Muchos han hablado más alto que yo antes de mí, y muchos hablarán más alto que yo después de
mí. Es un fatal axioma de la vida humana. El grito no nos confiere autoridad. Mas el grito nos
enciende ante algo latente, nos informa y nos avisa de que hemos olvidado algo. ¿Qué hemos
olvidado aquí? Las páginas que siguen intentarán arrojar luz sobre el tema. Que las escriba
Gregorio IV, Luigi Febrini o el mariscal Bone Petét debería ser, en principio, irrelevante. Pero
quizás haya llegado la hora de vigilia. Quizás sea hora de hablar de forma clara, en italiano
común y no en latín. Quizás una cosa sea errar el camino y otra mancillarlo con sorna. Y aquí todo
se ha mancillado, y con sorna. Hete aquí la consumación drástica, la síntesis de la totalidad, el
círculo perfecto: El Papa qua Anti-Papa, el Papa qua Anticristo. Soy consciente de que todo esto
hace una digestión difícil. ¿Y qué mejor para la buena digestión que un buen vaso de vino y un
habano de las lejanas tierras comunistas? Debo concederlo: no sé escribir sin este par de
condiciones. La humareda activa el pensamiento. ¡Activemos nuestro pensamiento!
Se trata de un conocimiento común, que a nadie se le escapa. Y el fiel que abre su Biblia y se da
golpes contra la pared no pretende sino acallar esas voces, esos gritos infernales que proceden de
un lugar cien veces maldito. Ningún bien haríamos, pues, en exhibir este conocimiento como un
dato novedoso. ¿Qué es, pues, lo novedoso aquí? Heridos como estáis por el hambre de la
novedad, no voy a osar defraudaros. La novedad es el sujeto, la novedad es la circunstancia de la
boca que habla, que gime, que grita desde la página hiriente. No habla el militante, no habla el
creyente, no habla el ateo, no habla el ignorante. No habla el poeta, el filósofo, el conservador.
¿Quién habla? Empecemos, pues, por aclarar este primer punto, con el fin de comenzar nuestro
camino.
*
¡Hablemos en voz baja! Todo hombre tiene la obligación de hablar en voz baja, de otro modo se
eleva por encima de otros hombres, y todo aquel que se eleva, sea con razón o sin ella, hacia el
lugar desde el que cree contemplar a sus semejantes con altivez y orgullo, está condenado a caer
debajo de su prójimo, a que su prójimo, convertido en Dios, decrete para él la mayor condena al
ostracismo que imagine. Pero, ¿para qué digo todo esto? ¡Porque yo también he de hablar en voz
baja! Y susurrando, casi sin darme cuenta, he de deciros algo terrible, que solo puede ser dicho en
voz baja: porque yo soy el Papa...¡soy el Papa! ¡Que no os engañen mis exclamaciones! Tan solo
se trata de escritura, no de gritos: nunca creáis a quien os dice estar gritando a través de sus
palabras. En realidad se trata solo de un animal que gimotea y se pierde. Pero, ¿de qué
barbaridades os hago cómplices? ¿Qué significa todo esto?
Soy el Papa. Soy Gregorio IV. Esta afirmación es simple para mí, evidente por sí misma. Pero
cuando se escribe con el propósito de que otro pueda leerla, cuando otro más allá del papel
imagina que quien redacta y quien expone es ni más ni menos que la cabeza del Vaticano, de la
Iglesia Universal, ha de quedar perplejo. Yo comprendo esta perplejidad, y más que nadie debo
comprenderla, puesto que, os confieso, yo soy pura perplejidad. Está bien, os concedo la razón:
“Este hombre está loco, definitivamente ha perdido la chaveta. Dice ser el Papa: ¡yo también
podría afirmarlo!” No tenéis en cuenta que ninguna ley, ni humana ni divina, consagra bajo
eternidad la infalibilidad de la cordura papal. No tenéis en cuenta que la existencia del Papa y su
unión a la cordura no están garantizadas. ¡Yo os digo que el Papa puede estar absolutamente loco!
¡Que bajo el palio se oculta el manicomio! ¡Que monstruos de la razón luchan bajo los monstruos
de la fe! ¿Queréis disputar un duelo contra el ministro del señor en la tierra? ¡Conmigo podréis
invocar todos los demonios que prohíben mis sirvientes! Pues yo amo la fe en su justa medida y no
sacrifico jamás la razón a los fantasmas.
Nada en el mundo puede volver al revés esta verdad: que yo soy el Papa. El mundo puede creerlo o
no creerlo, pero, como el astro amado de Galileo, continuaré rotando; tal es mi condena, que no es
mucha. Podría haber sido peor, y haber nacido en el África, o en medio de una jauría de esclavos
rabiosos; podría haber sido hijo huérfano, y haber errado durante mi larga vida sin la esperanza
de un lecho. Pero esta es la verdad: que tras años de estudio, aburrimiento e intrigas, he llegado a
mi espantosa posición. Y no pienso dejar ni un solo hecho al aire, no pienso ocultar ni callar lo
más espantoso, abismal o inmoral que haya percibido, sentido o provocado; en suma, no voy a
esconderme delante del mundo. Y si para alguien la palabra de un Papa representa algo, que
venga conmigo, que se siente a mi lado, que encienda el fuego para que nos calentemos juntos.
Pues el frío que va a explotar en su rostro no será del todo soportable. Por eso le invito a que
juntos, encendamos nuestro habano caliente: será una jornada que bien lo merecerá, os lo aseguro.
*
¿Que cómo he llegado yo a Papa de Roma? ¿Sin influencias, sin fe, sin fundamentos? La respuesta
es eminentemente sencilla. Someterse a todas las directrices, negarse a polemizar, firmar los
concordatos y bulas sin añadir enmiendas, obedecer en suma. ¿Que por qué yo obedecía? ¿Y por
qué no iba a hacerlo? Yo solamente me procuraba para mí tranquilidad, goce y prestigio. ¿Hay
algo más en esta vida por lo que merezca la pena luchar? La historia nos engaña a menudo cuando
en el lugar de los grandes conspiradores pone a espíritus llevados por la pasión, grandes
Prometeos cuya intransigencia espiritual conduce, a la larga, al podium de la humanidad. Nada
más falso. Los espíritus rectores de la historia son aquellas personalidades débiles, grises,
burocráticas, que firman lo que haga falta con tal de escalar posiciones de poder y fama. Yo he
llegado a Papa porque yo no era un hombre, sino un funcionario gris, un burócrata. Nunca me
opuse a una bula, nunca conspiré por derrocar a nadie, puesto que siempre supe que la mejor
conspiración es el silencio, y la mejor forma de conquistar el poder, los buenos lazos con todo
litigante. Claro que en toda historia existe un Tarpratozzi o un Martorius. Deshacerme de ellos no
iba a ser fácil.
Mas reducir este expediente a puro despotismo, a mediocridad espiritual, no debe ser tan sencillo.
La responsabilidad que ha caído sobre mis hombros me ha convertido en un falsario poco típico.
Mi modelo es Sísifo y no Diógenes. Mi terror no es levantarme por la mañana y verme convertido
en insecto, como Kafka, sino levantarme y comprobar que soy el Papa de Roma...y tener que
echarme un trago al estómago. Poco a poco entendí, por tanto, que mi misión tenía un sentido, que
no solo era el cúmulo absurdo de circunstancias poco probables, que aquí existía una labor
universal, cósmica. Pues que yo hubiera llegado a Papa tenía que tener implicaciones teológicas
necesarias, relevancias históricas inevitables. Y así fue como poco a poco fui diseñando,
mentalmente, mi teoría sobre la muerte terrenal de la Iglesia de Pedro, quien nunca creyó en serio
poder trasladar los asuntos del cielo a la tierra. Gracias a un salvoconducto exterior, pude
armarme de conocimientos filosóficos y literarios, los cuales me ayudaron a interpretar mi propia
existencia como la forma exterior manifiesta de un designio universal. Estas confesiones deben
hacer el trabajo de todas las bulas inexistentes, que claman por ser abiertas como un grito en el
cielo de la historia: la bula definitiva, los rollos aún no abiertos de los que habla el apóstol Juan.
Os equivocáis, necios aristócratas de la carne, si pensáis que el desenfreno, el ateísmo y la lujuria
impiden la más profunda y elevada espiritualidad. Yo he aprendido en mi “Barca” cosas que no
hallaréis en el Deuteronomio. Un acto literario, un acto estético como escribir un libro con el
propósito de blasfemar, son cosas interesantes desde el punto de vista estético y literario. Pero que
un Papa real, de carne y hueso, produzca de hecho actos blasfematorios en el recinto sagrado y
real de los asuntos religiosos más íntimos, eso es otra cosa. Ningún Sade, ningún Nietzsche, tienen
aquí nada que demostrarnos; nada más lejos de mis intenciones que parecerme a esos señores. No
tratamos aquí con ficciones, sino con hechos que afectan a lo más profundo de la mayor de las
instituciones religiosas humanas. Y en función de este asunto es como deben ustedes, hombres
terrenales como yo pero quizás sin la debida perspectiva histórica, juzgar estos problemas. No
como los alegatos de un poeta o de un enfermo psíquico, sino como los de un hombre que reúne
todas estas características -amén de otros despropósitos terribles- y las proyecta sobre un
escenario real, de consecuencias imposibles de diagnosticar. Si todo esto fuera pura ficción,
escritos marginales de un pobre hombre desconocido y loco, probablemente borracho, nada de ello
sería para nosotros del mayor interés. No es este el caso; este habano caliente que ahora fumamos
juntos pica de verdad.
