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MANUSCRITO: NO CITAR NI REPRODUCIR SIN AUTORIZACIÓN El debate sobre la justificación de la pena de muerte y la construcción del sujeto criminal en los
Estados Unidos y Puerto Rico: Una propuesta metodológica
José A. Laguarta Ramírez Escuela de Derecho, Universidad de Puerto Rico
[email protected] Primera Parte: La controversia jurídica y su contexto político La pena de muerte en Puerto Rico
A pesar de su prohibición, a partir de 1952, por la Constitución del Estado Libre Asociado, la
pena de muerte continúa vigente en Puerto Rico en virtud de la Ley de Relaciones Federales, que
extiende al territorio todas las leyes federales aplicables bajo la Constitución de los Estados
Unidos. Con la aprobación del Violent Crime Control and Law Enforcement Act de 1994, la cual
prescribía la pena de muerte para 45 delitos relacionados principalmente con el trasiego de
droga, Puerto Rico pasa a ocupar uno de los primer lugares entre los estados y territorios en
cuanto a incidencia de delitos elegibles para la pena máxima.1 Aunque la costumbre de
gobiernos anteriores, en deferencia a los estados donde la práctica se ha proscrito localmente, ha
sido instruir a los fiscales a no pedir la pena de muerte en casos elegibles, bajo la actual
administración estadounidense, la fiscalía federal en Puerto Rico ha solicitado la pena de muerte
para al menos tres acusados.2 También es objeto de preocupación la aplicación de la pena capital
a puertorriqueños en estados que la sí la practican.3
1 Jalil Sued-Badillo, La pena de muerte en Puerto Rico: Retrospectiva histórica para una reflexión
contemporánea (2000), p.62. 2 En ambas ocasiones (dos de los casos fueron consolidados) un jurado puertorriqueño se negó a imponer la
pena de muerte. Coalición Puertorriqueña Contra la Pena de Muerte, “Jurado se niega a imponer pena de muerte”, Comunicado de Prensa, 13 de noviembre de 2006, <http://www.bandera.org/articulo.php?articuloID=1077> Accesado 15 de julio de 2007; Frente Socialista, “Doble rechazo a la pena de muerte en Puerto Rico”, Comunicado de Prensa, 3 de mayo de 2005, <http://www.bandera.org/articulo.php?articuloID=790> Accesado 15 de julio de 2007.
3 El más reciente fue el notorio caso de Angel Nieves Díaz, ejecutado por inyección letal en el estado de Florida el 13 de diciembre de 2006. Según salió a relucir posteriormente, tuvo que ser inyectado varias
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El historiador Jalil Sued-Badillo identifica 589 de entre posibles “millares” de
ejecuciones en Puerto Rico desde el siglo 16, de las cuales 29 se dieron luego del traspaso de
soberanía a los Estados Unidos en 1898.4 Bajo el dominio español, la pena de muerte fue
implementada en Puerto Rico por numerosos delitos (incluyendo, en el siglo 16, “sodomía” y
“brujería”) y utilizando diversos métodos. En la segunda mitad del siglo 19 se impuso el uso del
garrote, principalmente para delitos políticos (insubordinación militar, rebelión de esclavos), de
asesinato o de violación.5 Con la llegada de los estadounidenses, la práctica continuó, a partir de
1902 mediante el uso de la horca, gracias a la adopción de un nuevo Código Penal trasplantado
del estado de California. Durante este periodo, y hasta 1929, cuando fue derogada la disposición
que la establecía, la pena de muerte provocó gran oposición entre todos los sectores de la
sociedad puertorriqueña, particularmente de parte del incipiente movimiento obrero.6
La prohibición constitucional de 1952 ratificó la abolición de la pena de muerte a nivel
del gobierno local. Como actores políticos en el conflicto actual sobre la vigencia y aplicación
de la pena de muerte en Puerto Rico, podemos identificar, por un lado, a los funcionarios del
Tribunal Federal de Distrito y por otro, a diversos sectores organizados, incluyendo sindicatos,
grupos profesionales, iglesias y organizaciones políticas.7 A pesar de la gran oposición que
veces y tardó casi 40 minutos en expirar, en vez de los acostumbrados 15 minutos. El caso generó mucha atención pública, creando nuevas dudas acerca de la “humanidad” del método de inyección letal. Osvaldo Burgos Pérez, “Sobre la ejecución de Angel Nieves Díaz”, en Claridad, <http://www.claridadpuertorico.com/articulo.php?id=5331> Accesado 15 de julio de 2007.
4 Sued-Badillo, La pena de muerte en Puerto Rico, pp.63 y 87-88 (Tabla). 5 Ibíd., pp.71-89 (Tabla). 6 Ejemplo de esto es la negativa de los carpinteros, en 1902, a construir el patíbulo para la horca. Nahomi
Galindo Malavé, “Entre el garrote y la horca: La oposición a la pena de muerte en Puerto Rico, 1898-1910” en Pensamiento Crítico, 28:97 (2006), pp.7-8. En 1939, el periodista y legislador Socialista Moisés Echevarría publicó un recuento crítico de los años de vigencia de la pena de muerte. Moisés Echevarría, La pena de muerte (1939).
7 Coalición Puertorriqueña Contra la Pena de Muerte, “Lista de Organizaciones Miembro” <http://www.aclu-pr.org/ES/NuestroTaller/PenaDeMuerte/OrganizacionesParticipantes.pdf> Accesado 15 de julio de 2007. Aunque la aplicación de la pena de muerte federal si cuenta con el apoyo de un grupo reducido de personas en Puerto Rico, no he logrado encontrar evidencia de que exista apoyo organizado.
