AVANCE EL MOMENTO DEL UNICORNIO
EL MOMENTO DEL UNICORNIO
“ En casa siempre hay mucho revuelo, sobre todo por la noche, cuando mamá baja con las chicas
a las fiestas, dejándome solo, encerrado aquí arriba, aburrido, mirando la luna por la ventana y
oyendo los compases de la música y los ruidos ahogados.
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Cuando regresan, ya suelo estar dormido y no me entero, pero a veces las siento cuchichear, reír
por lo bajo y corretear por los pasillos; aunque sé que procuran no hacer ruido para no
despertarme. También oigo a mamá chistándoles:
--Shsss, que el Albertito está dormido, chicas. A ver si nos comportamos como es debido.
Pero ellas están siempre muy alegres cuando suben y no dejan de hablar y reír. Después oigo los
inevitables portazos de las habitaciones, la cisterna del baño que no para y los ronquidos de la
Trini, durmiendo profundamente en el cuarto vecino.
Mamá y las chicas se levantan muy tarde, casi a la hora de comer, poco después de haberse
marchado Carlos. Van llegando a la cocina con cara de sueño, los ojos hinchados, despeinadas,
con marcas de las sábanas en la cara, como cicatrices. Por la mañana son todas feas y parecen
más viejas. Apenas si saludan y nada más entrar se aferran a las tazas de café. De a poco se van
despabilando, se les borran las huellas de las sábanas y sus ojos van recobrando la forma.
Comienzan a charlar más animadas y a comentar esas cosas de las que siempre hablan.
--Pues a mí no me lo vuelve a hacer -dice la Lucy, apartándose las greñas de la cara. -Yo no estoy
aquí para satisfacer los caprichitos de ese don Remigio, por más plata que tenga.
--Déjamelo a mí, Lucy, que yo no le hago asco al viejo -le dice la Margarita, sin levantar los ojos
del fondo de la taza de café. -Yo me lo hice un par de veces y me dejó una buena propina.
Además, don Remigio es muy limpio, y siempre huele tan bien...
--Pero, el caso es que el viejo está encaprichado conmigo -replica la Lucy.
--¡Chicas, chicas¡ -salta la Trini-. ¡Que no estamos solas-. Y hace un gesto con los ojos
señalándome.
La Trini es muy buena. Muchas tardes, cuando mamá y las otras duermen la siesta yo me voy con
ella a su habitación y me quedo allí las horas, charlando.
--Pues le diré a la señora que así yo no trabajo...
Y la Margarita la interrumpe:
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--Que no te preocupes, Lucy. La próxima vez no salgas al salón hasta que yo no te diga, que no te
vea el viejo. Yo me ocuparé de él.
--Es que le gustan los "huesos" -dice la Beba, que es muy graciosa y siempre anda metiéndose
con todas, menos con mi madre.
--Mira quién habla...
Entra mamá en la cocina y las manda a callar y a arreglarse. Les dice que esas no son formas de
estar en la mesa. Mamá es la única que está siempre bien vestida, guapa y perfumada, porque las
otras únicamente se ponen lindas y se perfuman por la noche, para bajar a las fiestas.
Mamá y las chicas son muy felices. Hay días en que discuten, pero enseguida hacen las paces.
También ocurre que a veces una se marcha y viene otra, y la nueva tiene que hacerse amiga de
todas y con las costumbres de la casa. Y tienen muchos amigos. Lo sé porque algunas noches,
cuando mamá olvida encerrarme, me escapo de mi cuarto, bajo las escaleras hasta la puerta del
vestíbulo y pego un oído a sus cristales de colores. Siempre hay música y risas, y tintinear de
copas. Oigo las voces de los hombres que vienen y van. Veo sus siluetas difusas a través de esos
cristales granulados. Carlos, mi preceptor, me explicó que es un fenómeno óptico, como cuando la
lluvia moja las ventanas de mi cuarto y lo deforma todo, y todo lo confunde y nada es claro. Mamá
me prometió que cuando sea mayor podré bajar con ellas a las fiestas.
