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Fundación Speiro ¿Y PARA QUE QUEREMOS EL SOCIALISMO? POR VI.ADIMIRO LAMSDORFF-GALAGANE. Quisiera, ante todo, manifestar la profunda satisfacción que me produce encontrarme, una vez más, en esta entrañable reunión de los amigos de la Ciudad Católica, así como mi profundo agradeci- miento a los organizadores de la misma por el voto de confianza que han depositado en mí al confiarme_ esta ponencia, confianza que haré lo posible por no defraudar. Pero vaya por .delante mi agrade- cimiento, también; a los asistentes que tendrán la paciencia de oírme. Me ha correspondido hablarles del socialismo, en nn congreso cuyo tema general es la sociedad cristiana y la sociedad pluralista laica. Y bien, este tema del socialismo podría parecer aquí un poco desplazado, pues si los regímenes soci_alistas conocidos son en su ma- yoría laicos, no son necesariamente «pluralistas>>. El sistema soviético, por ejemplo, es muchísimo más «monolítico» que cuelquier otro ré- gimen existente. Sin embargo, el tratar aquí del socialismo tiene su razón de ser. En efecto, el socialismo ha nacido y se ha desarrollado en sociedades típicamente plurailistas y laicas, la Francia postrevolu- cionaria y la Inglaterra liberal, y ha constituido nna respuesta a las contradicciones de estas sociedades. De estas contradicciones ya se ha hablado lo suficien~e en las ponencias anteriores; el caso es que basar la convivencia social en el único valor de la libertad, entendida en abstracto y con valor absoluto, resulta inviable. El resultado práctico es una nueva esclavitud. Y los socialistas tuvieron el mérito ( el único mérito) de alzarse como liberadores frente al liberalismo democrático. Luego el socialismo es, en cierto senti~o, una consecuencia lógica del pluralismo laicista. Concretamente, es el pnnto en que las ideas de la Revolución francesa se transforman en sus contrarias. Pero, notémoslo bien, sin apartarse de la corriente general secularizadora que 369 ••

¿Y PARA QUE QUEREMOS EL SOCIALISMO? · 2021. 4. 19. · ses», según el criterio que se emplee para distinguirlas: Si tal criterio es la posesión de medios de producción, per

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Fundación Speiro

¿Y PARA QUE QUEREMOS EL SOCIALISMO?

POR

VI.ADIMIRO LAMSDORFF-GALAGANE.

Quisiera, ante todo, manifestar la profunda satisfacción que me

produce encontrarme, una vez más, en esta entrañable reunión de

los amigos de la Ciudad Católica, así como mi profundo agradeci­miento a los organizadores de la misma por el voto de confianza

que han depositado en mí al confiarme_ esta ponencia, confianza que

haré lo posible por no defraudar. Pero vaya por .delante mi agrade­cimiento, también; a los asistentes que tendrán la paciencia de oírme.

Me ha correspondido hablarles del socialismo, en nn congreso

cuyo tema general es la sociedad cristiana y la sociedad pluralista

laica. Y bien, este tema del socialismo podría parecer aquí un poco desplazado, pues si los regímenes soci_alistas conocidos son en su ma­

yoría laicos, no son necesariamente «pluralistas>>. El sistema soviético,

por ejemplo, es muchísimo más «monolítico» que cuelquier otro ré­gimen existente. Sin embargo, el tratar aquí del socialismo tiene su

razón de ser. En efecto, el socialismo ha nacido y se ha desarrollado

en sociedades típicamente plurailistas y laicas, la Francia postrevolu­

cionaria y la Inglaterra liberal, y ha constituido nna respuesta a las contradicciones de estas sociedades. De estas contradicciones ya se ha

hablado lo suficien~e en las ponencias anteriores; el caso es que basar la convivencia social en el único valor de la libertad, entendida en abstracto y con valor absoluto, resulta inviable. El resultado práctico

es una nueva esclavitud. Y los socialistas tuvieron el mérito ( el único mérito) de alzarse como liberadores frente al liberalismo democrático.

Luego el socialismo es, en cierto senti~o, una consecuencia lógica

del pluralismo laicista. Concretamente, es el pnnto en que las ideas de la Revolución francesa se transforman en sus contrarias. Pero, notémoslo bien, sin apartarse de la corriente general secularizadora que

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fluye desde la Baja Edad Media y del Renacimiento. El objetivo final siguen siendo la ciudad terrestre, la felicidad puramente temporal de los hombres, cifrada en la abundancia económica. Pero veamos esto

un poco más en detalle.

l. Identificación del socialismo.

Hoy en día, existen muchos movimientos que pretenden llevar el nombre de «socialista». Aunque hayán prácticamente desaparecido los «nacional-socialismos» de anteguerra, siguen quedando social­demócratas, laboristas, comunistas, maoístas, 'y otros muchos. Cada uno de ellos hace lo posible por presentarse aote el público de la

maoera más atractiva posible, lo cual no facilita, ni mucho menos, la clara identificación de lo que es, en realidad, el socialismo. Pues las autodefiniciones de los propios ·socialistas son, a menudo, dema­

siado graodilocuentes o demasiado vagas. Se nos dice, por ejemplo, que el socialismo es el movimiento

que procura «la liberación de los trabajactores» (1). Pero en tal caso, lo que no hay son «antisocialistas» : todos deseamos liberar a los trabajadores de cualquier opresión; no creo que exista nadie tan

cínico como para pretender «esclavizarlos». O bien se afirma que el socialismo desea «establecer racional­

mente y con justicia las estructuras de la sociedad» (2). Pasa lo mis­mo: en esto estamos todos. Y cuando un término especial nos llega a ser aplicables a todos, no hace ya ninguna falta emplearlo.

