E1 título de este artículo hace referencia al futurismo y a los ángeles, con minúscula, puesto que se trata de los celestiales y voladores funcionarios del Bien y
no de la ciudad de futuro apocalíptico diseñada para Blade Runner. En principio mi propuesta consistía en comparar las imágenes cinematográficas de una ciudad, Berlín, en dos períodos no muy alejados en el tiempo. Y vale la pena recalcar lo de «cinematográficas» puesto que mi sabiduría arquitectónica o urbanística es nula y apenas conozco la ciudad real. El abundante urbanismo imaginario que ha generado la utilización de la ciudad como plató no trabaja pues sobre mapas detallados y un conocimiento del terreno superior al de un turista de pocos días. Lo del futurismo, aplicado a Berlín, sinfonía de una gran ciudad, es excesivo porque en 1926 puede que ya no toque hablar de futurismo y sea más pertinente referirse a Constructivismo o a cual-
BERLIN, DEL FUTURISMO A LOS ANGELES
Octaví Martí
quier otro ismo -o a los «futurismos», tal y como pretende Pontus Hulten- fascinado por la máquina y el movimiento. Pero hay movimientos cuya influencia trasciende ampliamente los años en que les encierran las enciclopedias y la película de Ruttmann, sin ser un modelo, sí es un buen ejemplo de las influencias artísticas de la época. En cuanto a lo de los ángeles, en este caso sí que no se trata de una exageración ni de una interpretación libérrima: en Der himmel über Berlin el protagonista es un ángel de la guarda.
Pero lpor qué Berlín? De entrada porque, al ser un amateur en cuestiones de arquitectura o urbanismo, me bastaba la coincidencia en el tiempo de dos películas dedicadas a una misma ciudad para establecer un juego de comparaciones. En el caso de la película de Ruttmann su contemporaneidad viene de la mano de Pegasus, un grupo rock que ha hecho una nueva columna sonora para la película, composición que ha permitido que la cinta resucitase del educado y mortecino sueño de las filmotecas para acceder a las pantallas comerciales. Pero no basta con eso, con que Pegasus y W enders decidan interesarse por Berlín. Hace falta algo más. Una parte de este plus de razones que explican la preferencia por Berlín lo aportan otros títulos recientes
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de cineastas contemporáneos dignos de alguna consideración: Chris Petit -producido por W enders- nos propuso en Flight to Berlin una ciudad fría y hermosa a pesar de que la acción transcurría en verano y al margen de los espacios monumentales. Era una ciudad en la que sucedían cosas incomprensibles y que se adaptaba muy bien a un tratamiento moderno de la serie negra. Nada que ver con la siniestra capitalidad del espionaje que se le atribuía en El espía que surgió de/frío ni con la divertida grosería con que la retrató Billy Wilder en 1, 2, 3; en Laputa la alemana Helma Sanders-Brahms convierte Berlín en el espacio mítico de Swift, un antecedente ilustre de castroforte del Baralla, ciudad que no está en ningún lado o que está a medio camino de todos. Los héroes son un arquitecto francés y una fotógrafa polaca y Berlín es el terreno neutral, que levita y se nos presenta a través de una panorámica de 360 grados, una ciudad que no pertenece a nadie. Luego la ficción deriva hacia la convención ideológica y hace estallar la relación entre los dos amantes porque no cree que haya un espacio no contaminado, libre para el amor; Ken Loach, un británico que fue, durante los 60, uno de los puntales del cine comprometido y de autor, ha rodado también en Berlín una buena parte de Fatherland para ejemplificar su fábula sobre la dificultad de vivir a gusto con las propias raíces. Su protagonista, el cantante Gerulf Panach, interpreta en la pantalla su peripecia personal, de abandono del Berlín Este para demostrar que el Oeste no ofrece un hogar más acogedor; por último tenemos a Ricardo Franco, empeñado en dirigir en inglés una película española que se titulará Berlín blues y que tendrá por protagonista a Julia Migenes Johnson. Pero tampoco basta con esta acumulación de películas berlinesas para probar que la ciudad alemana es algo más que una casual protagonista cinematográfica. Incluso el hacer más extenso el inventario, incluyendo el punto de vista de los marginados, tampoco sirve de nada. Por ejemplo, recuerdo una cinta dirigida por un cineasta turco y titulada 30 m cuadrados de Alemania o esa otra obra del austríaco Gerd Roman Frosch y titulada Nada volverá a ser como antes (Dann ist nichts mehr wie vorher) en la que la Kurfurstendam es el equivalente de los Campos Elíseos en A bout de soufjle u otras películas rodadas por directores germanos y que se sirven de Berlín como un decorado cualquiera. La elección de Berlín no es más significativo por el hecho de repetirse, sino por la utilización que se hace de la ciudad, convirtiéndola en capital de las ficciones cinematográficas modernas. La casualidad no interesa sino lo que hay de voluntario en esa coincidencia tantas veces repetida.
