BOLETÍN ARTÍSTICO LITERARIO Año 2, Nº 10, noviembre 2013
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Wilber Frisancho Del Carpio, estudiante de la carrera profesional de Derecho de la UNSA y lector voraz del escritor argentino Alan Pauls, ensaya un acercamiento a sus novelas más celebradas, entre ellas, El Pasado. El narrador Giovanni Barletti Araujo, que acaba de publicar el libro de relatos La casa amarilla, le rinde un homenaje al poeta Martín Adán. Por último, Orlando Mazeyra Guillén nos trae la narración Voces del ayer, una historia de un amor contrariado.
Orlando Mazeyra Guillén
ÍNDICE Sección A ALAN PAULS EXISTE El estudiante de Derecho de la UNSA, Wilber Frisancho Del Carpio nos aproxima a la obra de uno de sus escritores predilectos: el argentino Alan Pauls. Sección B A MARTIN ADÁN El narrador moqueguano Giovanni Barletti Araujo le hace un homenaje al poeta y narrador autor de la novela vanguardista La casa de cartón. Sección C VOCES DEL AYER Una historia a cargo del editor del boletín artístico-literario, Orlando Mazeyra Guillén.
Alan Pauls existe Por: Wilber Frisancho p.02
A Martín Adán Por: Giovanni Barletti p.10
Voces del ayer Por: Orlando Mazeyra Guillén p.12
Editor
Orlando Mazeyra Guillén
BOLETÍN ARTÍSTICO LITERARIO Año 2, Nº 10, noviembre 2013
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Alan Pauls (Buenos Aires, 1959) es un renombrado escritor, crítico literario y guionista argentino. Con su novela El pasado obtuvo el Premio Herralde de Novela el año 2003, dicha obra fue llevada
al cine por el director Héctor Babenco. Pauls ha sido también profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y colaborador del suplemento cultural del diario argentino Página/12.
«ALAN PAULS EXISTE»
Por Wilber Frisancho Del Carpio
a) La aparición de Alan Pauls
Hace diez años el jurado de la
editorial Anagrama dictaminó
que el premio Herralde sería
entregado al escritor argentino
llamado Alan Pauls por El
Pasado, novela que fue
presentada al concurso con el
seudónimo de “Ex”.
Los periodistas madrileños
mostraron desconcierto ya que,
si bien el nombre del autor
aparecía en los textos de Bolaño,
Enrique Vila-Matas y Juan
Villoro; no conocían, o
desconocían demasiado de este
peculiar escritor argentino.
Tanta fue la urgencia y el apuro
de “rellenar” la sección
“cultural” en un periódico
conservador –que haciendo caso
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a uno de los tantos rumores
provocados por la inexistencia
real del autor– publicó al día
siguiente esta nota: “El escritor
español Enrique Vila-Matas gana
por dos veces consecutivas el
Premio Herralde”.
Ya disipadas las dudas con la
presencia de Alan Pauls en
Madrid, recibiendo las
felicitaciones de su actual editor;
Vila-Matas les confesó a ambos
que estuvo tentado de decir que
Alan Pauls era él y así engañar a
Jorge Herralde. Todos sonrieron
ante la ocurrencia, pero el
periódico conservador nunca
rectificó sus titulares, resaltando
los libros posteriores de “uno de
los mejores lectores de
Borges”.
Colegas y lectores suyos, tanto
de sus novelas como ensayos,
con un prestigio más sólido y
estable, como Martín Caparrós o
Rodrigo Fresán, recibieron la
premiación “tardía” de Alan
Pauls –porque él asume la
lentitud como un privilegio, y no
como un defecto– más como un
gesto singular suyo que como
una demora insulsa o una
injusticia editorial. Aunque
tampoco tardaron en llegar los
quejidos y pataletas de otros
escritores, y uno de los menos
esperados y más violentos
fueron dados por Fogwill, quien
declaró ante la prensa
bonaerense lo siguiente:
“Alan Pauls hace en El
pasado un parricidio malo, porque a lo largo de todo eso, hace la misma operación de Borges: que los mocasines, que la modernidad, que la droga, que esto, que lo otro, que el yate, que la regata Río de Janeiro-Ciudad del Cabo.
