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PREMIOS DE RELATO CORTO fundación fernández-lema PREMIOS DE RELATO CORTO 1997, 1998, 1999

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PREMIOSDE RELATO CORTO

fundación fernández-lema

PREMIOSDE RELATO CORTO

1997, 1998, 1999

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Luarca, 2000

PRÓLOGOpor

Francisco Lamas García-Pardo

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Con este libro, la Fundación Fernández-Lema pretende continuar con su propósito de publicar los relatos que, en sus convocatorias anuales de Relato Corto, han resultado premiados, tanto en la modalidad de lengua castellana como en la de lengua asturiana.

El Patronato de la Fundación considera que de esta manera se culmina la labor que, siguiendo la voluntad de la Fundadora Dolores Fernández Lema, se impuso para lograr el doble objetivo de apoyar la labor literaria en las dos lenguas y contribuir a la expansión de la difusión y el conocimiento de Luarca.

En este volumen aparecen los relatos premiados en los años 1997, 1998 y 1999; en un volumen precedente se incluían los de los años 1995 y 1996, con lo que, como se ha indicado, se da cima a un trabajo del cual, sin desconocer sus limitaciones, no cabe sino sentirse satisfecho al haber conseguido que los premios Fernández-Lema sean cada vez más conocidos, como lo pone de manifiesto el constante incremento en el numero de los relatos que cada año concurren a las respectivas convocatorias, así como la gran calidad de muchos de ellos.

Como se ha indicado anteriormente, los miembros del Patronato y todos aquellos que, de alguna manera, con él colaboran han pretendido, a través de los premios en lengua castellana, conseguir una difusión lo más amplia posible, tanto en el marco nacional como en el internacional, de Luarca y su entorno, tarea en la cual, ante la impresión que esta inigualable villa nos produce, cada vez nos sentimos más ilusionados.

El cariño y respeto que, en la Fundación Fernández Lema, se siente por Asturias y su cultura ha querido plasmarse en los premios en lengua asturiana que, tenemos la impresión, han sido acogidos con cariño e interés.

En este camino deseamos continuar, siempre teniendo en cuenta todas aquellas observaciones y sugerencias que, generalmente, se nos hagan, pero también sin olvidar nuestra limitación de medios.

* * *

Para finalizar unas consideraciones, en nombre del Patronato que me honro en presidir, de recuerdo y agradecimiento a todos aquellos que con su generoso esfuerzo han hecho posible la realización de esta obra; ante la imposibilidad de citarlos a todos, pedimos disculpas a los omitidos aunque en nigún caso olvidados:

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En primer lugar debo citar otra vez a nuestra Fundadora Dolores Fernández Lema, cuyo altruismo y entusiasmo ha hecho posible la existencia de la Fundación.

Resulta también preciso mencionar al Excmo. Ayuntamiento de Valdés: Alcalde, Concejales y personal en general; sin cuyo apoyo y decidida colaboración no podría desarrollarse la actividad de la Fundación.

Especialmente debe aludirse a los miembros de la Casa de Cultura de Luarca-Valdés en cuya dedicación y profesionalidad nos apoyamos.

No es posible olvidar a los medios de comunicación, nacionales y especialmente asturianos, que han alentado nuestro trabajo y permitido difundir nuestros premios y actuaciones.

Ha de hacerse referencia a la ayuda, cooperación y orientación que, desde siempre se nos ha prestado por el Protectorado de Fundaciones del Ministerio de Educación y Cultura.

Sin la preparación, categoría y dedicación de los jurados, así como de la entrega de los que han colaborado con ellos en la delicada misión de seleccionar a los ganadores de cada convocatoria anual, nada hubiera sido posible.

Para finalizar, no puede silenciarse la participación de aquellos que han acudido con sus ilusiones y sus obras a la convocatoria de los premios Fernández-Lema, puesto que, con independencia de que hayan resultado premiados o no, son los que, en definitiva, han constituido la esencia de los mismos.

Francisco Lema García-PardoPresidente de la Fundación

FEDERICO ALONSO-VILLALOBOS

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CUARTA SICILIAPremio de Relato Corto

en lengua castellana 1997

FEDERICO ALONSO-VILLALOBOS

Nació en León en 1966. Es licenciado en Filología Románica por la Universidad de Granada. Trabajó como corrector de textos y redactor en diversas publicaciones periódicas. Fundador de la revista Noviembre, actualmente es editor de la revista Polo Norte.

Sus relatos han obtenido el Premio «Campu»s de la Universidad de Santander, el «García Lorca» de la Universidad de Granada y el «Fernández-Lema» de Luraca.

Tiene publicados los siguientes libros: Ojos de olivo y las adelfas de Annual (Granada, 1995), y la novela Un carlista en el Pacífico (Madrid, 1999). Su segunda novela está en trámite de edición.

CUARTA SICILIA

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El día ha amanecido claro y frío. Durante la mañana el sol se ha ido remontando cielo arriba, como si declinara enfrentarse al hielo y a la escarcha. En el campanario de la iglesia un nido vacío añora el verano y las cigüeñas. Desde el ventanal del salón de plenos, más allá de los tejados y la torre de la iglesia, se ve el frío extendiéndose por los campos. Algunos concejales lo observan con aprensión y, discretamente, detrás de sus espaldas, alargan las manos hacia el radiador mientras conciben la esperanza de que le sesión se prolongue hasta el mediodía. En el reloj del ayuntamiento dan las once.

—Señor secretario, le ruego haga constar en el acta la insultante actitud que el señor Sobrado mantiene hacia mi persona.

—Pero hombre, Zamorano...—Ni Zamorano ni leches, yo soy valderano como el que más.

Valderano, vallisoletano, español y ciudadano del mundo, por este orden. ¡Pero valderano ante todo!

—Pero Zamorano...—Te estás pasando de la raya, Sobrado. Me vienes tocando los

cojones desde hace siglos con tu zamorano arriba y tu zamorano abajo.

—Pero Higinio, si te apellidas Zamorano yo qué le voy a hacer.—No me tutees, Sobrado, no me tutees. Te lo he dicho ya

veinte veces, no me tutees en los plenos. Soy el alcalde, y exijo el debido respeto por parte de cualquier miembro de esta corporación, sea de mi propio grupo o de la oposición. Señor secretario, haga constar en acta las constantes faltas de respeto del señor Sobrado.

—¡Un momento, señor secretario! ¡Qué respeto ni no respeto! Si te llamo Higinio, te tuteo. Y si no quieres que te tutee, pues le llamo a usted por su apellido, Zamorano.

—Ni Higinio ni Zamorano. Me llamas señor alcalde, como todo Dios.

—Muy bien. Pero entonces usted tampoco me tutea ni me falta al respeto. Señor secretario, haga usted constar en el acta la blasfemia que acaba de proferir el alcalde, a sabiendas de que soy católico practicante.

—¡Qué blasfemia ni qué hostias! ¡Ya está bien de reventarme el pleno! ¡Si no te callas, te expulso de esta sala!

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—Señor secretario, quizás debiera usted ilustrar al señor don Higinio Zamorano, alcalde, acerca de cuáles son las prerrogativas de su cargo. Parece que las ignora, a pesar de que lleva tantos años desempeñándolo. Aunque, bien pensado, quizás sea ése el motivo. Difícilmente entenderá que no puede expulsar a un concejal elegido democráticamente, aunque sea por una minoría como la que yo represento, un alcalde que ya lo era con el régimen anterior.

—¡Me cago en la leche! ¡Ya estamos otra vez con esa mierda de que si yo era alcalde con Franco! ¡Peor es ser franquista ahora, como tú y los de tu partido! Yo siempre he sido un hombre de talante liberal, abierto a las demandas de cada época. Y ya estoy hasta los huevos de que siempre me saques lo mismo a relucir, Sobrado. Mierda, ya me ha subido la tensión. Sigan, sigan ustedes el pleno sin mí, que seguro que entre mis prerrogativas al menos sí está la de irme a mi casa si me pongo enfermo.

Poco despues de las once y media, como si hubiese roto el ventanal, el frío entró en el salón de plenos, desalojando a los concejales, que apenas opusieron resistencia. A través de la rendija de una puerta entornada –la del cuarto de calderas–, el alcalde los vió salir. En sus labios apuntó una sonrisa de satisfacción. Mientras en otra dependencia, un sorprendido conserje le comentaba a un compañero el inusitado prurito ahorrador que había asaltado al alcalde.

—¡Pues no me ha mandado apagar la calefacción un doce de febrero!

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Cuando los cazadores llegaron a la cima, a través de los tamariscos y los escasos alcornoques, surgió la verdadera imagen de Sicilia, comparada con la cual las ciudades barrocas y los naranjos no son más que detalles despreciables. La imagen de una aridez cuyas ondas se perdían en el infinito... Nemesio dejó el libro sobre la mesa camilla, encendió la pipa y se recostó en el respaldo de la butaca. Bajo las faldas de la camilla, sus pies se cruzaron arrimándose al brasero. Indiferente a los progresos del frío al otro lado de la ventana se entretuvo durante un rato exhalando anillos de humo. Volvió a coger el libro sin abrirlo, examinando la cubierta. ¿Cuál habría sido el rostro de su autor, el príncipe de Lampedusa? Debajo de su nombre y del título de la novela, una ilustración reproducía los rasgos de Burt Lancaster en su papel de Don Fabrizio, principe de Salina, en la película de Visconti. Nemesio había visto la película varias veces. Y todos los años, en cada nueva relectura de la novela, volvía a encontrarse al actor americano sobre la cubierta, prestando su rostro al Gatopardo. Al principio, por espontánea asociación de ideas o por una ignota ley de economía iconográfica, Burt Lancaster había encarnado también en la imaginación de Nemesio la figura de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Pero ahora, después de tantas lecturas, Nemesio se sentía legitimado para imaginar un Lampedusa con sus propios rasgos, con cara de Nemesio.

Del que sí conocía la cara, y no se le parecía –lo estaba viendo sobre la estantería, asomándose a una foto en la contraportada de otro libro–, era de Leonardo Sciascia, otro de sus escritores sicilianos. No, no se le parecía nada. Pero sí pudiera haber sido, con su cara de hombre llano y bueno, un buen amigo, si Nemesio hubiese nacido en Sicilia y hubieran coincidido ambos en algún pueblecito, como Racalmuto por ejemplo, cuando Sciascia era allí maestro de escuela, él de secretario del ayuntamiento. Entonces podría haberle dejado leer sus escritos a Sciascia, recabar su opinión como amigo, solicitar su consejo de maestro.

El tabaco se consumió, y Nemesio se levantó para vaciar y limpiar la pipa. Tomó de la estantería un cuaderno y volvió a sentarse. Se puso a escribir.

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Sicilia es una enorme roca. Sea porque sobre ella no ha transcurrido el tiempo, sea porque los sicilianos tienen otra noción del mismo, el hecho es que la isla entera parece petrificada, revestida de una pesada calidad marmórea. Pues esto, y no otra cosa, es la isla: mármol mitológico, solar sobre el que la historia ha edificado sus ruinas. Bajo esas ruinas, la isla permanece inmutable. El tiempo no ha transcurrido, la erosión de los siglos ha arruinado únicamente los templos y los palacios de los invasores, y el corazón de la enorme roca permanece inalterado.

Nemesio escribía muy despacio, releyendo cada frase una y otra vez, pronunciando en voz alta cada palabra, deleitándose en sus sonoridades, ensimismándose en la contemplación de fantasmas tan solo aludidos. Redactar aquel párrafo le llevó casi una hora. Cuando dejó la pluma y cerró el cuaderno, ya un buen rato antes se había cerrado la noche.

Cenó tan solo un vaso de leche. Se durmió escuchando música antigua, una canción italiana de la época del dominio aragonés sobre Nápoles:

Ayo visto lo mappamundiE la carta de naviguari,Mas Xixilia me pariLa piú bella d’aquesto mundi.Ay xercato con la galeyaLa nov’isola de Castella;Mas Xixilia é tanto bella,Que pensando me confundi *.

Nemesio Bustamante, secretario del ayuntamiento de Valdera de Duero, provincia de Valladolid, se durmió alentando el sueño de que algún día volvería a Sicilia.

2

—Don Nemesio, dice el alcalde que vaya usted a su despacho.El alcalde lo esperaba sentado detrás de su escritorio. Estaba

hojeando el libro de actas.—Buenos días, Nemesio. ¿Qué coño ha escrito usted aquí?Le mostraba el acta del pleno anterior.—¿Dónde, señor alcalde?

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—Aquí abajo, justo antes de «un repentino mal, producto quizás del tiempo inclemente, obliga al Sr. Alcalde a ausentarse, cediendo temporalmente la presidencia de esta reunión del ayuntamiento en pleno».

—Sí, déjeme ver... ¿Aquí?—Sí, Nemesio, ahí, ahí.—«El Sr. Alcalde, visiblemente enojado, le reprocha al jefe de la

oposición municipal, Sr. Sobrado, su contumacia».—¿Y eso qué quiere decir?—Bueno, señor alcalde, sus palabras exactas fueron «me cago

en la leche y «ya estoy hasta los huevos». Discúlpeme, pero me ha partecido más oportuno sustituirlas por la expresión «visiblemente enojado».

—No, no, si eso está muy bien. Yo me refiero a lo otro.—Ah, sí. Verá usted, señor alcalde, la democracia británica

cuenta con la figura del jefe de la leal oposición. Aunque ni en nuestra constitución ni en la ley de régimen local está previsto nada así, creo que la expresión define muy bien la labor del señor Sobrado en este ayuntamiento, y por eso me he tomado la libertad de utilizarla en el acta.

—Hombre, usted sabrá, Nemesio. Aquí el que sabe de leyes es usted. A mí no me parece mal, aunque bien pensado, le da a Sobrado una prestancia que no tiene. No veo muy bien de quién puede ser jefe, si es el único concejal de la oposición. De todos modos, está bien que no haya puesto lo de leal. Ese cabrón de leal tiene más bien poco. Pero vaya, no era esto lo que más me ha extrañado. Es esto otro, lo del final. ¿Qué es eso de «contumacia»?

—Señor alcalde, contumacia significa obstinación en el error. El señor Sobrado, como sabe usted mejor que yo, no pierde ninguna ocasión de aludir, con ánimo de irritarlo, a los servicios que prestó usted en la administración municipal del régimen anterior. Con eso de que le reprocha al señor Sobrado su contumacia sustituyo la frase «estoy hasta los huevos de que siempre me saques a relucir lo mismo», expresión sin duda rotunda, pero malsonante y quizás hasta injuriosa, que de constar en acta pudiera ser utilizada algún día por el señor Sobrado contra usted.

—Nemesio, es usted un hombre imprescindible.—Señor alcalde, cumplo con mis obligaciones.

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—Y además, un literato. Le confieso que me gusta muchísimo leer sus actas. como esto del principio: «El día ha amanecido claro y frío. Durante la mañana el sol se ha ido remontando cielo arriba, como si declinara enfrentarse al hielo y a la escarcha. En el campanario de la iglesia un nido vacío añora el verano y las cigüeñas».Joder, es muy bonito. Sí señor, muy bonito.

—Muchas gracias, señor alcalde. Me halaga usted. Ahora, si no le importa, vuelvo a mi trabajo.

—Vaya, Nemesio, vaya. Ah, una cosa. El que tiene contumacia, ¿qué es?

—Un contumaz, señor alcalde.—Un contumaz. Un contumaz y un cabrón. Jodido Sobrado.

El auxiliar le había dejado sobre la mesa la correspondencia del día. Solicitudes, informes, notificaciones... Como de costumbre, sin clasificar. Y ni siquiera las había registrado. Así funcionaba todo en aquel ayuntamiento. El alcalde tenía razón. «Nemesio, es usted imprescindible». Vaya si lo era. Allí nadie tenía ni idea de cómo hacer las cosas. Y menos que nadie, el alcalde. De cuántas burradas había tenido que disuadirlo Nemesio. Si no fuera por él, la corporación en pleno estaría en la carcel. El ayuntamiento de Valdera de Duero lindaba al oeste con la provincia de Zamora y en todas las demás direcciones con la ilegalidad.

Higinio Zamorano no era un hombre especialmente venal, ni siquiera para ser alcalde. Por otra parte, la gestión del ayuntamiento tampoco ofrecía demasiados incentivos para la prevaricación. Valdera era un pueblo poco importante que vivía casi exclusivamente de la agricultura. Su población ni aumentaba ni disminuía, y sólo de tarde en tarde se construía una casa o se abría algún negocio nuevo, con lo cual el ayuntamiento apenas sí concedía otras licencias que las de obras. Las contadas prebendas que el ayuntamiento podía otorgar nunca habían sido motivo de queja; en aquel pueblo todos eran parientes –Sobrado, el contumaz jefe de la leal oposición, era primo segundo del alcalde, y el concepto de nepotismo se esfumaba en sutiles matices de grados, afinidad y compadrazgo.

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Lo que obligaba a Nemesio a una cautela extrema no era el riesgo de actuaciones inmorales o arbitrarias, sino la continua desatención de los plazos, cauces y procedimientos legales. La lucha cotidiana contra la tendencia casi invencible del alcalde a infringir la ley había llevado a Nemesio a la conclusión de que el empecinamiento de Zamorano no se debía a una consciente voluntad transgresora.Se trataba más bien de algo atávico. Sin duda, en la mente del alcalde la jerarquía normativa existía, pero, eso sí, invertida. Los bandos, emanación directa de su albedrío, eran la fuente suprema del derecho, a la que seguían, con rango de norma consuetudinaria, reglamentos y ordenanzas. Las leyes ocupaban el peldaño más bajo de esa pirámide invertida, y su valor era más bien anecdótico. En cuanto a la constitución, quedaba fuera del ámbito jurídico, fuera incluso de la realidad; se situaba en una esfera trascendente, desconocida, misteriosa. De la constitución, Higinio Zamorano tenía una intuición oscura, como de una amenaza, un castigo, un ángel vengador. En este temor supersticioso Nemesio había descubierto el único medio para evitar las barbaridades del alcalde. Cuando éste se empecinaba en alguna, Nemesio lo amonestaba aduciendo cualquier precepto constitucional. Por regla general, la pretensión del alcalde, aun siendo irregular, poco o nada podía afectar a la constitución, pero bastaba la admonición del secretario –sobre todo si especificaba el número del artículo supuestamente vulnerado– para que el alcalde desistiera al instante. En el tono condescendiente del alcalde Nemesio percibía el alivio y al mismo tiempo el horror por haberse asomado a abismos insondables.

—Usted sabrá, Nemesio, usted es el que sabe de leyes.Los concejales, más bien silvestres, rara vez aparecían por el

ayuntamiento. Sobrado, el único medianamente cultivado, venía con mayor frecuencia, pero sólo para enredar. Diez años de solitario enconamiento habían conferido a su labor de oposición rasgos épicos y le habían avinagrado el carácter. Al principio Sobrado había intentado ganarse al secretario para sus intrigas, pero la circunspecta integridad de Nemesio lo había desanimado, y ahora lo consideraba un enemigo.

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Otros inquilinos del ayuntamiento habían logrado, en cambio, sacar provecho de su carácter. Oficiales, auxiliares y conserjes habían instaurado un procedimiento consistente en demorar cualquier trámite hasta uno o dos días antes de la finalización del plazo establecido, momento el que mediante una peculiar delegación inversa elevaban el asunto al secretario. Este procedimiento tenía la virtud de convertir cualquier nimiedad en cuestión perentoria. Nemesio, incapaz de permitir la vulneración de un plazo, se ocupaba personalmente del asunto, liberando al funcionario competente. Y puesto que Nemesio tampoco era capaz de proceder contra sus subordinados, ni siquiera de reconvenirlos, toda la actividad administrativa del ayuntamiento de Valdera de Duero –entre otras muchas cosas, la correspondencia– convergía en la mesa del secretario.

Nemesio se levantó para registrar las cartas. Del montón se escurrió al suelo una en la que no había reparado. La recogió. El sello era extranjero. Italiano. El remite, de Sant’Agata, Sicilia. Abrió el sobre. La carta estaba en español. Volvió a sentarse. La leyó tres veces. Se levantó de nuevo y corrió al despacho del alcalde.

3

La ambigüedad, una silenciosa reserva, el extrañamiento propio y la perplejidad ajena, cierta inclinación al absurdo, son evidencias que definen el paisaje humano de la isla y se convierten en rasgos característicos en las páginas de los escritores sicilianos. Pero como tales evidencias son asimismo las señas de identidad del hombre contemporáneo, podemos tener la tentación de pensar que el ser siciliano es una metáfora de la condición humana; de interpretar la propia isla como una alegoría del mundo.

Nemesio dejó de escribir y llenó otra vez la pipa. El calor de la lumbre le entibió la mano, que se le había quedado fría. Al aspirar el humo, el fuego se avivaba; ascendía desde el fondo de la pipa un resplandor rojizo de magma incandescente; alguna hebra de tabaco mal prensada se levantaba, retorciéndose como un alma condenada entre las llamas. Abrasada, se encogía y se deshacía carbonizada. A un palmo de su nariz, Nemesio contemplaba una miniatura del infierno y entraba en calor.

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Era ya de noche. La tarde había pasado llevándose de su ánimo una inquietud a la que no estaba acostumbrado. Desde mucho tiempo atrás, para él los días eran siempre iguales. Ya no se sucedían unos a otros, días y noches, meses, estaciones, años. Para Nemesio el tiempo transcurría solamente en el ámbito de las relaciones administrativas, no en su vida. En ella, el momento –si lo hubo– ya había pasado, y ahora estaba fuera de plazo.

Sus días no pasaban, se amontonaban uno encima de otro. Con esmero cultivaba el arte de hacerlos coincidir en su perfil, recortando cualquier irregularidad, cualquier temor, cualquier esperanza. Todos los días eran iguales, todos los días el mismo día. Así había logrado hacer soportable el peso de los días amontonados. Un año pesaba un día. Y un día se extendía como un páramo, se adelgazaba, perdía consistencia, se hacía leve. El alcalde, los concejales, los conserjes, las actas, las licencias, los expedientes –bultos, volumen, masa– se volvían sombras en la tarde veladas por el humo de la pipa.

Humo y sombras, eso eran sus tardes. De páginas leídas por la tarde entre humo y sombras estaba hecho su sueño de Sicilia, un sueño que percibía más nítido y cercano que aquel cuarto desde donde soñaba, en una pensión de un pueblo de la provincia de Valladolid de cuyo ayuntamiento era secretario y en donde todo le era ajeno. Sicilia se le aparecía en cambio como algo propio, íntimo. El paisaje de la isla se desplegaba en el sueño como un mapa de su propia existencia sin afectos. La imagen de una aridez cuyas ondas se perdian en el infinito... En los libros de los autores sicilianos Nemesio leía la crónica de una historia arruinada y estéril, de una vida fuera del tiempo. Leía y soñaba Sicilia como una patria de la que lo hubiera desterrado el nacimiento. Albergaba la quimera de un posible retorno: regresar, volverse niño, no nacer.

En el exilio vespertino de su cuarto esbozaba apuntes de ese sueño. La Sicilia descubierta en los libros iba tomando en su cuaderno contornos más precisos. Copiaba una frase de Sciascia o Lampedusa, la extendía desenvolviendo los fantasmas que su sueño le sugería, tachaba después la frase original. En sus notas sobre Sicilia se leía el diario de su vida estancada.

Sicilia estaba en su cuaderno y en sus libros. Allí se quedaba cuando a las ocho de la mañana él se iba al ayuntamiento, y allí lo esperaba cuando después de comer subía a su habitación. Sicilia eran sus tardes.

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Y ahora Sicilia, inesperada, aparecía en la clara luz de la mañana, sin haberla invocado entre humo de pipa y sombras vespertinas. La carta recibida en el ayuntamiento anunciaba la llegada de una delegación a Valdera para recoger los restos de la fundadora de Sant’Agata.

4

El pleno del ayuntamiento se reunió a las doce del mediodía, dos horas más tarde de lo habitual. A esa hora el sol calentaba al menos un poco el salón municipal. Al proponer al alcalde el cambio de hora, Nemesio se había guardado mucho de decirle que la iniciativa había partido de Sobrado; de haberlo sabido, el alcalde posiblemente hubiera adelantado el pleno a las ocho de la mañana.

Higinio Zamorano tomó la palabra, sin que los concejales, que estaban hablando de sus cosas, le hicieran mucho caso.

—Comienza este pleno con la lectura del orden del día. Proceda, señor secretario.

—¡Un momento! Por falta de quórum, el pleno no se puede celebrar –Sobrado sí había estado atento, como de costumbre, a las palabras del alcalde.

Zamorano se volvió hacía el secretario.—¡No te jode este tío! ¡Que no hay quórum! ¡Pues si no lo hay,

se compra y santas pascuas!Eran tantas las burradas que Nemesio le había oído al alcalde

que para él habían perdido ya toda su gracia. Lo que no dejaban de producirle era una tremenda perplejidad, en medio de la cual comenzaba a abrirse camino el desaliento. En voz baja Nemesio le explicó al alcalde que el quórum no era una cosa que se pudiera comprar, y que Sobrado tenía razón: faltaban más de la mitad de los concejales, y por lo tanto el pleno no se podía celebrar; «como establece la constitución», añadió para atajar la tendencia perenne del alcalde al empecinamiento.

Tampoco a Sobrado le pareció graciosa la salida del alcalde. Los demás concejales, que por fin se habían callado, parecían bastante conformes con ella. Pero Sobrado, que debía de ser el único además de Nemesio en conocer algunos de los cultismos latinos de la lengua española, se mantenía fiel a su vehemencia de opositor.

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—¡Eso, eso, que se compre el quórum! Es decir, que el presidente de la corporación nos incita aquí a todos a una prevaricación solidaria. Señor secretario, que conste en acta esta instigación a la ilegalidad.

