Materia: Historia Moderna
Cátedra: Campagne
Teórico: 28
Fecha: 22 de noviembre de 2012
Tema: De la demonología radical a la caza de brujas (III): la angelología tomista y el sentido de lo imposible de los cazadores de brujas temprano-modernos; Juan XXII y la bula Super illius specula: el “factum hereticale”.
Dictado por: Fabián Alejandro Campagne
Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne
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Profesor Fabián Campagne: Hoy vamos a ver la génesis de la demonología radical. Vamos a
dividir este proceso en tres fases. La primera etapa abarca el tercer cuarto del siglo XIII, los 25 años
que se extienden entre 1250 y 1275, y que tiene como protagonista principal a Santo Tomás de
Aquino, quien durante dichos años reinventa la angelología cristiana, que es la base de la
demonología. Sin angelología no existe ciencia del demonio. La segunda fase se centra en la década
de 1320, y tiene como protagonista al papa Juan XXII, autor de la bula Super Illius Specula que
inventa –o por lo menos termina de definir– la revulsiva noción de “hecho herético” o “ factum
hereticale”. Y la tercera fase es la que comienza hacia 1428 y coincide con el inicio de la represión
judicial de la brujería. Se trata de la etapa en la que se elabora el estereotipo del sabbat. Esta tercera
y última fase la vimos la semana pasada. Por lo tanto, durante la clase de hoy voy a centrarme en la
primera y en la segunda.
Empecemos con la primera etapa, la protagonizada por el Aquinate. Santo Tomás adopta una
postura revolucionaria respecto de la angelología cristiana. Literalmente, la recreó por completo, la
reinventó. A tal punto que su nombre quedó estrechamente asociado al estudio de los ángeles.
Ustedes saben que en la Baja Edad Media y en la primera modernidad, los grandes teólogos
escolásticos recibían motes con los cuales que los designaban. Por ejemplo, San Bernardo era el
Doctor Melifluo, Roger Bacon era el Doctor Admirable, Duns Scoto era el Doctor Sutil, Guillermo
de Ockham era el Doctor Invencible, San Alberto Magno, maestro de Santo Tomás, era el Doctor
Universal, San Buenaventura era el Doctor Seráfico, Gabriel Biel era el Doctor Profundísimo, el
jesuita Francisco Suárez era el Doctor Eximio, Lutero era el Doctor Hiperbólico (desde la
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perspectiva satírica de Erasmo). Pues bien, ¿cuál era el mote que recibía Santo Tomás de Aquino?
El de Doctor Angélico. Precisamente porque sobre ningún otro tema de la agenda teológica escribió
tanto y tan audazmente como lo hizo cada vez que trataba la materia angélica.
Dos son los aportes principales que la angelología tomista hace a la futura demonología radical: 1)
la doctrina de la absoluta inmaterialidad de las naturalezas angélicas; 2) la doctrina de la absoluta
perversión de los ángeles caídos.
Comencemos por la primera. Tomás de Aquino sostiene que ángeles y demonios (recordemos que
los demonios son ángeles castigados, pero ángeles al fin) son espíritus puros, incorpóreos,
inmateriales. No hay grado alguno de materia en la naturaleza de ángeles y demonios. Se trata de
entes desencarnados. El Aquinate los denomina “inteligencias separadas”, separadas de la materia.
Los ángeles aparecen como la excepción a esa ley metafísica universal postulada por Aristóteles, y
con la cual Santo Tomas estaba de acuerdo, la ley del hilemorfismo. Esta tesis postulaba que todo lo
que existe en el mundo es un compuesto de sustancia y materia, de sustancia y forma. Pues bien, los
ángeles no trascienden esta limitación metafísica, afirma Tomás de Aquino. Ellos son la excepción
que confirma la norma. Los ángeles son sustancia pura sin materia, sustancia pura sin forma. Son
intelecto puro.
Tomás de Aquino postula esta audaz tesis ya desde su juventud. Esta teoría revolucionaria no fue
producto de un largo y lento proceso de maduración intelectual. Por el contrario, aparece ya
claramente formulada en la primer gran obra del dominico, equivalente a nuestras actuales tesis de
doctorado. Me refiero al Scriptum super Sententiis Magistri Petri Lombardi (Escrito acerca de las
Sentencias del Maestro Pedro Lombardo). En la Baja Edad Media, en esencia, las disertaciones
doctorales de teología consistían en comentarios a un manual universitario, el Libro de las
Sentencias, que el italiano Pedro Lombardo compila en la década de 1150. Toda tesis de doctorado
en teología consistía en una serie de glosas a este manual de carácter general, que lo que único que
hacía era enumerar problemas teológicos, sin proponer, la mayoría de las veces, soluciones
consistentes. El Libro de las Sentencias era una obra muy poco original, pero por ello mismo
resultaba muy apta para disparar la imaginación de los jóvenes intelectuales que iniciaban sus
carreras universitarias. Pues bien, en el Scriptum super Sententiis (en la 2ª parte, distinción 8,
artículo 1) el joven Tomás de Aquino sostenía: “angeli neque boni neque mali habent corpora
naturaliter unita: hac enim esse non potest” (“ningún ángel, ni bueno ni malo, posee un cuerpo a él
naturalmente unido, pues esto es imposible”). La doctrina de la absoluta inmaterialidad aparecerá
luego en las grandes obras de madurez del pensamiento tomista. En la Suma contra gentiles, por
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caso (II parte, capítulo 49): “ex praemissis autem ostenditur quod nulla substantia intelectualis est
corpus” (“de lo dicho hasta aquí se desprende que ninguna sustancia intelectual es cuerpo”). La
teoría la hallamos, por último, en la obra maestra del gran dominico, la Suma Teológica (I parte,
quaestio 50, artículo 1): “unde necesse est ponere, ad hoc quod universum sit perfectum, quod sit
aliqua incorporea creatura” (“para que el universo sea perfecto, hace falta que existan algunas
criaturas incorpóreas”).
¿Por qué resulta revolucionaria esta tesis de la absoluta inmaterialidad? Porque con ella Tomás de
Aquino echa por la borda un milenio de tradición teológica previa. Tomás de Aquino no fue el
primero en formular en la Baja Edad Media la tesis de la inmaterialidad. Una generación antes ya
había sido propuesta por Guillermo de Auvernia, obispo de París. Pero Auvernia, un teólogo
relativamente poco talentoso, defendió esta doctrina con escasa consistencia filosófica. Es por ello
que la teoría terminó exclusivamente asociada a la figura de Santo Tomás. Ustedes ya saben, porque
lo vimos durante la clase de ayer, que los Padres de la Iglesia del primer milenio cristiano no
terminaron de resolver la cuestión de la fisicalidad angélica. Una mayoría calificada liderada por
Agustín de Hipona, sin embargo, pareció optar por la teoría del cuerpo sutil: ángeles y demonios
tendrían cuerpos conformados a partir de una materia etérea, sutil como el fuego y como el aire,
pero materia al fin. La única entidad espiritualmente pura sería, pues, la divinidad increada. Todavía
a mediados del siglo XII San Bernardo de Claraval consideraba más lógica la tesis del cuerpo aéreo
que la de la supuesta inmaterialidad. Pues bien, sin prestar demasiada atención a estos antecedentes
que parecían inducirlo a orientarse en sentido contrario, el Aquinate propuso un audaz giro
doctrinal: contra la opinión de las principales autoridades previas postuló que ángeles y demonios
eran espíritus puros.
No resulta sencillo explicar esta valiente decisión que Tomás tomó en su más absoluta juventud.