1
Seré honesto: nunca he creído en Cristo. Mi familia me educó en una fe impotente que se quebró
cuando vi bebido por vez primera a mi padre. Gregorio -así se llamaba- tenía entonces unos
cuarenta años y era sacerdote en Roma. Vivíamos en una casita muy cercana a la basílica de San
Juan de Beltrán. No tengo recuerdos demasiado precisos de mi infancia; mi memoria siempre fue
muy insuficiente y no destaqué nunca por mis capacidades intelectuales. Pero sí puedo referir aquí
aquello que no podré olvidar nunca: las palizas infernales que le propinaba mi padre a mi madre,
una sirvienta italiana casi pobre, de padres polacos. Mi madre murió demasiado pronto como para
que yo llegara a conocerla; una de las palizas la dejó casi ciega, y luego ella terminó por suicidarse.
Por supuesto, nadie en la comunidad llegó a conocer todo esto: mi padre difundió el bulo de que
había muerto por enfermedad. No hubo nadie que reclamara una explicación más exhaustiva, dado
que mi madre siempre había permanecido en casa, sin apenas contacto con el mundo exterior.
Pero tras la muerte de mi madre, mi padre comenzó a beber mucho más, hasta que finalmente fue
expulsado de la iglesia. Ya no podía ocultar su vicio infernal. Al parecer, debió creer que, al morir
mi madre, ya se habían anulado todas las responsabilidades que tenía para conmigo, de modo que
me internó en un convento social, y allí me hice monaguillo. Un día oscuro de invierno, mi padre
regresaba de la misa. Vivía solo y al parecer se dedicaba a dar paseos por el piso de arriba ebrio,
hablando consigo mismo. Al menos, eso referían los vecinos. Un día se le vio salir desnudo a la
calle, vestido solo con una peluca larga y rubia, y lanzando bravuconadas a los transeúntes. Un
mendigo borracho lo enfrentó, imbuido de un delirio simétrico. Mi padre fue herido a navajazos.
Murió un poco más tarde.
En una ocasión, Martorius, al que le gusta sermonear y blandir discursos incendiarios, me aconsejó
en torno a mis hábitos -según él, irregulares- que mantenía en el Episcopado. En la Ciudad Santa
todos saben que Martorius es un personaje oscuro que pretende influencia y poder sobre los
ciudadanos del Vaticano; no obstante, en aquella ocasión se atrevió a hablar conmigo en privado,
amonestándome sobre diversas cuestiones, y enfatizando sobre la bondad de Dios y sus planes para
la humanidad. Después de lanzar sus invectivas, se dio la vuelta y me miró a los ojos: pensé estar
contemplando a mi padre, ahí delante, con el palo de madera enhiesto y amenazante, dispuesto a
golpear lo que hiciese falta con tal de saciar su sed de destrucción. Aquel día solo tuve que
mencionar una frase para que Martorius, asustado, se marchase de mi despacho. Entendió a la
perfección que mi estado de ánimo era inestable. También entendió que a veces unas palabras
bastan para infundir temor en nuestro prójimo. Sin embargo, yo experimenté una satisfacción
inexplicable que en ese momento no podía comprender. Más tarde se haría la luz también respecto a
eso.
2
Y a pesar de ello, ¡soy el Papa de Roma! Muchas noches me despierto, en la madrugada, con
sobresaltos terroríficos, y, tras acomodarme en el lecho, me río febrilmente: ¡Soy el Papa de Roma!
Entonces me levanto y, sin prisa, me encamino a un armarito donde guardo una botella de ron. Tras
unos cuantos tragos, me convierto en otro: un humilde trabajador de fábrica, un comerciante, un
hombre anónimo y con una vida cualquiera: mi fin, mi aspiración íntima, mi tentación. ¿Debería en
esos casos abrir el Evangelio, confesarme o pedir perdón a Dios por conspirar interiormente para
tener una vida corriente y común? Para eso tendría que comprender la fe, compartir las tonterías que
tienen en la cabeza gente como Mazzini, Ousculus o Martorius. Pero en vano: mi estómago es
demasiado mundanal- amo la salsa de cordero- mi lengua está ávida de vino, mi espíritu es vulgar y
material. Mientras Martorius debe confesarse por albergar sentimientos de poder, avaricia y
vanidad, yo me confieso ante la botella en medio de la noche, y me arrepiento por ocupar este
cargo-absurdo y loco-. La botella se ha convertido en mi Biblia; la noche, en mi confesionario
particular.
Algo que yo mismo ya vaticinaba aquel 4 de Julio. De hecho, una vez sabido mi nombramiento,
conseguí una botella de vino, y, con la excusa de que me encontraba en mi estancia reflexionando,
me emborraché. Mi delirio fue tan grande que debí estar gritando toda la noche, pues a la mañana
siguiente escuché decir que Gregorio IV había tenido una visión directa de Dios. La estupidez
humana es capaz de justificarlo todo, incluso un acontecimiento tan excepcional como el que Luigi
Febrini llegase a convertirse en Papa de Roma. ¡Vicarius Christi! Pero esto no es tan inexacto como
parece. ¿No luchaba Lutero contra el mismísimo diablo, arrojando la tinta a la pared? ¿Quién sabe
si mis auillidos nocturnos no se debían a un contacto directo con la luz, en lugar de a un desvarío de
la inteligencia? ¡Vicarius Christi! En mi mediocridad constitutiva, he sufrido más penurias que Job
en el desierto; por tanto, me reservo el derecho a interpretar a placer mis propias percepciones.
He sido durante toda mi vida un gran estudioso del latín. Mi pasión por este idioma, iniciada en el
convento social bajo la dirección del padre Luisiani, se fue incrementando con el paso del tiempo,
quizás porque esta lengua extinta me servía de código secreto en el que verter mis más hondos
pensamientos; mis dudas sobre la fe cristiana primero, mi convicción estoica de que los sucesos de
este mundo -ni los del más arriba-no tienen valor alguno, y luego mi firme decisión respecto a la
franca decadencia de la institución a la que pertenecía, fueron todos consignados a un papel bajo
llave en mi escritorio papal; allí ajustaba cuentas conmigo mismo y con el mundo, en latín, en
francés y en ocasiones en sánscrito, que aprendí gracias al viejo Martrezzi. En ese cajón se
esconden las blasfemias más grandes que puede concebir un cargo eclesial en una ciudad santa
como Roma; todos los delirios, amenazas, declaraciones hirientes y aberraciones psicológicas a las
que se puede dar un Papa ilegítimo y falsario como yo. Mas de nada sirve que busquen allí: la llave
que cierra la caja de Pandora se ahoga hace tiempo en el fondo negro del Tíber. Solo un loco ávido
de rencor como Martorius sería capaz de arrojarse al río a fin de poder probar mi falsedad ante el
Vaticano, cosa en la que lleva media vida poniendo su empeño.
3
Solo yo conozco la soledad del que no puede comunicar su secreto más grande; un secreto cuya
revelación sería más definitiva y tendría más consecuencias que la del séptimo rollo del
Apocalipsis, a saber: que el Papa de Roma es un incrédulo, un borracho, un necio, un ateo cósmico,
un nihilista. Solo yo conozco el frío de los pasillos del Vaticano por la noche: aquellas columnas de
mármol heladas contra las que luché en mis noches de ebriedad, tomándolas por titanes belicosos;
mis diálogos con Miguel Ángel y mis plegarias a los pies de San Pedro. ¿No hay aquí todos los
elementos de una mística, no deben quedar con esto subsanadas mis infamias y mis embustes?
Muchos de los hombres que se dicen católicos honestos, aquí y fuera de Roma, no valen lo que el
borracho más inútil de París; ya quisieran, incluso, poseer la honestidad moral de algunos locos y
mendigos que he conocido en mi larga vida.
En todo caso, no se trata de alabar sin fundamento la ebriedad y la locura, con mayor motivo
cuando los más ebrios y locos se encuentran no muy lejos de nosotros en el Vaticano, conviven con
nosotros, comen y rezan con nosotros, fornican con nosotros. ¡Sí, fornican! ¿Olvidan ustedes la
descripción bíblica de la ramera que bebe la sangre de los santos? ¡Cuántas veces me he sentido yo
mismo como esa ramera, en calidad de representante de la Iglesia! Con mi nombramiento, la Iglesia
hizo por fin justicia consigo misma: yo era el hombre destinado a llevarla a su último quicio, a
hacerla volver sobre sí misma, a reconciliarla con su esencia. Solo en un hombre como yo, vicioso,
mediocre y arribista podía El Mesías reconciliarse con el mundo, abrazar a la materia en su último
peldaño, en su corrupción final. De este modo se cerraba el círculo trenzado a lo largo de la historia.