Nemesio, conmovido en parte por la expresión del rostro del alcalde, que se había quedado boquiabierto de asombro, y en parte sabedor por experiencia de que ese asombro se convertiría pronto en indignación y la boca se cerraría para volver a abrirse desatando una tempestad en el salón de plenos, decidió echarle una mano al alcalde.

—Tiene usted razón, señor Sobrado; por falta de quórum, el pleno no se puede celebrar. Y por tano, como es lógico, no se puede hacer constar en acta ninguna incidencia ocurrida durante un pleno que no ha tenido lugar.

Ahora era Sobrado el que se quedaba con la boca abierta. Al mismo tiempo el alcalde recobraba la movilidad de los músculos faciales y la alegría ocupaba el lugar de la ira abortada. Un «es usted un tío imprescindible y cojonudo, Nemesio» susurrado al oído del secretario fue recibido con legítima satisfacción. Satisfacción que no fue freno para su diligencia.

—De todos modos, y teniendo en cuenta la relativa urgencia del asunto previsto en el orden del día, creo que sería oportuno, en lugar de demorar la sesión, si al señor alcalde y a los señores concejales así les parece, transformar este pleno en sesión ordinaria.

Ni siquiera Sobrado se opuso a aquella sensata sugerencia, de modo que Nemesio procedió a la lectura del orden del día.

—Punto único: comunicación a los miembros de la corporación del contenido de la carta remitida a este ayuntamiento desde Sant’Agata, Sicilia, Italia, y adopción de las iniciativas que la corporación estime oportunas.

Nemesio levantó los ojos del acta y miró al alcalde.—Prosiga, Nemesio, prosiga.

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—El pasado jueves se recibió en este ayuntamiento una carta, redactada en español y firmada por el alcalde de la susodicha localidad italiana de Sant’Agata, en la que se anuncia la llegada a Valdera, el día veinte de abril –es decir, dentro de dos meses–, de una delegación encargada de: a) solicitar que le sean entregados los restos de la fundadora de esa ciudad; b) estudiar conjuntamente con esta corporación la posibilidad de un hermanamiento entre ambas poblaciones. El alcalde solicita la colaboración de esta corporación y adjunta fotocopia del acuerdo adoptado por la junta comunal el pasado día tres del corriente. Por cierto, la fotocopia está en italiano y además borrosa, así que no se entiende casi nada.

—Luego dirán que los chapuceros somos nosotros, los españoles.

—Señor alcalde, ¿le importaría, si no es mucha molestia, guardarse sus comentarios para después y permitir que el secretario termine de informarnos?

—Sobrado, contumaz, me cago en tu madre.El exabrupto del alcalde sólo lo escuchó Nemesio, que hizo

como si no lo hubiera oído.—La verdad, señor Sobrado, es que no hay mucho más que

informar. En la carta no pone nada más.—Pues entonces se impone escribir a los italianos acusando

recibo de la carta y pidiendo datos. Hay aquí varias cuestiones, dejando aparte eso del hermanamiento, que no sé a que cuento viene, que conviene aclarar, a saber: a) ¿cómo vamos a saber nosotros quién es la fundadora de su ciudad, si no nos lo dicen?; b) ¿de dónde sacan que los restos de esa señora los tenemos nosotros?; c) y si en efecto es así, ¿dónde se supone que los tenemos? Que nos lo aclaren antes de presentarse aquí en Valdera.

Sobrado miró a los demás concejales. La claridad con que acababa de plantear tan problemáticas cuestiones, ordenándolas en apartados –método, por otra parte, que Nemesio había empleado un momento antes, y que Sobrado adoptaba sin ironía, por eficaz–, le había proporcionado el mudo ascenso de la mayoría. En sus bocas cerradas parecía estar formándose un unánime «eso, eso que lo aclaren». Por un momento, único quizás en diez años de oposición, Sobrado dejaba de sentirse un solitario político, lo que le produjo un fastidio inmediato. Afortunadamente, el alcalde rompió la tétrica ilusión del consenso.

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—¡No señor, no tienen que aclararnos nada! ¿Es que queréis que nos tomen por unos catetos? Cuando no nos dicen el nombre de la fundadora esa, será porque tendríamos que saberlo. No lo sabemos porque somos ignorantes. Ignorantes, sí, pero catetos no. He estado dándole vueltas a la carta, y me parece a mí que si la ciudad se llama Santa Agata será porque la fundadora fue esa santa.

Esta vez las palabras del alcalde sí le hicieron gracia a Sobrado.—Sí, hombre, claro, y San Sebastián lo fundó San Sebastián, y

Santiago de Compostela el mismísimo apóstol. ¿Cuándo se ha oído que un santo vaya por ahí fundando ciudades y poniéndoles nombre? Y además, si la santa estuviera enterrada aquí, ¿cómo es que nosotros no lo sabemos?

Con cierta timidez y deseosos de expiar el silencioso asentimiento prestado a Sobrado, algunos concejales se aventuraron a apoyar la teoría del alcalde.

—Bueno, a lo mejor es que no es una santa muy importante. En el monasterio hay mucha gente enterrada, condes, obispos, el condestable de Castilla. Igual está ahí y nadie lo sabe. O, como no es española, nadie le ha prestado atención.

—Podríamos preguntarle al abad.—No, al abad no, que es de Zamora y lo mismo nos engaña.

Mejor al cura, que estudió en Roma y seguro que lo sabe.El alcalde se solviantó.—El abad, el cura... ¿por qué coño tenemos que recurrir a ellos?

Se trata de una cuestión entre ayuntamientos, no hace falta meter aquí a la Iglesia. Luego pasa lo de siempre, que lo mangonean todo, y al final lo único que le toca al ayuntamiento es pagar los gastos.

—Señor alcalde, profesa usted un anticlericalismo trasnochado, algo que no es extraño en los conversos de última hora a la demagogia progresista. Qué fácil es despotricar ahora contra la Iglesia, precisamente ahora, y no hace quince años. Pero claro, todo sea por seguir en el puesto. Ya lo dijo Pemán: hace falta que todo cambie, para que todo siga igual.

A Nemesio le costó contenerse y no corregir a Sobrado. Pero olvidó la ofensa inferida a Lampedusa, atribuyéndole a otro su frase –encima, a Pemán– en cuanto observó la rigidez que había vuelto a adueñarse del rostro del alcalde. «Ya está, ahora por fin estalla». Sin embargo las facciones de Zamorano parecieron dulcificarse, y en su boca apuntó una sonrisa taimada, como la de quien ha estado esperando la ocasión propicia para hacer uso de un recurso definitivo.

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—Sobrado, yo pensaba que eras un contumaz, pero veo que me quedaba corto. Lo que eres es un relapso.

Ahora comprendía Nemesio, en medio del sobresalto, porqué a primera hora de la mañana el alcalde le había pedido prestado el diccionario. Lástima que el azar no hubiera puesto también ante sus ojos la palabra «quórum», que cierra la sección anterior a la ere.

—Dos veces relapso; vamos, un relapso del copón, como todos los de su partido. Relapsez a): vivimos en democracia, y democracia significa que la iglesia no pinta nada, pero tú y los tuyos os empeñáis en que vuelva a pintar. Relapsez b): sigues empeñado en echarme en cara que fui alcalde con el Caud... con el régimen anterior, y la verdad es que, aparte de que ya estoy cansado de esa canción, no viene a cuento, porque todo el mundo sabe que yo siempre me he llevado mal con el cura, cuando Franco y después de Franco, y si no, acuérdate de lo que pasó con la visita del obispo.

Se acordase o no Sobrado, no pudo decir nada, porque la elocuencia del alcalde lo había dejado mudo. Zamorano disfrutó de su triunfo durante un instante y luego decidió mostrarse magnánimo.

—Como además de relapso eres un contumaz, por supuesto que no me vas a dar la razón. Pero mira, yo sí soy capaz de dársela a los demás. Es verdad, sólo el cura nos puede decir si esa santa está enterrada aquí. Esta misma tarde el secretario y yo iremos a verlo. Pero yo a ése no le dirijo la palabra. Te vienes con nosotros, y serás tú quien hable con él.

De primeras, a Sobrado le vinieron ganas de mandar al alcalde a hacer puñetas, pero logró contenerse antes de abrir la boca. Bien mirado, la decisión del alcalde le permitía desempeñar un papel importante en aquel asunto sin tener que comprometerse personalmente a nada. Acompañando a Zamorano y al secretario, no podrían ocultarle información, como tantas veces –estaba seguro– habían hecho esos dos. Y por otro lado, hablando él mismo con el cura, evitaría que la relación del ayuntamiento con la Iglesia se deteriorara todavía más. Quién sabe, hasta era posible que el cura informase favorablemente al obispo acerca de él, lo que sin duda llegaría a oídos de su partido en Valladolid.

Con el voto afirmativo de los demás concejales y la abstención de Sobrado se aprobó la propuesta del alcalde. Por una tarde, Nemesio buscaría Sicilia fuera de su cuarto.

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Lo de la visita del obispo era cosa de quince años atrás, y efectivamente, desde aquel día el cura y el alcalde no se hablaban. Y dado que la voluntad de cada uno de ellos era ley en su respectivo territorio, su enemistad personal se traducía en lo institucional en una acusada indiferencia entre parroquia y ayuntamiento, con inevitables momentos de tensión –ambos edificios estaban uno enfrente del otro, en extremos opuestos de la plaza– que alcanzaban su punto culminante el día de la fiesta del pueblo. Ese día –precisamente el día en que había venido el obispo–, desde hacía varios años tenía lugar en la plaza un concurso de bandas municipales llegadas de toda la provincia, y el propio alcalde se encargaba de que el certamen comenzara a la misma hora en que empezaba la misa en honor del patrón de Valdera, San Miguel. El cura correspondía sacando al santo en procesión nocturna a una hora que cada año variaba, dependiendo del momento en que el alcalde se hubiera retirado a descansar. Lo que no variaba era el recorrido de la procesión, que daba tres vueltas alrededor de la casa de Zamorano, precedida –según innovación introducida hacía dos años, con vocación de convertirla en tradición valderana– por la banda ganadora del concurso.

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Además de ganas de fastidiar, Nemesio veía en aquella circunvalación anual de la casa del alcalde un ritual purificador, la voluntad subconsciente del cura de llevar a cabo un exorcismo. Aquella casa había sido el epicentro del cisma valderano, de la ruptura entre el cura y el alcalde, entre el poder temporal y el espiritual. Cuando, quince años atrás, el obispo de Valladolid anunció su visita a Valdera el día de San Miguel y su intención de pasar la noche en el pueblo para visitar al día siguiente el monasterio, el cura se vió en un aprieto. Su casa era demasiado pequeña para alojar en ella al obispo y a su secretario. Entonces el alcalde ofreció la suya, en la que había dos cuartos disponibles, que hizo vaciar de trastos y limpiar. Cuando el cura se presentó allí para supervisar la instalación de la cama del obispo, cayó en la cuenta de un inconveniente que se les había pasado por alto. En aquella época en Valdera todavía no había agua corriente. Podían traer agua del pozo para que el obispo se lavase, pero ¿qué sucedería si el obispo sentía otro tipo de necesidades? La estancia prevista en Valdera, un día con su noche y la mitad del día siguiente, era lo suficientemente larga para que esa contingencia se presentara de forma ineludible. El cura puso a Zamorano al tanto de aquel problema, que al principio al alcalde no le pareció tal: que el obispo hiciera como todo hijo de vecino, detrás de su casa había una cuadra muy apropiada. El cura le explicó que no era propio de un obispo, acostumbrado a más muelles asientos, ponerse en cuclillas en medio de una cuadra. Ni la postura convenía a su dignidad, ni el obispo tenía costumbre, ni la ropa talar le permitiría mantener el quilibrio requerido para la operación. Zamorano no sabía qué decir.

El cura tuvo entonces una idea que tendría consecuencias nefastas para las relaciones entre la Iglesia y el poder público en Valdera de Duero. Se le ocurrió instalar un retrete en la casa del alcalde; pero, dado que no había agua corriente, sería tan sólo un retrete «ad hoc», para aquella ocasión. Podían colocarlo en una esquina de la habitación donde dormiría el obispo, en el primer piso, y disimularlo con un cancel –con motivos litúrgicos– a modo de biombo, que el cura traería de la iglesia. Un agujero practicado en el entablado de la habitación, debajo del retrete, y un barreño situado estratégicamente en el cuarto de abajo –que resultaba ser el dormitorio del alcalde y su mujer– permitirían una cómoda e higiénica evacuación episcopal.

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A Zamorano la propuesta del cura no le gustó demasiado, y menos aún cuando éste le quiso hacer ver que era al ayuntamiento al que le correspondería la adquisición del sanitario. Zamorano se negó rotundamente; si el retrete estaba destinado al uso del obispo, el gasto debía sufragarlo la parroqia. Bastante había hecho ya él ofreciendo su casa. El cura tuvo que recurrir a amenazas de diversa gravedad, desde una queja al gobernador hasta la excomunión y el castigo divino. Finalmente, el alcalde acedió. A la mañana siguiente –víspera de la fiesta– partió hacia Valladolid acompañado del predecesor de Nemesio y de un creciente despecho hacia la Iglesia en general y el cura en particular. A las doce del mediodía, con el retrete ya en la furgoneta y de regreso hacía Valdera, después de haber soportado las bromas de algunos conocidos de la capital que se lo habían encontrado con él a cuestas, el despecho se había convertido en rencor. Lleno de ese rencor besó la mano del obispo al día siguiente, y rencoroso se pasó la noche en vela, al lado del barreño, preparado para vaciarlo –de acuerdo con una exigencia que su mujer le impuso como requisito para la conservación de la armonía conyugal– en cuanto el obispo tirase de la cadena en el piso de arriba.

Contra todo pronóstico, el obispo no usó el retrete, ni siquiera para hacer pis. Sin embargo, al día siguiente, en la visita al monasterio pidió que le indicasen dónde estaba el lavabo. Al alcalde la ira le comía las entrañas. Cuando unos días despues el secretario se negó a cargar al ayuntamiento la factura del retrete –puesto que había sido instalado en casa del alcalde, se trataba de un bien particular, y no municipàl, que le correspondía pagar a Zamorano de su bolsillo–, el rencor dejó paso al odio. Un odio alimentado durante todos los años que tardó en llegar a Valdera el agua corriente, cada vez que el alcalde entraba en la habitación del piso superior y veía el inútil sanitario en su rincón –el biombo se lo llevó el cura la misma tarde que se marchó el obispo.

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Al salir del ayuntamiento el alcalde se acordó de que tenía cosas que hacer en el campo, así que convinieron en dejar la entrevista con el cura para la última hora de la tarde. A las nueve Nemesio se encontró con Sobrado y el alcalde delante de la iglesia. El cura no estaba en su casa. Sobrado se acordó de que solía cenar en el mesón. Hacia allá fueron, y en efecto, allí estaba, sentado en una mesa, con la sotana remangada y los pies metidos en un barreño de agua caliente, cenando unas chuletillas de cordero. Sobrado y Nemesio se le acercaron. El alcalde se quedó atrás, en el umbral. La visión del barreño había reavivado en él el recuerdo de la visita del obispo.

—Buenas noches, don Manuel, y buen provecho. ¿Permite que nos sentemos?

—Buenas noches. Siéntense, siéntense. Si ustedes gustan... están divinas– el cura señaló con la barbilla, brillante de grasa, la fuente de chuletillas.

—No gracias, ya hemos cenado. Pero un vino sí que tomaremos. ¡Chico, pon una jarra y tres vasos!

El cura miró de reojo hacia la puerta, donde seguía el alcalde. Terminó de roer la chuletilla que tenía entre las manos y se limpió los dedos y la barbilla con la servilleta desplegada sobre su pecho. Volvió a mirar al alcalde con más curiosidad que suspicacia.

—Ustedes me dirán a que debo esta visita de las fuerzas municipales. El concejal de la oposición, el secretario... Veo que ha venido también el alcalde. Sólo falta el guardia. ¿Qué ha pasado, han proclamado la república?

—No, don Manuel, ¡qué cosas tiene! –a Nemesio la risa de Sobrado le pareció un tanto servil–. Venimos por Santa Agata.

—¿Santa Agata? ¿Y qué ocurre con Santa Agata?Nemesio quiso intervenir.—Es una santa siciliana.—¡Toma, ya lo sé! Santa Agata Sícula, vírgen y martir de

Catania, tambien llamada Agueda. Recibió la palma del martirio en el año 253, siendo Daciano emperador.

Sobrado, un poco molesto por la intervención de Nemesio –consideraba que el papel de interlocutor del cura le correspondía a él en exclusiva, ¿acaso no lo había querido así el alcalde?–, recuperó la iniciativa.

Esa debe ser. ¿Y qué pasó con ella?

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—¿Cómo que qué pasó? Pues que el libidinoso Quintiliano, cónsul de Sicilia, quiso satisfacer con ella su concupiscencia y arrastrarla a la idolatría. Pero como Agata rechazó sus proposiciones, la hizo torturar. Entre otras barbaridades, le arrancaron los pechos, que milagrosamente volvieron a brotarle, íntegros y completamente sanos. En medio de su martirio, llevó a cabo muchos milagros; por ejemplo, estando en la cárcel fue misteriosamente socorrida por san Pedro.

—No, si yo lo que me refiero es a lo que pasó con su cuerpo. ¿Dónde está enterrada?

Nemesio tuvo que reconocer que, con todo lo molesto que solía resultar en el ayuntamiento, Sobrado sabía ir al grano cuando quería.

—Fue enterrada en Catania. Justo un año después de su muerte, un volcán próximo a la ciudad entró en erupción, y los paganos, acordándose de los milagros que había obrado la santa, corrieron hacía su sepulcro, lo abrieron y, tomando el velo en el que había sido envuelta, lo colocaron frente a la riada de ardiente lava que bajaba del volcán. La corriente de fuego se detuvo, la lava se enfrió y la ciudad se salvó de la destrucción. Sólo entonces los paganos se dieron cuenta de que el sepulcro de la santa no guardaba nada más que el velo.

—Y entonces, ¿el cuerpo?—Bueno, es posible que algunos cristianos, aprovechando la

confusión causada por el volcán, sacaran el cuerpo de la tumba para llevárselo a otro lugar donde pudieran venerar sus reliquias con menor peligro. O quizás se lo habían llevado ya antes. Pero el hecho es que en ningún lugar se conservan esas reliquias. Solamente quedó el velo. Y eso, hasta que los árabes invadieron Sicilia; luego se perdió.

—Vaya por Dios. Y, oiga, don Manuel, ¿Santa Agata fundó alguna ciudad?

—Pues no, que yo sepa. Hijo, los mártires del cristianismo no han sido fundadores de ciudades.

La gloria a la que aspiraban no era de ámbito municipal –el cura levantó la vista hacia el alcalde, que se había acercado a la mesa sin que ninguno reparase en ello. Sobrado se dio la vuelta.

—¿Lo ves, Higinio? Ya te lo decía yo. No es Santa Agata la que buscan.

El alcalde no prestó atención a Sobrado.—La santa ¿era joven cuando la mataron?

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El concejal y el secretario se miraron con aprensión. Quince años de hostilidades, y ahora el alcalde se dirigía a don Manuel como si tal cosa. El rostro del cura permaneció impasible durante unos instantes. Solamente el brillo de sus ojos denunciaba la cruenta lucha que debía de estar desarrollándose en su interior. Finalmente abrió la boca para contestar al alcalde con la misma cordialidad que había usado con sus compañeros.

—Muy joven. Su juventud, unida a su doncelled, fue el tesoro que en su martirio le ofreció a Cristo.

—¿Y era hermosa?—Muy hermosa. Bellísima. El cónsul Quintiliano bebía los

vientos por ella.A Nemesio le pareció que el alcalde se había quedado

ensimismado, como si estuviera muy lejos de allí. Permanecieron un rato en silencio, hasta que Sobrado vació su vaso y rompió el encantamiento.

—Bueno, son ya casi las diez y mi mujer me está esperando. Buenas noches, don Manuel, y gracias por la información. Se levantó y fue hasta la barra para pagar la cena del cura y el vino de los demás. Nemesio se despidió también. Al levantarse, rozó discretamente con el hombro al alcalde, que seguía inmovil.

—¿Nos vamos, señor alcalde?—Sí, Nemesio, vamos. Buenas noches, don Manuel.—Buenas noches. Ya me contarán un día de estos a que se

debe su interés por Santa Agata. Que, por lo visto, sigue obrando prodigios.

Sobrado les dijo adiós en la puerta del mesón. Nemesio y el alcalde cruzaron la plaza y caminaron juntos un trecho. El alcalde había vuelto a ensimismarse.

—Señor alcalde, si le parece bien, mañana escribo a los italianos y les pido más datos.

—¿Eh? Ah, sí, Nemesio, claro. Escríbales, que usted sabe. ¡Qué animales! ¡Mira que cortarle los pechos!

Cuando al llegar al final de una calle se separaron, Nemesio se dio cuenta de que el alcalde no iba hacia su casa, sino que volvía sobre sus pasos.

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Sicilia es una piedra, es mármol. Y marmóreo es el mutismo de los sicilianos. El silencio es su modo de ser en el mundo. O, más bien, su modo de defenderse del mundo, de sustraerse a los invasores, a los extraños –también es silencio no hablar claro, hacerlo con palabras oscuras, elusivas–. Los sicilianos hablan entre sí, es decir, habla el siciliano consigo mismo, pero no intercambia palabras con el extraño. También él es una piedra. Una isla. Esa es su voluntad: petrificarse, aislarse.

Pero el hombre es palabra, lenguaje. El hombre quiere comunicarse y tiene necesidad de ello. ¿Acaso el siciliano no es humano? «El siciliano se cree un dios», escribe Lampedusa con cinismo. Pero ningún dios se ha transformado a sí mismo en piedra. Quizás el siciliano sea un semidiós, y su voluntad de aislamiento, conformidad con un castigo divino. Costumbre de ser piedra.

Nemesio encendió de nuevo la pipa y miró el reloj. Todavía faltaba una hora. Cerró el cuaderno, lo puso en la estantería y se tumbó sobre la cama a esperar. No estaba nervioso, aunque se había tomado dos cafés después de la cena. Tampoco le inquietaba lo arriesgado de la expedición en la que iba a participar esa noche; si al principio se había opuesto, escandalizado por su carácter delictivo –con la concurrencia de numerosas agravantes– e indignado porque se le quisiera implicar a él, secretario del ayuntamiento y, como tal, garante de la legalidad en Valdera de Duero, enseguida el escándalo y la indignación fueron desplazados por la curiosidad. Nemesio, acostumbrado a no ser actor, ni en el trabajo ni en la vida, sino tan solo fedatario, testigo de la actuación de los demás, también esa noche se veía a sí mismo como mero observador de una empresa ajena. La tarde pasada en su cuarto, sus libros, sus apuntes, habían apagado todo rescoldo de inquietud, devolviéndolo a la isla fuera del tiempo y de la existencia.

Sicilia.

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Esa mañana, mientras pensaba en qué términos iba a redactar la carta que debía enviar a los de Sant’Agata, el cura había pasado por delante de su mesa. Cuando Nemesio, sorprendido, lo saludó, se detuvo a hablar con él. Venía a ver al alcalde. En efecto, la noche anterior Zamorano había vuelto al mesón y le había pedido que le contara más cosas acerca de la santa. El cura le había ofrecido un libro, La leyenda dorada, donde se narraba, además de la historia de Santa Agata, la de decenas de otros santos y mártires. Venía a traérselo, aunque al alcalde sólo parecía interesarle la santa de Catania.

El cura venía también por otro motivo. El alcalde le había contado lo de la carta de Sicilia y la fundadora enterrada en Valdera. A primera hora de la mañana, don Manuel había ido al monasterio y había hecho discretamente algunas averiguaciones.

—Nemesio, creo que no va a hacer falta que escriba usted a los sicilianos.

El cura entró en el despacho del alcalde. Media hora después Zamorano abrió la puerta y llamó a Nemesio. Don Manuel había logrado enterarse de quién era la señora cuyos restos buscaban los de Sant’Agata. Le había preguntado al abad si sabía de alguna italiana enterrada en el monasterio; se trataba –le explicó al abad– de una gestión que le había encargado el obispo. El abad, que se llevaba bastante mal con don Manuel y peor con el obispo, le dijo que no tenía ninguna noticia de ello. Afortunadamente, un monje que regaba unas macetas en el despacho y que a su vez –esa impresión tuvo el cura– tampoco debía apreciar mucho al abad, escuchó la conversación, y mientras acompañaba a don Manuel para abrirle el portón le dio la información que buscaba. Sí, había una italiana enterrada allí: Felice Colonna, esposa de don Fadrique Fernández de Velasco, condestable de Castilla y duque de Duero. A la muerte de don Fadrique, dada la minoría de edad de sus hijos, doña Felice había asumido la administración de sus estados, que incluían el condado de Módica, en Sicilia. Precisamente en Sicilia, con el propósito de sanear la difícil situación financiera de la casa ducal, doña Felice había fundado una nueva ciudad en un territorio deshabitado, pero con un suelo fértil que aún no había sido puesto en explotación. Para favorecer el asentimiento y la ocupación de las tierras, la condesa de Módica concedió a los colonos de Sant’Agata –así se llamó la nueva ciudad, en honor de la santa siciliana– franquicias y exenciones de impuestos. Los restos de doña Felice descansan junto a los de su esposo en el monasterio de Valdera, en sendos sepulcros situados primero en el crucero de la iglesia y después trasladados al claustro.