Hasta hace bien poco, hasta ayer mismo, Nueva York era la meca de la modernidad, la ciudadfaro para una determinada gente. Eso se ha traducido en cientos de películas, desde Strangers than paradise hasta Liquid Sky pasando por La
O,.) .....
W. Ruttmann. Berlín sinfonía de la metrópoli, 1927.
línea d(fl delo, por citar sólo títulos que juegan consciehtemente con la imagen mítica de la ciudad. Pero una capital que se quiere dotar -y que posee- de un valor emblemático, es también, para uri sector importante de la población, un lugar que posee unos códigos que sólo saben descifrar los enterados. Nueva York era distinta en la medida en que ofrecía posibilidades distintas a los distintos. Nueva York podía ser el lugar común de los modernos, pero sólo de ellos, en exclusiva. En la medida en que exponer, estudiar o trabajar en una galería o cualquier otro centro relacionado con los círculos culturales neoyorquinos ya no es extraordinario y excepcional sino tan sólo difícil, la ciudad pierde una parte de su magia. Viajar o conquistar espacios nuevos e inhóspitos tiene un encanto especial siempre y cuando se conserven algunas de sus premisas románticas, como la de la marginación y la soledad. Cuando Nueva York se convierte en una ciudad tomada por forasteros que la saben capital del imperio eso conlleva que cada día sea más fácil cruzarse por la calle, no sólo con ccp1patriotas, sino incluso con antiguos campaneros de trabajo que están ahí como turistas o' aprovechando otra beca del comité conjunto. Eso hace que la aventura lo sea mucho menos y que uno se sienta escasamente heroico. Es imp?sible regresar de Nueva York sintiéndose otro cuando, durante la estancia, has ido a cenar con varios vecinos y amigos que te han visitado. La ciudad ya no imprime carácter y volver de ella no equivale a dejar de ser el patán de antes, a no ser que ese privilegio transformador alcance a todos aquellos con los que has compartido ese exilio provisional. Y son demasiados. Sobre esta cuestión, sobre la crisis de Nueva York para vanguardistas, un santanderino radicado en Barcelona, el escritor y cineasta Jesús Garay, ha publicado un pequeño y divertido libro de relatos titulado La cosa de Nueva York, cuyo protagonista es un noctámbulo barcelonés que actúa como oráculo-guía de quienes parten con la esperanza de alquilar un loft en el correspondiente barrio neoyorquino. Dicho individuo tiene, entre otras peculiaridades, la de no haber visitado nunca los Estados Unidos y ofrecer sus consejos a partir ide la sabiduría acumulada a base de películas, dovelas, conversaciones con recién regresados del otro lado del Atlántico, mapas y un poco de sentido común. Una ciudad que merece ser mitificada -por el cine o por otro medio de expresión- es una ciudad que merece ser recordada cdmo única, como capital de aventuras no repetidas, personales e intransferibles. Un viaje auténtico es aquel que puede contarse sin que el contertµlio pueda decirte que a él le sucedió más o menos lo mismo. Y eso cada vez es más difícil.
De pronto Berlín parece haber adquirido esa aura de lugar para iniciados. Pintores, músicos, novelistas o cineastas acuden a la ciudad alemana y regresan con trabajos o proyectos que sólo
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la energía de esa ciudad, dicen, es capaz de generar. El papel que en eso juegan los aniversarios -750 años de la fundación de la ciudad, 25 años de construcción del muro- lo dejo para quienes prefieran ocuparse por las razones reales del auge y las prefieran a las míticas. Ese Berlín redescubierto, ltiene una buena imagen cinematográfica? Las ciudades gozan de muy distintos tratamientos. Algunas, muy pocas, han alcanzado un status especial. Por ejemplo, basta con mostrar una imagen de la torre Eiff el, del
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Empire State Building o del Coliseo para que el espectador se dé por enterado: la acción transcurre en París, Nueva York o Roma. El Big Ben posee de idéntico poder simbólico en relación a Londres pero la Puerta de Brandemburgo, el muro o la iglesia en ruinas frente el Zoo Palast son elementos urbanos que no se bastan por sí solos. El gran público no sabe dónde está, a no ser que esos tres elementos -que me han venido a la cabeza uno tras otro, sin un gran esfuerzo selectivo- aparezcan uno tras otro. Eso es
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significativo de lo que la ciudad nos sugiere, de hasta qué punto está su urbanismo determinado por la historia y por el poder. Es más fácil que reconozcamos el Reichstag en ruinas que si nos lo presentan antes del incendio y los bombardeos. Cualquier imagen en la que Hitler ocupe un primer plano y el fondo difuso muestre alguna gran avenida lo identificamos con Berlín; no creo que haya muchas ciudades cuya imagen vaya asociada a un rostro-, sobre todo si ese fondo aparece ya ruinoso, pues de lo contrario siempre pensamos en Nuremberg y las grandes concentraciones del partido. Berlín es una ciudad que no oculta -tampoco Pllede- su dramática historia reciente. Peter Schneider, en una de sus novelas, describe la ciudad desde una perspectiva aérea y señala la sorpresa que causa la línea quebrada, irregular e incomprensible del muro en una geografía dominada por la cuadrícula. De entre todas las ciudades de la Alemania Federal, Berlín puede que sea la única que no teme recordar el pasado. Las razones de esa pervivencia pudieron ser, en un momento dado, -unas ejemplificadoras, quizás-, más tardeotras -de propaganda anticomunista sin duda-,pero ahora cobran otro sentido, tan justo comolos anteriores, en el que se funden la memoriade un pasado odioso, de un presente difícil devivir y un no futuro que hace de Berlín capitalde punks. La memoria, en Berlín, tiene muchoque aprender.
