Foto: JR Vega
Epigmenio Rodríguez nació en Taranilla (León) en 1953. Maestro, economista y MBA, ha dedicado la mayor parte de su vida profesional a la educación, tanto en España como en el extranjero. Ha sido profesor, director de centros educativos y asesor del Ministerio de Educación. También ha trabajado como consultor en proyectos de cooperación internacional. Fue minero en su juventud y (de lo que se siente más orgulloso) trabajó ayudando a sus padres en el campo y con el ganado desde tan temprana edad como es capaz de recordar. En 2007 escribió y dirigió Las becicletas, una película de corto metraje. En 2010 publicó LEÓN SIN PRISA (I), primer volumen de un libro de viajes por la provincia de León. En 2011 publicó el segundo, LEÓN SIN PRISA (II). EL COLOR DE LAS HAYAS es su primera novela, y también la primera de la trilogía DE INFERNIS.
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LO QUE HAN DICHO DE LA OBRA ANTERIOR DEL AUTOR
“LEÓN SIN PRISA es una obra deliciosa que narra un viaje del autor y
su amigo Fran por la provincia leonesa al modo de Camilo José Cela en su Viaje a
la Alcarria: echándose al camino con ingenuidad antigua, oído atento y
hambre razonable”.
Rodríguez tiene una mirada atenta y sabia, sin ruido. No pretende imponerse, convencer (…) Refleja el espíritu de los
mejores viajeros”.
“Una obra divertida e importante que no ha necesitado irse lejos para guiarnos por
una gran viaje (…) Con humildad, curiosidad y apetito. Y, por supuesto, sin
prisa”.
Mariano López, Director de la revista VIAJAR
“Con LEÓN SIN PRISA estamos ante el viaje más interesante y
completo que uno haya leído de la provincia de León”.
“El viaje, este viaje, pasará a la historia
seguramente como uno de los testimonios humanos y literarios más
atractivos de los escritos sobre la provincia”.
Alfonso García, Director de EL FILANDÓN (Diario de León)
ISBN 978-84-15603-10-8
9 788415 603108
Como Marco Polo en Las ciudades invisibles (Italo Calvino), el autor de la trilogía DE INFERNIS se sumerge en la idea de que el infierno, los infiernos, no son cosa del futuro, y de los muertos. Al contrario, son aquí y ahora, entre nosotros, en el mundo de los vivos. En ellos se desenvuelven los personajes (aunque quizá fuera mejor decir que son éstos quienes los dan forma) de las tres novelas.En esta primera obra de la trilogía, el infierno adquiere forma en el mundo rural, en un rincón remoto y aislado, cerca y lejos al mismo tiempo de todo y de todos.
ColecciónNarrativa
EL COLOR DE LAS HAYAS
EL COLOR DE LAS HAYAS
HACIA LA MITAD DEL OTOÑO
Epigmenio Rodr guez
Trilogía DE INFERNIS Infernum I: RURI
© Epigmenio Rodríguez – 2013
Director editorial: Héctor Escobar
Primera edición: 2013
ISBN: 978-84-15603-10-8
Colección Narrativa
Depósito legal: LE-484-2013
Impresión: Eujoa Artes Gráficas
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»
Diseño de portada y fotografía: Amando Casado
Edita: Eolas Ediciones
Agradecimientos
A Marina, primae inter pares.
A Julio, cui dubium ullum nunquam fuit.
A Mar, operi semper faventi.
A Javier, diligentissimo minimarum curatori.
A Pepe, postremo auctori.
A Óscar, Latinitatis magistro.
Para Ilia y para Raúl, quos in oculis gero.
El infierno de los vivos no es algo que vendrá; hay uno que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los
días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el
infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y
aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que
dure, y darle espacio.
Italo Calvino
Latet anguis in herba.
Virgilio
INDEX Introductio: De fagorum colore (I) 17
Un fardel viejo y sucio
1 De sicco sanguine 23
El viaje nocturno
Sobresalto
Los médicos
2 De profunda natura 35
Los guardias
Caza mayor
La vida en La Loma
Una patada en el caldero
3 De externo mundo 75
Media arroba de escabeche
La feria del veinte
El hombre de la caja de cartón
4 De novo sanguine 111 El cura nuevo
El tiro al plato
¡Motorizados!
