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Antología de literatura sobre la muerte. Ganadores del Premio Calaca de Literatura 2005.

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ZONA VACÍAANTOLOGÍA DE LITERATURA

SOBRE LA MUERTE

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Título original:

ZONA VACÍA. ANTOLOGÍA DE LITERATURA SOBRE LA MUERTE

Primera edición:

OCTUBRE 2006, EN LA COLECCIÓN MANDRÁGORA, NÚMERO 01

Diseño y concepto editorial:

RAFAEL VILLEGAS

Editores:

JOSÉ DAVID CALDERÓN, FORTINO DOMÍNGUEZ, CRISTÓBAL DURÁN,

IGNACIO SÁNCHEZ ROLÓN, RAFAEL VILLEGAS, JAVIER ZAMORA

Corrección de textos:

LITTERA ROTUNDA

© LIMBO EDITORIAL, 2006

FRAY ANDRÉS DE URDANETA 1939/20-3

JARDINES DE LA CRUZ, 44950, SJ,

GUADALAJARA, MÉXICO

[email protected]

WWW.LIMBO.ORG.MX

VARIOS AUTORES

[2006] Zona Vacía. Antología de literatura sobre la muerte, Guadalajara:

Limbo (colección Mandrágora, núm. 1).

Libro electrónico; 126 pp.; 13.97x 21.59 cms.

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GANADORES DEL PREMIO CALACA 2005

Poesía

Primer lugar:

JOSÉ ANTONIO NERI TELLO [12]

Menciones honoríficas:

CÉSAR OMAR RAMÍREZ GONZÁLEZ [17]

PAOLA DÍAZ MARTÍNEZ [20]

Cuento

Primer lugar:

ALEJANDRO RASCÓN MONTAÑO [23]

Menciones honoríficas:

LESTER ISRAEL AYALA CASTILLO [32]

LUIS ANTONIO VÁZQUEZ GONZÁLEZ [37]

Finalistas:

CHRISTIAN CÉSAR HERNÁNDEZ SANDOVAL [46]

JUAN CARLOS GONZÁLEZ CRUZ [51]

FABIÁN PÉREZ RAMÍREZ [58]

RODRIGO REYES CARRANZA [63]

FRANCISCO JAVIER SANTILLÁN VARGAS [70]

MITZI FLOR VALLE CORREA [75]

FERNANDO VILLASEÑOR ULLOA [81]

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INVITADOS

ROBERTO VISANTZ [88]

BRENDA LEDESMA [94]

RAMÓN VÁZQUEZ JARAMILLO [99]

MARY MAGDALENE [110]

NOEMÍ MEJORADA [113]

ALVA LAI-SHIN CASTELLÓN [117]

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El amor es...

como la muerte(un texto que se hace pasar por prólogo)

Rafael Villegas

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UNO SE PREGUNTA qué dura menos: el amor o la vida.

Es probable que no existan diferencias, es probable que

amor y vida sean lo mismo. Lo único que puede desafiar

a la vidamor es la muerte. Pero la muerte es algo más

terrible que el sencillo, y casi comprensible, renunciar del

cuerpo humano. La muerte parece ser una voluntad

incomprensible, un cansancio secreto del corazón. El

corazón desiste cuando descubre la verdad: que lo

absurdo de vivir, y lo absurdo de amar, es el halo

milagroso que envuelve al ser mientras se vive y mientras

se ama.

No hay nada más absurdo que estar bien. Ya

sospechamos el asalto, por eso no hay asaltos sorpresivos.

Si el asalto, por alguna razón, no se hace presente,

suponemos (con toda la estúpida seguridad de la fe en

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la incertidumbre) que viene retrasado, que tarde o temprano

llegará. Somos invocadores constantes de la fatalidad,

detestamos las armonías y los círculos perfectos: desinflamos

los círculos y tachamos las armonías. Vivimos en un pozo

de las delicias amatorias y vitales. He aquí un secreto: la

muerte no nos visita, es nuestra vecina en este pozo, ha

sido encarcelada como todos: esa es la razón de que la

muerte también se canse.

La muerte no tiene nada de milagrosa, pues es de

nuestra misma especie: homo dolorosus. A la familia se

le acepta (la mayoría de las veces) aunque no se la

comprenda. De todas las incertidumbres, la muerte es la

que mejor se adapta a nuestro sistema lógico, o debiera

decir a nuestro sistema resignativo, a la fatal familia de

lo que no decidimos. En el pozo, como en cualquier

espacio, se rechaza al extranjero; en el pozo, espacio de

las monstruosidades, se rechaza al extranjero por ser

hermoso. La vidamor es hermosa. Cuando nos topamos

cara a cara con la vidamor, sin embargo, surge la única

certeza humana: que no queremos salir del pozo, porque

es más sencillo y soportable no salir que salir por un

instante y regresar violentamente.

Cuando decimos que no sabemos lo que queremos,

en realidad decimos que no queremos la vidamor iluminando

el pozo.* La vidamor, a pesar de todo, debe existir, no

se trata de eliminarla (no la podemos eliminar), sólo se

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trata de mantenerla bien lejos. El mejor camino para

atrapar la vidamor es dejándola en su propio país: la

tierra de los deseos, la dreamland que adoramos pero

oramos por no visitar nunca más que en nuestros viajes

fantásticos, huidas fantasmales o infidelidades amorosas,

venturosas mentiras para, después, culparnos lo suficiente

para no merecer el derecho de encender ninguna flama,

por pequeña que sea. Dios nos enseñó a soplar sobre

las velas encendidas (milagrosamente), pero nunca nos

enseñó el proceso milagroso para encender una vela. Los

milagros, lo sabemos, no se enseñan pero si se matan.

En efecto, hay milagros que terminan por sí

mismos, pero también hay milagros que son desconectados,

sin consultar su opinión, de la sonda que los mantiene

respirando. Hay milagros que son asesinados. Sin embargo,

es probable que ningún milagro asesinado tenga, realmente,

asesino declarado. Ya lo dice la Muerte: «estas son las

vidas de los hombres, alumbran brevemente y se apagarán

cuando Dios lo quiera». ¿Cuándo Dios quiera? Entonces,

si la vida y el amor son lo mismo, Dios también decide

cuándo soplar sobre la flamita encerada que es el amor.

Hay algo de fatal en todo esto; hay algo de espantoso

en los designios de Dios.

Cuando Job reclama al Cielo su desdicha, Dios

contesta ruidosamente. La respuesta de Dios a Job

consiste, precisamente, en no contestarle. Tal vez Dios

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se alejó del hombre desde aquél día desdichado en el

Edén; es probable que Dios iniciara la construcción de un

nuevo planeta, uno pequeñito, habitado sólo por un

dichoso y perfecto Principito. Tal vez sucedió, sin embargo,

que Dios ya no tenía ingredientes para construir planetas,

se gastó todo su corazón en hacer la Tierra y sus

habitantes. Así que, antes de irse, Dios tomó su pala y

su costal cósmico y cavó profundo sobre la faz de la

Tierra. Dios obtuvo el material para crear el nuevo

planetita. Pero donde se cava siempre quedan pozos. A

Dios no le gustan las irregularidades, así que decidió

parchar la Tierra: colocó la Muerte como curita para las

heridas pozudas.

La Muerte está cansada «de ver el sufrimiento de

los hombres», pero el mayor sufrimiento de los hombres

es la Muerte. Dura tarea para la Muerte: fue pensada

como bendición por un Dios que se alejó, pero los

hombres la convirtieron en maldición. Nadie quiere a la

Muerte, pues nadie aprecia los parches. Ser un parche

es cansado. La Muerte es nuestra hermana, así lo

improvisó Dios. Sin embargo, a nosotros nos gusta

ubicarla más allá, en el espacio que debería corresponder

a la vidamor. No queremos ver al amor como un milagro,

sino como una obligación del destino.

«Todos merecemos ser felices» nos repetimos una

y otra vez. ¿Pero en qué basamos esta afirmación? ¿No

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estaremos lanzando cuerdas vaqueras para atrapar a un

Dios que anda corriendo feliz por ahí? Dudo que Dios

quiera ser atrapado por los deseos y voluntades humanas.

Los habitantes del pozo debiéramos retroceder y, mejor,

hacer habitable el pozo. Si para lograrlo es necesario

recurrir a los milagros y a los parches que Dios inventó

antes de irse, pues que así sea. El amor es como la

muerte: un desterrado del pozo. ¿Pero por qué tratamos

así al amor? ¿Qué mal nos ha hecho? Odiamos la

vidamor porque nos muestra la fealdad del pozo que

habitamos. Tal vez debiéramos dejar de pensar en la

vidamor (luminosa), y darle una oportunidad al amoerte

(claroscuro). En un pozo es más fácil convivir con

claroscuros que con luces cegadoras.

Nada es tan malo, ni nosotros tan culpables.

Cuando Dios se fue nos perdonó por todo, pues no

quería llevarse ni un solo dolor al planeta pequeñito que

construyó para su dichoso y perfecto Principito.

* Preferimos no elegir ninguna de las ramas del árbol, nos sentimos más seguros

contemplándolas todas a la vez. Lo que olvidamos es que, tarde o temprano, ese árbol

se secará y que, una a una, todas las ramas se quebrarán, cayendo sin remedio. Al final

ya no podremos elegir con qué rama quedarnos, lo cual no quiere decir que nos salvemos

de elegir. El árbol no desaparece, sólo se derrumba. Ahora tendremos que elegir si nos

quedamos o no con el árbol caído. Lo trágico del asunto es que pasamos tanto tiempo

contemplando todas las ramas a la vez, que dejamos de ser una persona, pues

desechamos nuestra libertad para elegir. Nos convertimos en una especie de enredadera

del árbol. Cuando el árbol cae, también cae la enredadera. La elección es inevitable; toda

huida está destinada al fracaso.

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GANADORES DEL

PREMIO CALACA 2005

Poesía

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Duerme el sueñoJosé Antonio Neri Tello

primer lugar

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No sé que decir si en la

la muerte no hay proporciones

K. Patchen

ASÍ LO QUISO el destino

pero vives en la memoria

de quienes ruegan a dios por su alma:

sentado sobre el humo anónimo

comiéndose sus huesos

aserrín del calcio que ahuyentaba el sueño a veredas

de silencio

comiendo piedras y mármol que jamás lo dejaron solo

que no dejaron de tocarle un blues

para recordar que no encontró su nombre

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ni en los hospitales

ni en los desaparecidos

ni en los libros

salió de su bolsa porque tenía las manos

lubricadas

pensando en carreteras de otoño

órganos de papel

y todos los cantos que aprendió de niño

(no hurtarás

no tendrás malos pensamientos

haz la tarea

déjate allí

eso es malo y al perrito le duele la muela)

Pensando en la vanidad del mundo:

«aquellos que tiraron la sal, creían en el mar como un

monstruo

que viene y devora

tiraron la sal diciendo:

soy tierra y el agua no se irá de mi boca»

pensando

que la disputa del SIDA mientras más huesos ingresan

que la creación de un libro muerto que elevará

a un poeta de boca grande y palabras huecas al cielo

que la invasión del coco mientras la mota es mota

y el pan

agua que se escurre por cloacas

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polvo que sale de la bolsa tan sólo por ser pan

que la doméstica tiene la culpa

y el indio

y el niño de la calle

porque las palabras nunca llegaron

porque primero llegó el hambre

y el premio del mes al buen trabajador

y el salario que compró una casa de cristal que no

habita

burlándose hasta que sus ojos salieron por ese dolor

de ser huesos

de girar sobre un mundo que ya no era suyo

esperando a un poeta ahorcado

hecho humo a la vista de todos

enfermo de FAYAD

esa enfermedad que tienen los que no

comen

esperando a Waldo para aprender ajedrez

y convivir con las moscas según el orden de los

astros

esperando la visita de ANGUITA

o las caídas de SABINES

o a una estatua muerta por que su voz

QUEMAURRUTIA

Y SU VOZQUEMAURRUTIA

Y SU BOSQUEMAURRUTIA

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esperando que cualquiera llegue para preguntar

cómo se lanzan líneas mientras la carne se desprende

al viento interno de la tierra

y el gusano escribe la historia que supo por lágrimas

de los huesos

esperando

porque en estas circunstancias es lo mejor que

hacemos

tenía en sus manos una líneas olvidadas:

si niña

te dejo estas palabras para que

no estés sola

ya es tarde

y aún no encuentran mi cuerpo

esperando

porque la muerte es un poema

que se le han caído los segundos

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RéquiemCesar Omar Ramírez González

mención honorífica

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ESTA ES MI última carta.

Me quitaré la vida a medianoche,

no quiero que lágrima alguna aflore en tu mejilla;

comprendo que sufrirás y gemirás

como la cebra atacada por el león.

Tengo todo preparado: la cuerda,

el alma plana, la yugular desechada…

Inventarío los objetos personales:

una rata, un alma atormentada

y la divagación rondando las neuronas.

¿Qué quieres que haga? Todo está resuelto,

todo forma parte de la nada, como yo.

Mi terquedad, mi codicia de amargura

es mi primer punto a favor.

¿Qué quieres que haga lentamente?

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Ya no tengo nada, pertenezco a ella.

Me sueño piedra negra sin tallar,

oscura como la golondrina agonizante;

estaré esperando, después de muerto,

en el Cerro de las Piedras Octagonales.

Me acompañará quizá el tiempo relajado

y la salina figura de Gérard de Nerval.

Este es mi réquiem, mi misa de absolución,

rézame mil poesías; que Rimbaud y Verlaine

me sumerjan pasivamente a su malditismo,

que me tomen en brazos y entonen cantares.

Baudelaire me transmite la torpeza de la sabiduría,

la ignominia de los buenos hechos

y me cede una de las flores del mal.

Tendré una temporada en el Infierno

-es más que cierto- y no me arrepiento.

Veré mis órganos enflaquecidos y mortales,

caminaré paradójicamente en la locura;

como niño pediré limosna a los paganos,

mientras las órbitas de los ojos desencajen.

¡Adiós a esta tierra sepultada en la memoria!

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A su llegadaPaola Díaz Martínez

mención honorífica

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ME ENCUENTRE DIGNA, satisfecharesignada, sin temoresy con belleza espiritual.

Le pido que no se burlede mi incertidumbrelo más cierto que he de presenciar.

Que en silencio de llamadasAnticipadas, indoloras,para que en vísperas la concibacon lucidez onírica.

Que en ese momento tome mi manomire mis ojos,y me de calorel frío de su llegada.

Que no tarde en cerrarel ciclo de mi existencia terrenal.

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GANADORES DEL PREMIO

CALACA 2005

Cuento

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Así fueAlejandro Rascón Montaño

primer lugar

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ESA NOCHE TE encontré mientras orabas frente a la

cruz. Estabas de rodillas al pie del altar en la iglesia de

la ciudad, ahí donde acostumbrabas orar a tu dios antes

de cada uno de tus duelos. Terminaste de orar y te

levantaste mientras ajustabas bien tus armas: un par de

negros revólveres silenciosos en el silencio de la iglesia.

