Alucinada, de Daniela Parra
“Quieren que vivamos en el mundo redondo que nos
aprisiona. Pero hay el otro, el mundo hermoso, tendido
como una lengua de fuego que nos devora”.
Elena Garro. La señora en su balcón
No hay infierno que no sea la entraña de algún cielo.
María Zambrano. Claros del bosque
A la manera de la cincuentona Clara que recapitula en tres tiempos la historia de
su femineidad sofocada por un mundo de hombres en La señora en su balcón
(Elena Garro, 1957) o como la desahuciada Frances que ajusta las cuentas
afectivas con su pasado ante dos proyecciones de sí misma en el segundo acto de
Tres mujeres altas (Edward Albee, 1993), la poeta moreliana Concha Urquiza
estalla en una marea de reflejos que revisan su vida y obra en la pieza en un acto
Alucinada. (Víctor Hugo Rascón Banda, 1992, en versión de Daniela Parra, 2012).
La puesta en escena, que fue estrenada en la ciudad de México, cerró su ciclo
con seis funciones en la capital michoacana, tierra natal de la protagonista, los
días 24, 25 y 26 de mayo en el foro La Bodega. Concluyó así una temporada de
cerca de cincuenta representaciones.
Adaptada y dirigida por Daniela Parra, Alucinada propone un ágil tratamiento
caleidoscópico: tres actrices encarnan a la poeta y se alternan el personaje en un
continuum que disloca su ubicuidad. Los tonos que matizan la acción también
mutan y fluyen a partir de rupturas que saltan de la anécdota a la poesía, del
humor a la reflexión agónica y de la ensoñación metafórica a la reconstrucción
biográfica.
El resultado es una sucesión de improntas cuya suma exhibe los delirios y
tormentos de la carne en la breve vida de la poeta mística michoacana más
importante del siglo XX, pero también las epifanías y los anhelos de su espíritu.
La intervención a la dramaturgia permite, por otra parte, incluir en escena
semblanzas y guiños parateatrales no previstos en el texto original. El más
sobresaliente de estos últimos pertenece al cuadro-homenaje donde la actriz
Olivia Lagunas hace del dramaturgo Rascón Banda un personaje más, quien
aparece para describir brevemente la génesis de la obra.
Las estaciones de Alucinada cumplen un amplio arco de intenciones a lo largo de
los setenta minutos que dura el trabajo.
En el principio es el rito. Todo comienza con un momento de consagración
ceremonial iluminado por veladoras. Ante las serenas llamas, la actriz Sandra
Garibaldi invoca y comulga con un soneto sorjuaniano (máxima expresión de la
poesía mística en el continente), para que la Décima Musa sea el ángel tutelar de
cuanto veremos.
A partir de allí, los cuadros se suceden.
Es la Concha Urquiza que se autorretrata en una suprema estampa de
vulnerabilidad y fortaleza (“Yo soy la cierva que en las corrientes brama…”). Es la
trinidad en femenino que desgrana fechas y acontecimientos de los primeros años
de vida de la poeta y de su contexto histórico. Es la inquieta jovencita que vuelve
precipitadamente a casa, procedente de una reunión clandestina con camaradas
del Partido Comunista, incómoda por los guaruras del gobierno que la han
seguido. Es la sucesiva y fugaz aparición de personajes como los sacerdotes
Tarsicio Romo y Gabriel Méndez Plancarte: amigos, confidentes y tutores de la
protagonista en diversos momentos de sus idas y vueltas en pos de la Devoción, o
de amigas y cómplices como Chayo Oyarzun, que escuchan pacientemente las
razones de Urquiza para abandonar a los comunistas, no porque rechace su
ideología, sino porque abomina del machismo y del relajamiento que privan
incluso en los círculos intelectuales.
Es la Concha Urquiza que prueba la amarga liviandad de amantes que la
abandonan o a los que deja en el camino cuando confirma su ligereza. Es la joven
casi treintañera que prueba el camino de la Fe e ingresa a las Hijas del Espíritu
Santo, una congregación de monjas docentes con quienes encuentra el placer de
practicar el magisterio (su otra gran vocación), pero también el desafío de
someterse a la observancia de una regla que limita su naturaleza más allá de lo
que puede tolerar. Es, en fin, la incansable trotamundos que en permanente
búsqueda de sí misma va de Michoacán a los Estados Unidos, a San Luis Potosí,
a la ciudad de México y, finalmente, a la fatídica Ensenada.
