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Teatro y prácticas escénicas [Volumen I: El Quinientos valenciano] Teatro y prácticas escénicas o [Volumen I: El Quinientos valenciano] I. Prolegomena I.1. Hipótesis sobre la génesis de la comedia barroca y la historia teatral del XVI I.2. Panorama crítico de los estudios sobre la historia del teatro valenciano (Siglos XIII al XVII) I.3. La Valencia virreinal del Quinientos: una cultura señorial II. El teatro religioso y los orígenes de la práctica populista II.1. La problemática del teatro religioso II.2. El teatro medieval valenciano II.3. Jaime Ferruz en la tradición del teatro religioso II.4. El teatro religioso de Joan Timoneda III. La práctica escénica cortesana III.1. La teatralidad pastoril III.2. La tradición pastoril y la práctica escénica cortesana en Valencia (I): el universo de la égloga III.3. Notas en torno a la Farça a manera de tragedia III.4. La tradición pastoril y la práctica escénica cortesana en Valencia (II): coloquios y señores III.5. El teatro en la Corte de los Duques de Calabria IV. La influencia italiana. Las practicas escénicas erudita y populista IV.1. La comedia Thebayda y la Seraphina IV.2. La comedia de Sepúlveda y los intentos de comedia erudita IV.3 La práctica escénica populista en Valencia

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Teatro y prácticas escénicas

[Volumen I: El Quinientos valenciano]

• Teatro y prácticas escénicas o [Volumen I: El Quinientos valenciano]

I. Prolegomena I.1. Hipótesis sobre la génesis de la comedia barroca y la

historia teatral del XVI I.2. Panorama crítico de los estudios sobre la historia del

teatro valenciano (Siglos XIII al XVII) I.3. La Valencia virreinal del Quinientos: una cultura

señorial II. El teatro religioso y los orígenes de la práctica populista

II.1. La problemática del teatro religioso II.2. El teatro medieval valenciano II.3. Jaime Ferruz en la tradición del teatro religioso II.4. El teatro religioso de Joan Timoneda

III. La práctica escénica cortesana III.1. La teatralidad pastoril III.2. La tradición pastoril y la práctica escénica cortesana

en Valencia (I): el universo de la égloga III.3. Notas en torno a la Farça a manera de tragedia III.4. La tradición pastoril y la práctica escénica cortesana

en Valencia (II): coloquios y señores III.5. El teatro en la Corte de los Duques de Calabria

IV. La influencia italiana. Las practicas escénicas erudita y populista

IV.1. La comedia Thebayda y la Seraphina IV.2. La comedia de Sepúlveda y los intentos de comedia

erudita IV.3 La práctica escénica populista en Valencia

I. Prolegomena

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I.1. Hipótesis sobre la génesis de la comedia barroca y la historia teatral del XVI

Juan Oleza

Con la colaboración de: J. L. Sirera, M. Diago, J. L. Canet, J. J. Sánchez Escobar

1. La génesis de la comedia barroca, y, en general, todo el teatro del siglo XVI, han sido enfocados tradicionalmente o bien a partir de los restos literarios conservados y como una historia de autores, o bien a partir de la historia externa, meritoria y penosamente acumulada desde el descubrimiento y el estudio de la abundante documentación sobre el hecho teatral. En todo caso no han sido frecuentes los esfuerzos de síntesis entre ambas perspectivas, a pesar de que en los últimos años se han venido produciendo aportaciones importantes (Wardropper, Varey, Shergold, Arróniz, Froldi, Surtz, Rozas...). Nos situamos ante el siglo XVI con la conciencia de que vamos a operar sobre un campo de datos dispersos: noticias, restos de tradiciones textuales, autores diseminados desde Roma a Lisboa, desde Valencia a Sevilla, desde Valladolid a Madrid, y nos situamos con la decisión epistemológica de que una explicación razonable de nuestra historia teatral sólo es posible a partir de la totalización del hecho teatral como tal en su especificidad de espectáculo no siempre literario, tal como se concreta en el concepto de práctica escénica. En el interior de este concepto se aglutinan los datos de público, organización social, circuitos de representación, composición de compañías, técnicas escénicas, escenarios, etc... y en el interior de este concepto el texto es un componente más, fundamental si se quiere, sobre todo si consideramos que es una de nuestras fuentes privilegiadas de información, pero no el elemento determinante de nuestras hipótesis históricas. En última instancia nuestra mirada debe hacerse más «teatral».

2. La práctica escénica es una práctica social compleja y, como tal, nace de condicionamientos y espacios ideológicos y produce efectos ideológicos, y en su despliegue integra y orienta toda una serie heterogénea de actos sociales (textos, representaciones, -10- hechos legislativos, compañías, público, preceptivas...) que, si bien generan ideología específica por sí mismos, se integran en un gesto ideológico global, el de la práctica como tal, resultante de las relaciones de fuerza entre estos actos. Puede ocurrir, y de hecho ocurre a menudo, que en el interior de la práctica escénica las orientaciones ideológicas de actos diversos sean contradictorias. Es el caso, por ejemplo, de la puesta en escena populista de Lope de Rueda cuando es llevada a los salones privados de la aristocracia. En el interior de una práctica escénica se producen contradicciones que se resuelven por relaciones de fuerza.

3. Desde estos supuestos epistemológicos, la génesis de la comedia barroca se nos aparece como un proceso complejo, de lucha dialéctica entre prácticas sociales y

escénicas diversas -en el interior de la práctica escénica hispánica-, algunas de ellas antagónicas, que encontrará su síntesis precisamente en las primeras formulaciones de la comedia barroca, y que sólo a partir de ese momento, una vez canonizada por el bloque dominante la forma-síntesis, desplegará, a la busca de una total coherencia y madurez, sus ideas-eje y sus formas teatrales más características.

4. En el origen de la comedia barroca, lo que encontramos es la lucha por la hegemonía de tres prácticas divergentes, cuyas tradiciones se hunden en los momentos finales de la Edad Media:

A) Una práctica de indudable carácter populista, originada en los espectáculos juglarescos y, sobre todo, en la tradición del teatro religioso del siglo XV y de la primera mitad del XVI, pero que se irá independizando de la Iglesia a medida que ésta, obligada por la presión de un público popular que transforma de día en día el espectáculo religioso en espectáculo profano, saque el teatro de las iglesias1. Esta práctica escénica llegará a definir sus formas propias -textos, compañías, técnicas de puesta en escena, tipos de actores, públicos y escenarios- a través de la formación de las primeras compañías de actores-autores profesionales y de la adaptación de los modelos teatrales italianos que lleguen a la Península.

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B) Antagónica con ella, la práctica cortesana de un teatro privado y de fasto ceremonial, cuyos orígenes hay que buscar también en la Edad Media, y que se desarrolla nítidamente a lo largo del siglo XVI. En el último cuarto del siglo esta práctica se verá obligada, por profundas exigencias sociales, a replantearse como teatro público y a salir de los palacios a la calle.

C) Frente a estas dos prácticas antagónicas, e incidiendo lateralmente en la pugna por la hegemonía, una tercera práctica de marcadas raíces literarias: la actividad teatral de los círculos eruditos, cuyos orígenes descansan -probablemente, en su mayor parte, como lecturas- en algunas comedias elegíacas y humanísticas, aunque no alcanzará su dimensión plena de práctica escénica hasta la segunda mitad del XVI (pues las traducciones de obras griegas y latinas, las versiones de otras italianas, o las representaciones en latín y en castellano de la primera mitad, constituyen antecedentes solamente, elementos para una cristalización que aún no se ha producido), intentará, en el último cuarto de siglo, y muy especialmente entre 1575 y 1590, aproximadamente, ganar también la batalla de la hegemonía pública desde las concepciones de un teatro «ilustrado» y clasicista.

5. Y este entrecruzamiento es, a nuestro modo de ver, lo importante del asunto. No se trata de que los textos teatrales populistas de los actores-autores posean ideas progresistas y revolucionarias, ni de que los textos cortesanos sean reaccionario-feudales. Ideas revolucionarias las hay en autores esencialmente cortesanos -pensemos en Tinelaria, Soldadesca o la celestinesca Himenea de Torres Naharro-, e ideas reaccionarias se dan en los textos más populistas -Timoneda sería un buen ejemplo-. Se trata de que la pugna entre prácticas teatrales divergentes tiene un sentido ideológico concreto en la situación social específica del siglo XVI. Se trata de que la práctica teatral de los italianistas -con sus actores-autores, sus textos-guión no literarios, su público municipal, sus escenarios abiertos, etc.- imponía un modelo teatral de

entretenimiento y diversión públicas, que escapaba al ejercicio de la hegemonía feudal, abierto por tanto a la expresión de formas de la sensibilidad y de la cultura populares, y directamente impregnable por sus intereses ideológicos y sociales. Se trata de que la práctica teatral cortesana -con su público selecto, sus actores «amateurs», su empleo sólo circunstancial de profesionales, su despilfarro de medios, sus ámbitos de patios y salones cerrados, sus espectáculos de autocelebración, etc.- era capaz de expresar -12- plenamente las formas culturales dominantes y los intereses ideológicos de la aristocracia feudal, pero resultaba totalmente incapaz como instrumento de hegemonía social, dado su escaso y ocasional poder de impacto sobre las capas populares, que constituían a fin de cuentas la masa social a persuadir. Se trata de que, a mediados de siglo, las clases dominantes necesitan un instrumento ideológico de gran alcance público y no disponen de él; se trata de que las clases dominadas, a lo largo del siglo, experimentan una progresiva necesidad de espectáculos públicos -paralela a su creciente demanda cultural-, que satisfacen en los espectáculos de las incipientes compañías profesionales y en las grandes celebraciones municipales, pero que no son capaces de organizarlos, sostenerlos ni financiarlos regularmente. Se trata también de que los círculos intelectuales humanistas, en plena decadencia del humanismo, descubren la necesidad de constituirse en dirigentes sociales e incidir ideológicamente -ya que han sido arrojados del aparato del estado absoluto, que tanto colaboraron a modelar- en la población. Y se trata, finalmente, de que en esta encrucijada de necesidades y carencias se entrecruzan tradiciones teatrales de distinto signo, cuyas prácticas adquieren sentidos ideológicos divergentes.

6. Este entrecruzamiento de fuerzas constituye la dialéctica teatral de la que va a salir una nueva práctica teatral, la comedia barroca, que sintetizará las formas artísticas de la tradición cortesana, la disciplina intelectual del teatro clasicista y la vocación populista del teatro italianizante, sometiendo la práctica teatral a una sólida organización, progresivamente controlada, y con una función clave de aparato ideológico, al servicio de los intereses de la clase dominante (la aristocracia feudal), de su Estado (la Monarquía Absoluta) y de su aparato ideológico fundamental (la Iglesia).

7. Esta síntesis, sin embargo, no se logra de una sola vez. Su primera cristalización se da en la escuela valenciana, con un peso específico muy importante, todavía, de la tradición cortesana. La segunda cristalización será, indudablemente, la de Lope, que le incorporará toda su vocación populista. El tercer momento de síntesis es ya la división del trabajo ideológico entre el teatro de autorrecreo cortesano y el de impacto popular: la época de Calderón, en suma.

Esta síntesis no se dará, tampoco, sin incongruencias ni contradicciones: el primer Guillén de Castro, la dramaturgia de Aguilar -13- o el primer Lope de Vega contienen dosis considerables de heterodoxia e irreverencia.

Por último, esta síntesis no se hizo sin concesiones: el espíritu de la tragedia clasicista impregna durante mucho tiempo (a través de temas como el del tiranicidio o el de la corrupción del poder, o de la misma forma trágica que se mantiene hasta bien entrado el siglo XVII) la nueva comedia; el populismo conduce en muchas ocasiones a la comedia de enredo a situaciones y soluciones poco asumibles por la ortodoxia contrarreformista (de ahí los ataques contra la moralidad del teatro), y hasta la comedia de propaganda ideológica se ve obligada a recoger -aunque mediatizada y deformadoramente- alguna de las contradicciones más agudas del siglo XVII, como el

antagonismo entre señores feudales y campesinos independientes, tal y como ha mostrado la investigación de Noel Salomon (1965).

8. De las tres prácticas en pugna deseamos incidir especialmente, en estas hipótesis, en la práctica cortesana del siglo XVI, por haber sido la menos considerada (aun cuando ya Crawford, en 1922, dedicó el capítulo IV de su Spanish Drama before Lope de Vega a los «Festival and Pastoral Plays» y una investigación autónoma al Spanish Pastoral Drama. Sin embargo, su propia minusvaloración del fenómeno es patente)2, y porque esa falta de consideración ha llevado a una comprensión demasiado optimista -y a nuestro modo de ver, deformadora- de la génesis de la comedia barroca, que habría surgido casi espontáneamente desde abajo, esto es, desde las representaciones populares religiosas y las de las compañías italianas y de sus adaptadores españoles (Lope de Rueda, Alonso de la Vega, Timoneda...), hasta captar el interés y la afición de las clases dirigentes y de la alta cultura, que se sumarían al proceso intentando controlarlo y readaptarlo, por medio de la acción de Estado, a sus propios intereses y gustos artísticos. Pensamos que, muy al contrario, la tradición teatral cortesana, desplegándose a lo largo del siglo XVI, se verá obligada a salir a la calle en el último cuarto del siglo para ganar la batalla de la hegemonía del teatro público, y que esa salida de los palacios determinará en una dosis decisiva el carácter de las primeras formulaciones -14- de la comedia barroca: las de Tárrega y su escuela y las del propio Lope.

9. Esta práctica escénica arranca de las celebraciones cortesanas y de los fastos de finales del XV (aunque sus orígenes son mucho más antiguos y se encuentran noticias abundantes en las crónicas catalanas y castellanas, así como en la literatura creativa, caso de la novela sentimental o de la de caballerías, que a menudo los reflejan). Su teatralidad se configuraba por la integración de los rituales de la vida cortesana, representados a la vez que vividos: el banquete y la lucha (el torneo), la danza y la autoexhibición (desfiles y procesiones), y si cada uno de estos rituales poseía una espectacularidad específica, entre todos definían una fiesta global de inequívoco carácter teatral. En el fasto, el texto literario suele jugar un papel secundario, de mero apoyo, y a veces se convierte incluso en material escénico (reparto de poemas entre comensales, etc.), o es simplemente el prólogo a una representación sin palabras (oberturas de danza, desafíos de torneos, etc.).

10. Sin embargo, es posible distinguir ciertos tipos de celebraciones en los que el texto deja de ser un elemento secundario y pasa a ocupar un primer plano del espectáculo. Ciertos desafíos de torneos y, sobre todo, ciertos momos, despliegan ya una verbalidad dramática. De hecho, los primeros textos-representaciones del teatro español profano conservados son las dos series de momos de Gómez Manrique. Pero como ha estudiado Shergold (1967) es sobre todo la corte portuguesa, hasta donde hoy sabemos, el lugar en que va a generarse toda una tradición de fasto cortesano con dimensiones literarias. Y de esta tradición nacerá un autor especialista, Gil Vicente, cuya primera pieza es precisamente un juego de momos, el Monólogo del Vaquero. Lo específico de las elaboraciones de Gil Vicente es la integración orgánica de teatralidad cortesana y texto dramático, de fasto y literatura (Fragoa de amor, Nao d’amores, Templo de Apolo... con su escenografía móvil de rocas, sus momos y máscaras, sus desfiles de personajes, su mezcla de las circunstancias de la ficción y de la representación...). Es la mejor prueba, pensamos, de la posibilidad de engendrar el drama desde la teatralidad de la fiesta en ámbitos no eclesiásticos.

11. Al margen de esta primera síntesis de Gil Vicente, los fastos cortesanos, en general, incorporaron en su teatralidad los temas de la literatura cortesana: amor cortés y caballerías, luchas -15- de moros y cristianos, disertaciones didácticas y alegóricas. Como escribe Shergold (1967), los fastos visualizan el simbolismo de la poesía cortesana. Pero no sólo se da esta convergencia, sino también la inversa: son muchos los textos cancioneriles que tienen una estructura paradigmática, de diálogo o debate, con un cierto avance en la acción. Pocos textos tan expresivos de ello como El Cortesano, de Luis Milán, obra en la que la vida en la corte valenciana de D.ª Germana de Foix está concebida toda ella como una representación, a la cual cada cortesano acude a exhibir su papel, «su personaje», papel que de continuo se recuerdan los unos a los otros. Las fiestas, ingrediente determinante de la vida cortesana, no hacen sino escenificar -magnificando- sus rituales (la comida y la danza, la batalla y el juego, el desfile y el torneo, los galanteos y los regalos) y se convierten así en monumentos teatrales que la casta cortesana erige a sus propios modos de vida. En este sentido es notable observar cómo los fastos suelen desconocer los elementos cómico-realistas que, sin embargo, abundan tanto en los dramas desde Juan del Encina.

12. Escenográficamente, los fastos son de una enorme complejidad. Esta complejidad viene dada, en primer lugar, por la necesidad de integrar espectáculos heterogéneos en una totalidad (las procesiones preceden a los banquetes o se mezclan con las mascaradas, que a su vez pueden revestir forma de baile, los bailes preceden o siguen a los torneos, los momos pueden introducir torneos o danzas... El libro «Les festes d’Anglaterra», del Tirant lo Blanc, es un espléndido homenaje a esta concepción de la fiesta total cortesana). Pero en segundo lugar, el fasto traduce el gusto cortesano por la materialidad misma del lujo, y en ello nada tiene que envidiar a los grandes espectáculos religiosos, con los que comparte buena parte de su suntuoso aparato escenográfico: castillos y barcas móviles, gigantescas ruedas de la Fortuna -a veces articuladas entre sí- que trasiegan doncellas cantantes, agarradas Dios sabe cómo, máquinas que suben y bajan de los cielos a los infiernos todo tipo de personajes, leones y águilas mecánicos, terroríficos dragones que vomitan llamaradas, nubes que se abren como granadas, torres, ciudades amuralladas, arcos triunfales... toda una geografía fabulosa viene a soportarse sobre las rocas, que la movilizan y exhiben.

13. Los fastos cortesanos continuaron celebrándose a lo largo de todo el siglo XVI, aun cuando ya estaba consolidado el drama cortesano. A falta de un estudio más profundo de la documentación, -16- parece que las características del fasto continuaron sin grandes modificaciones, aunque algunos elementos de interés, para nosotros, vienen a añadirse. La combinación del fasto y del auto del Corpus, al margen de su influencia en la génesis del auto sacramental, supone la inclusión de espectáculos autónomos montados sobre textos dramáticos en el marco del fasto. En efecto, al XVI le será difícil, sobre todo en su segunda mitad, organizar grandes fiestas sin incrustar en ellas representaciones de textos dramáticos, llámense autos, farsas, representaciones o comedias (las fiestas de Toledo en 1555, o las de Valencia en 1599, por poner dos polos cronológicos, son buena prueba de ello). Otro elemento nuevo, a nivel temático, y junto a la continuidad de los temas tradicionales (mitológicos, didáctico-alegóricos y caballerescos), es la introducción de temas histórico-legendarios en los fastos, «huyendo de las fábulas y alegorías que en otros recebimientos se han usado», como se dice de las celebraciones que se hicieron en Burgos, en 1570, a la llegada de D.ª Ana de Austria, y cuyas figuras, bajo los arcos triunfales, incluían «invenciones» sobre la fundación de Burgos, los siete infantes de Lara, el Cid, Fernán Conzález, o los reyes Alfonso VI y

Alfonso VIII. Es así como los temas histórico-legendarios, tan caros a la comedia barroca, aparecen ya, diez años antes, como mínimo, de las primeras comedias barrocas, incorporados por los fastos cortesanos.

14. Los fastos cortesanos debieron influir considerablemente en los poetas de la futura comedia, pues al margen de todos los elementos del fasto que se transmiten a las comedias, disponemos de indicios tan reveladores como el siguiente. En Valencia, en 1586, con motivo de la llegada a la ciudad de Felipe II, se celebran fiestas que incluyen, entre otras, representaciones de la toma del Peñón de Vélez, de las batallas de Lepanto y San Quintín, del sitio y defensa de Malta... Tárrega tuvo que ver, necesariamente, estas representaciones. En 1586 él tenía escritas ya algunas de sus primeras comedias, pero será en las posteriores cuando aparecerán, masivamente, las grandes batallas y los cercos de las ciudades: El Cerco de Rodas, El Cerca de Pavia y prisión del Rey de Francia, La sangre leal de los montañeses de Navarra3.

15. Si en el fasto cortesano el texto dramático no es, en un principio, más que un elemento de apoyo, y sólo bastante después -17- pasará a ser un componente tan específico que llegará a estructurar en torno a sí todo un espectáculo autónomo -aunque este proceso lo conocemos mal en sus fases y en su evolución territorial-, lo más razonable es pensar que la última fase lógica (que no cronológica) se corresponde con la independización del texto-espectáculo del conjunto de la fiesta. Ello no quiere decir, sin embargo, que debamos distinguir tres etapas bien diferenciadas cronológicamente: a principios del XVI algunas representaciones de Juan del Encina (Plácida y Victoriano y Los tres pastores, sobre todo) bien pudieron ser independientes de cualquier marco festivo, mientras que, por el contrario, a lo largo de todo el XVII, muchas comedias, de Lope a Calderón, se incrustarán, con toda naturalidad, en grandes fiestas cortesanas. Con todo, debió ser antes de 1550 cuando el texto-espectáculo empezó a dejar de necesitar el marco del fasto para justificarse. Es el momento en que el drama adquiere, por sí mismo, la categoría de fiesta, y puede prescindir de circunstancias solemnes o de espectáculos paralelos que lo abriguen.

16. Los primeros textos-espectáculos, de carácter cortesano, se originan en el interior de circunstancias muy ligadas al fasto (dramas de circunstancias políticas, conmemorativos y dramas-fasto) o muy ligadas a las festividades religiosas (primeras églogas pastoriles), pero pronto se producirá una ósmosis de ambas corrientes: las églogas pastoriles girarán hacia los temas profanos y las circunstancias de fasto (bodas, sobre todo), mientras los dramas de circunstancias políticas se impregnarán de elementos pastoriles y costumbristas. En todo caso, ambas corrientes crean una tradición de dramas cortesanos que llena toda la primera mitad del siglo. Hay que suponer, dada su naturaleza de piezas para un consumo inmediato y concreto, tras el cual pierden su función, así como la autoría, en muchos casos, de poetas provisionales que no publicarán nunca sus obras, que los textos conservados no son más que ejemplos aislados de esta tradición: probablemente los mejores, es cierto, o al menos los escritos por los mejores poetas, pero no por ello los únicos.

17. Las primeras églogas pastoriles representadas en ámbitos cortesanos debieron llegar a éstos desde una evolución considerable del Quem quaeritis navideño, forzada con toda seguridad por un público popular, en el interior de las iglesias, ávido de diversión y de apropiarse los espectáculos religiosos. Así parece sugerirlo ese eslabón suelto de representación pastoril-navideña que testimonia la Vita Christi de Iñigo de

Mendoza. Esa presión del público debió -18- extender y ampliar, progresivamente, los motivos cómicos y costumbristas de las viejas piezas litúrgicas. Y en ese estado recogió la tradición Juan del Encina, la asumió y la transformó, desarrollando los elementos profanos y adaptándola al marco cortesano. Pero, al mismo tiempo, lo pastoril no se agotaba en la comicidad rústica y en la devoción popular. Lo pastoril conlleva el eco de una tradición culta, la de las églogas virgilianas, de donde el poeta salmantino tomó el título genérico para sus piezas y a las que parafraseó libremente en sus Eglogas trobadas. Y esta doble fuente, popular y culta, determina, a lo largo de toda la tradición pastoril del Renacimiento, una pugna entre dos modelos, el cómico-costumbrista de rústicos pastores y pastoras y el platónico de amores idealizados entre sofisticadas damas y galanes disfrazados bajo su pellico. Ni Cervantes pudo librarse de esa dicotomía. Sin embargo, no eran modelos incompatibles. Al menos, no lo eran desde el punto de vista ideológico: el pastor rústico, trasladado a palacio, es un motivo de hilaridad cortesana (Salomon lo ha estudiado minuciosamente), aparte de que su misma ignorancia catapulta la posibilidad del adoctrinamiento, erótico o teológico según los casos. Ello explica el que el modelo sublimado se dé escasas veces, en el teatro español, de forma pura, y que tienda a integrar, ya desde Juan del Encina, elementos del modelo costumbrista (una prueba palpable es la comparación de Los tres pastores de Encina con la Egloga II de Tebaldeo, que le sirvió de fuente)4.

18. La égloga pastoril de amores idealizados es, fundamentalmente, teatro de la palabra (al contrario que las del modelo costumbrista puro), y de la palabra poética. Es más literatura que espectáculo, y acoge en su seno los temas serios de la cultura cortesana, que se daban por igual en la lírica: el debate campo-ciudad, el ovidiano tema del poder absoluto del amor, las disputas sobre las virtudes y defectos de las mujeres, la disertación sobre los males del amor... Las situaciones dramáticas del Juan del Encina más cortesano van a generar toda una larga tradición que se perpetuará, casi inalterable, a lo largo de medio siglo y a través de una treintena larga de textos conservados y frecuentemente reeditados más allá de 1550. La evolución del género irá enriqueciendo los esquemas iniciales con nuevos motivos, pero sin alterarlos como esquemas.

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19. Con la Egloga de tres pastores Encina escribe la primera tragedia profana del teatro español, pero con Plácida y Victoriano escribe indudablemente la primera comedia. Ya desde la misma calificación de la obra («Y assí acaba esta comedia» dice Gil Cestero en el prólogo), que alterna con la calificación tradicional de «égloga». Pero ya, también, desde el prólogo (el primero posiblemente, aunque también cabe dentro de lo posible que fuera posterior a alguno de los «introitos» de Torres Naharro), recitado por un pastor risible, con su saludo al público, su exposición de la trama y su petición de silencio. Y también, ya, desde su estructuración compleja, marcada por los dos entremeses internos, o desde su simbiosis de elementos heterogéneos (el mitológico, el pastoril en su doble dimensión, el urbano celestinesco), o desde su especificación de la acción exterior (mucho mayor que en Cristino y Febea o en Tres pastores), o desde su reconversión semántica, contra todo lo esperable, de lo trágico en cómico por la intervención de un tercero (Venus en este caso), o, por último, desde su fusión de lírica y teatralidad. La evolución del género enriquecerá este primer esquema de comedia por medio de mecanismos diversos. El primero de ellos, la ampliación de las situaciones cómicas (bodas, dotes, genealogías, ignorancia e interpretación grotesca por parte de los rústicos de los males de amor, pretensiones eróticas de frailes y monjes lujuriosos...),

pero después, también, la incorporación de personajes específicamente cómicos procedentes bien de La Celestina (los criados de ésta degeneraron, a menudo, en meros bufones), bien del teatro religioso (el portugués enamorado, el fanfarrón cobarde, la gitana adivinadora...). La influencia italiana se manifiesta no sólo por la adopción de determinados esquemas temáticos (la «cuestión de amor», por ejemplo), sino también por la adopción de mecanismos de «clave» (Egloga de Torino), por las ocasionales utilizaciones de versos italianos (la Metamorfosea incluye un soneto entre sus quintillas) y, sobre todo, por la adopción del enredo (parece un fenómeno tardío), que multiplica parejas, organiza su falta de correspondencias amorosas y, finalmente, resuelve con un golpe de efecto que deja satisfechos a todos con una boda múltiple (un buen ejemplo es la Comedia Metamorfosea, de Joaquín Romero de Cepeda, impresa en 1582, pero probablemente muy anterior). En algún caso aparece también el criado gestor de soluciones para las difíciles situaciones en que se ve metido su amo (Farsa de Alonso de Salaya). La Égloga o Comedia pastoral, en bastantes casos, y en la medida en que acentuó su complejidad, tendió a estructurarse, externamente, asumiendo el «introito» a lo -20- Torres Naharro (Farsa Ardamisa, Farsa Cornelia, Comedia Florisea, Farsa del matrimonio...) y la división en actos: probablemente sea la Comedia Florisea, de Francisco de Avendaño, impresa en 1551 y 1553, la primera obra que divida en tres actos, como es generalmente aceptado, y lo mismo hace la ya citada Metamorfosea.

20. Las églogas de Juan del Encina son obras de encargo para una celebración concreta, bien religiosa o bien profana, y se elaboran en función de esta circunstancia. Sólo en las últimas églogas parece el tema adquirir una relación más genérica con las circunstancias, aunque es preciso reconocer que es muy poco lo que sabemos de éstas en lo que respecta a Tres pastores y a Cristino y Febea. Lo cierto es que a esa naturaleza de obras de encargo para una ocasión concreta hay que añadir un público perfectamente definido y una relación autor-actor-espectador que reproduce, sobre el escenario y en la ficción, la misma relación tal como se produce en la realidad cotidiana de autor, actor y espectador. No es de extrañar, por tanto, que los lazos extraescénicos que mantienen penetren, tan a menudo, en las representaciones y en los textos (un caso sintomático es el de Fernández de Heredia, que cambia el introito de La visita cuando representa por segunda vez la obra ante el duque de Calabria, que no la había visto, pues la obra fue escrita para D.ª Germana y su anterior marido, el marqués de Brandenburgo: aunque la obra no es pastoril, el caso es típico, a nuevos cónyuges nuevos textos). El texto no se concibe, por tanto, independientemente de las circunstancias de representación, ni el autor del papel que le corresponde en la sociedad que le escucha, ni el escenario de la sala, ni el teatro de la vida cotidiana. El teatro viene a ser, en definitiva, una manifestación más de la cotidianeidad cortesana y de la teatralidad que le es inmanente. Y la evolución del género no modificó este carácter: muchas comedias pastoriles, como insistió Crawford (1921), están escritas y fueron representadas para celebrar compromisos y ceremonias nupciales. Su escenificación cortesana está asegurada, por otra parte, en los casos de la Egloga de Torino y de la Egloga de Breno: en ambos casos los protagonistas coinciden en la realidad y en la ficción y son, por tanto, obras «en clave». En la mayoría de estas representaciones, por último, la música y el canto juegan un papel importante, y su puesta en escena, como afirma Shergold, no debió ser muy complicada, si es que requirió alguna escenografía. El autor es, sobre todo, un «funcionario» al servicio de una casa nobiliaria y con atribuciones de diversión -provisionales en algunos -21- casos, más estables en otros- de sus señores. Como tal, no sólo escribe el texto, sino que organiza el espectáculo, dirige a los actores y, en muchos casos, actúa él mismo.

21. Si las églogas pastoriles ocupan los salones de la nobleza a lo largo de toda la primera mitad del siglo XVI, no por ello los monopolizan. Junto a ellas se escenifican églogas, farsas, comedias, colloquios, cuyas características básicas van a ser o bien su dependencia de circunstancias políticas y hechos famosos, que conmemoran, o bien la teatralización de rituales cortesanos. Como señala Crawford, estos dramas cristalizaron como espectáculos autónomos en torno a un texto dramático a partir de los fastos cortesanos, en un proceso equivalente al del engendramiento de autos del Corpus a partir de los fastos religiosos de esta fiesta. Uno de los primeros ejemplos es la Egloga de Francisco de Madrid, escrita hacia 1494, y que remite a la invasión de Italia por Carlos VIII. A partir de este momento se nos han conservado, o tenemos noticias, de una treintena de textos puros de este tipo, cuyas representaciones y principales impresiones se extienden hasta la mitad del siglo, aunque espesándose entre 1510 y 1535. Y disponemos también de un dramaturgo especialista: Gil Vicente.

22. En muchas de estas obras los personajes son pastores (lo que implica su formar parte de una misma teatralidad que las pastoriles), bien pastores «en clave», bien pastores rústicos, que son contrastados con los personajes «serios». Dado su carácter de espectáculos solemnes, celebradores de efemérides, no abundan tanto en ellas los elementos cómicos (aunque Gil Vicente eche mano, abundantemente, de personajes y situaciones fársicas). Sí abundan, en cambio, las figuras alegóricas y mitológicas, tan caras a los fastos. De éstos absorben, también, los momos y desfiles (Trofea), los carros triunfales e, incluso, el reparto de versos entre el auditorio (Templo d’Apolo), los castillos y templos sobre rocas (Fragoa de amor, Templo d’Apolo), las barcas alegóricas (Nao d’amores), los torneos, bailes y combates de esgrima (Farsa de las galeras de la Religión de Sanct Joan), los temas caballerescos, etc. Si en Castilla el mecenazgo real puede ser acusado de tímido, a pesar de algunas excepciones, es en las cortes portuguesas de Manuel I y Juan III, donde la tradición del drama-fasto alcanza toda su plenitud: no hay boda real, nacimiento, visita a una ciudad, que sean concebibles sin una pieza de Gil Vicente para celebrarlo y textualizar el fasto. Pero la influencia italiana, cuya tradición en fastos cortesanos es realmente espléndida (J. Burckhardt), y que está -22- en la base de la Trofea de Torres Naharro, llegó también a la península, y muy especialmente a la corte de Germana de Foix y el Duque de Calabria, en Valencia, que en la crónica de Milán, especie de Gil Vicente a la valenciana, se nos aparece como un traslado de las cortes señoriales italianas.

23. Dos grandes ejes temáticos parecen articular todas estas piezas, confiriéndoles su carácter de piezas de circunstancias. El primero es la celebración o condolencia por un acontecimiento político singular, fuera o al margen del cual perderían, estos textos, buena parte de su sentido. Así la Egloga de Francisco de Madrid (1495) remite a la invasión de Italia por los franceses; la Egloga de unos pastores, de M. de Herrera (1510-11) a la conquista de Orán por el Gran Capitán; la Egloga Real del Bachiller de la Pradilla a la llegada de Carlos V a Valladolid en las crispadas circunstancias de 1517, etc. Los motivos podían ser tan enormemente puntuales como la elección de Juan Ortega como obispo de Calahorra, celebrada en una hoy perdida égloga de López de Yanguas. El segundo eje temático no liga el texto de forma tan determinante a las circunstancias de representación, sino que es más bien una teatralización de motivos y rituales cortesanos con ambición literaria: sería el caso de buena parte de los dramas-fasto de Gil Vicente o de la Farsa de las galeras de la Religión de Sanct Joan de Luis Milán. Un caso especial, por su singularidad, es la versión humorística y satírica de los propios rituales cortesanos, siendo los propios cortesanos los personajes y los actores a

un tiempo, esto es, representando cada cual su propio papel, tal como se da en La visita o Colloquio de las damas de Joan Fernández de Heredia5. Nada cambia en estas obras en lo referente a la relación autor-actor-espectador si las comparamos con las pastoriles. El autor es, a la vez, el poeta textual y el organizador del espectáculo (en El cortesano de Milán se hace una bien sintomática narración de la representación de la Farsa de las Galeras, del papel de su autor y de los comentarios de los cortesanos espectadores), además de actor en los prólogos, cuando menos. La cotidianeidad y la ficción se interpenetran, lo mismo que la sala y el escenario. Sin embargo, la puesta en escena suele requerir unos medios bastante más complejos que los de las églogas pastoriles, y son frecuentes las rocas, los -23- efectos especiales (música y canciones sobre todo) y los juegos de aparato (mascaradas, desfiles, momos, torneos y combates...) De hecho, buena parte de su éxito entre el público debió depender de la artificiosidad tanto de su palabra como de sus resortes escénicos.

24. La teatralidad de la primera mitad del siglo XVI se despliega, por tanto, a través del fasto teatral y de una tradición dramática que abarca desde la égloga pastoril hasta las piezas costumbristas de Fernández de Heredia o de Gil Vicente. Sin embargo, el fasto continuará a lo largo de toda la segunda mitad del siglo hasta enlazar, de nuevo, con los grandes espectáculos teatrales de las cortes de Felipe III y Felipe IV. No ocurre así con la tradición de los dramas cortesanos, que llegan, a duras penas, hasta la mitad del siglo. ¿Cómo explicar este fenómeno? A nuestro modo de ver lo que define la teatralidad de una comunidad determinada es, básicamente, la funcionalidad social que posea en esa comunidad. Ahora bien, los fastos siguen gozando de esa funcionalidad social: la nobleza continúa recreándose en sus grandes solemnidades y el Barroco futuro no sólo no va a suponer una disolución de la dimensión teatral de la vida en el Renacimiento, sino que va a enfatizar aún más la teatralidad misma del vivir. Los dramas pastoriles y de circunstancias, los de autocelebración y los costumbristas, van a ir perdiendo, sin embargo, esa funcionalidad, cediendo al empuje de una nueva práctica escénica, callejera y pública, realizada por autores-actores profesionales, donde de momento el elemento textual-literario es sólo un guión que sirve de apoyo a un espectáculo fundamentalmente divertido, y que tiene además la particularidad de estar consolidando en torno a sí un nuevo público teatral, preparado ya por la tradición del drama religioso, al que había obligado desde finales de la Edad Media a secularizarse progresivamente (juegos de escarnio, representaciones del bisbetó y del obispillo, fiesta de los inocentes, autos del Corpus...) y consolidado por las nuevas tradiciones del enredo y de la aventura que traen consigo las compañías italianas. La contradicción entre la tradición cortesana de las piezas pastoriles y de circunstancias y esta nueva práctica escénica que se desarrolla fuera de los palacios va a determinar toda una convulsión de los gustos cortesanos y una redefinición de su propia práctica escénica.

25. No es que en los palacios deje de representarse, todo lo contrario: tal vez se representa más que nunca. A lo largo de todo el último cuarto de siglo y a lo largo también del siglo XVII, las noticias de representaciones privadas («particulares») bien en los -24- palacios reales, bien en las mansiones de los señores, y aun en las de los mercaderes como se dice en Los mal casados de Valencia de Guillén de Castro6, son abundantes y constituyen toda una práctica y un público alternativo a la práctica y al público de los corrales. Pero, de todas esas representaciones, ¿cuántas corresponden a los viejos modelos? Porque lo importante es precisamente esto: la nobleza y la familia real comienzan a contemplar espectáculos teatrales no producidos en su ámbito de influencia, bajo sus condiciones de producción y por sus poetas paniaguados. Y en ese

giro hay que hacer constar dos grandes tipos de influencias, el de la comedia italiana y el de los actores-autores españoles. La comedia italiana, preferentemente en su versión cortesana, la conocieron bien, y en su propia salsa, tanto Carlos I como Felipe II y sus correspondientes séquitos en los viajes que realizaron a Italia, cuyas ciudades los recibieron y festejaron con representaciones teatrales. Pero es que, además, relevantes hombres del teatro italiano estuvieron en íntimo contacto con las cortes españolas (Piccolomini, Vignali, Il Arioco), y los grandes señores españoles en Italia, a su vez, actuaron de mecenas teatrales, como en el caso de Gonzalo Fernández de Córdoba (Arróniz). Pero la cosa no se reduce a los cortesanos españoles en Italia, sino que muy pronto las compañías italianas se desplazan especialmente a España para representar en grandes solemnidades cortesanas: así, es bien sabido que las bodas de la Infanta María con el archiduque Maximiliano se celebran en Valladolid, en 1548, con la representación de I suppositi de Ariosto por una compañía que dirige Il Arioco, miembro de los Intronati de Siena, una de las Academias que jugaron un papel determinante y una de las ciudades más importantes en el teatro italiano (Borsellino), y la representación se produjo «con todo aquel aparato de teatro y escenas que los Romanos las solían representar, que fue cosa muy real y suntuosa», dice el cronista.

26. Pero esa habituación del público cortesano a los nuevos modelos importados de Italia hay que conectarla con su habituación a contemplar, y a gustar, las representaciones populistas de los actores-autores españoles, una de cuyas fuentes de inspiración -25- eran indudablemente los italianos. Ya en 1543, al comediante Hernando de Córdoba nos lo encontramos representando, en Marchena, y ante la duquesa de Osuna, una farsa de probable carácter populista. Y a partir de 1540 a Lope de Rueda lo vamos a sorprender, frecuentemente, representando ante el rey y los grandes señores y aun ante simples señores particulares (como parece atestiguar su testamento). Es muy probable, no obstante, que todos los espectáculos que los actores-autores llevaron a los palacios y mansiones no fueran estrictamente populistas. De Ganassa lo podemos suponer con casi completa seguridad, pues sus experiencias en la corte francesa dejan deducir que, conociendo como conocía la vertiente cortesana y aparatosa del teatro italiano, dominaba tanto la «comedia all’improvisa» como la cortesana. De Lope de Rueda hay que pensar que una parte de su repertorio está específicamente concebido para este tipo de representaciones: los dos coloquios de Camila y Tymbria, el Coloquio Prendas de Amor y la Comedia llamada Discordia (si es que es suya). También las «Cuestiones de Amor», que Lope de Rueda asume y que Timoneda coloca frente de sus tres comedias, son de indudable gusto cortesano7.

27. ¿Cómo había nacido y se había ido consolidando una práctica escénica populista y al margen del control de las clases que detentaban el poder cultural? ¿Cómo es posible un fenómeno de estas características? A nuestro modo de ver las cosas, la configuración de una práctica escénica populista en España sigue siendo un gran misterio, en buena medida porque faltan estudios de su desarrollo en tanto que hecho teatral global. Sin embargo, y a falta de posteriores estudios, sí se pueden avanzar algunas hipótesis. La primera es, sin lugar a dudas, su estrecha conexión con el teatro religioso. Es en el interior de éste donde se va conformando un gusto teatral de las capas populares, un hábito de espectáculo público, y en la medida en que se conforma ha de ir apareciendo, necesariamente, una presión de ese público sobre el propio espectáculo, en el que aspira a ver reflejadas sus tradiciones culturales y sobre el que pugna para apropiárselo. La historia de cómo esa presión fue aumentando hasta hacer del viejo drama religioso una comedia semiprofana o hasta reconvertir parte de los espectáculos

en el interior de las iglesias en fiestas de regocijo y aun en ganar -26- espectáculos completos en fechas tradicionales (la de los inocentes, por ejemplo), para la diversión, es bien conocida en toda Europa, como bien conocida es la preocupación creciente de la Iglesia por este proceso, preocupación que irá desembocando, a lo largo de los siglos, en la decisión de sacar de las iglesias los espectáculos teatrales. Una pieza absolutamente clave en esta evolución debió ser Diego Sánchez de Badajoz. En sus farsas el tema se ha independizado ya de la circunstancia religiosa de la representación (sólo dos de sus doce farsas navideñas tratan hechos propios de la historia navideña: la Farsa de la salutación y la Farsa de los doctores), la exigencia de adoctrinamiento religioso se compatibiliza con una comicidad muy elaborada que aporta toda una galería de personajes con gran porvenir dramático: el soldado fanfarrón, la negra, el diablo... Sus farsas consolidan la escena cómica de unidad interna y cerrada sobre sí misma, a modo de paso, o asumen el prólogo a la manera de Torres Naharro. Sus farsas, finalmente, se conectan con la participación popular activa en las fiestas del Corpus a través de los encargos de los gremios a que responden. La participación civil y laica en los autos del Corpus representa un momento avanzado de esta evolución, pues si bien la teatralidad del Corpus sigue estando bajo el control y la supervisión de la Iglesia, el espectáculo se ha municipalizado. Y no hay que olvidar, sino insistir, en el papel determinante que tuvo la fiesta del Corpus en la formación de las primeras compañías profesionales, cuajadas precisamente, a partir de los años treinta, para aprovechar los contratos para representaciones en la fiesta, lo que condicionó hasta su vigencia como tales, pues se formaban y disolvían en función del Corpus de cada año.

28. Resulta difícil saber, hoy por hoy, hasta qué punto La Celestina y, sobre todo, Torres Naharro, están en la base de la práctica escénica populista de los actores-autores. Lo que es indudable es que crearon toda una tradición de textos epigonales, por un lado, y que Torres, por el otro, había elaborado, desde dentro del teatro cortesano, una propuesta teatral alternativa al teatro cortesano español, y que ambos elementos, la tradición textual y la formulación de un modelo de comedia, habían de venir a converger, con el tiempo, con las propuestas de las compañías italianas a la hora de cristalizar la práctica de los actores-autores populistas. La Celestina parece claro que jugó el papel de aportar todo un repertorio de situaciones, esquemas conflictivos y personajes de indudable porvenir a lo largo de la primera mitad del siglo, sobre -27- todo a partir de su reutilización dramática por la Himenea de Torres Naharro. De la influencia de ambas, con aportaciones ocasionales de Tres Pastores y de Plácida y Victoriano de Encina iba a engendrarse toda una tradición textual (obras de J. del Güete, A. Ortiz, F. de las Natas, A. Díez, J. Uceda de Sepúlveda, B. Palau, L. de Miranda...) que juega, fundamentalmente, sobre el esquema de La Celestina filtrado, en la mayoría de los casos, por la Himenea: el amante consigue o está a punto de conseguir, clandestinamente, y gracias a la ayuda de algún criado o de una alcahueta, a la amante, lo cual entra en conocimiento del marido, el hermano o el padre de ella y se plantea, entonces, un conflicto de honra. Generalmente el deseo clandestino y su choque frontal con la defensa de la honra familiar se resuelve en matrimonio y final feliz, excepto en algún caso excepcional, de final trágico, como la anónima Farsa a manera de tragedia8. Muchas de estas obras siguen el modelo de la «comedia a fantasía» de Torres Naharro, con su prólogo y sus cinco actos (el Auto de Clarindo, no obstante, divide ya en tres actos). Pero además entroncan con otras tradiciones, como la de la égloga pastoril (pastores son los personajes de la Farsa a manera de tragedia, y la Comedia Grassandora, muy influida por Encina, parece una pieza de bodas), o como la del teatro religioso, y abren nuevas expectativas, que tendrán amplia repercusión posterior: la

picaresca estudiantil en la Farsa salmantina, el tema de la identidad oculta (a la manera latina) en la Tidea, etc.

Pero el esquema conflictivo, los personajes-tipo, la estructura en «introito» y cinco actos, no agotan la propuesta de Torres Naharro, continuada por esta tradición. En Torres Naharro se daba, tanto teóricamente como en la práctica, una muy lúcida idea del carácter de la comedia: «artificio ingenioso» presupone la enredada complicación de la intriga, y el sometimiento a ella de todos los demás elementos, y ésta es precisamente la «diferencia» entre las comedias «a fantasía» y las «a noticia»: no se trata sólo de la oposición entre libertad imaginativa (novelesca) y realismo, sino también de la que existe entre complicación argumental y desenlace, por un lado, y linealidad argumental y final abierto, por el otro. Con las comedias «a fantasía», es obvio repetirlo, Torres estructura la comedia (la articula orgánicamente), concede el predominio a la intriga ingeniosa, amplía enormemente el censo de personajes, establece el doble plano de amos y criados, enfrenta deseo y honra, -28- tragedia y comedia, acumula circunstancias de capa y espada... formula una propuesta, en definitiva, que vendría a converger con la propuesta teatral de la comedia erudita y que estaría en la base de la concepción de los actores-autores. Lo extraño es que esto lo hiciera desde el interior de una práctica escénica cortesana, pues ésta, en España, evolucionó en un sentido muy diferente. Si enmarcamos a Torres Naharro en la tradición cortesana española su propuesta teatral es inexplicable y completamente excéntrica. Sólo si tenemos en cuenta que ejerce de dramaturgo cortesano en Italia, justo en los años en que comienza a despertar en las cortes italianas la fórmula de la comedia erudita, y lo imaginamos inmerso en las tertulias y discusiones que vieron nacer la comedia renacentista, podremos entender históricamente la génesis de su propuesta teatral. Pero Torres Naharro no llegó a España tan sólo de las manos de las compañías italianas, que traían una fórmula teatral muy semejante a la suya. Torres no es sólo un recuperado de Italia treinta o treinta y cinco años después. Si su fórmula teatral converge, en Italia, con la de la comedia renacentista, sus textos debieron ser muy leídos en España, dadas las nueve ediciones de la Propalladia entre 1517 y 1573 (seis en España) y la larga serie de imitadores que le siguieron en la península en cuanto a esquemas, personajes y situaciones, si bien no tanto respecto a la fórmula misma de la comedia. Tal vez no sea pura erudición de librero, sino conciencia de estas dos causas, la transmisión interna y la convergencia con la fórmula teatral renacentista de los italianos, lo que hace decir a Timoneda que Torres, con su teatro en verso, y Rueda, con el suyo en prosa, son los impulsores del nuevo teatro representable.

29. A partir de la práctica escénica del teatro religioso, y de la tradición textual derivada de Torres Naharro9, esto es, a partir de un teatro que nada tiene de popular en sus orígenes, se conforma un conglomerado de temas, esquemas conflictivos, personajes y situaciones-tipo, de gran aceptación popular, al que habían de permanecer fieles los actores-autores españoles (pruebas las hay abundantes, pero basta la constatación de la utilización por Lope de Rueda y Timoneda de personajes, situaciones y conflictos del teatro religioso y de la tradición de Torres Naharro), y desde el que adoptarían, y por tanto transformarían, la propuesta teatral -29- de las compañías italianas. Se suele dar a 1508 el honor del nacimiento de la comedia italiana, con la representación el 5 de marzo, en el teatro ducal de Ferrara, de la Cassaria de Ariosto: ocasión y autor, por tanto, plenamente cortesanos. Sin embargo, y a partir de este momento, el teatro italiano va a desplegarse con una gran variedad de manifestaciones que abarcan desde las populares farsas villanescas y «commedie all’improvisa» hasta las tragedias cortesanas,

pasando por la comedia burguesa (Brosellino). No podemos calcular con precisión qué tipo de repertorio trajeron a España las compañías italianas. Sabemos que en algunos casos, pocos, y para ocasiones muy concretas, sus representaciones, a cargo de ilustres directores (como los dos de los Intronati), tuvieron un carácter eminentemente cortesano. Pero el tono general lo dieron aquellas compañías profesionales que, a partir de la llegada de Il Mutio a Sevilla, en 1538 (y su influencia sobre Lope de Rueda ha sido ampliamente imaginada), no cesan de llegar hasta que en 1597 tenemos la última referencia del siglo en España: los italians que actúan esa temporada en Valencia. Y estas compañías debieron representar fundamentalmente «commedia dell’arte». Ganassa se hizo famoso como «zan» y el único texto suyo conservado es precisamente un fragmento de «commedia dell’arte». En cuanto a Drusiano Martinelli fue un famosísimo Arlequín. Debió influir también el que la «commedia dell’arte», dada la importancia de la mímica, la desnudez del escenario, etc., fuera fácilmente comprensible para unos espectadores españoles que no entendían el italiano, y fácilmente representable en escenarios todavía provisionales o inestables. Sin embargo, todos los datos tienden a relativizar mucho los problemas de la lengua en el teatro del XVI (el éxito de las compañías italianas, la facilidad con que el teatro en castellano se impuso en las nacionalidades de diferente lengua, la misma mezcla de lenguas en tantas obras de la época, etc.), pues el teatro es, por encima de todo, espectáculo y no sólo texto, aparte de que algunas compañías italianas, y muy especialmente la de Ganassa, acabaron por representar en castellano, y de que diversos «capocomici» italianos formaron compañía con actores españoles (Abagaro Franco Baldi). No es de extrañar, por tanto, que representaran frecuentemente autos del Corpus y que ganaran a menudo (ya desde los tiempos del Il Mutio) los concursos por los mejores carros. ¿Pero representaron «commedia dell’arte» en las numerosas incursiones que realizaron en el teatro privado?, y ¿todo lo que representaron en los corrales fueron espectáculos «all’improvisa»? Ganassa define a su compañía de diez miembros como «actores de comedias y farsas a lo italiano», -30- y es muy probable que, en bastantes ocasiones, lo que realmente representaran fueran auténticas comedias. Debió ser a través de sus representaciones, fundamentalmente, como hombres de la formación cultural de Lope de Rueda (otra cosa son Sepúlveda y Timoneda) pudieron tener acceso a la comedia erudita, y de que lo tuvieron no cabe la menor duda. Los engañados se inspiran directamente en Gl’Ingannati y Medora tiene como fuente La zingana. No hay que olvidar tampoco la declaración de Lope de Vega en el Arte Nuevo en la que considera a Rueda como autor clasicista o poco menos10. Y nos queda, por último, ese precioso testimonio de un viajero italiano que, en 1610, estuvo en Sevilla y a quien los viejos del lugar comentaron que Ganassa «cominció a recitare all’uso nostro (italiano)... onde guadagnó molte in quelle città, e dal practica sua impararono poi gli Spagnuoli a fare le commedie all’uso hispano, che prima non facevano» (cifr. Falconieri (1957)). Desde su llegada a España hasta 1590 las compañías italianas cuentan sus actuaciones por éxitos (conocida es la frase atribuida a Ganassa por Zapata, según la cual aquél reconocía haberse hecho rico en España encerrando asnos en los corrales), y su influencia sobre los actores-autores y los posteriores dramaturgos barrocos, entre ellos Lope de Vega muy especialmente, está bien documentada. A partir de 1590, sin embargo, sus actuaciones en España van de fracaso en fracaso: realizado su papel histórico y comenzada a caminar la comedia barroca, no podían ya competir con ella (Falconieri).

30. El impulso recibido de las compañías italianas vino a operar, sin embargo, sobre un movimiento ya en marcha, sobre un caldo de cultivo y una coyuntura

favorables generados a partir de la progresiva laicización de la práctica escénica religiosa, de las convocatorias del Corpus, de la tradición de lecturas de La Celestina y La Propalladia. En 1538 llega Il Mutio a Sevilla, pero es que en 1538 tenemos ya noticia, aunque vaga, de un primer proyecto de compañía española, la de los Correas de Toledo (Villalón11) que representaron «comedias que en Castilla llaman farsas». El movimiento espeso de entradas y salidas en España de compañías italianas no puede, bajo ningún concepto (al menos desde los -31- datos hoy conocidos) anticiparse a 1550, y sin embargo a Lope de Rueda cabe suponerlo en marcha desde, como mínimo, la mitad de la década del 40. En 1553, por otra parte, escribe Felipe II al virrey de Valencia, Duque de Maqueda, comunicándole que el librero Johan Timoneda solicita permiso para editar las obras que ha compuesto, «assí de coplas como romances, chistes, comedias, farsas, autos de sagrada scriptura y otras de varias historias», y las obras más antiguas que conocemos de Timoneda, dentro de la Turiana, carecen de influencia italiana. Pero es que en 1542 Lope de Rueda aparece ya testimoniado en relación con los autos de Sevilla, y en 1551 ha normalizado su profesión de actor-autor tanto como para participar, en Valladolid, en las celebraciones por el regreso de Flandes del príncipe Felipe. Entre 1545 y 1551 eran ya habituales, en casa del Duque de Medinaceli, las «comedias e obras graciosas», según testimonio de Pedro de Montiel en el pleito que Lope de Rueda puso a la casa de Medinaceli en 1554. Y en ese mismo año de 1554 Rueda representará en Benavente, en casa del conde, ante Felipe II, que va camino de Inglaterra... Desde 1550 las noticias abundan, y nos documentan a un Lope de Rueda errante por la geografía española. Pero no es sólo él, sino también Alonso de la Vega, que debió pertenecer a su misma generación. Y junto a ellos, cohesionados y promocionados a la categoría de poetas dramáticos (deslindada de la de «graciosos representantes») por obra y gracia de Timoneda, toda una cohorte de actores atestiguados, en dos promociones, por la documentación de la época: los Correas, Hernando de Córdoba, Pedro Navarro, Cisneros, Alonso y Jerónimo Velázquez, Pedro Saldaña... todos esos «representantes», en una palabra, a los que Timoneda ofrecía sus libros como instrumento de trabajo, o de cuyas representaciones pretendían extraer beneficios las Cofradías de la Pasión (1565) y de la Soledad (1567), o cuya actividad incesante permitía ya dar el nombre de carrer de les comedies a una calle valenciana en 1566. Si tomamos como modelo a aquel de quien más noticias hemos conservado, y que más famoso se hizo, Lope de Rueda, y si atendemos (aunque con reservas) a testimonios como el de Agustín de Rojas, habremos de concluir que si todos ellos crearon el modelo de la compañía profesionalizada (con mayor o menor grado) e itinerante, fue porque con ellos la práctica escénica escapa al mecenazgo y al encargo circunstancial y acude a buscar su público allí donde se encuentra; la fijación a un lugar y la vinculación a un señor de Encina, Naharro, Gil Vicente, ha desaparecido, y tienen que moverse para poder sobrevivir. En esa misma medida están -32- abriendo las puertas (al margen de sus incursiones, siempre provisionales, en el teatro privado) a una práctica escénica populista.

31. Todo en su teatro, desde el montaje hasta el texto, pasando por el público, pasa a configurar, orgánicamente, esta práctica. Si nos preguntamos, en efecto, qué representaron estos autores-actores, nos encontramos con una sorpresa que no lo es tanto: entre 1540 y 1575 (en que empieza la oferta de textos clasicistas) apenas se nos han conservado unos pocos textos: los de Lope de Rueda y Alonso de la Vega, los de Timoneda y de Sepúlveda, el de Navarro y la anónima Farsa Rosiela... poco más. Es poco pensable que representaran textos de la tradición pastoril cortesana12 o de la de circunstancias políticas, que se agotaban en el momento de su consumo escénico. No

tenemos tampoco pruebas de que representaran los textos de la tradición naharresca-celestinesca. Sí sabemos que representaban entremeses y autos del Corpus, pero también sabemos que su actividad se alargaba a través de todo el año, mucho más allá, por tanto, de la convocatoria puntual de la fiesta eucarística. La deducción parece obvia: durante esos treinta y cinco años no pudieron representar más que textos como los conservados en la Turiana, primero, o como las comedias italianizantes de Lope de Rueda, después. Y si no se nos han conservado es precisamente porque carecían de vocación literaria, porque renunciaban a pensarse como textos, esto es, como palabra escrita; porque existían en tanto puros soportes orales de espectáculos fundamentalmente divertidos. Sus autores lo son en la medida en que son actores, y sólo en esa medida. Únicamente gracias a Timoneda se nos han conservado los de Rueda y Alonso de la Vega, y sólo a partir de él se establece la dicotomía representante-poeta. Hasta ese momento lo que tenemos son autores-actores que se enfrentan a su público con un repertorio de personajes (la mayoría procedentes del teatro religioso español, una minoría del teatro italiano), unas intrigas amorosas apenas débilmente hiladas, unas situaciones cómicas perfectamente tipificadas (los pasos y aun otras que no lo son, pero se repiten de comedia en comedia), y, sobre todo, una técnica y una experiencia de actor aprendidas en la «commedia all’improvisa», y todo este conglomerado de elementos empieza a montarse y conjuntarse sólo con la representación, que -33- es el verdadero motor de su condición de autores (de ahí la importancia y el énfasis que Timoneda ponía en la naturaleza «representable» de sus obras). Si analizamos los textos de los autores-actores (excluyendo la comedia de Sepúlveda y Las tres Comedias de Timoneda, auténticos intentos de «comedia erudita» a la española) notaremos de inmediato su falta de arquitectura textual; su configuración a base de unidades cerradas en sí mismas, cada una de las cuales relanza la acción y la culmina en su propio marco; la posibilidad de operar cambios de orden entre estas unidades autónomas sin que la obra cambie de sentido; el predominio total de lo catalítico sobre lo funcional, pues cada cuadro o escena se limita a establecer rápidamente (cuando lo hace) su conexión con el conjunto de la intriga, para pasar de inmediato a lo verdaderamente importante: la apropiación de la escena por un personaje cómico que se convierte en su centro y la transforma en espectáculo divertido, donde lo de menos es su utilidad para el desarrollo de la acción; el inventario cerrado de recursos cómicos utilizables en cualquier momento: los catálogos de insultos, la lengua de trapo de la negra, el vizcaíno, el portugués enamorado, el chisporroteo surrealista de las bravatas del fanfarrón, las palizas... y en esos recursos lo que importa no es el elemento textual, sino la entonación, la mímica, el movimiento que el actor es capaz de desplegar a partir, y sólo a partir, de ellos. Se trata, indudablemente, de la lección aprendida de la «commedia dell’arte», cuyo principio básico se reproduce aquí: un inventario de personajes, de situaciones y de intrigas perfectamente tipificados, sobre un escenario desnudo y en las condiciones de la más absoluta indeterminación temporal, se combinan aleatoriamente para producir un espectáculo, nuevo hasta cierto punto en cada representación, pero el mismo en el fondo tras todas las representaciones. El actor y el público son las justificaciones últimas de esta teatralidad, no el texto. Los actores-autores, fuertemente impregnados de la materia teatral tradicional, no imitaron los productos de la «commedia dell’arte», sino sus mecanismos esenciales, adaptándolos a la tradición hispánica. Incluso cuando se plantaron ante la comedia erudita (volvemos a excluir a Sepúlveda y al segundo Timoneda) lo hicieron desde el mismo planteamiento, y desarticularon la lógica construcción de ésta, la poderosa estructura de la intriga, redujeron pasajes no directamente espectaculares, eliminaron los fragmentos más literarios, introdujeron

personajes tradicionales, etc. En una palabra, las «descendieron» al nivel de la práctica escénica populista de la que eran, indiscutiblemente, maestros.

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32. Y de hasta qué punto la práctica escénica populista se consolidó en el tercer cuarto del siglo hay pruebas abundantísimas: la formación de las cofradías para la explotación de los beneficios teatrales, a partir de 1565, los pleitos entre ellas, las proliferación de corrales, provisionales primero, estables después, en todas las ciudades españolas en las décadas de los setenta y ochenta, la colaboración de los propios actores en la financiación de las reformas, bien sintomática de sus expectativas de ganancia... El mismo hecho de que ya en 1566 exista una «calle de las comedias» en Valencia, que aún hoy conserva el nombre, remite al espesor de las representaciones en ese lugar y ese año. Pero es que, en 1579, cuando Tárrega y Lope no han comenzado a ofertar sus primeras comedias, en Madrid coinciden, representando simultáneamente, tres compañías: la de Ganassa, la de Salcedo y la de Osorio. Y la prisa con que se hacen las reformas en los corrales hasta ahora provisionales, para convertirlos en estables, o con que se adaptan casas y patios a su nueva función de teatros públicos, o incluso la prisa con que se inauguran, aún con las reformas a medio hacer, dan prueba del crecimiento acelerado de una demanda teatral creada en buena medida por la práctica escénica populista. Un dato precioso es el que nos recuerda la iniciativa de Jerónimo Velázquez de hacer una representación matinal sólo para mujeres, el 10 de febrero de 1586 en el corral del Príncipe, y el éxito que tuvo la iniciativa: «estando la casa llena de mugeres...» (760 según la cifra de ingresos). Otro dato, no menos precioso, nos lo proporciona el pleito de 1575 entre la cofradía de San José de Niños Expósitos, de Valladolid, y el actor Mateo de Salcedo: los testigos declaran que muchos «autores de comedias» han acudido a la ciudad con sus obras, representando con preferencia en el corral de la Puerta de Santisteban (¿corral construido a iniciativa de Lope de Rueda?), desde hacía diez o doce años, y cuando coincidían varios en unas mismas fechas solían reñir por la asignación de este corral, ya que estaba muy cerca de los colegios y proporcionaba abundante parroquia estudiantil. ¿Cómo no explicarse, desde este contexto, la presión que debió sufrir un profesor universitario como Lorenzo Palmyreno, por parte de sus propios estudiantes, cuando escribe en 1574 su Fabella Aenaria, en la que declara dejar de lado las normas de la comedia terenciana para imitar las farsas hispánicas? Pero tal vez el más precioso dato de esta presión de la demanda, en una época en la que aún no ha comenzado a instalarse sobre los escenarios el «arte nuevo», es el que nos proporcionan las protestas municipales contra las representaciones en días laborales, pues «los más de los oficiales -35- acuden a oír las dichas comedias y representaciones y dejan sus oficios y tiendas y hacen grandes fiestas al pueblo, además de que los mismos y sus haciendas padecerán daño de sus mugeres y hijos». Aunque probablemente con exageración estas protestas reflejan la expectación de ciertas capas de la población por la fiesta teatral, para contemplar la cual no dudan en abandonar su trabajo (si es que lo tienen). Claro que sólo ciertas capas de la población, como contestan Jerónimo Velázquez y Pedro de Saldaña, en la Sevilla de 1583, a las protestas del municipio: quienes van al teatro, en número de trescientas o cuatrocientas personas, son fundamentalmente clérigos, mercaderes, caballeros rentistas, algunos oficiales, y, eso sí, mujeres. En general: «no son los que tienen casa, hijos y mujeres que mantener». Y en ello estamos plenamente de acuerdo: la práctica escénica populista implica un auditorio público, más popular indudablemente que el de los palacios y las mansiones privadas, pero no un auditorio configurado básicamente por las capas

trabajadoras de la sociedad. Creemos -y aunque esto ha de ser objeto de otro trabajo, que investigaciones en curso sobre la composición del público en Valencia, los precios de las entradas y los índices del coste de la vida, están realizando los profesores Sureda, Mouyen y Sirera13, preparan- que el público de los corrales se vertebró fundamentalmente sobre el eje de la caballería urbana y las clases medias, con aportaciones abundantes, eso sí, y sobre todo en el modelo madrileño, de población flotante, criados y aun capas del lumpen y de la picardía metropolitanas. La población trabajadora -desde los oficiales gremiales a los asalariados urbanos, pasando por el pequeño campesinado y los jornaleros agrícolas- no fue público habitual de corrales y casas de comedias, y cuando asistió al teatro de corral lo hizo, especialmente, en fiestas señaladas y celebraciones municipales14.

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33. A ese público urbano de capas medias se dirigió fundamentalmente Timoneda con la declarada intención de dar satisfacción a sus necesidades y demandas culturales15. Desde su privilegiada posición de librero y editor, el escritor valenciano contó con la ocasión y los medios necesarios para potenciar y fijar la práctica escénica populista. Al publicar las obras de Lope de Rueda y Alonso de la Vega, ofreciéndolas a los comediantes como material de trabajo, Timoneda concedió entidad literaria a este teatro anónimo. Pero, para ello, el autor de El Patrañuelo tuvo que pulir y recomponer los guiones cómicos sevillanos, puesto que en ellos, dada la condición de actores de sus creadores, se daba primacía a los elementos espectaculares en detrimento de la trabazón textual de las obras. Timoneda, cuyos conocimientos dramáticos se habían ido forjando no sólo en la atenta lectura de Torres Naharro o de los clásicos latinos, sino también en la puesta en escena de autos y comedias, dio un paso decisivo en la formalización de la práctica escénica populista con Las tres Comedias. Al publicar estas obras Timoneda romperá la identificación actor-autor, transformándose en el escritor profesional que compone piezas para las compañías itinerantes; por otra parte, al tomar a Plauto (y Ariosto) como fuente, poniéndolo «en estilo que se pueda representar», esto es, reconvirtiendo la comedia plautina al gusto hispánico, el escritor valenciano conseguirá elevar la calidad literaria de este teatro al tiempo que otorgará un mayor rigor a su arquitectura textual. Con sus tres comedias de 1559 Timoneda creará una auténtica comedia erudita a la española de orientación y vocación netamente burguesas16.

34. La nobleza, encerrada durante la primera mitad del siglo en la sacralización de sus propios rituales, va a verse sorprendida por esa práctica escénica populista que juega, en buena medida, al -37- margen de la esfera de su dominio tanto fáctico como ideológico, y va a asomarse curiosa al nuevo espectáculo, y en la medida en que, muy pronto, es capaz de comprender sus posibilidades de éxito, va a intentar organizarla como hecho social, de un lado, y de reorientarla ideológicamente, del otro. Desde el punto de vista de la organización, el hecho teatral se convierte en una preocupación constante de gobierno y fuente de toda una serie de actos legislativos y ejecutivos que regularán hasta sus más mínimos aspectos. La Iglesia, por su parte, y dentro del espíritu contrarreformista, tratará en todo momento de hacer del teatro, como de las artes en general, un instrumento útil a sus propios intereses ideológicos, y si bien no duda en impulsar las manifestaciones teatrales a través de las fiestas patronales, las del Corpus, o las representaciones en catedrales, monasterios y conventos (aunque en estos últimos su actitud es ambigua), para no hablar del teatro de jesuitas, se muestra recelosa -sobre todo después de 1580- frente a los «excesos» de la comedia, lo que llevará a sectores

influyentes y representativos de la misma a feroces diatribas contra el teatro y a reiteradas peticiones de cierre. En última instancia, esta actitud crispada y alerta de la Iglesia, con su cuestionamiento de la licitud moral del teatro, conducirá a resituar permanentemente a la comedia en límites aceptables para la ortodoxia contrarreformista. El resultado de su acción fue no tanto la desaparición del teatro público como su control. Quién sabe a qué desviaciones ideológicas o a qué planteamientos subversivos podría haber conducido el teatro de corral de no ser por la amenaza, siempre presente, de teólogos y moralistas... Tentaciones las hubo, y muchas, sobre todo en la vertiente «frívola» de autores y público. Pero la autocensura fue el precio de la supervivencia.

35. Desde el punto de vista de la reorientación ideológica hay que constatar que ésta venía facilitada por un hecho indiscutible: la afición de la propia aristocracia a la comedia «frívola» de enredo y de capa y espada, de ambiente palatino o urbano, de tipos apicarados, de industrias ingeniosas, de orígenes perdidos y de identidades ocultas, de juegos amorosos y de estrategias de engaño. Se cansan de repetir los contemporáneos (C. Boyl, Suárez de Figueroa...) que las comedias de ingenio, o de capa y espada, son las que gustan más al público distinguido, mientras que las de «cuerpo» o tramoya son de preferencia popular. Y es que, en su origen, también la comedia de «ingenio» nace en los palacios y de las tradiciones literarias cultas (Torres Naharro, Gil Vicente). -38- Desde esta perspectiva, la nobleza, a través de sus autores más representativos, reciclará la comedia en función de sus propios intereses ideológicos y de sus gustos: los burgueses de la comedia erudita italiana, o los burgueses y menestrales de los italianizantes españoles (recuérdese la referencia del Arte Nuevo a Lope de Rueda17) se convertirán en caballeros, y los conflictos surgidos del deseo amoroso o de los intereses económicos más desnudos girarán rápidamente hacia conflictos de honra y honor caballerescos. A partir de 1577 con Los Amantes de Rey de Artieda, y de 1579 con las representaciones de Juan de la Cueva en Sevilla, comenzarán (simultáneamente a las propuestas clasicistas) los primeros intentos de formular esa nueva teatralidad que, desde los intereses ideológicos y los gustos cortesanos, asuma la aportación de la comedia italiana y de los espectáculos de los actores-autores, y, definiéndose como teatralidad pública, proporcione una alternativa a la práctica escénica populista.

36. Es una auténtica desgracia el que se hayan perdido las comedias de Rey de Artieda, pues resulta obvio que su única obra teatral conservada Los Amantes, define precisamente la transición entre la tragedia clasicista y la nueva comedia (cosa que confirman, por otra parte, sus textos teóricos)18. Descartado Rey de Artieda es indudablemente a Tárrega a quien corresponde la primera formulación plena del nuevo gusto teatral cortesano. Cuando a principios de 1589 llega Lope a Valencia, con sus 26 años y unas pocas comedias a cuestas, debió conocer muy pronto a uno de los hombres de letras más respetados, ya por entonces, de la ciudad de Valencia, el canónigo Tárrega, que tendría entre los 33 y los 36 años, había escrito y representado probablemente tres de sus comedias y estaba escribiendo, o iba a escribir en ese mismo año, la que sería primera formulación plena de la comedia nueva: El Prado de Valencia. Del conjunto de sus cinco primeras obras, la primera en el tiempo, Las suertes trocadas y torneo venturoso, es una ampliación poco modificada del viejo modelo de drama-fasto, con su falta de articulación del conjunto textual en torno a una acción invertebrada; con su énfasis en los momentos más espectaculares -cuadros de gran aparato- que culminan en el apoteósico -39- torneo final, y que llegan a independizarse de la acción; con la inserción de escenas cómicas no funcionales, a la

manera de las églogas pastoriles (aquí se da un casi paso de estudiante pobre; en El esposo fingido, otra de sus obras primerizas, hacen acto de presencia un baile rústico y una disputa de vieja y escudero); con su oralidad aparatosamente retórica (teatro del exceso verbal). Pero los elementos del teatro cortesano abundan en todas sus obras, no sólo en las primeras: la persistencia del mundo pastoril sublimado se proyecta sobre La perseguida Amaltea, la dependencia de acontecimientos políticos y la afición a los motivos del fasto (cerco y asalto de ciudades) reaparecen en El cerco de Rodas, en El cerco de Pavía y en La sangre leal de los montañeses de Navarra. El motivo del desfile cortesano es exhaustivamente narrado en El Prado de Valencia. Sin embargo, no quisiéramos insistir tanto en la presencia de tales o cuales motivos presentes en su teatro, como en la misma concepción escénica.

Sus primeras obras, en efecto, exhiben una gran cantidad de personajes, impropia para ser asumida por las compañías profesionales del momento, que sólo con un ajustadísimo doblaje podrían representarlas, lo que prueba o bien que no fueron compuestas para ser representadas por compañías profesionales o bien que Tárrega no era plenamente consciente del principio de economía de personajes a que le obligaba el teatro público. Y en sus obras posteriores, la media baja. Como baja la densidad de la palabra, que en sus primeras obras es altísima (5,1 versos por réplica en La duquesa constante), y funciona con una gran autonomía respecto a la acción, con frecuentes zonas muertas (afuncionales), largos monólogos, diálogos que son más bien acumulaciones de parlamentos sin intercambio, sofisticados juegos de ingenio (a la manera de Luis Milán), más propios de academia de nocturnos o de salón cortesano que de un teatro público. Pero esa densidad y autonomía de la palabra contrastan (como en el primer Lope, por otra parte) con una concepción esencialmente espectacular, en la que abundan los movimientos complejos y profusamente acotados (según Weiger (1978),Las suertes trocadas podrían seguirse exclusivamente por el movimiento acotado) que no necesitan de la palabra más que como elemento de apoyo; concepción espectacular, sí, pero de complicado aparato, que aboca con frecuencia al espectáculo dentro del propio espectáculo, o que remite a torneos, desfiles y procesiones, cuadros festivos y mascaradas. El escenario, si bien es ya claramente polivalente, abunda en toda clase de especificaciones escenográficas, que lo convierten en un escenario rico, -40- complejo, a menudo compartimentado (sobre todo en los grandes cuadros de aparato) en múltiples zonas bien diferenciadas, y en el que Tárrega gusta situar complejos efectos escénicos: las tres galeras de La Duquesa constante, el eco de El Prado de Valencia, las variadas sorpresas de La fundación (una roca que se abre y aparecen dentro la Virgen y una cohorte de santos, una mano que baja del cielo con pan y agua en una calderilla, una cárcel que se incendia y «el rey entra entre llamas» y, claro está, «sale el rey ardiendo todo», el ahorcamiento de Armengol y la intervención salvadora de la Virgen y los Ángeles). Por último, la abundancia enorme de acotaciones, en sus primeras obras, y que Tárrega redacta como auténticas instrucciones de montaje -como si él fuera el propio «autor» y los actores necesitaran de las más elementales consignas- o la estructura en cuadros de gran aparato y espectacularidad, acaban de configurar una concepción escénica espectacular y sofisticada, de grandilocuencia retórica y riqueza escenográfica. Su teatro es, todavía, un teatro de lujo, emparentado directamente con el espíritu de la teatralidad cortesana, aun cuando ha absorbido ya tanto propuestas clasicistas (La duquesa constante y El esposo fingido son dos tragedias viruesianas reconducidas a última hora al final feliz) como las italianistas (el enredo es un mecanismo esencial en sus comedias, con cartas y objetos trocados, malentendidos y equívocos, sortijas extraviadas, muertes aparentes, locuras ariostescas, estrategias de

engaños e intrigas amorosas: la comedia, y sobre todo El Prado de Valencia, configura la vida como un arte de la intriga), pero la síntesis resultante es una síntesis «a dominante» cortesana, tanto por la concepción escénica como por la ideológica. En efecto, no sólo el paradigma de personajes se articula enteramente sobre caballeros, criados, oficiales y soldados, sino que el texto entero es concebido desde la propaganda ideológica, en la que pasan a ocupar un primer plano los adoctrinamientos sobre la honra (que subordina el tema amoroso), la exhibición de los valores nobiliarios (el honor, la lealtad, el valor y la fuerza), la exaltación de la Iglesia militante (La Fundación es un magnífico ejemplo) y, por último, la explicitación de un nacionalismo español (por primera vez, en Valencia, con tal carácter programático) y de un canto apoteósico a la monarquía19.

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37. Al margen de que algunas de sus primeras obras pudieran haberse representado en mansiones privadas, como la propia tragedia de Rey de Artieda, hay que deducir que el grueso de su obra (de algunas de las tardías hay constancia de su representación comercial en Zaragoza: A. San Vicente) fue escrito para La Olivera como teatro público, en el que actuaban compañías profesionales y en el que se había roto la vieja comunidad de texto y circunstancia, de autor y actor y espectador, de escenario y sala. Pero también en esto La Olivera tuvo un carácter de primera síntesis, pues no siguió el modelo del corral madrileño sino que, sin público de pie, con un escenario a poca altura y con una clientela predominantemente noble y burguesa (caracteres que se acentuarían en 1618, al techarse y adquirir rasgos monumentales de coliseo a la italiana), responde con perfecta sincronía a la tonalidad de las propuestas de los autores valencianos. Todo configura esta primera síntesis, por tanto, esta primera formulación de una práctica escénica barroca, como una síntesis en la que el eje de fuerza cortesano se impone como dominante, subordinándose a las otras prácticas escénicas.

-42- Bibliografía

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I.2. Panorama crítico de los estudios sobre la historia del teatro valenciano (Siglos XIII al XVII)

Josep Lluís Sirera

1. Etapa inicial

La historia del teatro valenciano en el período comprendido entre sus orígenes y el siglo XVII, ha empezado a ser conocida de una forma sistemática desde hace poco más de setenta años, gracias fundamentalmente a los trabajos de Henri Merimée, como luego veremos. Hasta ese momento, los datos recogidos habían sido bastante escasos y de tipo fundamentalmente biográfico; en este sentido, destacan una serie de diccionarios de literatos valencianos, iniciada con la obra de José Rodríguez: Biblioteca valentina

(1700, pero publicada en 1747), continuada con los Escritores del Reino de Valencia (1747-1749), de Vicente Ximeno, y rematada en la Biblioteca valenciana (1827-1830), de Justo Pastor Fuster. Igualmente, tuvo gran valor la publicación póstuma que hizo Pedro Salvá del Catálogo de la biblioteca de su padre, Vicente Salvá (1872), donde las noticias editoriales se combinan con las estrictamente biográficas.

