Glaciaciones, comprendiendo el misterio
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1.Un poco de historia.
Uno de los mejores relatos de la historia de las investigaciones sobre glaciaciones
es el libro Ice Ages, solving the mistery, de John y Katherine Palmer Imbrie. Es un libro
estupendo del que ahora sólo recogeré unos pocos datos, pero que es realmente muy
recomendable, y constituye la referencia fundamental en este apartado.
La idea de que ha habido épocas en que la extensión de los hielos era mucho
mayor que la de hoy, lo que llamamos glaciaciones, es relativamente reciente. Podemos,
incluso, dar una fecha precisa para su nacimiento: 24 de julio de 1837, cuando Luis
Agassiz expuso su teoría en
un famoso discurso en la ciu
dad de Neuchatel, en el con
greso anual de la Sociedad de
Ciencias Naturales Suiza.
Se basaba en una serie de
observaciones que hoy nos
pueden parecen definitivas,
pero que en su momento no
resultaban tan convincentes.
Los glaciares arrastran rocas
que van erosionando el lecho
rocoso a su paso, dejando las
rocas pulidas y rayadas.
Transportan bloques de diver
sos tamaños, algunos de
cientos de toneladas, y otros
materiales, que finalmente se
acumulan dando lugar a for
mas muy características, co
mo son las morrenas
frontales, que marcan el máxi
mo avance de un glaciar.
Agassiz afirmaba que era po
sible reconocer este tipo de
formaciones a grandes distan
cias de donde se encontraban
los glaciares contemporáneos, lo que demostraría que en el pasado habían tenido mayor
extensión.
Aunque Agassiz no fue el primero en darse cuenta de ello, ya que él mismo había
sido escéptico en un primer momento, fue su amigo Jean de Charpentier, buen conoce
dor de la zona del Jura, quien le convenció de ello. De la misma forma, y adelantándose
a los científicos, los habitantes de zonas montañosas como Alpes y Jura, ya habían lle
gado a la conclusión, partiendo de su propia experiencia, que algunos de los fenómenos
que se observaban en los glaciares activos, también podían identificarse a distancias de
muchos kilómetros.
Fig 1. Luis Agassiz en Harvard
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Pero la reacción de la mayoría de los miembros de la Sociedad de Ciencias ante
el discurso de Agassiz, no pudo ser más negativa. En aquellos momentos, la idea de
que en una época distante la Tierra hubiese podido estar cubierta de grandes mantos de
hielo, parecía extravagante. Algunos de los argumentos presentados eran muy
discutibles. Por ejemplo, los denominados bloques erráticos, grandes bloques de roca
que pueden tener cientos de toneladas de peso y estar constituidos por rocas
completamente distintas a las de su entorno, podían explicarse de otras maneras. La
nueva teoría presentada por Agassiz afirmaba que estos bloques habían sido
transportados por glaciares que antiguamente habían llegado hasta esos lugares. Esto
podía comprobarse en los glaciares de los Alpes. En cambio, la explicación habitual
hasta entonces, era que habían sido llevados por grandes inundaciones, idea que
además era compatible con el diluvio bíblico. Aunque pronto quedó claro que para los
bloques más grandes no era una explicación satisfactoria, se modificó, y se supuso que
estos bloque más grandes habían viajado en grandes icebergs que así habían podido
ser empujados por las inundaciones.
A pesar de la oposición, Agassiz no se desanimó. Quizá aquí reside su gran
mérito, no fue el primero en identificar las evidencias, pero sí fue él quien elaboró una
teoría científica coherente que daba explicación de distintos fenómenos, y luchó
decididamente por convencer a la comunidad científica, en contra de la opinión negativa
de la mayoría de sus colegas.
En 1840 publicó su libro Estudios sobre los glaciares (Etudes sus glaciers), en el
que presentaba las evidencias que apoyaban su teoría. Además, continuó ofreciendo
conferencias en defensa de su idea, lo que siguió alimentando la polémica. A través de
una de estas conferencias fue como el reverendo William Buckland, profesor en Oxford y
uno de los geólogos más reputados de su tiempo, tuvo contacto directo con la teoría
glacial. Viajó con Agassiz por las montañas del Jura y los Alpes, y en un primer
momento pareció convencido, pero a su regreso a Gran Bretaña se mostró reticente. En
el verano de 1840 un viaje de Agassiz a Inglaterra terminó por convencer a Buckland.
Este, a su vez, contactó con Charles Lyell, y le ofreció la explicación glacial de algunas
formaciones geológicas que le habían intrigado durante mucho tiempo: se trataba de
morrenas glaciares. Lyell quedó convencido rápidamente, y a partir de ese momento, ya
fueron tres reconocidos científicos – Agassiz, Buckland y Lyell – los que apoyaban
incondicionalmente la teoría.
En 1846 Agassiz viajó a Estados Unidos para dar una serie de conferencias, pero
lo que en un principio iba a ser una estancia temporal se convirtió en definitiva, ocupó
una plaza en la Universidad de Harvard hasta su fallecimiento en 1873, y continuó sus
investigaciones por toda América, incluyendo la identificación de formaciones glaciales
tanto en Estados Unidos y Canadá, como en los Andes.
En su entusiasmo, Agassiz llegaba a hacer afirmaciones temerarias, con poco o
casi ningún respaldo en las evidencias geológicas, lo cual también facilitaba las críticas
de sus oponentes. Pensaba que los glaciares en Europa habían llegado hasta las orillas
del Mediterráneo, y cuando encontró pruebas de la mayor extensión de los glaciares de
los Andes, especuló con un avance continuo de las masas de hielo sobre la cuenca del
Amazonas. Estas afirmaciones a veces provocaban incluso el escándalo de quienes
estaban de acuerdo con él, como Lyell. Pero a pesar de las dificultades y las críticas, la
teoría se fue abriendo paso. En los años 60 del siglo XIX ya se encontraba asentada, y
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aunque se mantenía alguna oposición, se podía consierar que había triunfado, pero
habían sido necesarios cerca de de 30 años para vencer la oposición inicial.
No se puede dejar de señalar que aunque Agassiz demostró una gran audacia en
su visión de las glaciaciones, no hizo lo mismo en otros aspectos de su investigación.
Era un gran especialista en fósiles marinos, y sin embargo, mantuvo toda su vida
resistencia a aceptar la teoría de la evolución de Darwin, quien en cambio fue, desde
muy pronto, un ferviente defensor de la teoría glacial.
Cartografiando los depósitos glaciares era posible incluso elaborar un mapa
aproximado de la extensión que habían tenido los glaciares en el pasado, de manera
que se comenzaba a tener una idea bastante fidedigna de cómo había sido la glaciación.