El Berlín que he bautizado como futurista es el de W alter Ruttmann. En su película se pretende menos retratar el aspecto físico de la ciudad que captar su ritmo, su movimiento. El film se abre con una serie de planos que nos presentan un tren que se aproxima a la gran concentración urbana. Es un tema que en 1927 ya tenía tras sí toda una tradición, de la que forma parte un título como Amanecer, de Murnau y del mismo año. En Amanecer hay también un recorrido que nos lleva del campo a la ciudad, del paraíso al caos. Ese viaje en tranvía, que constituye uno de los más célebres travellings de la historia del cine, equivale también a un trayecto psicológico. La confianza existente entre los dos protagonistas entra en crisis. La otra mujer, procedente, cómo no, de la ciudad, ha envenenado la sencilla alma campesina de George O'Brien. En Ruttmann, en cambio, la ciudad no tiene nada de condenable, no es el símbolo de la corrupción de la pureza, sino un lugar fascinante por su dinamismo. El cineasta quiere mostrar un día de trabajo en el Berlín que vive sus últimos días de primavera y para él trabajo equivale a agitación, a movimiento. La oposición campo-ciudad, naturaleza-urbanismo, no existe en Ruttmann, que incluso procura mostrar los paisajes «naturales» desde la esfumatura cinética que le proporciona la visión desde una locomotora a toda marcha. La película, que nació de la iniciativa de un escritor progresista como Carl Mayer -el guionista de El gabinete del doctor Caligari-
y del trabajo impulsivo y brillante del operador Karl Freund, no tomó forma hasta que estuvo en manos de Ruttmann. La idea era de Mayer, que decía estar harto de «imponerle argumento a la materia» y confiaba en que, invirtiendo el sistema de trabajo, saliendo a la calle para servirse de la cámara como de un ojo que lo ve todo y no pretende ilustrar un argumento preexistente, el cine recobraría la autenticidad perdida. Desde sus orígenes había pues algo de experimental en el proyecto que, si después obtuvo un gran éxito, se debió tanto a sus méritos y su capacidad para sintonizar con la época como por tratarse de una producción de cuota de la Fox Europe.
Para Karl Freund Berlín, sinfonía de una gran ciudad significaba la oportunidad de «mostrarlo todo». Por eso quiso filmar «hombres que se levantan para ir a trabajar, que toman el desayuno, suben a un tranvía o caminan. Mis personajes procedían de todos los caminos de la vida, desde el trabajador más pobre hasta el presidente de un banco». Muchas de las tomas están hechas con cámara oculta, a veces en un camión cuyas portezuelas traseras entreabiertas dejaban asomar el objetivo de la cámara, en otras ocasiones metida en una maleta especial que se pasea por la calle y es testigo privilegiado del frenético entrecruzarse de miles de piernas que van quién sabe en qué dirección. «Es necesario imitar con el gesto los movimientos de los motores, tener un tacto asiduo con los volantes, las ruedas, los émbolos, preparar la fusión del hombre y la máquina». Ese podía ser el desideratum de Freund, que estaba muy contento de su trabajo y afirmaba que el documental improvisado «es el único tipo de fotografía que es un arte. lPor qué? Porque con él uno puede fotografiar la vida». Ruttmann, que antes de dedicarse al cine tuvo una breve carrera como pintor no figurativo, había dirigido algunos cortometrajes vanguardistas -de Opus I y Opus II se conservan algunas copias coloreadas a mano- es también, según parece, el responsable de una secuencia de Los nibelungos, de Fritz Lang, concretamente la del sueño de Crimilda, fue el elegido para poner orden en aquel magma de imágenes extraídas de la vida, selección que después Meyer juzgaría equivocada al definir a Ruttmann como «alguien que se interesa más por la forma de los objetos que por su función». Consecuente con esta idea, Ruttmann prescindió de cualquier guión y se dejó llevar por las coincidencias y discordancias que le sugería el material que tenía en su moviola. La única idea era adaptar todo aquello al tempo, al ritmo de la ciudad, tentativa que luego han repetido otros directores, como Olmi, cuando han querido captar el movimiento de su ciudad, Milán en el caso del italiano. Ese propósito queda explicitado en el prólogo, pues el viaje en tren culmina con un movimiento de cámara que coloca en primer término el nombre de Berlín sobreimpresionado al enorme reloj de la estación, entrando así en la ciudad a través de
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esa esfera que nos da una hora concreta. Aquí acaba la secuencia prólogo, que también tiene algo de resumen de la propia trayectoria artística de Ruttmann ya que de la abstracción de los primeros planos -líneas que se alternan y superponen, buscando un efecto cinético- hemos llegado a las vías del tren y a las barras del paso a nivel, es decir, a una manera de interpretar lo urbano.