Recientemente, una medievalista norteamericana, Dyan Elliott, propuso una explicación que a mí
me resulta muy sugestiva, porque presta atención al contexto histórico del siglo XIII. Según Dyan
Elliott, la teoría tomista de la absoluta inmaterialidad de las naturalezas angélicas estaría
relacionada con las necesidades de la polémica anti-cátara. Los cátaros, en el sur de Francia, ya
desde fines del siglo XII comenzaron a defender una cosmología muy particular, muy extraña, en la
que jugaba un papel preponderante la doctrina de la metempsicosis. Según esta peculiar
antropología albigense, los hombres no serían sino los ángeles caídos, expulsados del cielo empíreo
tras el fracaso de la revolución de Lucifer, y encerrados, como castigo, en cuerpos, en prisiones
corporales. Parte del castigo era la amnesia, el olvido del pasado angélico. Los hombres seríamos,
entonces, naturalezas angélicas encerradas en cuerpos, que hemos perdido la memoria de nuestro
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pasado celestial. Sin embargo los cátaros pensaban que la divinidad otorgaba una oportunidad, una
chance, a estos espíritus castigados para retornar a la corte celestial y recuperar su estatus
primigenio. ¿De qué manera? El Principio del Bien les daba la oportunidad de reencarnarse en ocho
cuerpos sucesivos, para ir alcanzando así grados de pureza cada vez más elevados, un
desprendimiento de lo material cada vez más ostensible y virtuoso. Si al final de su octava vida
aquellos espíritus conseguían un grado de pureza absoluto, que contentara al dios del bien, cuando
aquel cuerpo moría el pneuma encerrado en él lograba retornar al Paraíso y recuperar el potencial
angélico perdido. Si no se conseguía dicho objetivo, el ciclo recomenzaba una y otra vez, y así hasta
el infinito.
Según Dyan Elliott la teoría de la absoluta inmaterialidad de ángeles y demonios que defiende
Santo Tomás estaba pensada para rebatir los argumentos de los cátaros. En el primer milenio, el
enemigo principal de la Iglesia era el politeísmo, el paganismo. Lo que por entonces hacía falta era
alejar lo más posible a las entidades intermedias –ángeles y demonios– de la divinidad, para evitar
que se las divinizara. A dicho objetivo resultaba funcional la teoría de los cuerpos etéreos, de los
cuerpos sutiles: sólo Dios era un ser espiritualmente puro; los ángeles y los demonios no lo eran,
puesto que poseían cuerpos.
En el siglo XIII había que provocar el efecto contrario. Para rebatir a los cátaros, ahora había que
alejar a los seres humanos de los ángeles. Había que explicarle a los albigenses que los seres
humanos y los ángeles no tenían punto de contacto alguno, eran razas diferentes, pertenecían a
órdenes de realidad diferentes, eran seres tan inmiscuibles como el agua y el aceite. Pues bien, a
este objetivo resultaba funcional la doctrina de la absoluta inmaterialidad de la naturaleza angélica,
como antes, al combate contra el politeísmo, había resultado funcional la teoría del cuerpo sutil.
El segundo aporte que la angelología tomista hace a la futura demonología radical es la “doctrina de
la absoluta perversión de los ángeles caídos”. Con esta tesis Tomás desterró de manera definitiva la
ambigüedad moral de corte folklórico que todavía caracterizaba muchos exempla monásticos de
comienzos del siglo XIII, como los que recogían el cisterciense Cesario de Heisterbach en su
Diálogo de los milagros de comienzos de la década de 1220 (unos 50 o 60 años antes de que Tomás
redactara sus obras principales). ¿Se acuerdan, por ejemplo, de la historia de aquel demonio que se
arrepentía de las maldades cometidas, que se convertía en sirviente de un piadoso caballero errante,
y que compraba una campana para una pequeña capilla rural? Para el Aquinate, relatos como éste
carecen de fundamento teológico. Los demonios son criaturas radicalmente perversas, encarnación
del mal absoluto. No pueden hacer el bien, no pueden arrepentirse, no sufren porque dañan a los
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hombres. Fueron creados buenas, pero cuando optaron por desconocer a la divinidad como rectora
del cosmos, como Cosmócrator, sus voluntades cristalizaron en el mal, y dicha situación ya no tiene
retorno. Los demonios son incapaces de establecer pactos duraderos, no resultan confiables. Si
aparentan obrar el bien siempre tendrán segundas intenciones. Si aparentan decir la verdad, tarde o
temprano formularán falacias. Como se decía en la Edad Moderna, los demonios eran capaces de
repetir mil verdades con tal de camuflar una única e insidiosa mentira entre ellas. En definitiva, para
Tomás de Aquino no existe verdad en el verbo diabólico.
Si Dyan Elliott tiene razón, y la doctrina de la absoluta inmaterialidad ofreció sólidos argumentos
contra los cátaros, también es cierto que provocó otros problemas, problemas nuevos. ¿A qué me
refiero? La absoluta inmaterialidad tornó mucho menos creíbles, mucho menos plausibles, desde la
perspectiva de una de las disciplinas de punta de la época, la filosofía natural escolástica, la
“ciencia” de la época, los hechos y las acciones atribuidas a los ángeles y a los demonios. ¿Cómo
explicar de manera consistente y sólida desde un punto de vista filosófico, que estos ángeles y
demonios ahora concebidos como entes carentes de cuerpos, podían sin embargo producir efectos
reales en el mundo de la materia? ¿Cómo explicar que entidades que carecen de cuerpo pueden
afectar y actuar sobre otros cuerpos? La doctrina tomista amenazaba con desactivar la figura del
demonio justo en un siglo como el XIII, en el que se la necesitaba más que nunca para descalificar
de manera absoluta las grandes herejías populares, por entonces en su apogeo.
Es por ello que la angelología tomista en su conjunto, aquel elaborado y exhaustivo discurso sobre
los ángeles (en el seno de la Suma Teológica, de hecho, Tomás incluye un extenso “Tratado sobre
los ángeles”, que muchas veces se publica y estudia por separado), podría concebirse como una
suerte de “física angélica”, pensada para resolver las inconsistencias y contradicciones generadas
por la doctrina de la absoluta inmaterialidad de las naturalezas angélicas. El silogismo aristotélico,
que como saben estaba en la base de la dialéctica tomista, debía extremarse al máximo para probar
de manera consistente que, a pesar de carecer de cuerpos naturalmente unidos a ellos, ángeles y
demonios podían producir efectos reales, mensurables, observables, en el mundo de la materia.
Esta esforzada ingeniería teológica ensayada por Tomás de Aquino alcanza su mayor grado de
sofisticación en los razonamientos que el Aquinate despliega para demostrar que las inteligencias
separadas pueden, a pesar de carecer de cuerpos, transportar o mover objetos materiales, y mantener
coito con seres humanos. La transvección aérea y la copula con demonios fueron, entonces, mucho
más que anécdotas de color: al decir del historiador norteamericano Walter Stephens, constituían la
prueba definitiva de que la interacción corporal entre los hombres y el mundo metafísico resultaba,
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pese a todo, posible.
El dominico participa, en efecto, en dos calientes debates del período: la cuestión de si los ángeles y
demonios poseían la virtud del movimiento local, y la cuestión de si los ángeles y demonios podían
reproducirse y engendrar descendencia. Respecto de la primera cuestión, Tomás de Aquino
responde afirmativamente. Los ángeles y los demonios son inmateriales pero pueden mover objetos
materiales. ¿Por qué? Porque poseen, dice, la virtud del movimiento local. La divinidad al crearlos
les ha otorgado la virtud del movimiento local, concepto que Tomás de Aquino extrae literalmente
de la Física de Aristóteles. Para Aristóteles el movimiento local era el más perfecto de todos los
movimientos, porque era aquel en el cual motor y móvil estaban en contacto. Gracias a que poseían
la virtud del movimiento local ángeles y demonios podían mover objetos materiales a pesar de que
carecían de cuerpos. Bastaba con que un ángel o demonio se posara sobre el objeto que deseaba
mover para que, infundiéndolo con su voluntad, lo trasladara, sin importar su peso, su tamaño, o la
distancia que se necesitaba recorrer. Veamos al propio teólogo dominico desplegando su
razonamiento en la Summa Theologiae (I, q.110, a.3): “Si los cuerpos están sujetos a los ángeles en
cuanto al movimiento local. La naturaleza corporal está debajo de la espiritual, y, por otra parte,
el movimiento local es el más perfecto entre los corpóreos (…). De todo lo cual se prueba que es
naturalmente conforme a la naturaleza corporal ser movida inmediatamente por la naturaleza
espiritual con movimiento local (…). Y vemos también que el movimiento con que el alma primero y
principalmente mueve al cuerpo es el movimiento local (…). Los ángeles tienen la virtud menos
restringida que la de las almas. La virtud motriz del alma se concreta al cuerpo a ella unido (…).
En cambio, la virtud del ángel no está circunscripta a cuerpo alguno, pudiendo por tanto mover
localmente cuerpos a los que no está unida.”