La hora de la siesta es la mejor, porque es el momento en que hay silencio y tranquilidad en la
casa. Una vez mamá me llevó al cementerio a visitar a papá y a ponerle flores, y allí había un
silencio similar. No me acuerdo de mi padre, pero igual le puse un ramo de claveles. Si llueve me
gusta más, porque me voy a la cocina con la trini y, mientras ella cose, arregla los vestidos de las
otras, yo hago los deberes, y así nos hacemos compañía. Casi siempre me pide que le enhebre la
aguja porque, "tu tienes buenos ojos, Albertito, y yo ya no veo como antes". A veces me ayuda con
mis tareas, no mucho, porque la Trini no tiene estudios, pero se sabe las tablas de multiplicar muy
bien. Cuando acabo con mis cuadernos, juega conmigo, me ayuda a recortar los vestidos y
sombreros y a pegarlos en el cuerpo de la maniquí:
--Mira, Albertito, este sombrero va con este vestido. ¿Ves? Hacen juego porque los dos son del
mismo azul y los dos tienen ribetes dorados.
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--Trini, ¿quién es ese don Remigio?
--Un amigo de tu mamá, nene.
--¿Y por qué la Lucy no lo quiere?
--¡Ay! Ya sabes como es ella de rara. Cuando alguien se le atraviesa...
--¿Y viene siempre a las fiestas don Remigio?
--A veces... Pero, mira, Albertito, vamos a vestir a ésta con esta blusa y le vas a poner las faldas
que corresponden, ¿sí?
Y pongo una blusa blanca con unas faldas verde claro, y encima una chaqueta muy cortita, verde
oscuro, y un sombrero con flores y una pequeña pluma tiesa.
--Esta es mamá -le digo a la Trini. -¿Ves?, está igual de guapa.
Ella me sonríe. Enseguida recorto un pantalón, una camisa y una chaqueta y se los pongo al
maniquí de hombre.
--Este es Carlos.
--¿Carlos, tu preceptor?
Asiento, mientras vuelvo a quitar la ropa al muñeco.
--¡Qué va! Yo diría que más bien se parece a Don Remigio, con esos bigotes... -y se larga a reír.
--Así, desnudo, está mejor.
--Ya lo creo -dice la Trini, poniendo la cabeza de lado y esbozando una sonrisa pícara.
Las maniquíes recortables de las revistas se parecen a ellas antes de arreglarse para bajar a la
fiesta, cuando no hacen más que ir de las habitaciones al baño, y corren por el pasillo
intercambiándose maquillajes, con esas bragas de colores llenas de puntillas. Después se ponen
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muy guapas con sus vestidos brillantes, sus joyas (que mamá dice que no valen nada), más
hermosas que las señoras de papel, tan quietas ellas, con sus sombrillas de encaje, siempre con
la cara vuelta hacia un lado. Y mi preceptor se parece a un hombre que también visto siempre con
un traje a rayas.
Le pongo las faldas a la señora y la Trini me felicita. Esta vez he acertado.
--Mira qué linda te quedó, qué elegante.
--No tanto como mamá -le digo.
--Es que tu madre es una señora.
--Y tú, ¿qué eres?
La Trini se me queda mirando, cruza las manos sobre la mesa:
--yo soy... una señorita. Me mira más fijamente entrecerrando los ojos: --Pero, ¿qué tienes en la
frente?, Albertito.
Le explico que es un chichón, que me di un golpe con el quicio de la puerta de mi habitación, pero
que no es nada, ya no me duele. La Trini me dice que parece un cuerno y que tengo que ser
menos travieso.
Mamá se ha puesto enferma. Una gripe muy fuerte de verano, que son las peores, dice la Trini,
que es quien se ocupa de atenderla y se pasa el día y la noche a su lado.
La Margarita también es muy buena. Desde que mamá está enferma y no veo casi a la Trini, se
ocupa de mí, me ayuda con los deberes y a vestir los maniquíes. Viene a mi cuarto con frecuencia
a jugar conmigo y a ponerme guapo como ellas. Es muy cariñosa y está siempre dándome besos;
pero huele ligeramente a sudor.
--Margarita.
Ella está hojeando una revista de mamá que se trajo de su cuarto.
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--¿Qué?
--Me pones guapo.
--Bueno. Ven, acércate y siéntate aquí. Pero no te muevas si no se me va el lápiz.
Son muy suaves las manos de la Margarita.