La oración de San Antonio
Un grito en (medio de) la noche
5 De fagorum colore (II) 155
Entran por una puerta…
Una pensión en León El miedo es cosa de hombres
El camión de la leche
El nerviosismo de los perros
6 De aura nova 197 La carretera
Una visita inesperada
Compañía para el muerto
La carrera (después de misa)
7 De matre dolorosa 233
Regreso a la Arcadia
La mili en Burgos
La conspiración de El Portillo
Luna llena
8 De brutali vi 271
De primavera a Los Santos
Algunas lágrimas serenas
Otra botella en la guantera
Furia desatada
9 De vita renovata 311
Noticia de América
De nuevo (por fin) la fiesta Epilogus: De fagorum colore (III) 323
La gotera en el tejado
Introductio
De fagorum colore (I)
- 19 -
Un fardel viejo y sucio 2008
Cuando sube al tractor, Braulio ya sabe que será la última
vez. Lo hace con mucho esfuerzo, pues tiene alguna dificul-
tad para moverse, tras acomodar las viejas muletas de madera
entre el asiento y el guardabarros de una de las ruedas, y sin
soltar en ningún momento el fardel viejo y sucio que mantie-
ne apretado contra el pecho ni descolgar la escopeta de la
espalda. Ya sentado, desabrocha algunos botones de la cami-
sa, coloca el fardel dentro, vuelve a abrochar los botones,
enciende el motor y se pone en marcha.
El pequeño tractor, uno de esos especiales para zonas de
montaña, atraviesa la brevedad de La Loma y empieza a subir
lentamente por el camino de El Cueto. Al principio, la ruta
transcurre por una ladera pelada, apenas algunos espinos y
majuelos, y la pendiente es bastante pronunciada. En la parte
final de la ladera, el camino se adentra en una zona boscosa,
mayormente de robles, pero en la que también hay algunas
hayas.
Pese a lo avanzado del otoño, la tarde es soleada y hace
bastante calor. Braulio agradece el frescor de la sombra de los
árboles. Además, el camino es ahora algo más llano y tiene
mejor piso. Menos mal, piensa, aquí la cadera no sufre tanto
- 20 -
con los baches y las piedras. Casi se podría decir que disfruta
conduciendo en este tramo.
Cerca del final de los robles, saliendo de entre éstos, un
bando de perdices invade de pronto el camino, unos metros
por delante del tractor. Más sorprendidas aún que Braulio, las
aves echan a correr camino adelante. Con reflejos sorpren-
dentes para su edad, el hombre detiene el tractor, descuelga la
escopeta, se la echa a la cara y apunta. Aún pasan unos se-
gundos antes de que los animales, como sintiendo el peligro
que les acecha, levanten el vuelo y se pierdan por encima de
los árboles.
Pero Braulio no dispara. Retira la escopeta de la cara y se
queda mirando a las perdices hasta que desaparecen. Cual-
quiera que le conociese hubiera tenido dificultad para creerlo
incluso viendo la escena.
Braulio mueve la cabeza al tiempo que chasquea la len-
gua y suelta una imprecación.
– ¡Rediós!
Con parsimonia, vuelve a colgar la escopeta a la espalda y
reemprende la marcha.
Cuando se acaban los árboles y vuelven el sol y los ma-
juelos, el tractor está ya cerca de la collada, al otro lado de la
cual las aguas fluyen hacia El Cueto. Un poco más adelante,
Braulio sale del camino y aparca a la sombra de una pequeña
mata de robles que parecen haberse perdido del resto del bos-
que. Con gran esfuerzo, no menos que para subir, se baja del
tractor. Aún agarrado al mismo, estira un poco las piernas,
recoge las muletas y, apoyándose en ellas, comienza a andar
con dificultad, cojeando de una forma poco común.
Es un anciano de ochenta y muchos años y aspecto rudo,
muy curtido por los años y la vida dura en las montañas. En-
juto, viste desaliñado, ropa antigua, vieja y sucia. Él mismo
está sucio y no parece que se haya afeitado en semanas. Calza
unas botas viejas, medio rotas. La cojera resulta extraña por-
- 21 -
que se debe a un problema en la parte alta de la pierna, en la
articulación de la cadera. Viéndole caminar no hay duda de
que mover esa pierna es una proeza. Y una tortura.