El continuo desdoblamiento del personaje a lo largo de la obra, en estas y
otras situaciones, le permite a esta multifocal Concha Urquiza acentuar los
diferentes aspectos que definen su búsqueda de identidad. Sus otros yoes,
cuando emergen, ponen en perspectiva el continuo examen de sí misma y el
tratamiento colabora a hacer más explícitos sus conflictos interiores ante el
público, ya convocando un acercamiento o ya marcando una distancia. Hay
cuadros memorables. El de la angustiada confesión de que “todo es un casi en mi
vida” (uno de los muy buenos momentos de Sandra Garibaldi, de pie al filo del
abismo, cigarrillo en mano, en lo alto de una torre de Babel configurada con
maletas sobrepuestas una sobre otra) es uno de ellos.
Pero a propósito de imágenes poderosas, en Alucinada hay varias estampas
cuidadosamente construidas para expresar significaciones complejas. Una de las
más intensas ocurre en la escena en que la bailarina y actriz Valeria Vega entona
el Muero porque no muero de Santa Teresa de Ávila (con el célebre soneto
convertido en canto). Allí, la Concha Urquiza que ya ha probado la dureza de la
vida conventual canta devotamente, refiriéndose al Señor: “cuando el corazón le
di, / puso en mí este letrero: / que muero porque no muero”, pero al mismo tiempo
el personaje lava sus manos y se afana en borrar las marcas de la cruz (alegóricos
estigmas) que previamente le había impuesto una de las hermanas.
Otro gran momento, esta vez revestido de exquisito humor, es la escena de la
confesión. Todo allí es perfecto: la crepuscular presencia congelada de Valeria
Vega en segundo plano (al centro derecha actor), leyendo serenamente dentro de
su maleta–dormitorio; la disposición de la silla alta cuyo respaldo hace las veces
de rejilla confesional como foco de la acción (al frente, izquierda actor); la deliciosa
caracterización de Sandra Garibaldi como el sacerdote confesor de gestos
fariseos y afectados, cuya postiza dignidad queda desenmascarada por el genial
apunte de sus tribilinescos tobillos al aire (no sólo porque la silla, es decir la
investidura, le queda grande, sino porque el dogma lo ciega y lo obliga,
literalmente, a vivir en las nubes) y el desempeño de una Olivia Lagunas que, sin
forzar los ademanes, deja fluir las emociones que comienzan en lo compungido,
se van modulando hacia la indiferencia y terminan en la franca rebeldía, surcadas
a cada tanto por los relámpagos de lo Porvenir desconocido que reclama su
atención y la hace voltear continuamente para mirar por encima del hombro.
La poesía también es caleidoscópica en esta versión de Alucinada, y cada uno de
los textos que se citan contribuye no sólo a introducir pautas rítmicas en la
narrativa, sino a explicar al personaje y a reafirmar el sentido de la obra.
Así, el Muero porque no muero, de Santa Teresa de Ávila, es un poema que
por sí solo plantea el tema de la pieza teatral: exhibe las claves de placer y dolor
de un personaje desgarrado entre la vida terrenal y su hambre de Infinito.
El “Y diversa de mí misma, entre vuestras plumas ando; no como soy, sino
como quisisteis imaginarlo”, de Sor Juana Inés de la Cruz, es prácticamente la
justificación de motivos para el tratamiento que se le ha dado a la estructura de la
puesta en escena, cuya meta es acentuar el relativismo de las múltiples
perspectivas desde las que se puede leer una vida.
Estos dos momentos de una poesía mística en femenino enmarcan poco más
de media docena de poemas de Concha Urquiza.
Todo comienza –ya se citó párrafos atrás– con el autorretrato “Yo soy como la
cierva que en las corrientes brama…”, carta de presentación de la protagonista y
de su ansia de encontrar y entregarse a algo más grande que ella misma.
Vendrá después La Cita (1941), que es una agridulce pero esperanzadora
invitación: “Te esperaré esta noche, Señor Mío, en la siniestra soledad del alba, /
en la morada antigua donde el amor se lastimó las alas”.
Otro momento importante es el dedicado al poema Job (1937), que expresa
los martirios que la búsqueda del éxtasis le impone a cuanto es barro cotidiano
(“Él fue quien vino en soledad callada / y moviendo sus huestes al acecho / puso
lazo a mis pies, fuego a mi techo / y cercó mi ciudad amurallada. / Como lluvia en
el monte desatada / sus saetas bajaron a mi pecho; / Él mató los amores en mi
lecho / y cubrió de tinieblas mi morada…”).