Ellos habían derramado sangre, no necesitaban hacer

ruido. Caminaste por el pasillo central de la iglesia, entre

enormes pilares de piedra negra que se elevaban hasta

perderse en la oscuridad, donde el eco de tus pasos

también se perdía. De entre las bancas, desgastadas al

punto de madera porosa, surgió la esbelta silueta de Ana:

la mujer que te había tenido la compasión e indulgencia

suficiente para haber estado junto a ti por un mes entero.

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¿La recuerdas, pistolero? Todo un mes. Estabas tan

orgulloso de su permanencia a tu lado.

Te detuvo el paso justo antes de que alcanzaras

las grandes puertas de la iglesia. «Espera, tengo que

hablarte», alcanzó ella a decir antes de que la hicieras a

un lado de un empujón.

Adivinabas sus palabras en ese momento, ¿cierto,

pistolero? Eran palabras escuchadas tantas veces; no

tardaste en reconocer ese tono de culpa que siempre las

había acompañado, ese suave tono que contrastaba con

la dureza del mensaje: «te abandono».

Saliste de la iglesia sin escuchar a la mujer.

Saliste a las calles de la gente, a sus noches, a sus

edificios, a sus juegos. Ana salió detrás de ti, impulsada

por la necedad de llevar a cabo lo que practicó frente al

espejo todo el día. Sin volver la mirada, desenfundaste

uno de tus revólveres. Para mi decepción, no jalaste el

gatillo, sólo presionaste el cañón contra su frente, justo

entre los ojos de la mujer que te veían con la patética

lástima de quien mira a un leproso. Tus dientes apretados

no dejaron salir ni un suspiro, tu mirada de entendimiento

selló los labios de la mujer que estaba a punto de hablar:

más hubiera servido una bala. Guardaste tu revólver y

giraste dándole la espalda mientras avanzabas hacia el

centro de la calle. Caminaste hacia un grupo de gente

que fumaba, esperaba, miraba, esperaba, fumaba.

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Alrededor de ti, la ciudad de Carcosa se extendía;

los siete edificios a tu alrededor que en alguna época

fueron conocidos como los primeros construidos, eran

parte de la antigua gloria de Carcosa: sólo las ruinas de

moles erigidas en alguna era olvidada.

¿Recordaste, al verlos, tus rimas de infancia?,

¿recordaste el canturreo materno acerca del benévolo rey

constructor de edificios? Ahora, esas ruinas se burlaban

de su propio pasado; al igual que el fantasma de los

canturreos y cuentos de niños que caminaba con sus

cadenas por tu mente se burlaba esa noche, tu última

noche, de ti. Con cada paso que dabas por la calle, te

apropiabas más y más de esas ruinas, hacías tuyo ese

sentimiento de orgullo derruido bebiéndotelo junto al trago

amargo de una infancia perdida, de un amor no remunerado.

Te detuviste a unos pasos del grupo de gente que

esperaba, ellos dejaron de fumar al verte; sus cigarros

vueltos chispas en el pavimento. El grupo se hizo a un

lado para abrirle paso a un delgado y alto hombre. Al

verlo, no dudaste ni un segundo. Sentí tu tensión como

un hilo de metal que se enredó en tu espina dorsal. Yo

estaba ahí contigo como en otras tantas veces del mismo

ritual.

Un hombre frente a ti, salido de la multitud,

revólveres a los costados; antes, lo habías visto ganar

incontables veces, era tu adversario. Se separó del

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grupo, plantó su arte frente al tuyo al centro de la calle;

era un adversario sin rostro, con una posible liberación en

sus manos. Él podría haberte curado, él podría haber

hecho que todo se detuviera y que ya no hubiera más

dolor. Él fue otra posibilidad que te resultó fallida.

Otro de los hombres del grupo, que había vuelto

a encender nuevos cigarros, dio un paso adelante y gritó

el conteo. Desenfundaste con la velocidad que te hace mi

mejor emisario, el mundo es lento para ti en esos

momentos.

Ecos anticipados, olor a pólvora y sangre por

venir.

Ana, la mujer, por el rabillo de tu ojo… la viste

correr y gritar al tiempo que apretabas el gatillo. Sus

labios comenzaron a moverse cuando el sonido de tus

armas los hizo callar. Tú sabías lo que ella gritó, aunque

su voz se hubiera ya perdido en el olor a pólvora: gritó

la frase que te hizo de nuevo un abandonado, que

también te hizo mi prospecto.

Tu rival cayó, ignoró tu necesidad de ser deshecho

por el plomo y murió con la cara hecha una pulpa de

hueso, pelo y sangre, con tus balas por ojos. El humo

de las armas se levantó, palpaste tu pecho en donde

creíste haber sido herido, donde debería haber un orificio

calibre .45. Sentías el dolor, la presencia del plomo en

tu carne; sin embargo, no estabas herido. Volviste la

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mirada en todas direcciones buscando a Ana, querías que

te dijera de nuevo las mismas líneas, querías hacerle los

mismos reproches y las mismas preguntas que serían

respondidas con las mismas miradas, las mismas palabras,

la misma condescendencia que tantas otras mujeres te

habían lanzado, incluso minutos después de haberte

entregado su cuerpo, cuando invariablemente se te ocurría

la estúpida idea de decir «te amo». ¿De verdad creías en

el mito de la honestidad y vulnerabilidad después de un

orgasmo?, tu inocencia siempre me intrigó.

Regresaste a la iglesia. Al caminar apretabas tu

pecho, queriendo exprimirle la vida a tu corazón. Agradecías

no estar muerto. Siempre ignoraste que existen cosas

peores que la muerte. Te refugiaste en aquella monumento

a lo divino, lo arcano, lo que algún día volverá a caminar

entre los humanos para traer la buena nueva; por tanto,

no escapaste a mi mirada. Yo soy la buena nueva, y lo

he sido desde que el tiempo es tiempo. Sólo unos días

pasaron para poderme manifestar.

¿No te preguntaste por qué tu piel comenzó a

descomponerse, o por qué tus huesos comenzaron a

decaer? Las fibras que ataban tu cuerpo estaban cansadas.

Yo soy la verdad y la vida, el que crea en mí no

morirá.

No saliste más de la iglesia, caminabas por sus

atrios y pasillos como el último fiel en Carcosa. Pero la

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fe y la fidelidad habían abandonado ya esa ciudad, aún

cuando la gente se esforzara por verlas por ahí, entre los

laberintos de calles que corren al pie de los acantilados

formados por los edificios.

Encerrado, intentabas escapar y alejarte de tu

propio olor: un olor verde, un aroma de hongos que

chamuscaba tus pulmones y te ataban el estómago en

nudos. Rondaste esa iglesia, cansado de subir escaleras

rotas que llevan a torres donde la lluvia se cuela: no

cae, se escurre. Subías al campanario de cuando en

cuando a observar atardeceres: patético. Te posabas ahí

como gárgola esculpida en piel fétida. Como centinela

que se sabía muerto en vida, un cadáver que tenía que

encontrar su sepulcro.

Así que te decidiste a hacer lo que yo sabía que

harías: conozco la manera pragmática en que tu mente

funcionaba. No había otra opción y te pareció que era lo

único que te faltaba; después de todo, era lógico.

Amortajaste tu cuerpo, lo protegiste; vendaste tus tejidos

supurantes, tus órganos expuestos. Una vez escondida tu

decadencia a los ojos de la gente, saliste de nuevo a sus

calles, a sus noches.

Rondaste antiguos panteones, viejos mausoleos;

caminaste entre los edificios, a través de patios y jardines

citadinos escondidos, donde se erigían arcaicas estatuas

de figuras ya olvidadas por los habitantes. Vagaste por

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los distritos más cercanos al centro, al origen de Carcosa.

Entraste en sus camposantos en busca de una cripta que

te recibiera. Fue difícil encontrarla, cada lápida en cada

panteón anunciaba ahorcados, plagas, asesinatos, tristeza:

ninguna decía «muerto en vida». Por fin, poco antes de

la primera claridad del día, encontraste tu lápida sobre un

sepulcro abierto expectante a ser llenado.

¿Qué decía la piedra? ¿»Amor», «romance»,

«soledad esperanzada»?

Observaste que la tierra estaba recién removida y

te arrodillaste frente a aquella boca de lodo y oscuridad.

Ahora, sonrío al recordar que trataste de buscar en tu

mente alguna de las oraciones que murmurabas a tu dios

antes de cada duelo, alguna plegaria que devotamente

canturreabas cuando niño antes de dormir, después de

las rimas y leyendas de tu orgullosa raza decaída. Así te

encontré, hincado y con los ojos llorosos al no encontrar

en ti ninguna de esas plegarias, ninguno de esos recuerdos

atesorados. Me acerqué a ti y puse mi mano en tu

hombro, esta mano que ahora sientes es la mía. Después

de tanto observarte y esperar el momento, por fin te

tengo ahora junto a mí.

¿Buscas amor? Yo lo tengo, por puños. No

podría cumplir mi obligación a las fuerzas que me mandan

si no lo tuviera, si no lo conociera, si no anhelara darlo.

Me postro ahora yo frente a ti y clavo mis secos dedos

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en tu pecho dolorido. Los hundo entre tus tejidos putrefactos

y extraigo de esa cavidad, donde debería estar tu corazón

palpitante, una bala negra. Una bala con inscripciones

que yo grabé en el principio de los tiempos: inscripciones

que en el lenguaje de los hombres se entienden como el

signo del amor. Pero los hombres ya hace muchas eras

que han olvidado cómo leer estas inscripciones, estos

signos.

Ahora que te tengo, no haré mi labor en soledad.

Ahora tengo tu eterna gratitud y compañía. Naciste para

dar muerte y darte a la muerte. Tu piel caerá, amor,

pero está en mí el poder de hacer que conserves algo de

la tibieza de los vivos para abrazarnos junto al lago de

Estigia. Traerás algo de esa tibieza a mi ancestral

entidad. No creo necesaria más explicación. Así fue como

ha pasado todo y como todo será. Así es como ahora te

digo que te levantes y no trates de orar. Los rezos son

para los que ya no viven en Carcosa, pues han olvidado

su nombre. Las plegarias son para aquellos que sí son

escuchados y caminan de día.

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Miré el cielo y caí en comaLester Israel Ayala Castillo

mención honorífica

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MIRÉ EL CIELO y caí en coma. Como si las nubes que

formaban una imagen de tu rostro se me hubieran metido

a la cabeza a través de las orejas. Esa imagen inalcanzable.

Lejana. Borrosa. Ella me hizo caer en coma. Caer

directamente al suelo. Caer en la fría, sucia y dura

superficie. Sin freno. Sin nada que amortiguara mi caída.

Como una gota de lluvia se despedaza al tocar el

pavimento. Así, mi cuerpo cayó de lleno. Mi cabeza, al

golpear el suelo, dejó salir su preciada tinta roja. Una

corta promesa de calor para el frío suelo. Que se

desvaneció segundos después de su salida, pues se hizo

también fría. Y ahí me quedé. Tirado. En coma. Con la

mirada fija en el techo. Con la mirada fija en la mancha

que dejó tu mano en él. En el único recuerdo palpable

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que de ti me queda. El viento entró rugiendo. Tiró

papeles. Revolvió el polvo del suelo. Pero no me ayudó

a salir de coma. Sólo me acariciaba al pasar. Robándome

el calor. Robándome la esencia. Robándome la vida.

Siendo como el suelo, que ya había robado el calor de

la mitad de mi cuerpo. Y así pasó una semana. La lluvia

cubrió mi inmóvil cuerpo de lágrimas. La tinta roja de mi

cabeza se convirtió en una mancha roja. Dura. Seca.

Maloliente. Mis dedos se hicieron azules. Mis uñas crecieron

unos centímetros. Pero mi inmóvil condición impidió que

se ensuciaran. Mi cabello se enredó. Pero la mancha de

tu mano en el techo siguió ahí. Inmutable. Negra. Fría.

Pasó un mes. Mi cuello se hizo azul. Los músculos de

mis brazos adelgazaron. Mis pies se hincharon e inflaron

mis zapatos. Los insectos comenzaron a comerse mis

pestañas. Pero la mancha de tu mano en el techo seguía

ahí. Negra. Nítida. Casi perfecta. Un año pasó. Mis

dedos se hicieron morados. Mis piernas adelgazaron.

Trataron de rellenar mis brazos. Mi cabello se convirtió en

una maraña oscura. Quebradiza. Mis pies estallaron. Se

llevaron mis zapatos. Amarillos a veces. Rojos otras.

Hordas de insectos reclamaban cada milímetro nuevo que

salía de mis pestañas. En mi nariz había luchas encarnizadas

por cada nuevo pedazo. Mis orificios nasales eran cementerios

para los caídos en esas batallas. Mis uñas eran tan

largas que servían como asientos para morbosos, historiadores

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y todo aquél que deseaba ser testigo de la guerra de las

pestañas. Mis venas eran una complicada red de tubos

neumáticos. Se usaban para transportar microbios

encapsulados que contenían información estratégica. Aunque

la mitad de ellos eran interceptados. Incluyendo uno que

contenía información acerca de la posibilidad de acelerar

el crecimiento de las pestañas, terminando así la crisis, y

con ella la guerra. El viento trajo semillas que anidaron

en mis muñecas. Usaron mis músculos como tierra. Los

despedazaron con sus raíces. Mi cuerpo era como una

escultura de hielo. Había sido hecha por la frialdad del

suelo. El viento, por su parte, reclamaba reconocimiento

por su participación en la creación de la escultura. El

suelo y el viento jamás volvieron a hablarse. La lluvia se

convirtió en una bendición. Frenaba por completo la

actividad sobre mi inmóvil cuerpo. El inconveniente era

que fortalecía a las plantas, que despedazaban todavía

más mis muñecas. Pero la mancha que en el techo dejó

tu mano seguía ahí. Oscura. Fantasmagórica. Casi sublime.

Un siglo pasó. Las plantas de mis muñecas crecieron

tanto que llenaron por completo las paredes del cuarto.

Mutaron y mataron a todos los insectos. Absorbieron toda

el agua de la lluvia. En ocasiones asustaban al viento. Mi

cuerpo se cubrió completamente de polvo. Pero mi vista

seguía fija en el techo. Ninguna mancha en el techo. De

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súbito, olvidé el motivo de mi coma. Me levanté. Y

recordé que estaba muerto.