Desde el momento de la llegada a Berlín las secuencias se irán sucediendo plegándose a una convencional idea del ritmo ciudadano, perezoso al despertar, frenético cuando llega el momento de entrar al trabajo, bullicioso cuando se trata de hablar del centro comercial durante el día, pausado cuando llegamos a una pausa alimenticia y sincopado cuando arriba el instante de las diversiones nocturnas. Ruttmann juega con asociaciones de imágenes que surgen de las similitudes entre dos movimientos. Por ejemplo, une los comerciantes que descorren las persianas metálicas de sus tiendas a los escolares que levantan las tapas de los pupitres, pero también a las gentes que apresuran el paso hacia el despacho o la fábrica con las vacas que son llevadas al matadero o los soldados que desfilan. Y de ahí no hay que extraer ningún tipo de interpretación, aunque resulte difícil, porque la propia película lo desmentiría poco después. Lo único que cuenta es la semejanza, los paralelismos o contrastes entre dos movimientos. El concepto que se deriva de ciertos choques de imágenes le debe más al azar que a una voluntad de discurso que vaya más allá de la estricta crónica de 24 horas. Ruttmann, que era un admirador confeso de Vertov, quiere que su película sea «música óptica» y, aunque desconozco la partitura que compuso Edmund Meisel para la película, sabemos que Krekauer se trataba de una música que «acentúa la tendencia formal del montaje». Carl Mayer, de quien ya conocemos los reproches, aseguraba que Ruttmann sólo se preocupaba por la superficie de las cosas, de «carecer de sensibilidad para los aspectos humanos. Su montaje, basado en la sistematización de la analogía o el contraste, no responde a una voluntad de protesta social, sino a un mero formalismo». Y de ahí, según Krekauer, una visión de la ciudad como «una realidad informe que parece abandonada de todas sus energías vitales», acusación a la que, visto cómo se desarrolló la historia de aquellos años, bien cabe reconocerle un cierto valor profético. Y más aún cuando se sabe que Ruttmann, amparado en su indefinición política, pudo seguir trabajando en Alemania aunque acabó realizando documentales isobre la superioridad del armamento alemán!
Krekauer también se irrita ante la simpatía mostrada por Ruttmann para con la llamada «Nueva Objetividad», (Neue Sachlichkeit), un movimiento bautizado en 1924 por Gustav Hartlaub, director del museo de Mannheim. Esta Nueva Objetividad hay que relacionarla con «el
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sentimiento general en Alemania de resignación y cinismo después de un período de esperanzas exuberantes. Cinismo y resignación son el lado negativo del movimiento; el lado positivo se expresa en el entusiasmo por la realidad inmediata, como resultado de tomar las cosas en forma totalmente objetiva, sin revestirlas inmediatamente de implicaciones ideales».
Lo cierto es que la película trata o tiende a tratar el cuerpo humano como una máquina más. Las piernas y los brazos no se diferencian de los ejes y los émbolos, expresión cinematográfica de unas convicciones maquinistas que en el urbanismo de los veinte también llevaba a plantearse las ciudades como un conjunto de células sometidas a las necesidades de un gran engranaje. Lo que contaba era armonizar todos estos movimientos en un proyecto global, de «música óptica», una glosa de la belleza abstracta de la tecnología moderna, de los grandes volúmenes de hormigón y los tirantes de acero, del trepidante tráfico rodado, de cómo todas las personas parecen plegarse a una exigencia de orden superior que las lleva a un hormigueo constante y a adaptarse al pulso de la metrópolis. Según
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Jean Mitry, Berlín, sinfonía de una gran ciudad es un documental «impresionista», calificativo que casa mucho mejor con los resultados que el prurito realista del cámara Freund y el escritor Mayer.