Para el final, como preámbulo al momento de la muerte de Urquiza en las
escolleras de Ensenada, aparece uno de los últimos textos de la poeta, Nox II
(1945): el lamento que llora una trascendencia vuelta inalcanzable y, con ella, la
pérdida de sentido del mundo, ese Universo despojado de puntos cardinales
(“¿Cómo perdí en estériles acasos, / aquella imagen cálida y madura / que me dio
de sí misma la natura / implicada en Tu voz y en Tus abrazos? / Ni siquiera el
susurro de Tus pasos, / ya nada dentro el corazón perdura; / te has tornado un ‘Tal
vez’ en mi negrura / y vaciado del ser entre mis brazos”).
El desenlace llega con una extraña pero correcta serenidad. Es como un
parpadeo, apenas una transición, el barruntar de una poderosa ola y un sordo grito
en ralentí, en tiempo retardado. Hay un texto conclusivo, epilogal, y la imagen de
las tres siluetas que se van desvaneciendo despacio y cadenciosamente hacia el
fondo del escenario, al abrigo de uno de los tres melancólicos boleros que también
puntúan la obra, hasta desaparecer en el oscuro final.
Pensada como una experiencia íntima y acotada en un área diminuta, muy
personal, el formato ideal para la puesta en escena de Alucinada parecería ser el
del teatro-arena, con el público lindando el espacio escénico por tres costados o,
en todo caso, instalado muy cerca de la acción. Sin embargo el versátil foro La
Bodega fue dispuesto a la isabelina, con el público sentado en las butacas frente
al escenario y, dada la altura de este último, con limitaciones de isóptica para los
espectadores que ocuparon las primeras dos filas.
Algo de la fuerza de la obra pudo diluirse por esta disposición, ya que la
dilatación del espacio es un factor que cobra sus facturas. Aun así la experiencia
siguió siendo satisfactoria.
La obra posee una continuidad muy dinámica. La brevedad de la mayoría de
los cuadros y la agilidad con la que se suceden le dan una enorme vivacidad al
trabajo. Pero el virtuoso ritmo también conlleva un desafío: todo ocurre tan deprisa
en Alucinada que hay poco tiempo para matizar y aún para interiorizar cada
situación y cada experiencia. Son necesarias actuaciones muy precisas, muy
puntuales, para sacarle provecho al ritmo y a la estructura de la puesta en escena.
Es aquí donde se pone a prueba la pasta de la que están hechas las actrices.
Las tres actuaciones son buenas. Dentro de tal corrección, que es la que
mantiene legítimamente en pie al trabajo, valen los siguientes apuntes.
Olivia Lagunas es en ciertas ocasiones un caso exasperante. No porque sea
una mala actriz sino todo lo contrario, ya que es la intérprete con más tablas del
trío. Por eso es más evidente la distancia entre sus momentos de virtuosismo
(tiene varios) y aquellos donde la falta de intención o la incorrecta colocación de la
energía aplanan sus trazos o desdibujan la emoción. En general, cuando recita los
poemas que le corresponden se apodera de su gesto y sobre todo de su voz una
afectada vehemencia que no gana profundidad y que sorprende porque en otros
instantes todos sus tonos y ademanes no sólo están perfectamente cargados de
sentido, sino que a veces alcanzan matices de gran delicadeza. Gajes del oficio.
Sandra Garibaldi, por su lado, se instala en la seguridad de un sobrio tono
naturalista que le brinda unidad y certeza a sus caracterizaciones. Consigue desde
allí matices correctos, desenvueltos y bien modulados. La austeridad que
predomina en tal desempeño hace que luzcan más aquellos momentos en los que
rompe el molde, por ejemplo en la bella caricatura que hace del confesor o en la
dolorosa fragilidad que le imprime a su difícil escena arriba de las maletas.
Valeria Vega tiene a su favor el preciso control corporal que le ha dado su
carrera de bailarina. En el teatro, ya se sabe, todo es forma. Independientemente
del sistema actoral que se siga, la manifestación de la forma exterior correcta es la
única manera de transmitirle al público las ideas y los sentimientos que preñan
una situación o que definen a un personaje. Y Valeria, dada su preparación física,
cumple irreprochablemente esa demanda. Por ejemplo, es probable que para este
trabajo haya sido muy marcada por la dirección, pero lo importante es que el
marcaje no se nota. Su trabajo actoral se desliza con espontaneidad, siempre
protegida (como Sandra) en la seguridad que brinda un naturalismo bien asumido.