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enfrenta en Puerto Rico, por razones principalmente religiosas, pero también políticas y sociales,
esta pudiera verse erosionada en el futuro próximo, particularmente si persiste la criminalización
de ciertos sectores sociales en el discurso público, como resultado de la marginación, la histeria
mediática ante la “ola criminal” y la búsqueda de chivos expiatorios por parte del gobierno y el
capital local y multinacional para justificar el descalabro del modelo de económico y político.8
La pena de muerte en los Estados Unidos En los Estados Unidos, la pena de muerte se practica y es administrada por los estados, salvo en
el ámbito de ciertos delitos específicos, desde la fundación de la república. La era actual del
debate sobre la pena de muerte comenzó en 1972, con la decisión de Furman v. Georgia, 408
U.S. 238, y una serie de casos acompañantes. En Furman, una mayoría del Tribunal Supremo de
los Estados Unidos, en opiniones separadas, determinó que la discreción entonces permitida a los
jurados al sentenciar en casos de pena de muerte violaba la prohibición de “castigo cruel e
inusual” contenido en la Octava Enmienda de la Constitución porque permitía su uso arbitrario y
discriminatorio, sobre todo por razón de clase y de raza. Sin embargo, como la mayoría no
encontró inconstitucional la práctica de la pena de muerte en sí misma, 9 las legislaturas de varios
estados redactaron estatutos de pena de muerte tomando en cuenta las diversas críticas procesales
hechas en las opiniones concurrentes de los Jueces Douglas, Stewart y White en Furman.10 En
1976, el Tribunal resolvió el caso Gregg v. Georgia, 420 U.S. 153, en el cual declaró
El actual Comisionado Residente de Puerto Rico ante el Congreso de los Estados Unidos, anexionista y miembro del Partido Republicano, Luis Fortuño, es opositor de la pena de muerte por razones religiosas.
8 Ver por ejemplo: José A. Laguarta Ramírez, “Campanillas: La crisis y el gobierno esnú”, Claridad 9/3-4/4/2007, p.37.
9 Solo los Jueces Brennan y Marshall concluyeron que la Octava Enmienda prohibía la pena de muerte en su totalidad. A partir de la validación constitucional de la pena de muerte por la mayoría del Tribunal en Gregg v. Georgia, Brennan y Marshall se acogieron a la práctica de siempre disentir en casos de pena de muerte. International Commission of Jurists, “Administration of the Death Penalty in the United States” en Human Rights Quarterly, 19:1 (1997), p.174 (n.c. 4).
10 International Commission of Jurists, “Administration of the Death Penalty ”, p.174.
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expresamente, por primera vez, que la pena de muerte no era inconstitucional en sí misma, pero
que sí lo sería cualquier estatuto que se prestara para establecer un “pattern of arbitrary or
capricious sentencing.” En la práctica, Gregg significó que la pena de muerta sería permisible
cuando existieran instrucciones claras y precisas para el jurado al momento de sentenciar.
A pesar de sugerir, en el caso Eddings v. Oklahoma, 455 U.S. 112 (1982), que el riesgo
de una sentencia de muerte arbitraria, pesaba más sobre la constitucionalidad de un estatuto que
la demostración fáctica de arbitrariedad, en McCleskey v. Kemp, 481 U.S. 279 (1987), el
Tribunal rechazó considerar evidencia estadística de disparidad por razón de raza como prueba
suficiente de un riesgo constitucionalmente significativo de discrimen para invalidar un estatuto
de pena de muerte. En ese caso de sometió como evidencia un estudio realizado por David
Baldus y otros que, utilizando regresiones múltiples, demostraba que era 4.3 veces más probable
que una persona (de cualquier raza) acusada de matar a una víctima de raza blanca fuera
sentenciada a pena de muerte que una persona acusada de matar a una víctima de raza negra.11
Según la mayoría del Tribunal en McCleskey, el peso de la prueba para demostrar discriminación
en cada caso específico recaía sobre el acusado, de facto invalidando el uso de estadísticas para
sustentar retos a la constitucionalidad de la pena de muerte. Cabe señalar, sin embargo, que al
decidir el caso Atkins v. Virginia, 536 U.S. 304 (2002), por ejemplo, la opinión mayoritaria citó
sondeos, entre otros métodos, como prueba de un giro en la opinión pública que justificara
invalidar la constitucionalidad de la ejecución de retrasados mentales.
En la actualidad, el apoyo público a la pena de muerte parece haber mermado
significativamente, de un máximo histórico de 80% a favor en 1994 a un 64% en octubre del
2005, mientras que el número de sentencias de muerte ha alcanzado su nivel más bajo desde
11 Austin Sarat, ed., The Social Organization of Law, p.537; ver también International Commission of Jurists,
“Administration of the Death Penalty ”, p.177. y Daniel McDermott, “A Retributivist Argument against Capital Punishment” en Journal of Social Philosophy, 32:3 (2001), p.329.
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1973.12 Varios estados han impuesto moratorias indefinidas a las ejecuciones, ante la evidencia
creciente de serias fallas en el debido proceso e igual protección requeridos por la Catorceava
Enmienda.13 Tras 20 años de buscar correctivos procesales, el Juez Blackmun, en su opinión
disidente en el caso Callins v. Collins, 510 U.S. 1141 (1994), declaró: “From this day forward I
no longer shall tinker with the machinery of death… The death penalty experiment has failed.”
En 1998, la American Bar Association solicitó una moratoria sobre todas las ejecuciones
pendientes en el país.14 Estas posiciones son representativas de lo que Austin Sarat llama el
“nuevo abolicionismo” post-Furman, que se basa no en una oposición moral a la pena de muerte,
sino en el convencimiento de la imposibilidad práctica de lograr los ajustes necesarios para que
la práctica sea constitucionalmente aceptable. Cabe señalar, sin embargo, que a pesar de estos
avances significativos, la oposición a la pena de muerte ni siquiera ha regresado a los niveles que
alcanzó poco antes de Furman.15 El apoyo “duro” a la pena de muerte, basado en concepciones
religiosas fundamentalistas e interpretaciones “originalistas” de la Constitución,16 mantiene su
arraigo entre gran parte del público y de los círculos de poder en los Estados Unidos.