Trabajos de esta índole permitieron avanzar en el conocimiento del teatro de los siglos XVI y XVII, no así en el medieval. Igualmente, adolecían todos ellos de una falta de visión globalizadora, por lo que, aun siendo muy eficaces como instrumentos de consulta, no permitían la reconstrucción cabal de la historia del teatro valenciano. Algo se sabía, en cambio, del papel jugado por los autores de esta época en la historia del teatro español, gracias a estudios como los de Casiano Pellicer (Tratado histórico sobre el origen y el progreso de la comedia y del histrionismo en España, 1804), o, muy especialmente, Leandro Fernández de Moratín, que en sus Orígenes del teatro español (1830), aportaba una visión crítica de conjunto de gran utilidad en su momento. Igualmente, las antologías de obras como la de Mesonero Romanos (en la Biblioteca de Autores Españoles, 1857-1858) permitieron ir conociendo la producción de los autores valencianos de la época de Lope de -44- Vega, siempre dentro de las limitaciones ya descritas y de los límites cronológicos ya comentados.

Fue en 1840 cuando el opúsculo de Luis Lamarca, El teatro en Valencia, desde sus orígenes hasta nuestros días, inició una nueva etapa en el conocimiento de la historia de nuestro teatro, por dos razones: en primer lugar, intentaba una reconstrucción de la historia del teatro valenciano, no exenta -claro está- de lagunas y de errores, y en segundo lugar mostraba una comprensión plenamente «teatral» (si vale la redundancia) del teatro, ya que, frente a la consideración casi exclusivamente literaria del resto de los estudios, dedica una gran parte de la obra a hablar de la infraestructura teatral (haciendo una breve historia de los lugares de representación). La aportación de Lamarca, erudito liberal y neoclásico, buen conocedor del teatro de la época (fue crítico teatral en el Diario de Valencia), estimuló el interés de los eruditos «renaixentistes» por la historia del teatro valenciano, y así, hombres como José Serrano Cañete, Manuel Carboneres, José Serrano Morales, Teodoro Llorente, José Martínez Aloy, etc., fueron profundizando en el conocimiento de nuestro teatro, aportando nuevos datos, noticias... e, incluso, recogiendo materiales de todo tipo en sus bibliotecas, como fue el caso de Serrano Morales.

Pese al gran valor de la obra de Lamarca, ni éste ni los «renaixentistes» pudieron rellenar la época medieval más que a base de noticias inconcretas o confusas, si no erróneas. Empezó a cambiar esto, cuando tras la recopilación de materiales hecha por Manuel Milá y Fontanals en su obra inconclusa Orígenes del teatro catalán (1895), se estuvo en condiciones de poseer una visión estructurada del teatro medieval. Por otra parte, la introducción de métodos más científicos en la búsqueda de datos y documentos (mérito que hay que atribuir a Roc Chabás) permitió que a principios del siglo XX apareciesen los primeros trabajos de investigación modernos. Destaca en este sentido la obra de José Sanchis Sivera, La Catedral de Valencia (1908), así como la labor de Francisco Martí Grajales, que editó diversos textos y recogió abundante información biográfica en su Ensayo de un diccionario de los poetas que florecieron en el Reino de Valencia hasta el año 1700 (1927).

A lo largo del presente siglo, este tipo de trabajos de erudición han continuado produciéndose, aunque el tono de exaltación localista los haga poco fiables en más de una ocasión (cosa que ocurre, por ejemplo, con las obras de Gayano Lluch). Al hablar de los estudios más recientes sobre el teatro medieval, volveremos a ocuparnos de estos trabajos.

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2. La obra de Henri Merimée

Los «renaixentistes», pues, introdujeron en los estudios sobre la historia del teatro valenciano, el interés por la búsqueda de los orígenes, pero no se plantearon en ningún momento el papel que jugó en el conjunto del español. Éste fue el objetivo que se trazó el investigador francés Henri Merimée, quien trabajó en los archivos del Hospital y publicó en 1913 dos obras que iban a ser la piedra angular de todos los trabajos posteriores: Spectacles et comédiens à Valencia, donde se hacía un estudio exhaustivo de la infraestructura y la sociología teatral del Barroco valenciano, y L’art dramatique à Valencia, centrado en la producción dramática de los autores valencianos de esa misma época, que eran estudiados en conjunto como «escuela de Valencia», si bien se matizaba mucho esta expresión.

Ciñéndonos a L’art dramatique..., se inicia éste con una larga exposición sobre los orígenes del teatro valenciano, exposición subordinada a un leit motiv, que recorre todas las páginas de sus obras. Su propuesta de base se plantea en los siguientes términos: «les dramaturges valenciens ont-ils constitué au sezième siècle, c’est à dire, à l’époque où le théâtre espagnol se formait, un groupe assez cohérent et vigoureux, pour qu’un mot d’ordre, parti des rives du Turia, se soit imposé au loin?» (1913, pp. 642-643)20. Dicha pregunta, la responderá de forma reiterada a lo largo de toda la obra, articulando en torno suyo una teoría sobre la evolución del teatro valenciano, de forma tal que -de acuerdo con los principios positivistas que informan toda su producción- pueda deducirse con facilidad el efecto (la no existencia de dicha escuela) como consecuencia de unas causas que se remontan, las más remotas, al nacimiento mismo del hecho teatral en Valencia.

De conformidad con lo expresado, Merimée afirma al respecto que «en ce qui concerna les origines, un théâtre valencien n’aurait pu s’exprimer à pareille date qu’en langue Valencienne; or, malgré la tentative incertaine et polyglotte de Jean Fernande de Hérédo, malgré quelques locutions du terroir qui apparaissent de-ci-de-là dans les oeuvres de la même époque, comme des tares plutôt que comme des parures, la langue généralement adoptée est manifestement -46- la castillane; c’est à dire, que les dramaturges indigènes s’avancent à la remorque d’auteurs étrangers dont ils acceptent les leçons, les modèles et même le parler. Aux étapes suivantes, à celles que l’on désigne du nom du Rueda et de Lope de Vega, l’originalité Valencienne se laisse moins aisément frapper des suspicions. L’usage du castillan s’était suffisamment répandu dans la région pour qu’il cessait d’y paraître une importation suspecte, et les pièces, d’autre part, celles de Timoneda, celles de Castro et de ses pairs, imposent assez par leur abondance, par leurs mérites, par leur nouveauté pour que la tentation soit forte de les tenir pur des oeuvres d’avant-garde. Si toutefois on y regarde de plus près, on découvre bientôt qu’à ces deux tournants décisifs, celui de 1560 et celui de 1589, des

dramaturges castillans sont venus résider à Valencia. Lope de Rueda et Alonso de la Vega, plus tard Lope de Vega, ont apparu opportunément pour donner un emploi à des vocations dramatiques qui languissaient incertainement. C’est à l’appel de ces deux étrangers, c’est après leur passage et par leurs soins, que la poussée dramatique s’est produite à Valencia. Voilà un fait contre lequel aucun raisonnement ne prévaudra jamais. Il atteste que loin de régler l’allure, les Valenciens ont emboîté le pas à des guides venus de Castille. La seule tentative qui ait eu peut-être son point de départ à Valencia, ce fut celle de créer une tragédie pseudo-classique, et encore faut-il tenir compte bien que «Los Amantes» soient antérieurs aux pièces de Cueva... La sève feconde, le renouveau de vie dont le théâtre valencien avait besoin, lui fut infusée bien moins par eux que par le Phénix dels Esprits. A aucun moment Valencia n’a trouvé en elle la force de créer un art dramatique vivace et original» (1913, pp. 646-647)21.

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Los postulados de Merimée, pueden resumirse fácilmente en los siguientes puntos:

1) No existencia de una escuela; aislamiento de los autores, que no alcanzaron tampoco ninguna repercusión fuera del ámbito local, al carecer de un jefe destacado22.

2) El aislamiento de autores y obras conlleva una dispersión de esfuerzos, así como la carencia de una línea definida de evolución y de concepción teórica del hecho teatral.

3) Esta indefinición permite la existencia de una fuerte influencia castellana que, como se ha visto, ahoga desde muy pronto los atisbos de personalidad de los autores autóctonos e imponen unos modelos que serán los seguidos mayoritariamente de forma tal que los rasgos específicos valencianos, de existir, no pasan de ser elementos secundarios sin apenas relevancia, o muestras de las vacilaciones propias de principiantes o segundones.

4) Consecuentemente, el teatro valenciano se somete en su totalidad a las directrices llegadas de Castilla. Así, el teatro valenciano, sin ningún aliento vital, se ve incapaz de transmitir sus resultados; por no ser, no es ni capaz de reelaborar de forma original las influencias recibidas; el teatro castellano se acepta, pero no se reelabora. Lo mismo pasa -según Merimée- con la influencia italiana (1913, pp. 647-648), excepción hecha de la época del duque de Calabria.

5) En conjunto, podemos afirmar que el teatro valenciano ha vivido, casi desde sus orígenes, a merced del exterior: «nulle préoccupation -48- d’ordre littéraire: cette idée, si répandue en Espagne au seizième et au dix-septième siècle, que le théâtre est en dehors de l’art, n’a jamais trouvé d’adeptes plus fervents. Aussi, ont-ils donné à leur entreprise, aussi bien au début qu’a la fin du seizième siècle un caractère tout pratique. En eux se manifeste, jusque dans les oeuvres de l’esprit, le génie industrieux et réaliste de la race levantine... A peine quelque nouveauté dramatique a-t-elle vu le jour... ils l’adoptent, ils l’acclimatent chez eux...» (1913, p. 648)23.

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Planteadas las cosas de forma teórica y general, pasa Merimée a analizar los materiales que se encuentran en los orígenes mismos de nuestro teatro; este estudio,

amplio y de indudable gran rigor, ocupa la primera parte de la obra, y se desglosa en dos apartados: teatro religioso y teatro profano. Dentro del primero, hace Merimée un estudio de los elementos más antiguos, del Corpus y sus misterios y de las obras asuncionistas; acaba este apartado con una valoración de conjunto, calificando a estos materiales de escasos, pues «aucun indice ne permet de supposer qu’il a été très florissant, et son existence elle-même ne nous est attestée, en dehors des documents analysés au début de ce chapitre que par un seul débris» (1913, p. 45)24. Finalmente, tienen todos ellos poco valor desde el punto de vista dramático, dada su escasa oralización y la inexistencia de intriga.

En el campo del teatro profano, Merimée hace una exposición marcada por otro a priori: todo el teatro profano valenciano se encuentra lastrado por la contradicción existente entre la vocación popular, consustancial al teatro según afirma, y el carácter predominantemente cortesano de los textos conservados en Valencia: «paradoxe d’un genre qui, capable d’agir sur la masse était réservé à une élite» (1913, p. 59).

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Estudia después los materiales existentes, logrando algunos resultados reseñables: acaba, por ejemplo, con el mito de la tragedia l’Hom enamorat i la fembra satisfeta25, y distribuye las influencias exteriores en tres grandes grupos: la flamenca, la francesa y la italiana26, otorgando sólo carta de autoctonía a la obra de Fernández de Heredia. Finalmente, se centra en el estudio del proceso de introducción del teatro castellano, que se puede advertir desde fechas muy tempranas, debido a la existencia de dos polos de atracción: la Celestina y el teatro de Torres Naharro. Esta influencia es ya visible desde principios de siglo, aunque se desarrolla de forma más clara a partir de la consumación del cambio lingüístico, proceso que -según Merimée- fue rápido y fácil.

Fácil es advertir cómo este estudio del teatro profano se encuentra marcado por una serie de prejuicios: en primer lugar, la consideración del teatro como hecho popular porque actúa sobre la masa, confundiendo, a nuestro entender, la cantidad de los destinatarios con la calidad e ideología de los emisores, y metiendo a unos y otros en el mismo saco. En segundo lugar, Merimée se mueve dentro de una concepción restrictiva del teatro, cuya esencia sería para él la relación argumento-intriga y la caracterización psicológica de los personajes; se rechazan, por tanto, todos los códigos teatrales no orales y cualquier visión del teatro no decimonónica. Finalmente, Merimée se mueve dentro de una concepción idealista del hecho literario, de aquí sus conceptos de escuela y de jefe de escuela y la exaltación de Lope como genio y como creador del teatro27.

3. Hacia la superación de las teorías de Merimée

La obra de Merimée tuvo una repercusión inmensa, y tardó muchos años en ser cuestionada, apareciendo como un «corpus» completo, acabado en sí mismo y sin posibilidad de reforma o de crítica parcial; cuando éstas aparezcan, bastantes años después, serán en un principio de modestos objetivos y de una humildad -50- evidentísima. No se detuvo, a pesar de los pesares, la investigación sobre los orígenes de nuestro teatro, tanto dentro del campo del teatro religioso como del profano, donde

destaca con luz propia la figura de Eduardo Juliá Martínez. Su labor, de muchos años, se extiende fundamentalmente en dos grandes frentes, siguiendo las pautas marcadas por Merimée, de quien acepta sus planteamientos globales pero disiente en cuestiones fundamentales. De hecho, sus trabajos cuestionan el papel de los autores valencianos del XVI y del XVII, a quienes valora de forma más positiva. En el primero de los frentes ya indicados, continúa Juliá la labor que Merimée iniciara en su obra Spectacles..., aportando nuevos datos sobre la sociología del teatro valenciano del XVII (artículos «El teatro en Valencia» en Boletín de la Real Academia Española, t. IV, pp. 56-83, Madrid, 1917 y t. XIII, pp. 318-341, 1926) y sobre la Casa de Comedias («Nuevos datos sobre la Casa de la Olivera de Valencia», también en B. R. A. E., t. XXX, pp. 47-85, 1950).

En segundo lugar, hizo accesibles los textos de los autores valencianos, gracias a una serie de ediciones que, si bien no pueden ser calificadas de críticas, están dotadas de introducciones muy valiosas: Obras de Guillén de Castro (Real Academia Española, Madrid, 1925-1927), Poetas dramáticos valencianos (Real Academia Española, Madrid, 1929) y Obras de Juan de Timoneda (Sociedad bibliográfica española, Madrid, 1946-1948). Entre algunos estudios dedicados a estos autores, destaca «Originalidad de Timoneda» (en Revista Valenciana de Filología, t. V, pp. 91-152, Valencia, 1955-1958), vindicación de un autor tildado generalmente de simple imitador. Todos estos trabajos, a los que hay que sumar otros sobre el teatro medieval («La Asunción de la Virgen y el teatro primitivo español», en B. R. A. E., t. XLI, pp. 179-334, 1961) y popular («Representaciones teatrales de carácter popular en la provincia de Castellón», B. R. A. E., t. XVII, pp. 97-113, 1930), constituyen un «corpus» de notable importancia, que dejó sentadas las bases para una superación de las tesis de Merimée y para ulteriores trabajos de investigación.

Continuador de las investigaciones de Juliá en el Archivo del Hospital ha sido Arturo Zabala, quien, pese a dedicarse preferentemente al estudio del teatro valenciano a lo largo del siglo XVIII, ha publicado algún artículo sobre épocas anteriores, destacando especialmente «Sobre la primitiva Casa de la Olivera (dos documentos para la historia del teatro en Valencia)» en Homenaje a Reglá, t. I, pp. 427-436, Valencia, 1975. Igualmente, su obra La ópera en la vida valenciana del siglo XVIII (Institución Alfonso el -51- Magnánimo; Valencia, 1960), contiene noticias sobre la actividad teatral de finales del XVII.

La gran riqueza de materiales sobre la vida teatral, recogidos en el Archivo del Hospital (actualmente en el de la Diputación) ha permitido la elaboración de varios trabajos muy interesantes sobre la historia del teatro valenciano; un buen ejemplo de este tipo de trabajos es el artículo de J. E. Varey «Titiriteros y volantineros en Valencia; 1585-1785», en Revista Valenciana de Filología, Valencia, 1953.

4. La teoría de Rubió i Balaguer

De entre todos los que, de una forma u otra, intentaron superar los planteamientos generales que Merimée había establecido, cabe destacar la figura de Jordi Rubió i Balaguer, que en su artículo «Sobre el primer teatre valencià»28 intenta establecer una alternativa a la tesis de Merimée, presentando un teatro valenciano dotado de robustos

orígenes, aunque víctima de una evolución frustrada por la fuerza de las circunstancias socio-culturales del momento, circunstancias englobadas bajo el epígrafe general de Decadència, tal como ha sido estudiada -desde la peculiar óptica valenciana- por el propio Rubió, y por Riquer, Fuster y Sanchis Guarner29.

El estudio de Rubió se centra en los orígenes del teatro profano, dejando a un lado las referencias al religioso. Por otra parte, no se limita a considerar el teatro desde la perspectiva restrictiva (propia del naturalismo dramático) de Merimée, sino que considera también a la mímica como teatro con todos sus derechos. A partir de esta consideración más amplia del hecho teatral, Rubió revaloriza los antecedentes, muchos de los cuales habían merecido sólo un estudio superficial y poco atento de Merimée, ya que estaban desprovistos de «texto» literario. Se remonta el investigador catalán hasta el siglo XIV, y reduce las influencias a las francesas y -52- a la italiana, cuestionando muy seriamente la existencia de una vena teatral influida por la cultura y el teatro flamenco (1949, p. 372). Dentro de las influencias autóctonas, Rubió distingue entre la influencia caballeresca y la alegórica, comprobadas ambas a través de las fiestas reales y de los «entremeses» (1949, p. 371). A partir de estos materiales, y de toda una serie de obras más desarrolladas y a las que Rubió concede gran importancia (la Seraphina de Torres Naharro, La Visita de Fernández de Heredia y las piezas bilingües inscritas en El Cortesano de Luís de Milán) se establece el núcleo central de su teoría: es imposible -nos dice- que tales piezas puedan ser consideradas como hechos aislados, sin orígenes, sin repercusión y sin modelos propios; habrá -por el contrario- que considerarlas como eslabones sueltos de una cadena, en sus orígenes fuerte y robusta, que hunde sus raíces en toda la literatura del siglo XV (desde el Tirant lo Blanch hasta la literatura satírica) y que constituye una corriente autóctona en lo teatral, la cual fue combatida, debilitada y vencida por la castellanización cultural, con su correlato teatral: la implantación de los modos castellanos de hacer teatro. Timoneda, dentro de esta teoría, juega un papel capital, como autor valenciano que, en la encrucijada, asume el papel de liquidador del teatro autóctono.

Esta teoría, evidentemente llena de sugerencias, se extendió rápidamente. Recogía, por una parte, una línea de investigación abierta por Juliá Martínez, y mediante la cual se pretendía restituir la importancia del teatro valenciano de la época, aunque sin romper -por ello- las grandes formulaciones teóricas de Merimée, sobre las que se basaban de una forma u otra. Por otra parte, Rubió recogía las tesis sobre el realismo congénito del arte y la literatura valenciana (que tendría que tener también su manifestación específica en el teatro). Por todo ello, estos planteamientos han sido recogidos, ampliados y enriquecidos por otros investigadores como Sanchis Guarner, Bohigas, Massot i Muntaner, Romeu y Huerta, todos los cuales se han apresurado a extender la investigación a la búsqueda de más eslabones, así como a intentar reconstruir, aunque sólo fuese a partir de hipótesis, la cadena en toda su longitud. Estos trabajos, efectivamente, han logrado obtener notables avances en el campo tanto del teatro profano como del religioso, desenterrando textos y tradiciones dramáticas, todas las cuales, sumadas a las aportaciones de un buen número de investigadores locales, tienden a configurar un panorama de nuestro teatro que está a años luz de distancia de la pobreza que Merimée destacaba como nota característica.

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5. Las investigaciones sobre el teatro medieval

Un poco al margen de todos estos estudios, que en resumidas cuentas no hacían sino interrogarse sobre el papel de los dramaturgos valencianos que escribieron en castellano, se han desarrollado las investigaciones sobre el teatro medieval valenciano.

Tras el esfuerzo pionero en este campo de Milá y Fontanals, los «renaixentistes» valencianos se preocuparon por el teatro medieval y aportaron gran cantidad de datos y materiales, fruto de sus búsquedas en archivos como el de la Catedral, Ayuntamiento, del Reino, etc. A los citados en el primer apartado de este artículo (entre los que conviene destacar de nuevo el nombre de José Sanchis Sivera), no podemos olvidar otros como el del barón de Alcahalí, que en su diccionario La música en Valencia (1903) reunió abundantes noticias, todas ellas de gran valor.

Ya en los años treinta, debemos a Hermenegildo Corbató la primera edición moderna de Los misterios del Corpus de Valencia (Berkeley University, 1932). Este interés por la dramaturgia del Corpus ha cuajado en bastantes trabajos, algunos de mérito indudable, otros todavía útiles, como los opúsculos de Salvador Carreres Los misterios del Corpus de Valencia (Ayuntamiento de Valencia, 1956) y Las Rocas (Ayuntamiento de Valencia, 1957).

Mayor interés tienen, desde luego, una serie de valiosos trabajos -ya clásicos- de investigadores ingleses y estadounidenses que, a partir de los años treinta, han trabajado sobre el teatro peninsular, en especial sobre el anterior a Lope de Vega. Así, el ya clásico Spanish drama before Lope de Vega de J. P. W. Crawford (Philadelphia, 1937) contiene datos de interés para la historia del teatro valenciano del XVI. Desde el punto de vista medieval, es necesario citar la obra de R. B. Donovan The liturgical Drama in Medieval Spain (Toronto, 1950), imprescindible para estudiar los orígenes del teatro peninsular. En la obra de N. D. Shergold, A history of the Spanish Stage (Oxford, 1967) hay numerosas noticias sobre el teatro valenciano primitivo; su enfoque esencialmente teatral convierte a esta obra en básica para el estudio de los elementos no literarios del teatro valenciano de la época. En una línea semejante, aunque con pretensiones no tan amplias, se encuentra el trabajo de W. H. Shoemaker «Los escenarios múltiples en el teatro español de los siglos XV y XVI» (en Estudios escénicos, n.º 2, Barcelona, 1957), también muy útil para cuestiones de tipo escenográfico. La creciente importancia, en fin, concedida al teatro valenciano, tanto al medieval como al del siglo XVI, es bien visible -54- en las referencias que a él se hacen en la gran mayoría de los estudios más recientes sobre el teatro peninsular de la época.

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Mucho más nutrida es la bibliografía sobre el misterio de Elx, que ha atraído el interés no sólo de los eruditos e investigadores locales sino también de otros de prestigio más que reconocido. Sin pretender, ni por asomo, ser exhaustivos, destaquemos algunas obras, empezando por la imprescindible Bibliografía crítica de la Festa o Misteri, a cargo de Montserrat Albert y Roger Alier (Instituto de Estudios Alicantinos, Alicante, 1975), pasando por obras mucho más clásicas como las de José Pascual Urbán: El misterio de Elche (Elx, 1941), José Pomares Perlasia: La Festa o Misterio de Elche (Barcelona, 1957), Rafael Ramos Folqué: La leyenda del Misterio de Elche (Madrid, 1956)... y acabando con los trabajos más recientes de María Dolores

Espinosa («La evolución fonética de la lengua del Misterio de Elche a partir del latín» en Revista de Investigación, t. IV, pp. 37-49, Soria, 1980), Gonzalo Gironés (Los orígenes del misterio de Elche, Ohio, 1977), F. Lázaro Carreter («Sobre el Misterio de Elche» en Miscel·lània Aramon i Serra, I, Barcelona, 1977), Enric Llobregat (La Festa d’Elx, Instituto de Estudios Alicantinos, 1975) o José María Vives (La Festa y el Consueta de 1709, Ayuntamiento de Elx, 1980).

Se han ocupado también de esta obra, investigadores como H. Corbató, Roc Chabás, Óscar Esplá, Rafael Ferreres, Joan Fuster, Pedro Ibarra, Eduard López Chavarri, J. E. Martínez Ferrando, Rafael Mitjana, Eugenio D’Ors, Manuel Palau, Felipe Pedrell, Alejandro Ramos Folqué, Vicente Ripollés, Manuel Sanchis Guarner, C. Vidal y Valenciano... Además, claro está, de las referencias que de esta obra existen en la práctica totalidad de los trabajos sobre el teatro medieval peninsular.

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A partir de los años cincuenta, y dejando a un lado la pieza ilicitana, los estudios sobre el teatro medieval cobraron un fuerte ímpetu con la labor de Josep Romeu i Figueres (ediciones de Teatre hagiogràfic, Barcino, Barcelona, 1957, y de Teatre profà, Barcino, Barcelona, 1962). En torno a su obra destacan las de algunos investigadores, con una metodología moderna y con una visión de conjunto que englobaba el teatro medieval valenciano en su marco obvio: el teatro medieval catalán. Citemos de Manuel Sanchis Guarner: El cant de la Sibil·la (Institución Alfonso el Magnánimo, -55- Valencia, 1956), así como su artículo sobre «El misteri assumpcionista de la Catedral de València» (Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, t. XXXII, pp. 97-112, Barcelona, 1967-1968); de Pere Bohigas: «Lo que hoy sabemos del antiguo teatro catalán» (en Homenaje a W. Fitcher, pp. 81-96, Madrid, 1971); de Josep Massot: «Notes sobre la supervivència del teatre català antic» (en Estudios Románicos, t. XI, pp. 49-101, Barcelona, 1962); de F. Huerta, su edición de Teatre bíblic. Antic Testament (Barcino, Barcelona, 1976)... Actualmente, en la Universidad de Valencia están en marcha algunos proyectos de investigación, especialmente sobre el Misteri d’Elx, que ha cuajado ya en la Tesis de Licenciatura de Luis Quirante: El Misteri d’Elx. Orígenes y texto literario (1981). Por otra parte, el desarrollo de los estudios de historia local enriquecerán en los próximos años nuestros conocimientos del teatro medieval valenciano, hasta hoy excesivamente restringido a los grandes núcleos urbanos y a las obras más representativas y conocidas.

6. La aportación de Joan Fuster

Una teoría que integra las tesis de Rubió, así como las aportaciones de los investigadores citados en el apartado anterior, es la que Fuster formula en su obra La Decadència al País Valencià (Curial, Barcelona, 1976). Se trata de una nueva perspectiva sobre un problema nada nuevo; en este caso, se estudia el teatro fundamentalmente como un mecanismo más de los que intervinieron en el proceso de castellanización de la sociedad valenciana del Seiscientos. Estudia, pues, el proceso de expansión del teatro en castellano y la posibilidad de que, simultáneamente, pudiese existir un teatro en catalán. Se rastrean restos de este último, aunque las mayores

aportaciones las encontramos en el campo del teatro religioso, pues en el del profano los datos son menos abundantes y Fuster se limita a resumir los mecanismos básicos de la implantación del castellano en el mundo teatral valenciano; viene lastrada esta investigación (y de aquí que sus resultados no estén a la altura de las expectativas que se crean) por una consideración excesivamente literaria del hecho teatral, más al estilo de Merimée que dentro de las líneas más contemporáneas sobre el tema.

Está, sin embargo, bien surtido el estudio de Fuster de aportaciones tan sugerentes como importantes; un botón de muestra: la consideración de que la castellanización real del medio teatral se -56- inicia cuando el teatro sale a la calle y se convierte en un mecanismo descarnadamente religioso-ideológico; por contra, en el supuesto corral de la Olivera, se hace un teatro aristocrático para minorías, que no repercute en el espectador popular de la ciudad, sin posibilidades de acceso a dicho local.

En resumen, el trabajo de Fuster aporta datos de gran interés, pero está lastrado por varias limitaciones -ya indicadas con anterioridad- y no soluciona alguno de los grandes problemas que se plantean al intentar una investigación exhaustiva sobre los orígenes del teatro valenciano: no se clarifica la relación entre el teatro castellano y el primer teatro catalán en Valencia; tampoco se profundiza en la producción concreta de cada autor, limitándose a dar una visión superficial sobre el tema, que no afecta -en ningún momento- la materia dramática.

7. Las teorías de Rinaldo Froldi

Pocos años antes de que Fuster diera a la luz la obra antes citada, Rinaldo Froldi había publicado un estudio, Lope de Vega y la formación de la comedia. En torno a la tradición dramática valenciana y al primer teatro de Lope (Anaya, Salamanca, 1968? 1973), en el cual, si bien no enfoca el problema estricto de los orígenes, sí que constituye la réplica más elaborada de las tesis de Merimée. De hecho, enfoca toda la problemática desde el punto de vista de las relaciones entre Lope y la «escuela valenciana», por lo que viene a erigirse en respuesta alternativa al «leit motiv» mismo del autor francés. Froldi empieza rechazando el concepto de «escuela», para pasar a denunciar la visión mitificadora de Lope por parte de numerosos estudiosos del teatro español del Siglo de Oro, incluido el propio Merimée. Valora estrictamente el teatro lopista, enmarcándolo en su contexto y haciendo constar la importancia de las influencias recibidas por parte de otros autores. Concluye Froldi que «fue en Valencia donde las estructuras de la comedia tomaron forma más que en otro sitio, y en Valencia tuvo lugar el encuentro con ellas por parte de Lope de Vega, el poeta capaz de impulsarlas a su triunfo definitivo» (1973, p. 39). Dentro de esta tesis general, tal como ha sido expuesta, Froldi habla del proceso que tiene lugar en Valencia, desde 1575, tendente a estrechar más los lazos existentes entre práctica teatral y literatura y que se coronaría con la formación de la comedia valenciana, tal como la encontraría Lope; Timoneda le merece interés especial dentro de este -57- proceso, deteniéndose a continuación en la figura y en la producción de Tárrega, que tanta repercusión iba a tener en la obra de Lope.

Resumiéndola, la tesis de Froldi engloba la problemática surgida en torno a la llamada «escuela valenciana» dentro de un contexto más general, que la vincula con el resto del teatro español del siglo de Oro. No entra, pues, en profundidad en el debate sobre los orígenes del teatro en Valencia, pero se erige en una de las interpretaciones más válidas de cuantas poseemos sobre la problemática general del hecho teatral en la Valencia del siglo XVI.

8. Los estudios sobre el teatro valenciano en la última década

Si ya hemos visto cómo los últimos años han sido particularmente fructíferos para los estudios sobre el teatro medieval, otro tanto podemos decir de las investigaciones sobre el teatro valenciano del siglo XVI. Se ha beneficiado éste de una serie de trabajos sobre el teatro prelopista, generalmente poco estudiado hasta el momento; así, las obras de Alfredo Hermenegildo, en especial La tragedia en el Renacimiento español (Planeta, Barcelona, 1973), discutible en bastantes de sus planteamientos pero que constituye una síntesis muy útil para el estudio de algunos autores valencianos de la época como Rey de Artieda y Virués. Igualmente, el esfuerzo por conocer mejor la figura y la obra de Guillén de Castro, ha cuajado en una serie de trabajos de Alva V. Ebersole (como «La originalidad de Los malcasados de Valencia de Guillén de Castro» en Hispania, LV, pp. 456-462, 1972, y «El arte dramático de Guillén de Castro a través de tres obras de tema cervantino...» en Perspectivas de la Comedia Hispanófila, Valencia, 1978), así como en el libro de conjunto de Luciano García Lorenzo El teatro de Guillén de Castro (Planeta, Barcelona, 1976). Este mismo autor ha publicado una edición interesante de Los malcasados de Valencia de Guillén (Castalia, Madrid, 1976). En esta misma línea de estudios sobre Guillén de Castro (que es, con mucho, el más estudiado de entre los dramaturgos valencianos de la época) reseñemos el libro de W. E. Wilson Guillén de Castro (Twayne, Nueva York, 1973).

El interés despertado por los autores valencianos entre los investigadores estadounidenses viene de antiguo; en 1930 publicaba Cecilia V. Sargent su obra A study of the Dramatic Works of -58- Cristóbal de Virués (Nueva York). Este interés se ha mantenido vivo y ha cuajado, además de en las obras citadas, en las investigaciones de John G. Weiger, quien ha publicado diversos artículos sobre Guillén de Castro, Aguilar y Virués; sus investigaciones han quedado recogidas en dos obras: Cristóbal de Virués (Boston, 1968) y Hacia la comedia: de los valencianos a Lope (Cupsa, Madrid, 1978), versión muy ampliada de una obra anterior (The Valencian Dramatist of Spain’s Golden Age, Twayne, Boston, 1976). Sus aportaciones constituyen, de hecho, una de las bases más sólidas de trabajos posteriores.

Otra obra que ha merecido bastante atención es la Comedia Thebaida, catalogada tradicionalmente como imitación de la Celestina (vd. el artículo de José Luis Canet en este mismo volumen). A raíz de la publicación del artículo de María Rosa Lida de Malkiel «Para la fecha de la Comedia Thebayda» (en Romance Philology, pp. 45-48; 1952-1953) se han publicado algunos artículos, centrados normalmente en el problema de la fechación, como los de D. W. McPheeters «Comments on the dating of the Comedia Thebayda» (Romance Philology, IX, pp. 19-23; 1955) y G. D. Trotter «The date of the Comedia Thebayda» (Modern Language Review, LX, pp. 386-390, 1965).

Estos estudios han cuajado en la cuidada edición que de la obra han hecho este último y K. Whinnom (La comedia Thebaida; Tamesis Books, London, 1968). Sobre el mismo tema trata la ponencia de Luis López Molina «La comedia Thebaida y la Celestina», en Actas del Cuarto Congreso de Hispanistas, t. II, pp. 169-184 (Salamanca, 1982).

Otro autor que empieza actualmente a suscitar interés es Juan Lorenzo Palmireno; sobre el conjunto de su obra Andrés Gallego Barnés realizó su Tesis de Doctorado: Juan Lorenzo Palmireno. Contribution à l’histoire de l’Université de Valencia, Université de Toulouse, 1979. C. A. Jones ha trabajado también en la producción teatral de este catedrático valenciano: «Los fragmentos de comedias de don Juan Lorenzo Palmireno». (En Actas del Cuarto Congreso de Hispanistas, t. II, pp. 47-52; Salamanca, 1982.) En dicho congreso se leyó también una comunicación de Thomas R. Hart: «Teatro vicentino y teatro valenciano» (t. I, pp. 751-756), en el que se aborda el teatro cortesano valenciano de la primera mitad del XVI.

De entre los autores barrocos, es Aguilar el que más ha atraído la atención de los investigadores: A. Valladares lo convirtió en objeto de su Tesis de Doctorado: Vida y obras Gaspar Aguilar (Universidad de Madrid, 1980), mientras que Jesús Cañas ha publicado -59- una visión crítico-bibliográfica: «Gaspar Aguilar. Estado actual de sus estudios» (III, pp. 31-49. Cáceres, 1980), resumen de una parte de su Tesis de Doctorado: El teatro de Gaspar Aguilar (Universidad Autónoma de Madrid, 1977-1978).

Finalmente, hay que indicar que los profesores Francis Sureda y Jean Mouyen están trabajando sobre sociología del teatro valenciano de los siglos XVII y XVIII; ha publicado el primero varios artículos referidos a este último siglo, mientras que Mouyen, que trabaja especialmente en el XVII, ha avanzado algunos de los resultados de sus investigaciones en la ponencia leída en el IIè Colloque sur les Pays de la Couronne d’Aragon (Pau, 1981, con el título: «El ‘Corral de la Olivera’ de Valencia en 1678 y 1682: tentativa de definición sociológica de su público.»

En la Universidad de Valencia, el estudio sobre el teatro valenciano de los siglo XVI y XVII se inició, de forma sistemática, a partir de la segunda mitad de la década de los setenta30; un equipo de varios profesores de la Facultad ha ido avanzando a lo largo de todos estos años, bajo la dirección de Juan Oleza, en el conocimiento, primero, de los autores valencianos y del papel jugado por éstos en el conjunto del teatro español del Siglo de Oro; en los orígenes mismos del hecho teatral peninsular, después. Fruto de estos estudios han sido varias tesis de licenciatura, una tesis de doctorado (El teatro en Valencia durante los siglos XVI y XVII: la producción dramática valenciana en los orígenes de la comedia barroca, realizada por Josep Ll. Sirera) y varias en proyecto. Buena parte de los resultados de esta investigación, que ha contado durante los últimos años con una subvención de la Institución Alfonso el Magnánimo, han quedado reflejados en el volumen La génesis de la teatralidad barroca (Cuadernos de Filología, serie Literaturas: análisis, III 1-2; Universidad de Valencia, 1981), donde se recogen artículos de Juan Oleza, a quien se debe un esbozo general de la evolución del hecho teatral peninsular desde sus orígenes hasta el siglo XVII (columna vertebral que articula el resto de -60- los estudios), así como un estudio sobre el primer Lope de Vega, puesto en relación con la praxis teatral de los autores valencianos; Manuel Diago, que realiza una interesante aproximación a la producción dramática profana de Timoneda; Josep Ll. Sirera, que se centra en los trágicos valencianos; José Luis Canet, que estudia

la producción dramática del Canónigo Tárrega; Juan José Sánchez, que hace lo mismo con la de Aguilar... Igualmente, el volumen cuenta con la colaboración de destacados investigadores estadounidenses como John G. Weiger, Carroll B. Jhonson, etc.

Con posterioridad a este volumen se han sumado nuevos nombres al equipo investigador, como los de Ricardo Rodrigo, Teresa Ferrer o Carmen García y han aparecido nuevos artículos, como los de Juan Oleza sobre «Adonis y Venus» y J. L. Ramos sobre Guillén de Castro (Cuadernos de Filología. Literaturas: análisis, n.° 3; Valencia, 1983), o el de Josep Ll. Sirera «La evolución del espectáculo dramático en los autores valencianos del siglo XVI desde el punto de vista de la técnica teatral», (Bulletin of the «Comediantes», vol. 39, 1982). Las intervenciones de miembros del equipo investigador en diferentes congresos (como el primer balance ofrecido en el Primer Congreso sobre Lope de Vega y los orígenes del teatro español, Madrid 1980), y la ponencia plenaria que el director del equipo expuso ante el Congreso de Hispanistas, de Gran Bretaña e Irlanda, en Manchester, en marzo del 82, han contribuido a la difusión de todos estos trabajos de investigación. No cabe duda, por todo ello, que los dos volúmenes que aparecen ahora editados por la Institución Alfonso el Magnánimo constituyen un primer balance, más general y -desde luego- mucho más amplio de lo conseguido a lo largo de los últimos años de investigación en la Universidad de Valencia.

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I.3. La Valencia virreinal del Quinientos: una cultura señorial

Juan Oleza Simó

La Valencia del Quinientos concentra y agudiza muchos de los rasgos esenciales del desarrollo histórico en la España de los Austrias. De la represión de la revolución agermanada (1519-1522) a la expulsión de los moriscos (1609), Valencia vive un proceso de concentración del poder político, social y económico, en manos de la aristocracia feudal, proceso que se acentuará en la misma medida en que se acentúe la crisis general de la sociedad hispánica, ya de cara al siglo XVII. Todo un abanico de datos lo justifican, desde la fusión -a través de una política matrimonial ajustada que venía del siglo XV- de la aristocracia valenciana con los grandes títulos castellanos31, hasta su intromisión y consiguiente dominio de los aparatos del poder municipal, tradicionalmente reservados a la burguesía.

Y en este proceso de concentración del poder, la gran aristocracia valenciana no dudará en sacrificar a sus propios aliados, cuando la crisis del sistema de producción feudal, basado en buena medida en la explotación de la mano de obra morisca, así lo exija, y será la oligarquía comercial y censalista, que hasta este momento había actuado como auxiliar financiero de la gran nobleza, la que acabe por pagar la factura de la crisis. Las medidas posteriores a -62- la expulsión de los moriscos, con la renegociación de las deudas censalistas que pesaban sobre los señoríos, con la apropiación de los bienes muebles e inmuebles de los expulsados por los señores, con

las nuevas condiciones de explotación impuestas a los campesinos cristianos que vienen a repoblar la tierra, concretan y definen toda una estrategia de trasvase de la crisis económica desde la nobleza feudal a la oligarquía burguesa32.

El siglo transcurrirá, por tanto, en la inapelable dirección de la hegemonía nobiliaria, que a partir de mitad de centuria dispone ya, y en solitario, de todos los recursos del poder y configura la sociedad a su imagen y semejanza. El ideal de vida de la nobleza se proyecta como ideal universal.

Junto al reforzamiento del poder social de la nobleza una segunda línea de fuerza atraviesa el siglo: la decadencia del influjo social del pensamiento humanista, que había liberalizado el universo intelectual del primer Renacimiento. Si es cierto, de un lado, que en Valencia el humanismo contó con las simpatías de los Duques de Calabria, que acogieron en su corte a diversos humanistas (los Lledesma, Oropesa, J. Justiniano...) y llegaron a reunir una importante biblioteca generosamente dotada de códices grecolatinos, no es menos cierto que el humanismo, para poder sobrevivir, hubo de institucionalizarse y recortar sus conexiones con cualquier filosofía transformadora, incluida, claro está, la erasmista. Es lo que ocurrió con la Universidad valenciana, en la que ya en 1528 un erasmista tan bien situado como Pere Joan Oliver pierde su batalla contra el municipio y el rector Salaia y se ve denegar una cátedra de humanidades. La Universidad, que durante la primera mitad del siglo conoce una etapa de renovación científica y filológica, se cerró sin embargo a toda aventura de progreso ideológico, mantuvo una fidelidad casi absoluta al latín33 y se adhirió, posteriormente, a la gran reorientación doctrinal contrarreformista de los años sesenta. Por ello, los humanistas que permanecieron en su seno hubieron de hacerlo, mayoritariamente, desde posiciones domesticadas.

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Al margen de este humanismo institucionalizado y universitario, a los humanistas valencianos les quedaban pocas zonas de libertad en las que moverse, y una de ellas se concentró en el mundo editorial, en el que abundan ediciones de libros humanistas y erasmistas hasta 1535 (con Bernardo Pérez o Juan de Molina como editores), que se perpetúan hasta 1552, aunque cada vez con menos libertad y con más alteraciones (Francesc Decio o Francesc Joan Mas serían nombres importantes). En la segunda mitad del siglo la orientación de las ediciones cambiará por completo, y se pasará de la edición con traducción en vulgar y de temática polémicamente religiosa, de carácter divulgador y expansivo, a la edición de obras predominantemente filológicas, en latín, y dirigidas a lectores especialistas34. Quedaba abierta la puerta de la emigración para el pensamiento humanista y erasmista radical, y a través de ella marcharon pensadores de la talla de Joan Lluís Vives, Pere Joan Oliver, Gélida, Població o Furió y Ceriol. Con su marcha se cerraba toda posibilidad de influir intelectualmente sobre la sociedad civil valenciana.

La uniformización ideológica que sigue a la derrota del humanismo y a la puesta en marcha de la gran movilización contrarreformista, dirigida sucesivamente por el arzobispo Tomás de Villanueva y por el patriarca Juan de Ribera, adquirió en Valencia un carácter acremente militante por la resistencia morisca a la asimilación religiosa. El problema morisco confirió a la propaganda contrarreformista un carácter exaltadamente misionero y el sello de una adhesión sin fisuras a la monarquía filipina. Por otra parte, la gran campaña contrarreformista del Patriarca Ribera apuntó a consolidar la política

emanada de Trento en los centros ideológicos de la ciudad, tanto en la Universidad (por cuyo control libró una dura batalla35), como a través de la reforma de la Iglesia, y muy especialmente con su apoyo a los jesuitas, asentados en Valencia en el Colegio de San Pablo ya desde 1544 (aunque la enseñanza pública no comenzó hasta 1567) y con la fundación del Colegio del Corpus Christi, auténtico seminario postridentino encargado de la formación de una élite sacerdotal.

El tercer gran rasgo cultural que atraviesa el siglo XVI es, indiscutiblemente, la pérdida del catalán como lengua de cultura y la -64- castellanización literaria de la ciudad. Aunque nos parece exagerada la tesis de que la Inquisición fue una de las causas determinantes de la crisis de la cultura catalana36, no se puede olvidar que su poderoso aparato uniformador funcionó siempre en castellano, tras una breve etapa inicial, y que su represión de la heterodoxia ideológica descabezó múltiples proyectos culturales: el proceso de Conqués, la muerte de Gaspar de Centelles en 1564, la persecución antisemita de la familia Vives, o la destrucción de la primera Biblia en catalán, son hechos sintomáticos y bien conocidos. Pero la principal responsabilidad hay que atribuírsela a la castellanización de la Corte y de la clase dominante, el origen de la cual se sitúa en el siglo XV, especialmente tras el acceso de los Trastámara a la Corona de Aragón, con lo que el castellano (una vez absorbido el aragones) se transformaba en lengua habitual de la Corte y de la Cancillería y se transmitía desde la familia real hasta la nobleza cortesana.

El proceso se aceleró en Valencia una vez derrotadas las Germanías, ya que la nobleza castellana no sólo irrumpe militarmente sino que comienza a asentarse de modo estable en el territorio del Reino y muy especialmente en la capital, desde donde impone su gusto dominante y, con él, la moda castellana, que la aristocracia local, en gran medida subordinada ya a la estatal, imitará. La Corte de los Duques de Calabria actuó de caja de resonancia de la cultura castellana, pero los virreyes posteriores -casi siempre aristócratas castellanos (aun cuando llevaran títulos valencianos), como el duque de Maqueda, el conde de Benavente, el marqués de Mondéjar, el duque de Nájera, el duque de Lerma, etc., que ocupan el virreinato durante la época de Felipe II- acaban eliminando los rasgos específicamente valencianos que aún se mantenían en aquélla. Si a ello añadimos la desconexión cultural entre los territorios del dominio lingüístico catalán, el creciente prestigio del castellano como lengua de cultura abierta a todos los movimientos de renovación que recorrían Europa y su consiguiente atractivo para los escritores valencianos, y la castellanización de la administración virreinal, tendremos el inventario de causas determinantes de la crisis del catalán como lengua de cultura y de su reducción a ámbitos literarios muy específicos y delimitados (la sátira o la literatura -65- devota, por ejemplo)37. La pérdida del catalán, junto a la subordinación de la aristocracia local a la estatal y a la crisis de la oligarquía comercial y financiera, son indicios de un mismo hecho de conjunto: la provincianización progresiva del Antiguo Reyno. La Valencia del siglo XVI contiene en sí los rasgos de un último esplendor autónomo a la vez que la eufórica adhesión a un futuro papel de compañero de viaje de la España de los Austrias.

El reforzamiento del poder señorial, la progresiva pérdida de influencia del humanismo y la creciente uniformización ideológica bajo las tesis contrarreformistas, la sustitución del catalán por el castellano como lengua de la cultura dominante, todos estos rasgos pueden observarse ya en la corte de Germana de Foix y de los Duques de Calabria, que de una u otra forma se extiende a lo largo de toda la primera mitad del

siglo en distintas combinaciones matrimoniales. En efecto, cuando D.ª Germana de Foix se hace cargo por primera vez de la «lloctinència» de Valencia es en 1507 y lo hace como segunda esposa de Fernando el Católico. Sustituida por Don Diego Hurtado de Mendoza, conde de Melito, que se encargará de hacer frente a la sublevación agermanada entre 1520 y 1523, D.ª Germana recuperó el poder en 1523, como esposa del marqués de Brandenburgo. Muerto éste y casada ella en terceras nupcias con D. Fernando de Aragón, duque de Calabria, ocuparán ambos el poder en la década que abarca desde 1526 hasta 1536. Finalmente, y fallecida D.ª Germana, el Duque de Calabria casará con D.ª Mencía de Mendoza y perpetuará su corte hasta su propia muerte, en 1550. Un largo período equivalente, en definitiva, y con pocas diferencias, al del reinado de Carlos V sobre el conjunto de España, y con características en gran medida similares, acentuadas, si cabe, por la estirpe real de los virreyes (D.ª -66- Germana y D. Ferrante eran de sangre real), que excedía las exigencias del cargo y solemnizaba sus rituales, hasta el punto de convertir el virreinato en vitalicio, contra la costumbre del Emperador.

La Corte, y en especial desde la incorporación de Ferrante de Aragón, Duque de Calabria, integró en su seno a artistas, escritores y aristócratas y configuró toda una actitud cultural esencialmente nobiliaria, aficionada en extremo a las fiestas espectaculares, a la literatura de salón, a los juegos de sociedad y a las representaciones teatrales o parateatrales de gran boato. Junto a los virreyes y sus familiares, se congrega en la corte todo un séquito de cantores, criados, bufones, y hasta clérigos de dudosa misión, como en el caso del bufonesco «canonge Ester». Las páginas de El Cortesano, de Luis Milán38, recogen la vida de la corte como un perpetuo juego de salón y como una inacabable representación, y recuerdan inevitablemente la vida en las cortes principescas italianas, muy especialmente la pequeña corte del Duque Guidobaldo de Urbino, que inmortalizara Baltasar Castiglione en El Cortesano(1528).

El Duque de Calabria reunió, por otra parte, una importante capilla de músicos de cuya actividad es reflejo el Cancionero del Duque de Calabria o Cancionero de Upsala, en el que es máximo exponente el músico Luis Milán. El Duque y D.ª Mencía dedicaron asimismo un esfuerzo considerable a la dotación de la biblioteca ducal y a la construcción del Monasterio de San Miguel de los Reyes, que había de acogerlas. Por la Corte, cuya imagen literaria nos ha llegado a través del Cancionero de D. Juan Fernández de Heredia y de D. Luis Milán, escritores cortesanos por antonomasia y señores de segunda categoría, desfiló gran parte de la nobleza valenciana, que por otra parte disponía ya de precedentes literarios en pequeñas cortes locales39, como la de los Borja, Duques de -67- Gandía, la de los Duques de Segorbe o la de los Condes de Oliva, cuya influencia en la gestación del Cancionero General ha sido señalada en diversas ocasiones40.

Muerto el Duque de Calabria en 1550, la nobleza no perdió sin embargo la costumbre de reunirse y realizar una activa vida literaria, como ha subrayado recientemente el profesor Sirera41. Antes bien se produjo un trasvase del mundillo literario desde la Corte virreinal a las Academias y a las pequeñas cortes particulares, de nuevo reavivadas, de forma que la literatura cortesana continuó teniendo ese aire de salón, de juego de sociedad, de esgrima de motes y de ficciones en clave, de poesía de circunstancias y de actividad de clase, que había tenido con los Duques, y que es perfectamente comprobable en obras como El Prado de Valencia (1600) de Gaspar Mercader o en las propias Actas de la Academia de los Nocturnos (1591-1594).

Aunque el mundo de las Academias literarias valencianas está por explorar, en gran medida42, llama la atención la prodigalidad con que se dieron en Valencia. Al margen de la de Los Nocturnos, de verdadera relevancia en el mundo literario de la época, toda una serie de Academias aparecen y desaparecen, como intentos efímeros y epigonales que tratan de mantener viva la tradición de una literatura cortesana. Así, y en primer lugar, la Academia de los Adorantes, inspirada por el poeta y dramaturgo Carlos Boyl, a imitación de la de Los Nocturnos, que se fundó y murió en 1599, y que exigía a sus miembros la acreditación de nobleza. Algo posterior es la Academia de Los Montañeses del Parnaso, fundada por otro nocturno, Guillén de Castro, en 1616. En 1656 el Conde de Elda fundó el Sol de Academias, y años más tarde, y con mayor consistencia, se fundarían las del Alcázar y El Parnaso, que llegaron a rivalizar entre ellas. De finales del XVII es la Academia del -68- Carrer del Bisbe o de Valencia, con papel decisivo en el movimiento de los «novatores» finiseculares valencianos43.

En cuanto a la Academia de los Nocturnos bástenos recordar los datos esenciales, aquellos que la convirtieron en la institución literaria que mejor supo asumir la herencia de la Corte de los Duques de Calabria y perpetuar su carácter cortesano en la literatura dominante en la Valencia de finales del Quinientos. Fundada en 1591 por un noble valenciano aficionado a las letras, Bernardo Catalán de Valeriola, que la reunía en su palacio de la ciudad, y redactados sus estatutos por el Canónigo Tárrega y por él mismo, llegó a celebrar la nada despreciable cifra de 88 sesiones, divididas en tres temporadas: de octubre de 1591 a mayo de 1592; de octubre de 1592 a marzo de 1593 y de octubre de 1593 a abril de 1594, en que se disolvió. La Academia convocó y reunió en sus sesiones a los más importantes letrados y escritores en castellano del momento, incluidos los dramaturgos de la llamada Escuela Valenciana. Además de Tárrega eran miembros Miguel Beneyto, Gaspar Aguilar, Gaspar de Mercader, Jerónimo de Virués, Jaime Orts, Manuel Ledesma, Gaspar Escolano, Carlos Boyl, Rey de Artieda, Guillén de Castro, Cerdán de Tallada... todos ellos emblematizados por seudónimos que hacían referencia a los aspectos de la noche. La sociología de sus componentes no puede ser, por otro lado, más reveladora: junto a un único caso de escritor que trata de profesionalizarse y de vivir del mecenazgo, como Gaspar Aguilar, se alinean algunos profesionales y funcionarios de alto rango, como el jurisconsulto Cerdán de Tallada o el médico Jerónimo de Virués, algunos clérigos relevantes, como el Canónigo Tárrega o el predicador e historiador Gaspar Escolano, y sobre todo, imprimiendo carácter a la nómina, toda una serie de grandes y medianos señores-literatos: el Conde de Buñol (Gaspar de Mercader), el Señor de Pobla Llarga (Francisco Desplugues), el de Massamagrell (Carlos Boyl), el de Càrcer (Fabián de Cucalón), etc.

La Academia de los Nocturnos, a finales de siglo, es el producto de ese último momento de esplendor cultural de la Valencia virreinal, que al mismo tiempo que culmina una época congrega, en esa misma culminación, todos los datos de su propia decadencia. El entusiasmo con que la Valencia de la segunda mitad del siglo se suma a la política y a la cultura de los Austrias, abandonando sus -69- propias y más específicas tradiciones, es la causa más determinante del paso a una situación cultural sucursalista y periférica. Una vez plenamente integrada en el modelo de los Austrias, Valencia dejará de ser su propia corte para depender, culturalmente, de la corte real madrileña o vallisoletana, y ese momento brillante y efímero, que es el de la Academia de los Nocturnos, el de los dramaturgos valencianos de la escuela de Tárrega, el de Gaspar Escolano y sus décadas, el de Gaspar Mercader y Guillén de Castro, el de Lope de Vega asentado a orillas del Turia, etc., es también el de una figura de un relieve muy

especial, Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y de Borja, encarnación perfecta, por su parentesco con los Borja (era hijo de Isabel de Borja y nieto del Santo Duque) y con los Medinaceli (casó con Catalina de la Cerda, hija del Duque), de la integración de la aristocracia española, que reúne la estirpe castellana de los Sandoval al viejo título de marqués de Denia (1484), del que salió a su vez el de los Condes de Lerma (Don Francisco fue el primer conde convertido en Duque de Lerma). Su promoción desde el cargo de «lloctinent» general de Valencia (1595-1597) con Felipe II, a privado y ministro todopoderoso de Felipe III, ya desde el primer momento (1598), simboliza a la perfección el desplazamiento del poder valenciano a la Corte de los Austrias. Su actuación política fue, por otra parte, decisiva en el Reino de Valencia, pues a él se debe en buena medida la iniciativa de la expulsión de los moriscos. Pero su actuación como animador cultural, como movilizador de los círculos aristocrático-literarios, como centro de una posible corte literaria heredera de la de los Duques de Calabria, y en todo caso como puente entre los salones y los escritores valencianos y los salones y los escritores castellanos, aunque mal conocida y poco o nada estudiada, se nos aparece como de una relevancia notable. De hecho, el XVI valenciano hay que comprenderlo, desde el punto de vista del gusto cultural dominante, como el trayecto entre dos momentos espectaculares y cortesanos, uno presidido por el Duque de Calabria, otro hegemonizado por el Duque de Lerma, uno a principio de siglo, otro al final del mismo.

En el estado actual de nuestros conocimientos no podemos ofrecer más que algunos datos parciales del mecenazgo cultural del Duque de Lerma y de su influencia sobre el teatro de la época44. Pero los datos de que disponemos, y en especial los festejos -70- por las bodas reales de 1599, son suficientemente indicativos. De hecho fue el propio Duque quien organizó el viaje de Felipe III a Valencia para celebrar sus bodas y las de su hermana Isabel Clara Eugenia con los archiduques Margarita y Alberto de Austria, respectivamente. Pero previamente a su llegada a Valencia, invitó a las personas reales a pasar unos días en su palacio de Denia, donde organizó festejos fastuosos, muy especialmente náuticos, que fueron reflejados en el poema de las Fiestas de Denia de un Lope de Vega que, acompañando a su protector el Marqués de Sarria, y siguiendo al Rey, venía por segunda vez a Valencia.

Las fiestas celebradas en Valencia en 1599 por las bodas reales fueron espectacularmente ostentosas: calles adornadas e iluminadas para el paso de los Monarcas, saraos en los diferentes palacios -71- de la nobleza valenciana y en el Real, comedias45, juegos de cañas, mascaradas, luchas con naranjas, justas poéticas, cohetes, bailes, torneos, un estafermo, toros, fastos, una justa en el río con barcos, y hasta una batalla entre Don Carnal y Doña Cuaresma en las fiestas del Carnaval46, en la que, junto a personajes de «commedia dell’arte» como Ganasa y Botarga, y a buena parte de la más brillante nobleza valenciana y castellana figuró el propio Lope de Vega como actor, representando al Caballero Carnaval.

Las fiestas movilizaron a los escritores valencianos, y nos han quedado abundantes testimonios47, entre otros la Relación del aparato que se hizo en la ciudad de Valencia de Gianbattista Confalonieri, el Libro copiosso i muy verdadero del cassamiento y boda... de Felipe de Gaona, el Romance a las venturosas bodas... del propio Lope, o las Fiestas Nupciales de Gaspar Aguilar. En torno a las fiestas, por otra parte, gira el libro pastoril El Prado de Valencia (1600) de Gaspar Mercader, barón de Buñol, consejero de Felipe II y Felipe III, «batle general» de Valencia, de cuyo «brazo militar» era representante en la Generalidad. Este curioso libro, obra de uno de los más

característicos escritores-señores del -72- final de siglo, exhibe con énfasis diletante y orgullo de clase el mundo cortesano valenciano congregado en torno al Duque de Lerma o, en la ficción, pastor de Denia, con los paseos de una nobleza lujosamente ataviada y autoexhibida por el Prado, con las cañas «a lo morisco», los torneos «con divisas en las celadas y azogue en las espadas y picas», las «justas con empresas en las cabeças y rayos en las lanças», los conciertos de «entonadas bozes», las «danças, esgrimas, máscaras, saraos, sortijas, faquines, torear, dar lançadas, passar carreras, tirar barras o saltar». Se detiene don Gaspar en la narración de la justa poética que se celebró en su casa, bajo la presidencia de los marqueses de Denia y con sentencia leída en verso por el propio Mercader. En el libro segundo aparecen nuevos elementos que conectan el mundo cortesano con el teatro de los dramaturgos valencianos y del primer Lope. Así, en presencia de los virreyes y de su corte, se celebró un fasto que representa el asalto, en el Prado, de una fortaleza de madera, y su conquista, con instrumentos de fuego48. Más tarde narra el libro un típico juego de sociedad, el juego de a, b, c, consistente en construir historias con personajes, ciudades, situaciones, la primera letra de cuyos nombres sea siempre la misma para cada uno de los jugadores, y en pagar prenda en caso de equivocación, y que recuerda el idéntico juego incluido en el Acto I de Los malcasados de Valencia (entre 1595 y 1604) de Guillén de Castro, o los muy similares de la jornada I de El Prado de Valencia (1589) de Tárrega, el de «darle librea al soldado» de El verdadero amante -73- (1590-1595) de Lope, o los juegos de componer nombres con letras que aparecen en los actos primeros de La pastoral de Jacinto (1595-1600) y de La Arcadia (¿1615?), también de Lope.

De hecho, todo el largo cuadro final de El Prado de Valencia, de Tárrega, con la representación de una fingida batalla de moros y cristianos, en la playa de Almenara, reflejaba una representación habitual en los fastos cortesanos, en los que un bloque de caballeros se disfrazaba «a lo morisco» y desafiaba a diversos lances a otro bloque de caballeros cristianos. Tiene, por otra parte, precedentes literarios valencianos en la narración de las circunstancias que rodean la representación de la Egloga de Torino y en la sofisticada Farsa de las galeras de Sant Joan de Luis Milán, incluida en El Cortesano49.

También en la comedia de Tárrega El Prado de Valencia la larga descripción del desfile de la nobleza valenciana, con su ostentosa exhibición de vestuario y monturas, con motivo de las bodas Palafox-Moncada, que tiene su paralelo en la que hace Lope de Vega en El Grao de Valencia, se corresponde con ritos cortesanos frecuentísimamente documentados, y de los que dejan buen testimonio, en 1599, Gaspar Mercader en su Prado de Valencia, Aguilar en sus Fiestas nupciales o Lope de Vega en sus Fiestas de Denia y en su curioso Romance a las venturosas bodas, en que «Va nombrando todos los grandes que se hallaron en ellas, debajo de nombres pastoriles».

Y es que la nobleza hace de la literatura cortesana un homenaje a sus propios modos de vida, y gusta de representarse a sí misma, o lo que es lo mismo, de convertir en espectáculo teatral sus propias actuaciones. De ahí el registro costumbrista de buena parte de la literatura cortesana valenciana del XVI, desde La visita de Fernández de Heredia, y El Cortesano de Luis Milán, donde los actores se identifican con los personajes y se representan a sí mismos, hasta, ya a finales de siglo, El Prado de Valencia, el de Tárrega y el de Mercader, El Grao de Valencia o Los locos de Valencia, -74- de Lope de Vega, Los malcasados de Valencia, de Guillén de Castro, etc.

De ahí también la abundante presencia en el teatro de la época de otros tipos de fastos y ceremoniales cortesanos, como los momos que recoge la Comoedia Octavia de Palmireno, o El esposo fingido de Tárrega50, o como los torneos, espectáculo favorito de la nobleza, y del que Rey de Artieda testimonió las reglas y las claves en su «Moralidad de la Justa» (Discursos, Epístolas y Epigramas de Artemidoro, Zaragoza, 1605)51, por lo que no es extraño encontrarlos en obras teatrales como Las suertes trocadas y torneo venturoso del Canónigo Tárrega.

Y es que a final de siglo, en una Valencia dominada por el espíritu nobiliario y cortesano, pronta siempre a movilizarse en fiestas y exhibiciones, y bien encarnada en la figura del Marqués de Denia y Duque de Lerma, los escritores asumen el papel de trasladar al libro, a la ficción en verso o en prosa, o al escenario, la magnificencia de una vida sofisticada y artificiosa de la que ellos mismos forman parte, ya sea como testigos de excepción en sus crónicas de las grandes fiestas ciudadanas, ya sea como jurados o concursantes de los certámenes y justas poéticas que se celebran en las grandes solemnidades, ya sea como miembros de las elitistas Academias literarias, ya sea como dramaturgos (las representaciones teatrales son parte insustituible de toda celebración)52 o como poetas de sociedad (en los versos de los Arcos triunfales o en los poemas consagrados a las mismas fiestas, como en los casos ya citados de Lope de Vega y Gaspar Aguilar)53. La literatura castellano-valenciana se convirtió así en un fiel correlato de la literaturizada vida cortesana y virreinal de la Valencia de fines del Quinientos.

{cortar} -75-

II. El teatro religioso y los orígenes de la práctica populista

-[76]- -77-

II.1. La problemática del teatro religioso

T. Ferrer Valls

C. García Santosjuanes

Gran parte de la crítica (Cohen, Young, Crawford, Donovan, Shergold, Lázaro Carreter, Drumbl, etc.) ha buscado el origen del teatro medieval europeo en los tropos o ampliaciones verbales que acompañaban a la música en la liturgia.

No se sabe con exactitud cuándo empezaron a escribirse, y parece ser que la forma más simple procede de un manuscrito de Saint Gall54. De entre estas nuevas composiciones, la más destacada fue el Quem quaeritis cantado antes del introito de la misa conventual del domingo de Pascua, puesto que este tropo dará lugar, por evolución, a la más antigua de las representaciones recordadas de la Iglesia medieval, la llamada Visitatio Sepulchri.

Sabemos, en cualquier caso, que alrededor del año 1000, la nueva representación pascual estaba floreciendo en Francia, Inglaterra y Alemania, y que, ya antes, otros episodios asociados con la Resurrección comenzaron a incorporarse a la representación, ampliándola: el del mercader de ungüentos, la carrera de Juan y Pedro a la tumba, la aparición de Cristo a María Magdalena. El lunes de Pascua se introdujo una representación conmemorando la aparición de Cristo a los discípulos que van camino de Emaús y que se conoció con el nombre de Peregrinus.

El éxito de estas interpolaciones dramáticas condujo a su introducción en otra estación del año litúrgico: Navidad. Este es el denominado Officium pastorum, que acabaría siendo desplazado, con el tiempo, por una representación de Epifanía sobre los Reyes Magos, más amplia y que fue denominada Officium Stellae. Los -78- ejemplos más tempranos de obras de Navidad y Epifanía se remontan al siglo XI. En muchas iglesias se desarrollaron otros tipos de representaciones el día de Navidad, como es el caso del Ordo Prophetarum, o procesión de los profetas.

Existieron, también, en países como Alemania, Inglaterra y Francia a partir del siglo XII, representaciones consagradas a santos, especialmente a San Nicolás.

Este proceso de ampliación y multiplicación del tropo pudo conducir a una progresiva desvinculación entre celebración litúrgica y episodio dramático en sentido estricto. La pieza acabaría por abandonar las iglesias y el latín, ampliando su repertorio y complicando escenografía y puesta en escena.

Cohen, en su ya clásico estudio sobre los orígenes del teatro medieval europeo55, canonizó esta evolución con las siguientes etapas: drama litúrgico, drama semilitúrgico y misterio, correspondiendo las dos últimas a un grado de evolución en el que empiezan a aparecer formas teatrales profanas.

Esta visión ha sido matizada por una serie de trabajos más recientes, como los de J. Drumbl56, que defienden la teatralidad innata del Quem Quaeritis, no concibiéndolo como una forma literario-litúrgica evolucionada en forma teatral con el paso del tiempo, sino poseedora de rasgos específicamente teatrales desde su aparición. Igualmente se hace hincapié en el hecho de que sus orígenes están muy diversificados, por lo que Saint Gall no es el punto de arranque sino un centro más.

No obstante, la teoría sobre los orígenes litúrgicos del teatro medieval se revela insuficiente para explicar la existencia de una tradición vernácula que no se liga al teatro litúrgico, como queda demostrado en dos obras que no tienen nada que ver con la liturgia, y que aparecen en Francia.

Se trata de Le Mystère d’Adam y La Seinte Resureccion, escritas las dos en lengua vulgar a mediados del siglo XII y que difieren de los modelos litúrgicos, no sólo en el argumento, sino en la técnica de composición, en su carácter de representación y no de ceremonia y en las numerosas instrucciones de escenificación, tal como ha sido admitido incluso por algunos defensores de la teoría -79- litúrgica. Así, Hardison57, ante la imposibilidad de encontrar un modelo litúrgico para estas obras, supone que esta tradición vernácula sería una rama de la tradición litúrgica que se debería a escritores profanos y que se desarrollaría antes de que el drama litúrgico alcanzara sus formas típicas.

Pero ¿cómo considerar una rama de la tradición litúrgica obras que difieren en tantos puntos de ella? Y, por otro lado, si los liturgistas parten de la creencia de un desarrollo y evolución a partir de tropo, ¿cómo explicar, en una fecha tan temprana, la convivencia de tropos de carácter elemental junto a obras de una más compleja elaboración literaria y dramática, tema no litúrgico y lengua vulgar?

El mismo hecho es admitido por Donovan58, otro teórico liturgista, quien, por otra parte, al enfrentarse al estudio del Auto de los Reyes Magos, compuesto hacia 1150, se encuentra con que su fuente parece estar no en la liturgia, sino, como ha indicado Miss Sturdevant59, en otro tipo de literatura vernácula: los poemas narrativos franceses sobre la infancia de Jesús. Tampoco explica Donovan, sin embargo, cuál es la procedencia de esta tradición religiosa en vernáculo, paralela a la práctica teatral del tropo litúrgico.

Una segunda limitación de la teoría litúrgica es su incapacidad para explicar el por qué los tropos continúan siendo representados hasta el siglo XVI sin apenas variación, más exactamente, hasta la reforma del Breviario romano60, que tuvo lugar en el año 1568.

De nuevo se plantea la cuestión de cómo pudo surgir todo el drama medieval europeo a partir del drama litúrgico si éste pervive más allá del siglo XVI sin apenas variación y encontramos, en cambio, obras muy anteriores con una mayor elaboración dramática. Tal es el caso, arriba mencionado, del Auto de los Reyes Magos.

Es fácil, pues, concluir que este tipo de teatro religioso en vernáculo no pudo derivar del drama litúrgico (contemporáneo, -80- cuando no posterior), al menos según las etapas que establece la teoría liturgista, que choca aquí con un escollo difícil de soslayar en su pretensión de dar una explicación coherente y homogénea a la totalidad del hecho teatral medieval.

Hoy en día, se sabe que los juglares tienen su origen en los mimos romanos junto a los skal nórdicos y que durante la Edad Media desarrollaron sus actividades bajo diversas formas. Hunningher61aporta un dato importante: uno de los troparios conservados en el Monasterio de Saint Martial de Limoges aparece ilustrado con unas miniaturas de gran interés porque contienen dibujos de varios juglares durante sus representaciones, actuando, bailando y acompañándose con instrumentos musicales. Si a esto añadimos el hecho de que en Francia encontramos juglares que escriben obras teatrales religiosas en vernáculo, tales como Le jeu de St. Nicolas de Jean Bodel (circa 1165) y el Teophilus, milagro de Nuestra Señora, escrito por Rutebeuf hacia 1200, resulta imposible descartar la influencia de una tradición juglaresca en la formación del teatro medieval.

Más o menos evolucionados, los juglares están en la raíz de muchas de las formas de espectáculos populares que se desarrollan en el siglo XVI, el bululú -y es un ejemplo tópico- linda la frontera del actor y el juglar. Los juglares participaron en ceremonias oficiales celebradas con objeto de la visita de algún personaje, en fiestas públicas populares, procesiones, e incluso, como ha quedado demostrado, en actos religiosos. La literatura oral, de la cual fueron transmisores, en la que debieron intervenir elementos más o menos elaborados de atrezzo, inflexiones de tono, gestualidad, etc., debió constituir una verdadera interpretación dramática. Buena prueba de la popularidad de que gozaron nos la da la insistencia con la que, durante siglos, los concilios europeos

intentaron reprimir su actividad artística62. Su pervivencia se hace -81- patente en los datos que aporta Mérimée63sobre la coexistencia en Valencia de espectáculos para-teatrales, como la exhibición de fenómenos y monstruos, saltimbanquis, prestidigitadores, exhibidores de marionetas, acróbatas, actuación de animales amaestrados, etc., que se desarrollaban en la calle o en patios de casas y hostales, al mismo tiempo que el teatro ocupaba ya la plaza a él destinada en la Olivera.

Parece, pues, evidente, que los juglares, lejos de constituir un obstáculo para el desarrollo del arte dramático, como afirma Lázaro Carreter64, desarrollaron una actividad que tuvo hondas repercusiones al familiarizar amplias capas de la población con formas para-teatrales, teatrales y espectáculos afines.

No obstante, al igual que la tesis litúrgica se revela insuficiente para explicar toda la complejidad del hecho teatral medieval al atribuirle un único origen, del mismo modo, pensamos que es muy aventurado explicar, como hace Hunninger, que fueran los juglares, y exclusivamente ellos, quienes introdujeron el elemento dramático en la iglesia, pues hay que considerar que ceremonias y rituales religiosos, tales como los llevados a cabo en Jerusalén (procesiones a lugares santos y, especialmente, el ritual de Semana Santa) y descritos por la monja Hrotsvitha en el documento conocido con el nombre de Peregrinatio Aetheriae (siglo IV) debieron poseer una espectacularidad específica de inequívoco carácter teatral.

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No se puede despreciar, por otra parte, las actividades dentro del folklore popular, cuyo origen último se encuentra en ciertas ceremonias paganas que tenían como propósito conjurar la fecundidad de la tierra, de los animales y de los humanos a través de prácticas mágicas, y que constituían rituales con elementos dramáticos. Algunos de ellos se desarrollaron fuera de la festividad popular a través de bailes simbólicos, hasta llegar a un drama hablado independientemente. Tal es el caso del mummer’s play inglés, propio de la estación de primavera pero que, por influencia cristiana, pasó a la estación navideña. En España abundan las noticias de la celebración el día 28 de diciembre, día de los inocentes, de la llamada comúnmente «fiesta del obispillo» o del «bisbetó» en el área catalana. Las fiestas navideñas de este tipo eran conocidas como «ludi» y abundaron en toda la Europa medieval; se cree que eran de gran antigüedad y que derivaban de los «Saturnalia» romanos. Esta fiesta se celebraba todavía en España durante los siglos XVI y XVII.

A la vista de los datos aportados y en base a nuestra concepción del hecho teatral en su especificidad de espectáculo no siempre literario, nos vemos obligados a rechazar una única tradición cuyos componentes dramáticos expliquen la totalidad del teatro medieval, y a admitir una tradición para-teatral de fuerte influencia profana, nutrida desde la antigüedad por la actividad juglaresca, y las fiestas populares, y puesta en contacto con una tradición religiosa, más o menos rudimentaria, que iría conformando un gusto por el espectáculo entre las capas populares, gusto y espectáculo que se desarrollarían especialmente cuando el teatro pasa de los centros monásticos a los núcleos urbanos, donde pronto su práctica (organización de la representación, subvención de ésta, escritura de los textos incluso) se convierte en patrimonio de la «sociedad civil» en su conjunto, lo que provocaría el que las altas jerarquías eclesiásticas, en un intento de controlar la situación, reconvirtiesen muchos de los

elementos profanos en su propio provecho, y viceversa, también el teatro religioso es continuamente infiltrado por elementos que responden a intereses profano-populares. Pero pasemos a ver cómo se llevó a cabo este complejo proceso en la Península.

En los últimos años del siglo XV y principios del XVI se desarrolló un drama religioso no litúrgico en vernáculo, pero derivado claramente del tropo litúrgico latino. Este tipo de obras se representaron en iglesias o capillas de palacios. Tal es el caso de algunas obras de Encina, representadas en la capilla privada del Duque -83- y la Duquesa de Alba, del Auto o Representación de la Pasión de Lucas Fernández, y de obras de Alonso de Melgar, Gil Vicente, etc65.. Estas obras estaban centradas en los ciclos de Pascua y Navidad y, probablemente, cayeron en desuso en 1568, después de la reforma del breviario, pero, sobre todo, debido a la creciente oposición eclesiástica a la representación de obras dentro de las iglesias, hecho fundamental para la posterior evolución del teatro.

El factor decisivo para esta prohibición fue la introducción, en los dramas de Pascua y Navidad, de material cómico, tal como lo confirman las reprobaciones del Concilio de Salamanca (1585) y de Toledo (1582). Por otra parte, este tipo de drama ya no pudo competir con las obras del Corpus Christi, que durante este período son cada vez más frecuentes, y así, autores como Diego Sánchez de Badajoz, López de Yanguas, Horozco, etc. tuvieron que adaptar algunas de sus obras a la festividad del Corpus cuya popularidad crecía de día en día. Precisamente, Diego Sánchez de Badajoz, fue una pieza clave en la evolución del teatro religioso, ya que, en muchas de sus farsas, el tema ya se iba independizando de las circunstancias religiosas de la representación, conjugando una elaborada comicidad, apoyada en personajes de gran porvenir dramático (la negra, el soldado fanfarrón, el diablo, el pastor cómico, etc.), con el adoctrinamiento religioso.

Una de las fuentes más importantes para la historia del drama religioso en Castilla, la tenemos en el Códice de Autos Viejos, en muchos de cuyos autos aparecen estos mismos elementos cómicos.

Pero ¿cómo se fue conformando el auto sacramental dentro del panorama religioso peninsular?

Tradicionalmente, el drama religioso de los siglos XV y XVI se ha venido explicando partiendo de la aceptación de dos líneas: la catalana y la castellana. Esta diferencia se ha establecido en base a la idea de que, a diferentes resultados -el misteri catalán y el auto sacramental castellano- corresponden diferentes evoluciones. Críticos como Wardropper66, han considerado el género sacramental como una forma del drama litúrgico que no conoció las etapas intermedias, esto es, los cuadros al vivo y los misterios que se desarrollaron en Valencia, y los «entramesos» o «representacions» -84- barceloneses sacados, asimismo, en las procesiones. Concluye el investigador, basándose en la idea de que la primera procesión atestiguada en la zona castellana data de 1454 (Sevilla), que la tradición dramática en Castilla y Andalucía no se desarrolló en la procesión sino en la Catedral, de donde fue expulsada a la plaza ya en forma de auto y a cuyo desarrollo no contribuyeron para nada los misterios.

Sin embargo, los recientes descubrimientos realizados en los Archivos de la Catedral de Toledo67 modifican sensiblemente las teorías de Wardropper. Por un lado

aportan datos sobre preparativos para la fiesta del Corpus en los años 1372, 1379 y 1380, aunque la primera información detallada de la procesión data de 1418, hecho que nos permite adelantar la fecha de la primera noticia sobre una procesión del Corpus en el área castellana, y que prueba, por tanto, la existencia de una actividad dramática durante el siglo XV, con la puesta en escena de autos cuya organización y gastos ocasionados demuestran que no debieron ser cosa que se improvisara en unos años, como muy bien apuntan las archiveras.