Pero empezaba a haber evidencias de otro hecho que podía resultar sorprendente: no
había existido una sóla época glacial. En 1863, Archibald Geikie encontró pruebas de
que algunos valles fluviales habían sido rellenados por depósitos glaciales, erosionados
por la corriente del río y nuevamente rellenados por los glaciares. Igualmente, había
muestras de suelos desarrollados, con árboles de gran tamaño, intercalados entre
depósitos glaciares. Esto demostraba claramente que no se trataba de pequeñas
oscilaciones de temperatura. Esas zonas tenían que haber permanecido libres de hielo,
no durante uno o dos veranos, sino durante períodos relativamente largos, para permitir
el crecimiento de árboles de cierto porte. Entre 1871 y 1872, el hermano menor de
Archibald, James, publicaba una serie de trabajos sobre los depósitos glaciares, en los
que demostraba la equivalencia entre los depósitos en Escocia, Escandinavia, Suiza y
Norteamérica, y defendía que los restos de animales de clima cálido que se
encontraban en las Islas Británicas, habían podido habitar allí gracias a largos períodos
de clima benigno, lo que conocemos como un período interglaciar, intercalados entre las
épocas glaciares de frío extremo. Poco después, estas ideas fueron confirmadas por
hallazgos similares en los depósitos glaciares de Norteamérica.
A finales del siglo XIX la teoría glacial había triunfado completamente y apenas
quedaba ninguna oposición. Se estaba llevando a cabo uno de los trabajos
fundamentales, que estableció el esquema que iba a permanecer vigente durante más
de 50 años, y al que incluso hoy se sigue haciendo referencia. Albertch Penck en
colaboración con Eduard Brückner estudiaron el paisaje glaciar de los Alpes. La
conclusión de su trabajo se publicó en una monumental obra en 1909: Die Alpen Im
Eiszeitalter (Los Alpes en la era Glacial).
La base de su estudio era relativamente simple: en los valles de los Alpes se
podían distinguir cuatro niveles de acumulación de gravas, separadas cada una de ellas
por períodos de erosión, que habían hecho profundizar el cauce del río. Esto daba lugar
a la formación de cuatro niveles de terrazas. El nivel de grava en cada terraza, podía
seguirse hasta el contacto con una morrena terminal de un glaciar, esto hacía suponer
que los niveles de grava habían sido depositados por la acción de las aguas de los
glaciares durante los períodos fríos. En cambio, durante los períodos cálidos se habrían
producido las fases de erosión y profundización del cauce del río. Para apoyar sus
opiniones, fueron capaces de presentar un considerable número de argumentos que
convencieron a los especialistas, y su esquema se convirtió en la referencia
ampliamente aceptada de la historia de las glaciaciones. Identificaron cuatro
glaciaciones, que nombraron por orden alfabético según los nombres de varios afluentes
del Danubio: Günz, Mindel, Riss y Würm de la más antigua a la más moderna. Más tarde
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se encontraron algunas evidencias de otras glaciaciones anteriores a las cuatro clásicas,
y se fueron añadiendo otros nombres: Donau, Biber y Haslach.
Estas ideas permanecieron vigentes al menos hasta la segunda mitad del siglo
XX, cuando los datos procedentes de los testigos de sedimentos marinos y de hielo
ofrecieron una visión más precisa. Y a pesar de que también había indicios de que las
terrazas no constituían elementos unitarios, ni representaban un solo acontecimiento
geológico, y por tanto se podía dudar de la validez del esquema general. Pero el éxito
del trabajo de Penck y Bruckner fue tal que, por ejemplo, un el libro de texto universitario,
de la signatura de Prehistoria de la UNED, editado en 2001, y en uso hasta 2009, seguía
hablando de las cuatro glaciaciones alpinas, solo mencionaba brevemente los isótopos
de oxígeno en los sedimentos del fondo marino, y no hacía ninguna referencia a los
testigos de hielo de Groenlandia o la Antártida.
El primer problema que tuvo Agassiz fue convencer al resto de sus colegas de
que la glaciación había existido realmente. La cuestión de las causas quedaba en un
segundo plano: todavía no existían suficientes datos como para elaborar una teoría seria
y mucho menos contrastarla. Pero esto no desanimó a otros investigadores, que pronto
Fig 2. Eduard Bruckner (izquierda) y Albert Penck.
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comenzaron a elaborar hipótesis que pudiesen dar explicación a un fenómeno tan
espectacular.
Una de las primeras propuestas corresponde al matemático francés Joseph
Alphonse Adhemar (17671862), que publicó sus ideas en un libro “Révolutions de la
mer, déluges periódiques”, en 1842, 5 años después del discurso de Agassiz en
Neuchatel, y tan sólo 2 años después de que el investigador suizo las plasmase en su
libro “Estudio de los glaciares”. En aquellos años, además de la polémica sobre las
glaciaciones, también se tenían las primeras descripciones de las grandes masas de
hielo de la Antártida, gracias a exploradores como D'Urville y Ross. El conocimiento
todavía era muy precario, hasta el punto de que, el propio Adhemar estimaba que el
grosor de la capa de hielo de la
Antártida podía oscilar entre 100
y 200 km. En la Figura 3
podemos ver la representación
de un corte transversal de la
Tierra, tal como aparece en su
libro. El océano Antártico tenía
una profundidad mucho mayor
que la del Ártico, y consideraba
que la enorme masa de hielo en
el Polo Sur terminaba teniendo
un efecto gravitatorio que hacía
que se acumulase la mayor parte
del agua e incluso la atmósfera
en un extremo del globo terrestre.
En realidad, según su visión,
estábamos viviendo una
glaciación, sólo que en lugar de
producirse en el Hemisferio
Norte, como la que relataba
Agassiz, se estaba produciendo en el Hemisferio Sur. Aunque estas ideas ahora nos
puedan parecer descabelladas, tuvo una intuición enormemente acertada, fue el primer
investigador que buscó la explicación de las glaciaciones en las variaciones de la órbita
terrestre.
Reparó en el hecho de que la duración de las estaciones no es la misma: en el
Hemiferio Norte la primavera comienza hacia el 21 de marzo, en el equinoccio de
primavera, y el verano acaba hacia el 22 de septiembre, equinoccio de otoño, este
período se corresponde a su vez con el otoño e invierno del Hemisferio Sur. Esto
significa que en el Hemisferio Sur las estaciones más frías (otoño e invierno), tienen una
duración en promedio de 7 días más que sus estaciones cálidas (primavera y verano).
Según Adhemar esta era la explicación de por qué ahora existía una gran acumulación
de hielo en el Hemisferio Sur: estaba viviendo una glaciación debido a la mayor duración
de sus estaciones frías.