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BiminiLuis Antonio Vázquez González

mención honorífica

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De: [email protected]

A: [email protected]

PONCE DE LEÓN tenía razón. Equivocó sólo el espacio

en dónde buscar el agua de los dioses. Bimini es sólo

una mala traducción, y no está en una isla. Ahora mismo

te preguntarás de qué cosa hablo. Me hubiera gustado

decírtelo mirándote la cara, pero el horror que pudiera

encontrar en ella me hizo dudar, tanto, que he decidido

enviarte este mail. Mi verdadero nombre es Martín Iñiguez;

nací en Palos de Moguer el año del señor de 1523

(creo); me hice a la América en 1540; anduve en todos

los puertos de estas tierras; me casé en Cartagena de

Poniente; tuve tres hijos de Pilar Fierro, los cuales hace

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mucho murieron; en 1559, abordo del Emanuel, naufragué

en las costas del golfo de México, muy cerca de la

desembocadura del río Mississipi.

No sé si tus ojos aún estén atentos a estas

líneas. Es probable que ya hayas cerrado tu correo y

pienses que esta es la manera más absurda y enferma

para romper contigo. Si aún estás leyendo, te pido que

no pienses que te miento, te juro que tal es la verdad

de mi vida. Solidificada y estática. Me rescataron medio

muerto unos indígenas en la costa, cerca del río. Pensé

que ese iba a ser mi fin, pero ellos me tomaron con la

más absoluta delicadeza, me ungieron las heridas y,

cargándome, me llevaron a su aldea. Los recuerdos me

resultan muy ambiguos. Me recuerdo débil, fuerte, asustado,

poderoso: amorfo. Fue como si mi carne se escurriera;

como las gotas de cera que resbalan en el cuerpo de las

velas y que, justo antes de desprenderse, se coagulan.

Cuando recobré la conciencia, algo me quemaba

dentro del pecho, sofocándome y arañándome, como si

un garfio de fuego se me hubiese incrustado en el centro

del vientre. Mi piel era un pergamino. Salivaba mucho,

como un perro rabioso. No podía mantenerme en pie.

Pensé que moriría. Con el tiempo, mis males disminuyeron.

Fue entonces cuando uno de ellos, anciano y desdentado,

se acercó a mi cabeza y, casi en mi oreja, murmuró

algo. Jalándome de un brazo me levantó y me sacó de

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la choza; afuera estaban los demás, que me miraron

absortos. Creí que me miraban así por mi piel, mis ojos

y mi barba. Me paseaba por la aldea, buscando la

manera de saber dónde y con quién estaba. Con el

tiempo, pude hablar el lenguaje de mis rescatadores, que

vivían mucho más al norte de donde me encontraron, en

los márgenes del mismo río.

Cuando yo le preguntaba al anciano que dónde

estaba, su respuesta era bmien n´e n´i: el lugar donde

los dioses se curan. Después sabría el porqué de ese

nombre. Al río lo llamaban g´ebm´o, el inseminador, y al

mar n´i b´abe, el vientre de la diosa. Y para ellos yo era

un hijo de ella, un n´i. Traté de aclararles que yo no era

un n´i. Al principio, no podía concebir que pudieran tomar

como dios a un hombre ensangrentado y casi muerto que

el mar había vomitado después de tragarse su nave; pero

recordé que yo era cristiano, y un muerto y sangrante

hombre era mi dios. Pasaron algunos años y los que me

rescataron murieron. Yo, en cambio, aparte de la barba

crecida, no tenía huellas de esos años; ni enfermedades,

ni dientes caídos, ni el baldío en el que hubiera tenido

que convertirse la tonsura que tú conoces.

Con el tiempo, no quedaba nadie de los que

estaban allí cuando yo llegué, ni siquiera los niños;

excepto el anciano. Entonces me acerqué a él y le dije:

lo recuerdo como si aún estuviera frente a mi. Dime buen

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amigo, ¿a qué se debe que todos entreguen sus huesos

a la diosa tierra, todos excepto tú y yo? Él me respondió:

yo sublime n´i soy el encargado de velar los partos de n´i

b´ de curar a sus hijos, que debilitados y sangrantes por

el parto no pueden ponerse en pie y caminar bajo el

cobijo de su padre n´i ka´ab, el gran dios resplandeciente

que sobre nuestras cabezas refulge. Encargado de velar

que el agua de bmien n´e n´i sea sólo bebida por los

hijos de ella, tuve que beberla, para nunca morir e

impedir que los indignos la busquen; y si la buscan, que

no la encuentren, si la encuentran que no la beban y si

la beben, prender su cuerpo inicuo en una pira que

satisfaga el enojo de n´i ka´ab antes de que éste se

precipite sobre la tierra; tengo que hacerlo aunque nunca

repose en los brazos de la muerte y jamás pueda ver a

mis ancestros. Tú, excelso n´i, no puedes morir porque

eres un n´i, que n´i ka´ab ha mandado a hacer su

trabajo aquí, donde la corrupción todo lo toca, los árboles

se secan o se pudren, la piedra se desgasta y donde los

a´t padecemos, gozamos y, efímeros como la mariposa

del verano, nos vamos a la tierra de la sombras a

reunirnos con nuestros ancestros. Me dijo muchas cosas,

cosas terribles. Esa noche huí.

*******

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Después de muchos meses de caminar, encontré un

pueblo en donde vivían juntos indios y españoles. No

podía platicarles mi aventura, quizás me juzgarían loco y

me encerrarían. Les dije que iba en un pequeño barco

que había salido de Veracruz rumbo a Cuba, al que una

tormenta había sacado de su camino y que terminamos

encallando, que habíamos sobrevivido yo y tres compañeros,

pero que ellos ya habían muerto. Que nuestra desgracia

ocurrió haría cosa de seis o siete años. Uno de ellos

dijo: si mal año ese de 1613, muchos barcos se perdieron.

Mi hermano Pedro Ibáñez iba en la Stella Matutina del

que no se supo nada nunca.

A partir de ese momento me hice llamar Pedro

Ibáñez, naufrago del Stella Matutina. No pude quedarme

en ningún lado, por el miedo de que notaran mi condición,

siempre errante con el miedo de los inquisidores, que

pudieran acusarme de pacto con el diablo. Recorrí la

Nueva España, de cabo a rabo, me quedaba algunos

años en un lugar, haciendo trabajos que otros consideraban

riesgosos, minas, puertos, barcos. Cuando me lesionaban,

a los pocos días mi cuerpo estaba sano. Después, y

conforme fui aprendiendo, hice de platero, carpintero,

escultor, orfebre, forjador, bordador, alfarero. Me llamé

Pedro, Juan, Martín, Felipe, Antonio, Mateo, Santiago.

Huía como si fuera prófugo. La vida eterna me

hizo el eterno fugitivo. En 1797 conocí la historia de

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Ponce de León: en 1511, el rey Fernando autorizó a Juan

Ponce de León explorar la isla de Bimini, donde estaba,

según los indios, la Fuente de la Eterna Juventud. Partió

en 1513 con tres naves del puerto de San Germán en

busca de la mítica Fuente de la Juventud y el domingo

de Pascua descubrió la península que llamó La Florida.

En su segundo viaje a la Florida intentó establecerse en

tierra, pero fue herido por los indígenas, lo que le hizo

regresar a La Habana, donde murió. Buena fortuna la de

Ponce de León, poder morir.

Desde 1925, en que aprendí a leer, ha cambiado

por completo mi forma de percibir la realidad: aprendí

ciencia, supe que el universo es un infinito espacio vacío,

en el que se mueven, separados por distancias estrambóticas,

cientos de miles de millones de conglomerados de estrellas,

que se separaran inexorablemente hasta que lleguen a la

completa inmovilidad y a la muerte por inactividad. Y

supe que en uno de los brazos de uno de estos

conglomerados, existe una estrella, minúscula y mediocre,

nuestra n´i ka´ab. Y que aun más minúsculo es el

mundo. Los hombres somos el polvo de las estrellas

animado y, a veces, pensante. Últimamente, de ha dado

por pensar que el universo no es sino el cerebro de otro

hombre, que las galaxias son sus neuronas y que los

hombres sólo somos ideas y pensamientos, ideas de un

hombre que nos contiene y que, a su vez, vive en un

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universo que es el cerebro de otro hombre, y así hasta

el infinito. Creo que los hombres somos sólo ideas

superficiales, efímeras, pasajeras, contingentes,

intrascendentes, superfluas, innecesarias, precarias, nimias,

ociosas, casuales, frívolas, en una palabra: perecederas.

*******

Sin embargo, lo peor/mejor/maravilloso/aterrador/

enajenante/pasmoso que me ha pasado, has sido tú. En

todos estos años nunca me había enamorado. La convivencia

entre hombre y mujer era para mí sólo un trance

reproductivo, desfogador de la pulsión, liberación de la

serpiente de kundalini, inseminación en el vacío. Después

de Pilar ya no quise tener hijos; pensar que podría verlos

morir de viejos, verlos agrietarse y derrumbarse me

parecía algo enfermo. Hoy me pasa algo que no parece

enfermo sino demencial. No sería capaz de ver cómo te

rasgas, te partes, te hundes y te disuelves en la tierra,

es insoportable. Recordé al a´t de bmien n´e n´i. Los a´t

indignos que beben de esa agua, si no son arrancados

de la tierra, se precipitan inexorablemente al shi´mne´jpa,

el dolor insufrible, la locura. Ese dolor no debe ser otro

que el verte marchitarte e irte, y saber que yo estaré aquí

eones, resintiendo tu ausencia y precipitándome en el

vacío que me dejarías.

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Recordé también que la única manera de salir, de

dejar de sufrir, de cruzar la Estigia para reunirme con mis

ancestros y, alcanzar el Valhalla; es convertir mi carne en

fuego, sea este mi purgatorio. Yo estaré al Otro Lado, si

hay otro lado, y no es la nada lo que nos espera,

aguardándote. Ésta, Sofía, es la razón de mi suicidio y

de su forma, espero que lo entiendas. Estoy allá, no

tardes, estoy cansado.

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El hoyo número 250387Christian César Hernández Sandoval

finalista

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OSCAR DESPERTÓ ESA madrugada con todos los ánimos

del mundo. Se puso sus mejores trapos, lustró sus

zapatos negros elegantes y, mirando su reflejo en el

espejo del baño, divisó un par de espinillas en su rostro.

Las estrujó con el cuidado de un cirujano y limpió los

rastros con un pedazo de papel sanitario. Pasó rápidamente

el cepillo por su cabeza, realizando meticulosos espirales

hacia arriba. Una plasta de gel, una rociada de spray, y

estaba listo para declararle su amor. «Laura, la bella, la

hermosa, la perfecta» solía decir entre sueños. Y por fin,

luego de tres años de larga espera, le diría lo que sentía

por ella. Cerró la puerta del departamento, procurando no

despertar a sus padres o a sus hermanos. Bajó las

escaleras y se dirigió hacia la calle. Mientras todo esto

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sucedía, la señora de los ojos huecos lo miraba con

cautela. Lo seguía con sigilo y cuidado. La oscuridad de

la noche, en otros tiempos silenciosa y calmada, sonaba

bulliciosa y aturdidora. Montones de personas, amontonadas

en círculos alrededor de la ambulancia número 6336246,

observaban al cuerpo tendido sobre la camilla, que una

vez fue el señor de la tienda... aunque, de hecho, nadie

nunca lo conoció en verdad. Su nombre era tan irrelevante

como su extraña muerte (se había ahogado en el

baño), y los asistentes a su funeral, efectuado horas

después, eran los curiosos que se disponían a hurgar aún

más su rostro pálido a través del ataúd abierto en la

funeraria de la esquina. La señora de los ojos huecos

trabajaba. Y sin otra idea en la mente que las palabras

que le diría a su amada, Oscar cruzó la avenida tres.

Tan absorto en sus pensamientos amorosos venía el

pobre muchacho, que no escuchó la sirena de la ambulancia,

ni los gritos histéricos del conductor, ni mucho menos

sintió a la señora de los ojos huecos cuando lo abrazaba.

Despertó minutos después en un lugar que desconocía.

Era una calle empedrada. Casas decoradas con extraños

objetos rojos y blancos, se extendían a lo largo de la

calle que era completamente circular. Ninguna calle o

avenida cruzaba con aquella en la que se encontraba.

Giró una, dos, tres, cinco, siete veces, antes de darse

cuenta de que una señora, flaca y huesuda por donde la

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viera, lo observaba con ojos preocupados. Oscar se

acercó a ella y, sorprendiéndose de que su voz sonara

tan ronca y aguardentosa, le preguntó dónde estaba. Sus

ojos se dilataron y se humedecieron al escuchar la

respuesta de la señora. Estás muerto, yo te traje. Dijo

ella. Se sentó en el pórtico de una de las casas y

continuó: Ve hacia el centro de la calle, ahí estarás más

cómodo. Luego de dar ciertos gemidos de dolor y

sufrimiento exagerado, se dirigió al centro de la enorme

calle circular. ¿Acaso eres la calaca, o algo así?,

preguntó Oscar. Tú no das mied... Se interrumpió al

observar dentro del agujero, que misteriosamente no había

notado antes. No dejes que te asusten esos gusanos,

muchacho. Ni esos cuervos, ni los buitres, ni ese enorme

perro de tres cabezas, ni el olor a muerto que desprende

el hoyo, advirtió la calaca. Metete allí. Y no te preocupes,

yo te entierro bien. Dio tres zancadas hacia atrás antes

de caer tendido de espaldas y comenzar a llorar un poco

más. Sabía que tenía que llorar, después de todo estaba

muerto, pero lo hacía sin ganas, puras lágrimas de

cocodrilo. Mira, muchacho, no tengas miedo. La muerte

es algo tan natural y estúpido que ni los dioses más

grandes del universo se han dignado a morir. Todos

morimos algún día. Pero no te voy a mentir. Si te metes

en ese hoyo vas a sufrir. Los gusanos se meterán en tus

narices, los cuervos te picarán los ojos, los buitres te

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devorarán las tripas, y el olor a muerto aumentará. Pero

no te preocupes, tú comenzarás a oler igual. Oscar,

mirándola atónito, preguntó: ¿Y no me va a doler?

¡Ah!, por supuesto que te va a doler, ¡estás muerto! La

muerte duele más que veinte vidas llenas de sufrimiento.

Déjame preguntarte algo. ¿Sufriste mientras estabas vivo?

Y luego de explicarle lo de Laura y de cómo su familia

y sus amigos solían molestarlo y burlarse de él, la calaca

se puso pensativa unos segundos y luego prosiguió: Pues

no te fue tan mal. He visto a gente en peores condiciones

que tú, déjame decirte. Una vez vino una niña que fue

abusada por... en fin, eso no es de tu incumbencia.

Ahora ven, hijo mío. La calaca lo abrazó. Su piel seca

y fría se rozó con la de él, pareciéndole más cálida y

acogedora cada vez que daban otro paso hacia el hoyo.

Laura, te amo. Dijo Oscar, mientras la calaca lo arrojaba

con fuerza adentro del hoyo. Y al cabo de unos minutos,

el agujero quedó cubierto.