Como hay quien defi1:1e al sociaJismo como un «humanismo».

También resulta insuficiente: ni Erasmo de Rotterdam, ni Juao Luis Vives, ni Antonio Agustín erao socialistas.

Inversamente, ocurre en ocasiories que adversarios del socialismo caracterizan a éste como la expresión máxima del ateísmo, del anti-

( 1) Así, por ejemplo, lo.S «Freres du monde>> cristiano-marxistas, en su vol. Socialismo y cristianfrmo, trad. J. A. Díaz, Nova T'erra, Barcelona, 1966,

pág. 19. (2) [bid., pág. 22.

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¿Y PARA QUE QUEREMOS EL SOCIAUSMO?

cristianismo, o del anti-catolicismo. Desde luego, el socialismo no es, ni mucho menos, una pía congregación, pero eso tampoco es

rasgo distintivo suyo. Ateo era Voltaire, pero socialista, ciertamente no. Anti-cristianos, 106 hay desde Nerón y Diocleciano, y anti-cató­

licos, desde que hay no-católicos. Por otra parte, existen socialistas que dicen ser cristianos, y cristianos que afirman que hay que «abrir­-se» al socialismo.

Y sin embargo, pese a toda. la confusión reinante en tomo a su definición, el socialismo es identificable. Cuando un no-socialista se encuentra en presencia dé tesis, de ideas o de personas socialistas, las suele identificar como tales aun cuando no lleven la correspon­

diente etiqueta en sitio visible. Y si tal ocurre, es que estas tesis, ideas o personas han de estar agrupadas alrededor de nna idea base. Intentaremos identificarla, haciendo algo de historia.

2. Un poco de historia.

Dejemos, de momento, a un lado a quienes quieren ver <<socia­

listas» en Platón, en Campanella o en Tomás Moro. Los orígenes del socialismo tal como se entiende en la actualidad, prescindiendo de figuras menores, son la línea Babeuf, Saint-Simon, Owen, Fourier, Blanqui, Proudhon, Marx-Engels.

El programa entero de los cuatro primeros ( o sea, el 90 % o más de sus escritos) era ridículo. Hoy día, los falansterios, los para­lelógramos cooperativos o las Nuevas Icarias se suelen considerar más bien desde el ángulo de lo psioopatológioo.

Una idea, sin embargo, tenían todos en común: la división de la sociedad en clases, una de las cuales explota y oprime a la otra.

Aún es muy primitiva en Babeuf: el mundo se divide en ricos y pobres, luego hay que quitarles a los ricos lo que tienen y repar­tirlo (3). Los socialistas lo suelen considerar «precurson>, pero rara

( 3) «Declaramos no poder sufrir más que la inmensa mayoría de los hombres trabajen y suden al servicio y para el buen placer de una extrema minoría. Hace demasiado tiempo que menos de un millón de individuos dis­ponen de lo que pertenece a más de veinte millones de sus semejantes, de sus

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VLADIMIRO LAMSDORPP-GALAGANE

vez propiamente «socialista» (4). Y hacen bien: sus afirmaciones son todavía muy tradicionales, y vinculadas a una tradición muy

concreta: la de los ladrones. De Saint-Simon, la única obra que todavía se -puede leer con

cierta fruición es su famosa Parábola. Grosso modo su sentido es

el siguiente: si repentinamente desaparecen los 3,000 primeros in­dustriales, artesanos y labradores de Francia, ocurre una catástrofe;

pero si desaparecen monarcas, cortesanos, ministros, jueces, gen!;'rales,

obispos, etc., hasta 30.000, no pasará nada. De lo que se deduce que existe una «clase ociosa» que explota y oprime a la «clase industrial»,

o sea, a la que está orupada en · la producción de bienes materiales

(5). Pues bien, precisamente a este Saint-Simon se Je suele consi­derar fundador, no sólo del socialismo (6), sino incluso de la so­

ciología científica (7).

iguales. ¡ Que cese de una vez este gran escándalo que nuestros nietos no querrán creer! Desaparezcan de una vez estas irritantes distinciones entre ricos y pobres, de grandes y pequeños, de runos y criados, de gobernantes y go­bernados. Que no exista otra diferencia entre los hombres que la de la edad y del sexo ... Ha llegado el momento de las grandes medidas ... Han llegado los días de la restitución general ... >> ( ManifieJto de los lgua/eJ, cit. por la antología Socialismo premarxista, selec. y trad. P. Bravo, Univ. Central de

Venezuela, Caracas, 1961, págs. 28-29). (4) los marxistas lo clasifican entre los «socialistas utópicos», lo cual

equivale a lo mismo: tan sólo admiten que «El babuvismo significó un paso adelante en el desarrollo de las ideas socialistas» Cfr. el art. «Babuvism» en el Filosófskiy Slovar (Diccionario filosófico), 2.ª ed., Politisdat, Moskvá,

1968, pág. 30. (5) No hace falta insistir demasiado en lo aberrante de todo eso.