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Todo eso. Y en ningún momento dice que yo escribo mejor que él. Y eso es lo primero que tendría que decir. Yo digo, por ejemplo, él sabe mucho más francés que yo. Punto. Él tiene una mejor formación académica que la mía, que es nula. Eso lo reconozco. Pero yo sigo diciendo que yo escribo mucho mejor que él. Que si vamos a un taller literario, con alguien, el alumno estrella voy a ser siempre yo, porque me van a dar un ejercicio y yo una página se la hago en tres minutos, cuando él empieza a pensar con qué estrategia abordar el texto”.1
¿Puede causar interés un
escritor cuyo nombre es más un
rumor o un texto y despierta los
temores de un autor que lo tuvo
todo: buenos libros, premios y
lectores? Creo que sí, y bastante.
b) El pasado de Alan Pauls
Nació en Buenos Aires en 1959.
Descartó la poesía y pintura,
puesto que de haberlas ejercido
–declaró él– su obra estaría
atada a la mediocridad. Aunque
con la poesía tuvo un motivo
1 Entrevista realizada la diario El Clarín (25-03-06). http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/2006/03/25/u-01163931.htm
adicional, lo obligaba a tocar
temas personales; y ahí apareció
la prosa como un terreno
propicio para dejar de lado lo
confesional.
No tiene “libros culpables”, dice,
cuando le preguntan sobre qué
motiva su escritura. Se siente
muy ajeno al “boom”,
interesándose por escritores que
siempre estuvieron en los
bordes de éste, como por
ejemplo: Onetti o Saer.
Antes de El Pasado, ya había
escrito tres novelas de formato
corto. Una de título perfecto
llamado El pudor del pornógrafo,
una novela donde la pornografía
se hace por escrito; El Coloquio,
una de índole policial, que según
Gustavo Faverón agrega “mucho
antes de los libros que le dieron
la fama, Alan Pauls escribió esta
breve novela hecha con aliento
expresionista, lujo lingüístico y
exuberancia de voces y
perspectivas. Una suerte de
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policial que se olvida del
misterio para centrarse en lo
absurdo del intento de descubrir
una verdad”2. Y la tercera
llamada Wasabi que
comentaremos más adelante.
También publicó dos ensayos a
los escritores más emblemáticos
de la literatura argentina. A
primera vista -la inmediatez
siempre es equívoca- podrían
considerárseles como logotipos
de dos literaturas en eterna
disputa, condenadas al
soliloquio; la literatura que nace
de la misma literatura (Borges),
versus la literatura que se
alimenta de todo lo que no
puede en apariencia ser ella:
chismes, melodramas, cine
menor (Puig). Pero Pauls, y
antes Ricardo Piglia, se
alimentaron de ambos autores.
Otro ensayo sobre el género
diario íntimo –donde Pauls
2 En su post titulado “Libros hispanos que deberíamos leer todos” publicado el 30-08-08 encontrado en el blog Puente Aéreo. http://puenteareo1.blogspot.com/2008/08/10-que-faltan.html
señala que sus diarios preferidos
son los de Pavese, Kafka y
Handke; y de leer La tentación
del fracaso de nuestro mejor
cuentista y diarista, se
interesaría inmediatamente por
su obra–, y una suma
considerable de publicaciones
sobre cine.
Estas tres pequeñas novelas y
ensayos le valieron el
reconocimiento de críticos y
escritores tan exigentes como
Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo y
Ricardo Piglia. A Roberto Bolaño
le bastó la lectura de un cuento,
El caso Berciani, y una novela,
Wasabi, para elogiarlo “como
uno de los escritores
latinoamericanos vivos” en “Ese
extraño señor Alan Pauls”, aparte
de haberle dedicado su cruda
conferencia “Los mitos de
Cthulhu” (un diagnóstico sobre
la actual literatura
latinoamericana).
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Afirma poseer una deuda
impagable con Juan José Saer,
Gombrowicz, Proust, Deleuze,
Barthes y la obra de un escritor
indispensable: Walter Benjamin.