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Un sueñoJuan Carlos González Cruz

finalista

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LA CARRETA NO puede ir más rápido, no sé si vale la

pena visitar al doctor. Lo que tengo es cosa conocida, y

aunque esté consciente de mi enfermedad, reconozco que

no hay cura posible. Mis molestias aumentan a medida

que me procuro remedios para mi enfermedad. No sé si

alucino por el cansancio que traigo, a cada minuto que

pasa se me confunde la realidad con el sueño, mi

presente con mi pasado, mis aspiraciones con mi desánimo.

Viajar en carreta se vuelve un calvario: el brincoteo me

produce dolores cada vez más fuertes y me dan ganas

de hacer mis necesidades. A cada punzada se me

presenta el recuerdo de Soledad y sus palabras: «en el

hospital vas a estar mejor, te darán algo para mitigar el

dolor y, lo más importante, no vas a pasar hambre». Qué

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buen consuelo, como si no supiera que al hospital sólo

se va a bien morir.

Anoche soñé otra vez con un remedio que ayudaba

mitigar esta diarrea que poco a poco le va sacando a

uno el alma, hasta quedar bien tieso y amarillo: a cada

vecino le repartía un pedacito de vida; todos se ponían

buenos para la fiesta del grito gracias a esas pequeñas

piedritas blancas. Me gusta platicarle a Soledad mi sueño.

Un día me dijo que esas piedritas eran ciertas, que

existían, que no estaban sólo en mi sueño. Alguna

amiga, de esas copetonas con las que trabaja y que

viajan mucho, le había platicado sobre su uso muy

reciente en Francia. No eran alucinaciones nada más. De

seguro yo había escuchado sobre su uso en «la cólera»,

como la llaman los doctores. Eso explicaba que sin

conocer esas piedritas, yo ya soñara con ellas.

Ahora, cada mañana me pregunto como si fuera

la primera vez que lo sueño, si estoy viviendo la realidad

o no. Es difícil saber si Soledad se cree lo de los

sueños, o si sólo me dice que me cree por el amor que

me tiene o, peor aun, por lástima. No tiene ninguna

razón para confiar en mí, un loco que dice haber visto lo

que pasa en el futuro.

Desde que llegué a este pueblo que no es el mío,

hace unos tres meses, he visto morir a la gente que me

recibió: desde el niño de María, Saturnino creo se

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llamaba, hasta Apolonia, la abuela de mi mujer. Apenas

en menos de un día la gente quedaba bien tiesa, por lo

cursiento y las vascas que traían. Y ni con el agua de

arroz, ni con el tesito de hoja de guayabo, ni con el

atolito de masa se paraban. Soñar con esas piedritas no

es malo. En mi sueño esas piedritas blancas han salvado

a mucha gente, lo mismo a viejos, que a niños. En

sueños también me he visto muerto, yendo de la mano

con mis padres. He soñando con unas carretas de fierro

que caminan sin necesidad de animales. También he

visto unas lámparas pequeñitas que no necesitan de

sebo, que iluminan las casas y las calles. He soñado con

agua de colores que la meten unas personas de blanco

en los brazos que dizque para alargar la vida, yo creo

que eran ángeles, nomás les faltaban las alas.

Y Soledad me dice que siga platicando, y cierra

los ojos para imaginar lo que sueño. Le hablo de las

carretas de fierro, de los fogones que no necesitan leña,

de las lámparas sin sebo. Le explico de los libros que vi,

de los que hablaban de la necesidad de limpiar el

cuerpo, la casa y lavar las verduras. Pero lo que más le

gusta es que le cuente cómo logra evitar la enfermedad

el agua de colores esa, y el efecto que tienen las

piedritas blancas en las personas enfermas. Pienso en los

antibióticos, como llaman en mis sueños a esas piedritas,

estos son mi anhelo diario en este mundo. Cada vez que

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muere alguien, casi siempre niños en plena flor de la

edad, siento un cargo de conciencia por no poner

atención o por no preguntar en mis sueños cómo es que

logran hacer esas piedritas y esa agua de colores, o

hacer algo que pudiera alargar la vida de las personas.

Platicábamos a medida que recorríamos el pueblo.

Hay un río que pasa a la orilla del pueblo. El agua es

un poco zarca, los árboles son muchos, en comparación

con el pueblote de mi sueño. El calor es soportable, pero

en mis sueños no se aguanta. Pero en la calle las

personas de mi edad son escasas, he presenciado muchas

muertes, muy dolorosas, muy injustas. Mis sueños me

han enseñado a apreciar la limpieza y el cuidado del

cuerpo, he aprendido que en la realidad es frágil y tan

indefenso. Precisamente, hoy en la madrugada se murió

la niña de Ignacia, la dueña de la tenería, de diarrea y

vómito. En mis sueños un antibiótico la hubiera puesto

buena. Eso es lo que me da más pesar, el no poder

hacer nada, conociendo la solución.

El arriero me levanta la cabeza para ver si todavía

estoy vivo, abro los ojos, y sólo me mira con lástima.

Pobre, creo que tiene miedo a contagiarse, por eso ni

siquiera me ha pedido comida o agua, a pesar de que

ya llevamos tiempo de camino. Ahora que lleguemos a

Guadalajara, nomás lo dejo en la garita de San Pedro y

me regreso. Dicen que allá está bien dura la bola, no

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vaya a ser que me enferme yo también, y entonces que

hace María y mis hijos. Por fin hemos llegado a

Guadalajara, un soldado nos recibe en la garita, nos

avisa sobre la enfermedad y nos pregunta a que venimos

a la ciudad. Nomás vengo a comprar unas vaquitas,

mañana me regreso para La Barca, no me voy a quedar

mucho tiempo por «la cólera», no vaya a ser que se me

pegue. Ya me había dicho el arriero que les dijera eso,

de otra forma, si les hubiera dicho que andaba malo no

me hubieran dejado andar libre, me hubieran llevado al

hospital pero en calidad de preso. Es cierto que es allá

donde voy, pero llevo la recomendación de don Simón

Pérez para que me atendieran más rápido y no me

dejaran morir como a la gente común.

Ya en el hospital aparece una monja enfermera

que me recibe con rezos. Me registra en un libro de

cuero grande, me pasa a una sala donde hay varias

camas, me dice cuál es la mía. Después aparece un

médico seguido de dos ayudantes con ropas llenas de

sangre. Traen una jeringa de fierro, con una aguja muy

alargada, el médico les ordena que afilen la punta de la

aguja que con el uso se ha ido achatando. Sus ropas no

son tan blancas como las de mis sueños, los enfermos

de otras camas no paran de quejarse, están completamente

encima su propia vasca y desechos, no hay quienes se

ocupen de ellos. Comienzo a pensar que eso es lo que

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me va a pasar a mí. Empiezo a gritarles que me dejen

salir, no puedo estar en esas condiciones, en un lugar

donde ni piso hay, donde la sangre hace charcos en el

suelo, donde huele a carne podrida. Este lugar no es,

definitivamente, como en mis sueños, aquí sólo se viene

a mal morir, solo, sin su gente. Después de un día, la

diarrea se ha incrementado y comienzo a sentir acalambrado

todo mi cuerpo, un olor putrefacto y la imagen de un

hombre con las entrañas consumidas por los gusanos me

llevan al desmayo. De pronto despierto, el frío en la

espalda y la sensación de ligereza me hacen pensar que

estoy en un sueño: tal vez puedo abrir los ojos y ver mi

casa, mi gente. Con un esfuerzo sobrehumano me levanto,

grito a la monja y al doctor que están rezándole a un

difunto, pero se hacen como que no me oyen, intento

moverme, de levantar las sábanas para que se den

cuenta de que estoy allí. De pronto, me levantan en una

manta y me llevan al camposanto, es entonces que me

doy cuenta de que todo terminó, de que soy una víctima

más de «la bola», de que no hay vuelta atrás. Ahora veo

que mi sueño sólo fue eso, un sueño.

La vida es sueño... la muerte también lo es.

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Sosiego en la abadíaFabián Pérez Ramírez

finalista

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ESCUCHABA UN SONIDO de pequeños aleteos, alas de

seda en un susurro del viento; no sentía ni veía nada,

era como soñar. Los párpados… no podía moverlos,

ausentes.

De pronto, no sé cómo, la luz entró en mis ojos.

Miré el cielo con musas esculpidas en sus nubes,

mariposas rojas iluminando mi alrededor; me sentía como

un globo soltado por un niño.

Giré. En realidad no estaba conciente de todo,

hasta ese momento en que miré mi cuerpo yaciendo en

la acera. Veía a la gente acercarse y mirar, algunos

gritaban y otros más husmeaban o se tapaban los ojos.

Con mi vista seguí un lazo de plata brillante que provenía

de mi cuerpo; lo seguí hasta comprobar que estaba atado

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a él. Comencé a agitarme al darme cuenta de lo

sucedido. Comenzaba a irme cada vez más lejos. Sin

saber qué hacer, me sujeté de un semáforo. Y ahí

estaba yo, con las piernas hacia el cielo y aferrándome

a la luz roja, como para tratar de detener la huida de mi

alma; y sí, ahí fue cuando la razón me invadió y

comprobé la situación metafísica en la que me encontraba.

Un niño, abajo, se reía viendo mis peripecias;

comprobé, ahora, que es cierto que los niños ven cosas

que los adultos no quieren ver. De cierta manera, primero

me reí: tan sólo de imaginarme mi propia extrañeza. Un

breve momento que se esfumó, perturbado. Sombras me

rodeaban en círculos, venían en manadas, como oliendo

mi vulnerabilidad, se movían dispersándose en el ambiente,

cual sombras debajo del sol. Al estar al borde de la

impotencia, unas plumas de blanca sedosidad comenzaron

a cubrirme; una luz me iluminó y, de ella, surgió una

mano que, con delicadeza, tocó la mía.

Escuché mi nombre.

De nuevo me perdí por algún tiempo, aunque

ahora con una sensación de felicidad indescriptible. La luz

que me cubría se fue apagando lentamente, y sentí, bajo

mis pies, un suelo de terciopelo.

Me frotaba los ojos para ver con claridad. Frente

a mí, un mar. Estaba yo parado en una playa de arena

azul, ante un mar de nubes que se balanceaban formando

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olas de dulce cantor. Entonces, recordé aquella mano

delicada y aquella voz que armonizaba con el cantar de

estas olas.

Pasó frente a mi una corriente de plumas blancas.

Volteé para contemplar mi alrededor: encontré un

bosque de árboles semejantes a gigantes, cubiertos de

plumas luminosas, que caían con lentitud, danzando con

el viento que emitía aquella cándida voz.

Un susurro. «He mirado toda tu vida. Velando he

estado yo, por tu bienestar y seguridad… sé que has

vivido con dignidad y en paz con todas las cosas… Sin

embargo, aunque aceptaras con resignación el destino de

tu partida, conozco el tormento de tu corazón.»

Todas las palabras fueron dichas de tal manera

que no era necesario comprobarlas: la dueña de esa

melodía me conocía de tiempo ya. Eso era indudable.

Mientras caminaba, podía ver debajo del follaje

blanco, al pie de la danza celestial, una doncella como

ninguna. Podía sentir la brisa del suave aleteo de sus

alas en mi rostro, y aun mirar por la ventana de su alma,

su corazón unido con el mío.

De pronto sentí, junto con su mano, que era

atraído de mi cordón de plata, hacia un lugar de donde

provenían las voces de mis seres amados. «Doliente

calvario, que a tu corazón ha tocado, más no caigas en

la desdicha de sentirte solitario, pues un alma gemela se

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ha atado al latir de tu corazón… encontrarla no has

podido, pues el cielo la ha llamado antes para otro

propósito…»

¿Cuál propósito?

Aferrándome a su presencia deseé conocer la

verdad ya presentida: volver a vivir, sabiendo que después,

en sus brazos, llegaré al júbilo de mis sentimientos.

«Para cuidar desde el cielo… el andar, del dueño

de mi devoción».

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Con la muerte en el rostroRodrigo Reyes Carranza

finalista

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ESE DÍA ME levanté igual que siempre: mareado, aturdido...

Puse los pies sobre el piso, chocaron con las botellas de

vino que bebí anoche. 37 pesos por botella.

La cajera del Gigante me había preguntado:

-¿Le gustaría redondear su cuenta para «Vamos México»?-

-¡Que me den antes por el culo!

Comprendió.

Me siento en la cama, llevo las manos a mi

cabeza. Hace un par de años tenía una larga cabellera

que llegaba a mis hombros; en mi cara crecía una

desordenada barba, en mi corazón había rebeldía, ganas

de cambiar esta mierda. Hoy tengo un corte decente, un

afeitado diario y el corazón lo perdí en el talón mensual

de mis cheques.

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Mi casa, desde que mi familia había salido de

Guadalajara, era un triste departamento cerca de la

calzada Independencia donde sólo cabía la cama, un

ropero con mi pretencioso guardarropa y varias pilas de

libros: desde Ibargüengoitia y Azuela, hasta Miller y

Céline.

¿Qué se puede esperar de alguien que vive donde

el baño es más grande que la cocina, donde el olvido

venció a la desesperanza?

Me metí en el agónico caer de agua de la

regadera, puse las manos sobre el sucio azulejo descolorido

y vomité; ya no me lloraban los ojos, era normal; la

pasta amarillenta de vacío y dolor rodeó mis pies para

luego irse por la cloaca de la vida.

Al salir, puse agua para café, un par de huevos

en mantequilla, dos tortillas comenzando a pudrirse

directamente sobre la hornilla. Destapé una cerveza, el

existir mismo. Comenzaba encontrar la verdadera razón

por la que prefería estar borracho todo el tiempo; creo

que era la única manera de alejarme de mi cuerpo, de

la persona que soy, actuar como si no estuviera ahí y

otro se vistiera con mi piel. Una forma continua de

muerte.

Siete treinta de la mañana y un día que promete

lo mismo que los demás: el desasosiego de los que

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buscábamos la redención y terminamos seduciendo a las

secretarias de la oficina en los tiempos literalmente muertos.

Salí al incipiente calor de la ciudad y entré en mi

carro. Comencé el largo recorrido hacia la oficina. Todo

en esta ciudad es ruido, gris donde sea que la mirada se

detenga, un laberinto sin salida, gritos de auxilio convertidos

en claxon, aire que el mundo no quería y mandó aquí,

lo mismo día y noche, vida y muerte.

¿Cómo habíamos llegado a esto? ¿Acaso no nos

pudimos ahorrar tanta porquería? ¿Qué sentido tenía

encerrarnos en espacios flanqueados por edificios de

cristales relucientes, entre largos autobuses que nos llevan

de un lado a otro, sin destino?

