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Page 1: Antonio D. Olano entrevista a Carmen Amaya

CARMEN AMA YA (En el recuerdo)

«No hay mujer española que no salga del vientre de su madre bai­ladora.»

Miguel de Cervantes

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Carmen ya está en el recuerdo. Carmen Amaya fue una de esas -¿ bailarina o bailaora?- artis­tas que entregamos a la diáspora artística y que regresaron de su exilio -voluntario y dorado­famosas . Era lo que precisábamos: que nos lo dijesen de fuera para creérnoslo. «A Carmen Ama­ya le regaló un chaleco bordado en diamantes el Presidente de los Estados Unidos.» Y, en la Es­paña del estraperlo y del gasógeno, nos hacíamos

_bocas de que hubiese fama tal, compensada de tal manera.

«Han echado a Carmen Amaya del "Ritz" por asar sardinas en la habitación.» Y, fuese cierto o no, exclamábamos: «¡Estos gitanos son así, no hay quien los corrija!»

Carmen Amaya regresó envuelta en su propia leyenda, acunada por su propia fama. Y la anda­dura, el retorno, no podía serle difícil. Carmen dejó su manera singular de hacer también en cine. Ella terminaba su recorrido, artístico y vital , y lo empezaba Antonio Gades : «Los tarant ». Una bailarina, con los pies descalzos -«La Chun­ga»- prima de Carmen Amaya, empezaba a ser señalada su «heredera» porque, es costumbre, este país tan alegre a la hora de la funebridad, quiere saber quién «va después», quién hereda a quién. Disputaba esa herencia «La Singla», otra gitanilla, sordomuda, que en un gran esfuerzo logró incor­porarse a su vida: el baile. Y nacía también Sara Lezana, de la que habrá muchas cosas que hablar en su día, que compartía los papeles estelares de la película -de Rovira Beleta y con argumento de Alfredo Mañas- que tenía mucho de adiós y bienvenida.

Carmen no vino con lo puesto, sino con lo que se había sabido poner allá, «en el extranjero de fuera» . Lo mismo que «La Argentina», «La Ar­gentinita», Pilar López, cuyos nombres no han de estar ausentes en un libro que trata de dialogar con <<las estrellas». Pero el diálogo, en esta pri­mera fase, forzosamente no ha de alcanzar a todos.

Catalana, tenía devoción por la gente del sur,

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«porque la gente de Sevilla es grande compren­diendo el baile y el cante flamenco».

Carmen Amaya murió, en su Cataluña natal, vÍC­tima de un mal que no perdona. El espectáculo de su agonía, n;luerte y enterramiento, fue solanesco. Todos querían un recuerdo suyo y su casa, de la Costa Brava, fue desvalijada.

Pero volvamos atrás. Carmen Amaya había re­gresado a España. Trabajaba ya en España, con la gitanería danzante tras ella. Carmen vivía sola­mente feliz entre los gitanos y los gitanos que­rían comerse, por los pies, a Carmen Amaya.

Carmen en Madrid. Una Carmen con muchos años de ausencia vivida en América: desde Es­tados Unidos a Punta de Fuego. No sobran los buenos bailarines. Y los suyos, incluidos sus her­manos, se quedaron por el mundo; unos, casados; otros, establecidos por su cuenta. El hermano ma­yor formó ballet en Argentina. Hubo diez Amayas hermanos, nos explica Carmen. Viven seis. Todos 'ion artistas porque lo llevan en la masa de la sangre. y hay un centenar de primos, sin duda

El día que llegue la retirada, va a ser definitiva.

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alguna. Entre ellos, Micaela Flores Amaya, «La Chunga». Aquí se reencontraron Carmen y Mi­caela. «Chunga» admira a Carmen sobre todas las cosas. Carmen considera a su prima un «fenóme­no del baile».

-Estuvo a punto de equivocarse en EE. UU. Cuando terminó su película en Hollywood junto a Robert Taylor, le entregaron el pasaje de regreso. Pidió tres días de plazo para verme a mí y despe­dirse. «¿Qué vas a hacer, muchacha? -le pregun­té- o ¿Marcharte de Norteamérica, ahora que lo tienes todo por delante? Haz lo que quieras; pero yo, en tu caso, me quedaría.» Me dio la razón. Mi marido le buscó un contrato. Después la puso en contacto con los mejicanos.

Casi todo el diálogo transcurre en una sala de espera. Es una clínica de un dentista. Pero nadie está allí -dentro de nuestro grupo- como pa­ciente. Se trata de la clínica del doctor Agüero, cuñado de Carmen Amaya. Carmen recuerda aho­ra su boda. Fue de la manera más inesperada.

-Agüero entró como guitarrista en la compa­ñia. Todo ocurrió en quince días desde ue nos conocimos. Un buen día me preguntó: «¿Usted se quiere casar conmigo? » Creí que era una broma y le respondí: «iA que sí!» Como le viera decidido a hablar con mi familia, tuve que rogarle ya: «Es­pérate, hombre». Y nos enamoramos perdidamen­te. Con los años que han pasado seguimos igual de enamorados. Como si se hubiera celebrado ayer nuestra boda.