El proceso de cambio entre la glaciación de un hemisferio y la del otro, no era
suave según él, sino que se producía de forma abrupta, en línea con las ideas
catastrofistas de Cuvier. Sin embargo, también se dio cuenta de la importancia que las
Fig 3. Corte transversal de la Tierra según Adhemar. 1842
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corrientes marinas tendrían en la distribución del calor en una Tierra con glaciaciones
cambiantes, llegando a intuir un mecanismo de circulación oceánica.
Su libro no recibió buena acogida, tenía algunas debilidades evidentes: Desde
luego sus afirmaciones sobre las grandes masas de hielo del Polo Sur no tenían ninguna
base en las observaciones, y su explicación del período glacial debido a la distinta
duración de las estaciones tampoco era convincente desde el punto de vista
matemático.
La explicación de las estaciones es bien conocida: desde los trabajos de Kepler
en el siglo XVII se sabía que la órbita de la Tierra alrededor del Sol no es circular, sino
que tiene forma elíptica, con el Sol situado en uno de los focos de la elipse. La
consecuencia de ello es que la distancia entre la Tierra y el Sol no permanece constante,
sino que varía a lo largo del año. También sabemos que la Tierra está “inclinada”, el eje
de rotación no es perpendicular al plano de la órbita (el plano de la órbita se conoce
como eclíptica), sino que forma un ángulo que actualmente es de 23°26' (Figura 4), a
este ángulo se le denomina
oblicuidad. Esta inclinación es
precisamente la que origina la
sucesión de las estaciones a lo
largo del año. Cuando es el
Hemisferio Norte el que está
orientado hacia el Sol, la
radiación incide de forma más
directa sobre la superficie de
este Hemisferio, y menos en el
Hemisferio Sur. El momento en
que el Hemisferio Norte se
dirige directamente hacia el Sol,
es el solsticio de verano en el
Norte, alrededor del 21 de junio,
el comienzo del verano en el
Hemisferio Norte, y todo lo
contrario en el Sur, que en ese
momento recibe los rayos de
Sol de forma más indirecta y en él comienza el invierno. A medida que la Tierra sigue su
trayectoria elíptica alrededor del Sol, en otro momento los dos Hemisferios se presentan
de la misma inclinación respecto al Sol, alrededor del 22 ó 23 de septiembre, es el
equinoccio, comienzo del otoño en el Norte, y la privamera en el Sur. A continuación es
el Hemisferio Sur el que comienza a orientarse más directamente al Sol, hasta el 21 de
diciembre, que en el Norte corresponde al solsticio de invierno y de verano en el Sur.
Esta situación se puede ver gráficamente en la Figura 5. No se trata de una
Duración Primavera/Verano Otoño/Invierno
Hemisferio Norte 186 días 179 días
Hemisferio Sur 179 días 186 días Invierno Largo= Glaciación
Fig 4. Inclinación (oblicuidad) de la órbita terrestre
Glaciaciones, comprendiendo el misterio
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representación a escala, ya que para poder verlo con más claridad se ha “estirado” en
exceso la órbita de la Tierra. Realmente, la órbita de la Tierra aunque es elíptica, se
diferencia muy poco de un verdadero círculo, hasta el punto de que si la representación
fuese a escala apenas podríamos distinguirla de un círculo perfecto, por eso, a efectos
didácticos las representaciones que se hacen son exageradamente elípticas. Lo que
también podemos ver fácilmente, es que el recorrido en la órbita entre el 23 de
septiembre y el 21 de marzo, es mayor que el que hay entre 21 de marzo y 23 de
septiembre. El recorrido “largo” corresponde a la primavera y verano del Norte, otoño e
invierno del Sur, y cuando el Hemisferio Norte recibe más radiación y el Sur menos. Este
período es el que Adhemar identificó como origen de la glaciación en el Sur: un período de
estaciones frías más largo que el correspondiente a las estaciones cálidas. Pero también
nos damos cuenta, que en la parte del recorrido más corta, la Tierra se encuentra más
cerca del Sol. Esta es la clave del problema, que Adhemar no calculó correctamente.
Recurriendo a los cálculos modernos (los datos se pueden obtener fácilmente en
la dirección: http://www.imcce.fr/Equipes/ASD/insola/earth/online/, página del astrónomo
Jacques Laskar del Observatorio de París) podemos ver cuál es la radiación media
diaria que recibe un punto del Hemisferio Norte a lo largo del año y otro del Hemisferio
Sur, a 45 ° de latitud en cada hemisferio.
Es fácil observar que en el Hemisferio Sur, la radiación diaria media en los meses
fríos es inferior a la de los meses fríos del Hemisferio Norte, y en los meses cálidos es
superior. Pero si sumamos el total, vemos que es la misma en el Norte que en el Sur.
Estos cálculos ya habían sido realizados por D'Alambert y Herschel antes de que
Adhemar presentase su libro. La radiación total que llega a cada hemisferio de la Tierra
Fig. 5. Órbita terrestre.
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a lo largo del año es la misma. Por tanto, la hipótesis de Adhemar no estaba justificada:
la mayor duración del invierno que el verano en el Hemisferio Sur no podía explicar la
glaciación.
Pero, incluso con sus errores, la
propuesta de Adhemar tenía dos aspectos
muy importantes: era el primero en buscar
una justificación astronómica a las
glaciaciones, y además suponía que se
habían producido varias. El matemático
francés ya conocía el hecho de que esta
configuración de la órbita terrestre no era
constante. La duración de la estaciones va
cambiando muy lentamente, lo que se
conoce como precesión de los equinoccios,
con un ciclo de aproximadamente 21.000
años. Esto significa, que hacía unos 10.500
años la situación había sido exactamente la
inversa: el Hemisferio Norte tendría un
invierno 7 u 8 días más largo que su verano,
y en consecuencia la gigantesca
acumulación de hielo que ahora vemos en el
Sur en ese tiempo, pensaba que se produciría en el Norte, lo que se correspondía a la
glaciación que había identificado Agassiz.