Lo peor es que creemos vivir, cuando solamente

reptamos en espacios diseñados por la muerte; hemos

perdido los rostros, los pies y las manos, la mirada... la

ilusión primera. Somos miles y miles de seres anónimos,

sin capacidad de sentir, de reconocernos.

Ante tanta soledad compartida, inventamos soluciones

de corto plazo para no aventarnos del primer puente que

se nos cruce: un dios decadente y asexual, el amor, las

drogas, la pareja, la música, la televisión... a mí sólo me

mantenían despierto el alcohol y las hojas que rayoneaba

durante las noches intentando dar forma a alguna poesía

decente.

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Tantos años de rebeldía no sirvieron más que para

terminar escribiendo los discursos llenos de mentiras, que

uno de tantos políticos leería en sus elegantes desayunos,

reuniones de partido, actos de beneficencia. En mi trabajo

se concentraba toda la desolación del universo.

¿De dónde provenía toda esa tristeza? La vida ni

siquiera lo valía, era demasiado para ella. Todo me salía

mal, estaba tan desesperanzado que sólo necesitaba un

réquiem para terminar de hundirme, y en la radio

programaban a Hyden y Vivaldi.

Llevaba ya cinco minutos sin lograr moverme en la

avenida. A pesar del tráfico diario, no era normal;

seguramente alguien había chocado, nunca falta quien

crea tener el I.Q. suficiente para manejar y resulta estar

por debajo de lo requerido para comprender el sentido de

un carril.

Cuando, por fin, comenzamos a avanzar, pude ver

un auto sobre el camellón: un árbol grande había detenido

su recorrido. La ambulancia ya estaba tras el carro

accidentado y comenzaban las maniobras para sacar al

conductor.

¿Cómo podría alguien tener un accidente ahí?

Sólo era necesario mantener el volante firme y frenar

esporádicamente durante el descenso de la avenida; se

requería un poco de intención para chocar y esa no era

una manera eficiente de suicidarse. Tal vez habría sido lo

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viejo del auto; en eso se parecía al mío: la pintura gris

opacada por el sol y la lluvia era casi idéntica, los

rayones que resultaban por manejar ebrio estaban casi en

los mismos sitios, además del polvo sobre los parabrisas

por falta de lavado.

El modelo y año parecían ser el mismo. En

realidad, la similitud era demasiada, comenzaba a parecerse

a una broma macabra. No suelo tener grandes emociones,

pero mientras avanzaba, cada vez más comencé a

inquietarme; el susto fue mayor al ver que sólo había una

persona dentro: el conductor.

Al llegar al lado del accidente, mi corazón parecía

funcionar por primera vez. Latía fuerte y rápido; mi

cerebro parecía confundido, podía achacarlo a la continua

resaca que sufro por las mañanas, pero era un mareo

que no había sentido nunca.

Al mirar por la ventanilla opuesta al conductor,

pude verme con el cuerpo sobre el volante del auto,

parecía agonizar y respiraba con dificultad. Era idéntico a

mí, sólo que un delgado hilo de sangre recorría su rostro

haciéndolo ver más bello. Cerraba poco a poco los ojos

y cruzamos miradas por dos segundos; no importaba, no

había nada que decir.

Siempre odié los espejos, pero esta vez me

pareció hermoso ver la muerte reflejada en mi rostro. El

último respiro que se transforma en el único. Morir sin

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lamentos, sin arrepentirse, sin pensar en mañana, en el

mundo, en paraísos o en infiernos. Simplemente dejar de

existir.

De cualquier forma, pensaba que había muerto

mucho antes de que esto sucediera: cuando las niñas se

burlaban de mí en la primaria, cuando me regañaba mi

mamá por ensuciar la sala, cada vez que mi padre me

pegaba, cuando mi hermana me insultaba, cada derrota

en la vida, cada ilusión perdida, borracheras agónicas,

cada vez que las prostitutas me decían: termina antes de

que empiecen a presionarme por el celular; cada noche

frente al televisor, a cada paso, cada sorbo, cada respiro,

cada lágrima.

El sinsabor de la vida nos obliga a hacer cientos

de cosas absurdas, morir es una de ellas. De cualquier

forma, aun muerto, mis continuas ganas de llorar no se

detuvieron, nada las calmaría jamás. No hay mundo

suficiente para esconderme, sólo camas vacías y obscenas

manchas de vino en la memoria.

Se me hacía tarde para el trabajo, decidí dejar de

mirarme ahí, tendido sobre el volante, con esa especie de

mueca que parecía de gratitud. Metí primera y levanté la

vista hacia el lejano cielo. El sol estaba frente a mí; por

primera vez en mi vida, no me lastimó los ojos.

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Tres noches de octubreFrancisco Javier Santillán Vargas

finalista

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DICEN QUE LA luna de octubre es la más bonita.

¿Será?

En mi pueblo, que es una pequeña localidad

costeña, a la orilla de la playa, siempre se ha rumorado

que durante la primera noche de luna llena en octubre,

el mar devuelve a sus muertos. No se qué quiera decir

la gente con eso, pero voy a narrarles lo que se cree

sucedió alguna noche de luna llena en octubre, pues

encontré un escrito que a la letra dice:

«Es muy noche ya y me encuentro a la orilla del

mar, sentado en un risco enorme, contra el cual revientan

con violencia las gigantescas olas provocando un ruido

tenebroso y ensordecedor. En estos momentos, creo yo,

la luna se encuentra en lo más alto de la bóveda celeste,

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las olas comienzan a tomar más fuerza, el viento a soplar

sin piedad y la marea ha subido hasta casi desaparecer

la arena de la playa. Ahora parece que el mar se va a

desbordar, todo es caos. Pasan unos momentos y su

furia comienza a desaparecer, el agua a retroceder y el

viento vuelve al sosiego. En este instante, la luz de la

luna ilumina perfectamente hasta donde la vista alcanza,

por lo que puedo distinguir sobre la arena un sinnúmero

de bultos que comienzan a formarse de ella. No puedo

coordinar mis movimientos ni mis pensamientos, me encuentro

en una especie de trance, escribo casi por instinto y no

alcanzo a comprender qué sucede a mi alrededor. Los

bultos aquellos comienzan a erigirse y a tomar forma

humana.

No hay duda, aquella leyenda que se cuenta en

el pueblo es cierta, el mar ha devuelto a sus muertos.

Ahora recuerdo de qué trata la leyenda completa, y sólo

de traerla a mi memoria me enfrío. Los comentarios del

pueblo hablan de la desaparición de un habitante a la

tercera noche de la luna llena de octubre; nunca se le

vuelve a ver, por eso nadie se asoma ni a la ventana en

esa fecha.

Pues bien, todas aquellas figuras humanas, hechas

de arena, comienzan a desfilar a lo largo de la playa,

marchan en dos columnas, distribuidos uniformemente.

Ahora, los que van a la cabeza de sendas columnas,

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llegan hasta el extremo norte de la playa. Cada hilera se

vuelve de frente hacia la otra, adoptando una posición de

guardia y permaneciendo en esa postura. El tiempo

transcurre pero no sé cuanto ha pasado y no sucede

nada nuevo. Han transcurrido algunas horas, creo, hasta

que la luna ha descendido ocultándose detrás del cerro

donde termina la bahía. En este preciso momento, el

viento comienza a soplar con furia, y las olas del mar

han borrado todo vestigio de aquellas figuras.

Acabo de hacerme un firme propósito, no he de

contar nada de lo sucedido; mañana, a la segunda

noche, voy a volver.

Hoy es la segunda noche de luna llena. El

dantesco espectáculo se repite. En esta ocasión ya no

siento miedo, ahora la sensación es de curiosidad. Paso

a paso se refrenda cada acontecimiento, excepto el final,

pues ahora no son las olas las que destruyen las figuras,

es un estruendoso rayo que acaba de caer, que al

cimbrar la tierra ha hecho que las figuras se desmoronen.

Hoy es la tercera noche, debo tomar todas mis

precauciones, pues es tiempo de que un habitante

desaparezca. Así, he decidido armarme con un machete,

y vuelvo a acompañarme de mis notas y un puño de

hojas de papel, además de algunos lápices para dibujar,

pues deseo plasmar aquellos momentos sobre algo más

que sólo la mente. Presenciando estas escenas, un

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escalofrío me recorre todo el cuerpo, de tal manera que

no puedo dibujar. Mis movimientos son torpes y sólo

atino, con dificultad, a escribir de forma casi inconsciente,

al igual que hace dos noches.

De nuevo, el viento sopla con fuerza, el agua

invade la playa, las figuras se forman y desfilan con una

precisión castrense, pero en esta ocasión comienzan a

invocar a algún ser supremo. No entiendo sus palabras,

no sé si es por la lejanía, por el viento, o por que

definitivamente hablan en otra lengua, el caso es que me

estoy acercando. Mi temor desapareció y comienzo a

caminar por en medio de las dos filas. Es una valla casi

interminable y ahora que casi he llegado a la cabeza, un

extraño sentimiento me hace revirar hacia el cerro que se

encuentra delante de mí y veo que la luna termina de

ocultarse. El viento ha comenzado a soplar con más furia

que ninguno de los otros días. Los cuerpos de arena

comienzan a deshacerse, se esparcen; pero ahora encuentro

mi más grande asombro, yo también comienzo a

desmoronarme hasta desvanecerme. He perdido casi todas

las extremidades, sólo conservo mi brazo y mano izquierdos,

ya no puedo oír, he caído al suelo y…»

La historia anterior la encontré, durante una mañana

de octubre, sobre un montón de arena, escrita con letra

casi ilegible en varios trozos de papel desgarrados.

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La PurísimaMitzi Flor Valle Correa

finalista

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CORRÍAN LOS AÑOS de la bonanza minera de Bolaños.

El tránsito de enormes cargas de monedas de plata era

notable por los estrechos caminos, que íban rumbo a la

capital del virreinato.

Las caravanas eran custodiadas por hombres

armados. Una noche del mes de octubre, las diligencias

circulaban cerca de un lugar llamado Cerritos. Fueron

sorprendidas por una gavilla de asaltantes, quienes robaron

un cuantioso botín. Durante el robo, sucumbieron varios

hombres, entre ellos Hilario Luna, dueño de la hacienda

La Purísima. Fue despojado de sus finas vestiduras y de

un medallón de oro con incrustaciones de esmeraldas,

único en su tipo... No se supo más.

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Manuela notaba ojeroso, desde hace algunos

días, a Matías, su marido. Demacrado y meditabundo,

poco dormía y apenas probaba alimento. Aun así, Manuela

celebró en la Purísima el día de muertos, en honor a su

hermano Hilario, asesinado cuatro años atrás.

Desde que despuntaba el alba del día primero de

noviembre, las mujeres se ocupaban en la cocina, doraban

chiles en manteca, molían el nixtamal y tostaban las

semillas de calabaza para el pepián; todo en grandes

cacerolas de barro que humeaban sobre el fogón. Hasta

el patio llegaban aquellos magníficos olores. Sin embargo,

para Matías este festejo nada tenía de importante, pero

como su mujer lo organizaba, tenía que permitirlo.

Se retiró a su cuarto tratando de conciliar el

sueño, pero todo fue inútil. Cada vez que se recostaba,

venía a su mente aquella imagen, ¿había sido un sueño

o una visión? No encontraba respuesta cierta, pues

aquella vez estaba tan borracho que cualquier cosa, aun

la más inverosímil, pudo haber pasado por su mente.

Eran casi las tres de la mañana cuando llegó a su casa

aquel día. Abrió la puerta. La lámpara estaba encendida

y cuando se disponía acostarse, salió de entre las

sombras una figura femenina, vestida toda de negro, con

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altos tacones, un sombrero amplio. La mujer comenzó a

caminar por la alcoba, abriendo cajones, y deslizando su

guante por los muebles. Matías estaba impresionado, y

no podía pronunciar palabras, sólo la miraba. Por fin, ella

se detuvo ante la ventana y dibujó sobre el cristal

empañado un número tres. Sin decir nada se dirigió a la

puerta y desapareció. Matías se desmayó de la impresión.

La música turbó sus pensamientos, habían llegado

el párroco con infinidad de fieles, gente de los ranchos

cercanos como San Lucas, Los Campos y del cerro del

Venado. El altar estaba en el patio central de La

Purísima: ricamente adornado con flores silvestres y manteles

bordados en punto de cruz; sobre las mesas estaban

colocadas ya las cazuelas de pipían, las ollas de tamales

y las de champurrado; los peones traían cada quien lo

que podían para colocarlo en el altar en honor a sus

difuntos y, en la parte más alta, se encontraba la pintura

de don Hilario.

Reunidos todos, comenzaron la celebración con

una misa, para continuar con los cantos del alabado,

concluyendo con la cena. Pocos notaron la ausencia de

Matías, como en otras ocasiones no se presentaba en los

festejos parroquiales, no era usual que preguntaran por

él.

Mientras tanto, en su habitación, Matías trataba de

dominar su miedo, pero seguía pensando en el tres

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dibujado sobre el cristal, ¿qué significaba?, ¿quién era

aquella mujer que lo había visitado? Desesperado,

deambulaba por el cuarto. Habían pasado varias horas,

Matías estaba turbado, decidió salir un rato a la celebración.

Al darse la vuelta, se dio cuenta de la presencia de

aquella dama, que estaba sobre su cama. La impresión

fue tal, que sintió que desfallecía; la mujer se levantó y

caminó hacia la lámpara, dejando ver su figura espectral.

Matías sintió que se caía: ¿Quién sois? ¿A qué habéis

venido? -le preguntaba con insistencia, y por primera

vez, escuchó aquella voz de ultratumba: Se hace tarde

señor -dijo señalando el reloj junto a la puerta, casi

daban las tres de la mañana- han pasado los tres días

que os di.

Ahora lo sabía: aquella mujer era la muerte, y

había venido por él. Un escalofrío recorrió todo su

cuerpo. En eso, escuchó una carreta y el tropel de los

caballos que la jalaban. En el patio donde estaba la

gente se levantó un remolino, los cirios del altar se

apagaron, y todos sentían miedo. Los rezos no se

hicieron esperar, las mujeres gritaban que era la muerte,

que venía por alguien. El clérigo trataba de calmar a

todos los presentes, pero él mismo sentía temor por lo

que estaba ocurriendo. Se escucharon unos gritos tan

horrendos que a todos se les heló la sangre…

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Pasado un rato dejaron de escuchar aquellos

ruidos. Se hizo un gran silencio, la carreta y los caballos

ya no se oían, algunas mujeres prendieron nuevamente

los cirios. Nunca antes en La Purísima había ocurrido un

acontecimiento semejante. Poco a poco, la calma volvía.

Se empezó a especular que el difunto debía algo y muy

grave, sino por qué se mereció tal castigo.

Manuela, preocupada por su marido, corrió a su

lado, para saber cómo estaba. Al entrar en la alcoba, vio

el cuerpo inerte de Matías sobre el piso, lanzó un grito

de dolor. Mayor fue su angustia al ver lo que difunto

tenía en sus manos: el medallón que Hilario llevaba el día

lo mataron...