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Desde el monasterio el cura se había dirigido al Ayuntamiento, contento de poder añadir al libro, en señal de reconciliación con Zamorano, la información que éste deseaba. Pero por el camino había caído en la cuenta de que su descubrimiento complicaba las cosas para el alcalde. Habría que solicitar los permisos oportunos para exhumar y trasladar los restos, lo que llevaría su tiempo. Sin duda, el monasterio y la Junta de Castilla y León querrían para ellos un papel principal en el asunto; poco sacaría Valdera de la visita de los sicilianos. El cura tuvo una idea. Se la explicó al alcalde, que quedó inmediatamente convencido. Para llevarla a cabo necesitaban la ayuda de dos o tres personas más. Convencer al secretario resultó más dificil, pero una vez logrado su consentimiento, fue el propio Nemesio quien propuso un cuarto socio para la empresa. Sería muy conveniente implicar en ella a Sobrado; de esa manera evitarían que el pugnaz concejal desbaratara la operación con su tirria contra el alcalde.

Puestos de acuerdo los tres, se habían repartido la tarea. El cura volvería al monasterio para hablar con el portero. Nemesio se encargaría de citar a Sobrado, sin revelarle el plan; luego, sobre la marcha, se las arreglarían para que él mismo quedase enredado. El alcalde llevaría las herramientas que iban a necesitar. Habían convenido en encontrarse delante del monasterio, a las once y media de la noche.

El reloj del ayuntamiento dio las once. Nemesio esperó diez minutos más, apagó la pipa y se puso el abrigo. Cerró tras de sí la puerta de su cuarto, procurando no hacer ruido, y bajó a tientas las escaleras de la pensión.

Fuera hacía una noche heladora. Nadie, salvo el viento, paseaba por as calles de Valdera. Al doblar una esquina Nemesio vió a Sobrado, embozado en una bufanda y andando a buen paso, dirigiéndose al lugar de la cita. Aunque el concejal iba sólo unos cincuenta metros delante de él, no se atrevió a llamarlo, por no atraer la atención de los vecinos. Además, pensó Nemesio, mejor era dejarlo ir solo hasta el monasterio; así evitaría tener que darle explicaciones acerca de la necesidad de su presencia allí a aquellas horas. Sobrado por la mañana no las había pedido; Nemesio le había dicho solamente que se trataba de algo relacionado con el asunto de Sant’Agata, y que irían tanto él como el cura y el alcalde, y pareció bastarle con eso. Pero ahora, en medio de la noche, y con aquel frío, seguro que Sobrado no se quedaría sin hacer preguntas.

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Cuando Nemesio salió del pueblo y tomó la carretera que llevaba al monasterio –delante de él, la noche se había tragado ya a Sobrado–, sintió un par de gotas en la mejilla. Se sobresaltó al oír una voz a sus espaldas.

—Aguanieve. Esperemos que no cuaje.El cura llegó a su lado, sacó una linterna de su bolsillo y

alumbró el camino. Algunos metros más allá, Sobrado, al notar el resplandor, se detuvo a esperarlos.

—Buenas noches, señor concejal, y es un decir. Qué puntual es usted.

—Hombre, don Manuel, con este frío cualquiera hace esperar a los demás. Aunque, al ver la que va a caer, me estaba temiendo que no vinieran. Ya me dirán para qué estamos aquí.

—Ahora mismo, cuando llegue el alcalde. No creo que se nos haya adelantado. Pero vamos, no nos quedemos aquí parados.

En menos de cinco minutos llegaron al monasterio. Para sorpresa de Sobrado, en cuanto desembocaron en la explanada que se abría delante del edificio don Manuel apagó la linterna. Avanzaron guiándose por la débil luz que salía de una ventana, la única encendida en toda la fachada, y se refugiaron bajo el umbral de la puerta principal. Las gotas se habían convertido ya en copos de nieve. Al otro lado de la explanada se apagó una lucecita.

—Ya está ahí el alcalde.Don Manuel llamó a la puerta del monasterio dando tres

golpecitos con los nudillos. Se abrió un postigo y un monje asomó la cabeza. El cura se acercó y habló con él. Parecían discutir. Entre tanto llegó el alcalde, empujando una carretilla cubierta con una lona. Sobrado no salía de su asombro.

—Pero bueno, Higinio, ¿qué traes ahí?—No preguntes, Sobrado, que enseguida lo verás. Cada cosa a

su tiempo. ¿Qué ocurre, Nemesio, no entramos?El cura vino hacía ellos.—Señor alcalde, ha surgido un contratiempo. Esta mañana le

ofrecí al portero cinco mil pesetas y estuvo de acuerdo, pero ahora dice que por menos de quince mil no nos deja entrar. Eso sí, si le pagamos se ofrece a acompañarnos y echar una mano. ¿Traen ustedes dinero? Porque yo aquí sólo tengo las cinco mil.

—¡Caray con el monje! Pues yo he venido sin un duro –el alcalde buscó en los bolsillos–. Mil pesetas. No tengo más.

Nemesio llevaba otras mil. Se las dió al cura. Los tres miraron a Sobrado.

—Bueno, yo sí tengo algo. Pero no sé para que tengo que dárselo. Esto me huele a soborno.

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El cura le pasó un brazo por los hombros y se lo llevó aparte. Nemesio no pudo escuchar lo que le decía, pero sí notó cómo el concejal daba un respingo y empalidecía. Nemesio recordó que en el ayuntamiento corrían ciertos rumores acerca de Sobrado. El concejal sacó varios billetes de su cartera y se los dió al cura. A saber qué le había dicho. Don Manuel le guiñó un ojo a Nemesio.

—Pues ya tenemos las quince mil. A ver si ahora nos deja pasar.

El monje cogió el dinero y cerró el postigo. Al momento se abrió un portillo lateral. Entraron los cuatro. Nemesio ayudó al alcalde a meter la carretilla. El monje cerró tras ellos y desapareció, dejándolos a oscuras en el vestíbulo. El cura encendió la linterna.

—¿Dónde se ha metido el fraile?—Tranquilo, Sobrado. Ha ido a buscar las llaves.Se oyó un tintineo metálico y el monje reapareció en el halo de

la linterna. Llevaba un pesado manojo de llaves. Abrió una puerta al fondo del vestíbulo y les hizo señal de que lo siguieran.

—No hagan ruido. Cuidado con la carretilla.Cruzaron un par de salas y salieron al claustro. La nieve

empezaba a cuajar sobre las losas del patio.—Joder, que frío está esto. Nemesio, mire a ver, que parece que

se ha enganchado la lona en la rueda.Al tirar de la lona para desengancharla, Nemesio descubrió

parte de la carretilla, dejando ver lo que el alcalde llevaba en ella. Sobrado se sobresaltó.

—Pero bueno, ¿para qué son esas barras de hierro?—Para darte con ellas en la cabeza si no te callas. ¿Es que

quieres despertar a todo el monasterio?El cura, que se había distanciado siguiendo al monje, volvió

atrás.—¿Pero se puede saber qué coño pasa?—Sobrado, que no deja de dar la lata.Don Manuel fulminó al concejal con la mirada.—Señor Sobrado, estamos aquí para prestar un servicio a

Valdera. Como representante electo de sus ciudadanos, tiene usted la obligación de colaborar en esta misión.

—No, si yo claro que colaboro, don Manuel, con mucho gusto, pero es que me gustaría saber a qué hemos venido aquí.

El cura se llevó a Sobrado hacia el fondo del claustro, donde esperaba el monje. Nemesio terminó de desenganchar la lona.

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—Deje, deje, ya no hace falta taparla otra vez. Oiga, Nemesio, ¿sabía usted que cuando San Pedro se le apareció a Santa Agata en la mazmorra, ofreciéndole la libertad, ella se negó a escapar, para no perder la corona del martirio?

—Pues no, señor alcalde, no lo sabía.—La verdad es que se había ganado a pulso la corona esa.

Fíjese, cuando Quintiliano hizo que le arrancaran un pecho, ella dijo: «Arráncame los dos si quieres, pero no podrás arrancarme los que en alma llevo consagrados a Dios desde niña, con cuya sustancia alimento mi fe». Qué tremendo, ¿eh?

—Pues sí, señor alcalde, tremendo.Habían llegado al fondo del claustro. En la penumbra se alzaban

dos sepulcros. El cura iluminó con la linterna la lápida de uno de ellos. Leyeron la inscripción.

d. fadriqve fernandez de velascotercero de este nombre condestable

de castilla dvque del dveroy de valdera

—No, éste no es. A ver el otro –el cura enfocó la linterna sobre la otra lápida.

doña felice colonna condesa de valderay de modica sv mvger

—Bueno, pues aquí está. Manos a la obra.Nemesio, el cura y el alcalde intentaron mover la lápida, pero

pesaba demasiado. El alcalse se volvió hacía los otros dos, que se habían quedado mirando.

—Coño, Sobrado, echa una mano. Y usted también, fray portero, que para eso le hemos pagado.

Bajo el empuje de los cinco, la lápida empezó a moverse. Zamorano cogió una barra de hierro y la introdujo en la estrecha hendedura que había quedado al descubierto entre la losa y la tumba, haciendo palanca con ella.

—Venga, un poco más. No hace falta correrla del todo. Así, así... ya está.

El cura metió la linterna en la tumba y se asomó a su interior. La exclamación de sorpresa sonó siniestra al chocar contra las paredes del sepulcro.

—¡Está vacía!—¿Cómo que está vacía?—¡Pues eso, vacía! ¡No hay nada dentro!

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Uno tras otro miraron dentro de la tumba hasta que don Manuel se cansó de sostener la linterna. El alcalde le miró perplejo.

—¿Y cómo es posible?Sobrado sonrió con maldad.—A lo mejor ésta también es santa, como la otra, y ha volado al

cielo en cuerpo y alma.El alcalde, que aún tenía en la mano la barra de hierro, la

apretó e hizo un esfuerzo por contenerse.—Habrán sido los franceses –el monje se temía que lo obligaran

a devolverles el dinero–. Cuando estuvieron en Valdera, saquearon el monasterio y profanaron las tumbas. Es un milagro que las lápidas estén casi intactas.

Volvieron a tapar la tumba. La losa parecía aun más pesada que antes; desalentados, el cura y el alcalde empujaban con menos fuerza. Se sacudieron el polvo de las manos.

—¿Y ahora qué hacemos, señor alcalde?—Nada, don Manuel, qué vamos a hacer. Habrá que escribir a

los sicilianos para decirles que no vengan. Qué mierda, ya me hacía ilusión.

A Sobrado le dolía otra cosa.—Sí, Higinio, es una pena. Pero ¿a mí quién me devuelve las

ocho mil pesetas que le he tenido que dar al monje? Por cierto, ¿dónde se ha metido ése ahora?

El monje había desaparecido sin que los demás se percataran de ello. Don Manuel recorrió las galerías del claustro con la linterna. No se veía al monje por ningún lado. Sobrado reparó en una puerta, a diez metros de ellos, que estaba entreabierta. Por allí debía de haberse ido el monje.

—¡Tendrá cara dura el tío! ¡Pues éste no se larga sin devolverme mi dinero!

Echó a andar hacia la puerta. En ese momento, la luz de la linterna empezó a hacrse más débil.

—¡Vaya, hombre, ahora se gastan las pilas! Espere un momento, Sobrado, que gracias a Dios he traido otras.

Aún no se había apagado la linterna cuando vieron que Sobrado se paraba en seco. Delante de él, algo pálido, blanquecino, empezaba a asomar por la puerta entornada. Un rostro, quizás, pero no el del monje. Un rostro sin piel, sin carne, con las cuencas de los ojos vacías. Una calavera. Sobrado apenas pudo gritar.

—¡Hostia, la muerte!La linterna se apagó.

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Durante los segundos que el cura tardó en cambiar las pilas, los expedicionarios sintieron un frío cien veces más intenso que el de la noche heladora. El horror hizo que la aparición se les quedara grabada en la retina, y ni siquiera la oscuridad logró que se desvaneciera. Durante aquellos segundos, el miedo a permanecer en tinieblas fue tan grande como el espanto ante lo que la luz pudiera revelar.

La linterna volvió a encenderse.En el marco de la puerta apareció el monje, sosteniendo en sus

manos la calavera.—¡Hombre de Dios, vaya susto nos ha dado!—Ustedes perdonen, don Manuel, no es culpa mía si se han

quedado a oscuras, ni tampoco era mi entención...Sobrado, apoyado con una mano en la pared, daba bufidos por

el sobresalto.—Pues no sería su intención, pero a mí por poco no me ha dado

un infarto.—Ya les digo que perdonen. Miren, a lo mejor esto les sirve –el

monje extendió el brazo, mostrándoles la calavera. Sobrado, que seguía ante la puerta, dio un salto hacia atrás.

—¡Quite eso, coño! ¡Ya son ganas de dar por saco!—Oiga, sin faltar. Ustedes querían unos huesos, ¿no? Pues ahí

dentro hay para escoger.Con la cabeza, el monje señaló por encima del hombro al otro

lado de la puerta, donde sólo se veía oscuridad. El cura se acercó y desde el quicio de la puerta alumbró con la linterna. Los demás lo siguieron; ninguno quería quedarse atrás, otra vez a oscuras.

Penetraron en una amplia estancia. La luz de la linterna, que no llegaba a alcanzar ninguno de sus muros, les reveló hileras de bancos de madera. Estaban en la iglesia del monasterio.

—Vengan por aquí.El monje los llevó hasta el crucero de la iglesia. Se detuvieron

delante de una de las capillas que se abrían a ambos lados.—Ahí tienen. Un osario aquí y otro enfrente.El monje se metió en la capilla, escarbando en el suelo con el

pie derecho.—Vean, vean, todo son huesos: cráneos, tibias... Tengan

cuidado de no tropezar, que están sueltos.Entraron en la capilla, pisando con aprensión y siguiendo al

cura, que con la linterna trazaba un camino sobre el macabro pavimento.

—Ya les digo, tienen para escoger. Si no les gusta esta calavera, cogen ustedes otra.

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Zamorano se arrimó al cura.—Oiga, don Manuel, este fraile es un caradura, pero no está

mal la idea.—No sé, Higinio, no sé... Quizás sea ir demasiado lejos.—Tan lejos como lo de sacar a doña Felice de la tumba por

nuestra cuenta. Con el riesgo que hemos corrido, no nos vamos a ir de aquí con las manos vacías. Cogemos unos cuantos huesos, y se los damos a los sicilianos cuando vengan; seguro que no hacen preguntas, y se van con ellos tan contentos.

—Pero Higinio, son huesos de cristiano, no está bien...—¿Y por qué no? ¿Quién nos dice que los franceses no tiraron

aquí los de doña Felice? Por muy bárbaros que fueran, no los querrían para echárselos al cocido, digo yo.

—¡Hombre, Higinio, no seas bestia! –don Manuel miraba al monje, que se había agachado y hurgaba entre los huesos–. Pero tiene usted razón, es muy posible que esten aquí, mezclados con los demás. Quizás, con un poco de fe...

Nemesio quiso dar su opinión.—Si me permite usted, don Manuel... No es cuestión de fe, sino

de civismo. No se trata de los huesos de una santa, sino de los de la fundadora de una ciudad. Dándoles a los sicilianos lo que nos piden, aunque los huesos sean falsos, le restituimos al pueblo de Sant’Agata una parte de su memoria histórica.

—Vaya, me van a convencer ustedes. Sí señor, ya estoy convencido.

—¡Pues yo no! –Sobrado, que se había mantenido en silencio, dio un paso adelante, y casi pierde pie al ceder un cráneo bajo su peso–. Yo no estoy nada convencido. Es más, si siguen ustedes con esta historia, estoy dispuesto a sacarla a la luz, caiga quien caiga. Todo, menos ser cómplice de tamaña prevaricación.

En aquel momento el monje se levantó, dejando en el suelo la calavera y sacando otra de entre los huesos.

—Miren, miren ésta. Es más pequeñita, y está mejor conservada. Debió de ser de una mujer o de una niña. Y seguro que era guapa, fíjense que pómulos más finos.

Sobrado se hizo a un lado con repugnancia. El alcalde, en un arranque de inspiración, tomó la calavera que el monje les mostraba y se la puso a Sobrado entre las manos. Paralizado por el asco, y a la vez por una mezcla de horror y de respeto, el concejal no fue capaz de dejarla caer.

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—Atención, señor secretario: aquí, el señor Sobrado, dice no se qué de prevaricación. Yo en cambio digo que él ha venido con nosotros al monasterio y ha participado en esta gestión como uno más. De hecho, ahora mismo lo veo sosteniendo uno de los efectos de los que el ayuntamiento va a proceder a incautarse.

—En efecto, señor alcalde, eso mismo veo yo. Y como secretario del ayuntamiento, daré fe de ello, si llega a ser necesario.

—Sois unos hijos de...—Eh, eh, señor Sobrado, nada de mentar a las madres. A partir

de ahora se calla usted, y nos callamos todos; también yo, y ya me entiende.

Sobrado le devolvió al cura una mirada llena de temor y resentimiento. No volvió a abrir la boca, y se quedó de pie, sosteniendo la calavera, mientras los demás se ponían a buscar en el osario.

El alcalde reunió enseguida algunas piezas, y se las mostró al cura.

—¿Servirán éstas, don Manuel?—Déjeme ver. Un femur, dos tibias... No, no sirven, las tibias

son de personas distintas, ¿no lo ve? Una es mucho más larga que la otra. Déjelas a un lado, a ver si les encontramos la pareja.

Siguieron buscando, pero no daban con dos huesos iguales. Zamorano se acercó a Nemesio, que había recogido varias costillas.

—Oiga, Nemesio, ¿no es posible que en la tumba unos huesos mengüen más que otros?

—La verdad, señor alcalde, nunca lo he oído decir.—Pues aquí nos van a dar las tantas sin que hayamos juntado

el esqueleto. Don Manuel, ¿por qué no nos vamos ya con los huesos que hemos recogido? Si los sicilianos les ven alguna pega, que no creo que se vayan a poner a medirlos, les decimos que la doña Felice era contrahecha, y ya está.

—No digas burradas, Higinio. Pero es cierto, llevamos aquí dos horas, y quedarnos más tiempo es tentar a la suerte. Veamos qué es lo que tenemos: una calavera, un femur, cinco costillas. De las tibias más vale que sólo llevemos una. Al fin y al cabo, no estan raro que un esqueleto se conserve incompleto, después de tantos siglos. Podemos echarles la culpa a los franceses.

El monje se les acercó.—Esto es de un brazo, ¿les vale?Don Manuel tomó el hueso que el monje les mostraba.

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—Hombre, no estoy yo tan seguro de que esto haya sido un brazo. Pero sí, puede valer. Pues ya está. Higinio, ¿ha traido la caja?

—Sí, don Manuel, la tengo en la carretilla. Voy a por ella.El alcalde volvió con una caja de cartón. Metieron en ella los

huesos; la calavera, el cura tuvo que arrancarsela a Sobrado, que se había quedado como enajenado con ella entre las manos, mirándola. Al cerrar la caja, el monje se fijó en la etiqueta estampada sobre el cartón y sonrió con aprobación.

—Vaya, ribera de Duero. Se cuidan ustedes bien, ¿eh?—Don Manuel –el alcalde habló en voz baja, para que el monje

no lo oyera–, vámonos ya, que con el rostro que tiene este tío, es capaz de sacarnos otras quince mil.

Salieron de la iglesia y atravesaron en silencio el claustro y las dependencias contiguas. El monje iba detrás de ellos, cerrando las puertas. En el vestíbulo, don Manuel le dió las gracias y le pidió –con buenas palabras– que mantuviera la boca cerrada.

—Pierdan cuidado, que yo me juego tanto como ustedes. Y si les hace falta algún otro hueso, ya saben dónde encontrarme, que de aquí yo no me muevo.

Había dejado de nevar, pero una delgada capa de nieve cubría la explanada del monasterio. Fue imposible cruzarla sin dejar huellas de sus pasos y de la carretilla.

—Espero que nadie se fije en ellas mañana.—No se preocupe, don Manuel. Seguro que dentro de poco se

pone a nevar otra vez. Mire, mire, si ya está cayendo.Se apresuraron a volver al pueblo. Por el camino, el alcalde no

dejó de mostrar su perplejidad acerca de lo que pudiera hacer el monje con las quince mil pesetas.

—¿En qué se las va a gastar? Como no sea que se esté haciendo un capital para salir del claustro, no lo entiendo.

Cuando llegaron a Valdera acompañaron al alcalde a su casa y le ayudaron a meter la carretilla en el garaje. Descargaron la caja –al moverla, los huesos chocaron unos contra otros con un ruido sordo– y la pusieron en un rincón, cubriéndola con la lona. Soñolientos y ateridos se despidieron. El cura se marchó con Sobrado; Nemesio supuso que antes de dejar al concejal, don Manuel querría asegurarse su silencio mediante una última, confidencial y definitiva intimidación.

Nemesio volvió a la pensión. Sin hacer ruido, subió a su cuarto y se acostó. A la mañana siguiente se levantó con un fuerte resfriado. Ni el alcalde ni Sobrado aparcieron por el ayuntamiento: ambos –por una vez de acuerdo– tenían gripe.

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6

Aquel año la primavera llegó a Valdera con retraso. A primeros de abril el frío todavía se negaba a ceder. Se aferraba a la tierra, se montaba en el viento, se atrincheraba en las calles y desde allí, amparado en la sombra, desafiaba al sol, todavía débil. Y el terreno que éste le ganaba, de forma apenas perceptible, día a día y palmo a palmo, el frío lo recuperaba al caer la tarde, antes de que el sol se retirase.

Habían transcurrido dos meses desde la expedición nocturna al monasterio. En el garaje del alcalde –única dependencia doméstica que escapaba a la jurisdicción de su mujer– los restos apócrifos de doña Felice esperaban la inminente llegada de los sicilianos. Y en la espera aquellos huesos, guardados en la caja de botellas de vino, como el vino se iban decantando, liberándose de su origen incierto, si no fraudulento, y adquiriendo un prestigio de antigüedad, de historia, casi de reliquias. El alcalde comunicó a los concejales que el ayuntamiento había conseguido el esqueleto –incompleto– de la fundadora de Sant’Agata, y los concejales, poco interesados en la historia y sus ciencias auxiliares, no mostraron curiosidad alguna por saber quién era aquella señora, ni mucho menos se les pasó por la cabeza cuestionar la autenticidad de los restos. Nemesio, Sobrado y el alcalde evitaban hablar del asunto ni siquiera entre ellos, y terminaron casi por olvidar la impostura que habían urdido.

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La vida en el ayuntamiento seguía siendo la misma. Nemesio continuaba atendiendo a sus obligaciones, y a aquella parte de las ajenas que los demás descuidaban, con la diligencia acostumbrada. Sobrado proseguía con tesón su labor de zapa; eso sí, sin atreverse –la presión del cura se había mostrado del todo eficaz– a emplear la cuestión de los huesos como arma contra el alcalde. Pero si en el ayuntamiento todo seguía igual, cierto cambio había empezado a operarse en Higinio Zamorano. Su concepción de la política municipal como un cosmos de cuya máquina era motor su voluntad no había cambiado; su tendencia al empecinamiento y su dificultad para aceptar el principio de la legalidad en la actuación administrativa seguían siendo las mismas. Como de costumbre, Nemesio debía traer a colación todos los días la Constitución para disuadirlo de sus barbaridades. Sin embargo, el caracter de Zamorano se había, en cierto modo, dulcificado, y en sus ojos Nemesio descubría con frecuencia un húmedo velo de ensueño. La visión que del mundo tenía el alcalde –prosaica, roma, sin matices– se había ensanchado, y en ella habían entrado el asombro y lo maravilloso. Reconciliado por completo con el cura, Zamorano lo visitaba con asiduidad, y sostenía con él largas conversaciones acerca de la gracia de Dios y de los prodigios obrados por los santos. Don Manuel, al principio muy sorprendido por aquel interés, intentó orientar enseguida las inquietudes del alcalde hacia una vivencia práctica y cotidiana de las enseñanzas evangélicas– «ahí, en el día a día, están la verdadera santidad y el verdadero heroísmo», le decía al alcalde, a quien veía poco dotado para experiencias místicas–. Pero a Zamorano la teología moral cristiana le traía sin cuidado. Sólo le interesaba Santa Agata. Había quedado fascinado por su historia, y en la figura y en las palabras de la mártir de Catania encontraba toda la poesía que la vida no le había permitido hallar en otro lugar.

A Nemesio le empezó a preocupar la obsesión del alcalde con la santa. Con frecuencia, cuando estaba despachando con él, Zamorano lo interrumpía y le contaba alguno de sus milagros o de sus sentencias.

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—Por cierto, Nemesio –y aquel «por cierto» no establecía ningún tipo de conexión lógica entre la anécdota referida y el asunto que les ocupaba en ese momento»–, ¿sabe usted lo que le dijo Santa Agata a Quintiliano cuando el tío cabrón mandó que la llevasen al potro para darle tormento? «Antes de llevar el trigo de los silos, se trilla el bálago y se trituran las espigas para que suelten el grano. No de otro modo, para que mi alma entre en el paraíso ostentando la palma del martirio, es menester que mi cuerpo sea previamente machacado por los verdugos». Fíjese. ¡Y era sólo una niña!

Si sólo fuera por aquellas anécdotas narradas de forma tan extemporánea, Nemesio no se hubiera preocupado demasiado. Pero la cosa empezó a ir un poco más lejos. Un día, en el transcurso de un pleno, Zamorano replicó a las habituales pullas de Sobrado con un tono y unas palabras desacostumbradas.

—Oyeme, Sobrado: en vano me acometes, pues mis convicciones están construidas sobre cimientos más sólidos que las piedras. Tus palabras son como el viento, tus promesas como la lluvia, tus amenazas como los ríos. Por mucho que el viento, la lluvia y las corrientes de los ríos arrecien, no derribarán mi casa, porque los fundamentos en que se asienta son indestructibles.