El siguiente paso en el desarrollo de la teoría astronómica de las glaciaciones la
daría James Croll, 20 años más tarde. La trayectoria de este investigador no deja de
resultar curiosa. Nació en 1821 en el seno de una modesta familia escocesa, recibió una
educación muy básica, y tuvo que abandonar la escuela a los 13 años, aunque siempre
manifestó un gran interés por la filosofía y la física. Una serie de circunstancias: la lesión
en un brazo desde su juventud, la enfermedad de su esposa, su carácter solitario, y el
poco éxito económico de sus empresas le hicieron ir cambiando sucesivamente de
empleo, sin que en ninguno de ellos obtuviese buenos resultados: carpintero, mecánico,
dependiente, hotelero o vendedor de seguros. En todos ellos demostraba poco interés
en ganar dinero, y en cambio, dedicaba el tiempo que podía a la lectura de libros de
filosofía, y a escribir sobre sus temas favoritos. De esta manera, en 1857 pudo publicar
su primer libro : Filosofía del Teismo (Philosophy of Theism), a la edad de 36 años. El
libro disfrutó de una buena acogida, e incluso proporcionó algunos beneficios. Pero el
siguiente empleo que obtuvo cambiaría su vida: vigilante en el Colegio y Museo
Andersonian de Glasgow. No estamos muy seguros de lo que vigilaría, pero sí de lo que
disfrutó.
El propio Croll reconocería más tarde que el trabajo no le ocupaba demasiado
tiempo, en cambio, tenía a su disposición una magnífica biblioteca en la que podía
dedicarse a la lectura. El resultado fue un primer artículo publicado en 1861 sobre los
fenómenos eléctricos. Sus lecturas continuaron, y le llevaron a descubrir el libro de
Adhemar, que despertó su interés sobre el origen de las glaciaciones, tema que por otra
parte se discutía entre los geólogos de su tiempo. Consciente de que la explicación tal
como la presentaba Adhemar no era correcta, en cambio sí que pensó que las
45 N 45 S
Enero
Febrero
Marzo
Abril
Mayo
Junio
Julio
Agosto
Septiembre
Octubre
Noviembre
Diciembre
Suma
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variaciones de la órbita podían ser la causa de los cambios climáticos en épocas
geológicas. Comenzó a estudiar sobre el tema, y se familiarizó con los trabajos previos
de mecánica celeste realizados principalmente por Leverrier, aplicando la teoría de la
gravitación newtoniana. El astrónomo francés había realizado cálculos precisos sobre las
órbitas de todos los planetas conocidos, lo que le llevó a predecir en 1843 la existencia
de un nuevo planeta: Neptuno, que fue descubierto en 1846 en la posición calculada.
Leverrier había tardado 10 años en completar sus cálculos, pero constituían ahora una
valiosa herramienta para el conocimiento de la órbita terrestre con precisión. Una de las
conclusiones de estos estudios era que la elipse que describe la órbita terrestre no es
constante.
El efecto combinado de la atracción gravitatoria del resto de planetas del sistema
solar, tiene como consecuencia que la forma elíptica de la órbita de la Tierra varíe
ligeramente con el tiempo. Una elipse se puede definir con dos valores: su eje mayor y la
excentricidad. El eje mayor determina su tamaño, y la excentricidad es una medida de lo
“alargada” que es la elipse: puede variar entre 0 y 1 (también se puede expresar como
un porcentaje de 0 a 100%). Una elipse de excentricidad 0 es una circunferencia, todos
los puntos están a la misma distancia del centro, y los dos focos de la elipse coinciden
en el centro de la circunferencia. Cuando crece la excentricidad, la elipse es más
“alargada”, y ya no todos los puntos están a la misma distancia, cuanto mayor es la
excentricidad mayor diferencia hay entre el punto más cercano y el más lejano a los
focos, y los dos focos están más separados. Este era uno de los cálculos de Leverrier, la
excentricidad de la órbita terrestre variaba lentamente, a lo largo de un ciclo de 100.000
años aproximadamente, entre un valor muy cercano a 0, es decir, una órbita casi circular,
a un valor cercano a 0.06. Una excentricidad de la órbita de 0.06 (o lo que es lo mismo,
un 6%) , significaría que en el punto más distante de la órbita la distancia sería un 12% (
6 x 2) mayor que en el punto más cercano.
Croll, en un esfuerzo impresionante, estudió en solitario las matemáticas
necesarias para comprender y utilizar las fórmulas de Leverrier. Calculó el cambio en la
intensidad de la radiación solar que esas variaciones de la órbita terrestre supondrían: si
tenemos en cuenta todo el año, la diferencia entre la radiación recibida por la Tierra en la
órbita casi circular y la más excéntrica es aproximadamente de un 0.2%, esto difícilmente
podía explicar una glaciación. Pero se dio cuenta que las variaciones estacionales
pueden llegar a ser muy importantes.
Si nos fijamos otra vez en la Figura 5, es fácil apreciar (aunque ya hemos dicho
que en la figura está exagerado) que la Tierra el 21 de diciembre (solsticio de invierno
del Norte) está muy cerca del punto conocido como perihelio, el punto de la órbita más
cercano al Sol. Mientras que el 21 de junio, solsticio de verano en el Norte, está muy
cerca del afelio, el punto más lejano al Sol de la órbita. Así que en el solsticio de invierno
recibe un poco más de radiación solar, y el invierno del Norte será ligeramente más
templado de lo que podría ser, y el verano del sur un poco más cálido. Eso también se
puede ver en los datos de insolación mensual de la Figura 6. El mes con menos
radiación en el Norte, enero tiene 128 w/m2, mientras que el que tiene menos en el Sur
es julio con 119 w/m2 (vatios por metro cuadrado). ¿Qué pasaría si el solsticio de
invierno del Hemisferio Norte se produjese cerca del afelio, el punto más alejado del
Sol? Naturalmente, que se invertiría la situación y sería el mes de enero el que recibiría
menos radiación. Ya se sabía que la posición de los solsticios respecto del perihelio y
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afelio de la órbita no son fijos, sino que van cambiando en un ciclo de unos 21.000 años:
es lo que se conoce como precesión de los equinoccios. Pero además, este efecto
depende de la excentricidad de la órbita: cuando la excentricidad es muy pequeña, la
órbita es casi circular y el perihelio y el afelio tienen poca diferencia. En cambio cuando
la excentricidad de la órbita es grande, la elipse es más “alargada”, y el punto lejano – el
afelio – puede estar a mayor distancia, y por tanto se recibiría menos radiación.
Croll llegó a la conclusión de que el invierno era la estación clave para
comprender las glaciaciones. Cuando el invierno en un hemisferio es más frío de lo
normal, se producirá una acumulación de nieve. Razonó, acertadamente, que la nieve
refleja la mayor parte de la radiación solar que recibe, por lo que una mayor extensión de
nieve contribuye a enfrimar más el clima, que a su vez favorece una mayor extensión de
la nieve: es lo que se conoce como retroalimentación positiva. También fue uno de los
primeros en proponer las corrientes marinas como mecanismo fundamental de
distribución del calor en el sistema climático, y elaboró una hipótesis bien fundamentada,
según la cual el enfriamiento de la latitudes altas acentúa la diferencia de temperatura
entre las regiones ecuatoriales y polares, lo cual modifica el régimen de vientos alisios y
a su vez la dirección e intensidad de las corrientes marinas que transportan calor entre
las regiones cálidas ecuatoriales y las frías polares. El resultado de sus investigaciones
era una teoría coherente, en la que un descenso de la radiación solar en las regiones
polares, podía desencadenar, a través de los mecanismos de retroalimentación de la
nieve y la redistribución de las corrientes marinas, toda una glaciación.
