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VUELO 327 Floriano Luján dejó caer sus ciento diez kilos en el asiento 22A del vuelo 327 de Río de Janeiro con destino Madrid. Buscó el cierre de su cinturón de seguridad infructuosamente durante unos minutos hasta descubrir que se hallaba bajo su flácido trasero. Estiró la cinta al máximo y con dificultad consiguió cerrar el sistema que lo apretaba como a un rollo de carne a punto de entrar en el horno. Bajó los párpados y la cabeza lentamente y recordó los tres increíbles días que acababa de pasar. A él, un vulgar podólogo, aburrido, glotón y no especialmente dado a las relaciones sociales, le habían invitado, por ignorancia o confusión, a una convención en Río de Janeiro, gastos de viaje y hotel de cinco estrellas todo incluido. Eso sí, debería elaborar una ponencia sobre “Corrección de cambios estructurales anatómicos derivados de alteraciones biomecánicas”. Nada del otro mundo pensó. Un par de retales de artículos de Science , tres o cuatro referencias obvias, pero aburridas, bajadas de internet y algún apaño de legislación al respecto harían que los congresistas durmieran una merecida siesta después de una noche de desenfreno carioca. Porque de eso se trataba: a nadie en el congreso le importaban un carajo las alteraciones biomecánicas, el tratamiento de afecciones dermatológicas o ningún pie que no perteneciese a cualquiera de las mulatas que los honorables podólogos subían a pares a las habitaciones. Notó un rumor apagado en su estómago. Demasiadas freixoadas, pensó. Joao “Chucho” da Silva miró con desagrado el barro que rodeaba el todoterreno que acababa de estacionar su chófer frente a la nave que servía de laboratorio clandestino. Pese al diluvio que caía esa noche se podía ver claramente el cartel “Chorizos O Chucho” sobre la puerta de chapa. Hizo una mueca, nunca le había gustado ese nombre: demasiadas ches, pensó. Ordenó al chófer que lo llevara hasta la puerta sobre su espalda mientras sujetaba un paraguas de colores para no empaparse y sobre todo para no manchar sus carísimos zapatos italianos. Hizo otra mueca y pensó que no era la manera

Vuelo 327. Pedro Alisedo Goycoa

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VUELO 327

Floriano Luján dejó caer sus ciento diez kilos en el asiento 22A del vuelo 327 de Río de Janeiro con

destino Madrid. Buscó el cierre de su cinturón de seguridad infructuosamente durante unos minutos

hasta descubrir que se hallaba bajo su flácido trasero. Estiró la cinta al máximo y con dificultad

consiguió cerrar el sistema que lo apretaba como a un rollo de carne a punto de entrar en el horno.

Bajó los párpados y la cabeza lentamente y recordó los tres increíbles días que acababa de pasar. A

él, un vulgar podólogo, aburrido, glotón y no especialmente dado a las relaciones sociales, le habían

invitado, por ignorancia o confusión, a una convención en Río de Janeiro, gastos de viaje y hotel de

cinco estrellas todo incluido. Eso sí, debería elaborar una ponencia sobre “Corrección de cambios

estructurales anatómicos derivados de alteraciones biomecánicas”. Nada del otro mundo pensó. Un par

de retales de artículos de Science , tres o cuatro referencias obvias, pero aburridas, bajadas de internet

y algún apaño de legislación al respecto harían que los congresistas durmieran una merecida siesta

después de una noche de desenfreno carioca. Porque de eso se trataba: a nadie en el congreso le

importaban un carajo las alteraciones biomecánicas, el tratamiento de afecciones dermatológicas o

ningún pie que no perteneciese a cualquiera de las mulatas que los honorables podólogos subían a

pares a las habitaciones.

Notó un rumor apagado en su estómago. Demasiadas freixoadas, pensó.