Apenas gana fama y celebridad,
Pauls no tardó en señalar
afinidad con escritores que
siente muy cercanos a él,
mencionando los nombres de
Vila-Matas, Mario Bellatín,
Edgardo Cozarinzky y Sergio
Chejfec. Salvo los dos primeros,
los demás son todavía muy
desconocidos fuera de
Argentina.
c) LA IMPORTANCIA DE
WASABI
Wasabi es una novela de capital
importancia en la obra de Pauls,
porque aparecen nuevos
elementos que vuelven más
compleja la obra de este escritor.
Aparece, por primera vez, “la
experiencia personal”, y no
podemos olvidar la obsesión que
siente el narrador por matar a
Pierre Klossowski. Se puede
conjeturar que esta obsesión
obedece a que Pauls quiere
replantear la vigencia de esa
“prosa homogénea” que
caracterizan sus novelas
anteriores, aprendidas hasta
cierto punto, de Pierre
Klossowski de quien reconoce
una influencia directa en su
estilo (puede llamársele un
parricidio de estilo). A Wasabi se
le puede leer como una novela
“encrucijada” en la cual el autor
reconsidera sus convicciones
literarias más sólidas. Aunque el
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“tema” o los “temas” en Wasabi
se ocultan, se superponen,
adquiriendo el mismo nivel de
(i)rrelevancia. Sin embargo, me
gustaría destacar dos lecturas
que podríamos otorgar a la
novela:
1) El fracaso literario: Wasabi
puede ser leída como la novela
de escritor latinoamericano que,
en tierras europeas, presiente su
consagración imposible y su
estadía se vuelve infernal. Un
tema cliché que pobló nuestra
literatura y se encuentra en las
producciones artísticas de
Salazar Bondy en Pobre gente de
París, y en Diario de París de
Horacio Quiroga.
2) Sobre la enfermedad y el
cuerpo: al igual que en los textos
de Bellatín, donde el cuerpo del
protagonista sufre un progresivo
deterioro; en Wasabi de Pauls, el
personaje sufre de narcolepsia y
le brota un quiste sebáceo en el
cuello. Salón de belleza y Wasabi
se pueden leer como textos
donde la enfermedad no conoce
paradero alguno, salvo la muerte
(o deterioro) de su portador.
d) El Pasado de Pauls
El pasado es una novela que
narra la ruptura de una larga
relación amorosa. Sofía y Rímini
son los protagonistas de la
historia. Este último asume la
ruptura buscando nuevas
“relaciones” -no compromisos-,
consumo de cocaína, cambiando
de identidad y omitiendo
contestar las cartas que
puntualmente le escribe Sofía.
Ella reacciona de manera
diferente, no sólo es una
guardiana celosa del pasado que
tuvieron juntos -colecciona
fotos, envía cartas, frecuenta
amigos en común que pronto se
vuelven “heraldos” de El Pasado
que Rímini quiere olvidar, pero
no puede- sino hace algo más
impresionante y eficaz,
convirtiéndose en una ideóloga
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del amor infinito, sesiona con el
grupo que ha creado llamado
“Mujeres que aman demasiado”,
donde instruye a sus discípulas
para reconquistar a sus hombres
que pretenden olvidarlas.
Obviamente El Pasado no
solamente es una novela sobre el
amor –posee rasgos políticos ya
que Pauls la ubica en los
terribles años setentas, cuando
la Argentina se caía a pedazos-
aunque de ser leída sólo así, no
sería una novela menor. ¿Por
qué escribir una novela sobre el
amor en un mundo que se
empecina en darle sepultura?
¿Acaso los juramentos del amor
no han perecido ya, y es
preferible una relación
“abierta”? Como lo manifestó el
propio autor “amar es un gesto
anacrónico”, es decir, algo que es
necesario inventar o reivindicar
porque está a punto de
extinguirse; pero sobre todo
porque el amor, al igual que la
lectura proporciona a sus
militantes una realidad
“paralela” que batalla, día a día,
contra la insoportable
cotidianeidad, transformándose
de esta manera el amor en uno
de los pocos mundos ficcionales
donde la realidad pierde toda su
fuerza y valor.
e) El presente de Alan Pauls
Hace un par de meses, Pauls
terminó su trilogía sobre los
años setentas, compuesta por
Historia del llanto (2007),
Historia del pelo (2010) y
concluye con Historia del dinero
(2013). Las tres novelas tienen
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como denominadores comunes
la aparición de protagonistas
que nunca son contemporáneos
de sí mismos, y por ello son
empujados a un eterno
cuestionamiento de la “historia
oficial”.