Fue gracias al padre Luisiani, en el convento social de Roma, donde comprendí que gracias a la
Iglesia podría tener, a largo plazo, mis necesidades básicas cubiertas. Es cierto que la disciplina era
dura, las horas de estudio largas y agotadoras, y a penas disponíamos de recreo. Pronto supe
también que yo no disponía de aptitudes religiosas sobresalientes; aunque captaba los conceptos
teológicos con cierta facilidad, no tenía la menor sensibilidad para interrogarme sobre la necesidad
de un Dios; en suma, no disponía de un instinto religioso natural. Muchos se han dado cuenta de
este asunto a lo largo de mi vida, y en muchas ocasiones diferentes, pero, ya sea por la gracia del
destino o por pura casualidad, los asuntos han confabulado para que esas sospechas quedaran
vacías, o simplemente desoídas. Mi prestigio fue en aumento poco a poco, ya desde el convento
social, donde logré respeto gracias a una tesis sobre Santo Tomás, la cual me valió el apoyo y
aprecio de algunos, entre los cuales se encontraba el padre Luisiani. El arribo al Vaticano sería lento
pero seguro, pues de alguna forma siempre estuve cerca de aquel lugar.
En efecto, el día de mi vigésimo cumpleaños, el padre Luisiani y yo penetramos por primera vez en
el país sagrado del Vaticano. Aquellos laberintos, aquellas columnas, los frisos, la riqueza solitaria y
fría de aquella ciudad divina en la tierra se me antojaron paralelos, aunque en otra dimensión, a los
vividos en la casa de mi infancia a orillas del Tíber: el mismo frío, el mismo temor y temblor,
recorrían aquellas instancias en mi mente, separadas por un ancho muro que poco a poco se
resquebrajaría. Luisiani y yo nos detuvimos un instante para contemplar el balcón de la Basílica
Vaticana. Un enorme excremento de pájaro se derramó entonces sobre el hábito de Luisiani. En
aquel acontecimiento vi la confirmación de mis más hondos temores.
4
El padre Luisiani ha sido para mí el único lazo verdadero en medio de los días falsos que han tejido
mi vida. No por casualidad, se diría, puesto que Giorgio Luisiani ha sido siempre un hombre
heterodoxo, maldito, extravagante, lleno de dudas y cargado de ironía. Nunca se tomó en serio los
grandes cargos, de los que recelaba. Las instituciones oficiales le provocaban pánico. El día de mi
ingreso en el Vaticano fui galardonado con un ejemplar de la Ética de Spinoza; mientras Luisiani,
con su instinto teatral, me colmaba de honores delante de aquellos próceres romanos, en aquel libro
prohibido, colocado a propósito sobre mi Biblia de Jerusalén, brillaba con intensidad el reflejo de
los vidrios catedralicios. Entonces los dientes de Luisiani se mostraban en una risa sardónica y
autosuficiente, en la que todas las palabras de los cardenales recibían su justo merecido: el
desprecio del sabio, la burla del hombre superior.
La cita bíblica favorita de Luisiani era el pasaje de Lucas 5,3: “Y subió a una de las barcas, que
era de Simón, y le rogó que se alejara un poco de la tierra; y, sentándose, enseñaba desde la barca
a las multitudes”. Durante años me he preguntado por qué Luisiani me miraba fijamente a los ojos,
mientras citaba este pasaje. Aún hoy desconozco su propósito. ¿Qué ha terminado por significar esa
barca? ¿Un imperio de oro, con sus propias leyes, aislado de los hombres y mujeres de carne y
hueso, los seres humanos reales? ¿Una barca en medio de la tormenta desde la cual sus guías se ríen
de los náufragos que no disponen de refugio? Que mi ron preferido se llame precisamente “Barca”-
producido en la República Dominicana, y traído de estraperlo desde allí hasta las mismísimas
puertas del Vaticano- complica bastante más las cosas. No hay día que no piense en esta cita
mientras me echo un trago. Incluso la última bula publicada por el Vaticano- un despropósito, una
mezquindad- dio por encabezarse con esta cita. No podía retirar mi mente de esa botella verde, de
etiqueta azul y con olor a mar profundo; se me empapan los labios de solo pensar en ello.
Luisiani tampoco era ajeno a los elixires del vino. En muchas ocasiones le encontraba frente a una
botella, meditabundo y en compañía de su Spinoza. Entonces comentábamos en latín algunos de los
pasajes, y disfrutábamos de ese éxtasis que proporciona hablar en una lengua extranjera, sustraídos
a la realidad presente, la realidad a la que nos ancla el lenguaje materno. Al final, terminábamos por
quedarnos dormidos sobre la mesa, después de reírnos profusamente y decir todo tipo de disparates.
Lo que no significaba, sin embargo, que Luisiani no impusiera, al día siguiente, la máxima seriedad
en todos nuestros asuntos: la hora del estudio era la hora sagrada. Ningún chiste cabía allí, ninguna
ironía era aceptable. Cierto día, un tal Porfiori tuvo la gracia de terminar con una burla una frase
comenzada por Luisiani. El padre tornó el rostro en una verdadera fantasmagoría viviente. Sus
manos temblaban. Con una voz poderosamente grave, mandó salir al alumno del aula. Creo que
después de eso a ningún alumno se le ocurrió bromear cuando se trataba de la firmeza en el estudio.
Sin embargo, y a pesar de la honestidad intelectual de Luisiani, nunca he dudado de que yo no
representé para él un error. Ciertamente penetré en el recinto más elevado de los que cabe pensar en
esta tierra, en el ámbito del ocultismo terrenal más alejado de los intereses comunes de la
humanidad. Mas él pareció ver en ello una especie de redención del catolicismo enajenado.
Colocando entre mis enseres a su Spinoza, pretendió que había logrado una gran conquista. No sería
la última vez que viera a Luisiani. Asuntos más graves nos llevarían a visitarnos mutuamente, a
pesar de las intrigas de Martorius y los suyos. Lo que en realidad me ha salvado de sus puñaladas,
ha sido siempre que en el fondo yo era más cínico que ellos, más falso, más hipócrita. Esta doblez
de mi carácter, mi sello de conspirador nato, ha sido billete suficiente para superar todas sus
intrigas. Si en algún momento hubiese sido puro, honesto -en definitiva, cristiano- lo habría perdido
todo. Excepto quizás una cosa: echar un amable trago de vino con mi querido Luisiani.
5
Una hibernación permanente, un estupor perpetuo. Con estas palabras podríamos definir el tiempo
que he experimentado desde mi nombramiento como cabeza suprema del catolicismo. El Vaticano
no es ajeno a los desiertos, a los arrabales, a las celdas monásticas, muy a pesar de sus excesos, sus
lujos y sus tentaciones. En el fondo de todo exceso late como núcleo ardiente la vesícula del
aburrimiento, y tampoco esto es ajeno a mi experiencia como director de esta degenerada orquesta.
Que yo pudiera levantarme un día y decir ¡Basta!, no serviría de nada, pues este camino está ya
demasiado alejado de su centro como para poder ser enmendado. Con todo, para mí ha pesado como
una losa esta culpabilidad, puramente cristiana, que me acusa de perjurio hacia la humanidad
creyente como representante falso de sí misma. Una culpabilidad cuyo sentido se vaporiza al
contacto de los hombres que habitan sobre la tumba de San Pedro. Hablo, por supuesto, de esa
camarilla de eruditos fanáticos liderada por Martorius y Tarpratozzi. ¿No debe significar algo que
un falsario como yo sea capaz de sonrojarse ante las actitudes de personajes influyentes como
éstos?
Es verdad que sus delitos no son los mismos que los míos. Yo soy alcohólico y ateo, y ellos
crédulos fervientes. Yo soy un falsario, que ocupa un trono inmerecido; ellos, cargos subalternos
quizá ganados con la fuerza de su fe. Pero si la fe fuera la piedra de toque de la moral humana,
¡cuantos errores nos veríamos obligados a admitir! Si la fe lo es todo, si la fe justifica todo, entonces
abomino de mí mismo y me declaro el mayor criminal existente sobre la tierra. Que se me
comprenda: no quiero negar mis delitos, mis altas traiciones a la historia y a la humanidad. Mas ello
no me excluirá de mi derecho a arrojar la luz que requieren ciertos asuntos terribles, que no pueden
pasar desapercibidos para el saber público. La luz es siempre una luz plena, pues la luz tibia es
solamente oscuridad disminuida.