Entre los concejales el estupor fue general. Unos abrían los ojos –pues la sesión, hasta ese momento, había sido bastante tediosa–, otros la boca, la mayoría ambas cosas a la vez. Alguno pretendía en vano que su compañero de banco le repitiera las palabras del alcalde; palabras que solamente Nemesio podía saberlo– Zamorano había aprendido en La leyenda dorada. Un murmullo se despertó, y fue en aumento. Sobrado miraba a un lado y a otro, buscando en los rostros de los concejales apoyos que le permitieran expresar una opinión compartida acerca de la salud mental del alcalde. Como en otras ocasiones, Nemesio salvó la situación dando lectura al siguiente punto del orden del día. Las aguas se remansaron, y el pleno continuó hasta su conclusión sin que el alcalde diera nuevas muestras de aquella inusitada oratoria.

Esa tarde, mientras escribía en su cuaderno, Nemesio se tranquilizó pensando que, al fin y al cabo, la fijación del alcalde con Santa Agata no era peligrosa, ni tampoco muy distinta de su propia fascinación por Sicilia. En la isla o en la santa, ambos habían encontrado –Nemesio por necesidad, el alcalde quién sabe por qué capricho de su mente –una vía de escape, un refugio, un huerto secreto en el que cultivar el alimento que les permitiera sobrevivir a su propia mediocridad.

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Una mañana –faltaban sólo diez días para la llegada de los sicilianos–, Nemesio leyó en el periódico el anuncio de una conferencia de un tal Vincenzo Interdonato, novelista siciliano del que nunca antes había oído hablar. Nemesio no sabía italiano, pero por la tarde se acercó a Valladolid y se sentó entre los estudiantes, solamente por el gusto de conocer a un escritor de Sicilia.

Interdonato era un hombre de unos cincuenta años, con sonrisa triste y aspecto de funcionario. Leyó en español el texto de la conferencia. Comenzó recordando a Leonardo Sciascia, que había sido su amigo y mentor y le había transmitido, decía, el sentido de la literatura como búsqueda de la verdad. Pasó después a una exégesis de su propia obra que a Nemesio, desconociéndola, le resultó aburrida. Se distrajo paseando la mirada por el rico artesonado de la sala de conferencias. Hasta que algo –el eco de las palabras, un cambio en el tono del conferenciante– le hizo prestar atención de nuevo. Las últimas frases de Interdonato se le quedaron grabadas; sonaron en sus oídos durante todo el viaje de vuelta a Valdera, y también buena parte de la noche.

—La novela ha fracasado en su misión, no ha logrado conjurar el mal preservando su recuerdo.

Por el contrario, hemos creído que los demonios, encerrados en la arquitectura verbal de la novela, no podrían regresar de nuevo, y nos hemos olvidado de ellos. Pero el fascismo y la guerra no son fantasmas, no han estado nunca muertos. Pasean de nuevo por Europa, queman los libros y asesinan la memoria indefensa –a Nemesio le pareció que al conferenciante se le quebraba la voz–. Soy consciente de la derrota de la novela, de mi propia derrota. Ya no es preciso dar nombre al dolor para hacernos conscientes de él. Ahora sólo queda huir.

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Los escritores sicilianos habían fracasado. Su búsqueda de la verdad, de un sentido del hombre y del mundo, y su intento de exorcizar el mal conservando su memoria habían desembocado en el vacío. En la piel de Sicilia habían querido leer un texto escrito por la historia y sólo habían encontrado polvo acumulado sobre un pergamino sin líneas. ¿Y de qué se sorprendían? A Nemesio la falta de sentido del mundo le parecía una obviedad; buscárselo a la historia, un despropósito. ¿Acaso existía la historia? Sólo existían los hechos. Los hechos, vacíos de significado, eslabones sueltos de una cadena que nada sujeta, porque no existe. Sicilia –el mundo– flotaba en el vacío, un vacío que sólo el mal podía llenar. Sciascia, Interdonato y algunos otros habían creído en la historia y, más aún, en la capacidad del hombre para someterla a una inexorable ley de progreso. Esa ingenuidad les había llevado a adentrarse en el vacío.

Entre los novelistas sicilianos había uno distinto, el que más amaba Nemesio. En el príncipe de Lampedusa encontraba Nemesio certezas e intuiciones que eran también las suyas. La lectura de El gatopardo endulzaba y hacía soportable el sabor amargo de su vida inane, un sabor que se confundía con el gusto acre que el tabaco del día anterior le dejaba en la boca.

Lampedusa no había necesitado asomarse al borde del mundo para saber lo que allí se abría. Embozado en una capa de cinismo e ironía fijó su mirada en las estrellas, consciente de la inutilidad de cualquier empeño humano. Luego escribió su novela, dejando constancia de la indiferente sustitución de unos hombres por otros en una Sicilia ucrónica, inmune al tiempo, ajena a la historia.

La historia. Nemesio sabía ahora bien lo que era la historia: siete huesos de ignota y múltiple identidad, amontonados en una caja, que se convertían en el venerado esqueleto de una dama del tiempo pasado gracias a una coyuntura de credulidad, falta de escrúpulos y buenas intenciones. «Así le restituimos al pueblo de Sant’Agata una parte de su memoria histórica», le había dicho a don Manuel; un perfecto paralogismo, ya que no es posible restituir lo que nunca se ha poseído, ni puede haber partes en lo que nunca ha existido. Nemesio se sorprendió de su propio cinismo. Cayó en la cuenta de que con demasiada frecuencia recurría a él como arma defensiva. Pudoroso como era incluso consigo mismo, eludió hacerse reproches y cogió su cuaderno.

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El tiempo no existe, ni existe la historia. La historia es extrajera y extraña, ajena. Por eso la tarea de contar la historia es una empresa fallida. Y aquí se encuentra la historia de una derrota, de un fracaso.

Nemesio Bustamante, experto en derrotas sin librar batalla, transformó esa noche sus notas en glosas a la fallida historia de los novelistas sicilianos.

7

Los sicilianos llegaron a Valdera en la fecha prevista. A las once de la mañana un autobús los dejó en la plaza. Eran cinco: el alcalde de Sant’Agata, dos concejales, un intérprete y un vecino, el señor Bonomi, maestro jubilado y aficionado a la historia. Precisamente aquella afición había llevado a Bonomi a descubrir el lugar donde descansaba Felice Colonna. El amor hacia su ciudad y cierta ambición de lograr el reconocimiento de sus ciudadanos le habían movido a proponer al ayuntamiento de Sant’Agata aquella operación para conseguir el traslado de los restos de la fundadora. Su propuesta fue muy bien aceptada, pero nadie le invitó a formar parte de la delegación encargada de viajar a Valdera. Bonomi, ofendido por aquella descortesía, no se resignó a quedar al margen, y cuando la delegación partió hacia España se incorporó a ella; eso sí, pagando el billete de su propio bolsillo.

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La delegación fue recibida por el ayuntamiento de Valdera en pleno, amén del cura, la banda municipal y una nutrida concurrencia de valderanos. Acomodados los sicilianos en el salón de plenos, Zamorano leyó un discurso de bienvenida, que el interprete se esforzó en traducir sobre la marcha. Fueron muy bien recibidas las numerosas menciones a Santa Agata de Catania, que era también patrona de los visitantes. A continuación Nemesio leyó el acta en la que se recogía la aprobación por unanimidad del hermanamiento entre Valdera y Sant’Agata. Todos aplaudieron. El señor Marini, alcalde de Sant’Agata, respondió leyendo en español unas palabras de agradecimiento. Acto seguido se procedió a hacer solemne entrega a la delegación siciliana de los huesos de felice Colonna, guardados en una preciosa arqueta –uno de los contados tesoros de la iglesia parroquial, cedido por don Manuel en un arranque de magnanimidad–. El alcalde de Sant’Agata abrió la arqueta, echó un vistazo a su contenido y se lo mostró a Bonomi. Ambos arrugaron la nariz. Zamorano, preocupado, se acercó discretamente a Nemesio.

—Oiga, Nemesio, que éstos se han olido el tongo.—No, señor alcalde, es otra cosa lo que han olido. Ya me di

cuenta antes, al pasar los huesos a la arqueta, de que se habían impregnado de cierto olor a vino.

—Joder, es verdad. Cuando saqué las botellas de la caja se me rompió una. Pensé que la había limpiado bien, pero, con las prisas... ¡a ver si ahora se va a ir todo al carajo!

Afortunadamente, no había motivo para preocuparse. Destapada la arqueta, los efluvios del ribera de Duero habían terminado por disiparse. Los sicilianos sonreían con satisfacción. El alcalde de Sant’Agata pronunció unas palabras que el intérprete tradujo inmediatamente.

—El señor Marini dice que estos huesos, como los de los santos, exhalan un perfume de dignidad y gloria que le conmueve hondamente. En nombre de la ciudad de Sant’Agata, agradece al ayuntamiento de Valdera esta muestra de generosidad, e invita a todos los miembros de la corporación a visitar la ciudad.

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La recepción oficial a la delegación siciliana terminó con una comida en unas bodegas que un primo de Sobrado había transformado hacía poco en restaurante. Por una vez, el vehemente opositor había aceptado de buena gana colaborar con el ayuntamiento –esperaba que su primo, agradecido, tuviera con él un detalle que por lo menos le permitiera recuperar el dinero entregado al monje–, y se había encargado de organizar la comida y escoger el menú: queso, embutidos y chuletillas de cordero. Durante toda la comida se mostró encantador, especialmente con los sicilianos, y se ocupó de que todo el mundo, incluido el alcalde, fuera bien atendido.

Los sicilianos estaban encantados con la comida y más aún con el lugar, que les recordaba a las catacumbas romanas. Con el frescor de las bodegas el vino entraba solo, y los visitantes trasegaron una botella detrás de otra. El aroma del ribera de Duero despertó en Bonomi reminiscencias de doña Felice que lo pusieron muy locuaz, y el hombre se lanzó a exaltar, sin ayuda de intérprete, los vínculos históricos que unian a Sicilia y a España. Sobrado, sonriente, le daba palmaditas en el hombro y le servía otro vaso.

Nemesio estaba sentado junto al intérprete, un hombre todavía joven, de tez bronceada –un bronceado que no parecía natural–, gafas redondas de montura muy fina y aspecto general bastante atildado. Maurizio, que así se llamaba el intérprete, no dejaba de mirar a Sobrado con una mezcla de repugnancia y facisnación.

—Señor Bustamante, ¿quién es ese hombre? ¿Quizás el dueño del local?

—No, no, que va. Es Sobrado, uno de los concejales.—¡Qué gracioso es! E tanto piccolo, tanto carino... Y a la vez, se

le ve tan seguro de sí mismo... ¡Me encanta!Nemesio miró al intérprete co extrañeza. Aquella le pareció una

forma un tanto rara de referirse a Sobrado. El intérprete no le hizo más comentarios, pero Nemesio se dio cuenta de que el concejal había acabado por percatarse de la insistencia con que era observado. Sobrado pareció azorarse un poco. Le devolvía al intérprete las miradas, primero de reojo, luego abiertamente, acompañadas de una sonrisa. Nemesio empezó a sentirse incómodo en medio de aquel insólito galanteo.

La comida, los brindis –Zamorano propuso uno, muy aplaudido por los sicilianos, en honor de Santa Agata de Catania– y la sobremesa terminaron ya avanzada la tarde.

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Los sicilianos se quedaron un par de días en Valdera, alojados en la pensión. Cuando, a la mañana siguiente a la de su llegada, Nemesio bajó a desayunar, se encontró al señor Bonomi en el comedor.

—Buenos días. Es usted muy madrugador.—Buon giorno. Come ha detto? Non capisco...—Que se levanta usted muy temprano.—Ah, sì. Io mi sono sempre alzato di buon mattino. Madrugador,

sì, sì.Desayunaron en silencio. Bonomi quiso ser cortés, y cuando

terminó su café reanudó la conversación.—Maurizio mi ha detto que Lei è un letterato.—¡Oh, no! Soy solamente un aficionado. Leo, escribo un poco.

Me gustan mucho los escritores de su país.—Oh, davvero? Le piacciono gli scrittori italiani?—Bueno, los que realmente me gustan son los sicilianos.

Sciascia, Lampedusa...Bonomi se mostró complacido.—Ah, bene, molto bene. Anch’io sono affezionato alla

letteratura, ma innanzitutto alla storia. Come dilettante, si capisce.Permanecieron callados unos instantes. Bonomi miró a Nemesio

con simpatía.—È vero, noi abbiamo eccellenti scrittori. Ma forse non tanto

grandi como il Suo Cervantes, il Suo Calderón.—No creo que sea una cuestión de tamaño, de grandeza, sino

de afinidad. Personalmente, me siento más cercano a Sicilia que a mi propio país. Pero no sé si entiende lo que le digo.

—Sì, sì, perfettamente, affinitá intellettuale, capisco. E Lei, è mai stato in Sicilia?

—Pues no –Nemesio se quedó pensativo un momento, luego sonrió–. Aunque con cierta frecuencia voy allí con el pensamiento. Le parecerá raro, ¿verdad?

—Oh, no, per niente! Le nostre affinitá sono elettive. Senta il mio caso: io ho l’abitudine di spostarmi nel passato col pensiero. Così riesco a sfuggire ai tempi que mi tocca vivere, che non mi piacciono. È una specie di esilio volontario, come quello di Lei.

—Para mí, más que exilio, es un retorno. Aquí me siento un extraño.

—Ah, ma Lei potrà presto visitare Sicilia. Io, invece, mai potrò ritornare nel passato, neanche nel più prossimo.

El señor Bonomi pareció entristecerse.—Scusi, ma mia moglie morì tre anni fa, e non mi sono ancora

abituato.

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—Lo siento.—Non si preoccupi, non ha importanza. Rimane sempre la

possibilità di portarsi indietro col pensiero, ed è molto gratificante. Infatti, essa mi ha permesso di trovare le ossa di donna Felice e di conoscere il suo bel paese.

Nemesio miró su reloj.—Disculpe, pero no quisiera llegar tarde al Ayuntamiento.

Muchas gracias por esta conversación tan agradable.—Per favore! Grazie a Lei per la Sua cortesia e la Sua sincerità.

Ma lascimi dirLe un’altra cosa: aspetto che la Sicilia reale sia per lei tanto piacevole come quella che ha immaginato. Potrebbe restare deluso.

Nemesio no supo que contestar.Esa mañana en el ayuntamiento no se habló de otra cosa que

de la invitación hecha por los sicilianos. Se acordó unánimemente aceptarla, pero surgieron discrepancias a la hora de determinar quiénes viajarían a Sant’Agata. Zamorano sostenía que lo más correcto era enviar una comisión –de la que él, como alcalde, debería formar parte– con el mismo número de personas que la que había venido a Valdera. Sobrado, que temía verse excluido, se opuso a esa idea, y le recordó al alcalde que la invitación de los sicilianos había sido general, y por lo tanto el viaje debía estar abierto a todos los miembros de la corporación. La intervención de Sobrado fue acogida con aplausos por los demás concejales, aunque el entusiasmo se enfrió un poco cuando Zamorano dijo que estaba de acuerdo, pero que en ese caso el Ayuntamiento no podría correr con los gastos del viaje, y a cada uno le tocaría pagarse el suyo. La objeción, aunque dictada por la mala leche, era razonable. Fue estudiada con interés, y al cabo desestimada, ante la oposición del secretario, la propuesta de detraer una cantidad del presupuesto destinado a la fiesta de San Miguel. Los concejales aceptaron pagar los gastos de su bolsillo, y se fijó para el viaje la última semana de mayo, antes de que en Italia hiciese denmasiado calor. Sobrado, desplegando sus recién descubiertas dotes de organizador, se ofreció a negociar unas condiciones favorables con un conocido de Valladolid que tenía una agencia de viajes.

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La primavera había vencido finalmente al invierno, y afuera hacía un día espléndido. Nemesio aprovechó la tarde para dar un paseo por los alrededores de Valdera. De regreso se encontró con el alcalde, que volvía de echar un vistazo a sus tierras. Zamorano estaba algo molesto por el carácter multitudinario que iba a asumir el viaje. Encima, durante la comida había cometido el error de hablarle del asunto a su mujer, la cual no había tardado ni un momento en decidir que se incorporaba a la expedición; decisión que, como todas las suyas, era irrevocable y, lo que era peor, llevaría consigo indefectiblemente la incorporación al viaje de las consortes de todos los concejales.

A pesar de los inconvenientes, Zamorano se mostraba muy ilusionado con el viaje a Sicilia.

—Fíjese, Nemesio, si hasta podré visitar Catania. Me ha dicho don Manuel que la catedral está consagrada a Santa Agata.

Al doblar un recodo, muy cerca ya del pueblo, vieron a Sobrado y al intérprete, que habían salido también a pasear. Nemesio se dio cuenta con sorpresa de que venían por el camino cogidos de la mano. Al alcalde, en cambio, el detalle se le escapó: nada más percatarse de su presencia, Sobrado soltó la mano de Maurizio. Saludaron cortesmente al cruzarse con ellos. En la sonrisa del intérprete Nemesio descubrió una coqueta expresión de triunfo.

8

Ha habitado Sicilia otra raza, una tribu de hombres impíos que, desafiando a los dioses, han querido quebrantar el castigo, quebrar la piedra, romper el silencio y liberar la palabra; han querido decirles a los sicilianos que nunca han sido dioses, ni siquiera semidioses; que son, tan sólo, hombres.

Nemesio cerró el cuaderno. Era ya tarde, y al día siguiente debía levantarse antes de lo acostumbrado: el autobús los recogería a las ocho de la mañana para llevarlos a Madrid, donde tomarían el avión para Italia. Nemesio revisó el equipaje. Dudó si llevaría o no consigo alguno de sus libros. Cogió El Gatopardo, lo abrió, leyó al azar: El sueño, querido amigo, el sueño es lo que más desean los sicilianos, y siempre odiarán al que pretenda despertarlos.

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Nemesio dejó el libro y llenó la pipa. Mientras fumaba, pensaba si no tendría razón el señor Bonomi en lo que le había dicho un mes atrás: «Espero que la Sicilia real le agrade tanto como la que ha imaginado. Pudiera ser que quedara usted decepcionado». Sí, sin duda ocurriría así. Sicilia era para él un sueño. Si visitaba la Sicilia real, el sueño se desvanecería. Cuando regresara a Valdera, ya no contaría con aquel lugar al que retirarse para soñar.

Sicilia estaba en su cuarto, en sus libros. No necesitaba buscarla en otro lugar. Nemesio deshizo la maleta, y luego se acostó.

Al amanecer la plaza de Valdera estaba llena de concejales soñolientos y de familiares y amigos que habían madrugado para despedirlos. Nemesio no vio al alcalde por ninguna parte, aunque allí estaba su mujer, cuidando las maletas. Por una calle apareció el autobús, y la gente empezó a trasladar el equipaje hacia el lugar donde era previsible que aparcara.

El cura, oficioso, había abierto la iglesia a primera hora, por si alguno de los viajeros quería hacer una visita piadosa antes de salir. Cuando oyó el motor del autobús, se asomó a la plaza; con él estaba el alcalde. Zamorano se despidió del cura y se dirigió hacia el autobús. Nemesio le salió al encuentro.

—Buenos días, señor alcalde.—Buenos días, Nemesio. ¿Donde está su maleta?—Verá, es que he decidido quedarme aquí.—Pero ¿qué dice? ¿Se va a perder este viaje?—Bueno, creo que es preciso que alguien se quede a cargo del

ayuntamiento.Zamorano se debatía entre la prisa y el estupor.—Hombre, Nemesio, no me parece necesario que se quede

usted. Ya está Gutiérrez, que no es tonto del todo.—Ya, señor alcalde, pero pienso que necesitará ayuda. Además,

a mí lo de viajar no me entusiasma.—No sé, Nemesio... ¡Ya voy, coño! –Zamorano respondió a su

mujer, que lo llamaba mientras intentaba cargar ella con las maletas–. Me da pena que no venga con nosotros, pero usted sabrá... No es el único que se queda en tierra: no sé cómo se las ha arreglado Sobrado, pero su mujer tampoco viene.

Nemesio acompañó al alcalde hasta el autobús y le ayudó a cargar el equipaje. Se dieron la mano, y Nemesio le deseó un buen viaje. El alcalde subió al autobús, que partió hacia Madrid. Más allá esperaba Sicilia. También se quedaba allí, en Valdera.

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El fracaso, la derrota: tal es el precio que los escritores sicilianos, debeladores de mitos, perturbadores del silencio, han debido pagar por su pecado. En su búsqueda, moral y metafísica, denunciaron todo tipo de imposturas, históricas, sociales o políticas. Descubrieron la imposibilidad histórica de valores como la libertad, la justicia, el estado de derecho, el respeto entre los hombres. Derecho, ley, razón, no son más que tentativas fallidas que desembocan en el vacío, sin alcanzar al menos una brizna de verdad. Lúcidos, conscientes de su fracaso, los escritores sicilianos se han adentrado en el vacío y han contemplado, fascinados, la irracionalidad del universo humano. Lúcidos, conscientes, han vislumbrado en la muerte el límite de su búsqueda, la coronación de su fracaso.

Nemesio guardó el cuaderno. La tarde siguiente empezaría a escribir acerca de cada uno de aquellos escritores: Lampedusa, Pirandello, Brancati, Sciascia, Consolo, Interdonato. Tendría que leer mucho. Quizás debiera empezar a aprender italiano. Tenía mucho tiempo, todas sus tardes.

Nemesio se desvistió y se puso el pijama. Miró el reloj: a aquella hora el alcalde, Sobrado y los demás debían de estar ya en Sicilia. Pero esa era, sin duda, otra Sicilia.

No tenía sueño. Encendió el aparato de música y puso una cinta. Se tumbó a escuchar la antigua canción italiana.

Tres Xixilia, no púi;Tota tri son coronati:Re Alfonso té la dui,Citrafarum et Ultrafarum;La terc’á n lo calandari;Non se parla de la quarta,Que non se trobar en carta,E venuta de l’otro mundi *

ANTÓN GARCÍA

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LA MAR IMAXINADAPremio de Relato Corto

en lengua asturiana 1997

ANTÓN GARCÍA

Nació en Tuña, Asturies, en 1960. Llicenciáu en Filoloxía Hispánica ye'l Director d'Ediciones Trabe. Dende finales de los años setenta vien desendolcando una activa llabor como editor, estudiosu de la lliteratura asturiana y escritor. Foi miembru fundador de la Tertulia Oliver d'Uviéu.

Traduxo al asturiano obres de Carlos Drummond de Andrade, Clarice Lispector, Álvaro Cunqueiro, Eugénio de Andrade, Federico García Lorca, Carles Riba... En 1994 publicó una antoloxía divulgativa de la lliteratura en llingua asturiana, Lliteratura asturiana nel tiempu, qu'abarca dende'l sieglu XVII a los nuesos díes.

Tien publicaos los siguientes llibros de creación: de poesía Estoiru (Tuña, Llibros de Frou, 1984), Los díes repetíos (Uviéu, Alvízores Llibros, 1989) y Venti poemes (Uviéu, Trabe, 1998); de narrativa les noveles El viaxe (Uviéu, Principáu d'Asturies, 1987) y Díes de muncho (Uviéu, Principáu d'Asturies, 1998). De lliteratura infantil publicó El pelegrín valiente, traducido al castellano (Madrid, SM&B, 1993).

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LA MAR IMAXINADA

Piesllo los güeyos un momentu, dexo que la respiración pose, y entós les martiellaes van sonando más lloñe y yá soi a percibir l’arrecendor d’aquellos años, l’arume del branu que güel a yerba curao, a uves madures aviaes pa la vendimia y a trigu mayao na era de ca Xosepín, los güelpes acompasaos del menal escargando la fuercia de los paisanos enriba les espigues d’oru, la poxa que mueve l’aire, los granos que blinquen con cada güelpe, les muyeres qu’enseñen los brazos y les corves. Entós abro los güeyos y lo que tengo delantre ye la mar, un paséu inmensu, siento los coches que caminen con priesa per detrás de min, hai unos nenos que xuegan pente’l sable gritando palabres que nun son les míes, una pareya que se besa al abellu les sombrilles, vida per tolos llaos. Nes manes tengo una moneda que yá nun ye de cursu llegal y entreténgome faciéndola sonar contra una pequeña navaya de metal. Dos güelpes fuertes siguíos y ún más posáu, comu si tuviera dientru min una fragua trabayando’l metal ingriente del reconcomiu.

Esos son los güelpes que m’acompañan siempre, el ruíu de la mio vida que vien una y otra vuelta a poneme delantre de la mio culpa, delantre del nenu que yo yera hai sesenta años amuesando una fragua a aquellos homes vistíos d’azul que m’entrugaben por ella. Esta mar a mil kilómetros de casa nun ye la que yo imaxiné xunta Xuan Marcos nes tardes que pasamos xuntos na Parriella. Nada de lo que m’arrodia tien que ver comigo nin yo soi aquel rapaz desprecupao y montesín qu’entamaba a mirar el mundu. Agora soi un home solu y retiráu nuna ciudá na que pasé cásique tola vida d’emigráu, pensando volver, y onde nada tengo. Namás esos gorriones que se bañen nel polvu que l’aire atropó pa una esquina son seguramente los mesmos. Los gorriones son siempre los mesmos onde quiera qu’ún s’alcuentre, anque teas a mil kilómetros de casa, a sesenta años del mundu que yera tuyu y qu’un día, tamién pel branu, viesti con güeyos de nenu que se derrotaba y que cayía pa nun se llevantar yá más.

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Y asina vuelvo pesllalos otra vuelta y entós quiero que seya l’arrecendor del iviernu’l que venga y yá veo’l fumu saliendo peles chiminees y l’arrecendor a madera de castañal que quema nes llariegues y nes cocines, el pan lleldando enriba una mesa tapao con una manta, l’arume del café acabante facer, el samartín, Rosa que va camín del llavaderu con un calderu de ropa na cabeza, arreblagando coles madreñes pente la nieve yá duro y yá siento les martiellaes que vuelven a dar forma a la mio remolición...