La senda por la que camina ahora es estrecha, inaccesible
para el tractor. La anchura justa para que Braulio pueda ma-
nejar las muletas librando los espinos que la bordean. Un
centenar de metros más arriba se detiene jadeando y apoya la
espalda en una peña un poco más alta que él. Descuelga la
escopeta y la posa en el suelo, a un lado. Después, poco a
poco y con gran esfuerzo, se deja caer deslizándose sobre un
lateral de la roca hasta sentarse en el suelo, sobre la hierba.
Desabrocha algunos botones de la camisa, saca el fardel, lo
coloca en el regazo y lo aprieta contra el pecho con las dos
manos al tiempo que empieza a balancear el tronco leve y
rítmicamente hacia adelante y hacia atrás.
El silencio, sólo roto por el canto lejano de algún pájaro,
lo invade todo.
Transcurre un buen rato antes de que el hombre cese el
balanceo y apoye la espalda en la roca. En esa postura, se
queda mirando al frente, ante sus ojos una vista inigualable.
El colorido de los árboles en otoño, ahora realzado por la luz
del atardecer, no puede ser más hermoso. En la ladera de la
derecha, la orientada al sur, el ocre austero de los robles. En
la de enfrente, la sinfonía de color de las hayas, todos los
tonos del amarillo al rojo. Aquí y allá, un argamón, un cerezo
silvestre, un mostajo, un fresno. Imposible encontrar un con-
junto más armonioso; como las más finas pinceladas del pin-
tor sobre la tela.
Sin embargo, Braulio parece no ver nada; tiene la mirada
perdida en el horizonte. Tras unos instantes, deja caer la ca-
beza hacia atrás, hasta apoyarla en la roca, y cierra los ojos.
Pero no se duerme. No puede. Sus pensamientos vuelan
hacia atrás, hasta 1978, cuando había empezado todo.
1
De sicco sanguine
- 25 -
El viaje nocturno
Sí, todo había empezado en 1978. Aunque, bien mirado, tam-
bién puede que lo hubiera hecho mucho antes.
Aquel año tardó en nevar, hasta el punto de que muy
avanzado diciembre no había caído un copo en La Loma. En
cambio sí que había llovido, y mucho. Como ocurría aquella
noche, cerca ya de la Navidad, en que la lluvia caía a cántaros
y el viento soplaba con fuerza, como si las montañas se
hubieran puesto de acuerdo en soplar toda su furia.
Por el camino que comunicaba La Loma con Las Mati-
llas, apareciendo y desapareciendo entre los árboles, se abrían
paso las luces de un coche. Se trataba de un vehículo todo
terreno como los del ejército, grande y muy sucio, embarrado
hasta el techo. La capota de lona estaba vieja y medio rota.
Las ventanillas no tenían cristales, sólo unos plásticos cubier-
tos de barro que no ajustaban bien y dejaban algunas ranuras
por las que entraba el agua. El camino no era sino una suce-
sión de baches en los que el coche botaba y saltaba como si
fuera un barquito, una cáscara de nuez en medio del mar a
merced de la tormenta.
Con cada bache, con cada bote, un quejido, a veces un
grito de dolor, salía de la garganta de uno de los viajeros.
En el interior, empapadas por la lluvia, iban dos personas.
El conductor, Telmo, un joven de veinticinco años, era el hijo
mayor de Braulio y Fini. Sus ropas, muy viejas y ajadas, es-
taban sucias, llenas de barro. Su cara expresaba un enorme
- 26 -
sufrimiento, hasta el punto de hacerle casi imposible condu-
cir. En el asiento de al lado viajaba su hermana Virtu, un año
más joven que él y la mayor de las hijas. La joven iba aga-
chada y girada hacia su hermano, a quien sujetaba las tripas
con las manos cubiertas de sangre.
De pronto, el coche se detuvo en medio del camino.
– No puedo más – dijo Telmo apoyando los brazos y la
cara sobre el volante –. Me voy a morir – añadió entre gestos
de dolor.
– ¡Sí puedes! – gritó su hermana – ¡Telmo, mecagüen la
puta! ¡Tienes que poder! ¡Vamos! – siguió gritando, desespe-
rada, levantando un poco la cara pero sin quitar las manos
del abdomen de su hermano.