¿Quiénes son, entonces, Martorius y Tarpratozzi? Julius Martorius ha estado siempre rodeado de
fieles amigos. En realidad, se trataban de intrigantes profesionales, que llevaban las cuentas del
Banco Vaticano, ejercían influencia sobre asuntos estatales y dominaban el coro de elecciones a los
cargos de la Iglesia. Cuando Prominadi y los suyos votaron por mayoría mi elección a Papa, un
revuelo inmundo comenzó a agitar los asuntos del Vaticano. Aunque yo declaré por mar y tierra mi
renuncia al cargo con objeto de evitar estas intrigas, Prominadi fue inflexible: la ortodoxia del
método electivo se encontraba, para él, por encima de la voluntad particular del hombre, puesto que
esa elección era, en última instancia, un designio divino. Punto y final. No había marcha atrás: yo-
que, por otra parte, siempre me mantuve al margen de disputas y debates- me había convertido,
incomprensiblemente para mí- y para muchos, entre ellos Martorius- en cabeza de la Iglesia. Eso
era inaceptable para los cerebros que habían conspirado durante tanto tiempo contra Prominadi y lo
que se llamó el “círculo de los necios”, bautizado de este modo por Martorius.
Y es que Martorius no era, precisamente, un arribista. Julius Martorius merecía, con total seguridad,
este cargo y esta responsabilidad. Martorius es un individuo extremadamente inteligente, eficaz,
diligente en todas sus gestiones, además de un espíritu profundo en lo relativo a los asuntos
espirituales. Mas mi mano estaba vedada en torno a este tema. Yo solo podía acatar las órdenes. A
partir de este momento, algo en Martorius se transformó: el antiguo litigante honesto y perspicaz
comenzó a dar muestras de un despotismo y una avidez por el poder inusitados en él. Todo tipo de
acciones encaminadas a destruir el “círculo de los necios” comenzaron a producirse. Es verdad que
Prominadi era un profundo incompetente, además de un hombre lujurioso que gastaba todo su
tiempo en muchachitos y en prostitutas lujosas. Pero su círculo era fuerte y también poseía poder
sobre las tramas vaticanas. A partir de este instante Martorius se convirtió en mi agonista, en mi
enemigo directo, y a través de la extensa trama de actos y profanaciones que comenzó a liderar para
acabar conmigo, cometió, sin darse cuenta, las mayores blasfemias que se podían imaginar, frente a
las cuales la afición por el alcohol y el ateísmo-incluso en un cargo como el mío- no eran sino
migajas. Repito: migajas.
6
Una vez tomado el cargo, fue fácil para mí ir sustituyendo poco a poco en mi conciencia el dogma
de la fe por el dogma del buen funcionamiento del Vaticano. Esta consolación me duró algún
tiempo, pero también llegó la crisis y la imposibilidad de seguir manteniendo mi falacia, cuyas
consecuencias son, en parte, la publicación de estas confesiones. Si al menos no tenía fe alguna en
la Iglesia y en Dios, era verdad al menos que podría llevar a cabo una función positiva en la Iglesia,
simplemente desarrollando mis tareas administrativas y electivas de la forma correcta. Por otra
parte, esto no se hallaba desvinculado totalmente de muchas de las actitudes gobernantes en el seno
del clero más selecto: todos éramos, en distinta medida, conscientes de que la Iglesia atravesaba un
difícil momento y que la sustancia de su verdad había superado su momento de ingenuidad infantil.
Dicho de otra forma, lo que cargaba las tintas de Martorius y los suyos contra mí, no era desde
luego un asunto de fe; si se hubiera sabido que yo daba más importancia a la administración del
Estado papal que a los asuntos propiamente dogmáticos, ello hubiera representado una justificación
preciosa para los ataques de mis enemigos más que una razón verdadera contra mí.
Sea como fuere, sería injusto si pretendiese aquí que solo hubo por mi parte pura pasividad en mi
toma de poder. En todo hombre existe esa laguna de orgullo, vanidad y arrogancia que no es preciso
regar demasiado para que crezca fuerte. Todo hombre ha sentido alguna vez ese temblor, esa
tentación legítima que impele a robar el fuego de los dioses. Las cosas se ven mejor desde el
Comité Central que desde los arrabales más lejanos. La sed de verdad es la sed de poder. Pero
pronto también maldije todo esto, pues la situación en el Vaticano era mucho más compleja y turbia
de lo que creí en un primer momento.
Así las cosas, y tal como sucede en los grandes partidos políticos de masas, la situación a mi llegada
era crítica. La corrupción y los cismas internos habían degenerado en una lucha a muerte por las
influencias y las posiciones de poder. Las asambleas parecían anfiteatros de gladiadores donde las
bestias se enfrentaban unas a otras enseñando todas sus armas, a cual más fiera. Pero esta tensión no
era solamente exterior. Yo mismo luchaba para intentar penetrar en el secreto dogmático, a saber, la
razón que hacía posible la fe, la razón que hacía posible la creencia religiosa.
Yo sabía que este fin era un monstruo inefable para mí. Tampoco buscaba la fe por una especie de
deseo de creer, sino porque sostenía interiormente que tarde o temprano, el cielo se abriría y por fin
toda la tierra sabría mi secreto. Lo que no supe, en esa época, es que alguna vez decidiría por mi
propia voluntad abrir este baúl. Eso era algo impensable para mí.
Por otra parte y, como ya he dicho, cada vez era más necesario inclusive prescindir de las
cuestiones dogmáticas. Era evidente que estas no constituirían jamás la llave para resolver los
conflictos internos, amén de su imposibilidad práctica. El mejor ejemplo lo llevó a cabo con su
propia muerte el cardenal Distelli, quien probablemente fue envenenado, tal y como sostenemos
algunos, en contra de la afirmación oficial de que se trató de un triste suicidio. Distelli pretendía una
renovación espiritual real de la cúpula católica, lo cual se convirtió en un escándalo para el viejo
Tarpratozzi. Que éste y su leal Martorius planearan el asesinato de Distelli no es una gran hipótesis.
Distelli era amigo íntimo de Prominadi, y acabar con él significaba propinar un buen puñetazo en la
cara del obispo de Turín.
Por tanto, la cuestión era la reducción esencial de la religión a la política, en un primer acto; y la
reducción esencial de la política a la administración de las cosas -que en este caso eran los roces, las
luchas entre clanes y el reparto del poder- en un segundo y último acto. En medio de estas miserias
no he sido el único que se ha visto obligado a acudir a todo tipo de pociones mágicas para escapar
del infernal foso de leones en que se había convertido todo aquello: lo que para mí era el rum, mi
Barca, para otros eran jóvenes, prostitutas, drogas e incluso jugosos negocios internacionales, en los
que primaban el tráfico de armas. Cuando Marinetti, el nuevo capo di la mafia siciliana visitó mi
despacho por primera vez, éramos ya, de forma inconsciente, socios inconfesables. Nada nuevo se
había ocultado bajo nuestros ojos. Habíamos visto más de lo que podíamos digerir. En esa medida,
podríamos decir de hecho que siempre estábamos indigestados. Pero ¿qué si no eso se puede esperar
del Papa de Roma?
7
He aprendido más de Marinetti- con excepción del padre Luisiani- que de ningún otro. Ni en el
sabio Aristóteles, ni en los Padres de la Iglesia, ni siquiera en los poetas malditos, se puede
encontrar tanta sabiduría acumulada, tanta astucia de mundo y vida. Lo primero que hizo Il Capo
cuando entró en mi despacho de la Santa Sede, fue examinar los frescos de Rubens y algunos
manuscritos de Mörike colgados en cuadros de vidrio al fondo de la estancia. Sacó entonces una
botella de whisky escocés de su gabardina y me dijo: “¡Así se hace, Cavaliere!” Y de un plumazo,
arruinó con el líquido un Rubens y un Botticelli.
El capo vio mi desesperación pero, antes de que yo me pudiera levantar de mi sitio, comprobó
conmigo que en efecto, aquellos cuadros eran vulgares falsificaciones. Entonces me dijo: “Lo
primero que debe saber un Papa, querido amigo, es que todo en la Santa Sede es falso...comenzando
por los cuadros de su propio despacho”. El viejo y loco Marinetti tenía razón. Tras el disgusto
inicial, pudimos sentarnos y charlar animadamente. Como agradecimiento a sus consejos, le ofrecí
habanos y rum y él me obsequió con cigarros de Turquía. Cuando tuvo que marcharse, apenas dio
con la salida a causa de su estado de embriaguez. Animado por tan entrañable visita, yo mismo
comencé mi particular desbrozamiento de la historia pagana del arte. Encandilado por el ron y
abismado en el champán escocés, comencé a verter mis versos sobre aquel manantial de obras falsas
y blasfemas:
“¡Oh acordes de la misericordia divina! ¡Pagaréis bien caro vuestra humillación! Vosotras que
habéis penetrado en el cetro terrenal de Dios, vosotras saldréis de él en medio de las llamas...” A
continuación encendía mis cerillas y el fuego devoraba todo. Mas este episodio solo fue el principio
de una pesadilla. A la mañana siguiente, se rumoreaba sobre un “escándalo nocturno” y una “fiesta
degradada” entre las bocas cardenalicias. Tuve que dedicar la asamblea matinal a esclarecer este
asunto. Mi calma inicial se transformó en pánico auténtico cuando me fue dado saber que en efecto
esas obras eran verdaderas. Un experto en el tema me lo pudo confirmar horas más tarde. Había
cometido un auténtico sacrilegio artístico.