Joao “Chucho” da Silva miró con desagrado el barro que rodeaba el todoterreno que acababa de

estacionar su chófer frente a la nave que servía de laboratorio clandestino. Pese al diluvio que caía esa

noche se podía ver claramente el cartel “Chorizos O Chucho” sobre la puerta de chapa. Hizo una

mueca, nunca le había gustado ese nombre: demasiadas ches, pensó. Ordenó al chófer que lo llevara

hasta la puerta sobre su espalda mientras sujetaba un paraguas de colores para no empaparse y sobre

todo para no manchar sus carísimos zapatos italianos. Hizo otra mueca y pensó que no era la manera

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más distinguida de entrar en su negocio. “Chucho” había puesto mucho empeño durante largos años

en ser alguien distinguido y estaba convencido de que si no lo había logrado era porque estaba rodeado

de catetos incompetentes. Excepto, claro, el alemán, con su monóculo de oro, su pelo engominado y

sus camisas almidonadas.

– El alemán lo está esperando señor Da Silva – El tipo que les abrió la puerta parecía un pitbull

sudoroso con una pistola en el sobaco. Los acompañó al fondo de la nave, donde se hallaba un

laboratorio anexo.

El Doktor Gunter Kellerman alzó la cabeza del microscopio y al ver a Da Silva dio un taconazo y

abrió los brazos rígidamente.

– Lo conseguí!!! Perrrro...

– Chucho, pero ya le dije que me llamara Da Siva. ¿Qué es lo que tiene?

– Indetectable !!!

– ¿A qué se refiere?

– Se trrata de un polimérido erweitert Ammoniumdoppelbrücke.

Da Silva ladeó la cabeza como un sabueso escuchando un silvato lejano.

– Emm...bueno, parra usted.. cómo dirría, sí: un polimérido expandido con un doble puente

amónico !!, un prroducto frruto de mi ingenio, indetectable a los rayos X.

– Y eso quiere decir....- Para tratarse de un traficante, Da Silva era a veces algo lento de reflejos.

Gunter Kellerman se volvió y cogió algo de la mesa. Luego se giró y dio otro taconazo y alzó en su

mano una bola verde oscura del tamaño de una canica gorda.

– Quierre decir que podría usted meter dentrro de bolas como ésta el materrial que le

interrese...ejem...exportar, y las bolas dentro de cuerpos humanos, vivos,

prreferriblemente...perrro...

– Da Silva, joder!! que me llames Da Silva!!!

– Perro... falta hacer una prueba de gasificación, necesito imporrtar de Europa una serie de

aparratos parra una comprobación científica. Será algo carro y un prroceso lento...

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– Mi querido Doktor – Chucho había cogido por fin el punto al asunto - no vamos a pararnos en

nimiedades, ¿Cuántas bolas de esas ha fabricado?

– Unas veinticinco, me gustarría llamarlas Kugel Kellerman, si le parrece Herr Da Siva.

– Como quiera. Déselas a mi chófer. Casimiro !!

– Sí señor Da Silva.

– Encárgate de rellenar esas bolas y busca un mulero que esté limpio, o si no, a un pringado, me

da igual.

Francisco Marquínez, Paco el Cojo para sus subordinados del Departamento de Narcóticos de la

policía de Barajas, contempló la foto de su única hija, que junto con un crucifijo y una bandera

española eran toda la decoración de su mesa de trabajo. Finita era una buena chica, algo fea y gordita

sí, y quizás no demasiado inteligente - como su difunta madre, pensó el comisario – pero es que

últimamente no dejaba de darle problemas: que si tenía que hacerse una liposucción, que si estaba

deprimida por cumplir los cuarenta y no ser madre...

Aunque lo que no soportaba, lo que sacaba de quicio a Marquínez era que saliera con el inútil que, con

el pretexto de una uña encarnada le había provocado una carnicería que le convirtió en el cojo que era

ahora. Aunque, para ser honrados, pensó el comisario, él también tuvo su parte de culpa al leer mal la

receta y tratarse durante quince días con antidiarreicos en vez de con antibióticos. De la cirugía prefirió

no acordarse, así que encendió un Ducados y aspiró fuerte.

Sonaron unos golpes en la puerta y asomó la cabeza pelada de Bermúdez, su segundo.

