Acontece de noche en un templete junto al mar
Todo hombre se
parece a su dolor.
(André Malraux)
n lo alto de un promontorio de la costa oriental de la isla se encuentra un templete. Se
construyó en torno de un antiguo mojón geodésico, pero no con interés de
homenajearlo protegiéndolo de las inclemencias, ya jubilado de su vertical dedicación
por las nuevas tecnologías, sino como elemento atractivo para el turismo. Cierto es que
concede unas bellas vistas al mar, especialmente a los recios perfiles de las cercanas islas que
se divisan en lontananza. Sin embargo, no es bella su estética. Es fácil de imaginar que los
ajustes presupuestarios llevaran a una construcción tan poco conseguida, tan fácil como de
imaginar que articularan el pensamiento de que lo digno de ver se encuentra en lo visible hacia
afuera desde el templete y no hacia adentro. Un banco de mampostería circunda
internamente el templete, permitiendo el descanso como añadidura de agradecer a la
contemplación del paisaje. Casi todos los paisanos de ahora no le prestan mucha atención, así
como los casi todos quienes les precedieron no se lo prestaron al mojón geodésico cuando era
el solitario dueño del pelado cabezo del promontorio. Resulta necesario declarar que algunos
sí le dieron bastante importancia en otros tiempos, podíamos decir que casi hace de eso un
siglo, incluso cuando ni siquiera existía el mojón. Al igual que ahora.
El promontorio se llama Punta Delallo, extraña denominación que en la actualidad ha
heredado el templete. De tal registro toponímico se puede, no sin cierto esfuerzo lingüístico
que obliga al conocimiento de vocablos autóctonos, en su mayoría deformaciones del
castellano, deducir la importancia que le dieron los naturales del lugar, nada acostumbrados a
la holgura económica de la actualidad proporcionada por el turismo, y sí asfixiados bajo una
total y continua precariedad. Punta Delallo es una contracción de Punta del Jallo. A su vez,
jallo es una voz local para designar al hallazgo casual que las corrientes marinas depositaban
en las orillas. De todo ello se desprende que lo que fuera que llegó al promontorio atrapó, de
alguna manera, la atención de los coetáneos. También es cierto que nunca se ha declarado con
concisión cuál fue el hallazgo que trascendió de tal manera como para pasar a la posteridad
dando nombre al lugar que le jubiló de su periplo de náufrago. Sin embargo, en razón que son
pocos los que en la actualidad conocen este proceso de transformación toponímico, la
denominación del promontorio y de su templete, es insustancial para la gran mayoría.
Pareciera como si el templete estuviera realizando funciones de humilde mausoleo de la
entidad latente creadora de una toponimia.
A lo largo del día, algunos turistas hacen parada en el templete. No es, ya hemos contado,
para nada renunciable la vista desde el mismo. Hacia allí y hacia allá e, incluso reconociendo
su pobreza estética, hacia dentro, toman instantáneas con sistémica dedicación que
probablemente titulen vista desde el templete de Punta Delallo. Esta referencia a los
eventuales turistas sí que pudiera estar de más en este relato. No lo es lo que sucede cuando
el progreso de la noche subyuga toda vista, erigiéndose el tenuemente iluminado templete
E
como único protagonista del promontorio. Protagonismo físico que comienza a acompañarse
con la gradual llegada de unos visitantes, hombres y mujeres, jóvenes y no tanto que,
procedentes desde todas las direcciones posibles van buscando acomodo, algunos en el banco
de mampostería, y otros en los dinteles de las amplias puertas de acceso. Algunos son vecinos
cercanos, otros son turistas que en alguna ocasión visitaron el lugar. Según van llegando, dan
las buenas noches sin ningún desdén y comienzan a establecer conversaciones en donde
impera la banalidad hasta un primer momento en que uno de estos espontáneos cofrades,
primicia que no recae en nadie en especial, da un paso hacia adelante, levanta el brazo
derecho para dejarlo obtusamente angulado con la palma de la mano en vertical, y mantiene
por unos segundos la mayestática estampa dando tiempo a que el resto de los presentes
busquen un acomodo visual en algún punto de la bóveda celeste que les permita los huecos
entre las vigas del abierto techo, obviamente por lo general una estrella, levanten sus brazos
diestros y, como movidos por una espontánea coordinación, comiencen a cantar mientras
rítmicamente mueven los brazos:
<< ¿Qué te importa que te ame
si tú no me quieres ya?