Sencillamente no tiene pies ni cabeza. Cfr. el magistral análisis de Francisco PUY, Btude critique de la Parabole de Saint-Simon, <<Economies et sodétés.

Cahiers de l'I. S. E. A.» 1971 (5/7) 719 ss. ( 6) Incluso por teóricos del socialismo del prestigio y de la seriedad

de J. Ramsay Macdonald: «Saint-Simon fue el primero en formar un grupo que puede ser denominado socialista» (Socialirmo, trad. M. Sánchez Sarto,

Labor, Barcelona, 3-ª ed.-, 1931, pág. 171). (7) Por especialistas de la talla nada menos. que de Georges Gurvitch.

Cfr. su obra, cuyo simple título es suficientemente expresivo, LoJ fundadores

francese1 de la sociología contemporánea: Saint-Simon y Proudhon, trad. A. Goutman & H. Sito, Galatea-Nueva Visión, Buenos Aires, 1958, págs. 9-85.

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¿Y PARA QUE QUEREMOS EL SOCIALISMO?

La culminación de 1~ idea está ·en- M$.rx-Engels: la historia viene

interpretada como lucha de clases, la cual terminará en dictadura del

proletariado que dará paso a una sociedad sin clases ... Bueno, ¿para

qué seguir? Todo eso lo conoce ya el lector ad nattseam.

3. Las "clases sociales".

Desde entonces, la idea de «clase social» ha recorrido mucho ca­

mino. Es ya de~ uso común en sociología, y ha sufrido las correspon­

dientes transformaciones (8). Aparecieron nuevas <<clases»: la <<clase

media>>, la «clase intelectual», etc. Aparecieron nuevos criterios de distináón entre ellas : el nivel de los ingresos, la posición social, las

aspiraciones típicas, el sistema de valores profesado, incluso la opi­nión que tiene el propio sujeto acerca de la clase a que _pertenece.

Lo cual no contribuye precisamente a aclarar las cosas. Pero «tomemos conciencia» por un ·momento, haciéndonos la pre­

gunta: ¿«A qué clase social pertenezco yo»? Ignoro la respuesta que

le dará el lector. Yo mismo, desde luego, pertenezco a muchas «cla­

ses», según el criterio que se emplee para distinguirlas:

Si tal criterio es la posesión de medios de producción, per­

tenezco al proletariado. Si es la educación, pertenezco, con mi título de doctor, a la

clase superior. - Si es el género de actividad que desempeño, pertenezco a la

clase intelectual. - Si es la profesión, pertenezco al funcionariado, «subclase»

de profesores adjuntos de Universidad.

- Pero si se trata de los ingresos, sólo pertenezco, desgracia­

damente, a una modesta «clase media». - Si es la estatura, pertenezco a la «clase alta».

(8) Puede dar una idea de sus avatares la obra de Georges GURVITCH: El concepto de clases sociales, de Marx a n11e1tro1 días, Galatea-Nueva Visión, Buenos Aires, 1957.

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VLADIMIRO LAMSDORFP-GALAGANB

Si es la corpulencia, pertenezco a la «da.se delgada». Y ya si juzgamos por mi «conciencia de clase», entonces per­

tenezco, en virtud de lo dicho, a todas estas «clases» a la vez.

4. Clases, sí, clases, no

¿Quiere esto decir que no existen las «clases sociales»? Todo lo contrario. Existen, en un país, tantas «clases sociales» como clasifi­

caciones se quieran hacer entre sus habitantes. Pero claro está, sólo

<<existen» en la cabeza de quien haya hecho la clasificación. Son entes

de razón. En la realidad, sólo existen los ciudadanos que las com­ponen,· y sus asociaciones ( naciones, estados, ejércitos, familias, so­

ciedades, peñas, etc.). De ahí que sea absurdo atribuir a las «clases sociales» cualquier

actividad propiá.. Decir que una «clase» explota a otra, o domina a

otra, es como decir que la especie «gato» se está comiendo a la es­

pecie «ratón». Lo más que se puede admitir es que algún individuo

concreto esté explotando o dominando a otros, lo mismo que algún gato concreto esté comiendo ratones igualmente concretos.

Igual ocurre con la «lucha de clases». Las clases no luchan más que en la cabeza que las concibe. En la vida real, existen conflictos concreto esté explotando o dominando a otros, lo mismo que algún

unos obreros concretos y su patrono, entre un comprador y un ven­

dedor, entre un casero y su inquilino, etc. Pero ninguno de estos con­

flictos es necesario o inevitable. En otros casos concretos, no se dan.