Su conclusión era que las glaciaciones se producían cuando la radiación durante
el invierno en un hemisferio era suficientemente baja. Esto sucedía cuando el solsticio de
invierno de ese hemisferio coincidía con el afelio (punto más lejano al Sol de la órbita
terrestre) y además la excentricidad era suficientemente grande. Ese era el motivo por el
que en la actualidad no vivimos en una glaciación en el Hemisferio Sur: el valor actual de
la excentricidad es bajo, así que el afelio no está excesivamente distante del Sol y la
radiación en invierno no es suficientemente baja, aunque el solsticio de invierno del
Hemisferio Sur coincida prácticamente con el afelio. Pero esta es una situación que va
cambiando, dentro de 10.500 años será el solsticio de invierno del Hemisferio Norte el
que coincidirá con el afelio. Croll publicó sus primeras ideas en un artículo de 1864
“Sobre las causas físicas del cambio del clima en épocas geológicas” (On the physical
cause of the change of climate during geological epochs, en la revista Philosophical
Magazine) que recibió una magnífica acogida, por lo que decidió profundizar en el tema.
En aquellos momentos no era consciente de la envergadura del trabajo, que le ocuparía
los siguientes 20 años. En 1867 en un nuevo artículo, también consideró la influencia
sobre el clima de la inclinación de la Tierra respecto al plano de la eclíptica. Gracias a
Archibald Geikie consiguió un puesto en el Servicio Geológico de Escocia y se trasladó a
Edimburgo. En 1875 publicó un libro “Clima y Tiempo”, (Climate and Time), en el que
exponía sus ideas sobre las glaciaciones. En él presentó un gráfico con los cálculos que
había realizado sobre las variaciones de la órbita terrestre, que abarcaba desde hace 3
millones de años hasta un millón de años en el futuro, Figura 8. Sin embargo, no pudo
desarrollar suficientemente el efecto de la inclinación de la Tierra.
Finalmente le llegó el reconocimiento científico, fue admitido en la Royal Society, y
obtuvo un doctorado “honoris causa” por la Universidad de Saint Andrews. Sin embargo,
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su mala salud le impidió disfrutar de su nueva posición más que unos pocos años,
aunque siguió trabajando hasta que falleció en 1890 a la edad de 69 años.
El trabajo de Croll tuvo gran repercusión. Se trataba de una teoría perfectamente
justificada matemáticamente – a diferencia de la de Adhemar – que hacía predicciones
cuantitativas: cuando la excentricidad de la órbita es suficientemente grande, lo cual
ocurre solo en una parte del ciclo de 100.000 años, cuando el solsticio de invierno
coincide con el afelio, lo cual cuando ocurre para un hemisferior sucede 10.500 años
después para el otro, se produce la glaciación. Esto significaba que habrían existidos
épocas en los que las glaciaciones se producían alternativamente en cada hemisferio
con unos 10.500 años de diferencia cuando la excentricidad es alta, y otras en las que la
excentricidad es baja que no se producirían glaciaciones en ningún hemisferio. Esta
predicción parecía entonces enormemente acertada, cuando Archibald Geikie encontró
pruebas de que se habían producido varias glaciaciones separadas por períodos cálidos
o templados.
Croll había aventurado que la última época glacial habría terminado unos 80.000
años antes del presente, cuando la excentricidad comenzó a ser moderada. Pero
aunque a finales del siglo XIX no se disponían de medios de datación absoluta,
comenzaron a presentarse indicios que contradecían la hipótesis. Por un lado, muchos
geólogos pensaban que los depósitos glaciales que se encontraban en el Hemisferio
Norte eran de la misma edad que los del Hemisferio Sur, y que por tanto, las
glaciaciones se producían a la vez en los dos hemisferios, y no alternativamente en uno
y en otro, como sugería la hipótesis astronómica de Croll. Tampoco era posible dar una
fecha absoluta fiable a los depósitos glaciales más recientes, pero casi todos estaban de
acuerdo que eran bastante más recientes que los 80.000 años requeridos. Las cataratas
del Niágara discurren sobre un lecho de depósito glaciar, presumiblemente el río fluye
solo desde el final de la glaciación, ya que anteriormente las bajas temperaturas
mantendrían las grandes masas de hielo. La erosión de la catarata la había hecho
retroceder río arriba formando una abrupta garganta. Si se podía estimar a qué ritmo se
producía ese retroceso, midiendo la longitud de la garganta se tendría una idea de
cuánto hacía que fluía el río, y por tanto del final del último período glacial. Se hicieron
distintas estimaciones en el ritmo de retroceso que iban desde los 30 cm anuales hasta
el metro, lo que situaba la fecha de final de la glaciación entre los 30.000 y los 10.000
años antes del presente, en total desacuerdo con la teoría de Croll. A finales del siglo
XIX Gerald de Geer, un científico sueco ofreció una fecha con un método más fiable, a
través del estudio de las capas anuales de sedimento depositadas en lagos del norte de
Suecia por las aguas de fusión de los glaciares en retroceso, denominadas varvas. El
resultado era la sentencia de muerte para la teoría astronómica de James Croll: 8.700
años desde el final del último período glacial.
En 1896, el químico sueco Svante Arrhenius publicó un trabajo : “Sobre la
influencia del ácido carbónico del aire en la temperatura de superficie” (On the influence
of carbonic acid in the air upon the temperatue of the ground), en la que sostenía la idea
de que era la concentración de dióxido de carbono, CO2, la responsable de los cambios
de temperatura en épocas geológicas, y por tanto de las glaciaciones. Estimó que una
glaciación requería un descenso de temperatura de entre 4 y 5 grados centígrados, y
que esto podía desencadenarse con una reducción de un 40% en el contenido de
dióxido de carbono de la atmósfera, junto con los efectos de retroalimentación ya
Glaciaciones, comprendiendo el misterio
12
identificados por Croll. Puesto que la cantidad de CO2 en la atmósfera vienen reguladas
por un equilibrio dinámico entre las emisiones de los volcanes y la fijación del dióxido de
carbono a través de reacciones químicas en procesos de meteorización de las rocas,
creía posible que estas grandes oscilaciones se dieran de forma natural. En su
momento, la hipótesis no tuvo excesiva repercusión, pero sería retomada en la segunda
mitad del siglo XX.