Con la excusa de que se trataba de obras degeneradas, paganas y obscenas, pude desentenderme de
muchas de las acusaciones del sector principal. De todos modos, allí a nadie le importaba el arte.
Luego supe que yo mismo había sido el que mayor dolor tuvo que soportar respecto a esta quema de
brujas. Mientras luego al caer la tarde, recordaba los espantosos sucesos, imaginaba cómo reiría en
ese momento Marinetti, después de aquella farsa salvaje. Su hazaña fue el mejor ejemplo de lo que
“significaba” en términos absolutos, una farsa mucho mayor y mucho más salvaje: El Vaticano.
Debido a ello Il Capo, como he dicho, llegó a ser uno de mis mejores consejeros: La encarnación de
Mefistófeles.
8
Si se trata de confesar -y he aquí que no me propongo otra cosa, como el lector sabe- confesemos; y
la descripción de un día cotidiano del Papa en el Vaticano tiene todos los elementos de una
confesión. Lo primero que hago, al encenderse el día, es calentarme con un buen habano; todo esto
es para mí un ritual. Primero las cerillas, que me gusta acariciar con los dedos, enredar en los anillos
de lapislázuli; después, abrir la caja de plata y dilatar las fosas nasales para no perder ni un solo
tono, ni un solo matiz de esta selva de olores que representan los cigarros cubanos, suaves,
húmedos, que piden a gritos unos labios donde reposar. Que yo haga todo esto bajo ciertas
circunstancias- por ejemplo, vestido con hábito de lino rojo y zapatos de Bulgari- no debería
constituir una sorpresa para nadie: todo ritual exige el cuidado al milímetro, la exactitud en todo
gesto, acción, condición espiritual.
Una vez acomodado en mi espumoso sofá, enciendo el habano y miro al techo, recargado con un
fresco de Tarpazzi, donde se representa la Venida de Cristo en medio de un pavor de llamas, nubes y
carrozas de oro: es el Señor engalanado para la batalla final contra el demonio, un Cristo especial en
el que se confunden la guerra y la fiesta, la virilidad del príncipe y su belleza terrenal. Pero entonces
el incienso sagrado comienza a brotar del cigarro, y sustituye en el fresco las nubes celestiales por el
humo festivo del Caribe; Cristo mismo termina coronado por una seta de humo magnífica, que le
asemeja más a un sátrapa oriental o a un emir que al hijo de un judío. También las llamas pintadas
han sido evacuadas temporalmente por el fuego del cilindro de hojas cubano, que con cada
inhalación amenaza con expulsar más y más fuego, como una especie de tubería incandescente
insatisfecha y cargada con gasolina hasta los topes. De este modo puedo enredarme en la sagrada
contemplación de mi propia vacuidad horas y horas, hasta que entonces llega el mediodía y debo
acudir al servicio obligatorio: el rezo, la oración.
Habitualmente pido a mis hermanos que me dejen solo ante el altar: el motivo no es otro que el de
poder echarme unos tragos de mi Barca mientras observo aquella Virgen magnífica que me juzga
con imperturbabilidad a la vez que me desafía: y yo, naturalmente, acepto ese desafío. Puedo hablar
incluso horas enteras con ella, con los santos, con Cristo: les pregunto cómo es el Infierno, qué me
deparará mi maldad, qué será del mundo con sus escorias, sus miserias, sus injusticias.
Obtengo siempre el silencio como respuesta. Pero quizás se trata de que solo soy un mal intérprete:
¿No hay en el silencio la mejor respuesta a nuestras preguntas? ¿No es el silencio la mejor respuesta
a la pregunta más profunda? ¿Qué palabra, por excelsa que sea, puede alcanzar la magnificencia del
silencio? Porque también Dios es vacuidad, somos orgullosos y caemos en blasfemia cuando
también nosotros nos pretendemos vacuidad.
La hora de la comida es sin duda mi hora favorita: platos rebosantes del cordero más exquisito, vino
francés, cerveza belga, queso suizo, asado de Calabria. Tampoco puede faltar el jamón español, del
mejor corte, salmón noruego de primera calidad o caviar ruso- de este manjar se encarga Pertolazzi,
quien tiene un amigo en Moscú que le proporciona los mejores ejemplares-. Para terminar,
champaña, tabaco turco y arándanos, uvas del Ponto y mazapán. “Es preciso que nos levantemos-
dice entonces alguien, al final de la comida, quizás aguijoneado por la culpabilidad- seguramente
nuestra Santidad tenga que retornar a sus ocupaciones”. ¡Si supieran cuáles son mis ocupaciones!
Otro me dice: “¿Cómo marcha su Interpretación de las Epístolas?” En ocasiones me dan ganas de
espetarle: “¡Pregúntaselo a mi negro literario, bribón!” En cualquier caso, los cardenales se retiran a
sus labores y yo hago lo mismo, a saber: encerrarme en mi cuarto y echarme una “siesta” española.
Cuando al atardecer me despierto, ya es muy tarde para emprender alguna acción de utilidad. He de
esperar a la noche, al insomnio, a la hora de las brujas, donde entonces se dan cita mis espíritus más
negros y lo que de bondad pueda quedar en un alma como la mía, tan dañada por la falta de
esperanza, por la corrupción.
9
Sobra decir que a mí no se me ha elegido Papa sino como efecto último del choque entre distintas
constelaciones de intereses, fuerzas y poderes enfrentados. Mi virtud no ha residido en dominar este
conjunto de odios y mezquindades bien trazado, cuanto en permanecer abstraído, aparentemente
ajeno al conflicto, lo que habría de darme el éxito a largo plazo: en efecto, yo representaba el punto
de equilibrio en aquella balanza dominada por el odio. Para ello no tuve que mover un dedo, sino
tan solo ocupar un sillón y dejar que los otros actuaran sobre y a través de mí. En ese sentido, puede
decirse que yo soy solo el resultado de los manejos de Prominadi y sus secuaces; un producto
fabricado, una materia modelada por las manos de un obispo- hay que decirlo-infame.
Y es que, desde el principio, tuve la fortuna de mostrarme simpático a ojos de Prominadi. En el
fondo se adivinaba un vínculo más profundo que nos hacía rotar en feliz conjunción: amigos de los
placeres, ateos no confesos, participábamos del gusto por lo frívolo y gozábamos de la conversación
infructuosa y vana. Era lógico, por tanto, que ambos nos convirtiésemos en diana favorita de
Martorius, quien se afanaba por permanecer correcto ante sí mismo y ante Dios. Nosotros nos
mofábamos abiertamente de esta actitud suya, que calificábamos de “pedante e inmadura”. Mas no
existía una relación seria entre Prominadi y yo, más allá de esa inconsciente afinidad. El
desprendimiento mundano del obispo piamontés nunca me inspiró la menor confianza. Yo lo
traicioné en numerosas ocasiones, cuando así me convenía, y no dudo de que él hizo lo mismo en lo
relativo a mi persona. La apuesta de Prominadi era una cuestión táctica, y nada más, como de hecho
son todas las relaciones de amistad en el Vaticano: puras conveniencias de carácter burocrático. Con
ello no quiero dejar de reconocer que Prominadi me ha salvado muchas veces de graves aprietos; al
fin y al cabo, también se trataba de su prestigio y orgullo.
Pero Prominadi estaba equivocado si creía que una pizca de esto le quedaba en la Santa Sede: más
allá del beneplácito general y su influencia innegable sobre el Cónclave, a nadie se le escapaba la
clase de individuo que se ocultaba tras esa apariencia jovial y al mismo tiempo rigurosa. Martorius
habló una vez de él como una “espina hiriente en el corazón del Vaticano”, y en muchas de las
comidas he escuchado cómo se refería a esa “rata sucia”, a ese “oligofrénico e idiota” que es
Prominadi, el “Gran Satán”, según Martorius. Gracias a Tarpratozzi, quien de forma disimulada
intentaba obtener favores de Prominadi, pude saber que un íntimo del obispo turinés lo tenía por
“hombre perverso”, “buche de alimaña envuelto en seda”, “espíritu amante de la putrefacción”,
etcétera. El propio Tarpratozzi lo apodaba “El Verdugo” y también “la puta de Roma”, aunque en
público lo admirara y compartiese en su compañía jugosas noches.
Pero quitémonos todos las máscaras: con nadie disfruto más en mis veladas que con El Verdugo.
Sabe apreciar el buen vino- él mismo posee viñedos en España- tiene un agudo instinto para
detectar el correcto grado de humedad en los habanos, es exquisito en el trato y muy exigente en el
arte de vestir: un esteta, en suma. Todas sus prendas están confeccionadas a mano por un sastre
suizo de prestigio mundial, y gusta del aseo delicado y prolongado. Mas aquí termina la pompa y
lujo aristocráticos: no sabe disfrazar sus ambiciones, sus intereses, sus desenfrenos. Por lo demás,
sus inclinaciones sexuales son depravadas y poco refinadas. Tan pronto goza con los servicios de un
muchachito imberbe y delicado, como se le observa en compañía de una golfa obesa extraída de los
bajos tugurios de alguna villa siciliana. Tampoco es discreto en público cuando su lascivia
incontrolable encuentra un objeto para satisfacerse. Sus escándalos sexuales con la Guardia Suiza
no llegaron a conocimiento de Martorius gracias a las labores de Tarpratozzi, quien con toda
seguridad fue recompensado generosamente si no amenazado o sobornado. Exceptuando esta clase
de cosas, su compañía se salda, para mí, con un balance positivo: uno nunca se aburre en compañía
de El Verdugo.