Por idéntica razón, es imposible hablar de cualquier «interés de clase». Resulta incluso bastante peligroso hacerlo, pues en la prá<:­tica, el «interés de clase» se suele identificar con el interés personal

de quien lo invoca. Y, además, con toda lógica: siendo las «clases sociales» creación arbitraria de uno mismo, nada le impide a cualquier

político seleccionarse una «clase» de manera tal, que sus «intereses»

coincidan con los propios. Y luego, ponerse «al servicio» de la misma.

Tenemos un buen ejemplo en la URSS. Es muy posible que sus dirigentes estén convencidos, de buena fe, de estar sirviendo a los

intereses de las «clases trabajadoras» (o, como dicen desde Jruschev,

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¿Y PAlU QUE QUEREMOS EL SOCIALISMO?

de «todo el pueblo», lo cual no cambia nada al asunto). Sólo que

les sale un «pueblo» muy particular: obediente, laborioso, frugal, sacrificado, penetrado de ideas comunistas, pero orgánicamente in­

capaz de pensar con la propia cabeza y necesitado, por tanto, de

permanente dirección y «educación» por parte del poder. Cualquier persona concreta que no reúna alguna de estas característic~ es de­

clarada «elemento antipopular». Pero como en este caso está la in­mensa mayoría de los rusos reales, la URSS vive en la permanente

paradoja de tener un pueblo «antipopular». Asimismo, es estúpido esperar el advenimiento de una «sociedad

sin clases». Admitiremos que es posible hacer desaparecer alguno de los criterios según los cuales se ¡>nede dividir a la gente en clases.

Pero después, surgirán «nuevas clases» con el primer teórico que ten­

ga la ocurrencia de clasificar a la gente según otro criterio.

Del mismo modo, es inútil esperar cualquier acción real por parte de una «clase», como «revoluciones proletarias» o cosas por el estilo. Una «clase» es una construcción mental, luego no puede

actuar fuera de la mente. Dé ahí que absolutamente todos los socia­

listas proclamen la necesidad de «educar» al proletariado, como con­

dición para la realizaci6n de su programa. Hablando en plata, para que el «proletariado» ·se «libere» de las «clases explotadoras», hay que convencerle primero de que está explotado por ellas. No hay «lucha de clases» si primero no se convence a los contendientes de

que tienen que luchar. Los socialistas podrán llamar a esto «educa­ción>> tanto como quieran. Y o, lo llamo propaganda, o subversión.

Otra consecuencia es que los má.s impacientes de los socialistas,

los bolcheviques de Lenin, hayan tenido que sustituir, en sus pro~

gramas, a la revolución hecha por una clase, la revolución hecha por

un partido, Un partido sí es algo real y tangible. Es una unión vo­luntaria alrededor de un mismo programa, que es capaz, por tanto, de disciplinar.se y actuar eficazmente. Pero con ello el bolchevismo se volvió m~ soreliano que marxista ( 9).

(9) Cfr. el agudo aná!i,is de F. ELIAS DE TEJADA, Derecho y Clase

en la actual filosofJa ¡11ridfra rumana, «Anuario de Filosofía del Derecho»

1966 (12), págs. 364 y sigs.

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No le iremos a reprochar a Leoin el haber paliado las deficieo­cias del marxis;,.o espigaodo a Sorel. Pero hemos de lamentarlo : de no haberlo hecho, los europeos del Este, los rusos en primer lugar,

se habriao ahorrado muchos sinsabores. Porque estos partidos leoi­nistas aun están en el poder. Alguoos neomarxistas incorregibles ( el primero, Milovan Djilas) los han, incluso, querido presentar como una «nueva clase», contra lo cual protesto con todas mis fuerzas. Un

Partido Comunista en el poder sigue siendo lo que era antes de con­seguirlo: una unión voluntaria alrededor de unas ideas políticas. Sólo que ahora, las posibilidades de cargos y honores que abre el in­greso en él determinan la aceptación de su ideología, y no a la in­

versa.

Pero no por esto pasa a constituir una «clase», porque en general,

las clases sociales no existen en la oealidad objetiva. Y si la historia del socialismo es la historia de la idea de «clase», entonces es la his­toria de un inmenso sofisma. Como ejemplo pintoresco, tuve última­

mente ocasión de leer cómo dos sociólogos anglosajones demostraban,

en sus contribuciones a la misma colectánea, el uno, que el poder

en Hispanoamérica está en manos de la «ciase media», y el otro, que

en Hispanoamérica no existe «clase media» ( 1 O). Pero lo mej o.r del

caso es, que como utilizaban criterios distintos de «clasificación»,

¡ tenían razón los dos !

5. Sofismas sohre sofismas.

Naturalmente, al sofisma de base le siguen numerosos subsofis~

mas derivados. Por ejemplo, la tesis de que en los Estados «capitalis­tas», el Estado y el derecho están al exclusivo servicio de la «bur­guesía» : el Código civil consagra la propiedad burguesa, el Código penal castiga el hurto de la propiedad burguesa, una ley que rebaja el sueldo a los obreros favorece a 1a burguesía, pues aumenta sus

beneficios, una ley que les sube el sueldo también favorece a la bur­guesía, porque evita el descontento obrero y las posibilidades de re-

(10) José NUN y Richard N. ADAMS, en sus respectivas contribuciones

a The Politics of Conformity in Laiin America, ed. by Claudio Veliz, Oxford

Univ. Press, New York, 2.ª ed., 1970.