Para Tomás de Aquino, esta capacidad de los ángeles de mover objetos resultaba por completo
natural, remitía al orden de lo natural. No hay nada de milagroso o sobrenatural en esta capacidad
de las inteligencias separadas para trasladar objetos. Ángeles y demonios poseían naturalmente la
virtud del movimiento local, como resulta natural el extraordinario sentido de la vista del águila, la
fenomenal fuerza del elefante, o el poder de la piedra imán para atraer el hierro. Estamos en
presencia de actos propios del orden natural. Así como la divinidad dotó a la leche con la virtud de
nutrir o al fuego con el poder quemar, dotó a las inteligencias separadas con la virtud del
movimiento local.
Esta doctrina del movimiento local hallaba una potente legitimación bíblica en una anécdota que se
halla en el capítulo final del Libro del Profeta Daniel, cuarto y último de los profetas mayores. El
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fragmento al que me refiero es Daniel 14: 33-36. Cito: “Vivía a la sazón en Judea el profeta
Habacuc. Éste, después de haber preparado un cocido y desmenuzado pan en un plato, se dirigía al
campo a llevárselo a los segadores. Pero el ángel del señor dijo a Habacuc: ‘Lleva la comida que
has preparado a Babilonia, para Daniel, que está en el pozo de los leones’. Habacuc dijo: ‘Señor,
no he visto jamás Babilonia, y no sé dónde está el foso’. Pero el ángel del señor lo tomó por la
cabeza, y llevándolo asido por sus cabellos, lo puso en Babilonia encima del foso, con la rapidez de
su soplo”. El relato es simple y transparente. Cansado de sus diatribas, Nabucodonosor ha arrojado
al profeta hebreo Daniel a un foso con hambrientas fieras. Por intervención milagrosa de la
divinidad los animales respetan a Daniel. Pero ahora es el profeta el que corre el riesgo de morir de
hambre. Había que llevarle alimento. Un ángel se le aparece el profeta Habacuc, en Judea, y le
ordena llevar a Daniel la comida que había preparado para los cosechadores. Con lógica cartesiana
Habacuc responde que Babilonia se hallaba a enorme distancia y que no sabía como llegar. Como
única respuesta el ángel lo tomó de los pelos y con la velocidad de un soplido lo depositó a la vera
del foso de los leones, en Babilonia –se sobreentiende que volando por los aires.
Este fragmento del Libro de Daniel sería repetido ad nauseam por todos los demonólogos radicales
de la Edad Moderna, cada vez que deseaban justificar el vuelo de las brujas. Por ejemplo, veamos
cómo glosa el fragmento el franciscano español Martín de Castañega, en su Tratado de las
supersticiones y hechicerías (Logroño, 1529): “Leemos que el ángel llevó a Habacuc de Judea a
Babilonia con la comida que llevaba a los segadores para que diese de comer a Daniel, que estaba
en Babilonia en la cueva de los leones. Y dice que lo llevó de un cabello de la cabeza, solo para
denotar la virtud y poder de un ángel para llevar a un hombre. Así leemos y hallamos que el
demonio, y cualquier ángel bueno o malo, por su virtud y poder natural, puede llevar a cualquier
hombre que para eso estuviese obediente, permitiéndolo Dios, por los aguas, aires y mares”.
La satisfactoria resolución de la cuestión del movimiento local de ángeles y demonios resultaba
vital para el futuro de la demonología radical. Si Tomás de Aquino no lograba resolver con
consistencia y solidez el problema, carecería de fundamentos desde la perspectiva de las disciplinas
de punta de la época uno de los componentes fundamentales del estereotipo del sabbat: la
transvección aérea, el vuelo nocturno. Se trataba de un ingrediente clave del modelo de la brujería
temprano-moderna. Era la pieza que otorgaba a la nueva secta de adoradores del demonio toda su
peligrosidad. En efecto, gracias a la transvección aérea los brujos y las brujas poseían el don de la
ubicuidad, que ninguna secta de herejes anteriores había disfrutado. Los miembros de este nuevo
complot que comienza a perseguirse a partir de 1428, podrían trasladarse, gracias al poder natural
del demonio, de un extremo a otro del continente con la velocidad de un soplo. ¡Cuánto más
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peligrosa que ninguna de las anteriores sería una secta cuyos integrantes podían trasladarse de
Moscú a Dublín, de Copenhage a Sevilla, en la lapso de pocos segundos!
Esta solución que ofrece Tomás de Aquino al problema del movimiento local del que estarían
munidos ángeles y demonios sería luego repetida ad litteram por todos los demonólogos de la Edad
Moderna. Es, por ejemplo, la solución a la que recurre Heinrich Krämer en 1486, cuando publica el
Malleus Maleficarum, el texto-estandarte de la caza de brujas temprano-moderna. Fíjense lo que
dice Krämer en el Malleus sobre el vuelo nocturno (el subrayado es mío): “De aquí que podamos
concluir primero que no es apropiado decir que las brujas no pueden ser trasladadas de forma
local porque Dios no lo permite, pues si lo permite en el caso de los justos y los inocentes e incluso
para los magos, ¿cómo no va a hacerlo con aquellos que se han entregado al Maligno por
completo? Y decimos con la mayor reverencia, ¿acaso el diablo no arrebató a nuestro Salvador y lo
condujo a un lugar elevado como lo testimonia el Evangelio? [se está refiriendo a la tercera de las
tentaciones del desierto con las que el demonio intentó seducir al mismísimo Jesucristo. Según los
Evangelios sinópticos el diablo elevó por los aires al Dios encarnado y lo depositó en la cúspide del
Templo de Jerusalén, desde donde le hizo ver todos los reinos del mundo, diciéndole: “todos serán
tuyos, si postrado ante mí me adorares”]. Ni siquiera el segundo argumento de nuestros oponentes
puede considerarse, que el diablo no podría hacer ésto. Pues ya se ha visto que tiene un poder
natural que supera a cualquier poder corporal, de modo que ninguna fuerza terrenal se le puede
comparar. La virtud o el poder natural que reside en Lucifer es tan portentoso, que no hay poder
similar ni siquiera entre los ángeles del bien. Supera a los ángeles en su naturaleza, y la Caída no
ha disminuido dicha naturaleza, sino que únicamente ha perdido la gracia. Por tanto esa
naturaleza permanece en él, aunque oscura. [fíjense cómo el Malleus se aparta de aquella tesis
fuertemente defendida durante el primer milenio, y que se traslucía en la iconografía del período,
según la cual los ángeles castigados habían perdido potencia natural tras el fracaso del motín de
Lucifer]. Tampoco son válidas dos objeciones que se pueden presentar. Primero, que el alma podría
resistir al diablo, y que el texto parece referirse a un diablo en particular, es decir a Lucifer, puesto
que está redactado en singular. Y porque fue el que tentó a Jesús en el desierto, y sedujo al primer
hombre, ahora se halla encadenado. Los otros ángeles no serían tan poderosos, puesto que él los
supera. De aquí que los otros no serían capaces de transportar por los aires hombres buenos o
malos de un sitio a otro. Estos argumentos no tienen solidez. Primero, si consideramos a los
ángeles, el más pequeño de ellos supera incomparablemente a cualquier potencia humana. Y así es
el poder de un ángel, e incluso el del alma, que es más fuerte que el poder corporal. Segundo, y en
relación con el alma, cada forma corporal debe su individualidad a la materia, y en el caso de los
seres humanos, al hecho de que un alma la infunde. Pero las formas inmateriales, por el contrario,
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son inteligencias absolutas. Y en consecuencia poseen una potencia absoluta y universal. Por esta
razón, cuando el alma se une al cuerpo, no puede transportarlo súbitamente de un lugar a otro ni
elevarlo por los aires, aunque podría fácilmente hacerlo si se mantuviese separada y Dios lo
permitiera. Mucho más entonces le resultaría posible a un espíritu completamente inmaterial, como
los ángeles buenos o malos. Tercero, es propio de la naturaleza del cuerpo el que sea movido
directamente por una naturaleza espiritual, y como dice Aristóteles en su Física, Libro VIII, el
movimiento local es el primero de los movimientos corporales. Y lo prueba diciendo que este
movimiento corporal local no procede intrínsecamente del poder de un cuerpo como tal, sino que
proviene de una fuerza exterior. Podemos concluir, entonces, no tanto a partir de los santos
doctores cuanto de los filósofos [es decir, no tanto a partir de la teología cuanto de la ciencia
natural] que los cuerpos más elevados, esto es, los astros, son movidos por esencias espirituales y
por inteligencias separadas que son buenas por naturaleza e intención. Y señalamos asimismo que
el alma es la causa primera y principal del movimiento local en el cuerpo. Luego se debe decir que
ni en tanto que cuerpo ni en razón de su alma, el cuerpo humano puede resistirse a ser súbitamente
transportado con el permiso de Dios de un lugar a otro. Este transporte se debe a una sustancia
espiritual, buena por voluntad y naturaleza cuando los transportados son los buenos, establecidos
en la gracia, pero cuando son malos se debe a una sustancia buena de naturaleza pero no de
voluntad, que son los ángeles caídos. Quienquiera, puede acudir a Santo Tomás, en tres artículos
de la parte primera, pregunta 90…” [se refiere al mismo fragmento de la Summa que leímos hace
unos minutos]. Observemos cómo el propio dominico Heinrich Krämer subraya que los
fundamentos de estas teorías no son teológicos sino científicos. Reposan en los principios físicos
del período. Era la filosofía natural tardo-escolástica la que les otorgaba credibilidad, la que los
volvía del orden de lo decible.