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La máscara de la muerteFernando Villaseñor Ulloa

finalista

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LA MÁSCARA CONTINUABA en el piso como mirando

hacia el cielo, exactamente en la posición que la había

dejado hace dos semanas. Tal vez lo único distinto era

la ligera capa de polvo que la cubría. Para estar seguro

de que ya no había peligro, utilicé una rama que encontré

en el exterior y la moví desde lejos.

Nunca he creído en adivinos ni en hechicerías,

pero esa máscara ha cambiado todos mis esquemas. Me

la vendió un señor con tipo indígena, que salió al paso

en uno de tantos puestos de chácharas que existen en el

centro de la ciudad; me la ofreció por unos cuantos

pesos y, una vez le hube pagado, me advirtió que ese

artefacto que compraba había sido utilizado, hacía muchos

años, en un pueblo en la sierra por el brujo de la

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localidad para hacer algunos conjuros. No le di mayor

importancia y seguí mi camino.

La máscara es de madera de colorín, pintada de

fondo negro, con enormes ojos de pupilas rojas, colmillos

saltones y una gigantesca lengua también roja. Tenía

tallada una serpiente que abarcaba de una mejilla a otra

pasando por la barba, los agujeros para mirar y respirar

tenían dimensiones perfectas y estaban bien disimulados.

Es un artefacto hermoso y bien hecho, que según quien

me la vendió, es una representación real de cómo luce

la muerte cuando va en busca de alguien.

Al llegar a casa, deposité mi adquisición en la

mesa de la cocina, me precipite al baño y, al regresar,

alrededor de la mesa encontré varias cucarachas muertas,

secas, como si hubieran estado ahí hace mucho tiempo.

Me pareció extraño y pensé que tal vez era el efecto de

alguna fumigación pasada y que habían llegado hasta ese

lugar producto del viento. Abrí la puerta que da al patio

y el perro comenzó a ladrar. Le serví su alimento y, aun

así, siguió gruñendo. Volví a cerrar la puerta porque me

sentía un poco cansado y no quería soportar al can.

Me dispuse a encontrarle un acomodo a mi nueva

adquisición en la pared de la sala. Busqué entre mis

pertenencias algo con qué colgarla, pero sólo pude

encontrar un pedazo de listón rojo, que usé para atarla

y, cuando estaba a punto de depositarla en su nuevo

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espacio, sentí curiosidad de ponérmela. Así lo hice y ante

mis ojos acudieron imágenes horrendas.

Entrañas de animales eran arrancadas sin otro

artefacto que mis manos, la sangre escurría entre mis

dedos mientras la mirada alucinada de otros hombres

seguían mis movimientos. Arranqué aquel trozo de madera

de mi cara y, delante de mí, seguía mi casa como

siempre, sin la menor alteración. Recordé que no había

tomado alimento en todo el día y que tal vez eso era la

causa de la pequeña alucinación. Con la máscara en

mano regresé a la cocina, el perro había dejado de

ladrar, el ambiente se sentía más tranquilo.

Saqué comida fría del refrigerador y comencé a

alimentarme. En mi cabeza comenzaron a sonar tambores,

pensé que serían, una vez más, las consecuencias de mi

mala alimentación, así que no hice caso, y me dispuse

a abrir la puerta del patio para brindarle un poco de

atención al perro. No vi por ningún lado al can. Lo llamé

y, extrañamente, no daba muestras de seguir en su

lugar. Inspeccioné el jardín y tuve un macabro descubrimiento,

el «Guti» –así se llamaba mi perro- yacía junto a uno de

los árboles, sus vísceras descansaban a unos dos metros

de él. Quien haya hecho esto –pensé- es alguien

perverso y lo pagará.

Regresé corriendo a la seguridad de la cocina,

cerré la puerta y, tras un ataque de asco, ingresé al

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baño. Mi sorpresa fue aún mayor, la toallas estaban

manchadas de sangre y el lavabo escurría por todos

lados líquido hemático; el jabón, antes blanco, adquirió un

tono rozado y yacía en la basura.

La máscara continuaba en mi mano izquierda y,

tras un breve instante, recordé lo que había visto a través

de sus ojos. El miedo, la curiosidad y el sonido de los

tambores hacían que mi cuerpo temblara. Decidí calármela

una vez más y la experiencia resultó peor: pude ver a

una mujer joven pidiendo por su vida, mientras con un

cuchillo la partía en pedazos y le encendía fuego. Arrojé

la máscara al piso, los tambores dejaron de escucharse,

pero, a cambio el crepitar de las llamas llevaba mi

atención hacia el patio, donde los árboles, derrumbados a

machetazos, formaban una pira en la cual un cadáver

crujía. Salí corriendo y, al buscar asirme de la puerta de

la casa, bomberos y policías me marcaron el alto. Me

encontraba desnudo, bañado en sangre y fuera de mis

casillas.

Me enteré después que el cadáver era de una

vendedora que había ido a ofrecerme no sé qué mercancía,

que según varios testigos la invité a pasar y después

pudieron verla en las revistas sensacionalistas convertida

en carbón.

Ahora que regreso a casa escoltado por investigadores

que desean conocer la escena del crimen, vuelvo a ver

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la cara de la muerte, y nadie quiere creer que la

verdadera culpable yace en el piso, mirando con inocencia

al cielo como si nada hubiera pasado.

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INVITADOS

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Concierto para dos violinesen Re mayorRoberto Visantz

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En homenaje a Raúl Hernández Novás

¿VENDRÁ A DESPERTAR al niño muerto... El hombre se

aleja lentamente dejando una puerta abierta. Arrastra los

pies. Quisiera no hacerlo pero algo que no entiende por

completo le pesa. La voz de Billy le retumba en la

coronilla. Se vuelve eco constante amplificado. Es el

susurro perdido de sus palabras. ¿Por qué le había

preguntado eso? ¿Por qué a él? Camina pesado fuera

del edificio. Del hedor de las paredes pintarrajeadas de

rojo y las escaleras marchitas, con nombres rotos y

verbos pisoteados. Tenía que encontrarlo, verle la cara.

Aunque sabía que era imposible, que Billy se había

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perdido en el viaje tranquilo de los locos. Que había

muerto en silencio dejando pistas y palabras sueltas.

El aire frío de la medianoche. El rocío hecho

plasma con el smog. El cigarro cuelga muerto de sus

labios perfectamente horizontales. Cerillo. Empieza la vida

del humo, se consume en el fuego del instante y cruje

en el silencio de la noche. El bar ostenta un letrero

llamativo «Morbobar». Una cerveza oscura. Ámbar. Se

aleja el mesero, un muchacho flacucho de unos 20 años.

No hay mucha gente. Es miércoles. Un día en que uno

prefiere descansar la cartera. Bebe de la cerveza y mira

alrededor buscando algo que no sabe. Billy lo había

llevado una vez allí. Reconoce la rocola y las marcas de

los puntapiés de aquella noche. El mesero. Si. Sin la

cara hinchada ya no se reconocía. Pero hacía mucho

tiempo de ello. Nadie lo reconocía ahora entre las mesas.

-Señor tiene que pagarme esta cerveza para

poder servirle otra-. Y se percata de que los meseros sí

tienen memoria. Reconocen al que no les deja propina y,

encima, le ponen una madriza. Pero la cara de hipócrita,

de lambiscón, de gato de pelaje afilado y esas manos

insistentes que desean darse existencia, siempre son las

mismas. Le paga con uno de cien. No quería bronca.

Billy se hubiera levantado a darle un escarmiento al

mocoso. A llenarle de agujas los párpados y prenderle

fuego hasta en los huevos. Sonríe de pensar en ello. De

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imaginar la cara de alegría de los parroquianos aburridos.

La cara llena de la fogosidad que dá el dolor ajeno. Pero

Billy no estaba. Se había perdido en el frigorífico del

silencio. En el tumulto de colchones y canciones. Polvo.

Otra cerveza. Bebe tranquilo. Intenta olvidar las

palabras que zumban sigilosas en sus oídos. La mano.

Nervuda, amarillenta por el cigarro. Aprieta el puño y la

ve hincharse, llenarse de vida por un instante. La siente

fuerte. Dura. La levanta tapando la luz que le llega desde

el foquillo de la esquina. La deja caer sobre la mesa y

sonríe. Billy le hubiera azuzado. Le habría dicho que

salieran a buscar a alguien a quien voltearle la nariz. La

noche era siempre aburrida para él. Necesitaba excitarse,

sentir algo de calor en su cuerpo y las voces, siempre

las voces. Pero Billy ya no estaba allí, había corrido tras

la escarcha florida y sólo quedaba su eco. ¿Vendrá a

despertar al niño muerto... Cada vez más quedo en su

cabeza. Otra cerveza. El mesero ya no desconfía. Total,

se acostumbran a tratar con peores, piensa.

Camino a su casa el cielo se desangra. Las nubes

van apartándose lentamente. Recorre las calles sin prisa.

La mirada baja y el recuerdo de una noche ya lejana.

Billy decía que no había nada mejor que tocar el violín al

amanecer. Acariciaba las cuerdas imprimiéndoles una vida

nueva. Levantaba el arco y lo deslizaba haciendo un

vibratto eterno. Me duelen los surcos de los dedos y los

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nudillos de la mano, decía y guardaba el violín en el

estuche, con parsimonia, como si se tratase de un niño

muerto que, en brazos, llevara a un ataúd de terciopelo

tinto. Sube las escaleras, sin nombres ni rayones en las

paredes. Abre la puerta de su departamento.

Dentro la noche no ha escapado. Las cortinas

gruesas resguardan las ventanas de latón. Sobre la mesa

las hojas. Agarra una. Otra. Lee y las deja caer en el

piso. ¿Vendrá a despertar al niño muerto... ¿Por qué le

había escrito eso? Billy lo sabía, había dejado pistas y

silencios tras las paredes, para que él caminara sobre

sus pasos marchitos. Se sienta en el sofá. Mira alrededor.

Los cuadros, los libros, los instrumentos. Todo allí formando

el collage de su vida. Billy se hubiera reído de verlo allí,

sentado esperando algo en silencio. Desentrañando mensajes

en la oscuridad. ¿Por qué le había escrito eso? Escribe

en la misma hoja. Aguarda un instante, levanta la vista

del papel y recorre mentalmente los lomos de los libros

dormidos. Porque sí. Dobla el papel y lo desliza sobre el

escritorio de madera.

Se recuesta sobre el sofá y cierra los ojos. La

cabeza le da vueltas. La cerveza, el mesero de cara

hinchada, la rocola deshecha; todo confluye. Abre los

ojos y mira alrededor. Nada. Piensa en Billy, en su caída

oscura entre jeringas y espadas de fuego. Piensa en

Billy. ¿Por qué lo hiciste? Le pregunta. Pero sabe que

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Billy está muerto. Ceniza del espejo. Y recuerda al niño,

al de la puerta abierta, al muerto, y a Billy sonriente junto

a él, con la cuerda del violín llena de sangre. ¿Llegué a

despertarlo... se pregunta. Pero Billy no había dejado

más pistas, había dejado sólo silencios y él, bajando las

escaleras con calma, dejando la puerta abierta, viendo los

letreros en rojo, los obscenos nombres de mujeres. Y

Billy ya no estaba allí, se había marchado a la estepa del

fuego. Cierra los ojos. ¿Vendrá a despertar al niño

muerto... Pero ya no intenta responder. Se pierde en la

calma oscura del sueño, en el calor de la noche ficticia

donde el violín desmembrado no cuelga de su pared.

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La pruebaBrenda Ledesma

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EL ESPACIO CONTENIDO en un marco de 8 x 10

pulgadas no es suficiente para explicar a las personas

que aparecen dentro. Si se tratara de una prueba criminal,

apenas cabría preguntarse acerca de qué se trata la

escena. Un personaje, antes inmóvil y atascado, trata de

despegarse de la hoja y atravesar el vidrio para ver su

propia imagen. Nadie sabe si es porque le preocupa

ignorar lo sucedido o por vanidad; de lo que único que

estamos seguros es de que cuando le tomaron la instantánea

no tuvo tiempo de pensar la manera como sería juzgado.

En un recorrido por el pasillo de paredes blancas,

alguien dijo que se trataba de tres asesinos; sin embargo,

en vez de fichas y cartas, sobre el mantel que aparece

entre ellos se tienden toallitas para posar el té. No se

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apuestan bajo la lámpara amarilla ni las galletas glaseadas

que dejan su rastro en los bigotes del hombre más viejo.

Más que la escena secreta y sombría de una banda en

reunión, parece una sencilla y ordinaria sesión familiar.

Después haber escuchado los pasos y las voces,

el hombre despertó de la larga vida inmóvil que había

sido fijada a dos tonos por una máquina polvorienta.

Lentamente, mientras se despegaba, encontraba la forma

de las figuras grisáceas que se aglomeraban a su

alrededor. Escupió los pixeles de harina y deseó ser

borrado o roto. Atrapado en ese único segundo era

incapaz de saber lo que había pasado antes y después

de cuando fue captado.

En el mismo cuadro aparecían un muchacho joven

y una mujer cubierta por la puerta del refrigerador. Tres

asesinos, ¿cómo asegurarse? Bien podrían ser sus propios

hijos o sus compañeros de cuarto. Buscando algún signo,

pronto se daba cuenta de que no existía el mínimo indicio

que le permitiera identificarlos como los ejecutores de un

golpe, un homicidio o un asalto; peor aún, no podría

asegurar su relación con ellos.

Detrás de él, en el último plano, se encontraba la chica.

Las imágenes de sus pies y su cabello no parecían las

de una joven codiciada, que entre el maestro y el alumno

–ahora socios-, suscita los más terribles dramas pasionales.

Para empezar, llevaba pantuflas, y la tela de los pocos

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centímetros que alcanzaban a verse de su trasero era de

un pijama floreado extraído de una sábana bajera. En los

tobillos era notorio que se trataba de alguien de poca

edad; sin embargo, cualquier engendro podía salir de la

luz helada y vaporizada que se encontraba detrás de la

puerta.

Él mismo se encontraba ridículo sentado frente a

una taza con líquido semipintado. El lugar del asesino es

el bar o la pocilga donde alientos alcohólicos llegan a

cantarle y se sientan en sus piernas. La mesa ni siquiera

estaba desgastada, no había una sola marca de navaja

que denotara la desesperación o el nerviosismo del día –

hipotético- en que estuvieron a punto de ser descubiertos.

No hay arrugas ni suspicacia en su cara -se

supone que a él le hubiera tocado jugar el papel del

cerebrito-; por el contrario, su gesto es de tensión, pero

causada por la sorpresa de recibir un flashazo entrometido.