Por otra parte, los datos extraídos, han puesto en evidencia la influencia en Castilla de la zona catalana a partir de la intervención en la procesión del Corpus toledano de hombres como el Arcipreste de Talavera, unido estrechamente a Valencia y a ciudades como Tortosa y Barcelona, y del valenciano Sernisel, llegado a Toledo en el año 1500 (para representar el auto de la ascensión mediante el mecanismo del araceli) procedente de Guadalajara, lo que indica, además, que la actividad dramática existía en otras ciudades castellanas a fines del siglo XV.

A partir de estos datos, ¿se puede hablar de misterios en Castilla en el siglo XVI? ¿Se parecen los autos, églogas y farsas de la zona castellana a los «misteris»? Posiblemente, los temas fueron los mismos, aunque cabría llevar a cabo un análisis comparativo de los autos conservados tanto en los códices castellanos como en los catalanes, lo que quizá nos condujera a una simple cuestión terminológica: a zonas lingüísticas diferentes corresponden términos diferentes68.

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Lo que queda claro es, por un lado, la existencia de autos ligados a los ciclos de Pascua y Navidad, de indudable origen litúrgico, algunos de cuyos autores, dada la creciente popularidad del Corpus, adaptaron obras de estos ciclos a dicha festividad. Por otro, la existencia de una práctica dramática (extensible, a la vista de los datos aportados, en la zona castellana) ligada a la procesión del Corpus como espectáculo callejero y cuyas obras no tenían un origen estrictamente litúrgico ni estaban íntimamente ligadas al misterio eucarístico (existían también autos mariales, hagiográficos, bíblicos..., engarzados en el seno de la procesión). Por último, asistimos, en este tipo de teatro, a un proceso de independización de un control religioso estricto, originado por la presión de un público popular que irá introduciendo progresivamente elementos profanos en los espectáculos religiosos, de forma análoga a lo ocurrido en el teatro religioso medieval. También la organización de la fiesta y de sus representaciones irá desplazándose desde las catedrales a los municipios y los gremios, que acabarán por hacerla propia, al mismo tiempo que se produce una progresiva profesionalización de las compañías de actores, que terminarán sustituyendo a los actores amateurs.

A partir de este momento, las jerarquías eclesiásticas van a intentar restablecer su viejo control sobre este tipo de espectáculos. El deseo de los reformadores católicos se va a proyectar sobre la festividad del Corpus, permitiendo mantener la fiesta tradicional, pero despojándola de cualquier elemento que la Iglesia considerase irreverente. El auto sacramental surgirá, como apunta Bataillon69, -86- «de una transacción entre la costumbre inveterada de celebrar el Corpus con representaciones teatrales y las exigencias de la Reforma Católica que, en tiempos del Concilio de Trento, pretendía volver la fiesta al espíritu de su institución».

El auto sacramental nace de la conjunción de alegoría y tema eucarístico. Cuando se pasa de la explicación de un dogma a su representación a través de la alegoría, esto es, con Timoneda, es cuando verdaderamente comienza a nacer ya el auto sacramental, que es un cultivo de una forma específica de teatro religioso. Nos encontramos, entonces, ante una corriente tradicional de teatro religioso que viene de la Edad Media y que con el tiempo ha ido cargándose de elementos profanos y ha salido a la calle en el Corpus. Con la llegada de las compañías italianas y luego de las españolas (Lope de Rueda, etc.) se produce la competencia del teatro profesional y la tradición religiosa se divide, dando lugar, por un lado, al auto sacramental, específicamente religioso, y por otro a la práctica populista. Tanto Diego Sánchez de Badajoz como el Códice de Autos Viejos representarían etapas anteriores a esta división, en tanto en cuanto aparecen todavía personajes cómicos específicos del teatro religioso: el bobo, el portugués fanfarrón, la gitana adivinadora, etc. El auto sacramental, de este modo, y a instancias de las altas esferas eclesiásticas, se especializa como género serio, representado en espectáculos públicos, gratuitos, de circunstancias (el Corpus), a los que se irán incorporando elementos profanos complementarios (entremeses, bailes, mojigangas...). Por otra parte, los elementos cómicos (temas, personajes, situaciones...) procedentes del teatro religioso tradicional, que la Iglesia había expulsado de las representaciones de autos, se proyectarán sobre las compañías profesionales y ayudarán a configurar una práctica escénica populista, pues el público popular se había formado con esos elementos y les manifestaba una fuerte adhesión. La práctica populista necesitará para constituirse, recurrir tanto a la commedia dell’arte como a la tradición religiosa.

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II.2. El teatro medieval valenciano

Josep Lluís Sirera

1. Los orígenes

Aunque debemos a Milá y Fontanals los primeros estudios modernos sobre el teatro medieval catalán (recogidos póstumamente en el volumen VI de sus Obras Completas, 1895), éste no ha empezado a ser conocido hasta hace relativamente pocos años, gracias a los trabajos de investigadores como J. Massot, P. Bohigas, M. Sanchis Guarner, J. Rubió... y, muy especialmente, gracias a los de Josep Romeu i Figueras, a quien debemos las aportaciones más valiosas sobre el tema. Generalmente todos estos trabajos se basan en la teoría de los orígenes litúrgicos70 para explicar los orígenes del teatro catalán.

Aunque esta teoría es objeto de profundas críticas en la actualidad, tiene por lo menos la ventaja de relacionar el teatro catalán con el resto del teatro europeo (a través de la labor catalizadora de monasterios como el de Ripoll, por ejemplo), así como la de permitir establecer una comparación con la evolución del modelo teatral europeo, que con pocas modificaciones viene a ser el francés, tal como quedó establecido para el teatro religioso en trabajos como el de Cohen (1951). No cabe duda, tampoco, que jugó también un papel relevante en el afianzamiento del teatro catalán el mundo urbano. En

éste es donde se producirá el fenómeno más intenso de «popularización» del teatro, lo que permitirá un desarrollo profundo y continuado. La iglesia perderá entonces el control directo de las representaciones, que correrán ahora a cargo de los gremios o de las autoridades municipales. Los textos incluso pasarán a ser redactados muchas veces por aficionados laicos o por «profesionales», a instancias gremiales o municipales. Naturalmente, no quiere esto decir que las obras se secularicen hasta el -88- punto de romper sus ligaduras ideológicas: podemos afirmar que prácticamente nunca (hablamos siempre desde la perspectiva de la cultura y de la ideología medieval) el teatro medieval catalán transgrede los límites impuestos por la ortodoxia.

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Desde este punto de vista tenemos que enfocar la cuestión de los orígenes del teatro valenciano, como una parte más del teatro medieval en catalán. La introducción de éste en tierras valencianas a lo largo del siglo XIII (al mismo tiempo que se culminaba el proceso reconquistador) se tradujo en una serie de particularidades, entre las que convendría citar en primer lugar el hecho de que llegaran al País conjuntamente formas arcaicas y formas más evolucionadas. Coexistieron ambas en un mismo lugar, siendo susceptibles de desarrollo autóctono o quedando petrificadas hasta bien entrado el siglo XVI, cuando este teatro entrará en un proceso de extinción radical. La Visitatio Sepulchridel convento gandiense de Santa Clara es una muestra de este tradicionalismo del teatro valenciano, que casa bien con el que Romeu defiende para el conjunto del teatro catalán71. En realidad se trataría del mismo, agravado en el caso valenciano por el proceso de implantación en un mismo espacio de espectáculos procedentes de diversos lugares y con diferentes grados de evolución. Desde esta perspectiva tenemos que considerar el papel jugado por centros como la Catedral de Valencia, auténtico crisol y laboratorio teatral que mantenía desde las soluciones más arcaicas hasta las más renovadoras, aunque siempre con un grado de vinculación bastante estrecho con las celebraciones religiosas: el teatro en Valencia se mantuvo, desde luego, bastante apegado a la religiosidad, quizá a causa de la existencia de una importante comunidad de no cristianos (los mudéjares y los judíos), lo que coartaría todo exceso de «libertad» en el tratamiento de temas religiosos y desarrollaría al mismo tiempo una decidida voluntad propagandística, reforzada con elementos como la música, la escenografía compleja, la presencia de ceremonias de culto...

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En resumidas cuentas, el panorama del teatro medieval valenciano está en estrecha correspondencia con el que ofrece el conjunto de la sociedad valenciana, en proceso de asentamiento y con abundantes incoherencias y contradicciones internas. De aquí que en el repaso que vamos a iniciar coincidan ceremonias teatrales muy elementales y misterios muy complejos, con orígenes diversos y evoluciones específicas, con influencias recíprocas y con la vitalidad suficiente como para irradiar más allá de nuestras fronteras, hacia Castilla72.

La revisión de los principales materiales del teatro medieval valenciano que vamos a hacer aquí está organizada en torno a diversos grupos, en función del tipo de estructura teatral que presentan, sin que ello suponga ningún tipo de prioridad cronológica de unos sobre otros.

2. Ceremonias teatrales

Comprendemos bajo este epígrafe ceremonias procesionales y representaciones de tipo semi-litúrgico en las que predominan los rasgos religiosos, líricos o plásticos sobre los estrictamente dramáticos. Aparte de las ceremonias más vinculadas al Corpus, pocos datos poseemos de este tipo de celebraciones. En primer lugar habría que citar las Visitatio Sepulchri73, la manifestación teatral religiosa más antigua y que se mantuvo viva durante toda la Edad Media, como la gandiense antes citada74.La processó de l’Angel Custodi, que se desarrollaba en la ciudad de Valencia desde principios del siglo XV, tenía lugar a mediados de julio y consistía en la renovación de la protección angélica de que gozaba la ciudad. Música y vestuarios jugaban un importante papel, como pone de manifiesto la descripción hecha por el barón de Alcahalí (1903, p. 97).

Otro importante grupo de espectáculos es el integrado por las representaciones de tipo semi-litúrgico75 aunque en lengua catalana, -90- que -hoy por hoy- se ven forzosamente reducidos a los materiales exhumados por Sanchis Sivera en la Catedral de Valencia (1908-1909), a la espera de una profundización en los hallazgos locales, que prometen ser importantes76. En primer lugar, y dentro de este tipo de ceremonias, nos encontramos con la llamada Coloma de Pentecosta, que se remonta a los siglos XIII o XIV, y que representaba la venida del Espíritu Santo mediante una «coloma» llena de fuegos de artificio, que hacían explosión mientras descendía desde el crucero hacia donde se encontraban los apóstoles. Un incendio que consumió el retablo del altar mayor en 1469 determinó su prohibición. En esta representación se combinaban distintos planos: el cielo, con nubes, sol, luna y estrellas que brillaban y se obscurecían alternativamente; la tierra, donde se encontraban los apóstoles, las santas mujeres y los judíos, que llevaban puestas caretas para acentuar su carácter grotesco77. Figuras episódicas como la del peregrino completaban una representación cuyo carácter teatral está a nuestro entender fuera de dudas, pese a que no poseamos texto dialogado. Se ha avanzado aquí desde la ceremonia teatral hacia el drama religioso.

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Ceremonia donde se combina la representación de tema navideño con la latina representación del Ordo prophetarum es el llamado Cant de la Sibil·la, basada en el sermón apologético atribuido a San Agustín (Sanchis Guarner, 1956, p. 11) en el que se explayan los signos del juicio final. Si el texto latino gozó de gran popularidad en el occidente europeo, hasta el punto de que se convirtió en un elemento más de la Misa de Navidad, su traducción catalana no se hizo esperar: la versión latina es conocida en Cataluña desde el siglo X, la versión catalana es del XIII. Pronto se expandió por todo el ámbito lingüístico, gozando de gran vitalidad en Valencia, Mallorca y l’Alguer (en estas últimas zonas se escenifica todavía), como indica Sanchis Guarner (1956, pp. 31-40).

La versión valenciana se conserva gracias al Breviari de la Seu, de 1533, y se trata de una versión acortada en relación con los otros modelos catalanes, aunque mantenga numerosos puntos en -91- común, como la rima en pareados, típica de todo el teatro religioso catalán medieval. Este canto es ejecutado por la «sibil·la», que sale

«aparellada com una dona», indicando esto que -en realidad- el papel lo representaría alguien ligado a la Catedral pero de sexo masculino (sacerdote, diácono o -posiblemente- monaguillo) y dotado de buena voz. La música que se conserva muestra claramente su origen gregoriano, con adaptación propia de los cantos y danzas populares (Sanchis Guarner, 1956, p. 27). La representación se iniciaba con una procesión, saliendo la Sibila de la sacristía, seguida de candelabros y un ternero (Sanchis Guarner, 1956, pp. 22-23). Llegaba al lugar fijado, el púlpito del evangelio, y desde allí entonaba su cántico. Sanchis Sivera recoge también la noticia e indica que esta ceremonia tenía lugar ya en el siglo XV, durante las fiestas y ceremonias de Navidad (1908).

Aunque todavía esté en discusión el cómo llegó a escenificarse esta pieza78, lo que sí está claro es que no se concebía originariamente en solitario sino integrada más bien en un complejo escénico más amplio. En el caso valenciano se trataría del «misterio» de Navidad, mientras que en otras localidades (como la misma Barcelona) se representaría una obra -posiblemente derivada de la latina- en la que la Sibila tendría como interlocutor al Emperador de Roma (Sanchis Guarner, 1956, p. 43).

3. Los misterios

Los datos que poseemos sobre el misterio de Navidad que acabamos de citar, nos dan como fecha más antigua la de 1432 (Sanchis Sivera, 1908, p. 149), aunque todo hace pensar en una obra de mayor antigüedad, a causa de algunos rasgos bastante arcaicos (debilidad de la parte dialogada, por ejemplo). No se puede descartar tampoco que fuese de aparición tardía, lo que vendría a reforzar el carácter conservador del teatro valenciano, como ya hemos apuntado. Es digno de comentar que en el siglo XV, a tenor de la documentación que poseemos, coexistían en la Catedral de Valencia misterios con diferentes grados de evolución: el de Navidad y el de la Asunción.

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Nos encontramos aquí, pese a lo afirmado por Mérimée (1913, p. 6), ante una pieza muy elaborada, cuya teatralidad descansaría en la disposición de los elementos escenográficos: el escenario múltiple estudiado por Shoemaker (1957, pp. 45-46), el vestuario y los movimientos de los actores... Los diálogos se encontrarían parcialmente sustituidos por el canto. La representación de Navidad en la Catedral valenciana ya no era estrictamente una parte de la liturgia; podría ser calificada -a lo sumo- como una ilustración o paráfrasis de ella, pero recurriendo a un lenguaje específico: el de la simulación teatral. No cabe duda, por otra parte, que debieron existir más piezas semejantes a ésta, y que tratarían temas del ciclo biográfico de Jesús (nacimiento y muerte esencialmente). Nos faltan, desgraciadamente, textos y noticias; tenemos que tener en cuenta, sin embargo, que todavía no se puede afirmar que las investigaciones hayan tocado fondo. Al contrario: no han hecho más que empezar.

4. La dramática asuncionista

Existen en el País varios misterios relacionados con la última fase del ciclo biográfico de la Virgen María: junto a los ya conocidos de Elx y València, Julià Martínez aporta el de Castelló (1961) y otros investigadores han exhumado noticias de varios más79. Esta relativa abundancia convierte al teatro de tema asuncionista en característicamente valenciano.

Se distinguen estos misterios del de Navidad porque cuentan con un texto dialogado que reúne todos los requisitos exigibles para considerarlo de forma plena como texto teatral. En el caso de Elx, el texto se conserva íntegro, aunque a lo largo de los siglos haya sufrido numerosas remodelaciones que han dejado su impronta renacentista y barroca en la obra80. El de la Catedral de Valencia es conocido, en cambio, sólo por fragmentos que se refieren al texto interpretado por la Virgen María. Ambos, además, estaban concebidos para ser cantados, convirtiéndose en «óperas sacras» que no evolucionaron hacia el teatro recitado. Con respecto al -93- misterio asuncionista de Castelló, cabe decir que se trata de una obra cuyo texto es de finales del XVI (Julià, 1961, p. 511), si bien no se descarta la posibilidad de que el misterio tal como nos ha llegado -en castellano- sea traducción de otro, en catalán, más antiguo.

La abundantísima bibliografía sobre el Misteri d’Elx, el más conocido y estudiado de todos ellos, ha culminado no hace mucho en trabajos de indudable importancia, como el de José M.ª Vives (1980) y la Memoria de Licenciatura -todavía inédita- de Luis Quirante (1981), que plantea interesantes problemas. Nos encontramos, antes que nada, frente a un texto de origen medieval que no se remontaría más allá del siglo XV según todos los indicios, pero cuya versión más antigua conservada es de 1625, lo que hace necesario discriminar (cuestión todavía por resolver) el estrato medieval del barroco a nivel del texto (algo hay avanzado al respecto, aunque sólo a nivel de las técnicas de representación). Más claro queda el problema de sus orígenes y procedencia: el estudio de Quirante determina con toda precisión las estrechas vinculaciones entre el misterio de la Catedral valenciana y el de Elx. Las diferencias existentes tienen dos causas fundamentales: un mayor interés por los aspectos teatrales en el misterio ilicitano (Lázaro Carreter, 1979) y el hecho de que este último texto date de 1625 mientras que el valenciano es del siglo XV. Todo ello permite individualizar ambas obras, pese a sus puntos de contacto. Como resume muy bien Quirante:

«Lo que hace que pensemos en una indudable relación entre Elche y Valencia no son tanto las importantísimas coincidencias que hemos enumerado (a nivel argumental y de distribución de la acción en el espacio escénico), como el hecho de que sus diferencias puedan ser entendidas, más que como motivos de alejamiento, como diferentes estadios, muy próximos, de un mismo proceso. De acuerdo con la mayor modernidad de la "Festa" y con el propósito de su anónimo autor de aumentar su carácter dramático, Elche aumenta y perfecciona una gran tramoya aérea que ya está establecida en Valencia; el "Misteri" distribuye los núcleos dramáticos en tres planos que abarcan toda la iglesia, pero en Valencia la representación debía transcurrir más allá del cadafal (sobre todo en la segunda jornada), convirtiendo también la iglesia en escenario; la "Festa" disemina el decorado por todo el recinto, pero en Valencia ya está claramente iniciada la tendencia a la descongestión del tablado; en el drama ilicitano la técnica del "decorado simultáneo" se encuentra ya muy debilitada, pero en el misterio -94- valenciano existe el "espacio libre" polivante.» (Quirante, 1981, pp. 183-184)81.

Es decir: el misterio valenciano se escenificaba en un escenario simultáneo con varios lugares dotados de escenografía propia (barraca de los judíos, infierno, paraíso, casa de la Virgen, sepulcro). Esto ha sido prácticamente sustituido por un escenario polivalente (esto es: sin decoración, a excepción del sepulcro). Ambos misterios mantienen el plano inferior -nivel del suelo- pero en Elx éste ha quedado delimitado por el corredor (o andador), rampa que conduce desde la puerta del templo al cadafal. A nivel del plano vertical, finalmente, Elx ha desarrollado la tramoya aérea: en el araceli (o Ressèlica) descienden personas y no sólo estatuas, y en una de sus bajadas se efectúa la coronación de la Virgen, momento culminante de la «Festa». La aparición de la tan significativa magrana, como un desarrollo posterior del araceli dataría del siglo XVIII a lo sumo (Quirante, 1981, p. 162), aunque tramoyas semejantes estén documentadas en el teatro barroco religioso valenciano82.

Las semejanzas existen, igualmente, a nivel argumental, aunque presenten diferencias debidas fundamentalmente, al peso de la Legenda Aurea en la obra de Elx. Con todo, si aceptamos la mayor antigüedad de la obra valenciana, ésta debió de ser una de las fuentes que se utilizarían en la redacción de la ilicitana83. Ambas obras, además, son dramas líricos, aunque el misterio valenciano no llegó a desarrollar una música tan rica y evolucionada, pese a lo criticable de muchas de las reformas modernas (Vives, 1980), como la de Elx. Más aún, todos los indicios apuntan a que la obra de Valencia careció de música compuesta «ex professo» y se cantaba con melodías populares de la época.

La supervivencia del misterio de Elx, pese a todos los intentos de prohibición que menudearon entre el siglo XVI y XVII, es, sin -95- duda, la máxima expresión de la vinculación que existía entre teatro religioso y pueblo, vinculación que Quirante resume con estas palabras:

«En este sentido, los que asisten a la iglesia de Santa María el día 15 de agosto, se convierten en una mezcla de fieles-espectadores formando parte de la representación. Los actores forman parte de esa masa aunque, por unas determinadas condiciones físicas, se les concede "ser" (representar) algún personaje de las Sagradas Escrituras durante unas horas. Por eso, a nuestro juicio, el hecho de que unos sean actores y otros espectadores es, en cierta medida, secundario, ya que todos, con relevancia pareja, forman parte del ritual que cada año se lleva a cabo en la Basílica Menor de Santa María de Elche.» (1981, p. 192.)

Palabras que ponen de manifiesto algo que, si hoy es excepcional, fue la norma durante la Edad Media. Es de notar, por otra parte, la falta de trabajos sobre las técnicas de representación (a nivel, por ejemplo, de actores) que son inherentes a este misterio, y de cuyo estudio podrían extraerse resultados muy interesantes que nos permitirían ampliar el conocimiento de las representaciones medievales; es digno de reseñar el breve esbozo que al respecto hace A. González (1982).

Si bien conservamos varios consuetas del misterio de Elx, el de Valencia corrió peor suerte: los fragmentos publicados a principio de siglo todavía esperan una edición accesible y popularizadora, como tantas y tantas páginas del teatro valenciano antiguo. Pocos han sido los que han estudiado esta pieza: Julià Martínez (1961) y Sanchis Guarner, en un breve pero sustancioso trabajo (1967-1968) son los más destacados. La

suerte del misterio castellonense ha sido peor si cabe: hasta ahora sólo Julià se ha sentido atraído por él (1961).

5. La dramaturgia del Corpus

Aunque la procesión del Corpus, de temprana implantación en Valencia (data de 1355) juega un relevante papel en la transformación de las concepciones litúrgicas del momento, su trascendencia en la historia del teatro ha sido objeto de bastantes discusiones. En efecto, si nadie cuestiona la importancia de las representaciones simbólicas y folklóricas que se incorporaron a la procesión, y cuya teatralidad está todavía por estudiar a fondo, la aparición de elementos claramente teatrales (con unos espacios escénicos determinados -96- y unos textos previamente fijados) fue más tardía y confusa, como veremos en seguida.

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Son las rocas el espacio teatral privativo de la procesión del Corpus. Nacieron en estrecha relación con el entremés(conjunto escultórico -de figuras o de actores inmóviles- que iba montado sobre un carro o anda, y acompañado por músicos que entonaban canciones alusivas). Estos «entremesos» aparecieron inicialmente ligados a festejos de tipo profano (como veremos más adelante).

Documentadas las rocas, con plena seguridad, a partir de 1402, en 1414 aparecen por vez primera ligadas a la procesión del Corpus, aunque hubieron de esperar algunos años para ver cómo se consolidaban, suplantando este término al de entremés, posiblemente porque éstos quedaron fijados a los carros y dejaron de ser paseados en andas. A partir de este momento su uso se hace habitual y se convierten en una de las atracciones más notables de la procesión del Corpus.

Si la cronología no presenta hoy demasiados problemas, otra cosa es precisar hasta qué punto se convirtieron estas rocas en el escenario de los misterios. Habla la documentación de «misteris de roca» y de «misteris de peu»84. Habría, pues, dos espacios escénicos diferentes, sin que podamos precisar si se combinaban o no en una misma obra. Ha sido tendencia general aceptar que la mayoría de los misterios se representarían sobre las rocas. Falta, sin embargo, profundizar mucho en el tema. El estudio de Huerta (1976, pp. 26-44) sobre el de Adam i Eva, según la «consueta» de 1672, pone de manifiesto que -en efecto- las rocas debieron de jugar un notable papel como lugar de representación, permitiendo -incluso- desplegar los artificios de una tramoya algo compleja. Un reparo hay que poner a este trabajo: la fecha de la consueta nos plantea el mismo problema que hemos visto al tratar el caso del Misteri d’Elx; ignoramos, en última instancia, si nos encontramos ante una adaptación barroca al estilo de los autos sacramentales o ante una versión bastante fiel de las representaciones originales de dicho misteri. Cabe, desde luego, una solución ecléctica: unos misterios se representaban a ras de suelo y otros, de tramoya más espectacular, sobre las rocas. En ambos casos, estos carros debían de jugar un papel fundamental ya que transportaban la decoración -97- y a los actores y músicos. Es probable, incluso, que contuviesen

igualmente un «entremés» (= grupo escultórico) con el tema del misterio que se representaba en esa roca.

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Expuesto el problema del espacio escénico, más peliagudo se presenta el de los textos; poseemos sólo tres de ellos, conservados en consuetas muy posteriores85. Romeu es de la opinión (al igual que la casi totalidad de los investigadores) de considerarlos prácticamente obras únicas. En medio de un gran número de supuestos «misteris» -que no serían más que simples entremesos a lo sumo con actores estáticos y música- que en el caso valenciano sobrepasarían los 39 títulos conocidos86, estas obras serían las únicas que alcanzaron categoría plenamente teatral y llegaron a poseer unos textos desarrollados. Por otra parte, se trataría no de obras concebidas para la procesión sino, más bien, de adaptaciones de otros misterios que se representaban en el interior de las iglesias y que sufrirían un proceso -suponemos- de simplificación en cuanto a la extensión, personajes y escenografía. Estas obras, además, surgirían de forma muy tardía; ya en el siglo XVI, por lo que serían ellas las que cerrarían el ciclo de los misterios en catalán, cuya vitalidad se encontraba -pese a la buena acogida popular- totalmente agotada, como apunta Wardropper (1967, pp. 55 y ss.).

No existe, hoy por hoy, ninguna teoría alternativa a la que acabamos de apuntar, si bien es susceptible ésta de más de una objeción. En primer lugar, no deja de sorprender que se afirme tan a la ligera la existencia de unos modelos que no se han podido localizar, como Huerta reconoce explícitamente (1976, pp. 29-30). No disponemos, es verdad, de un repertorio completo de textos y noticias sobre el teatro catalán, y es posible que esos precedentes (para entendernos: un misterio del Rey Herodes concebido para ser representado en el interior de un templo, por ejemplo) existan; queda en el aire, de momento, el problema.

En segundo lugar, las investigaciones han puesto de relieve el extravío de gran número de textos medievales. ¿Por qué no aceptar que algunos, si no todos, de los 39 títulos que poseemos correspondan -98- a textos hoy extraviados? No sería eso nada de extrañar, ya que era costumbre cambiar cada año de misterios, y sólo se repetían los de más éxito. Más aún, dada la índole religiosa de los asuntos, bien podía ser que bajo un mismo -o análogo- título, se ocultase más de un texto.

Afirmar, por otra parte, que se trata de adaptaciones de textos no pensados para la procesión, como según Romeu ocurrió en el caso castellano (1957, p. 36, v. I), además de ser un prejuicio heredado de la tradición litúrgica (que supone que el teatro evoluciona de la iglesia a la calle, de forma gradual y progresiva) choca con el hecho de que empieza a descubrirse una importante tradición teatral en torno al Corpus de Toledo (Torroja-Rivas Palá, 1977). ¿Basada también ésta en textos anteriores hoy perdidos? ¿Por la influencia de textos valencianos? En una reciente Tesis de Licenciatura, Teresa Ferrer (1982) apuntaba la posibilidad de que la influencia del teatro valenciano en Toledo no se redujera a los aspectos escenográficos sino que fuera más allá. Coinciden, en efecto, bastantes títulos de los autos toledanos del XV con los del Corpus valenciano y con las consuetas mallorquinas. Igualmente «muchos de los autos recogidos en el Códice de Rouanet muestran los mismos títulos que los de Toledo, los "misteris" valencianos y las Consuetas. La pregunta formulada por los especialistas de dónde había que buscar la procedencia de las obras contenidas en el Códice de Autos Viejos

encuentra hoy una respuesta. Si realmente los temas se introdujeron en Castilla, posiblemente del área catalana, cuya influencia han atestiguado las Archiveras de Toledo a través del Arcipreste de Talavera y de aquellos que vinieron de Valencia en 1500 a representar el auto de la Ascensión mediante el complicado mecanismo del araceli, la introducción tuvo lugar mucho antes de lo comúnmente admitido, a partir de mediados del siglo XV, reelaborándose y castellanizándose bastante tiempo antes de ser recogidos en el Códice de Autos Viejos. Como no poseemos los textos no se puede afirmar con certeza, pero sí conjeturar fijándonos en los personajes que intervienen en ellos». (1982, pp. 53-54.) En este caso habríamos de aceptar que ya en el siglo XV había «misteris» desarrollados en Valencia, a menos que -en el colmo de la complicación- supongamos que en Toledo se adoptaron para el Corpus «misteris» que en Valencia se representaban en otras ocasiones, anticipándose en medio siglo al proceso que Romeu supone que tuvo lugar en nuestras tierras.

De todas estas objeciones se puede extraer una hipótesis (todavía mera hipótesis, es cierto) al respecto: el Corpus valenciano -y -99- no sólo el valenciano- desarrolló durante el siglo XV una práctica dramática en la que se asimiló la técnica del entremés, de raíz cortesana a nuestro entender, y se planteó la posibilidad de representar unos textos que, si en principio pudieron ser adaptaciones de piezas ya representadas en el interior de las iglesias, muy pronto se desarrollaron de forma autónoma, y no cesaron de evolucionar a lo largo del siglo XVI a partir de una serie de marcas fundamentales: concisión, carácter eminentemente ilustrativo y pensado para convertirse en una historia del proceso de salvación desde sus orígenes, facilidad de representación y movilidad del conjunto, etc.

Claro está que aceptar que en el plazo de un siglo, o poco más, el teatro catalán fue capaz de renovarse hasta el punto de crear un sub-género específico, choca con la tesis del tradicionalismo del teatro religioso catalán, piedra angular de las teorías de Romeu. Somos conscientes de ello, así como de la insuficiencia de cualquier revisión alternativa que no se plantee este tema de forma global. A nuestro entender, el problema estriba en el enfoque que se dé a la evolución del teatro medieval catalán, pero esto excede ya del presente artículo.

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La datación propuesta por Romeu sitúa los tres misterios (Adam i Eva, del Rei Herodes y de Sant Cristòfor) en pleno siglo XVI, pues da como fechas seguras las de 1517, 1587 y 1553 respectivamente. Las noticias de que esos misterios existían ya en el siglo XV87 son discutidas por Romeu, basándose en el hecho de que se trata de noticias confusas, pues al no citar a los actores y personajes cabe la posibilidad de que se refieran a entremesos con el mismo tema y no a piezas dramáticas. Claro está que dicha datación puede ser cuestionada: es difícil, por ejemplo, concebir que una obra tan medieval como el misteri del Rei Herodes (aun suponiendo que el pregón sea más moderno, cosa discutible) haya sido escrita veinte años después que Timoneda acometiera en Valencia la reforma del teatro religioso, en plena época post-tridentina. Huerta mismo, se ve obligado a matizar esta afirmación (1976, Pp. 29-30). Sean o no correctas estas apreciaciones, podemos establecer -100- dos cosas: en primer lugar, su indudable entronque con el teatro religioso medieval aunque hubiesen sido escritos en el siglo XVI; en segundo, su vitalidad, lo que los convierte no sólo en contemporáneos de

Timoneda sino también del auto sacramental, pese a la gran diferencia ideológica y estructural que existe entre los dos tipos de obras.

La evolución lógica de estos misterios del Corpus no pudo completarse por las causas de todos sabidas: el auto, enormemente más eficaz, reemplazó a los misterios pese al favor popular de que gozaban éstos. Substitución que no continuación: la falta de eslabones crea una barrera difícilmente franqueable. Timoneda escribe autos sacramentales en catalán, cierto, pero aparte del hecho anecdótico de titular «misterios» dichos autos, recurre a procedimientos derivados ya del auto castellano. En resumen, pues, el «misteri del Corpus» es la última manifestación del teatro religioso catalán en el País Valenciano, al tiempo que se erige en una tímida apertura hacia una renovación con bastante retraso en relación a Europa; esta renovación, ya lo hemos dicho, no llegó a cuajar debido a la lentitud del proceso y a la irrupción del auto proveniente de la dramaturgia castellana.

En cuanto a los textos, se echa en falta una buena edición crítica del Misteri del Rei Herodes, que reúne todos los ingredientes para convertirse en la más popular de estas piezas, como así es. Las cualidades de todos ellos han sido destacadas por los editores, en especial por Romeu (1957) y Huerta (1976).

6. La pervivencia del teatro religioso

Sin pretender adentrarnos en el siglo XVI, sí que conviene cerrar este breve estudio haciendo constar que en la Edad Media se encuentran ya dadas las claves para la posterior evolución del teatro religioso valenciano. En primer lugar, la progresiva desaparición de las formas más tradicionales del teatro religioso que se hacía en el interior de las iglesias. Esta tendencia se acentuará conforme avance el siglo y vayan aplicándose las doctrinas y ordenanzas emanadas de Trento. El Barroco, pues, se encargará de dar la puntilla final a esta tradición, ya que los arzobispos y obispos de las diócesis valencianas prohibirán definitivamente este tipo de representaciones. Sólo el Misteri d’Elx pudo eludir la prohibición; para el resto, en cambio, tal actitud resultó fatal.

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Las formas más evolucionadas, es decir, las que se representaban fuera del ámbito eclesiástico (como los misterios del Corpus) continuaron gozando del favor del público, pero hubieron de enfrentarse si no a la interdicción expresa (ya que tenían lugar fuera del espacio sagrado), sí a la competencia de los autos sacramentales. Venían éstos reforzados por el celo de las jerarquías eclesiásticas, que consideraban este género más útil doctrinariamente. Por si esto fuera poco, tenían los autos a su favor la lengua empleada -lengua de prestigio cultural y político, no lo olvidemos- y su mejor trabazón dramática y espectacular. Frente a ellos, los misterios sólo podían oponer la simpatía que suscitaban entre los espectadores y que llegó a ser de la suficiente intensidad como para producir autos en valenciano, como se estudiará en el capítulo dedicado a Timoneda. Por otra parte, en las comedias religiosas de los autores valencianos del Barroco pueden detectarse buen número de datos localistas, muchos de ellos inherentes

al tema (glorificación de algún santo local), aunque no falten tampoco elementos escenográficos que apuntan hacia una continuidad de las tradiciones autóctonas. No son estas comedias el único teatro religioso de la época: persistían muestras teatrales y para-teatrales religiosas, recogidas sólo muy parcialmente en algunos trabajos de Julià, Doñate, Sánchez Gozalbo, Fuster (vd. bibliografía final) y otros. Dichas muestras revelan -reiteramos- la fuerza del teatro religioso valenciano de raíz medieval. Estas manifestaciones propias de los siglos XVI y XVII no han sido estudiadas todavía como se merecen; nos encontramos, por lo tanto, ante un gran vacío que no nos permite sino esbozar la hipótesis de un teatro religioso autóctono que se mantuvo más tiempo de lo supuesto o, por lo menos, que hizo frente durante bastantes años a los embates del teatro en castellano, la supremacía del cual acabará por ser absoluta.

Queda sólo por añadir que los datos aportados por las monografías y estudios locales -afortunadamente cada vez más numerosos- nos hacen pensar en que el teatro religioso valenciano fue bastante más abundante de lo que puede deducirse de este repaso. Está todavía por hacer un exhaustivo trabajo de organización de los materiales últimamente encontrados, así como de rastreo de otros nuevos. Es probable que la búsqueda resulte infructuosa a nivel de textos, pero cabe la esperanza de que encontremos datos de representaciones que enriquezcan substancialmente el panorama actual del teatro religioso medieval valenciano.

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7. El teatro profano

Mucho más pobre, en noticias y materiales, se nos presenta el teatro profano. Existe, en primer lugar, la actividad de los juglares, que actuaban tanto por su cuenta como contratados por los municipios, bien como músicos, bien como recitadores88 o hacedores de juegos de «maese coral» (nombre que recibían en Valencia las actividades de tipo circense). Poseemos documentación que nos habla de la importancia de las «escuelas» de juglares valencianos, de origen mudéjar muchos de ellos, como las de Xàtiva o Crevillent (Menéndez Pidal, 1924, p. 134). En Valencia, la documentación más antigua se remonta a 1338 (Romeu, 1962, p. 7). Su labor no hay que entenderla, desde luego, desde un punto de vista plenamente teatral, sino más bien desde las manifestaciones parateatrales (Lázaro, 1976, pp. 13-15), gracias a las cuales crearon una especial receptividad hacia el hecho teatral más desarrollado por parte de amplias capas de la población valenciana, que continuó, por otra parte, gustando de este tipo de espectáculos durante los siglos siguientes. Tal persistencia se hace patente en los datos que aporta Merimée sobre la coexistencia de espectáculos parateatrales que se desarrollaban en las calles o en patios de casas y hostales, e incluso llegan a ocupar el local reservado al teatro: la Casa de Comedias de la Olivera (Merimée, 1913 b, pp. 82 y ss.).

Pero si el juglar no llega a constituirse «per se» en el punto de arranque del teatro propiamente dicho, cosa muy distinta ocurre con las fiestas reales, de las que también eran parte integrante. Estas fiestas han sido estudiadas por bastantes investigadores, aunque debemos a Rubió (1964) y a Romeu (1962) las interpretaciones más interesantes al respecto.

Dichas fiestas son conocidas en el País desde la de 1269, celebrada en Valencia en honor de Alfonso X (Shergold, 1967, p. 113). Durante el siglo siguiente no faltan documentos sobre el tema, recogidos por Romeu, que cita (1962, pp. 8-11) entre otras las fiestas celebradas en 1373 y 1381, que iban a tener cumplida continuación a lo largo del siguiente siglo. Efectivamente, las que se celebran en el siglo XV se revelan como continuadoras lógicas -103- de las del siglo XIV, aunque presentan la innovación de los entremeses, que serán una de las bases más firmes de la posterior evolución del teatro profano.

El conjunto espectacular de los entremesos estaba formado, a tenor de la documentación que poseemos, por el grupo escultórico (entremés) montado sobre andas o carro, y acompañado a su paso con músicas y poemas, que se recitaban o iban escritos en carteles.

Conocemos los nombres de los encargados de las figuraciones y de las músicas de varios de ellos: en las fiestas de 1413 nos encontramos con poesías de Joan Sist y música de Joan Perez de Pastrana. Las de 1424 corrieron a cargo de Vicent Çaera y Joan Ivanyes (Romeu, 1962, p. 10).

Hay que tener en cuenta que el tema tratado, por su forma alegórica, podía entrar dentro del terreno religioso, con lo que los entremesos eran ambivalentes y, al igual que ocurría con otros elementos (danzas, por ejemplo), eran aprovechados en las procesiones del Corpus y viceversa.

Se insertaban estos entremesos en un conjunto más amplio de festejos, integrados por elementos caballerescos con una fuerte base alegórica: torneos (con modalidades como el enfrentamiento entre moros y cristianos), tablas redondas, bailes de tipo pantomímico, a veces con canto y rudimentos de diálogo, como los momos89.

Resumiendo, podemos decir que el proceso de formación del teatro profano pasa, en primer lugar, por la fórmula del teatro cortesano, mejor dicho: por la de las fiestas cortesanas, descartando la presencia juglaresca en la medida en que no es capaz de transformarse en un espectáculo propiamente teatral al margen de los cortesanos. Este proceso tiene lugar, en los países de la Corona de Aragón, a partir del siglo XIV, adelantándose Cataluña -sus primeros entremeses están datados en 1380 y las fiestas reales lo están desde 1238 (Shergold, 1967, pp. 113 y 136-139)- aunque en Valencia no tardan en ser asimiladas estas fórmulas. Dichas fiestas se basan en elementos de raíz caballeresca más antigua, o alegórica más moderna, cuyas influencias francesas o italianas están todavía por determinar en profundidad (Rubió, 1964, pp. 143-145).

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No podemos olvidar tampoco la persistencia de manifestaciones teatrales profanas, pero vinculadas al mundo de lo religioso. Tales serían los juegos de escarnio como la Festa del bisbetó, documentada en Valencia, como en Cataluña y en Castilla. Se trata, como indica Romeu «de festes i representacions celebrades a l’interior dels temples i als carrers durant el període anomenat de la ‘llibertat de desembre’. Profanes d’origen però practicades per eclesiàstics i seglars, comportaven balls, mímica, mascarades i recitacions de sermons i parlaments paròdics». (Romeu, 1957, pp. 24-28.)

Análogo al «sermó del bisbetó» sería otro juego de escarnio, menos conocido, el Joc del Rei Pàsero, que tenía lugar por Navidad y Año Nuevo en la Catedral de Valencia, y que acabó por ser prohibido a causa de las disputas que originaba90. Aunque eran juegos herederos de una rancia tradición medieval documentada tanto en Valencia como en el resto de la península, no parece que abrieran grandes expectativas del nacimiento de un teatro profano. A lo largo del siglo XVI se podrá documentar su pervivencia, pero mucho más difícilmente nos encontraremos con muestras más evolucionadas. El teatro profano, pues, se desarrollará a partir de las festividades cortesanas, como apunta Shergold: «the history of the secular drama before 1500 is predominantly the history of festivities: banquets, processions, ceremonial of the royal entries, coronations, royal weddings». (Shergold, 1967, p. 140.)

Más alejada de la realidad de la representación, la literatura medieval valenciana no dejó de producir algunas muestras que presentan interesantes rasgos teatrales. Dejando a un lado la inexistente tragedia de L’hom enamorat i la fembra satisfeta, atribuida durante muchos años a Domènec Mascó91, a Vilaragut debemos la traducción de algunas de las tragedias de Séneca, con anterioridad a 1396.

Por otra parte, la literatura piadosa y satírica de finales del siglo XV (tan apreciada por la oligarquía valenciana) dio algunas obras cuya teatralidad salta a la vista: Lo Passi en cobles (1490), de Fenollar y Martines, y que fue utilizada como una de las fuentes de la Pasión de Cervera en el XVI, es un buen ejemplo entre las obras piadosas, mientras que entre las satíricas destacan coloquios -105- como el Col·loqui de les dones, Lo procés de les olives o Lo somni de Joan Joan, que han dado pie a que fueran consideradas como una de las bases de un frustrado teatro valenciano en el siglo XVI (Rubió, 1964, p. 151). Aunque la pervivencia y esplendor del teatro cortesano será tratado en otro artículo, no podemos dejar de constatar que, a diferencia de lo que pasa con el teatro religioso, el profano estaba mucho menos evolucionado y su arraigo en el conjunto de la sociedad valenciana era menor, lo que fue la causa determinante de las profundas transformaciones que iba a sufrir a lo largo del siglo siguiente.

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II.3. Jaime Ferruz en la tradición del teatro religioso

Teresa Ferrer Valls

De la segunda mitad del siglo XVI se nos han conservado en España una serie de colecciones de piezas religiosas cuyo estudio es fundamental para la comprensión del desarrollo de todo el teatro posterior. En primer lugar, intentaremos aquí simplemente llamar la atención sobre el corpus que conforman estas colecciones, lo que nos

permitirá, a su vez, poder ubicar dentro del panorama teatral del siglo XVI, la más destacada de entre todas ellas, el denominado Códice de Autos Viejos, puesto que es éste precisamente el que contiene el auto que nos ocupa, el de Caín y Abel, del valenciano Jaime Ferruz.

Una de las colecciones más importantes que se ha conservado, como ya apuntaba Flecniakoska92, es la de las Consuetas mallorquinas conocidas también como Manuscrito Llabrés, por haber sido éste su descubridor93. Llabrés atribuía a Miquel Pascual, presbítero de Palma en 1618, la autoría o transcripción del manuscrito, fijando la fecha de la recopilación hacia finales del siglo XVI94. Más tarde Romeu atribuyó a Miquel Pasqual tan sólo la labor de copista, afirmando que la copia se hizo a finales de 1598 y durante -110- 159995. No obstante, ya Huerta Viñas señala la dificultad de atribuir una fecha determinada a estas piezas por su carácter tradicional y medieval96. Parece ser que estas piezas fueron recogidas para ser representadas97. Tratan temas de la vida de Cristo, del Antiguo y Nuevo Testamento, hagiografías...

Una segunda colección de gran interés es la de los tres misterios valencianos -Misteri de Sant Cristòfol, Misteri d’Adam i Eva y Misteri del Rei Herodes- que se conservan en un manuscrito de 167298.

Un tercer códice del siglo XVI es el que se encuentra en la Biblioteca de The Hispanic Society of America99. Se trata de un repertorio destinado a la festividad del Corpus100, cuatro de cuyos autos aparecen fechados: el del Nacimiento, en 1572, y tres del Sacramento, en 1572, 1574 y 1575.

En la Biblioteca Menéndez y Pelayo de Santander se encuentra otra colección escrita con letra del siglo XVI y compuesta por tres piezas eucarísticas anónimas: Égloga del Santísimo Sacramento sobre la parábola evangélica, Math. 22 y Luc. 14, Égloga intitulada viaje del cielo y Égloga al Santísimo Sacramento sobre la figura de Melchisedec101.

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El llamado Manuscrito de 1590 está formado por once piezas religiosas anónimas y un drama anónimo profano: La gran comedia de los famosos hechos de Mudarra102. De las once piezas religiosas de este manuscrito, cuatro tratan temas historiales y no contienen ningún personaje alegórico: Comedia y auto sacramental de la Conbersión de Sant Pablo, Comedia de la Historia de los Tres Reyes Magos, Comedia del Nacimiento y Vida de Judas, Comedia del Martirio de San Lorencio. En tres de ellas los personajes son alegóricos: Comedia que trata del rescate del Alma, Comedia y auto de los amores del Alma con el Principe de la luz y Auto Sacramental y Comedia de Buena y Sancta Doctrina. En las otras cuatro los personajes alegóricos son introducidos en mayor o menor proporción junto a personajes históricos o concretos103. Se observa, pues, que el título «sacramental» afecta tanto a argumentos historiales -caso de la Comedia y auto de la Conbersión de Sant Pablo- como alegóricos -caso del Auto Sacramental y Comedia de Buena y Sancta Doctrina104. En cuanto a la fechación de la colección, los críticos que la han tratado coinciden -con más o menos matizaciones- en situarla en el último cuarto del siglo XVI.

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Es preciso mencionar, también, entre estas colecciones los repertorios de los Colegios de la Compañía de Jesús, destacando de entre ellas dos, debido al número de composiciones que contienen. Así, conservamos una que comprende veinticinco piezas dedicadas a las diferentes festividades del año y escritas por el P. Pedro Pablo de Acevedo. El manuscrito pertenece al siglo XVI y aparecen todas las obras fechadas menos dos, pudiéndolas ubicar entre los años 1556 y 1572. La segunda colección contiene diecisiete piezas y su manuscrito procede del Colegio de Villagarcía. Escritas para diversas festividades del año, predominan sobre todo las de asunto bíblico y las sacramentales. Flecniakoska sitúa estas piezas entre 1560 y 1570105.

El denominado Códice de Autos Viejos es el repertorio que merece mayor atención por el número de piezas que contiene. El manuscrito fue descrito por primera vez por Léo Rouanet106 y se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid, proveniente, según informa el citado investigador, de la sucesión de D. Antonio Porcel y adquirido por D. Eugenio Tapia, director de la Biblioteca Nacional, el 16 de julio de 1844107. Existen dos copias manuscritas modernas del C. A. V.: una que lo traslada en su totalidad (B. N. M., Ms. 14.615) y otra que recoge alguna de sus composiciones en una serie de cuadernillos (Biblioteca de Menéndez y Pelayo, Santander: «Colección de copias modernas de piezas de teatro que perteneció a Cañete»).

El Códice consta de 96 piezas escritas por un solo copista y que suman un total de unos 50.000 versos. De ellos sólo uno posee nombre de autor: el Auto de Caín y Abel (XLI) del valenciano Jaime Ferruz. No obstante, algunos críticos han intentado atribuir algunos autos a autores concretos: Lope de Rueda, Joan Timoneda, Vasco Díaz Tanco de Frenegal, Micael de Carvajal, Alonso de Torres, Luis Díaz y el P. Juan Álvarez108. Otro sector de la crítica se -113- ha mostrado más reacio a fáciles atribuciones llegando incluso a ver en el hecho de la anonimia, un rasgo característico de la colección109. Por nuestra parte, pensamos que nos movemos en un terreno donde las atribuciones rara vez pueden traspasar el marco de la mera hipótesis. Y ello porque entran en juego diversos factores. Por un lado, nos encontramos en una época en que la conciencia de propiedad privada sobre una obra (hay que tener en cuenta que la anonimia no es una característica única del C. A. V., como hemos podido observar anteriormente) no se halla tan asentada como en nuestros días, por lo que un autor podía, pasado un tiempo, retomar un auto ajeno, o alguna parte de él, y modificarlo. Tal es el caso de algunos de los autos de Timoneda que aparecen también en el Códice. Los mismos comediantes se sentían con derecho a suprimir, ampliar o retocar partes de una obra con vistas a una representación concreta. Y hasta el mismo Cabildo ordenaba dónde debía haber un entremés o qué parte convenía enmendar110. Por otro lado las piezas que nos ocupan estaban destinadas a la representación y no a la lectura, lo que implicaba que no se imprimiesen y que triunfase, las más de las veces, el nombre del representante -114- -que era quien trataba, en definitiva, con el municipio o con el Cabildo catedralicio, según los casos- sobre el del autor.

Es de suponer, pues, que nos hallamos ante un repertorio dramático recogido para celebrar la festividad del Corpus (dada la creciente popularidad que ésta ha ido adquiriendo durante el siglo XVI), repertorio que incluye un abanico variado de temas: hagiográficos, bíblicos, mariológicos... puesto que nos encontramos en un estadio de la evolución del teatro religioso anterior al surgimiento del auto como fenómeno específicamente sacramental consagrado al Corpus111. Prueba de ello son los autos

representados en Toledo hacia finales del siglo XV y principios del XVI con motivo de dicha festividad, y que abarcaban, asimismo, un repertorio variado de temas112.

Pero ¿con qué función fueron recogidas estas piezas en un solo manuscrito? ¿era un repertorio de una iglesia113, de una compañía o quizá de un coleccionista? Shergold114 apunta hacia una posible explicación al mencionar un contrato realizado en Toledo el año 1593, para los autos del Corpus del año siguiente. El documento estipula que los autores deberán representar con antelación un número suficiente de autos ante los organizadores de la festividad para que éstos puedan elegir. Quizá el C. A. V. fuese uno de esos repertorios que una compañía había ido acumulando para la representación y que se recogería para evitar la dispersión o el deterioro de las pieza manuscritas por el manejo continuado.

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Un último problema que se ha planteado la crítica en relación al C. A. V., es el de su datación. La única fecha que aporta la colección es la del 28 de marzo de 1578, que corresponde a la licencia de representación del Auto de la Resurreción de Christo115. Rouanet fijó entre 1550 y 1575 los límites cronológicos en que se comprenderían la mayor parte de las piezas de la colección, advirtiendo, no obstante, que alguna de ellas pudiera ser más antigua116. Por otra parte, hay que tener en cuenta la dificultad que supone buscar fechas concretas para cada una de las piezas, no sólo por su carácter de anónimas (el Auto de Caín y Abel es la excepción) y su carácter tradicional, junto a la falta de la conciencia de autoría, sino también por el metro, que en casi todas ellas es el mismo, la redondilla, y por la escasez e indeterminación de las alusiones a hechos históricos117.

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Finalmente, hay que destacar la importancia que la utilización de elementos cómicos (ya sea en forma de personajes -el bobo, simple o villano, la gitana, el portugués fanfarrón...-, de expresión lingüística -utilización del sayagués-, o de situaciones típicas creadas por los mismos personajes, por ejemplo, la glotonería del bobo) supone en gran parte de estas piezas, apareciendo unas veces al servicio del adoctrinamiento y otras en su aspecto de pura comicidad. Hay que tener presente que el C. A. V., respecto a la evolución del teatro religioso, representa la etapa inmediatamente anterior a la especificación del auto como fenómeno sacramental y exclusivamente religioso, con todo lo que esto supuso de eliminación de elementos cómico-irreverentes y de tendencia a la ortodoxia católica en el plano ideológico. Por ello la Colección presenta un carácter heterogéneo, no sólo en cuanto a la aparición o gradual eliminación de elementos cómicos, sino también en cuanto a la temática (sacramental, bíblica, hagiográfica...) y a la denominación misma de las piezas (farsa, auto, coloquio), siendo preciso, por este motivo, establecer -como hizo Rouanet- unos límites cronológicos amplios para esta colección, cuya importancia reside precisamente en la no uniformidad de sus piezas, ya que ello nos permite poder seguir la evolución del auto religioso de la época, sus tentativas fallidas (caso del auto de Ferruz), sus éxitos y las progresivas claudicaciones de sus elementos más profanos en aras de una superestructura ideológica dominante.

Jaime Ferruz. Una aproximación biográfica 118

El valenciano Ferruz fue uno de los personajes más destacados dentro de la sociedad de su tiempo y su evolución refleja la complejidad ideológica que envolvió al siglo XVI. Nacido en Valencia -117- a finales de 1503 o principios de 1504119, estudió en París, en cuya Universidad comenzó a dar un curso de Artes en 1534120. En la Sorbona se doctoró en Teología, regresando a Valencia donde le fue concedida la Cátedra primera de Súmulas en la Universidad el 18 de agosto de 1541, especificándose que tenía que leer a Aristóteles121. Escolano comenta al respecto: «Llegó de París aquel Angélico Doctor Valenciano, el Maestro Jayme Ferruz, Sacerdote de conocida santidad: el qual siendo un Angel en el entendimiento, y limpieza virginal, y un consumado Doctor en las tres lenguas, Philosophía y Theología; dio la buelta a su patria, y a pesar de los sophistas, con mucho sudor de su espíritu, y con las pruevas que hizieron de su nueva triaca, hizo recebir en las escuelas el texto de Aristóteles, y los Commentarios de sus intérpretes Griegos, como Maestros de la buena Lógica y Philosophía: y la doctrina de Santo Thomás para la Theología»122. Ferruz se incorpora así al quehacer de los humanistas valencianos frente a los bárbaros «sophistas», partidarios de la rancia Escolástica, que habían poblado el Estudi y que aún hacían sentir sus últimos coletazos. Sirva como testimonio de la estima en que lo tuvieron sus contemporáneos, al menos los integrantes del círculo humanista, la descripción detallada de Palmireno sobre el efecto que causó en la ciudad de Valencia la defensa que hizo Ferruz en la Catedral, el año 1541, de unas conclusiones teológicas, consiguiendo tal éxito -118- que Fernando, duque de Calabria, que estaba presente, le rogó que dejase por algún tiempo la teología y se dedicase a interpretar la dialéctica de Aristóteles123. Si este acontecimiento fue anterior a la concesión de la Cátedra de Súmulas posiblemente influyera en la especificación que se hace al otorgarle la misma para que lea a Aristóteles.

Fue amigo de Jerónimo Ledesma, catedrático de griego, y de Juan Navarro, catedrático de oratoria124; el primero, cabecilla de la causa humanística a partir de los años 30125.

El 21 de mayo de 1547 se le nombró catedrático de hebreo, con 25 libras de salario, reiterándose este nombramiento en 1548 y 1549126. Asistió a la segunda etapa de Trento (iniciada en 1550) como teólogo del obispo de Segorbe D. Gaspar Jofré de Borja, del que parece ser que era familiar127. El 15 de agosto de 1551, festividad de la Asunción, predicó un sermón ante los asistentes al Concilio. Disertó también en las reuniones de los teólogos menores sobre algunos de los artículos propuestos, en especial sobre el sacramento de la Penitencia y sobre la Misa, pronunciándose, como en general todos los teólogos, sobre la presencia bajo las dos especies eucarísticas y la continuidad de la misma fuera de la comunión y en el sagrario, no limitándose a condenar su negación como herética sino arguyendo además con los Concilios»128.

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En 1553 aparece de nuevo en Valencia recuperando su cátedra de hebreo, que le es renovada en 1555, especificando que le sean pagadas 50 libras. El 3 de junio de 1557 le es otorgada la cátedra de Viejo Testamento, que se le vuelve a conceder en años posteriores, siendo el último en que aparece propuesto el de 1558129. En 1558 Don

Francisco de Navarra, arzobispo de Valencia, le concedió una canongía, de la cual tomó posesión el 23 de octubre de este mismo año, resignándola en manos del Papa al año siguiente, con lo que quedaron reducidos sus ingresos, en adelante, a sus cátedras y a un beneficio que tenía en la iglesia parroquial de San Juan del Mercado de Valencia130.

Fue nombrado consultor y calificador del Santo Oficio131, interviniendo a favor de la defensa en el proceso celebrado en 1563 contra Jerónimo Conqués, quien había sido alumno suyo132.

Siendo arzobispo de Valencia Don Martín Pérez de Ayala se convirtió en colaborador suyo, editando las Actas del Concilio Provincial convocado por dicho arzobispo en 1565133. Hay que tener en cuenta que Felipe II, presto a la aceptación de los decretos tridentinos, ordenó la convocatoria y reunión de sínodos y concilios provinciales en muchas diócesis, como lo demuestran los celebrados entre los años 1564 y 1566, con lo que la aceptación en España de dichos decretos fue temprana y generalizada134.

Con la llegada a Valencia, como arzobispo, de San Juan de Ribera, Ferruz se convirtió también en íntimo colaborador suyo, -120- como queda reflejado en uno de los pasquines lanzados contra Ribera con motivo de la represión que éste intentó llevar a cabo sobre la Universidad, y en el que se reprocha a Ferruz.

Et tu in eadem damnatione es135.

Según Ximeno136, Ferruz recibió la pavordía de la Catedral de Valencia en 1588. Rodríguez137 menciona que fue pavorde en los últimos años de su vida, hacia 1590. No obstante, fue el 27 de febrero de 1589 cuando la ciudad eligió por fin pavordes, entre ellos: «Mestre Jaume Ferruç, pavorde secundari en theologia positiva»138. Al finalizar el curso 1589-90 Ferruz ya consta como pavorde primario de teología positiva. Además, en el Manual de Consells, aparece a finales de 1591 como «canceller de la Universidad y pavordre»139.

Ribera le nombró, junto con otros doctores teólogos, examinador sinodal de los opositores a iglesias vacantes del arzobispado, y así figura en los sínodos de 1584, 1590 y 1594 convocados por dicho arzobispo140.

Porcar en su dietario nos informa de su muerte, acaecida el 20 de diciembre de 1594, siendo pavorde y vicecanciller del Estudi General141. Había hecho testamento el 19 de diciembre del mismo año, ante el notario Marco Antonio Bernich, dejando una Obra -121- Pía para socorro de huérfanas en la Iglesia parroquial de San Juan, donde había sido beneficiado142.

El doctor Baltasar Zapata pronunció una oración latina en las exequias de Ferruz, que tuvieron lugar el 5 de enero de 1595, y Vicente Mariner le dedicó unos dísticos latinos143.

Se sabe que escribió, aparte del Auto de Caín y Abel, que no es mencionado por ninguno de sus biógrafos, la Oratio in festo Asumptionis Sacrae Dei Genitricis Mariae,

ad patres habita in Concilio Tridentino, Venitiis, ex Officina Crassusiana, 1551, 4ª144. Ortí y Figuerola y Rodríguez, le atribuyen los himnos que aparecen en los Officia Propria, Sanctorum Archidiocesis Valentina, cum Hymnis Propriis, Valencia, 1589145. Fuster146 niega que sean suyos el de San Vicente Ferrer y San Vicente Mártir y el de la Sangre de Cristo, que atribuye a Micó, aceptando sólo como suyo el del Ángel Custodio. Ximeno147 es también de la misma opinión y matiza que el del Ángel Custodio fue impreso en Valencia en 1586, en 8.ª, por orden de Ribera. Teixidor hace un estudio del himno de la Sangre de Cristo, atribuyéndolo al padre Juan Micó148.

Reforma y Contrarreforma en Valencia

Los estudios de Bataillon149 pusieron de manifiesto la existencia de un deseo de actividad reformadora en la España del XVI, -122- que impregnó a la capa más selecta del clero, y llamaron la atención sobre la importancia que tuvieron las ideas de Erasmo en la gestación de este movimiento de Reforma católica, que tras muchos avatares, giros y claudicaciones, culminó en la celebración de un concilio ecuménico, el Concilio de Trento. Como muy bien apuntaba Bataillon, «lo que ocurría era que las almas más profundamente cristianas se empeñaban en salvar un sentimiento nuevo y fuerte de la gracia divina, un sentimiento que no había podido crecer sin rebajar la confianza en los actos humanos del culto y la devoción, y en las obras humanas en general»150, ideales que eran, al fin y al cabo, de cuño erasmista.

Pero, ¿cómo se concreta este complejo proceso en Valencia? ¿en qué medida los prelados que ocuparon la diócesis valenciana, a partir de más o menos la mitad del siglo XVI, se hicieron partícipes de ese movimiento reformador y qué relaciones mantuvieron con el sector humanista valenciano? Veamos a grandes trazos cuál fue su labor.

Con Tomás de Villanueva151 se inician las primeras tentativas de regeneración religiosa. Hizo su entrada en Valencia como arzobispo el 1 de enero de 1545. Adelantándose a los decretos tridentinos fundó el Colegio Mayor de la Presentación y residió todo el tiempo que duró su pontificado (hasta 1555) en su diócesis. Impuso en su palacio las reglas severas de la Orden de San Agustín, celebró sínodo el 12 de junio de 1548152, excluyendo a los seglares porque el tema a tratar era el mal proceder de muchos eclesiásticos y atendiendo fundamentalmente a costumbres, administración de sacramentos, actos de culto, etc. Prueba de lo inusitado de su labor, en cuanto a la reforma del alto y bajo clero, es que las disposiciones sinodales fueron protestadas por los Cabildos de Gandía, Játiva y Valencia. Cortó los abusos que se daban en la administración de las pavordías, logrando de la Santa Sede que se dieran por suprimidas a medida que vacasen, manteniéndose tan sólo la de febrero153. Enfermo cuando se convocó el Concilio de -123- Trento, envió sus propuestas por medio de prelados y teólogos. Es de suponer que la celebración del Concilio abriría nuevas expectativas para los espíritus sedientos de reforma como Villanueva, quien, por otra parte, no rehuyó la amistad con algunos de los humanistas de la Universidad. Francisco Juan Mas, profesor de gramática de la Universidad, al que se deben varias ediciones de Erasmo, publicó en 1550 cinco opúsculos morales de Plutarco, traducidos al latín por Erasmo y Budé, y un tratado de Luciano, todo en un volumen, dirigido al arzobispo154. A Tomás de Villanueva iba dirigida, también, la traducción de la sección primera del canon de

Avicena, edición primera, preparada en 1547 por Miguel Jerónimo Ledesma, catedrático de griego y examinador de medicina, y publicada póstumamente por un amigo suyo, Luis Collado. Ledesma, amigo de Ferruz, se había formado en el Estudi con Savalls, y en Alcalá, con el erasmista Francisco de Vergara. Intentó asociar al también eramista Juan de Gélida a la Universidad y fue protegido por doña Mencía de Mendoza -de formación erasmista y vivista- y esposa del duque de Calabria D. Fernando de Aragón155, a quien se refiere Palmireno al hablar del impacto causado en el duque por el conocimiento que tenía Ferruz de Aristóteles. La filiación intelectual del grupo en que se movía Ferruz, en los años anteriores a su participación en Trento, y el mismo Tomás de Villanueva es, pues, de carácter humanista y no hacía, ni mucho menos, ascos al conocimiento de Erasmo.

A este prelado sucedió D. Francisco de Navarra (1556-63) que fue discípulo y protector del doctor Navarro Martín de Azpilcueta, importante canonista de la época, cuyas tendencias reformadoras fueron ya señaladas por Bataillon156. La amistad que unió a ambos personajes hace pensar en una comunión de puntos de vista respecto a la necesidad de reorientar la vida religiosa dentro de una vía más ceñida a la austeridad; por otra parte, tenemos noticias -124- de su labor reformadora al frente del monasterio agustino de Roncesvalles y de la convocatoria de dos sínodos en 1554 y 1555 siendo arzobispo de Badajoz. Participó en la primera y segunda etapa de Trento.

Fue nombrado para suceder a Francisco de Navarra, Acisclo Moya de Contreras (1564), quien se encontraba asistiendo al Concilio y murió de camino a Valencia.

Martín Pérez de Ayala, su sucesor, permaneció en la diócesis de Valencia dos años (1564-66). Su autobiografía157 es una buena muestra del espíritu reformador que lo animaba, y de su insatisfacción por la situación de degeneración que recorría el ambiente eclesiástico158. Fue obispo, también, de Guadix y de Segovia, haciendo patentes sus intenciones reformadoras en las visitas a diferentes iglesias de las diócesis, en la creación de estatutos para su gobierno, en el castigo de abusos... Convocó sínodo en 1554 en Guadix, y Concilio provincial en Valencia, en 1566, para la aplicación de las decisiones de Trento. Con ello, la culminación de la Reforma católica llega a Valencia y son aplicados los decretos conciliares.

Pérez de Ayala había acudido en tres ocasiones al Concilio (1543, 1546, 1562). Sobre ser un digno representante de la ortodoxia católica sus impresiones basculan entre la esperanza y el desaliento cuando trata en sus memorias el tema de Trento. Pérez de Ayala y los que con él compartían el deseo de reforma eclesiástica tuvieron que enfrentarse con el grueso de las altas jerarquías de la Iglesia, sobre todo con la élite romana, que no estaba dispuesta a abrir demasiado la mano. Por ello, expone sus reservas a acudir en 1562 a Trento, alegando entre otras razones: «por ser yo allá odioso, porque no sufrían allí quien hablase con libertad»159. Y estas reservas se acentúan al llegar al Concilio: «que por lo que yo empecé a ver en el Concilio, esperaba muchas dificultades y contradicciones -125- de hombres aduladores y corruptos que allí venían enviados para sustentar lo que era digno de desterrar de la Iglesia, donde lo que yo pasé por volver por el bien común de la Iglesia Universal, el cual veía tan disipado, Dios lo sabe y muchos otros lo saben, resistiendo a los que no querían reformación»160. Ayala acaba esta etapa de su vida de manera demasiado lacónica para haber quedado íntimamente satisfecho: «en todo esto me hallé muy solo»161. Lo cual no fue óbice para que aplicara con dedicación los decretos en Valencia. Poco más podía

haber hecho. Ayala carga las tintas contra los católicos «aduladores y corruptos». Pero bien escasas son las referencias que hace a los herejes, al menos a los erasmistas. Es más, al narrar los hechos ocurridos en su segunda participación en Trento en lo referente a la aprobación de una propuesta que anulaba la autoridad de Concilios y prelados en favor del Papa observa «cuán escandalosa sería a los herejes»162. Y es que Ayala, desde la ortodoxia católica, no deja de reconocer que ciertamente algunas de las actuaciones de los católicos son motivo de escándalo. Por otra parte, él mismo confiesa haber leído en su juventud junto con los Doctores Santos «todos los libros de los herejes que tenían algún nombre»163. Es posible que en muchas de las cuestiones que tocaban a la necesidad de reforma, fuesen ellos quienes le abriesen los ojos.

Sucedió a Pérez de Ayala Fernando de Loaces164, que hizo su entrada en Valencia en julio de 1567 y murió en febrero de 1568 con lo que su incidencia en la sociedad valenciana debió ser menor.

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El último obispo que rigió la diócesis valenciana, viviendo aún Jaime Ferruz, fue Juan de Ribera (1569-1611)165. Anteriormente había sido obispo de Badajoz donde promulgó en 1564 los decretos tridentinos y convocó sínodo en 1565 y 1568. Ya en Valencia y siguiendo las directrices de Trento, fundó el Colegio Seminario del Corpus Christi y convocó siete sínodos (1578, 1584, julio y octubre de 1590, 1594, 1599, 1607). Consiguió de Felipe III la expulsión de los moriscos. Ribera se aplicó con especial dedicación al adoctrinamiento dentro de la línea trentista y representa, en Valencia, el triunfo de la Contrarreforma166, que viene a unirse a la gran reorientación política e ideológica que sufre la monarquía española de Felipe II en la década de los sesenta. No obstante, también Ribera conoció de cerca y en su juventud, los ideales de Erasmo167 y no fue ajeno al fervor que supuso esta corriente.

La situación ideológica de Valencia durante el siglo XVI y, en especial, hacia 1550, se caracteriza por su complejidad. Nos encontramos con una serie de arzobispos que desde Tomás de Villanueva -cuyo pontificado se inicia en 1544- hasta Juan de Ribera -que murió en 1611, después de cuarenta y un años de estar al frente de la diócesis valenciana- vienen fuertemente marcados por un deseo de Reforma católica, deseo que ponen en práctica a través de la convocatoria de sínodos, creación de colegios-seminarios, visitas pastorales... y que perfilan con ello el camino de la restauración dogmática de Trento. Por otra parte, hay que destacar la evidencia de las relaciones que mantuvieron con el grupo de humanistas -muchos de ellos de cuño erasmista, al menos en principio-, relaciones que progresivamente se irán diluyendo conforme las amenazantes circunstancias obliguen al sector humanista a replegarse hacia una situación aséptica, ideológicamente hablando, mientras los prelados -aun siendo de mentalidad reformista- aprietan filas desde la ortodoxia católica por convicción o deseo de supervivencia. Dentro de esta compleja evolución hay que entender el entrecruzamiento de personalidades como Ferruz, -127- Villanueva, Ledesma, Juan Mas, Mencía de Mendoza... en la década de los cuarenta. Ferruz marcha a Trento en el 51 y, cuando vuelva de allí, ya nada será igual; se ha producido en él un giro ideológico vinculado a una necesidad frente a la cual claudicaron también otros reformistas: la de mantener unida la Iglesia como poder institucionalizado. Cualquier cosa que huela a heterodoxia reformista -léase erasmismo hábilmente confundido con el luteranismo- puede hacer tambalear los cimientos de la institución y de los que la pueblan y, en

consecuencia, es tachada de herejía. La acción Contrarreformista se va acentuando. Ferruz no fue ajeno a nada de todo esto. Su evolución ideológica corre paralela a la de aquellos sectores de la Iglesia que conocieron el movimiento erasmista y sintieron la necesidad de una reforma del catolicismo, pero que en el momento en que los intereses de la Iglesia institucional y la ideología reformista entraron en conflicto, acabaron decantándose por la reorientación ideológica que implicaba la Contrarreforma.

El Auto de Caín y Abel: un intento de teatro religioso culto

Fue Cañete168 el primero en llamar la atención de la crítica sobre el auto de Ferruz considerándolo como una «tragedia en miniatura», palabras que repetiría después Merimée169 y que recogería más recientemente Hermenegildo170 llevándolas a sus últimas consecuencias al incluir la obra dentro de su estudio sobre las tragedias renacentistas. No obstante, no creemos que el Auto de Caín y Abel merezca, en rigor, el apelativo de tragedia. Eso sí, contiene elementos trágicos, como la solución de un final desgraciado; pero este mismo final aparece ya en el texto bíblico sin que podamos calificarlo de tragedia. Creemos más conveniente catalogar la pieza de Ferruz dentro de los autos religiosos inmediatamente anteriores -128- al surgimiento del auto reconvertido en fenómeno específicamente sacramental ligado al Corpus como festividad puramente religiosa.

En cuanto a la fecha de composición, Cañete situó el auto en la segunda mitad del siglo XVI basándose en la datación del C. A. V. que lo contiene y en la popularidad de que gozaba el tema a fines del XVI y a lo largo del XVII171. Merimée, años más tarde, matizó esta afirmación estableciendo que la pieza dataría de los años posteriores a 1569, año en que llegó San Juan de Ribera a Valencia, ya que el erudito francés atribuye a este arzobispo el intento fallido de implantar en Valencia el auto sacramental, intento para el cual se sirvió de Timoneda que «avait inauguré des 1569, en precense de l’archevèque, cette predication scénique»172, lo que le lleva a concluir que la tentativa de Ferruz se produciría en los años siguientes, coincidiendo quizá con el concurso de autos celebrado por Ribera y en el que Timoneda fue premiado, en cuyo caso, apunta Merimée como mera posibilidad, el auto de Ferruz sería contemporáneo de La Fuente de los siete sacramentos173. No obstante, aun reconociendo el papel de Ribera como promotor del teatro religioso, sabemos hoy día174 que el Ternario espiritual de Timoneda apareció publicado en 1558 y que ya en 1557 se había representado en el Corpus de Valencia su Auto de la oveja perdida dedicado a Francisco de Navarra, auto que después dedicará a San Juan de Ribera al incluirlo con algunas variantes en el Primer Ternario Sacramental de 1575. Por otra parte, si se acepta que el Auto de la Quinta Angustia, publicado en Burgos en 1552, es una versión de Timoneda anterior a la de 1558175, aún podríamos retrasar más el comienzo de su actividad dramática, desligándola así de la posible influencia exclusiva de Ribera.

Por otra parte, todo esto nos hace pensar en la influencia de los prelados anteriores sobre el desarrollo del teatro religioso, cosa que no sería de extrañar pues constituiría un aspecto más, que -129- junto con los de la celebración de sínodos, creación de Colegios, visitas pastorales, práctica de la austeridad en las celebraciones del culto y festividades... conformaría la actitud reformista. Por otra parte, sabemos, por ejemplo,

que Francisco de Navarra había sido anteriormente arzobispo de Badajoz (1546-1556) en la época en que Diego Sánchez de Badajoz finalizaba su carrera de dramaturgo religioso, por lo cual es de suponer que no fue ajeno en modo alguno al desarrollo de la actividad dramática176. También Juan de Ribera llegó a Valencia procedente de Badajoz, cuyo arzobispado le había sido concedido en 1562177.

Hay que tener también en cuenta, que, si se trata de relaciones personales con personajes cuya mentalidad reformista dentro de la ortodoxia católica pudiera influir en la trayectoria que debía tomar el teatro religioso, Timoneda trató no sólo con Ribera, sino anteriormente también con Francisco de Navarra; pero es que ya hemos visto que Ferruz se relacionó, y es de suponer que muy estrechamente por los cargos y tareas que se le ofrecieron, no sólo con Ribera sino con Francisco de Navarra, Martín de Ayala y seguramente, con Villanueva, quien mantuvo contactos con el mundillo universitario del que formaba parte Ferruz, quien además participó de la idea reformista y se enganchó a la causa tridentista, asistiendo a la segunda etapa del Concilio. Pero veamos qué datos aporta la obra en sí para poderla situar en el marco de la evolución del teatro religioso.

La pieza se abre con una loa que contiene la típica salutación, petición de silencio y resumen del argumento. El auto está compuesto por coplas reales con la interrupción de alguna quintilla y el canto de un «versso» y un romance que abre y cierra la escena final de la aparición de la Muerte.

La acción del auto se plantea como un deseo de captar la voluntad de Dios tanto por parte de Caín como de Abel. El motivo que genera el conflicto es la envidia de Caín hacia su hermano al haber sido rechazada su ofrenda y aceptada la de Abel. A partir de aquí se desencadena un proceso de venganza, por parte de Caín, cuya finalidad es conseguir ser el preferido en el ánimo de Dios, eliminando lo que parece ser el obstáculo para ello, Abel. La venganza se consuma con la muerte de Abel, pero esta venganza -130- abre la posibilidad de un castigo ejemplar ejecutado contra Caín, quien se verá obligado a arrastrar la Culpa con él. La secuencia-coda final se convierte así en la encargada de ‘castigar’ el comportamiento de Caín. Sin ella, la obra se cerraría con el triunfo del Mal.

La acción se desarrolla de manera lineal y funciona, en definitiva, al servicio de otra cosa, y esa otra cosa no es ni más ni menos que la exposición doctrinaria que se concreta en la idea de que una vez introducida la muerte en el mundo queda abierta la posibilidad del premio o del castigo, idea que es ratificada por el parlamento final de la Muerte, que la hace extensible a todo el género humano.

El proceso de mejora a los ojos de Dios, fracasado en el caso de Caín, implica una degradación que culmina en el fratricidio, convirtiéndose el personaje en funciones de protagonista en verdugo, esto es, en personaje activo al cien por cien. La figura de la víctima aparece cargada de actancias contradictorias: Abel es, en principio, el ayudante de Caín, es quien lo induce a ofrecer un presente a Dios (pág. 151, vv. 36-8), quien lo hubiera podido salvar al intentar razonar con él la causa de su enfado (pág. 156-7, vv. 181-208), quien finalmente le perdona su acción (pág. 158, v. 220); sin embargo su sola presencia es una clara oposición a los deseos de Caín. El personaje pasivo es la exposición de la bondad, ejemplariza con su presencia. El personaje activo es el eje organizativo de una acción degradada. Funcionalmente es él quien protagoniza la acción

y atributivamente también, ya que son sus caracteres específicos los que llevan la acción a un final degradado. En principio sus atributos no están marcados negativamente pero con el rechazo divino aparecen estos elementos degradados en su comportamiento. Y es precisamente aquí cuando empiezan a hacer su aparición los personajes alegóricos, de Envidia primero y Culpa después, como una manera de escenificar el proceso psicológico de Caín y sus aspectos. La Envidia, por otra parte, se adscribe al espacio maligno al revelarse, una vez consumado el crimen (pág. 162-3, vv. 356-75) como el brazo derecho de Lucifer.

El auto se apoya en una división interna en escenas marcadas por la estructura de acotaciones de entradas y salidas (tanto del sistema acotado como de las que se desprenden del diálogo de los personajes) lo que nos permite distinguir momentos delimitados. Se establecen así once escenas. La ocupación de actores por escena no es alta: 2,36, existiendo tres escenas monologales: la de Caín al contemplar que el fuego ha descendido simplemente sobre el presente de Abel (pág. 154, vv. 106-115), la de la Envidia mostrando -131- su regocijo por haber conseguido mover a Caín al crimen (pág. 156, vv. 161-70) y finalmente el largo parlamento de la Muerte (pág. 163-6, vv. 384-453), enseñoreada ya del mundo.