La cinta de Ruttmann no es la primera ni la última en tomar la ciudad moderna cómo tema. En 1921, en los Estados Unidos, Paul Strand y Charles Sheeler rodaron Manhattan, en la que se alternaban, según cuentan, vistas de los rascacielos y poemas de Walt Whitman. Los soviéticos, en 1926, también quisieron inmortalizar su capital en Moscú, de Mikhail Kauffman, mientras, el mismo año, Alberto Cavalcanti se proponía lo mismo con París en Rien que les heures, una crónica de 24 horas de la vida de una ciudad. Es más, la propia Berlín fue protagonista, un año antes, de Las aventuras de un billete de 10 marcos, que también tuvo como destinatario distribuidor la Fox Europa y como operador a Karl Freund. Pero en este caso existía una voluntad didáctica por parte del director, el célebre Bela Belasz, que escribió un guión muy detallado en el que el billete de diez marcos sirve de nexo para hilvanar un recorrido que nos permite
conocer distintos ambientes del Berlín de la gran inflación.
La ciudad, la gran concentración urbana, era el centro vital del nuevo mundo y encontraba otras maneras de encauzarse que el desorganizado y caótico crecimiento de los inicios de la revolución industrial. La ciudad empieza a ser el lugar d� «lo moderno», un valor en alza, y en ella la realidad se manifiesta como espectáculo y las ficcipnes que se preocupan de ella lo hacen tomándola como el lugar privilegiado de manifestación de lo social. En Berlín, sinfonía de unagran ciudad la influencia del constructivismo y el futurismo es amplia y difusa, sobre todo cuando: se trata de filmar edificios nuevos -el rascacielos y la fábrica- o las multitudes. Ruttmann 11¡0 quiso hacer una obra militante sino un producto abierto a las influencias de la época. La paradoj� de la popularidad del film. De su éxito internacional y de que fuese a través de su filtro que mucha gente creyese haber viajado a la capital alemana, radica en que la opción de Ruttmann de privilegiar todo lo que fuese movimiento y ritmo acaba por borrar las posibles peculiaridades de la ciudad para igualarla a cualquier otra metrópolis. La atracción por el col!agey el fotomontaje es significativa de ese deseo de llevar el retrato de lo concreto al terreno de lo genérico. En realidad, y ya que hablamos de metrópolis, no estará de más decir que a la cinta de Ruttmann le hubiera ido como un guante la palabra que Lang escogió para titular la suya. Sin embargo, en el caso de Metrópolis, que surgió de una visión nocturna de Nueva York, la ciudad del futuro tiene muchos elementos de una ciudad meclieval, impregnado todo de una mentalidad aristocrática, casi feudal, y de una religiosidad que para nada están en la película de Ruttmann, que podía sentirse atraído por el universo tecnoló�ico pero nunca le pasó por la cabeza temerlo y respetarlo como un Moloch al que todos debían rendir culto. Los puntos de contacto y de rechazo entre las obras de Lang y Ruttmann quedan sin embargo borrados por el tiempo y por la estética del video-clip. Ambas películas han merecido la atención de músicos de rock. Concretamente, la banda sonora de la versión de Metrópolis recientemente repuesta la fabricó Giorgio Moroder, que además cuidó de que colorearan determinadas secuencias y de que los rótulos que aparecían de vez en cuando lo hicieran ahora sobreimpresionados en los fotogramas que muestran la acción, como subtítulo y no como intertítulo. Con ello se aceleraba el ritmo de la cinta y se la adaptaba a las exigencias de Bonney Tyler y compañía. La composición de Pegasus para Berlín ... es otra cosa porque se ha plegado a las necesidades de la imagen y si, en algunos momentos, el ritmo es vertiginoso eso se debe a la concepción original de Ruttmann. En cualquier caso, aunque no sea justo hablar de manipulación, sí es ajeno al espíritu de la película el mirársela como un gigan-
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tesco clip, ya que esto la aleja demasiado de la idea de ciudad que la inspiró, una idea de la que ya hemos citado sus padres estéticos y realidades a las que satisfacer, desde el dar solución a los problemas de transporte en una gran aglomeración hasta las nuevas concepciones de centro y periferia. En realidad Metrópolis es el espacio y Berlín... el movimiento, la reconstrucción contra lo real, lo cerrado frente a lo abierto, la opresión jerarquizada contra una desorganizada vida fulgurante. Y la preocupación por la velocidad, el movimiento y el dinamismo se expresan mejor en lo discontinuo, en lo fragmentario, en el cine de montaje, que busca el choque entre imágenes, la ruptura y la sorpresa. El montaje, a menudo, sirve para crear un lenguaje acorde con el automatismo y la irracionalidad de ciertas asociaciones mentales.
