratonera —dijo Astrid—, lo que sí es que hace un poco de calor, ¿puedo abrir las ventanas?

—Claro, déjame yo lo hago —respondió Rodrigo

Una sola ventana fue suficiente para que entrara el frío.

—¿Ponemos algo de música? —preguntó Rodrigo que ya estaba conectando su reproductor a un cable.

Astrid y yo asentimos mientras buscábamos un espacio para sentarnos entre unos cuadernos que estaban sobre el sofá.

—Pueden dejar eso en el suelo, no hay problema —se ade-lantó a decir Rodrigo al ver que no sabíamos qué hacer con sus cosas.

—¿Quieres? —dijo Astrid ofreciéndome su licorera.

—Gracias —dije después de pasar un trago de vodka tibio que me supo demasiado fuerte.

—¿Qué haces oyendo Los Hermanos Collazos? —preguntó Astrid apenas empezó a sonar algo que debía ser un tiple to-cando un ritmo como de guabina—, no me vas a decir que en serio te gusta…

—Claro que sí. ¿Qué tienen de malo?, no crea que los pongo solo porque usted está aquí.

—No estoy muy segura de que eso haya sido un cumplido —dijo Astrid—, aunque si a eso vamos, sí, son muy buenos, no vayan a dejar que me ponga sentimental, por favor.

La grabación sonaba vieja, enturbiada por una aspereza de fondo que le daba un tono cobrizo al tiple y al dúo de voces.

—Para serte sincera —dijo Astrid— a ti te imaginaba más en ese triquitraque que oyen ahora.

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—Y no creas que no sé apreciar el ruido —volvió Astrid des-pués de darse un trago—, también me gusta Jimmy Hendrix o a veces hasta un poco de free jazz… pero es que ese tun tun tran tran —dijo marcando el ritmo con unos suaves golpes so-bre mi muslo— está hecho para embrutecernos más de lo que ya estamos.

—¿Y qué crees que estás haciendo justo en este momento? —le preguntó Rodrigo indicándole la licorera con un movi-miento de cejas.

—¿Embrutecerme? —exclamó Astrid con desprecio—. No, co-razón, aquí lo que estoy haciendo es tratando de pasarla un poco mejor, ya vivo suficientemente amargada como para no ayudar-me al menos un poquito en la medida de mis posibilidades.

—Pues los otros hacen lo mismo, en la medida de sus posibi-lidades—respondió Rodrigo.

—No lo creo —dijo Astrid confiada—, míranos, aquí estamos conversando, compartiendo, siendo nosotros aunque estemos enfermos, de hecho es posible que un trago nos ayude a estar más en nosotros y a sanar, o a sentir como si sanáramos. En cam-bio esas fiestas de ahora, que por cierto son patrocinadas, son un cebadero, los engordan para luego echarles mano, como a Hanzel y Gretel.

—Estás más enterada que yo —le dije sintiendo que Astrid me recordaba a alguien… igual que me lo recordó el día que estuvimos afuera en la banca con Libardo, el día que se reboza-ron las aguas negras. Pero no logré dar con quien.

—No le veo la gran diferencia —dijo Rodrigo con expresión de haber oído suficiente—, pero tú sabrás por qué lo dices.

—Exactamente, corazón —contestó Astrid cariñosa y con-descendiente mientras me alargaba la licorera—, ya sabré yo por qué lo digo. Por cierto, soy una indelicada, ni te he ofrecido, ¿quieres un trago?

—No, gracias —contestó Rodrigo—, casi no tomo, además creo que ahora me sentaría realmente mal.

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—A propósito —continuó Astrid como si no hubiera oído lo que Rodrigo acababa de decir—, ¿cuántos años es que tienes?, ¿veinticinco?

—Veintiuno —corrigió.

—Pero eres muy aplomado para tu edad, ¿cierto que sí? —preguntó mirándome—, de verdad pareces un poco mayor.

—Y escribe poesía —dije como ofreciendo un argumento en pos de la precocidad de Rodrigo.

—¿Es cierto? —preguntó Astrid.

—Algo así —respondió Rodrigo.

—Yo creía que era imposible encontrar a alguien de tu edad que se interesara por la poesía.