Las acotaciones y las instrucciones implícitas son abundantes, con predominio -aunque no excesivo- del sistema no acotado. Van referidas sobre todo a las entradas y salidas de los personajes en escena, a elementos escenográficos (como veremos luego), sólo una hace referencia a vestuario, indicando que la Culpa va «en abitto de villano» (pág. 158), aunque es de suponer que dada su condición Caín y Abel irían vestidos de campesino y pastor, respectivamente. Se especifica también que Abel tenía «rrubias melenas» (pág. 160, v. 272). Encontramos asimismo dos alusiones al traslado de los personajes en escena (pág. 152, v. 66: «pasemos esta sierra», y pág. 153, v. 77: «pasemos aquestas breñas»; pág. 160, v. 176: «o qual juega al esconder» indica que Caín está enterrando a su hermano) o a indicaciones de mímica o gestualidad (pág. 151, v. 39: «que llevas ay de tu mano»; pág. 162, v. 328: «yo te porné una señal»; pág. 163, v. 361: «abraçame», en la escena VI, pág. 156-8, vv. 171-235, Abel hace alusión a su «dolor» -v. 172- y a la «tristeza» de su hermano, v. 208...). Este alto índice de acotaciones e instrucciones revela que la obra no fue pensada para ser representada por actores profesionales, que, conocedores de su oficio, no necesitarían tanto de ellas.

El índice de versos por réplica es alto (7,47), lo que se traduce en una retención del ritmo y en una inmovilidad obligada del actor, que ha de recitar largas tiradas de versos. Ya hemos visto que existen algunas escenas monologales. Aparecen también algunos apartes implícitos: dos de Caín que expresa su rencor (pág. 156, vv. 179-80, y pág. 157, v. 209-10) mientras Abel le está confesando su amor, otro de la Culpa (pág. 160, vv. 176-80) que incluye una imprecación al auditorio: «¿Piensa que no le a(n) de ver / Dios, qu’es retto y justiciero?» Cabe mencionar también la oración de Abel en ofrenda del sacrificio (vv. 86-95).

En cuanto al escenario, no queda claro a partir de las acotaciones si existía un escenario múltiple vertical, con dos planos escénicos, uno para la tierra y otro para el cielo, con su montaje propio178, puesto que una de las acotaciones indica «baja el fuego -132- sobre el sacrificio de Abel, y no sobr’el de Cayn» (pág. 154), lo que permite pensar en la utilización de un mecanismo como el del araceli. En el plano de la tierra sí que queda claro que la acción se desarrolla en un único lugar, que representaría

un paisaje agreste por la mención a la «sierra», las «breñas» y las «peñas» (pág. 152, v. 66; pág. 153, vv. 75-9). La Envidia hace mención a una cueva (pág. 156, vv. 166-7) «yo me voy para la cueva / de Satán terrible y fiero»), que quizá -y en caso de no tratarse de una alusión metafórica- sería una entrada, a manera de cueva, destinada a las entradas y salidas de Envidia y Luzbel. También hay que suponer la utilización de un espacio subescénico, la sepultura (pág. 160, v. 285) ya que tanto Caín como la Culpa hablan de «enterrar» a Abel (pág. 159, vv. 262 y 264). Todo ello parece requerir la representación en un interior, en el marco de una iglesia o de la Catedral, dado el carácter de pieza del Corpus de la obra, con mayor probabilidad utilizando una especie de entarimado.

En cuanto al elemento de atrezzo, ya la loa menciona un arado (pág. 151, v. 30) con el que Caín asesina a Abel. Sabemos por los versos 42 y 43 que para el sacrificio era necesaria una cordera y unas espigas de trigo. Hay que tener en cuenta también el carro sobre el que hace su entrada triunfal la Muerte, y es posible pensar que alguna de las alusiones que ésta hace a su «sangriento arpon» «estandartes rreales» y «real corona» (vv. 392, 413, 449) tenga relación con elementos de atrezzo que formaban parte del carro o que, como en el caso del arpón y la corona, podría llevar la misma Muerte con carácter emblemático.

El auto necesitaba para la representación de sus once personajes, un mínimo de tres actores, si exceptuamos la escena final de la Muerte ya que en ésta la acotación indica: «Entra la Muerte en un carro con quatro que le tiran cantando» (pág. 163) sin más especificación. Y probablemente el actor que hacía de Abel debía estar también presente, ya que, en el parlamento, la Muerte dice que se lleva a su aposento a Abel (pág. 164, vv. 398-401). En este caso harían falta seis personajes para la última escena, y por tanto éste sería el número mínimo para la representación del auto.

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El canto juega un papel importante -seguramente acompañado con música- en la escena de la muerte que se abre y cierra con un romance construido sobre una adivinanza popular179. Caín y Abel después del sacrificio también cantan juntos un versso en latín que procede del libro de Salmos (CXV, 17).

La utilización de elementos cómicos en el auto es muy discreta, y corre exclusivamente a cargo del personaje de la Culpa que actúa como villano y utiliza el sayagués como medio de expresión, un sayagués, sin embargo, cuyas características no están explotadas al máximo180. Su papel, como vehículo de comicidad, se reduce a un comentario típico del personaje del «bobo» o «villano», que siempre está pensando en comer; por ello, al ver que Caín ha matado a su hermano exclama:

No frocaste golpe en vano al çagalejo loçano, pues la gana del comer le quitaste a praçer, por San! como con la mano

A partir de aquí la Culpa se convierte en la impertinente compañera de Caín, delatora ante Dios de su pecado, y que con sus comentarios burlones importunará repetidamente al protagonista.

En definitiva, toda la obra está orientada a rendir un servicio ideológico, el del adoctrinamiento cristiano. La acción y el conflicto son mínimos y se reducen a lo expuesto en la narración bíblica. Se establecen dos espacios ideológicos, el del Bien, y el del Mal. Abel se mueve en el primero, Caín en el segundo. Abel es el personaje pasivo en cuya boca se ponen siempre las alabanzas a -134- Dios y cuya bondad contrasta con la envidia de Caín, que es quien actúa, puesto que es él quien inicia el proceso de degradación. Planteando así las cosas, Ferruz podría haber acudido al recurso de un maniqueísmo fácil181, lo que de hecho no ocurre. En principio no sabemos si el sacrificio de Caín es peor que el de su hermano. Dios castiga la envidia de Caín pero desconocemos las causas que le mueven a la no aceptación de su sacrificio. Esto junto con las dudas, los recelos, los miedos de Caín, lo vuelve más humano a nuestros ojos. Pero es que, además, lo fundamental, al menos en el plano ideológico, no es el episodio de Caín y Abel sino las consecuencias que de él se extraen y que son expuestas en un largo parlamento de la Muerte en la escena final. Ferruz podía haberse limitado a la idea del pecado que supone la Envidia o el fratricidio, pero se eleva sobre estos detalles para hacernos observar que con la introducción de la Muerte se abre para todos la posibilidad de ser premiados o castigados según nuestras acciones, y hace especial hincapié en este «todos»:

«...no a de escapar un biviente, ni pobres ni enperadores...»

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y más adelante se detecta una idea de la que participaron los reformistas católicos, la preconización de la austeridad en las costumbres:

«Los que pensaren pecar con vanquetes y con vaños deleytes, viçios y daños los tengo de saltear en lo mejor de sus años.»

(pág. 159, vv. 256-260).

(pág. 164, vv. 406-7)

(Pág. 165, vv. 424-28)

En resumen, lo fundamental en el auto es, pues, el adoctrinamiento que revela la influencia de los ideales reformistas. En función de este adoctrinamiento se ha de entender la reducción de la acción al mínimo conflicto bíblico, y el espesor verbal, que se traduce a su vez en una falta de movilidad de los actores en escena. La obra no debió ser pensada para que la representaran actores profesionales dado el elevado número de acotaciones y la falta de economía en la relación personajes-actores, debida, sobre todo, a la escena apocalíptica final donde hay que contar con la intervención de cinco o seis (si Abel estaba presente) actores, aunque el resto del acto pudo fácilmente ser representado con tres. Debió estar dedicada a la festividad del Corpus, de gran arraigo y popularidad en Valencia, y con toda probabilidad pudo representarse en la Catedral de la ciudad, que disponía del mecanismo del araceli. Pero ¿qué tipo de auditorio asistió a esta representación? Hermenegildo182 habla de un tipo de auditorio popular basándose en la utilización del sayagués, sin darse cuenta que se trata de un convencionalismo teatral. Merimée basándose en el carácter laudatorio de la loa183 pensó en un auditorio de élite. De todas maneras estas alabanzas eran también convencionales en este tipo de introducciones. Además, hay que pensar que en muchos casos, el Cabildo veía su representación antes de que se efectuase ésta en la festividad del Corpus, y que una loa de este tipo servía sólo para ganar su favor. Por otra parte, nada se opone a la composición de un auditorio popular, habitual en la festividad del Corpus, junto a las altas jerarquías eclesiásticas de la ciudad, a las que quizá fuera dirigida especialmente la loa.

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En cuanto a elementos escenográficos y de atrezzo no podemos hablar de una obra de gran riqueza. La relativa aparatosidad se concentra en la escena apocalíptica de la Muerte sobre su carro. Aparte de ella, la sobriedad es lo que caracteriza nuestra pieza, sobriedad que se hace extensiva a la profusión de elementos cómicos, que si bien no han sido totalmente eliminados sí se han visto considerablemente disminuidos dentro de la tónica reformista de vuelta al objetivo puramente religioso de festividades y actos de culto. El auto se nos hace más comprensible a la luz de la trayectoria personal de Ferruz. Muchos elementos apuntan hacia el carácter erudito de la pieza, su perfecta composición, la correcta adecuación de los personajes alegóricos -Envidia, Culpa-, al personaje-protagonista como aspectos concretos de su psicología, la utilización de un latín sin adulterar en el «versso», no siempre corriente en estas piezas, la manipulación de una adivinanza popular corrigiéndola y adaptándola a la gravedad del tema... y esto se hace más inteligible conociendo las estrechas relaciones de Ferruz con la Universidad y con los círculos culturalistas de su época; por otra parte, la voluntad reformista (aunque ya moviéndose dentro de la ortodoxia radical Contrarreformista) que denota no sólo el intento de creación de un auto donde el elemento profano-cómico no juega un papel primordial, sino también la ideología que se desprende de él, prueba que Ferruz pudo verse impulsado para su composición por alguno de los prelados a los que estuvo íntimamente ligado y que participaron también de estas ideas. Aunque pensamos que no hay por qué atribuir al auto una fecha tan tardía como la de 1570 y, mucho menos, ligarlo a la influencia de Ribera. Cuando Ferruz volvió de su participación en la segunda etapa de Trento estaba ya perfectamente preparado para escribir un auto del tipo del que nos ocupa.

A Ferruz se debe la tentativa de un nuevo planteamiento para el desarrollo del teatro religioso; tentativa de inspiración culta. Su propuesta no cuajó. Será Timoneda

quien al dar a sus autos un carácter popularizante consiga atraerse el gusto de un público mayoritario.

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II.4. El teatro religioso de Joan Timoneda

Carmen García Santosjuanes

Los dramas religiosos de Joan Timoneda no han gozado, ciertamente -y en este sentido siguen la tónica de los juicios emitidos en torno a sus obras profanas-, de muchas alabanzas por parte de la crítica tradicional184, según opinión de la cual, el escritor valenciano se distingue, fundamentalmente, por su falta de originalidad en cuanto recoge materiales de diverso origen, limitándose a reelaborarlos y adaptarlos a su conveniencia.

Dicha acusación encuentra justificación en la misma manera con que Timoneda procedió a publicar sus autos. Si bien nadie ha puesto en duda su autoría respecto a las dos composiciones en catalán, no ocurre lo mismo con el resto de sus obras, cuya fórmula de presentación, ligeramente modificada en cada caso, reza de la siguiente manera: «nuevamente compuesta, añadida y mejorada». Estas palabras han sido consideradas por dicha crítica como la prueba definitiva de la falta de originalidad del autor valenciano, al atribuirse, él mismo, no la composición de las obras, sino únicamente ciertas adiciones y mejoras. No obstante, «nuevamente» compuesta no quiere decir re-compuesta, sino compuesta de nuevo, siendo esta fórmula una expresión clásica y tópica en el siglo XVI.

Sin embargo, no es la originalidad un problema que pretendamos solucionar en el presente artículo. Aquí el objetivo se centra en el intento de delimitar y explicar debidamente, con criterios puramente teatrales y no exclusivamente literarios, cuál fue el papel que desempeñó Timoneda en el proceso de formación del auto sacramental. Por otra parte, todo el teatro religioso del siglo XVI es obra tradicional, y sobre todo el del Corpus, que va haciéndose y re-haciéndose en el anonimato, salvo rarísimas excepciones -138- (Diego Sánchez de Badajoz, Jaime Ferruz, etc.). En este sentido, poco importa, pues, demostrar la originalidad del dramaturgo, ya que, como muy bien ha señalado Wardropper: «Mejorando obras ajenas es posible hacer una labor crítica y -en cierto sentido creadora- de mucho valor»185.

Vamos, pues, a abordar, en primer lugar, un estudio sobre la posible cronología de las obras del escritor valenciano, para pasar después a establecer una tipología de estas mismas obras. El resultado, al relacionar unos datos con otros, nos permitirá, por una parte, valorar con criterio histórico adecuado la labor emprendida por Timoneda y, por otra, configurarla como un proceso que va evolucionando hasta llegar a una formulación del auto específica y explícitamente sacramental.

I. Cronología

Desde que el Padre Olmedo186 publicara en 1917 el Ternario Espiritual187 de 1558, todas las hipótesis basadas en los Ternarios Sacramentales, impresos en 1575, han tenido que sufrir modificaciones sustanciales. El descubrimiento adelanta considerablemente la fecha en que Timoneda comenzaría su producción dramática religiosa, al mismo tiempo que invalida la idea de que fue a instancias de Juan de Ribera, arzobispo de Valencia desde 1569, que el autor valenciano se decidió a escribir sus autos para divulgar la política religiosa del prelado188.

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El Ternario Espiritual está dedicado al entonces arzobispo de Valencia, Francisco de Navarra, ante quien representó el Aucto de la Oveja Perdida en el Corpus de 1557189. El dato obliga a una nueva rectificación, esta vez respecto a la obra utilizada como fuente. Críticos e historiadores190 han señalado que la pieza de Timoneda no es más que una refundición de un texto contenido en el Códice de la Real Academia de la Historia, procedente del colegio de Villagarcía. Esta afirmación ha sido rebatida por el profesor Julià Martínez191, quien, con pruebas fehacientes, ha demostrado la procedencia del auto timonediano.

Es, pues, 1557, la más temprana fecha a la que podemos remontar con toda seguridad los autos que actualmente se conservan del autor valenciano, pero no su actividad dramática religiosa, como veremos más adelante. Para establecer una posible datación de los otros dos autos del Ternario, tenemos que recurrir al aventurado terreno de las hipótesis, pues no conocemos, hasta ahora, referencias explícitas sobre su representación o composición.

Sobre el Aucto de la Quinta Angustia, sabemos que resulta ser casi idéntico a otra pieza anónima del mismo título impresa en Burgos por Juan de Juan y Pedro de Valpuesta a la vez192. Gillet193 -140- trató las relaciones entre ambas, sugiriendo la paternidad de Timoneda respecto de la obra anónima, aunque ésta sea una cuestión imposible de determinar. Semejante opinión formulan Crawford194, Wardropper195 y Flecniakoska196.

Por otra parte, Julià Martínez197 señala la existencia en el Códice de Autos Viejos de un auto intitulado El Descendimiento de la Cruz que debió ser conocido por Timoneda, ya que el paralelismo entre su obra y la obra anónima queda patente en muchos detalles. De todas formas -señala- la obra de Timoneda gozó de mayor popularidad ya que en el Códice Llabrés aparece no sólo una copia suya, sino también un intento de traducción.

Aunque parece, pues, evidente que Timoneda se inspiró en la obra del Códice de Autos Viejos, ello no excluye la posibilidad de que fuera el autor de la versión de Burgos. Si esta hipótesis pudiera confirmarse, el Aucto de la Quinta Angustia sería el más antiguo de Timoneda. Algunos datos refuerzan esta idea: aparte de la popularidad antes señalada, sabemos que en Valencia este tema gozaba ya de una tradición dramática198, de la que, seguramente, Timoneda tendría referencias y que, en cierto modo, pudo utilizar. Por otra parte, también sabemos que había compuesto «autos de sagrada scriptura»199 antes de 1553, dato que explicaría las palabras -141- «añadido y

agora nuevamente copilado» de la Epístola contenida en el Ternario, así como las que figuran, de manera semejante, al frente de su versión. Pero es que, además de esto, el análisis temático y técnico del auto, del que trataremos en otro apartado, presenta una serie de características que lo diferencian de las otras obras y que sugieren datarlo, si no en 1552, al menos antes de 1557. La hipótesis, por tanto, no merece ser descartada.

Más difícil, en cambio, es proponer una fecha para el Aucto del Nascimiento. Flecniakoska200 al estudiar la transformación de la estructura del auto, deduce que por su extensión (501 versos) y métrica utilizada (verso de pie quebrado, mientras el resto de las obras aparecen en quintillas), es anterior a 1552.

Por otra parte, podemos sospechar que este auto es uno de aquellos que el autor escribiera antes de 1553. En este sentido, un dato más puede servirnos de ayuda. El introito es un paso dialogado, idéntico a una escena suelta de la Farsa llamada Rosalina, del mismo autor, contenida en la Turiana, obra que fue publicada como libro de conjunto en 1565, habiendo obtenido Timoneda licencia para imprimirla en 1563201. El profesor Diago apunta la posibilidad de que estas obras, publicadas previamente en pliegos sueltos, puedan identificarse con algunos de los textos compuestos antes de 1553. Lo que nosotros no podemos determinar, con seguridad, es si la escena de Rosalina fue utilizada posteriormente en el auto o si ocurrió lo contrario. Sea de una forma o de otra, lo más probable es que no mediaran muchos años entre auto y farsa, ya que este tipo de introito cómico no volverá a ser utilizado en ninguna de sus otras obras religiosas.

Para la fechación de las obras de los Ternarios Sacramentales202 impresos en Valencia en casa de Joan Navarro en 1575, existen datos más concretos. El mismo Timoneda nos aporta uno muy preciso en la Epístola dirigida a Juan de Ribera que encabeza -142- el Primer Ternario: afirma que las tres obras fueron representadas ante el arzobispo el año 1569203.

Sin embargo, Merimée204 no acepta este dato porque las alusiones contemporáneas que contiene el auto de La Iglesia contradicen esta afirmación, situándolo hacia 1573. Después data La Fuente de los Siete Sacramentos en 1570, basándose en referencias explícitas del autor205, y Los Desposorios de Cristo en 1572, por la alusión a la batalla de Lepanto. Para las tres restantes -El Castell de Emaús, La Oveja Perdida y Aucto de la Fée- da los años 1569, 1571 y 1574, sin precisar las obras. Para ello se basa en la aventurada posibilidad de que Timoneda hubiera representado un auto para cada uno de los años transcurridos desde 1569, fecha de la toma de posesión del arzobispado de Valencia por Juan de Ribera, hasta 1575, fecha en que publica los dos Ternarios.

Las rectificaciones pertinentes al Aucto de la Oveja ya las conocemos. En lo que concierne al Castell de Emaús, el Manual de Concells206 nos informa que ya en 1568 fue representada en el Corpus una roca sobre el «Castell de Emaus», a la vez que dispone que sea de nuevo representada en 1569. Es de suponer que se refiere a la obra de Timoneda, más aún cuando el mismo autor dice haberla representado en 1569 ante Ribera207. Por otra parte, es muy raro que Timoneda hiciera una afirmación falsa en una Epístola dirigida al arzobispo, quien, además, se hallaba entre los espectadores -143- de la representación. Igualmente, creemos que no debe descartarse la posibilidad de que el Aucto de la Iglesia se representara también en 1569 y que, a partir de 1573,

Timoneda lo escribiera de nuevo, actualizándolo con personajes y acontecimientos contemporáneos.

Sobre el Aucto de la Fée faltan datos referentes a su composición o representación. Se ha apuntado208 la posibilidad de que la Farsa del Sacramento llamada Premática del Pan del Códice de Autos Viejos -considerada como el molde originario de la del autor valenciano209- pudo escribirse con motivo de la pragmática de 1568, ofreciendo como fecha probable la de 1569, de manera que esta farsa podría haber sido aprovechada por Timoneda cuando el tema adquirió de nuevo actualidad, al confirmarse la pragmática, en 1571. El Aucto de la Féesería, pues, posterior a 1571.

II. Tipología de las obras

El análisis de la totalidad de los dramas religiosos impresos de Joan Timoneda hará evidente la consideración del conjunto como un proceso que elimina, a la vez que incorpora, distintos elementos a medida que se construye; sólo de este modo adquiere plena significación, en las últimas piezas, la modificación de elementos ya desarrollados en las obras que calificaremos de intermedias, así como el abandono de otros, contenidos en las obras primeras.

Teniendo esto en cuenta, es necesario efectuar una división previa entre aquellas obras desvinculadas por completo del tema eucarístico y que se inscriben en la tradición de las piezas pascuales y navideñas, (Aucto de la Quinta Angustia y Aucto del Nascimiento), y aquellas otras adaptadas, específicamente, a la liturgia del Corpus, con la inclusión, más o menos desarrollada, de la exaltación al Sacramento.

Esta división no obedece, por supuesto, sólo a factores temáticos y cronológicos -aunque tampoco es una casualidad, como veremos, que ambos aparezcan unidos-. Como obras religiosas que son, todas están sujetas a los mismos presupuestos, si bien no -144- a las mismas circunstancias, razón por la cual las obras del segundo apartado constituirán un ejemplo claro de la nueva situación religiosa e ideológica de la segunda mitad del siglo XVI. Los espectáculos teatrales contemporáneos al autor valenciano no se adecuaban a las intenciones religiosas de la Reforma. Sobraba tradicionalismo en muchos de sus enfoques ideológicos, y sobraban, igualmente, elementos populares y festivos considerados, desde siempre, como irrespetuosos por las jerarquías eclesiásticas. La Iglesia, con el Concilio de Trento por delante, estaba determinada a poner fin a cualquier irreverencia en un intento de retomar la dirección de las representaciones religiosas, orientándolas, claro está, al espíritu devoto que las había motivado.

La situación requería, por tanto, un programa teatral que apuntara hacia la renovación del género, tanto a nivel ideológico como estructural.

En este contexto, Timoneda se nos revelará como un autor capaz de asumir los postulados ideológicos de la Reforma Católica a través de su práctica dramática religiosa, evidenciando, al mismo tiempo, la ya inminente separación del hecho teatral como espectáculo populista, por un lado, y como espectáculo específicamente religioso,

por otro, lo que conlleva una serie de innovaciones técnicas que orientan sus dramas religiosos hacia los presupuestos qué, con Calderón de la Barca, llegarán a ser definitivos.

No obstante, no todas las obras propiamente sacramentales conforman un tratamiento homogéneo del hecho teatral. Como portadoras de ese germen de renovación, unas están más cerca de los viejos esquemas, mientras que otras rozan ya la plenitud del auto sacramental. Por ello, antes de abordar el análisis de la técnica dramática y su significación ideológica, creemos que sería conveniente distinguir tres grupos diferenciados significativamente a lo largo de su producción. El primero estaría compuesto por las dos obras, ya citadas, de Pascua y Navidad, con un enfoque particularmente tradicional del género. El segundo grupo comprendería aquellas obras (La Oveja Perdida, El Aucto de la Fée, El Castell de Emaús), que, aunque muestran claramente la orientación que el autor acabará imprimiendo a su dramaturgia, todavía están ligadas, de alguna manera, a la fórmula de las viejas farsas religiosas. Finalmente, el tercer bloque agruparía aquellas obras que responden, de lleno, a la utilización del espectáculo teatral como vía de explicación de la ortodoxia ideológico-religiosa reformista (La Iglesia, La Fuente de los Siete Sacramentos y Los Desposorios de Cristo).

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Las razones que nos han llevado a hacer esta triple clasificación quedarán justificadas con la simple exposición del proceso evolutivo de la técnica dramática y, sobre todo, de la ideología que ésta determina.

II.1. Sobre el Aucto de la Quinta Angustia y el Aucto del Nascimiento

La mayoría de las obras religiosas tendieron a asociarse, hacia la segunda mitad del siglo XVI, con la festividad del Corpus más que con los ciclos de Pascua y Navidad, llegando estas últimas a desaparecer casi por completo210. Por ello, aunque las dos obras que nos ocupan difieran enormemente entre sí y deban ser analizadas por separado, hemos creído conveniente incluirlas en el mismo grupo con objeto de subrayar la continuidad de las estructuras y formas tradicionales del teatro religioso que ambas presentan. Este tradicionalismo se hace evidente, sobre todo, en la fractura temática existente entre éstas y el resto de las piezas religiosas de Timoneda. Sirvan, pues, como punto de arranque para el estudio de toda su producción.

En el Aucto de la Quinta Angustia el núcleo escénico de la representación no descansa sobre la intriga, ya que la configuración estructural de la pieza se basa en un intento de honrar el cuerpo de Cristo, cosa lograda al final de la acción, sin que para ello medie ningún obstáculo que genere tensión dramática. El poder dramático reside, pues, en la disposición de los elementos teatrales que convierten al texto en un proyecto de espectáculo capaz de ilustrar una historia extraída del Nuevo Testamento211.

Sin embargo, este proyecto requiere una técnica teatral con unas características que alejan enormemente la pieza que nos ocupa del resto: elevado número de personajes (13), una tercera parte -146- de los cuales son comparsas mudos. Es teatro puro de la palabra, con una densidad alta de versos por réplica (7,36), largos parlamentos narrativos y descriptivos de sentimientos, expresiones de tipo emocional: cantos,

lamentos, adoraciones que conforman una obra eminentemente estática. Las acotaciones escénicas se refieren principalmente a la mímica de los actores -cosa que nos lleva a pensar en la falta de profesionalidad de los mismos- y una sola hace referencia a un cambio de espacio («Aquí lo llevan al sepulcro cantando In exitu Israel de Egypto»). El escenario es bastante complejo212: debió representarse mediante una subdivisión en horizontal, ya que la acción requería tres montajes simultáneos (el Palacio de Pilato, el Calvario y el Sepulcro) con una escenografía particular para cada espacio escénico, de manera que éstos remitieran a la realidad geográfica y simbólica concreta que representaban. El movimiento de los actores de un lugar a otro se deduce -excepto en la ocasión señalada- a través del diálogo, que también nos informa de la existencia de un «camino» o zona neutral que enlazaría los tres espacios, cuya distancia sería simulada por los actores, ya sea mediante conversaciones, ya sea mediante cantos. Igualmente, es la palabra la que nos informa del decorado así como de los abundantes elementos de atrezzo y vestuario, que debía ser rico y, sobre todo, muy variado.

Los cantos juegan un papel muy importante en el transcurso de la representación: uno de ellos inicia la acción en el Calvario y el otro acompaña al cortejo fúnebre camino del Sepulcro. Este último es el salmo litúrgico «In exitu Israel de Egypto» y es probable que se cantara entero con objeto de simular la distancia entre el Calvario y el Sepulcro, al mismo tiempo que subraya el carácter ceremonial de la acción. La pieza se despide con un villancico.

Todos estos elementos que hemos ido enumerando evidencian las fuertes resonancias litúrgicas que todavía posee esta pieza, hecho que nos lleva a considerarla como muy cercana al tipo de teatro tradicional que venía representándose en Valencia, los misteris, ya que, como éstos, resalta más el aspecto ceremonial y espectacular que el propiamente religioso-dogmático. Cuando Timoneda se dé cuenta de su poca adaptabilidad a las exigencias de la época, provocará un giro radical en su teatro: ya no se trata de parafrasear, ilustrándolo escénicamente, un pasaje de la Biblia, -147- sino que es necesario que el argumento se convierta en la exposición de un misterio dogmático, que es lo que cobra relevancia en la segunda mitad de siglo, de modo que el aspecto puramente teatral se subordina al adoctrinamiento religioso.

El Aucto del Nascimiento se inscribe en la tradición de las representaciones pastoril-navideñas. No se trata de una escenificación, más o menos rudimentaria, del Nacimiento, sino de una disertación sobre el Misterio de la Encarnación, incidiendo especialmente en el tema de la virginidad de María, hasta el punto de que éste llega a constituir el motivo principal de la pieza.

La mínima acción que desarrolla no genera conflicto dramático y la técnica dramática configura un espectáculo muy sencillo: bajo número de personajes (4), que se incorporan progresivamente a escena; alta densidad de la palabra (5,26) con una escena monologada a modo de introducción del tema y largos parlamentos explicativos de la doctrina. Estructura basada en escenas articuladas al conjunto. Escenario unitario y pobre que incluye, al final de la representación, el Nacimiento. Éste, seguramente, estaría situado a un lado del escenario, oculto por una cortina que sería descorrida a la llegada de los pastores213. Por la canción que sigue al final de la obra, el aparato debía incluir, al menos, las imágenes de la Virgen y el Niño y, probablemente, la de San José.

La obra contiene, sin embargo, algunas particularidades que conviene subrayar. La primera de ellas ya ha sido apuntada: la secundaria atención a los hechos propios de la historia navideña; la segunda nos la avisa el «auctor» al final del introito: el coloquio «tiene a mi sentir / muy poquito que reyr / y muy mucho que notar». Para comprender el sentido exacto de estas palabras hemos de recordar que la estructura de explicación doctrinal en los dramas religiosos, y entre ellos los navideños, para ser funcional y amena, se había visto obligada a crear al «bobo», representante de la ignorancia popular, necesario para que existiera el teólogo sabio. Sólo que el «bobo» debía ser ridículo y grotesco para que la doctrina entrara por el lado cómico; es decir, del mismo adoctrinamiento nacía la necesidad del elemento cómico. Tal es el caso, por ejemplo, de las escenas navideñas de la Vita Christi de Fray Iñigo de Mendoza, en donde, al mismo tiempo que el auditorio se divierte con las tonterías del pastor cómico, es testigo de su conversión, con lo que se lleva a cabo la función moral que persigue la -148- pieza; o el caso, mucho más evolucionado, de las obras de Diego Sánchez de Badajoz en las cuales el autor moraliza, a la vez que divierte, al exponer, ante el espectador, al «bobo» con una serie de defectos que lo muestran como lo contrario de una figura ejemplar, o al poner en boca del mismo, ciertos comentarios teológicos que podrían parecer irreverentes, pero que por la misma naturaleza del personaje, resultan inofensivos y, por tanto, hacen reír214.

Timoneda va a romper, de alguna manera, con esta fórmula ya estandarizada en la tradición del género. El pastor bobo, ridículo y, la mayoría de las veces, irrespetuoso, será eliminado del cuerpo de la obra, y las preguntas que ahora plantee desde su «flaco entendimiento» no supondrán irreverencia ninguna. La ruptura, no obstante, está lejos de consolidarse. Si bien el elemento cómico se ha extraído del cuerpo central de la pieza, ha sido para localizarlo en el introito, cuya extensión en el interior del conjunto es interesante subrayar: 308 versos de un total de 810. Dicho introito no es más que un paso dialogado entre el autor y Penca Rucia, un simple con todos los atributos habituales: ignorancia extrema, uso del sayagués y el latín macarrónico, referencias eróticas, ataques al clero, etc.215.

Por otra parte, los argumentos explicitados en la obra propiamente dicha no alcanzan, todavía, la precisión teológica de los otros dramas. Reproduce, incluso, tópicos en contra de la mujer (v.v. 609-611: «porque, si ella pena en parto, / también pena el hombre harto, / en complirle sus desseos», la llama «mal necesario», etc.), todo ello con objeto de resaltar la figura de la Virgen, al mismo tiempo que introduce canciones de carácter popular para amenizar el coloquio.

La pieza, pues, se aleja un poco de la codificación del género, anunciando, muy veladamente, la orientación técnica de las obras posteriores. No obstante, esta exposición didáctica sobre el misterio de la Natividad, apenas deja presentir lo que serán los autos sacramentales de los Ternarios, que utilizarán una técnica semejante, pero esta vez aplicada a la exaltación del Sacramento eucarístico.

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II.2. El Aucto de la Oveja Perdida (O. P.), el Aucto de la Fée (A. F.) y el Aucto del Castell de Emaús (C. E.): hacia una reformulación del teatro religioso

Las tres obras reproducen, a nivel general, un mismo tipo de configuración estructural basada en un deseo inicial (mantener el orden divino) que, configurando una macrosecuencia, ha de enfrentarse a un único obstáculo (intervención explícita del representante del Mal en el caso de O. P. y en A. F., y la falta de fe en el caso de C. E.) para alcanzar su solución final.

La técnica dramática dibuja en los tres casos un espectáculo sencillo: bajo número de personajes (5 en O. P. y A. F., 9 en C. E.) que podían ser representados por cuatro o cinco actores; estructura basada en escenas con una articulación deficiente (excepto en A. F., obra en que todas están articuladas al conjunto en aras de un desarrollo progresivo y lógico de la acción). Es teatro puro de la palabra con un número elevado de versos por réplica (O. P.: 6,2, A. F.: 8,72), que disminuye considerablemente en C. E. (2,97) debido a la presencia de una escena cómica en donde el diálogo se agiliza con réplicas y contrarréplicas breves (1,7); escenas monologadas, normalmente con función introductoria al tema o temas de la obra, y un claro predominio del diálogo así como de largos parlamentos explicativos, por motivos didácticos. La movilidad escénica del actor es casi nula, actuando siempre como mero apoyo de la palabra -caso aparte es el paso cómico de C. E., en donde el movimiento del actor, junto a una elaborada comicidad, adquieren gran relieve. El escenario es unitario en los tres casos, pues aunque C. E. juegue con un doble espacio, (interior: posada, y exterior: camino), la distancia entre uno y otro podía ser simulada por los actores a través de la conversación. Escenografía pobre, con unas exigencias más concretas en C. E. (el espacio interior aparece detallado con móviles y sencillos accesorios: mesas, sillas, manteles, cuchillos, pan, fruta...). El atrezzo de las otras dos piezas resulta menos abundante y en su mayoría de carácter simbólico (pan, agua, zurrón pastoril, llaves, espada, peso...). En las tres piezas se hace una utilización sobria de los efectos especiales, reduciéndose éstos a una canción como despedida del auto.

Ésta es, en líneas generales, la técnica dramática utilizada en las tres obras. A partir de los datos aportados, observamos diferencias sensibles entre O. P. y A. F. con respecto a C. E., diferencias que se acentúan mucho más en el nivel de la significación ideológica concreta que la técnica dramática comporta en -150- cada caso. Pero veamos, primero, cuál es esta significación en cada obra.

Respecto al Aucto de la Oveja Perdida, un primer aspecto que conviene considerar es el hecho de que Timoneda haya conservado la imagen de la oveja, tal como aparece en la parábola, en vez de corporalizarla en un pecador concreto. Esto ha dado ocasión a algunos críticos216 para señalar la inmadurez teatral del autor valenciano dado que, procediendo de esta manera, difícilmente se podía mantener la intriga a lo largo de toda la pieza. Pero, ¿se trata, realmente, de un fallo dramático o, por el contrario, se ha querido proceder así con objeto de resaltar una intención concreta? Si consideramos la significación ideológica que genera la obra, quedarán claras las razones que el autor tuvo para mantener en la abstracción el tema del pecador extraviado, más aún si consideramos que en el Aucto de la Fée el pecador se concretiza, convirtiéndose ahora en el elemento primario necesario para la generación de la intriga. Una comparación entre ambas obras evidenciaría hasta qué punto Timoneda es consciente de la significación ideológica de sus obras. Y es que la misma estructura externa de O. P. viene a corroborar nuestra idea: la escena VI supone una ruptura -151- en el desarrollo de la acción, sin llegar a constituirse como catálisis; si tenemos en cuenta su extensión (344 versos de un total de 872) y su función como cuerpo doctrinario de la

pieza, comprenderemos que la intención del autor no era otra que hacer recaer toda la atención del auditorio sobre ella, actuando el resto de las escenas como una ejemplificación práctica de lo que aquí se está exponiendo. Y es que el contenido de esta escena central no tiene desperdicio: utilizando la fórmula del «adoctrinador» sabio -el mismísimo Cristo- y el «ignorante» -Pedro-, expone la función pastoral redentora de Cristo de modo que el tema de la instauración del Pontificado en Pedro brota del mismo diálogo, lógica y coherentemente. Pedro ha de continuar dicha labor en cuanto que es cabeza visible de Dios en la tierra, y su poder y autoridad son incuestionables, pues ambos atributos le han sido concedidos directamente por Dios:

«La oveja que tu metieres la daré yo por metida pues t’he dado los poderes; la que echar fuera quisieres yo la doy por despedida.»

Para llevar a cabo esta labor, cuenta con los instrumentos necesarios, los Sacramentos, que debe administrar con suma bondad, ya que Cristo fue capaz de entregar su vida por su rebaño. Por ello, la introducción de temas como el pecado original o la redención tampoco es gratuita sino que obedece a una intención específica: reforzar la institución papal, en el sentido de que ésta actúa siguiendo el ejemplo de Cristo.

La ideología del texto trasciende, pues, la de la simple parábola; el autor mantiene en la abstracción al pecador, pero concreta doblemente la figura del Buen Pastor: Cristo y el Papa. Al final de la obra será Pedro quien administre a la oveja descarriada los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía, enlazando los dos niveles de significación.

Los presupuestos ideológicos que rigen el auto, revelan la absoluta adhesión del dramaturgo valenciano a los principios de la Reforma Católica y, concretamente, de la Contrarreforma217: el -152- tema del Pontificado era, en aquellos momentos, uno de los puntos más controvertidos del dogma católico; incluso no faltan alusiones concretas a los herejes (v.v. 709-710: «Guardate de las consejas / si son de falsos pastores»), ni tampoco alusiones a la relajación del clero (v.v. 724-743) recordándole sus deberes (v.v. 684-5: «Quiero yo que mis pastores / anden de contino en el hato»).

Sin embargo, algo se le escapa todavía a Timoneda para completar la fórmula que persigue: nos referimos al tratamiento dado a Pedro como personaje portador de comicidad. Recuerda, en algunos aspectos, la figura del simple, típica de las viejas farsas religiosas: estructura mental muy pegada a la tierra frente a los elevados pensamientos de Cristo, comilón, ignorancia asumida para desempeñar cargos importantes, etc. Estos rasgos están poco elaborados y no suponen irreverencia ninguna ya que funcionan integrados en la intención ideológica de la obra; no obstante, este tratamiento, que roza apenas la irrespetuosidad, es impensable para un personaje que representa la máxima autoridad católica, en fechas posteriores, no ya respecto a 1557,

año de la primera representación, sino también respecto a 1575, año en que se volvió a imprimir esta obra sin introducir modificaciones sustanciales218.

En el Aucto de la Fée, el tema del pecador adquiere la concreción que le faltaba en la pieza anterior y, como consecuencia de ello el tema del libre albedrío será mejor expresado. Pero lo realmente interesante en esta obra es la introducción de un elemento de poder como recurso definitivo para conseguir la participación simbólica de Hombre en la nueva pragmática. La utilización previa de una serie de medios dialécticos (exposición del dogma eucarístico) se revela insuficiente, ya que Hombre opta por el camino del mal, infringiendo la ley divina. De ahí surge la necesidad de administrar justicia: Mundo y Hombre han de ser castigados, sólo que para el representante de Satán el castigo es irreversible, mientras -153- que a Hombre se le brinda la posibilidad del perdón, si se arrepiente.

Interesante es, también, la simple utilización del elemento alegórico como medio de sintetizar las cualidades de cada personaje. La relación entre el personaje alegórico y el concepto que representa no implicaría un esfuerzo especial para su comprensión. La exaltación de la Eucaristía aparece como marco de toda la obra: la nueva pragmática no es otra cosa que el Santísimo Sacramento, finalmente administrado a Hombre como premio a su arrepentimiento.

En relación con lo que acabamos de decir, actúa la breve comicidad de «Hombre», calificado como «simple»: utiliza el sayagués y expresiones vulgares, está hambriento y hace críticas sobre los fraudes de los panaderos. La Fe lo califica reiteradamente de «ignorante» y «torpe», atributos que reflejan en este caso un defecto espiritual, ya que la opción del pan de Mundo no es inocente, sino interesada (no exige ningún sacrificio, y el de Fe, sí). De este modo, enlaza la comicidad con la intención adoctrinante, pero al no describir el proceso interior por el que el pecador decide retornar al buen camino, el arrepentimiento aparece también como un acto de interés, de tal manera que lo único que se resalta es la existencia de una amenaza superior como móvil de la actuación del personaje, factor que remite, en última instancia, a la negación de la libertad individual.

El Aucto o Misteri del Castell de Emaús presenta, en su misma estructura externa, la existencia de elementos contradictorios que conviene subrayar: un paso cómico adaptado del de Las aceitunas, de Lope de Rueda (escena primera), una historia extraída del capítulo 24 del Evangelio de San Lucas (aparición de Cristo a dos de sus discípulos cuando iban camino de Emaús, desarrollada en las tres escenas siguientes) y, finalmente, una disertación teológica sobre el misterio de la transubstanciación y la consiguiente exaltación de la Eucaristía (dos escenas finales).

El sentido ideológico global del texto se genera, precisamente, a partir de una oposición: los discípulos han necesitado ver para creer en la resurrección de Cristo, mientras que las dos escenas finales presuponen justamente lo contrario: no es necesario «ver» para creer que Dios está presente en el Santísimo Sacramento.

Por otra parte, la comicidad, a diferencia de las obras anteriores, no aparece integrada en la intención teológica, sino que, por el contrario, llega a ser tan importante que cristaliza en una escena -154- autónoma219. Sus personajes incorporados accidentalmente en el contexto de la obra, actúan como contrapunto cómico de la situación seria que se desarrolla entre Cristo y los discípulos: se burlan de la cara de

pesadumbre de los huéspedes, el «bobo» teme que éstos acaben con todas las existencias, etc. Sin duda, la carcajada brotaba de la boca del espectador ante tales apreciaciones, acompañadas, además, de riñas entre padre e hijo, carreras y otras manifestaciones ruidosas.

El tono cambia radicalmente en la última parte. Aquí Timoneda repite la fórmula del adoctrinador «sabio» frente al «ignorante» a quien se ha de adoctrinar. Las preguntas simples de Desig Humà no generan comicidad, sino que, además de propiciar la exposición del dogma, se limitan a suscitar un sentimiento de superioridad halagadora en el espectador.

Teniendo en cuenta todos estos datos, dos preguntas se nos plantean de inmediato: ¿por qué Timoneda compuso una obra con tantos contrastes? y, sobre todo, ¿por qué reduce la comicidad a la primera parte de la obra?

Intentando responder a la primera cuestión, observamos que si se prescinde de la disertación final, la pieza no sería más que la escenificación de un episodio bíblico de manera semejante al Aucto de la Quinta Angustia, aunque sin su espectacularidad. Pero es que, además, este episodio contaba tras sus espaldas con una larga tradición proveniente, por una evolución considerable, del tropo litúrgico220. Es, quizá, por el peso de esta misma tradición por lo que la comicidad aparece en esta parte, de acuerdo con la evolución de este tipo de espectáculos que, como sabemos, habían ido incorporando elementos profanos en su interior en un intento de satisfacer una demanda popular cada vez más apremiante.

-155-

Timoneda debió intuir que este teatro no respondía a las nuevas exigencias religiosas de la época y por ello no sólo adaptó la historia bíblica al sentido eucarístico (Cristo se da a conocer en el momento de cortar el «pan», elemento simbólico que remite al Sacramento), sino que continuó la obra con la explicación del misterio de la transubstanciación. Los católicos reformistas reivindicaban la seriedad en las representaciones del Corpus de manera que éstas sirvieran para la instrucción de los fieles en el dogma eucarístico. Timoneda responde a esta petición haciendo transcurrir la parte final en la más completa ortodoxia. Las escenas anteriores funcionarían como una introducción preparatoria del espectador, disponiéndolo a recibir mejor la parte doctrinal de la pieza que más interesaba.

Tras el análisis ideológico de las tres piezas, podemos señalar que existen diferencias esenciales entre O. P. y A. F., por una parte, y C. E., por otra, en cuanto a la estructuración de la materia dramática y la significación ideológica que comporta, aunque también existen puntos de contacto que nosotros hemos basado en el manifiesto intento, por parte de las tres, de proponer una nueva solución teatral. Es decir, O. P., A. F. y C. E. tienen en común el hecho de haber organizado el material dramático de manera que sirviera a los intereses religiosos de la época. En este sentido, O. P. y A. F. apuntan hacia formas más renovadoras en cuanto que presentan elementos importantes de disolución de los viejos esquemas: -en primer lugar, su objetivo central no es, ya, divertir, a la vez que moralizar, al pueblo, sino que, primordialmente, pretenden instruirlo en los misterios dogmáticos de la Iglesia Católica. En segundo lugar, la escasa comicidad que poseen está totalmente integrada en esa intención adoctrinante sin llegar,

en ningún momento, a herir la sensibilidad de los sectores más rígidos de la Iglesia. No existen comentarios irreverentes sobre la materia teológica que se está exponiendo, sino que tan sólo surge la risa en A. F., por ejemplo, al contemplar los defectos espirituales del «simple», defectos que el espectador debe evitar para no caer en pecado, ya que sería severamente castigado por Dios.

No ocurre lo mismo con C. E., que se nos revela como una obra llena de contradicciones: por una parte, las resonancias litúrgicas, muy fuertes todavía, nos llevan a relacionarla con espectáculos religiosos tradicionales como eran los misteris o los autos de Pascua, ya que las representaciones del Corpus no tenían tras sí esa larga tradición litúrgica. Sin embargo, este enfoque tradicional es transgredido, a la vez que superado, al convertir la exposición -156- del dogma eucarístico en el argumento de la última parte de la pieza. Por otra parte, su elaborada comicidad la sitúa a mitad de camino entre el teatro religioso cargado de elementos profanos y lo que será el auto sacramental como género serio y específicamente religioso.

Son, pues, estos puntos de divergencia entre C. E. y O. P.- A. F. los que constatan, por sí mismos, el deseo de re-formular el teatro religioso por parte del autor valenciano, en aras de una mejor expresión de los presupuestos reformistas. El nuevo esquema sólo será consolidado con las obras del tercer bloque, que suponen la solución correcta que buscaba Timoneda una vez eliminados aquellos puntos débiles que todavía se atisban en O. P. y A. F.

II.3. El Aucto de la Iglesia (A. I.),La Fuente de los Siete Sacramentos (F. S. S.) y Los Desposorios de Cristo (D. C.): una propuesta acabada

Plantean el mismo tipo de configuración estructural de las obras calificadas como intermedias, si bien teniendo en cuenta que F. S. S. permite el desdoblamiento de la acción en dos esferas de personajes.

El Aucto de la Iglesia es la única obra en la que Timoneda dirige un ataque abierto contra la herejía protestante. El esquema conflictivo se plantea a partir de la necesidad de restablecer el orden mediante la reconversión de los cristianos rebeldes. La oposición del enemigo es fuerte, pero Iglesia cuenta con instrumentos infalibles para su defensa: por una parte, los representantes del poder terrenal (el Papa y Felipe II), y, por otra, sus propios principios doctrinales (expuestos por San Agustín y Santo Tomás). La actuación de los poderes terrenales se revela insuficiente pasando, a continuación, a exponer el dogma fundamentado en la escolástica. El éxito está asegurado ya que los representantes católicos están en posesión de la Verdad. Por tanto, remiten al Bien. Desde este presupuesto, cualquier réplica de la parte contraria, ha de estar fundamentada en lo falso -remite, pues, al Mal- de tal modo que en un enfrentamiento dialéctico de ambas partes se demuestra la superioridad aplastante de la Iglesia Católica. Si los herejes se avinieran a razones, no tendrían otra alternativa que subordinarse de nuevo a sus preceptos, tal como hacen Llibertat y Opinió. El elemento eucarístico se introduce en los versos finales aprovechando la exposición de los deberes del buen cristiano.

-157-

En La Fuente de los Siete Sacramentos, la exposición del dogma eucarístico se ha convertido en argumento. La acción parte, en la esfera de San Joan, de un deseo de

cumplir la orden divina (guardar la fuente sacramental) mientras, paralelamente, en la esfera de Entendimiento y Sossiego tiene lugar una búsqueda del Sacramento. Sin embargo, ambos personajes no reúnen los requisitos indispensables para conseguirlo. Un posible conflicto se vislumbra entre las dos fuerzas antagónicas que operan en la obra: de un lado la Fe -representada por San Joan-, y de otro, la Razón o falta de fe -representada por Entendimiento y Sossiego-, conflicto que no llega a producirse dada la buena disposición de los antagonistas. San Joan procede a prestarles ayuda con objeto de transmitirles la fe que necesitan, utilizando, como medio, la explicación del misterio de la transubstanciación, explicación que será aceptada sin reservas; al convencimiento de ambos, le sucede la obtención de su deseo, es decir, del Sacramento eucarístico221.

Los Desposorios de Cristo escenifican la parábola del matrimonio del hijo del rey según el Evangelio de San Mateo. El esquema conflictivo nos sitúa primero en la esfera de Naturaleza Humana: Deseo de normalizar la situación - utilización de medios (petición de ayuda a Vida Contemplativa y demostración de arrepentimiento y humildad) - deseo conseguido. Esta macrosecuencia surge de la transgresión cometida por Naturaleza Humana, historia que este personaje nos cuenta al iniciarse la obra (escena I). A partir de este momento, la acción se traslada a la esfera de Dios-Rey, quien, tras el arrepentimiento de Naturaleza Humana, determina otorgar el perdón a través de la boda de Cristo, su hijo, con la humanidad. El esquema en la esfera de Dios, no conoce obstáculos dada su omnipotencia.

-158-

El sentido ideológico inmediato del texto es el de la parábola evangélica: resaltar la bondad de Dios. Con objeto de enfatizarlo, integrarán en la trama la representación simbólica de la Pasión y Muerte de Cristo en el transcurso del banquete, actuando como colofón final, la inclusión del elemento eucarístico, prueba máxima y definitiva de la bondad infinita de Dios, tal como indica la canción que cierra el auto: «¡Oh boda amorosa, / donde el desposado / tanto amó su esposa, / que se dio en bocado».

La técnica teatral presupone un programa de puesta en escena sencillo en A. I., que llega a alcanzar una simplicidad extrema en F. S. S., mientras que en D. C. requiere una elaboración más rica.

Atendiendo a las dos primeras, éstas presentan un reducido número de personajes (ocho en A. I., cuya estructura ofrece la particularidad de que seis de ellos actúan siempre por parejas, y cuatro en F. S. S., pudiendo ser representados por siete y tres actores respectivamente). Estructura basada en escenas con una articulación mucho más elaborada que en las obras llamadas intermedias, llegando en F. S. S. a un equilibrio perfecto entre la segmentación interna y estructura externa (aquí, la escena I funciona como un doble introito, la II y la III plantean, respectivamente, la situación inicial de la que parte cada esfera de acción, y la IV, con más de 400 versos, contiene el desarrollo y la solución del conflicto). Ambas son teatro puro de la palabra con más de cinco versos por réplica, y largos parlamentos explicativos, factores que revelan que nos hallamos ante obras eminentemente estáticas, con una movilidad escénica casi nula por parte del actor. Escenario unitario y pobre sin ningún elemento escenográfico (sólo una fuente en F. S. S.) y un atrezzo casi inexistente.

Los Desposorios de Cristo presenta un mayor número de personajes (11), cuya presencia en escena requiere la existencia de 11 actores. Las escenas aparecen organizadas en torno a unidades mayores, o cuadros débiles, uno de los cuales requiere elementos escenográficos concretos. El trasvase de un cuadro a otro se efectúa a través de tres breves escenas monologadas, independientes entre sí. La palabra tiene igual tratamiento que en el resto de los dramas, siendo su densidad de 5,26 versos por réplica; monólogos y extensos parlamentos que desempeñan distintas funciones: unas veces son introducción explicativa a hechos pasados o explicación de las intenciones de un personaje, otras expresan una sustitución de la acción, y, en su mayoría, responden a la intención adoctrinante de la obra. La movilidad del actor se concentra en los preparativos y celebración del banquete, siendo en este último caso, cuidadosamente -159- acotada por el texto («Quitan la fruta», «Traen a plato cubierto...», etc.). Aunque el texto sugiera la existencia, al menos, de dos espacios (interior y exterior), el escenario debió ser unitario, contando con un abundante atrezzo (mesas, sillas, manteles, etc., junto con otros objetos de carácter simbólico: anillo, collar, soga, azotes, corona de espinas, cruz, escalera, etc.), y confiriendo parte de la significación del espectáculo al vestuario: algunas acotaciones del mismo cumplen la función de suplir un decorado: así, por ejemplo, el disfraz de «Mayordomo» de Testo Viejo, y el de «Maestresala» de Testo Nuevo en la celebración del banquete, suplen la existencia de una sala habilitada para la celebración del mismo. Otras veces, será el actor el portador de marcas escenográficas: así, por ejemplo, el diálogo nos informa que Testo Viejo es un «viejo», lo que supone la presencia de una barba, y del mismo modo, Dios-Padre «que es el Rey» portaría unas marcas de maquillaje y vestuario que lo diferenciarían del resto de los personajes. Las acotaciones son más numerosas que en obras anteriores, resaltando aquellas que tienen la finalidad de dirigir a los actores en escena y marcar sus acciones en el momento preciso. Seguramente se trataba de actores no profesionales -en realidad, todos sus dramas debieron ser representados por ciudadanos, (retribuidos o no), y no por compañías profesionales; el mismo Timoneda sabemos que participaba en las representaciones, al menos como presentador del introito.

Una vez analizadas estructura y técnica, veamos cuáles son los presupuestos ideológicos que rigen las tres obras.

En primer término conviene anotar la ausencia de comicidad en todas ellas. Esta ausencia es significativa en cuanto refleja las fuerzas externas que acabaron provocando la desaparición de cualquier elemento cómico en el seno del teatro religioso, y un buen ejemplo de ello es F. S. S. con respecto a la Farsa del Sacramento de la Fuente de San Juan del Códice de Autos Viejos.

La celebración del Corpus se había convertido en una excusa para satisfacer las demandas de diversión del pueblo, relegando a un lugar secundario el fervor estrictamente religioso que debía motivar la fiesta. Este público popular es el que había propiciado la introducción de elementos profanos en gran parte de las representaciones religiosas hasta el punto de que éstas movían al espectador más a risa que a devoción. Las jerarquías eclesiásticas al advertir el peligro de tal desorden, adoptaron la determinación, de acuerdo con las prescripciones del Concilio de Trento, de acabar con todos esos elementos populares, muchas veces irreverentes y -160- totalmente nocivos para llevar a cabo el objetivo que debía privar en la fiesta: la glorificación del Santísimo Sacramento.

Este espíritu reformador informa, a la vez que define, los tres autos que nos ocupan. El autor, ya desde los introitos, pone de manifiesto su intención: el espectáculo que se va a representar no pretende divertir222 sino edificar al espectador con la exposición de los principios dogmáticos fundamentales del catolicismo. Pero ahora, y ésta es la diferencia más importante con respecto a O. P. y A. F., tal intención será llevada a cabo sin incurrir en contradicción alguna: para ello, el dogma se ha convertido en el argumento del Aucto de la Fuente; el Aucto de la Iglesia no es otra cosa que un texto de propaganda a favor de una de las partes contendientes, al mismo tiempo que supone una asimilación de la exaltación uniformadora de la fe católica a la monarquía filipina; por último, Los Desposorios de Cristo recuerda varios principios dogmáticos (Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección, Eucaristía), agrupados, a diferencia de F. S. S., en el contexto argumental de la parábola de las bodas.

La puesta en escena obedece toda ella a la configuración de este nuevo «programa» en cuanto que una teatralidad sencilla resaltará más y mejor el contenido religioso; sin embargo, D. C. apunta ya, aunque muy atenuadamente, una característica propia de los autos sacramentales plenamente conformados: éstos se definirán como un género específicamente religioso y serio, pero sin que ello implique el rechazo de una espectacularidad rica y solemne.

III. Conclusiones finales

Relacionando todo lo anteriormente expuesto, podemos deducir que el teatro religioso de Joan Timoneda sólo puede ser valorado en su justa medida, dentro del proceso de formación del auto sacramental, si su misma producción es considerada como un proceso que va evolucionando a medida que se construye.

En efecto, sus últimas obras son el fruto de un concienzudo trabajo, no exento de contradicciones, de soluciones que oscilan entre los viejos programas teatrales y la urgencia de reorganizar -161- esos mismos materiales dramáticos de modo que se adaptaran a las coordenadas político-religiosas de la España de la segunda mitad del XVI. En consecuencia, la ideología que estructura sus obras brota directamente de las fuentes ideológicas de la Reforma Católica, cuyos presupuestos será capaz de asumir y defender hasta el punto de que, cualquier innovación técnica será introducida en sus autos desde esta posición concreta. Así, si sobraba tradicionalismo en muchas de las representaciones religiosas contemporáneas, Timoneda, dándose cuenta de su afuncionalidad, abandonará pronto esta forma de hacer teatro para dejar paso a la explicación de los principales dogmas del catolicismo (particularmente el misterio de la transubstanciación), que es lo que cobra relevancia a partir de 1550. Si la Iglesia había condenado, desde siempre, los elementos populares y festivos que impregnaban los espectáculos religiosos, y ahora, con el Concilio de Trento en marcha, se dispone a poner fin a cualquier irreverencia y a retomar el control de dichos espectáculos con objeto de devolverles el espíritu devoto primitivo, Timoneda, consciente de estas presiones externas, irá eliminando del cuerpo de sus obras todo elemento cómico. En el interior de este proceso, el Castell de Emaús deja al descubierto las dos líneas antagónicas que cruzan la producción del autor valenciano: por un lado, el peso de la

tradición, por el otro, la vía específicamente religiosa y seria que acaba por encontrar su forma de expresión en las últimas piezas.

En conclusión, si el auto sacramental surge de la transacción entre la costumbre de festejar el Corpus con espectáculos teatrales y las exigencias de la Reforma Católica223, a Timoneda le corresponde el mérito de haber formulado la primera propuesta hacia la consolidación del género sacramental.

{cortar} -[162]- -163-

III. La práctica escénica cortesana

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III.1. La teatralidad pastoril

Ricardo Rodrigo Mancho

El conocimiento de la teatralidad peninsular entre el primer tercio del siglo XVI y los albores de la comedia nueva necesita de nuevas incursiones que vayan reorientando las directrices de investigación. La continua readaptación del mundo pastoril sobre la escena nos impone una dedicación particular. La obsesiva idea de Crawford224 por redactar la carta de defunción de la dramaturgia pastoril con anterioridad a la génesis de la comedia barroca ha de quedar necesariamente en entredicho, ya que la documentada pervivencia y el éxito prolongado de los pastores sobre la escena sitúan esta práctica escénica en la encrucijada de la teatralidad barroca. Desde los primeros tropos religiosos hasta las comedias pastoriles lopescas es posible establecer una progresiva evolución del género basada en las innovaciones impuestas por la readaptación. A través de un estudio crítico de los eslabones dramáticos del siglo XVI, los trabajos de Juan Oleza han venido a documentar y asentar certeramente que el largo camino recorrido por la dramaturgia pastoril, readaptándose a los gustos y demandas dispares del público teatral, no se frenó en la primera mitad del siglo XVI, sino que había de proporcionar un material de primer orden al repertorio de la comedia. La continua readaptación del mundo pastoril a las ideologías y técnicas dramáticas incita a estudiar a fondo las distintas tradiciones literarias y teatrales que la conformaron.

-166- I. La tradición religiosa

Las primeras representaciones teatrales de la península en las que aparece la figura del pastor están ligadas a la celebración de la liturgia cristiana. El acercamiento plástico de la liturgia y la teatralización de los intelectualizados misterios de la teología cristiana hubieron de fascinar y deleitar al público asistente: superando la monotonía se

potenciaba la asistencia y participación en estas catequesis escenificadas. Pero también, en ocasiones, la insistente familiaridad medieval con los asuntos religiosos pudo conducir a expresiones plásticas profanizantes; en opinión de Huizinga225, la vida entera estaba tan empapada de religión que amenazaba borrarse a cada momento la distancia entre lo sagrado y lo profano.

En la ya tópica cita de la Primera Partida del rey Sabio, por un lado, se intentan corregir las crecientes desaposturas en los templos, pero, finalmente, se recomiendan las representaciones ligadas al calendario litúrgico:

«Pero representaciones y ha que pueden los clérigos fazer, assi cuemo dela nascencia de nuestro sennor Iesu Christo que emuestra cuemo el angel uino a los pastores e les dixo cuemo Iesu Christo era nascido; e otrossi de su aparecimiento, cuemo los tres reyes le uinieron adorar; e otrossi dela su resurrection, que demuestra cuemo fue crucifigado e resucito a tercero dia»226.

Inequívocamente los tropos engarzados a la liturgia se habían multiplicado progresivamente. A partir del quem quaeritis del Domingo de Resurrección, dialogado e interpretado por clérigos, pronto se forjaron interpolaciones en la liturgia de Navidad correspondientes al officium pastorum, en las cuales aparece ya la escena de pastores ante el pesebre. Debido a la demanda teatral del público medieval cada vez más volcado a la diversión escénica venga de donde venga, los tropos se ensancharon, arrastrando necesariamente a los pastores a ganar escenas y personajes, y a conformarlos como centros ordenadores del drama religioso.

La incorporación de escenas centradas en el mundo pastoril había de llevar consigo irremediablemente el cambio a las lenguas -167- vernáculas como soporte verbal. Una clara muestra de esta evolución la hallamos en la Representación del Nascimiento de Nuestro Señor de Gómez Manrique, obra representada seguramente entre 1467 y 1481 en el convento de monjas de Calabanzos (Palencia). En ella los pastores ocupan un lugar de primer orden en el desarrollo dramático, pero sin llegar a introducir elementos digresores del pasaje bíblico ya que no dudan ni un instante de la revelación del ángel.

Cuando las representaciones de Navidad procedentes del espacio religioso-sagrado pasen al espacio cortesano, los pastores serán el centro de la obra y, con ellos, se generarán fragmentos totalmente profanos. El momento previo a la revelación del ángel, cuando los pastores charlan de sus preocupaciones comunes, se aprovecha para acercar la representación a la vida cotidiana cortesana por medio de noticias y detalles contemporáneos expresados en el dialecto sayagués. En la Égloga de las grandes lluvias Encina se vale de este momento para caricaturizar a rústicos pastores que andaban tras los placeres mundanos de la comida, la bebida y la buena compañía, al mismo tiempo que plasma asuntos relacionados con la vida diaria de la época (tormenta catastrófica) y hace pública su crisis profesional por medio del pastor Juan (aunque cree ser el candidato más preparado para ocupar el cargo de cantor de la catedral, no confía en alcanzarlo por no contar con amistades influyentes).

El polifacético autor salmantino recogió el espectáculo eclesial y lo adaptó al ámbito palaciego, consolidando el teatro en los salones cortesanos de la España de los Reyes Católicos. Las primeras obras teatrales de Encina son piezas de circunstancias con una trama sencilla derivada de su ligazón al calendario litúrgico. La incipiente teatralidad cortesana de Encina -en especial mientras estuvo al servicio de los Duques de Alba entre 1492 y 1498- se orientaba a reflejar detalles contemporáneos al auditorio. En la Égloga representada en la noche de Navidad se combina la devoción religiosa y la comicidad con peticiones personales del dramaturgo, y se hace una defensa de los Duques. Nuevos detalles cotidianos explica Encina en la Égloga representada en la noche postrera de Carnal:

«Beneito entró en la sala adonde el Duque y la Duquesa estaban y comenzó mucho a dolerse y acuitarse porque se sonaba que el Duque, su señor, se había de partir a la guerra de Francia»227.

-168-

En la Égloga representada por las mesmas personas o Égloga 8.ª, un personaje pastoril (Mingo), en nombre de Encina, entrega la compilación de sus obras a los Duques; entrega que, por cierto, había anunciado ya en su Égloga representada en la noche de la natividad o Égloga 1.ª

El otro momento que supone una expansión profanizante a Evangelio (de San Lucas 2, 8-17) es el posterior a la aparición de ángel. En los escritos bíblicos los pastores abandonan rápidamente sus rebaños para dirigirse a Belén, gustosos en descuidar los quehaceres terrenos en pro de los celestiales. Pero los pastores de la escena dialogada en sayagués inserta en el poema narrativo Vita Christi fecho por coplas, escrito por el franciscano y converso Fray Iñigo de Mendoza e impreso a petición de doña Juana de Cartagena, reciben aterrados el mensaje divino y, aunque al final queden convencidos y acudan al Portal, desarrollan un diálogo pleno de miedo («mas esto tan pavorido»), incredulidad («...sy mientras vamos / bolando desapareçe / cata juan diran que entramos / que borrachos estamos / o quel seso nos fallesçe»), superstición («que no puedo imaginar / hablando mingo de veras / que ombre sepa volar / sy no es juan escolar / que sabe dencantaderas») y violencia («que a la mi perra vermeja / le sobrara la pelleja / aquien algo nos quisyere»)228. Estas coplas, parodia seguramente de representaciones verdaderas, ejemplifican otro de los momentos claves que situaron a los pastores como personajes centrales de la acción escénica y que iba a suponer un grado más en el camino hacia el drama profano.

El ejemplo de estas expansiones pronto fue recogido por Lucas Fernández en sus dos representaciones de Navidad conocidas. En la Égloga o farsa del Nascimiento la jactancia cómica del pastor Bonifacio acerca de sus rústicas cualidades ocupa todo el cuadro primero:

Ño ay zagal tan quellotrido en esta tierra tan sabido ni entendido tan loçano y tan garrido

aunque vayan a la sierra. ... -169-

Zagal soy huerte y valiente.

Las zagalas que me otean

en ligreja

¡miafé! todas me dessean229.

La misma funcionalidad cómica posee otro cuadro que escenifica la discusión entre los pastores Gil y Bonifacio. Al final, Bonifacio, en el límite de la autoburla, relata el «excelente» historial de su madre (borracha, celestina y bruja):

Sabe legar, deslegar haze cient mill bebedizos para bienquerencias dar. También sabe en cerco entrar; sabe de agüero y de hechizos, sabe de ojo y aun de estrella y es dauina.230

Estos dos cuadros citados están muy próximos a alcanzar una autonomía semejante a los «pasos»: su repetición en muchas églogas profanas patentiza hasta qué punto se habían tipificado. El camino hacia el drama profano era imparable. Mediante las representaciones religiosas se había acumulado un precioso material dramático presto para su utilización profana, con sólo cambiar o suprimir el último cuadro de la Adoración que reordenaba religiosamente todo el conjunto. Todavía en el teatro navideño de Lucas Fernández los cuadros -por sí mismos profanos- que plasman la ignorancia, el escepticismo y la incredulidad de los pastores se incluyen en un marco religioso general en la medida que justificarán las explicaciones teológicas o ejemplificarán el poder de transformación del mensaje religioso. En el Auto o farsa del Nascimiento de Nuestro Señor Jesu Christo231 de Lucas Fernández los ignorantes y cómicos pastores se autocalifican de comilones y dormilones («comer buenos requesones / comer buena miga cocha, / remamar la cabra mocha / y comer buenos lechones») pero, finalmente, son generosos con el Niño, entregándole lo que ellos tanto desean (cabritos, corderos, leche, nata...), escenificando el cambio producido por la Revelación. La burla de los pastores ante el anuncio del ángel («¡También pudo parir Juana!», exclamará uno de ellos) es suprimida por el convencimiento final que, después de haber jugado -170- con momentos anticlimáticos, marca la apoteosis de la festividad religiosa.

Las expansiones al pasaje bíblico están indicando ya la proximidad al drama profano. Por tanto, no será extraño que tanto Juan del Encina como Lucas Fernández desarrollen un teatro profano de palacio (por profano ha de entenderse que ni el motivo de representación ni la temática principal eran religiosas). Incluso en las últimas obras de Encina se vislumbra un giro hacia las doctrinas renacentistas, al unísono con un marcado proceso de estilización y profundización dramática, que realza la importancia progresiva del marco pastoril bucólico (Égloga de Plácida y Vitoriano).

El teatro pastoril del ciclo navideño no había realizado ningún adelanto espectacular en el entramado argumental (acción). La mayoría de estas piezas se concretan en un diálogo de pastores comentando sucesos coetáneos al auditorio y en el cuadro final de la Adoración. Sin embargo, los hallazgos de otras técnicas dramáticas habían sido fundamentales:

1. La arquitectura dramática gana complejidad al tener que conjugar dos tiempos de representación: el contemporáneo al público espectador con el bíblico. Con ello se suprime la distancia entre el tiempo representado y el tiempo de la representación (uno de los pastorcillos que acuden al Portal es al mismo tiempo portavoz de las preocupaciones profesionales de Encina en la Égloga de las grandes lluvias) y se rompen las dicotomías actor vs espectador y escenario vs sala. La comunicación que se establece entre ambas entidades anula los espacios pasivos en la representación y de rebote los asistentes son convertidos en involuntarios actores mudos. La gestación y plasmación del sistema dramático específico del teatro cortesano era ya una realidad palpable. No en vano se considera a Encina el patriarca del teatro español.

La fuerte dependencia entre la obra teatral y sus circunstancias de representación, junto con la aparición en escena de referencias o preocupaciones contemporáneas, indica que las obras estaban pensadas para representarse una sola vez. La primera acotación del Auto de los Reyes Magos de Gil Vicente testimonia este carácter de irrepetibilidad:

La dicha señora reina, muy satisfecha de esta pobra cosa [el Auto pastoril castellano] pidió al autor que le hiciera otra obra para el día de los reyes que venía, e hizo la siguiente»232.

-171-

2. Es importante constatar el hallazgo del sayagués, dialecto del campo de Salamanca, como lenguaje dramático propicio para alcanzar la comicidad al contrastarlo con el depurado lenguaje del público cortesano espectador. La moda literaria del sayagués aparece en la segunda mitad del siglo XV en la Vita Christi fecho por coplas y en las Coplas de Mingo Revulgo que aparecieron como diatriba contra Enrique IV de Castilla. Juan del Encina, Lucas Fernández y Gil Vicente fijaron y realzaron esta moda dentro del mundo teatral. En la Translación de las Églogas de Virgilio, Encina aclara que el estilo rústico se introduce para estar en consonancia con el personaje y para divertir a los lectores:

«Por no engendrar fastidio a los lectores desta obra

acordé de la trobar en diversos géneros de metro y en estilo rústico, por armonizar con el poeta, que introduce personas pastoriles»233.

Sin embargo, visto el carácter peyorativo y grosero que posee la calificación de sayagués234, esta koiné pastoril parece funcionar más como recurso cómico que como elemento aproximador a la realidad lingüística dialectal. Fray Iñigo así lo había visto ya en el entreacto divertido en sayagués del Vita Christi:

Por que no pueden estar en un rigor toda via los arcos para tirar suelen los desenpulgar alguna pieça del dia pues razon fue declarar estas chufas de pastores para poder recrear despertar y renouar la gana de los lectores235.

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El dialecto sayagués se había convertido en un recurso escénico que aseguraba la comicidad, al mismo tiempo que diferenciaba estética e ideológicamente a los rústicos de los personajes serios en las primeras palabras pronunciadas. Las condiciones en que surgen las representaciones de Encina, Gil Vicente y Torres Naharro explican la dirección ideológica: su situación de paniaguados encauzaba la representación hacia una alabanza de la condición aristocrática y su ámbito por medio de la ridiculización del mundo rústico. Se podía contrastar el castellano con el sayagués (Encina y Lucas Fernández) o con el portugués (Gil Vicente); otros autores emplean como recurso dramático cómico el dialecto extremeño (Torres Naharro), la jerga del negro/a (Lope de Rueda) o el valenciano (Luis Milán)236. También Lope y su escuela utilizarán las hablas dialectales como un método seguro de provocar la risa: tanto los alcaldes villanos de El verdadero amante como los de los Amores de Albanio y Ismenia hablan sayagués y se comportan al estilo rústico de las primeras églogas, en escenas desligadas del conjunto de la intriga. La utilización en el teatro del siglo XVI de personajes arquetípicos sin «sicología profunda» conllevaría la búsqueda de la complejidad y profundidad dramática en la intriga constante.

3. Hay que destacar que la nobleza y la aristocracia rápidamente se apropiaron de la ficción pastoril en cualquiera de sus modalidades artísticas. Los continuadores de Encina y Lucas Fernández en el teatro religioso pastoril también estuvieron ligados al espacio cortesano. Realmente es mínima la aportación de Pedro Manuel de Urrea (Égloga sobre el nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo) y de Hernán López de

Yanguas (Égloga en loor de la Natividad de Nuestro Señor) al desarrollo de las técnicas dramáticas en el siglo XVI.

En el occidente peninsular, Gil Vicente, cuya producción se sitúa entre 1502-1536, contribuyó a desarrollar los esquemas pastoriles navideños, al mismo tiempo que perfeccionaba sus «festival plays» y experimentaba nuevos esquemas y tratamiento de comedia (Comedia del viudo, Tragicomedia de Don Duardos y Tragicomedia -173- de Amadís de Gaula). Con el Auto pastoril castellano y el Auto de los reyes magos Gil Vicente sigue la línea del teatro salmantino, pero destacan las elevadas cotas de calidad artística sin necesidad de recurrir al bucolismo greco-latino, la delicadeza para elegir las canciones y el ingenio para aumentar la tensión dramática. La representación navideña era un espectáculo teatral en el que no cabían las sorpresas finales: la escena cumbre estaba presupuesta de antemano, sin embargo Gil Vicente logró aumentar el interés dramático al fijar la atención en el estudio de las reacciones de los hombres ante tal acontecimiento religioso. El giro en las representaciones de Navidad vendrá con el Auto de la Sibila Casandra y el Auto de los cuatro tiempos; tanto ha cambiado aquí el tratamiento y las fuentes, que Crawford237 pensaba que en este momento las obras navideñas están casi enteramente secularizadas.

4. La figura del pastor cómico e ignorante es explotada al máximo por el teatro religioso-populista del siglo XVI. Como la exigencia de adoctrinar al público continuaba, se hacía necesario el desarrollo amplio de la comicidad aumentando la nómina de situaciones y personajes graciosos (el fanfarrón cobarde, el rústico, la negra, el portugués enamorado...) que hicieran soportable la pesadez ética y religiosa. En estas obras teatrales se incluyen escenas cómicas yuxtapuestas a las escenas de disputa teológica, que serán trasplantadas al teatro profano (con el nombre de «pasos» y «entremeses») por los autores-actores que seguían de cerca la «commedia dell’arte».

Sin embargo, con Encina y los demás autores funcionarios, el teatro navideño había salido de las Iglesias hacia la corte y los palacios, en donde pronto adquirirá categoría profana y generará una corriente escénica pastoril cortesana. Un ejemplo temprano lo constituye el Auto del repelón: en él, Encina explota la figura del pastor ignorante, paleto y gracioso que se enfrenta indefenso a los estudiantes, para producir la hilaridad del público espectador, compuesto seguramente de nobles y estudiantes salmantinos. Su lenguaje (uno de los más extremados en el sayagués) junto con las acciones (paliza, repelón, discusión...) y la caracterización de los pastores (Piernicurto sería todo un poema) debieron provocar las delicias de un público acostumbrado a reírse a costa de la sinonimia creada entre «rústico» y «cómico»238.

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Posteriormente Encina -sin abandonar totalmente al rústico- moldeará el pastor con perfiles sofisticados, idealistas y neoplatónicos, para plantear sobre la escena cortesana los presupuestos de la cosmovisión renacentista. Hay que matizar que, aunque Encina conocía la obra de Virgilio antes de su viaje a Italia (la Translación está fechada en 1496), el descubrimiento del bucolismo parece confirmarlo después de su estancia en Roma. La evolución patente en toda la obra encineana sitúa el teatro cortesano hispánico en una dinámica presta a redescubrir la ficción virgiliana, gracias a la recepción en el siglo XVI de las ideas renacentistas en boga en la cultura italiana.

La teatralidad del ámbito cortesano se movía entre dos polos: en unas ocasiones pudo acompañarse de un gran despliegue de medios espectaculares y aparato; en otras, la densidad y el interés estaban centrados en la palabra dramática. La dramaturgia cortesana pastoril hay que situarla en la línea del teatro pobre con fines propagandísticos y de diversión, que discurre paralela a la fascinante teatralidad espectacular. La aparición de las primeras representaciones cortesanas estuvo ligada bien a la celebración de importantes acontecimientos políticos, militares o palatinos (Gil Vicente podría ejemplificar numerosas fiestas de la corte portuguesa) o bien ligadas a la cronología ritual religiosa (églogas religiosas cortesanas). Ambas líneas de formación son ensambladas por el gusto cortesano para adaptar la ficción pastoril a su imagen del mundo239. En adelante el monopolio pastoril cortesano hará que las églogas recojan temas profanos y se enmarquen en las circunstancias del fasto (bodas, nacimientos...) al mismo tiempo que los dramas de circunstancias políticas recrearán los personajes y el mundo pastoril. Se había creado una doble tipología flexible y apropiada a cada necesidad:

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1. La defensa de los monarcas españoles recayó ocasionalmente en églogas simbólicas o alegóricas. En la Égloga de Francisco de Madrid (escrita en 1494, pero sin noticias de su representación) los pastores están orientados para reafirmar la autoridad política y moral de Fernando el Católico, mientras que en la Égloga Real del Bachiller de la Pradilla, escrita para celebrar la visita de Carlos I a Valladolid, cuatro elocuentes zagales saludan y presentan seleccionados hechos glorificadores de la futura grandeza del emperador al tiempo que es escondida la fuerte corriente de desafecto. La desconocida Égloga de unos pastores de Martín Herrera, impresa en 1510 o 1511, formaba parte de las festividades de la villa de Alcalá, celebrando las conquistas del Gran Capitán en el Norte de África.

En otros dramas de circunstancias políticas los pastores ocupan sólo una parte, mayoritariamente los cuadros cómicos. Los rústicos de la Trophea de Torres Naharro son los que preparan y relajan los ánimos del auditorio, para que la embajada portuguesa, gestora de peticiones, se autoescenificara con éxito delante del Papa León X en 1514. También aparecen algunos motivos pastoriles en la Farsa de la Concordia escrita por Hernán López de Yanguas para celebrar en 1529 la Paz de Cambray entre España y Francia. La orientación laudatoria y celebrativa de estos dramas de circunstancias explican la ausencia de intriga y el exceso de didáctica: se trata de un teatro de ideas.