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volución, el Código de la Circulación favorece a la burgnesía que tiene más coches que los asalariados, o si tienen más coches los asa­

lariados, porque evita: que se pierda mano de obra con J05 acciden­

tes, etc.

Los argumentos que se emplean son a menudo ingeniosos, y pue­

den llegar a parecer convincentes. Pero, por otra parte, el sofisma es

evidente: si una ley que a mí, me sube el sueldo, beneficia a la burguesía, pues ¡que en buena hora se beneficie!

Si tuviera tiempo y humor para ello, podría desarrollar una «teo­ría social» sobre la base de que en España hay dos clases: los rubios

y los morenos. Y que los IDorenos dominan y explotan· a los rubios

(o viceversa). ¿Demostrar esta tesis? Es sencillísimo: tenemos un

Jefe de Estado moreno, un número N de ministros morenos. Si hay algnno rubio, es para evitar el descontento entre éstos. Manejando convenientemente las estadísticas, puedo demostrar que los. morenos

ganan más que los rubios ( donde no tenga datos:. claro, «los ocul­tan»). ¿También hay morenos entre las rentas bajas? Bueno, es que dominan a los rubios «en cuanto dase», no individualmente. Y así

seguiría ad infinitum.

Al fin y al cabo, cosas más absurdas se han visto, por ejemplo,

cuando la «raza aria». Con un poco de trabajo, hasta me podría quedar convincente. Tanto, que detrás de mí vendrían sabios soció­

logos, descubrirían a los castaños y me acu:arían de «olvido de la

clase media>>.

La solución de la paradoja es que, efectivamente, la mayoría de la legislación, en Occidente, favorece a la burguesia. Y a los mo­

renos. Un legislador corriente, en una sociedad sana, suele procurar

el bien común. Y lo normal es que tenga éxito en ello. Luego., tanto

favorece a la burguesía, como a cualquier otra «clase» que se quiera

distinguir en la sociedad.

6. Réplicas socialistas.

Ahora bien, un socialista me contestaría algo parecido a lo si­guiente:

--«Todo esto es muy ingenioso, pero V d. está jugando con pa-

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labras. Puede V d. ironizar cuanto qniera acerca de las «clases» : pero esto no quita el hecho real de que hay personas realmente explotadas,

trabajadores realmente pobres. Y sólo el socialismo asegura ·que se las deje de explotar, que participen en la vida de su empresa, que

sean dueños del producto de su trabajo, etc.» Bien, pues si eso es lo que pretende el socialismo Jll ), resulta

que si en alguna parte está realizado, o en vías de realizarse, es en

los países llamados «capitalistas». Veamos qué oa;a.rre con la «explotación». Una empresa se com­

pone de sus propietarios, que compran las instalaciones, la maquina­

.ria, la materia .. prirµa, y _de sus obreros. Produce, y vende sus produc­

tOB. Sus ingresos constituyen su beneficio bruto. Este se reparte: wia

parte, la mayor, se. destina a reinversión (reposición de materias pri­mas, de maquinaria, publicidad, etc.) ; ot,:a va a los obreros, con la

particularidad de que se les garantiza una cantidad fija, indepen­

dientemente del éxito comercial de la empresa; y otra, por fin, pasa

a disposición de los propietarios, en calidad de renta producida por

su capital.

Sobre estos hechos, Marx montó una teoría complicadísima, cuyo principal efecto ha sido osrurecer lo sencillo. Por ejemplo, la paga de los obreros se llama «capital variable», por un lado, y «ca­pital cirrulante» por otro, como para encubrir que se trata de un

reparto de ganancias (12). Pero, desde luego, una empresa· que no

haga beneficios se queda sin uno ni otro. ¿Para qué, entonces, buscar

nombres inadecuados ·a una cosa sencilla?

Lo que sí ocurría en tiempos de Marx, en que este reparto de

los beneficios lo hacían los patronos a su antojo y, por tanto, sí cabía

hablar de explotación. Pero ahora, los obreros, reunidos en sindica-

(11) En todo caso, eso dicen que pretenden sus partidarios. El art. «Sot­siallism» del Filosófskiy Slovar, cit., pág. 331, se deja resumir en los siguie11-tes puntos: ausencia de explotación, igualdad social, unidad, desarrollo eco­nómico, participación.

(12) Cfr. Capital, I, págs. 150 y sigs. y II, 140 y sigs. (cit. por la trad. de W. Rotes, 3.!! ed., F. C. E., México, 1964-5). Para una buet1a exposición de la teoría económica de Marx, cfr. P. D. DOGNIN, lnitiation a Karl Marx,

Ed. du Cerf, París, 1970, págs. 281 y sigs.

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/: PARA QUE QUEREMOS EL SOCIAUSMO?

tos, han sabido conquistarse una influencia tal, que han dejado re­

ducida la parte del propietario a un simple interés por su inversión,

justo lo suficientemente alto para que los capitales no se escapasen hacia las inversiones de renta fija. Es más, en determinados países

se habla ya de una «dictadura sindical», llegando las exigencias obre­ras . a rebasar los límites necesarios para la reinversión, · lo cual pro­voca quiebras o inflación.