Para que ustedes terminen de comprender cuán vecinas resultaban la angelología y la filosofía
natural en tiempos de la escolástica, voy a recurrir a un ejemplo que hallamos en una colectánea de
fuentes sobre el Virreinato del Río de La Plata, compilada por José Carlos Chiaramonte en 1989. El
libro se llama La Ilustración en el Río de La Plata. Cultura eclesiástica y cultura laica durante el
Virreinato. El octavo de los documentos transcriptos contiene una serie de apuntes de clase,
tomados en castellano por alumnos que asistieron a un grupo de conferencias de física dictadas en
latín en la Real Academia de la ciudad de Córdoba (la ciudad argentina, no la española), en 1784. El
disertante, el profesor de física, era un eclesiástico: Fray Elías del Carmen. Cuando uno mira el
temario de estas clases magistrales se encuentra con los tópicos que sería dable esperar en un curso
de física: qué es y en virtud de qué existe el vacío, cuál es la naturaleza física de la luz, en qué
consiste formalmente la diafanidad y la opacidad de los cuerpos, qué opinión es la más probable
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acerca de los tubos capilares, si existe una materia sutil que penetra los poros de todos los cuerpos,
qué es y en qué debe consistir la fuerza elástica de los cuerpos, cuál es la causa del descenso de los
cuerpos graves, cuál es la causa eficiente de la aceleración de los cuerpos que caen. Pues bien, en el
contexto de estos problemas clásicos, el profesor de física Fray Elias del Carmen dedica una de las
exposiciones a resolver la siguiente cuestión: “si según las leyes establecidas y la naturaleza del
movimiento del cuerpo, los ángeles y los demonios pueden mover físicamente los cuerpos por virtud
natural de ellos”. Veamos cómo el disertante encara la resolución de este problema. Cito: “Del
extremo tratado relativo al movimiento local, resulta claramente que diversas autoridades han
afirmado con exactitud que toda acción corpórea se lleva a cabo por movimiento local. Es decir,
tiene lugar mediante el impulso físico que en idioma español se llama choque. El impulso físico,
pues, no puede efectuarse sino entre sustancias que no se hallen penetradas en el acto. Esta sección
supone la espiritualidad de los ángeles y de los demonios, al menos en la forma en que han sido
implícitamente definida por el Concilio IV de Letrán. En efecto, los ángeles son sustancias
cogitativas, y por lo tanto penetrables, incorpóreas e incorruptibles. Los ángeles y demonios no
pueden mover físicamente por virtud natural. En efecto, primero, a los ángeles y demonios no
puede convenir una virtud natural que repugna a su naturaleza y esencia. Pero la virtud natural de
mover físicamente los cuerpos repugna a la naturaleza de los ángeles. Luego, los ángeles no tienen
la virtud natural de mover físicamente los cuerpos. El movimiento físico no puede hacerse sino
mediante un impulso físico, pero el impulso físico no puede provenir sino de una sustancia que
resista a la impenetrabilidad. Más, la naturaleza de los ángeles no es apta para resistir a la
impenetrabilidad, como es inmaterial, espiritual y penetrable. Además, segundo, de ninguna
manera pueden los ángeles por propia virtud hacer milagros. Pero si por virtud intrínseca
movieran los cuerpos, podrían hacer milagros. Es milagro todo lo que se hace contra las leyes
naturales establecidas, como dice el divino San Agustín. Pero si los ángeles, por virtud natural,
pudieran mover físicamente los cuerpos por sí mismos, podrían hacer milagros, lo cual es contrario
a las leyes naturales”.
Resulta interesante que a fines del siglo XVIII este hombre de Iglesia ya no acepta la teoría de
Santo Tomás sobre la virtud del movimiento local en poder de ángeles y demonios, uno de los
fundamentos teóricos de la caza de brujas. Para este sacerdote y profesor de física, las entidades
intermedias son inmateriales –ésa es la parte de la doctrina del Aquinate que acepta– pero no
pueden mover objetos materiales. Ahora bien, no es tanto esta cuestión lo que a mí me interesa
recalcar, sino el hecho de que a fines del siglo XVIII, en un curso de física dictado en una academia
real, se está discutiendo, junto con temas como la luz, el calor, el sonido o la fuerza de gravedad, la
materia angélica. Mejor prueba que ésta de que para la escolástica la angelología resultaba tributaria
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de la ciencia física creo que resulta difícil imaginar.
El segundo debate en el que se involucra Tomás de Aquino con la intención de demostrar que
ángeles y demonios, a pesar de carecer de cuerpos, podían producir efectos reales en el mundo de la
materia, giraba en torno de la cuestión de la capacidad reproductiva de las entidades intermedias. En
este caso Tomás responde negativamente: precisamente porque carecen de dimensión corpórea las
inteligencias separadas no pueden engendrar descendencia. Pero pueden manipular la sexualidad
humana, afirma Santo Tomás.
Para demostrar esta tesis, el dominico va a hilvanar dos doctrinas, que no fueron formuladas por él
pero que nadie antes había desarrollado con tanto detalle: la doctrina de los cuerpos virtuales y la
del incubato. ¿Qué sostiene la primera doctrina? Está claro que para Tomás de Aquino los ángeles y
los demonios no poseen cuerpos naturalmente unidos a ellos. Sin embargo, dice Tomás, las
entidades intermedias pueden fabricarse cuerpos falsos, virtuales, temporarios, descartadles, ad hoc,
pensados para cumplir una misión en un lugar y en un tiempo determinados. Tomás de Aquino los
llama simulacra, simulacros de cuerpo. Los demonios –también los ángeles– pueden fabricarse
cuerpos virtuales a partir de porciones de aire rarificado, condensado, o incluso de materias
orgánicas diversas. Estos cuerpos pueden adquirir la apariencia, el tamaño, el peso o la textura de
los cuerpos reales, de tal forma que a los seres humanos les puede resultar imposible descubrir el
engaño. Se trata del mismo fenómeno natural que tiene lugar cuando se forman las nubes, sostiene
Tomás. Permanentemente vemos cómo las nubes adoptan formas extrañas y caprichosas, incluso
diferentes colores y texturas. Pues bien, los demonios pueden realizar lo mismo pero con mucha
más eficacia aún.
En el pensamiento tomista, esta tesis de los cuerpos virtuales se imbrica con la teoría del incubato,
una creencia de origen folklórico que Tomás de Aquino resignifica en función de la más erudita
filosofía de la época. Según el santo dominico, en el contexto de esta manipulación de la sexualidad
humana de la que estamos hablando los demonios cumplían diferentes roles de acuerdo con el
momento. En ocasiones funcionaban como demonios súcubos, y en ocasiones como íncubos. Un
demonio podía inicialmente fabricarse un falso cuerpo de mujer, según el procedimiento que antes
describimos. Se convertía así en demonio súcubo, “el que yace debajo de”. Munido con dicho
pseudo-cuerpo femenino, el diablo se aproximaba al lecho en que descansaba un durmiente varón
con el objeto de molestarlo, excitarlo, provocando así una emisión seminal, una polución nocturna.
A partir de dicho instante el demonio debía actuar con rapidez, porque según la fisiología
tardomedieval el poder generador del semen humano residía en el calor que el fluido poseía. El
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diablo debía moverse con celeridad para que el líquido seminal no perdiera sus virtudes naturales.