Pero la teoría astronómica de las glaciaciones no había dicho su última palabra.
Quien recogería el testigo era Milutin Milankovitch, a quien se le asocia siempre con la
teoría astronómica, hasta el punto de que los cambios períodicos que hemos visto de la
excentricidad, inclinación y precesión de los equinoccios se conocen muchas veces
como ciclos de Milankovitch. Nació en 1879 en Dajl, actualmente en Croacia, en lo que
entonces era el imperio Austrohúngaro. Tuvo una salud delicada durante su infancia. Se
trasladó a Viena en 1896 para estudiar ingeniería, donde se graduó en 1902, y doctoró
dos años más tarde. Trabajó con gran éxito durante los siguientes 5 años en la
construcción de grandes infraestructuras de hormigón: presas, puentes, e incluso en la
reconstrucción del propio Instituto Tecnológico de Viena donde había estudiado. En 1909
recibió la propuesta de la Universidad de Belgrado para ocupar una plaza de profesor de
Matemática aplicada, aque aceptó. La decisión de abandonar Viena, la capital del
imperio y uno de los centros de la cultura y el saber de su tiempo, por un puesto en una
ciudad de “segunda fila” en una universidad sin demasiado renombre, les parecía una
locura a sus amigos, y no dejaba de ser bastante arriesgada.
Pero Milankovitch seguía aspirando a realizar trabajos importantes, y no podía
conformarse simplemente con dar clases de matemáticas y mecánica celeste. Se
impuso a sí mismo un objetivo más trascendente: encontraría la formulación matemática
que permitiese describir el clima de la Tierra. Se trataba de una empresa de
dimensiones enormes, tal vez excesiva. El propio Milankovitch reconocería más tarde:
“Me embarqué en esta búsqueda en mis mejores años. Si hubiera sido algo más joven
no hubiese tenido los suficientes conocimientos y experiencia … si hubiese sido mayor
no hubiese tenido la suficiente confianza en mí mismo que solo puede tenerse con la
imprudencia de la juventud”. Realmente es impresionante la fe que demuestra en
alcanzar su objetivo, desde los primeros momentos se trazó un plan de actuación que
llevó a cabo a lo largo de tres décadas de dedicación continua.
Conocía bien los trabajos de Adhemar y Croll, y pudo beneficiarse de los cálculos
que el matemático alemán Ludwig Pilgrim había completado en 1904, que sentaban las
bases teóricas para determinar todos los parámetros de interés de la órbita terrestre:
excentricidad, oblicuidad y precesión de los equinoccios. Pero pronto se dio cuenta del
enorme trabajo que le esperaba, de hecho, se dedicaría a él durante los siguientes 30
años. En la Primera Guerra Mundial fue hecho prisionero y encarcelado, pero aún así
pudo seguir trabajando. Gracias a la intervención del matemático Emanuel Czuber fue
liberado en 1914 y pudo establecerse en Budapest, donde prosiguió sus cálculos hasta
el final de la guerra, cuando regresó a Belgrado.
Había publicado algunos artículos entre 1912 y 1914 pero dadas las circunstancias
de agitación política de aquellos momentos, y escritos en serbio, no tuvieron ninguna
repercusión. Ya en 1920 publicó un nuevo trabajo que recopilaba sus resultados hasta
ese momento “Teoría matemática de los fenómenos térmicos provocados por la
radiación solar”, en el que se incluían los datos no solo para la Tierra, sino también para
Glaciaciones, comprendiendo el misterio
13
Venus y Marte. Esta vez recibió mayor atención, y uno de los climatólogos de más
prestigio mundial, Wladimir Köppen y su yerno Alfred Wegener, se fijaron en él. Estaban
preparando una publicación sobre los climas del pasado, y la herramienta que ofrecía
Milankovitch les pareció del mayor interés.
El ingeniero y profesor serbio había desarrollado todo el aparato matemático
necesario para calcular la radiación solar que llegaba a cualquier latitud de la Tierra en
cualquier momento del presente o del pasado distante miles de años, era ideal para
estudiar el clima del pasado y las glaciaciones. Sin embargo, aún quedaba un
importante problema por resolver: se podían hacer los cálculos de la radiación recibida
para todas las latitudes y a lo largo de mucho tiempo, pero los valores variaban a lo largo
del tiempo de distinta forma para cada latitud e incluso a lo largo de las estaciones del
año. Era necesario buscar algún tipo de hilo conductor que pudiese aclarar la situación
entre una maraña de datos. De forma más o menos intuitiva, la idea de glaciación nos
lleva casi indefectiblemente a pensar en el invierno. También Croll y Adhemar habían
llegado a una conclusión similar: la clave de las glaciaciones estaba en unos inviernos
más fríos. Sin embargo, ni para Köppen ni para Milankovitch esto no era tan evidente.
Discutieron ampliamente todos los extremos, y finalmente llegaron a la conclusión
contraria: la clave de la glaciación se encuentra en los veranos.
A primera vista puede parecer un tanto paradójica la conclusión, pero el
razonamiento era claro. Es importante darse cuenta que en una glaciación lo que se
produce primero es el avance de las zonas que se encuentran permanentemente
cubiertas de nieve, por tanto, nos tendremos que fijar en el límite de la extensión de las
nieves perpetuas. Estas se encuentran o bien en latitudes altas, cercanas al Polo, o en
zonas de montaña en las latitudes más bajas pero a mayor altura sobre el nivel del mar.
En todas ellas lo que se produce es una acumulación de nieve en invierno, que se va
fundiendo en verano. Si el verano es suficientemente cálido será capaz de fundir toda la
nieve caída en invierno, pero si no se funde toda la nieve, quedará alguna cantidad que
se sumará a la del invierno siguiente y así sucesivamente. Es fácil comprobar que el
invierno de estas zonas ya es suficientemente frío para que toda su precipitación se
produzca en forma de nieve. Esto significa, que un descenso de la temperatura en
invierno no provocará una mayor acumulación de nieve. Es más, cuando la temperatura
es inferior, existen menos posibilidades de evaporación de agua y el aire puede contener
menos humedad absoluta, lo que podría incluso reducir la cantidad total de precipitación.
En cambio, el verano es la estación clave, ya que si es suficientemente caluroso podrá
fundir toda la nieve caída, y si no lo es, se comenzará a producir cierta acumulación de
nieve.