—¿Te gusta? —preguntó Rodrigo

—¿Me gusta? Me gusta muchísimo —respondió Astrid dán-dose un aire afectado de dama conocedora—, por supuesto que en poesía como en todo hay mucho mequetrefe, de hecho es lo que más hay, por eso toca leer con pinzas. Pero de verdad me llama la atención que te guste la poesía y no tomes ni seas un drogadicto con poses. Ya por eso creo que vale la pena sa-ber qué tipo de poemas escribes, porque déjame decirte que tampoco tienes aspecto de ser uno de esos chicos intelectuales que son un bodrio, no quieres saber las cosas que me toca oír de profesora. Pero volviendo a lo tuyo, me gustaría que me de-jaras ver un poco de tu trabajo, algo de poesía sé.

—Luego te muestro —dijo Rodrigo.

—Siempre sale con lo mismo —dije después de tomar otro poco de vodka.

—No seas impertinente —dijo Astrid—, más bien dime por qué escribes, qué te hace escribir poesía, Rodrigo.

—Tú me dices que no sea impertinente y le haces semejan-tes preguntas —dije.

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—No tengo la menor idea —respondió Rodrigo parco y algo retador—, la verdad no sé.

—Bueno —insistió Astrid—, está bien, no quería que la pre-gunta sonará tan categórica. Aunque esa no es una mala res-puesta. Te preguntaba si te inspiras en algo, no sé, en tu enfer-medad, en la embriaguez… aunque ya dijiste que no tomas, pero bueno, de todos modos la embriaguez no se limita al alco-hol, tú me entiendes.

Rodrigo se quedó en silencio mirando hacia los bafles, como si de ahí le fueran a dar una respuesta. Mientras respondía me levanté a la ventana.

Frente al viento sentí como si ya no estuviéramos en marzo sino en agosto, imaginé que los meses habían pasado sin dar-me cuenta y que gracias a eso podía respirar tranquilo, el trata-miento había sido un éxito, me quedaban acaso uno o dos días para salir y por eso me sentía aún mejor; me dije que estaba fantaseando, pero que no podía negar que me estaba sintiendo lo suficientemente bien como para revisar con el doctor Cabal si de verdad vale la pena permanecer mucho más tiempo aquí en Mediacuesta.

—Que yo sepa —contestó Rodrigo después de un rato, qui-zá un par de minutos—, mi enfermedad no es que me sugie-ra muchas cosas, aunque de pronto lo que busco apunta en la misma dirección que esta enfermedad. Por otra parte, sí hay lugares que me ayudan a escribir. Cuando voy a las zonas rojas, deprimidas, ollas, es cuando logro escribir, me hace sentir segu-ro de que es eso lo que tengo que estar haciendo.

—¿Te queda fácil escribir en antros? —le preguntó Astrid extrañada.

—A veces anoto alguna cosa por ahí —respondió Rodrigo—, pero no, en esos sitios no se logra hacer mucho, los poemas los escribo después. Además no voy a ellos a escribir acerca de lo que veo, voy porque ir allá me ayuda a convencerme de que vale la pena hacer un poema.

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Le pregunté por el desguace.

—Lo conozco, claro, he ido varias veces. Y es muy difícil per-manecer ahí si uno no forma parte del tumulto, se te vienen a sonsacarte lo que puedan, primero por las buenas, luego ya es mejor irse.

—¿No es el desguace —volvió Astrid— ese lugar que resultó después de que despejaran lo que era el cartucho? Porque al cartucho sí fui, tuve que ir dos veces cuando trabajaba para una fundación. En una de esas alcancé a tomar algunas fotos, en la mayoría aparecía gente con cara de larvas o de muertos fuman-do bazuco, pero recuerdo una de unos niños jugando fútbol con una botella plástica, la portería eran dos tipos drogados que no se podían levantar.

—El cartucho no lo conocí —dijo Rodrigo—, pero lo cierto es que eso nunca se acabó y que no tiene cuándo acabarse.

—¡No tiene cuándo! —repitió Astrid enfática—. Oye, tú, el de la ventana, ven y tómate un trago conmigo.

Volví al puesto del sofá. Luego del trago empecé a sentirme prendido. Astrid de nuevo comenzó a masajearme la cabeza.

—Ven Rodrigo —Volvió Astrid—, pero no nos dijiste cómo es que esos sitios te ayudan a escribir poesía.

—No sé si ayudar sea la palabra —respondió Rodrigo—, pero bueno, el hecho es que esos sitios calibran la escritura de una forma muy particular. Hay muchos hábitos y muchos iner-cias que se desvanecen gracias a una ida a esa clase de lugares. Me refiero a hábitos a la hora de escribir poesía, hábitos como el de la música porque sí, rimar o no rimar porque sí, ser senti-mental porque sí o nihilista…

—¿No te gustan las rimas? —se adelantó a preguntar Astrid.