El debate sobre la justificación de la pena El debate constitucional sobre la pena de muerte en los Estados Unidos está íntimamente
relacionado al debate filosófico más amplio sobre la justificación de la pena. Entre las diversas
12 Scott Sundby, “The Death Penalty's Future: Charting the Crosscurrents of Declining Death Sentences and
the McVeigh Factor”, 84 Tex. L. Rev. 1929 (2006), p.1930. 13 Entre estos, el más conocido es el caso de Illinois, cuyo Gobernador, hasta entonces defensor de la pena de
muerte, conmutó las penas de todos los entonces condenados a ser ejecutados en el estado. Ver George H. Ryan, “I Must Act” (Discurso), 11 de enero de 2003, en Sarat, The Social Organization of Law, pp.571-578. Incluso el Gobernador de la Florida, Jeb Bush, se vio obligado a decretar una moratoria tras la ejecución de Nieves Díaz. Burgos Pérez, “Sobre la ejecución de Angel Nieves Díaz”.
14 Austin Sarat, “Innocence, Error, and the ‘New Abolitionism’: A Commentary” en Criminology and Public Policy, 4:1 (2005), pp.48.
15 En ese momento, los sondeos reflejaban un apoyo a la pena de muerte de menos de 50%, pero la tendencia fue revertida a los pocos años. Sundby, “The Death Penalty's Future”, p.1931.
16 Esta posición actualmente es representada en el Tribunal Supremo por el Juez Scalia. Ver Antonin Scalia, “God’s Justice and Ours” en Sarat, The Social Organization of Law, pp. 564-570.
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concepciones que se enfrentan en este debate, sobresalen la preventiva y la retributiva.17 La
concepción preventiva, que persigue maximizar la utilidad social a través de la imposición
jurídica de la pena,18 se puede subdividir en una concepción de prevención especial (la pena
incapacita o disuade al autor del delito particular de cometer delitos adicionales) y en una
concepción de prevención general (la pena disuade al resto de la población de cometer delitos
adicionales). En el debate sobre la pena de muerte en los Estados Unidos, genera mayor
controversia la concepción de prevención general, conocida popularmente como deterrence
(disuasión) ya que en este caso la función de prevención especial es obvia (la ejecución
incapacita permanentemente al autor del delito). A su vez, el retribucionismo plantea que la
pena (cual pena) se justifica a sí misma como respuesta al delito, independientemente de su
utilidad social.19 En el debate sobre la pena de muerte, generalmente se asocia la retribución con
la posición conservadora que favorece la pena de muerte para los asesinos por razones de justicia
moral (la teoría del “justo merecido”).20
En su opinión concurrente en Furman, el Juez Marshall, argumentando la
inconstitucionalidad de la pena de muerte, insistía que "retribution... is a goal that the legislature
cannot constitutionally pursue as its sole justification for capital punishment." Concibiendo la
17 Michael Moore identifica, entre las razones prima facie que usualmente se esbozan para justificar el
castigo, la incapacitación, la disuasión especial, la disuasión general, la denunciación, la rehabilitación y la retribución. Michael Moore, Placing Blame (1997), pp.84-88. Entre estas, las primeras tres, así como la rehabilitación como tal se pueden subsumir bajo la concepción preventiva, mientras que la función denunciadora puede concebirse en términos preventivos o como elemento del retribucionismo, al menos en su versión Hegeliana. G.W.F. Hegel, Principios de la filosofía del derecho (traducción de Juan P. Mañalich), §97.
18 Ver por ejemplo John Rawls, “Two Concepts of Rules”, The Philosophical Review, 64 (1955), pp.3-32 y H.L.A. Hart, Punishment and Responsibility (1968).
19 En un célebre ensayo, Herbert Morris incluso plantea que el delincuente tiene derecho a ser castigado, ya que sólo así puede ser tratado como persona y no como objeto. “Persons and Punishment”, The Monist, 52:4 (1968). Ver también Moore, Placing Blame; Michael Moore, “Justifying Retributivism”, Israel Law Review, 27 (1993), pp.15-49; y Jeffrie Murphy, Retribution, Justice, and Therapy: Essays in the Philosophy of Law (1979).
20 Michael L. Radelet y Roland L. Akers, “Deterrence and the Death Penalty: The Views of the Experts”, The Journal of Criminal Law and Criminology, 87:1, pp.1-16.
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retribución en el sentido contenido en el principio del ius talionis (“ojo por ojo, diente por
diente”), Marshall planteaba: “No one has ever seriously advanced retribution as a legitimate
goal of our society. Defenses of capital punishment are always mounted on deterrent or other
similar theories… I cannot relieve that at this stage in our history the American people would
ever knowingly support purposeless vengeance.” Cuatro años después, al escribir la opinión
mayoritaria en Gregg, su colega, el Juez Stewart, señaló que si bien la retribución no era ya el
objetivo principal del derecho penal, tampoco era una meta prohibida, ni incompatible con el
respeto a la dignidad humana. Esta posición parece aun tener apoyo entre el público
estadounidense, el cual, a pesar de ya no creer, mayoritariamente, en la disuasividad de la pena
de muerte, continúa favoreciéndola.21 Los sectores que la defienden, a sabiendas (“knowingly”)
de su ineficacia disuasiva, esgrimen para ello razones retributivas, como “restablecer el balance
moral” o “vindicar a la víctima”. Si la retribución constituye, en este contexto, “venganza” o
“justicia” no está claro, pero lo cierto es que hoy en día es la principal fuente de legitimación de
la pena de muerte entre el público estadounidense en general.
Ello no resuelve, por supuesto, el problema de la constitucionalidad de la pena de muerte.