Entonces Milankovitch procedió a calcular la intensidad de la radiación solar en
verano a distintas latitudes: 55, 60 y 65 ° Norte, las latitudes que pensaban que podían
ser claves en el avance o retroceso de las glaciaciones, ya que entre esas zonas es
donde se situarían los límites de las nieves perpetuas. Para dar una idea del trabajo que
esto suponía, hay que tener en cuenta que dedicando 8 horas diarias al cálculo, tardó
más de tres meses en tener listos los resultados. Los datos que obtuvo se pueden ver
en la figura 10. En él se representa la radiación en verano a 65° de latitud Norte,
expresada como la equivalencia a la que se recibe actualmente, por ejemplo: hace
230.000 años, se recibía tan poca radiación como se recibe actualmente a 77° .
Cuando Koppen recibió estos datos, lo que hizo fue compararlos con las curvas
Glaciaciones, comprendiendo el misterio
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que había elaborado 15 años antes Penck y Bruckner, basándose en sus estudios sobre
la terrazas de los Alpes. Aunque no disponían de una forma precisa de datar las
glaciaciones y su duración, habían hecho una estimación a partir del período que se
suponía había pasado desde el final de la última glaciación, alrededor de unos 20.000
años. Comparando la erosión que se había producido en este período con las que veían
en las terrazas que correspondían a las glaciaciones anteriores, elaboraron el gráfico de
la figura 11, en el que se representa la altura de las nieves perpetuas en relación con la
actual. Como se puede apreciar en los períodos marcados con las letras W (Wurm), R
(Riss), M (Mindel) y G (Gunz) la altura de las nieves perpetuas está unos 1.200 metros
por debajo de la actual, representan las 4 glaciaciones alpinas tradicionales. Aunque hay
que fijarse que las escalas de tiempo están al revés en cada gráfico, en el de
Milankovitch lo más reciente está a la derecha, mientras que en el de Penck y Brucker el
presente está a la izquierda.
Aunque la coincidencia entre las dos curvas no era exacta, Koppen interpretaba
que sí eran compatibles. El máximo de la glaciación Wurm según Penck y Bruckner
había sucedido hacía unos 20.000 años, que coincidía razonablemente bien con el
mínimo más reciente de la curva de Milankovitch. Los dos siguientes mínimos de
Milankovitch, que se producen cerca de 70 y 115 mil años antes del presente, Koppen
los agrupaba con el mínimo de 20 mil como distintas fases de la glaciación Wurm. Los
dos mínimos situados en 190 y 230 mil años antes del presente, equivaldrían a dos
fases de la glaciación del Riss. Luego, se advierte un largo período hasta los 430 mil
años sin glaciación en la curva de Milankovitch, que correspondería al largo interglacial
MindelRiss que también se aprecia en la curva de PenckBruckner. Los siguientes
mínimos también se agruparían en parejas y equivaldrían a las respectivas glaciaciones
Mindel y Gunz. El resultado se incluyó en el libro publicado por Koppen y Wegener
“Climas del pasado geológico” en 1924, que obtuvo gran difusión, y parecía la
explicación definitiva de las glaciaciones.
Milankovitch estaba convencido de que su hipótesis quedaba confirmada por los
datos geológicos. Continuó completando su teoría, y publicando varios trabajos en los
que calculaba la relación entre la radiación y la altura de la línea de nieves perpetuas. A
finales de los años 30 consideró que la teoría estaba completada, y empezó a trabajar
en lo que constituía el resumen del trabajo de su vida, el libro “Canon de Insolación y el
problema de las glaciaciones”. (Kanon der Erdbestrhalung und seine Anwendung auf das
Eiszeitproblem). A punto de terminar su impresión la invasión alemana de Yugoslavia
durante la Segunda Guerra Mundial estuvo a punto de evitar su publicación, pero
finalmente pudo ver la luz en 1941. Publicado en alemán, no fue traducido al inglés hasta
1969.
Un buen resumen del libro se encuentra en el artículo de Aleksandar Grubic (Ref.
9). Se trata de una obra monumental, la edición en inglés de 1998 tiene 634 páginas y
1338 ecuaciones, estructurado en un prefacio y 6 capítulos, que reune argumentos de
carácter matemático, astronómico, climático y geológico, en una combinación nada
habitual, y cada vez menos en un mundo donde prima la especialización. El propio
Milankovitch reconoce explícitamente el valor de los trabajos previos de Adhemar y Croll,
pero también explica que ningún estudio anterior había sido capaz de calcular
completamente todos los elementos orbitales que afectan a la radiación recibida por la
Tierra, y el efecto climático que tienen. En los tres primeros capítulos se abordan los
Glaciaciones, comprendiendo el misterio
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problemas matemáticos y astronómicos con los que se obtienen los cálculos de la
radiación que llega a la Tierra, y en los siguientes tres se aplican estos resultados a la
investigación de las glaciaciones. En el primer capítulo Milankovitch plantea los
problemas de mecánica celeste, y obtiene los resultados sobre la excentricidad y la
inclinación de las órbitas planetarias. En el segundo trata la rotación de la Tierra, e
incluso propone el establecimiento de un nuevo calendario, más preciso que el actual.
En el tercero los movimientos del eje de la Tierra.
En el cuarto capítulo, uno de los más importantes, se hacen los cálculos de la
radiación que incide en cada punto de la Tierra en cada momento, y demuestra que sólo
es necesario tener en cuenta tres factores: la excentricidad, la inclinación de la órbita y la
posición relativa entre el perihelio y los equinoccios. También en este capítulo identifica
los factores que afectan a estos parámetros y que los hacen variar a lo largo del tiempo:
la excentricidad con un período de unos 92.000 años, la inclinación de la órbita con un
período de unos 41.000 y la posición de los equinoccios respecto al perihelio (o
precesión de los equinoccios) con un período en torno a los 22.000 años. Milankovitch
fundándose en el trabajo previo de Leverrier rehace los cálculos de los elementos
orbitales, utilizando para ello los nuevos y más precisos valores conocidos para las
masas planetarias. Señala un aspecto que no se había tenido en cuenta suficientemente
en los cálculos anteriores, y es la necesidad de computar los tres valores
simultáneamente para obtener la insolación incidente sobre la Tierra. También introduce
aquí el concepto de año calórico: cuando se calcula la mitad del año correspondiente al
verano o al invierno, es decir, el período entre equinoccios, se comprueba que no son de
la misma longitud (como ya había detectado Adhemar). La diferencia actual es de 7 días
y 14 horas, pero puede llegar a alcanzar incluso 31 días debido a las variaciones de los
elementos orbitales. Por ello, divide el año en dos períodos exactamente iguales, de 182
días 14 horas y 54 minutos, uno correspondiente al verano y otro al invierno, y obtiene
las expresiones para calcular la radiación recibida en cada período en función de los tres
elementos orbitales. En el quinto capítulo establece la conexión entre la radiación que
alcanza la Tierra y la temperatura, elabora ya una teoría climática. Y en el sexto y último
capítulo reune todos los datos anteriores para aplicarlo al problema de las glaciaciones.