En resumen, la ciudad que nos propone Ruttmann tiene poco que ver con la que nos han pintado novelistas que describieron la época, ya sea la capital siniestra y sin esperanza de Franz Biberkopf en Berlín Alexanderplatz, la Sodoma y Gomorra que fascina al joven Klauss Mann en sus memorias, que se entusiasma ante «su depravación desvergonzada», ni es tampoco la ciudad que Solmssen pinta en Una princesa de Berlín: «mendigos en todas partes: hombres con una sola pierna y con muletas, hombres sin piernas sentados en una manta, ciegos con gafas negras, casi todos con prendas de uniforme gris, todos con medallas», esperando con estupor que algo o alguién arregle un mundo que funciona al revés, en el que es mucho mejor deber fortunas que tenerlas, en el que por un dólar te dan billones de marcos, impresos de un solo lado y que salen del banco con la tinta aún húmeda. Ruttmann es un documentalista pero se desinteresa de esa realidad. A cada uno elegir la que prefiera conocer.
60 años después Wim W enders nos propone una imagen de Berlín radicalmente distinta en Der Himmel über Berlin. Para él esta ciudad es un lugar privilegiado en el que entrar en contacto con la realidad. W enders, que es un cineasta por cuya trayectoria difícilmente podemos dejar de considerar reflexivo y frío, encuentra en Berlín el hogar que andaba buscando desde hace ya muchas películas, ya sea a través de sus personajes erráticos, que siempre estaban viajando, ya sea a través de su propio punto de vista, que a menudo le ha llevado a situar las ficciones en el mundo del cine. Baste con recordar algunos de sus títulos más recientes: en El amigo americano Nicholas Ray era el padre soñado, en El estado de las cosas todo transcurría durante un rodaje que tenía lugar en una especie de fin del mundo, en un hotel abandonado de la costa portuguesa; en Paris, Texas el protagonista era un hombre que regresaba de otro planeta y que busca el lugar donde fue engendrado, que es una parcela sin edificar en medio de un paisaje
desértico; en Tokyo-Ga, aún pendiente de estreno en España, W enders, después de dejar bien clara su admiración por Ozu y asegurar que nadie corno el director japonés ha sabido hablarle de la faplilia, de su familia alemana, se ve obligado a admitir que en el Tokyo actual, con sus fábricas €le comida de plástico y sus campos de golf reconvertido en campos de tiro, no queda nada de aquella ciudad y mundo con el que era posible identificarse. Y la imagen que nos da del Tokyo actual es trivial, obsesiva y un poco superficial, aunque no deja de ser auténtica, tal y como puede constatar cualquier persona que haya hecho a la capital japonesa un viaje de poca duración. Der himmel über Berlin se abre con un plano de Bruno Ganz instalado en lo alto de las ruinas de la iglesia situada frente al Europa Center y el Zoo-palast, donde se celebra el festival de cine de la ciudad. Pero en esta ocasión la referencia cinéfila carece de valor: Bruno Ganz se quita las alas y se dispone a empezar su trabajo como ángel de la guarda. También 60 años antes Murnau, al rodar Faust, quiso envolver la ciudad bajo el .manto de unas grandes alas, pero la significación del momento y la solución formal que se nos propone en cada caso hacen las secuencias muy distintas. En cambio sí es interesante la coincidencia que presentan los primeros 40 minutos de la cinta de Wenders con la de Ruttmann. En ambas se tiende a seguir personas, a preocuparse por lo que estas hacen. En un caso desde la perspectiva todopoderosa del ojo mecánico, en el otro desde la benevolencia y tristeza de la mirada angélica. A Ruttmann, pero, le interesa masificar cada uno de sus esporádicos personajes y mostrar tan sólo su movimiento,, su fisicidad, mientras que Wenders prefiere las ideas e individualizar a cada uno de los componentes del hormiguero berlinés. Estamos en un momento en que todo el mundo pregona la conveniencia del retorno a lo privado, a la intimidad, el fin de las grandes soluciones y Wenders no es ajeno a ese sentimiento y ha elegido Berlín para enclaustrarse con sus protagonistas. Según Bruno Ganz, Damiel en el film, «los ángeles de la película parecen hombres, llevan el mismo tipo de ropa, etc., pero les diferencia de los humanos el hecho de que ellos sean invisibles para todas las personas -aunque no para todos los espectadores- excepción hecha de los niños. A veces, a través de una mirada o de una sonrisa, nos damos cuenta de que un niño ha visto a uno de los ángeles. También, cuandd alguién está muy desesperado, se siente infeliz o se quiere quitar la vida ... entonces, de pronto, notan una presencia, que hay alguien que está pendiente de ellos. Y recomponen la figura y siguen adelante.» De alguna manera puede decirse que Wenders nos propone un documental sobre Berlín, sobre sus habitantes. Y si primero lo hace desde esa distancia angélica en la que se entremezclan la ironía y el cariño, luego, a partir del momento en que Damiel se ena-