– Jefe, tenemos un paquete en el vuelo de Río.

Sumido en la ciénaga espesa de su resaca, Floriano Luján se encogió como pudo para dejar pasar a

los asientos contiguos a los pasajeros que se sentarían a su lado: un padre y su hijo con pinta de nuevos

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pijos. Él, bronceado, estirado y con una sonrisa entre estúpida y complaciente, y el petrimetre

repeinado de unos ocho años que le acompañaba, con todas las papeletas para llevarse un par de

bofetadas en cualquier familia normal, pensó Floriano.

Mientras en sus intestinos se iba formando una especie de ciclogénesis explosiva, trató de ordenar

los acontecimientos que le habían sucedido en las últimas horas. Recordaba haberse fumado un porro

de marihuana, un baseado, dijo el tipo que le invitó. Recordaba vagar por las calles de Río, cada vez

más estrechas y alejadas del hotel con un hambre de perros, una taberna cutre y de repente el cielo:

tres platos repletos de freixoada. Luego aquellos dos tipos que apostaron a que no sería capaz de

tomarse doce caipiriñas con aquellas aceitunas tan grandes, y sin masticarlas. La culpa, pensó, fue de

la mulata que iba con ellos y que no paraba de sonreirle y enseñarle el escote. Así que se hizo el

machito y fueron cayendo las doce caipiriñas, una a una. No conseguía recordar qué se habían

apostado exactamente pero sí que había aparecido en el hall del hotel al amanecer, casi sin tiempo de

hacer las maletas, borracho como una cuba y con un cachorrito pulgoso de raza indefinida que el

personal del hotel se negó tajantemente a registrar.

Y entonces notó como estallaba la tormenta perfecta en sus intestinos.

Si el doktor Kellerman hubiera podido realizar las comprobaciones que le había solicitado a Chucho

Da Silva, habría constatado que la mezcla de sus Kugel Kellerman, o sea, de sus bolas de polimérido

expandido con doble puente amónico, llenas de cocaína con una pureza del ochenta por cien,

mezcladas con los gases producidos por tres platos de freixoada, regados a su vez con una botella de

tinto barato y doce caipiriñas, a diez mil metros de altitud, producirían un coctel gaseoso altamente

peligroso. El resultado fue una gasificación de todos los elementos. Así, un cuarto de kilo de cocaína

se convirtió en gas y se expandió a traves de las ventosidades de Floriano Luján por toda la aeronave.

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Olympia Ferreira, azafata del vuelo 327, pensó que un ultimátum al comandante Argudín, Pepe para

ella, era la mejor opción para encontrar una solución al lío en que se había metido poco a poco. El

comandante era un capullo, vale, pero ella estaba loca por él, y él pasaba ampliamente de su mujer, una

estirada flacucha de apellidos rimbombantes. Era hora de coger el toro por los cuernos, nunca mejor

dicho, pensó. Estaba dándole vueltas a cómo y en qué momento abordar el tema cuando vio levantarse

al gordo rubio con bermudas y camisa de flores. El tipo se tambaleó, giró y se dirigió con pasos

inseguros a la cabina de mando. Incomprensiblemente abrió la puerta y se quedo en medio, parado y

con una expresión estúpida. Olympia corrió alarmada por el pasillo hasta él y al alcanzarlo lo agarró

del brazo y sin levantar demasiado la voz le recriminó:

– Aquí no se puede pasar señor, ¿Qué es lo que quiere?

– Joder Olympia, qué cojones hace ese tipo aquí – El comandante Argudín parecía escandalizado

de que un extraño invadiera su particular Olimpo.

– Solo quiero ir... al váter – Floriano Luján tenía el rostro de un extraño color grisáceo y los ojos

muy abiertos.

En ese momento, por encima del ruido de los motores del Boeing 737 sonó una ventosidad solo

comparable al re sostenido de un fagot.

– Perdón – Floriano solo parpadeó, en su estado era imposible que se sonrojase.