En una tabla presenta los resultados de la cantidad de calor recibida en 8 latitudes de
cada hemisferio a lo largo de 600.000 años, un total de 5.600 números, que constituyen
el “Canon de Insolación”. Aquí Milankovitch relata cómo calculó sus curvas de insolación
a 55, 60 y 65° y se las presentó a Koppen, quien las identificó con los cuatro períodos
glaciales de Penck y Bruckner. Reconoce que fue Koppen, quien con su perspicacia,
merece el mérito de haber encontrado la relación matemática entre las curvas de
insolación y las glaciaciones. A continuación hace referencia a diversos trabajos que
confirman esta relación, citando especialmente a Eberl. Estudiando la relación entre la
insolación y el límite de las nieves perpetuas encontró una relación extraordinariamente
precisa entre estos dos valores, lo que confirma su hipótesis, sin embargo, reconoce que
las variaciones de la radiación y el consiguiente cambio en los límites de las zonas
nevadas no serían suficientes para explicar el desarrollo de las glaciaciones. Pero si se
tiene en cuenta el aumento de la reflectividad de la Tierra al tener mayores áreas
cubiertas de nieve (lo que se conoce en la literatura anglosajona como icealbedo
feedback), un factor que ya había sido señalado por Croll, entonces sí que se podía dar
cuenta de las grandes variaciones del clima cuaternario. Y teniéndolo en cuenta, calculó
Glaciaciones, comprendiendo el misterio
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las variaciones de altura del límite de nieves perpetuas, en qué momentos alcanzó sus
límites, y la temperatura en el invierno y el verano de los últimos 600.000 años. Se
habían alcanzado 9 mínimos, que podían agruparse en 4 períodos que equivalían a las
glaciaciones de Penck y Bruckner.
Milankovitch concluía que no había recurrido a hipótesis, sino que había aplicado
estrictamente las leyes de Newton y de la radiación para obtener sus resultados. Ahora
quedaba la labor, que correspondía a las ciencias de la Naturaleza: geología, geofísica,
etc. de verificar definitivamente la corrección de la teoría, de hecho ya había distintas
pruebas, y no tenía duda de que aparecerían muchas más. Una vez que podía
considerar que el trabajo que le correspondía estaba completado, y ya con 63 años,
comenzó a escribir su autobiografía. Falleció en Belgrado en 1958.
Pero la opinión de la comunidad científica sobre la teoría de Milankovitch no era
tan unánime como pensaba el científico serbio, existía una viva controversia. Si bien es
cierto que el apoyo de un climatólogo del prestigio de Koppen había sido muy
importante, no todo el mundo estaba convencido. Por ejemplo, en 1936 el mismo
Albertch Penck había dicho personalmente a Milankovtich que la hipótesis astronómica
no tenía sentido. Por un lado, la adecuación entre las curvas de insolación calculadas
por Milankovitch y las ofrecidas por Penck y Bruckner era tan solo aproximada, y sujeta a
distintas interpretaciones. No existía ninguna forma de datar con precisión los avances
glaciares para ver si coincidían con las fechas calculadas por medios astronómicos, de
manera que la confirmación objetiva de la teoría quedaba en el aire. Tampoco estaba
claro en absoluto que las pruebas geológicas de los distintos avances glaciares
coincidiesen con las 9 fases de insolación reducida de la curva de Milankovitch, más
bien parecía que había habido más avances glaciares de los que se podían explicar
mediante la teoría astronómica. Por otra parte, había argumentos teóricos que también
estaban en contra: ya en 1940 George Simpson en un estudio titulado “Posibles causas
del cambio del clima y sus litaciones” (Possible causes of change in climate and their
limitations) afirmaba: “El efecto de los cambios en los parámetros orbitales de la órbita
de la Tierra son tan pequeños que la temperatura media anual no puede verse afectada
más que en una o dos décimas de grado, y la temperatura del mes más cálido y la del
mes más frío pueden cambiar como mucho en 2 grados en los casos extremos de las
latitudes altas. Los grandes cambios del clima durante el Pleistoceno son debidos
probablemente a cambios en la radiación solar”.
El principal apoyo de la teoría era el acuerdo con el esquema de glaciaciones
alpinas. Aunque en América se habían identificado también varias fases glaciares, a las
que se denominaron Nebraska, Kansas, Illinois y Wisconsin, y se suponían que
corresponderían con las de los Alpes, no había una forma concluyente de demostrarlo.
El resultado de todo ello fue que la teoría fue perdiendo apoyos a medida que pasaba el
tiempo. La falta de un esquema cronológico preciso impedía llegar a conclusiones
definitivas, y los argumentos favorables no pasaban de ser consideraciones cualitativas y
hasta cierto punto subjetivas. Especialmente entre los científicos americanos que
consideraban los estudios de Penck y Brucker sobre las terrazas alpinas como algo
interesante pero lejano, limitado a las condiciones europeas y no necesariamente
representativo del clima global – el apoyo a la teoría flaqueó, y ya en los años 50 y 60
podríamos considerar que la hipótesis de Milankovitch no era considerada válida por la
mayoría de investigadores. Sin embargo, una serie de avances teóricos iniciados a
Glaciaciones, comprendiendo el misterio
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finales de los años 40 en las dataciones ( el conocido carbono 14) y la posibilidad de
obtener datos cuantitativos de las temperaturas del pasado ( estudio de la abundancia
de oxígeno 18) iniciaría una nueva época, y provocaría un nuevo cambio de opiniones.
1 Ice Age: solving the mistery.
2 James Geikie, James Croll and the Eventful Ice Age.
3 Frozen Earth.
4 Pleistocene glaciations of South Germany. Markus Fiebig, Susanne J.H. Buiter, Dietrich
Ellwanger. En Quaternary Glaciations: Extent and Chronology.
5 Bard, E. Greenhouse effect and ice ages: historical perspective. Comptes Rendus
Geoscienci 336 (2004) 603638.
6 Fleming, James Rodger. James Croll in Context. History of Meteorology 3 (2006) 43
53.
7 Knezevic, Zoran, Milutin Milankovic and the astronomical theory of climate changes.
Europhysics News (2010), Volumen 41 Number 3 1720.
8 Grubic, Aleksandar. The astronomic theory of climatic changes of Milutin Milankovitch.
Episodes (2006) Vol 29 no 3. 197203.
9 Berger, A. Milankovitch Theory and climate. Reviews of Geophysics (1988). Vol 26. Nº
4. 624657.
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