Alboroto y motín de los indios de México
Roberto Culebro
Como el de Carlos II, el cuerpo político de la Nueva España del siglo XVII era deforme,
inútil y medio imbécil. ¿De qué otra manera se explica, leyendo Alboroto y motín de los
indios de México, que una panda de ídems ahogados de pulque hasta las pestañas lograra
quemar, con la sola ayuda de sus vicios, el palacio virreinal y el ayuntamiento? Aquí hay
o indios muy cabrones o gachupines muy ineptos. O ambos, si tenemos en cuenta que los
indios eran emisarios del diablo y los gachupines venían de una España gobernada por un
friqui de barraca.
A esto se resume todo. Porque si una cosa queda clara tras leer la larga (y
tendenciosa) misiva de don Carlos S&G, además de que la condición intrínseca del
mexicano es la peste bíblica, sería que al final de toda desgracia se encuentra nuestra
repetida incapacidad para lidiar con ella, la imagen de un gobierno completamente
superado por una realidad que se niega sistemáticamente a reconocer y que surge como
un estacazo en la frente sólo para ser considerada una simple borrachera de domingo.
Políticamente, la visión de la carta es detestable, un alegato que busca probar que
la sublevación de 1692 fue injustificada y que la eficacia del gobierno fue siempre
irreprochable. Sin embargo, el mundo que narra es menos interesante para nosotros que el
vidrio verde a través del cual está descrito, ese tono adulador, servil y condescendiente
hasta la nausea. Y es que don Carlos no es menos monstruoso que el reino en el que vive.
Más papista que el papa, la figura de Sigüenza y Góngora es la del criollo por
antonomasia, una consciencia cuyo drama radica en saberse suspendido en medio de dos
frentes. Uno, el peninsular, civilizado, al que con desesperación aspira; otro, el
americano, ese pedazo de tierra sumido todavía en la barbarie en el que, para bien o para
mal, le tocó nacer; una identidad a la que no es para nada indiferente pero que contempla
con recelo.
Para quien está al tanto del trabajo de S&G en cuanto a su rescate del arte y los
mitos prehispánicos, esta carta desconcierta. O no lo hace, a la luz de lo que vendría
después: esa paradoja que es el pensamiento americano. Al igual que Vasconcelos,
parecería que para este erudito mexicano los únicos indios honorables son los indios
muertos. Sólo de ellos puede estar uno orgulloso, pues su figura ya domesticada no
interfiere con la presunción de habitar un rincón, lejano si se quiere, de occidente.
Más que un texto descriptivo, la narración de Sigüenza y Góngora es un
distanciamiento, el intento por alejarse de ese otro que lo constituye; un atisbo de la
violencia que subyace en una sociedad parida en el conflicto y que horroriza al astrólogo.
Es, también, una constante lucha por hacer desaparecer esa fracción sojuzgada que lo
compone, por desafanarse de ese ninguneo al que se siente invariablemente proscrito y
que dispone ese “vivir otro mundo dentro de otro mundo” del que habla Bolívar
Echeverría. Las contradicciones de un señorito acomplejado, a fin de cuentas.
Y sobre esa piedra está construida nuestra iglesia.