Mención aparte merecen las anónimas representaciones pastoriles en Valencia. Mientras que la Égloga pastoril de 1519 o 1520 teatraliza desde la óptica cortesana el final de la peste y de las amenazas turcas, la Farça a manera de tragedia está inserta, seguramente, en las festividades nobiliarias del día de San Juan.

2. Las églogas profanas del ámbito cortesano recíprocamente son contaminadas por circunstancias del fasto. Aprovechando al máximo el tema de la «recuesta de amores», gran parte de la producción dramática de Lucas Fernández estará dedicada a celebrar matrimonios de la nobleza240. Son numerosas las representaciones en que se produce el encuentro entre un caballero (o escudero) y una pastora-dama, desarrollando un diálogo que versa sobre las -176- proposiciones del amor, y que conducirá a emparejarlos. El

idealizado diálogo de amor -tomado desde ciertas formas cuasidramáticas de la pastorela- era exactamente propicio para ligar la representación a las fiestas de esponsales del estamento nobiliario y cortesano. La parte graciosa siempre corre a cargo de un pastor rústico que concibe el amor de una manera rudimentaria y animal, en la línea de las serranillas ejemplificadas en el Libro de Buen Amor. En la Comedia de Bras Gil y Beringuella, escrita entre 1498 y 1500, el tema de la «recuesta», expresado desde la perspectiva del rústico patán, hubo de producir las delicias de la audiencia aristocrática. Tanto en la Farsa o quasi comedia, escrita en 1500, como en la Farsa o quasi comedia del soldado, escrita antes de 1509, se presenta como tema central la rivalidad entre un zagal y un caballero (o soldado), enamorados de la misma doncella. La victoria del espacio cortesano en todas las «recuestas» teatralizadas, así como la contraposición del idealizado sentimiento amoroso del caballero con la estupidez e incomprensión del pobre pastor, sirvió para encauzar la dramaturgia pastoril hacia la tradición continua (desde la Edad Media al siglo XVII) de subestimación aristocrática y urbana hacia las gentes rústicas, tal y como ha visto Noel Salomon. La discusión entre el pastor y el soldado en la Farsa o quasi comedia del soldado patentiza el descaro ideológico latente en estos repetidos y tópicos cuadros del teatro pastoril cortesano:

SOLDADO Anda que aqueste dolor es de amor, el qual no sufre paciencia.

PASTOR ¿Nifica amor morteruelo, morcilla o quiçás mortaja? ¿Murcia, muérdago, o mordaja? o quiçás deue ser muelo. ..........

Llugo, ¿amor es el mamar hasta hartar las cabras de rellanado?

SOLDADO Es amor transformación del que ama en lo amado, ..........

Es el peso puesto en fiel; es niuel que haze ser dos cosas una. ..........

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Y este amor nel coraçón

nace y crece y reuerdece,

y en el desseo florece

y el su fruto es afición.

Cógese en toda sazón

con passión,

y es sabroso y amargoso

y es de mala digestión.

De alteración

dexa el cuerpo emponçoñoso.

PASTOR Esse amor ¿es colorado? ¿o verde, azul o pardillo? ¿Quiçás blanco o amarillo?241

El mismo tema de la «recuesta de amores» sirve de fondo en la Égloga hecha por Salazar de Breno y otros tres pastores compañeros suyos, representada en 1511 para celebrar el matrimonio de Juan de la Cerda, segundo duque de Medinaceli (citado «à clef» como el pastor Cerdano), con María de Silva y Toledo (también citada «à clef» como Silvana). El «perfecto» historial genealógico que avala al pastor Cerdano malogra el apasionado amor de Breno hacia Silvana. La ficción dramática justifica el matrimonio de los nobles en la realidad. No olvidemos que la pérdida de los límites entre ficción y realidad iba a caracterizar el primer teatro cortesano. Excepcionalmente, en la Égloga de Breno la genealogía es un instrumento definidor del estamento noble, pero en líneas generales la inclusión de catálogos genealógicos se hace desde el punto de vista rústico, con la finalidad de constituir un recurso escénico gracioso. Aunque su conexión con las doctrinas erasmistas o con las ortodoxas de los cristianos viejos no está suficientemente clara, tampoco significa una desconexión completa con los problemas de linaje potenciados en los siglos XV y XVI. Estos problemas estaban candentes, aunque el teatro pastoril no se hiciera eco profundo de ellos. En el intercambio de insultos de la discusión entre el pastor y el caballero de la Farsa o quasi comedia de Lucas Fernández se destaca una amenaza caballeresca que, sin ser una clara referencia al problema de las castas en el siglo XVI, puede contener ligeras manifestaciones del problema:

-178- Si no por ensuziar

en tu sangre vil mi mano yo te oviera hecho callar y aun chistar242.

También la Égloga Interlocutoria243de Diego de Ávila, impresa en 1511 o antes, cobra verdadera funcionalidad al incluirla en el conjunto de fiestas cortesanas de esponsales. Su vinculación con el estamento cortesano es reconocible en la dedicatoria previa a Gonzalo Fernández de Córdoba; incluso, en un momento, se para la intriga dramática, para alabar y ensalzar la figura del Gran Capitán. La fuerte dependencia entre la obra teatral y sus circunstancias de representación conformarán una práctica escénica en donde la intriga y la arquitectura dramática pierden interés en beneficio de las alusiones (directas o en clave) hacia el público espectador-participante. La historia

del desposorio y casamiento del joven rústico-cómico Tenorio con la ridiculizada Teresa, por mediación de Alonso Benito, profesional casamentero, era aquí el pretexto, en opinión de Crawford, para celebrar el desposorio de Elvira, hija del Gran Capitán, con el Condestable de Castilla Bernardino de Velasco. La extrema crudeza y comicidad de los ficticios personajes (sayagués, palizas, bestialidad, obscenidades, genealogía, pullas...) al lado de la típica ceremonia burlesca de matrimonio (que también Lope recogerá en Belardo el furioso) son unas exageraciones del mundo rústico que de rebote realzan la idealizada condición cortesana. Algunas de las acotaciones escénicas del texto evidencian su representabilidad:

(Aquí entra Tenorio, caballero en una borrica)

(Dále una higa)

(Aquí s’está Tenorio santiguando)

(Viene Tenorio de vestirse y dice)

(Aquí les toma las manos el Clérigo)

Como las oportunidades para la representación de este teatro estaban ligadas a determinados acontecimientos importantes de la nobleza o de la corte, se imponía el carácter de irrepetibilidad del hecho escénico. Cada obra estaba pensada para representarse una sola vez porque el conjunto de presuposiciones teatrales así lo imponía: -179- se escribía para una celebración determinada y no pretendía ser sino un elemento más de la fiesta palaciega.

Las atribuciones del rústico están ordenadas para conseguir un tono de imbecilidad y estupidez en todo lo que le rodea. Como norma general el rústico carece de espiritualidad y anda siempre obsesionado por obscenidades que son contrastadas con las altas aspiraciones espirituales de la nobleza. La bobería, la animalidad, la ignorancia y el miedo señalan su incapacidad para cualquier tarea social que no sea el trabajo físico, lo descalifican del ámbito de la cultura y ejemplifican paternalmente su «inmadurez» en el terreno de las decisiones socio-económicas. El cómico pastor Tenorio de la Égloga Interlocutoria está construido con el abuso de todos estos recursos: la simpleza («Por ir tras un lobo dí una caida / Qu’aina me hubiera quebrado los ojos») y brutalidad suyas («Tiróme una piedra más que tamaña, / Qu’aina me diera en el pestorejo, / Arrojéle esta porra aquel sobrecejo, / Y hícele saltar aquella lagaña») son un encanto al lado de la genealogía, la hermosura («Una espaldaza mayor que una vaca, / Y tetas tan grandes qu’es maravilla») y los trabajos de su futura mujer («...moza que trae las cuentas bermejas, / Y aún diz que trasquila sobacos y cejas / Más de tres veces detrás dell arado»). El tema tradicional de gestas amorosas rústicas pone en escena la interpretación chusca de la boda y de la dote rústica para servir de contrapunto a las refinadas ceremonias de la nobleza.

Nuevamente en la Égloga244 de Juan de París, impresa por primera vez en 1536 y representada seguramente para celebrar alguna fiesta de esponsales, se inserta una divertida ceremonia de casamiento burlesco con dos pastores cómicos como

protagonistas. El tema de la «recuesta» desde la perspectiva obscena y rudimentaria de los rústicos contrasta con el estilizado amor de los cortesanos. Efectivamente, un rústico pueril, miedoso («Qu’al rabo yo trago las bragas pegadas / Según qu’ora vengo de miedo cagado») e incapaz de comprender el mal de amores de la doncella («¿Tenés mal de madre, dolor de riñones, / O quiçás del baço, también de la frente? / O estays empreñada de mala manera, / Y estays en puntillos de aver de parir?») no podía ofrecer a la dama ningún horizonte idealizado («Yo soy muy llozido, loçano garçón, / Se bien guardar las ovejas y cabras. / Só sabiondo, cortés en las hablas, / Y muy repicado en dezir la razón. / Sé chapar bayles y buen saltejón...») capaz de seducirla.

-180-

La frecuentemente olvidada Comedia Florisea245 de Francisco de Avendaño, impresa en 1551, fue representada en opinión de Crawford, para celebrar el matrimonio de don Juan Pacheco, Capitán General del Marqués de Villena. La boda a lo pastoril de Blancaflor y Floriseo posibilitada por el dinero que en escena reciben de Fortuna, la alabanza que un cómico pastor dedica a su amo don Juan Pacheco («Es poderoso, / de buenos muy cobdicioso / de todos, especialmente / del que sabe que valiente») y las referencias espaciales acerca de donde sucede la acción («El abad de Sant Rodrigo / el del Villar de Pedroche, / esta noche a media noche / haga las bodas contigo») son datos que aportamos para apoyar la idea de Crawford. Aunque el argumento sigue de cerca a Encina (Égloga de tres pastores y Égloga de Plácida y Vitoriano), la presencia de intriga dramática pastoril, la reducción a tres jornadas y la posibilidad de estar escrita en clave están reclamando un estudio pormenorizado.

Las obras pastoriles se habían adecuado a la demanda de la nobleza. Los esquemas conflictivos entre rústicos y caballeros, resueltos con la victoria matrimonial de estos últimos, respondían al motivo de representación y su ideología.

2. La influencia italiana

De entre muchas y decisivas influencias italianas en el drama peninsular cabe destacar -en lo que a nuestro apartado se refiere- el redescubrimiento de la bucólica grecolatina y de su funcionalidad en el teatro cortesano.

Ya los primeros pastores literaturizados, en principio por Teócrito y más tarde por Virgilio, conjugan el cuidado de sus rebaños con las obsesiones poéticas y artísticas (cantan, conocen el aparato mitológico, bailan y tocan instrumentos), siendo dos los asuntos que predominan en su continuo razonar: la expresión del amor y la percepción idealizada de la naturaleza. El amor entendido como fuerza invencible y productora de desvaríos que enloquecen y torturan el débil corazón humano, que encuentra pocas posibilidades de ofrecer resistencia.

Los paisajes, comúnmente, son idílicos y apacibles (fuentes, ríos y riberas, árboles que dan sombra, abejas susurrantes, flores...), -181- lugares de esparcimiento para que los sentidos gocen y reflejen un mundo idealizado y convencional (locus Amoenus).

La figura profana del pastor clásico es retomada -aunque con modificaciones- por la teatralidad cortesana renacentista para protagonizar episodios y diálogos de amores idealizados. Los nuevos aires humanistas habían traído consigo la reivindicación y el estudio de la individualidad e interioridad humanas, lo cual requería una criatura literaria o dramática y un marco propicio para la reflexión. La figura del pastor virgiliano se adaptaba fácilmente a esta demanda, ya que -en la ficción literaria- disponía de ocio e imaginación suficientes para observar y analizar los procesos amorosos y demás apéndices de la llamada «sicología espiritualista».

Tampoco hemos de olvidar que si algo caracterizaba a la nobleza de finales de la Edad Media y del Renacimiento era un enfatizado anhelo/nostalgia de una vida mucho más bella donde reinase la armonía, la virtud, el goce inocente de la naturaleza y el verdadero amor. El ideal pastoril clásico se presentaba como un material idóneo y acorde, presto para que la nobleza lo adaptase a su propia imagen del mundo. Pero esta pasión por la vida sencilla y natural no se lleva hasta sus últimas consecuencias, sino que es transformada en un juego artificioso y deslumbrante que sirve para engalanar el círculo de festividades y diversiones. Las posibles funcionalidades de la máscara pastoril cortesana («à clef», alegoría, idealización, ridiculización...) permitirán su utilización de cara a la propaganda, la exhibición o la sátira246.

El teatro renacentista necesitaba una ficción y unos personajes que se adaptasen a los ejes temáticos que articulaban las celebraciones teatrales gestadas en base a matrimonios, nacimientos o acontecimientos políticos de la nobleza. Retomar la convencionalidad del pastor virgiliano resultaba imprescindible, ya que éste se había caracterizado por ser un instrumento de reflexión amorosa, sin renunciar, en ocasiones, a representar el disfraz de alguna personalidad política o militar. Las alusiones y alegorías borrosas son un ingrediente casi consustancial a este género, lo cual permitía la divertida utilización «à clef» (Égloga de Torino, Égloga de -182- Breno...)247. Por otra parte, la teatralización de «recuestas» es idealizada por «cuestiones de amor» razonadas bucólicamente; en el Coloquio de Fenisa248 el pastor Silvio describe su enamoramiento en términos idílicos:

Estando yo en la pradera una guirnalda texiendo, que de sauze y mirto era, fundada sobre junquera, con dos mil flores oliendo, alegre y regozijado, ausente de la passion, abreuando mi ganado, bien suspenso y apartado de rendir mi coraçon, no se como, hazia el exido estos ojos estendi, y ciego quede, aunque vi, fuera de todo sentido,

pues quedé fuera de mi. Vi un rostro muy loçano que mucho resplandecia y era ella, que venia con su çampoña en la mano, que dulcemente tañia. Luego, en viendola, quede cautiuo de su presencia

La gran popularidad del género pastoril explica el paso «a lo divino» en el Coloquio de Fenisa en loor de Nuestra Señora. La «cuestión de amor» era un recurso dramático de éxito en las representaciones de la primera mitad del siglo XVI. Tomada de los «casi d’amore» que introdujo Boccaccio en la literatura italiana y que -183- pasaron tal cual al teatro italiano y después -principios de siglo- al teatro hispánico (Lucas Fernández), durará hasta la generación de los actores-autores, que la utilizarán muy a menudo.

A través de la ficción pastoril también se iban a plantear los problemas y crisis que acarrearía el otoño de la Edad Media. En la Égloga de Cristino y Febea Encina presenta un dilema típico del Renacimiento (sentidos vs razón) a través de un idealizado pastor y de un rústico que sirve de contrapunto. El viaje y estancia del salmantino en Roma (1512-1513) le iban a acercar al drama pastoril italiano y a la cosmovisión renacentista. Una vez asumido el nuevo espíritu, Encina ve la necesidad de organizar una arquitectura de intriga y de dignificar bucólicamente el oficio pastoril, sin abandonar definitivamente el rústico cómico. Es decir, mantendrá un doblete en la tipología pastoril por razones de funcionalidad escénica e ideológica.

Con la Égloga de los tres pastores y la Égloga de Plácida y Vitoriano Encina estrena una nueva concepción dramática: los pastores -a pesar de su convencionalismo- alcanzan categoría trágica. Los suicidios de Fileno y Plácida reconocen (teatralizan) el derecho del hombre a elegir el momento de su muerte, le rebajan las imposiciones transcendentes y le proclaman señor absoluto de sí mismo. Asentándose en la base que omnia vincit amor, el tratamiento de la intriga dramática es diferente. Destaca la Égloga de Plácida y Vitoriano porque construye el modelo cumbre del género pastoril en la primera mitad del siglo: al lado del prólogo introductorio del pastor cómico se superpone un argumento perfectamente construido en su intriga (planteamiento, clímax y desenlace) con un tratamiento final de comedia. Además, se inaugura la puesta en escena de la desconcertante influencia de La Celestina sobre el género pastoril, influencia que posibilitaba el interés y la renovación. La multiplicidad en la métrica, los personajes, el lenguaje y la perspectiva ayudan a crear una arquitectura compleja y acertada, cuyo motor (la duda o malentendido amoroso) llegará a reproducirse en las comedias pastoriles de Lope, en concreto en La pastoral de Jacinto.

(vv. 64-86)

Los continuadores de la línea de Encina no seguirán profundizando en nuevos motivos y técnicas, sino que se limitarán a copiar las situaciones tipificadas. En consonancia con las églogas teatrales a la manera italiana insertas en libros españoles (Égloga de Torino y Selva de Aventuras) la dramaturgia pastoril de la primera mitad del siglo XVI mantendrá un pastor espiritual y filosófico al lado de rústicos que galantean ridículamente a la dama. La constante -184- explotación de este doblete explica la contradicción ideológica -estudiada por Noel Salomon- que habita en el teatro de los siglos XVI y XVII. Por una parte, se desprecia el mundo rural para afirmar de rebote las «excelentes» cualidades espirituales de la nobleza. Por otra, se teatraliza un pastor o campesino próximo a la bondad natural y contemplativa, que respondía a la moda literaria y a los nuevos intereses socio-económicos. El estado da prosperidad y generosidad del idílico pastor de la Égloga de Breno249 o el reparto de ejemplares ayudas por parte de Fortuna («Tengo thesoros y bienes / para dar a quien me pago») en la Comedia Florisea250 no son ideológicamente neutros en una época cercana a la decadencia, la pobreza y el hambre251. El Menosprecio de Corte y alabanza de aldea de Fray Antonio de Guevara, impreso en 1539, -185- patentiza descaradamente cómo la literaturización del placer y el goce que ofrecía vivir en el campo, pretendía contrarrestar los movimientos migratorios hacia la ciudad y el abandono de las tierras por parte de los hidalgos.

La evolución de la dramaturgia pastoril comenzada por Juan del Encina es completada por Torres Naharro: ambos habían viajado a Italia y allí entrevieron nuevas posibilidades escénicas. Dejando aparte la preocupación teórica del extremeño, su propia producción ilustra y potencia el camino andado por la teatralidad peninsular. La incidencia de Torres Naharro en la dramaturgia pastoril del siglo XVI no hay que situarla en su propia obra creadora sino en la influencia tan extraordinaria que ejercería sobre este género. Las innovaciones están orientadas hacia la articulación de las partes, confiriendo una estructura de intriga a la acción (como en su Comedia Himenea y Comedia Calamita) que con continuos enredos y estrategias es resuelta por medio de un golpe de azar típico de comedia. Se aumenta considerablemente el repertorio de personajes (al igual que en la Comedia Tinellaria) y se acumulan circunstancias de capa y espada que llegan a prefigurar lo que será la comedia barroca.

Aunque la producción del extremeño no puede catalogarse como pastoril, los introitos de sus comedias -excepto en su Comedia Tinellaria- son característicos por centrarse en rústicos cómicos. Sin embargo, el magisterio de Torres Naharro sobre la teatralidad pastoril fue decisivo: a partir del filtro de la Comedia Himenea y de la Égloga de Plácida y Vitoriano llegan al teatro pastoril el repertorio de tipos, situaciones y esquemas conflictivos de La Celestina. Las posteriores farsas pastoriles estarán contaminadas por estos nuevos elementos que diluyen y desarrollan el género. La anónima Farça a manera de tragedia impresa en Valencia en 1537, la Comedia Tidea de Francisco de las Natas y el Auto de Clarindo, escritos en años anteriores a la mitad del siglo, ejemplifican este desarrollo. Los sujetos y el marco pertenecen a la tradición pastoril, pero el argumento es totalmente innovador: un caballero intenta conseguir clandestinamente el amor de una dama con la ayuda de sus criados o de alguna alcahueta; pueden realizar o no el amor, pero el marido, el padre o el hermano de la dama deciden tomar venganza, reconvirtiendo el problema de amor -186- en un problema de honra; salvo en la Farça a manera de tragedia el azar consigue un final matrimonial y feliz252. La Constanza de Cristóbal de Castillejo (1490-1550) es otro ejemplo de comedia pastoril atípica con fuerte influjo celestinesco y culto a Ovidio.

A partir de la influencia lectora de Torres Naharro -plasmada especial y parcialmente en los prólogos del teatro religioso de Diego Sánchez de Badajoz- el lugar privilegiado para intermedios pastoriles divertidos queda establecido en el introito, al tiempo que se desarrollan esquemas conflictivos e intriga en las partes sucesivas. Las directrices de la última producción de Encina y el influjo de La Celestina y Torres Naharro conducían inequívocamente a una ampliación del género (personajes, espacios y conflictos). Pero el género pastoril continuará -en constante readaptación- en los Colloquios de Lope de Rueda, antes de llegar a formulaciones de comedia pastoril barroca253; los primeros intentos fueron extraordinariamente rígidos, pero hubieron de preparar el camino hacia la perfección lopesca. La Comedia Pastoril recientemente editada por José I. Uzquiza González, fechable entre 1570-1580, es otro de los eslabones que engarzan la continuidad de la dramaturgia pastoril.

El género dramático pastoril se había potenciado desde las esferas cortesanas de principios del siglo XVI y había de continuar perteneciendo a este ámbito en la producción lopesca. La dramaturgia pastoril bucólica con tiempos y espacios idealizados era también muy propicia para la aristocracia del siglo XVII por su posibilidad de ofrecer vías escapistas de la realidad. Este peculiar estamento se había aficionado a idealizar los temas del pasado (mitología, edad dorada, caballerías, viajes a Oriente...) en un intento de distanciarse de la cotidianeidad; tanto es así que González de Cellórigo escribía en 1600: «...no parece sino que han querido reducir estos reynos a una república de hombres encantados que viven fuera del orden natural». Volviendo la espalda a los valores pragmáticos la nobleza española potenciará las actividades y actitudes evasivas, que les permitirán continuar soñando grandezas254.

-187-

Sólo la lúcida mente del Cervantes posterior a La Galatea, al contrastar los mitos con las realidades, cae en la cuenta del absurdo mito áureo-pastoril en las condiciones históricas de su tiempo. Con el Quijote Cervantes ridiculiza los estamentos de la sociedad española que se refugian en anacrónicos sueños. Maravall255 ha explicado cómo Cervantes maneja hábilmente las piezas del mito pastoril para desmontar las finalidades últimas que había adquirido: reflejando los sueños utópicos en el espejo del fracaso convierte el Quijote en una novela contrautópica. Para no dejar ninguna duda, en el Coloquio de los perros se remata claramente el idealismo pastoril en boca de Berganza:

«En aquel silencio y soledad de mis siestas, entre otras cosas, consideraba que no debía de ser verdad lo que había oído contar de la vida de los pastores; a lo menos, de aquellos que la dama de mi amo leía en unos libros cuando yo iba a su casa...

...por donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos»256.

-[188]- -189-

III.2. La tradición pastoril y la práctica escénica cortesana en Valencia (I): el universo de la égloga

Juan Oleza Simó

257

Los primeros espectáculos cortesanos258 plenamente textualizados se escriben para solemnizar determinadas circunstancias, y suelen incrustarse en ceremonias y festejos más amplios, como un componente más del fasto, pero en esta ocasión con aspiraciones literarias. Así, los primeros textos teatrales cortesanos aparecen conectados a la celebración de determinados hitos políticos (como la temprana Égloga de Francisco de Madrid, escrita hacia 1494 y motivada por la invasión de Italia por Carlos VIII), o religiosos (como en el caso de las églogas de Navidad de Juan del Encina). Pronto, sin embargo, se producirá una ósmosis entre ambas corrientes, y las circunstancias políticas se introducirán en los festejos -190- religiosos, así como las situaciones y los personajes pastoriles de la fiesta religiosa entrarán de lleno en los asuntos públicos. Cabe recordar a este respecto que la primera obra de Gil Vicente, el Monólogo del Vaquero o Auto de Visitaçao, caracterizable como pieza pastoril cortesana escrita para felicitar a los Reyes por el nacimiento del príncipe Juan, gustó tanto a Doña Leonor, viuda de Juan II, que le pidió a Gil Vicente que la repitiera para los Maitines de la próxima Navidad, lo que llevó a Gil Vicente a escribir una nueva pieza, el Auto pastoril castellano. El hecho de que D.ª Leonor considerase aptos unos Momos cortesanos para celebrar la Navidad demuestra la intercambiabilidad entre fiestas políticas y religiosas, como ha comentado R. Surtz259, pues ambas arrancan del común denominador cortesano.

I.1. El modelo rústico de égloga

Una Égloga pastoril anónima, nacida al calor de alguna de las cortes señoriales valencianas, y que Merimée260, tras un detallado estudio de las referencias y alusiones históricas, databa a finales de 1519 o principios de 1520, es un primer ejemplar de esta ósmosis a la que hemos aludido. De un lado las circunstancias políticas de la Valencia inmediatamente anterior a las Germanías, contemplada además en su desestabilización misma, precursora de graves acontecimientos. Del otro, los pastores rústicos herederos del teatro litúrgico navideño. Dejando por el momento al margen las circunstancias políticas coetáneas, cuyo comentario ocupa toda la primera escena de la Égloga, con 512 versos de un total de 991, y que funciona como un prólogo casi independiente a la pequeña intriga posterior, es fácil constatar que esta última no aporta grandes novedades a un esquema pastoril prototípico: un pastor (Peranton) hace confidencias a otro (Juan) sobre su desgracia amorosa, consistente en que su amada, Llorenta, se desposa con otro al quedar «empreñada», rompiendo el pacto que existía entre Peranton y el «padre d’esta hembra / de me dar tierras de siembra / y la metad del ganado». Otro pastor (Gil) interviene como consejero: «En amar estas zagalas / Nunca hagas muchas galas». Tras alguna -191- interpolación cómico-erótica, como la de Juan y Juanilla, entra a continuación un nuevo pastor (Gil Calvo), que anuncia sus desposorios con una pastora

(Ximena de Hontorio), lo que hace temer a Juan por la reacción de Clemente, enamorado de aquélla. Después de relatarle Juan a Clemente la infortunada nueva, va a confirmarla con el vicario, «porque tiene el callendario / de quantos missa han oydo». Presente éste (Mossen Bartholomé le llaman), ratifica el compromiso. Juan tratará de consolar, sin éxito, al desesperado Clemente, que se siente morir de amor, sin que le sirva de estímulo ninguna de las pastoras que han comenzado a regresar después de la epidemia que había desertizado Valencia. Por último, Juan acudirá en busca de Llorente, encantador, y éste se presentará alardeando de sus poderes mágicos («yo hago a la mar que se abra (...) y cuento todas las arenas / y mato dos mil vallenas / y torno de cabro cabra») y de sus curaciones a grandes señores. Discuten sobre el pago («cien cabrones», «unos calçones», «un capote / de picote», «algunas cabras paridas») y por fin Llorente hace un conjuro (en el que recomienda beber mucho vino, llevar pies y plumas de asno blanco y la cresta de un lavanco) e invita a levantarse, ya curado, a Clemente. Un villancico celebra la curación y una «Desculpa de la obra» la cierra.

La Égloga pastoril anónima representa, sin duda, el momento más primitivo del teatro cortesano, y sigue fielmente el modelo de las primeras églogas de Encina, muy especialmente de la Égloga de las grandes lluvias y de la primera Égloga de Carnaval, en lo que se refiere al primer momento de comentario sobre hechos contemporáneos. Predomina por completo, en ella, la tradición del pastor rústico, derivada de la evolución del teatro litúrgico por una doble presión: de un lado la popular, que tiende a apropiarse y acercarse los espectáculos religiosos por medio de la introducción de motivos costumbristas y situaciones cómicas; del otro la doctrinaria, que tanto relieve alcanzará en un Diego Sánchez de Badajoz, pero que es general a todo el siglo, y que utiliza a un pastor necesariamente bobo para permitir que teólogos y frailes expliquen los misterios y los dogmas religiosos: el pastor rústico ve convertida su idiotez en situación pedagógica, transformándose en el intermediario entre la Iglesia que organiza el espectáculo y el público que va a ser adoctrinado261. La comicidad no es, en este caso, -192- nada espontánea ni inocente, como confiesa el propio pastor rústico de la Farsa teologal, de Diego Sánchez:

«que, entre reir y reir, bueno es la verdá dezir, que este es oficio de crego»262.

Ya N. Salomon263 explicó espléndidamente la función del pastor rústico en el ámbito cortesano. Su comicidad deriva de su distancia con respecto a los valores caballeresco-cortesanos, a los que a veces es enfrentado directamente, bien por la contraposición entre rústico y caballero (desde la Égloga de Mingo, Gil y Pascuala de Encina y la Farsa o cuasi-comedia de una doncella, un pastor y un caballero de Lucas Fernández hasta, por ejemplo, la Égloga contenida en la Selva de Aventuras de Jerónimo Contreras), bien por la introducción del rústico en ámbito y funciones cortesanas (desde la Égloga representada en recuesta de unos amores, de Encina, hasta El príncipe inocente o Los donaires de Matico de Lope de Vega). En todo caso, al rústico de las églogas cortesanas se le asignan como valores propios el hambre sempiterna, la afición al vino, la irresistible atracción por el sueño, la pereza incurable, la ignorancia supina, la credulidad y la superstición, la cobardía ancestral, su

incapacidad para entender los refinados misterios del amor, su sentido casi pornográfico de la relación con la mujer, la presunción depositada en habilidades pueblerinas, la ostentación de genealogías grotescas, y su lenguaje rústico, más o menos cercano al sayagués teatralizado de Encina y de las Coplas de Mingo Revulgo. La Égloga de las cosas de Valencia contiene todos estos rasgos característicos, y nos limitaremos a mencionar algunos.

Peranton, para explicar la pestilencia como castigo divino, recurre a decir que Dios, de su mano, envía «las landres a manadas»264.

El error lingüístico, cómico en Valencia, viene representado en el diálogo entre Peranton y Juan. Dice el primero: «Qu’en poblado / Diz que mueren a montones». Y contesta el segundo: «¡Calla! que dizen "moltones" / Si entiendes lo valenciano» (vv. 377-380). Lo que mueren son, por tanto, carneros.

-193-

La transposición del tema amoroso al plano grotesco queda bien patente en la historia de Peranton, que se ve engañado por su prometida, preñada por un tercero, y si lo siente es sobre todo por la dote que había pactado con el «padre d’esta hembra», esto es, «unas tierras de siembra» y «la metad del ganado». Por su parte, Juan, tiene una aventura amorosa de introyto a lo Torres Naharro, aunque menos provocadora, pues «corriendo tras Juanilla / me di un golpe en la espinilla / que me llegó al corazón» y además «me mordió un avejón», pero sus males se curan cuando «a Juana topé / más adelante del prado». A su vez, la historia del triángulo Gil Calvo-Ximena Hontorio-Climentejo, no puede ser representada en términos más rústicos:

«¡O Climente, hi de Bras! ¿Donde estás? Tu duermes en tu majada, y tu señora es casada!»

El motivo de los cómicos pagos en especie aparece en la escena final del curandero que, conjurando a Climentejo, lo libera de su mal de amores, recurriendo a la ayuda de todo un zoológico: «dos paridas vacas», «algunas cabras paridas» y nada menos que «cien cabrones».

Los pastores rústicos vienen marcados por sus nombres mismos, que los convierten en cómicos desde el principio, al ser indicio inevitable de su rusticidad. En nuestra Égloga aparecen los nombres ya ensayados en las églogas de Encina. Los Juan, Gil, Llorente, Clemente, con algún toque adicional como el de Juan Melenudo, son los pobladores risibles de este mundo rústico creado para recreo de la nobleza.

(vv. 631-634)

1.2. El modelo bucólico

Pero lo pastoril no se agota en la comicidad rústica, trasplantada desde las iglesias a los palacios. Lo pastoril conlleva el eco de una tradición culta y clasicista, generada desde el siglo II a. de C., como se suele admitir, por Teócrito de Siracusa, y proyectada sobre la cultura occidental por Virgilio y sus Bucólicas. En esta tradición lo pastoril se define como el juego combinatorio de la pasión amorosa y de la naturaleza sublimada. Una pasión amorosa recreada en un demorado análisis que la persigue a través de las penas que produce en el amante, de su fuerza irresistible, de la furia -194- y de la locura en que se plasma. Una pasión amorosa en que se funden poeta y pastor, a veces con la sofisticación de velados autorretratos o claves biográficas, lo que a su vez da pie a todo el artificio de una mascarada ambigua, por la que los pastores esconden la realidad y, a la vez, la dejan insinuarse interesadamente. De ahí esa aparente contradicción según la cual lo pastoril es un arte de la ensoñación al mismo tiempo que un vehículo de fáciles y descaradas manipulaciones políticas, como demuestran la Égloga de Francisco de Madrid, la Égloga Real del Bachiller de la Pradilla o la misma Trophea de Torres Naharro.

Pero a la vez, y en tanto que naturaleza bucólica, el universo pastoril supone la acomodación al agro de toda una estética de salón y de buena sociedad, la misma que subsiste bajo el repetidísimo tópico renacentista del menosprecio de corte y alabanza de aldea. La naturaleza aparece como Arcadia feliz, como locus amoenus, como paraíso ecológico, donde los hombres viven todavía en el estado del buen salvaje, cercano a los dioses mitológicos, que lo invaden de continuo265, y heredero de la Edad de Oro en su ocio contemplativo y naturista.

Sea cual fuere la interpretación sociológica de la rápida difusión de esta propuesta clasicista e idealizada de lo pastoril266, y la contradicción sólo aparente en la que entra con la dimensión rústica, pues es un mismo público y una misma estética los que aprenderán a reírse del pastor rústico al tiempo que subliman el mundo arcádico, sea cual fuere, repito, la interpretación sociológica e ideológica del hecho, lo cierto es que desde bien temprano la dimensión clasicista se incorpora a la práctica teatral cortesana con la obra de Juan del Encina, que tomó el título genérico de sus piezas precisamente de las églogas virgilianas, a las que parafraseó libremente en sus Églogas trobadas. En las obras de Encina existe un doble modelo que coincide con su propia evolución cronológica, que avanza desde la hegemonía del modelo rústico de las primeras -195- églogas hasta el modelo italianizante y clasicista de Cristino y Febea, Tres pastores y Plácida y Victoriano. Es importante constatar no obstante que, con el triunfo del modelo clasicista, éste aprenderá a subsumir, y a absorber, los elementos capitales del modelo rústico. Mientras el modelo rústico se da, a menudo, en estado puro, es raro encontrar églogas teatrales del modelo bucólico sin elementos del rústico. La configuración del modelo bucólico como modelo teatral se produjo, sin duda, por la influencia italiana sobre Juan del Encina, que debió conocer en sus estancias en Italia las Ecloghe rappresentative del tipo del Orfeo(c. 1480) del Poliziano, el Tirsi de Castiglione, la Amaranta del Casalio, I due pellegrini del Tansillo o Il Cefalo (1487) de Nicolò da Correggio267.

En Valencia una Égloga, la llamada de Torino, contenida en la novela Questión de Amor, impresa en fecha tan temprana como la de 1513, coincidente pues con la segunda época de Encina, asegura, como ya señaló Crawford, la conexión entre el drama pastoril italiano y el español a principios de siglo268. Temática y literariamente la obra representa un estado primitivo de la teatralidad pastoril sublimante, y no ha desarrollado todavía situaciones dramáticas que enriquezcan el esquema enciniano. Como en la tradición clásica lo pastoril se define por la recreación del amor como conflicto interior, a través de un análisis demorado y minucioso, que se realiza como descripción de los males que el amor hace sufrir a la vez que gozar al amante, quien llega a exclamar como si de un principio se tratara: «en mí lo doliente es mejor que lo sano». El pastor enamorado se siente impulsado, por la fuerza irresistible del amor, sea a los denuestos contra el «amor engañoso», ese diosecillo -196- cruel y ciego que ceba sus flechas en los pastores indefensos, sea al panegírico amoroso más exacerbado. En su sufrimiento «habla con su soledad» y busca solidaridad en el paisaje, en el prado, en los aperos del pastoreo (el zurrón y el rabel, la cuchara y la barreña, el cayado y el eslabón...). El pastor enamorado siente la necesidad de hacer escuchar sus quejas: «no podrán tanto tus mañas conmigo / que desto m’apartes, ni menos dezillo», aunque puestos a explicarse «yo sé lo sentir mas no sé dezillo». Heredero de la alienación de Calisto-Melibea, si su amada se llama Benita, él Benito se llama.

El tema de los males de amor, desarrollado hasta la exasperación en la Égloga de Torino, se expresa por medio de conceptos y paradojas heredados de la poesía de Cancionero y utiliza el arte mayor como metro (no obstante hacerse eco de un incipiente petrarquismo).

«bien te podrás llamar vitorioso venciendo un vencido que quiso vencerse» ... «pues muero viviendo e remedio no espero» ... «pues quiero penando muriendo vivir, quiero cantar, llorar e reyr».

La única esperanza para el pastor reside en el conocimiento por parte de la amada de las penas sufridas por él, y en la reacción de contento por verlo sufrir por ella o de dolor al contemplarlo fallecer. O en esta remota venganza que la declara culpable:

«Y solo esta gloria me basta que baste hazerme contento partiendo la vida pues yo seré muerto y tú arrepentida de ver que sin culpa, assí me mataste; negarte has a ti que no lo causaste, que yo lo busqué e mi mal consentí, entonces mi alma dirá: no es assí,

que tuyo es el cargo pues mal le trataste».

La incrustación de algunas alusiones mitológicas, las confidencias a los pastores amigos, la invitación a persistir en el servicio amoroso, la esquivez de la pastora que rechaza la importunidad obcecada del amante, el inútil consuelo de otros posibles amores, son temas y motivos también incorporados como tópicos literarios por la Égloga de Torino, que arranca de la influencia indudable -197- de los Tres pastores de Encina, pues lo que encarna a través de Torino la obra es un nuevo mártir del amor, como Fileno. El paganismo269 de unas tesis que hacen del hombre dueño de su muerte frente a una doctrina cristiana incapaz de proporcionar el consuelo que la evite, es bastante obvio en nuestra Égloga, que asume la tentación de la tragedia aunque, al final, no la consume270. Y es que el conflicto no conoce desenlace, sino tan sólo desarrollo. La Égloga es, así, una caja de resonancia para una única situación, las penas de amor, proyectadas en primer lugar sobre la naturaleza y el ganado, en la soledad de Torino; en segundo, sobre sus amigos, Guillardo y Quiral; en tercero, sobre la amada, Benita, que le rechaza por importuno. En última instancia, y a pesar de su desesperación, a Torino no le quedará más alternativa que la de seguir sirviendo y, por consiguiente, prolongando su sufrimiento.

En su desarrollo la Égloga integra uno de los elementos fundamentales de la tradición pastoril, el enfrentamiento entre el pastor rústico y el pastor cortés, que ridiculiza al primero y, en la misma medida, y por oposición, permite idealizar al segundo. El enfrentamiento, en el teatro pastoril, puede tener lugar a partir de una recuesta de amores a una pastora por parte de un pretendiente rústico y de otro más o menos idealizado, como se da en la Farsa o cuasi comedia de 1500 y en la Farsa o quasi comedia del soldado de c. 1509, ambas de Lucas Fernández. Puede darse también por la presentación grotesca de un pastor rústico en un ámbito cortesano, vistiendo ropas cortesanas o tratando de comportarse como un cortesano, como en la segunda égloga «en requesta de unos amores» o Égloga representada por las mesmas personas (VIII), de Encina. Puede darse, por último, a raíz de las confidencias amorosas que el pastor idealizado realiza al rústico, y que éste no entiende o trata de interpretar tomando como referencia su mundo doméstico. El contraste entre la concepción neoplatónica del pastor cortés, a menudo trágica y próxima al suicidio, y en todo caso refinadamente cortesana, y la brutalidad del pastor rústico, queda -198- radicalmente planteada, fuente como es, además, de buena parte de los efectos cómicos.

Las quejas de Torino son interpretadas así por Guillardo:

«Quiçá l’ha mordido perro dañado o qualq’animal o lobo rabioso».

Y Quiral, el otro pastor amigo, se pregunta:

«¿Es mal dellombrigo o dolor de barriga?»

Guillardo propondrá como solución descalabrar a Benita:

«e pues que te quexas que assina te trata aburrele un tiro con este mi dardo».

Y su conclusión sobre el amor no puede ser más gráfica:

«... es un desvarío que s’anda tras bobos e los modorrece».

Recogiendo el esquema tan frecuentado por el teatro religioso, el teatro cortés hará de la ignorancia del rústico la tribuna desde la que hablará el docto, esta vez el pastor Quiral, que ha pasado de no comprender a comprender y explicar, con didactismo cortesano, toda la teoría renacentista del amor:

«Un mal es que s’entra por medio los ojos e vase derecho hasta el corazón, allí en ser llegado se torna affición e da mil pesares, plazeres y enojos». ............................................................

«Es cosa que nace de la fantasía, y pónese en medio dela voluntad, su causa primera produze beldad, la vista la engendra el corazon la cría, sostienela viva penosa porfía, dale salud dudosa esperança, si tal es qual deve no haze mudança ni allí donde está nunca entra alegría». ............................................................

«tan grande es el bien quan grande es el mal, porque esta es la ley perfecta de amor»

-199-

1.3. La transición a la comedia

Fijados por Juan del Encina, a nivel peninsular, los dos modelos ya examinados, el de predominio rústico y el de predominio bucólico, los años siguientes no conocen realmente una evolución significativa de los modelos originales, que se perpetúan con pequeñas aportaciones a través de las églogas pastoriles de Lucas Fernández, Pedro Manuel de Urrea, Hernán López de Yanguas, Juan de París, Diego Durán, Salazar de Breno, Diego de Ávila, Diego de Negueruela, o de las primeras obras pastoriles de Gil Vicente, el Auto pastoril castellano y el Auto de los Reyes Magos. Pero serán el propio Gil Vicente, con sus autos de la Sibila Casandra y de Los cuatro tiempos, y el clérigo extremeño Diego Sánchez de Badajoz, con obras como la Farsa teologal, quienes amplíen extraordinariamente el mundo pastoril, ensayando nuevas situaciones y personajes, y experimentando con los mecanismos teatrales. Nada encontramos en Valencia, sin embargo, que manifieste influjo alguno de los experimentos de estos autores. Sí, en cambio, de Torres Naharro271, quien vivió en Valencia y en ella situó su Serafina, escrita en buena parte en un exquisito valenciano popular. Pero las aportaciones de Torres Naharro no vienen desde dentro del mundo pastoril, en el que o bien respetó el esquema enciniano (Diálogo del nascimiento) o bien utilizó a los pastores rústicos para espectáculos cortesanos no pastoriles, como en La Trophea. Las aportaciones fundamentales del autor extremeño radican en proyectar sobre la entera práctica escénica cortesana el mundo conflictivo de La Celestina, filtrado por la Hymenea, y la vocación por la intriga a la manera de la comedia latina, entonces en proceso de reivindicación en Italia, desde donde Torres Naharro define la comedia como «artificio ingenioso» y más tarde la realiza, básicamente, en las más puras de sus comedias «a fantasía», la Calamita y la Aquilana. Esta doble dimensión, en ósmosis a veces con los últimos ecos de Juan del Encina de Tres pastores y de Plácida y Victoriano, alimentó toda una tradición textual de estirpe no estrictamente cortesana, o no incluible únicamente en la práctica escénica cortesana. Son obras como La Tesorina y La Viridiana, de Jaime del Güete; La Radiana, de Agustín Ortiz; -200- La Tidea, de F. de las Natas; el Auto de Clarindo, de Antonio Díez; la Comedia Grassandora, de J. Uceda de Sepúlveda; la Farsa salmantina, de Bartolomé Palau; la Comedia Pródiga, de Luis de Miranda; o las anónimas valencianas Comedia Hipólita y Farsa a manera de tragedia y la Comedia Clariana de Juan Pastor.

Pero además de proyectar el mundo social conflictivo de La Celestina, y desarrollarlo originalmente en piezas como Tinelaria y Soldadesca, y además de plantearle como irrevocable la revolución de una intriga artificiosamente complicada al teatro español, Torres realiza otras aportaciones decisivas: organiza y estructura la comedia en cinco actos y un prólogo, amplía enormemente el repertorio de personajes, establece el doble plano amoroso de amos y criados, hace bascular el conflicto dramático sobre el choque frontal de deseo y honra, teatraliza la posibilidad de la tragicomedia... formula una propuesta de comedia coherente y revolucionaria, en definitiva. Con Torres se inicia la transición desde el mundo de las farsas, coloquios, églogas, invenciones, representaciones, etc., al mundo de la comedia. Y de la muy frecuentada lectura de la Propalladia (diez ediciones entre 1517 y 1573), y de los muchos textos epigonales que siguieron sobre todo a la Hymenea, cabe deducir que Torres Naharro ayudó decisivamente a formar un gusto teatral capaz de aceptar, a la

llegada de las compañías italianas, especialmente a partir de 1550, los nuevos modelos de espectáculo.

La Farsa a manera de Tragedia272 («imprimida (...) en la muy noble ciudad de Valencia. Año de Mil y Quinientos treynta y siete») es, sin duda, uno de los ejemplos más notables de adaptación, desde el punto de vista cortesano y desde la tradición pastoril, de la influencia de Torres Naharro y de ciertas reminiscencias celestinescas. De un lado permanece el modelo pastoril bucólico de la segunda época de Encina, muy especialmente a través de la contraposición entre el pastor rústico Gazardo y el pastor idealizado, Torcato. Gazardo, como pastor rústico es todo un paradigma, pues además de ser el único personaje que utiliza el dialecto teatral del sayagués (aunque muy moderadamente), se muestra repetidamente -201- como «bobo» (presume de haber casado «con la mejor del lugar / con la hija del arcalde», y en realidad ha sido objeto de un casamiento en que todos los bienes los pone él), como «salvaje» («... peynom’ estos cabellos, / y sacóme mil piojos; remesóme i escozia / que lo dava y al diabro. / Pues dixome que tenia / de peynarme cada día / No hará ¡juro a San Pabro!»), que prefiere entenderse con el ganado que con las personas («¡par diez! yo mas quigiera / entender con mi ganado»), que se declara ignorante («¡Diabro! tanto saber / no lo puedo yo entender»), al que no le importa ser cornudo, pues «no so ducho de muger», y además hay otros que también son cornudos (por ejemplo: «machos, carneros cojudos, / y los bueyes han agudos / los cuernos en la cabeça»), que es cobarde y, por miedo, prefiere pactar con quien le seduce a la mujer que con quien trata de sanearle la honra, o que finalmente, y al encontrarse con los dos cadáveres que produce la tragedia, reacciona lamentándose por haber perdido la única oportunidad en su vida de disfrutar de mujer, precisamente ahora que la tenía a punto de caramelo:

«¡O triste de mi llazerado que desque me conosco hombre nunca muger he tocado. Ya qu’estava concertado ha se muerto, pese a diobre.»

Torcato, por el contrario, recuerda en sus comportamientos amorosos el paradigma de Calisto, pero se remite a su vez a los pastores idealizados de Encina, pues ama y se lamenta como Fileno o Vitoriano. De Encina le procede también el desenlace del suicidio amoroso, como en Tres pastores y Plácida y Vitoriano. De la relación entre ficción y realidad que se da en el teatro cortesano, por especial imbricación de la representación y su circunstancia, procede la insistencia con que el autor nos dice que lo sucedido en escena ocurrió en la realidad. Ya en la presentación de la obra asegura: «Tragedia como passo de hecho en amores de un cavallero y una dama». Y a los personajes los identifica como: «Un pastor llamado Torcato, que es el dicho cavallero (...). Una pastora llamada Liria, que es la dama; un pastor llamado Gazardo, que era su esposo», etc. Poco después el pastor del Introyto lo recuerda: «aquí vendrá una fición / fundada sobre verdad», y vuelve a recordarlo: «y esta fición se recrece / de una verdad que passó, / que un cavallero padece, / y una dama se mató, / como adelante paresce».

-202-

Del modelo bucólico y de la literatura cortés que le está asociada procede el gusto por doblar al pastor galán de un confidente y testigo (Roseno); la descripción de un espacio bucólico (vs. 265 ss.); el cómico enfrentamiento entre pastor rústico y escudero, en el auto tercero (cuando Gazardo le huye a Torcato y sólo acepta hablar con él después que éste deja en tierra su cayado, pues «al fin soys medio scudero / y muy huerte luchador»); o la enorme presencia del mundo cortés a través del léxico (galardón, secreto, leales amadores...), de los conceptos (en «la canción vieja» que cierra el espectáculo), de las situaciones (petición de secreto al amado, prevención frente a Carlino, que actúa como un lausengier de la poesía trovadoresca provenzal, dispuesto siempre a denunciar a los amantes ante el marido) y de los comportamientos (como en el caso de Torcato, en el que se refleja toda una ética caballeresca de la lealtad y el servicio: «quien tiene el coraçon / firme en lágrimas desecho / que muera es justo derecho / no que haga trayción»). El entierro de los amantes juntos, propuesto por Carlino, es una prueba más del Omnia vincit amor, incluso la muerte, por medio de la fama:

«Y pues que los juntó amor en el postrero dolor, entierrense en un lugar; agora de dos en dos a cada uno llevemos, y la gloria que les demos y quando vamos los dos este responso cantemos».

Pero si es tal y tan intensa la supervivencia del modelo bucólico pastoril, no es menos intensa la transformación de sus elementos. Así, frente a las típicas escenas de lamentación inicial por los amores no correspondidos, la Farsa arranca del entusiasmo regocijado de los amantes correspondidos. Es cierto que aparece el pastor rústico como contrapunto del cortés, pero resulta bien atípicamente que el pastor risible es, además, el marido, dando entrada a una vocación de entremés o «sainete» insospechada en la tradición pastoril bucólica. Si la Farsa recuerda el tema central del suicidio amoroso, a la manera de la tragedia de Encina, la Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio, ocurre que el planteamiento de los suicidios, generados por las intrigas de terceros y por la fuerza de la fatalidad, remite con mayor fuerza todavía a La Celestina, lo mismo que la fusión de elementos cómicos y trágicos. A La Celestina -203- remite también el fanfarrón Toral, que se pasa la obra amenazando con matar a todo el mundo a palos, especialmente a su mujer. Liria, apelando a las mujeres y asumiendo su representatividad en el monólogo-testamento que precede a su suicidio («¡O mugeres! las que amays, / escarmentad ora en mí») recuerda inevitablemente a Melibea y a Febea, la protagonista de Hymenea, cuando ésta última se enfrenta a su posible ejecución. Por otra parte, si el tema del suicidio amoroso retrotrae a la Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio, lo hace moderando el significado del suicidio libremente asumido, lo que indica bien a las claras que los tiempos han cambiado, y que en Valencia, en 1537, las

cosas son muy distintas a lo que eran en la Roma de 1513. En efecto, Torcato se suicida por error, tontamente, jugando, como insiste reiteradamente el texto, y Carlino, por su parte, reconoce su culpabilidad y se arrepiente de ella:

«A mí me pesa, que he sido causa de su muerte yo.»

Con Torres Naharro y Sánchez de Badajoz, la égloga pastoril rústica se transforma en prefacio o «introito» de comedias más complejas, y en «paso» interior de las mismas. Es cierto que en la Farsa no hay, todavía, ningún «paso» independiente de la intriga (aunque un cierto carácter de juguete cómico autónomo, sin mucha repercusión en los hechos, lo tiene el encuentro de Gazardo y Torcato, en el auto tercero), pero sí se da ya un «introito» plenamente a la manera de Torres Naharro. La obra, por otra parte, se organiza en cinco actos, como las del autor extremeño, y se desarrolla de acuerdo con el esquema genérico de la tradición epigonal de Celestina e Hymenea: el amante (Torcato) consigue o está a punto de conseguir, clandestinamente, y gracias a la ayuda de algún criado o alcahueta (Frosina), a la amante (Liria), lo cual entra en conocimiento del marido (Gazardo), el padre, o el hermano (Carlino), y se plantea como conflicto de honra. Por guardar su honra, Liria pide secreto a Torcato, y Torcato a Roseno, y «de ver su honra maltrecha / los ha hecho assí morir Carlino», en explicación de Roseno. Un Carlino, por cierto, que recuerda a los viejos codiciosos y egoístas de las comedias latinas, causante de los desaguisados posteriores al provocar bodas por interés y al obstaculizar los amores de los jóvenes. Pero no es sólo este dato el que relaciona la Farsa con el teatro o las novel·leitalianas, también los nombres de los personajes son un claro indicio: Carlino, Roseno, Torcato... El agudo anticlericalismo que respira la obra, concentrado -204- contra la figura del «medio abad» Carlino, es otro rasgo de la influencia naharresca. Pero sobre todo lo es, y como elemento determinante, la superación de los modelos rústico y bucólico por la articulación de la intriga en torno a un mínimo, pero ya deliberado, enredo, el que provoca Carlino, engañando a los amantes con la carta y produciendo el desenlace, en este caso trágico. También la pequeña, por esquemática, complicación que supone la relación de la segunda pareja, Toral y Frosina, esboza un vago proyecto de historia paralela. Por medio del reforzamiento de la intriga y de la introducción de un núcleo de enredo, así como por la organización en cinco actos y un «introito», La Farsa, producto atípico de la tradición pastoril273, representa desde dentro de ésta una expectativa de transición de la Égloga a la Comedia.

1.4. El espectáculo pastoril en la etapa primitiva

En la fase que abarca desde las primeras obras de Juan del Encina hasta 1537, fecha de la Farsa a manera de tragedia, y que puede calificarse de etapa primitiva de la tradición teatral pastoril, el espectáculo depende en gran medida de las circunstancias de su representación, más allá de las cuales pierde buena parte de su significación. Incluso obras aparentemente desprendidas de su conexión con una circunstancia concreta, como

es Plácida y Vitoriano, son concebidas en el marco de una fiesta, como presumiblemente señala la célebre epístola de Stazio Gadio al marqués de Mantua, Francesco Gonzaga, sobre la representación de una pieza de Encina que tuvo lugar en la mansión de Jacobo Serra, arzobispo de Arbórea: «Cenato dunque, si redussero tutti in una sala, ove si aveva ad representar la comedia; il pred. Rvmo. Sedendo tra il sig. Federico, posto a man dritta, e lo embassador de Spana a man sinistra, et molti vescovi poi a torno, tutti espagnuoli; quello erano spagnoli, et piú putane spagnole vi erano che homini italiani...»274. Completemos este documento con otro de finales de siglo, del italiano De Nores, que remite a representaciones muy similares a la -205- contemplada por Stazio Gadio: «Fin l’altro giorno simil poesie si rappresentavano sotto nome di ecloghe nelle feste e né banchetti, per dar spazio forse con un tal intertenimento né conviti di apparecchiar le tavole»275.

Fiestas navideñas, nacimientos reales, batallas políticas o militares, carnavales, banquetes... he aquí algunas de las circunstancias propicias para componer una pieza pastoril conmemorativa. Y también las bodas. Muchas églogas pastoriles se escribieron y representaron para celebrar compromisos y ceremonias nupciales, como señaló Crawford (1921)276, citando entre otros los ejemplos de la Comedia de Bras-Gil y Beringuella, de Lucas Fernández, la Égloga de Breno, la Égloga Interlocutoria de D. de Ávila, la Comedia Florisea de Avendaño, o la Farsa del Matrimonio de Diego Sánchez de Badajoz, que lleva explícita la instrucción «para representar en bodas».

Esta dependencia de las circunstancias de representación se apunta en la Égloga de las cosas de Valencia. Probablemente compuesta con motivo de una boda, pues el Argumento destaca con mucho relieve la aparición de un «encantador» que es «el vicario del lugar», y ello porque «es llamado para que haga fe de un casamiento». Toda su primera parte (la larga primera escena) es una muestra clara del interés de las Églogas pastoriles por los acontecimientos políticos contemporáneos, que nutren la circunstancia cotidiana del espectador y que la ficción hace suyos. Nuestra Égloga, en efecto, trata de «la mayor parte de las cosas que se han seguido en Valencia» como son una epidemia de «fiebre y pestilencia», de la que se lamentan los pastores Peranton y Juan, pues «se despuebla la tierra» y mueren muchos pastores. Por si fuera poco, a los desastres de tierra hay que añadir los del mar, pues las fustas de moros azotan el país, saquean los pueblos, matan y secuestran.

«Y hemos visto despobladas Y cerradas Muchas casas de Valencia, No todas por pestilencia Que algunas son de espantadas, -206-

Porque venían las armadas

Muy cercanas

De los turcos sin temor,

Como si Rey ni señor

No oviesse en nuestras Españas.»

El pueblo ha huido, empezando por «los principales» y siguiendo por «los menestrales / y otros tales».

«¡O solitaria que queda, A según era, La tan poblada ciudad.»

Y los ecos del «ubi sunt» manriqueño resuenan en la anónima Égloga:

«¿Qué es de tantos galanes Principales, Que tenías en tí, Valencia? ¡Como te han hecho ausencia, Toviendo tan pocos males! Qu’es de tanta gente honrada Ataviada; Y las damas festejadas, Tan vestidas y arreadas! Que no te ha quedado nada.»

Afortunadamente, quedaron «todos los del Regimiento» (¿probables espectadores?) y han conservado en buen estado la ciudad. Sin embargo, el panorama general es desastroso: «está el mundo en perdición». Suspenden los pastores sus lamentaciones para contemplar una procesión de mujeres, encabezada por la «aguela y madre de aquel / que nos ha hecho ser hombres» y por la «Madre d’el que bateó a Christo», que trae el eco de las tres Marías de los tropos pascuales, con lo que la fusión de los motivos políticos y religiosos se da plenamente en una Égloga que, de esta manera, recuerda su pasado (los tropos navideño-pastoriles y los pascuales- con las tres Marías) y asume su presente de pieza cortesana.

Los hechos comentados son indiscutiblemente históricos, y nos sitúan de manera inequívoca en el alborear mismo de la revuelta agermanada desencadenada -a un nivel

(vv. 101-110)

(vv. 156-158).

(vv. 161-170)

externo, de «precipitante»- precisamente a raíz de la desastrosa situación provocada en la ciudad por estos hechos. He aquí la descripción -207- de Joan Reglà: «L’any 1519, la pesta, que delma la ciutat, i el perill d’un desembarcament pirata motiven una crisi greu a València, amb actes de protesta i àdhuc alguns motins contra la noblesa. Els gremis s’armen i, en absència de les autoritats, sorgeix la Junta dels Tretze»277.

La Égloga valenciana es, pues, como las obras del primer Encina, obra de encargo para una celebración concreta y se representa en el seno de unas circunstancias concretas, al margen de las cuales carecería de buena parte de su significado. Sólo con las tres grandes églogas del último Encina parece el tema pastoril adquirir una relación más genérica con la circunstancia, una motivación menos directa. En todo caso, nuestra Égloga es una prueba bien definida de la rapidísima difusión del modelo salmantino por el resto de la península. Si en Portugal tenemos el caso del primer Gil Vicente, y en Extremadura el Diálogo del nascimiento de Torres Naharro, por no citar más que dos ejemplos de esta expansión, en Valencia nos lo revela esta Égloga pastoril anónima, que al mismo tiempo deja vislumbrar el avanzado estado de castellanización de los espectáculos cortesanos en fechas aún tempranas.

La Égloga de las cosas de Valencia no presenta la característica confusión de sala y escenario, de actor y espectador, de ficción y realidad, de las de Juan del Encina y buena parte del teatro cortesano, que tan bien ha estudiado R. Surtz278, pero su dependencia de las circunstancias políticas del momento y su probable conexión con una celebración nupcial la incluyen, de lleno, en esa teatralidad tan especial que nace de la transformación de la vida cotidiana en espectáculo, o mejor dicho aún: del reconocimiento del carácter teatral de la vida en la corte.

Ningún ejemplo tan representativo de ello, sin embargo, como el de la Égloga de Torino, incluida en la novela Questión de amor, impresa en Valencia en 1513, y en la que los personajes de la novela se transforman, cambiando ligeramente de nombres (Belisena en Benita, Isiana en Illana, etc.), en personajes de teatro, para representar escénicamente lo que acaban de vivir narrativamente:

«Flamiano se detuvo en su posada con otros quatro cavalleros para recitar aquella noche una égloga en la qual se contiene pastorilmente todo lo que en la caça con Belisena passó.»

-208-

Es un perfecto juego literario de incrustación de la ficción (la Égloga) dentro de la ficción (la novela). Los personajes reales (pues se trata de una pieza «en clave»), disfrazados de personajes narrativos y redisfrazados de pastores dramáticos, se representan a sí mismos. El final no es más que la consumación del juego:

«La égloga acabada, Flamiano se tornó a su posada; e tornaron a la fiesta vestidos de máscara él y el cardenal de Brujas, con aljubas e capas de paño negro frisado enrrejadas encima de fresos de oro angosto puestos sobre pestañas blancas... Assí estuvieron tanto que la fiesta del dançar duró que fue la mayor parte de la noche.»

El regreso de la representación (Égloga) a la realidad (novela de la vida) significa el reencuentro con la representación, pues también la realidad cortesana es representación, y así la Égloga es representada en el marco -y ligada a él- de suntuosos fastos, desde el juego de cañas y la ficción de un combate entre turcos y cristianos, hasta las colaciones alternadas con danzas y mascaradas.

Pero los mecanismos de interrelación de sala y escenario, de circunstancia y representación, no se reducen a la incorporación de la actualidad contemporánea a la ficción, ni a la conversión de los actores en personajes. En un excelente trabajo ya citado, R. Surtz ha catalogado buena parte de estos mecanismos. Así, la interpelación directa de los actores a los espectadores, pidiéndoles que intervengan en un debate o tomen una decisión (como en el caso de la Comédia do viúvo (1514?) de Gil Vicente); o la permanencia del pastor-presentador en escena, una vez comenzada la acción, para comentar a los espectadores determinados aspectos de ésta (caso de la Dança de los pecados de Diego Sánchez); o la representación de los preparativos de la representación, en un típico juego de teatro dentro del teatro (como en el caso del Auto da Lusitania (1532) de Gil Vicente, o en La visita, de Fernández de Heredia); o la participación de los espectadores en juegos y adivinanzas propuestos por los actores (Auto das Fadas (1511), Exortaçáo da guerra (1513), Farsa das ciganas (1525?), O clérigo de Beira (c. 1528) etc. de Gil Vicente); o la utilización de la representación en interés y beneficio personales del autor-actor (como en el caso de Juan del Encina en las Églogas I y IX)279.

-209-

Pero también hay otros que se perpetuarán más allá de la etapa primitiva, en las églogas que realizaron la transición a la comedia. Uno de ellos, sin duda, es el que consiste en interpolar canciones o encendidos panegíricos en alabanza de algún noble señor presente en la «sala». Encina, con sus elogios a la casa de Alba, abrió el camino, y en la Égloga de Torino nos encontramos con un pasaje de indudable propósito encomiástico, dirigido a los Sforza:

«Dime quien es, quiça si es Benita, la nieta d’aquel que hu Mayoral de todos los hatos d’aquesta dehesa y hija d’aquel que con justa empresa teniendo justicia perdió tribunal, y aun hija d’aquella que dizen qu’es tal qu’en todas las otras que viven agora ninguna se halla tan noble señora que sea con ella en nobleça igual.»

El mecanismo se perpetuará en la comedia barroca, con ejemplos como el del panegírico de la nobleza valenciana en El Prado de Valencia de Tárrega o de la castellana en Los hechos de Garcilaso de Lope de Vega.

Pero un mecanismo menos ocasional y de gran porvenir es, sin duda, el de la mediación realizada por el pastor del introito-argumento entre el escenario y la sala. Como ha señalado R. Surtz280 el prólogo o «introito» se vincula al hecho de la representación en una «sala» en la que coinciden, sin barreras, actores y espectadores, y en la que es necesario anunciar de alguna manera que el entretenimiento va a comenzar. Así, «The most important function of the prologue is that of serving as a bridge between the reality of the audience and the reality of the play». De ahí que una misma obra pueda exigir diferentes prólogos según los diferentes públicos que la presencian en diferentes representaciones281. Los espectadores cortesanos, situados en la sala, son así transportados desde su realidad bien conocida, y a través de algo familiar (un prólogo que -210- siempre se repite en sus esquemas) hasta algo nuevo y desconocido, el argumento de la obra.

Éste es el uso de los prólogos de la Égloga de Torino y de la Farsa a manera de tragedia. En ambos el prólogo establece el sistema de equivalencias entre actores y personajes al presentarnos a éstos. Así, en la primera obra «el principal qu’es Flamiano se llama Torino (...). El otro Quiral que es marqués de Carliner»..., y en la segunda: «Un pastor llamado Torcato que es el dicho cavallero... Una pastora llamada Liria, que es la dama»... En la Farsa, el prólogo, además, establece la relación entre ficción y realidad, diciendo de aquélla «que passó de hecho en amores».

El «introito» de La Farsa responde al modelo elaborado por Torres Naharro y posee un carácter de interpelación directa al público, al tiempo que contiene la mayoría de los tópicos prologales: la vanidad con que presume de sus mañas rústicas el pastor bobo («que sabo muy bien baylar / con muy huertes çapatetas, / castañetas repuntetas, / y sabo huerte saltar...»), la genealogía grotesca (el abuelo porquero, su padre de nombre «Gil borriquero» y su madre «Benitorra»), el olvido de su misión y del mandado que trae («¡O que mamoria de cabra!»), la vanagloria de sus éxitos rústico-amorosos (aunque no los cuente), etc. El esquema es el clásico: interpelación a los espectadores, disgresiones sobre sí mismo, olvido y recuerdo de su misión, anuncio de la representación (en este caso insistiendo en el carácter de «verdad» y de sucedido que tiene el caso), constatación de su división en cinco actos, comentario sobre el título y el género («...esta farsa merece; / pues que pena y no remedia, / que la llamemos tragedia, / porqu’en dos muertes fenece»), relato del argumento dejando el desenlace en un relativo suspenso, petición de perdón por si no resulta graciosa (se excusa «con ser la materia assí»), y solicitud de silencio.

Todos estos mecanismos de conexión entre la representación y su circunstancia, o entre actor y espectador, o entre ficción y realidad, configuran un espectáculo en el que el aquí y ahora de los espectadores se confunde con el de los actores y en que teatro y vida cotidiana alcanzan un alto grado de identificación.

Dentro de esta concepción el espectáculo suele ser de una marcada simplicidad. Pocos personajes: cinco en la Égloga pastoril y en la de Torino, y ocho en la Farsa. Roles escasamente diferenciados en el modelo rústico, en el que el «Mosén Bartholomé», como hombre de cultura (procede, probablemente, de la tradición

religiosa del adoctrinador, que ya debía haberse desarrollado en fechas tan tempranas, pero que no encontraremos plenamente -211- madurado hasta Diego Sánchez de Badajoz), y el encantador y nigromante Llorente, se oponen a la comunidad de rústicos pastores. En el modelo bucólico, Torino y Benita responden a la pareja de «leales amadores» idealizados, Guillardo al del pastor rústico, y Quiral sirve de puente entre ambos, pasando de la rusticidad a la sofisticación y realizando el papel de amigo y confidente del pastor amante. Illana es la pastora amiga de Benita, y carece de actividad.

La Farsa desarrolla un esquema más complejo: aprovecha la pareja de amadores del modelo bucólico, con Liria y Torcato, así como el del pastor-amigo, con Roseno. Pero al pastor rústico, Gazardo, le da, a su vez, una función de antagonista de los amantes, aunque muy amortiguado, y a la pastora auxiliar la tiñe de una cierta alcahuetería. Incorpora, con Seriola, el rol del mensajero, y finalmente elabora el papel del cuidador de la honra en Carlino, el hermano medio abad de la pastora, y el de fanfarrón en Toral, ambos auxiliares del antagonista, aunque de hecho se constituyan en los auténticos antagonistas. En el elenco de personajes de La Farsa está prefijado ya el esquema del conflicto.

En cuanto a la organización externa de la representación, hay una clara diferencia entre las dos églogas y de ambas, a su vez, con la farsa.

La Égloga de las cosas de Valencia está lejos de la sofisticación literaria de la de Torino, y parece más bien la obra de un poeta ocasional, que actúa por encargo de algún señor (como la mayoría de los autores de Églogas, meros arregladores de un texto cuya representación organizan y en la que actúan), y que es consciente de su precariedad artística, como deja entrever en su «Desculpa de la obra»:

«Si mi obra no estuviere

tal qual requiere razón, si alguna confusión viere qualquiera que la leyere, ruego que aya perdón: y no más desde aquí e siempre jamás, no más copla ni canción.»

Tiene la ventaja de dejarnos comprobar al desnudo las características de este primitivo teatro cortesano. Su cercanía a los orígenes litúrgicos, ya comentada, le permite adaptarse a una temática profana conservando, sin embargo, la estructura tradicional, que -212- es siempre bimembre, con un primer momento de comentarios costumbristas y un desenlace del hecho central (anuncio del ángel y adoración del niño en las piezas religiosas, la boda y sus circunstancias en las piezas de bodas, etc.). De hecho, al ser adaptado un esquema ya evolucionado del Quem quaeritis (como puede comprobarse en la Égloga testimoniada por la Vita Christi de Mendoza) al ámbito cortesano, el centro de interés se desplaza al prólogo o primer momento costumbrista,

que es siempre lo nuevo frente al desenlace, tradicional y ritual, lo cual permite ensanchar la dimensión costumbrista y acercar la representación a sus circunstancias según el modelo de la enciniana Égloga de las grandes lluvias.

En conjunto, la Égloga de las cosas de Valencia se compone de ocho escenas, la primera de las cuales forma realmente, y dada su extensión, todo un cuadro, el de «las cosas» sucedidas en Valencia. Posteriormente, y a través de las escenas 2 y 3, poco coherentes con el resto de la obra, se enlaza con el breve esquema conflictivo presente en las cinco últimas escenas:

-213-

De hecho, es la última escena, la del conjuro, la que contiene, concentrada como en un paso, la escasa teatralidad de la obra.

A su vez, la Égloga de Torino cuenta con otras ocho escenas, pero su construcción es mucho más coherente, pues la división externa se corresponde con los momentos del conflicto:

-214-

Es un esquema claramente dialogal, de debate o conversación cortesana, y por tanto escasísimamente espectacular.

La Farsa segmenta ya, a diferencia de las otras dos obras, todo su material dramático, que distribuye entre el «argumento» y los cinco «autos», cada uno subdividido a su vez en escenas:

I (5 escenas) y 504 versos

II (4 escenas) y 231 versos

III (8 escenas) y 239 versos

IV (3 escenas) y 240 versos

V (7 escenas y 457 versos

_________ _________

27 escenas 1.671 versos

Cada acto posee una unidad de sentido, lo que le atribuye un papel de unidad no sólo externa sino también conflictiva:

I- Concertación, gozo y prudencia de los amantes.

II- Desencuentro de los esposos e intriga del hermano.

III- Del enfrentamiento buscado al enfrentamiento diluido entre marido y amante.

IV- La conspiración del hermano cuidador de la honra.

V- Desenlace trágico y consecuencias morales.

Es notorio, de todas formas, el papel de enlace del acto III, y el carácter instrumental del II y el IV, que enredan la intriga. El peso del planteamiento cae íntegro sobre el acto I y el del espectáculo sobre el V. El gusto por la simetría parece heredado del Torres de la Hymenea.

Si en las dos Églogas la intriga apenas existe o bien como excusa para una representación sobre la actualidad política, (en el caso de la Égloga de 1519) o bien para el análisis de los males de amor (en la de 1513) y por lo tanto el predominio de los elementos catalíticos o no vinculados a la intriga es absoluto, en la Farsa, por el contrario, la composición comienza a vincular todos los elementos a la intriga. Sólo unos pocos motivos pueden ser considerados como catalíticos o innecesarios desde el punto de vista de la intriga, cuyo mecanismo es además reforzado por los presagios del acto IV. El esbozo de acción paralela entre alcahueta y fanfarrón, poco justificado en la economía del conflicto, apenas llega a desarrollarse. La intriga, por último, desconoce el azar, y se desarrolla con una lógica causal simple y eficaz:

-215-

El movimiento escénico es prácticamente inexistente en estas obras, que lo reducen a pocos y nada espectaculares gestos, y a las entradas y salidas (a veces alocadas como en la Égloga de 1519) de los personajes. Aún así, la Égloga de Torino es la de más pobre movimiento, y la Farsa la del más rico, sobre todo en su acto V.

Las tres obras, a pesar de esta falta de movimiento, no renuncian a dar ciertas instrucciones de representación. Así, la Égloga de 1519, junto a acotaciones de trámite (Entra el otro; habla Juan Melenudo; llama a Climentejo), presenta una de descripción del vestido (Yvan todas con briales blancos vestidas). La Égloga de Torino pormenoriza gestos y escenario en el argumento, pero algunas de sus acotaciones están dirigidas más a la lectura que a la representación: Comiença la Égloga; habla contra el amor, habla con su soledad; habla al ganado... Otras, circunscriben con precisión el movimiento: habla el mismo Guillardo admirándose porque [Torino] no le sintió travando del [del pie de Torino con el cayado de Guillardo]; Acercándose Benita habla Quiral; llegada Benita con su compañera habla.

La Farsa acota la entrada del pastor del Argumento como quien viene de camino, señala al principio de cada acto los interlocutores que intervendrán, y concentra después

toda su atención en las cartas, delimitando su comienzo y su fin, o señalando: Escrive la carta con su sangre y dize; Mira la carta primero y dize; haviendo la carta dize Liria.

El escenario en que son representables estas obras no puede ser más elemental. Se supone un área de una «sala» de alguna casa particular o palacio, como deja entrever la descripción que precede a la Égloga de Torino:

«Quando supo que todos los cavalleros ya eran en casa de la señora princesa y el danzar començado, él partió de su posada e con todo su concierto llegó a la fiesta e recitó su égloga, como aquí se recita.»

En dicha área de la sala lo único escenográficamente necesario son algunos motivos vegetales, como se describe en el argumento:

-216- «acostado debaxo de un pino que allí hazen traer»

o como se exige en la acción:

«Helo aquí está debaxo este pino»

«...e vamos a ella

por baxo estas matas pues no se dacata».

El atrezzo de las dos Églogas se limita a los emblemas y aperos de los pastores, junto con algunos instrumentos musicales, y es especialmente rico en la Égloga de Torino. Los efectos especiales, a su vez, se reducen a la música y el canto, en especial con los villancicos finales.

En cuanto a la Farsa, disponemos ya de la brevísima referencia de Ronald Boal Williams282, que constataba el hecho de ser representada en la ciudad y en el día de San Juan, pero deducía apresuradamente que la representación tenía lugar en una plaza pública, la del Mercado de Valencia. Como ha puesto de manifiesto R. Rodrigo283, lo que se deduce del «introito» es la exigencia de un escenario al que esté subido el actor (pues dice «quierome aballar de aquí»), la distribución del público en diversas alturas («unos baxos, otros altos»), y la presencia de un sector del público entendido o discreto («hombres parescen agudos»). El carácter de la obra, eminentemente cortesano, inclina a pensar en la representación ante un público distinguido y privado, el día de San Juan, día tan propicio para el teatro, día también de las malmaridadas y de las libertades amorosas, presentes aunque castigadas en nuestra Tragedia.

Por lo demás, y sobre el escenario, lo único exigible es algún tipo de fachada con una puerta (representando una casa, al estilo latino-italiano de escenario «unitario»), por la que entran y salen de continuo los personajes.

Teatro, en definitiva, de espectacularidad muy sencilla y pobre, aunque entre las Églogas y la Farsa hay una transformación radical que hemos comprobado dato por dato y que anuncia la futura comedia.

Teatro de la palabra, por otra parte, que alcanza sofisticación y rico despliegue, al contrario que el espectáculo. La proporción -217- entre número de versos y número de réplicas no puede ser más significativa a este respecto:

El predominio absoluto de la palabra, la sobriedad de recursos escénicos, la escasez de movimiento, el carácter fuertemente circunstanciado de la ficción, la mínima articulación de ésta en una intriga, el gusto por la temática amorosa y la diversión lograda a costa de los rústicos, son los elementos básicos de un espectáculo en que lo fundamental es la convocatoria de los cortesanos al juego literario de salón que es lo que, en definitiva, define el universo de la Égloga.

-[218]- -219-

III.3. Notas en torno a la Farça a manera de tragedia

Ricardo Rodrigo Mancho

La Farça a manera de tragedia se imprimió en Valencia en 1537. El único ejemplar conservado se encuentra en el Museo Británico formando parte del legado de Sir Thomas Grenville. Impreso en doce hojas, recto y verso, en caracteres góticos a dos columnas y con un total de 1694 versos bajo forma de quintillas octosilábicas, no notifica el nombre de su autor ni de su editor.

El eminente hispanista M. H. Albert Rennert publicó una edición en la Revue Hispanique XXV, 1911, pero, tal y como advertía Merimée284, están omitidos 157 versos (a partir del verso 1289) debido a un error de copia del original. El mismo Rennert publicaría años más tarde otra edición revisada y completa (Farça a manera de tragedia, Valladolid, 1914).

La impresión de 1537 contiene numerosos errores técnicos: faltan versos enteros, finales de rima o palabras sueltas, y en los parlamentos no siempre se señala certeramente el personaje recitador. A ello hay que añadir la dificultad que entraña la perfecta comprensión del sayagués (en boca de los rústicos), lo cual hace posible que todavía existan lagunas conceptuales o referenciales en nuestra Farça.

Existe un problema a la hora de encarar la producción dramática valenciana. Tradicionalmente se ha considerado a los autores del Turia como simples epígonos de los grandes castellanos: así, se -220- relaciona a Timoneda con Lope de Rueda, a Artieda y Virués con Juan de la Cueva y a Guillén de Castro con Lope de Vega. Inevitablemente, la teatralidad pastoril valenciana de la primera mitad del siglo XVI (Egloga de Torino, Egloga pastoril y Farça a manera de tragedia) se desarrolla en las coordenadas peninsulares285 dictadas por Encina, Torres Naharro y La Celestina, aunque, en ocasiones, los productos teatrales han mostrado atipicidades desconcertantes.