Aquí los tres elementos
mencionados (llanto, pelo y
dinero) no son tratados de
manera pintoresca y secundaria,
sino otorgándoseles la
importancia que tienen: son
universales, y problemáticos
apenas entablamos relaciones
con ellos. Las tres historias
parecen encarar una batalla
contra “el sentido común” y las
“generalidades” que provocan
las ciencias sociales. Parecen
escritas para las minorías
porque hacen uso extremo de
decir todo lo contrario que dice
el ambiente, la historia y cierta
literatura abanderada de la
verdad.
Para concluir diremos que nos
encontramos ante un escritor
agudo que, a contracorriente,
está adquiriendo una voz
“propia” lo que vuelve más
detectables sus textos (no por
ello repetitivos) a sus lectores
más asiduos. Parafraseando a
Benjamin, podríamos decir sin
duda alguna, que Pauls es un
escritor “estéticamente
correcto”, puesto que posee un
dominio excepcional de la
escritura, no visto desde Saer.
Pero, a mi juicio, su mayor valor
reside en ser un lector sui
generis pues ofrece nuevos
senderos sobre autores
canonizados como Borges, y nos
otorga un repertorio de
nombres de autores: Libertella,
Boido; cineastas como Kluge o
Pedro Costa; artistas como Mike
Kelley, que puedan devolver a la
vanguardia su verdadera
dimensión, es decir, su des-
institucionalización. ‡
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A MARTÍN ADÁN
Por Giovanni Barletti
A esta hora ya ha terminado el
almuerzo, ciudad pequeña sin
gente por los jirones estrechos y
demasiado calor en el aire. Los
versos no vienen a la mente, se
cuelan por la puerta abierta de
alguna casa y su cortina altiva
que contiene aún los pocos
sonidos y miradas de fuera.
Niños salen a jugar frotándose
los ojos, una mujer rezagada se
pierde entre los múltiples
colores de las casas estrechas
con su bolsa repleta de verduras,
un perro enorme pasa por mi
lado tan seguro de su camino
que quisiera seguirlo, asirme de
su cuello con todas mis fuerzas y
pedirle que me lleve consigo.
Veo a Salomón apoyado en una
esquina y le pregunto qué es el
tiempo y por qué no puedo
convertir en palabras mis
pensamientos sin dolor ni
desesperación, como antes. Él se
toca reflexivamente la barba y
sigue mirando el cielo,
adivinando las formas de las
nubes inmensas que se mueven
millones de kilómetros apenas
dejamos de verlas. El tiempo es
una señora obesa, ataviada de
joyas, pero mal vestida que no
tiene nada que hacer, me dice
Salomón y basta su respuesta
pastosa para trastabillar por el
mismo iluminado jirón que se
trueca parque vacío demasiado
pronto: árboles temblorosos,
mutilo monumento. Parque
desigual sin hierba amarillenta
alrededor de las bancas donde
sólo se ama de noche y no hay
casi nada que describir.
Entonces preocupado me
aproximo al antiguo colegio y su
pintura-mosaico por el tiempo,
desafío espontáneo de animales
desdibujados, aureola sin rostro,
manos abiertas. Cierro los ojos y
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el viento es primero silencio,
luego vaivén de sonidos
inconstantes, conversaciones de
viejas y de una pareja a
destiempo que se deja caer
sobre la hierba rala y tarda
varios minutos y descripciones
del cabello larguísimo, ondeado
al viento de ella antes de
prolongar lascivamente los
besos, preludio del amor.
Piadosa, Poesía
Nadie nos mira. Llevo más de una tarde
sentado lejos de mi banca
intento desolar mi rostro contra el piso
desigual grietas de viejos
Terremotos que me conducirán finalmente a
otro lugar.