Tampoco significa que la ejecución de un convicto de hecho sea justa retribución en el sentido
que defienden la mayoría de los teóricos de la retribución. Por el contrario, argumenta Daniel
McDermott, “moral desert… does not provide the broad, open-ended justification for all
punishments that some retributivists believe but instead imposes serious restrictions on the
conditions under which wrongdoers may legitimately be punished.”22 Contrario a la mayoría del
Tribunal en McCleskey, para McDermott, el hecho de que el proceso esté viciado por la
discriminación racial hace a la pena de muerte incompatible con las exigencias del
21 Sundby, “The Death Penalty's Future”, pp.1962-1963. 22 Daniel McDermott, “A Retributivist Argument against Capital Punishment”, p.331.
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retribucionismo, aunque el acusado particular “merezca” recibirla. En esta perspectiva, la
justicia retributiva misma limita los medios que puedan ser utilizados para ejercerla. Jeffrie
Murphy va aún más lejos, al sugerir que la justicia retributiva descartaría la pena de muerte aún
si el proceso de sentencia fuera impecable, ya que en todo caso sería incompensable y elimina la
posibilidad de auto-desarrollo que es el elemento central de lo que significa ser persona. Por
ende, puesto que lo que distingue a la retribución de la prevención es tratar al acusado como
persona responsable, y la pena de muerte destruye literalmente su personalidad, no puede esta
considerarse justa retribución.23
Murphy alega que su argumento sigue de la lógica enunciada por el Tribunal en Furman,
al declarar que la pena de muerte era inconstitucional, según practicada en ese momento, porque
se aplicaba de manera arbitraria.24 Esta lógica se extiende, por ejemplo, a los casos de Coker v.
Virginia, 433 U.S. 584 (1977), en el cual el Tribunal determinó que es inconstitucional
sentenciar a muerte a un violador reincidente, porque no lo amerita; Atkins (2002), en el cual
declaró inconstitucional sentenciar a un retrasado mental, porque su culpabilidad es menor; y
Roeper v. Simmons, 543 U.S. 555 (2005), en el que invalidó la sentencia de muerte impuesta a un
menores de 18 años. En todos estos casos, la pena de muerte fue evaluada desde una perspectiva
retribucionista, declarándola “cruel e inusual” respecto de quien se aleja del paradigma de una
persona responsable. Según la visión de Murphy, para ser consistente con su propio
razonamiento, el Tribunal tendría que prohibir la pena de muerte en su totalidad.
23 Murphy, Retribution, Justice, and Therapy, pp.242-243. 24 El argumento es el siguiente: Al alegar que dicha aplicación arbitraria violaba a la Octava Enmienda (no
meramente la Catorceava), el Tribunal reconoció un derecho sustantivo que estaba siendo violado por la negligencia del gobierno. De esta forma, extrapolando del derecho de torts, se infiere que al exigir mayores rigores procesales que para otras penas, el Tribunal supuso que la pena de muerte constituye un daño sustancial más grave que la reclusión, que por ende requiere mayor diligencia al aplicar. Ya que la mayor gravedad de la pena de muerte no es auto-evidente, debe indagarse a que se debe. Murphy concluye que lo que distingue principalmente a la pena de muerte de la reclusión es no es siquiera parcialmente compensable y que elimina la oportunidad de auto-desarrollo, elemento indispensable de la personalidad. Murphy, Retribution, Justice, and Therapy, pp.238-243.
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Clase, raza y sujeto criminal En su opinión concurrente en Furman, el Juez Douglas observaba “it is the poor, the sick, the
ignorant, the powerless and the hated who are executed. One searches our chronicles in vain for
the execution of any member of the affluent section of the society.” Este reconocimiento de la
profunda desigualdad de clases que permeaba el sistema judicial estadounidense, sin embargo,
no volvió a plantearse con igual fuerza en el debate constitucional. Por el contrario, la
discriminación por razón de raza, como demuestra la importancia del estudio de Baldus en la
discusión de McClesky, se convirtió en enfoque central del debate. En su opinión disidente en
Gregg, los jueces Marshall y Brennan señalaban “the disgraceful distorting effects of racial
discrimination and poverty continue to be painfully visible in the imposition of death sentences.”
De esta forma, en McClesky, los jueces disidentes (esta vez acompañados por Blackmun y
Stevens) argumentaban que la inhabilidad del acusado de demostrar discriminación en las
decisiones de sentencia de su caso era irrelevante, ya que “concern for arbitrariness focuses on
the rationality of the system as a whole.” De esta forma acusaban a la mayoría de defender un
sistema en el cual “race casts a large shadow on the capital sentencing process.”
La discriminación por razón de raza en el proceso judicial estadounidense no se
circunscribe a las sentencias de muerte. En cuatro décadas, la composición étnica de la
población penitenciaria se invirtió, pasando de ser 70% blanca en 1950 a ser 70% negra y latina
en 1989, aunque la distribución étnica de los patrones de actividad criminal se mantuvo estable
en ese periodo.25 De esta forma, la tasa de encarcelación de los Afro-Americanos (1:21; 1:9
entre las edades de 20 a 34; y más de 2:3 en algunas ciudades grandes), que a partir de 1989
constituyen la mayoría de los que ingresan a la prisión cada año, pasó a ser la mayor jamás 25 Loïc Wacquant, “Deadly Symbiosis: Rethinking Race and Imprisonment in Twenty-First-Century
America” en Sarat, ed., The Social Organization of Law, p.501.
10
conocida en sociedad alguna (incluyendo el Gulag Soviético y Sudáfrica en el cenit del
apartheid).26 Ante esta tendencia de crecimiento, no es de sorprender, entonces, que el 41% de
las personas actualmente sentenciadas a muerte son negros, a pesar de que este grupo representa
el 34% de los ejecutados desde el 1976.27
Loïc Wacquant argumenta que la esclavitud, las leyes sureñas de segregación (conocidas
como leyes de “Jim Crow”), el ghetto y ahora el sistema penitenciario, son instituciones que
históricamente han construido y formado el concepto de raza en los Estados Unidos. Según
Wacquant, el conjunto del “híper-ghetto” y el sistema penitenciario, acoplados a la lógica
económica neoliberal (mercado laboral liberalizado, sistema de “workfare”), han re-construido el
significado de esto concepto, de manera tal que revive la centenaria asociación de la negritud con
la criminalidad, la desviación social y la peligrosidad. Por extensión, podríamos argumentar que
el sistema jurídico y las ideologías que lo configuran y que surgen de el, particularmente aquellas
que construyen al criminal como un “peligro” que debe ser eliminado o neutralizado, son un
factor central de este marco institucional.28 De esta forma, la pena de muerte,29 así como los
debates constitucionales y filosóficos sobre su justificación, son los ámbitos de los que surge la
construcción de un sujeto criminal masculino,30 negro y pobre.