La temprana Egloga de Torino, incluida en la novela Question de amor, alterna la espiritualidad idealizada al modo italiano con simplezas cómicas en sayagués, manifestadas por los rústicos ignorantes estilizados en la tradición teatral hispana. La anónima Egloga pastoril no construye una arquitectura de intriga en sus acciones, porque su dirección ideológica aristocratizante imponía especial interés en un alto número de alusiones a acontecimientos contemporáneos -siguiendo la tradición de las églogas de circunstancias políticas ejemplificadas por Francisco de Madrid, Martín Herrera, etc. En la Farça a manera de tragedia confluyen distintas tradiciones y prácticas teatrales: la inclusión de un pastor cómico (Gazardo), el refinamiento amoroso de Torcato con sus galantes y delicadas maneras de seducción, el bucolismo pastoril de la enamorada Liria junto a escenas desarrolladas en un marco urbano, los engaños celestinescos de Frosina, la presencia de intriga y estrategias, el final trágico, etc., conforman un producto heterogéneo y atípico dentro de la teatralidad pastoril, y ponen de manifiesto los nuevos materiales escénicos que hubieron de intervenir en la evolución sufrida por este género dramático.

Uno de los rasgos distintivos caracterizadores de nuestra Farça consiste en la orientación trágica que su autor quiso darle, patentizada en el título y en el introito que resume la trama:

-221- ya qu’esta farça merece;

pues que pena y no remedia que la llamemos tragedia, porqu’en dos muertes fenece286,

Las primeras situaciones trágicas del teatro pastoril ya se habían dado en la Egloga de tres pastores y en la primera parte de la Egloga de Plácida y Vitoriano. Incluso algunos episodios rústico-cómicos del primitivo teatro peninsular no son cómicos sino relativamente, según el punto de vista adoptado: la confrontación entre rústicos y estudiantes en el Auto del Repelón podría responder a una cuasi-tragedia si el auditorio se hubiera situado en la piel de los pobres pastores287.

(vv. 82-85)

En la Farça a manera de tragedia se observa el carácter trágico en la continua fatalidad que sufren los enamorados. Pero ya en el introito se advierte premonitoriamente:

Pues entra este cauallero como pastor de su hato, y llamarase Torcato, pues su tormento fue entero288.

Además, se explica la acción del drama como sucedida en la realidad, para buscar la segura conmoción del público espectador:

y esta ficion se recrece de una verdad que passó que un cauallero padece, y una dama se mató como adelante paresce.

-222-

Incluso la historia a representar queda localizada en el espacio vital del auditorio:

qu’es aqui do me embiaron a dezir lo que passó en estos pintaparados289

Aunque la intención de provocar risa está patente en los primeros versos recitados, el mismo pastor prologuista pide excusas por el tono trágico posterior:

y si no fuere graciosa, aureys nos de perdonar, porque me podré escusar

(vv. 91-94)

(vv. 86-90)

(vv. 26-28)

con ser la materia assi,

El argumento también pretende alcanzar situaciones patéticas culminantes. El malentendido amoroso entre Torcato y Liria provocado por una falsa carta (escrita por Carlino, pero simulando que era Liria quien instaba a su amado a abandonar la aventura sentimental) desencadenará el suicidio de los apasionados e ilícitos amantes. Efectivamente, la relación adúltera entre ambos provoca numerosos avisos premonitorios del final trágico a que estaban condenados, y que van a culminar en el acto quinto. El engaño de la carta, comunicando al entristecido amante el final de la relación amorosa, provoca en él tal estado de depresión e incertidumbre que, al no poder sobrellevarlo, desencadenará el final trágico. Con la sangre que va derramando su herida, Torcato escribe otra carta a Liria explicando en un tono patético la grave e irreversible decisión que ha tomado. El encuentro de Liria con el cadáver de su amado marca el otro momento climático de la obra: caída en la cuenta que Carlino lo ha tramado todo, su angustia y desesperación también hallarán descanso con el suicidio por amor («No me cumple mas biuir; / pues veo muerta mi vida», exclamará la desdichada). Seguidamente el pastor Roseno encuentra los dos cadáveres y comunica el hecho a Gazardo, Carlino y Toral, quienes deciden enterrar juntos a los dos leales amadores. La obra finaliza con un villancico y dos «canciones viejas» que versan sobre la omnipotencia del amor.

-223-

La pauta trágica de nuestra Farça no está reforzada desde el estudio profundo de las violentas pasiones humanas, sino a través de un desenlace un tanto artificioso e inesperado. El conflicto dramático interesaba porque ponía en tablas una apasionante -y frecuente290- situación humana que rompía con las pautas «normales» de comportamiento. Pero quizás, la intención por moralizar, castigando ejemplarmente a todos aquellos que se dejaban llevar por el corazón y olvidaban las reglas sociales de comportamiento, produjo un ligero descuido en la arquitectura dramática y en la pintura de caracteres.

No hay que olvidar que al mismo tiempo que trágica, el autor quería ofrecer una representación al modo de «farça»291. Para conseguir esta orientación se introduce la figura del pastor rústico Gazardo, que responde a los cánones cómicos marcados por la tradición teatral hispana. En una larga tirada de 65 versos contaminados de sayagués, Gazardo se autocalifica como ignorante y animalizado:

mi esposa echóme los ojos, y no me sali tras ellos, son peynóm’estos cabellos, y sacóme mil piojos; remesóme i escozia

(vv. 120-123)

que lo daua y al diabro, pues dixome que tenia de peynarme cada dia.

-224-

Su cobardía («yo mas me quigiera / entender con mi ganado») y desconocimiento del rito amoroso le potencian a consentir despreocupadamente al amante de su mujer, para que sea él quien la inicie en los placenteros «secretos»:

y han me dicho que anda alla Torcato empos de mi esposa, y aquello ¿qué se me da? assi dél deprenderá292 que yo no sé aquella cosa. No so ducho de muger,

Las fanfarronadas de Gazardo («Pues si apaño yo una vara, / quebrargela e en la cara») son el espejo donde se refleja el miedo al amante de su mujer («Torcato se viene a mi, / quiero yo huyr de aqui») o el consentimiento en ser un pacífico cornudo:

CARLINO ...y los que aquesto sabrán cornudo te llamarán.

GAZARDO Y esso, ¿qué se me da a mi? tambien son otros cornudos.

CARLINO ¿Quien son, veamos, empieça?

GAZARDO Machos, carneros cojudos y los bueyes han agudos los cuernos en la cabeça

(vv. 531-538)

(vv. 560-565)

(vv. 659-666)

La caricaturización de Gazardo alcanza cotas de máxima comicidad al calificarlo de pueril y miedoso en el amor («y ouome allí de abraçar / la zagala a mi pesar», exclamará lamentándose) para justificar la inoperancia con su mujer:

CARLINO ... ¿dime, has te echado con tu esposa alguna vez?

-225- GAZARDO Aun nunca en ella he tocado

pero ya esta concertado quando yo quiera, par diez.

La ignorancia amorosa y el temor ante el amante de su mujer hubieran sido impensables en un personaje-caballero, porque las convenciones teatrales (o ideológicas) impedían la orientación hacia la burla del estamento en el poder. La risa nunca es gratuita en el teatro: previamente a la representación hay toda una serie de coordenadas extrateatrales que convienen en una especie de pacto que determina la orientación ideológica de la risa y, con ello, las situaciones y personajes cómicos293. La ausencia del sentido del honor en el pastor Gazardo es contrapuesta con las idealizaciones amorosas cortesanas de Torcato, o con la obsesiva e inflada retórica de la «buena» reputación -en boca de Toral-, para potenciar cómicamente la división tajante entre la aristocracia y las otras formaciones sociales294: el mismo Gazardo no duda un ápice en reconocer su propia debilidad e inferioridad delante de su hidalgo contrincante:

TORCATO Tu diras lo que yo quiero.

GAZARDO Que al fin soys medio scudero y muy huerte luchador.

-226-

En opinión de Froldi295 la virtud de la Farça nace de su complejidad y heterogeneidad; sin embargo, el carácter alternativo de tragedia y comedia todavía está falto de maestría296en el intento de conseguir complejidad en la acción o en la sicología. Aun así, la Farça a manera de tragedia es una premonición de lo que constituirá el drama nacional barroco, la mezcla de asuntos dramáticos, la tragicomedia lopesca297. Este camino no resultaba extraño en el seno de la teatralidad románica: también en las

(vv. 1060-1064)

(vv. 892-894)

representaciones italianas de finales del siglo XV y principios del XVI es posible rastrear melodramas pastoriles con desenlaces trágicos.

En la Farça a manera de tragedia ya encontramos incipiente cuidado en la estructura dramática al reducir las partes no funcionales de la acción para conseguir un progresivo proceso acumulador de la trama, para generar incertidumbre e intriga sin perder el principio de la verosimilitud. Es importante destacar esta puesta sobre la escena de un trabajo teatral -más o menos conseguido- consciente de la arquitectura escénica de la intriga, englobada en un tono orgánico, aunque la acción todavía no había alcanzado la rapidez y el nervio que, más tarde, caracterizarían a la comedia barroca: con un término medio de casi ocho versos por réplica queda patente la autocomplacencia aristocrática en repasar escénica -227- y pausadamente temas y motivos de la literatura cancioneril y renacentista (el amor cortés, la gramática ovidiana del amor, la parcialidad de la Fortuna, el idealismo bucólico, la retórica del honor, etc.).

Quizá la esencia misma de la ficción pastoril fue el poder aglutinador que ejercía sobre tradiciones literarias y teatrales distintas, con la continua readaptación al gusto y a la cosmovisión predominantes: una de las obras pastoriles claves del período en cuestión, L’Arcadia de Sannazaro, resultaba ser consecuentemente un mosaico literario construido con la suma compleja de influencias dispares (Virgilio, Boccaccio, Petrarca, Dante, Calpurnio, Nemesiano, Ovidio, Polibio...)298 Además, a principios del siglo XVI todavía coexisten en el mundo de la cultura los motivos medievales y los recientemente incorporados por el humanismo y el renacimiento. Una rápida sugerencia nacida de los paralelismos entre el mundo arquitectónico y el dramático puede ser reveladora: en la ciudad de Salamanca, ejemplo simbólico del teatro del momento, se alza una elegante catedral gótica construida en el siglo XVI, al lado de la portada plateresca de la Universidad299. Y en Valencia, en la populosa Plaza del Mercado, la Llotja (1483-1498) y el Consolat de Mar (1506-1548) forman un todo gótico-renacentista. Con ello no queremos sino destacar el carácter de encrucijada de esta época, ante el cual no son extrañas las distintas experiencias técnico-teatrales, como es el caso de la Farça a manera de tragedia. Con la imposición de un orden nuevo de valores la complejidad y la mescolanza se patentizan en obras donde todavía no se había hallado el perfecto equilibrio entre las innovaciones escénicas, la intriga y la ideología subyacente.

En opinión de Arróniz300 la anónima Farça a manera de tragedia es un injerto de la potente tradición de pastores cómicos proviniente de Encina y Lucas Fernández con algún cuento de traición y venganza de la Italia renacentista, del que nos queda testimonio en el nombre de los personajes (Carlino, Torcato, Liria...); el carácter mixto de farsa y tragedia, indicado ya en el título, podría corroborar esta hipótesis. El contraste entre el pobre -228- patán cómico con la espiritualidad amorosa («¡o pastor el mas dichoso / de quantos dezir se pueda! / hallome muy venturoso / y muy poco temeroso / de Fortuna y de su rueda»), o con los engaños celestinescos tramados por Torcato, patentizan el perfil de la dramaturgia pastoril del siglo XVI, redefinido constantemente por la renovación y la adquisición de nuevos materiales escénicos. Aunque hubo un trasvase a otros géneros nuevos (comedia y Auto de Corpus), la teatralidad pastoril continuaría como tal hasta desembocar en la comedia pastoril barroca.

Cabe señalar especialmente la influencia de Torres Naharro sobre la Farça a manera de tragedia. Convergiendo en determinados momentos con la influencia lectora de La Celestina, el magisterio de Torres Naharro fue decisivo para el desarrollo

dramático de la teatralidad valenciana: entre las obras producidas a partir de este influjo podrían citarse la Comedia Hipólita impresa en Valencia en 1521 (fecha temprana si tenemos en cuenta que la Propalladia se imprimió por primera vez en 1517 en Nápoles), la Comedia llamada Clariana impresa en Valencia en 1522, y la Farça a manera de tragedia. Es incluso probable que el autor extremeño hubiera residido algún tiempo en Valencia, a tenor de las múltiples y precisas referencias a esta ciudad aparecidas en sus comedias (Tinellaria, Himenea y Seraphina), además del conocimiento de la lengua de los valencianos plasmado en algunos de sus personajes.

La preocupación teórica de Naharro le había impulsado a conformar en el Prohemio de su Propalladia un modelo ideal de teatralización: la comedia. Entendida como «un artificio ingenioso de notables y finalmente alegres acontecimientos por personas disputado»301 se recomienda la inclusión de un introito y la división en cinco actos o jornadas por razones de ritmo y comprensión, pero sobre todo es necesaria la «decente continuación de la materia» que asegure el principio de la verosimilitud: «dando a cada uno lo suyo, euitar las cosas impropias, usar de todas las legítimas, de manera qu’el sieruo no diga ni haga actos del señor, et e conuerso; y el lugar triste entristecello, y el alegre alegrallo, con toda la aduertencia, diligentia y modo possibles»302. También se establecen diferencias tipológicas entre las «comedias a noticia» («de cosa nota y vista en realidad de verdad») y las «comedias a fantasía» -229- («de cosa fantástiga o fingida, que tenga color de verdad aunque no lo sea»)303, sin olvidar uno de los factores más problemáticos en la pragmática de la representación: «El número de personas que se han de introducir, es mi voto que no deuen ser tan pocas que parezca la fiesta sorda, ni tantas que engendran confusión. Aunque en nuestra Comedia Tinellaria se introduxeron passadas XX personas, porque el subjecto d’ella no quiso menos, el honesto número me paresce que sea de VI hasta XII personas»304.

El autor de la Farça a manera de tragedia conocía bien los postulados teóricos de Torres Naharro, ya que construyó una historia ficticia con aires de realidad («comedia a fantasía») en una arquitectura ordenada al servicio de la intriga, y basada en el introito seguido de cinco actos, con una participación total de nueve personajes.

Sin embargo, será primordialmente en la producción dramática de Torres Naharro donde los autores hispanos del momento iban a encontrar las nuevas directrices escénicas. Los conflictos planteados entre el deseo amoroso y el honor en la Comedia Himenea305 también se manifiestan -aunque no idénticamente- en nuestra Farça en las circunstancias degradantes de Toral -marido de Frosina y tío de Gazardo-, que explican el deseo de venganza de los alcahueteos de su mujer:

¡Cuerpo de tal sempiterno! mi muger es alcahueta, más es que ponerme el cuerno ..... -230-

¿como ya no lo he lançado

aquel malauenturado

en el espantable abismo?

Por las reliquias de Roma,

por solo mudar las pajas,

si este mi braço lo toma,

que a los semejantes doma,

que le haga mil migajas

La influencia lectora de La Celestina -que ya se había dado en las comedias del extremeño- es nuevamente palpable en el autor de la Farça a manera de tragedia, en el desarrollo del acto tercero, al representar un marco urbano (próximo a las casas de Frosina y Liria) en donde la caracterización de la primera como personaje celestinesco es introducida para mover la acción y crear la intriga:

TORCATO Quiero rogalle a Frosina que nos quiera conceder espacio para nos ver por su casa qu’es vezina; y Frosina bien hará todo quanto yo quisiere.

Incluso nuestra anónima Farça contiene algunas pinceladas erasmistas muy al gusto de Torres Naharro306. En el acto segundo, -231- el «medio abad» Carlino, que representaba al mundo eclesiástico, descubre las intenciones lucrativas que le habían movido a concertar el matrimonio de su hermana Liria con el rústico Gazardo:

CARLINO Gazardo, aquí te queremos porque muy prestos casemos que saques a Liria joyas.

Aunque ocasionalmente algunos ejemplos de introitos son plasmados por Lucas Fernández y Encina (recordar el pastor Gil Cestero de la Egloga de Plácida y Vitoriano), será Torres Naharro el primero en apreciar y explotar al límite el potencial del pastor bobo como prologuista del espectáculo, según un modelo preestablecido

(vv. 1015-1029)

(vv. 461-466)

(vv. 629-631)

consistente en un saludo al auditorio seguido de una narración de historias graciosas y un resumen de la intriga. La idea de un prólogo dramático pudo venir sugerida desde la preceptiva y la práctica escénica clásica, pero él se separa de estas versiones al estereotipar la figura del cómico. En opinión de Brotherton307, «He attemps, through the introito, to induce the courtly spectators into the realm of dramatic illusion, to participate in the realm of dramatic illusion, to participate in the essentially bipartite theatrical experience».

La insistente puesta en escena de un rústico-cómico prologando las comedias de Torres Naharro había de contribuir a la tipificación de esta escena en el teatro peninsular (pastoril y no pastoril) de la primera mitad del siglo XVI. John Brotherton308 ha documentado ampliamente entre los introitos de las obras del extremeño la presencia de este pastor de rústica apariencia y con dificultad para expresarse en buen castellano, que se presenta al auditorio con la fórmula «Dios mantenga». De acuerdo con el horizonte -232- ideológico del teatro cortesano309 el gallardo pastor evoca con miedo detalles impúdicos, aventuras, historias y luchas picantes con hembras310, e increpa cómicamente al auditorio relatando (y a veces, desafiando con) sus burdas cualidades. La necesaria transición entre estas simplezas y el relato del argumento es potenciada por la cómica amnesia temporal que sufre el pastor311. Después de haber semiescandalizado a los espectadores con sus ansiedades, inmediatamente, el prologante narra el motivo real de su misión, concentrándose en informar de la historia teatral y en preparar las óptimas condiciones de la audiencia -pidiendo silencio y atención-.

El introito de la Farça a manera de tragedia evidencia la imitación de los cánones marcados por Torres Naharro. El pastor rústico («pues aunque me veys grosero» dirá humillado), «como quien viene de camino», aparece simulándose despistado y por accidente, sin olvidar su saludo al auditorio:

Soncas, que por san Crimente creo que llego a la ciudá, Dios mantenga estays acá, ¡O qué llugar tan luziente! ¿Es finado algun doliente -233-

o es mercado o regozijo?

... qué senefica esta gente.

... Yo nunca tal cosa vi

Después de adivinar el motivo de su entrada («qu’es aqui do me embiaron / a dezir lo que passó / en estos pintaparados») procede a dar una lista de sus rústicas cualidades y de su «excelsa» genealogía ridiculizadora, y a explicar los antecedentes de su cómica vestimenta:

(vv. 1-14)

que sabo muy bien baylar con muy huertes çapatetas, castañetas repuntetas, y sabo huerte saltar. Sabo arar, sabo cauar, sabo bien guardar ganado ... sabo ser enamorado de las moças del lugar; ... quiça so de mal nacio, par Dios hue un aguelo mas de diez años porquero, mi padre Gil Borriquero y mi madre Benitorra, y a mi, porque era primero, me dieron esta gran gorra, porque hues tamborilero

Esta parodia de los valores cortesanos servía de soporte a la provocación con que invitaba al público a participar en el sarao:

... miafé amo no tengo, y por esso agora vengo si, ¿hay alguno que me quiera? ... Soncas, si yo quisiera, segun tan fuerte es mi fama, por las cortes anduuiera, ... O san Hedro sea lloado, no ay quien me quiera tomar.

Finalmente el pastor recuerda su funcionalidad escénica («o que mamoria de cabra / pero ya se me acordado») y procede a relatar el argumento y a preparar la entrada de Torcato:

-234-

(vv. 46-63)

(vv. 38-65)

No quiero mas declarar,

que al fin es muy clara cosa ... y procurad d’escuchar, que Torcato veysle aqui, donde viene a mas andar.

Hemos de tener en cuenta que cada introito se debía sintonizar a las condiciones propias de su representación, y, por tanto, ajustaba la intensidad del tono provocativo u obsceno con la «dignidad» de los espectadores. El introito de nuestra Farça no llega en ningún caso a los extremos «escandalosos» de algunos de los contenidos en la Propalladia312, lo cual ha inducido a Brotherton a pensar que «Here it is clearly indicated that the spectators are of high station»313.

-235-

Las conexiones que se dan entre la ficción dramática y las condiciones de representación en el teatro cortesano de la primera mitad del siglo XVI nos dan pie a analizar algunas hipótesis acerca de la Farça a manera de tragedia.

En opinión de Ronald Boal Williams314, los espacios ficticios en el decurso de la historia dramática podían tener una fácil solución escenográfica. La escena del introito representa una plaza pública en la Valencia de aquellos días («creo que llego a la ciudá, / ... ¡(O qué llugar tan luziente! / ¿Es finado algun doliente / o es mercado o regozijo?»). Las confidencias entre Torcato y Roseno, interrumpidas por la retórica idealizada y la recomendación de prudencia por parte de Liria315 ocupan el primer acto, localizado -en la ficción- en un jardín, seguramente el de Torcato («¡Qué de rosas, qué de flores! / qué prados y qué verdura!..»). Los avisos de Carlino a Gazardo y el encuentro con Liria se sitúan en un espacio indeterminado. En el acto tercero Frosina promete ayudar a Torcato concertando en su casa encuentros de los ilícitos amantes; seguidamente Carlino comunica estas picardías a Gazardo, y decide planteárselo también a Toral para buscar algún castigo ejemplar: todos estos diálogos parecen representados en la calle, delante de las casas de Liria y Frosina que son adyacentes316. Nuevamente, los actos cuarto y quinto representan un espacio no especificado. En el acto cuarto Toral aconseja tomar venganza sangrienta con su esposa («tu Gazardo, alla a tu esposa, / hazla quatro mil pedazos»), pero Carlino les convence a poner en práctica la estrategia de la falsa carta para Torcato -que entregará Seriola, -236- hija de Frosina. En el quinto acto se escenifican los suicidios y el entierro común de los leales amadores. La solución escenográfica propuesta por Ronald Boal Williams para el conjunto de la representación estaba al alcance de las posibilidades cortesanas, ya que, a pesar de los espacios indeterminados, la ficción del jardín en el acto primero y la de una calle con las casas de Frosina y Liria en el tercero, no ofrecían ninguna dificultad para su pragmática escénica: «One may safely infer that the scene represents the same place throughout the play. It consists of a garden with two dwellings visible»317.

(vv. 118-126)

Las restringidas afirmaciones de Ronald Boal Williams centradas en el introito de nuestra obra abrían un nuevo camino en la investigación: «A shepherd open the play with an introit. Statements that he is arriving in the city, that he is a traveler, and that it is St. John’s day, and a reference to the market-place square in Valencia on this day»318. Aunque los versos que sirven de soporte a esta hipótesis necesitan de un estudio profundo y una nueva revisión crítica, pueden dar alguna luz:

Soncas, que por san Crimente creo que llego a la ciudá, Dios mantenga estays acá, ¡O qué llugar tan luziente! ¿Es finado algun doliente o es mercado o regozijo? Dome a Dios que yo me assiente asta saber sin letijo qué senefica esta gente. No abra nadie de aqui, si atienden al prediquero, por san teste verdadero, creo qu’esperauan a mi. Yo nunca tal cosa vi, sí, es la tierra de los mudos; no, que a lo que conosci, hombres parescen agudos. Quierome aballar de aquí, posados de ellos, no, unos baxos, otros altos, -237-

esto aquí para dar saltos,

no sé yo quien tal formó.

A pesar de la consulta parcial entre la documentación histórica de la época, todavía desconocemos noticias que establezcan relación entre el texto teatral impreso y su pragmática escénica, pero es muy probable que la obra pudo representarse en algún palacio o jardín del ámbito cortesano de la ciudad de Valencia (no hay que olvidar que la impresión de las obras teatrales respondía, en ocasiones, a la demanda producida por el éxito de la representación).

(vv. 1-22)

Lo que más claramente se desprende de los versos en cuestión es la representación en un escenario («Quierome aballar de aquí») que al coincidir con el silencio del público («sí, es la tierra de los mudos») hacen creer al ingenuo pastor que los espectadores esperaban algún predicador («prediquero»). El público del auditorio estaba repartido en diversas alturas de percepción («unos baxos, otros altos») y debieron asistir personas notables de la nobleza valenciana («hombres parescen agudos»).

El tiempo representado en escena acaece al día de San Juan, tal y como se deduce de la exclamación bucólica de Liria:

¡Qué de rosas, qué de flores! ¡qué prados y qué verdura! ¡qué yeruas de mil colores! ¡qué campos llenos de olores! ¡qué fuentes y qué frescura! ¡qué plazer y qué alegría! ¡qué mañana de San Juan! ¡qué alegre que sale el día! ¡qué rayos el sol embia que por mensajeros van!

Lo cual es perfectamente compatible con la ridiculización del rústico pastor Gazardo, quien, habiendo sido desposado en Pascua, todavía no había disfrutado las mieles de su condición matrimonial:

GAZARDO ¿no sabedes nada aca que so desposado ya con la mejor del lugar, con la hija del arcalde? -238-

... ¡quan huerte hue’l desposorio!

la pascua me desposaron,

mas, ¡qué huuo de prazentorio!

como si hubiera casorio,

dos mil zagales baylaron;

(vv. 265-274)

(vv. 507-519)

El principio de la verosimilitud queda afianzado al representarse en escena una temporalidad referida al día de San Juan: con más de dos meses de matrimonio la abstinencia de Gazardo hubiera parecido increíble y, con menos, no tendría las repercusiones cómicas que en todo momento se buscan.

Según documenta Caro Baroja319, numerosas comedias del teatro barroco español están ambientadas alrededor de las fiestas del día de San Juan, aprovechando el tono folklórico y placentero que poseían. El mismo Lope incluye episodios referidos a este día en Las flores de don Juan, El esclavo fingido, Más vale salto de mata que ruego de buenos, El último godo, La hermosura aborrecida y La adversa fortuna de don Bernardo Cabrera; también lo hacen Gaspar de Aguilar en El gran patriarca don Juan de Ribera y Cervantes en Pedro de Urdemalas.

Incluso, algunas obras dramáticas pudieron representarse en el conjunto de las saturnales fiestas de San Juan. La noche y la mañana del 24 de junio han sido consideradas -tradicionalmente- como una temporalidad de carácter excepcional y sagrado, con un acusado matiz colectivo propicio para los espectáculos y mascaradas320. Los numerosos refranes, comentarios, romances, rituales -239- próximos a la actividad dramática, comparsas y danzas, plasman la intensa apetencia de espectáculos teatrales o para-teatrales en este encantado día. El mismo Lope hubo de componer en tres días La noche de San Juan para completar la grandiosa fiesta (con música, dos comedias, baile, cena y enramadas) que se dispuso el día de San Juan de 1631 en honor y lisonja de Felipe IV321. No muchos años más tarde hubo otra deslumbrante fiesta cortesana de la noche de San Juan con comedia incluida; así lo relataba Antonio León Pinelo en los Anales de Madrid de 1640:

La noche de San Juan hubo en el Retiro muchos festines, y entre ellos una comedia representada sobre el estanque grande con máquinas, tramoyas, luces y toldos; todo fundado sobre las barcas322.

La relación de la festividad del día de San Juan con aspectos del calendario agrícola y vital se prestaba para representar escénicamente cualquier tema próximo al bucolismo: la pastora-dama Liria de la Farça a manera de tragedia se sitúa en un marco idealizado donde la comunicación con la naturaleza sirve de telón de fondo a la información de los antecedentes del problemático amor:

¡O que frescas arboledas de naranjos y cipreses! ¡O que altas alamedas llenas de auecitas ledas que cantan sus entremeses! Respondeme paxaricos, calandrias y ruyseñores, y vosotros xergueritos,

¿conoceys los infinitos passatiempos del amor? Poco goza deste trato -240-

la que de amor no esta presa.

¡O mi querido Torcato!

¿adonde tienes tu hato?

¡quanto no verte me pesa!

Siguiendo las directrices técnicas de la teatralidad cortesana, es posible que el tiempo representado y el tiempo de la representación de la Farça a manera de tragedia coincidieran en parte, y que la obra dramática, por tanto, estuviera inserta en la celebración cortesana de las fiestas de San Juan de la ciudad de Valencia. La aristocracia local celebraba este día con espectáculos y diversiones apropiadas, tal como testimonian los escritos privados de Jeroni Soria, personaje valenciano del siglo XVI especialmente relacionado con la nobleza valenciana y castellana:

Diumenge a 21 de Juny, 1551, a les cinch hores de mati se pega foch en la cort de la Governació de Valencia...

A 24 de dit mes, dia de Sant Joan Baptiste, corregueren bous e jugaren a canyes en la plaça de la Seu323.

Además, la teatralidad cortesana valenciana había tenido un precedente prototípico de pérdida de los límites entre el tiempo de la ficción y el de la realidad: en La Vesita de Juan Fernández de Heredia los cortesanos teatralizan la misma fiesta en que se inscriben los acontecimientos de la escena, haciendo coincidir el tiempo representado con el tiempo de la representación.

Tradicionalmente se había venido considerando el 24 de junio como un mágico día propicio para las aventuras amorosas, literaturizadas en numerosos villancicos:

A los baños del amor

sola m’iré y en ellos me bañaré. Caballero, queráisme dexar, que me dirán mal. Oh, qué mañanica, mañana, la mañana de San Juan,

(vv. 275-289)

-241- cuando la niña y el caballero ambos se iban a bañar! Que me dirán mal: caballero, queráisme dexar, que me dirán mal. Que no cogeré yo verbena la mañana de Sant Juan, pues mis amores se van324.

Precisamente la Farça a manera de tragedia escenifica la historia de un aventurado amor adúltero, ambientado en este apetecido día. Ni Caro Baroja325 ni Romeu326 han documentado patrañas amorosas trágicas de tipo tradicional localizadas en festividades saturnales, que puedan guardar algunas semejanzas con la Farça a manera de tragedia, aunque existen villancicos de la tradición poética medieval románica que recogen el tema de la malmaridada con presagios dolorosos y dramáticos327.

Es muy posible que la teatralidad cortesana italiana pueda aportarnos datos interesantes, ya que sus dos fuentes básicas, la pastoral y la tragedia, son también ingredientes de primer orden en la Farça a manera de tragedia. La identificación del autor pasa por el hallazgo de la fuente inspiradora; sólo así se podrá descubrir la funcionalidad última de nuestro texto dramático.

-[242]- -243-

III.4. La tradición pastoril y la práctica escénica cortesana en Valencia (II): coloquios y señores

Juan Oleza Simó

De 1537 es la Farsa a manera de tragedia, o al menos ésa es su fecha de impresión. El universo de la Égloga pastoril alcanza su culminación en la década de los 30, con obras que recogen el influjo de Torres Navarro y que, a través suyo, representan la etapa de transición a la comedia. Son obras como la Égloga de Juan de París (impresa en 1536), la Farsa llamada Ardamisa (c. 1530) de Diego de Negueruela, la Farsa llamada Cornelia (impresa, según Moratín, en 1537) de Andrés de Prado, o la Farsa de la hechicera, de Diego Sánchez de Badajoz (entre 1525 y 1547). Ello no quiere decir que se agote en esta década, pues obras hay escritas con posterioridad, como la Farsa de Alonso de Salaya (c. 1556) o la Comedia Florisea, de Avendaño (ediciones en 1551 y 1553), y la persistencia de ediciones de églogas en la segunda mitad del siglo y aún a

principios del siguiente328, muestra que la afición a este tipo de piezas continuó durante un largo aunque languideciente período. Quiere decir, simplemente, que en los años cuarenta la atención del público cortesano se va a ver sometida a importantes cambios de gusto.

De un lado, y relacionado con el universo pastoril, sorprendemos al público cortesano recreándose en la moda de las «cuestiones de amor» a la italiana, que había hecho circular por toda -244- Europa el Filocolo de Boccaccio329 y que se vierten al castellano por Diego López de Ayala y Diego de Salazar y se imprimen en Sevilla bajo el título de Laberinto de amor en 1546. También en Toledo, y en el mismo año, se imprime una versión con el título Trece qüestiones muy graciosas sacadas del Philoculo del famoso Juan Bocacio. La tradición en España parece comenzar con la Comedia Fenisa (Sevilla, 1540), que proyectó el juego hacia la fama, como parecen demostrar las sucesivas ediciones en 1588 y 1625, y las dos versiones a lo divino que se encuentran en el Códice Rouanet: el Colloquio de Fenisa y Fide Ypsa330. Atribuidas durante largo tiempo a Lope de Rueda331, dos obras recogen dicha tradición, el Coloquio llamado prendas de amor (incluido en el Registro de representantes, Valencia, 1570) y la Comedia llamada Discordia y qüestión de amor (impresa por Comellas en Barcelona, 1617, y reproducida por F. R. Uhagón en RABM, VI (1902)). Otro de los autores-actores editado por Timoneda, Alonso de la Vega (del que apenas sí sabemos que murió en Valencia entre 1560 y 1566)332, intentó la vía pastoril con su Tragedia Seraphina, y se apuntó también a la moda de las cuestiones de amor, en la introducción a su Comedia de la duquesa de la Rosa. Las Tres comedias (Valencia, 1559) de Timoneda van precedidas asimismo por tres cuestiones de amor que remiten al modelo boccacciano. Aparecen pues las Cuestiones de amor, con su sofisticado y artificioso universo poético, plenamente arraigadas en el gusto cortesano valenciano.

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Pero por otra parte el público cortesano se va a ver sacudido, en sus hábitos teatrales, por un fenómeno nuevo, el de los espectáculos de los actores-autores, de indudable carácter populista, muy poco literarios, y que suponían una experiencia en muchos aspectos similar a la de la «commedia dell’arte» o «commedia all’imprevista» italiana. Con la década de los 40 comienzan a abundar las noticias sobre estos actores-autores que recorren España profesionalizando sus espectáculos, creando una práctica escénica independiente del mecenazgo de las cortes señoriales y haciendo cristalizar una audiencia municipal en un mercado teatral público. Estos actores-autores recorrerán España en los próximos treinta años. Son los Hernando de Córdoba, los Correas toledanos, Lope de Rueda y Alonso de la Vega, los Cisneros, los Alonso y Jerónimo Velázquez, los Pedro de Saldara, etc., toda una larga serie de «representantes» a los que Timoneda ofrecía sus ediciones teatrales como instrumento de trabajo333, o de cuyas representaciones pretendían extraer beneficios las madrileñas Cofradías de la Pasión, ya en 1565, o de la Soledad en 1567.

Pero estos actores-autores no se limitaron a representar en las plazas y posadas públicas, sino que acudieron también, y con frecuencia, a las casas privadas y a los palacios, cuando desde allí se les llamaba. Del más famoso de todos ellos, Lope de Rueda, sabemos que, pagado por el Ayuntamiento de Valladolid, representó para el

príncipe Felipe en 1551, y ya convertido éste en Felipe II, volvió a verle representar en 1554, en casa del conde de Benavente. En la consagración de la nueva catedral de Segovia, el 15 de agosto de 1558, representó Lope de Rueda una «gustosa comedia», aparentemente dentro de la misma Catedral334. En octubre de 1561 o poco antes representó ante la Reina, pues la contabilidad de palacio anota dos pagos de 100 reales. Y en su testamento (21 de marzo de 1565) dejó declarado que el clérigo sevillano Juan de Figueroa le adeudaba 59 ducados de un total de 96 como pago por representar durante doce días en su casa, probablemente en la collación de San Ildefonso, cerca de la puerta de Carmona, en -246- 1563 o 1564335. En Valencia era bien conocido y apreciado en palacio, por lo que nada extraña que sea cita reiterada en boca de los cortesanos de Luis Milán: «Pues digámosle Joan de Rueda, y no lo digo porque sea como Lope de Rueda, que no hace farsas como él», se comenta en una ocasión. Y en otra: «Pues fue el caso tan feo, que no hallamos con qué salvaros, sino con Lope de Rueda, que lo quisiste contra-hacer por dar placer a costa nuestra»336.

¿Representaba, pero, las mismas obras en palacios y en casas privadas que en corrales, posadas y plazuelas? En parte, indudablemente sí, pues si Lope de Rueda fue conocido y apreciado en los ámbitos cortesanos fue por su «diferencia» con respecto a los espectáculos característicamente cortesanos. De ahí que, incluso en obras menos populistas y más sofisticadas, continúe manejando sus pasos de negra y de bobo que tanta fama popular le dieron. Por otra parte, disponemos de documentos muy explícitos, como los del pleito que sostuvo en 1554 contra el duque de Medinaceli, reclamándole 25.000 maravedís por cada uno de los seis años en que su primera mujer, Mariana, le había servido como cantante y como bailarina (de 1545 a 1551), y que parecen sugerir que Lope de Rueda representó «comedias» allí, y no sólo «colloquios». Así lo declara el testigo y actor Pedro de Montiel, quien reconoce haber representado en la casa ducal «comedias é obras graciosas», o el músico Gaspar Díaz, que declara que «cuando el dicho Lope de Rueda haze alguna comedia si le llama y le paga bien su trabaxo tañe en la dicha comedia biguela»337.

Pero, a la vez, Lope de Rueda elaboró parte de su repertorio intentando adaptar su arte a los gustos específicamente cortesanos. De otro modo no tendrían explicación las marcadísimas diferencias de sus «colloquios» pastoriles respecto a sus «comedias». Tanto la apropiación del género pastoril, de raigambre cortesana, como los intentos de acercarse a una prosa culta y refinada (en la que fracasa estrepitosamente), han de obedecer, pienso, a la necesidad de disponer de un repertorio que casase mejor con el ambiente -247- de los salones que el habitual de las comedias, lo que no quiere decir que los coloquios pastoriles, una vez pensados para palacio, no fueran de inmediato readaptados para la calle, sobre todo por medio del mecanismo de la incrustación de pasos338. Y curiosamente, los coloquios pastoriles son los que más popular le hicieron entre los escritores posteriores, la mayoría de los cuales debieron contemplar a Rueda en espectáculos públicos y no en privados. Es el caso de Cervantes, que parece no recordar más que a un Rueda popular, pastoril y en verso: «Fue admirable en la poesía pastoril, y en este modo, ni entonces ni después acá ninguno le ha llevado ventaja (...) Las comedias eran unos coloquios como églogas entre dos o tres pastores y alguna pastora...» escribe en el prólogo de sus Ocho Comedias y ocho entremeses, y en Los baños de Argel339 reproduce siete quintillas de un coloquio «que e del gran Lope de Rueda, impreso por Timoneda» y que se expresa «en el pastoril lenguaje». También Lope de Vega lo recuerda, en la Justa poética en honor del bienaventurado Isidro... (Madrid 1620), por «los que entonces llamaban coloquios, aquellas églogas, digo, de

Vergara y Lope de Rueda»340, y en la dedicatoria de La Arcadia declara que «el uso de España no admite las rústica Bucólicas de Teócrito, antiguamente imitadas del famoso poeta Lope de Rueda»341. Si bien en el Arte Nuevo (1609) evoca las «comedias»342. Y asimismo Timoneda recalca el carácter pastoril de arte de Lope de Rueda: «supremo representante; general en cualquiera extraña figura; espejo y guía de dichos sayagos y estile cabañero»343.

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Pero, sumados todos los factores, los colloquios siguen siendo harto diferentes de las comedias. Y la diferencia empieza a notarse en las presentaciones, en las que cada comedia es tildada de «exemplar», o de «poética», o de «apacible», o de «afable», además de «graciosa», mientras que el Coloquio de Tymbria es significativamente calificado por Timoneda de «elegante» (el de Camila es calificado, como Los engañados, de «muy apacible y gracioso»). Las diferencias parecen continuar, aunque sólo sean de matiz, en el tratamiento del público. Las comedias, en efecto, apelan al público en el prólogo como «auditores» (Eufemia), «apacibles auditores» y «señores» (Armelina), «generoso auditorio» y «vuesas mercedes» (Los engañados), «nobles auditores» y «vuesas mercedes» (Medora), mientras que los coloquios parecen enfatizar más la calidad del público: «Illustres y agradecidos señores» (Camila) y «muy magníficos señores» (Tymbria). En tres de las comedias el prólogo se limita, al final, a saludar al público («et Valete»), a recomendarle que se oriente en la maraña por algún detalle («entended que Armelina es Florentina»), o a asegurar que lo van a pasar bien («Sé que se holgarán en extremo vuesas mercedes si están atentas»). En la cuarta (Medora), hay una mayor deferencia, pues «todas estas cosas son parte de la comedia para hacella más graciosa y servir a vuesas mercedes como todos deseamos». Pero en un coloquio al menos se incrementa este respeto: «El cual [contento] plegue a Dios que nosotros lo demos a vuesas mercedes con nuestra representación. Amén» (Camila). Pero la diferencia mayor, en cuanto al tratamiento del público, reside en los ultílogos, en los que las comedias suelen incorporar alguna despedida jocosa y la invitación a seguir la fiesta:

-«Auditores, no hagáis sino comer y dad vuelta a la plaza si queréis ver...» (Eufemia).

-«Señores, perdonen; y si de parecer estuviere alguno de holgarse en estas fiestas, aconsejáraselo yo con residir en ellas Baco y no Neptuno» (Armelina).

-«¡Sus, señores! Si les pareciere alcanzar de la fiesta y confitura que allá dentro esta aparejada (...) y, por tanto, perdonen» (Los engañados).

-«¡Ea, señores! Cada uno se vaya a su posada, que si toda la gente que está allá dentro y vuesas mercedes han de comer en casa, bien podemos echar a cocer la mula y su gualdrapa y todo, y por tanto perdonen» (Medora).

Mucho más sobria es la despedida de los Colloquios:

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-«Señores, perdonen, que con bailar se dio fin a nuestro Colloquio» (Tymbria).

Si estas diferencias parecen de puro matiz, como, por otra parte, la del número ligeramente mayor de personajes en las comedias (de 12 a 15) que en los coloquios (de 10 a 11) no lo son en absoluto las que separan el papel de las acotaciones en las comedias, donde prácticamente no existen (sólo dos, una funcional en Eufemia: «carta de Leonardo para Eufenia», y otra más descriptiva en Medora: «Aquí sale Medoro huyendo y Acario y Barbarius tras del»), y en los coloquios, (sobre todo en el de Tymbria), en que las acotaciones describen minuciosamente las entradas y salidas de los personajes (en 10 ocasiones en Camila y en 8 en Tymbria), los cánticos y bailes («canta y baila Pablos Lorenzo», apunta Camila, y vuelve a hacerlo en otras cuatro ocasiones con respecto al canto), el aspecto específico de algunos personajes («Quiral y Burgato, pastores», «Salen Pablos Lorenzo, simple, y su mujer», «Entra maese Alonso el barbero», etc.), a veces de manera no tópica («Entranse todos y sale Mesiflua, en figura de harpía y dice» o «Leno, simple, lleno de granzones de paja»), los gestos y movimientos simples («Echase a dormir», «Recuerda Troyco»), y hasta movimientos complejos, que son acotados como en una pantomima. Así, en el «ballet» en el que Mesiflua interrumpe la reyerta de los dos pastores:

«Queriéndose dar Isacaro y Asobrio, echa Mesiflua una flor y caen adormidos, y los lleva encantados cantando a poner en el tueco del árbol.»

Acotación que se prolonga tras el texto de la canción de Mesiflua:

«Después de habellos dejado en el tueco, vuelve a Troyco, que por otro nombre se llama Urbana, por ser mujer, y dice...»

Y de nuevo, pero ahora en otra escena, Mesiflua interrumpe un acto violento:

«Aquí, queriéndose dar Tymbria, sale Mesiflua y la detiene, diciendo...»

LosColloquios implican, por tanto, una mucha mayor preocupación formal por la dirección y orientación de los actores, que las comedias, y no parece lógico echarle la culpa de ello a Timoneda, que puestos a añadir acotaciones las añadiría en ambos géneros por igual.

A las dos puertas (o, en su caso, los dos bordes laterales de la cortina) y a la ventana necesarias para la escenografía de las comedias, -250- los coloquios oponen a su vez el espacio ante una cabaña344, con su puerta y con una posible ventana para Camila. Además, en Tymbria, es necesario el tronco hueco de un árbol, en cuyo interior han de ser introducidos dos hombres y del que han de salir después tres. El escenario se elabora, por tanto, con una mayor capacidad de significación en los colloquios.

También es llamativa la diferencia entre comedias y colloquios en la construcción dramática del texto, que es dividido en scenas (entre 6 y 10) en las comedias y es presentado como unitario en los colloquios. En realidad las scenas de las comedias presuponen secuencias espectaculares complejas, pues están constituidas por «escenas»

simples (momentos escénicos en que no se modifica ni el tiempo, ni el lugar, ni el número de personajes), en número variable, pero que pueden llegar a ser cuatro y cinco (en Eufemia, la primera scena contiene cinco escenas), lo que confiere al texto una estructura de dos niveles, el de las escenas simples y el de las scenas complejas (que no siempre tienen una unidad escénica, pues pueden mezclar tiempos, lugares y personajes diferentes, pero que tienden a organizarse en función de la intriga o del tema). Los colloquios, por el contrario, no conocen más que el nivel de las escenas simples, marcadas casi siempre por las acotaciones de entradas y salidas, y que segmentan la acción en múltiples momentos (28 en ambos), breves y ágiles, y dotados de coherencia interna, aunque amontonados sin más orden que el puramente cronológico o el de la necesaria interpolación de algún paso.

Pero donde la diferencia entre comedias y coloquios es más ostensible es en las aspiraciones lingüísticas de los coloquios, en los que puede comprobarse el terrible esfuerzo de Lope de Rueda (y tras él, de Timoneda), por adaptarse, sin éxito, al estilo pastoril que había depurado el último Encina, églogas dramáticas como la de Torino o lírico-dramáticas como las de Garcilaso. Los resultados no pueden ser más grotescos cuando oímos a Quiral, en Camila, complicarse la vida de esta manera:

-«No de otra manera, Burgato, te has querido mostrar conjurador que acostumbran usar aquellos que de sacerdotales ornamentos ataviados a las furiosas y amenazadoras nubes apremiar suelen.»

O a Burgato decir muy seriamente, en el mismo coloquio:

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-«Aunque de lejos y escuchándote habemos estado, no pequeño alivio en los cansados miembros y pastoriles corazones de tus mas que amigos has puesto.»

O a Tymbria informar a su padre del trabajo ordenado a los pastores:

-«Señor, Isacaro, el nuestro zagal, rato ha grande que con el cabrío ganado por las pasaderas del arroyo guijoso, el vado del ciervo le sentimos pasar.»

Una lengua en la que un pastor, para invitar a otro a su casa, le dice «entra en mi pajiza cabañuela», en la que «a tu lamentable cabra le han sobrado muchos quilates de ventura», en la que los zurrones se convierten en «peludos zurrones», y en la que llevar a pastar las ovejas recién paridas se convierte en toda una odisea sintáctica:

«Señor, con las paridas me iré mansa y reposadamente, porque las crianzas de las delgadas yerbas que entre las nuevas matas de los ásperos tomillos rebrotan puedan gozar.»

La lengua popular, fresca, llena de refranes y expresiones coloquiales, del Lope de Rueda de las comedias y de los pasos, se reviste aquí de la caricatura de un ropaje retórico mal aprendido de oídas, y se lanza por el camino de las figuras clásicas como si fuese por un despeñadero. En el parlamento inicial de Sulco, en el coloquio de Tymbria, se ensartan las reduplicaciones («riges y gobiernas», «disminuido ni descabalado», «debidos y cabales»), las enumeraciones gratuitas («acabalas, conmueves, apriscas y

reduces», «dehesas, breñales, surcos, laderas y riscos»), los hiperbatones más enloquecidos y las más forzadas ubicaciones de verbos «in fondo» («¿Qué diré, pues, de la natural orden con que a sus tiempos de preciados y tiernos quesos alguna partecilla de las instancias nos ocupan?»)

Desde el texto mismo hasta el espectáculo, en definitiva, se dan las suficientes diferencias entre colloquios y comedias como para que sea razonable sospechar que, en origen, esas diferencias de género y denominación se deben a diferencias no sólo temáticas sino fundamentalmente pragmáticas, de público espectador, aun cuando como ya he dicho, los colloquios pensados para cortesanos fueran llevados también a las plazas públicas y las comedias para éstas pergeñadas acabaran divirtiendo en los salones privados.

¿Pero qué aportan a la práctica escénica cortesana los espectáculos populistas de Lope de Rueda y los actores-autores? Desde el punto de vista del material literario-dramático incorporan, en primer lugar, todo un abanico de personajes heredados del teatro -252- religioso o de las compañías italianas y reelaborados por la práctica escénica populista: personajes como el barbero o la negra, por ejemplo. Otros, son variantes de un mismo personaje, ya existente en la tradición pastoril, como es el caso del simple con respecto al pastor bobo o rústico345. Otros, finalmente, aun cuando posibles en la anterior tradición pastoril, tienen un sello nuevo, italianizante, como los pastores fanfarrones o los pastores «viejos» y patriarcales.

Es aportación, asimismo, la voluntad de conectar el espectáculo no con el gran mundo político o con los acontecimientos cortesanos, sino con la vida cotidiana y municipal en todos sus aspectos. Las ampulosas mitologías producto de la exhibición humanística son sustituidas ahora por una mitología de romancero, en la que Belerma y Fernán González andan revueltos en el mismo saco (Camila). Las supersticiones populares, como la de los martes aciagos (Tymbria), o los personajes del folklore, como Pedro de Urdemalas (Camila), o los tópicos culturales, como «la color de oliveta» de los mallorquines (Tymbria), o las canciones populares, como la de las Comendadoras, variante de la famosísima de los Comendadores (Tymbria) impregnan el habla de los pastores. El mismo tema de la motivación por la honra, que hemos visto introducirse en la práctica escénica cortesana a través de Torres Naharro y sus epígonos, es recogido en estos coloquios como un sentimiento popular, producto en buena parte de la descarada imitación de los modos de vida nobiliarios, como en el ridículo caso del Barbero de Camila («Yo os hiciera conocer, don mal viejo, cómo se han de tratar los hombres de honra como yo»). Las experiencias cotidianas de la ajetreada vida popular llegan a constituir toda una red de referencias por las que el texto atraviesa y se explica. Así, el tradicional motivo -en las églogas pastoriles- de la genealogía grotesca exhibida por el pastor rústico, adquiere ahora un tono inequívocamente picaresco al remitir, en Tymbria, a la amarga experiencia de los relajamientos inquisitoriales: Leno, el simple, se envanece de su «agüela», que era «algo bruja», porque llegó a ser «obispa hembra», y en la narración que hace de tan extraño caso, el espectador descubre que fue obispa por llevar, a modo de mitra, la coroza de los relajados por la Inquisición, y en lugar de sentarse en el alto sillón de un obispo, se pasó «toda una -253- tarde dencima de una escalera», atacada por una banda de muchachos a base de «pepinazos y berenjenazos», y fue expuesta finalmente «encima de un asno» y en procesión vejatoria, que el simple interpreta como honrosa.

Uno de los elementos decisivamente nuevos en los coloquios pastoriles es la construcción del texto dramático en torno a un argumento que obtiene su unidad de un único conflicto central, los obstáculos que han de vencer los amantes para recuperar su identidad y realizar su amor. En esquema:

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Ambos espectáculos incrustan un proceso amoroso en otro de recuperación de la identidad, y los resuelven ambos a la vez, de modo que el amor se hace viable tan sólo cuando es superado el estado de falsa identidad y recuperado el auténtico linaje. En el caso de Tymbria el argumento es más complejo y ambicioso, pues la pérdida de identidad es, a la vez, un encantamiento sufrido por agresión, y el amor de los pastores sufre descompensaciones importantes, al no corresponderse ninguno de ellos. Incluso la posibilidad de amor entre Asobrio y Troyco depende de la recuperación de la identidad de Troyco como mujer, pues de lo contrario sería inadmisible. Y es que el amor, en estas obras, aparece siempre al borde de la inadmisibilidad, sea ésta homosexual o incestuosa. Los obstáculos son colocados por la generación vieja en Camila, en que trata de obtener bodas de interés, y por los propios desencuentros amorosos en Tymbria. Una ayuda mágica, finalmente, vendrá a resolver, por medio de las oportunas revelaciones, la recuperación de la propia identidad, que de rebote producirá la realización amorosa a través de las felices bodas de los amantes.

Los Colloquios de Rueda aportan, pues, a la tradición pastoril, hasta ahora con escasez marcadísima de argumentos, el gusto por el relato, por la intriga y, consecuentemente, por el enredo. Enredo son las escenas que, ante la dificultad de vencer los obstáculos, llevan a los amantes al borde del suicidio (como en los casos de Camila y Tymbria), o de la autodestrucción (como en el de Quiral, que se autoacusa falsamente de haber matado a Camila), o de los enfrentamientos por rivalidad (Quiral con Burgato, Troyco con Isacaro, Isacaro con Asobrio).

La intriga y el enredo llegan a los autores-actores desde la comedia latina, pasando por la Italia novelera descendiente de Boccaccio, con sus historias de niños perdidos en la infancia, secuestrados por turcos, abandonados a las fieras en la selva, salvados milagrosamente de las garras de parientes ambiciosos, amamantados por animales bienhechores, recogidos y criados por nobles y patriarcales pastores, y devueltos finalmente y por mágicas ayudas a sus padres «illustres» o «generosos».

Y con la intriga y el enredo de procedencia novelesca, llegan las inexcusables narraciones que descubren, de un golpe, las complicadísimas relaciones familiares de los personajes. Y a su vez, los estados de pérdida de identidad son proclives al travestismo, otra forma de máscara, que con Troyco-Urbana, en el coloquio de Tymbria, nos ofrece uno de los primeros casos de hembra disfrazada de varón. Los argumentos prologales, a su vez, retroceden a -255- la prehistoria de los sucesos, a los antecedentes del caso, y dejan en suspenso enredo y desenlace, pues ahora lo decisivo es ya «cómo y de qué suerte se viene a descubrir» (Tymbria) quién es quién en este gran revoltijo de identidades.

Pero los colloquios, como las comedias de los actores-autores, no llegan a sujetar el texto dramático al eje de su intriga. Entre otras cosas porque no presuponen una comedia «regular» y regulada, y porque el texto literario no es sino una excusa para un espectáculo mucho más directo, el del actor, el de su voz y su cuerpo y sus apariencias. Es cierto que los colloquios cuidan más que las comedias la intriga, la atan y la elaboran más, pero no es menos cierto que la olvidan a menudo, seducidos por la interpolación de un paso o por la entrada en escena del simple o de la negra. De las 28 escenas de Camila, hay un mínimo de 11 que carecen de funcionalidad directa para la intriga, de las cuales la 7 y la 8 constituyen un primer paso de Pablos (el simple) y su mujer Ginesa, y la 12 constituye un segundo paso. No identificada como tal por Timoneda, la escena 23, con los insultos entre Ginesa y el Barbero, es asimismo otro breve paso. En Tymbria, Timoneda enumeró, en su Tabla de los passos graciosos que se pueden sacar de las presentes comedias y colloquios y poner en otras obras, nada menos que cinco pasos (que ocupan seis escenas), lo que ya viene a ser todo un síntoma del grado de desviación de buena parte de la acción con respecto a la intriga central. En el arte de los actores-autores el texto literario no es más que la excusa para un espectáculo esencialmente divertido.

Y la comicidad se construye sobre dos ejes simultáneos, la actuación del actor cómico, básicamente en papeles de simple, negra o fanfarrón, esto es, de un especialista, y la articulación de momentos escénicos cerrados en sí mismos, independientes de la acción, y autojustificados por su propia comicidad. La comicidad, por otra parte, nace de un inventario cerrado de recursos y situaciones: la negra que aspira a hacerse pasar por dama, los criados que aguzan la imaginación en increíbles esgrimas de insultos, los simples que se vanaglorian de linajes grotescos, los pastores que exhiben como opulentos ajuares miserables, las equivocaciones y entuertos lingüísticos del simple, la jerigonza de la negra, las baladronadas inauditas del fanfarrón, las situaciones del bobo cornudo y apaleado (o revolcado y remojado, como en Tymbria)346. Como he escrito en otra parte: «en esos recursos lo -256- que importa no es el elemento textual, sino la entonación, la mímica, el movimiento que el actor es capaz de desplegar a partir, y sólo a partir, de ellos. Se trata, indudablemente, de la lección aprendida de la commedia dell’arte, cuyo principio básico se reproduce aquí: un inventario de personajes, de situaciones y de intrigas perfectamente tipificadas, sobre un escenario desnudo y en las condiciones de la más absoluta indeterminación temporal, se combinan aleatoriamente para producir un espectáculo, nuevo hasta cierto punto en cada representación, pero el mismo en el fondo tras todas las representaciones (...) Los actores-autores, fuertemente impregnados de la materia teatral tradicional, no imitaron los productos de la "commedia dell’arte" sino sus mecanismos esenciales, adaptándolos a la tradición hispánica»347.

Como espectáculo, por otra parte, y frente a las tradicionales églogas, resulta infinitamente más ágil y lleno de movimiento: los cambios de situación, la ampliación de personajes, la interpolación de los pasos, la extraordinaria movilidad del actor, las escenas pantomímicas, la utilización sistemática de la música, o la escasez de densidad de la palabra dramática, le aligeran, en gran medida, del carácter espesamente dialogal que parecía conllevar la tradición.

De esta tradición, sin embargo, son muchísimos los elementos que permanecen, y es bueno recordarlo frente a tesis excesivamente simplificadoras como la de Crawford, para el cual los colloquios «have only a superficial relationship with the conventions of

the earlier Spanish pastoral drama»348, y no juegan papel alguno para llenar ese «almost a complete break in continuity between the sixteenth-century pastorals and compositions like La selva sin amor of Lope de Vega»349.

De la tradición anterior se proyectan sobre los actores-autores la ubicación de la acción en un bucólico locus amoenus, designado ahora como «esta Extremadura» (Tymbria), y con el que los pastores -257- se identifican en sus éxtasis y penas de amor, o que simplemente elogian como causa de su bienestar (parlamento inicial de Sulco en Tymbria) y la interpolación de canto y música, a veces con bailes, en el recitado (el coloquio de Camila utiliza con mayor frecuencia de la habitual este recurso).

Del modelo bucólico la herencia no es menos notoria. El mundo de la literatura cortés se refleja en el léxico de las relaciones amorosas, desde la «recuesta» hasta «los trabajos en que por contemplación y amor» se ponen los pastores. El colloquio acoge buena parte del didactismo cortesano de la égloga y vemos a Lope de Rueda explayarse sobre el amor propio, los efectos de la distancia y el amor perfecto, el mayor o menor valor de los hombres en función de su capacidad de sufrimiento, la penetración del amor a través de los ojos («Vengo de dejar prendado / por la vista el corazón», se dice en Camila), etc. El tema del suicidio por amor y la correspondiente escena de la pastora con el cuchillo, codificados ya en los Tres pastores y en Plácida y Vitoriano, de Juan del Encina, parecen inseparables del mundo pastoril, y reaparecen en los colloquios, de forma incluso forzada, al menos en Tymbria, donde resultan a todas luces innecesarios. El uso de la alegoría y la explicitación de sus emblemas y atributos, que se da en el personaje de Fortuna, en el Coloquio de Camila, procede teatralmente de la tradición pastoril. De hecho, y por otro lado, la Fortuna actúa en Camila justamente de la misma manera que Venus en Plácida y Vitoriano, salvando a uno de los amantes del suicidio, reintegrándole su pareja, y poniendo así en marcha el mecanismo del final feliz.

Los colloquios de Lope de Rueda no irrumpen, pues, en el teatro cortesano desde fuera y para romper sus tradiciones, sino desde la asimilación de una parte de éstas y la incorporación de una concepción teatral nueva y de unos materiales literarios ajenos, en parte, al mundo pastoril. Los colloquios de los actores-autores, al asimilar toda una serie de elementos de la tradición pastoril e incorporarlos a la influencia italiana de la comedia erudita y de la «commedia dell’arte», dan un paso decisivo en dirección a la comedia pastoril barroca, y contribuyen al trasvase del gusto cortesano, ahora readaptado, desde las églogas poco más que recitadas hasta las comedias plenamente actuadas.

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III.5. El teatro en la Corte de los Duques de Calabria

Josep Lluís Sirera

1. Los orígenes

Nacido en la Edad Media350, el teatro cortesano sufrió en el XVI una serie de transformaciones, pudiéndose hablar a partir de entonces de dos grandes modalidades: el fasto (Oleza, 1981, pp. 14-16), heredero directo de las fiestas cortesanas medievales y dotado de una estructura heterogénea en la que el texto ocupaba un lugar muy secundario, y la pieza cortesana, que surge con el siglo, y se independiza con rapidez del resto de los espectáculos que conforman las representaciones de palacio o Corte. Como apunta Oleza: «Si en el fasto cortesano el texto dramático no es, en un principio, más que un elemento de apoyo, y sólo bastante después pasará a ser un componente tan específico que llegará a estructurar en torno a sí todo un espectáculo autónomo -aunque este proceso lo conocemos mal en sus fases y en su evolución territorial-, lo más razonable es pensar que la última fase lógica (que no cronológica) se corresponde con la independización del texto-espectáculo del conjunto de la fiesta. Ello no quiere decir, sin embargo, que debamos distinguir tres etapas bien diferenciadas cronológicamente: a principios del XVI algunas representaciones de Juan del Encina (Plácida y Vitoriano, y Los tres pastores sobre todo) bien pudieron ser independientes de cualquier marco festivo, mientras que, por el contrario, a lo largo de todo el XVII, muchas comedias, de Lope a Calderón, se incrustarán con toda naturalidad -260- en grandes fiestas cortesanas. Con todo, debió ser antes de 1550 cuando el texto-espectáculo empezó a dejar de necesitar el marco del fasto para justificarse. Es el momento en que el drama adquiere, por sí mismo, la categoría de fiesta, y puede prescindir de circunstancias solemnes o de espectáculos paralelos que lo abriguen» (1981, pp. 17-18).

Los textos así nacidos girarán, en un principio, en torno a circunstancias concretas de tipo festivo, pero desarrollarán especialmente los recursos de la oralidad, tratando temas de tipo pastoril por regla general, aunque no falten tampoco otros, los derivados de la Celestina por ejemplo.

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En la Valencia del XVI poseemos diversas muestras de todas estas modalidades de teatro cortesano351. Corresponde aquí examinar unos textos que, habiendo alcanzado un grado notable de autonomía, todavía permanecen estrechamente vinculados al mundo de los fastos (caso de la obra de Fernández de Heredia), si es que no están plenamente al servicio de éstos (caso de Luis Milán). Estas obras se representaron siempre en el marco de la Corte de los Duques de Calabria, es decir: en la corte que mantuvieron Germana de Foix y su tercer marido el Duque de Calabria (posteriormente, viudo y casado en segundas nupcias con Mencía de Mendoza), nombrados Virreyes vitalicios del Reino de Valencia por Carlos I352; el período que cubre este virreinato se extiende desde el final de la Guerra de las Germanías (1522) hasta la muerte del Duque, acaecida en 1550. El marco físico idóneo para este tipo de festejos será el Palau del Real353, con ocasionales salidas al campo o a la misma ciudad de Valencia.

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2. Juan Fernández de Heredia y «La visita»

Las piezas dramáticas de Fernández de Heredia -miembro de la nobleza valenciana pues fue señor de Andilla354- están tan plenamente insertadas en la corte virreinal que su principal obra -conocida abreviadamente como La Visita- no es otra cosa que una pieza escrita para festejar las bodas de la Reina Germana con su segundo marido, el marqués de Brandenburgo, en 1525, siendo repuesta posteriormente con motivo de las del Duque de Calabria con Mencía de Mendoza, en 1540.

Esta obra ha despertado siempre un gran interés, ya que lo primero que salta a la vista es su carácter elaborado, lo que hace difícil concebirla como una producción primeriza y sin precedentes; de hecho, en la edición de sus obras hecha por Ferreres (1955) podemos encontrar algunos diálogos con una carga de teatralidad superior a la habitual en el género: el del Galán y la dama, y el del Amo y mozo por mandado de una señora.

Con todo no cabe duda que la obra capital del señor de Andilla es la Visita, cuyo título completo es: Coloquio en el qual se remeda el uso, trato y plática que las damas de Valencia acostumbran a haver y tener en las visitas que se hacen unas a otras. Podemos apreciar su aparente dependencia temática respecto a obras satíricas como el Somni de Joan Joan, aunque trasladando la situación al mundo cortesano y dotando al conjunto de unos rasgos plenamente dramáticos de que carece el precedente355. De aquí que ya desde principios de siglo se haya destacado el carácter autóctono de la obra de Fernández de Heredia (Merimée, 1913, p. 82). Romeu, por otra parte, nos dice que fue él: «el primer dramaturg valencià conegut que tractà un tema del país amb els recursos de la -262- seua tradició» (1962, p. 18). Si aceptamos esta autoctonía como cierta, tendremos que concluir que, contemporáneamente a la labor de Gil Vicente, en Valencia se intentaba hacer un teatro para un destinatario elitista, al igual que pocos años antes había empezado a hacer Juan del Encina. Menos preocupado que éste por el mundo pastoril, Fernández de Heredia pone el acento en el desarrollo de una serie de caracteres típicamente cortesanos, pintando un mundo hermético en el que actores, personajes y público comparten las mismas coordenadas hasta llegar a confundirse: ¿hasta qué punto el espectador no se contempla en un personaje cualquiera?, o ¿acaso no será que el actor interpreta un personaje que es él mismo? (Sobre este tema remitimos a Molinari, 1964.) Un ejemplo: Doña Jerónima, personaje de la obra, se corresponde -en nombre y, a lo que parece, en forma de ser- con la Doña Jerónima esposa del autor, quien también aparece en la obra. ¿Contemplaron éstos cómo unos actores les representaban en escena? ¿Actuaron quizá ellos mismos?

Este carácter autocomplaciente y cerrado de la obra nos indica que, desde luego, su destinatario directo era exclusivamente aristócrata. Aristocracia que todavía podía mantener una concepción particularista del mundo, no sólo desde el punto de vista cultural sino fundamentalmente desde el social. Los nobles valencianos se sentían copartícipes de una Corte específica y diferenciada, lo que los hacía distintos del resto de la nobleza española, distinción -no hay que saber mucha historia para averiguarlo- absolutamente ficticia.

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Hemos comentado antes su entronque con la tradición satírica. El punto de arranque dé la obra misma no difiere del de otras composiciones de este género; al fin y al cabo, la corriente misógina hace de estas visitas entre damas tema predilecto de sus

dardos. Todavía más: el desarrollo inicial de la obra sigue análogos derroteros: a los enfrentamientos entre ama y criadas, tenemos que unir la «toilette» de la primera. Sin embargo, y a partir de aquí, la obra altera los supuestos satíricos; vuelve ahora sus ojos hacia los protagonistas y se dedica a remarcar sus caracteres sociales. La descripción satírica, más o menos realista (mejor sería decir costumbrista), deja paso a un proceso de idealización, patente en los temas tratados (de índole exclusivamente amorosa) y en las distracciones y pasatiempos a que se dedican. Dentro de estas coordenadas, quizá se pueda integrar también el problema del bilingüismo: -263- un tercio aproximadamente de la obra se encuentra escrito en catalán (217 versos sobre un total de 682), proporción que no varía ostensiblemente en la introducción de 1540 (116 versos sobre los 291 de que consta). Cualitativamente, Romeu nos dice que las mejores escenas son las que introducen el catalán, pues éste es empleado preferentemente por las mujeres, que son los tipos mejor trazados de la obra. El catalán utilizado, según Romeu, es de muy buena calidad en cuanto al léxico, la construcción y el estilo, lengua pura y matizada, rica en expresividad y con una ágil y oportuna vertebración interna. En cambio el castellano, hablado preferentemente por los personajes masculinos, es mucho más rebuscado y menos vivo. Y es que no podemos echar en saco roto que el catalán poseía una amplia tradición literaria satírica, todavía viva en Valencia, mientras que el castellano quedaba relegado a un uso mucho más convencional (la poesía de cancionero, los juegos de palabras, etc.).

Predomina, por lo tanto, el catalán en la primera parte de la obra, que es la que más puntos de contacto mantiene con la poesía satírica valenciana, mientras que el castellano es la lengua predominante en la visita propiamente dicha.

Desde este punto de vista podemos aceptar que se hable de «tradición autóctona» en el uso del catalán, ciertamente, pero no podemos olvidar que, con independencia de las fuentes utilizadas, Fernández de Heredia concibe una obra unitaria, en intención y estructura. No se limita a unir dos tradiciones (la satírica y la cortesana) sino que desea construir una obra cohesionada que refleje un mundo igualmente cohesionado; en ese mundo, el catalán estaba destinado a ser un elemento que, además de dotar al conjunto de unas pinceladas humorísticas, reforzara el aspecto particularista a que antes aludíamos: la nobleza, claudicante a otros muchos niveles, hace de particularismos como éste simple motivo de orgullo localista, sin pretender afirmar ni defender nada substancial con ello.

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La obra se divide en dos grandes núcleos. En primer lugar nos encontramos con el prólogo, que se subdivide a su vez en otros tres: el prólogo estrictamente dicho, en el que un capellán anuncia la visita, lo que permite describir el espacio escénico y el papel de las criadas, los preparativos subsiguientes de la señora, que se ven obstaculizados por sus riñas con las sirvientas (llenas de vivacidad -264- e ingenio), acaban con una minuciosa descripción de la «toilette» en la mejor tradición de la literatura satírica (Romeu, 1962, p. 52).

En la segunda parte se advierte un claro predominio del aspecto puramente cortesano: se diluye el costumbrismo y hasta los mismos rasgos de ingenio se nos aparecen como mucho más convencionales y artificiosos. Los personajes se atienen ahora a los usos sociales de la nobleza, aunque con algunas notas de ironía que aligeran

el conjunto. Juegan a juegos de ingenio (como el de las maravillas)356, cantan y bailan... esta amable fiesta se remata con la aparición de un «Rey de armas», que lee el cartel para un desafío por cuestión de amores, acabando la obra con la partida de los caballeros hacia el torneo, por lo que es lógico suponer que éste tendría lugar en la realidad, cerrando así la obra con otro de los recursos que reiteradamente se puede ver llevado a escena por los dramaturgos valencianos357.

Juego y representación, pues, se unen en una fiesta que, pese a su carácter doméstico, no deja de tener todas las características que serán básicas en el teatro valenciano posterior; más aún, la esfera del juego no se detiene en el de las «maravillas»: una lectura atenta del texto nos hace ver que éste se encuentra plagado de réplicas ingeniosas y de juegos de palabras, sin otra finalidad que la de lograr una tensión intelectual e ingeniosa propia de este tipo de reuniones, si hemos de hacer caso a El Cortesano de Milán.

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Merece estudio aparte el prólogo escrito en 1540, con ocasión de la segunda representación de la obra; es significativo, en primer lugar, de la concepción del hecho teatral como irrepetible todavía por aquellas fechas: hundida sus raíces en la fiesta cortesana, este tipo de teatro no está concebido para vivir más allá de la conmemoración que lo generó; cuando, por unas cosas u otras, sea -265- necesaria -o conveniente- la reposición, el autor se verá en la tesitura de volver a enmarcar la obra en el conjunto festivo más amplio que la envuelve, así como justificar la existencia misma de esta segunda representación. Este prólogo se basa exclusivamente en el diálogo entre la Señora y su esposo, el propio Fernández de Heredia, y constituye un auténtico «tour de force» de ingenio. La pareja se separa, y mientras la mujer se duele en un tono exasperado y patético a la vez, el marido se toma a broma el asunto (es decir: la poca fidelidad que él le guarda) y marcha alegremente a pedir a los Duques la sala donde se representará la obra, con lo que se cumple el segundo de los objetivos previstos: enmarcar la obra en el conjunto -así como en el espacio físico- de los festejos celebrados en el Palacio del Real. Naturalmente, no se descarta que los Duques intervinieran al final, accediendo a lo solicitado, con lo que espectadores e intérpretes se encontrarían situados a un mismo nivel.

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Podemos darnos cuenta de que tanto la obra como el prólogo se sustentan más que en una anécdota dramática desarrollada, en la organización coherente de los diversos modos de diversión nobiliaria, en base al ingenio y fuerza de los diálogos (agudezas de autor que suponen muchas veces la complicidad de los espectadores) y a los elementos y entretenimientos festivos que aparecen a lo largo de la obra. Se trata, en resumen, de un teatro elitista y doméstico, para autorrecreo de la nobleza. Los espectadores se encuentran en familia y no hacen sino sentirse unidos a los intérpretes, con los que integran un conjunto más amplio y homogéneo, que desde fuera puede llegar a ser percibido como un todo. Realidad y ficción (realidad como juego, juego como ficción) se entrecruzan y alternan. El teatro asume como objeto específico suyo las relaciones sociales, que -a su vez- integran como un elemento más la representación teatral. Teatro y realidad absorben sus diferencias y establecen un terreno común, que viene marcado por el juego, la convención y la ceremonia.

3. «El cortesano» de Luis de Milán

Es El Cortesano un texto que, sin plantearse explícitamente como obra de teatro, se presenta lleno de teatralidad, como indica Romeu, que lo califica de: «successió ininterrompuda de vivíssimes escenes dramátiques» (1951, p. 319). En efecto, el libro de -266- Milán358, aparece como un hito imprescindible en la formación del teatro valenciano, desde el punto de vista cortesano y recogiendo influencias autóctonas, castellanas e italianas. Obra de un autor polifacético, que ocupa un lugar importante dentro de la historia de la música renacentista, pretende erigirse como réplica a la obra homónima de Castiglione; esta voluntad descriptiva y moral (cómo ha de ser el buen cortesano) aparece mediatizada, sin embargo, por la circunstancia concreta de la Corte de los Duques de Calabria. Esta visión de la citada corte es la que concentra la teatralidad de la obra, mucho más que las disquisiciones ético-morales con las que, de tiempo en tiempo, pretende el autor reemprender el hilo explícito del argumento. Buena prueba de ello es que se hayan podido datar los hechos representados en torno a las fiestas que tuvieron lugar entre abril y mayo de 1535 (Romeu, 1951, pp. 324-325).

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¿Cuál es la estructura de esta obra? Romeu distingue dos grandes niveles en el texto. En primer lugar tendríamos la gran mayoría del libro, potencialmente dramático pero expuesto como una narración; después nos encontraríamos con los elementos específicamente dramáticos (1951, p. 322), consistentes primeramente en las fiestas cortesanas que se van sucediendo a lo largo de la obra, con desarrollo y estructura teatral, y, en segundo lugar, en el conjunto de «escenas realistes que destilenveritat i immediatesa, i que són calc de la vida» (Romeu, 1951, p. 329); estos fragmentos, plenamente teatrales, están escritos de forma bilingüe y son unos entremeses que tienen en los bufones sus principales protagonistas. Si Milán «els hagués independitzat, hauria tingut a les mans una magnífica i vivíssima peça de teatre popular valencià, parangonable a les de Lope de Rueda i força anterior a elles, i superior, malgrat la seua brevetat, a moltes, també posteriors, de Timoneda» (Romeu, 1951, p. 335). No ocurrió así, y «la manca d’un comediògraf genial» (1951, p. 319) impidió que cuajaran esas obras en forma de piezas dramáticas plenamente evolucionadas.

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La obra está dividida en seis jornadas, ordenadas cronológicamente. En la primera, nos encontramos inmersos en una montería que da pie a una descripción de vestidos, con todo el detallismo que es propio y que volveremos a encontrar -por ejemplo- en las descripciones de Tárrega en El Prado de Valencia. Igualmente, el descanso es ocupado en una actividad también muy característica: el juego de motes y el combate poético. Se cierra esta jornada con unas reflexiones sobre el cortesano, sus reglas de comportamiento, etc.

En la segunda jornada, nos encontramos al principio con una escena propia de «novella» italiana, y que consiste en la narración de anécdotas dentro de una tónica picante y amable. La tercera jornada introduce ya elementos de clara dramatización: van los caballeros a hacer una visita a las damas para ver representar una farsa en el Palacio del Real (Milán, 1874, p. 144). Mientras esto tiene lugar, las damas desarrollan un juego de cierta ambigüedad sexual: se emparejan todas ellas y se dedican mutuos requiebros. Más adelante asistimos a la primera de las representaciones específicamente teatrales que se nos narra de forma detallada: la Farsa de los Caballeros de San Juan, que ocupa un buen número de páginas (Milán, 1874, pp. 156-182); en la introducción entran los comendadores de la Orden, que, por riguroso turno se lamentan a causa de sus desgracias amorosas, sin llegar a establecer un auténtico diálogo en ningún momento; los bufones sirven de nexo entre las diferentes escenas y se integran en la representación propiamente dicha al jugar el papel de mensajeros. Marchan los caballeros al combate para rescatar a sus damas, que han sido hechas prisioneras por los turcos; se desarrolla la lucha en forma de ordenado torneo: cada comendador vence a su respectivo turco y rescata a su correspondiente dama; se entrecruzan loores y requiebros entre libertador y libertada mientras el turco permanece prudentemente mudo. Acabada la serie de torneos, los requiebros derivan en cantos entre las diferentes parejas, que guardan siempre un riguroso orden de intervención: el combate ha dado paso a la fiesta, que cierra el espectáculo. Para reforzarla, los caballeros liberan ahora a sus prisioneros, que -en acción de gracias- bailan una danza turca (sucesión típica: la danza sigue habitualmente al canto). Y, al final, se celebra otro torneo, ahora festivo, es decir: fingido, que pone fin a una representación articulada en torno a otro torneo no menos ficticio que el último. El teatro dentro del teatro en resumidas cuentas.