Gritos desesperados teclas como armas
mortales el rodillo
negrísimo en mi cabeza
Esta tarde arrancaré por fin mis sentidos
chupatintas los colocaré junto a los tuyos
En la oscuridad tu pequeña contristada mujer
nos ayudará a llevar la carga de muerte
Asirá nuestros brazos y nos alejaremos
cojeando muy despacio rumbo a ningún sitio.
Cinco besos más y girarán sus rostros
sonrientes manchados de amor.
Ahora no hay tiempo para eso.
Piadosa, Poesía
Tristeza fuera
De tiempo
Roto mosaico
Nuestro destino
Habitas mis calles
Pintada de colores
Y no te miro
Piadosa, Poesía
No puedo controlar
Mis pensamientos
Quisiera olvidarlos
Todos vagar por
La calle Lima libre
De versos genios
Vagabundos pinturas
Que no puedo dejar
De ver pensar
Un hombre nuevo.
De repente las campanas como
si pidieran permiso, apoteosis
final y recién algunas señoras las
manos cruzadas sobre el pecho
escalan lentamente las calles
empinadas, con olor a pan
rumbo a la iglesia. Abandono el
parque y sus versos, su anciano
chupatintas que detiene por fin
el sonido incesante de su
máquina ahora hay que caminar
contando los pasos, esconder el
rostro del ocaso amarillo blanco,
brillante anaranjado rojo antes
de la noche y sus sombras de luz
a medias, sus nuevos sonidos.
Decae la luz, últimos colores en
el cielo espectáculo fugaz debajo
de los árboles a través de la
corriente suave del río y su
eterna quietud que debería
seguir por entre las piedras,
caminar y caminar por la orilla
alegre mi rostro hacia el final de
la tarde. ‡
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VOCES DEL AYER
Por Mario Orlando Mazeyra Guillén
Aquella tarde, un ruido
extraño y persistente le hizo
interrumpir la siesta. Despertó
muy aturdido creyendo que allá
afuera alguien perforaba la pista.
Mientras se frotaba los ojos,
alcanzó a formular un balbuceo
ininteligible, como si algo en su
interior buscara acuñar una
nueva palabra que sólo él podría
comprender, pero que a su vez
era precisa, casi maniáticamente
exacta, para ser pronunciada en
ese mismo instante. De buenas a
primeras, quiso asociar ese
fallido descanso a una mala
digestión, cuando de pronto
sintió un bulto duro, desigual,
que se ocultaba debajo de su
almohadón.
Se puso de pie ágilmente y
tiró de la funda de la almohada
con esa brusquedad que a veces
nos inspira el temor a lo
desconocido:
—¿Quién ha puesto esta
vaina acá? —se preguntó
espantado, levantando la voz
para tratar de darse valor, pero
el efecto fue el opuesto. El
temblorcillo de sus piernas le
hizo caer en la cuenta de que ya
estaba siendo presa del miedo, o
de algo peor (que era mejor no
imaginar en ese momento).
Sus ojos escudriñaban con
insistencia el extraño aparato
como queriendo adivinar su
procedencia: se trataba de un
viejo taladro de color oscuro,
muy parecido al que vio la única
vez que estuvo en la morgue, la
noche que debió ir a reconocer a
su prima Vanessa. Al lado del
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instrumento, había un par de
cinceles con manchas de sangre
que a primera vista lucía reseca,
pues las sábanas no se habían
ensuciado.
Quiso tomar el taladro,
pero algo casi sobrenatural e
inextricable se había apoderado
del ambiente, provocándole una
turbación que se asemejaba
mucho a la impotencia. Se sintió
un cobarde, casi un pelele que se
dejaba maniatar por sus
emociones. Sin saber qué hacer,
pateó la almohada y empujó
violentamente la cama contra el
ropero, como para alejarla de él.
«Debo deshacerme de esto
cuanto antes —se le ocurrió—.
Tiro todo a la basura y me olvido
de este disparate».
—Voy a traer una bolsa —
se dijo, hablando otra vez solo, y
se dirigió a la puerta de la
habitación.
Cuando alcanzó la
empuñadura sintió por primera
vez su voz.
—Eso no es tuyo, Oswaldo
—murmuró a sus espaldas con
un tono melifluo que le resultó
muy familiar, pero que no por
eso dejaba de ser
espeluznante—. No lo vayas a
botar.