26 Ibid. 27 Death Penalty Information Center, “Race of Death Row Inmates Executed Since 1976”,
<http://www.deathpenaltyinfo.org/article.php?scid=5&did=184> Accesado 15 de julio de 2007. 28 Varios estudios demuestran que el prejuicio racial es un factor determinante en el apoyo a la pena de
muerte entre la población blanca. Ver, por ejemplo, Steven E. Barkan y Steven F. Cohn, “Racial Prejudice and Support for the Death Penalty”, Journal of Research in Crime and Delinquency, 31 (1994), pp.202-209.
29 Dwight Conquergood, por ejemplo, describe el ejercicio de la pena de muerte como un “performance”. “Lethal Theatre: Performance, Punishment, and the Death Penalty”, Theatre Journal, 54:3 (2002), pp.339-367. Siguiendo a Judith Butler, quien plantea que los sujetos se constituyen de forma preformativa (Bodies that Matter: On the Discursive Limits of ‘Sex’, 1993) podemos argumentar que incluso las ejecuciones (quien es ejecutado) juegan un papel importante en la construcción del sujeto criminal.
30 No abordaré aquí sobre las implicaciones del género en la construcción del sujeto criminal. Basta señalar que la construcción del criminal como “violento” o “peligroso” le atribuye características que por otra parte han sido construidas como masculinas (la agresividad) en contraste con la sumisión o docilidad que han
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Segunda parte: El debate empírico y la pena de muerte Entre los diferentes argumentos sobre la justificación de la pena que se han esgrimido en el
debate acerca de la pena capital, el más susceptible a la confirmación o descalificación mediante
estudios estadísticos es la teoría de la prevención general, conocido popularmente en los Estados
Unidos como la tesis del deterrence, o disuasión. El planteamiento de que la existencia de la
pena de muerte contribuye a reducir la incidencia de los delitos a los que castiga (particularmente
los asesinatos) es uno que a simple vista puede ser cuantificado fácilmente. Algunos estudios
estadísticos concluyen haber verificado la validez del planteamiento.31 Estos, sin embargo, han
sido duramente criticados por sus debilidades metodológicas y conceptuales,32 e incluso hay
quienes niegan que los mismos hayan revelado una relación estadísticamente significativa.33
Otros estudios postulan la relación inversa – que la existencia de la pena de muerte está
correlacionada con incrementos en las tasas de asesinatos (la llamada tesis de la brutalización).34
Los demás argumentos sobre la justificación de la pena, y específicamente la pena de
muerte, no han sido abordados por los estudios estadísticos, ya sea porque son a simple vista
redundantes, como en el caso de la prevención especial, o porque no son cuantificables, como en
el caso de la retribución (no se puede medir quien merece la pena de muerte).35 Otro tema
relevante a la pena de muerte en los Estados Unidos, sobre el cual sí han prevalecido los estudios
caracterizado históricamente la construcción del género femenino. No sorprende, entonces, que la abrumadora mayoría de la población penal sean hombres.
31 Por ejemplo, Isaac Ehrlich, “The Deterrent Effect of Capital Punishment: A Question of Life and Death”, American Economic Review, 65 (1975).
32 Radelet y Akers, “Deterrence and the Death Penalty”, p.3. 33 Ver Lisa Stolzenberg y Alexander D’Alessio, “Capital Punishment, Execution, Publicity, and Murder in
Houston, Texas”, The Journal of Criminal Law and Criminology, 94:2 (1994), p.351. 34 John K. Cochran, et al. “Deterrence or Brutalization? An Impact Assessment of Oklahoma’s Return to
Capital Punishment”, Criminology, 29 (1991); William C. Bailey, “Deterrence, Brutalization, and the Death Penalty: Another Examination of Oklahoma’s Return to Capital Punishment”, Criminology, 36:4 (1998), pp.711-733.
35 Radelet y Akers, “Deterrence and the Death Penalty”, p.1.
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empíricos, es el de las “actitudes”, tanto de los jurados como de la población general, y cómo
determinados factores influyen sobre el apoyo a la pena de muerte o la decisión de un jurado
específico de implementarla. Entre estos, sobresalen la raza,36 la religión,37 las ideologías
políticas38 y la creencia en ciertos supuestos sobre el sistema jurídico y penal.39 Estos estudios se
sustentan principalmente en entrevistas y encuestas. La etnografía, que ha sido utilizada en otros
ámbitos de los estudios legales, ha sido poco aplicada al estudio de la pena de muerte en los
Estados Unidos.
Ejecuciones, publicidad noticiosa y asesinatos Lisa Stolzenberg y Stewart D’Alessio examinan la relación causal entre la pena de muerte y la
incidencia de asesinatos, argumentando que la mayoría de los estudios previos solamente
indagaron relaciones unidireccionales – es decir, si la legalidad o implementación de la pena
causaban una disminución en los asesinatos (disuasión) o, por el contrario, provocaban su
incremento (brutalización).40 Sin embargo, alegan, no se justifica teóricamente descartar que la
relación también puede ser inversa – que la alta incidencia de asesinatos afecte la frecuencia de
las ejecuciones.41 Utilizando el procedimiento estadístico ARMA, los autores investigaron la
36 David N. Baker, et al., “Racial Differences in Death Penalty Support and Opposition”, Journal of Black
Studies, 35:4 (2005), pp.201-224; Robert L. Young, “Guilty Until Proven Innocent: Conviction Orientation, Racial Attitudes, and Support for Capital Punishment”, Deviant Behavior, 25:2 (2004), pp.151-167; Joe Soss, et al., “Why Do White Americans Support the Death Penalty?”, Journal of Politics, 65:2 (2003), pp.397-421.