Apenas ha acabado esta fiesta cuando aparece el caballero Miraflor -268- de Milán (el mismo Milán disfrazado) quien, en un largo parlamento nos cuenta sus aventuras alegóricas ante las fuentes troyanas de la belleza, la sabiduría y el amor; esta narración concluye con un cartel de desafío a todos los amadores valencianos que asistían a la anterior fiesta. Se insinúa una fiesta posterior. Efectivamente. La cuarta jornada se abre con una escena muy cara a Milán: el paje que avisa a los nobles para que acudan al Palacio, lo que le permite desenvolver un lenguaje pintoresco en las escenas entre el Paje y los criados de las diferentes casas que visita. Ya en Palacio, Milán nos lee una larga descripción de la montería de los troyanos, en que los personajes y vestidos nos son narrados de forma exhaustiva y plástica, introduciéndose en esta especie de pieza dramática leída algunos diálogos entre las diferentes parejas (como la formada por Casandra y Corebbo). La narración incluye la descripción de la cacería, relato no menos exhaustivo y reiterativo que los anteriores. Nos encontramos, pues, ante una apoteosis de la oralidad: el autor utiliza los recursos del idioma para narrárnoslo todo con una evidente voluntad sensorial.

En la quinta jornada nos encontramos ante la primera de las farsas bilingües; se trata de la conocida como El canonge Ester convida-festes. Este bufón, en efecto, va -al igual que el paje de la tercera jornada- casa por casa, invitando a los nobles; éstos le pagan el aviso de diversas maneras, todas ellas poco satisfactorias. La jornada acaba con nuevos combates poéticos y de motes entre los caballeros presentes.

En la sexta jornada, finalmente, nos encontramos ante otra apoteosis de la oralidad: se abre con una velada musical que corre a cargo de Milán, y que se combina con un acto de tanta trascendencia como lo es la redacción de las leyes que el perfecto

cortesano ha de seguir para desarrollar a la perfección el difícil arte de amar. Estas leyes se redactan mediante un corto diálogo previo entre cada pareja, con el colofón de la enunciación de esas leyes; estos diálogos se ven esporádicamente interrumpidos por la aparición de algún personaje que representa diversas apariciones (Milán, 1874, p. 354). La introducción de esta nota, convencional si se quiere, contribuye a dramatizar la acción. Acabadas estas normas, se pasa a la segunda gran fiesta cortesana: la Fiesta de Mayo, al estilo de las italianas. Esta fiesta muestra una muy cuidada escenografía: la fuente de Cupido, defendida por Miraflor de Milán, domina el espacio escénico; a ella acuden a beber los diferentes amadores, que buscan con ello la realización de sus deseos, encontrándose siempre con que la fuente se seca cada vez que uno de -269- ellos intenta beber; tal estado de cosas se mantiene hasta que el caballero Miraflor de Milán habla con el Deseo, y éste concede paso franco a los caballeros y damas valencianos. Al acabar la fiesta, hombres y mujeres se enfrentan en un agrio combate dialéctico, en verso y con fuerte impronta satírica (Milán, 1874, pp. 383-385), echándose en cara los unos a los otros lo que -convencionalmente- se suelen echar en cara las parejas en todos estos casos: la infidelidad masculina y el carácter atrabiliario de las mujeres...

Para poner paz, Milán sale con una alabanza de todas las damas de Valencia. Sirve este canto apaciguador de puente para una profunda mutación: se desarrolla ahora una pequeña pieza farsesca, entre Mestre Zapater y los bufones, en la que éstos degradan a sus amantes y critican fuertemente a un intelectual de la Corte, el bachiller Molina, cuya facundia no debía sentarle nada bien a Milán. Da paso esto a otra gran fiesta: los desvelos de un paje de la Corte han permitido que lo que Milán recitase (la montería de los troyanos) se represente de manera escénica. Nos encontramos ante una granmascarada a la que acuden los nobles en masa (era esto lo que había ido a anunciarles el bufón el día antes). Intenta éste hacer burla de ellos, pero de nuevo sale malparado. La mascarada se inicia con un desfile de las diferentes parejas, que reproducen al natural lo que antes había sido pura descripción oral; en un segundo momento, la cacería deviene combate entre griegos y troyanos, representado con un «realismo» tan extremado que los combatientes desoyen las llamadas de paz de los Duques, y tiene que ser el propio Apolo quien se desplace directamente del Parnaso a Valencia, en compañía de la ninfa Syringa, para poner entre los dos bandos paz, lo que logran ambos gracias a sus armoniosos cantos. Una vez que la mascarada puede darse por concluida se lleva a cabo una conversación general en la que se tratan temas tan candentes como las dificultades existentes en la comunicación entre los hombres y los dioses. La velada pasa pronto de la charla con ribetes de erudición mitológica a los cantos, y con ellos se pone fin a la fiesta que cierra la obra. Milán, al ser preguntado en este momento sobre la marcha de la redacción del libro responde que ya lo ha acabado, y, efectivamente, son estas palabras las que cierran la obra.

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Este detallado resumen de la obra nos permite reconocer la gran potencialidad dramática del conjunto. Dejando a un lado recursos relevantes pero que no pueden ser tratados dada la limitación -270- de este artículo (como por ejemplo la alternancia prosa/verso y sus diferentes funciones), queremos centrarnos en los espectáculos más claramente dramáticos: en las representaciones que Milán nos narra.

Tenemos en primer lugar los espectáculos de clara raíz cortesana: la farsa de los caballeros (o de las galeras) de San Juan, las andanzas de Miraflor de Milán, la fiesta de Mayo, la mascarada de los troyanos... Dejamos fuera, por falta de espacio, los juegos de motes, los combates poéticos, las riñas entre hombres y mujeres, los cantos y danzas dispersos; todo un conjunto de materiales que nos indican que lo que se narra es una fiesta, con todo su potencial dramático, por lo que las fiestas sobre las que nos detendremos no dejan de ser, en última instancia, fiestas dentro de las fiestas.

Romeu, ya lo hemos dicho, considera todos estos materiales como rudimentos teatrales; no es ésta la opinión de muchos investigadores que estudian los aspectos de la fiesta cortesana, investigaciones centradas especialmente en Francia y en Italia (por ejemplo: Bjorström, 1964; Cruciani, 1972; Ciancarelli, 1974; Chastel, 1964; Molinari, 1964, etc.). Así, para Cruciani, la fiesta es, dentro de la dimensión teatral culta del Renacimiento, «la più amplia e significante unità formalizzante» (1972, p. 5). Esto es posible porque hay que entender el hecho teatral dentro de esta dimensión, como combinación de dos elementos: la escenografía y el drama (o anécdota dramática), ninguno de los cuales es indispensable para el desarrollo del otro, ya que poseen incluso orígenes diferentes. Lo importante realmente, es poner de manifiesto «la concezione unitaria dell aparato, che è della scena e della sala, assai di frequente con un continuum che può esser anche formale, che è sempre tematico» (1972, Cruciani, p. 8). Por otra parte, la teatralidad de la fiesta viene asegurada por el hecho de que el espectador se enfrenta al espectáculo saliendo previamente del tiempo cotidiano y penetrando en el tiempo ideal: el de la celebración de la fiesta, que engloba al espectador con el espectáculo.

Por ello, y dentro de esta concepción de la fiesta como unidad teatral, todos los factores se conjugan en esta visión idealizante: la perspectiva escenográfica (la ciudad o el mundo rural ideal), la sociedad lujosa y exhibicionista (sociedad ideal), la trama argumental... Precisamente ese lujo es uno de los factores fundamentales de la fiesta: la exhibición -por parte no sólo de los actores sino también, y muy especialmente, por los espectadores- es tan importante, casi, como la misma fiesta, ya que así es como se consolida como «expresión de la cultura hegemónica». Con palabras -271- del propio Cruciani: «La festa comme celebrazione della società nella sua proiezione ideale (...) chiama a se tutte le componenti espressive di cui la società dispone, ognuna con la propia autonomia e nel più alto grado possibile: il tempo diverso della festa per il suo stesso porsi, funziona da elemento catalizzatore» (1972, p. 5). Hemos de tener en cuenta, por otra parte, que las fiestas que narra Milán no debieron de ser las únicas, cosa ésta que refuerza su aspecto ideológico, que, a base de insistir siempre en el mismo principio: el carácter perfecto de la nobleza, multiplica sus efectos tanto entre los propios nobles (aspecto de autoconvencimiento) como entre el resto de la sociedad valenciana, que asiste -marginada- a esta sucesión de fastos y de desfiles esplendorosos.

Estos espectáculos, estas fiestas, nos han llegado a través de descripciones escenográficas exactas y detalladas, que esperan todavía una valoración y un estudio desde el punto de vista de la historia de las técnicas escenográficas. Chastel (1964) indica que el patio del palacio, lugar idóneo para el desarrollo de la fiesta, es imprescindible para entender la evolución del local teatral (pisos y palcos surgen aquí, así como la concepción de un teatro semicircular alrededor de la depresión central del patio, asimilable a la «cauea»), apreciaciones que se encuentran matizadas y desarrolladas en el estudio de Leclerc (1946). De forma semejante, Bjorström nos habla

de la importancia de los grandes recursos espectaculares de las fiestas en la evolución teatral (1964). En la obra de Milán, la escenografía -sin llegar a la complejidad de la de las fiestas italianas- es bastante rica:

«estaba un cielo de tela (...) con un sol de vidrio (...) no faltando estrellas que por sutil arte resplandecieron a la noche. Debajo de él (...) una bellísima arboleda, con unos pasaderos de obras de carros, cubiertos de arrayán, y entre ellas unas estancias en cuadro hechas de lo mismo (...) y en medio de este edificio estaba una fuente de plata, que sobre una columna tenía la figura de Cupido»

Esta es la descripción de la escenografía utilizada para la fiesta de Mayo. En este marco escénico irrumpirá el Confaloniero, montado sobre un caballo blanco, vestido con una red de oro y portando un estandarte de seda verde; acompañándolo, aparecen los cantores de la capilla ducal, vestidos todos ellos de ninfas. Con posterioridad, el Cupido de la columna se convierte en un actor que dialoga con Miraflor de Milán. No cabe duda de que esta fiesta, -272- al estilo italiano, ocupa un lugar importante en la historia del teatro valenciano. Escenografía es también, en otro orden de cosas, la cuidada descripción de los vestuarios de comendadores y turcos, así como los de los griegos y troyanos, y el mismo campo de torneo, en el que justan los personajes legendarios, y que estaba dotado de iluminación artificial, ya que en el ardor de la lucha, la polvareda levantada apagó las luces (Milán, 1874, pp. 432-434).

Pero no es esto todo: nada más lejos de la rudimentaria teatralidad que el planteamiento de las anécdotas que informan las diferentes fiestas; pensamos que opera aquí un prejuicio muy extendido: el del diálogo como única forma de expresión de la acción teatral. No nos encontramos, pues, con un comediógrafo inexperto: en el libro abundan los diálogos de gran fuerza, capaces de convencernos de que estamos ante un autor plenamente capacitado: las mismas piezas bilingües, los juegos dialécticos, nos confirman en esta opinión. Milán, en resumen, no era ni un inexperto ni un desconocedor del arte del diálogo, lo que pasa es que monta estas piezas dramáticas a partir de otra concepción teatral que no integra los diálogos en su seno por considerarlos un elemento poco esencial.

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Si examinamos ahora los temas de las piezas más importantes que aparecen en el libro nos encontraremos igualmente ante un buen repertorio de elementos de la tradición cortesana e idealista: en el combate de los caballeros se nos presentan -en oportuna gradación- varios tópicos: la queja de amor, el combate contra el infiel, el requiebro amoroso, el canto consiguiente, la danza, el torneo festivo... Torneo, decidido de antemano, que actualiza el mundo mitológico y fabuloso de la Guerra de Troya, es la mascarada de griegos y troyanos. Coincidimos en este punto con Povoledo cuando habla de un teatro «de torneo», lleno de categorías rituales, espacio escénico determinado, elementos literarios (los carteles de desafío, los motes). Y todavía más,

(Milán, 1874, pp. 364-365).

añadimos, cuando el combate no sólo es simulado implícita sino también explícitamente: el vencedor está designado de antemano. Torneos de este tipo abundan en toda Italia (Povoledo, 1964), como los de Nápoles en 1423 y Forli en 1488. En Cataluña y en Valencia no faltan, en absoluto, las muestras de este tipo de torneos, recogidas tanto por Romeu como por Riquer (Romeu, 1962, Riquer, 1980, II, pp. 575-602).

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Lógicamente, toda farsa que presente entre sus elementos constituyentes el combate, el canto, la danza... continúa moviéndose dentro de una clara lógica idealista, ya que contribuye a idealizar unos modos de comportamientos a los cuales -no lo olvidemos- se aplica el libro de Milán en todas sus partes; no se pretende, con esto, negar la existencia de detalles realistas y satíricos, pues estas obras idealistas muy frecuentemente se encuentran adornadas y rodeadas por anécdotas satíricas y pequeñas piezas de detalles realistas. En el mismo sentido, esta preservación del tiempo y espacio ideales obliga a una estructuración bastante rígida de los materiales, siguiendo los patrones convencionales; en la Farsa de los Caballeros de San Juan, la convencionalidad domina todo su desarrollo: el combate entre cristianos y turcos se desarrolla pareja por pareja, y todos tienen la misma estructura y se encuentran adornados de tópicos semejantes, contemplándose idéntico desenlace. Por otra parte, se infringen convencionalmente -convencionalismo plenamente dramático- las leyes del tiempo y el espacio, con absoluto desprecio de toda preceptiva clasicista. Convencionalismos hay en la relación entre diálogo amoroso de cancionero/canto/danza. Convencional es, finalmente, el torneo simulado para festejar la liberación de las damas.

El tema mitológico de la mascarada de griegos y troyanos es idéntico en cuanto a sus caracteres convencionales e ideales: ¿qué más convencional e ideal que la mitología? pero tiene lugar el desfile y el combate simulado... a cargo de actores no nobles. Y esta representación, en el sentido más estricto del término (pues se actualiza algo que anteriormente había sido ya narrado por medio de la palabra) tiene lugar en un espacio escénico determinado. Nos encontramos aquí con un elemento que nos introduce directamente en el tercer aspecto a considerar: el de la relación fiesta/espectadores.

Concordando con la teoría de Cruciani sobre la fiesta como ocasión para la exhibición y el lujo, a la búsqueda de la reconstrucción de un mundo ideal (lleno de belleza, armonía, y sin discordancias sociales ni debilidades humanas), al principio de la obra (en la primera jornada) se ofrece a la Corte una comida «ideal», a base de manjares adobados con motes y con un presumible valor nutritivo muy bajo (¿quién le hinca el diente a unos «pollastres de desastres»?). Aquí sí que podemos decir que la relación espectáculo/espectador es una relación ambigua, como la que define Molinari (1964) para la primera mitad del siglo XVI (mientras que en la segunda se inicia el proceso de separación tajante -274- entre espectador y actor, entre el mundo y el espacio físico del primero y el del segundo). Ambigüedad que observamos en las mismas «farsas realistas»: el bufón Ster va a casa de los nobles para invitarlos a la fiesta; casa por casa se le recibe con una buena tunda. Los nobles observan cuanto pasa, como espectadores, ríen y participan incluso en la broma: ¿interviene el espectador en un momento dado? ¿o

es que hay un actor que hace el papel de noble que mira y después actúa? La respuesta es forzosamente ambigua. En un mismo orden de cosas, en la fiesta de mayo, la más italiana de todas -como hemos reiterado- los nobles participan alegremente y actúan siguiendo un orden establecido por la batuta de Milán, avanzando y retirándose de la fuente por riguroso turno y en perfecto orden; y no olvidemos que, posiblemente, el autor estaba interviniendo en el papel de caballero andante. Por todo esto, podemos concluir que El Cortesano es una gran fiesta teatral, en la que el espectador puro es escaso o no existe, y en la que cada uno de los presentes representa su propio papel (además de los específicos que representan llegado el caso); sólo en el momento de la mascarada, la representación aparece en manos de «profesionales», pero sin que esto signifique una tajante separación entre ambos mundos: troyanos y griegos representan con gran realismo sus luchas y pasiones, en un torneo a lo vivo... pero del que queda nombrado juez el Duque de Calabria. Igualmente, en la de los Caballeros de San Juan, son los bufones los que hacen de mensajeros, al tiempo que los comendadores se dirigen al Duque en demanda de auxilio...

En resumen, pues, nos encontramos ante una estructura teatral que sigue los convencionalismos de la fiesta dramática cortesana y demuestra palmariamente la influencia del teatro cortesano contemporáneo italiano. Aquí como allí, la fiesta es concebida con una voluntad globalizadora, lo que significa la desaparición -la no existencia, mejor dicho- de la frontera entre escenario y sala (o lo que es lo mismo: entre actor y espectador) y la integración del conjunto en unas coordenadas espacio-temporales «ideales», cuyos supuestos ideológicos han sido ya enunciados anteriormente: la fiesta es la representación del comportamiento del microcosmos que la genera y que se contempla al mismo tiempo en ella de forma idealizada; la confusión llega al punto de hacer de la representación norma de comportamiento, y de ésta, representación. Es esto lo que ocurre en El Cortesano, ni más ni menos, y por ello toda la obra está bañada de teatralidad: cuanto se nos narra es pura representación; en primer grado, como las que examinamos, en -275- segundo en el resto de los casos, ya que se nos está describiendo un comportamiento idealizado que se pretende hacer pasar como cotidiano cuando -desde luego- está tan cargado de ficción como las desventuras de los caballeros rodios. El mundo del Cortesanoes el mundo de la ficción, cuajado de fiestas continuas, unas más complejas que otras, pero todas igual de elitistas y convencionales.

* * *

Forzoso es comentar, aunque sea brevemente, ese conjunto de piezas bilingües, que han llamado la atención de Romeu (1962), Rubió (1964), y otros. Vaya por delante que, a diferencia de lo que ocurre con los espectáculos y fiestas más arriba comentados, no sabemos muy bien si se llegaron a representar o si simplemente son fragmentos festivos, cuya teatralidad es del mismo tipo que la que baña la totalidad del libro. Romeu no contesta a esta pregunta, como tampoco aclara nada acerca del problema del actor/espectador que asiste a ella. Mucho nos tememos que lo que Romeu haya querido decir realmente es que dichos fragmentos son -hoy día- «representables», mucho más representables, incluso, que las fiestas que en su día fueron escenificadas.

Para Romeu, como queda dicho, estos fragmentos son esencialmente teatrales y se adscriben a la escuela satírico-realista valenciana por su tono desenvuelto, a veces procaz, y con alusiones muy directas. Estas farsas (ya enumeradas al hacer el resumen

de la obra) tienen como protagonistas habituales a los bufones, que se comportan muchas veces como auténticos cuenta-cuentos y busca-pleitos.

Otro elemento que reforzaría este sentido realista que ha pretendido encontrar en dichos fragmentos es el bilingüismo; a diferencia de lo que ocurre en el resto del libro, el catalán se encuentra presente, con una vivacidad y vitalidad dignas de ser tenidas en cuenta, aunque su pureza sea menor que la que muestra la obra de Fernández de Heredia. Se aprecia en el uso del catalán un doble sentido: por un lado, la pincelada realista: localismos, sentimiento de diferenciación respecto a los castellanos (lo que queda más evidente en las mujeres, al igual que pasaba en La Visita), para lo cual se recurre a refranes o juegos de palabras en catalán... en este sentido estamos de acuerdo con el parecer de Romeu (1951, pp. 337 y ss.). Por otra parte, observamos cómo el catalán se conserva de forma habitual en boca de los bufones, cosa que, conjugada -276- con el hecho de que a la Reina Germana le pareciese un lenguaje «gracioso» (Milán, 1874, p. 372), hace pensar en una utilización degradante de tal idioma, como han puesto de manifiesto, entre otros muchos: Fuster, Sanchis Guarner y Pitarch359. Naturalmente lo degradante no es que los bufones hablen en catalán sino que sean sólo ellos los que lo utilicen de forma habitual, recurriendo el resto de los personajes a dicha lengua cuando pretenden hacer un chiste.

Teniendo en cuenta que estos fragmentos participan de los rasgos de oralidad comunes a la totalidad del libro y que en algún caso (la farsa del Canonge Ster convida festes) llegan a entrar en el terreno de lo puramente visual y espectacular, podemos afirmar de forma rotunda que en El Cortesano se nos ofrece una concepción teatral homogénea: la de la fiesta como triunfo de un mundo ideal, que es sublimación de los comportamientos habituales de la nobleza, y en la que las gotas de supuesto realismo no son sino eso: gotas que, al estar en manos de bufones y criados, dicen bien a las claras el lugar que ocupan dentro de la escala de valores de la nobleza. Y lo mismo pasa con el uso del catalán. Donde sí que podemos ver, sin embargo, ese «realismo» es en la descripción de las aspiraciones, gustos, pequeños deseos y hábitos de comportamiento de la nobleza valenciana, que son susceptibles de una lectura distanciada, objetiva e irónica en nuestros días, aunque es de suponer que no sería ésta la lectura preferida por el autor.

* * *

Del estudio de ambos autores se puede deducir, por lo tanto, que en la primera mitad del siglo XVI coexiste en Valencia un teatro de fasto con otras manifestaciones más oralizadas de la teatralidad cortesana. Hay que tener en cuenta que en la propia Visita pueden observarse rasgos de estas últimas, en un intento por trascender la pura espectacularidad y acercarse al teatro de la palabra, aunque partiendo de una base autóctona que ya hemos reseñado y que convierte esta pieza en una obra que conserva una vitalidad y un encanto todavía notables. De forma semejante, El Cortesano -277- es una obra ilustrativa en grado sumo de los mecanismos ideológicos de la nobleza valenciana de la época, al tiempo que -desde el punto de vista estrictamente teatral- es un documento de inapreciable valor que necesita de un estudio mucho más exhaustivo que el que apenas hemos aquí esbozado.

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{cortar} -[280]- -281-

IV. La influencia italiana. Las practicas escénicas erudita y populista

-[282]- -283-

IV.1. La comedia Thebayda y la Seraphina

José Luis Canet Vallés

I. Introducción

Estas dos comedias fueron impresas en Valencia en la casa de Jorge Costilla en 1521 y dedicadas al duque de Gandía, don Juan de Borja i Enriquez. De esta edición se conservan dos ejemplares, uno en el British Museum y el otro en Harvard. En la edición, junto con la comedia Thebayda y la Seraphina aparece otra comedia escrita en verso y llamada la Hipólita, comedia que no existe en la edición de Sevilla, en casa de Andrés de Burgos de 1546360.

Hemos suprimido en el presente artículo la comedia Hipólita, por estar compuesta en coplas de pie quebrado, al estilo de Torres Naharro, con lo que la obra se aparta de nuestro punto esencial: la posibilidad de que la Thebayda y la Seraphina sean las primeras obras en prosa representadas en la geografía española en lengua castellana.

Fue Timoneda el primero en alabar la Thebayda, aunque para el librero-editor valenciano fuesen la Thebayda y la Celestina obras no representables por su larguísima

extensión. Timoneda alaba su estilo cómico puesto en prosa para leer, pero no nos dice nada ni sobre la Seraphina ni sobre la Hipólita361. ¿Quizás conociera -284- una edición suelta de la comedia Thebayda? Lo que resulta claro de esta afirmación es que la comedia Thebayda fue una obra conocida por sus contemporáneos y de cierta difusión en el reino de Valencia (pero sería necesario realizar un estudio más profundo sobre las ediciones que se realizaron de dicha obra en la ciudad de Valencia para confirmar dicha hipótesis).

Posteriormente estas tres comedias cayeron en el olvido, al imponerse definitivamente el teatro en verso, quedando relegadas, al igual que las obras de Timoneda, y sólo volvieron a ser citadas por Nicolás Antonio: Biblioteca Hispana Nova, tomo II, pág. 338, Madrid, 1783; Pellicer, en su Tratado histórico de la comedia y del histrionismo, pág. 16, Madrid, 1804; Gallardo, en su Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, Madrid, 1866.

Habrá que esperar a Moratín en su Orígenes del teatro español, París, 1833, para encontrar un pequeño estudio sobre dichas comedias, dándose una visión peyorativa de ellas, que posteriormente hará suya D. Marcelino Menéndez y Pelayo en Orígenes de la novela, II (pp. CLXXVII a CLXXXVIII), y D. Pedro Salvá en su Catálogo de la biblioteca de Salvá, T. II, pág. 517, Valencia, 1872.

Las tres comedias son catalogadas de obscenas, defectuosas, con lenguaje incorrecto y, por último, calificadas como malas imitaciones de la Celestina. Aparte de pequeños estudios, como el realizado por D. Cayetano Vidal de Valenciano en Lo Gay Saber, 1881, sobre los valencianismos en la Seraphina, o la edición reducida del marqués de la Fuensanta del Valle de la Seraphina, habrá que esperar al S. XX para encontrar algún estudio de interés: como el realizado por el profesor P. E. Douglas en su edición de la Ypólita (University of Pennsylvania, 1929), los artículos de María Rosa Lida de Malkiel en Romance Philology, VI (1952-53), «Para la fecha de la Comedia Thebayda», del D. W. McPheeters, «Comments on the dating of the Comedia Thebayda» en Romance Philology, IX (1956) y de Luis López Molina en las Actas del Cuarto Congreso Internacional de Hispanistas, Univ. Salamanca, 1982, Vol. II. Pero sobre todo serán los estudios realizados por G. D. Trotter y Keith Whinnom en la edición crítica de la Comedia Thebayda, Tamesis Books, London, 1969, y el de María Rosa Lida de Malkiel en La originalidad artística de la Celestina, quienes den más luz sobre estas comedias. Aunque ciertamente existen ciertas deficiencias, ya que se echa a faltar un estudio a fondo de dichas obras, sin prejuzgarlas de antemano como simples imitaciones -285- de la Celestina, postura que defiende Keith Whinnon y que seguiremos en este artículo.

Por último, cabe señalar que nada conocemos de su autor, aunque la Thebayda y la Seraphina parecen pertenecer al mismo escritor. Autor que utiliza un castellano muy depurado, aunque existan algunos valencianismos, pero que son mínimos, y que posee un amplio conocimiento de las tierras andaluzas, por la gran profusión de lugares citados y ambientes descritos.

II. Argumento y mundo temático

Estas dos comedias tienen un enredo amoroso muy simple. En la Seraphina, un caballero portugués llamado Evandro se enamora en Castilla de una dama principal, Seraphina, casada con Filippo. El caballero, al no conseguir romper el cerco al que somete Artemia a Seraphina, desespera de amor. Un paje suyo, Pinardo, disfrazado en hábito de mujer entra en la casa de Seraphina e intima con la suegra Artemia, consiguiendo así concertar una cita para su señor. Artemia, seducida por Pinardo cede para que al día siguiente vaya con Evandro y así consuman su pasión. La obra termina con el posible matrimonio de Pinardo con Violante, doncella de Seraphina, y la pasión realizada entre los dos galanes. En la comedia Thebayda un caballero extranjero, Berintho, hijo del duque de Thebas, viene a España con la intención de servir al Rey. En el reino de Castilla se enamoró de una doncella de alto linaje, Cantaflua, la cual enamorada a su vez de Berintho es incapaz por su honestidad de complacerle. Llevan así tres años hasta que mediante la intervención de Franquila, mujer honesta y esposa de un mercader, se logra el encuentro entre ambos enamorados, casándose en secreto y aprobándose dicha boda posteriormente por los parientes de la dama. Hay un final feliz con doble boda: Cantaflua con Berintho y su paje Aminthas con Claudia, rica dama de compañía de Cantaflua.

Como hemos podido comprobar, el tema central es el amor. Pero más que el tema en sí lo que interesa es el enredo, el desarrollo de la treta más o menos ingeniosa para lograr la consecución de ese amor. No importa, por tanto, ni cómo nació ese amor ni cómo termina. Todo se reduce al juego ingenioso: caso del disfraz de Pinardo en hábito de mujer362, que provocará el feliz desenlace, pero -286- que al mismo tiempo amplia el enredo con las escenas amorosas y jocosas de éste con la vieja Artemia y la intervención en un nuevo enredo, que terminará con la boda entre Pinardo y Silvia en la comedia Seraphina. Lo mismo ocurre con la Thebayda, en la que el paje Aminthas provocará nuevos enredos amorosos con la propia Franquila, que lo introduce en el mundo del amor físico, con su criada Servia, y finalmente con Claudia, con quien se casará.

Esta temática amorosa, con el gusto por el enredo y la forma de conseguir ese amor, tiene un claro antecedente en la comedia romana, sobre todo en Terencio, incluso más claro que en la Celestina, en la que predomina mucho más el estudio de ambientes y caracteres que la propia intriga amorosa.

Posiblemente, el autor de la Thebayda y de la Seraphinautiliza la misma técnica que utilizará D. Pedro Manuel de Urrea, en su imitación de la Celestina: La Penitencia de amor (1514). En esta obra aparece una dedicatoria del autor que señala: «Este arte de amores está ya muy usada en esta manera por cartas y por cenas que dize el Terencio, y naturalmente en estylo del Terencio lo que hablan en ayuntamiento.» M. Menéndez y Pelayo señala dos posibles fuentes directas de esta Penitencia de amor: la Celestina y la Cárcel de amor, uniendo a ellas sus hábitos de poeta cortesano363.

Así pues, el autor de la Seraphina no es el primero que habiendo leído la Celestina puso en práctica una nueva forma de adaptar su estilo a un gusto más cortesano. Para ello se reducen los personajes (el personaje central de la Celestina no aparece en ninguna de estas obras, ni tan siquiera sus discípulas Areusa, Elicia, etc.); se centra la intriga en los ardides para conseguir ese amor, escogiéndose para ello el modelo terenciano con inclusión de cartas dentro de la acción; la división en «cenas» de la obra y la incorporación de un gran número de poemas que metrifica el galán al estilo

cortesano, es decir, glosando romances y canciones ya aparecidos en el Cancionero General de 1511.

Al mismo tiempo se incorporan dentro de la temática de la obra una serie de digresiones muy del gusto de la literatura cortesana. Estas digresiones, que aparecen sobre todo en la comedia Thebayda, pertenecen al mundo cortesano renacentista. El propio -287- autor nos explica en su «Prefaction» cómo ha construido su obra, mezclando la intriga a la que califica como «cómica prosa» con «algunas hazañas antiguas de los famosos hechos de memoria inmortal, no menos útiles que dulces en la manera de su narración». Por ello aparecen una serie de parlamentos, bien en boca de Berintho, bien en la de Menedemo, sobre temas muy del gusto del momento, como la definición del amor, comparándolo con una fuerza que aniquila la libertad del enamorado convirtiéndolo en prisionero de su dama, al mismo tiempo que le priva de la razón: «qu’el amor es una compostura de males dirigida contra el corazón; y una fuerça que fuerça las potencias de la libertad y franco alvedrio, ligando juntamente las fuerças y poder de la raçon»; además, el amor aparece súbitamente y nadie se puede guardar de él cuando la flecha de Cupido le atraviesa el corazón; esta fuerza ataca a todos por igual: «porque una de sus principales potencias es en todo tiempo, en todo lugar, a todas personas, a todos estados y en cualquier sazón hallarse presente»; este amor, una vez ha penetrado en el alma, si no es correspondido se convierte en desesperanza, en sufrimiento, capaz de matar y aniquilar a los hombres, ya que: «trabaja en cada hora cient vezes en representarnos la visión de la muerte»; es entonces cuando el enamorado versifica, utilizando paradojas capaces de explicitar su estado de ánimo:

«A mi muerte llaman vida los del mal conoscimiento, en no sentir lo que siento: que mi mal va sin medida.»

Pero todos los poemas que aparecen en el texto son glosas de romances aparecidos en el Cancionero General, con lo que el autor recoge la más pura tradición de la poesía cortesana, es decir, la tradición del cancionero, en el que a partir de un tema o de unos versos se compone un nuevo poema que se adecue al momento (como ocurre en algunas églogas pastoriles de Juan del Encina).

La propia obra sirve, al mismo tiempo, para introducir otros temas de carácter más filosófico y religioso, como la fugacidad de la vida, la vida ultraterrena, la creación del mundo, la defensa de la amistad, la alabanza de la sabiduría, requisito indispensable para alcanzar los favores de la dama cortesana; en fin, todo ello mezclado con referencias continuas a la biblia y a la mitología, tanto griega como latina.

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Por último, el autor de la Thebayda se sirve de la acción para darnos una serie de normas de comportamiento de las damas y de los galanes cortesanos364, haciendo una defensa de la mujer, tanto en la Seraphina como en la Thebayda, que nos recuerda inmediatamente a la literatura de debate en torno a la mujer y a la defensa que hace

Diego de San Pedro en la Cárcel de Amor en los apartados «Leriano contra Tefeo y todos los que dizen mal de mugeres» o «da Leriano veynte razones porque los ombres son obligados á las mugeres»365.

III. Técnica teatral

El primer elemento que resalta en estas obras es la gran abundancia de referencias implícitas, tanto del lugar y tiempo donde se desarrolla la acción, como de gestualidad, decoración, movimiento de los actores, etc. Este uso amplificado de indicaciones textuales, que ya existen en la comedia terenciana y que en España aparecen de forma perfecta en la Celestina366, se continúa en estas comedias, pero incidiendo más aún si cabe en aquellas referencias implícitas más puramente teatrales: las que indican el movimiento de los personajes y las que aluden al tiempo y lugar de la acción.

Pero existen diferencias entre las dos comedias analizadas: así, en la Thebayda estas referencias quedan algo más reducidas por el gran número de parlamentos largos y las abundantes digresiones, que poco o nada tienen que ver con la acción, mientras que en la Seraphina, de parlamentos más breves, son un recurso importantísimo para la escenificación de la obra. Así, en una misma escena podemos encontrar: «pues cerrad la puerta tras vos», «pues, ¿tan -289- presto vienes?», «Ya queda en el corral», «Pues, señora, ya es tarde, quiero ir a decir á Evandro que nos vamos...», «pues ve en paz...», «Pues no seas tan pesado, que aún te pueden sentir de dentro...», «quiero ir acá dentro...», etc.

Si bien hay abundancia de indicaciones textuales que se refieren al movimiento de los personajes y al lugar y tiempo de la acción, por el contrario son muy pocas aquellas que describen el vestuario o el estado de ánimo de los propios personajes. Sólo encontramos algunas referencias implícitas en la Thebayda cuando se arma Aminthas para acompañar a Franquila por la noche, o cuando se arma Galterio ante una afrenta que se le ha hecho. En la Seraphina en los dos disfraces de la obra: Pinardo se viste de mujer, y Evandro cambia su vestimenta por una de más baja condición social. Y no encontramos ninguna referencia implícita que indique actitud, objetos que lleva el actor, descripción del rostro, etc.

El segundo elemento a destacar es el diálogo. En éste, como con las indicaciones textuales implícitas, existen diferencias sustanciales entre la Thebayda y la Seraphina. La comedia Thebayda se caracteriza por un diálogo con largas réplicas oratorias, con un artificio artístico característico de la tradición cortesana anterior, sobre todo por las largas enumeraciones, asíndeton y polisíndeton, paralelismos sintácticos, las interrogaciones retóricas y la antítesis. Sin embargo, en la Seraphina, quitando la primera «çena», donde aparecen una serie de parlamentos largos que enlazan con la Thebayda y que sirven como elemento introductor de la acción posterior y del estado anímico del galán, su diálogo se reduce a parlamentos más breves, indicatorios de la acción y de la intriga, quedando pocas digresiones sobre temas distintos al del enredo.

Existe, además, en las dos obras el uso de la carta como elemento de la intriga y la inclusión de poemas, aunque en la Seraphina se reducen sustancialmente. El uso de la

carta, que procede de la comedia terenciana, utilizada posteriormente en la novela sentimental, aparta estas dos obras de su modelo: la Celestina.

En cuanto a los monólogos, sobre todo aquéllos de más larga extensión, sirven para indicarnos el estado de ánimo y el pensamiento de los protagonistas, que se encuentran sumidos en la más profunda desesperación.

Por otro lado, cabe resaltar en las dos comedias la abundancia de apartes implícitos. María Rosa Lida de Malkiel, al analizar los apartes de la Celestina señala: «sirve para hacer verosímil ese recurso convencional, pues es lógico que los señores se expresen con libertad en el diálogo y en el soliloquio, mientras los criados, que -290- entretejen en torno suyo una ronda de astucias y codicias, deben reprimir en su presencia la expresión de sus intereses»367. Pero, si al igual que en la Celestina, el aparte implícito está siempre en boca de criados-as, pajes y sirvientes, en la Thebayda y la Seraphina, éstos no funcionan como expresión de intereses y codicias de los criados que deben reprimir en presencia de su señor, sino que son el contrapunto bajo y realista, frente a las ideas elevadas y sublimadoras de sus amos. Por ejemplo, nótese la desmitificación que hace Davo, cuando Evandro, que ha gozado ya con Seraphina, comenta su virginidad y:

Ev.- ¡Cómo soy de todo bienaventurado!

¡Oh, cómo mi voluntad se ha cumplido!

¡Oh, cómo he gozado de la más acabada y perfecta doncella que en el mundo vive!

y comenta Davo en aparte:

Dav.- No sea el virgo postizo, por hacelle creer que truena.

Por último, existe en estas comedias una serie de conversaciones cruzadas, que no aparecen en la Celestina, y que son posibles gracias a su peculiar concepción del espacio. En estas obras hay un espacio específicamente teatral, basado en un escenario polivalente y dual. Polivalente porque no existe escenografía y son los propios personajes los que mediante la palabra indican el lugar donde se encuentran, sirviendo el mismo escenario para diversos lugares. Dual porque en cada «çena» hay dos lugares simultáneos: habitación de Berintho y corredor de la casa en la Thebayda; habitación de Evandro y corredor, o habitación de Artemia y la de Violante en la Seraphina.

Así pues, existen una serie de conversaciones cruzadas, generalmente la del galán solo o con el más fiel de sus servidores y el de los otros criados en el exterior, que oyen y comentan lo ya dicho. Al mismo tiempo, mediante estas conversaciones cruzadas nos aparecen una serie de acciones no desarrolladas en escena, con lo que se amplía el

espacio en el «dentro», evitando así las actuaciones más sensuales de los propios enamorados. Éste sería el caso de la «çena VI» en la Seraphina, cuando Violante y Pinardo comentan lo que realizan en el interior Seraphina y Evandro:

-291- Viol.- «Medio sin habla paresce que está; ¿no ves cómo

casi apenas puede responder a lo que Evandro le está diciendo? Gran desmayo le ha tomado; cierto verdaderámente le amaba.

Pin.- Las manos me paresce que le andan á Evandro, y la lengua, a lo que siento, está enmudecida;... mucho me paresce que se quexa Serafina; ¿qué será esto?»

mientras que Evandro y Seraphina hablan desde el interior:

Ser.- «¡Oh, señor mío, y cómo me lastimais mucho!

Ev.- Por los angélicos sanctos, nunca pensara tal cosa. ¡Oh qué virtud tan grande de hembra!»

En cuanto a la concepción del lugar escénico y al tiempo, estas dos comedias se distancian enormemente de la Celestina. Así como en la obra de Rojas hay tantos lugares como lo requiere el desplazamiento de los personajes, y transcurre tanto tiempo como verosímilmente lo requiere la acción, en la Serafina y en la Thebayda la acción se supedita al espacio y al tiempo escenográfico, partiendo de una posible adaptación a las unidades dramáticas de la Poética de Aristóteles.

El espacio escénico se reduce en cada «çena» a un espacio polivalente, representado por dos lugares distintos pero cercanos entre sí. Por ejemplo, en la comedia Thebayda aparecen sucesivamente: habitación de Berintho y corredor; sala de la casa y parte inferior; calle y casa de Franquila (puerta y ventana); habitación de Berintho y corredor; calle y casa de Franquila; calle y patio de la casa de Berintho; espacio no delimitado de la iglesia de Santa Isabel (donde se encuentra Cantaflua) y espacio exterior..., y en la comedia Seraphina: sala de Evandro y la de los criados; calle y casa de Artemia; habitación de Artemia y la de Seraphina; sala de Evandro y la de los criados; habitación de Artemia y la de Violante.

Este espacio casi siempre dual, a veces se ve amplificado con un espacio interior, caso de la «çena VI» de la Seraphina, donde la habitación de ésta no aparece en escena y sólo se oyen las voces de «dentro»:

-292- Viol.- «Pues no seas tan pesado, que aún te pueden

sentir de dentro...

Pin.- Pues ya, señora mía, ya es hecho, y pues tanto te quexas, quiero ir acá adentro...»

De ahí, que el tratamiento del espacio, aunque no se llegue a la unidad espacial aristotélica, al menos reduce al mínimo el número de lugares, haciendo más teatral la acción, y alejándose de los extremos, casi cinematográficos de la Celestina. Más bien parece una mezcla del espacio de la comedia romana, como escenario fijo compuesto por una calle a la que dan una serie de casas, y el escenario múltiple medieval, en el que el escenario se divide en zonas que representan cada una de ellas un lugar distinto.

Sobre todo, la comedia Seraphina utiliza un tipo de espacio polivalente y dual, que podría representarse en cualquier patio de palacio, utilizando parte de los arcos, cada uno de ellos como un espacio diferenciado, y las propias puertas y ventanas como el «dentro». Este podría ser el caso cuando Pinardo entra en el interior para disfrazarse de mujer. Este espacio está siempre descrito mediante la palabra. Son los propios actores los que continuamente indican el lugar donde se encuentran, con lo que la representación se haría sin necesidad de atrezzo ni escenografía complicada (tan sólo aparece una cama, en la que se encuentra postrado Evandro, y posteriormente Artemia en la comedia Seraphina) y la misma decoración serviría para la Thebayda. Por otra parte, el lugar en sí no es descrito, con lo que se separa definitivamente de la Celestina, ya que éste no importa nada para la acción.

En cuanto al tiempo, éste se reduce increíblemente en comparación con la Celestina. El tiempo representado en las dos obras que nos ocupan no excede de los tres días, y como acontece con el espacio, éste viene marcado por el diálogo. Sin embargo, es de notar el tratamiento del tiempo psicológico en las dos obras. Cuando los personajes se encuentran ansiosos por conseguir sus fines, caso de Evandro o de Berintho, el tiempo transcurre muy lentamente, y es necesario, en el caso de la comedia Thebayda, el paso de dos o tres largas escenas para el transcurso de seis o doce horas, mientras que cuando el galán se encuentra con su amada, pasa la noche sin apenas el menor diálogo.

Concluimos este apartado señalando que esta concepción del tiempo se asemeja más a la comedia humanística, en lo que se refiere a la impaciencia de los enamorados y a la convención literaria -293- del siglo XV para su expresión: bajo forma mitológica-astronómica, que al de la Celestina, con una concepción libre del tiempo, adecuándolo a cada acción para que sea verosímil la evolución y carácter de los personajes dentro de la propia acción.

Personajes:

Uno de los rasgos que diferencian estas comedias de la Celestina es la concepción de los personajes. Aquí no interesan sus caracteres ni su evolución. Los personajes son apenas descritos, funcionando plenamente como tipos dramáticos. Nada sabemos de los galanes si son nobles o no, a no ser por la explicación introductoria del argumento de las comedias. Sabemos que Evandro, en la comedia Seraphina, es un noble portugués, y

que Berintho, en la Thebayda, es hijo del duque de Thebas, pero nunca dentro de la obra se describirá ni su estado, ni su físico, ni su edad. Lo único que importa es que es el galán, funcionando como figura convencional del enamorado noble y pasivo, que se encierra en su propio ensimismamiento, al no poder encontrar soluciones a sus problemas amorosos. Estos galanes se caracterizan por su erudición y conocimiento tanto de las letras griegas como de las latinas, de ahí sus citas constantes mitológicas. Por otro lado, y al igual que en la Celestina, en sus estados de ansiedad y turbación mental se dedican a la versificación y a las digresiones retóricas sobre el amor cortés, las virtudes de la dama, etc., muy al gusto cortesano del momento.

Estos galanes pasivos, a los que les resuelven todos sus problemas sus propios criados, tienen un claro antecedente en la comedia grecorromana y la romana368, así como en la propia Celestina, donde Calisto deja que sus criados resuelvan mediante la intercesión de la Celestina sus problemas amorosos. En la Thebayda será el criado Galterio quien irá en busca de Franquila, y en la Seraphina será Pinardo quien se encargue de todas las tretas. Quizás la mayor diferencia entre estos dos galanes y Calisto sea la concepción de la mujer. Evandro y Berintho son dos defensores del «sexu femineo» frente a los intentos de degradación de sus criados.

En cuanto a las damas, éstas aparecen también estereotipadas. Son bellas y de alta alcurnia, pero a diferencia de Melibea, llevan -294- mucho tiempo enamoradas del galán. Únicamente su concepción de la honra les impide cumplir su voluntad, con lo que se encuentran sumidas en la misma desesperación que sus galanes. La pasión sensual las trastorna tanto como a los hombres, de ahí que aparezcan más humanizadas y con igual tipo de problemática que el de los galanes.

Por otra parte, la relación amorosa parece más factible y real. Cantaflua es huérfana, con lo que la relación ilícita puede resolverse más fácilmente mediante una boda secreta, terminando la obra con un final feliz. Seraphina es una mujer casada con un marido impotente, con lo que se justifica la relación adúltera.

Cabe señalar que, a nivel lingüístico, son tan eruditas como los hombres, haciendo en sus parlamentos uso de un lenguaje culto y mitológico, casi sin parangón en la literatura de la época. Ello se justifica desde el punto de vista cortesano, y ya hemos señalado anteriormente cómo la sabiduría es elemento indispensable en el varón para la conquista de su amada. Baste recordar cómo Claudia se enamora de Aminthas por su buen razonar y discreción, en la comedia Thebayda.

Por último, como estas comedias no buscan la complicación del enredo, no aparecen en ninguna de ellas los padres de la dama, con lo que difícilmente se puede llegar a un suicidio final, caso de la Celestina, o a tensiones trágicas entre los amantes.

En cuanto a los criados, podríamos afirmar que éstos son los verdaderos protagonistas de las obras. Son los criados Aminthas y Galterio, en la comedia Thebayda, los que sustentan la acción, y Pinardo en la Seraphina. Son ellos los que cumplen la función de la tercera, y por tanto los que conducen a buen término los amores de sus amos.

Sin embargo, existen en cada una de las obras una gran gama de sirvientes, que actúan como coro alrededor de su amo. Aparece en las dos obras el criado consejero:

Menedemo y Cratino, ambos viejos y que aportan, la mayoría de las veces, sus sentencias, tanto morales como de la tradición, incluyendo en sus largos parlamentos todo tipo de sabiduría popular (refranes y sentencias), así como un amplio conocimiento de la literatura de la antigüedad. Estos criados de mayor edad y cordura, prácticamente no intervienen en la acción. Generalmente están al lado de sus amos para aconsejarles y dar sentencias religiosas y morales cuando él las necesite. A veces, caso de Menedemo, es el encargado de muchísimas digresiones sobre temas cortesanos, como el parlamento sobre la verdadera amistad, o el relato final sobre el Génesis.

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Así pues, el criado joven, culto y activo, será el verdadero protagonista de la obra. Pinardo, en la Seraphina, es el encargado de llevar toda la intriga. Lo mismo ocurre con Aminthas en la Thebayda. Este tipo de criados recuerdan al «servus fallax» de la comedia terenciana y plautina, en donde los criados tienen una función primordial, muchas veces más importante que la del amo, y en los que recae la intriga. Es el criado quien tiene los recursos para llevar a término el acto amoroso (Pinardo se disfraza de mujer para conseguir los fines de su amo), que pone en práctica y que realiza independientemente de la opinión de otros criados (en la Seraphina se le explica a Pinardo el delito que realiza al disfrazarse de mujer, y que asume de pleno grado), e incluso la de su amo.

Por último, en la comedia Thebayda aparece un tipo de criado, Galterio, que nos recuerda al bravucón (pero no al estilo de Centurio de la Celestina), al soldado fanfarrón de la comedia romana, pero más elaborado. Casi podríamos decir como el capitán Matamoros de la comedia italiana. Galterio no engaña a nadie, puesto que los demás criados de Berintho saben que miente, pero sin embargo, siempre está amenazando con sus armas, aunque nunca las utilice. Este bravo, sirviente del galán, produce en la comedia Thebayda el efecto humorístico necesario para distender y relajar al lector mediante su palabrería, rememorando continuamente situaciones pasadas que nunca tuvieron lugar, pero al mismo tiempo siendo capaz de satirizar ciertos aspectos de la sociedad. Por él sabremos del mal funcionamiento de la justicia, o de los vicios y defectos de una sociedad ya corrompida: la depravación de los clérigos, la corrupción de las autoridades, el mundo del hampa, etc.

Los demás criados que aparecen, caso de Simaco en la Thebayda o de Davo y Popilia en la Seraphina, actúan como coro, sin prácticamente acción en la obra. Estos criados comentan, alaban su manera de versificar, su ingenio, su cultura, murmurando en apartes y haciendo de contrapunto a los dichos de su amo, o bien discuten con otros criados sobre cosas mundanas y amoríos. Pero el lenguaje de estos criados menores resalta frente al de los protagonistas, que hablan con un lenguaje mitológico parecido al de sus señores. En éstos, la mayor parte de sus sentencias proviene del refranero popular. Ahora bien, en su lenguaje coloquial no existe una diferencia notable con los demás personajes. Galterio es el único que emplea un lenguaje de germanía, perteneciente al mundo rufianesco.

Para concluir, todos los criados que aparecen en las dos comedias -296- poco tienen que ver con los sirvientes de la Celestina, ya que ninguno de ellos se jacta o plantea el engañar a su amo para sacarle el máximo beneficio. Todos ellos asumen su propio papel servil sin planteamientos reivindicativos que lleven a abusar de la

confianza depositada por sus amos. Más bien son adaptaciones de los criados protagonistas de la comedia terenciana y plautina, haciendo de estos personajes los verdaderos protagonistas de la historia, cumpliendo una misión que el amo les reconoce y recompensa.

Estructuración de las obras:

Continuamente se ha comparado a la Thebayda y la Seraphina como las primeras imitaciones de la Celestina. Sin embargo, son más los rasgos que las diferencian que los que las identifican. En primer lugar, el autor de estas comedias ha eliminado de su planteamiento la concepción trágica. Son comedias con final feliz o mejor aún, sin final. En segundo lugar, se concibe la obra como un «divertimento» cortesano sin planteamientos éticos, religiosos o sociales. Por tanto, sobran de las dos obras todos los detalles de localización (recordemos que no se cita ningún lugar posible donde se desarrolle la acción, ni tan siquiera su descripción), los personajes quedan desdibujados (sabemos que los protagonistas galanes son extranjeros por el argumento inicial de las obras), y por último sin conflictividad aparente. El autor no busca la complicación de la intriga, por ejemplo suprime los padres de las damas en evitación de posibles conflictos, y cuando tiene ocasión para nuevas intrigas dramáticas (caso de Aminthas en la Thebayda, cuando aparecen en su aposento sus dos amantes, Franquila y Sergia) las abandona. Es decir, utiliza una serie de personajes mientras le sirven para su intriga, abandonándolos en el momento que ya no los necesita para el final feliz. Se abandonan aquellos personajes de gran fuerza dramática, como la Celestina, Areusa, Elicia, etc., de importancia capital en la propia Celestina, sustituyéndolos por un coro de criados sin ninguna relevancia dramática. Por último, se suprimen todos los elementos trágicos, como crímenes, ejecuciones, dramas pasionales, etc., en beneficio de una intriga amorosa, sencilla pero de fáciles recursos recreativos de un público muy determinado.

A nivel de estructura, la obra está construida en «çenas» que funcionan como verdaderos cuadros dramáticos, y no mediante escenas, sobre todo en la Seraphina, donde cada «çena» mantiene -297- una unidad de acción, tanto espacial como temporal y a nivel de intriga.

IV. A modo de conclusión

Juan de Mena en el segundo preámbulo de la Coronación, afirma que los poetas escriben en tres estilos: «tragédico, satírico o comédico». Señala respecto al último: «el tercer estilo es comedia, la cual trata de cosas bajas y pequeñas y por bajo y homilde estilo y comiença en tristes principios y fenece en alegres fines, del cual usó Terencio»369. El Comendador Hernán Núñez en su Glosa sobre las trescientas del famoso Juan de Mena, al explicar la copla 123 de Mena señala: «La comedia es, según los griegos, una comprehension del estado civil y privado sin peligro de la vida, espejo de las costumbres, imagen de la verdad»370. Y casi el mismo planteamiento es el de Santillana.

Éste es el estilo utilizado por el autor de las dos comedias aquí analizadas. Un planteamiento de costumbres cortesanas, que empiezan con tristes lamentaciones de

Berintho y Evandro y que sin peligro de la vida de nadie termina con un alegre fin: la boda de Berintho y Cantaflua y la realización de los deseos amorosos entre Evandro y Serafina.

Por tanto, siguiendo la forma terenciana y plautina de hacer comedias, y retomando algunos elementos de la comedia humanística, sobre todo de la Celestina, se construyen unas nuevas comedias de regocijo y diversión para un público cortesano que se complace de ver en escena sus propias pasiones amorosas, realizadas sin mayores complicaciones temáticas371. Se retratan las formas del amor cortés (la tristeza y locura de unos enamorados deseosos de ver satisfecha su pasión), terminando ambas obras con un final feliz o doblemente feliz, mediante la intervención de unos criados maravillosos que conducen toda la intriga con el único objetivo de servir y ver felices a sus señores.

Pero no podemos olvidar en estas dos obras uno de los elementos esenciales que les confiere, sobre todo a la Seraphina, un valor -298- literario innegable: su prosa. Ya M. Menéndez y Pelayo señala que «es una obra perfectamente escrita, salvo en aquellos pasajes en los que los interlocutores declaman o profieren sentencias, conducida con más arte y habilidad que la mayor parte de nuestras comedias primitivas»372. Ésta puede ser la aportación mayor de la Celestina a nuestras obras de estudio, su prosa ágil, y sobre todo, la inclusión de sentencias y refranes dentro del propio texto. La construcción de esta prosa se basa, como señala Rojas en su introducción «el autor a un su amigo» cuando retoma el primer acto: «por la gran copia de sentencias entretejidas» y quizás son más abundantes en la Seraphina que en la Celestina. También se incorpora en esta obra el estilo de un diálogo rápido, la utilización de soliloquios y monólogos, y sobre todo el uso admirable de las referencias textuales y los apartes implícitos.

Pero tanto por su temática como por su ideología, la comedia Thebayda y la Seraphina se asimilan más a la primera imitación de la Celestina, la realizada por Pedro Manuel de Urrea en su Penitencia de Amor que al original. Ya Urrea en su obra mezcla las fuentes de la comedia terenciana con la prosa celestinesca y la temática amorosa de la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro, suprimiendo en su imitación de los personajes de la tercera y sus muchachas, dando predominio en la acción a los criados, quienes se encargan de realizar el encuentro entre los enamorados, sirviendo para el intercambio de cartas, y al fin y al cabo gozar con otros amores373. Sin embargo, Urrea sigue en su obra con el desenlace celestinesco, trágico, al condenar el padre de la dama a su hija y al galán a una cárcel perpetua. En la Thebayda y en la Seraphina el autor elimina aquellos personajes que puedan cambiar el sentido lúdico de la intriga, desapareciendo así cualquier tipo de complicación trágica, y reduciendo la intriga únicamente al galanteo amoroso con final feliz. En estas dos comedias no se intenta moralizar, y los amores se realizan como en la Celestina sin planteamientos matrimoniales, y si en la Thebayda los dos amantes se casan después de gozar sensualmente, en la Seraphina no existe tal posibilidad, ya que la dama en cuestión está casada, con lo que la intriga se reduce al goce puro. Son, pues, dos comedias en el más clásico sentido terenciano.

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Pero, si en cuanto al tema y estilo no participan de la trama celestinesca, podríamos pensar que son comedias humanísticas en cuanto a su estructura, escritas para ser leídas

pero no representadas. Sin embargo, al final de la Seraphina aparece en el parlamento de Pinardo:

«pero entre los discretos y nobles, miéntras más familiaridad y más conversación, más causa es de amistad, y así os quedá y holgaos entre esta gente de palacio, y regocijaos bien, que yo, Pinardo, acabo de representar la comedia Serafina llamada.»

Para D. Marcelino Menéndez y Pelayo ésta era una fórmula usual, pero que por motivos morales no cree que «tal monstruosidad» pudiese representarse. La misma opinión mantiene Timoneda, quien se atribuye la innovación de representar comedias en prosa en su prólogo a las Tres Comedias, arguyendo que tanto la Celestina como la Thebayda son obras demasiado extensas para poderse representar.

La comedia Thebayda, por su mayor extensión, quizás tuviese mayor dificultad de representación, ya que se necesitaría un tiempo no menor de seis a ocho horas. Pero la Seraphina es mucho más corta, pudiéndose escenificar con una duración normal: entre dos a tres horas.

Por otra parte, la comedia Thebayda, tal y como la conocemos hoy pudiera ser, como señala Lida de Malkiel374, una redacción posterior para su impresión, en la que se añadirían nuevas digresiones, como la que aparece al final de la obra después de la canción de Aminthas a Claudia y que aparece la palabra FIN y a la que sigue un largo parlamento de Menedemo, que nada tiene que ver con la obra, sobre Dios y el Génesis, con la única finalidad de incluir un colofón religioso y disimular el ambiente profano de la propia intriga.

Es probable que la Thebayda participe más de la novela cortesana, siendo un intento de adaptar la comedia humanística, no representable, a un gusto más cortesano. Pero la Seraphina es una comedia concebida desde el principio al fin para su representación. De ahí que el número de digresiones, soliloquios, y largos -300- parlamentos se reduzcan y queden asimilados al primer acto, mientras que los demás actos o «çenas» participan de un diálogo más breve, con una serie de apartes implícitos y referencias textuales plenamente teatrales. También, por su peculiar concepción del espacio y del tiempo, reducidos a una serie de lugares concretos y no muy abundantes y sin variación dentro de cada acto, y la búsqueda de la unidad temporal. Por su intriga sacada de la «novella» italiana, predominando el enredo sobre cualquier otro elemento. Y por último, el disfraz, elemento genuinamente teatral y que aparece dos veces en la Seraphina.

A nivel de estructura, se construye la obra en cuadros, elementos típicos del teatro representable medieval, con un escenario polivalente y dual, y con una unidad de acción, de tiempo y de lugar para cada uno de estos cuadros. La utilización del «dentro» como un nuevo espacio que no ve el espectador pero que oye lo que allí ocurre, o que se describe mediante el parlamento de otros personajes que sí que lo ven. La utilización de conversaciones cruzadas, etcétera.

Nos encontramos ante un texto puramente teatral, con una técnica muy evolucionada que incorpora elementos del teatro romano y de la comedia humanística, combinándolos ambos para poderse representar dentro de cualquier patio de palacio, para regocijo de una nobleza cortesana renacentista que busca, como único fin, su propia diversión.

Se podría argüir en su contra, lo ya explicitado por Menéndez y Pelayo en cuanto a su inmoralidad. Pero si recogemos el ambiente del Duque de Gandía, proveniente y en contacto con las cortes renacentistas italianas podremos enlazar esta temática con las comedias de Maquiavelo o posteriormente con las de Pietro Aretino. En la Clizia de Maquiavelo ya aparece un joven criado disfrazado de mujer como medio para engañar al esposo viejo que desea poseer a Clizia. En la Mandragola del mismo autor, existe una temática parecida a la de la Seraphina, con un noble que se ha pasado largo tiempo en el extranjero y que se enamora locamente de la bella y casta esposa Lucrezia, terminando la obra con la posesión física de la misma. Esta temática amorosa llegará posteriormente al máximo de su desvergüenza con Pietro Aretino que pondrá al descubierto todas las bajas pasiones de los nobles cortesanos, sobre todo, de los romanos.

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IV.2. La comedia de Sepúlveda y los intentos de comedia erudita

Julio Alonso Asenjo

I. La comedia de Sepúlveda

Desde el descubrimiento en 1840 de un manuscrito de la Comediade Sepúlveda (CS), procedente de un pueblo del antiguo Reino de León375, del que Gayangos sacó una copia376, diversos estudiosos (Gayangos, Barrera, Menéndez Pelayo, Cotarelo377, Crawford, Jack, Arróniz) se han acercado a esta obra, tratando de responder a los interrogantes que plantea, sobre todo desde el punto de vista de la crítica externa. Los resultados de estos tanteos, si exceptuamos los trabajos de Crawford378, poco han avanzado, tanto en la identificación del autor como en el descubrimiento de la circunstancia socio-cultural en que apareciera una obra digna de mejor conocimiento.

Hoy podemos dar por seguro que el autor no pudo ser Juan Ginés de Sepúlveda379 y muy difícilmente el romancerista y escribano -302- sevillano Lorenzo de Sepúlveda380. Sobre si debamos o no atribuir esta obra al Dr. Antonio de Sepúlveda, miembro del claustro -303- de la Universidad de Osuna desde su fundación381 y «deán» en 1553 de la Facultad de Medicina de esta misma Universidad382, es aventurado pronunciarse en este momento383, pues habría que ver, en particular, cómo pueden compaginarse un Sepúlveda que en el «prólogo» de su obra se dice «poeta» y «escribano» y el que, por otra parte, aparezca como profesor y decano de una facultad de Medicina. Según el manuscrito-fuente, la CS habría sido compuesta en 1547. Pero un estudio de sus referencias a la realidad socio-cultural de Sevilla y Osuna nos lleva a

datarla, con toda probabilidad, entre los años 1550-1553384. Ciertos datos del texto -304- (alusión intempestiva a un «cuchillo» que un padre está dispuesto a entregar para que se mate con él a su hijo, la ubicación de la acción dramática junto al antiguo Barrio del Duque -de Medina Sidonia- en Sevilla, los elogios alusivo-elusivos a la belleza y virtud de una dama presente en la supuesta representación entre el público (I, 1), que corresponden exactamente a los que de Ana de Aragón, duquesa de Medina Sidonia, hace Barrantes Maldonado385 y las -305- repetidas menciones en la obra de la flamante universidad de Osuna, de la que se supone estudiante a uno de los protagonistas) pondrían al autor en relación con las familias de la alta nobleza de la Baja Andalucía, entusiastas en esta época de la cultura renacentista italiana y, en concreto, de su teatro386. Sepúlveda pudo estar relacionado tanto con los Medina Sidonia como con los Téllez Girón, condes de Ureña, señores de Osuna, ya sea desde su cargo de profesor de la Universidad ursaonense, ya por haber escrito esta pieza con ocasión de una fiesta, celebración o boda, que reuniera a los miembros de ambas familias, varias veces emparentadas entre sí desde principios del siglo XVI387.

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Reconocida como obra de argumento no original -el prurito de la originalidad no preocupaba entonces-, habida cuenta de la declarada admiración de Sepúlveda por los modelos dramáticos de la Italia renacentista (especialmente de Ariosto y Aretino388) y de la analogía estructural y de detalle de la CS con las eruditas italianas, muy pronto se le atribuyeron fuentes itálicas concretas: Il Negromante y otra comedia de Ariosto (posiblemente I Suppositi), según Menéndez Pelayo, o Il Negromante y aún más Gl’Inganni de N. Secchi, según Cotarelo. Ambas atribuciones fueron acríticamente recibidas por los estudiosos españoles hasta su definitivo arrumbamiento por Arróniz, que no avanzó positivamente en una nueva atribución, si bien reconoce en la CS una de las obras más cercanas a las comedias renacentistas italianas389. Sin embargo, ya mucho antes, Crawford había atinado con la indudable fuente (principal) de la CS: la comedia Il Viluppo (1547) de G. Parabosco. Crawford justificaba su propuesta con un breve y preciso estudio comparativo de ambas obras390. Cualquier estudioso no podrá menos de reconocer el acierto de Crawford al calificar a la CS de «close adaptation» o de «free version» de Il Viluppo (= el enredo) del Parabosco. Ahora bien, este carácter no quita que la CS ofrezca numerosas innovaciones respecto de su fuente: extensa ampliación del texto, estructuración en 4 actos, eliminación de personajes y cambios sustanciales en sus acciones y carácter, alteración del desenlace con la práctica recreación de todo el último acto, etc. Esto lo hace Sepúlveda ya sea acudiendo directamente a fuentes que también lo eran de Il Viluppo (Decamerón, V, 5; quizásI due felici rivali de Iacopo Nardi; La Calandria del Bibbiena), a la sucesiva obra de Parabosco (L’Hermafrodito, -307- 1549) y al teatro popular español, del que inserta o a la manera del cual compone e inserta una pieza de entremés (II, 4; ed. Cot. pág. 61 ss)391.

Resuelto el problema de las fuentes de este modo y, por si no fuera suficiente la ya por Arróniz reconocida hermandad entre la CS y la comedia renacentista italiana, nos encontramos con que la pieza de Sepúlveda es una comedia erudita como las así llamadas en la Italia del Cinquecento que, por otra parte, se ofrece al público sevillano-español como un modelo de quehacer dramático. Pero, el concepto de comedia erudita requiere ulteriores desarrollos.

2. La CS como comedia erudita

La c. erudita, también llamada regolare o sostenuta, es la modalidad de comedia renacentista italiana que deja atrás, por Aufhebung, los dos tipos de texto-espectáculo dramático profano más cultivados durante el siglo XV y a principios del XVI, sin olvidar que también confluyen en ella elementos significativos tanto del teatro popular (c. alla villanesca) como otros del teatro religioso (sacre rappresentazioni). El primero de estos tipos es la Comedia humanística, teatro de lectura pero también de representación -especialmente en los círculos universitarios-, mayoritariamente en latín392, articulada en una serie indeterminada de actos/escenas -también en 5 actos-, que combina en diferente proporción, según casos, elementos de la Comedia elegíaca con otros del teatro terenciano o plautino (prólogo y/o argumento, enredo, personajes, valete et plaudire, situaciones...), asume y dramatiza los temas de la novelística o retrata las costumbres contemporáneas sin someterse, por lo general, a las unidades clásicas y sirviéndose tanto del verso como de la prosa.

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El segundo de los tipos es la Comedia clásica latina de Terencio y Plauto. El descubrimiento en 1428 de 12 comedias plautinas hasta entonces desconocidas y la aparición en 1433 del comentario de Donato a las obras de Terencio causaron un entusiasmo indescriptible, ante todo en los círculos académicos y humanísticos y, luego, en los círculos cultos de las ciudades-estado italianas, avivado a partir de 1480 por ediciones impresas. Ya desde unos años antes se había desarrollado el gusto por las representaciones de comedias clásicas en su lengua original en las academias, en las aulas universitarias y/o en las diferentes cortes italianas393; poco a poco, en las cortes, especialmente en la que más cifraba su prestigio político en las representaciones, en la de Ferrara, se fue sintiendo la necesidad de traducir los clásicos en lengua vulgar para que fueran representados y entendidos por públicos amplios. De este modo se dio el primer paso hacia la comedia erudita. El siguiente consistió en repetir el experimento que tan notable éxito supuso para Plauto y Terencio: contaminar o mezclar diversas comedias griegas para crear una nueva latina que respetase la forma dramática fijada por la Comedia Nueva: prólogo y argumento, 5 actos; unidad de tiempo y lugar; el amor como motor de la acción; las peripecias y el enredo, las anagnórisis, el final feliz y los personajes básicos (padre hacendado severo, joven libertino y/o enamorado, dama de supuesta clase inferior o hetaira que se revela rica heredera, hijos perdidos y recobrados, etc.). Sólo que ahora la contaminación era de comedias latinas, en «toscano». Pero ni la sociedad renacentista era idéntica a la griega o romana, ni en balde se había largo tiempo cultivado una comedia humanística o los novellieri habían configurado el nuevo gusto; el ansia de realismo, de ver retratadas en la escena las propias costumbres, la vida cotidiana, los tipos reales, era muy grande. Todo impelía a dar el paso definitivo: a integrar comedia humanística y comedia latina, a introducir dentro de las formas dramáticas clásicas el torrente pujante de la vida cotidiana, la sabrosa salsa de las picantes novelle. Fragua así, por pequeños pasos, la comedia erudita, cuya normativa irán poco a poco formulando los intérpretes de los teóricos clásicos (Aristóteles, Cicerón, Horacio, Donato), definiendo los géneros dramáticos, la forma y función de la comedia: verso y prosa, unidad -309- de tiempo (24 horas, 12 horas), de lugar, de

acción; se proyecta la escenografía, se estudian las condiciones de la representación, las cualidades de los actores,... Pero ni todas las normas eran indiscutibles (por el debate constante entre autores y teóricos), ni todos los autores y públicos estaban dispuestos a someterse a ellas; por eso, las 12 horas no se imponen tajantemente, ni la unidad de acción es respetada cuando el enredo encanta por la extrema complejidad de la intriga. De todos modos, va creándose la interminable serie de comedias eruditas en los diversos centros culturales de Italia, con características propias en muchos casos, a partir del Formicone (1503) de P. F. Mantovano o la Cassaria (1508) y los Suppositi (1509) de L. Ariosto, la Com. di amicizia (1502-12) o I due felici rivali (1513) de I. Nardi; siguen los prototipos de la gran comedia erudita: Calandria (1513) del Card. Dovizi, La Mandragola (1518) y La Clizia (1525) de N. Maquiavelo, Il Negromante (1520) y La Lena (1528) de Ariosto y, con ellos o tras ellos, las importantes aportaciones de Ruzante, los Rozzi e Intronati (Gl’Ingannati, 1531), Piccolomini, Gelli, D’Ambra, Grazzini, Belo, etc., hasta Il Candelaio de G. Bruno (1582).

Así se dio la primera y formativa fase de la comedia erudita. Pero no acudió a ella Sepúlveda en busca de un modelo para su Comedia, sino a un autor de la segunda etapa dramática del Renacimiento italiano, a un autor epigonal de gran éxito, G. Parabosco394, contemporáneo suyo, que se sitúa a medio camino entre la comedia erudita que podemos llamar clásica y su culminación en la commedia dell’arte, es decir, en una fase de transición en que la estructura lograda y consolidada de la comedia erudita clásica se flexibiliza e integra elementos de prácticas populistas y dialectales (no en vano se sitúa en Venecia395, siguiendo las huellas de Ruzante y Aretino) y después de sufrir el impacto de actores profesionales -310- o autores-actores como Burchiella, Gigio A. Giancarli, A. Calmo o también de L. Dolce, herederos de Ruzante y admiradores de Aretino, como Parabosco.

La c. erudita adquiere ahora, especialmente en Venecia, una variedad escénica mucho mayor para dar cabida a todos los elementos de la sociedad contemporánea. Ahora se completa la galería de tipos: viejo enamorado y/o avariento, jóvenes enamorados, criado hábil y confidente y criado lerdo (<zanni), criada confidente, dueña alcahueta, parásito, pedante, soldado fanfarrón, nigromante, rústico... Se desarrollan los temas del amor novelesco y de los sentimientos tiernos junto con la complicación de la intriga, la inserción de escenas episódicas que se desarrollan en subtramas y complican la acción hasta constituir la comedia no sólo en doppia sino con un final en boda de varias parejas (así, por ej., en I Bernardi de D’Ambra tenemos cuatro parejas). El predominio de los elementos populares o eruditos variará de una obra a otra, de un autor a otro o dentro de las distintas piezas de un mismo autor. El teatro comienza a desvincularse de los convites, las cortes, las ocasiones episódicas de la representación, para acercarse a los círculos burgueses y populares; este acercamiento motiva las variaciones de la estructura de la comedia, que permite ahora una comunicación directa con el público, sobre todo mediante la profesionalización de los actores y el uso del lenguaje cotidiano en su pluriformidad diatópica y diastrática, con lo que la naturaleza y el drama saltan a la escena, configurándose en un marco amplio y bastante verídico, donde se ven reflejadas las masas ciudadanas y las clases medias. La finalidad de este tipo de comedia erudita es, aunque algunos aún pretendan instruir con ella, la de ofrecer una ocupación agradable del tiempo libre con un espectáculo violentamente parodístico. Restos del anterior teatro de humanistas son los datos externos y los esquemas, ya amplios de por sí; pero en cada escena se mueven personajes agresivamente

caricaturizados, pasiones impetuosas y grotescas, trivialidades justificadas por el encuentro de intereses y deseos.

No resulta fácil comprender por qué acudió Sepúlveda a una comedia de este tipo, para tejer su «maraña»396, pues, como manifiesta -311- el «prólogo», sus preferencias van por Terencio y Plauto, por una parte, y, entre los italianos, por Ariosto y Aretino, aun cuando conoce las principales comedias renacentistas; quizá haya que basar su preferencia en su admiración por Aretino, que da a sus obras una estructura enormemente flexible y hasta laxa, abriendo así el camino a sus admiradores y discípulos, entre los que hay que contar al joven Parabosco. Esto le permitirá a Sepúlveda, sin crear una pieza ab ovo, adaptar a su libre albedrío la obra parabosquiana al gusto de su público desde su conocimiento y vivencia del teatro español (Rojas, Torres Naharro, Encina, Gil Vicente, Lope de Rueda...); por otra parte, tomando como esquema la pobre hechura de Parabosco, intentará y conseguirá con facilidad el perfeccionamiento de su patrón, por un acercamiento, a veces directo, a los modelos latinos y a los italianos del primer tercio del siglo XVI, consciente de su capacidad, si no de superarlos, al menos, de igualarlos397. Ahora bien, para un humanista, el perfeccionamiento de su modelo debe discurrir al menos por dos líneas. Primera, la del funcionamiento riguroso de la técnica dramática: por ello expone su teoría dramática, gustoso se somete a algunas exigencias de la preceptiva teatral contemporánea398, insiste en la importancia del papel de los actores («recitantes»), desarrolla una mayor capacidad de observación y ahonda en la psicología de los personajes y equilibra su acción en la obra, convirtiendo una comedia «coja» en otra realmente doppia; traba mejor las secciones de comedia y las de burlas-entremés, produce un desenlace no mediante una anagnórisis lograda de un modo artificial y forzado que interrumpa la acción, como Il Viluppo, sino con naturalidad a partir de los reales intereses expresados por los personajes, y, por tanto, mediante la dinámica interna de los acontecimientos; desarrolla ampliamente algunas escenas (por ej., I, 1), que convienen a su espectáculo, a la vista, creemos, de un muy concreto público asistente, etc.

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La segunda línea de perfeccionamiento, mejor, de dignificación del texto, es decir, de la palabra, consiste en el despliegue, en comparación con su modelo, de la gran cultura y maestría literaria que Sepúlveda poseía. Su extensa cultura humanística se pone de relieve en las alusiones o citas de obras y autores literarios por él manejados (y, sin duda, también por lo más selecto de su público), desde la Biblia, Padres de la Iglesia y teólogos de renombre a los autores medievales de libros de entretenimiento, aventuras o instructivos (Don Reinaldos, Doncella Teodor, Crónicas), obras didácticas o inmortales de la Antigüedad clásica (Homero y Orestiada, Terencio, Virgilio, Ovidio, Valerio Máximo y otros), del Renacimiento italiano (Petrarca, Poliziano, Ariosto, Aretino) o castellano (Rojas, Boscán); también se manifiesta en el gusto por los debates o controversias filosófico-morales que inserta en su obra.

La maestría literaria que ostenta Sepúlveda se ofrece en la muestra de lírica cortesana de una carta de amor en tercetos endecasílabos de excelente factura formal sin la artificiosidad extrema del género y en el uso mismo de la prosa, sirviéndose de variados registros: junto al lenguaje técnico de algunos debates, está el lenguaje lírico elevado de los monólogos de galanes y damas o el de los diálogos de los jóvenes de elevada posición social, reflejo de un discurso filosófico, platónico y petrarquista tanto

de la lírica cortesano-caballeresca de la época como de los sentimientos plasmados al estilo de la novela o égloga pastoril contemporáneas; también aparece el discurso sentencioso de los «ancianos», grave, didáctico, moralizante, transido de religiosidad de cristiano viejo, cargado con el aplomo de la sabiduría proverbial y tradicional. A estas actitudes elevadas responde una impecable sintaxis arquitectónica rica en nexos subordinantes, el equilibrio de las construcciones, la propiedad y abundancia del léxico culto, las alusiones literarias, o bien el discurso entrecortado, espasmódico, con profusión de lamentos, presentimientos expresos de desgracias, de enardecimientos tan rápidamente encendidos como de inmediatas y abismales postraciones anímicas. Por otra parte, está la lengua de los grupos sociales inferiores con su incapacidad sintáctica, su expresión viva y espontánea, con la proliferación de las funciones expresivas y apelativas del lenguaje, con el uso de elementos lingüísticos cristalizados (frases hechas, locuciones proverbiales y populares, vistosas comparaciones basadas en realidades cotidianas), reminiscencias y citas de cantares populares, alusiones escatológicas, expresiones picantes o referencias al ámbito del erotismo -313- y la sensualidad, el uso del latín deformado así como alguna lengua extranjera y, last but not least, la presencia del formalizado dialecto sayagués en labios del rústico aldeano. Si a este diestro manejo de los registros lingüísticos, que exaltan el decoro dramático, añadimos el dominio de la técnica del diálogo, especialmente, la agilidad, viveza y soltura de los diálogos de los personajes populares y, en comparación con las obras contemporáneas del mismo género, la relativa brevedad y la naturalidad tanto de los monólogos como de las réplicas en los diálogos de los personajes cultos, tendremos que Sepúlveda difícilmente encuentra par entre los escritores castellanos de mediados del siglo XVI399.

Por todo ello, Il Viluppo de Parabosco queda batido por su imitador en todos los campos; la obra del autor placentino-veneciano no pasa de ser un juguete cómico o divertimento escénico, rápida sucesión de cuadros de vida traspasada por el artificio, estereotipados movimientos por las tablas de tipos fijos, mezcla de bromas y «bramas» amorosas sin solución de continuidad, que constituyen un espectáculo frívolo y superficial, en algunos puntos chabacano, cuya artificiosidad en ningún momento quiere disimularse. La CS, sin embargo, resulta un espectáculo no menos interesante y agradable («apacible»), pero, al mismo tiempo, de mayor gravedad y peso (que en nada merma su auténtica «comicidad»), más digno por más verosímil y realista (ahondamiento en el traslado de lo real a la escena por medio del arte) y más satisfactorio incluso para las mentes y sensibilidades contemporáneas más exigentes. Como toda buena comedia, es un espectáculo donde se refleja artísticamente la vida.