Telmo parecía a punto de desmayarse.
– Los baches – se lamentó – Dios, la puta… Qué dolor…
Me muero.
Virtu optó por cambiar el tono, por parecer un poco más
serena, e intentó animarle con toda la dulzura que pudo. Más
de la que había exteriorizado nunca.
– Vamos, valiente, que tú puedes. Ya casi estamos en Las
Matillas, allí la carretera está asfaltada, ya no hay baches.
¡No te pares, tira! – elevó de nuevo la voz, con la última fra-
se, y volvió a sonar imperativa y levemente angustiada.
Haciendo un gran esfuerzo, Telmo recuperó la compostu-
ra y se puso en marcha lentamente. Con los dientes apretados
para aguantar el dolor y reprimir los quejidos, terminó de
recorrer el tramo del robledal. Después, unos cientos de me-
tros cuesta abajo, el pequeño puente sobre el río, y ensegui-
da, iluminado por los faros del coche, apareció el cartel de
Las Matillas.
Se trataba de una aldea minúscula, unas pocas casas pe-
queñas a ambos lados de la carretera. Sólo una de ellas tenía
una bombilla encendida, con una luz muy pobre, en una es-
quina bajo el alero del tejado.
Un perro ladró a su paso. No le oyeron.
- 27 -
Nada más cruzar el poblado, cualquier viajero en circuns-
tancias normales hubiera visto que la carretera, aunque muy
estrecha, estaba asfaltada. Pero no Telmo, quien, con los ojos
medio cerrados, apenas podía ver por dónde iba. Sólo seguir,
como un autómata, las marcas de las luces en el pavimento.
Aunque lo que no captaban sus ojos sí lo hacía la herida: sin
baches, el dolor se redujo hasta un nivel soportable. Su cara
reflejó de inmediato un notable alivio.
– ¡Vamos, corre! – gritó Virtu sin erguirse y sin quitar las
manos de la herida – ¡Acelera, Telmo! ¡Acelera, mecagüen
la puta!
Pasaron algunos pueblos. La carretera era cada vez un
poco más ancha y el valle más abierto. Pero ni el joven, que,
aunque aliviado en cuanto al dolor, parecía al límite de sus
fuerzas debido a la pérdida de sangre y conseguía a duras
penas mantener los ojos abiertos, ni su hermana, quien en su
postura no veía nada del camino, sabían bien por dónde cir-
culaban.
– ¿Dónde estamos? – preguntó Telmo con un hilo de voz
– ¿Cuánto queda?
Virtu irguió un poco la cabeza para intentar situarse.
Buscó algún hito, algún paraje conocido, alguna señal. En
vano. La lluvia, que parecía arreciar cada vez con más fuer-
za, los árboles flanqueando la carretera, siempre los mismos
árboles, el trazado, curva tras curva a lo largo de todo el va-
lle, le hicieron dudar.
– ¡Ya queda poco! – dijo con más esperanza que convic-
ción – Me parece que hemos pasado Quintanilla. ¡Vamos,
Telmo, vamos! – volvió a animarle – ¡Tira, que ya queda
poco!
- 28 -
Sobresalto
En Quintanilla, el último pueblo del valle antes de El Cruce,
una familia cenaba en silencio en la cocina de una de las ca-
sas situadas junto a la carretera. La cocina, aunque humilde
como la mayoría, era amplia y estaba muy limpia. Dos lum-
bres, la de carbón de la cocina de hierro en la que la madre
había preparado la cena, y la de la chimenea bajo la trébede,
en la que ardían varios troncos de roble, mantenían la estan-
cia caliente como un horno. Desde el techo alumbraba un
tubo fluorescente en el que las cagadas de mosca se contaban
por cientos, puede que miles. En una balda fijada a la pared
del fondo había una televisión grande, apagada.
En torno a la mesa, un tablero abatible por la mitad y unido
al banco por dos brazos que hacían posible recogerla por enci-
ma de la cabeza y contra la pared, se sentaban el padre y la
madre, de mediana edad, y los siete hijos, de entre quince y
cinco años. La abuela estaba cerca de la lumbre, comiendo
sobre la trébede. Pese al calor, la anciana cubría su cabeza
con un pañuelo negro.
De pronto, en mitad de la cena, alguien llamó a la puerta.