El amor que ya ha pasado
no se debe recordar. >>
El resultado de los visitantes cantores es, indudablemente bello. Cantan al unísono, con
armonía, pero cada uno, ensimismado y abstraído, fija la mirada en su objeto celeste, canta
sólo para él. Terminada la estrofa todavía hay un momento para sostener el brazo hacia el
cielo que, al igual que el comienzo del canto, bajan todos a la vez para volver a ir ocupando sus
lugares de acomodo. Se suceden nuevas conversaciones, pero no con la frecuencia de los
primeros comparecientes. Algunos van adoptando un silencio que es, a su vez, acompañado
por los de sus vecinos, como si dieran por hecho su pertinencia. Transcurrido un cierto tiempo,
de nuevo un visitante se erige en foco captador de la atención y lleva a cabo el mismo ritual
que el anterior. Levanta el brazo, busca una estrella y da tiempo al resto que, sin ningún
renuente, proceden igual. Y cantan:
Fui la ilusión de tu vida
un día lejano ya.
Hoy represento el pasado,
no me puedo conformar.
Terminada la estrofa, ejecutada de forma más bella si cabe que la anterior, debido sin duda a
la creciente emoción generada por los visitantes cantores, estos regresan a sus acomodos.
Ningún paseante ajeno a estos cofrades osa aventurarse en el templete que pueda interrumpir
la acción canora. Como mucho, queda observando desde una prudente distancia el peculiar
espectáculo, especialmente durante los espacios cantados. Al concluir estos, como impelido
por una imposibilidad que no comprende, da media vuelta y sigue su paseo. También sucede
que ninguno de los cofrades asiduos, eventualmente tardíos, interrumpa el canto de los
presentes con el ingreso en el templete. Poco importa que lleguen con retraso con respecto al
inicio del canto. Únicamente accede en los espacios entre los intervalos cantados, y cuando se
incorpora al canto lo hace con la estrofa de turno. Puede que establezca conversación en
dichos espacios pero, al igual que el resto, cada vez menos. Los silencios son cada vez más
compartidos y más amplios.
Y continúa el ritual: uno se levanta, busca una estrella y da tiempo al resto. Todos cantan:
Si las cosas que uno quiere
se pudieran alcanzar,
tú me quisieras lo mismo
que veinte años atrás.
Ninguna conversación. Silencio total.
Uno se levanta, busca una estrella y da tiempo al resto. Todos cantan:
Con que tristeza miramos
un amor que se nos va,
es un pedazo del alma
que se arranca sin piedad.
Al momento de sobrevenirse la repetición de los dos últimos versos, los cofrades cantores
parecen tomarse un respiro para desde él, con toda la fuerza que sus voces le pueden
conceder y totalmente ahítos de ese peculiar tipo de emoción compartida, concluir la canción:
¡Es un pedazo del alma
que se arranca sin piedad!