Todavía hemos de reseñar algunas características de la CS, como la reducción de los 5 actos de la italiana a 4: la inexistencia de actos en Plauto, la variada práctica de la dramaturgia española, contemporánea y la libertad del artista que siempre ha brillado en los ingenios españoles (baste pensar en Torres Naharro y Lope de Vega) son suficientes para explicarla; la quíntuple división se hubiera aceptado si hubiese sido necesaria para el montaje del espectáculo, pero no la exigían ni el desarrollo de la acción ni los actores (debido a la alternancia de escenas de comedia y escenas de entremés) y menos aún el público, constantemente regocijado con las burlas a lo largo de los primeros actos, especialmente del más -314- extenso (el III). De este modo Sepúlveda podía sentirse libre frente a la práctica italiana. Se respeta escrupulosamente la unidad de tiempo, reduciendo el de la acción dramática a 12 horas; sin embargo, la acción, aunque situada siempre en la calle, requiere al menos dos espacios dramáticos; en cierto modo resulta difícil entender por qué Sepúlveda no se sometió a la unidad de lugar cuando, para no

multiplicar los espacios dramáticos, recurre a artificios muy convencionales en alguna ocasión400. Los personajes son los típicos de la comedia erudita: padres severos (3), madre ausente (al estilo terenciano), dos parejas de jóvenes enamorados, una dama recluida en casa al estilo tradicional y otra, emprendedora, convertida en paje de su galán, criado habilidoso, dueña tercera, ama comprensiva, viejo hidalgo ridículo; por otra parte, en los entremeses, el criado enredador, un nigromante, el viejo enamorado, el aldeano bobo y la inocente mujer del nigromante. También el enredo es característico: su motor es el amor de un joven estudiante de acaudalada y noble familia que cae enamorado de una dama recatada de origen supuestamente humilde que, perdida en su niñez, fue adoptada por un hidalgo; esta dama es pretendida a la vez por otro galán de pudiente familia; por otra parte, la segunda dama, audaz, también de familia pudiente, se vio despreciada por el primer joven y, para recobrar a su galán, recurre a mil ardides; los padres, que buscan a sus «perdidos» hijos y lloran a sus hijas supuestamente muertas. Sobreviene, por un concurso feliz de circunstancias, el reconocimiento de las perdidas y lloradas hembras y el hallazgo por sus padres de los jóvenes galanes, sendos hermanos de aquéllas, por lo que los amantes se casan, haciendo que los «ancianos», antiguos amigos, se conviertan en consuegros por partida doble. Precede a la comedia un prólogo mixto terenciano-plautino dialogado y concluye la obra con una breve despedida. Mientras tanto, el público ha sido entretenido con una extensa serie de entremeses y burlas que constituye una subtrama que abarca casi el 50% del tiempo del espectáculo. Del público podemos vislumbrar bastante: es, sin duda, restringido, selecto y culto; del tenor de la obra y de lo dicho en el «prólogo», el espectáculo se da en un lugar cerrado (una «casa» o salón de palacio -315- o universidad) y el público está compuesto, por una parte, de grandes señores de la nobleza mercantil y rica burguesía andaluzas (se habla de «hombres de calidad» en el «prólogo» y en el texto se ridiculiza tanto al aldeano como al simple hidalgo), por humanistas y representantes de los círculos cultos, como los que podían participar en actividades académicas de una universidad; por otra parte, quizá se diera un público escolar de Colegio, hijos de la alta burguesía y nobleza, dado el relieve que cobra la universidad de Osuna en la obra y algunos otros indicios. Por ello, creemos que la obra pudo componerse para una representación, ya sea en el palacio de los duques de Medina Sidonia en Sevilla -collación de San Miguel- o, allí mismo, en el correspondiente de los futuros duques de Osuna -collación de San Vicente-, con ocasión de los desposorios o boda entre vástagos de ambas familias, ya sea en el palacio o Universidad-Colegio de los señores de Osuna en ésta o similar ocasión. En cierto modo, un público muy semejante al que se congregaba en los palacios y academias de Italia para disfrutar de los espectáculos de la comedia erudita.

Así pues, en la CS tenemos, revestido de peculiares caracteres, un ensayo-propuesta de comedia erudita al estilo de las italianas. Las controversias de tipo terenciano que expresa Sepúlveda en el «prólogo» nos señalan que la propuesta teatral del sevillano no era del agrado de muchos «arçisátrapas de la ley», sea porque aún consideraban indecoroso el teatro (actividad defendida como digna por Sepúlveda), sea porque tenían una idea distinta de cómo debía ser. A ellos también o contra ellos dirige Sepúlveda sus dardos, seguramente desde el mismísimo escenario, y, de hecho, desde su texto manuscrito. Pero, ¿realmente se encuentra solo Sepúlveda en su tiempo y en España en este intento dramático?

3. Los intentos de comedia erudita en el siglo XVI

Para saber si la propuesta teatral de Sepúlveda es única en su tiempo o si otros dramaturgos lo acompañaban en su intento dramático, debemos investigar la realidad teatral de los círculos eruditos o humanísticos de la España contemporánea. En este camino puede ayudarnos el concepto de práctica escénica, que mira al teatro como un hecho global en su especificidad de espectáculo no siempre literario y que con éxito se ha utilizado para entender otras propuestas teatrales contemporáneas, como las prácticas -316- cortesana y populista401. ¿Podremos, del mismo modo, hablar de una práctica escénica erudita?

A cuanto parece, su dimensión plena de práctica escénica sólo se da hacia el último tercio del siglo XVI con el teatro clasicista, heredero tanto del teatro universitario y de Colegio como de la comedia erudita italiana, con engastes de la práctica cortesana y de la práctica populista de los actores-autores. Antes, sin embargo, constatamos actividades dramatúrgicas y escénicas que se mueven en el plano de diversos intentos y propuestas que preparan aquella cristalización. Lo mismo que la constitución de las prácticas cortesana (desde el teatro privado y fasto ceremonial) y populista (desde los espectáculos juglarescos y el teatro religioso de los siglos XV y XVI) necesitaron un tiempo para, desde determinadas situaciones (prosperidad urbana, auge comercial y moda renacentista), reducir a unidad elementos dramáticos procedentes de distintos ámbitos, así para la aparición de una práctica escénica erudita fue necesaria la coalescencia de multitud de elementos dramáticos en sí heterogéneos y unas condiciones específicas de desarrollo del hecho teatral. Estos elementos para una futura cristalización han sido repetidas veces estudiados aislados unos de otros; pero deberán situarse, por una parte, en línea de convergencia hacia la constitución de una práctica escénica erudita y, por otra, habrían de ponerse en relación con las otras dos prácticas ya firmemente establecidas. Este trabajo, que aquí prácticamente sólo pretendemos esbozar, ayudaría positivamente a explicar la génesis de la gran síntesis de estas tres prácticas que es la comedia barroca española.

1. En primer término, si atendemos a la cronología de su aparición, a su carácter de elementalidad como posible espectáculo para-teatral o teatral, a la formación de un público conocedor o entusiasta de la realidad dramática, a la aparición de autores y actores de las piezas y, sobre todo, a la constitución de unos textos dramáticos en que se van acumulando y aquilatando los distintos recursos técnicos (monólogos, diálogos, tipos y personajes, planteamiento y desenlace de situaciones dramáticas, estructuración de las obras, etc.), nos encontramos con la línea de lo que podemos llamar Comedia humanística, nacida en los círculos universitarios o de ellos, para extenderse luego a otros por el vehículo de -317- la lectura o de la recitación o, en algún caso, de la representación. A la cabeza y como modelo, relumbra la impar Tragicomedia de Calisto y Melibea de F. de Rojas. Se trata generalmente de diálogos dramáticos en prosa, articulados normalmente en una serie indeterminada de autos o escenas, cuyos orígenes han de buscarse por una parte en la Comedia elegíaca medieval y en la Comedia humanística (pre-)renacentista italiana escrita en latín. No conservamos comedias humanísticas españolas del siglo XV escritas en latín. Pero hubo muchas en Italia, comenzando con la Philologia (1331) de Petrarca, quien, tras una lectura de Terencio (en 1348-49), se avergüenza de su obra, calificándola de «producto de entusiasmo juvenil»; siguen el Paulus de P.P. Vergerio (1370-1445), obra de juventud, cuando estudiaba en Bolonia; en cierto modo la Catinia (1419) de Sicco Polenton; la

Conquestio uxoris Cavichioli, que puede caber aquí por penetrar en el mundo de la novella; el Philodoxus de L. B. Alberti (1426), la Philogenia de Ugolino Pisani, la Chrysis de Eneas Silvio Piccolomini (1444), laPoliscena de L. Bruni de Arezzo y las numerosas de T. L. dei Fruvolisi, A. Barzizza, T. de Mezzo, G. Armonio Marso, B. Zamberti, G. Morlini, la Scornetta (1497) del ultrayectense H. Knyt van Slyterhoven y la anónima Comoedia cuius titulus Aetheria. Algunas fueron representadas en los círculos universitarios y académicos e incluso en alguna corte. Así nos consta de algunas de Fruvolisi y de la Comoedia de Morlini. Se conocieron y estudiaron en España y llegaron a representarse con finalidad didáctica en los claustros universitarios. En cualquier caso, las obras de esta comedia humanística española o no son representables, como ya reconocía Timoneda402, o lo son difícilmente y están pensadas especialmente para la lectura privada o para la recitación semipública a cargo de uno o más «recitantes» (= embrión del actor), que, desde su estatismo, hacían vivir a un auditorio espectador las pasiones, las agudezas y las situaciones cómicas y trágicas en que se veían envueltos los diversos tipos o personajes. El modelo celestinesco y la finalidad ejemplarizante que se proponen sus autores hacen que algunas obras sean -318- tragicomedias (Tercera parte de la tragicomedia de Celestina, 1536, de G. Gómez;Tragicomedia de Lysandro y Roselia, 1542, de Sancho de Muñón; Tragicomedia Policiana, 1547, de S. Fernández), otras trágicas para algún personaje central, aunque con final feliz para los protagonistas (Segunda comedia de Celestina, 1534, de F. de Silva) y, cada vez más, por la acentuación del elemento novelesco, por la nueva sensibilidad epocal, así como, sin duda, por la influencia de la c. erudita italiana frente al influjo celestinesco, simplemente comedias (Thebayda, 1521; Eufrosina, 1542-43, del portugués J. Ferreira de Vanconcellos, la C. Florinea, h. 1554, del bachiller J. Rodríguez Florián, y la C. Selvagia de A. de Villegas Selvago (Toledo, 1554), que por su estructuración y fórmula de despedida, anuncia ya la comedia erudita española.

2. Una segunda línea de teatro erudito, en sí misma heteróclita, es la que podemos denominar teatro universitario, dentro del cual caben el teatro escolar, el universitario y el de Colegio.

Pese a la poca consideración en que eran tenidas, conservamos textos latinos de farsas y representaciones escolares (teatro escolar), que tuvieron lugar en el siglo XV en universidades italianas, como la Conquestio uxoris Cavichioli, la Comedia Bile, el Janus sacerdos (Pavía, 1427), De falso hypocrita et tristi (ibi, 1437), la farsa De coquinaria confabulatione de Ugolino Pisani (Parma) o la llamada Comedia electoral (Padua, 1463-66), que reflejan el mundo estudiantil y universitario y concretan su propensión a la sátira403. También en España debieron de componerse y representarse obras goliárdicas o escolares de este tipo, aunque no se nos hayan conservado.

Además de representaciones escolares, en España debieron de celebrarse representaciones dramáticas en ciertas solemnidades y fiestas del mundo universitario, sea como diversión o como piezas de ejercicio literario o práctica de las lecciones de Gramática y Retórica. No disponemos de pruebas documentales anteriores al siglo XVI, pero el paralelismo de situaciones posteriores con las universidades italianas, en las que nos consta tal práctica, y el paso por las aulas salmantinas de Rojas, López Villalobos y Encina -319- (quizá también Torres Naharro) nos fuerza a tener como moralmente cierta tal posibilidad de práctica dramática404. La aparición de la Celestina en la última década del siglo XV, el testimonio del bachiller Quirós, que edita el Philodoxus de L. B. Alberti en 1501, la impresión en Salamanca en 1494 de la Historia Baetica, comedia de

imitación latina de C. Verardi, el aprecio demostrado por Terencio tanto en la obra de Rojas como en la versificación de la misma por P. M. de Urrea y, sobre todo, Constituciones de universidades como la de Alcalá (1508), calcadas de las de Salamanca, en que se ordena la representación de comedias, de Plauto y Terencio, y de tragedias o tragicomedias en determinadas fechas del curso escolar, aun olvidando el fervoroso ambiente renacentista en las décadas bisagra de los siglos XV y XVI, nos alertan sobre la efervescencia dramática que se vivió en la universidad española en los albores del siglo XVI. En este ambiente brota el llamado teatro universitario. Primero consistió en el estudio y comentario de los textos dramáticos greco-latinos e incluso de las comedias humanísticas itálicas, que se acompaña de sus representaciones, por lo menos en el caso de comedias latinas clásicas, como ejercicio de aprendizaje. Poco a poco, la admiración por el mundo clásico y la nueva conciencia del valor de lo moderno, el afán de divulgación y el de la necesaria dignificación, también a este nivel, de la lengua vulgar, imponen la traducción de obras clásicas. A principios del siglo XVI debió de traducir F. López Villalobos (1473-1549) el Amphitruo de Plauto (publicado en 1515); suceden progresivamente las traducciones o refundiciones de Fernán Pérez de Oliva, de Boscán, de A. Venegas, de P. Simón Abril. Les siguen de cerca o cronológicamente coinciden con ellas las imitaciones, primero en latín, de las obras clásicas o de la comedia erudita italiana, o de otros géneros dramáticos cultivados en la Corte (así Martín de Herrera compuso en latín una Égloga de unos pastores con motivo de la toma de Orán -1509; editada en 1510-11); con el paso del tiempo, se mezcla el castellano al latín y finalmente se acaba por componer mayoritariamente en castellano. Así vemos que hacia 1519 aparece en latín la Hispaniola de J. Maldonado, al principio un ejercicio escolar, que, luego, mereció el honor de ser representada en la corte de Portugal y, después, en Burgos. A partir de 1537 escribe Juan Pérez (Petreius) en Alcalá diversas comedias latinas, -320- de las que conservamos Necromanticus, Lena, Suppositi, Decepti, las tres primeras imitaciones de las correspondientes de Ariosto, la última de Gl’Ingannatide los Intronati de Sena (1531). También tenemos noticias de que su comedia Ate relegata et Minerva restituta se representó en la universidad de Alcalá ante el príncipe Felipe en 1539-1540, así como la Comedia de samaritano evangelio que P. Papeo dedicó en 1537 a J. Falluel, corregidor de Formoselle. Mientras esto sucede en Alcalá, compone en latín y representa en Salamanca Juan de Mal-Lara su comedia Locusta (1548), que luego pasa al romance; allí se representó también su tragedia Absalón; en 1561 compone en verso otra comedia en honor de N.ª Sra. de la Consolación, que representó con sus discípulos (entre los cuales sin duda se hallaba Juan de la Cueva) en Utrera. En Barcelona tenemos a Joan Cassador y Jaume Cassá y no olvidamos la Universidad de Valencia, donde J. Lorenzo Palmireno (h. 1524-1579) compone y representa diversas comedias, así como, mediada la década de los 60, compone y representa en latín F. Sánchez de las Brozas, en Salamanca, varias comedias, tragedias y autos sacramentales, que fueron posteriormente traducidos al romance. También en los años 60 el humanista Juan de Valencia compone la comedia latina Nineusis, de divite epulone, como la de Papeo y la Absalón de Mal-Lara de tema bíblico, en la que los personajes más importantes se expresan en latín, mientras que los graciosos Facetius y Tricongius hablan unas veces en castellano y otras en latín macarrónico. Si ya hemos hablado de diversas salidas de este teatro universitario fuera del ámbito estrictamente académico (Maldonado, Mal-Lara), aunque a otro sin duda todavía restringido, sabemos que la Nova tragicomedia Gastrimargus de Jaume Romanyá se representa ante miles de espectadores el 2 de mayo de 1562 en la isla de Mallorca405.

Por fin, paralelo en parte al teatro universitario, aparece el Teatro de Colegio, especialmente de jesuitas, desde la fundación de los colegios de la Compañía en España en los años 40. Las publicaciones de J. García Soriano406, entre otras, ilustran exhaustivamente -321- esta subpráctica teatral, que supone una ampliación de los diferentes tipos de representaciones universitarias (tragedia, comedia y su mezcla, argumentos bíblicos, clásicos, novelescos, de la historia nacional, etc., lengua latina y romance...) con la asunción de elementos del teatro popular (farsas, entremeses, villancicos...), personajes y tipos de las representaciones medievales, abriendo las representaciones a un público heterogéneo en que se mezclan humanistas, estudiantes y numerosos representantes de la clase burguesa, presidido todo ello por un afán de proselitismo, una finalidad didáctica y moral y por el deseo de lograr una hegemonía cultural e ideológica en la nueva situación contrarreformista.

3. La tercera línea de esta prepráctica erudita podría denominarse comedia novelesca o burguesa. Con el teatro escolar, parte del universitario y el de Colegio, se distingue de las otras manifestaciones dramáticas de los círculos eruditos, ante todo por el hecho de la representabilidad de las obras aquí englobadas. De muchas de ellas sabemos que fueron representadas; de todas, que son representables. En segundo lugar, se caracterizan por la homogeneidad de sus fuentes o de su inspiración: la novella. Son comedias a fantasía, según la terminología de Torres Naharro: el amor mueve la acción, que se suele manifestar como enredo, cuya resolución, por medio de los reconocimientos finales, culmina en el final feliz, generalmente del tipo de concierto de bodas. Los personajes proceden de la comedia clásica latina, del mundo novelesco o, en todo caso, encarnan los tipos y anhelos de las burguesías urbanas del Renacimiento con inclusión, en algunos casos, de arquetipos de la práctica populista de Italia o del teatro popular español. Aunque nunca fue una pretensión ni el fuerte de la práctica dramática española, en ellas se produce un respeto o relativa acomodación a la preceptiva o al gusto humanístico en lo que se refiere a la estructuración de la obra (en actos -por lo general 5- y escenas) y a las unidades clásicas; utilizan el verso o la prosa en razón, por una parte, de la cronología y, aún más, de su dependencia del teatro naharresco, por un lado, y de la Celestina y la c. erudita italiana, por otro. El público que busca estas piezas cómicas son los grandes burgueses o nobles aburguesados y la burguesía e individuos de profesiones liberales con inquietudes culturales, que viven en -322- las ciudades. Su lugar de representación puede ser un palacio o mansión nobiliaria o burguesa o bien la sala de una academia o estudio universitario. La representación obedece a circunstancias puntuales con actores aficionados, aunque en algún momento se busque a profesionales, incluso asociados en compañías, para que la representación sea continua, por cuanto las obras entran a formar parte de un repertorio. Son precisamente estas circunstancias de la representación (público, lugar, actores, duración del espectáculo...), así como la diversa funcionalidad y dignidad del texto, las que nos permiten subclasificar estas obras.

3.1. Por una parte, y prescindiendo de la comedia erudita que pudieran aportar las compañías de cómicos italianos de paso por España407, están las comedias a fantasíade Torres Naharro (y su progenie), que son una solución erudita española a la resurrección/adaptación del teatro clásico latino, con aportaciones de la comedia humanística italiana e importante asunción de recursos y elementos del teatro popular español, del teatro cortesano de Encina e influencias celestinescas. La propuesta dramática de Torres Naharro fue sin duda muy influyente en la práctica escénica española, aunque quizá más por la lectura y estudio de las obras que por su

representación. Si hemos de asignarle un posible público sería éste palaciego-burgués, es decir, un público de grandes señores y mercaderes, al que se suman los individuos cultos del lugar, en cuyos palacios o mansiones se representa. Prototipos de este público serían el asistente a la representación de la Seraphina en el palacio ducal de Gandía o el quizá concentrado en el castillo de Niebla para la Aquilana. En este grupo, además de las obras a fantasía de Torres Naharro (Himenea, Jacinta, Serafina, Calamita, Aquilana), podemos integrar las anónimas Hipólita y Seraphina (ed. en Valencia en 1521) y toda la herencia naharresca tal como se manifiesta en la C. Clariana (1522), la C. Radiana (1533-1535) -323- de A. Ortiz, la Tesorina y la Vidriana (h. 1535) de J. de Huete, el Auto de Clarindo (1535), la C. Grassandora (h.1539) de J. Uceda de Sepúlveda, la Rosabella (1550) de M. de Santander, la Tidea (a. de 1550) de F. de las Natas y quizá también la Farsa Salmantina (1540-47) de B. Palau y la C. Salvaje (1582) de J. Romero de Cepeda.

3.2. Tras ellas y también dentro de la comedia novelesca y burguesa, damos con la comedia erudita española, representada por un reducido grupo de obras: la Comedia de Sepúlveda (1550-1553), las Tres Comedias (Amphitrión, Menennos y Cornelia o Carmelia, ed. 1559) de Joan Timoneda y La Lena o El Celoso (editada en Milán en 1602) de Alfonso Velázquez de Velasco, dignísima coronación de una modalidad dramática a la que el triunfo de la comedia barroca bajo la égida de Lope de Vega condena a la desaparición. La CS ya ha sido estudiada arriba; las restantes se analizan individualmente o como grupo, aunque no todas con un mínimo de suficiencia, en distintas publicaciones408.

Aun siendo tan poco numerosas, estas comedias eruditas demuestran palpablemente las características dramáticas de casi todo el siglo XVI español, época de tanteos, de búsqueda, de dispersión y desorientación teatral con variedad de tendencias contrapuestas y paulatinamente fusionadas. Por un lado va la obra de Velasco, en cuanto deudora (por estilo literario, personajes, situaciones y, en parte, funcionalidad teatral) de la Celestina y sus numerosas imitaciones; por otro, Sepúlveda y Timoneda, que derivan del gusto renacentista italiano. Todos coinciden en el uso de la prosa, producto de la dependencia o convergencia de su utilización mayoritaria en la comedia erudita italiana y en las obras celestinescas. Todas son representables y se articulan en actos (5, La Lena; 4, la CS) y escenas o sólo en escenas (Timoneda). Van precedidas de un prólogo-argumento, ofrecido de diversos modos y con distintos aditamentos, según el carácter de las obras, y concluyen con un breve valete también muy variado. Ahora bien, La Lena va dedicada «a los lectores», y al «manso lector» se apostrofa en el soneto laudatorio, si bien en la primera escena -que hace de -324- prólogo-argumento- Lena se dirige a un «auditorio», y su estructura y desarrollo son plenamente dramáticos. La CS está compuesta para ser representada en una circunstancia concreta y Timoneda escribe sus Tres Comedias para acrecentar y dignificar el repertorio de alguna compañía de cómicos, como la de Lope de Rueda409. En todas ellas se dan cita la mayoría o todos los elementos del esquema de la comedia novelesca, cuya representación máxima es la comedia erudita italiana: el amor como propulsor de la acción, variadas intrigas que constituyen el enredo provocado por amores contrariados o imposibles, falsas identidades de personas y diversos travestimentos, pérdidas o supuestas muertes de hijos-niños finalmente recobrados, reconocimientos logrados en circunstancias fortuitas y determinantes, el final feliz en múltiple boda (¡La Lena concluye con las bodas de 6 parejas!). Por ellas desfila la galería de unos mismos tipos sometidos a ligeras variantes: jóvenes galanes apasionados y damas enamoradizas, criados y pajes intrigantes, dueñas

aprovechadas y corruptas, amas, alcahuetas, nigromantes, rufianes, pedantes, maridos burlados, viejos enamorados, simples y rústicos... La acción dramática se acerca al hic et nunc del espectador o se desarrolla ante él, y se tiende hacia un escenario unitario (sin que se logre en todas las obras), que requiere la simple escenografía de dos casas separadas por una calle o con aberturas a una plaza. Pero, incluso prescindiendo del anteacto, en pocas se da la unidad de lugar o de tiempo, por más que los saltos en la coordenadas espacio-temporales no sean bruscos o dilatados. El atrezzo es de lo más sencillo y el vestuario, de la contemporaneidad. Los textos o provienen de una tradición culta que se pretende acomodar a un público que no lo es tanto, otorgando dignidad literaria al espectáculo teatral (Timoneda) o se componen para hacer gala del dominio de un estilo literario rico, elevado, digno y vivo, natural y sabroso, atendiendo al debido decoro de los personajes (CS, Lena). Todas estas piezas lo son de entretenimiento, sin que falte en la mayoría de ellas el afán de reflejar de modo crítico comportamientos de la sociedad contemporánea (los celos en Velasco) o de algunos de sus estratos (la burguesía artesanal y mercantil en Timoneda, los estratos populares, los hidalgos y los jóvenes estudiantes o calaveras en Sepúlveda). De todo ello podemos deducir que el posible público de estas -325- obras es el de las nuevas capas sociales burguesas que trajo consigo el auge económico del Renacimiento en Valladolid, Valencia, Sevilla y otros centros urbanos de la geografía española. Timoneda quiere extender los beneficios de la cultura a la burguesía urbana; también a un público burgués y humanista, de mayor cultura y riqueza, se dirigen Velasco y Sepúlveda, estando relacionado este último con el mundo estudiantil, quizá como docente, por una parte, y por otra, con las familias de grandes mercaderes y/o familias nobiliarias amantes de las artes y las letras, desde las clásicas hasta la lírica cortesana contemporánea, los lances novelescos o la comedia renacentista. Esta atención al correspondiente público, amén de la cultura y formación de los propios autores, explica la sencillez formal y literaria de las Tres Comedias de Timoneda y la dignidad y riqueza del espectáculo dramático que, sin afectación, ofrece Sepúlveda.

Estos son, pues, los intentos de comedia erudita que se dieron en la España del siglo XVI. Si Velasco, desde la altura del siglo a que se encuentra cuando compone, no puede pensar en aportar una fórmula dramática a la sociedad en que triunfa ya el teatro de Lope de Vega (si bien la fórmula sigue vigente aún en la Italia que durante años él estuvo recorriendo), Timoneda y Sepúlveda pretenden irrumpir en la escena española ofreciendo a los diversos estratos de la entonces floreciente burguesía urbana, y, además, a las compañías de actores el primero, y a los teóricos humanistas el segundo, una fórmula teatral que dignificase la práctica escénica populista y atrajese hacia sí a los nuevos sectores sociales (Timoneda), dándoles un baño de cultura, o incluso sustituyese los añejos espectáculos nobiliarios (justas, torneos, cañas, toros, bailes...) o las bromas y chanzas del teatro populista, que también tienen cabida en la nueva fórmula. Y esto se hace a partir del estudio o imitación tanto de los clásicos como de la última y «mejor» comedia producida en Italia, «madre de los buenos y dilicados juizios que ay en nuestros tienpos»410.

Vemos, pues, que a lo largo del siglo XVI, se va sintiendo con mayor claridad la necesidad de crear una práctica escénica diferente de las otras dos (práctica cortesana y teatro popular, luego práctica escénica populista), que, por sus rasgos, llamamos erudita. Ante todo, y prescindiendo del teatro escolar (propio de un -326- grupo social muy concreto y con características semejantes al de la práctica populista, si se prescinde de la lengua), por la fuente de su inspiración, que son los textos escritos (comedias

humanísticas en latín, teatro clásico, trágico o cómico, comedia erudita italiana). En segundo lugar, por su valoración del texto como elemento fundamental de la representación: la dramaturgia erudita constituye un teatro de la palabra decididamente; tanto es así que algunas de sus manifestaciones (como la comedia humanística, el teatro universitario y, en parte, el de Colegio, o La Lena), por el excesivo peso del texto, en comparación con otros recursos, habrán de ser consideradas, más que como piezas de una práctica escénica, como simples textos dramáticos. Con todo, estas modalidades dramáticas representan un reconocimiento del valor de la lengua vernácula para configurar un espectáculo y colaboran a su dignificación. Además, por su ejercitación en el manejo de los convencionalismos de la palabra, prestan a otras modalidades teatrales un afinado y natural medio tanto de expresión y ágil comunicación como para el embellecimiento del espectáculo mediante la utilización del verso o de la prosa. En tercer lugar, si bien coinciden con la práctica cortesana en dirigirse a un público selecto y/o restringido en lugares cerrados, con actores aficionados, tienden cada vez más a abrirse a públicos más amplios (teatro de Colegio y quizá la CS) o incluso a salir a la plaza pública en boca de actores profesionales (Timoneda). Por otra parte, no hay en esta prepráctica erudita despilfarro de medios para la representación (aunque asome cada vez más en el teatro de Colegio) ni son sus espectáculos de autocelebración, coincidiendo en la sencillez del espectáculo con el teatro de los actores-autores, como con él coinciden, aunque no en la misma proporción, en la aceptación de tipos y situaciones cómicas procedentes del teatro popular. De las otras dos prácticas se distingue también la comedia erudita, además de por la procedencia de sus personajes, motivos y situaciones, por su rigor en la arquitectura textual y la fuerte articulación de la trama; en ella la intriga está perfectamente construida y la comicidad, en parte al menos, no se le contrapone, sino que brota de las mismas situaciones planteadas por la acción o acciones dramáticas, o a éstas acompaña. Por otra parte, constatamos dentro del bloque de estas obras de procedencia o gusto erudito una clara proporción entre la conciencia de estar ofreciendo la mejor forma de espectáculo y el más apto para el público contemporáneo, cualquiera que éste fuese, y el cultivo y la dosificación tanto de los elementos de procedencia erudita como la aceptación o rechazo de los de las -327- otras dos prácticas en concurrencia. Este procedimiento de selección descuella en particular en Torres Naharro, Sepúlveda y Timoneda. Si en el teatro de Colegio (no podemos en este contexto hablar del primer teatro universitario) asistimos a una acumulación de elementos de las más dispares tradiciones teatrales (teatro religioso y profano, teatro clásico y popular, tragedia y comedia, verso y prosa, latín y romance...) en aras de su finalidad propagandística y moralizadora al propio tiempo que pedagógica, en la propuesta teatral de los tres autores destacados los elementos procedentes de diversas tradiciones se ensamblan de modo calculado para producir un tipo de espectáculo equilibrado en sus distintas partes y flexible, que halague la vista y el oído, conjugue palabra y acción, seriedad y risa, deleite y enseñe, y que pueda ser aceptado y gustado por distintos grupos sociales, particularmente aquellos que constituyen la nueva clase social ascendente situada en el medio urbano, la burguesía. Así pues, especialmente Timoneda y Sepúlveda intentan crear un tipo de espectáculo mediador entre lo cortesano y lo populista, entre el aparato y la chanza, la égloga y el entremés, entre la tramoya y la manta, el artificio y la vulgaridad.

Ni Torres Naharro ni Sepúlveda debieron de querer orientar su teatro fuera de los palacios o salas. El primero, porque aún no podía divisar un público urbano y burgués mayoritario, entonces inexistente en España. El segundo, quizá por estimar que la dignidad del espectáculo por él concebido peligraría en contacto con grandes masas

urbanas insuficientemente cultas. Timoneda sí quiso dirigirse a estas masas, atraídas ya entonces por la farándula y el espectáculo. No sabemos si logró este contacto. En todo caso, el hecho de que no se decidieran más autores a componer comedias eruditas o de que no conservemos sus obras, quizá nos está diciendo que su público ideal, la burguesía urbana, no llegó a cuajar como tal público antes de que lograra consolidarse tal modalidad de espectáculo. O no llegó a transformar en hegemónico un gusto teatral, que quedó disuelto antes de poder hacer cristalizar toda una práctica escénica fiel a unos intereses sociales y culturales. Tal vez por ello tampoco cuajó, unos años después, la tragedia clasicista, último intento y el más convincente de los humanistas por ganar la batalla de la hegemonía cultural y teatral, en una España que se alejaba, a grandes pasos, tanto de la ideología humanista como de un modelo social dominado por la burguesía.

De todos modos, como especímenes logrados de comedias eruditas nos quedan, además de la fórmula de Torres Naharro, esas -328- cinco obras de Sepúlveda, Timoneda y Velasco, que son otros tantos intentos (¡intentos fallidos!) por configurar una práctica escénica con dignidad literaria y estética, dirigida a una burguesía urbana que, al verse en ella retratada, de ella habría podido extraer solaz y autoconciencia crítica.

-329-

IV.3 La práctica escénica populista en Valencia

411

Manuel V. Diago Moncholí

El teatro populista del siglo XVI se asentará en torno al eje geográfico formado por dos núcleos urbanos de similares características: Sevilla y Valencia. Dos ciudades de carácter eminentemente mercantil, a través de las cuales se canalizaba la mayor parte del comercio exterior español; si Sevilla centralizaba los intercambios con las colonias americanas, Valencia era la puerta hacia Italia y el Mediterráneo. Ambas eran, pues, urbes abiertas y fácilmente predispuestas para que germinaran en ellas las innovaciones sociales y culturales que llegaban de fuera, como, por ejemplo, la nueva concepción del teatro que en Italia habían impulsado, por un lado, Ariosto, Maquiavelo, los Intronati, etc., y los cómicos de la commedia dell’arte, por el otro.

Ese nuevo teatro, una vez convenientemente reformulado y «españolizado», encontraría acomodo en aguas del Guadalquivir, gracias a figuras como Lope de Rueda, Alonso de la Vega o Sepúlveda, y en los márgenes del Turia, gracias a Joan Timoneda. Sin embargo, el papel fundamental que Valencia, por medio de Timoneda, ha desempeñado en la génesis, desarrollo y fijación de la práctica escénica populista, escasamente sí se ha tenido en cuenta. La crítica tradicional, preocupada por los problemas de las fuentes y la originalidad, no supo ver en Timoneda más que un simple imitador de Lope de Rueda, y no de los más aventajados412. Afortunadamente, -330- los estudios realizados en los últimos años por investigadores tan lúcidos como

Rinaldo Froldi413, Bruce Wardropper414, Othón Arróniz415, etc., han variado sustancialmente la visión que se tenía del escritor valenciano al centrar su mirada, no en aspectos meramente literarios, sino en su labor como autor, editor y hombre de teatro. De este modo, el que fuera calificado como «literato de pane lucrando» y «vulgar imitador»416, se ha visto transformado en breve tiempo en «padre del auto sacramental» y en «guía» y «maestro» del grupo de autores italianizantes.

Indudablemente, un cambio de valoración tan radical sólo es factible si, como señala R. Froldi, no se enjuicia la producción de Timoneda «partiendo de la confrontación con los modelos áulicos o con lo que será la comedia del siglo XVII», y sí, por el contrario, acercándose al escritor «con criterio histórico y en relación con sus intenciones, consistentes por entonces en la voluntad de realizar un tipo diferente de literatura, que debía encontrar en el contacto directo con el público su razón de ser y su límite»417. Por descontado, ese es el criterio que ha regido nuestro trabajo.

Timoneda: librero y editor

Para juzgar correctamente la posición de Timoneda ante el hecho teatral hemos de abordar, antes que nada, su actividad como librero y editor.

Se ha querido ver en el escritor valenciano un simple comerciante en libros418, un avispado hombre de negocios que supo -331- aprovechar una coyuntura favorable: cuando Timoneda se instala como librero419 la imprenta era un invento todavía reciente y en franca expansión, y Valencia uno de los principales centros editoriales de la Península; el auge económico del Renacimiento, por otra parte, contribuyó igualmente a expandir el hábito de la lectura, facilitando la aparición de un nuevo público lector.

Ciertamente, Timoneda fue un industrial del libro, tal vez el primer industrial del libro en la historia de este país. Publicaba (y escribía) «a suplicació de l’interés i vulgo de la gent», es decir: en estrecha relación con la demanda. En este sentido se puede afirmar que el utilitarismo presidió siempre su actividad. ¿Que los ciegos querían coplas para pregonar por los caminos? Timoneda les proporcionaba pliegos sueltos. ¿Que las doncellas se entusiasmaban con las canciones de moda? Rápidamente sacaba a luz un cancionero. ¿Que los hidalgos apreciaban los romances viejos? En seguida compilaba romanceros. ¿Que los mercaderes reclamaban textos piadosos o de cálculos? En el acto redactaba una Cartilla para ayudar a bien morir y un Timón de tratantes. ¿Que los estudiantes abandonaban sus clases por el teatro? No dudaba en editar comedias, farsas y entremeses. ¿Que los letrados pretendían entretener su ocio? Nada mejor que ofrecerles cuentos, chistes y patrañas. ¿Que el clero exigía textos edificantes para santificar las fiestas? Al instante preparaba los autos religiosos.

No hay duda, el éxito económico fue un objetivo de primordial importancia para Timoneda. Él mismo lo declaraba al publicar las comedias de Alonso de la Vega: «por ser mi arte librero y buscar sin perjuicio de nadie, de do me pueda resultar alguna ganancia». Obtener «alguna ganancia», ésa era su intención; y habrá que pensar que lo consiguió si atendemos a la holgada posición que alcanzó a lo largo de su vida: logró trasladar su librería desde un barrio gremial, como Santa Catalina, «junt a la Merced», esto es, al centro comercial de la ciudad; invirtió sumas en censales; especuló con la seda y, al final de sus días, legó a su familia una situación bastante cómoda. ¿Todo esto

se lo dio la literatura? No parece muy seguro. Al morir Timoneda el número de ejemplares sin encuadernar420 de libros por él editados que había en su librería era -332- considerable: 180 tomos de El Patrañuelo, 128 de las Comedias de Alonso de la Vega, 200 de la Turiana, 163 de las primeras comedias de Lope de Rueda y 183 de las segundas, 542 del Ternario Sacramental (no se especifica de cuál de ellos, o si de los dos a un tiempo), 222 de Rosa Real, 253 de Rosa de Amores, 214 de Rosa Española, 308 de Rosa Gentil, etc. Son muchos ejemplares. Los libros se vendían, sí, pero con relativa lentitud. Todavía quedaban a su muerte, en 1583, 30 ejemplares de Los Menennos y 14 de Anphitrión, obras que fueron publicadas en 1559.

En todo caso, lo que sí es evidente es que el afán de lucro no fue su único móvil. Su pasión por las letras -«la affectacion que tengo al representar, y a la desasortada Poësia», según decía en la dedicatoria de la Turiana- debió de pesar lo suyo en la aventura. De hecho, el paso de librero a editor en 1553421 vendrá motivado por el deseo de dar a conocer y explotar comercialmente su propia y extensa producción. Habrá que esperar hasta 1566 para que Timoneda se decida a publicar obras ajenas (al menos, con nombres y apellidos). No; el interés de Timoneda por la literatura fue sincero. Sólo que nunca perdió de vista su utilidad. Cuando publica sus narraciones lo hace para proporcionar «algún pasatiempo y recreo humano», cuando edita comedias las ofrece a los representantes. Pero el pragmatismo no le resta un ápice a su prurito de escritor, y así le dice al lector que espera que sus cuentos «los sepas contar -333- como aquí van relatados, para que no pierdan aquel asiento ilustre y gracia con que fueron compuestos.»422

El público

Todo ello nos lleva a preguntarnos para quién escribe y publica Timoneda, ¿cuál es su público?

Joan Fuster423 da una posible respuesta: «Fora i dins del Flor d’enamorats, ell s’adreça a un públic poc lletrat, secundari, indulgent. Que no demana "poesia" excelsa, sinó cançons, romanços, endevinalles, "chistes", en castellà o català.» Y en otro lugar424 escribe el autor de Nosaltres, els valencians: «Timoneda escriu i publica, si puc dir-ho aixi, pera una clientela analfabeta, i sempre es manté al nivell d’un gust difús, una mica arcaic, que prodominava entre les clases subalternas locals.»

Así, pues, el público de Timoneda sería semianalfabeto, poco letrado, ingenuo, de clases subalternas. De ser así no se comprende por qué el grueso de su producción está escrito en castellano425.

Fuster ve en ello una doble motivación: por un lado, el negocio; por el otro, la ideología. A mediados del XVI la impresión de textos en Valencia se hacía mayoritariamente en castellano426. Las obras editadas en esta lengua se beneficiaban de su expansión, se leían en toda la Península, en Italia, en media Europa (y no sólo por emigrantes o soldados: el castellano era por entonces una lengua internacional de cultura, como hoy lo es el inglés). Sin embargo, -334- no parece probable que Timoneda dirigiera sus miradas hacia esa clientela preferentemente. Por de pronto, las

licencias y privilegios que se le concedían eran, por lo general, para el Reino de Valencia. No es de extrañar, pues, que mientras en 1583 todavía quedaban en la librería de Timoneda 186 ejemplares de El Patrañuelo, la obra fuera impresa en otros territorios: Alcalá de Henares (1576), Barcelona (1578), Bilbao (1580).

Por lo que respecta al uso ideológico del castellano el planteamiento de Fuster es algo confuso. Timoneda jugaría un papel de correa de transmisión de la ideología de la clase dominante. Él era un instrumento servil en manos de la aristocracia castellanizante, y se limitaba a traducir su mentalidad y defender sus intereses. Timoneda era el puente entre el «palau» y el «carrer»; reflejaba el mundo de palacio con el lenguaje de la calle, y así ganaba para la nobleza las simpatías de los estamentos populares. Si en verdad fue ése el propósito de Timoneda, cuesta creer que lo hiciera en castellano. El mismo Fuster ha señalado que Valencia no era en el Quinientos una ciudad bilingüe, como lo es hoy en día: los núcleos de inmigrantes castellano-hablantes se asimilaban pronto a la lengua del país (Timoneda es un ejemplo); la situación era claramente diglósica, la aristocracia tenía el castellano como lengua de cultura, pero seguía empleando el catalán coloquialmente; no así el pueblo, que se mantenía monolingüe. Mal podía, entonces, Timoneda transmitir esa ideología a las clases subalternas y semianalfabetas en castellano. La deducción es obvia: o bien la clientela de Timoneda no era tan analfabeta, o bien el castellano estaba más extendido de lo que se piensa, o, tal vez, ambas cosas.

La pregunta vuelve a ser formulada: ¿para quién escribía y publicaba Timoneda? Indudablemente, para el único público que existía fuera del estamento nobiliario y en una sociedad en la que el 80% era analfabeta427: un público formado, fundamentalmente, por clérigos, mercaderes, oficiales, técnicos e intelectuales (funcionarios, catedráticos, notarios, médicos, pintores, etc.), es decir, por los únicos que, no perteneciendo a la aristocracia, podían adquirir libros. Y no habría que olvidar a los artesanos, los estudiantes, los criados de mediana categoría, todos aquellos que no podrían comprar libros, pero a los que se podía llegar por otros cauces: los pliegos sueltos, la transmisión oral, el teatro.

-335-

No; no era tan analfabeto el público de Timoneda como creía Fuster. Era, sencillamente, un público nuevo. Un público que todavía no tenía un criterio artístico, un gusto definido. Y fue, precisamente, Timoneda quien lo formó. Fue Timoneda quien tomó elementos de la poesía cortesana, del Humanismo, del Renacimiento italiano, de las Sagradas Escrituras, y los hizo asequibles a ese público. Y no lo hizo por pura mímesis, sino por complacer y dignificar a un tiempo ese gusto popular. Su aproximación a la cultura áulica no fue reverencial, en absoluto. Él fue un hombre culto; autodidacta, pero culto. Sólo que nunca se interesó por pertenecer a la pléyade de poetas cortesanos428. Timoneda se consideraba un «poeta comarcano». El mundo palatino le caía lejos. Sus amigos, los que firmaban las actas de bautismo de sus hijos, eran mercaderes, oficiales, algún médico. No era un paniaguado de la aristocracia, no le hacía falta. Él pertenecía a la clase dominante, pero no a la fracción hegemónica, la nobleza, sino a la burguesía mercantil y financiera (no olvidemos que invirtió en censales y comerció en el ramo textil). Una burguesía que, al tiempo que la aristocracia ruralizaba la urbe429, fue perdiendo su carácter mercantil para transformarse en rentista, pero que, en el período en que Timoneda llevó a cabo su actividad, entre 1550 y 1580,

alcanzó un notable auge. Una burguesía que se apropió de los modos culturales de la nobleza (la lengua sería un aspecto a considerar) transformándolos para sus necesidades.

Si, como señala J. Oleza430, el teatro, y la cultura cortesana en general, conocieron dos momentos culminantes: la corte del duque de Calabria y la del marqués de Denia, los años centrales del siglo XVI fueron los del desarrollo de una propuesta cultural convergente: la encabezada por Joan Timoneda.

Un comediante llamado Timoneda

El teatro fue, pues, uno de los canales que Timoneda exploró a la hora de dirigirse a ese público urbano de capas medias para -336- satisfacer sus necesidades y demandas culturales. Y en este terreno, mucho más que en la poesía o la narrativa, su actuación sería decisiva, hasta el punto de convertir a la ciudad del Turia en el centro neurálgico del teatro populista. Prácticamente todo el teatro español profano de los años 1550-1570 que hoy conocemos ha pasado por Valencia y está relacionado, de un modo u otro, con el nombre de Timoneda.

El escritor valenciano, desde su privilegiada posición de librero y editor, y desde su innegable conocimiento, teórico y práctico, del hecho teatral, contribuyó notablemente a potenciar y fijar la práctica escénica populista. Quizá resulte aventurado sugerir, como hace Arróniz431, que fue él «el introductor de las novedades que el teatro toscano suponía», o que ejerciera de guía o de maestro del grupo italianista, pero mucho más aventurado o incongruente nos parece la tesis clásica, lanzada por Moratín e impulsada por Merimée, que hace depender la producción dramática de Timoneda del influjo de Lope de Rueda.

Timoneda comenzó a interesarse pronto por el teatro; ya hemos visto cómo antes de 1553, y, por tanto, con bastante antelación a la llegada de Lope de Rueda a Valencia, fijada por Merimée alrededor de 1560432, el autor de El Patrañuelo había escrito comedias, farsas y autos. Obras que, seguramente, debió representar él mismo: a mediados del siglo XVI no existía aún la figura del escritor profesional que redactaba textos con independencia de su inmediata representación; las obras se componían para celebrar determinado festejo cortesano o religioso, o bien para engrosar el repertorio de una compañía; en cualquier caso el autor (Torres Naharro o Juan del Encina, en una vertiente, Lope de Rueda o Alonso de la Vega, en la otra) participaba directamente en la representación.

Timoneda, en este sentido, no podía ser una excepción. Y no lo fue. A pesar de que este dato ha sido reiteradamente omitido -337- por los investigadores433, conservamos suficientes testimonios que nos confirman que esa «affectacion» que el librero de la Merced tenía por representar fue verdadera. Al menos, en lo que respecta al teatro religioso: en la epístola al arzobispo Francisco de Navarra que encabeza el Ternario Espiritual (1558) dice Timoneda que se ha atrevido a dirigirle el Aucto de la oveja perdida «por haberla yo representado el dia de Corpus Christi ante su Illustriss. Señoria el año passado», e igualmente en el Segundo Ternario Sacramental (1575), dedicado a Juan de Ribera, el escritor deja constancia de su participación en la puesta en

escena. Fuster434 piensa que los autos debieron ser representados por el propio Timoneda y, en alguna ocasión, por los pajes del arzobispo. Es posible: si nos fijamos en los «introitos» veremos que, mientras la mayoría de ellos son pronunciados por el «autor», el Aucto de la Fée es presentado por un «paje», y esa misma distinción, que, por supuesto, resultaría ociosa de no responder a una circunstancia real, reaparece en la Turiana.

En cuanto al teatro profano: fuera de una anécdota que registra El Buen Aviso435, y que se ha considerado como autobiográfica, no tenemos más noticias. En cualquier caso, el hecho de que en 1557, cuando Francisco de Navarra acababa de tomar posesión de la diócesis, Timoneda representara para él un auto, en fecha tan señalada como el Corpus, parece bastante indicativo del prestigio que el escritor gozaba en Valencia como hombre de teatro. No es de extrañar, pues, que poco más tarde Diego de la Cueva436 lo calificara de ejemplo de representantes.

Hacia un nuevo modelo teatral

Timoneda, pues, vivió el teatro desde dentro. Tuvo un conocimiento directo y exacto del hecho teatral, extraído de su propia -338- experiencia como comediante. No fue, es cierto, un actor profesional, un cómico de la legua al estilo de Lope de Rueda o Alonso de la Vega -su actividad en este campo, por lógicos imperativos económicos y familiares, y, tal vez, de carácter, estuvo circunscrita a Valencia-, pero contó, frente a los sevillanos, con una ventaja: su misma condición de librero, que le proporcionaría, al tiempo que una cultura vasta y heterogénea, un fácil acceso a la lectura de cuantas novedades sobre la materia recalaran en su establecimiento. Y éste es un aspecto que conviene destacar porque, gracias a él, el valenciano podrá concebir una producción dramática (fundamentalmente Las tres Comedias) de mayor envergadura estética y técnicamente más perfecta que la de sus compañeros en la aventura teatral.

En la primera mitad del siglo XVI el teatro, en cuanto a práctica escénica desligada de los salones palaciegos o de los atrios de las iglesias, constituía un fenómeno reciente437. No existían todavía compañías profesionales estables, ni lugares adecuados para las representaciones, ni un modelo de producción definido.

Textualmente el panorama era bastante exiguo: una serie de piezas dialogadas a imitación de La Celestina y destinadas a la lectura; algunas farsas y comedias, en su mayor parte anónimas, inspiradas en Torres Naharro; varias traducciones literales de Plauto y Terencio; los ejercicios de Retórica de la Universidad; los espectáculos cortesanos; y, sobre todo, un gran volumen de comedias religiosas, muy distantes todavía de lo que sería el auto sacramental.

Existía, sin embargo, un público potencial. Un público que se había ido formando, lentamente, en la contemplación de las representaciones religiosas y que, en cierta medida, había propiciado el carácter festivo e irreverente de gran parte de ese teatro. Ese público estaba reclamando unos espectáculos idóneos; especialmente en un momento en el que la Iglesia, enfrentada a la Reforma y con el Concilio de Trento a la vista, parecía determinada a poner fin a la irrespetuosidad de las viejas farsas religiosas.

En estas circunstancias iniciará Timoneda su andadura teatral. Y lo hará combatiendo en varios frentes a la vez. Por un lado, el teatro religioso: las primitivas farsas sacras, al pasar por las manos -339- del escritor valenciano438, sufrirán un proceso de reconstrucción, verán extirpado cualquier elemento cómico perturbador, se penetrarán de lirismo y ganarán en precisión teológica, desembocando así en el auto sacramental precalderoniano.

En el otro frente, el del teatro profano, la labor de Timoneda será mucho más compleja. Aquí no se trataba, simplemente, de restaurar y mejorar unos textos, sino de crear un nuevo tipo de teatro para un público nuevo. Claro que, nuestro escritor no partía de cero: ese mismo teatro religioso, sumado a la atenta lectura de La Celestina, de Torres Naharro y sus secuelas, le iba a proporcionar, en una primera etapa, el material (anécdotas, personajes, conflictos) necesario para la elaboración de una comedia netamente profana. En una segunda etapa, Timoneda perfeccionaría esas primeras experiencias, esos tanteos todavía poco firmes, al incorporarles elementos tomados de la comedia erudita italiana y de la mismísima comedia plautina.

Sobre la «Turiana»

La obra dramática conocida de Timoneda, fuera de los autos, se concreta en dos colecciones de textos: Las tres Comedias (1559) y Turiana (1564-1565). Ahora bien, la paternidad de Timoneda sobre esta última ha sido reiteradamente puesta en duda, a pesar de la consistente defensa que sobre su autoría escribió Juliá Martínez439. La frase que encabeza la Turiana: «En la qual se contienen diversas Comedias y Farças muy elegantes y graciosas, con muchos entremeses, y passos apazibles: agora nueuamente sacadas a luz por Ioan Diamonte...», resulta, ciertamente, bastante ambigua; pero esa misma ambigüedad, que impide una segura atribución, tampoco nos autoriza a reducir el papel de Timoneda al de simple editor. Y en todo caso, sus detractores no tienen otro argumento en el que basar su aserto, mientras que los indicios favorables a su autoría son abundantes.

-340-

La Turiana, lo que queda de ella440, debe ser considerada como un conjunto unitario y no como una simple recopilación de piezas anónimas. Las semejanzas entre las distintas obras en aspectos tan capitales como la métrica, la estructura del texto, el número de actores necesario para su representación, los tipos de personajes, la escenografía, el lenguaje o la ideología, confirman nuestro criterio. La Turiana no es una caprichosa antología de textos diversos. Independientemente de su origen, es obvio que estas farsas y comedias, tal y como se conservan, son el producto de una mente creativa que ha sabido conjugar elementos de la más variada procedencia y dotarlos de una forma dramática precisa. ¿Puede ser esa mente creativa la de Joan Timoneda? Pienso que sí; los puntos de contacto entre la Turianay el resto de la producción del librero valenciano son demasiado evidentes como para que pasen desapercibidos.

Temáticamente, sabemos que el Paso de dos ciegos y un mozo figura tratado también en El Patrañuelo (1567); que de la Tragicomedia llamada Filomena hay una

versión en romance en la Rosa de Amores (1573); que una escena de la Rosalina es idéntica al paso introductorio del Aucto del Nacimiento; que el tema del niño abandonado con una señal de identificación (Paliana) reaparece en El Patrañuelo.

Técnicamente, constatamos que la métrica de la Turiana se corresponde con la empleada en los autos religiosos, es decir, quintillas con pie quebrado para las obras ligeras y quintillas yuxtapuestas, formando décimas, para las piezas más serias; que la tipología de personajes (portugués, vizcaíno, soldado, moro, ciego, lazarillo, etc.) es común con la que registran El sobremesa (1563) o El buen aviso; que el número de comediantes, así como la relación actor-actante, son similares a los de Las tres Comedias.

Ideológicamente, es fácil observar como, de una manera menos precisa, más burda si se quiere, la Turiana parte de los mismos presupuestos teóricos que Las tres Comedias, y persigue los mismos objetivos.

La paternidad de Joan Timoneda sobre la Turiana parece, pues, bastante probable. Sin embargo, de ser así, no se comprende por qué el autor se esconde tras un anagrama; por qué no dice haber -341- compuesto las obras, sino, tan sólo, haberlas sacado a luz. ¿Es esta modestia la prueba fehaciente de que él no es el autor de la Turiana, como sostiene Merimée?441

Para responder a esta pregunta habrá que tener en cuenta varios aspectos. En primer lugar, la posibilidad de que estas obras hubieran sido editadas con anterioridad, como sugiere Juliá Martínez. Sugerencia que no hay que echar en saco roto. Las farsas, pasos y comedias de este libro bien pueden ser aquellos textos que Timoneda tenía compuestos antes de 1553, y además, conociendo su costumbre442, no debemos descartar una posible edición previa de los mismos en forma de pliegos sueltos443.

Por otra parte, Timoneda fue un escritor profesional, con pleno dominio de su oficio y con un juicio crítico consistente: sabía distinguir entre lo literariamente válido y lo que no lo era (baste señalar sus preferencias: Torres Naharro, La Celestina, El Lazarillo de Tormes, Lope de Rueda, etc.). Publicar en 1565 piezas en verso y de escasa calidad, después de haber conocido el teatro en prosa de Lope de Rueda y Alonso de la Vega, y después de su propia experiencia con Las tres Comedias, podía tener interés para el librero, pero, indudablemente, al escritor le satisfacía bien poco. Y esa insatisfacción se manifiesta desde la misma dedicatoria a don Joan -342- de Villarrasa, Capitán General del Reyno de Valencia, a quien Timoneda ofrece este libro ya que «no he hallado en mi flaco estudio, y pobrezillos papeles otro que dirigirle», y se evidencia más aún al observar la desidia con que el editor publica los textos444. El uso del anagrama, más que de modestia, era un signo de celo profesional.

Sobre la técnica dramática

Una cosa es indiscutible: las piezas contenidas en la Turiana, a pesar de haber sido editadas cinco o seis años más tarde que Las tres Comedias (1559), son, si atendemos a su técnica dramática, muy anteriores445.

En Las tres Comedias, escritas en prosa, nos encontramos, de salida, con unos pasos, independientes de las obras, que plantean «cuestiones de amor». La presentación de las comedias se nos ofrece dramatizada y por comediantes distintos al «autor», quienes narran gran parte del «argumento». La intriga está bien construida, -343- sin escenas de relleno que perjudiquen su desarrollo. Las situaciones cómicas se derivan de la misma dinámica de la acción y no son nunca un postizo, un añadido. El texto se estructura en un reducido número de núcleos de acción denominados «scenas». Los recursos lingüísticos son empleados con profusión y variedad. Los personajes aparecen perfectamente definidos con rasgos específicos, teniendo las mujeres un protagonismo activo. Las coordenadas espacio-temporales se presentan de manera continua y uniforme, sin saltos bruscos. El escenario, que es unitario, requiere una escenografía concreta: dos casas separadas por una calle (probablemente un lienzo pintado). El «atrezzo» es muy simple (una copa, un cordel, una bolsa, algunas cintas, etc.) y fácil de transportar. Abundan las notas locales (dos de las tres obras se sitúan en Valencia y en la tercera hay un personaje valenciano) y las referencias contemporáneas (toma de Bugía, 1556; Lazarillo de Tormes, 1554). Los textos provienen de una tradición culta latina o italiana (Plauto, Bocaccio, Ariosto).

En la Turiana, cuyas obras están escritas en verso, no hay pasos introductorios sino, siguiendo la costumbre implantada por Torres Naharro, «introitos» monologados. La presentación de la comedia corre a cargo del «autor» o, en su defecto, un «paje». No se da noticia del «argumento». La intriga es floja, incluso inexistente. Las obras, sin división interna o divididas en «jornadas» (Aurelia), se estructuran en una serie de escenas independientes ligeramente articuladas. La comicidad no nace de las situaciones planteadas por la intriga, sino que se da como un añadido que sirve para dar realce al espectáculo. Los recursos lingüísticos son utilizados con menor amplitud. Los personajes son excesivamente tópicos, carentes de identidad propia, siendo las mujeres totalmente pasivas. Las coordenadas espacio-temporales presentan saltos y rupturas considerables. El espacio escénico se presenta muy variado (bosque, huerto, torre, palacio, etc.). El «atrezzo» es abundante y voluminoso. Las notas locales no aparecen y las referencias son extemporáneas (el Emperador, muerto en 1558; el Papa Clemente VII, muerto en 1534). Las obras contienen cuantiosos elementos procedentes de la tradición culta y popular española (teatro religioso, Torres Naharro, Diego Sánchez, La Celestina).

En cuanto a su técnica dramática, en cuanto a su estructura, las obras contenidas en la Turiana son manifiestamente inferiores a Las tres Comedias y, sin duda, anteriores. Curiosamente, las únicas piezas de la Turiana que la crítica ha juzgado favorablemente (Paso de la razón, la fama y el tiempo, Filomena, Trapaçera) -344- son aquellas que más se aproximan, en todos los sentidos, a Las tres Comedias.

En la Filomena nos encontramos: narración del «argumento»; intriga bien construida, siendo el engaño, como en Las tres Comedias, su desencadenante; estructura en «scenas»; personajes con rasgos perfectamente definidos, desarrollando las mujeres un papel activo; procedencia eminentemente culta (Ovidio).

En la Trapaçera: intriga bien construida con el enredo como motor dramático; situaciones cómicas derivadas de la propia dinámica de la acción y no superpuestas; personajes definidos, con mujer activa; uniformidad espacio-temporal; escenario

unitario, con idéntica escenografía a la que registramos en Las tres Comedias (dos casas y una calle); procedencia culta (Ariosto).

Por lo que respecta al Paso de la razón, la fama y el tiempo, que por sus características habría que remitir al teatro religioso, baste señalar un punto: su procedencia culta (Petrarca).

Esta comparación exhaustiva entre los dos conjuntos de obras dramáticas de Timoneda nos mueve a concluir que, así como las piezas de la Turiana debieron ser representadas localmente por el propio autor, Las tres Comedias fueron concebidas con el propósito de servir de material textual a una compañía de cómicos itinerante.

En defensa de nuestra argumentación diremos que, si bien cualquiera de las obras de Timoneda puede ser representada con un mínimo de seis actores, las que aparecen en Las tres Comedias se ajustan a un modelo estricto de compañía:

Sosia

Primer cómico Talega-Averroyz

Cornalla-Longares

Mercurio-(Blefarón)

Segundo cómico Tronchón

Pasquín

Alcumena-Tésala

Papel femenino Audacia-Dorotea-Lazarillo

Carmelia-Mencía

Júpiter

Viejo Casandro

Lupercio -345-

Amphitrión

Primer actor Menenno casado

Fulvio-Taucio

(Blefarón)

Segundo actor Menenno, mancebo

Polianteo-Andresillo

Tanto Amphitrión, como Carmelia o Los Menennos, están construidas con una exacta dosificación de entradas y salidas que propicia los desdoblamientos. Lo mismo sucede en la Turiana; sin embargo, en alguna de las piezas de este libro la relación actor-actante no se da con precisión.

Por otra parte, mientras en la Turiana las obras son presentadas al público por el «autor» o un «paje», en Las tres Comedias el «autor» se decanta claramente de la representación; ya no es aquí el director de escena y dramaturgo oficial de la compañía, sino alguien completamente ajeno a ella.

Los elementos técnicos también nos permiten apreciar las diferencias de planteamiento entre ambos conjuntos. En las obras de la Turiana los personajes son abundantes, lo que da lugar a continuos desdoblamientos y a la exigencia de una guardarropía bien surtida. El «atrezzo» es cuantioso y de gran volumen (mesas, sillas, ataúd, rueca, etc.).

Por el contrario, en Las tres Comedias, el número de personajes es reducido; el atrezzo, sencillo y fácil de transportar (papeles, cuerdas, cintas, etc.).

Otro aspecto a tener en cuenta es el de la localización geográfica de la acción. En la Turiana, excepto en la Filomena, no se da; y no se da porque no es necesaria: público, texto y actores tienen un mismo referente espacial, la ciudad del Turia. Cuando se citan la Seo o Santa Catalina (barrio en el que vivía Timoneda) todos tienen muy claro de qué lugares concretos se está hablando. En cambio, la localización geográfica de Los Menennos o de Carmelia se nos muestra como forzada, como si el autor se viera constreñido a dejar patente, de algún modo, que esos textos tuvieron su origen en Valencia; por ello, cuando la anécdota, como en Amphitrión, no le permite la ambientación, no duda, en obvio anacronismo, en convertir a Sosia Tardía en valenciano, y hasta le hace pronunciar una frase en su propio idioma. El que en los textos aparezcan reiteradas alusiones a otras geografías (Segovia, Toledo) o se utilice -346- el sistema monetario castellano446, no hace más que confirmar nuestra hipótesis: Las tres Comedias fueron escritas para su explotación comercial por una compañía de cómicos itinerante.

Finalmente, hay que advertir que así como en la Turiana no se hace ninguna mención al respecto, en Las tres Comedias queda claro que las obras pasan a la imprenta tras el visto bueno de cómicos y espectadores447y con el deseo expreso de servir de material para futuras representaciones, como se desprende del citado soneto de Diego de la Cueva:

En prosa castellana van hablando

Sentencias salutiferas famosas, Veras si son, qual yo digo gustosas Leyendolas, mejor representando.

Hacia la creación de una comedia burguesa

Hasta aquí hemos visto las profundas diferencias de estructura textual y de técnica dramática entre Las tres Comedias y las obras agrupadas en la Turiana. Hemos visto, también, los distintos planteamientos de explotación comercial de los textos. Pero, esas diferencias no son, en absoluto, gratuitas o caprichosas, sino que evidencian claramente la evolución de un hombre de teatro, ducho en la materia, que persigue un objetivo preciso: la creación de una dramaturgia burguesa.

-347-

Cuando Timoneda comienza a interesarse por el teatro, antes de 1553, no existe aún una práctica dramática pública sólidamente establecida. No hay todavía compañías estables; no hay locales destinados a la representación; no hay textos. Todo está por hacer. Sin embargo, sí existía una tradición teatral en otros ámbitos, en otras esferas. Es la tradición del teatro religioso, de los espectáculos cortesanos. Es allí adonde el autor y comediante Timoneda va a acudir en busca de los materiales que le permitirán desarrollar su teatro profano. La huella de Torres Naharro, de La Celestina, incluso de Diego Sánchez, es ostensible en la Turiana.

Ahora bien, esa tradición, de la que extraerá, fundamentalmente, una tipología de personajes y un sinfín de anécdotas y situaciones cómicas, no es suficiente para elaborar una comedia mínimamente coherente y eficaz. Las obras más primitivas de la Turiana tienen aún una estructura endeble. La intriga es leve; el enredo todavía no ha hecho su aparición. Los textos se conforman en torno a una serie de escenas sueltas, ligeramente hilvanadas. Los personajes son excesivamente tópicos y, muchos, innecesarios para el desarrollo de la trama. La mujer carece de protagonismo. Los elementos cómicos están desligados de la historia narrada; la comicidad no mana de la acción, es un añadido.

No obstante, en las mejores piezas de la Turiana se advierte ya una evolución hacia otras fórmulas dramáticas, hacia los modelos italianos. Evolución que es compartida por otros comediantes: Lope de Rueda, Alonso de la Vega. Estos autores encontrarán en la comedia erudita italiana aquello que necesitaban, es decir, una intriga perfectamente edificada, con el enredo como motor de la misma. La sólida estructura de la comedia italiana, conjugada con la vivacidad y la inmediatez de los pasos y entremeses hispanos, iba a generar un nuevo tipo de teatro.

El interés de nuestros autores por el teatro italiano, y esto es importante subrayarlo, no fue, en modo alguno, mimético o reverencial. No se trataba de «traducir» la comedia erudita, sin más, sino de adaptarla a los gustos y necesidades del incipiente teatro español. Basta comparar las obras de Lope de Rueda o Timoneda con sus fuentes para apreciar el proceso de transformación: se suprimen personajes secundarios, se evitan los momentos declamatorios y las citas eruditas en beneficio de lo espectacular; la entidad literaria de los textos cuenta menos que su teatralidad.

No siempre, sin embargo, esas adaptaciones fueron felices. Lope de Rueda y Alonso de la Vega eran, primordialmente, actores, y eso condicionó, en gran medida,

sus obras dramáticas. -348- Eufemia o Tholomea, por ejemplo, son comedias mucho más elaboradas que algunas de la Turiana; pero se mueven en las mismas coordenadas que éstas. Sus intrigas son serias; lo cómico se da en ellas como un valor superpuesto y perfectamente escindible. Timoneda sabía esto, ¡y tanto que lo sabía! Cuando edita a Lope de Rueda se preocupa de señalar los pasos intercalados; es decir, aquellos añadidos cómicos que entorpecen la marcha de la acción, pero que constituyen la esencia de su teatro, los valores más interesantes (tanto es así, que no duda en publicarlos de forma independiente). Y es que a Lope de Rueda la exactitud de la intriga o la justeza de los caracteres no le importaba demasiado. Él había ganado su prestigio como intérprete de figuras tópicas (el rufián, la negra, el bobo) y los textos tenían que supeditarse a sus intereses de actor.

Tres comedias burguesas

La evolución de la práctica escénica populista, que arranca de la tradición del teatro religioso y que, tras la asimilación de los modelos italianos, desemboca en lo que hemos convenido en llamar una «dramaturgia burguesa», alcanzará su cénit con Las tres Comedias.

En el momento de redactar estas obras, Timoneda ha abandonado su condición de comediante. Ya no es el actor que trabaja sobre un guión, sino alguien ajeno al hecho de la representación; es decir, un autor, en el sentido actual del término.

Con Timoneda aparece, por vez primera en el teatro español, la figura del escritor profesional que compone piezas para la escena sin participar personalmente en la representación de las mismas. Desde esta posición, Timoneda no necesitará primar la interpretación, no necesitará forzar la estructura de los textos. Al no estar mediatizado por la puesta en escena, podrá experimentar libremente y llevar a cabo su deseo de hacer comedias en prosa «breves y representables». Con Las tres Comedias texto y espectáculo dejan de estar contrapuestos. La comicidad no será aquí algo extraño a la intriga, sino que surgirá de las mismas situaciones planteadas por la acción dramática.

Pero la importancia de Las tres Comedias no se reduce a una cuestión de técnica teatral. También cuentan los valores literarios. En su propósito de vulgarizar, de hacer asequibles al espectador y al lector populares la gran cultura renacentista, Timoneda no -349- dudará en recurrir a la fuente primera de toda comedia erudita: Plauto. El autor latino le proporcionará un material precioso que, convenientemente manipulado, le permitirá desarrollar una dramaturgia mucho más perfecta que la de los autores-actores.

Hemos hablado de manipulación, y esto es importante resaltarlo. Timoneda no se enfrenta al teatro plautino con un afán humanista. Plauto no es un fin en sí mismo, sino el medio más idóneo para la creación de la comedia burguesa. Timoneda no traduce, simplemente, a Plauto, sino que lo pone en «estilo que se pueda representar»; es decir, lo acomoda a las necesidades escénicas contemporáneas. Para ello, perfila y transforma los caracteres, suprime personajes secundarios, actualiza la trama, corrige excesos, evita

los monólogos o los reconvierte en acción dialogada y, por supuesto, cambia los finales, otorgándoles un sentido distinto al original.

Y lo que hace con Plauto, lo repite con Ariosto. El paso de La Lena a la Trapaçera, o de Il Negromante a la Carmelia, es el paso de una comedia culta aristocrática, a otra mucho más directa, menos elitista.

Cambio de perspectiva

En contra de la opinión sustentada por Arróniz448, creemos que el período crucial de la labor de Timoneda como actor y dramaturgo, salvo en lo que se refiere al teatro religioso, hay que situarlo entre el momento en que se instala como librero (hacia 1547) y los últimos años de la década de los 50, en que publica sus primeros textos: Ternario Espiritual (1558) y Las tres Comedias (1559).

Después de 1559 las perspectivas teatrales de Timoneda van a modificarse sustancialmente. Si ya Las tres Comedias parecen estar escritas para una compañía determinada y con la intención de ser representadas fuera del ámbito valenciano, en los años sucesivos el desinterés del escritor por la práctica escénica estricta (exceptuando, repito, el teatro religioso) se confirma. Muertos ya los grandes creadores del teatro populista, y volcado él mismo hacia otros géneros literarios (significativamente, hacia la narrativa), Timoneda se enfrentará con el teatro desde otro plano de su multifacética -350- personalidad: el de editor. Y aquí, nuevamente, su actuación será absolutamente determinante.

Lope de Rueda, Timoneda nos lo dice, nunca tuvo intención de publicar sus obras. Y, posiblemente, tampoco la tuvieran ni Alonso de la Vega ni el resto de los comediantes que por aquella época rodaban por toda la geografía peninsular. Los autores-actores no eran considerados, en modo alguno, en tanto que poetas dramáticos. Incluso Cervantes, cuando recuerda elogiosamente la figura de Rueda, lo hace para resaltar sus excelentes dotes histriónicas, más que para alabar la factura literaria de sus textos. El teatro, en cuanto tal, no era valorado literariamente por las capas cultas de la sociedad. Si La Celestina y sus derivados alcanzaron un éxito notable y una amplia difusión fue porque eran obras destinadas a la lectura, y no a los escenarios. Y cuando se trata de textos efectivamente representables, y representados, como los de Juan del Encina o Torres Naharro, su paso por la imprenta estará motivado más por la condición de poetas de sus autores que por la de dramaturgos.

Era lógico que Rueda no pensara editar sus obras. Sus textos no eran literatura, eran un material de trabajo mudable y contingente, jamás definitivo. Sus piezas dramáticas estaban construidas como guiones escénicos que podían variar fácilmente de una representación a otra con la simple incrustación de un par de pasos cómicos, unidos, a veces, al hilo de la trama sin más apoyatura que una breve frase. No eran obras destinadas a perdurar, por el contrario: se agotaban a sí mismas al ser representadas, y renacían con cada nueva puesta en escena. Su teatro, y el de Alonso de la Vega, estaba condenado a desaparecer, a sumirse en el olvido, como el de tantos autores-actores coetáneos suyos. Pero Rueda y su paisano corrieron mejor suerte que otros comediantes:

sus textos fueron a caer en manos de Joan Timoneda; un hombre que, no sólo compartía con ellos una similar concepción del hecho escénico y unos gustos estéticos semejantes, sino que, además, desde su oportuna posición de librero y editor, estaba firmemente decidido a impulsar y difundir ese teatro caduco en tanto que suponía un elemento de cultura más, precioso e imprescindible, para ese nuevo público al que se dirigía con sus romances, sus cancioneros o sus cuentos.

Timoneda no vaciló en calificar a Rueda, y a Alonso de la Vega, de «excelente poeta y gracioso representante»; es decir, supo ver en los sevillanos algo más que unos buenos actores, vio en ellos a dos creadores, dos escritores importantes e innovadores cuyas -351- obras podían parangonarse perfectamente con las de los más célebres poetas dramáticos de su tiempo. Pero lo cierto es que esas obras, tal y como se conservaban en los manuscritos, eran impublicables. Libro y teatro, lectura y representación, si no medios contrapuestos, sí son canales diferentes y requieren, por tanto, diferente tratamiento. Y aquí es donde interviene Timoneda449: con su probada maestría, el librero valenciano tomó los guiones de Rueda, (y, posiblemente, los de Alonso de la Vega), los pulió, los corrigió y, sobre todo, les dio una estructura libresca, los organizó literariamente. A partir de ahí, los textos de los cómicos andaluces podían servir como material de trabajo para otros representantes, pero también podían ser disfrutados por el lector como simple y pura literatura.

Punto final: la ideología de Timoneda

Tres serán los ejes sociales que Timoneda va a reflejar en sus obras dramáticas, contraponiéndolos: por un lado, el espíritu combativo e idealista de la nobleza; por el otro, el carácter ponderado y pragmático del mercader; en tercer lugar, el materialismo ramplón del vulgo. De los tres, Timoneda se inclinará, naturalmente, por el segundo, que es al que él pertenece.

Tanto en Las tres Comedias como en la Turiana la estratificación social y el papel que cada clase desempeña en la sociedad son idénticos. En Amphitrión, el aguerrido y victorioso capitán es objeto de mil chanzas y acaba siendo, desde el punto de vista de Sosia Tardío, un «cornudo» integral. En Filomena, el joven rey Tereo es pintado como un individuo brutal, que no sabe dominar -352- sus pasiones y que acaba cometiendo los más horrendos crímenes, y otro tanto puede decirse de su mujer, Progne. En Trapaçera, el caballero Flabio, manejado a su antojo por los criados, es encerrado desnudo en una barrica y llevado de un lado a otro; su padre, Ylario (destinatario de los reiterados engaños perpetrados por su lacayo Corbalo), depende económicamente del ciudadano Facio Andrea, tras quien se arrastra suplicando préstamos y aplazamientos de deudas. En Floriana, el valiente caballero Laureo, que arriesga su vida, combatiendo espada en mano con dos sátiros para rescatar a la joven burguesa, se queda con dos palmos de narices porque la muchacha, agradeciéndole los servicios, prefiere casarse con Dios antes que con él.

Si la nobleza no sale bien librada, el pueblo llano no correrá mejor suerte. Los criados son retratados como sujetos ruines, incapaces de comprender el mundo de sus amos. Son, por lo general, golosos, cobardes, holgazanes, impertinentes, y se hacen

acreedores de continuas reprimendas. Los que no son rematadamente bobos, utilizan su inteligencia en beneficio propio. Poco importa que sus amos sean nobles o burgueses, el criado tendrá como única meta satisfacer sus necesidades más primarias.

La burguesía por el contrario, será la clase más y mejor representada. Ya se trate de mercaderes, ya de ciudadanos ricos, propietarios de tierras de labranza, los burgueses gozarán de toda la estimación de Timoneda. En el burgués el escritor valenciano pintará todas las virtudes. El mercader, el ciudadano rico, es un sujeto pragmático, comedido y temeroso de Dios, que antes atiende la virtud de la persona que su linaje y hacienda. Pero, ese espíritu apacible y práctico del burgués no está exento de defectos. Uno de ellos es la ingenuidad, que le lleva a cometer los más grandes desatinos, guiado por los nigromantes y otras yerbas (Paliana, Aurelia), o a creer en las patrañas de los falsos médicos (Los Menennos, Carmelia). Otro error que ha de evitar es el hacer del temor de Dios una norma suprema, por encima de sus obligaciones (Rosalina). Y, por supuesto, no debe confiar nunca en criados o caballeros (Trapaçera).

Como vemos, Timoneda no sólo procuró divertir a la burguesía, sino también corregir sus debilidades. Su preferencia por esta clase social es consecuente: era la suya propia. Timoneda había ascendido de simple oficial a mercader de libros; vivía holgadamente con su familia y hasta se permitía invertir capital en censales o en el negocio de la seda. No se diferenciaba gran cosa con los protagonistas de sus comedias. Pertenecía a la burguesía mercantil -353- y financiera de la época y estaba muy ufano de ello. Para esa clase trabajó como escritor, como actor, librero o editor.

Las nuevas capas sociales que el auge económico del Renacimiento trajo consigo exigían participar en los beneficios de la cultura. Pero no partían de cero, tenían sus propios gustos artísticos, su propia tradición. Timoneda, que la conoce bien, la recoge, la pule y la dignifica dándole entidad literaria. Sin embargo, eso no eras suficiente. El nuevo público necesitaba elevarse culturalmente, necesitaba unas manifestaciones estéticas e ideológicas en consonancia con su ascenso económico. Y Timoneda se percató de ello; tomó elementos de la cultura áulica, del humanismo, de la comedia erudita, y los fundió con la tradición popular, vulgarizándolos, haciéndolos comprensibles a ese público.

Ésa fue la gran aportación de Timoneda. El que, más tarde, su propuesta no tuviera continuidad ya no es culpa suya. La burguesía mercantil y financiera, traicionándose a sí misma, acató los modelos de la aristocracia y acabó siendo deglutida por ésta. Pero, para ello, la nobleza tuvo que integrar las formas populares fijadas por Timoneda. Cervantes, en el Viaje del Parnaso, dejó constancia del fenómeno:

Tan mezclados están, que no hay quien pueda

discernir cuál es malo o cuál es bueno, cuál es Garcilasista o Timoneda.