Resonaron varios golpes con gran fuerza. Todos se sobresal-
taron. El gato, que estaba dormido debajo del escaño, soltó
un bufido y salió corriendo. Desde la calle llegaron los ladri-
dos de un perro, más asustado que otra cosa.
- 29 -
La madre se levantó para salir. Antes de que tuviera
tiempo de llegar al portal volvieron a llamar, aún con más
violencia.
– ¿Quién es? – preguntó la madre al tiempo que abría la
puerta de la cocina.
– ¿Está el médico? – la voz de Virtu, que no reconocie-
ron, sonó angustiada desde el exterior.
– ¿Quién es? – volvió a preguntar la madre, ya en el por-
tal, al tiempo que encendía la luz – ¿Qué pasa?
– ¡Mi hermano! – gritó la voz – ¡Que está con las tripas
fuera!
Al oírlo, toda la familia, con el padre a la cabeza, se puso
de pie y se dirigió al portal. También la abuela. Los más pe-
queños salieron del escaño por debajo de la mesa. Uno de
ellos golpeó el tablero con la cabeza, y un par de platos, lle-
nos de sopas de ajo, cayeron al suelo y se hicieron añicos.
Nadie, ni siquiera él, pareció darse cuenta.
Un poco asustada, la madre abrió la puerta de la calle.
Vio la silueta de Virtu, pero no la reconoció en la penumbra,
que no disipaba del todo la luz del portal.
– ¡Madre del amor hermoso! – exclamó – Aquí no hay
ningún médico. Pero, ¿quién eres, niña? ¿Qué ha pasado? –
preguntó intrigada.
– ¿No es aquí el médico? – la voz de Virtu reflejaba tanta
decepción como sorpresa.
– No, el médico es en El Cruce, esto es Quintanilla – dijo
la madre –. ¿Qué pasó? – volvió a preguntar, acongojada.
Al darse cuenta del error, y sin más palabras, Virtu se dio
la vuelta y echó a correr hacia el coche, que estaba parado
unos metros más adelante con el motor encendido.
– ¡Pero niña! ¡Espera! – gritó la madre, iniciando un leve
trote tras los pasos del fantasma – ¿Quién eres? ¿Qué pasó?
Virtu no se detuvo. En un visto y no visto llegó al coche,
subió y el vehículo emprendió la marcha.
- 30 -
– Alabado sea el Santísimo – se encomendó la madre,
santiguándose y cesando en la persecución al darse cuenta de
lo inútil del intento.
El padre y los hijos llegaron corriendo. La abuela perma-
neció en el umbral. Desde la orilla de la carretera, toda la
familia se quedó mirando cómo las luces del coche se aleja-
ban y desaparecían un instante después tras una curva.
– Si me pareció la hija de Braulio el de La Loma... – dijo
la madre en cuanto perdieron de vista el coche.
– Sí, era el coche suyo – confirmó uno de los hijos mayo-
res –. Yo lo conocí.
Todos los hermanos se quedaron mirando a su madre con
la boca abierta. La mujer se santiguó de nuevo. Después,
como si salieran súbitamente de un sueño, todos a la vez, se
dieron cuenta de que llovía a mares y echaron a correr hacia
la casa.
La abuela tuvo que apartarse para que no se la llevaran
por delante.
- 31 -
Los médicos
Desde Quintanilla hasta El Cruce hay poco más de dos kiló-
metros. Esta vez Virtu acertó a la primera con la casa del
médico. Él no estaba en ese momento, pero su mujer fue a
buscarle al bar y cinco minutos después ya estaba en la con-
sulta atendiendo la urgencia. Era un hombre joven, menos de
cuarenta años, y su expresión tenía algo, un no sé qué tran-
quilizador que calmó un poco a Virtu.
La consulta era muy sencilla. Una mesa, dos sillas y un
pequeño armario de cristal. En la mesa había un teléfono. En
una orilla, junto a la pared, una camilla en la que el médico y
Virtu ayudaron a tumbarse a Telmo.
El galeno levantó la ropa ensangrentada, descubriendo el
abdomen del joven, y miró la herida con gesto serio. Limpió
con cuidado los bordes. Telmo se quejó un poco, aunque
intentó reprimirse apretando los dientes y los puños y ce-
rrando los ojos.