Debía de inmediato fabricarse otro cuerpo virtual diferente, un falso cuerpo de hombre,
convirtiéndose de demonio súcubo en demonio íncubo, “el que yace encima de”. Con esta nueva
apariencia debía rápidamente trasladarse a un lecho en el que estuviera descansando una mujer, e
introducir en su cuerpo el semen de varón antes obtenido, fecundándola, embarazándola. Lo que
estoy describiendo no es sino un bizarro ejemplo de inseminación artificial preternatural. Tomás
insistía en que el producto de este experimento no era un hijo del demonio. El demonio era un
espíritu inmaterial y como tal no podía engendrar. El producto de esta cruza iba a ser hijo del
hombre y de la mujer cuya sexualidad había sido manipulada por los espíritus del mal. Los ángeles
y demonios no podía reproducirse, pero lo que le interesaba probar a Tomás de Aquino no era ésto,
sino el hecho de que podían producir efectos reales en el mundo de la materia.
Veamos cómo el propio Aquinate explica estas teorías en la Suma Teológica (primera parte,
quaestio 51, artículo 2): “Si los ángeles asumen cuerpos. Si bien el aire, en el estado ordinario de
rarefacción, no tiene plasticidad ni retiene el color, sin embargo al condensarse se puede moldear y
colorear, como se observa en las nubes. Y así es como los ángeles toman cuerpos formados del aire,
condensándolos por virtud divina, cuanto sea necesario, para plasmar el cuerpo que han de
asumir”.
Veamos ahora cómo explica el fenómeno del incubato, en el artículo siguiente de la misma
quaestio. El lenguaje del texto latino original resulta sexualmente explícito. Son los traductores de
las editoriales católicas del siglo XX los que por pacatería o pudor recurren a perífrasis o
eufemismos para evitar utilizar términos que evidentemente les resultaban ofensivos. Cito: “Si los
ángeles ejercen acciones vitales en los cuerpos que asumen. San Agustín dice que muchos de los
que lo experimentaron o que lo oyeron de los que lo habían experimentado, aseguran que los
faunos y los silvanos, vulgarmente llamados íncubos, han requerido muchas veces a las mujeres y
consumado la unión con ellas. Por consiguiente, negar estos hechos sería un descaro. Pero aun
suponiendo que alguna vez nazcan hombres del comercio con los demonios [“comercio con los
demonios” es un circunloquio del traductor; el término original en latín que usa Tomás es “coito”],
no son engendrados de un principio vital segregado por el demonio o por el cuerpo que lleva
unido, sino tomado con este objeto de algún hombre, como sucedería por ejemplo si el demonio se
hace súcubo con respecto a un hombre, y después íncubo con una mujer. Pues también toma las
semillas de algunas cosas para que se engendren cosas distintas. Y en este caso, el hijo que nace no
es el hijo del demonio, sino del hombre que suministró el principio de la generación” [“principio de
la generación” es otra lítote del traductor; la expresión que utiliza Tomás de Aquino en latín es
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“semen”].
Pero Tomás de Aquino sostiene algo más respecto de la cuestión del incubato. Partiendo siempre
desde una perspectiva biologicista, afirma que el conocimiento que Satán poseía del mundo natural
le permitía seleccionar las características físicas de los niños cuyo nacimiento provocaba. Observen
lo que sostiene el santo italiano en su comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo (II parte,
distinción 8, artículo 4): “daemones possunt scire virtutem seminis decisi ex dispositione ejus a quo
decisum est (los demonios pueden saber la disposición del semen sacado por la disposición de aquel
hombre a quien se le ha sacado), et similiter mulierem proportionatam ad seminis illius
susceptionem (y también la mujer adecuada para la recepción del semen), et etiam constellationem
juvantem ad effectum corporalem, scilicet optimae complexionis in genito (y también la
constelación que ayude al efecto corpóreo, es decir, a que se de una óptima complexión en el
generado): quibus omnibus concurrentibus, possibile est genitos corpore magnos esse vel fortes
(concurriendo todas estas circunstancias, es posible que los concebidos sean grandes y fuertes).
Produce escalofríos observar cómo Tomás de Aquino parece adelantarse varios siglos a las peores
pesadillas de manipulación genética imaginadas durante el siglo XX. Me viene a la mente la novela
de Aldous Huxley, Un mundo feliz, de 1932, otra de las grandes distopías del siglo XX. La novela
de Huxley imagina una sociedad futura en el cual un poder totalitario cría en incubadoras a los seres
humanos, eligiendo sus características físicas perfectas, pero eliminando al mismo tiempo la
diversidad cultural, el arte, la religión, las relaciones familiares, la filosofía, la libertad... Setecientos
años antes que Huxley Tomás de Aquino pensó algo similar, sólo que a mediados del siglo XIII los
agentes de la cría de seres humanos no eran psicópatas nazis o dictaduras tecnocráticas sino
demonios íncubos y súcubos.
En lo que hace a los poderes del demonio, hay que decir que Tomás de Aquino no agrega
demasiadas novedades respecto de la tradición previa. Técnicamente hablando, su demonio no es
más potente que el de San Agustín. No puede hacer muchas más cosas que las que podía hacer el
demonio de la Patrística. Sin embargo, Tomás trata las materias angelológica y demonológica con
mucha más profundidad, orden y sistematicidad que San Agustín, y ustedes saben que muchas veces
un esfuerzo de sistematización cambia la percepción que tenemos de la materia sistematizada. Ésto
es lo que creo que sucede con la demonología tomista. Si bien el diablo escolástico no es
técnicamente más fuerte que el de Agustín, la manera en que Tomás analiza estas cuestiones, el
recurso constante a la quaestio disputata, que supone la aplicación de un silogismo tras otro, genera
la sensación de que el demonio es una entidad más fuerte, potente, independiente, libre y soberana,
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menos atada a los permisos divinos que lo que parecía ser el diablo puesto en escena por el discurso
de San Agustín.
Hay una única innovación que Tomás de Aquino introduce en relación con los poderes del demonio:
crea una nueva categoría, la de “orden preternatural”. El dominico era conciente de un segundo
problema que había creado su teoría de la absoluta inmaterialidad de las naturalezas angélicas:
acercaba demasiado peligrosamente los ángeles y los demonios a Dios. Hasta Tomás de Aquino se
sostenía que el único ser espiritualmente puro era la divinidad. Ahora el Aquinate venía a decirnos
que los ángeles y los demonios también eran espíritus puros, al igual que el Ser Supremo. Se corría
peligro, pues, de que la nueva doctrina disparara un proceso de semidivinización de las inteligencias
separadas. Es para neutralizar este proceso que Tomás de Aquino crea la noción de preternatural. Lo
que el teólogo dominico sostiene es que a los órdenes del ser tradicionales, el sobrenatural y el
natural, había que agregar un tercer orden, el preternatural, pensado precisamente para dar cuenta de
las acciones de ángeles y demonios. Las acciones de ángeles y demonios no remiten al orden
sobrenatural, que existe para dar cuenta exclusivamente de las intervenciones de la divinidad, del
milagro y de la gracia. Es un casillero que posee un solo habitante: Dios. Las acciones de las
entidades intermedias son naturales. No son ni milagrosas ni sobrenaturales. Los seres angélicos son
criaturas. Han sido creadas por el Supremo Hacedor, y por ello mismo remiten a un orden tan
natural como aquél en el que cabe ubicar a los reinos mineral, vegetal y animal. Claro, ángeles y
demonios son seres naturales sorprendentes, y merecen por ello que se piense para ellos un orden
natural particular, el orden de lo natural extraordinario, pero un orden natural al fin. Éste es el
objetivo de la noción de preternatural. Pese a las características extraordinarias que poseen –la
invisibilidad, la inmaterialidad– la distancia ontológica que existe entre las naturalezas angélicas y
el orden sobrenatural es infinita, inconmensurable. Tan infinita como puede ser la distancia
metafísica entre un ser creado y otro increado. Es más, afirma Tomás de Aquino: ángeles y
demonios obedecen a las mismas leyes físicas, están constreñidos por las mismas leyes naturalezas
que el resto del universo. Es por ello que al hombre le resulta perfectamente posible conocer en
detalle las cualidades y las virtudes de estos seres, crear una ciencia del demonio. Al hombre le
resulta posible conocer con precisión las virtudes y las cualidades de los ángeles y demonios como
le resulta posible conocer con precisión las virtudes de los batracios, de los hongos o del mercurio.