Lo único que le gusta de sí mismo es el reflejo de sus

patillas plateadas, hubieran combinado bien con la chamarra

de piel que se recargaba en la silla siguiente. No puede

ser del muchacho… ojalá que no sea del muchacho. Eso,

un brazo extendido y su espalda desparramada por el

asiento, hubieran sido suficientes para hacerlo feliz los

primeros cinco días que estuviera encerrado en el marco.

Sigue pensando… no hubo pose, también podía haber

usado una gabardina mojada.

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Definitivamente no es del joven, aunque nadie

pueda asegurar lo contrario. Si él fuera su aprendiz, le

gustaría que hiciera algo más audaz que esperar paciente

los panecitos del horno de cocina. La chamarra no le

queda. No se mueve, no se activa. Se ve borroso de tan

cercano que estuvo a la lente; pero de todos modos sus

rasgos no son los de alguien que se interese en conseguir

fortunas valiosas.

El hombre deja de preocuparse por eso. Se da

cuenta desde su posición es posible deducir que poco

faltó para que estuvieran colocados de esquina a esquina

del cuarto. Ahora lo que le importa es medir el espacio.

Comienza a creer que su tiempo ahí quizás se prolongue

más allá de lo apenas pensado.

Dan vuelta los ojos y busca más marcas. Piensa en no

ser nadie, y sólo la versión en papel de un personaje.

Referente muerto, in-significante, referente de nada, patética

trascendencia, su situación de empapelado es tan crítica

y violenta como el contraste de la imagen en que se

encuentra atrapado. La cinta no avanza. Durante años y

años se negó a las fotografías. ¿Y ahora qué hace? Mira

alrededor: uno, dos, tres, cuatro, cinco… 3’145,728

pixeles.

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ApalabradoRamón Vázquez Jaramillo

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EL COMANDANTE ROSENDO Chacón presintió que la

noche iba pa’largo. Se paró bajo el marco de la puerta.

Dio una última chupada a su cigarro, tragó el humo y

entró. Nada estaba en su sitio, como si un pequeño

ciclón hubiera arrasado el departamento. El lugar era una

carnicería. El cuerpo de Lola Hinojosa estaba tajado casi

en su totalidad. Iba a ser una tarea difícil para el forense

contar las heridas. La occisa tenía una expresión particular.

Extraña.

- Se dieron gusto con la españolita, ¿no cree micomandante?

- Así es Bolaños. ¡Los muy hijos de puta seensañaron!

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- Venganza o simple asesinato, ¿qué piensa usted,mi comandante?

- ¿Usted bromea Bolaños? Esto es obra delchingado Cartel.

El comandante conocía a la mujer. La conocía

bastante bien. Reconoció el pequeño lunar en forma de

diamante al inicio del seno izquierdo. La estuvo observando

por un momento, ni la muerte había podido arrebatarle su

belleza. Una belleza bien aquilatada con los años. Por

unos instantes el comandante se escapó del cuarto.

Pensó en la primera vez que vio a Lola Hinojosa.

Casi dos años habían pasado desde que recibió aquella

llamada en su oficina. Se presentó como corresponsal del

diario El amanecer ibérico. Tenía un acento que le

recordó a Sarita Montiel. La mujer le pidió al comandante

una entrevista, argumentando que su fama había atravezado

el océano. Él se sintió halagado. Miró de reojo sin ocultar

el orgullo, la medalla que el gobierno español le había

otorgado la semana pasada. Dos toneladas de coca y

siete hombres, fue un golpe bajo al Cartel del Atlántico y

un buen levantón para el comandante Rosendo Chacón.

Hablaron sobre el tema unos minutos. El también la

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conocía por sus artículos sobre narcotráfico. El comandante

aceptó la entrevista y le dio una cita.

Fue Lola Hinojosa quien sacó a la luz pública la

existencia del Cartel del Atlántico. Gracias a sus contactos

con la Antinarcóticos Española, la información llegó a sus

manos. Desde hacía unos años el mercado ibérico,

estaba en la mira de los grandes carteles del narco, que

veían a España como la entrada a Europa. Pero hasta

ese momento nada, ni nadie había comprobado que el

comercio ya estaba echado a andar. Se creía que la

droga que llegaba a España era de Asia o África vía el

estrecho de Gibraltar. Hasta que por mera coincidencia en

el «María Bonita», un carguero que llegaba de Veracruz,

se descubrieron tres toneladas y media de coca, oculta

en la panza de un centenar de réplicas de Tláloc y la

Xochipili, y otras deidades aztecas. Fue a mediados de

los ochentas, cuando por primera vez se escuchó hablar

del Cartel del Atlántico y del comercio triangular Colombia-

México-España. Y ahora, casi diez años después, Lola

Hinojosa preparaba un libro sobre el Cartel y su alto

mando.

Al primer intercambio de impresiones el comandante

se dio cuenta que Lola Hinojosa era alguien que conocía

su profesión. De cazador te convertía en la presa a las

primeras preguntas. Llevaba la entrevista como una sesión

de hipnosis: lento pero avanzando, te hacía entrar rápido

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en confianza, con pequeñas preguntas obtenía grandes

respuestas. El comandante Chacón la encontró atractiva.

Diferente, quizás moderna. Le dio cuarenta y cinco años,

máximo cuarenta y ocho, pero bien cuidados. Por momentos

se concentró más en su físico que en la discusión. Dos

horas después y un desfile de tazas de café, concluyó la

entrevista. Lola Hinojosa no pasó por alto la personalidad

del director de antinarcóticos. El comandante le había

llenado el ojo.

El comandante Rosendo Chacón era un hombre

recio y de pocas palabras. No lejos de sesenta años.

Discreto. Hosco. Evitaba cuando podía las cenas de gala

y toda la parafernalia oficial. Forjado al método tradicional,

hacía valer sus órdenes al pie de la letra. Su vida familiar

era particular. Había enviudado joven y nunca volvió a

pisar un registro civil, mucho menos un altar. Con la

ayuda de su hermana educó a sus tres hijos, hasta

convertirlos en «hombres de bien», como él decía. Desde

hacía un año vivía solo. Esperaba con serenidad el

momento de su jubilación para regresar al pueblo de su

infancia. Ya tenía apalabrado un rancho, donde pasaría

tranquilamente su vejez cultivando maíz y criando vacas.

Pasaron algunos meses desde aquel día de la

entrevista, para que el comandante Rosendo Chacón se

encontrara de nuevo con Lola Hinojosa. Esta vez fue la

casualidad que los juntó. Ella estaba en la prisión para

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entrevistar a unos de los narcos de Cartel del Atlántico,

y el comandante se encontraba en el lugar por trabajo.

- Veo que sigue interesada en Cartel- le dijo elcomandante.

- Digamos, que informando a la gente, es miparticipación en esta guerra contra el narco.

-¿Y logra algo de esta gente? Por que a nosotros,no se imagina usted, las que nos hacen pasar para

sacarles información.

- Tengo mis métodos, supongo que diferentes alos suyos, pero me resultan.

- ¿Y tiene para rato aquí? ¿No le apetece unpozole con unas flautas? Sé de un lugar que no se

arrepentirá.

- Tengo una hora y treinta minutos de autorizacióncon nuestro «amigo». Y por qué no, acepto su invitación.

- Pero antes déjeme darle un consejo compañeraHinojosa. No pregunte demasiado, pues entre más sepa,

más riesgos corre. Con esta gente no se juega. Este no

es un lugar para una mujer como usted. Bien lo dijo esta

es una guerra, y en las guerras no existen diferencias de

sexo.

- Gracias por el consejo comandante Chacón, peroes parte de mi trabajo.

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La lluvia devolvió al comandante a la escena del crimen.

Llovía lento pero constante. Sin interrupción. Pareciera

que el cielo llorara por la muerta. El comandante Chacón

se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Sus manos

siempre guardadas en los bolsillos de su gabardina. Las

luces de la ciudad invadían la oscuridad. Centró su

mirada en un punto lejano, tratando de encontrar el final

o el principio de la noche, tratando de encontrar respuestas.

- Mi comandante, no encontraron la arma de laque se sirvieron -señaló Bolaños.

- No me venga con chingaderas Bolaños. ¿Noquería también que nos dejaran el teléfono y la dirección

donde localizar al hijo de puta que hizo esto? Lo que

quiero son huellas, indicios, rastros. ¿Me entendió? Siempre

dejan algo. ¡Busque!

- Como usted ordene mi comandante.

Después del pozole y las flautas, siguieron más invitaciones

de parte del comandante a Lola Hinojosa. Del teatro a la

misa dominical, de los toros a las luchas libres. El

comandante se fue a tientas con la corresponsal. No

quería pisar en falso y romperse la jeta. A su edad los

huesos tardaban más en soldar al igual que el corazón.

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Lola Hinojosa llegó a alterar la rutina, a romper los

esquemas que marcaban la vida del comandante. Una

pareja improbable, eso eran. Tan posiblemente opuesto

como el continente que vio nacer a cada uno. Él ya no

recordaba lo que era estar enamorado. Ella tenía tendencia

a ser enamoradiza. Para el comandante Chacón no había

habido más mujer en su vida que su difunta esposa.

Descargaba su hombría religiosamente y bajo la más

estricta discreción, cada viernes primero del mes, con

alguna de las muchachas de doña Ramona. Lola había

estado casada dos veces, y ya no recordaba los hombres

que habían pasado por su vida.

La relación avanzaba, Lola seguía recaudando

investigación sobre el Cartel, estaba cada vez más cerca

de terminar su libro. Eso incomodaba al comandante

Chacón, quería que Lola, dejara en paz el asunto. Pero

ella había comenzado y no quería dejarlo. Él, más que

nadie, sabía que ella se estaba jugando el pellejo a

diario. Estaba entrando a las puertas del infierno y las

llamas la podían alcanzar. El comandante sabía que el

«accidente» del auto se podía repetir y esta vez podía

ser fatal para ella. Él lo tomó como lo que era, una

advertencia, pero ella, no le dio importancia. Y la «visita»

al departamento de Lola, no fue coincidencia como pensó

Lola. No, el comandante sabía que las fauces del lobo se

comenzaban a cerrar. Fue por eso que le puso a Ulloa

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como escolta, pero ella no lo aceptó. «Creo que tengo la

edad suficiente para cuidarme sola», le dijo.

El comandante habló de su rancho como el mejor

de los recursos, se lo ofreció: «Manda todo a la chingada

y yo muevo mis influencias para adelantar mi jubilación.

Olvidémonos de esta maldita guerra y de su gente.

Pongamos punto y aparte». Él insistía; ella no escuchaba.

Él ordenaba; ella no obedecía. Fue el resbalón que el

comandante temía. Lola Hinojosa dio por terminado el

cuento entre ellos dos. Se acabó. Fin de la historia. Ella

se sumergió más en su investigación, y él regresó a sus

ocupaciones y a su hábito de los viernes.

Y ahí estaba, intacto, el lunar que tanto le atrajo al

comandante. Sobre su pecho izquierdo aquella imperfección

de la piel en forma de diamante había sobrevivido a su

dueña. El comandante Chacón prendió otro cigarro. Miraba

ausente el cuerpo sin vida. No comprendía cómo Lola

Hinojosa, la corresponsal del El amanecer ibérico, había

terminado así. Sí acaso lo hubiera escuchado. Si acaso.

Afuera la lluvia tomaba fuerza.

-¡Se le ve cansado comandante! Si quiere yo mehago cargo. Vaya a descansar- dijo Bolaños.

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La relación entre el comandante Rosendo Chacón,

director de la antinarcóticos, y Lola Hinojosa, corresponsal

de El amanecer ibérico era un secreto a voces. Como la

corrupción en el país, todos conocían su existencia pero

nadie hablaba de ella, ni para bien ni para mal. El

comandante no escuchó lo que dijo Bolaños. Seguía

ausente.

- Déjeme hacer mi comandante, yo me encargo detodo.

- Mmmmm -apenas articuló.- Hágame confianza jefe, yo me ocupo de la

Señora Lola.

- Cuide que la traten como si fuera su madre,¿me entendió Bolaños?

- Se lo aseguro comandante, como si fuera mimadre.

El comandante no respondió. Aún estuvo unos

instantes mirando a la víctima. Apagó su cigarro con el

pie, metió de nuevo sus manos a los bolsillos de la

gabardina. Salió del lugar sin decir nada a nadie, sin

volver su vista atrás. Se subió a su carro y se dejó llevar

por la inercia. Fue un trayecto ciego y sordo. Vacío.

Veinte minutos después llegó a su domicilio, triste y

cansado. Derruido.

El comandante Chacón entró a su casa. Sin

quitarse nada fue directo al baño. Se miró al espejo. No

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le gustó la imagen que se reflejaba en él. Era otro

hombre. Desconocido. Distinto al del día de ayer. Nunca

lo había visto en su vida. Tomó directo del tubo del

dentífrico e hizo un par de gárgaras. Escupió al espejo.

- ¡Ya te jodiste, hijo de puta! -gritó a su reflejo.Apagó la luz y salió del baño. Se dejó caer en el

sofá. Con el pie alcanzó el interruptor de la lámpara y la

apagó. En la penumbra palpó algo en el bolsillo interior

de su gabardina. Metió su mano y cogió un objeto. Lo

tuvo aprisionado por unos minutos. Lo sacó del bolsillo.

Sintió el frío del metal quemar sus dedos. Con índice

acarició el filo de la navaja. Se cortó levemente. La dejó

de golpe. En la oscuridad total, el comandante Rosendo

Chacón pensó en Lola, y en su mirada de incomprensión.

- Te dije que lo dejaras todo… ya me pisabas lacola… y mi rancho ya está apalabrado.

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La garra macabraMary Magdalene

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LA NOCHE ERA fría y oscura. Un silencio sepulcral

envolvía la ciudad que se mantenía despierta, a la espera

de la medianoche. Doce campanadas sonaron, advirtiendo

a los habitantes que sus sueños serían intranquilos. Dos

bellas mujeres veían la televisión mientras preparaban

mole y arroz, por lo que no prestaron atención a la

llamada siniestra de las campanas.

Sus miradas estaban clavadas en C.S.I. Las Vegas,

y se sorprendieron cuando escucharon un sonido espeluznante

en su puerta. Parecía que alguien -o algo- rascaba la

madera. Se miraron una a la otra con ojos de espanto,

el corazón latiendo con fuerza y la manos sudorosas.

«¿Escuchaste eso?» y de nuevo el sonido, esta vez más

claro. «Sí, sí escuché ¿qué es?», preguntó una de ellas,

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mientras bajaba el volumen de la televisión para cerciorarse

de que el sonido no provenía de ahí.

De nuevo el sonido, pero esta vez subió por la

pared hasta la azotea. Las dos bellas mujeres se acercaron

lentamente a la puerta. Una de ellas aseguró la cerradura

mientras acercaba su oído para escuchar mejor. La otra

se acercó a la pared, aterrada, segura de que la muerte

había llegado por ellas.