Yá lo sé, aquellos años yeren miseria y fame y trabayos doblaos pa nada, pero sabíamos ser felices y el mieu qu’añeraba en nós yera a que’l mundu s’acabara, a que los ríos quemaren, a que nunca nun volviera amanecer, a que viniera Zamparrampla coles tripes na garganta. Hai tiempu volví a la Riera y nada yera comu yo lo dexara cuarenta años atrás. Nun pudi evitar dexame llorar delantre la puerta de lo que fora la mio casa, convertida entós en corte pa los gochos na parte d’abaxu, el tarrén que la mio hermana barría cincu o seis veces al día fozáu enteru y revueltu de cuchu, les paredes de piedra, onde yo imaxinara ver enllén de mieu les cares de los vieyos de la casa yá muertos, pingando mierda y nin seña de llariega, nin escanu, nin trébedes, nin gamayeres, nin nada. Quedaba, esportilláu y esfechu, el vasar que s’abría na parede del fondu. Arriba, onde dormíemos, yera un payar y nun pudi nin acolumbrar de lloñe’l requexu escuru onde dormí toles nueches de nenu y de mozu.

Nada yera comu lo que yo dexara atrás y dolióme. Pero nun foi señaldá, foi un dolor insanu, ganes de mancar. Quixera más atopar un pueblu metíu na miseria más absoluta y entós tener la sensación de que los mios años fuera valieren pa daqué, dicir, veis, yo marché, rodé pel mundu y agora vengo ver la vuesa traza amiseriada y tengo en bolsu dos duros y convídovos, pagó la pena marchar y vosotros que quedestis, qué fatos fuistis, mirái cómu vivís. Pero nun foi asina. Les cases vieyes de piedra y los horros y paneres tirárenlos pa facer cases nueves, les cais taben briaes y con aceres, había faroles y tiendes y tol mundu tenía coche y tele y les cases vieyes que naide arreglara, comu la mía, yeren payares y cortes y tol mundu, ensin movese, prosperara tanto comu yo y sentí un furacu grande na mio vida, comu’l que fai un viaxe duru y peligrosu pa visitar a dalguién y cuandu llegas entéraste de que morrió hai quince díes. Pero’l mio viaxe durara cuarenta años hasta que volví a la Riera per primer vez desque marché, y yá va pa sesenta nestos díes.

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Yo tenía quince años cumplíos d’apocá cuandu entamó la guerra. En casa andábemos tan ocupaos col buizu diariu que les coses del espíritu quedaben siempre al llau. La nuesa esmolición de tolos díes yera llograr un bocáu pa mañana y naide s’ocupaba de política nin de relixón, anque cumplíemos cola misa del domingu, comu tol mundu. La nuesa casa yera probe, la más probe del pueblu. Desque cumplí los ochu años pasaba la mayor parte l’añu en monte, llindiando les poques y ruines oveyes de casa, llibre comu un esguil y amontesáu comu un furón, ensin pisar más escuela que dalgún día d’iviernu, de los qu’entá güei guardo alcordanza del mieu que me daben aquel maestrón, la vara d’ablanu d’aporrillar conciencies, comu dicía elli, los pocos llibros que víemos y les lletres, esos signos estraños. En casa vivíemos mio pá, que se llamaba Rafel y yera vieyu yá cuandu yo nací, la mio hermana Rosa y yo. Mio ma morriera d’un andanciu de gripe en 1929 y malapenes guardo otra alcordanza d’ella que la d’entevela fría y blanca enriba’l xergón y depués en cementeriu, na furaca, cuandu les primeres palaes de tierra entamaron cayer enriba la sábana de llinu que la involubraba (nengún probe s’enterraba con caxa) y sentí na mio mesma carne’l dolor de la tierra que s’afrellaba na d’ella, yá muerta. La que llevaba’l gobiernu de la casa yera Rosa, cincu años mayor que yo. Pero teníemos tres hermanos más pel mundu: Falín emigrara a primeros de sieglu pa Bonos Aires y había venti años que naide tenía noticies d’elli; Viriano rodaba per España, y pel tiempu en que morriera ma sabíemos que taba en Barcelona trabayando na obra del Metro. D’Hilaria nunca se falaba en casa. A vegaes pá, borrachu comu un bocói, refiértaba-y a Rosa que yera una puta igual que la hermana y que yá podía marchar de casa cuandu quixera, que nun facía falta pa nada. Dacuandu Rosa lloraba, pero la mayor parte les veces callaba y yá nun volvía falanos hasta dos o tres díes más tarde.

Nun guardo memoria precisa de los primeros díes de la guerra. La verdá ye que tolos díes de 1936 dalguién llegaba comentando noticies de muertos y d’asesinatos, qu’añeranben na alma de los más comprometíos según foran del bandu los muertos o del de los asesinos. Na Riera tamién había xente con idees, pero la política nun paecía que marcara la vida y los facistes convivíen día a día colos comunistes ensin qu’importara otra cosa que’l llabor del ganáu y de les tierres, l’entendimientu ente vecinos. Cuandu llegó, comu un buréu lloñanu, qu’unos militares africanistes se llevantaren contra’l gobiernu... ¿quién diba pensar qu’entamaba una guerra pa tres años que diba cambiar la nuesa vida arrayente?

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Yo naquel tiempu andaba ocupáu n’otres coses, en nada si tengo que dicir la verdá. Nin les poques hores que mio pá yera a tar cuerdu, nin el sufrimientu calláu y resignáu de la mio hermana yeren a llevar camín de mio. Pá yera un home bonaz y pacigu que gastaba en vinu lo poco qu’entraba en casa y con ello alimentaba la vieyera y diba tirando. Yera goxeru, l’oficiu que quería deprendeme a min, pero namás trabayaba pa cobrar, bebía hasta gastalo too, y llueu volvía otra vuelta a les vanielles y a texer goxes hasta tener de nuevu con qué pagar la bebida. Rosa yera la muyer más desgraciada que conocí na vida. Nun sabía dicir que non. Pero nin tan siquiera tenía la picardía de cobrar los munchos favores que facía a los homes del pueblu, que-y pagaben col so despreciu y faciendo la risión d’ella. Asina que yo diba criándome montesín, arriba en monte, col ganáu, inventando mundos imaxinarios que yeren xustamente iguales al únicu mundu que conocía, el del mio pueblu, del que nunca saliera.

Cuandu nun taba en monte nin los momentos de lucidez de mio pá m’obligaben a dir a escuela corría a meteme na fragua del Ferrerín y ellí principiaba un mundu nuevu de sensaciones que nun yera a desplicar: aquel golor a metal ingriente, el ruíu acompasáu del martiellu que yera siempre de dos güelpes fuertes en fierru y ún más suave na incla, el ruxir del fueu, Xuan Marcos qu’echaba una tonada o xiplaba una romanza, dalguna caballería atada a la entrada de la ferrería esperando pa que la ferraren... too yera estraordinario y yo teníame por pinche de ferreru y allí taba dando al barquín en cuantes facía falta revilvar el fueu, acarretando agua cola ferrada pa que’l pilón tuviera siempre enllenu, tenía del machu si había que lu ferrar. A lo primero llevárame ellí namás la curiosidá, pero pasu ente pasu aquello diba convirtiéndose na mio casa y el ferrerín alimentaba la mio ilusión, al meyor porque-y venía bien daqué d’ayuda, o porque topaba en min el fíu que nun tenía. Xuan Marcos viniera casar pa la Riera dende Villar de Sapos y fixéralo con Pepa, la hermana de Pepe Pruyu, el del Café Casinu. Nun tuvieren fíos. Pa dalguién que baxara del monte con una mano delantre y otra detrás casar cola hermana de Pepe yera ameyorar abondu, pero tenía la penitencia en casa: Pepa yera una muyer sabichega y llinguatera, mui aparente pa llevar la tabierna que teníen tamién cabo casa, pero difícil d’aguantar.

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Tolo que’l Ferrerín tenía d’home calláu teníalo ella de talandoriu, pero nun yeren mala xente. Hai quien dixo depués que la culpa de too la tuviera Pepa, que falaba siempre al sabor de la boca y a la que tanto-y prestaba la política, tol día falando d’«El Rousu», que yera’l so políticu más queríu, pa referise a Lerroux. Pero yo sé qu’ella nun tuvo culpa. Bien sé yo de quien yera la culpa. Ella namás yera una muyer inorante, comu lo yéramos la mayoría, una muyer que nun podía tar callada y que cuandu nun tenía con quien falar (quiero dicir, cuandu nun había naide pa que la escuchara) falaba sola o pasaba’l día de parola col gochu o cola gocha que cebaben en casa pa matar. Siempre había ún y toos se llamaben «Pricos», y asegún mataben un «Pricos» nel samartín yá teníen otru «Pricos» y vuelta col nuevu a dar la parpayuela. Pero yo sé qu’ella nun tuvo culpa nenguna de lo que pasó.

Xuan Marcos aguantaba aquel buréu per casa comu si nun lo hubiera, y niuna vez lu vi torcer el focicu o quexase. Y eso qu’elli facía les coses calláu, espacín, pasu ente pasu, comu si cada movimientu lu pensara un poco enantes de facelu. Dicía que nun tenía priesa pa nada, ¿quién esperaba por elli depués? Si lo pienso, tendría d’aquella unos cincuenta años. Yera pequeñu y trabáu, fuerte, afechu al trabayu duru y la piel teníala anegratada, comu si la hubiere curtíu nel fogón. La so vida yera la fragua y una tierra que tenía en Villaxán, na otra vera’l ríu, xunta la cabana de la Parriella. Una tierra que yera de la dote de Pepa.

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Tampocu nun sé cómu fuimos faciéndonos l’ún al otru. Guardo alcordanza de que de bien nenu yá aguantaba yo a facer les coses pa sacar una ratáu y echalu na ferrería. A midida que medraba y en casa nun yeren pa comigo tenía más vagar pa echar ellí y comu’l trabayu me prestaba y lu facía con xeitu nun estorbaba a Xuan. Al contrariu, aquel home de poques palabres fora garrándome’l cariñu que da’l tratu y yá nun se limitaba a dexame enredar, deprendíame l’oficiu, falábame del mundu, dábame conseyos pa la vida, corríame la galga y ríase de la mio inorancia y de les mios ganes de saber. A vegaes dábame una perrina o convidábame a una puchera na tabierna la muyer, o a un platu de comida mientres sentíamos referver a Pepa que’l que da pan a perru ayenu pierde pan y pierde perru, pero poníame la comida y les meyores tayaes; a fin de cuentes mio pá yera ún de los meyores veceros que tenía y tampocu pasaba nada por facer un poco gastu col fíu. Un día Xuan echó mano al bolsu y sacó una pequeña navaya enteramente nueva, una navaya relluciente que s’entretuviera en facer les últimes selmanes nos rataos que yo nun taba na fragua. Yera pa min, el regalu más guapu que me fixeron nunca. Tamién guardo especial alcordanza del primer día que fuimos xuntos hasta la Parriella y depués siguí diendo a escargatar esto y aquello, un poco a furtadielles de los de mio casa, porque sabía bien que nun diba lleva-yos el papu que trabayara les tierres de quien nun me mantenía, mientres les nueses, aquel corripu de güertu delantre casa y la güerta la Reguera, camín yá del Fuyacal, nun daben nin meruxa porque naide s’averaba a elles. Ye verdá que yo acompañaba a Xuan non pol trabayu, sinón por tar cabo d’elli y por sentilu dicir de les coses del mundu que sabía. En realidá, porque yera la única persona nesti mundu que me facía casu.

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Foi la poca escuela que tuvi na mio vida. Deprendióme los nomes de les plantes y los remedios que se podíen sacar d’elles. Tamién sabía sanar los animales y dalgunes coses de la xente, sabía sinfinidá de cuentos y xácares y romances y conocía ce por be la vida de tola xente del pueblu y de la redolada. Siempre taba encamentándome que fora a escuela, que deprendiera a ller y escribir. Dicía qu’un home pa defendese pela vida tien que saber daqué más que curiar oveyes o facer goxes. Pero yo, que papaba cuantu me dicía cola boca abierta, nun tenía’l más mínimu interés n’escuchar estos conseyos. Pa lo que yo atendía yera pa lo que me contaba de que la so ilusión yera conocer dalgún día la mar, averase a Cadavéu y mirala dende un sitiu que dicíen la Garita. Sabía cómu yera polos santos de los llibros, pero cuntábame que nun quedría morrer namás imaxinándola grande comu una campa grande y llana, más grande que tolos praos y tierres de la nuesa parroquia xuntos, y los de les parroquies d’alredor y los de tol conceyu y los de los conceyos que podíemos nomar y tovía la mar yera más grande. Tolos praos llanos y anubiertos d’agua. Dende la solombra fresca de la Parriella yo miré pa les peñes d’arriba Santamarta, lo más alloñao que se vía dende onde tábemos, y pensé que nun podía haber nada tan grande y tan llano y tan cubierto d’agua, porque tenía que s’ arramar irremediablemente pa dalgún llau y entós yá nun lo anubría too.

Asina yera la mio vida cuandu españó la guerra, despreocupada, inorante y suelta. De sópitu l’orde establecíu, el mundu de los mayores, empezó a esboroñase mui aduces y argayó a la fin con gran estrueldu de tiros y bombes peles caleyes del pueblu. Lo primero que notemos foi que desapecieren el cura y el maestru. Un día dexaron de dir, comu facíen cada tardiquina, a echar la partida al Café Casinu, onde-yos prestaba xugar de compañeros, y asina foi comu nos enteramos de qu’a don Miguel el cura lu buscaben los roxos y a don Ramón el maestru los facistes. Depués los más mozos vimos cómu los mayores se guardaben en casa, amedranaos, y aprovechemos el mieu ayenu p’anduliar per dayundes y facenos coles coses que más nos prestaben, les bicicletes lo primero, los aperios, ferramientes y hasta comida. Lo que duró aquello tengo que dicir que foi un tiempu feliz.

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Pero nun duró muncho. La guerra aportó al pueblu a mediaos d’agostu. Yeren díes de calor a plombu y la xente aprovechaba pa pañar en silenciu la última yerba, un poco atrasada por cuenta la primavera seca y l’agua de xunu. Pelos praos de les Culebrines había xente trabayando pa los de ca l’Argayu, yo ente más, cuandu sintiemos runfar el motor d’un coche carretera p’acá, escontra nós. Pol ruíu sabíemos que venía dende la Ponte la Riera y un coche yera dalgo tan raro que toos dexamos de trabayar pa velu pasar meyor. Pol ruíu yera grande. Cásique tol mundu dexó en suelu l’arabía y arimóse al ríu, pa velu meyor. Pela cuesta’l Rayu, ente los humeros y los ablanales, aprució una camioneta pintada de negru que caminaba mui espaciu, marcha atrás, llevantando una gran polvoreda, cargada con seis o siete paisanos que llevaben los fusiles a l’altura la cara, aviaos pa disparar. En cuantes nos vieron al otru llau del ríu, ensin mediar una palabra nin un xestu, abrieron fueu y namás tuvimos tiempu a echanos al suelu y restrexar per elli hasta guardanos nes preses. Dende ellí podíamos ver cómu refundiaben les bales perriba nós y cómu estiellaben los ablanales del sucu.

Llegara la guerra. Los de la camioneta dieron un paséu pel pueblu disparando per tolos llaos y marcharon depués d’una hora llarga igual que vinieren, disparando. Faltóme tiempu pa dir corriendo ver a Xuan Marcos, tresalecíu. Topélu con mal fustaxe, más calláu que d’avezu. Yo nun abocanaba falando de los tiros, de la camioneta, d’aquellos homes que nunca supiemos si yeren republicanos o facistes. Comu nun dicía nada terminé preguntándo-y qué-y paecía. Calló un ratín y depués, parando no que taba faciendo, miró pa min, llimpió’l sudor que tenía na frente, y dixo qu’aquellos paisanos entraren marcha atrás porque teníen mieu, y disparaben porque teníen mieu y que tol mundu tenía mieu y que comu’l mieu lo que fai ye llamar a más mieu, nesta guerra diba haber munchos muertos enantes de que terminara.

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Y tenía razón. En pocos díes vimos cómu la guerra entraba y salía pel nuesu pueblu una y otra vuelta. El frente, una palabra que yo nunca sintiera hasta esa y que depués oyí machaconamente cada día de los tres años siguientes, pasaba xustamente pela Riera. L’altu Reigada yera un puntu estratéxicu pa controlar tolos movimientos nun radiu de cuarenta kilómetros y los dos exércitos s’empeñaron en matase por aquel ermu onde más d’una vez yo tuviera curiando la reciella. La Riera ta xusto al pie de Reigada y los d’un bandu y los d’otru entreteníense, según quien tomara la posición, en disparar contra’l pueblu. Pero l’altu Reigada ta mui altu y les bales llegaben al pueblu manses y blandes, y sentíemosles xiplar de la que baxaben y rebotar contra les piedres del camín comu cuandu una caballería pierde al trote una ferradura. Un día decatámonos de que los facistes, que yeren yá los nacionales, tomaron el pueblu, traxeron xente asgaya y al escurecerín salieron monte arriba y tola nueche sentimos los tiros y les bombes y los gritos y el golor del fueu y de la carne que quema. Pela mañana, cuandu se fexo un silenciu qu’entá daba más llerza que’l ruíu de la guerra, baxaron al pueblu, requisaron tolos carros qu’había y cuandu los volvieron díes más tarde tovía pingaba d’ellos el sangre de los muertos y los feríos que-yos costara ganar aquella posición de Reigada, que yá nun dexaron más.

La guerra, en realidá, acabara pa nós, y yá nun volvimos saber d’ella más que polos que taben en dalgún de los frentes abiertos, rapazos del pueblu que lluchaben cola República, xente que cayera del llau de los nacionales. Pero lo qu’entamó depués foi tovía pior, porque la muerte nun venía vistida de guerra sinón nuna camioneta y nun avisaba nin respetaba edá o condición. Nun duró munchos díes, namás hasta que s’organizó’l mandu y dexaron d’actuar por cuenta d’ellos y yá nun volvieron pasiar xente. Pero naide volvió trayer los que se llevaron. Lo primero qu’empezó a ruxise yera qu’en dalgunos pueblos de la redolada la checa fora buscar a fulanu o a menganu, pero yeren noticies confuses y rares y munchos nun-yos facíen casu. Por eso, cuandu vi parar delantre mio casa la camioneta pintada de verde escuro y baxar d’ella aquellos paisanos de camisa azul y alparagates, coles armes montaes, tenía que saber lo qu’anunciaben.

—Rapaz, ¿ónde vive’l Ferrerín?

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Yo miré tres de min instintivamente, pero tres de min namás había unos gorriones bañándose nel polvu del camín. Taba solu, yera una pregunta pa min. Podía callar o dicir que nun sabía o poneme a llorar o tirame en suelu o planta-yos cara, pero nun fixi nada d’eso. Ensin ser a quitar la vista del cañón d’aquelles armes llevanté la mano señalando pa la fragua de Xuan Marcos y dixi ensin pensar:

—Aquella, señor.Tiróme una moneda que cayó al suelu faciendo’l mesmu ruíu

que les bales blandes que cayíen de Reigada, gritó ¡arriba España!, y aquel tropel d’homes montó na camioneta y arrancaron dexando una nube de polvu alredor de min, una nube de polvu qu’entá güei, sesenta años depués, tovía tengo. Siguílos cola vista ensin ser a moveme d’onde taba. Namás sentía un runfar dientru la cabeza, un dolor agudu nes vidayes y sede, muncha sede, tola sede del mundu. Vilos llegar delantre la ferrería, pararon, baxaron de la camioneta y entraron pa dientru con xestos cásique automáticos, seguros de lo que facíen, coles armes na mano. Salieron llueu con Xuan a rastres que sangraba pel focicu y tiráronlu pa la caxa del camión, igual que se carga un sacu de cebera, ensin miramientu. Vi a Pepa apaecer pela escalera y dende la distancia pudi acolumbrar na so cara’l terror absolutu del que tien la muerte delantre y el coraxe abondu pa enfrentase a aquel destín. Entamó a dar grandes vozaes, llamábalos asesinos, qué vais facer col mio home, ¡ai que te mataron!, pero yo nun la oyía, yo siguía col runfíu metíu endientru lacabeza y namás yera a mirar, vía cómu ún d’aquellos solmenaba una patada a Pepa y la baltaba en suelu y cómu ella se retorcía de dolor y aquel home echaba l’arma a la cara, pero nun disparó.

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Entós salí corriendo y noté una mano que facía por garrame, ¡nun vayas, nun vayas! y yera la mio hermana qu’intentaba reteneme, pero saféme y siguí a caña tendida, blinqué perriba la muria y trevesé la Corrada a grandes reblagos mientres vía al tresvel de les llárimes cómu diben montando toos na camioneta y cómu se ponía en marcha aquel carru de la muerte. Corrí cuantu pudi ensin reparar per onde pasaba, salté güertes y praos y muries y llegué ensin una gota aliendu a xunta ca Marica cuandu yá la camioneta baxaba la cuesta del prau Pachu y tovía pudi echar una última güeyada al cuerpu de Xuan Marcos que botaba por mor de les piedres y de les trancaes del camín tiráu na caxa, arrodiáu de les alparagates amiseraes de la checa, y vi cómu enfilaben la curva del Pradón y se perdíen de la mio vista y yo perdía yá pa siempre aquel paisanu bonu, el mio amigu, y quedaba solu, desamparadamente solu, paráu en mediu del camín, quietu delantre la mio vida.

Sé que de nada valdría que yo nun-yos dixera cuála yera la casa del ferrerín, que diben dar con ella de toes formes, pero carreté tola vida esi sentimientu de culpa, esi sabor amargu de la traición y voi siguir con ello hasta que venga por min aquella camioneta de la muerte. Andando’l tiempu súpose que la checa llevó a Xuan a la villa y que na parte d’arriba del Café Cervantes teníen el cuartel aquellos malnacíos. Mayaron nelli hasta que se fartucaron, entrugándo-y polos contautos, polos nomes, poles cédules... Al amanecerín del día siguiente yá lu sacaron camín de San Roque. Diba con un rapazón de Navelgas y col maestru de Trevías, un valencianu, al paecer. Salieron na mesma camioneta que baxara a la Riera. Nun los mataron na parede del cementeriu San Roque, comu fixeren los díes d’atrás, porque la xente bien de la villa quexábase del ruíu que facíen aquelles descargues a hores tan tempranes. Siguieron camín alantre, hasta’l picu Montoutu, onde nos díes abiertos del branu y de la seronda pue vese la mar de ˆ¬uarca allá alantrones, y préstame pensar qu’a Xuan tovía-y quedara un resquildu d’aliendu pa mirar l’azul llanera de la mar que tantes vegaes imaxinara. Morrió contra una de les paredes de la cabana Catalina y pellí ha tar tovía enterráu.

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Güei, sesenta años más tarde, equí sentáu mirando pa la mar Mediterrania, tengo na mano la moneda qu’aquel home tiró pa min al suelu y la pequeña navaya que Xuan Marcos me regalara. Una seña de la traición y otra d’amistá. Naide nunca m’echó en cara la muerte d’aquel paisanu al que yo tanto quería. Pero sé que la más pequena dulda pela mio parte, el silenciu, sobreponeme al mieu que sentí delantre d’aquellos homes vistíos con camisa azul abondaríen pa que la vida del Ferrerín nun terminara tan de sutaque, tan violentamente. Foi un error, un enquivocu llamentable. Aquellos homes nin tan siquiera llegaren a la Riera a por Xuan Marcos, aquel paisanu pequenu que yera ferreru y al que llamábemos Ferrerín. Buscaben a Anxelu, un rapaz comprometíu coles isquierdes y cola república al que pelos pueblos de la redolada llamaben el ferrerín, el fíu del ferreru de ca Matute, la otra fragua del pueblu.

ÁNGEL ZAPATA

SÍ, CARIÑO

Premio de Relato Corto

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en lengua castellana 1998

ÁNGEL ZAPATA

Nació

SÍ, CARIÑO

Para Chus

A Norberto Bayón le gustaban las películas de pistoleros, pero no esas películas de pistoleros que transcurren en paisajes tórridos y desolados (con pueblos de madera y mucho viento por los que nunca se pasea nadie y en cuya calle principal pueden verse rodando unos matojos huérfanos); sino más bien esas otras películas de pistoleros que tienen al fondo montañas con nieve, y las calles del pueblo están llenas de gente muy hacendosa y abrigada, y salen tramperos, y hombres con pasado que llevan en la cabeza unos gorros peludos con cola de mapache, y huraños y tenaces buscadores de oro.

—Así, a primera vista –le explicaba Norberto a su novia-, las dos podrían tomarse por películas de pistoleros sin más ¡pero qué diferencia de unas a otras, Rosita!

—Sí, cariño –le decía ella.Además de las películas de pistoleros que tienen al fondo

montañas con nieve, a Norberto Bayón le gustaban las fresas, las cajas de los limpiabotas, la palabra «alcorque», el suburbano, y mediar en las peleas de perros.

—Ten cuidado, no pises un alcorque y vayas a caerte– le advertía Norberto a Rosita cuando paseaban cogidos del brazo por la Ronda de Atocha.

—Sí, cariño– le contestaba ella.Y otras veces también le decía:

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—¿Tú te has dado cuenta de que un limpiabotas tiene ahí, a mano, ordenadas en su caja, todas las herramientas que necesita? ¡Quién puede decir lo mismo, corazón! A ti, cuando estás trabajando en la fábrica de bolsos ¿no te falta a veces una bobina de hilo rojo, o de hilo verde, o de hilo azul marino, y entonces tienes que levantarte de la máquina y pedírsela al encargado, que un día te la va a dar de mil amores y otro día de un humor de perros?