37 Thorddur Bjarnason y Michael R. Welch, “Father Knows Best: Parishes, Priests, and American Catholic Parishioners’ Attitudes Toward Capital Punishment”, Journal for the Scientific Study of Religion, 43:1 (2004), pp.103-118; Paul Perl y Jamie S. McClintock, “The Catholic ‘Consistent Life Ethic’ and Attitudes Toward Capital Punishment and Welfare Reform”, Sociology of Religion, 62:3 (2001), pp.275-299.
38 David Jacobs y Jason T. Carmichael, “Ideology, Social Threat, and the Death Penalty: Capital Sentences across Time and Space”, Social Forces, 83:1 (2004), pp.249-278.
39 Jim Sidanius, et al., “Support for Harsh Criminal Sanctions and Criminal Justice Beliefs: A Social Dominance Perspective”, Social Justice Research, 19:4 (2006), pp.433-449; Steven F. Messner, et al., “Distrust of the Government, the Vigilante Tradition, and Support for Capital Punishment”, Law and Society Review, 40:3 (2006), pp.559-590.
40 Stolzenberg y D’Alessio, “Capital Punishment, Execution, Publicity, and Murder”, p.352. 41 Ibid., p.374.
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relación (y su magnitud relativa) entre tres variables: el riesgo de ejecución, la publicidad
noticiosa de las ejecuciones y el número de incidentes de asesinato en la ciudad de Houston,
Texas, entre enero de 1990 y diciembre de 1994.42 Según Stolzenberg y D’Alessio, esta ciudad
es idónea para el estudio, por su alta frecuencia de ejecuciones43 y la amplia cobertura de estas en
los principales periódicos locales.44
Los autores especifican las definiciones de las variables que utilizan para evitar algunas
de las debilidades que identifican en estudios previos. De esta forma, por ejemplo, utilizan el
número de incidentes de asesinatos (no-negligentes) por individuos mayores de 17 años (los
asesinatos cometidos por menores de esa edad no son punibles por muerte en Texas) en lugar de
la tasa o el total bruto de asesinatos;45 la frecuencia de las ejecuciones en lugar de su
probabilidad marginal (número de ejecuciones dividido por los asesinatos reportados);46 y la
publicidad de las ejecuciones como tal, y no de otros aspectos relacionados a casos de pena
capital.47 De la posible relación entre estas variables surgen cuatro hipótesis: 1) la alta
frecuencia de ejecuciones (riesgo de ejecución), dada suficiente publicidad, causa una
disminución en los incidentes de asesinato (disuasión); 2) la alta frecuencia de ejecuciones des-
sensibiliza a la población y desprecia la vida, causando un incremento en los incidentes de
asesinato (brutalización); 3) la alta incidencia de asesinatos, al drenar los recursos del sistema,
eventualmente disminuye la frecuencia de las ejecuciones (tesis de la sobrecarga); y 4) la alta
incidencia de asesinatos, al recibir amplia publicidad, estimula que la población presione a los
políticos a “ponerse duros” contra el crimen (teoría de la opción pública).48
42 Ibid., p.352. 43 Ibid., p.362. 44 Ibid., p.360. 45 Ibid., pp.362-363. 46 Ibid., p.364. 47 Ibid., p.365. 48 Ibid., pp.373-374.
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El análisis estadístico de Stolzenberg y D’Alessio no revela evidencia estadísticamente
relevante de una relación negativa o positiva entre el riesgo de ejecución y la incidencia de
asesinatos, ni entre la publicidad de las ejecuciones y la incidencia de asesinatos. La única
variable significativa que encuentran para predecir la incidencia de asesinatos es la incidencia
anterior. Estos resultados apuntan a la ineficacia tanto de las tesis de la disuasión y de la
brutalización durante el periodo estudiado en la ciudad de Houston.49 Por otra parte, muestran
una relación negativa fuerte entre la incidencia de asesinatos y la frecuencia de las ejecuciones –
en los meses en que la incidencia de asesinatos en Houston es elevada, el número de ejecuciones
en los meses subsiguientes disminuye, mientras que aumentan en los meses subsiguientes a los
meses en que la incidencia es baja, sustentando así la tesis de la sobrecarga.50 Finalmente, los
autores señalan una correlación alta entre la frecuencia de las ejecuciones y la publicidad que
reciben, en contraste con estudios anteriores que encontraron una correlación extremadamente
baja a nivel nacional, lo que corrobora la importancia de usar fuentes noticiosas locales.51
Según Stolzenberg y D’Alessio, el único resultado persistente de su estudio es que existe
una relación negativa y retrasada (lagged) entre la incidencia de asesinatos y el riesgo de
ejecución, la que explican de la siguiente forma: “We are fully aware that the time period from
the occurrence of a homicide and the execution of an offender is much longer than one month.
Our position is that there already exists a large group of individuals in the system who are
eligible to receive the death penalty. This pool of death eligible offenders is affected by an
increase in murder incidents in such a way as to slow the prosecution process and thus ultimately
decrease the frequency of execution.”52 Lo que el análisis demuestra es que los aumentos en la
49 Ibid., pp.368, 370, 374-375. 50 Ibid., p.369. 51 Ibid., p.370. 52 Ibid., pp.374-375.
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incidencia de asesinatos tienen una especie de efecto de onda (ripple) sobre la frecuencia de las
ejecuciones, que va perdiendo fuerza con el tiempo,53 como resultado de las complejas
vicisitudes procesales que afectan la práctica de la pena de muerte, incluyendo las presiones
políticas post-juicio, las apelaciones directas y los recursos de habeas corpus presentados por
quienes ya han sido sentenciados.54
Los autores conceden que sus resultados en cuanto a la ineficacia de las tesis de disuasión
y brutalización pudiera estar viciada por su selección de unidad geográfica (ciudad) y temporal
(mensual), e indican que sobre todo el segundo planteamiento amerita investigación futura.55 Es
importante recalcar, sin embargo, que como ellos mismos señalan al inicio del artículo, estas
unidades fueron seleccionadas precisamente para evitar algunos de los vicios de diseño más
flagrantes de investigaciones anteriores que “comprueban” la validez de una u otra de estas tesis.