– Te voy a poner una inyección, un calmante; estarás me-
jor – le dijo el médico –. Ayúdame a darle la vuelta – añadió
dirigiéndose a Virtu.
Con mucho cuidado, le giraron un poco entre los dos. El
médico se apartó brevemente de la camilla para preparar la
inyección. Mientras lo hacía, Virtu le habló a su hermano.
– Te vas a curar, Telmín, ya verás – le dijo con un atisbo
de ternura.
El médico le puso la inyección.
- 32 -
– Ahora vamos a vendarte – le dijo después.
Con la ayuda de Virtu, y con tanta destreza como cuida-
do, le colocó una venda alrededor del cuerpo. Cuando hubo
terminado se lavó las manos en una jofaina que había en un
rincón, tras el armario. Mientras se lavaba, le hizo un gesto
con los ojos a Virtu para que se acercara. Ella obedeció y él
habló en voz baja, casi al oído de la joven.
– Esto es muy grave, es un milagro que haya podido ve-
nir conduciendo desde La Loma. Habría que llevarle a León,
pero puede que no llegue, ha perdido mucha sangre. Mejor a
Villanueva, a la clínica de Rojas; son poco más de veinte
minutos. A ver si hay suerte y está en casa – dijo con un ges-
to expresivo, arqueando las cejas – Puedes lavarte las manos
ahí.
Al tiempo que descolgaba una toalla de una percha que
había en la pared y se secaba las manos, señaló la jofaina
donde se acababa de lavar. Virtu ignoró la indicación.
– Pero, ¿quién va a conducir? Él no puede y yo no sé –
dijo la joven en tono angustiado, esfumada la calma que ha-
bía sentido en el primer momento.
El médico posó descuidadamente la toalla en una silla,
descolgó el teléfono y marcó un número. Mientras esperaba
que le contestaran, intentó tranquilizar a Virtu.
– No te preocupes por eso – le dijo en tono sereno.
Alguien contestó al otro lado del teléfono.
– ¿Mario? Soy Nicolás, el de El Cruce. Me alegro de que
estés en casa. Tengo un herido, es bastante grave, incisión en
el abdomen – dijo.
Desde el otro lado, el colega debió de interesarse por al-
gunos detalles del caso.
– El hijo mayor de Braulio el de la Loma – respondió Ni-
colás, cuyo nombre acababa de recordar Virtu al oírlo –. Sal-
go para allá ahora mismo, será mejor que tengas preparado
todo.
- 33 -
Colgó y se dirigió de nuevo a Virtu.
– Ayúdame a llevarle al coche. Iremos en el mío. No es
mucho mejor, pero al menos tiene cristales.
Desde El Cruce a Villanueva, en condiciones normales,
no se tardaba más de veinte minutos. Por la lluvia, que se-
guía cayendo con fuerza, y para evitar molestias a Telmo,
Nicolás condujo despacio y tardaron algo más, no mucho. En
la clínica del doctor Rojas, éste los estaba esperando en el
quirófano con todo preparado. Diez minutos después de lle-
gar, él y Nicolás estaban empezando a operar a Telmo.
Mientras lo hacían, Virtu se quedó aguardando en la pe-
queña sala de espera. Sola, a veces con la mirada perdida,
otras con un brillo de ansiedad en los ojos, mirando hacia el
pasillo más allá de la puerta, escuchando atenta, alarmándose
por el más mínimo ruido que oía, o creía oír, el tiempo se le
hizo larguísimo.
Por fin, tras algo más de una hora, oyó el sonido inequí-
voco de una puerta al abrirse y cerrarse y se puso en pie. En-
seguida aparecieron los dos médicos al fondo del pasillo.
Virtu dio unos pasos hacia ellos. Los dos hombres se detu-
vieron al llegar a su altura, Nicolás un paso por detrás del
otro.
– Tu hermano ha tenido suerte; un poco más y no lo
cuenta – dijo el doctor Rojas ante la mirada impaciente y
ansiosa de Virtu y el silencio de su colega –. Pero se salvará
de ésta.
A Virtu le cambió la cara, pero se esforzó en que no se
notara mucho.
– Ya lo sabía yo – dijo con determinación de visionaria –.
Es que mi hermano los tiene bien puestos.