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mora, la lejanía desaparece, la cámara se aproxima más a sus personajes, la ciudad recobra los colores y se confirma un milagro: Wenders tiene sentido del humor. Para que todo esto suceda antes tienen que pasar dos cosas: que el ángel encuentre en su camino a Peter Falk, que es un ex-ángel que ha preferido convertirse en humano y descubrir los pequeños placeres, como una taza de café y un buen cigarro, imagen de la felicidad de Falk pero también de Johnny Guitar, de Nicholas Ray, imagen que tiene un sentido radicalmente opuesto en un film u otro, manifiesto escéptico en el western, prosaica y entrañable manera de mantener los pies en el suelo en la fábula de W enders. La segunda de las cosas de obligado cumplimiento es que Ganz también decida abandonar esa especie de baño maría metafísico en el que viven los ángeles, para convertirse en persona de carne y hueso, decisión que le lleva a aparecer junto al muro, a la vera de la pared de cemento y las alambradas. Cansado de vivir en la eternidad, de mirárselo todo desde «el mirador de los no nacidos», de existir en un tiempo sin historia, en el que la Segunda Guerra Mundial es un incidente sin mayor trascendencia sin que eso le libere de escuchar dramas humanos atravesados por esa misma historia que para él no tiene sentido, el ángel aterriza en el centro mismo del conflicto,
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en una ciudad en la que el pasado está vivo, en la que todo es memoria y presente. Urbanísticamente, aunque aparezcan algunos enclaves berlineses significativos, como esa inolvidable plaza presidida por una altísima columna coronada por un insólito ángel dorado, la ciudad de Wenders es un Berlín de grandes espacios libres, de solares abandonados, en la que la carpa del circo aún encuentra donde instalarse sin que sea el extra- radio pero sin perder tampoco sus connotaciones de bohemia chapliniana, un Berlín en el que continuamente se mezclan los idiomas, pues si los diálogos son en inglés y alemán, también oímos gente que se expresa en turco, francés, español, japonés o italiano, en la que conviven en perfecta armonía los antiguos palacios con modernas manifestaciones de cultura -el club donde el ángel encuentra a Solveig Dommartin es un edificio que remite a un pasado esplendor imperial pero con un presente de otro orden desde el momento en que es Nick Cave quien canta desde el escenario-, en el que las ruinas auténticas sirven como decorado para ficciones sobre el período nazi, como la que protagoniza Falk y de la que no sabemos nada. Es una ciudad idónea para el amor, es decir, para abandonar la irrealidad y convertirse en mortal, pero también es un espacio perfecto para la ficción, el punto de partida para el consabido «érase una vez». De hecho, Der Himmel über Berlin va precedida de una cita en la que se afirma que «si la humanidad pierde sus narradores, pierde su infancia» y que «aquí comienza el país del relato».
El muro también juega su papel. En la película es el límite de la isla -también la muralla que protege del exterior-, pues estos ángeles, que se reúnen periódicamente en la biblioteca de un ultramoderno palacio de congresos, se diría que no tienen por qué ocuparse de los habitantes del Berlín Este, que quizá han prescindido de sus servicios o poseen ángeles propios. Pero el muro no sólo es frontera sino también el espacio de color que aparece en el film. Damiel descubre el amarillo, el azul o el verde gracias a las enormes pinturas que decoran una parte del muro. Digamos, de pasada, que el único Berlín falso, reconstruido, que aparece en la película es precisamente el del muro, puesto que fue imposible obtener autorización para filmar en él y para que la cámara lo pudiera atravesar angélicamente, prohibición que obligó a construir unas cuantas decenas de metros suplementarias para que los dos ángeles pudieran andar ante y entre sus paredes, sobre el filo del Este y el Oesste, un extraño limbo armado hasta los dientes. En este su deambular junto al muro descubrimos también una parte mágica y misteriosa de la ciudad. Puede que tan sólo se deba a la escasa circulación rodada que corresponde a calles cortadas por una pared que las ciega y que, por lo tanto, no conducen a ninguna parte, puede que se deba a que el muro es la evidencia misma del Poder, lo
cierto es que esa zona de Berlín es extrañamente silenciosa menos poblada, incluso parece como si la gente bajara la voz cuando habla. Quién sabe si en esta ficción, en la que los ángeles s�m notarios de los problemas humanos pero no tienen un Dios al que rendir cuentas, si el muro no ocupa su lugar. La frontera es la prohibición tangible una de las maneras que tiene el poder de pone� orden: a este lado los míos, fuera los demás· a la derecha los que tienen razón, a la izquidrda los equivocados; conmigo los homb_res libres y fuera de mi barrera protectora el remo del hombre-masa.