En Madrid, Carmen vive en casa de su suegra a la que llama mamá. Toda la familia del marido adora a Carmen. La acompañan a todas partes. Supieron, por medio del hijo guitarrista, convertir a la gitana Amaya en señora de Agüero. Y lleva bien el matrimonio. Carmen tiene estilo, simpa­tía , señorío auténtico.

La acompañamos dos tardes. Podemos hablar «¡de todo! », como dice ella. Hasta un plantón que le dan en los estudios de baile de Amor a Dios, nos sirve para prolongar la charla. Llega una re-

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Carmen Amaya pertenece ya al recuerdo.

comendación para una chica que aspira a ser pro­bada. Una prueba complicadísima, porque no so­bran los bailarines a pesar de que la Amaya ase­gura que «aquí hay dos millones setecientos cin­cuenta bailarines tan buenos como yo. Por eso estoy siempre en el extranjero; aquÍ no hago falta, y por ahí adelante hago patria. ¿No cree? Porque jamás renuncié a la nacionalidad espanola, yeso que en varios países me ofrecieron la suya. Pero quiero llevar nuestro pasaporte verde mientras pueda».

Tan espanola es, que renuncia incluso a las be­bidas americanas. «¿Whisky yo?», responde a una invitación. Hace algunos anos, en uno de sus via­jes, desembarcó en La Coruna o en Vigo. No lo puede precisar bien. El caso es que pidió sardinas en el hotel. «Aquí sólo tenemos pescado fino. Las sardinas son ordinarias, senorita». El caso inau­dito la indignó. Y los amigos de tergiversarlo todo inventaron una leyenda. Dicen que Carmen y los suyos tuvieron que abandonar el «Jorge Quinto» de París por freír sardinas en la habitación . Des­pués aseguraron que la anécdota sucedió en el

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Ritz madrileño, y todos los que la cuentan asegu­ran: «Casualmente estaba yo allí». Porque todo el que no está seguro de sus palabras lo repite una y otra vez. «Si lo sabré yo ... que fui testigo.» Pero Carmen quiere dejar las cosas en su sitio.

Otro punto interesante de la charla es, como hemos apuntado, su españolismo. «Aunque me han tratado bien siempre -dice-o La prueba es esa fuente que van a inaugurar en mi tierra, en Bar­celona. Porque soy catalana de los pies a la cabe­za. Nada de granadina como alguien aseguró. Y agradezco mucho este homenaje que me van a tributar mis paisanos al inaugurar la fuente en la que aparece un grupo escultórico formado por gitanos.»

Cuando habla de los demás, siempre antepone adjetivos elogiosos. «No tengo enemigos. Todos me parecen buenos», asegura una y otra vez. Los «payos» le parecen también geniales, «aunque como Faico nadie ha bailado el flamenco. Me gus­taría llevármelo, pero está contratado por Lola Flores, otra bailarina de casta, a que lo suyo sea cantar. Pero es buenísima».

Antonio es otra de sus pasiones artísticas. ¿Le gustaría bailar con él?

-Mire usted, yo creo que si nos unimos, signi­ficaría nuestra muerte, porque con el tempera­mento que ponemos los dos en nuestro baile, se necesitaría una ambulancia para recogernos al fi­nal de cada función. Somos dos gallos de pelea. En una ocasión bailamos juntos sevillanas. El es­taba de paisano y yo, vestida de teatro. Fue algo sensacional.

Cuando le hablamos a ella de Carmen Amaya, de su genialidad reconocida por el mundo entero, responde humildemente: «Lo dice la gente; pero no haga usted demasiado caso de las cosas que dicen por ahÍ». Carmen asegura que en Norte­américa gusta mucho el arte. Pero al preguntarle qué es lo que más gusta por encima de la técnica y la publicidad a veces absurda, contesta: «¿Para qué responder? Bueno, eso ya usted lo sabe» .

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Pasamos por delante del Museo del Prado. A ella le gusta la pintura. El que mejor la retrató, a su manera de juzgar las cosas de los pinceles, ha sido Ruano Llopis. Un cuadro maravilloso que un día expuso en el vestíbulo de un teatro bonaeren­se y que desapareció. Lo buscaron con la policía. Siguieron pistas que creían buenas y resultaron falsas. El cuadro desapareció definitivamente. Ya, en vida de Ruano Llopis, le daban cinco mil dó­lares por él. Pero Carmen asegura que aunque no tuviese ni para comer, no se hubiera desprendido del Jienzo iamás.