—¡Salga de ahí de una vez!
—exclamó tratando de ver
desde donde estaba quién se
escondía debajo de la cama, y
negándose a aceptar que desde
un inicio ya había reconocido
esa voz—. Sé que está abajo del
mueble. Hágame caso porque
estoy armado, y le advierto que
voy a disparar si insiste en
esconderse.
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Mientras él esperaba una
respuesta o algún movimiento
que confirmara una presencia
extraña en su alcoba, un sudor
frío empapó su rostro, así como
también las palmas de sus
manos.
—Le he dicho que salga de
ahí —ordenó otra vez
enjugándose la frente con la
manga de su camisa.
—Mejor hazlo con el
pañuelo —le indicó, pero ahora
la voz venía de detrás de la
puerta, como si quien antes
estuvo debajo del lecho hubiera
salido de la habitación. A esas
alturas, Oswaldo no sabía a
ciencia cierta si eso realmente
estaba sucediendo, o si todo no
era más que el anticipo de la
locura.
—¿Hacer qué? —preguntó
echando el seguro deprisa y
alejándose de la puerta—. ¿Qué
es lo que quiere que haga?
—¡Límpiate con el
pañuelo! —dijo la voz muy
molesta: sin duda era ella, no
podía seguir negándolo—. Para
que no manches tu camisa. Hay
un pañuelo debajo del taladro,
¿lo ves?
Sí, lo vio y, aturdido, pensó
en qué importaba limpiarse con
un pañuelo —con un mantel o
un sudario— si se estaba ante tal
macabra sucesión de hechos que
lo tenían al borde del colapso.
—¿Qué quieres de mí? —
indagó sin saber por qué ahora
se atrevía a tutearla.
—Tu voz —respondió
resoluta. Fue en ese preciso
momento en que Oswaldo quiso
gritar, dar alaridos, pero fue por
gusto. Se quedó afásico, sin
habla ni reacción. Desesperado,
intentó como último recurso
llegar a la ventana para lanzarse
por ella, pero sus pies no
respondieron; se habían
entumecido. Estaban como
petrificados.
—Hazme caso y te irá bien
—le advirtió la voz—. Acércate
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al taladro y tómalo. Debajo de él
está el pañuelo. Tienes que
desplegarlo.
«Ya», acató con la mente y,
poco a poco, sus pies volvieron a
responder. Se aproximó a la
cama y tomó el aparato. Estaba
caliente, como si lo acabaran de
exigir al máximo; se lo acercó al
rostro para inspeccionarlo con
las narices y aspiró un efluvio
asqueroso que le provocó
nauseas y le hizo lanzar el
taladro al suelo.
Tomó por fin el pañuelo. Al
desdoblarlo se encontró con una
pequeña foto de una torta de
cumpleaños a la que solo le
faltaba un pedazo, como si
alguien le hubiera dado un
bocado para bautizarla.
—¿Te acuerdas? —
inquirió melancólica la voz—. Es
de mi cumpleaños.
—¿Qué cumpleaños? —
preguntó tratando de atar cabos
con la ayuda de su memoria.
—El cumpleaños en que
malograste mi pañuelo de seda,
pues —le aclaró la voz,
suspirando—. El de la mamama.
En efecto: era el famoso
pañuelo. Ahora que lo
recordaba, recién pudo entender
siquiera algo de todo lo que
acontecía. Empezó a auscultarlo
con hondo celo detectivesco, y
cuando lo desplegó
completamente encontró el
acróstico que, con un plumón de
tinta indeleble, él le había escrito
a Vanessa el día que cumplió
catorce años. Ella le había dicho
que era un recuerdo de la
abuela, y que si de algo estaba
completamente segura era de
que no había nadie a quien
quisiera tanto como a la
mamama. Él, cada vez que
escuchaba eso, odiaba con fervor
a la abuela, porque sentía celos,
envidia, estaba locamente
enamorado. Por aquellos lejanos
días, Oswaldo ya soñaba con ella
compareciendo ante él para
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rectificarse y pedir infinitas
disculpas. Y él; complaciente,
mirando su boca, sus ojos
felinos, su piel porcelana y sus
gruesos labios que lentamente
se abrían para decir que tenía
amor solo para él, y que lo que
sentía por la abuela era nada, ya
no existía, se había evaporado:
siempre fue una tontería. Por
eso creyó que un acróstico
apurado, y por demás huachafo
—huachafísimo—, podría sellar
su victoria sobre la memoria de
la mamama; pero, valgan
verdades, lo único que logró fue
hacerla llorar a mares como una
Magdalena, echando a perder el
día de su santo.