Pero tras este velo compartido, tras esta complicidad diplomática entre dos amantes del placer
anegados en cinismo, no se encuentra nada más. El velo no oculta ninguna realidad ulterior. Este
ejemplo imita, con ello, el funcionamiento del Estado Vaticano en su totalidad: un velo sin Maya,
un espectro, el traje de oro y plata vestido por un maniquí que se disuelve inadvertidamente en
ceniza.
10
Es cosa ya sabida por todos, que hemos alcanzado el tiempo histórico en el que las categorías
comprensibles del rompecabezas humano han sido desplazadas a la fuerza, cuando no arrojadas al
exilio más completo. A nadie se le escapa, a estas alturas, que la política ha sucumbido al elixir de
las fórmulas religiosas, que la religión ha encontrado su particular Mesías en la burocracia y
administración del mundo político, que los poetas han narrado las peripecias mentales de los
filósofos y que estos últimos han probado una mezcla de todos los ungüentos -políticos, religiosos,
literarios- con tal de escapar a su exterminio necesario.
En tal estado de cosas, vano sería pretender encontrar fe y devoción en el corazón de la Iglesia,
como efectivo buscar la sabiduría en la cosmética. Ahí tenéis al nuevo líder político, más parecido a
un sacerdote que a un agitador de masas; allí ese pequeño comerciante que no distingue bien entre
dólares y derechos humanos, entre beneficio económico y mundo civil; especula del mismo modo
con unos y con otros: inútil sería buscar la diferencia. Mezclados la fábrica con el teatro, la danza
con el estudio, el placer con la devoción, el resultado matemático es la farsa, la indistinción íntima
entre bufonería y seriedad, entre vida y muerte. Toda mezcla es válida, toda transformación insólita,
signo de encontrarse a la altura de los tiempos.
Yo mismo, Gregorio IV, he acometido con precisión este mandamiento en todos los actos de mi
cotidiana existencia. Si Gregorio IV quiere estar à la mode, si quiere representar su papel con
coherencia y altura intelectuales, estúpido resultará mostrarse ante las masas como líder espiritual,
ridículo resultará tratar los asuntos de la Iglesia con esprit de curia. No, aquí se trata de gobernar
una empresa mundana bajo las sagradas tablas de Wall Street, el nuevo emisario divino encarnado
en las leyes de la mercancía y el plusvalor. La moneda, he aquí el único vínculo que ata a todas las
fieras de la tierra en torno a esta vulgar mascarada: solo en la tramoya financiera cada actor
comparte su humanidad, la naturaleza común a cada esperpento de feria pueblerina.
Nada de esto sobra en la Santa Sede, pues he aquí que somos pródigos en el arte de captar la
esencia común a todo acto humano; pero hablar de dinero es hablar de lujos, de placeres, de
dispendio. En ello soy riguroso hasta decir basta: un Papa moderno, un sátrapa de las finanzas,
o, mejor aún, de aquello por lo que existen las finanzas: el placer. No, yo no soy un vulgar asceta,
con romo gusto por todo lo superfluo, que caracteriza a muchos de los así llamados capitalistas. Ese
afán por todo lo austero, esa manía del ahorro a toda costa, es solo producto de una educación sin
clase, típica del filisteo. Muy al contrario, mi carácter es derrochador de pies a cabeza; lo primero
que malgasto es mi propio tiempo, moneda universal; nadie tan ocioso como yo, que no dedica su
vida a ninguna cosa productiva, excepto a Dionisos y Afrodita: tales son mis únicos dioses. Es lo
mejor que puedo hacer, pues cuando se trata de dilapidar, yo soy un artista consumado: mi única
pasión es el gasto y el vacío, el vacío y el gasto. Consumir mi propio placer hasta caer rendido,
dormirme y reponerme del éxtasis para, a continuación, recomenzar la orgía cotidiana. Y quien crea
que esto me agota, lo dice tan solo porque es presa de la envidia. No, no es el placer continuo lo
que me tortura. Vuestro Papa no es piadoso hasta ese punto.
11
Desde la perspectiva que otorgan los años vividos puedo darme cuenta de la verdadera situación en
que yo y mis compañeros nos encontrábamos, en la época del convento La Città, regido por el
padre Luisiani. En esencia, éramos unos gilipollas. Utilizo esta palabra- a pesar de mi rango y
responsabilidad- porque posee la fuerza y énfasis exactos que requiere la viva descripción de
nuestra estupidez juvenil. La ironía y el humor negro eran en nuestras manos armas demasiado
suaves, insuficientes. Era preciso entonces descender a lo macabro, a lo grotesco, a lo patológico, y
en ello nos zambullíamos ora como lobos feroces, ora como niños inconscientes. Pero no éramos
niños. Éramos adolescentes, dispuestos a perpetrar toda maldad sin atender a sus posibles
consecuencias. Por supuesto, aquí ya no quedaba un ápice de moral, de culpabilidad. Mis mejores
amigos lo demostraron abandonando pronto el convento. Uno de ellos, Rodolfo Parvazzi, fue
expulsado de inmediato tras profanar el altar dedicado a San Pablo. Los otros dos, Ricardo
Alfonsini y Giorgio Latacchi, decidieron abandonar el convento por propia decisión, y este último
añadió a este abandono el de su propia vida, arrojándose al Tíber dos días después de su partida. De
Alfonsini no volví a tener noticia alguna.
Si algo me salvó del destino trágico de mis compañeros en La Città fue, como ya he dicho antes, el
carácter magnánimo de Luisiani. Este hombre poco común, parecía comprender a la perfección la
naturaleza del bien y del mal. No había nada en el mundo que pudiera escandalizarlo. Armado con
una paciencia prometeica, el padre Luisiani interpretaba todo acto de raíz criminal como un
componente lógico y necesario de la naturaleza humana. Para él, tanto Caín como Abel formaban
parte imprescindible del tipo humano que Luisiani consideraba como real y necesario. Este hombre
sabio, acompañado siempre de un ejemplar de Spinoza el herético, se interesaba con mayor
profundidad por aquellos especímenes humanos descarriados e incluso insalvables- a quienes en
muchos casos llegaba a estimar- al tiempo que despreciaba olímpicamente a los piadosos, a los
beatos, a los aspirantes a santo. Atacaba con violencia tanto la soberbia como la debilidad del
espíritu, la adulación como la culpa. La palabra “pecado” no tenía lugar en su vocabulario. Él era,
ante todo, un amante del saber: la máxima virtud que contemplaba era el intento desesperado por
comprender, precisamente allí donde todo carecía de explicación. El mal, el mundo, la muerte y la
locura.
Pero también era un hombre que decidía amar de manera gratuita: esa era otra de sus vías para
contribuir al bien en el mundo, amén de alcanzar lo que él llamaba la “comprensión incolora”. No
era extraño, por tanto, que yo mismo me convirtiese en una especie válida para su amor. Yo, que no
era ni muy inteligente ni demasiado estúpido, ni creyente pasional ni ateo decidido, que era, en
suma, un ejemplar humano indiferente. Porque quizás lo que más le costaba a Luisiani en este
mundo era comprender la indiferencia, quizás -digo- por ello decidió amar a través de mí la
indiferencia. Hacer de lo indiferente algo deseable o, mejor dicho, convertir en deseable la propia
indiferencia: tal fue el designio del padre Luisiani para conmigo. Nunca me culpó de mis actos o de
mis pensamientos, por muy alejados que se encontraran de la ortodoxia católica o cristiana. Cuando
observaba un acto impregnado de violencia o satanismo, cuando comprendía la naturaleza
demoníaca de un pensamiento, entonces tomaba su monóculo y lo examinaba como si se tratase de
un especímen exótico. La comprensión y el amor lo eran todo para aquel hombre formidable. Solo
alguien como yo, armado hasta la médula con toda clase de desproporciones, carencias y
dificultades orgánicas y espirituales, podía no sacar provecho alguno del aprendizaje con Luisiani.
En efecto, con cada trago de vino anegaba en mí un pensamiento, una enseñanza. A mi entrada en el
Vaticano como cardenal, ya era una pizarra en blanco. Me había convertido, con toda seguridad, en
un objeto inaccesible incluso para el entendimiento cósmico de Luisiani. Mas aún en esas
condiciones, debo reconocer que el viejo padre nunca dejó de concederme estima. Pues Luisiani era
un tipo demasiado elevado como para sentir compasión por ser alguno.