—Sí, cariño– le contestaba ella.Y algunas tardes le decía también:—Para mediar en una pelea de perros, Rosita, lo más

importante es tomar partido, fíjate. Tomar partido desde el principio, no necesariamente por el más débil, y además sin que te tiemble el pulso: con mucha sangre fría y mucho dominio de la situación. Hay ciertos trances en la vida, y conste que te hablo por experiencia, en que los buenos sentimientos son un peligro.

—Sí, cariño– le contestaba ella.Rosita y Norberto eran novios desde hacía dos años, el mismo

tiempo que ella llevaba trabajando en el taller de bolsos. Todas las tardes, un poco después de las ocho y media, Norberto recogía a Rosita en un portalón de la calle Méndez Álvaro, donde estaba el taller. Luego andaban sin prisas y cogidos del brazo por la Ronda de Atocha; y antes de llegar a la Glorieta de Embajadores Norberto se imponía cada tarde a los remilgos de su novia, y los dos se sentaban en la única mesa de un bar destartalado, con olor a cisterna y serrín por el suelo, donde tomaban un café con churros.

—¿Es acaso un lujo este café que nos tomamos? –le preguntaba él algunas veces–; pues yo diría que no, Rosita; como tampoco lo es que cuando llega un sábado o un domingo tengamos el capricho de darnos un paseo en el suburbano (que al cruzar por la Casa de Campo te hace el mismo efecto que si fueras en tren); o que entremos sin más en un cine –¡fuera miserias!–, a ver una película de pistoleros de las que a mí me gustan, que tú ya sabes cuáles son,o una película de amor, de las que te gustan a ti. Estas cosas, corazón mío, son las pequeñas satisfacciones que a veces tiene la vida, y si también hay que privarse de ellas por el afán de ahorrar y venga a ahorrar, pues entonces apaga y vámonos.

—Sí, cariño– le contestaba ella.

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Con muchos sacrificios, Rosita y Norberto habían ahorrado doscientasmil pesetas –casi la mitad de la entrada del piso– en aquellos dos años que llevaban de novios. Los dos se querían mucho, aunque sin grandes aspavientos; y eran felices con una felicidad pobre, hecha de tardes de extrarradio, besos hurtados en la oscuridad del cine, un kilo y cuarto de fresones el día que Norberto cumplía años, medias sin costura para el paseo de los domingos, y un café y unos churros para los días de entre semana:

—Hoy los churros están correosos– decía Norberto alguna tarde.—Sí, cariño–- le contestaba ella.Un solo día la felicidad de Norberto y Rosita estuvo a punto de

zozobrar; y fue al final de su segundo año, una tarde infausta del mes de octubre en que Rosita sacó los pies del tiesto y desistió de darle la razón. Lo hizo sin previo aviso. Desde unos meses antes, Norberto Bayón andaba con la golosina de cambiar de empleo. Hasta aquel momento siempre había trabajado como dependiente en una droguería de la calle Delicias, y al final del verano –por medio de un íntimo amigo– le ofrecieron un puesto, con sueldo fijo y comisiones, como representante de aceitunas sin hueso.

—Desde luego, tendré que viajar– le dijo a su novia aquella tarde–; y en tren, seguramente. Pero las aceitunas sin hueso son el futuro, y no es que yo sea un visionario, Rosita. ¿A qué tiende la vida de hoy? Pues en seguida te lo digo: la vida tiende a la comodidad. Quien más quien menos, hoy todos aspiramos a que nos den la vida hecha, y a quitarnos de preocupaciones. Toma, prueba una aceituna.

Estaban sentados en la mesa de siempre, en el bar triste de Embajadores. Norberto había sacado del bolsillo derecho del gabán un tarro muy pequeño con aceitunas negras, y le ofreció una a su novia. Rosita se la quitó de entre los dedos, la mordió con desgana (tenía todavía una miga de churro pegada al carmín de la boca); y así siguió, mordisqueando la aceituna, hasta el mismo momento en que el novio exclamó con un gesto triunfal:

—¡Y ahora... qué!—¿Qué de qué? –preguntó ella.—Sí: que ahora qué haces con el hueso.—¡Anda! Pues tirarlo; qué voy a hacer. No querrás que lo monte

en una sortija.

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—Ya. Pero tirarlo... dónde. Porque tú ten en cuenta que es un hueso chupado, Rosita. ¿Vas a dejarlo aquí, a la vista de todos, en el plato de los churros? ¿Vas a tirarlo disimuladamente debajo de la mesa? ¿O vas a hacer igual que si estuvieras en un sitio de los de mucha etiqueta, y te lo vas a guardar en un bolsillo de la blusa cuando nadie te mire?

—Pues yo qué sé, cariño. Ya veré lo que hago ¿no?—¡Ahí lo tienes, Rosita! Un hueso, un simple hueso de aceituna,

le puede complicar a uno las cosas hasta extremos insospechados, y quitarle el sabor a la vida. Lo has visto por ti misma. Ahora haz lo que te digo, venga, y prueba una aceituna de estas otras.

Norberto metió la mano en el bolsillo izquierdo de su gabán y sacó otro tarrito, esta vez de aceitunas sin hueso. Era un lunes lluvioso, y el bar de Embajadores estaba vacío y más triste que nunca. El camarero –un anciano muy blanco y con ojillos de ratón– pasaba un trapo sucio por los cromados de la cafetera mientras oía en la radio los resultados de la Liga. Rosita cogió el tarro de aceitunas que le ofrecía Norberto, y lo dejó en la mesa, sin abrirlo, justo al lado del servilletero.

—Norberto ¿tú estás seguro de que me quieres? –le dijo.—Pero Rosita ¡a qué viene eso ahora, corazón mío!—Pues viene a lo que viene, cariño; porque a mí me da igual

qué clase de películas de pistoleros te gusten menos o te gusten más, y ni sé ni me importa qué cantidad de cachivaches puede guardar un limpiabotas en su caja; no me preocupa lo más mínimo que los perros se maten a bocados en mitad de la calle, y si hay que pasarse toda una santa tarde de domingo dando vueltas en el suburbano, como dos lelos, pues se pasa y ya está: ojalá fuera todo eso lo malo.

—No te conozco, Rosita –la interrumpió Norberto con amargura.—Pues ya es hora de que me conozcas –le dijo ella–; porque

igual que un limpiabotas con su caja, tú tienes en la vida todas las cosas imprescindibles, Norberto: tienes tu empleo en la droguería; que es seguro, y mal que bien, te da para vivir; tienes esas bobadas que te llenan la cabeza todo el día, y lo más importante: me tienes a mí, que soy tu futuro, y no esta tontería que ahora te ha entrado de andar por el mundo de Dios como un perro sin amo, vendiéndole a la gente aceitunas sin hueso. Si uno se come una aceituna, cariño, ya lleva por adelantado que tiene que aguantarse con el hueso, y hasta andarse con ojo, diría yo, para que no se le atragante. Las cosas son así. Otra cosa distinta es que tú hayas cambiado de opinión, y ya no sepas si me quieres. Porque eso es lo que dudo, Norberto: ¿tú estás seguro de que me quieres?

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Sobre la puerta del bar, un reloj con el emblema de Cinzano marcaba las nueve y media. Había dejado de llover, y fue en aquel momento de zozobra (una tarde del final de octubre cuando apenas llevaban dos años de novios), que Norberto se quedó mirando la miga de churro que aún tenía Rosita pegada al carmín de los labios, y en cuestión de un minuto le dio tiempo a pensar en muchísimas cosas. Pensó con ternura en los domingos con Rosita, en su trabajo en el taller de bolsos, en los paseos en el suburbano, en el tren, en los trenes; pensó en el sonido leñoso y hueco de la palabra «alcorque»; se imaginó a sí mismo, ya para siempre, detrás del mostrador tórrido y desolado de «Droguerías Delicias», y entonces notó como nunca en la vida no sólo ya el peligro, sino incluso la fatalidad que son los buenos sentimientos.

—¿Tú me quieres, Norberto?– oyó que insistía Rosita.Y en aquel mismo instante habría deseado ser un cínico, o un

tahúr de Dakota del Norte que saca del bolsillo sus naipes marcados en un salón con pianola y un fondo de carretas y montañas con nieve; pero sólo podía ser él mismo, Norberto Bayón, de modo que apartó con sangre fría los tarros de las aceitunas, cogió el servilletero, sacó una hoja, la dobló en forma de pañuelo, y acercando su mano a la cara de Rosita le limpió de la boca la miga de churro, a la vez que respondía con voz queda:

—Sí, cariño.

MIGUEL ROJO

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LA PONTEPremio de Relato Corto

en lengua asturiana 1998

MIGUEL ROJO

Nació en Zarracín, Tinéu, en 1957. Ye Doctor en Bioloxía y profesor d'institutu. Escritor n'asturianu y castellán, tien publicaes les siguientes obres: násturianu les noveles Asina somos Nós (Premiu Xosefa de Xovellanos, Uviéu, Principáu d'Asturies, 1988) y Histories d'un seductor (memories d'un babayu) (Premiu Trabe, Uviéu, Trabe, 1993); dos llibros de cuentos, Tines una tristura nos güeyos que me fai mal (Xixón, Llibros del Pexe, 1989) n'asturianu y Historias del más acá (Uviéu, Trabe, 1999) en castellán. De poesía, n'asturianu, publicó Buscador d'estrellas (Premiu «Fernán-Coronas», Mieres, Norte, 1996). A finales de 1999 publicó una escueya de lo más representativu de la so obra, Prosa ya versu (Xixón, Atenéu Obreru).

LA PONTE

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Al salir del monte El Molín, la sienda qu’hasta entós baxa ente castañales ya rebollos tóupase colo que grandonamente llamamos ríu Ferroiru, ya que nun ía más qu’un regueiru que, si bien ía verdá que nu iviernu pode traer abonda augua, en cuantu arimamos a la calor, el tal ríu queda mermáu a un filín ruin ya galbanosu fácilmente cruciable en pisando las tres llábanas yantadas pa tal fin nu mediu la riega. Pero nos meses más fríos nos que’l cielu paez querer rompese por tolas costuras, a la xente nun-y queda más remediu que garrar la ponte pa salvar las entoncias gafas ya arremolinadas auguas que pasan baxu l’arcu piedra, allí llevantáu dende Dios sabe cuándu. A esta ponte nunca naide la llama pol nome que seguramente alguna vez tovo; pa nós ía simplemente «La Ponte», ya sólo cuando dalgún foriatu nun entiende, lo más que llegamos dicir ía «La POnte’l ríu Ferroiru». Paez como si pol fechu mesmu de nun da-y nome la fixéramos menos existente o real, encoyéndo-y la so presencia al pasu obligáu ya apresuráu nos meses de crecida, nos que, si bien ía verdá que nos resulta imprescindible, non por eso ía más querida.

Ya ía que tol mundu sabe que nesta ponte, durante la guerra, socedieron cousas realmente difíciles de creyer si nun fuera porque hobo testigos. Como más tarde relatóu un vecín del pueblu, naquel amanecer del 37, cuando tornaba pa casa después de cortexar, ya tapecíu ente’l felechal, pudo ver cómo unos soldados ataban polos pías al mayestru ya a Manolón, xuniéndolos ún al outru de la caniellas pa llueu, después de da-ys de xostradas ya culatazos conos fusiles, dexalos cayer despacinamente cabeza abaxu, caún a un lláu de la ponte, las manos atadas a la espalda, hasta que las auguas-ys cubrieran el pescuezu. Ya contóu aquel vecín cómo yera braeramente espantosu l’oyilos glayar cada vez que repicaban la cabeza del agua pa tratar de respirar. Asina una ya outra vez, durante más d’una hora, pidiendo perdón ya clemencia... hasta que reventaos pol esfuerzu –primeru’l mayestru, llueu Manolón, que yera un mozu como un castiellu, dicían–, quedanon en silenciu pa siempre.

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Por eso a naide-y gusta La Ponte, ya muito menos cruciala cuando yá baxóu la nuite, pos sábese que los pantasmas d’aquellos homes campean por allí dende aquel allonxáu día. Cuentan, los que tuvieran la mala suerte de velos, que siempre s’apaecen na mesma posición: sentaos nas murias de la ponte, d’espaldas ún al outru, los pías colgando sol vacíu ya mirando clisaos pal agua que cuerre baxu ellos, tratando en baldre de vese reflexaos nu espeyu del augua, lo qu’ía, como tol mundu menos ellos paez saber, completamente imposible pos los espíritus nunca se reflexan nos espeyos. Ya cuando algún desafortunáu toca a pasar pol mediu de La Ponte, allí puede toupalos, xirando por completu la cabeza sol pescuezu pa, d’esta espantable forma, llamar pol nome de pila al caminante ya entruga-y con voz probe ya quexiquera:

«Dinos, por caridá, qué cara tenemos, que por más que nos miramos nas auguas nun somos quien a venos».

Ya’l desgraciáu qu’asina los atoupa (la cara vuelta a la espalda, una cara tan blanca ya ensin forma que paez erosionada pola corriente del augua durante sieglos), nun tien pías abondos pa salir a escape mientras oi a las sos espaldas las súplicas de los afogaos que tornan glayar:

«Nun cuerras ya dinos, por caridá, qué cara tenemos, que por más que nos miramos nas auguas nun somos quien a venos».

Asina ía que nunca naide, a nun ser que seya por necesidá, crucia por La Ponte cuando yá las solombras cain anunciando la llegada de la nueite. Ya son muitos los que prefieren moyase los pías nu ríu anantes qu’arriesgase a ver las caras de los afogaos... A nun ser que seyan tan valientes como miou pá que pasa a cualquier hora ensin preocupase de muertos nin gaitas, según diz, siempre... O como you, qu’agora, camín de La Ponte, tamién vou demostrar que soi casi tan valiente como mio pá... Pero, sobretóu, por Amparín.

Diz el meyestru qu’hai un orden divinu ya inmutable que gobierna’l mundu ya que fai, por exemplu, que siempre llueva p’abaxu, que’l sol salga tolos días pol este ya non pol norte o que dos más dos seyan cuatro ya non cinco equí ya na Conchinchina. Ya a mi paezme que ta cargáu de razón el señor mayestru cuando fala asina, anque él nun sepa que dientro esi orden hai dellas outras cousas que tamién tienen el so llugar ya abellugu ya que faen que l’universu camine como Dios manda. Cousas, por exemplu, como qu’Amparu exista ya que xustu viva nu miou pueblu ya non nos outros millones qu’hai espardíos pol mundu.

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You nun sei si Amparu ía la nena más guapa de la tierra, pero a Pachu ya a mi asina nos lo paez. Él regála-y dibuxos con caras de muyeres bien guapas que copia d’una revista de figurines que tien la sua ma, o pareyas que baillan mui arimadas baxu las qu’escribe los nomes de Franciscu ya Amparu. You, como nun dibuxo nada bien, táyo-y animales a navaya: una culuebra enroscándose alredor d’un palu, la cabeza d’un xabaril de grandes caniles o, l’últimu, un corazón con una «A» ya una «G» grabáu n’arna blanca d’una beduria.

Ya asina diba la vida, prestosa ya melguera, hasta que güei, al tornar pa la escuela, tou entamóu a cambiar de sitiu, a movese, a desendolcase ya a emburriame camín d’onde agora toi, camín de La Ponte... Porque you, hasta güei mesmo tenía abondo con saber qu’Amparu existía ya que la diba ver. El fechu de que Pachu, que yera’l miou meyor amigu, tamién-y quixera conquistar el corazón paecíame tan normal como que dos ya dos foran cuatro equí ya na Cochinchina... Ya you yera feliz como un verderón con aquellas cousas, pos si bien ía verdá que nun tenía una sola palabra d’aceptación por parte d’Amparín, tampoucu la había de rechazu, ya eso siempre dexaba, sinón la puerta abierta del tou, sí ensin trancar.

Pero esta tarde, cuando tábamos baxu l’horru de Mingón, Elvira, envidiosa de que naide-y faga casu ya que toos teamos pendientes de lo que diz o fai Amparu, babosa como un llimiagu, abrió la bouca ya echóu a pacer la llingua como quien saca una vaca a pastiar al prau, ya entrugó-y:

—Bono, Amparu, ¿tu a quién prefieres de noviu, a Pachu o a Gonzalu?

Aquella pregunta garróume tan de sorpresa que sentí la cara ponéseme encesa como si embaxu la piel alguién prendiera un fueu. Ello yera porquéi you a naide-y confesara’l mio amor por Amparu ya creyía que yera un secretu que nin siquiera la propia interesada conocía del tou bien. Penséi, además, qu’al vese Amparu enfrentada a escoyer ente pachu ya you, fairíalu por él, qu’además de ser mayor, yera muitu más guapu ya simpáticu.

Naquel silenciu que nos envolvéu baxu l’horru pidí-y a Dious que’l tiempu diera marcha atrás ya tou siguiera na mesma perfección d’anantes. Pero por desgracia, aquella pregunta aventada al aire yera imparable como esas monedas que se tiran ya sólo falta que lleguen al suelu pa saber si salen cara o cruz, si yera Pachu o yera you’l preferíu d’Amparu.

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Ya Amparín, cola so respuesta, diba dar por termináu’l tiempu d’aquellos sueños tan prestosos colos qu’ultimamente viviera, fiendo que, definitivamente, aquel orden divinu s’estrozara. Pero a Amparu, anque divertida, tamién paecía que la garrara por sorpresa aquella entruga porque mirándonos a Pachu y a mi, primeiru a unu ya llueu al outru, xuguetona, mordiéndose la llingua, sopesaba la so respuesta, ensin acabar de decidise.

A nun ser nós dos, Pachu ya you, que, gachos, malpenes si llevantábemos los güeyos del suelu, tolos outros, con Elvira a la cabeza, festexaban ya glayaban esixendo una rápida decisión. Al fin, Amparu paeció tomala porque mandó callar, ya cola voz empapizada pola risa, como si esfrutara col nuesu sufrimientu, entamóu a dicir:

—La verdá ía que nun sei mui bien por cuál decidime –ya espurrió las manos pa pidir silenciu polos nuevos glayíos de protesta que se llevantaron del corru–, porque los dos son mui guapos ya amables conmigu... Asina que nun sei cuál escoyer...

Pa mi, aquel empate amorosiegu nu corazón d’Amparín yera yá tou un trunfu ya bastábame pa siguir pensando que’l mundu tovía xiraba dientru esi orden que fai que tou seya guapu. Por eso yera que taba deseyando poder llevantame ya correr pa casa a saborguiar nu silenciu del mio cuartu, a soulas conmigu mesmu, el melgueru sabor a éxitu.

Pero nun paecían pensar de la mesma manera los outros qu’entamanon a protestar enforma, ya tamién Pachu, qu’al fin llevantóu la voz, humilláu de qu’un caiganas como you, muitu más pequenu qu’él-y pudiera fer sulombra:

—¡Eso nun val! –glayóu–. ¡Eso nun val! Tienes qu’escoyer a ún de los dos.

—Ía asina –dixo, mui seria Elvira, en poniendo cara vieya. Las muyeres cuando tienen dos pretendientes han de decidir rápidamente pa evitar qu’estos se maten por ella.

Aquella nueva ideya d’engarrame con Pachu hasta llegar a la muerte púnxouseme na bouca igual que si comiera tierra, pegándouseme la llingua al cielu la boca, como cuando se m’atragantaba la hostia al comulgar ya paecía que pa siempre allí me diba quedar pegada... Asina que you, ante la ideya de tener que sutripame hasta morrer, tamién acabéi implorando a Amparu que dixera cuál prefería.

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P’Amparu aquello paecía ser un xuegu divertíu nu que se sentía mui a gustu, pos llevantando aquellos güeyos onde a mi siempre me paecía que quedara un trozu de cielu d’esos que vienen col branu cuando nun hai una sola nube ya tou ía azul hasta marease, , puxéronse suavemente primeru en Pachu ya llueu en mi, sopesando la so respuesta, abarcándonos ya furando dientro nós con una mirada que por un momentu recordóume a la de miou pá cuando na última feria dudaba ente dos vacas que mercar ya mirábalas por riba ya por baxu, dientru la bouca ya dientro’l culu, pa nun equivocase cola decisión, como agora paecía tar fiendo Amparu, qu’al fin, sacando la llingua ya moyando los llabios, como si se rellambiera de gustu colas palabras que yá tenía en medio la bouca, dixo:

—Aquel que seya’l más valiente sedrá’l mio noviu.El silenciu espardióse sobre Pachu ya sobre mi, pesáu ya

aplastante, como si de nós dependiese’l rompelu.—¡You! –glayóu de sópitu Pachu llevantando’l brazu.—¡You! –dixi tamién.—Sólo hai una manera de saber quién ía de verdá más valiente

–replicóu Amparu que paecía tener prevista la nuesa respuesta– Aquel qu’al escurecer tea más tiempu en La Ponte sedrá’l más valiente, ya sedrá’l que you escoya pa noviu.

Esa ía la razón de que you agora mesmo tea baxando camín de La Ponte, cagáu de mieu, mientras a las mios espaldas quedan cada vez más amatagadas las voces d’Amparu ya los outros rapaces que, desde’l tesu la bolera, bien a salvu, tratan de dame ánimos.

La escuridá de la nueite vei espardiéndose pol cielu con gran procuru, ya acullá, nu fondu empozáu por onde cuerre’l ríu Ferroiru la negrura yá ía casi total. O asina me lo paez mientras voi pol camín que lleva hasta La Ponte. Atáu alreor de la cabeza llevo’l pañuelu blancu qu’Amparu nos dexóu p’asina poder distinguinos bien ya saber cuántu tiempu aguántabamos paraos nu mediu La Ponte.

Asina foi cómo podiéramos contar lo que Pachu toviera. Un tiempu que diba ente l’unu ya’l cuatru, ya que fuera tolo que resistiera anantes de salir corriendo hacia onde lu esperábamos. Cuando llegóu, sudosu ya conxestionáu, lo primeru qu’entrugóu foi:

—¿Cuánto tovi?—Cuatro segundos –dixi-y you, ensin poder disimular mui bien

la mio alegría.

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Sólo depués d’oyer a los demás confirmar lo que you dixera, acabóu por aceptalo, la cabeza gacha ya tomando aire como si toviera a puntu d’afogase o como si acabare de ver al mesmísimu diañu.

Al poucu de llegar –entamóu a contanos, en voz baxa, tal que si alguién toviera al nuesu alreor ya pudiera escuitar lo que nun debía–, en cuanto lleguéi a La Ponte, entaméi a oyer unas voces, como si me llamaran de mui llueñe, voces afogadas que nun entendía porque nun taban en La Ponte mesma sinón que venían de p’atrás, de pa ente las sebes ya los umeiros qu’hai a la vera’l ríu. pero por más que clisé los güeyos nesa dirección nun vi a naide. Sólo s’oyía aquella voz qu’entamóu a esparderse al mio alreor, cada vez más cerca, cada vez más cerca, hasta qu’entendí claramente lo que me pidía: «Dinos cómo tenemos la cara –imitóu con una voz ronca que ponía los pelos de punta–, dinos cómo tenemos la cara, que nun somos quién a vénosla». Entós sentí posáseme nu llombu una mano tan fría que tovía me queima, que m’escuez aquí...

Ya’l dicir asina, esabrochóu la camisa ya todos pudiemos ver un moratón marcáu, igual que si alguién-y diera una bona xostrada dexándo-y los cinco didos señalaos.

—Agora tócate a ti. ¿Atréveste? Entrugarame Pachu mui seriu, como si de verdá temiera pola mio vida. Mientras baxo pol camín pienso nas caras de los mios amigos al dicime adiós, la sonrisa d’Amparu dulce ya animosa que you quiero entender como la prueba del so deseyu pa que you seya’l ganador.

Tamién cavilo que lo meyor ía pensar en cualquier cousa, por exemplu lo orgullosu que taría mio pá si me viera, si xupiera lo que tou fiendo. Siempre diz que nun-y gustan los nenos escagaleiraos nin meimosos sinón duros ya valientes... Ya tamién pueu pensar nos güeyos d’Amparu que paecen reflexar el cielu azul, la so manera de dicir las cousas tan suavemente, el so pelu... al que you, con sólo tar más de cuatro segundos enriba La Ponte, quiciás pueda tocar ya saber cómo güel...

La humildá que sal del ríu faime encoyer sobre mi mesmu. Nu picu la llomba tán los mios amigos; acullá, la claridá de la tarde paez tenese detenío por más tiempu. Espurro los brazos, ximiélgolos hacia ellos, ya al ver la sola respuesta garro ánimos al nun sabeme tan solu. Respiro con fuerza ya pído-y a Dios que m’axude, si m’axudas, Dios, prométote comulgar el próximu domingu, ya’l siguiente, ya’l siguiente... Tol mes.

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Decidíu, ya cola confianza de saber que vou a ganar l’apuesta, entamo a xubir polas llabanas resbalosas de La Ponte. Hei llegar cuanto antes al mediu ya esperar que’l tiempu pase rápidu ya bonacible pa mi... Pero entós hai algo que me fai quedar inmóvil, xeláu de mieu sobre La Ponte, ensin saber mui bien tovía lo que ía: Escuco en tolas direcciones ya veo movese, por onde dixera Pachu, una cana ya llueu una de les sebes que tán xunto al ríu. Ahí tán, dígome en voz mui baxa, los pantasmas tán ahí. Debío a la oscuridá ya a la xamasca tras la que tán, malpenas si veo las solombras paradas, las dos mui xuntas, como si se garraran. Pasaos los primeiros segundos de mieu doime cuenta que tán falando ente sí, encaraos l’ún col outru, ensin decatase pa nada de la mio presencia. Pero entós, ún d’ellos, el más altu, mira hacia onde toi. Instintivamente agáchose tras la muria de La Ponte. Sólo cuando entaman outra vuelta la so interrumpida parolada, asomo los güeyos pa siguir escucando. Tóupanse tan concentraos nas sos cousas, que garro fuerzas ya arreguilo más tranquilamente los güeyos pa tratar de ve-ys esas caras de las que tanto oyí falar. Pero nun soi quien distinguir nada como nun seya las suas figuras que se xuntan ya separan ente las sebes ya las fueyas de los umeiros. Paez que tovieran xugando o emburriándose igual que faen los nenos cuando s’amarran.