– Acompañéme, es por aquí – Olympia guió a Floriano a la cercana puerta del servicio y antes de

cerrar la puerta de la cabina comprobó que el comandante ya se había vuelto y Nigel, el

copiloto, un canadiense medio budista, según tenía entendido, sonreía beatíficamente.

Algo empezó a cambiar en el comportamiento de los pasajeros después de que Floriano Luján, una

vez atascado el váter situado junto a la cabina de los pilotos, se pasease varias veces a lo largo del

avión gaseando a todo el pasaje.

De repente, y a pesar de permanecer casi todo el mundo sentado, se empezó a notar una actividad

frenética en el vuelo 327. Los pasajeros hablaban por los codos, se interrumpía los unos a los otros,

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discutían a gritos de un lado al otro del pasillo o se reían a carcajadas y no paraban de pedir bebidas a

unas azafatas desbordadas.

Olympia Ferreira entró en la cabina de mando con los cafés cargados que le habían pedido los

pilotos y se encontró con el comandante Argudín, Pepe para ella, de pie, discutiendo a gritos con un

controlador de Madrid Barajas mientras paseaba la lengua sobre sus dientes como si buscase un pelo

invisible o un resto de comida en su boca.

– Pero cómo que suba a treinta y dos mil pies !!! Ahora lo quieres a treinta y dos y antes lo

querías a veinticinco !!! Tú no te enteras muchacho, tengo seis mil horas de vuelo y a mi no se

me sube a las barbas un niñato con el diploma recién sacado, ¿me escuchas?, cambio.

– Repito – la voz del controlador tenía un tono agudo, monótono y nasal, como si estuviera

acatarrado – rumbo 30,53 grados, suba a altitud treinta y dos mil pies, cambio.

– Cariño, el café.

– ¿Cariño? Pero qué te pasa Olympia, ¿sabes dónde estamos?

– Tenemos que hablar Pepe – a Olympia le temblaba la voz y la bandeja con los cafés.

– ¿Qué? ¿Sabes dónde estamos? Estamos en medio del puto atlántico a treinta mil pies...

– Veintiocho mil, comandante. El copiloto estaba sentado en su silla en la postura del loto.

– Cállate Nigel!!! - Pepe Argudín miró fijamente a los ojos vidriosos de Olympia y después a la

bandeja donde temblaban los cafés; procuró suavizar su voz – Olympia, bonita, mira,lo que

tengamos que hablar lo hablaremos en Madrid, OK?

– Vuelo 327 – la voz parecía ahora algo irritada porque nadie le contestara – suba a altitud treinta

y dos mil pies, repito trein-ta-y-dos-mil-pies, cambio.

– Jodeeerr!!!

– ¿Joder?¿Es todo lo que se te ocurre decir? - en los vasos de café se desataron sendos

maremotos – Claro, para ti todo se reduce a eso ¿no?

– Olympia: fueraaaa!!!

Olympia dejó caer la bandeja y salió dando un portazo. Vio a Floriano Luján con la mirada perdida y

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la cara con una tonalidad verdosa mientras el nuevo pijo le abrumaba con la teoría de las mujeres

croqueta, aquellas que, según él, arrastran las sábanas en la cama cada vez que se giran. Floriano

asentía muy lentamente. Se preocupó y se acercó a preguntarle si se encontraba mejor, aunque lo

dudaba.

– Camarera !! - el mocoso sentado a la derecha de Floriano había enloquecido con su jueguecito

electrónico y se movía espasmódicamente esquivando balas invisibles.

– Azafata.

– Da igual, he pedido una pajita verde para mi coca y me han traído una azul.

– Solo hay rojas o azules, guapo – Olympia procuró sonreir y tocó el hombro de Floriano - ¿Se

encuentra mejor?

– Sí, sí, mejor...gracias.

– Tú no eres la dueña de este avión, ¿verdad? - el enano vuelve a la carga, pensó Olympia.

– No.

– Pues o me traes ahora mismo una pajita verde o mi papá hablará con el jefe del avión y hará

que te despida.

Olympia miró al mequetrefe a los ojos fijamente durante unos segundos, barajando opciones.

– ¿Como te llamas, guapo?