En Der himmel über Berlin la ciudad y sus problemas como lugar sitiado por un sistema hostil, inclusd la idea tópica pero cierta del enfrentamiento de las dos mitades de una misma ciudad, encarnación de lo mejor del capitalismo la una, símbolo de las realizaciones del socialismo real la otra nunca son abordados de una manera directa. Precisamente el hecho de estar rodeados comporta una mayor protección, ya sea en forma de sueldos más elevados, ya sea en esa población estudiantil flotante que escapa a compromisos militares si se traslada a la univers�dad berlinesa, son elementos que dan una cahdez maternal a la ciudad. De hecho, lo que debe seducir a Wenders es el carácter de isla de la ciudad el que le sea físicamente imposible lanzarse a 1a' carretera y huir sin destino. Berlín ofrece, además algunos de los atractivos de una gran ciudad 'con vocación internacional sin que parezca empeñada o hermanada con algún movimiento concreto. Es una ciudad joven, un lugar en el que la consigna punk de «no hay futuro» tiene pleno sentido porque es un estupendo recordatorio de la amenaza nuclear y del paI?el que juega la bomba como !ímite d�l progre�o infinito con el que se edifico el sueno del milagro alemán. Wenders buscaba una ciudad-refugio, un lugar donde tomarse un café y fumar u11: cigarro, harto ya de proclamar la m�e�te �el eme, de sentir nostalgia de los buenos vieJos tiempo�, de vivir sin confiar en nada o de buscarse familias cinematográficas, con papás que tanto podían llamarse John Ford, Fritz Lang, Nicholas Ray o Yasujiro Ozu. Por el ��mento_ parece haber decidido fundar una famiha propia y de carne y hueso en el propio Berlín -la protagonista, Solveig Dommartin, es también la nueva compañera de Wenders- y ellos viven realmen_te �ntre Berlín y París. Y en esto W enders coincide con otros cineastas contemporáneos, que buscan en las ciudades europe.as la inspiración que, de prohto, ha dejado de llegarles de los Estados Unidos.
Hasta aquí lo referido a las dos películas elegidas y a algunos aspectos de_
,cómo �etratap
Berlín. Queda abierta otra cuestion, no .s� si mas interesante pero sí de mayor alcance: 1,tiene algún signifi�ado el que una ciudad se ponga �e moda, el que sea preferida a otras? Es dectr,
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luna ciudad encarna los valores dominantes de una época y es posible leer ei: ella, en su �recimiento y sus formas, un destmo que trascienda al de la propia aglomeración urba1?-a? Ya
, que an
tes he citado a Krekauer no estara demas recordar que él veía en una gran parte de la producción alemana que precedió la subida al poder del nazismo los elementos de corrupción del «alma alemana» los síntomas de un desapego de la realidad de cierta tendencia a confiar en un padre red;ntor y heroico, la nostalgia de la grandeza patriótica y el deseo de so�etimi
,ento. E!l
muchos casos sus intentos de psicologia colectiva pueden parecer abusi:7,
os y �así sie�pre :pensamos que la interpretacion sena otra si la historia también hubiese sido otra, pero hay muchas cosas en De Caligari a Hitler que son algo más que interpretaci�nes abu_sivas. . FinalmenteHitler no sólo gano las elecciones smo que, después de muerto, tal y como nos recuerda Sybeberg en su inquietante Hitler, un film de Alemania se ha convertido en el actor más popular de las' ficciones contemporáneas y eso después de haber dirigido las puestas en escena más espectaculares y terribles de la historia. La a�tual moda «Berlín» lserá más duradera y sena que la «movida» madrileña? les real o un invento de unos pocos? Si ciñéndonos siempre a lo sucedido después de la guerra, París es un mito de l?s 50 y su compromiso se ex�resa _con un u�bam�mo que reivindicaba el nac10nahsmo arqmtectonico aunque sólo fuera a través de la voluntad de resistir los burgers y la Coca-Cola, Londres y sus grandes casas que pre�isan de distint_os inquilinos para poder ser habitadas _e� l_a capital de la explosión joven y de la perm1S1vid�� de los años 60. Después de una breve excurs10n por
,el
campo hippy y por la costa Oeste, por una aun más breve fascinación por Lisboa y las eternas revoluciones fracasadas, por el sostenido y renovado glamour de Nueva York Y Wall o Street en versión yuppie o dink, se diría que le toca el turno a Berlín.