A la bailarina, su tierra catalana le aportó algo de su seriedad magnífica. Aunque no habla cata­lán, lo entiende perfectamente. Se formó en el mundo, porque a los cuatro años comenzó a bai­lar y a ganar dinero para mantener a su familia. Su padre la acompañaba a la guitarra. Siempre ha tenido algún allegado como acompañante. Des­pués de su padre, la acompañó su hermano. Más tarde, su marido; un guitarrista extraordinario que sólo vive para la guitarra. Sin pasión fami­liar, la esposa cree que nadie en el mundo sabe más cosas de la guitarra que Juan Antonio Agüero. Pero es muy modesto. Tanto, que en muchas oca­siones ni saluda al público tan siquiera. Esconde la cabeza tras su guitarra. Desaparece del esce­nario en cuanto termina su trabajo. Ya no sabría bailar acompañada de otro guitarrista. Con él baila en donde sea, en un ladrillo si es preciso. Aunque Carmen prefiere los escenarios grandes, la amplitud para desarrollar su arte también gran­de y «jondo».

A la bailarina le sería muy cómodo dar nom­bres conocidos y aplicarles la sapiencia en arte flamenco. «Pero no señor», los flamencos son los que de verdad entienden de nuestro cante y de nuestro baile. Y también los andaluces en gene­ral, y los jerezanos concretamente. Un Alvaro Do­mecq, por ejemplo, sabe mucho de estas cosas. Pero tanto como el más sencillo de los andaluces preocupados por el arte de cantar y bailar. La

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gente de Sevilla es grande comprendiendo este baile y este cante flamencos.»

Jamás tuvo Carmen problemas económicos, al menos desde que se consagró definitivamente, a los diecisiete años no cumplidos. Hay algunos mi­llonarios que por los pasos suyos pagan más que lo que se les pide. Quizás el regalo más valioso que recibió fue aquella famosa chaquetilla que le entregó el presidente Roosevelt. Ya no quiere ha­blar de ello. Está muy tocado el tema. Sin em­bargo, insistimos, porque queremos saber qué se hizo de aquel regalo. Y ocurrió lo que sigue: es­coltada por la policía, la llevó a un banco norte­americano. Se le había dado demasiada publici­dad al obsequio, y era una buena pieza para los ladrones. Después, al volver a España, la chaque­tilla, acompañada t~bién por policías, la deshizo totalmente y la convirtió en collares, pulseras ... Todas repartidas entre los familiares.

Un nuevo alto. Para comer jamón y beber vino español. «Allí no se encuentra ni con receta. Ade­más, el vino llega medio estropeado. Sólo por el vino y el jamón ya merecería la pena el viaje. Me acuerdo mucho de estas cosas cuando llevo tiem­po fuera de España. Porque no bebo ni una Coca­Cola, palabra.»

Pero esos horizontes gastronómicos quedan leja­nos en la bailarina. Porque está tan acostumbrada a hacer las maletas, que hasta cree que se hacen solas. Y le entusiasma viajar. No le cansa ni agota ir de un lugar a otro. Será sin duda la artista que ha pisado escenarios más diversos. No existió ni existe en el mundo quien haya recorrido más países, más ciudades para bailar ante todos los públicos.

No piensa en la retirada, naturalmente. «Porque el día que llegue, va a ser definitiva. No me ocu­paré ni de enseñar a bailar. Ese día me voy a mi casa tranquilamente. Claro que espero que no esté próximo mi mutis.»

Carmen vive del y para el baile. Jamás pesó más

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de sus actuales cuarenta y dos kilos. Todo es músculo. «Soy menudita desde pequeña.»

y baila en cualquier parte. Recuerdo su encuen­tro en un cine parisino con Cantinflas. Se vieron. Ella comenzó a dar pasos de baile, y él, a hacer las cosas que le caracterizan en sus películas de humor.

La fotografía es otra de sus pasiones. Tres cá­maras de lujo le han robado ya. Su marido es un buen fotógrafo . A ella a veces le salen las cosas con calidad. Como reporteros de sí mismos, los «flash» le acompañan en todo momento.

Llegamos a una cafetería muy céntrica, punto de cita del matrimonio. Ella viene fatigada de los ensayos, de las p ebas con los bailarines. No puede parar ni un solo instante. Tiene que con­testar a propuestas de contratos, a corresponden­cia ...

Recientemente le hicieron, en Estados Unidos, una propuesta interesantísima: dar su nombre a una cadena de academias para enseñar flamenco y baile español. Le entregaban medio millón de dólares inmediatamente. Subieron la cantidad has­ta el millón condicionado a que ella, de vez en cuando, tendría que desplazarse por todo el país para supervisar estas academias. No hizo esperar su respuesta negativa. Sólo desea bailar. En nin­gún momento ha pretendido dar clases. Como máximo, adiestra a sus propios bailarines. Lucha con ellos, porque llevar una compañía no es cosa demasiado sencilla. La gente a veces crea con­flictos .

Comemos a eso de las cinco de la tarde. Car­men y su marido no tienen horario de comidas. Muchos días se arreglan con el chayeo, con las tapas.

Un chato de vino. Jamón cortado en tacos. Fi­nal de un reportaje con una sola protagonista: Carmen. Siempre Carmen.

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