Calculo que yá ganéi de sobra l’apuesta, que yá llevo abondo más de cuatro segundos enclicáu sobre las piedras de La Ponte que, agora, por primera vez, siento frías ya moyadas nas rodiellas. Prestaríame tanto que mio pá me viera allí espiando a los afogaos ensin mieu que, en cuanto llegue a casa, vou conta-y lo que fixi ya tolo que vi.

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Entós, cuando me llevanto pa marchar, el corazón llen d’alegria por sabeme ganador delantre los gúeyos d’Amparu, escuito claramente un «Non» veníu tras las sebes. Ía una voz de muyer que d’alguna manera me resulta conocida, como cuando ún oi una voz en sueños ya sabe que la conoz pero nun ía quién a pone-y cara... Sorprendíu, volvo a agachame ya a reguilar bien los güeyos ya las oreas: Los pantasmas, o lo que seyan, son un home ya una muyer ya tán discutiendo; anque nun distingo bien lo que me dicen pos falan demasiao baxu ya aforfugao como pa entendelos. Él paez que-y pide algo, por favor diz-y, ya ella duda por un momentu, pa llueu da-y un sutripón cuando l’home trata de golpeala... o d’abrazala, nun se sabe mui bien. Pero’l pantasmón –pos ía bien grande–, volve intentalo con más violencia garrándola pol pelu... Ya entós, como una esplosión que m’abre de dientro a fuera reventándome en mil pedazos, fáiseme una lluz nu mediu la cabeza. De golpe sei a quién pertenez aquella voz, aquel cuerpu de muyer, ya llueu, casi qu’a la mesma vez reconozco al pá de Pachu como aquel que la garra con fuercia queriendo baltiala al suelu... Ensin pensalo entamo a glayar «ma...», pero córtaseme la voz, malpenas me sal del pescuezu, entremecida tovía las lletras colos dientes, cuando veo cómo ella s’abraza al so cuerpu. Ya entós la palabra «mama» queda como si fuera un runfíu, una tos afogada na bouca, que los fai xirarse ya mirame... Ensin embargo, agora las caras yá nun son las que you creyía tener reconocío, sinón que, como cuentan los que vienon a los pantasmas, nun tien forma ya paecen llisas, como llavadas cola lexía de los munchos años que llevan penando cola cabeza dientro las auguas del ríu Ferroiru... Trás unos segundos que duran años, faen un bruscu movimientu pa escondese que ximielga las canas de los árboles ya las fueyas de las sebes, ya ía como si tolos árboles ya tolas fueyas ya tolas canas ya tolas sebes del mundu se punxeran a movese al mio alredor...

La nueite yá yera completa cuando llego a la bolera onde tán los mios amigos esperándome. Siento una nu peitu que nun me dexa cásique respirar ya que me fai toser ya empapizame, como si toviere un caritu pan atravesáu en mediu’l gargüelu. Pienso que voi a afogame ya busco a Amparu colos gúeyos...

—¿Qué pasóu? ¿Viéstelos? ¿Por qué tardabas tanto? –entrúganme toos a la vez, dándome golpes nu llombu pa ver si me desatascan ya cuento algo.

—¿Aú ta Amparu? –ía lo primeiru que pregunto, en cuanto soi a recuperar la respiración.

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—Dixo que yá yera mui tarde ya que tenía que marchar, ya que tu yeras el ganador, pero que dibais tener qu’enfrentavos a outras dos pruebas más, pos una sola yera mui pouco pa poder ser la so novia.

Miro a los mios amigos que m’arrodian ya pienso que nun ía xusto, que nun yera eso no que quedáramos. Entós, cansáu ya decepcionáu, intuyo por primera vez que quicías Amparu nun seya tan maraviosa nin bona como you pensara.

—Gonzalu, cuéntanos ¿qué pasóu allí embaxu? –volven preguntame ansiosos los mios amigos. Pero you miro las sos caras, ya sobremanera la de Pachu, que tanto me recuerda la que viera a la vera’l ríu. De pronto, éntrame un mieu tan grande por dientro que póngome a tremar como si alguién toviera ximielgándome igual qu se ximielgaron las fueyas qu’había alreor de La Ponte... Salgo escentelláu camín de casa ensin contestar soltándome de las suas manos que me garraban, ensin dicir nada, pos realmente nun sabía mui bien qué yera aquello que viera xunto a La Ponte. Sólo tengo claro aonde vou llegar porque allí ta la respuesta a lo que me queima por dientro. Ensin parar la carrera déxome cayer contra la puerta de casa, qu’abre de golpe dando un portazu: allí, a la vera la cocina, con un cuchiellu col que pela patacas, ta mio ma que, al veme entrar asina, reguila los güeyos asustada:

—¿Qué te pasóu?Pero you nun soi quien a dicir nada. Abrázome al so cuerpo ya

pongo la cara contra’l mandil ensin poder falar palabra. Agarráu asina, sintiendo el calor, échome a llorar en silenciu, la cara mui apegada al cuerpu miou ma, ensin poder parar. Siento la so mano afalagame suave la cabeza, xugando col miou pelo, ensin dicime nada, sólo esperando que calmara aquel ruíu de fondu que traía dientro’l corazón.

—Cuéntame que te pasóu ya verás como nun ía tan grave como tu piensas.

—Ía que tovi en La Ponte –dígo-y al fin–, na ponte del ríu Ferroiru ya paecióume que vía, por un momentu creyí ver... –Pero nun sou quien a siguir ya callo la bouca convencíu de lo infantil ya babayo de lo que taba por cuntar.

—Yá sabes que nun debes dir allí, anque to pá diga que nun hai pantasmas, ía un sitiu mui peligrosu –diz-me separtándome la cara del so cuerpu ya garrándome pol cazu pa que la mire–, un llugar que dellas veces te fai ver cousas o xente que nun existe... O qu’existen pero nun tán allí, porque ía un sitiu embruxáu qu’engaña ya confunde.

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Estas palabras son como un bálsamu pos esplican claramente lo que me pasara, lo que viere. Por primera vez desque toviera en La Ponte siento como l’aire torna a entrar con normalidá nos mious pulmones lliberándome ya fiéndome sentir al fin, bien ya contentu.

—¿Sabes lo que creyí ver? –digo llen de valor.—Non –contéstame mio ma, que nun dexa de garrarme’l cazu

ya mirame con cariñu.—Penséi que taba’l padre de Pachu ya... ya... Pero enantes de

que poda continuar descubro algo que me dexa paralizáu: na cabeza de mio ma, enredada ente’l so pelu estrañamente despeináu, a un llau, hai una fueya d’umeiru... Asustáu, callo la boca ya volvo abrazame a ella pa nun ver lo que taba viendo.

—¿Ya quién más había? –torna entrugame nerviosa, dándome un sotripón nos brazos pa que conteste–. ¿Quién taba? ¿Nun vas dicímelu?

Ya, anque de nuevo las llárimas volven moyame los güeyos, éstas nun son a impedime ver agora las medias negras –que ma lleva desde la muerte de miou buela–, todas rotas ya esfilachadas ya llenas d’un barru que casi puedo goler col mesmu golor mofosu ya a fuecha podre qu’había nu ríu Ferroiru.

—¿Ya quién taba col que paecía’l pá de Pachín? ¿Quién yera la que vieste? –améname la voz de mio ma como si las palabras fonan una guiada; glayando ya sutripándome con más fuerza cada vez.

—Bu... bulita –digo baxando la cara ensin atreveme a mirala–. Paecióume que yera buela la que taba falando col pá de Pachín.

Entós, miou ma échase a rir como sólo ella sabe, ya entama a provocame ya feme develgos polas mios ocurrencias, abrazame ya dame unos chuchos que tamién me güelen col mesmu fedor qu’había alreor de La Ponte... Pero you siéntome de golpe tan galdíu, que pienso que las piernas nun vein aguantame más... Ya cuando miou ma me puen la mano na frente ya me lleva pa la cama, mientras me diz que debo tener fiebre ya que meyor nun-y cuente nada a papa nun vaya enfadase polas mios ocurrencias, al abrime las sábanas ya tapame col cobertor, you sólo sei que quiero dormir horas ya horas, meses..., muitos años toos siguíos ya despertar de mayor, de mui mayor, como miou pá, ya casame con Amparín... O meyor nun casame ya marchar mundu alantre, a América o a otru llau, allí onde nun haiga pontes...

JESÚS JIMÉNEZ DOMÍNGUEZ

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LA SOLEDADDEL FERROVIARIO

Premio de Relato Cortoen lengua castellana 1999

JESÚS JIMÉNEZ DOMÍNGUEZ

Nació en Zaragoza el 27 de Noviembre de 1970. Abandonó muy pronto la carrera de Derecho para, finalmente, licenciarse en Filología Hispánica.

Tiene publicados los libros La decadencia (San Sebastián, Fundación Kutxa, 1999) y Diario de la anemia y Fermentaciones (ambos en Zaragoza, Editorial Olifante, 2000).

Ha colaborado en diferentes revistas culturales (Calibán, Siete de Aragón, La Expedición, Turia...) y obtenido diversos premios, tanto en poesía como en relato.

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LA SOLEDAD DEL FERROVIARIO

Me exasperaban aquellos problemas de matemáticas de la Enciclopedia Álvarez, aquellos galimatías de horarios y velocidades en los que aparecían que siempre salían de Tarrasa, Madrid o Aranda de Duero y debían cruzarse en un punto exacto, que era justo lo que había que dilucidar. De noche, en el cuarto de estar, bajo el fruto escaso de la bombilla acribillada de excrementos de mariposas nocturnas, me pasaba horas y horas mordisqueando el lápiz hasta tropezar con el tacto frío, recóndito y hormigueante, como de metal dormido, de la mina. Era como intertar chupar el tuétano al hueso de una esfinge en busca de su secreto inescrutable. Mi padre, que como otros muchos de su generación había sucumbido a la fiebre modernista del ferrocarril y de sus misterios, intentaba ayudarme a resolverlos con una delectación que incluía el delirio, aureolado apenas por la luz de aquella única bombilla que era como el zumo apagado, pobre y aguado de su infancia.

—Esto se resuelve con un ejemplo práctico.Mi padre, feliz y ebrio de perspectivas aventureras, me

conducía hasta un extremo del pasillo (un pasillo extreñido y húmedo, oloroso siempre a posguerra, a sudor de pies, a vinagre y a patata vieja) y me hacía montar en uno de sus trenes imaginarios mientras él lo hacía en otro, al final de la oscuridad. Entonces, indefectiblemente, como al fondo de un túnel, oía un bufido de vapor inventado y un ruido quimérico de bielas que mi padre hacía con la boca. En ese momento, sin poder evitarlo, me ponía a temblar o a llorar. Y es que mi padre daba mucho miedo cuando se sabía el Expreso Pendular del Norte arrancando desde su improvisado andén en la cocina.

—Y dime, hijo –decía gritando de repente, regalándome el primer infarto de mi vida–; esto es muy importante. ¿Has salido ya de Tarrasa?

Tenía una voz metálica de general o de conductor ferroviario que hacía encoger de timidez el alma de las cosas, una voz que le salía vigorosa y atronadora del centro mismo del estómago, como si tuviera las entrañas alicatadas de orujo o piroxilina.

—Y dime, ¿has arrancado justo a las nueve y media, como dice tu trabalenguas de matemáticas?

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Las piernas me temblaban con un sonido de tibias y peronés asustados, un sonido que más parecía el de un cañaveral un segundo antes de ser arrollado por la maquinaria aparatosa de una locomotora. Ya sentía el aliento de mi padre desordenándome el pelo de la cabeza y de las pestañas, allá venía el macho pateando los baldosines con sus suelas de apisonar jabalíes y yo temblaba, lloraba, era apenas un trenecito destartalado a cuerda, cargado de ovejas y melindres.

—Y dime también, dime. ¿vas a setenta kilómetros a la hora como dice tu acertijo?

Odiaba los malditos problemas de trenes, lo juro. Daba un miedo mi padre llegando por el pasillo ensordecido de resoplidos, daba un miedo cuando se ponía aimitar trenes... Apenas yo acertaba a decir que sí, que ya había dejado atrás Tarrasa, que iba con la hora y que cumplía con la velocidad cuando entonces, un segundo antes de sentirlo chocar y descarrilar (porque mi padre lo que mejor hacía era descarrilar, descarrilaba de primera), entonces se me encogían el estomago y hasta las criadillas.

—Ah, el progreso –añadía al fin mi padre, sonrisa en boca, ayudándome a levantarme– ¿Qué te parece, hijo? ¡Las alas de la patria, el espolón del país, el cuerno de unicornio de la nación!

Aquel experimento delirante, aquellos discursos encendidos sobre las virtudes del ferrocarril, no resolvian –claro está– mi rompecabezas de cálculo sino que, por el contrario, me exasperaba más todavía:

—¿Pero qué diantres debo poner entonces? ¿Dónde se cruzan los dos trenes?

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Estábamos en mitad del pasillo, parados y callados como muertos. La humedad nos albergaba en su regazo miserable y pobre mientras sentíamos sobre nuestras cabezas los desconchones de cal nevando blandamente desde el techo. Hacía un frío horrible en aquella casa, aún lo recuerdo, un frío que no dejaba razonar con claridad porque entumecía las ideas. Vi a mi padre doblarse y manosearse distraído una oreja como dando cuerda al pensamiento y ya no daba miedo, sino lástima. Teníamos colgada en la pared una reproducción de un dibujo de Trinquier: la vista parcial de los pisos y pasajes subterráneos del Metropolitano de París bajo la plaza de la Ópera. Así que nos sentabamos allí mismo, flotando en la humedad, frente a la vista majestuosa de la estampa parisina, a comer desconchones, a comulgar aquellas obleas desiguales e inciertas que sabían al cuerpo triste de un cristo depauperado y calcificado, que era el tipo de cristo que tocaba a los pobres. Nos sentábamos en mitad del pasillo, en el centro de la oscuridad y de la miseria, y pensábamos, intentábamos pensar. «Nunca saldré de aquí sino en una caja de muerto que alguien, acaso tú, cargará en el vagón del mercancías que va hasta el desolladero municipal», musitaba mi padre inflamado de tristeza. «Será la única vez que viaje en tren, y será un viaje muy largo, entre el asma de las gallinas y los lechones de la ganadería de Triquina». Las tortitas de cal crujían en los dientes, dejaban en el gusto una reminiscencia mineral, una presencia terrosa como anticipo de un final ineludible. «Somos de la tierra y a la tierra hemos de volver», decía mi padre.

Nunca, ni siquiera a su muerte, se cumplió el deseo de mi padre de viajar en tren y escapar muy lejos, no sé si de la miseria o de sí mismo.Si algo he aprendido desde entonces, ahora que han pasado los años, es que nadie puede escapar de un sitio porque el sitio va donde uno va, le acompaña siempre hasta el final de sus días y aun después. No, nadie escapa a su condición como nadie escapa a su sombra o a su reflejo en un espejo. Lo sé ahora, cada día, cuando salgo a la soledad de la tarde (esas tardes que refulgen con el oro vetusto y corrompido del otoño) y me siento en la mecedora del porche a vigilar las vías de los trenes, esas vías avejentadas de carbonilla e intemperie que se pierden en el horizonte para no volver.

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Hay algo en todos los hijos (algo quizá genético, inconsciente, atávico) que los precipita a completar y terminar lo que sus padres dejaron inacabado. Sólo de esta guisa (estar lo más cerca posible de un tren para un día escapar) puedo explicar que en mala hora aceptase un puesto ruinoso de guardabarrera en este páramo que es como una prolongación de mi alma o como el purgatorio sin nadie, este páramo inhabitable con sus matorrales errabundos que un viento sin sonido, como en la pesadilla de un sordo, arranca y hace rodar para llevarlos lejos, muy lejos, muy lejos de mí. Todo aquí es inicio de evasión, pero sólo inicio, propósito más bien. A veces, bandadas de cigüeñas migratorias, grandes como ángeles, desorientadas o atacadas por algún prurito de desazón o melancolía animal, bajan a aguardar la muerte sobre la vía, esperando pacientemente –pero no en vano– que algún tren piadoso las arrolle. Cuando yo era un crio, mi padre decía que las auténticas cigüeñas de París, esas cigüeñas esbeltas y estilizadas que nunca aparecían en las ilustraciones metropolitanas de Trinquier, siempre traen la bendición de un hijo al hogar. La última que vino a picotear la madera de mi puerta traía un ojo arrasado por la carbonilla en las torretas de las estaciones ferroviarias. Parecía un arcángel San Gabriel desastrado y tuerto, una aparición que tenía más de náufrago abismal que de emisario celeste que se llega a dar una buenaventura. Horrorizado por la idea de que aquel animal venía a echarme el mal de ojo o a traerme el cadáver del hijo que nunca tendré (aquí la soledad es inexorable, no he visto a nadie y ni un triste tren ha cruzado estos yermos desde que renfe me confinó hace años a esta especie de castigo), descalabré al ave con una palanqueta de levantar traviesas. Sé muy bien que nunca tendré el consuelo de un hijo con quien jugar a hacer de tren de Enciclopedia Álvarez y quizás por ello, escondido en el frío estepario del retrete (aunque no sé de qué o quién me escondo), recurro al onamismo para tener tratos carnales con la soledad y poder así procrear otras soledades descendientes y cachorras, unas soledades pequeñas y adlátares que acompañen esta soledad grande y suntuosa de muerto olvidado que llevo conmigo. En las noches agraviadas de insomnio, mientras la carne reclama su ración –siquiera sucedánea– de sexo, veo por una claraboya del baño los carriles esmaltados por un talco lunar, contemplo los postes del telégrafo por donde circula una savia de conversaciones y palabras susurradas que me son vedadas y pienso, pienso con tristeza en los días lejanos de la infancia en que íbamos, mi padre y yo, a contemplar en la estación del pueblo el paso del expreso de

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Irún que marchaba hacia el París de Trinquier, de Eiffel y de las cigüeñas que entienden el francés.

El olor de las estaciones ferroviarias –un olor proletario e inconfundible de maderas podridas y vigas aceradas, un olor triste a bocadillo de mortadela barata y maletas miserables de cartón– exaltaba los ánimos y las glándulas salivares de mi padre, ponía en sus ojos un atisbo de demencia más que de alborozo. Con frecuencia, partiendo de la estación, recorríamos la línea férrea en busca de animales (gatos, perros y hasta jabatos) atropellados y descuartizados por el paso inagotable de los trenes.

Cuando encontrabamos alguno, mi padre lo tocaba con su bastón, punzaba su cadáver seco y aplastado y, al punto, gritaba con júbilo, sobrecogiéndome: «El mercancías de las cinco, ¡qué bárbaro!», o «el cercanías esta mañana, ¿ves que aún está caliente? Anda, tócalo». Daba un miedo mi padre cuando, con la única pista de las víctimas atropelladas, se ponía a acertar trenes...

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Otras veces (lo recuerdo ahora co una mezcla de nostalgia y cierto resentimiento clasista), me iba con Alfredo, el hijo del notario, y saltábamos muros coronados por guijarros y siemprevivas, subíamos a los vagones abandonados, nos metíamos en los túneles ferroviarios olorosos del hollín y meadas de borrachos para llorar de miedo y de júbilo, emocionados ante la proximidad solemne del rápido de medianoche. El rápido de medianoche, rielante bajo la luz de la luna, cruzaba el pueblo con un estruendo de dinosaurio superviviente y nos erizaba el vello de los brazos y aquél otro más íntimo e incipiente, nos dejaba una palabra de sorpresa o admiración a medio gestar en la garganta. Alfredo, su clase social se lo permitía, solía a veces colocar sobre los raíles pesetas –esas pesetas rubias y caducas con la efigie del dictador– para comprobar después el efecto que el paso del ferrocarril provocaba en ellas. Después del experimento, las monedas quedaban relegadas a una suerte de chapas de dudoso valor y toda inscripción quedaba desfigurada, si no borrada. «Mira», me decía Alfredo. El Jefe de Estado, deformado por el rápido de medianoche, brillaba entonces en su mano con un aspecto mongólico o subnormal, nos recordaba el monstruo de Frankenstein que habíamos visto en el cine un verano. En el colegio, los curas, tan dados a señalar las taras en almas de los demás, aseguraban que colocar pesetas en las vías férreas era pecado (y encima, mortal) porque estaba muy mal desear que un tren pasase por encima del Caudillo. De todos modos, yo detestaba a Alfredo cuando dilapidaba impunemente su dinero en estos juegos intranscendentales e inútiles. Con el dinero no se juega, aunque éste lo haga con nosotros continuamente.

He pensado mucho en aquellos días de entonces, pero los días no han pensado nada en mí. Los pensamientos y los recuerdos, tan traidores ambos, llegan por la espalda y le asaltan más a uno cuanto más solo y desocupado está. De modo que con frecuencia me entrego a tareas improductivas y absurdas, como limpiar de polvo la barrera del paso a nivel o engrasar su mecanismo para que no chirríe (la intemperie y el desuso han terminado por producirle una especie de reuma que día tras día me empeño ridículamente en aquietar). Nadie ha cruzado por este paso a nivel desde que estoy aquí y desconozco adónde conduce el camino que tengo ante mí. Aureolado por la luz incierta del whisky –he empezado a beber compulsivamente–, he llegado a sospechar que el camino no lleva sino al pasado y que, si un día caminara por él, regresaría de nuevo al pasillo de mi casa a comer hostias de cal con mi padre, en medio de la oscuridad.

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La ingestión continuada de soledad, más que la del alcohol, produce demencia. Bebo la soledad a grandes sorbos y, para enmascarar su graduación, la mezclo con whisky. El whisky, que yo mismo destilo rudimentariamente, tiene un sabor gredoso de madera y tubérculo podrido más que fermentado, una apariencia sólida de resina capaz de atraparme durante días enteros, abotargándome en una somnolencia oscura de la que despierto sobresaltado con la sospecha de ser el cadáver fósil de un insecto que quedó cazado dentro de este ámbar, recio y consistente, que sin duda es el whisky cuando se bebe a solas. A veces, en mitad de la oscuridad, borracho y triste, salgo a la noche y hago bajar la barrera del paso a nivel para que el viento mudo viaje sin peligros por la vía y barra todos los recuerdos hasta llevarse a Alfredo, que reía espantosamente en los túneles, o a mi padre, que en los paseos ferroviarios me obligaba a tocar animales muertos para probar la superioridad de la ciencia y del progreso sobre la muerte.

Los recuerdos, al contrario de lo que muchos opinan, son perniciosos y nos hacen vivir dos veces lo que a veces no quisimos vivir una sola. Por eso duelen sus aguijones. Mi padre lo sabía y siempre llevaba un abanico de mujer con que airearse los malos recuerdos cuando éstos acudían como un enjambre de moscardas. Yo pasaba una vergüenza indecible cuando, en mitad de cualquier sitio y a la vista de todos, mi padre sacaba aquel abanico de mujer, grande e indecente.

Los recuerdos de mi padre, aquéllos que ni siquiera el abanico lograba aventar, remitían a una infancia mísera en un Madrid despiadado y raído, concretamente a las proximidades de la estación de Atocha, donde nació y se crió. Muchas veces, en mitad de nuestros paseos habituales junto a la línea férrea del pueblo, se agachaba de repente, pegaba su oído a los rieles como haría un indio sioux y escuchaba. Entonces adoptaba una expresión tan grave y contrita que parecía un ajusticiado con la cabeza ladeada sobre el tajador del verdugo, esperando el hachazo de la memoria que habría de transportarlo al pasado. Luego se levantaba y, sacando su abanico de espantar fantasmas, me conminaba a escuchar por mí mismo los sonidos que viajaban por las vigas.

—Si escuchas bien, oirás trabajar al guardagujas de la estación de Atocha, allá en Madrid. Dime, ¿verdad que oyes cómo canturrea pasodobles? –me preguntaba siempre con la voz enérgica y encendida de los locos.

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Yo no oía nada y temblaba de miedo ante la sola idea de defraudarle, así que respondía que sí, que oía cantar al guardagujas de Atocha, y al empleado de la banderita de salida haciéndoles los coros, y al revisor también. Mi padre, satisfecho de la solidaridad que yo mostraba ante lo que él creía cierto, sonreía quedamente y fantaseaba moviendo mucho el abanico: «Ah si yo hubiera sido ferroviario».