Por lo demás, también alcanza con Sandra los mejores momentos de la puesta en
escena a la hora de darle voz a los poemas de Concha Urquiza y tiene el plus de
protagonizar uno de los cuadros más vistosos de la obra, el de la versión
musicalizada y delicadamente coreografiada del poema Muero porque no muero.
La llama que arde y brilla con más intensidad dura poco tiempo. Y Concha Urquiza
vivió tan intensamente que su temprano desenlace, a los 35 años, ahogada en las
costas de Ensenada, no resulta tan sorprendente después de todo.
Perdura el misterio. ¿Accidente? ¿Suicidio? Pero lo extraordinario con esta
mujer nacida en Morelia en 1910 es la precocidad y la pasión con la que se lanzó
a cada una de sus búsquedas y ocupaciones a lo largo de siete lustros de
existencia. Transitó del ensayo al guionismo y la poesía, fue de la burocracia a la
docencia, del comunismo a la religión y de los excesos de la vida bohemia a la
austeridad del retiro conventual. ¿Así o más radical?
Es importante distinguir, en todos estos giros de veleta, el denominador que
les da sentido. Ese denominador existe y vale la pena tenerlo en cuenta.
En una de sus novelas, el escritor y teólogo británico C. S. Lewis nos ha
legado esta frase luminosa: “Los dioses no nos hablarán cara a cara hasta que
nosotros mismos tengamos un rostro”. Este fue el afán que dictó todos los
bandazos, contrastes y requiebros en la vida de Concha Urquiza: la búsqueda de
su propio rostro, que a fin de cuentas no es sino la progresiva construcción de ese
rostro a cada paso que se da. Y es muy significativo que esta mujer haya
emprendido tan personal Odisea en los tiempos en los que el México que salía de
la Revolución hacía lo mismo: ensayar y construir su nuevo rostro.
A su vez, el teatro, cuando no es comercio, es siempre rebelde e inédito.
Construye un rostro. Y por eso es siempre una experiencia política.
Alucinada cumple esta alta exigencia. Lo político atraviesa sus metáforas. Más
allá de su lirismo intimista, el texto de Rascón Banda y las audacias conceptuales
en la dirección de Daniela Parra explicitan una posición de género, una actitud
vital y una declaración de principios pero, eso sí: sin hacer panfleto.
La lección es vieja. Nos la legó Kant en sus Críticas a la razón. Siempre es
más revelador prestarle atención a la excepción que a la norma, porque de la
excepción se aprende más. “La excepción confirma la regla” porque la pone a
prueba: si la regla no es capaz de explicarla, entonces la regla es falsa y hay que
reformularla.
De modo que al elegir llevar a escena la vida de una mujer fuera de serie, tan
asombrosa por la potencia de su poesía y tan inquietante por sus muchas e
imperfectas contradicciones, el equipo de Alucinada está levantando su voz coral
para romper estereotipos y poner a prueba cuanto solemos dar por sentado en
torno a lo femenino, a lo numinoso (es decir, al numen: a lo sagrado sin dogma) y
a la búsqueda de identidad.
Al reflexionar y procurar una forma novísima y personal de manifestar todo
esto, Alucinada está haciendo política y la hace de la manera correcta. No arenga
ni hace proselitismo o discurso social. Su fuerza política está en su capacidad
metafórica. Le basta ser una pieza teatral artísticamente buena para conseguirlo.
Bien visto, es inevitable. Los humanos sólo habitamos el mundo políticamente;
es nuestra naturaleza, como seres históricos. Y la metáfora artística ha sido
siempre uno de los grandes catalizadores de esta dimensión política, que es la
que le da sentido y trayectoria al acontecer humano.
Demetrio Olivo
Morelia, Michoacán.
Primavera de 2013
BREVE PERFIL
Demetrio Olivo (DF, 1965).
Periodista de Cultura. Vive, ama, trabaja, juega y a veces duerme en la ciudad de
Morelia desde 1986. Ha sido integrante de los equipos fundadores del extinto
diario vespertino Buendía (1990–1991) y del periódico Cambio de Michoacán
(1992–1994). La mayor parte de su quehacer escrito ha sido publicado en La Voz
de Michoacán en tres periodos (1986–1988, 1994–2001 y 2002–2009). Ha
procurado especializarse en artes visuales, cine y teatro.