Algo parecido ocurre con la participación. En el reparto de ga­

nancias, los obreros ya participan. En la organización de la empresa,

en lo que alcanza su competencia témica, ya les hacen participar los propios empresarios, por la cuenta que les trae. En lo que rebasa su

competencia, su participación tendría efectos desastrosos: si un obrero

entendiera de ingeniería o de finanzas, ya no sería un obrero. Pero

aun así, si quieren tener la plena propiedad de su empresa, que se unan en cooperativas. Las hay por todo Occidente, algunas incluso rentables. Y si se habla de participación en materia política, los obre­

ros tienen la misma que cualquier otro ciudadano.

La objeción favorita de los socialistas a esto es que los derechos tj_ue en Occidente se conceden a los obreros se quedan en derechos «formales» (13). Nos detendremos un momento en ello. Todo de­

recho es «formal» si su titular no dispone de fuerza, propia o pres­tada, para hacerlo valer. Pues· precisamente los obreros la tienen, de

ambas clases: primero, la fuerza del -Estado, que vela por el cum­

plimiento de una amplia legislación a su favor ( seguros de enferme­

dad, de desempleo, reglamentación del despido, etc.) ; y, además, la fuerza económica y física que les dan sus asociaciones, que les co­loca en situación de aprovechar, de hecho, todas las ventajas de la libertad de contratación, de la libertad de expresión, etc., que les ase­guran los ordenamientos de sus países.

En todo caso, tienen mucha más fuerza que en los países «so­

cialistas», en que la fuerza es monopolio de los gobernantes, que la usan, preferentemente, · en beneficio -propio.

(13) Tieoria Gosudars!va y Prava (1'eorfa del Estado y del Derecho), dir. por N. G. ALEXANDROV, Iuridícheskaya Llitieratura, Moskvá, 1968, págs. 131.

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VLADIMIR.O LAMSDOR.FF-GALAGANE

Desde luego, todo derecho «absoluto», «inalienable», etc, pro­

clamado en una Constitución, se· queda, en cierta medida, en una

mera abstracción. Pero esto no afecta más a los obreros que a otros

ciudadanos cualesquiera. Otra objeción tipicamente socialista, es que todo esto se consigue

en Occidente a costa de la «explotación» del Tercer Mundo (14).

Lo cual es, simplemente, una tontería. Lo malo de los pobladores del

Tercer Mundo es, precisamente, que no los «explota» nadie. Dedi­

cados a la agricultura, producen sólo lo necesario para la propia sub­

sistencia (a veces, ni esto siquiera), y, por consiguiente, no tienen

nada que vender. Como no venden nada, tampoco les vende nadie

nada a ellos. Están fuera de todo circuito económico. Cuando los

países del Tercer Mundo venden materias primas, se las pagan, en

general, al mismo precio que las producidas en países desarrollados,

y precisamente las zonas ocupadas en su producción (la Argentina ga­

nadera, el Chile minero, o las regiones petrolíferas de Venezuela o

del Golfo Pérsico) son en las que se vive bien ( aunque también se

haga sentir, con frecuencia, la superabundancia de mano de obra).

Por lo demás, nadie obliga a estos países a vender sus materias primas,

en vez de transformarlas ellos mismos. Si no tienen el nivel de indus­

trialización suficiente, bien suya es la culpa; al fin y al cabo, en el

siglo XVIII, estaban en el mismo nivel que Europa, a la que no ayudó

nadie a industrializarse, y, en la Edad Media, a veces por encima.

Y que no me hablen del «colonialismo». Estos países fueron co­

lonizados precisamente por no tener l,.111a base industrial, y no a la

inversa. Aparte de que el ser colonia no es ningún obstáculo para

el desarrollo, como demuestran los ejemplos de Canadá o de Aus­

tralia. Por el contrario, no hay que olvidar que los países más pobres

de Africa son Etiopía y Liberia, los únicos que no han sido coloni­

zados nunca.

En tOO.o caso, la situación de los países en vías de desarrollo es

muy lamentable, pero no por eso se hace necesario cambiar el régi­

men económico interno de los países ya desarrollados.

(14) O.tnóvuy naúchnovo kommunisma (Fundamentos de comunismo

científico), Politisdat, Moskvii, 1966, ¡,ágs. 135 y sigs.

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¿Y PARA QUE QUEREMOS EL SOCIALISMO?

7. La receta socialista.

Este régimen no es perfecto. En esto estamos de acuerdo. Y ahora le dirigimos una última pregunta al sociaislmo: ¿cuál es su re­ceta para remediar nuestros males?

Pero no les haremos esta pregunta ni a los revolucionarios me­lenudos, ni a los dogmáticos fosilizados del marxismo-leninismo, ni a los nuevos teólogos, El socialismo también ha tenido expositores se­rios, responsables y respetados, como J. Ramsay Macdonald, el grao teórico del laborismo inglés, o el filósofo Bertrand Russell. Nos di­rigimos a ellos, y el respeto que les debemos nos obligará a conside­rar sus argiunentos con detenimiento y seriedad.