Los dos hombres se miraron. Sabían cómo se las gasta-
ban los hijos de Braulio, pero aquello sobrepasaba cualquier
cosa que hubieran podido esperar.
- 34 -
– Ven, vamos a la sala – dijo el doctor Rojas, reaccio-
nando tras unos segundos a la respuesta de la joven –. Siénta-
te – le ordenó, firme, cuando entraron.
Virtu obedeció. El doctor Rojas acercó una silla para sen-
tarse frente a ella. Nicolás se quedó de pie junto a la puerta.
– Ahora tendrás que decirme lo que pasó – le dijo, utili-
zando para ello el tono más suave y cómplice de que fue ca-
paz.
Virtu le miró fijamente a los ojos y por un momento pa-
reció que iba a decir algo. Pero no lo hizo. Apartó la mirada
hacia el suelo, unos segundos, y volvió a levantarla para cla-
var sus ojos en los del médico. Sin pestañear, aguantó la mi-
rada de éste un buen rato. En un par de ocasiones, mientras
lo hacía, apretó los puños manchados de la sangre que aún no
se había lavado, ahora completamente seca.
El doctor Rojas miró a su colega, que seguía en silencio
y, por la expresión de su cara, parecía no sorprenderse ante la
actitud de la joven. Tampoco lo pareció el doctor Rojas por
el tono de su voz cuando volvió a dirigirse a ella, como si
hubiera anticipado que no le iba a contestar.
– Bueno, si no es a mí será a la Guardia Civil.
Foto: JR Vega
Epigmenio Rodríguez nació en Taranilla (León) en 1953. Maestro, economista y MBA, ha dedicado la mayor parte de su vida profesional a la educación, tanto en España como en el extranjero. Ha sido profesor, director de centros educativos y asesor del Ministerio de Educación. También ha trabajado como consultor en proyectos de cooperación internacional. Fue minero en su juventud y (de lo que se siente más orgulloso) trabajó ayudando a sus padres en el campo y con el ganado desde tan temprana edad como es capaz de recordar. En 2007 escribió y dirigió Las becicletas, una película de corto metraje. En 2010 publicó LEÓN SIN PRISA (I), primer volumen de un libro de viajes por la provincia de León. En 2011 publicó el segundo, LEÓN SIN PRISA (II). EL COLOR DE LAS HAYAS es su primera novela, y también la primera de la trilogía DE INFERNIS.
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LAS
HAY
AS
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odrg
uez
HA
CIA
LA M
ITAD
DEL
OTO
ÑO
LO QUE HAN DICHO DE LA OBRA ANTERIOR DEL AUTOR
“LEÓN SIN PRISA es una obra deliciosa que narra un viaje del autor y
su amigo Fran por la provincia leonesa al modo de Camilo José Cela en su Viaje a
la Alcarria: echándose al camino con ingenuidad antigua, oído atento y
hambre razonable”.
Rodríguez tiene una mirada atenta y sabia, sin ruido. No pretende imponerse, convencer (…) Refleja el espíritu de los
mejores viajeros”.
“Una obra divertida e importante que no ha necesitado irse lejos para guiarnos por
una gran viaje (…) Con humildad, curiosidad y apetito. Y, por supuesto, sin
prisa”.
Mariano López, Director de la revista VIAJAR
“Con LEÓN SIN PRISA estamos ante el viaje más interesante y
completo que uno haya leído de la provincia de León”.
“El viaje, este viaje, pasará a la historia
seguramente como uno de los testimonios humanos y literarios más
atractivos de los escritos sobre la provincia”.
Alfonso García, Director de EL FILANDÓN (Diario de León)
ISBN 978-84-15603-10-8
9 788415 603108
Como Marco Polo en Las ciudades invisibles (Italo Calvino), el autor de la trilogía DE INFERNIS se sumerge en la idea de que el infierno, los infiernos, no son cosa del futuro, y de los muertos. Al contrario, son aquí y ahora, entre nosotros, en el mundo de los vivos. En ellos se desenvuelven los personajes (aunque quizá fuera mejor decir que son éstos quienes los dan forma) de las tres novelas.En esta primera obra de la trilogía, el infierno adquiere forma en el mundo rural, en un rincón remoto y aislado, cerca y lejos al mismo tiempo de todo y de todos.
ColecciónNarrativa