12
Toda insidia supone al menos dos. Los ataques que he recibido no han provenido únicamente del
interior del clero, sino también del exterior laico, por no hablar de toda clase de clérigos ajenos al
Vaticano que me han tomado por objeto de sus críticas. Vale la pena reproducir, a modo de ejemplo,
lo que decía de mí un tal Ernesto Fabrizio en una carta dirigida al L' Osservatore Romano:
“Estimados editores. Les escribo con el único objeto de transmitirles una preocupación
generalizada entre la comunidad católica internacional. En numerosas mesas de debate, ciclos de
conferencias y festividades cristianas, ha surgido siempre la misma observación: Que el actual
Papa de Roma no reúne las condiciones suficientes para ejercer su cargo. Esta observación
sencilla y básica se ha complicado, en función del lugar y la persona, en afirmación que muchas
veces ha derivado en el desprecio puro y simple. En Milán, por ejemplo, el obispo Razzinari ha
manifestado su total desaprobación ante “el inaceptable bufón de Roma”, “el maleante del
Papado”, etcétera. Son muchos los teólogos que no dan crédito a la persona de Gregorio IV.
“Parece sacado de un cuento pesadillesco, de ciencia ficción”, dice el cardenal Ludwig Schaffe
desde Baviera. El español Martín Elías afirma que “definitivamente no es posible, a medio plazo,
el mantenimiento en el cargo de un hombre a todas luces falto de fe, de inteligencia, de capacidad
para representar a la Iglesia en todos sus aspectos”, etc. Estos son solo unos cuantos ejemplos. Por
otra parte, desde el Episcopado de Milán damos por supuesto el conocimiento, por parte del
Vaticano, de estas noticias u otras similares. Nuestro cardenal Luigi Pergerino ya comentó en otro
de sus números que “Vuestra Santidad no ha escrito un solo artículo de interés desde su
nombramiento....” , y en otro lugar dice que “un Papa que no piensa no puede permanecer como
Papa”, etc. Son acusaciones que serían graves si no fuesen hechas en tantísimos círculos y con
tantos fundamentos. Dicho esto, esperamos tomen ustedes cartas en el asunto y, confiando en que
la voluntad de Dios conduce los asuntos de la Iglesia, tomen la correcta decisión que exige una
situación tan delicada como ésta...” etcétera. La carta continúa con esta palabrería inane y retórica
de graduado, pero no aporta información de mayor interés. Es evidente que el tal Fabrizio quiere
llegar a usurpar mi puesto, pero también lo es que sus deseos no se verán cumplidos. La carta es una
injuria en toda regla, que no aporta prueba alguna para fundamentar su vacuidad. En resumen, pura
propaganda de Milán, encaminada a conseguir votos y escalar puestos en el Vaticano.
Mi consejero Ferrari ya está quemando esta misiva y todas las copias que se han distribuido en
Roma de la misma. Pero, ¡tomemos el escrito! ¡No despreciemos al adversario! Dicen que no
pienso...¡Que no pienso! Esto es una acusación sin fundamento. ¿Pensar? ¿Cómo no voy a pensar?
La mayor parte de mi tiempo lo dedico a pensar. Me siento en el sofá, enciendo mi habano
y....pienso. Pienso de día, pienso de noche, pienso frente al balcón, cuando no logro conciliar el
sueño o incluso cuando el vientre exige vaciarse. ¡Que no pienso, dicen! Pienso de muchas maneras,
y en muchas posiciones: de pie, pienso; sentado, pienso; con las piernas cruzadas, pienso. Me gusta
apoyar la cabeza en la mano mientras pienso. Tengo un batín con el que me visto exclusivamente
cuando me dedico a pensar. Dirán ¡Qué manía ésta de pensar! ¡Y tendrán razón! ¡Pero no podrán
acusarme de lo contrario! En muchos periódicos existen fotografías en las que se me puede observar
pensando, o en “posición de pensar”. Busquen en las hemerotecas. ¡Que no pienso! ¡Si supieran lo
que pienso! Pienso muchísimo. Mis jaquecas se deben exclusivamente a este hecho. Se sabe que mi
cerebro pesa más que el de un ejemplar corriente de la especie humana, por eso pesa mucho y
piensa mucho. Queda claro, por todo lo dicho, que yo pienso (mucho). El lector sabrá sacar sus
propias conclusiones y no atender a la metralla burda y malévola, que solo tiene la intención de
dañar la imagen de Su Santidad el Papa.
Y bien, dicho esto y habiendo descartado por necias las mofas y las befas que recibo de quienes me
envidian, abandono la pluma hasta el siguiente capítulo. Lo han adivinado, en efecto: me retiro a
pensar.
13
El papel de Prominadi -y su relación conmigo- en la Conferencia Episcopal ha ido variando con el
tiempo. Es verdad que ya desde el principio yo he constituido la estrategia política de Prominadi en
el seno del poder romano, pero esta situación fue modificándose hasta llegar al estado actual, en el
que Prominadi detenta de facto el poder papal. ¿Cómo es posible esto? Dos condiciones lo
determinaron: en primer lugar, la capacidad directiva de Prominadi y su anhelo de poder; en
segundo lugar, mi progresiva apatía con respecto de las responsabilidades del cargo y la
agudización de mis vicios.
Pronto las cosas tomarían su cauce natural: Prominadi pasaría a ejercer como cabeza verdadera del
Papado, mientras a mí me estaría reservada la función corporal y material stricto sensu: la
disposición del tiempo completo destinado al ocio y el placer. Esta distribución de funciones no se
hizo nunca de forma explícita, a la manera de un pacto consciente entre el cardenal de Turín y el
actual Papa. Se trató, como digo, de un acontecimiento lógico y previsible: esto tenía que ocurrir,
más tarde o más temprano. Esta especie de minotauro dialéctico que ambos formábamos, un
monstruo que en ocasiones intercambiaba los papeles y se desdibujaba en la sombra, acabó por
desquiciar y desbaratar a Martorius. El cardenal tuvo que recurrir a métodos extremos- incluyendo
el crimen- para obtener resultados seguros, pero también esto se revelaría insuficiente. Lo que
sucedía es que Prominadi contaba con una ventaja esencial sobre Martorius: su falta de escrúpulos.
Prominadi era materialista y ateo, pagano y sofista, embaucador y mujeriego; Martorius, un teólogo
pedante minado por la avaricia y la envidia, mas en última instancia atormentado por la
culpabilidad. Pues Martorius era católico- y precisamente por ello, una excepción en la
Conferencia-.
Esta inmensurable lucha que mantenía Martorius se desdibujaba en dos frentes, a cual más temible.
Por una parte, se trataba de una guerra entre sus aspiraciones y sus creencias, entre sus intereses
mundanos y su obediencia irreducible al dogma; por otro lado, no podía descuidar la batalla infernal
desatada entre los suyos y el minotauro, con El Verdugo a la cabeza, una guerra que se ponía poco a
poco de parte nuestra gracias a la ambigüedad de personajes como Tarpratozzi, que se vendían sin
asomo de duda al mejor postor. Todo ello minaría a Martorius hasta desfigurarlo por completo.
El ataque más agudo de mi mayor enemigo en El Vaticano no fue iniciativa suya, sino de la prensa,
la cual comenzamos a domesticar con virtuosismo. Las acusaciones explícitas, las denuncias y la
oposición generalizada a mi persona entre teólogos, personajes influyentes, intelectuales, etc, era
una tormenta demasiado poderosa como para poder obtener un blindaje seguro; pero la armonía del
minotauro y su inesperada eficacia comienzan a aplastar todo ataque extraño. Respecto al interior
de la curia, hemos sembrado la discordia de forma sistemática entre los de Martorius; en cuanto a
nuestra camarilla, hemos importado una serie de eruditos y personas capaces que a partir de este
momento asumirán el papel intelectual que se le ha negado naturalmente al Pontífice. En la práctica,
yo recibiré los honores y beneficios del Papa, pero estaré exonerado de sus responsabilidades. La
situación es inmejorable para mí.
Todo ello me ha permitido inclusive hazañas fantásticas, imposibles de pensar en un prelado de la
máxima categoría y responsabilidad. En efecto, gracias a la ayuda de un experto maquillador,
freelance de éxito en Hollywood y París, artista de confianza de Prominadi- el cardenal de Turín ha
tenido la posibilidad de hacerse pasar por mí, dejándome la libertad de pasearme por Roma de
incógnito, de café en café, y de este modo poder librarme del ambiente rancio que se respira en las
fosas vaticanas. - Hay que apuntar, no obstante, que por prudencia y utilidad, solo en ocasiones
contadas me dejo ver por la ciudad. También aquí la estupidez tiene sus límites, y aunque no soy
precisamente un genio, sé oler donde la audacia pasa a convertirse en auténtico peligro-. La semana
pasada- se trataba de un día lluvioso- un muchachito se me acercó en La Trattoria y me dijo: “Oiga,
señor, ¿No es usted el Pontífice?” Miré al muchacho con evidente tranquilidad y le susurré,
acariciándole al tiempo el cabello: “Pequeño, ¿cómo voy a ser yo el Pontífice?” El chico
comprendió de inmediato hasta qué punto aquella preocupación suya era un absurdo y en seguida,
se marchó con su madre. Lo interesante de todo ello era, evidentemente, que en ningún momento
Luigi Febrini le mintió.