Su fórmula política se puede reducir a dos puntos esenciales: nacionalización de 1os medios de producción, más control democrá­tico del Estado. Hay que hacerles justicia: tanto insisten en lo se­

gundo como en lo primero (15). Pues bien, nuestra opinión es que confían demasiado en cosas

que han demostrado no ser tah eficientes. Transferir al Estado la propiedad -y la administración- de los

medios de producción equivale a ponerlos en manos de una buro­cracia, a la cual se transferiría, encima de su poder político como ór­ganos del Estado, el poder económico derivado de la gran riqueza que pase por sus manos. Aun suponiendo que no lo emplee en su exclusivo provecho, disminuiría la eficiencia en la gestión.

A esto sólo contesta Macdonald que el Estado socialista, por ser socialista, no será burocrático (16). Es una afirmación gratuita: todos

(15) Cfr. J. R. MACDONALD, Socialismo, dt., págs. 105 y sigs. y 131 y sigs. B. RUSSELL. La. coyuntura del socialismo, en su vol. Elogio de

la ociosidad y otros enJayos, trad. J. Novella, Aguilar, Madrid, 1953, págs. 118

y sigs. Contrariamente a los marxistas, que definen el socialismo como «té· gimen social ... fundado en la propiedad social de los medios de producción» (art. «Sotsiallism», en Filo.rófskiy Slovar, cit.); si se habla de «democratismo», se le presenta como consecuencia de lo anterior. Macdonald o Russell, en cambio, conciben nacionalización y democracia como fenómenos distintos y

hasta cierto punto independientes. (16) SocialiJmo, cit., pág. 119,

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los Estados conocidos actúan a través de «órganos» burocráticos. Para

las tareas civiles, no hay otros. En cuanto al paliativo propuesto para estos inconvenientes, es el

control popular sobre el Estado. En teoría, es suficiente. Pero aquí otra vez, los socialistas confían demasiado en un_ medio -particular de lograr dicho control, que es la «democracia inorgánica». Un autén­

tico control popular se ha de ejercer sobre todas y cada una de las

decisiones tomadas por los órganos estatales, centrales o locales.

Pero el sistema de elecciones, lo único que asegura es la posibilidad del cambio de titttlaridad del poder central cada «equis» años, no

siempre por los individuos más adecuados, ni siquiera siempre por

los que mejor reflejan el deseo popular (17). Donde es posible un control popular inmediato, es a escala de

comunidades menores (municipios, cooperativas). Si el programa socialista comprendiera una amplia descentralización, y la concesión a tales pequeñas comunidades de la debida autonomía, ya tendríamos

eso menos que objetarle. Pero el socialismo clásico es en extremo cen­

tralista y centralizador. Apa'tte de que la democracia, en régimen socialista, corre el ries­

go de levantar «paradojas del socialismo», paralelas a las conocidas

«paradojas de la libertad»: sí el socialismo, en teoría, es el régimen que más responde a los intereses del pueblo, cualquier oposición a

este socialismo ha de ser reputada «anti-popular». De abi a prohibir­

la, en la práctica, no hay más que un paso. Limitada así la compe­tencia política a partidos o grupos «socialistas», lá discusión entre

ellos trataría de los medios más idóneos para la conservación, o la mejora, del sociálismo, con lo rual los discreparites se verían acu·

sados de proponer medios inadecuados, y por consiguiente, de «apo­yar objetivamente a los enemigos del socialismo». Lo cual también

(17) Aun· en el caso de elecciones limpiamente conducidas, el sistema electoral adoptado ( mayoría a dos vueltas, mayoría simple, representación proporcional, etc.) influye sustancialmente en el resultado, hasta el punto de que con una misma· votación, la composición de una cámara variaría de medio· a· medio al adoptarse otro sistema. Cfr. G. FERNANDEZ DE LA MORA, Alta matemátfr-a electoral, pub!. como apéndice a su obra El crepúsculo

de las ideologías1

5.ª ed., Salvat-Alianza, Estella, 1971, págs. 165 y sigs.

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lleva directamente a la prohibición. El resultado del proceso es la

más tiránica de las dictaduras, por mucho que siga afirmando, de

boquilla, su inquebrantable democratismo. El ejemplo clásico es la

UR.SS. ¿Qué régimen socialista estaría garantizado contra la repetición

del fenómeno?

8. Marcha atrás.

El socialismo, en definitiva, no nos convence (18). Las ventajas

que pueda ofrecer no compensan sus desventajas. Y ¿qué proponemos

nosotros ·en su lugar?

Empezaremos por el aspecto técnico. Técnicamente hablando, pro­

ponemos, en principio, el dejar de querer arreglar, de un sólo golpe,

toda la organización de la sociedad, sino el ir resolviendo entre todos,

a medida que aparezcan, los problemrur concreios que se vayan pre­

sentando, sea el de la miseria, sea el de la droga, sea el de la con­

taminación del medio; Con ello, poquito a poco, se puede ir con­siguiendo un sistema de convivencia cada vez más sensato, aunque nunca perfecto. En una palabra, es lo que Maurras llamó el «empi­

rismo organizado:o>. ¡Ah!, y desconfiar sistemáticamente de los «defensores de los in-

( 18) Ni tampoco ha traído sustanciales ventajas a los trabajadores. La legislación social vigente en los países occidentales ha sido obra de partidos opuestos al· socialismo, como, los conservadores ingleses, con mucha mayor frecuencia que de los socialistas, los cuales -los comunistas en particular­se han atenido con demasiada frecuencia .a la política de «cuanto peor,. tanto mejor».