Hace unos minutos sostuve que la angelología de Tomás de Aquino podría caracterizarse como una
física aplicada. Ahora cabría agregar que también podría definirse como una teología
biológicamente informada. Es por ello que en una sección de la Suma Teológica, citando a San
Gregorio Magno, Tomás de Aquino califica a los ángeles y demonios como “animales racionales”.
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El sentido de lo imposible angélico-demonológico pensado por Tomás de Aquino en la segunda
mitad del siglo XIII es exactamente el mismo que luego defenderán los demonólogos de la Edad
Moderna. Exactamente el mismo. Es el mismo umbral de lo posible y el mismo umbral de lo
imposible. Lo que los ángeles y los demonios pueden y no pueden hacer para Tomás de Aquino c.
1270 es exactamente lo mismo que pueden y no pueden hacer c. 1620.
¿Qué es lo que no pueden hacer ángeles y demonios en la Baja Edad Media o en la primera Edad
Moderna? No pueden violar leyes naturales.
1) No pueden resucitar a los muertos, porque ello implicaría un milagro, y solo la divinidad
puede hacerlos.
2) No pueden producir metamorfosis reales. En tanto espíritus incorpóreos, no pueden alterar
de manera inmediata la materia corpórea. El demonio no puede convertir una calabaza en
carroza, dos ratones en lacayos, y una pordiosera en princesa. Los cuentos de hadas no
tienen, pues, fundamentos teológicos.
3) No pueden acelerar procesos biológicos. No pueden provocar que un joven súbitamente
envejezca, o que un anciano súbitamente rejuvenezca. La leyenda del Doctor Fausto
tampoco tiene fundamentos teológicos.
4) No pueden crear materia ex nihilo, de la nada. El quantum de materia que existe en el
cosmos fue determinado por la divinidad. El demonio no puede agregar ni siquiera un
milímetro cúbico a la materia que ya existe en el universo.
5) No pueden mover un cuerpo in instanti, trasladando un objeto entre un punto y otro sin
pasar por todos los puntos intermedios. Ello implicaría una violación de las leyes físicas.
6) No pueden mover cuerpos a distancia, pues motor y móvil debían mantener alguna forma de
contacto. No existe la telepatía angélica. Si un ángel o un demonio quiere mover esta silla,
tiene que posarse sobre ella. El razonamiento es netamente mecanicista. Debe existir
contacto físico entre el agente que mueve y el sujeto que es movido.
7) No pueden hacer que un mismo cuerpo esté simultáneamente en dos lugares diferentes.
8) No pueden dotar de vida a la materia inerte, ni provocar que las cosas materiales se muevan
por su propia voluntad. Por ende, pueden otorgar vida a una estatua o a un cuadro.
9) No pueden crear vacío. Para la filosofía natural aristotélica no existe el vacío en la
naturaleza, y si no existe, los demonios no pueden fabricarlo.
10) No pueden predecir el futuro de los hechos contingentes. No pueden adivinar el futuro, en
particular cuando se trata de acciones atadas al libre albedrío humano. Solo la divinidad
tiene este poder. Los demonios pueden conjeturar lo que sucederá, como un meteorólogo
pronostica el clima o un médico el curso de una enfermedad. Pero la conjetura, de base
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probabilística, no puede equiparse a la adivinación, pues no puede alcanzar ninguna certeza
absoluta.
11) No pueden conocer los pensamientos ni leer la mente de los hombres. Solo la divinidad
puede saber lo que un hombre está pensando. De nuevo, el demonio puede conjeturar lo que
un ser humano está pensando, como nosotros mismos podemos hacerlo estudiando la
gestualidad facial o corporal. Pero siempre con un evidente grado imprecisión.
Vamos a resumir todos estos imposibles del demonio con un texto de la Edad Moderna, un
fragmento del Tribunal de superstición ladina. Explorador del saber, poder y astucia del demonio,
de Gaspar Navarro, publicado en Huesca en 1631. Van a ver que no existen prácticamente
diferencias entre lo que sostiene Tomás de Aquino en el siglo XIII y lo que afirma este demonólogo
en el siglo XVII: “Y así el demonio no podrá quitar la conexión y subordinación del universo, ni
podrá destruir todo un elemento, ni obrar ni hacer lo contrario que obra la naturaleza, ni que en
ella se dé el vacío, porque sería quitar la conexión en la cual consiste el ser y la conservación de la
naturaleza. Tampoco puede el demonio mover in instanti un cuerpo, aunque sea verdad que lo
puede hacer con mucha presteza y velocidad. Ni puede hacer que dos cuerpos estén en un mismo
lugar, o un cuerpo en dos lugares juntamente. Porque para hacer estas cosas es necesaria potencia
infinita, y el demonio, en tanto es una criatura, por necesidad tiene potencia finita y limitada.
Tampoco podrá llevar de un lugar a otro un cuerpo no pasando por el medio que hay para ir a tal
lugar. Ni producir ninguna forma sustancial ni accidental, porque como es incorpóreo no puede
alterar la materia corpórea. Ni crear alguna cosa de la nada. Ni podrá transformar una forma en
otra, ni que las cosas corporales por su voluntad se muevan. Ni tampoco que los animales
imperfectos que se hacen aplicando activa pasivis en breve espacio de tiempo tengan su magnitud y
grandeza, porque hacer esto es pervertir el orden natural [para la biología de la época, los insectos,
los arácnidos, los anfibios, los animales llamados imperfectos, nacían espontáneamente de la
podredumbre, de la materia en estado de putrefacción. El demonio podía fabricar, pues, esta clase
de alimañas reuniendo materia en descomposición. Pero no podía, sin embargo, lograr que un
renacuajo en pocos segundos se convirtiera en un batracio adulto, ni que una larva se transformara
en pocos segundos en un insecto desarrollado]. Ni puede poner en un sujeto lo que es postrero sin lo
primero, como ojos sin cabeza. Ni resucitar muertos, porque es cierto que solo la majestad de Dios
puede hacer milagros”.
Pero entonces, ¿qué es lo podían hacer ángeles y demonios? Porque hasta aquí parecerían ser entes
poco menos que impotentes. En rigor de verdad, podían hacer muchas cosas. No pueden violar
leyes naturales, pero sí manipularlas:
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1) Pueden mover objetos materiales, incluso a una velocidad tal que el traslado resulte invisible
a los ojos del hombre. Como ustedes recordarán, estas afirmación se basaba en la teoría del
movimiento local atribuido a las inteligencias separadas.
2) Pueden trasladarse a una velocidad extraordinaria, lo que les permite recorrer enormes
distancias en muy poco tiempo (recordemos la expresión “con la velocidad de su soplo”
recogida por el Libro de Daniel).
3) Conocen todas las virtudes que encierran los órdenes mineral, vegetal y animal, de tal forma
que pueden curar enfermedades o provocar la muerte de seres vivos, sencillamente
aplicando en ellos la sustancia activa correspondiente. Para los demonólogos tardo-
escolásticos el demonio era el más perfecto médico y el más perfecto envenenador.
4) Pueden provocar tormentas o iniciar vientos huracanados, poniendo en movimiento masas
de aire, agitando el mar o excitando la atmósfera. También en este caso el razonamiento
resultaba perfectamente mecanicista.
5) Pueden introducirse en estatuas u otros objetos inanimados para hacerlos deambular,
generando la sensación de que cobran vida. Lo mismo pueden hacer con los cadáveres y
cuerpos sin vida, provocando la sensación de que resucitan. Pueden hacer también que los
animales hablen como seres humanos, ejerciendo una suerte de ventrilocuismo preternatural.
6) Pueden manipular y perturbar los humores del cuerpo humano, provocando cambios súbitos
de personalidad o desequilibrios capaces de generar enfermedades. Estamos en el contexto
de la medicina galénica. Para Hipócrates, Galeno, Teofrasto o Avicena la salud era, en
esencia, producto del equilibrio entre cuatro humores o líquidos contenidos en el cuerpo
humano: la sangre, la bilis, la bilis negra y la flema. Las pequeñas preponderancias de estos
humores explicaban las diferentes estructuras de personalidad. Aquellos en quienes tendía a
predominar la sangre se caracterizaban por una personalidad sanguínea, activa, sociable,
hiperquinética diríamos hoy. Un ligero predominio de la bilis negra explicaba las
personalidades con tendencia a la melancolía. Un ligero dominio de la bilis amarilla daba
cuenta de los temperamentos irascibles y amargados. Mientras que la abundancia de flema
caracterizaba a los individuos tranquilos, impasibles, parsimoniosos, marcadamente
racionales, en otras palabras, flemáticos. Los desbalances graves entre estos humores daban
cuenta ya no de estructuras de personalidad diferenciadas sino de patologías. Un exceso
extremadamente marcado de sangre directamente podía derivar en enfermedades
psiquiátricas como el frenesí. Aquellos en los que predominaba excesivamente la bilis negra
caían indefectiblemente en estados depresivos, y así de seguido. Pues bien, los demonólogos
sostenían que el demonio era capaz de manipular estos humores corporales y
consecuentemente de enfermar a las personas o provocar trastornos de personalidad. A
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mediados del siglo XVI, por caso, el médico holandés Johannes Wier sostuvo en De
Praestigiis Daemonum et Incantationibus ac Venificiis, de 1563, que las brujas eran ancianas
en quienes el demonio inducía adrede estados melancólicos profundos para mejor seducirlas
y engañarlas.