Oswaldo siempre se quedó
con la idea de
que Vanessa nunca se lo
perdonó.
—Sí te perdoné, tonto, por
eso fue a ti al primero y al único
que besé —le confesó tras la
puerta después de tanto tiempo,
y él sintió un arrullo
insuperable, bienhechor;
después de todo, ya no la estaba
pasando tan mal—. Lo que
nunca te perdonaré es lo de la
torta.
—Es verdad —recordó
sonriendo mientras volvía a
tomar la foto—. Le di un
mordisco a la torta antes de que
soplaras las velas. Mamá me dio
un tremendo jalón de orejas.
—¿Por qué nunca me
visitas? —le increpó ella.
—Los cementerios
siempre me causaron pavor, tú
lo sabes muy bien. Además, no
volví a pisar la Apacheta desde
la tarde en que te enterramos.
Nunca podré aceptar tu muerte...
Nunca podré aceptar la muerte.
—Y yo nunca podré
aceptar la vida, Oswaldo —
completó ella y alguien, que no
era ella, le quitó el seguro a la
puerta y la abrió. Estaba estático
y sobrecogido ante una
presencia fantasmal, inasible,
que era y, a la vez, no
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era Vanessa; en esa
contradicción descubrió la
pequeña y escurridiza línea
divisoria que hay entre la vida y
la muerte.
Cuando las campanadas de
la catedral marcaron las cinco de
la tarde, una luz rutilante
penetró por la ventana, como
aquel verano en que escondidos
en ese mismo cuarto, y a esa
misma hora, se abrazaron en
simultáneo, para, después,
ayudarse torpemente, el uno a la
otra, a despojarse de sus
vestidos.
—¿Qué quieres de mí,
primo? —le preguntó
ruborizada y tapándose los
pechos con ambas manos.
—Tu silencio —respondió
antes de besarla por primera
vez—. Solo tu silencio, ¿y tú?
—Tu voz.
Y fue justamente cuando
recordó el primer día que
hicieron el amor cuando lo
asaltó la intriga de saber
si Vanessa estaba al tanto de
que, desde que la mataron
salvajemente, él purgaba en vida
un castigo autoimpuesto con
rigurosa convicción. Se había
condenado a la soledad más
extrema para, de alguna manera,
expiar sus culpas. Aunque ya
suficiente condena pagaba cada
mañana al despertar, cuando,
antes de persignarse y
levantarse de la cama,
recordaba, con una mezcla de
rabia y masoquismo, la noche en
que ultrajaron a su amada. En
ciertas ocasiones —las más
dolorosas—, llegaba al
despropósito de imaginar sus
últimas boqueadas.
¿Acaso Vanessa también
sabría que ese día su primo se
negó a ir a recogerla —tal y
como ella se lo pidió por
teléfono— aduciendo que le
dolía la barriga, para ocultar que
lo que en realidad quería era
seguir durmiendo? ¿Qué podía
argumentar hoy, con diez años a
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cuestas que pesaban tanto como
su mala conciencia? Sus siestas
eran sagradas. Y lo siguieron
siendo.
—Tú ya lo sabes, desde
luego —dijo ella con un timbre
de voz despojado de toda clase
de afecto.
—¿Qué cosa?
—Que no estoy muerta,
¿no es cierto?
—Por supuesto, por
supuesto.
Pero no era posible,
porque él mismo —años atrás,
un sábado 20 de mayo— había
metido el cajón al nicho del
cementerio de la Apacheta. Fue
como si de pronto el mundo se
pusiera de cabeza. Todo, ahora,
parecía un embuste atroz,
insoportable. ¿Estaba viva o era
un alma en pena? Después de
todo, siempre había escuchado
que las almas de los suicidas y
los asesinados nunca
encontraban descanso.
