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1 Villancico En este supermercado de lujo suena el villancico Adeste fidelesy su melodía resbala sobre baterías de jamones de Jabugo y barricadas de patés, embutidos, mariscos, turrones, vinos y licores, pirámides de frutas importadas de países exóticos, gollerías encajadas como joyas en estuches dorados. A este supermercado solo pueden acceder los muy adinerados, señores con la mandíbula violácea y mujeres muy perfumadas. Los precios son un puro esnobismo y marcan la línea roja infranqueable para una clase media desaparecida. El resto de los mortales no cuenta. Ha nacido el Rey de los ángeles, venid a adorar al Señor, dice el villancico, pero en este establecimiento el único Rey es el jamón de pata negra orlado con guirnaldas de plata. Movidos por la dulce llamada de Belén, los clientes cargan con las bolsas repletas de bienes, la caja registradora los despide con un alegre tintineo y para llegar hasta sus cochazos aparcados en tercera fila deberán vadear el bulto de una pordiosera en la acera que tiene un niño Jesús drogado y dormido en su regazo. En la esquina, una docena de mendigos aguarda la hora alrededor de un cartel con una flecha que indica que ese lugar es el punto de recogida solidario. Cada uno lleva un carrito de la compra cargado de latas, paraguas rotos, antenas, cables, varillas. Sobre estos desechos extraídos de los contenedores de basura un mendigo rumano ha plantado una gran bandera española, que exhibe como un trofeo. Por esa bandera se produce de repente un grave altercado. Un mendigo español ha intentado arrebatársela. No se trata de ningún patriota. Conoce a un chamarilero que le dará un euro por su asta de aluminio. Sale un dependiente del supermercado, deposita en el suelo unas cajas de comida caducada y la refriega se calma. Manuel Vincent El País 23 de noviembre de 2014

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Villancico

En este supermercado de lujo suena el villancico Adeste fidelesy su melodía resbala sobre baterías de jamones de Jabugo y barricadas de patés, embutidos, mariscos, turrones, vinos y licores, pirámides de frutas importadas de países exóticos, gollerías encajadas como joyas en estuches dorados. A este supermercado solo pueden acceder los muy adinerados, señores con la mandíbula violácea y mujeres muy perfumadas. Los precios son un puro esnobismo y marcan la línea roja infranqueable para una clase media desaparecida. El resto de los mortales no cuenta. Ha nacido el Rey de los ángeles, venid a adorar al Señor, dice el villancico, pero en este establecimiento el único Rey es el jamón de pata negra orlado con guirnaldas de plata. Movidos por la dulce llamada de Belén, los clientes cargan con las bolsas repletas de bienes, la caja registradora los despide con un alegre tintineo y para llegar hasta sus cochazos aparcados en tercera fila deberán vadear el bulto de una pordiosera en la acera que tiene un niño Jesús drogado y dormido en su regazo. En la esquina, una docena de mendigos aguarda la hora alrededor de un cartel con una flecha que indica que ese lugar es el punto de recogida solidario. Cada uno lleva un carrito de la compra cargado de latas, paraguas rotos, antenas, cables, varillas. Sobre estos desechos extraídos de los contenedores de basura un mendigo rumano ha plantado una gran bandera española, que exhibe como un trofeo. Por esa bandera se produce de repente un grave altercado. Un mendigo español ha intentado arrebatársela. No se trata de ningún patriota. Conoce a un chamarilero que le dará un euro por su asta de aluminio. Sale un dependiente del supermercado, deposita en el suelo unas cajas de comida caducada y la refriega se calma.

  Manuel Vincent El País 23 de noviembre de 2014

1.- Señale y explique la organización de las ideas contenidas en el texto.

2.- 2.a Indique el tema del texto

2.b. Resuma el texto

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3.- Realice un comentario crítico del contenido del texto.

2Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo

completo.

El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas se metían en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa.

Por falta de instinto colectivo, el pueblo se había arruinado.

En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los cereales y poniendo viñedos; pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro. En este momento de prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras, se instaló la luz eléctrica...; luego vino la terminación del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar al pueblo, a nadie se le ocurrió decir: «Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy.» Nada.

El pueblo aceptó la ruina con resignación.

-Antes éramos ricos -se dijo cada alcoleano-. Ahora seremos pobres. Es igual: viviremos peor; suprimiremos nuestras necesidades.

Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo.

Era natural que así fuese; cada ciudadano de Alcolea se sentía tan separado del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común (no la tenían de ninguna clase); no participaban de admiraciones comunes: sólo el hábito, la rutina, les unía; en el fondo, todos eran extraños a todos.

BAROJA, Pío: El árbol de la ciencia. 

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2.- 2.a Indique el tema del texto

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Por fin, llegó [el capitán Alegría] a Somosierra, un pueblo de granito y pizarra que necesita el paisaje para ser hermoso. Llegó al atardecer, con un sol oblicuo y denso a sus espaldas que le permitió acercarse a la caseta del fielato* donde los guardianes del camino habían instalado sus reales. Allí estaban los soldados del ejército que había ganado la última batalla, con los uniformes, las botas, los tabardos y las armas que él había administrado tantos años. No sintió ni nostalgia ni arrepentimiento, pero sí melancolía.

Les observó tras su difusa miopía durante horas, incluso cuando la noche se echó encima y los soldados tuvieron que encender hogueras para iluminar el camino y calentarse. Observó la parodia de un cambio de guardia, hecho al buen tuntún y con una desgana que reflejaba más hastío que victoria.

Debió de ser entonces cuando nació la reflexión que recogió en unas notas encontradas en su bolsillo el día de su segunda muerte, la real, que tuvo lugar más tarde, cuando se levantó la tapa de la vida con un fusil arrebatado a sus guardianes.

«¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado la guerra? No, ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como militares victoriosos sino como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirán, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real, que venció al ejército enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán considerados protagonistas de la guerra.»

Todos los pensamientos y con ellos la memoria debieron de quedar sepultados bajo la fiebre, bajo el hambre, bajo el asco que sentía de sí mismo, porque haciendo acopio de la poca fuerza que aún le quedaba, arrastrándose ya, pues ni siquiera incorporarse pudo en el último momento, se aproximó al cuerpo de guardia lentamente, sin importarle el asombro y la repulsión que sintieron los soldados al ver arrastrarse esos despojos.

Cuando el llanto se lo permitió, dijo:–Soy de los vuestros.

Alberto Méndez, Los girasoles ciegos

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