14
No todo en mí es degradación y violencia en la degradación. Se me debe conceder que hay aquí más
elementos de infantilismo que de seriedad adulta en la maldad. Uno de mis deseos eternos ha sido el
poder llevar, alguna vez, una vida nómada. Hubiera sido más aceptable para mí y más adecuado con
respecto de mi personalidad, haber llevado una vida falta de lazos afectivos estables, ausente de
asidero y cambiante, incapaz de establecerse en nada. En efecto, el compromiso me agota: toda
moral, toda idea, todo pensamiento termina por aburrirme. No me gusta tampoco deberme a los
demás; yo hubiera sido perfectamente capaz de dilapidar toda amistad seria, todo amor verdadero,
toda creencia sentida y vivida en seriedad. En cierto sentido lo he logrado, dado que he rehuido los
lazos y las fidelidades, las profundizaciones que conllevasen una determinada implicación
emocional o espiritual. Por otra parte, lo cierto es que jamás he escapado de los rituales católicos,
del ambiente católico y escolástico, etc, de manera que solo gracias a los libros- y a las enseñanzas
de sabios mundanos como Prominadi o Marinetti- he logrado imaginar otro mundo, aunque ello me
llevara finalmente a una excitación estéril de los sentidos y a una frustración inevitable.
Escribo todo esto bajo los efectos de mi Barca. En esta copa en la que ahora bebo, bebieron una vez
los Papas más famosos de la historia romana. En ella vertieron, sin duda, todas sus debilidades y
excesos, al par que conocieron, también sin duda, la certeza que solo otorga Dionisos el pagano, a
saber, que nos perdemos el mejor licor de la existencia si solo nos encadenamos a la moral y sus
dogmas, a la llamada virtud y a lo que yo llamo el vicio espantoso de la culpabilidad. El
arrepentimiento, he ahí la discordia cósmica que amenaza la imperturbabilidad del ser, el dominio
de uno mismo. Exceptuando a Martorius- del cual no obstante tengo mis dudas- no he conocido un
solo obispo inteligente que no hubiera rechazado desde el principio este vicio moral. No, ningún
cardenal se confiesa realmente- todo es pura máscara, pues en el Vaticano somos hombres expertos
en la mueca, científicos del gesto, actores por vocación.
Pero todo en este universo está penetrado por su otro. Libres de un mal, somos presa de su opuesto.
Los hombres del Vaticano somos seres descreídos, algunos muy cultivados por el opio de las
intrigas, otros agotados en el ajenjo del vicio, y aún otros llevados a todos lados, como esclavos,
por el demonio del Poder. Vistas así las cosas, el Vaticano se parece más al Purgatorio o al Infierno
de Dante que a la encarnación del reino de Dios. Solo el que ha participado vivamente en una fiesta
dedicada a la mismísima Afrodita- Prominadi guarda en su escritorio una cabeza de mármol de esta
diosa, a la que besa cada día- solo el que ha estado implicado físicamente en esos baños de carne y
mares de lubricidad, ha podido al mismo tiempo ver allí el mismísimo Infierno, el pavor que
infunde la participación en La Locura- yo he visto los ojos de algunos sacerdotes inyectados en un
fuego que definitivamente no es de este mundo, mientras embestían con sus báculos de Príapo tanto
a rameras como a doncellas vírgenes- el lugar donde placer y dolor, mentira y verdad, éxtasis y
horror confluyen en el vientre oscuro del terrible Satanás: el lupanar.
Mas anudemos nuestro ensayo: ¿Qué ha de relacionarse, desde este infierno, con la tierna infancia,
con la carencia de maldad, con la ignorancia? Todo, amigos, puesto que muchas veces no es sino la
infancia del espíritu la que deja llevarse por lo que el sano entendimiento del adulto catalogaría
como pura aberración. Ésta será, pues, mi única confesión: que, con independencia de las
motivaciones que en otros casos hayan llevado a algunos a cometer las más horrendas locuras- la
ensimismada búsqueda de la vagina, el frescor impúdico de la ramera- yo no he sentido nunca sino
ingenuidad y desconocimiento en mis actos reprobables. Que yo solo he querido ser un niño con
mis juegos, mi ocio, mi libertad para ser. Y en ello he logrado el mayor éxito, a pesar de mi
melancolía, a pesar de mis sombras. Absuelto de toda responsabilidad, vivo en el Vaticano como
Zeus en el Olimpo, libre y sin culpa, entregado a mis juegos- y aunque algunos crean que éstos no
son tales, solo la naturaleza del objeto se ha transformado-. ¿Qué es un dios -aunque se trate del
dios del rayo- sino un niño jovialmente atareado?
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Nada ha ayudado más a los negocios de la Iglesia que la ciencia de la escolástica. Gracias a sus
categorías se pudo un día fundar una doctrina del número en lo relativo a las finanzas eclesiásticas,
que incluían paraísos fiscales sabrosísimos, comercio de armas y esclavos, narcotráfico a nivel
internacional. En esta materia poseemos un joven ciertamente avispado, muy capaz, llamado Roger
Bramantini, que a sus veinticinco años ha cosechado grandes éxitos en la ciencia del comercio,
sobre todo en el tráfico de armas y en el control de los cárteles de la droga. La Iglesia ha sido aquí
un puntal de vanguardia en el fenómeno conocido como globalización, ya que lo que era un trato
afable y provinciano con las familias de la Mafia siciliana se ha convertido, en los nuevos tiempos,
en un trasiego infatigable de mercancías a través del mundo entero, lo que indica la capacidad de la
Iglesia para afrontar los retos de nuestro nuevo siglo. He aquí un ejemplo de emprendimiento y
audacia empresarial como no conoceréis en ningún otro país.
Pero regresemos a Bramantini y su afición por la escolástica. Pues es evidente que la dedicación de
este joven sacerdote a esta escuela ha influido de forma determinante en su éxito crematístico. La
ciencia del silogismo ha sido, como digo, un elemento fundamental en su capacidad de negociación
con los distintos cárteles. Nuestro joven sacerdote siempre cuenta anécdotas en las que ha podido
regatear innumerables sumas con los capos más peligrosos de México, Colombia y Rumanía,
utilizando sabiamente el silogismo aristotélico y la derivación lógica. La retórica y la sofística han
sido también escuelas muy provechosas para este cerebro del Vaticano. De Protágoras aprendió el
elogio fácil, la ironía inteligente, el recurso al argumento para desviar la atención del contrincante.
Los rétores romanos han sido sus maestros en la elaboración del discurso, junto con su admirado
Demóstenes. Esta aplicación práctica de los conocimientos ancestrales de la Iglesia es uno de los
elementos que convierte a esta institución en una maestra de las vanguardias contemporáneas.
Pero, ¿por qué hago aquí elogios a la Grande Bouffe del Vaticano? Perdonen mi tono pedagógico;
es lo que tiene haber perdido diez cajas de un Barca finísimo que llegaba ayer a las costas
portuguesas. La lucidez es un mal en mí: como también la lógica aristotélica, de la que no logré
superar siquiera el primer curso. Mis profesores perdieron la paciencia conmigo y, con justeza,
supieron encontrar en mí lo que podía ser útil: es por eso por lo que durante algún tiempo fui un
simple recadero. Según aumentó, sin embargo, mi edad y mis conocimientos acerca de la esencia de
la Iglesia, aquellos recados comenzaron a modificar su estatus: los primeros cigarrillos
dieron paso al intercambio de papeles y notificaciones; esos papeles luego se transmutaron en
pequeños paquetes de regalos, de ofrecimientos y dádivas ; más tarde se trataba ya de peligrosas
sumas de dinero y de maletines que debían partir de inmediato hacia paraísos fiscales suntuosos. Así
es como mientras yo me dedicaba grosso modo a hacer de recadero, otra gente más válida que yo ha
podido aplicar sus conocimientos a la esfera mundana, convirtiéndose en figuras importantes de la
Iglesia.
Y sin embargo, ¡yo soy el jodido Papa! ¡Que os den por el mismísimo culo, Trampatozzis,
Peregrinis, Martorius y Bramantinis! ¿De qué sirve esa inteligencia si luego quien está absuelto de
toda responsabilidad y goza de todo beneficio es un borracho inculto como yo, un déspota
insensible y sin capacidades evidentes? ¡No habéis aprendido un ápice, hermanos míos! Y mientras
vosotros os jugáis la vida en el Tercer Mundo, traficando peligrosamente con seres no menos
peligrosos, con las alimañas de la humanidad, mientras vosotros hacéis favores no solo verbales a
los grandes jeques de la cristiandad para ascender al lamentable puesto de sacerdote o de cardenal,
yo, ¡yo! Un sujeto que pasaba por allí, me titulo Papa mientras abro mi botella de ron dominicano y
me enciendo un buen habano, tumbado desnudo en mi despacho, sin necesidad de mover un
músculo ni abrir la boca. Seguid así, escolásticos modernos: os necesito tanto como vosotros
necesitáis mi inmoralidad elemental.