7) Pueden introducirse en el cuerpo de los hombres, anulando sus facultades volitivas, aunque
carecen de poder para acceder al alma o a los pensamientos del individuo huésped. Se trata,
en definitiva, del fenómeno de la posesión diabólica.
8) Pueden introducir en la mente del hombre ilusiones e imágenes falsas durante el sueño o en
estado de vigilia, induciéndolo a confundir fantasía y realidad. Se trata de la teoría del
Canon Episcopi, que presentamos durante la clase del viernes pasado.
9) Mediante la manipulación de los efectos de luz pueden generar toda clase de ilusiones
ópticas, tornando súbitamente invisibles objetos reales o proyectando imágenes de objetos
inexistentes. El demonio, para los demonólogos, era el amo del espejismo. En muchos textos
de demonología del siglo XVII hallamos secciones enteras que parecen extraídas de un
tratados de óptica.
10) Mediante la combinación de materia orgánica y masas de aire rarificado pueden fabricar
simulacros corporales, dotados con un peso y unas dimensiones similares a las de los
cuerpos reales. Se trata de la teoría de los cuerpos virtuales, que le permitía a las naturalezas
angélicas adoptar cualquier apariencia que desearan.
Ven ustedes, en definitiva, que para la demonología tardo-medieval y temprano-moderna era
demonio era una curiosa mezcla de filósofo natural e ilusionista, científico loco y artista de
variedades.
Vamos a ejemplificar el sentido de lo posible de los demonólogos renacentistas a partir del tratado
del jesuita español Benito Perer, Adversus fallaces et superstitiosas artes, publicado en Ingolstadt,
Baviera, en 1591. Dice Perer: “daemones possunt ignem ex superiore aëris parte demittere, quo
multo consumant, immittere vehementes & turbulentos ventos; potest daemon grauissimas
tempestates & procelas in mare excitare (los demonios pueden hacer descender fuego de la esfera
superior para provocar en la tierra enorme destrucción, provocar vientos de enorme violencia,
desatar severas tempestades o excitar el mar); potest terram magnis motibus concutere, vel
immittendo vehementem aliquem spiritum in cauernas terrae, vel in illis inclusum vehementissime
agitando (el diablo puede provocar grandes movimientos de tierra, ya sea introduciendo de manera
vehemente espíritus en las cavernas de la tierra o bien agitando de manera vehemente el aire
contenido en ellas; debemos recordar que la geología de la época postulaba que el subsuelo terrestre
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estaba conformado por una red infinita de cuevas por las que circulaban masas de aire. Si el
demonio agitaba dichas masas con violencia, podía entonces generar temblores y terremotos);
potest daemon subito res praesentes e conspectu hominum subtrahere, atque ita reddere inuisibiles
(el demonio puede sustraer súbitamente de la vista de los hombres objetos materiales o volverlos
invisibles mediante artificios ópticos); potest facere vt statuae vel aliae res inanimatae ambulent,
daemone illa mouente & motum moderante (el demonio puede lograr que estatuas u otros objetos
inanimados deambulen, como si estuvieran dotados de vida propia); possunt facere, vt statuae,
arbores animalia loquantur more humano (los demonios pueden hacer que estatuas, árboles o
animales hablen a la manera de los humanos); potest daemon varia corpora varie formata
assumere, eaque mouere, ita vt homo, vel Angelus, vel leo, aut aliud quoduis animal videatur, idque
facit (...) ad decipiendos homines (el demonio puede asumir cualquier cuerpo o forma, y moverlo,
adoptando la apariencia de un hombre, de un ángel, de un león o de cualquier otro animal, y todo
ello para engañar a los hombres); possunt concitare & conturbare humores, vel spiritus qui sunt in
corpore humano, (...) qua re grauissimos morbos & acerbissimos cruciatus efficiunt (pueden alterar
y perturbar los humores o espíritus que se encuentran en el cuerpo humano, provocando gravísimas
enfermedades o fuertes sufrimientos); possunt dormientium phantasmata mouere & conformare ad
repraesentandum aliqua futura quae daemones cognoscunt esse futura, vt ira decipiant homines
fidem habentes somniis (pueden manipular la fantasía de los hombres mientras duermen,
representando eventos futuros que se hallaba al alcance de los demonios conocer).
* * * *
Hasta acá la primera fase de la construcción de la demonología radical sobre la que se sustenta la
caza de brujas temprano-moderna. Pasemos ahora a la segunda etapa, que transcurre durante la
década de 1320 y tiene como protagonista al papa Juan XXII, responsable de la bula Super Illius
Specula (c. 1326-1327). Este documento papal tenían un objetivo simple y concreto: lo que
pretendía era asimilar la magia ritual a la herejía.
Al decir del historiador francés Alain Boureau, la Super illius specula provocó una verdadera
revolución doctrinal. ¿Por qué? Porque construyo o al menos terminó de delinear, una noción
particularmente revulsiva: el factum hereticale o “hecho herético”. ¿Por qué este concepto
implicaba una revolución doctrinal? Porque se oponía a una venerable y antigua tradición en la
historia de la Iglesia que por siglos había considerado a la herejía como un crimen de opinión, un
error obstinado en materia de fe, una desviación doctrinal.
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Con esta bula y con la noción de “hecho herético”, sin embargo, Juan XXII venía a decirnos que las
acciones, los hechos exteriores, los gestos mudos, la praxis sin doxa, también podían configurar
herejía. Lo que esta papa pretendía era asimilar el “hacer” al “creer”, otorgando al hecho exterior la
fuerza de lo dicho, a un simple gesto la fuerza del verbo. Desde esta perspectiva, un simple gesto
podía subsumir una opinión, podía equivaler a una opinión (y es por ello que eventualmente podía
ser calificado como herético). Los hombres podían opinar aún sin hablar o escribir, simplemente
haciendo, actuando.
Para comprender mejor estos posicionamientos doctrinales hay que conocer algunas características
de la personalidad de Juan XXII, un hombre verdaderamente curioso. Es por de pronto el segundo
papa de Avignon. Era también un pontífice obsesionado con las conspiraciones en su contra, que
veía por todas partes. De carácter hipocondríaco y contextura enfermiza, estaba convencido de que
sus enemigos permanentemente atentaban contra su vida. Esta cuestión de la hipocondria de Juan
XXII se relaciona en forma directa con las peculiaridades de su elección papal, una de las más
bizarras en dos mil años de historia de la Iglesia. En 1314 muere el primer papa de Avignon,
Clemente V. El colegio de cardenales, divido en tres facciones que proponían tres candidatos
diferentes a la sucesión (se trataba de los partidos francés, gascón e italiano), debatió durante dos
años sin ponerse de acuerdo. Finalmente en junio de 1316 el regente de Francia y futuro rey Felipe
V el Largo, harto de las dilaciones, encerró a los 21 cardenales en el recinto de deliberaciones de la
ciudad de Lyon, mandó tapiar las ventanas y las puertas a cal y canto, y dejó tan sólo una pequeña
abertura por la que pasaría pan y agua como único alimento hasta que los cardenales se avinieran a
elegir un papa nuevo. Según el relato tradicional, para escapar de la encerrona los prelados
decidieron elegir pontífice al anciano arzobispo de Avignon, Jacques Duèze, de 72 años de edad.