La conclusión práctica a la que arriban los autores plantea una paradoja para la teoría de la
opción pública: si bien la presión política sobre los oficiales electos y funcionarios judiciales
para adoptar posiciones “duras” contra la criminalidad ha sido reflejada en el incremento de la
severidad de las penas, contribuyendo a un alza en las sentencias de muerte de más del 600%
entre 1973 y 1999, una consecuencia inesperada de ello ha sido atenuar la frecuencia de la
realización de la pena.56 Ello tiene implicaciones importantes para quienes sostienen el
argumento retribucionista a favor de la pena de muerte.
Fortalezas y debilidades del método estadístico En términos generales, el estudio de Stolzenberg y D’Alessio logra evitar muchos de los defectos
comunes en los estudios relacionados a la pena de muerte y en la metodología estadística en
53 Ibid., p.375. 54 Ibid., p.376-377. 55 Ibid., p.378. 56 Ibid., p.378-379.
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general. Su principal virtud en este aspecto es la especificación detallada de las variables
examinadas. Es más preciso examinar los incidentes de asesinatos que la tasa o el número bruto
de asesinatos, ya que, como los autores señalan, tal vez la existencia de una pena podría disuadir
la comisión del primer asesinato en incidentes donde haya más de una víctima, pero sobre el
segundo asesinato ya inciden muchos otros factores.57 De igual forma, examinar la frecuencia de
las ejecuciones es más adecuado que examinar su probabilidad marginal, ya que una persona
promedio por lo general no tiene una noción muy certera de la tasa real de criminalidad en su
vecindario, aunque sí podría estar bien informada de las ejecuciones que se llevan a cabo, gracias
a la cobertura de la prensa local.58
Por otro lado, los mismos autores señalan que sus resultados podrían estar viciados por su
decisión de utilizar la ciudad como su unidad geográfica y el mes como su unidad temporal.59 Es
poco probable, sin embargo, que utilizar unidades más amplias (estado y año, por ejemplo) arroje
resultados más precisos o esclarecedores. Por el contrario, hacer esto pasa por alto
particularidades locales que pudieran afectar los datos. Específicamente, Stolzenberg y
D’Alessio dan como ejemplo el hecho de que la mayoría de los estudios que utilizan datos
nacionales plantean una cobertura noticiosa bastante leve de las ejecuciones, lo que es de
esperarse dado que los periódicos los nacionales tienden a cubrir solo los que se consideran de
interés nacional, una minúscula proporción del total.60 Los locales, sin embargo, tienden a cubrir
todas o casi todas las ejecuciones que se dan en el área, además de tener una audiencia local
mucho más amplia,61 de manera que su potencial disuasivo es mayor.
57 Ibid., pp.362-363. 58 Ibid., p.364. 59 Ibid., p.378. 60 Ibid., p.370. 61 Ibid., p.360.
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Las variables que aplican Stolzenberg y D’Alessio presuponen algo que también es el
presupuesto central de la tesis de la disuasión: que las personas son sujetos racionales que
calculan las consecuencias de sus acciones y actúan para maximizar su beneficio potencial.62
Desde esta perspectiva, una pena disuade cuando el riesgo y las consecuencias de sufrirla pesan
más que el beneficio que se pudiera adquirir a través del acto delictivo. No en balde, la
prevención general es la teoría utilitaria de la pena por excelencia, ya que plantea la utilidad
social de disuadir bajo amenaza a aquel que pondría su utilidad individual en detrimento de la
sociedad. Por definición, esto significa que cualquier otro impulso que no pueda ser reducido a
incentivo o disuasivo no puede ser reflejado por estadísticas diseñadas para medir la disuasión.
Si esto es así, entonces factores de subjetivación, particularmente factores estructurales, que
pudieran afectar el comportamiento normativo o contra-normativo de las personas, nunca
podrían ser revelados o desmentidos por estudios estadísticos cuantitativos.
El estudio de Stolzenberg y D’Alessio ofrece una buena oportunidad para explorar las
limitaciones del método estadístico por varias razones. Primero, porque el rigor con que los
autores definen sus variables, abordan el problema de la causalidad en su análisis y exponen sus
conclusiones, les ayuda a evadir exitosamente muchas de las lagunas y problemas conceptuales
que a menudo afectan el uso del método estadístico. De esta forma, aquellas insuficiencias que
persisten en sus planteamientos con toda probabilidad no pueden ser subsanadas por
refinamiento y especificación de las variables e hipótesis cuantitativas aún mayores. Segundo,
porque si bien los autores no encuentran evidencia de la eficacia de la pena de muerte como
medida disuasiva, sus resultados tampoco confirman el planteamiento inverso, la tesis de la
brutalización. Por el contrario, si algo demuestran los resultados del estudio, es que puede ser
62 Ibid., p.353.
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poco relevante plantear el problema en términos causales unidireccionales. Esto significa que si
bien las estadísticas pueden ser útiles para esclarecer el problema, pueden haber métodos mejor
adecuados para el estudio de relaciones complejas.