Un día, mi padre –el recuerdo acude con un escalofrío– subió a un tren y cumplió al menos la primera premisa que había de darse para viajar en ferrocarril. El tren de las mujeres, un convoy de rameras que marchaba todos los años hacia las vendimias de Francia con el fin de distraer el ocio y los exiguos dineros de los jornaleros españoles en el día de la Hispanidad, había parado en la estación del pueblo para cambiar de maquinista y aguardaba ronroneante el instante de partir de nuevo. El tren de las prostitutas, toda una ciudad ambulante de burdeles enganchados uno tras otro como una Gomorra puesta en fila, jadeaba y resplandecía al sol, mostrando en las ventanas unos visillos que imitaban la lencería propia de los lupanares más sombríos. Algunas de aquellas mujeres, pintarrajeadas y demacradas hasta el ridículo, habían aprovechado la parada para bajar y hacer sus necesidades fisiológicas al lado del muro. Perplejos, mi padre y yo las vimos orinar puestas en cuclillas, hundidas en sí mismas, como si fueran gallinas cluecas y decrépitas que incubaran el huevo, desdichado y miserable, de su pecado. Dispuestas en fila con esa extraña solidaridad que practican las mujeres a la hora de la micción, aquellas hembras mundanas expulsaban un chorro ambarino y abundante, oloroso de amoníaco y enfermedades venéreas, en una imagen que no era sino un friso de lenocinio y de impudicia. Hasta nosotros llegaban sus risas anchas y descaradas, percibíamos el sonido luctuoso de las orinas rompiendo contra el suelo, intuíamos las hendiduras rosadas de sus sexos abriéndose en un rumor de orquídeas y de sedas. Al descubrirnos, rieron con una única carcajada colectiva, enronquecida de tabaco y jaranas, y corearon «pa-ta-ta, pa-ta-ta» como si fueran colegialas que posaran para la foto de la primera comunión. A mí me daban mucho miedo aquellas mujeres.

El jefe de estación, con quien mi padre tenía ya una cierta confianza, nos permitió subir un momento al tren. Por dentro, los compartimientos de los vagones ofrecían un aire enrarecido, como atufado de higos estropeados.

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Las paredes, el techo y los asientos estaban tapizados por un terciopelo rojo y desvaído que en algunos lugares aparecía raído o arrasado, como aquejado de una ignota enfermedad cutánea. Por todas partes, aquí y allá, se veían espejitos de azogue cansado, bragas y medias viejas abandonadas por el suelo como mudas de culebras, peines desdentados y sombríos, mujeres solas bebiendo la desidia hasta quedar traslúcidas o inconscientes. Mi padre, la mirada febril y delirante de quien asiste a la confirmación de sus fantasías, me llevaba de la mano por aquel barullo de meretrices y hombres lascivos en ropa interior, diciéndome a cada rato: «Ya eres suficientemente hombre para ver lo que nuestras mujeres decentes nunca deben ver». Así llegamos hasta el vagón de cola donde un médico de provincias, que lo mismo ejercía la ginecología como la concupiscencia, tenía instalada su consulta. El vagón, blanco y deslumbrante como un quirófano, tenía un clima deprimente de espéculos vaginales esterilizados y espermaticidas caseros de dudosas secuelas. En las estanterías había instrumentos de extrañas formas que más parecían artefactos de tortura que de ciencia, pomadas y potingues nauseabundos a duraznos corrompidos cuyo uso desconocíamos. En un frasco de formol vimos un bicho grande como un puño, todavía vivo y coleando, que a primera vista parecía un centollo lívido y atribulado. «Es un Phtirius pubis cupidinis», informó el médico, «la ladilla más grande jamás encontrada, todo un ejemplar único en la parasitología». El facultativo, un tipo escuálido y rijoso con ínfulas de cirujano graduado en la Sorbona, estaba auscultando con un estetoscopio a una fulana de pechos generosos y vacunos.

—Lo que tú tienes, Mesalina, es una malformación congénita del corazón, una profusión anómala de aurículas y ventrículos. En resumen: que ese corazón tiene más cuartos que el Hotel Ritz de Madrid.

—Doy mucho amor; eso es todo, doctor.Mi padre pidió entonces escuchar aquel prodigio de la

naturaleza.—Cariño, tu curiosidad y tu intriga me entran por el ojito

derecho, pero me salen por el ojo del culo. Así que pagame si quieres oír esta radio –le respondió la mujer, cogiéndose zafiamente el pecho izquierdo con las manos.

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Mi padre pagó lo estipulado y acercó el oído al misterio. Luego quiso que yo hiciera lo mismo y comprobara los enigmas que dispone la vida, así que pagó de nuevo. Aquella mujer, lo mismo que las otras, me infundía un temor patológico, una especie de aprensión desosegante que no excluía la compasión y la lástima. Mesalina, ataviada con un quimono bordado de motivos florales, me abismó la cabeza en la hondonada de sus pechos, calientes y vivos como animales de granja. El sostén olía a ubre de vaca, a caldo de melón pasado y a baraja usada, y me daba ganas de llorar, pero resistí como un valiente.

—Y qué, hijo –inquiría mi padre con su voz de mando, una voz que intimidaba hasta la exasperación–, ¿verdad que lo oyes? Dime, dime qué escuchas.

Sentía que me estaba sofocando y no oía sino mi sangre, asustada y frenética, golpeando en un recodo de mis sienes, martilleándome los oídos.

—¿Qué oyes, hijo? No te habrás desmayado, ¿verdad?A lo lejos, como desde otro mundo, me llegaba el tono

inquisitivo y burlón de mi padre, aquel hombre que me obligaba a tocar animales muertos y furcias de vísceras anormales. No sé si fue el temor a no contestar o el nerviosismo, el caso es que las situaciones se me embarullaron y los pensamientos se me confundieron a la hora de responder.

—Oigo al guardagujas de Atocha, padre –susurré apenas, todo azorado.

—Anda que no tiene guasa ni nada el niño –rió mi padre.La mujer y el médico celebraron también mi ocurrencia. El

doctor tenía una risa congestionada de cazalla y la acompañaba de expectoraciones sanguinolentas que iba depositando cuidadosamente, como si fueran mariposas granas, entre los pliegues de su pañuelo. La fulana mostraba al reír una dentadura equina, amarilla de carajillos y tabacos, apuntalada por un monstruoso corrector dental. Por desgracia, no acabó aquí la chanza. Atraidos por las carcajadas, acudieron otras mujeres y otros hombres (también el jefe de estación y varios trabajadores del ferrocarril) a señalarme con su dedo, a propinarme palmaditas en la espalda –esas palmaditas que se dan a los aparatos de televisión cuando se resisten a funcionar– y a reírse horriblemente. En el anaquel, desde su encierro de formol, el parásito más grande del mundo, aquella criatura casi mitológica de la miseria que habría de protagonizar durante años todas mis pesadillas, chapaleaba enloquecida, como reclamando unirse a una fiesta cuyo pelele era yo sin duda.

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Todavía, muchos años después, en esta caseta de guardabarrera sin tren, oigo en mi cabeza aquellas risas infamantes y sientos aquellas miradas acusatorias. A veces basta ladear un poco la cabeza para desentumecer un recuerdo y ya está, sobreviene el desastre. Mi desastre es saber que la soledad, como un animal de granja que el destino se encarga de cebar, engorda a medida que los recuerdos nos asedian. Sé, o sospecho, que este trabajo y esta existencia de ferroviario abocado al aislamiento no son sino una broma perpetua (una celada, más bien) que la fatalidad ha dispuesto. La vida, definitivamente, me ha desterrado.

Por el desagüe del retrete, en esta caseta, me llegan del otro lado del mundo el sonido de cascada de otros humanos lejanos, viejos o solitarios, enfermos en la noche que orinan con escozores de vejiga o de alma. El rumor de sus excreciones se me parece como la más legítima y solidaría de sus confesiones, me acompaña siempre.

He vuelto, como hacía con mi padre en el pasillo de la infancia, a comer los pedazos de cal descascarillados de las paredes y someto a la casa entera a un proceso de descamación inexorable, como si despellejase a un moribundo. Salgo a la noche ilumunado de alcohol como una luciérnaga dipsómana y las estrellas son enjambres, y la línea ferroviaria el recuerdo de algo que no fue. El camino cruza la vía del tren y por él sólo circulan los fantasmas. Porque ya no sé si el whisky de patata me confunde el sentido y la razón, pero el suelo tiembla bajo mis pies, y el aire se electriza, y el viento trae el olor antiguo, casi olvidado, de los viajes en tren. Porque ya no sé si esta soledad me hace ver cosas que no veo, pero sí, ahí llega el expreso de medianoche (el primero en todos estos años), su pavoroso aliento de animal prehistórico que ya intuyo, un tren más oscuro que la noche, silencioso y espectral como una romería de ataúdes bajando el remanso de un río. Veo los vagones negros e iguales engalanados de coronas funerarias, las ventanas iluminadas con una luz fantasmagórica a las que asoman rostros de lividez impenetrable, ojos que miran sin ver en unas caras marchitas de rigor mortis. Porque ahora comprendo que hay viajes que conviene hacer sin equipaje ni biodramina, que la vida misma sólo es un sueño que sucede poco antes de despertar a la muerte, y que es ésta el estado habitual –ya no sólido, ni líquido, ni gaseoso– de todo hombre, un tren de Enciclopedia Álvarez cruzando estas soledades, conducido por un Caronte maléfico y maquinista, eso es.

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Veo el tren fantasma de la muerte pasando lento el túnel eterno de la noche y diviso en las ventanas personas que conocí, viejos curas del colegio exánimes en mitad de un avemaría, guardagujas con la baba helada de un pasodoble colgando de los labios, el dictador de aquellas pesetas rubias de Alfredo repitiendo para toda la eternidad –como en una pesadilla renovada– el viaje de Hendaya, una Hendaya que no se encuentra en los mapas de la muerte; veo las prostitutas de la infancia que tanto me atemorizaban, sus cuerpos encendiendo las noches endomingadas y eternas de la putrefacción, Mesalina y la ortopedia de sus dientes, su corazón como un laberinto donde los hombres pagaban por perderse, el médico tuberculoso, su ciencia rendida al despotismo de la muerte. Todos desfilan absortos y lánguidos ante mí. Tal vez desconocen que fallecieron pues nadie fue a decírselo, nadie les dijo lo siento, ya no estás aquí sino al otro lado, buen viaje, no vayas a marearte, es tan largo el camino y tan vasto este páramo...

—Aguarda, padre. Mira qué bien bajo la barrera.En el furgón de cola, como si hubiera subido a la muerte en el

último momento, diviso a mi padre extinguido entre dos pensamientos, solo y sombrío, rendido al vaivén y al sopor del viaje postrero, su abanico de mujer aleteando como una mariposa enorme para orear el recuerdo de la vida.

XOSÉ NEL RIESGO

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LA FIEBRE DEL DOCKPremio de Relato Corto

en lengua asturiana 1999

XOSÉ NEL RIESGO

Nació n’Avilés en 1963. Xeógrafu especializáu nel desarrollu territorial y miembru del Conseyu Editorial de la rivista Asturies. Memoria encesa d’un país. Tien dos llibros editaos, El cai nunca duerme, novela curtia (Premiu de Narrativa de l’Academia de la Llingua Asturiana, Uviéu, ALLA, 1989) y Cuentos de la nevera (Mieres, Editora del Norte, 1998). Amás tien collaboraciones lliterariesen revistes como Lliteratura y Sietestrellu. En 1999 ganó los premios de «Narraciones Pantástiques» de Corvera y el «Fernández-Lema» de cuentu, que ye’l que vien darréu.

LA FIEBRE DEL DOCK

siste, y ello nun se-y pue escapar a naide nestos tiempos d’abangamientu de les rancies estructures industriales, una evidente rellación ente la contaminación de los elementos

ambientales y esi aquél de vivencies personales que ceba una cierta manera lliteraria de ver les coses. Cuido qu’ello ye lo que dió nacencia a lo que dalgunos llamen dirty realism. Bien cierto ye tamién que en dambos casos, fálase de porquería, anque’l realismu puerco tien más que ver cola pobisa en suspensión; y los suelos contaminaos, pongamos por casu, tien cualaquier propiedá menos la volatilidá.

E

Suel haber al empar escuendíes pasiones por visiones de la Natura apodreciendo ente pegotes de tilenol o galipote, con pantasmales grúes ferruñoses y vies muertes d’antiguos ferrocarriles colonizaes polos artos. O los parques de mineral trabayaos cola sabencia plástica de les rodaes de los dúmperes. Ruines nes qu’añeren lixiviaos fuera de catálogu.

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Ye l’arqueoloxía del ácedu. La protohestoria del cáncanu de larinxe. Aquella pantasma con traxe d’amiantu. L’arume del amoniacu... Otru gallu nos cantara si pudiéremos llevar a Madrid l’arrabiu na pelleya y el coque nos bolsos del pantalón, como pátina identitaria d’una dómina na que nos fiximos materia instalándonos, como pudimos, nuna pensión esistencial de pagu a la quincena.

La xeneración de nueso. Productu acabáu d’un ciclu d’esplotación de cuarenta años pa finar por ser, falando con propiedá, tresformaos: De la materia primo de la cultura materna, con tola so carga de mierda de la probeza heredada y de fame hestórica campesina, a la formación ocupacional colos inevitables narcóticos curriculares.

Camiento qu’estes dos caberes considerances, la del apegu a la roña y la fidelidá a les práutiques n’alternancia de la cai como factoría-hábitat de la subespecie criada nos barrios, son a la fin les qu’impidieren la emigración de la mayoría qu’otros teníen planeada pa nos cuantayá.

La empresa nacional siderúrxica morrió d’un chute de cloruro potásicu. A lo primero xubilaron trenta cohortes de la lexón de productores dexándo-yos paga y una vivienda-caxón de sesenta metros cuadraos con letrina y antena parabólica comunitaria. Depués, acabáu el periodu d’incubación aniciáu metanes el sieglu, entamaron a cayer como mosques nes sales d’enfermos terminales de los hospitales o nos báteres de los garitos. Aína garró’l relevu la nuestra xeneración y empencipiaron a contase les baxes por cientos nes carreteres, nos solares abandonaos, o, a cencielles, na vieya puta cai.

El mundu de les mutaciones industriales ná nun tien de misterioso. Ye una fácile custión química: El capital fáise vapor y llévalo l’aire a llover n’otru lláu. A lo cabero, el factor trabayu queda de residuu sólido urbano amaciñao en parques y terraces, en places y soportales.

Too ello tien poco que ver, al mio entender, cola mística, masque tenga un ciertu regustu. Son circunstancies xeneracionales de ciclu llargo, bien ye verdá, pero nel casu de los retornaos que nel primer mareaxe de crisis industriales coláremos en vaga pa les metrópolis de la Península cargaos d’esperances, pa esfronanos dempués contra una muria d’anonimatu y mísere esistir, el retornu yera precisamente la única manera de remanecer del fracasu, masque pudiere pensase que yera lo contrario. De cada cien que marcháremos de la ciudá diez años p’atrás volvíen, volviéremos, unos diez o quince.

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Solos y rendíos. Yéremos como los caberos báramos de salmones remontando la corriente d’unos tiempos y d’una urbe que yá nun nos pertenecíen. Frayaos y galdíos llegábemos a les terraces de la cimavilla nes medianueches d’aquél branu de seca de la fin del mileniu, y aposentábemonos ellí abriendo diálogos coles piedres de los soportales.

Pal restu de la ciudadanía sobreviviente de la década de la diáspora de la triba siderúrxica, aquella marea de xente qu’inundábemos toles nueches de la villa tábemos ellí igual que podríemos tar en Madagascar o Guatemala. Cenciellamente nun nos consideraben yá parte d’aquella cubil fedionda qu’ellos sentíen como la so villina entrañable y que nos, conoceores espertos de los arrecendores d’otres cubiles llonxanes, amábemos secretamente como’l corripu d’orixen, nesi procesu tan normal que consiste n’apreciar los fedores propios al empar que se disprecien los ayenos.

Como muncho, llegábemos a tener la consideranza de simples güespedes, de xente qu’andaba como perru ensin amu. En faldeta. Yéremos una castra especial de seres embruxaos que teníemos una duldosa y máxica capacidá pa reconocenos ente nos a primer vista y pa mantener rellaciones d’amistá y bona vecindá colos gremios de la nueche.

Ello ye que l’apaición n’escena de dalgún nuevu integrante d’aquella fauna particular siempres amiestaba elementos de novedá nel paisax de solombres humanes (esi cote intanxible de les muries), tanto nes formes como nel bagax que trayía arrecostines de los años. Con cada nueva incorporación a la freza diaria pelos garitos del cascu vieyu, aumentaba’l calce del «saber facer» d’aquella particular comuña de los retornaos. Cada regresu yera un aporte más a la cultura colectiva del grupu en forma d’esperiencies y paisaxes esploraos, que pasaben a enanchar l’atlas compartíu de vides fracasaes que, por embargu, facianos xente de pol mundu.

La llegada de Gallo Menéndez supunxo’l cierru definitivu del círculu. El redol máxicu que podíemos trazar ente la ciudá que nos viere nacer y el puntu más alloñáu conocíu pol grupu al traviés de la esperiencia individual, nesti casu del propiu Gallo: San Francisco, California.

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Menéndez aportó un domingu pegañosu a la hora’l vermú cuando tábemos remontando la nueche del sábadu. Altu, cola cara nidia y rellumante y peláu al unu, neto qu’un llapiceru con goma d’esborriar na punta, recien afeitáu y resplandiente, mirando pa la congregación escabarriada peles meses con xeitu de satisfación intenso.

—Talamente paecéis afogaos acabantes de salir a flote. Los años infláronvos como granaes –foron les sos primeres pallabres. Nin n’elli nin ente nós aprució’l más mínimu ñiciu de sorpresa. Conociemonos de la dómina del bachilleratu. Yo llevanté’l mio vasu faciendo un brinde al sol.

—Vaya, Menéndez, ¿qué foi de la to melena, echáste-yosla a los perros?

—¡Vieyu! –entós entá nun sabiemos qu’esi yera, diba ser fasta el fin, el nuesu títulu–. ¡Tú! ¡Nun t’echaba yo colos güesos per esta urbe!

— ¿Qué urbe? –faló El Triqui ensin quitar los güeyos de los sos zapatos, que taba llimpiando con una servilleta de papel y cuspita–. Esto ye un puertu, ¿entéreste?, un puertu...

—El Triqui... Siempres retrucando. ¿Y mira quien ta equí, Alvarito y El Rusu! –contestó Gallo Menéndez con un rutiu. Triqui señaló pal cai con un xestu dramáticu.

—¿Qué ves allá cullá?—Bonu... veo la fabricona.—Non, nun ves la fabricona, víesla cuando colasti p’América

pero agora la cuestión ye ser quien a ver precisamente tolo que ya nun tá. Esa ye l’auténtica preba de la memoria.

Una yonqui asómase a la baranda de la terraza.—¡Pégate’l piro –dixo Alvarito–, el grifu ta escosu!—¡Espera! –terció’l Rusu–. Ven p’acó, moza. Aposiéntate un

pocoñín... Toma un pitu... toma una copa.Daba vueltes alredor d’ella como un gatu en celu.—¿Qué opines de los yanquis?—¿Eh?—Los yanquis. Esos fíos de la gran puta imperialistes que vos

tan chupando la vida.—Mira, pavu. Chupame la vida son dos talegos. Chupátela yo a

ti son cinco. Nun baxé la tarifa dende’l añu que piesllaron el Parque Minerales y dexaron de venir los mineros chinos.

—¿Daste cuenta, Gallo? –dixe yo–. Una muyer del cai, perfeuta, ensin adulteraciones. Hai coses que nunca nun cambiarán.

—El Rusu sí que sabe atopales. O elles a elli. –decía Alvarito cafiáu. Rusu seguía col so rollu.

Page 96:  · Web viewEl monje los llevó hasta el crucero de la iglesia. Se detuvieron delante de una de las capillas que se abrían a ambos lados. —Ahí tienen. Un osario aquí y otro enfrente

—Mira, tía, vamos decilo d’otra miente. Los yanquis quitáronnos la nuesa heredanza.

—A min la única heredanza que me quedó foi la carretera N-634 onde los polígonos. A eso de les tres y media hai trabayu asgaya, cuando los chupatintes vuelven de xintar. Fieden a pote y a fritanga.

—Mui bien. Corta. Odies a los yanquis, ¿nun ye verdá? –el Rusu seguía cola so hestoria.

—Yo odio a tol mundu, ¿val? Una colega mía qu’estudió melecina dizme que ye metabólicu, que lo teo nel sangre, ¿sabes?

—Lo que tienes tú nel sangre ye un bichu asina como los oricios que se-yos pega a los babayos que s’arimen a tí –cuspió Alvarito.

—Déxala tranquila, Alvaro. –menació Triqui. La yonqui miró p’Alvarito por primer vez.

—¡Qué sabrás tú lo qu’hai qu’aguantar nesti trabayu! Si te cuento les coses que me piden nun sedríes quien a creyelo. Va poco taba follándome a un yanqui de la empresa esa del aluminiu nel so coche, un carrazu de la hostia, y decíame yo ¡vaya, por fin un carneru normal y con pasta!, y n’esto que’l puntu empencipia a correse y camúdase nun aquél de cámbaru asquerosu soltando espluma verde pela boca. Hai xente que nun tien clase denguna. O un inxenieru alemán que namás que quier que lu ponga de vuelta y media llamándolu de too demientres-y enseño’l coñu y el puntu va y ponse a llorar, y diz «lo siento, lo siento» y córrese nos calzones. Un ascu...

—¿Nun te da vergüeña arriendar el culu a un yanqui, putón de los coyones? –el rusu taba saliéndose de so peligrosamente.

—Bonu –contestó ella–, hai puntos de vista pa tou. Hala, a mamar.

—Pero Rusu, compañeru, tas como una maniega –dixo Gallo–, ¿qué te fexo la rapaza pa que te pongas asina? Y tú Triqui, ¿qué ye lo que falta allálantrones?

—¡H.oder! Lo único vivo ente la ponte los fierros y la ponte Azud son pexes de colores engordaos colos metales del fondu la ría. Tolo demás son murueques de los fornos y sables acidosos. ¿Nun yes pa velo? Ye’l cálabre del pasáu...

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Los cincu quedamos en silenciu mirando la panorámica que s’arrama delantre de les nueses frentes. A eses hores d’un domingu d’agostu les terraces del paséu de lo que n’otros sieglos fuere’l dock de l’alameda vieya estremécense y vibren de tantu movimientu. Sangre y sostancia de toles castres: negros, asiáticos, eslavos, mahgrebíes, polinesios, hindúes, celtíberos... El dock que a lo primero fuere centru del cabotax cantábricu y agospiare pataches, goletes y bergantinos, y depués se camudara en bocamar de graneleros de carbón, arrabiu y coque, yera agora un ríu indolente nel que sobrovivíen especies malignes, microrganismos d’alta densidá que s’intalen nel ñerviu ópticu aumentando la fondura de campu de la neñina’l güeyu.

De xemes en cuandu Gallo Menéndez sácase’l palillu de la boca y, espurriendo’l brazu, úsalu como puntu de mira. Detrás de nos, trevesando puertes abiertes de par en par, barres apinaes de gambes en gabardina y tortiella de chorizu, cocines afumando y retretes regaos con Zotal, esnifaores de coca y fumaores de h.aschis, bebeores de vinu corriente y libaores de güisquis de malta, xente glayando al altu la música caribeña.

Meses de billar ornaes de culos, tetes y paquetes. De cuandu en vez salta la bola blanca y percuerre’l llocal botando hasta una mesa-timba na que se xueguen al mentirosu bodegues enteres.

Les cases que dan pa contra’l dock tan toes apilaes. Cases de regodones y arena –pulga de mar nos estragales–. Cases d’uralita y contrachapáu con delantales de cuadros tendíos a la solombra de mofos mutantes. Cases tubería de desagüe cebando les augües ardíes de los patios. Cases lleña d’estielles podres y palacios del chute.

Espediciones con propósitos conocíos aporten a esti paisax conocíu. Van llegando foriatos en coches con sopa de mosquitu nel parabrises. Xurden de la Mar y de les montañes colos pies hinchaos. Dos gaviluetes amárrense por unes cabeces de parrocha. Gallo Fernández asiente cola tiesta, sonriendo.

—Esto talamente paez el barriu de les putes de los docks de Frisco. Ellí dicen qu’hai una fiebre propia d’aquél ambiente, y qu’una vegada que se te prende nel estómadu ya nunca nun vuelves salir d’ellí.

—Sí –diz Alvarito–, yá se lo quies dicir. Ye como si tovieres nuna cocina xigantesca y se te pegara’l golor a tueste, que nun hai dios que te lu quite.

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—Por eso te dicía yo –faló Triqui–. Qu’esto nun ye una urbe. Un puertu siempres ye un puertu un cualuquier llugar del mundu. Tienen una manera de medrar o amenorgar que ná nun tien que ver coles ciudaes. Un puertu ye como un tumor controláu.

El Rusu dispertó, por fin, de la so paranoia imperialista.—Ye verdá. El puertu ye la boca y el culu de la ciudá al empar.Gallo Menéndez endrechóse con xeitu trunfante.—Lo que ta claro ye que la fiebre ye pa siempres. Vosotros

tenéisla asomando nos güeyos. Eso velo tou quisqui. Por eso nos respeten.

—¿Qué quies dicir? –preguntó-y Alvarito con plasmu.—H.oder, nun hai más que ver que, en quitando aquella yonqui,

naide nun s’atrevió entá nin miranos siquiera.Quedamos toos sorprendíos pola inxenuidá, inesperao, de

Gallo, del que pensáremos que, de verdá, yá venía de vuelta. Triqui rióse y díxo-ylo con cudiáu de nun mancalu.

—Nun ye eso. Ye que nun puen venos, Gallo.—¿Porqué? ¿Qué-yos ficisteis vós, pa que vos traten asina?—Nun entiendes ná, Menéndez –taracé yo–. Nun nos puen ver.

Nun son quien. ¿En qué mundu sigues viviendo?

ÍNDICE

Prólogo............................................... 7Nota.................................................... 13

1997

Federico Alonso-Villalobos.................. 19Cuarta Sicilia................................... 21

Antón García....................................... 95La mar imaxinada........................... 97

1998

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Ángel Zapata...................................... 115Sí cariño.......................................... 117

Miguel Rojo......................................... 125La Ponte.......................................... 127

1999

Jesús Jiménez Domínguez................... 145La soledad del ferroviario............... 147

Xosé Nel Riesgo.................................. 167La fiebre del dock 169