—El problema no es que me gusten o no —respondió Ro-drigo—, el problema es que las usan o no las usan sin que eso tenga algo que ver con lo que sea que estén diciendo. Pero no

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me quiero detener en eso, lo que quería decir era que después de ir a un sitio como el desguace te queda como un zumbido en todo el cuerpo, un ruido que se te transfiere a las palabras, a las imágenes, a las ideas.

—Es una cosa del cuerpo —retomó Rodrigo después de pensar un momento—. Ves a esa gente sobrecocinándose y te impregnas, y luego quieres escribir, pero sientes que ese ruido no te va a dejar utilizar cualquier tipo de música, de imágenes; ir a esos sitios es como encontrar un diapasón que te obliga a volver a afinar, y después de afinar sientes que hay que escribir.

—¿Tocas algún instrumento? —le preguntó Astrid

—Un poco de guitarra, pero casi nada —respondió Rodrigo.

—Perdón —dije—, alguna vez estuve en el desguace y ape-nas salí sentí como si le hubieran succionado el color a las cosas, todo me pareció frívolo, fue como si nada valiera la pena…

Antes de que pudiera terminar de decir lo que estaba di-ciendo se oyó la voz gangosa de Gustavo llamando a Rodrigo. No le decía Rodrigo sino Rerrigo, y le pedía que se asomara a la ventana.

—Oye —gritó Gustavo—, te estaba tirando piedritas, ¿no oíste?

—Habíamos quedado en que no más con lo de las piedri-tas —le dijo Rodrigo que ya se había levantado y miraba hacia abajo por la ventana.

—Sí, habíamos quedado en eso, lo sé, pero no te preocupes, que ya aprendí a tirarlas, así no hay cuando despacar un vidrio.

—Despicar —corrigió Rodrigo—, se dice despicar, y no gri-tes más, por favor, es hora de siesta.

—Es que es la única forma en que puedo hacer que me escu-ches —volvió Gustavo—, no soy capaz de hablar duro sin gritar.

—Está bien —dijo Rodrigo—. ¿Qué quieres?

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—Ay —me dijo Astrid—, no me digas que ese señor…

—¿Sabes si por ahí está Freddy? —preguntó Gustavo.

—No, ya sabes que no volví dejar entrar a tus amigos invisibles.

—No son invisibles, lo que pasa es que son como la uñas de los pies y a veces no se dejan ver —dijo Gustavo con una carca-jada seca y cavernosa.

—¿Algo más? —preguntó Rodrigo.

—Sí —gritó Gustavo—, tu mamá y tu hermana están en re-cepción, creo que vinieron a verte.

—Ay —dijo Rodrigo mirándonos—, no puede ser. Hoy ve-nían, claro. Pero no se tienen que ir —dijo viendo que me levan-taba—, ellas igual no suben aquí. Siempre nos quedamos por ahí afuera, les gusta la cancha.

—No, corazón —dijo Astrid—, qué nos vamos a quedar aquí sin ti. No te preocupes, otro día volvemos.

—Sí —dije—, no hay problema. Podemos ir a mi cuarto.

Bajamos con Rodrigo y entramos a mi cuarto. Aunque había algo agradable en el ambiente, no podría asegurar que supiera lo que iba a suceder. Apenas cerré la puerta Astrid me dio un beso en la boca al que le siguieron otros y en un momento ya estábamos sin ropa en el suelo. No tengo la menor idea de dón-de pudo haber brotado tanta vitalidad. Ensayamos varias po-siciones y en muchas de ellas Astrid me mordía los dedos con suavidad para luego llevárselos a otras partes. Estuve todo el tiempo entre eufórico y ausente, desconcertado con la transfor-mación de Astrid durante el sexo. La cincuentona insufrible le da paso a una asiática salida de una tribu donde con seguridad no se entienden con palabras. Porque la vida es extraña, en algún momento del trajín tuve una peculiar revelación, encontré por fin el rostro de la persona que se me parecía a Astrid. Resultó ser Francisco, el profesor que nos habló a Leticia y a mí en el parque acerca de una conferencia de la que lo habían expulsado por

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pasarse de tono. Mientras estaba ahí me sentí abrumado por lo raro de esa reminiscencia, eso me hacía abrazarla con fuerza y sentirla con mayor intensidad. Obviamente esperé a que acabá-ramos para preguntarle si conocía a un señor llamado Francisco que hace muchos años lucía de esta y de otra manera.

—No quiero hablar —fue lo único que respondió antes de cerrar los ojos.

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Esta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capítulo número once de la novela.

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