Conclusión y Propuestas Al producir evidencia que sugiere dudas en torno al argumento retribucionista a favor de la pena
de muerte, Stolzenberg y D’Alessio ofrecen una ventana para cambiar el terreno del debate, y
por otro lado dejan una serie de preguntas abiertas que no pueden ser abordadas con métodos
cuantitativos. El estudio de estos autores se suma a la larga lista de estudios estadísticos que
confirman un hecho aceptado por la mayoría de los expertos en teoría y práctica de prevención
criminal – la ineficacia de la pena de muerte como dispositivo de prevención general.63 Sin
embargo, y a pesar de las encuestas que reflejan que una creciente mayoría de los
estadounidenses hoy en día reconocen esta ineficacia – y más aún, que creen que en años
recientes han sido ejecutadas personas inocentes y que la pena de muerte es aplicada de forma
desproporcionada por razones de clase y de raza – una mayoría de estos “favored the death
penalty for a person convicted of murder”. 64
Según Sundby, esta aparente contradicción refleja un sentido de “balance moral”
manifestado por miembros del jurado en casos de pena capital quienes, rechazando ser
motivados por sentimientos de “venganza”, ven como insuficiente la sentencia de cadena
perpetua para crímenes particularmente sangrientos o despiadados.65 Esta aparente motivación
retribucionista queda en entredicho ante el descubrimiento de que a menudo ni siquiera la
exigencia retribucionista más básica – que el culpable sea castigado – se cumple (al menos en los
63 Radelet y Akers, “Deterrence and the Death Penalty”. 64 Sundby, “The Death Penalty's Future”, p.1957 65 Sundby, “The Death Penalty's Future”, pp.1957-1963.
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sistemas que permiten garantías procesales básicas para el acusado, como el derecho de
apelación y el habeas corpus), ya que según los resultados de Stolzenberg y D’Alessio, mientras
más delitos se cometan, más se postergan y difieren las ejecuciones pautadas (en todo caso, se
sustituye la pena pautada por otra, la privación de libertad). Por supuesto, esta relación causal es
menos conocida por el público en general, y por ende pesa menos en los sondeos de opinión que
otros factores mencionados anteriormente, como la racialización de la pena de muerte.
Este último factor es ilustrativo de la existencia de un profundo desfase entre la auto-
imagen de la mayoría de las personas (“yo no soy racista”) y la persistencia ampliamente
reconocida de un sistema discriminatorio (“la sociedad es racista”). De tal manera, yo me
identifico como alguien que, dada la oportunidad, trataría a un acusado blanco y a uno negro (o
a una víctima blanca y a una negra) de forma igualitaria, sin embargo también me identifico
como una persona “justa” y la pena de muerte en este caso particular es merecida (la reclusión no
es suficiente para expiar el crimen o vindicar a la víctima). El desfase se manifiesta en el hecho
de que la persona promedio no participa en más de un jurado a través de su vida, mucho menos
uno en que esté planteada esa oportunidad, de manera que al momento de decidir, emite un voto
con la conciencia “limpia”, sin embargo, vistos de forma agregada, todos estos votos “limpios”
aparecen reflejados como un patrón racista.
En este contexto, tiene poco sentido, desde la perspectiva de quienes se oponen a la pena
de muerte, seguir dedicando esfuerzos a cuestionar la tesis disuasiva a través de métodos
estadísticos, por dos razones principales. Primero, porque si la pena de muerte es disuasiva o no
es estadísticamente incomprobable en última instancia, ya que la inmensa mayoría de las
motivaciones humanas no son cuantificables. Segundo, porque llegando al límite de lo que sí es
estadísticamente comprobable, la ineficacia disuasiva de la pena de muerte ha sido demostrada
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hasta la saciedad, y ello se refleja en el reconocimiento de dicha ineficacia por la mayoría de los
estadounidenses. Tal vez en el pasado reciente, generar prueba estadística sobre su ineficacia
contribuyó a reducir el apoyo a la pena de muerte, pero quienes hoy en día continúan creyendo
en la eficacia disuasiva de la pena de muerte lo hacen como artículo de fe (fe en un mundo de
individuos racionales) y ninguna prueba científica los convencerá de lo contrario. En la
actualidad, podría ser mucho más fructífero para los abolicionistas cuestionar las alegadas
motivaciones retribucionistas que la mayoría de los estadounidenses invoca para justificar su
continuado apoyando la pena de muerte a pesar de “saber” que esta no es un disuasivo eficaz.
El “nuevo abolicionismo” va encaminado en la dirección correcta, ya que cuestiona cuán
“justa” puede ser realmente la pena de muerte bajo las condiciones procesales actuales. Para ser
más efectivo, sin embargo, es necesario desarrollar un análisis de cómo los discursos de
justificación de la pena operan al interior de la práctica penal para construir un sujeto criminal
racializado “meritorio” de la pena de muerte. Un posible resultado de este tipo de análisis es que
revele cómo la supuesta justificación “retribucionista” de la pena de muerte no tiene nada que
ver con “tratar al acusado como persona” (el fundamento de la concepción retribucionista), sino
con tratarlo como un peligro inherente – y peor aún, como miembro de una población
inherentemente peligrosa – que debe ser neutralizada. Tal resultado podría explicarse como una
reorientación de las concepciones filosóficas tradicionales que retiene elementos de la visión
objetivante asociada con el prevencionismo, articulándolos en lenguaje meritocrático e
individualista del retribucionismo conservador.
Metodológicamente, esta proyecto se nutriría de los estudios ya existentes sobre las
“actitudes” e ideologías raciales, religiosas y políticas de los jurados y poblaciones directas, pero
se enfocaría mucho más en el trabajo etnográfico directo, particularmente entre personas
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sentenciadas a la pena de muerte. Ello contribuiría a desmitificar las abstracciones y reducciones
típicas tanto del racionalismo prevencionista, como del voluntarismo meritocrático, ambos
discursos centrales a la construcción del sujeto criminal, de manera, que el convicto emerja no
como objeto o individuo aislado, sino como agente, constreñido por su realidad estructural y a la
vez capaz de su propia transformación a través de la transformación de esa realidad. Si esto es
posible, entonces se haría imposible no sólo continuar justificando la pena de muerte en términos
retribucionistas, sino hacerlo siquiera en el lenguaje de la retribución.