Cerró los ojos
intempestivamente, tratando de
salir de la pesadilla. Fue muy
mala idea. Se vio doblegado, casi
muerto, arrastrándose por un
paraje desconocido y dejando
atrás unas escuetas e
intermitentes manchas de
sangre que se perdían en el
camino, mientras un perro
famélico se le acercaba para
lamerle las sienes. «¡Ya basta!
Voy a abrir los ojos, Vanessa»,
pensó y quiso hacerlo. No pudo.
¿Qué rayos le estaba pasando?
Se aferró a la posibilidad de un
mal sueño. Es más, como para
darle asidero a esa tentativa, se
acordó de que siempre que
comía ensalada de pallares
terminaba siendo parte de
insufribles pesadillas, plagadas
de muertos e imágenes
siniestras. Eso era: nada más que
un mal sueño. Había que
despertar e ir cuanto antes por
un mate de coca para terminar la
digestión.
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Todo intento fue vano.
Ahora solo sabía con ciega
lucidez que estaba recostado,
con el cuerpo desnudo, sobre
una superficie rígida.
Cuando oyó que alguien
encendió el taladro supuso que
se trataba de Vanessa, pero lo
descartó en el preciso instante
en que el aparato empezó a
embestir contra su cráneo.
Comprendió entonces que
después de estos minutos
eternos ya no quedaría nada
peor por sentir u oír. Su suerte
ya estaba echada.
—Pásame los cinceles —
dijo una voz ronca y sosegada,
Oswaldo pensó que debía
tratarse de un hombre maduro
que ya frisaba la tercera edad—.
Esto lo hago por cumplir nomás,
porque sé a ojos cerrados que
fue una sobredosis. Este flaco se
pasó de vueltas.
—¿Y por qué tan seguro,
doctor Llerena?
—Porque lo conozco
desde que era un mocoso,
cuando todavía vestía
pantalones cortos —confesó el
galeno, con ensayada
indiferencia, mientras hacía una
incisión que atravesó casi todo
el vientre del cadáver—. Se
llamaba Oswaldo, Waldo le
decían sus amigos, y vivía en mi
misma cuadra. Hasta llegó a
jugar pelota con uno de mis
hijos. Era un chico tranquilo,
correcto. Su único pecado fue
enamorarse de la prima, una
muchachita preciosa con ojos de
gata que traía locos a todos en el
barrio. Y como en todo lado
siempre hay mal nacidos, una
noche unos sádicos la
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violentaron en el cementerio. Me
contaron que, al enterarse, el
muchacho se volvió loco, se
quedó mudo de la impresión,
aunque eso no te lo podría
asegurar. Ella se
llamaba Vanessa, si mal no
recuerdo, y yo mismo le hice la
autopsia hace una punta de
años, en este mismo lugar. Al
pobre no le quedó otra que
meterse en la cochinada para
olvidarla..., o quizá para
encontrarse con ella... Pero
¿sabes una cosa?
—Dígame, doctor —
requirió el joven asistente,
escuchándolo arrobado.
—No lo culpo. La chica que
perdió era insustituible: una
mujer de estampa, la más
hermosa que he visto, y te lo
digo yo que he visto a bastantes;
si no que hablen mis canas —
recalcó y dio un respiro antes de
proseguir—. Historias como esta
me hacen pensar que el mundo
es y será siempre una porquería.
Oswaldo escuchaba
resignado el revelador diálogo
entre el maestro y el aprendiz
mientras sentía que uno de ellos
tiraba de sus vísceras. En ese
instante quiso gritar:
«¡Vanessa!». Solo se escuchó, a lo
lejos, el pito de un velador que
combatía el sueño mientras
cuidaba los alrededores de la
morgue.
La vida se dibujaba entonces como un aliento cercano, como un beso. Oswaldo sentía miedo, terror. Fue entonces cuando decidió escribir un relato, pero sin arborizarlo ni extenderlo demasiado, logrando que las voces se encuentren cabalmente, para que se digan sin ambages lo que precisaran decirse... Pero todavía faltaba el tramo más importante. El viaje de la ayahuasca recién había
comenzado. ‡