Dado que se trataba de un hombre de apariencia insignificante, baja estatura, delgado y de tez
pálida, es muy probable que los cardenales pensaran que estaban dando paso a un papado de
transición. Algunas versiones afirman incluso que durante el encierro al que fueron sometidos los
prelados el cardenal Jacques Duèze se fingió adrede enfermo y fatigado, para reforzar la sensación
de que se trataba de un hombre moribundo. Fue elegido papa con la esperanza de que reinara unos
pocos meses o semanas. Duèze aceptó la designación y asumió el cargo con el nombre de fantasía
de Juan XXII. Ahora bien, no sólo no falleció a las pocas semanas o meses sino que reinó 18 años,
muriendo finalmente a los 90 años de edad, en 1334. Aquella contextura débil y enfermiza ocultaba,
entonces, una salud robusta reforzada por un estilo de vida ascético, ajeno a cualquier clase de
exceso.
No todas las conspiraciones en su contra que temía Juan XXII eran producto de su paranoia. Este
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hombre tenía enemigos reales. Uno de sus principales adversarios era la corriente espiritual
franciscana, defensora de la doctrina de la pobreza absoluta. Para los espirituales franciscanos la
única manera posible de ser cristiano era la pobreza voluntaria, el total y absoluto desprendimiento
de los bienes materiales. No se podía poseer bienes y simultáneamente ser cristiano. Esta doctrina
era, en rigor de verdad, una desviación de las enseñanzas originales de Francisco de Asís, quien
había postulado que la pobreza voluntaria era la manera óptima de abrazar el cristianismo pero no la
única posible. Los espirituales dieron un paso más allá y directamente afirmaron que la única
manera posible de ser cristiano en el mundo era renunciando al principio de propiedad. Se trata de
una cuestión que se discute, seguramente muchos de ustedes lo recuerdan, en la novela de Umberto
Eco El nombre de la rosa (si Jesucristo había poseído bienes en este mundo). La novela de Eco
transcurre en la década de 1320, en tiempos de Juan XXII. La tesis de la pobreza voluntaria
resultaba extremadamente revulsiva para una institución como la Iglesia bajomedieval,
extremadamente rica en bienes muebles e inmuebles. Ello explica los motivos por los cuales estos
herederos de San Francisco fueron combatidos por todos los pontífices anteriores a Juan XXII. Sin
embargo, quien finalmente logró neutralizarlos fue este pontífice, y lo consiguió precisamente
durante la década de 1320, no por casualidad la misma en la que se publica la bula Super Illius
Specula y se termina de diseñar la noción de hecho herético.
Evidentemente, la construcción de la noción de factum hereticale tuvo una finalidad explícitamente
represiva desde el origen: de lo que se trataba era de facilitar la cacería judicial de una oposición
anti-papal a la que Juan XXII tendía siempre a imaginar en términos de conspiración colectiva
(después de todo, uno de sus grandes enemigos era un grupo, una congregación, una orden religiosa
–o al menos gran parte de ella).
Ahora bien, ¿por qué la noción de factum hereticale facilitaba la represión de la disidencia
ideológica? Por dos motivos: por una causa de índole práctico y por otro de índole epistemológico.
En términos prácticos, porque permitía recurrir a la tortura judicial en los procesos que se les
iniciaba a los enemigos del papa. En 1252, el papa Inocencio IV, en la constitución Ad Abolendam,
autorizó el uso del tormento en los procesos por herejía, con el objetivo de facilitar el
descubrimiento de las redes de complicidad. Por otra parte sabemos que la bula Super illius specula
de Juan XXII asimilaba la magia ritual a la herejía. Pues bien: acá cierra la ecuación. Bastaba con
acusar a un enemigo del papa de practicar la magia ceremonial (un enemigo del papa a quien no
resultaba posible acusar de herejía en el sentido tradicional del término, a quien no resultaba posible
endilgarle un apartamiento del dogma; después de todo era mucho más sencillo plantar evidencia
relacionada con la práctica de la magia ritual que con la herejía clásica), para que se le pudiera
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iniciar un proceso por herejía (porque la bula Super illius specula lo permitía), y si se le iniciaba un
proceso por herejía se lo podía interrogar bajo tormento (porque la constitución Ad Abolendam lo
admitía), y ustedes ya saben la fenomenal plasticidad que la tortura judicial tenía para crear realidad
(el tormento conseguía que los reos confesaran cualquier cosa que el magistrado deseaba que
admitieran).
La noción de factum hereticale también facilitaba la represión de la disidencia ideológica por
motivos epistemológicos. A comienzos del siglo XIV, cuando reina Juan XXII, la prueba lógica y la
prueba jurídica estaban comenzando a dar muestras de evidente agotamiento, estaban tocando su
techo en Occidente. La prueba jurídica, porque la herejía para entonces había aprendido a disimular,
a mentir, a fingir, a engañar a los magistrados adoptando una apariencia externa de ortodoxia y de
conformidad con los dogmas oficiales. Pero también empezaba a hacer agua la prueba lógica,
porque por aquellos años el nominalismo era la gran moda intelectual. El gran referente intelectual
de la década de 1320 ya no es Tomás de Aquino sino Guillermo de Ockham (a quien Juan XXII
persiguió, entre paréntesis; Ockham se vengó luego declarando heréticos los posicionamientos
papales sobre el tema de la pobreza). Pues bien, el nominalismo tenía grandes dudas y reservas
sobre la capacidad de la razón humana para realizar cualquier tipo de afirmación concluyente sobre
el mundo metafísico, sobre la divinidad y la esfera de la gracia. En este sentido, era una corriente
filosófica sustancialmente menos optimista sobre el potencial de la ciencia humana que lo que lo era
el tomismo.
Frente a estos límites que la prueba lógica y la prueba jurídica por entonces estaban encontrando en
Occidente, los simples hechos aparecieron como una tabla salvadora, como una vía de escape, como
un nuevo argumento de certeza para detectar la disidencia ideológica. Este apego a los hechos, a la
factualidad, esta suerte de positivismo tardo-medieval, no fue sino la respuesta del poder religioso a
una disidencia ideológica que para entonces sistemáticamente se apoyaba en el arte de la mentira,
de la simulación, en el recurso a la máscara. De lo que se trataba era de eficientizar la cacería de
herejes disueltos en sociedades mayoritariamente cómplices. Recordemos que el catarismo en el sur
de Francia, por caso, en su momento devino fenómeno sociológico, pues atravesaba el cuerpo social
de arriba a abajo (el movimiento albigense sedujo tanto a los grandes príncipes territoriales, como el
conde de Tolosa, cuanto a los más humildes pastores o labradores).
En estas circunstancias, para el poder religioso resultaba muy peligroso cruzarse de brazos y
sentarse a esperar que la disidencia ideológica se manifestara explícitamente, cuando tenía al
alcance de la mano acciones, hechos, gestos, que perfectamente podían reemplazar a las palabras, a
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los discursos, a los dichos, a la hora de detectar la herejía, la heterodoxia, la rebelión.
Ya sabemos cuál fue el aporte que la angelología de Tomás de Aquino hizo a la futura demonología
radical: tornó creíbles y pensables muchas de las acciones y de los hechos que después de 1430 se
atribuyeron a los demonios y a las brujas. ¿Pero cuál es el aporte que la noción de factum hereticale
hizo a la ciencia del demonio tardo-escolástica? Pues tornó pensable el futuro estereotipo del
sabbat. Los integrantes de la nueva secta que comenzó a ser perseguida a comienzos del siglo XV
no se caracterizaban precisamente por sus opiniones desviadas sino por sus acciones depravadas.
Las brujas no eran condenadas por lo que escribían o por lo que decían en la Edad Moderna: eran
condenadas por lo que supuestamente hacían en el sabbat. No era su heterodoxia lo que las
condenaba sino su heteropraxis. No eran portadoras de un verbum hereticale sino de un factum
hereticale. En definitiva, el sabbat, el aquelarre, era el factum hereticale perfecto, el hecho herético
por antonomasia. Los brujos y las brujas en la Edad Moderna debían morir aunque fueran ágrafos o
analfabetos, aunque no pudieran hablar o escribir. Debían morir porque asistían al sabbat, un ámbito
en el que se ofendía a la divinidad “haciendo” mucho más que “diciendo”.
El aporte de la tercera fase, del siglo XV, a la construcción de la demonología radical también ya lo
conocemos: se trató ni más ni menos que del diseño del estereotipo del sabbat, la construcción
teologal que permitió llevar adelante una cacería judicial, pensar un crimen secreto y colectivo, y
habilitar una lógica de interrogatorio que terminaba generando un entramado de sospechosos
tendencialmente infinito.
Desgrabado por Adrián Viale
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