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La vida no se cuenta por las veces que respiramos, si no por las que perdemos el aliento.
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Yago
Llop - 2013
Ahora que me dispongo a contar mi vida, veo lo curiosa que es la forma en
cómo percibimos el paso del tiempo. Cómo es posible que años enteros pasaran de
largo sin dejar apenas rastro y cómo pequeños instantes quedaron marcados a fuego
en mí, prolongando su huella hasta el presente y aún más. ¿Qué es lo que hace que
un simple momento cobre tanta fuerza hasta el punto de revolver nuestra propia
percepción? Pareciese como si de alguna forma nos negáramos a vivir, a conectar
con la realidad, hasta que esta nos muestra su lado más amable o temido. Sea como
sea, el relato de mis experiencias empieza con un gran vacío. De niño recuerdo mi
mundo en un amplio abanico de colores, pero al crecer, todo aquel mundo cambió y
se empañó de fríos tonos grises tan duros e insensibles que no soy capaz de afirmar
que realmente estuviese viviendo. Entre medias no recuerdo qué ocurrió y si alguna
vez lo supe es seguro que preferí olvidarlo. La rutina de mi vida transcurría invariable y
mecánica como un reloj de perfecto engranaje. En la escuela sentía diluirse mi vida
por un sumidero entre las lecciones de cosas que me eran ajenas y los exámenes
donde intentaban cuantificar mi inteligencia y mis conocimientos sin mucho éxito.
Apenas tenía más que un compañero al que podía otorgar el nombre de amigo. En
casa no era mucho mejor. Las malas calificaciones me hacían blanco de las feroces
críticas de mi madre que intentando protegerme de un futuro aterrador, había traído
ese mismo futuro hasta el presente. Mi padre era el que ponía fin a esas discusiones,
siempre tan distante, en un mundo donde los ordenadores y la burocracia de una
oficina lo ocupaba todo. Y mi hermana, de quién no sé muy bien qué decir, pues por
aquel entonces no era más que una desconocida. Tan cerca y al mismo tiempo tan
lejos de mí. Los segundos eran minutos, los minutos horas, las horas días, los días meses,
los meses años. Pero una tarde al volver de la escuela algo cambió.
Había estado allí siempre, sólo que yo había sido incapaz de verlo hasta ahora.
El color que yo creía desaparecido con los años, que pensé que tan sólo pertenecía a
otra época de mi vida, una anterior, brillaba con fuerza. No en todas partes, pero si me
fijaba con atención, podía descubrir sutiles indicios de él. Aquel descubrimiento me
fascinó y recuerdo que aquella tarde regresé corriendo a casa para buscar mis viejos
lápices de colores. Ahí estaban, olvidados por un mundo que no había encontrado
una utilidad para ellos. Volví a sentirme como un niño al dibujar. Pero lo que antaño
me había parecido bello, ahora resultaba caótico e informe. El paso de todos los años
en gris había corrompido la inocencia de mi primera etapa de vida. Frustrado me dejé
caer en la cama cuando el móvil sonó y la llamada de mi amigo me rescató de
aquella desilusión.
Mi amigo es un tipo corpulento, con pinta de jugador de rugby. Le gusta beber
y se le dan tan mal los estudios como a mí. Por eso a veces salimos a celebrar juntos
nuestras calificaciones. Aquella noche que nos vimos yo sólo quería hablarle de mi
nuevo descubrimiento. El color estaba allí y era real. ¿Existía acaso algo más
importante? Pero fue como explicarle la música a un sordo. Al poco tiempo desistí y
fue cuando otro tipo derramó la cerveza sobre mi amigo. Lo que vino después no lo
recuerdo con nitidez. Hubo una pelea. Y mi amigo quedó maltrecho en el suelo
mientras otros tipos salían huyendo del local. Le ofrecí mi mano para levantarse y
entonces ocurrió algo inesperado.
El color que había en mí empezó a fluir hacia él a través de mi mano. Empezó a
inundarle desde la punta de los dedos hasta los mechones de pelo en la cabeza. Pero
para él aquello no era algo bello. Era nuevo, inesperado, extraño y no sabía cómo
asumirlo. Me soltó la mano. Aquella noche no volvimos a hablar. El color escapó de él.
El regreso a la rutina no fue mejor. Al parecer, mi madre había descubierto mis
dibujos y aquello no se encontraba en los planes que tenía para mí. Esa vez ni siquiera
tuve fuerzas para responder. Aceptaba mi destino como algo inevitable, como si
mereciera toda aquella descarga de razones y juicios grises, todo lo que se supone
que era correcto y aceptable en la sociedad. Sólo mi hermana sonreía. Y al mirarla
entendí por qué.
Tenía el pelo de un intenso color anaranjado y los ojos de un verde amarillento.
Y comprendí entonces que ella también podía verme a mí de la misma manera. Quién
sabe desde cuándo. Aquella fue una de las más extrañas noches de mi vida. Mi
hermana y yo nos escapamos de casa por la ciudad. Ella me llevaba a algún lugar
que ya conocía. Descendimos por las alcantarillas bajo el mundo gris de la superficie y
finalmente pude contemplar el mayor despliegue de color que hubiese podido
imaginar.
Gente de mi edad bailaba en una gran sala entre una explosión de colores.
Parecían, de hecho, bailar acorde a los cambios de color que se producían. Mi
hermana se perdió entre la multitud y una muchacha de pelo cobrizo se fijó en mí, se
acercó y sin avisar me dio un beso. En aquel beso hubo algo más. Junto a él también
me había dado una pastilla con algún tipo de droga que debía ser habitual en aquel
sitio. Me sumergí en el color hasta volverme uno con él. Fluía en una absorbente marea
de emociones que me arrastraba lejos. Pero lo que en un primer momento fue
agradable y placentero, tornó en una gran tormenta emocional.
Sentí la necesidad de escapar de aquel lugar. El color era algo increíble, pero
sólo en la dosis adecuada. Si uno se pasaba, entonces perdía el control de sí mismo.
No recuerdo cómo logré salir de allí, arrastrándome hasta la superficie. Sólo sé que al
llegar alguien me tendió una mano, y al levantar el rostro pude ver a mí amigo allí,
sosteniéndome.
Aquel instante se congeló en el tiempo. Mi amigo tenía el pelo rubio y unos
profundos ojos azules. Esta vez el color no huía de él, ni él del color. Me ayudó a
levantarme y juntos regresamos a casa. El mundo podía ser un lugar gris e indiferente
en su mayor parte, pero tenía un amigo que era capaz de verlo como yo y que sabía
que no me abandonaría.
La siguiente vez que usé los lápices de colores mis dibujos fueron mejor, y la
siguiente mejor que la anterior. Sigo dibujando porque me gusta y porque sé que ahí
afuera hay más gente como yo, gente que en algún momento de sus vidas se darán
cuenta de que el mundo no sólo puede ser gris, si no también estar bañado de
múltiples colores, tantos como una sea capaz de imaginar, y que de alguna forma,
hacen que el tiempo que uno vive esté realmente vivo.