Actualmente, por cierto, están renunciando a ella. Hasta tal punto, que algunos partidos, como el laborista iriglés o el social-demócrata· alemán, con­servan de «socialismo» poco más que la etiqueta. Como es 16gico, cuanto más se vayan apartando estos partidos de la idea de «clase», del propósito na­cionalfaador y de la ideología centralista, tantas menos objeciones levantarán en nosotros sus programas. En España, desgraciadamente, no es éste el caso. :Ñ'uestro <csocialismo», de inspiración (y. en la mayoría de los casos, de obe­diencia) comunista, sigué aquejado de todos los extremismos y de todos los sofismas que <cadol'llaron» al socialismo clásico.

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tereses de los trabajadores» que no sean ellos mismos trabajadores. Encontramos mucho más económico ·y eficaz que los trabajadores de­

fiendan sus intereses ellOS mismos.

Del aspecto técnico del asunto, no hay más que decir. O se actúa de esta forma, o se consigue lo contrario de lo que uno s·e .proponía.

Pero lo que proponemos en vez del socialismo, más que un cam­

bio de medios, o de técnicas socio-económicas, es un cambio en los

fines a perseguir por la colectividad social. De una organización laica se puede esperar, en el mejor de los casos, que consiga construir una

sociedad hedonista, cuyo mayor afán sea el placer, bajo cualquiera

de sus formas. O sea, una. sociedad insatisfecha, porque los placeres

no dan la felicidad. O sea, una sociedad permanentemente agitada por el deseo de Carilbiar el esta<lo · de cosas existentes, y por consi­

guiénte, en tanto se mantenga la idea laica, irremisiblemente abocada

al soc:ialiSmo. Pero como el socialismo resulta más insatisfactorio 'to­

davía, se sigue así ad infinitum.

Lo que hay que desterrar es la propia idea laica, y sustituir la so­ciedad hedonista por la sociedad cristiana. Un cristiano sabe que la

felicidad tés inasequible en este mundo, y que la puede conseguir en el otro sólo si ha dedicado su vi~a terrén'a a honrar y glorificar a

Dios. Luego una comnnidad cristiana no tiene por qué organizarse

con vistas al puro placer (llámeselo así, o llámeselo desarrollo econó­mico, revolución industrial, progreso o como se quiera). Se tiene

que organizar con vistas a procutar la felicidad eterna de sus com­

ponentes. Con lo cual todo ese «problema social» -que en última instancia, se reduce al del reparto de los bienes materiales- pasa a un segundo plano, porque de todas formas, el destino normal de todos los bienes sobrantes pasa a ser el de glorificar a Dios.

Eso puede parecer imposible. Pues no lo es. Basta con quererlo. ¿ Ahora lo queremos sólo unos pocos? Pues nada, procuremos ser más.

Cuando seamos bastantes, lo haremos. Como antes lo han hecbo nuestros mayores. Vamos a ver: ¿qué nos ha dejado la cristiandad

medieval? Esas espléndidas catedrales en que volcaron lo más fino de su arte y los últimos gritos de su técnica. ¿Qué nos ha dejado la

cristiandad española del Siglo de Oro? Esas iglesias, esos altares, esos retablos barrocos con que se llenaron todas las Españas -las Españas

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de entonces- y en que se gastó todo el oro de Indias. En cambio,

una sociedad hedonista no deja detrás más que cementerios de coches.

Un proyecto de este tipo parecerá sumamente retrógrado. Y es que es un retroceso. El socialismo ha sido experimentado ya en varios

países, con resultados entre «malo» y «desastroso». Lo cual no es de extrañar, pues descansa todo él en s,imples sofismas. Todas las curas de urgencia que se le han intentado aplicar, como bautizarlo, o po­nerle «rostro humano», han terminado lo mismo de mal. Pues bien,

cuando se está en un callejón sin Salida, lo único sensato es dar marcha atrás.

En el caso del socialismo, la marcha atrás nos lleva al liberalismo

capitalista. Pero como éste resultó, en su día, exactamente iguai de in­

deseable, es inútil volverlo a e"!'etimentar. Hay que continuar la marcha atrás hasta salir del callejón por entero) hasta volver a un orden social cristiano.

Desde luego, riuestro programa escandalizará a un socialista, e incluso a todo no-creyente, Sólo que una comunidad cristiana no tiene razón alguna para considerar a los no-creyentes como sus miem­

bros. Todo lo más, como huéspedes en su territorio. Lo ma:lo sería

que llegara- a escandalizar-· incluso a creyentes! cuya fe, por razón del

hedonismo ambiente, tienda a irse diluyendo. Hoy día, el caso pare­ce cada vez más frecuente. Razón de más para actuar, cada cual en lo que pueda, de manera a hacerlo posible con la mayor urgencia.

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