Desde que mamá está enferma y el médico le ha dicho que no puede dejar la cama, la Trini no
baja a las fiestas y esta casa se ha convertido en un circo. No hay quien duerma. Las chicas se
pasan la noche subiendo y bajando las escaleras con los amigos, para acercarse al cuarto de
mamá a preguntarle si se encuentra mejor. Las risas, la música y los ruidos de las copas, se oyen
con claridad cada vez que abren la puerta del vestíbulo, penetran hasta aquí, hasta el fondo de la
casa, y es como si estuvieran festejando en mi dormitorio, junto a mi cama.
Hace calor, abro la ventana que da al jardín posterior. La noche es clara y hay una luna muy
grande. Vuelvo a mi cama y me acuesto desnudo.
Ahora, por suerte parece que están más tranquilas, apenas si oigo ruidos, únicamente una música
lejana, un bolero de esos que bailan. Estoy a punto de dormirme cuando oigo unos pasos
ahogados en el pasillo. Se abre la puerta y distingo dos figuras en el vano. Estiro una mano y
enciendo la lámpara de la mesilla. Me parece que es la Margarita con alguien más. Avanzan hasta
situarse junto a mi cama, dos figuras como de recortable silueteadas contra la ventana, a la luz de
la luna. Una fragancia dulce y penetrante me cautiva. No puedo verle las caras, pues la lámpara
me ciega. Ella se inclina y me da un beso. Es la Margarita, la reconozco por su forma de besarme
y por ese ligero olor salobre que escapa de sus axilas.
--Albertito, éste es un amigo -me dice con voz queda. No sé qué responder, porque ella, muy
suavemente, me va quitando la sábana. Me quedo muy quieto, notando el fresco de la noche en el
cuerpo, y un calor intenso en la cara que me abrasa las mejillas.
--¿Qué le parece, don Remigio?
El no responde, pero le da algo que saca de un bolsillo y que ella guarda en su escote, entre las
tetas.
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--¿Qué tiene en la frente? - pregunta él.
--!Ah¡, ¿ese bulto? Es un chichón. Es un poco travieso, pero es buen chico... y muy cariñoso.
Don Remigio le hace una señal.
--Se bueno, Albertito -me dice la Margarita. Me da un beso en la frente y se va. Cierra la puerta y
oigo sus pasos alejándose por el corredor. Por primera vez noto un gran silencio, únicamente la
respiración profunda y cercana de don Remigio lo quiebra. La luz me impide verle la cara, pero sus
ojos parecen brillar en la penumbra y su cabeza, dentro del círculo plateado de la luna, lo asemeja
a un santo de estampita. En ese momento suena una melodía abajo, en el salón, un bolero. Don
Remigio acerca una silla a la cama y se sienta. Una ráfaga de lavanda me envuelve como un
manto de frescura.
--Así que te llamas Albertito.
--Sí.
--Ven, acércate.
Me incorporo en la cama. Me coge de los hombros con mucha suavidad y acerca su cara a la mía
para verme mejor. Ahora sólo noto sus ojos clavados en los míos.
--Estas muy buen mozo..., a pesar de este cuerno -y me da unos golpecitos en el chichón con el
índice.
--Es la Margarita la que me pone guapo -le aclaro orgulloso.
--Ven, siéntate aquí -señalándome la alfombra a su lado. Y al girarse veo con claridad su cara por
primera vez. Tenía razón la Margarita, es igual al muñeco recortable.
Me siento a sus pies, apoyo la cabeza en su regazo y me voy adormeciendo, embriagado por su
perfume y sus dulces caricias.”
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EL AUTOR Norberto Luís Romero, escritor de origen argentino (Córdoba, 1949), desarrolla su carrera literaria
en España, donde reside desde hace veinticinco años. Licenciado y profesor en cinematografía,
abandona estas disciplinas para dedicarse de lleno a la narrativa a partir de los años ochenta. Ha
publicado más de un centenar de cuentos en revistas literarias de Argentina, España, E.E.U.U. y
Canadá, así como los libros de cuentos Transgresiones; Canción de Cuna para una Mosca
Doméstica, (Premio Tiflos de Narrativa.1994) y El momento del unicornio y las novelas Signos de
descomposición y La noche del Zeppelín.
Para más información, fotos o entrevistas con el autor http://www.tropoeditores.com Prensa. Cristina Teléfono: 692 05 53 05 Correo electrónico: [email protected]