Bajo un silencio que apenas perturba el rumor del mar rompiendo sobre los callaos del pie del
Risco Delallo, los visitantes abandonan el templete. En silencio, pero complacidos tras este
ritual que pudiera ser lo más parecido a una musical terapia de grupo a cualquiera que, tras
observarlos, desasiera su extrañeza bajo esa explicación, aun manteniendo que esa
representación no puede ser sino propia de orates desamorados. Más no lo son, ni sus estados
mentales son especialmente patológicos ni el desamor es característica común. Además, la
convencionalidad de cada visitante nocturno es integral en todo lugar y contexto alejado del
templete de Punta Delallo. Cada uno con sus circunstancias, más o menos parecidas a las de
todo ser humano convencional. Sus convicciones inmunes a toda agresión, sus debilidades
susceptibles de desesperarlos, sus virtudes a prueba del destino; es decir, hombres y mujeres
convencionales. Del potencial observador que nos hemos atrevido a imaginar su capacidad
hermenéutica podemos ampliar que, casi sin quererlo, y mientras continúa con su paseo
nocturno, le sobrevienen imágenes sonoras en donde cobran protagonismo el piano de Bebo
Valdés, las voces de María Teresa Vera y Rafael Zequeira, las de Compay Segundo y Omara
Portuondo o la del Cigala y al poco, sin poder evitarlo, tararea Veinte Años. Se deja atrapar por
la pegadiza melodía y, como cualquiera, obtiene el disfrute de la música llevando a cabo la
frecuente e inconsciente acción de soslayar el mensaje de la letra, al igual que sucede con la ya
secular pérdida de semántica en algunos nombres propios: Dolores, Inmaculada, Librada... La
producción cancionera nace de la intervención de una Euterpe individualista y marcadamente
sustancial para el compositor. La anuencia por parte del colectivo oyente, una vez conformada
la axiología musical según categorías por medio de la sesuda intervención de distinguidos que
normalizan los principios a seguir, depende bastante del alcance del barómetro artístico en
relación a esos principios, pero no de modo exclusivo. De hecho, ni los más arrebatados
panegíricos formulados por esos distinguidos sobre una determinada composición pueden
doblegar a la particular aceptación, o no, de la misma. Y esta anuencia se obtiene, por lo
general, del sentimiento inducido en el sujeto por la composición, y que es mezcla de cultura
musical y de honesta solidaridad con el contenido del mensaje del compositor, cuando este
existe. Cierto es que a muchas personas algunas canciones les parecen reflejos de sus
situaciones personales. Casi dirían que se compusieron para ellas. Más no es así. Lo esencial de
la canción solo pertenece a sus autores. Escucharla, sí; pero desde que se atreven a
interpretarla la desproveen de su sustancia original, por magnifica que sea la interpretación.
Pero esta digresión no es parte fundamental del relato, solo era un mínimo intento para
justificar el yerro inicial del nuestro potencial observador que, muy probablemente, no
conozca ni por asomo a Guillermina Aranguren -seguro que tampoco muchos de los cantores-
ni, por ende, la amargura que la condujo a escribir la letra de la canción. Luego, ¿cómo puede
acertar nuestro observador en su evaluación del ritual que ha contemplado y a sus actores?
Pero en definitiva, sin tener presente el soslayo, obtiene un momento meridianamente
placentero y complaciente, hallazgo casual que le llega sin ser miembro activo de este club
nocturno.
Ninguno de los cantantes, a viva voz, ha contado sus cuitas. Lo que han hecho en la nocturna
reunión en el templete, según se antoja, es simplemente entonar una canción que habla del
desamor de Guillermina Aranguren, escritora cubana. Más con este antojo deductivo se estaría
borrando de un simplista plumazo el pálpito fundamental de la reunión. Lo que realmente
esperan encontrar en el templete del Risco Delallo, noche tras noche, es una unción emocional
concedida por el mismo hallazgo atemporal que noche a noche es invocado cantando Veinte
Años. Una conciencia compartida impele a los asiduos y a los nuevos que se van incorporando
a acudir a las citas nocturnas. Qué más da que en los espacios entre las partes cantadas
establezcan banales, e incluso pueriles, conversaciones. Desapasionadamente se entregan a
ellas, guardando todas sus energías para proveer de la máxima pasión al canto. Las estrellas
que reciben sus miradas titilan casi imperceptiblemente. Los mínimos impulsos luminosos que
emiten son delatores de la sobrecogedora distancia a la que se encuentran, que es
inversamente proporcional a la posibilidad de que le descubran a su cantante mirador la
cósmica verdad, de cómo un heraldo de la inmensidad universal, pródigo sidéreo que
transforma la inquietud en sosiego, recogió un pedazo del alma arrancado sin piedad y lo
depositó, tras un plácido viaje marino, sobre el pie de un promontorio rocoso.
© Fco. Hdez
Septiembre de 2010