– Alvaro Rúiz Martínez – sonrió confiado sin dejar de mirarla a los ojos.

– Pues, ¿sabes qué te digo, Alvarito?

– Qué.

– Que los Reyes son los padres.

– Papaaaaa!!! - su padre abandonó bruscamente su perorata sobre las mujeres croqueta y Floriano

Luján se tapó los oídos mientras Olympia se alejaba.

– Te denunciarééé !!

El punto álgido del “viaje“ del vuelo 327 fue cuando el comandante Argudín perdió completamente

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los nervios con el controlador gangoso y al grito de “¿lo quieres arriba?, pues arribaaa!!“ cortó la

comunicación con la torre de control y se puso a ascender el avión hasta cuarenta y seis mil pies,

mientras su segundo entonaba una melodía monótona con los pulgares y los índices unidos. Con una

inclinación de veintidos grados, el pasaje, ya descontrolado de por sí, entró en éxtasis. Los pasajeros se

aferraron a sus asientos entre gritos de pánico y amenazas de reclamaciones, y mientras una misionera

de regreso a España proponía a gritos en el medio del pasillo que todo el mundo rezara con ella una

novena a la Virgen de la Caridad, Alvarito Ruiz vomitaba sobre el regazo de su papá las cinco

cocacolas que había bebido con pajitas azules. Se activó entonces un protocolo de emergencia

comandado por el ejército, que ante la tozuda falta de comunicación del comandante, decidió enviar

dos cazas y situarlos a ambos lados del avión, por si las moscas. Pese a que en un primer momento el

comandante Argudín los recibió a golpe de corte de mangas, los cazas ejercieron su efecto disuasorio,

junto con la bajada de los efectos de las Kugel Kellerman y recuperada por fin una altura estándar, el

viaje continuó sin mas incidentes dignos de mención.

En Barajas, el comisario Francisco Marquínez, Paco el Cojo, era un hombre feliz. Lo tenía todo

preparado para empapelar a su presunto yerno. Los detalles del informante no dejaban lugar a dudas:

varón, español, podólogo, gordo y rubio. Una docena de agentes y tres perros antidroga esperaban el

desembarco de los pasajeros, especialmente de Floriano Luján. Pero cuando la gente comenzó a llegar

al puesto aduanero las cosas se complicaron. Los perros empezaron a oler a los pasajeros y

enloquecieron y acabaron por pelearse entre ellos. Tuvo que pasar todo el pasaje por la máquina de

rayos X sin ningún resultado positivo para Paco el Cojo, que insitió e hizo pasar a Floriano hasta tres

veces por la maquinita. El pobre Floriano, ya recuperado, no abrió la boca y se limitó a enseñarle el

anillo de compromiso que entregaria a su hija al día siguiente. Sospechó que las lágrimas del comisario

no eran precisamente de emoción.

Un año después, Floriano Luján y Finita Marquínez, estupenda ahora tras su liposucción,

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comunicaron al comisario, desde su domicilio en Río, su futura paternidad. Paco el Cojo, feliz con un

océno de por medio entre sus juanetes y el carnicero, les felicitó sinceramente y puso como excusa el

aumento del tráfico de drogas en Barajas para no ir a verles. Y es que inesperadamente, la ponencia del

doctor Luján tuvo un éxito considerable y un gran hospital privado le contrató como jefe del

departamento de podología.

El comandante Argudín fue expedientado y suspendido durante unos meses. Aunque acusó a

Olympia Ferreira de haberlo envenenado, siguen siendo amantes. Nunca hablan de lo sucedido en el

vuelo 327. El subcomandante Nigel vive ahora retirado en Rudraprayag, en las estribaciones del

Himalaya, dedicado a la meditación transcendental.

El doktor Gunter Kellerman murió en un accidente en el curso de un experimento de gasificación. La

explosión destruyó por completo el laboratorio clandestino de Joao “Chucho“ de Silva, que tuvo que

volver a retomar su antigua actividad empresarial de fabricante de chorizos.

Lanzarote, primavera de 2014.