La piel se les erizó cuando el aterrador sonido se

escuchó de nuevo. No podían explicarlo. El pasillo estaba

sumido en una oscuridad profunda, negro como la misma

noche que las envolvía. Sólo se veía una línea de luz

que provenía de la casa de enfrente. La visión que tenían

a través del resquicio de la puerta no era muy amplia;

sin embargo, podían estar seguras de que no había nadie

ahí. Al menos no una persona.

«No abras la puerta», dijo una de ellas, «puede

ser un ladrón o un violador». La otra mujer tragó saliva

y dijo asustada: «no, creo que es un monstruo…».

MORALEJA: «no hay que confundir los sopes con las

garnachas».

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La mujer permitió...Noemí Mejorada

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LA MUJER PERMITIÓ… «yo puedo», se dijo a sí misma,

y se lanzó de espaldas de aquel barranco. Mientras caía

pensó: «no siento miedo, sólo al golpe en el corazón…

todo fuera como caer y morir. Después de la muerte está

el vacío… pálido como la luz de la luna, acompañado de

la oscuridad de todas mis noches. Me la guardo en la

bolsa, mi luna, y me dejo caer… el peso extra hará más

veloz la caída y más llevadera mi estancia en aquel

lugar».

Por las noches sale acompañada de ella, la saca

de vez en cuando para iluminar los pasos que a tientas

da; pero en medio de la confusión la ceguera invade el

corazón de cualquiera.

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La mujer permitió… «seguro será cuestión de

tiempo», se dijo, y se lanzó de espaldas desde el

acantilado más alto. Tomó su corazón y lo guardó en la

bolsa, pensó que así no correría peligro. Mientras caía

pensó: «no hay hueco que deje escapar a mi corazón,

si lo protejo, si me lo guardo… todo se reduce a caer y

morir, pero siempre al lado de mi corazón». Por ello es

que lo lleva siempre consigo, y cuando lo renta (sólo en

ocasiones imprescindibles), procura llevar siempre el papel

firmado, el contrato por medio del cual se acordó el

precio y el tiempo… en caso de un desperfecto, una

denuncia lo arregla todo.

La mujer arriesgó, con un suspiro se arrancó el

corazón y lo entregó sin pedir nada a cambio. Se vio

expuesta en una cama, desnuda, reducida a cero. Con

una mano sostenía la mitad de un corazón agonizante,

con la otra trataba de alcanzar los pedazos rojos,

ensangrentados de la mitad de corazón que habían

esparcido por toda la habitación. Mientras se vestía

pensó: «el rojo líquido de mis últimas noches me ha

atragantado hoy… mañana buscaré el piso más alto del

edificio más alto y me tiraré de frente, esta vez de

frente».

De pie, frente al vendaval, con los bolsillos vacíos

y los ojos llenos de lágrimas, sentía el vértigo común que

acompaña a las mujeres que pretenden huir. Mientras se

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tambaleaba pensó que era más fácil si se lanzaba de

espaldas. La espalda era segura, sin mirar abajo. De

espaldas podía aún distinguir la figura, aplazar la última

huída. En ausencia de un corazón que guardar, tomó la

última ilusión y se lanzó con los brazos abiertos. Abajo,

la espera el golpe, certero, infinito, un golpe atroz que no

mata, que se repetirá mientras la caída sea cobarde y

esperanzadora, mientras que encuentre pretextos que guardar

en las bolsas, hasta que le ponga la cara al frío concreto

de que está hecha la muerte del alma.

En confidencia con el que arranca los corazones

pidió una última oportunidad, explicó que es insoportable

vivir así, reveló el secreto más importante de su ser: el

componente esencial de que está hecha su voluntad es

volátil, basta un segundo de confianza para hacerlo

estallar. El arrancacorazones respondió: «no lo sé», y de

inmediato sintió cómo cada célula de su cuerpo experimentaba

la explosión más conmovedora. Estaba lista para una

más, sólo debía buscar un nuevo barranco, un nuevo

acantilado. Debía situarse cerca para asegurar su pronta

llegada en situación de emergencia.

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El funeralAlva Lai-Shin Castellón

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NO SOMOS LOS mismos, hemos cambiadoconsiderablemente desde el día en que nos conocimos.Aquel día, y por cinco años, sólo fuiste tú. Inmensamentetú. Completamente tú, al menos eso creí. Sabes, creímucho y supe poco. Fue menos lo real que la fantasía,este un fue un hermoso juego; y, pese a la realidad,ahora sé que lo hermoso no radica en la felicidad sinoen el placer que provoque. Definitivamente, el placer noradicaba en el amor. De haber sido así, me parece quenos hubiéramos separado hace mucho tiempo.

Porque el amor, tal como lo conocí contigo ysiempre a tu lado, se terminó; aun así, nos quedamos,yo por más tiempo que tú. Al final nos quedamos.

Nos hubiéramos ahorrado la muerte, el funeral y elentierro: muerte por inanición de futuro, velados por lospropios muertos en que nos convertimos.

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En este ataúd no sólo van tus manos y tu figuraperpetua; incluyo, aunque con eso pierda lo que queda,mis propias manos, mi corazón, mis ilusiones y todas lashistorias que me conté mientras dormías. Es verdad, todoel tiempo te pienso y, más allá de mentalizar, te vivo enla más placentera de las agonías. La muerte es constante,es sólo que terminar de morir implica cerrar el ataúd ypor fin dejarte ir. Lo vivo, lo callo y lo mato con todaslas posibilidades de regocijo: lo revivo; mejor dicho, loresucito. La mayor parte del tiempo no estoy seguro delo veraz de mis imágenes. Sé que existes, que estuvisteaquí (muy cerca de mí), sé que te fuiste y que hasregresado en incontables ocasiones. Así que no lo entiendo,un buen día no regresaste más, pareciera que te cansastede jugar al «hombre vivo-hombre muerto».

No lo sé, sólo no volviste, y me atrevo a decirque aparentas haberte ido, pero lo digo en voz baja portemer a que se me escuche esperándote por las noches.Antes, y este pasado es cercano, había mañanas en lasque te acercabas silencioso, aunque no lo suficiente comopara no ser escuchado. Esto lo sé porque te espero, aligual que tú un poco apenada y me cercioro de quenadie observe que me encuentro detrás de la ventana.Supongo que era ya muy evidente, me refiero a losencuentros, a esos golpes de esquina que comenzaban aser devastadores; así que optamos por la discreción. Tújamás pensar en mí en público y yo jamás acercarmeabruptamente a la ventana en público. Afortunadamente, yesa suerte mal encarada es un atrevimiento, las mañanasson privadas: nadie nos mira; por lo tanto, tú fingías

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haber equivocado la calle, y yo, sin en el más mínimointento de resistencia, me disponía a tomar mi lugar trasla ventana. Ubicación en el juego. Es una pena, era ungran juego. En algún momento pensé que duraría parasiempre (este es uno de esos momentos en los quedaría lo que fuera porque durara para siempre).

Es una lástima que tengas que irte, que el dolordejara de ser placentero y tuviera que dejar de jugar.Lástima por mí que aposté casi todo, todo por la ilusiónde un hogar (mi propia familia), todo por tener el dignorol de amante enamorado, todo por la oportunidad deretarme en la bondad inexistente, todo por demostrar quepodía escapar del desamor que caracteriza a mi sangre.Deseaba ser capaz de amar. El problema no empezócuando decidiste partir; no, el dolor apareció cuandojamás regresaste. Yo ya lo escuché: ahora… aquí… porfin… creo que ya no regresaste. Un juego hermoso:repleto de mis lágrimas que purificaban el ambiente quesólo mis lágrimas contaminaban cuando se mezclaban conlas tuyas que no comprendías: ¿cómo podíamos seguirjugando? Para ser un eterno fugitivo, debo confesar quete desenvolvías ejemplarmente. La última vez en queapareciste deshecho, húmedo de lágrimas contaminadaspor el arrepentimiento (también purificador) y la desazónde haberme perdido, te luciste. Perfecto, lloroso, con eldolor detrás del cuerpo: entre la verdad y el miedo.Siempre el miedo, el tuyo que gritaba y el mío quemordía la almohada. Esa sensación de vértigo y vacíopropia de los que comienzan a estar nerviosos en unapartida de poker.

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Yo, dulcemente, me esforcé (juro por todas las

reglas de este juego que me esforcé) en creer que todas

las monedas, millares de ellas, que lancé a las fuentes

de los deseos, deseando que por fin regresaras, habían

surtido efecto. Era mi regalo, un bono adicional de un

mes por ser una fiel participante. Y lo disfruté infinitamente:

te amé como nunca, te deseé como nunca, te odié como

nunca, te temí como nunca, te extrañé como nunca; y al

final, hasta hoy, te lloré como nunca: de verdad. Es

más, hasta te mentí como nunca. Porque me parece

estar conciente de que no te dije que ya no era amor,

que sabía que ya nunca más sería amor. Olvidé decirte,

porque el armazón tras el que me escondo no me lo

permite, que me lastimaste y que me equivoqué. Siento

mucho haber prolongado el juego y haber obstaculizado,

en incontables ocasiones, la salida de emergencia. Perdón

por haber ignorado todas las banderas de retirada que

me enviabas, por querer salvar lo insalvable. Lo cierto es

que no podía hacerlo, aún hoy no sé si puedo. Si te vas

o te quedas ha dejado de ser importante, lo terrible es

que todo se ha roto. Yo me rompí acompañando. Este

puente es imposible, incompresible dirían algunos; ya que

es difícil que su sostén radique en un polo de sí. Y lo

peor es que no tiene caso sostener un puente por el que

nadie pasa, decorado para el regreso de quien jamás

regresará.

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Nunca fue tan doloroso soltarse y guardar, nunca

fue tan doloroso dejarse abatir por los días: el día del

escorpión, el día de la confianza, el día del humo y el

día del miedo. Uno a uno describieron su caída, habría

que haber visto (muy de cerca para no dudar) que

todos estos días se podrían resumir en uno: el día de la

soledad. No hay más que la desazón de haberte perdido;

y peor, haber estado junto a ti cuando sucedió. La caída,

esta caída, es más que todos los golpes mínimos: somos

todas las caídas y toda la sangre derramada por permanecer.

Quedarse muy quieto mientras todo se derrumba, quizá

con la esperanza de que la indiferencia lo disuelva y no

suceda. Que no pase, que no pase. Que sea mentira

como todo, que esto haya sido un sueño y pronto

estemos aislados, sólo tú y yo. Pero lo único verdadero

fue el vértigo que no me nombraba, el miedo a la caída

y al olvido: a verme en el espejo sin tu mirada atravesando

mi espacio.

¿Cuándo fue la última vez que nos dimos la

oportunidad de vernos?, ¿cuándo te despediste de mí?:

no, no lo haz hecho. No importó que mi ausencia te

persiguiera, la fuerza del conjuro se desvaneció y la

maldición no cobró efecto. Ni todas las noches en que

deseé que me escucharas funcionaron. Finalmente no

estás. Y la muerte que te acecha soy yo; sin embargo,

la sangre que se dispersa es la mía. Roja, roja, roja.

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Guardo tu presencia y tus recuerdos; para ser más

exacta, debería decir que guardo todo lo mío que sostiene

nuestro vacío. No son más que las imágenes que edité

para no perderme, pensé que, en algún momento, sería

un mapa que me guiaría a tus brazos otra vez. La

muerte que dio vida, la muerte que dio amor. La sangre

que nos unió, el futuro que nunca tuvimos, los días que

nos ampararon, el porvenir que nunca llegó. Mis sueños

van al ataúd del tiempo, simbólico funeral de nuestros

pasos: el entierro de mis ilusiones, la tierra del eterno

retorno.

Negación absoluta de los colores, deslumbre

instantáneo de la luz convertida en ráfagas de fantasmas.

Muerto en vida, vida ausente de mi muerte. Fotogramas

de tu imagen que desfilan en mis mañanas, todas mis

mañanas eres tú. Una tras otras, persecución que transmuta

en movimiento. Taquicardia de demora, música ambiental

en la sala de espera. Aire que viaja en el quirófano que

nos vio morir, desangre de mi sangre, perdida de la

esencia que me vitalizó durante años. La emoción de

verte llegar, la tristeza de verte partir. Eres la ausencia

que me invade cuando cierro el ataúd, cuando la muerte

no es la tuya sino la mía. El ataúd lo lleno yo, ahí van

mis ganas indestructibles de rescatar lo vivido. Esta

muerte es la mía, es la quema del archivo que resguarda

el acervo de las notas que enumeran: 5, 26, 21, 25. Ya

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decía hace tiempo que era aritmética sencilla; en realidad,

es la representación numérica de una bruja acechante

que se negó a quedarse conmigo. Aprendí a perder… me

enseñó a vivir, a amar y, pese a este dolor, a dejar ir.

Las lágrimas no son por las mentiras, sino porque se

terminaron. El final del juego es la clave, es la directriz

que guía el no regreso.

El mapa descrito se difuminó entre la humedad de

la huída. El mensajero de la muerte me trajo la noticia.

Ya no hay ángeles que amparen la caída, sólo están los

escorpiones envueltos en su naturaleza. El día del olvido

no existe, es sólo la edición de los recuerdos. Los

intentos por calmar las ansias y pretender seguir es lo

real. Este juego terminó. Se apagó el motor que me

mantenía esperando, se acabó porque lo entierro. El fin

no es para ti; tú hace mucho que sigues sin mí. Poco

tienes que ver en este funeral. Recomiendo que te

retires, verse morir en el hogar desde fuera debe ser

terrible. Huye, sálvate, que el derrumbe no te alcance; no

sabemos, y no queremos saber, si el espiral de los

meses te haya ayudado a olvidar. Tampoco deseo conocer

en dónde recaen tus ilusiones, si las tienes o no. Soy el

verdugo enamorado que te da muerte, soy el torturador

que te embalsama entre sábanas rotas, me represento

angustiada y esperanzada de que lo que expire me

rescate.

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Maldición para mí, maldición que me separa de

las noches completas en que lidiabas mi sueño. Quisiera

dormir con las piernas cruzadas entre las tuyas, quisiera

sentirte latir y amarme. Quisiera haber sido suficiente y

única a ti. Las puertas se cierran detrás del golpe del

ataúd, las luces se apagan para dejarnos en la oscuridad

y permitirnos dormir. Juntos nuestros amores se quedaran

resguardados bajo la tierra. El miedo actual no es aceptar

que ya no estarás, el miedo ahora es resistir el deseo de

cerrar el ataúd desde dentro y junto a ti.

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El libro electrónico Zona Vacía

fue hecho por Limbo Editorial

en la ciudad de Guadalajara, México,

en octubre de 2006.

En su composición se utilizaron

las fuentes Vrinda y BankGothic Md BT.

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